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Alberto Espana La Pequena Historia de Tanger
Alberto Espana La Pequena Historia de Tanger
La pequeña
historia
de Tánger
PRESENTACIÓN DEL
EXCMO. SR. D. CRISTÓBAL DEL CASTILLO
EMBAJADOR DE ESPAÑA
1
A mi hijo Alberto 1, en quien la lectura de
algunos capítulos de este libro avivará los re-
cuerdos de niñez.
2
Presentación
3
Hijo de militar, conoce en Puerto Rico la puesta de sol de un Impe-
rio que sólo renacerá luego en lo espiritual, bajo el signo común, fraterno y
cristiano, que une los sentimientos de veinte pueblos libres. De vuelta a
España vive los años cansados de nuestro repliegue al viejo lar ibérico. Ba-
chillerato. Boda del Rey. Y con la bomba de aquel día de mayo estalla en él
la vocación periodística, que le hace abandonar proyectos de burocracia. Es
joven; ha andado ya mucho mundo y sueña con andar mucho más todavía,
para ver y contar, para oír y pensar, para aprender y enseñar.
La Argentina, Uruguay, luego Europa, hasta Constantinopla, son
nuevos escenarios de su juvenil inquietud de luchador literario. Vuelve a
España y, cada vez más cuajado en su vida y más seguro en su pluma, deja
huellas de una intensa labor en multitud de publicaciones. Su espíritu an-
dariego, en misión profesional, le trae por azar a Tánger. Y el hombre in-
quieto, el viajero constante de tierras y mares, queda prendado de la pe-
queña ciudad amurallada que le abre sus brazos y le cuenta sus secretos<
Y aquí se queda para siempre.
Y porque esta última parte tiene algo de común con mi propia
historia y porque, en suma, sus memorias de viejo tangerino son también,
en buen trecho, las mías, he tomado a mi cargo el descorrer las cortinas de
esta grata y amena exposición de sus recuerdos.
Te invito a contemplarlos, lector amigo. Y a meditar un poco sobre
ellos.
Y si eres de los nuevos tangerinos, aprenderás muchas cosas que
quizá ignores; y entre ellas a considerar a los más viejos, de cualquier raza,
credo o nación a que pertenezcan, con el afecto que deben inspirarnos quie-
nes nos precedieron en la obra común de la perfección ambiental, de tole-
rante convivencia y de amor a esta Ciudad, que, sin darse del todo a nadie,
a todos sabe rendir por la suave fuerza o la fuerte suavidad de sus muchos
encantos.
Cristóbal del Castillo 2
Embajador de España
2Cristóbal del Castillo: Diplomático español que fue destinado por primera vez a Tánger
en 1921 y que más adelante, en 1945, fue nombrado Cónsul General de España en la
ciudad internacional, donde permaneció más de diez años; luego fue Embajador de Es-
paña en Marruecos ( 1958–1962 ). Muy amigo de mi abuelo. Recuerdo haberlo saludado
por última vez en una Feria del Libro de Madrid, cuando aún se celebraba en el Paseo de
Recoletos, a finales de los cincuenta; yendo yo con mi padre. Nota del copista.
4
Del autor a los lectores
Antes de que te adentres, lector, en este libro —si tengo tal suerte— quiero
hacerte algunas aclaraciones en mi descargo.
El honor que me otorga el prologuista me sobrecoge y confunde. El
señor del Castillo es también un tangerino antiguo como yo, pero además
diplomático ilustre que ha sabido conseguir, para España, una postura
más justa y razonable, dentro de la situación estatutaria de 1945, y para
Tánger facilidades de orden económico que le han de permitir sobrellevar,
sin perecer, el crítico periodo actual. Durante los diez años que lleva al
frente de nuestra Representación oficial ha realizado una labor construc-
tiva que marcará una época en la vida de nuestra colonia: «Esto se hizo en
tiempos de don Cristóbal», dirán las futuras generaciones. Y en verdad
que la lista de sus realizaciones abarcará —abarca ya— todos los sectores
de la actividad y presencia de España en Tánger. Tengo para mí que este
prólogo que habéis leído ha de ser lo único serio y enjundioso de este li-
bro. Porque aunque vosotros —amigos cariñosos que tanto me habéis
alentado en mi tarea— miréis esta labor mía con tan buenos ojos, yo com-
prendo que este libro carece de esa seriedad que debe acompañar de con-
suno a toda obra histórica.
Viene a ser este libro que os ofrezco como esas sopas concentradas que
encantan a las amas de casa, por la comodidad y rapidez con que pueden
ofrecer, a cualquier invitado imprevisto, un caldo de pollo< sin pollo. Es
decir, sin la sustancia de lo que se pregona. He aquí, pues, una Historia<
sin Historia.
Yo comprendo que una historia debe ser algo serio y formal en que la
atención del lector se hinque acuciadora y con algún provecho. En este
aspecto confieso que no soy un historiador, porque me faltan para ello
cualidades que ya no estoy en edad de adquirir. A lo sumo, seré un mo-
desto acuarelista o pintamonas del pasado —de un pasado, mejor dicho—,
5
que, como Dios le ha dado a entender, y sin otro auxiliar que su memoria
fiable y unos recortes antiguos, ha diseñado unos cuadritos con las cosas
que más le impresionaron hace ya muchos años. Unas pinceladas, con más
o menos color, logradas con mejor o peor fortuna, y en las que, cuando
más, puede hallar el lector el único mérito de la espontaneidad junto a una
deslavazada concatenación.
Tánger me ha recordado siempre aquellas cajitas lustrosas de laca que
de niño me atrajeran en el trayecto marítimo de España a Filipinas. Unas
cajitas de tamaños dispares, encerradas unas dentro de otras, y todas ellas
en la última del exterior, a modo de continente, que este caso concreto se-
ría la ciudad de Tánger.
Ha sido mi querido amigo don Fernando de Erice quien más me ha
alentado a la publicación de este libro, en el que yo no había pensado ja-
más. Sobre él ha de recaer, pues, toda la responsabilidad de las críticas
que, por mi desmaño o torpeza, han de hacerse de esta Historia ( ¡ ! ) al no
hallar en ella toda la enjundia o seriedad apetecidas. Yo, en mi papel de
simple hilvanador, me lavo honestamente las manos<
Alberto España
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Primera parte
Impresiones y Recuerdos
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TÁNGER Y EL MUNDO A TRAVÉS DE ESPAÑA.
CUANDO PACO EL CARTERO ERA EL JEFE (¡ !)
DEL CORREO ESPAÑOL.
Al ver hoy 3 en el Correo Español esas nutridas colas en las dos ventanillas
de sellos, cola en el giro postal y ante Certificados, Lista o Caja de Aho-
rros, no puede uno imaginarse que en la época de Paco el Cartero todo el
servicio de correos se hallase concentrado en el reducido espacio que per-
mitía la esquina que da al Zoco Chico del actual edificio del Telégrafo Es-
pañol, espacio restado a las antiguas cuadras de nuestra Legación. Enton-
ces no había colas, sino corros. Un corro que se formaba ante esa esquina.
Por una ventanilla, el simpático y servicial Paco se asomaba para repartir
la correspondencia del día o para decir con toda amabilidad:
—Hoy no hay nada para usted, don Fulano.
Tenía entonces esta oficina la más modesta categoría postal. Era, sim-
plemente, una Cartería. Corría a la sazón el año 1881. Paco no se daba en
su cargo ninguna importancia. Por el contrario, era sencillo y amable con
todos. Yo alcancé a conocerle todavía en sus últimos años de actuación, ya
como auxiliar del Correo Español. Estaba encargado de Lista y Apartados.
En su léxico no figuraba la palabra «no». A todos atendía siempre con la
misma solicitud y para todos tenía siempre la adecuada solución. Menudo
de talla, cetrino de color, encuadrado el rostro con una negra barba rala,
cuyos pelos se decoloraban junto a los labios por el humo del puro que
jamás se apartaba de su boca, las más veces apagado. Tocábase de ordina-
rio con una gorrilla gris y, aunque afable con todos, adoptaba cierto aire
de funcionario oficial importante, con lo que, sin embargo, no molestaba a
nadie.
La recepción de la correspondencia se hacía en aquella cartería regen-
tada por Paco de la misma forma pintoresca que su reparto. Cuentan mis
referencias que Paco tenía una cómoda, con varios cajones abiertos, sobre
la que cada cual depositaba sus cartas a la vez que, en alta voz, citaba su
destino. Paco iba indicando a los «clientes» el cajón de la cómoda, dentro
del cual debía dejar su carta, con arreglo a su destino. De este modo, que-
3No nos adentremos en el texto sin tener claro que «hoy», en La pequeña historia de Tánger,
quiere decir «a principios de los años cincuenta del siglo XX», esto es: mientras iban
pasando los últimos años esplendorosos de la Ciudad Internacional. Nota del copista.
8
daba hecha «automáticamente» la clasificación de la correspondencia, que
Paco agrupaba después.
Sólo existía entonces comunicación con Cádiz, de cuya oficina depen-
día esta Cartería, y desde allí venía la correspondencia en un falucho,
contratado al efecto. Muy alborotado tenía que estar el Estrecho para que
este falucho dejara de atravesarlo. El servicio se hacía, pues, con cierta re-
gularidad no exenta de temeridad en muchas ocasiones. Y bueno será ha-
cer constar que sólo por mediación de esta Cartería de Paco podía cursarse
toda la correspondencia de los correos francés, inglés y alemán, pues nin-
guna otra embarcación de distinta bandera realizaba transporte postal al-
guno. Es decir que, lo mismo que hoy, el servicio tenía un carácter interna-
cional indiscutible.
El humilde falucho continuó realizando tan utilísimo servicio hasta el
año 1890, en que se le sustituyó por el vapor Piélago¸ de la Compañía
Transatlántica 4, partiendo también de Cádiz. Algunos viejos tangerinos
recuerdan aún con simpatía este buque. Arrastrado como una brizna por
el furioso oleaje, saltando sobre el mar encrespado, cualquier que fuese el
tiempo, llegaba el Piélago a su hora como si su tripulación hubiera sabido
inculcar a todas las cuadernas del buque ese rígido concepto del deber que
es peculiar en todos los marinos. A bordo del Piélago venían la anhelada
esperanza para unos, el cariño familiar para otros, dulcedumbres o pesa-
res< Cada cual aguardaba, con su ilusión respectiva, la llegada del Piélago
que, indefectiblemente, en su día y a su hora se avizoraba en el horizonte.
***
rada Estafeta de Correos que el gobierno español tenía en el Zoco Chico de la ciudad.
Pedro ostentaba el título de técnico del cuerpo de Correos de España. En el puesto estuvo
durante cinco años, en los cuales se granjeó la enemistad de propios y extraños por su
carácter huraño y taciturno. En el año 1905, fue con un permiso a Málaga, pero jamás
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desde ese momento se imponía el final del «reinado» de Paco. Se le pro-
puso entonces que continuara como auxiliar en la Estafeta, a las órdenes
de Bolín. El simpático cartero, sin petulancia —porque era hombre senci-
llo—, pero muy convencido de que le asistía la razón, alegó que no podía
ser relegado al puesto de auxiliar quien durante varios años había desem-
peñado a satisfacción el de Jefe (¡ !)< No habr{ para qué decir que Paco
siguió en la Estafeta como auxiliar hasta su muerte, acaecida bastantes
años después.
Durante el quinquenio que Bolín vivió en Tánger al frente de la Esta-
feta no conquistó, en verdad, grandes amistades. Era un hombre huraño y
taciturno. Hacía una vida de misántropo, no se sabe si porque padeciera
alguna enfermedad ignorada que le inclinase a la adustez o porque ciertos
conflictos íntimos le hubieran agriado de por vida el carácter. El hecho es
que no cultivó ninguna amistad y, aparte de las horas que permanecía en
la Estafeta, tenía poquísimo contacto con nadie, ni siquiera con sus com-
patriotas. A fines de 1905, Bolín marchó con permiso a Málaga, de donde
era natural, y ya no regresó más: se había suicidado, ignorándose los mo-
tivos y demás circunstancias.
Sucedió a Bolín en el cargo otro funcionario técnico que, en carácter,
era la antítesis del suicida. Me refiero a don Ramón Álvarez Tubau, her-
mano de la insigne actriz 6 que hizo glorioso este apellido, y padre del
entonces «joven de lenguas» —como a la sazón eran designados tales
funcionarios, agregados a la Legación— Emilio Álvarez Sanz, a quien to-
dos conocíamos por Tubaíto. Don Ramón, con su barba en punta y su inse-
parable pipa, era de temperamento sosegado y afable, muy afectuoso y
cordial con todos. Estas cualidades le granjearon bien pronto numerosas
simpatías y muy sólidas amistades, algunas de las cuales lo recuerdan to-
davía con afecto. Aun después de jubilado, en 1911, don Ramón y su bon-
dadosa esposa continuaron viviendo en Tánger, hasta que su hijo Emilio
fue destinado a Tetuán como intérprete oficial del Jalifa 7. Años más tarde,
Madrid, de cuyo teatro Alhambra fue empresaria. Tuvo compañía propia. Nota del copista.
7 «Jalifa» significa sucesor o representante ( del sultán, en este caso ). En Marruecos no se
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y muertos ya sus padres, Tubaíto regresó a Tánger y en nuestro Consulado
permaneció hasta su muerte, acaecida hace unos años.
En la época de don Ramón, o sea en 1908, se crearon las Estafetas espa-
ñolas de Correos en el interior de Marruecos. Con tal motivo, la oficina de
Tánger pasó a la categoría de Administración Principal, emancipándose ya
de Cádiz. De Tánger pasaron entonces a depender las estafetas de Tetuán,
Arcila 8, Larache, Alcazarquivir, Casablanca, Safi, Mogador, Mequínez,
Marrákech 9, Fez y Rabat. El enlace con todas ellas se hacía por medio de
rekkas o peatones 10, que no siempre llegaban a su destino. Unas veces, por-
que se lo impedían las acciones bélicas de aquella época turbulenta; otras,
porque los desbordamientos de los ríos interrumpían su marcha. Más de
uno de estos oscuros héroes del camino pereció ahogado. El centro de este
servicio de peatones era Larache. Los rekkas cobraban quince pesetas por
viaje completo de ida y vuelta a Tánger, y diecisiete por el mismo servicio
a Rabat. Los que venían a Tánger salían de Larache a mediodía y llegaban
aquí a las siete de la mañana del día siguiente. Regresaban a las cuatro de
la tarde para llegar a Larache a las diez de la mañana del otro día. Para
distraerse durante el penoso caminar, los rekkas solían llevar en la mano
un palo, que iban lanzando ante sí, para recogerlo al cabo de unos pasos y
volverlo a lanzar. Así se les hacía más corto el recorrido, según ellos, aun-
que las piernas no se dejasen engañar fácilmente por el espejismo consola-
dor del palito. El final de casi todos ellos era la tuberculosis, en la flor de la
edad.
En 1913, hecha ya la división de Marruecos en dos Zonas de Protecto-
rado, las Estafetas que dependieron hasta entonces de Tánger pasaron a
depender de Tetuán, las de Zona Española; y de Rabat, las de la Francesa.
Por acuerdo entre Francia y España —acuerdo en el cual nosotros cedimos
ocho estafetas en Zona Francesa a cambio de cuatro que Francia tenía en la
Española—, y como consecuencia de la renuncia a las capitulaciones, cada
repitió el viejo dislate por el que los españoles hablamos de Califas y Califato de Córdoba,
como si fuéramos franceses y no tuviéramos jota. Nota del copista.
8 Se mantiene la toponimia tradicional española de estas localidades. Hoy se está impo-
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una de las dos naciones cerró las oficinas postales que tenía en la Zona de
la otra. A este acuerdo no se adhirió Inglaterra, cuyas oficinas de correos
siguen abiertas todavía en varias ciudades de ambos Protectorados, donde
funcionan con toda libertad e independencia.
Desde entonces, la Estafeta de Tánger pasó a la categoría de Admi-
nistración Central, con las mismas prerrogativas que las Principales, pero
sin que de ella dependiese estafeta alguna.
Don Ramón Álvarez Tubau, a su jubilación, fue sustituido por don Ma-
riano Jorro 11, de quien, por pura broma, se decía que estaba casado con su
hija y era, a su vez, padre de su nieta. Este jeroglífico familiar tenía una
fácil explicación que lo aclaraba todo. En efecto, Jorro se había casado con
una viuda, que llevó al matrimonio una hija, ya mayorcita, de su difunto
marido. Muerta esta señora, don Mariano Jorro casó en segundas nupcias,
sin el menor impedimento legal por no existir consanguinidad alguna, con
su hijastra, quien, a su vez, aportó a este matrimonio una hija de su primer
marido. De esta hija es de quien se decía que había pasado, de nieta que
era para Jorro en vida de su abuela, a hija, que lo era a la sazón< Por lo
demás, Jorro era una bellísima persona, de carácter tranquilo y apacible.
Empedernido fumador, llevaba siempre un puro en los labios y cuando se
detenía a hablar con alguien en la calle tenía la costumbre de ponerle
siempre, amistoso y cordial, una mano sobre el hombro. Aquí estuvo Jorro
hasta el año 1916, en que marchó trasladado a Málaga.
A partir de entonces desfilaron por el Correo Español, en calidad de
Jefes o Administradores, don Felipe García, que sólo estuvo en Tánger un
año; don Manuel Quero —hasta 1919—; y don Manuel de Ahumada. Entre
uno y otro, interinamente, también estuvo encargado de esta Adminis-
tración postal don Juan Padilla Hurtado, emparentado hoy con una anti-
gua y prestigiosa familia tangerina.
En 1932 volvió a darse nueva denominación a la oficina de Tánger, que
desde entonces se titula «Administración Especial», y con ello entramos ya
en una época que, por demasiado reciente, quedará aguardando turno en
el umbral de la Historia.
Los servicios que prestaba la oficina de Tánger, desde su creación hasta
el año 1903, fueron sólo de valores y certificados. En dicho año se estable-
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ció el de paquetes postales, cuyo actual volumen parecería inconcebible al
bueno de Paco el Cartero, para quien la esquina de las antiguas cuadras de
nuestra Legación era marco más que suficiente para sus tranquilas activi-
dades.
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que todo el personal se entregaba a la abrumadora tarea suplían las defi-
ciencias emanadas de la angostura. En un tiempo que significaba un má-
ximo esfuerzo quedaba todo clasificado y era satisfactoriamente servido.
Lo primero que se despachaba, por no requerir trámite alguno, era la
prensa de Madrid, cuyos paquetes se entregaban a medida que subían las
sacas. Y allá iban, en inquieta y vociferante bandada, los vendedores que
irrumpían en el Zoco Chico pregonando a gritos los títulos de las publica-
ciones de entonces: ¡ ABC, El Sol, Ahora, El Debate, La Voz<! Desde el Zoco
Chico los vendedores se adentraban en las calles adyacentes y llegaban
hasta los más apartados sectores de la ciudad, vociferando su mercancía.
Una mercancía que era preciso vender en el día, porque al siguiente, como
la rosa del poeta, habría perdido ya toda su fragancia.
Durante muchos años, en las calles de Tánger no se vocearon más pe-
riódicos que los españoles, ni a los vendedores callejeros interesó otra
venta que la de la prensa que llegaba de España.
Para que mis lectores de hoy se hagan una idea de lo que entonces
representaba la prensa española en Tánger, he aquí algunos números que
aún conservo en la memoria de varios periódicos y ejemplares que nos
venían diariamente: ABC, 1.000; El Sol, 500; La Voz, 750; Ahora, 1850; El De-
bate, 250; Ya, 500; Heraldo de Madrid, 1.700; Informaciones, 150; La Libertad,
100; La Tierra, 500. De las revistas semanales, recuerdo: Blanco y Negro, 900;
Estampa, 1.500; Crónica, 350; Mundo Gráfico, 300; Gracia y Justicia, 500; As,
700; Campeón, 1.200; y aunque me sonroje recordarlo, de La Linterna —se-
manario de crímenes truculentos y otros sucesos— se recibían muy cerca
de los 2.000 ejemplares. A todas estas publicaciones se unían bastantes
más de menor venta, cuyos títulos y cuantía de ejemplares escapan de mi
memoria. Debo advertir que una parte de esta prensa era reexpedida a
Casablanca, pero la inmensa mayoría se vendía en Tánger. La sola lectura
de estos datos, relacionados nada más que con la prensa, dará una idea de
lo que significaría la llegada del correo cuando por cualquier causa —el
estado del mar o falta de enlace entre el correo y el vapor— se sucedían
dos o tres días sin comunicación marítima con Algeciras.
Y toda esta balumba de periódicos, además de la correspondencia y los
paquetes del día, tenía que ser transportada del vapor a una barcaza y
luego de la barcaza al muelle de madera que se utilizaba como desembar-
cadero. Una vagoneta con raíles, que corría a lo largo de ese muelle, trans-
portaba las sacas hasta la explanada que daba acceso al desembarcadero y
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la que esperaban pacientemente los borriquillos, sobre cuyos lomos subía
la expedición hasta el Zoco Chico. En el desembarcadero se hacía también
la entrega de las sacas extranjeras a los funcionarios respectivos de cada
Correo, que allí aguardaban. Se explica, pues, que en muchas ocasiones la
expedición postal del día tardara más en llegar del puerto al Correo Espa-
ñol que de Algeciras a Tánger. Mientras tanto, eran de ver los desespera-
dos paseos de don Manuel de Ahumada, las contorsiones, idas y venidas,
subidas y bajadas del despacho a la azotea para observar con unos geme-
los si la barcaza había atracado ya al muelle; y, por último, aquellos brus-
cos tirones que se daba don Manuel de las mangas de la chaqueta, que
llevaba reforzadas con cuero para evitar que las desgarrase. Los nervios de
don Manuel, excitados de consuno, se desataban del todo cuando la tar-
danza de la expedición prolongábase más que de ordinario. Una de estas
fatales tardes, la demora rebasó ya los límites más extremos. Don Manuel
saltaba. Parecía que iba a enloquecer. De pronto, repiqueteó el timbre del
teléfono, sobre el que se arrojó con el ansia de un náufrago asiéndose a un
madero redentor. Llamaban desde el teléfono instalado en la caseta del
muelle.
— ¿Qué pasa? —gritó angustiosamente Ahumada.
— Que hacen falta más burros, don Manuel.
Y el inquieto don Manuel, con voz que más que voz era un rugido, vi-
brando todo él de la cabeza a los pies, y acaso con la misma heroica deci-
sión de Guzmán el Bueno en las murallas de Tarifa, respondió así a la
apremiante y asnal demanda:
— ¡ Pues allá voy yo ahora mismo!
***
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gida por todos con satisfacción y alegría. Al principio, el recorrido que
hacían estos buques era Algeciras–Tánger–Cádiz, unos días, y otros días
en sentido contrario. La práctica demostró más tarde que este itinerario no
era adecuado. Se imponía renunciar al trayecto de Cádiz ante la necesidad
de encauzar viajeros y correspondencia hacia un mismo punto de salida.
Se estableció, pues, el servicio marítimo Algeciras-Tánger. En mayo de
1912 se unió a estos dos barcos un yate del mismo corte, pero de mayor
capacidad y andar, al que se bautizó con el nombre de Teodoro Llorente, en
recuerdo del gran poeta valenciano 13.
Durante algunos años continuaron estos barcos asegurando las comu-
nicaciones marítimas entre Tánger y España, a través de la cual pasaba al
resto de Europa toda la correspondencia. El servicio no se interrumpió ni
siquiera durante la guerra europea del 14, salvo en aquellos días en que el
estado del Estrecho no permitía la navegación. Y cuentan que en ocasiones
el incesante paso de los convoyes implicaba el peligro de los submarinos
alemanes y, en los días de niebla, el imprevisto encuentro con alguno de
los grandes «paquetes» de un convoy. Así le ocurrió una tarde al Silvestre
en su viaje de regreso a Algeciras, en un día de niebla. Entonces, el vapor-
correo llegaba a Tánger por la mañana y salía para Algeciras a primera
hora de la tarde. Al promediar aquel día el Estrecho, el Silvestre se encon-
tró envuelto en una niebla, si no cerrada por completo, sí lo suficiente-
mente densa para tener que adoptar precauciones como la de reducir la
marcha. De improviso, a estribor del Silvestre surgió la sombra pavorosa
de un gran transporte aliado, que marchaba a toda máquina. Gracias a la
presteza con que el capitán del Silvestre ordenó la maniobra oportuna —
¡ todo a babor!—, pudo evitarse la tragedia. Sin embargo, hubo un encon-
tronazo, por fortuna de refilón; pero, con todo, los botes salvavidas del
Silvestre, que iban colgados hacia fuera, como estaba ordenado durante la
guerra, quedaron literalmente reducidos a astillas, al chocar contra ellos el
costado del navío. La cosa no pasó, pues, del susto en todo el pasaje, amén
del destrozo de los botes. Y fue en verdad notable la presteza y habilidad
simiesca con que Pedro Luz Marín, el ambulante de Correos, se colgó de
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un cable que pendía de los largueros del puente, con lo que balanceó el
cuerpo y evitó el golpe contra la borda.
Expertos capitanes que conocían el Estrecho palmo a palmo, por ha-
berlo atravesado en todos los sentidos varios años, mandaban estos barcos
de la Transmediterránea. Bajo sus pies sintieron los marinos muchas veces
estremecerse la armazón del navío, como si sus cuadernas todas fueran a
deshacerse por los golpes del mar embravecido, entre cuyas olas diríase
que iba a sucumbir oprimido. Siempre recordaré con la misma fresca emo-
ción de un suceso reciente el viaje hecho a bordo del Llobera un día de
temporal. Había ido yo a telefonear con Madrid desde Algeciras, para re-
gresar otro día de mañana. El viaje de ida fue ya bastante movidito y el
madrugón del día siguiente completamente inútil. Durante la noche se
había desatado el temporal, que ya se presentía por la tarde, y el Llobera se
vio obligado a suspender su salida. Dos días duró la incomunicación con
Tánger. En ese tiempo, Jaime Pérez, el capitán, y yo, nos veíamos en el
muelle y, no sin cierta sorna, que él me toleraba por nuestra buena amis-
tad, preguntábale yo si la «sardina reumática» se decidiría aquel día a
navegar.
—Tenga cuidado —agregábale yo con alevosía—, porque todos los
doctores del mundo coinciden ahora en que el mar va resultando algo
húmedo<
Al tercer día, apenas iniciada la tendencia a mejorar, el Llobera dejó el
abrigo del puerto algecireño y se adentró en el Estrecho, con sus bodegas
repletas de las sacas de correspondencia acumuladas en aquellos días.
Conforme avanzábamos, y sin necesidad de poseer experiencia marinera
alguna, era fácil comprender que el viaje no sería nada agradable ni senci-
llo. En efecto, penosamente, y casi en doble tiempo que de ordinario, lle-
gamos a la altura de Tarifa, donde el mar nos comía literalmente. Los ban-
dazos zarandeaban el buque como si fuera de papel. En un rincón del
puente, sin atreverme a atraer sobre mí la atención del capitán, quien, por
otra parte, no tenía ojos más que para atender a la mar, observaba yo este
zarandeo con más deseos de bajar a la cámara que de continuar en el
puente, sin saber ya dónde aferrarme para mantener un decoroso equili-
brio. Una de las veces, el Llobera se levantó de proa con tal inclinación, que
más que sobre el agua pareció como si pretendiera lanzarse a los aires.
Cuando llegó a la cresta de la enorme montaña de agua que lo había sacu-
dido, el Llobera se precipitó resbalando sobre el lomo de la ola hacia aque-
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lla sima hirviente y temblorosa que allá abajo parecía esperar el momento
de tragarlo. En el descenso, todo el buque vibraba como si fuese de cristal.
Fueron unos momentos que a mí me parecieron eternos, durante los cua-
les sentí secárseme la boca y agrandárseme los ojos por el espanto. Domi-
nando el peligro, el capitán, sin volverse a mí, con la vista fija en el mar y
las manos aferradas al telégrafo de las máquinas, me espetó con ira y
como si las palabras silbasen al pasar por sus labios:
— ¡ Sólo siento que usted no se marea! Conque sardina reumática, ¿eh?
Me pareció oportuno no responder, y, aprovechando una relativa
calma, me deslicé escaleras abajo para buscar refugio en la cámara.
Luchando contra la corriente, cuya velocidad era casi igual a la del bu-
que, llegamos a lo que los marinos llaman Los Hileros, donde aun con
tiempo sereno parece como si el agua estuviera en ebullición. Es el punto
crucial donde se encuentran la corriente que viene del Atlántico y la del
Mediterráneo. Allí, el movimiento se exacerbó de nuevo. El Llobera saltaba
como si triscase jugueteando de una a otra ola. Los bandazos aumentaron
de intensidad, pero sin abatir al buque, cuya quilla, forrada de plomo, lo
mantenía en perenne equilibrio. Como esos muñecos de contrapeso, que
por mucho que se les zarandee a uno y otro lado siempre vuelven a su
postura primitiva< A las nueve de la noche entramos, por fin, en la bahía
de Tánger, después de seis horas largas de espantosa zozobra. En la bahía
permanecimos cabeceando durante toda la noche. Al amanecer, Ricardo
Atalaya vino a recoger el pasaje en un remolcador. A él descendimos casi a
puñados y emprendimos la marcha hacia el muelle de madera. Ni siquiera
volví la cara atrás para saludar a Jaime Pérez, quien, desde el puente, me
zahería bromeando. Y aún recuerdo la prisa que me di en subir las escale-
ras del desembarcadero y la enorme satisfacción con que respiré allá
arriba, al sentir bajo mis pies si no la tierra firme, sí por lo menos la segu-
ridad del maderamen del muelle.
***
Unos años después —creo, aunque escribo de memoria, que fue hacia
1929—, he aquí que una tarde los tangerinos pudimos ver la blanca y mo-
derna silueta de una motonave española que se destacaba, fina y elegante,
en el centro de nuestra bahía. Era el General Sanjurjo 14, más tarde Ciudad de
14El General Sanjurjo, que la República rebautizó Ciudad de Ceuta (no Ciudad de Algeciras),
se construyó, efectivamente, en 1929, en la Unión Naval de Levante, y y su TRB ( tonelaje
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Algeciras, que la Transmediterránea destinaba al servicio de esta línea.
Poco después se unió a éste el Ciudad de Ceuta 15. Ambos eran de más rá-
pido andar y mayores comodidades que los anteriores. Desgraciadamente,
la Sociedad del Puerto no evolucionaba al mismo ritmo. Durante algunos
años, el esfuerzo hecho para dotar el servicio de Tánger de buques rápidos
y modernos se estrelló contra la parsimonia de dicha Sociedad en terminar
el muelle donde aquéllos pudieran atracar para desembarcar más cómo-
damente el pasaje y la correspondencia. Fue preciso prolongar por algún
tiempo más el arcaico y fatigoso trasiego del buque a las lanchas y de éstas
al muelle. Al fin, un día que para Tánger fue sonado, la Sociedad del
Puerto dio cima al suspirado muelle y desde entonces pudieron ya acostar
regularmente en él las nuevas motonaves, que han realizado un excelente
servicio durante un cuarto de siglo.
A la vista de este trasbordador cuya suntuosidad interior y elegancia
de líneas admira Tánger hoy, ¡ cuán lejos en la memoria el falucho de Paco
el Cartero, las valentías marineras del Piélago, la constancia tesonera del
Llobera y el Silvestre, y la regularidad del Algeciras y el Ceuta, en su seguro
caminar por el inconstante Estrecho!< ¡ Qué lejos todo y qué cerca, sin
embargo, en el corazón y en el recuerdo!
mismo sitio y la misma fecha que el Ciudad de Ceuta. Nota del copista.
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20
21
ANTONIO GALLEGO O LA GRATA INTIMIDAD DE ANTAÑO
22
fiero se tendía, principalmente, a todo lo contrario. Buscábase la intimi-
dad, un lazo cualquiera que uniese en vez de disgregar. Y ningún otro
aglutinante mejor que el de aquellas Sociedades Recreativas en las que
hallar un esparcimiento honesto y divertido, grato paréntesis en la mono-
tonía de la vida cotidiana. No es de extrañar tampoco que en todas esas
reuniones el clima fuera propicio a la preponderancia del espíritu español.
Entonces, como ahora, lo español se imponía en las costumbres y, por
ende, en todo el ámbito de la vida local. Pasada cualquier agitación mo-
mentánea, desarrollada al socaire de alguna maniobra urdida contra ese
natural predominio, lo español sobresalía de nuevo, como el aceite flota
siempre sobre el agua encalmada.
***
16 Actor español de más fama en el siglo XIX que en el XX. Al final de su vida, en Sevilla,
en los años veinte, vivía del duro diario que —por costumbre que nadie impugnaba—
habían de pagarle todas las compañías que actuaban en el Teatro de San Fernando. Nota
del copista.
17 Actriz española, una de las grandes de principios del siglo XX. Casada con Federico
23
como los de Isabel Bru 18, Francisco Galván 19 y Serafín Sánchez. Este
último estrenó en Tánger La Gran Vía, cuyos conocidísimos cantables de
«las chicas de servir», «los ratas» y el «caballero de Gracia» hicieron las
delicias de nuestros antepasados, de quienes los aprendieron muchos de
sus nietos de hoy, ya talluditos. Desgraciadamente, no siempre iba acorde
el éxito artístico de la compañía con lo recaudado en taquilla, y fueron
varias las veces en que Antonio Gallego, además de ofrecer a los artistas
no el tanto por ciento que les correspondía, sino el ingreso total
recaudado, acudía también a calmar imperiosas y prosaicas necesidades
de los modestos cómicos con un buen par de cuartos de vaca de los que
ponía a la venta en su carnicería, la más acreditada de entonces. Con el
nombre de Liceo Rafael Calvo continuó este teatro, hasta que Gallego lo
cedió a Diego Romero, quien lo explotó desde entonces con el nombre de
Teatro de la Zarzuela, el cual conservó ya hasta su desaparición total.
Hacia el año 1897, Gallego creó la primera sociedad recreativa, a la que
dio el nombre de Liceo Rafael Calvo, nombrándose Presidente Honorario
a don Emilio de Ojeda, a la sazón Ministro de España en Tánger. Presi-
dente efectivo lo era Antonio Gallego y con él desempeñaron también
otros cargos directivos Antonio L. del Villar, Claudio Martínez, Lorente y
otros más. Villar era también un hombre de variadas actividades, entre las
que destacaba la de pintor. Años más tarde marchó a Burgos, en cuya ca-
tedral le fueron encomendados varios y delicados trabajos pictóricos. Por
su parte, Claudio Martínez —Secretario y Conserje de la Sociedad— era
un hombrecillo de aspecto insignificante; se tocaba de ordinario con una
gorrilla modesta y sobre la nariz fina y menuda llevaba unas gafas cuyos
gruesos cristales denotaban su enorme miopía. Dicen de él que era un
hombre muy hábil en sus trabajas pendolísticos. Yo lo conocí una tarde en
aquel famoso establecimiento de Carlos Massa, porque el que desfilaban
tantos tipos extraños y curiosos.
Antonio Gallego y sus huestes escénicas no se paraban en barras, por
supuesto. Abarcaban todos los géneros conocidos y las obras de mayor
Oliver, escultor y autor teatral, con quien puso compañía propia. Abuela de Jaime de
Armiñán. Nota del copista.
18 Cantante española de Zarzuela. En la época de que habla mi abuelo ya debía de estar
por toda España, a finales del siglo XIX y principios del XX. Nota del copista.
24
envergadura y más difícil desempeño, con la particularidad de que Anto-
nio Gallego introducía en ellas reformas de presentación y modalidades
especiales que habían escapado —según él— a la perspicacia de los auto-
res, y que a él, como aficionado, proporcionábanle triunfos que ningún
profesional había logrado alcanzar. Antonio Gallego conserva aún, amoro-
samente coleccionados, los programas de aquellas veladas. En ellos en-
contramos desde aquel espeluznante melodrama de Perrín y Palacios 20, La
carcajada, hasta El último chulo, pasando por Treinta años, o La vida de un
jugador, Flor de un día, La Pasionaria, Guzmán el Bueno y Diego Corrientes, o El
bandido generoso. Sin olvidar, por supuesto, La heroína hebrea, donde el sa-
crificio de Sol Hachuel 21 era exaltado en largos parlamentos aplaudidos
hasta el paroxismo por un público ingenuo, fácil al entusiasmo. Un pú-
blico que lograba sostener de modo ilimitado su fervor artístico mientras
tuviera a su alcance un buen repuestos de pipas tostadas que mordisquear
entre tanto. Y por Difuntos, ya se sabe, Don Juan Tenorio; pero un Tenorio
donde Antonio Gallego declamaba los populares ripios braceando valiente
y con una arrogancia y desenvoltura que todavía recordamos quienes lo
vimos, ya maduro, con la capa terciada y la espada en el cinto o blan-
dida< M{s tarde, cuando cambiaron los gustos del público o evoluciona-
ron las normas en las autores, se presentaron también Juan José y El señor
feudal 22, Electra y otras varias obras de más moderna factura. El género lí-
rico no arredró tampoco a Gallego ni a sus huestes. Vicente Marco —a
que supuestamente se había convertido poco antes. Parece ser que una proselitista mu-
sulmana, Tahra de Mesoodi (amiga suya y, por el apellido, quizá judía), se marcó el farol
de que la había captado para la fe de Mahoma. Y la gracia le costó la cabeza a nuestra
pobre heroína, porque la apostasía tiene pena de muerte en el Islam. La chica, desde
luego, se negó a abjurar del judaísmo: «Judía nací y judía moriré». Tomás Ramírez da una
versión aún más truculenta de su martirio en Si Tánger le fuera contado (Málaga: Editorial
Algazara, 2005). Nota del copista.
22 Melodramas sociales de Joaquín Dicenta estrenados en 1895 y 1986, respectivamente.
25
quien conocíase por El Moro— cantaba el aria de tenor de Marina 23 y la
romanza de La tempestad 24 con bastante afinación y buen gusto. Y asi-
mismo se representaron El molinero de Subiza 25, La marca de Cádiz o El
barquerillo 26, sin olvidar, claro está, La verbena de la Paloma, en la que Anto-
nio Gallego hacía un Julián si no muy afinado de tono, sí muy en su punto
como cajista. Luego, ya en los albores del siglo actual, como un balbuceo
incipiente y vacilante, aquellos «bonitos cuadros» del cine Wargraph, que
no era cine todavía, pero acaso unos primeros aleteos intuitivos. Cuando
no era aquel gramófono de larga y ancha bocina, en el que se escuchaban
los añorados aires regionales que figuraban en el programa del día.
Como complemento de ciertas veladas venían también las sombras
chinescas, con argumento y todo, como insospechado adelanto de las pelí-
culas que luego llegarían. El fluido eléctrico —que ya funcionaba, merced
a la iniciativa y la aportación generosa de un prócer español, el marqués
de Comillas— sólo duraba hasta las doce de la noche. Minutos antes, la
fábrica avisaba por medio de unos breves apagones, y entonces se encen-
dían los reverberos del teatro. Un ingenio de la sociedad —creo que Vi-
llar—, con un odre de agua y un carburo, a más de no sé qué otro ele-
mento, conseguía una luz lívida, que se colocaba varios metros por detrás
del telón que servía de pantalla. Entre la luz y la pantalla, los actores de la
pantomima. Sus sombras vivían la tragedia o la farsa grotesca y bufa en
todos sus pormenores de mayor realismo; el puñal que se clava alevoso, la
víctima que se desploma o que de rodillas pide clemencia< La emoción
estremecía, en suma, a grandes y chicos, y los aplausos resonaban, unáni-
mes y cálidos, en todo el ámbito de la sala.
Los precios que regían para estas reuniones familiares eran los siguien-
tes: Asientos de preferencia, 2,50; de palco, 2; sillas de patio, 2; de platea,
1,50; luneta, 1; y gradas, 0,50 pesetas.
vamos viendo, el seguimiento de la actualidad no era muy riguroso en Tánger. Nota del
copista.
25 Zarzuela de Cristóbal Oudrid (1825-1877). Nota del copista.
26 Zarzuela de Ruperto Chapí cuya canción «Cuando está tan hondo» aún cantaba hace
26
La noche del 20 de abril de 1898, Antonio Gallego —que celebraba una
de sus muchas veladas benéficas, no concebidas entonces sin su coopera-
ción— adelantóse a las candilejas, muy emocionado. Le temblaban las
manos, en las que llevaba un telegrama. Se lo había mandado para su lec-
tura el Ministro de España. En ese telegrama, el almirante Montojo decía
desde Filipinas: «Salgo con los buques de mi escuadra para hacer frente
buques enemigos»< Era el pre{mbulo de la triste rota de Cavite 27, que
hubimos de llorar más tarde.
***
27 Batalla naval en que España perdió, contra barcos norteamericanos, toda su flota de
Filipinas. Ocurrió el 1 de mayo de 1898, en la bahía de Manila. Mi abuelo vivió, en el
arranque de su adolescencia, en Puerto Rico, la guerra hispano–estadounidense que dejó
a España sin sus últimas colonias. Nota del copista.
27
alumbrar el camino. Un camino que no tenía, como es de suponer, la ac-
tual y cómoda suavidad del asfalto, sino un empedrado cuyos guijos mor-
dían con saña el calzado.
¡ O tempora< O mores! Tiempos y costumbres en los que el progreso
interpuso otras armonías más acordes con las sucesivas etapas de cada
época< Tiempos y costumbres que se han ido alterando, arrastrados por
la «escondida e inexorable corriente de los años», a la vez que alejaron
para siempre al vecindario tangerino de la vida sencilla y patriarcal, efec-
tivo exponente de la gran intimidad de antaño<
De no haber sido en Tánger, de no haberlo llevado a cabo Antonio Ga-
llego, habría sido otro español, en cualquier parte. Porque en el último
rincón del ancho mundo al que lleguemos siempre encontraremos un es-
pañol. Un español en más alta o más baja posición económica, de mejor o
peor conducta, fraile o seglar, santo o demonio, que en todo momento y
cada cual a su manera sabrá hacer todos los días un poquitín de Patria.
Sabrá honrar a España amplia y generosamente, sin esperar nada a cam-
bio. Sin esperar ni haber recibido nunca, como es el caso de Antonio Ga-
llego en Tánger. Y en verdad admira más todavía una actividad tan repe-
tida y proteica en un hombre que, por su profesión de carnicero, estaba
siempre a las cinco de la mañana en su carnicería, preparando la carne que
había de vender por la mañana. Sólo una naturaleza y un temple como los
suyos podían resistir tamaño esfuerzo y alcanzar los noventa y un años de
hoy, sin ningún achaque de importancia que le impida salir todos los días
a la calle.
Una ancianidad como la suya, tras muchos años de actividad entu-
siasta y patriótica, bien merecería, creo yo, un acto de simpatía por parte
de todos los españoles. Aquí queda la sugerencia por si alguien cree que
merece ser acogida 28.
28
29
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32
LOS ADELANTADOS TANGERINOS DEL TOREO
29Mi abuelo vivió muchos años en una casa propiedad de los Ravella, en la calle Ho-
landa, 41; primero en la planta baja ( allí nací yo ), luego en la alta. Nota del copista.
33
Entre los que sin ser españoles de nacionalidad ni haber claudicado de
ésta vivieron y sintieron siempre como españoles y sumáronse, en toda
ocasión y con el mayor entusiasmo, a todo lo que de nosotros emanara, a
fuer de bien nacidos hemos de reconocer siempre con el mayor afecto y
simpatía a don Abelardo Sartre, de cuya hispanofilia se encuentran huellas
muy profundas y muy persistentes a través de toda la vida local de finales
del siglo anterior y buena parte del actual. A más de otras trazas de su
hispanismo indiscutible, a él se debe también, en realidad, la iniciación y
desarrollo en nuestro clima de la afición taurina. Abelardo Sartre logró el
arraigo de esta afición en Tánger, allá por el año 1890, cuando, como es de
suponer, nadie soñaba todavía que habría de llegar el día en que aquí pu-
diera haber una plaza de verdad, y menos aún que en su ruedo viéramos
actuar las figuras m{s relevantes de la torería española< La primera co-
rrida, aunque de la forma rudimentaria o precaria que cabe suponer, la
organizó y celebró en Tánger Abelardo Sartre, en un cortijo que poseía en
El–Mediar, cerca del Puente Internacional de hoy. Ocupaba este cortijo —
que Sartre había construido con materiales llevados trabajosamente desde
Tánger— una gran superficie cuadrada de terreno, dentro de la cual se
agrupaban numerosos y grandes barracones donde estaban distribuidas
las viviendas, cuadras y otras muchas dependencias con vistas su servicios
a una gran explanada central, a modo de inmenso patio. El El-Mediar
centralizaba Sartre todo el ganado vacuno que adquiría, en importantes
cantidades, para sus exportaciones a Gibraltar, Barcelona y Marsella,
puertos con los que traficaba de continuo y en gran escala. Al frente de
este cortijo de El–Mediar había un encargado español —el primero fue
alevosamente asesinado a pedradas— y eran diversas, asimismo, las fami-
lias que allí se distribuían los varios menesteres inherentes a la finca.
No existía entonces, obvio es decirlo, necesidad de trámite alguno, ni
policiaco ni aduanero, para llegar hasta allí. La Conferencia de Algeciras
no decidió hasta años más tarde la división política en Zonas del Protecto-
rado, ni tampoco se sabía qué era eso del hinterland tangerino. La diploma-
cia europea, aunque ya había iniciado y desarrollado su labor de zapa,
tardó varios años todavía en concretar por medio de tratados la división
política de hoy. Quiero indicar con ello que para llegar hasta El–Mediar no
eran precisos otros trámites que los de ensillar un caballo o echar una roja
montura sobre los lomos de una mula, cuando no, sobre los de un burro,
el simple aparejo.
34
***
35
Entonces proveyó Abelardo Sartre, con aquella amplia generosidad
que le era peculiar: dos buenas y bien magras piernas de buey, asadas, con
su buen porqué de pan sin tasa; doscientas hermosas gallinas —de las que
costaban hasta una peseta—, aderezadas con una cumplida porción de
huevos duros y, para desengrasar, tres grandes lebrillos de fresquísimo
gazpacho andaluz. Todo ello pródigamente rociado con un vinillo servido
sin el menor regateo. No dice la historia si del condumio quedó algo so-
brante, pero sí hay referencia de que los estómagos de algunos excursio-
nistas no le habrían hecho ascos a cualquier trozo de solomillo que hubiera
podido servirse entre medias. ¡ Que nadie sabe el placer con que se devora
un astado cuando se le ha tenido vivo pis{ndonos los talones!<
De madrugada se inició el regreso hacia Tánger, todos contentos y
satisfechos. Aquella tarde sería histórica en los anales de la tauromaquia
tangerina<, aunque para muchos marcara mejor el límite de la capacidad
de su estómago, tanto para los sólidos como para los líquidos. En el tra-
yecto fueron varios los que sintieron turbada la digestión de la copiosa
merienda. Porque Whaller y Bibi Carleton, para resarcirse quizá de su es-
casa arrogancia ante los toros, hicieron los fanfarrones por el camino, dis-
parando en la noche sus revólveres contra supuestos asaltantes, que ellos
rechazaban con bríos hasta agotar las municiones< Los m{s timoratos de
la partida sufrieron congojas y sudores, entre las tenebrosas tinieblas, y
hubieron de enfrentarse más tarde con el gazpacho a medio digerir que
tan a gusto habían ingerido.
***
36
Setenta «toreros» se arrojan al ruedo, donde se debate un puntito negro
con patas y rabo que me aseguran que es un toro. El director de lidia se
enfurece, no por la pequeñez del toro —que a él le parecía una catedral—,
sino por la abundancia de «espontáneos». Se entabla una discusión de la
que todos supimos que brotó la luz. Porque en la disputa llegó el astado,
embistió al director y propinóle tal topetazo que le hizo ver no ya la
estrellas, pero varias constelaciones juntas. Luz sideral, si se quiere, pero
luz al cabo< Repuesto del golpe, el director logra incorporarse y va ¿hacia
el toro?< No: hacia el torero con quien discutiera. Va y, en claro y rotundo
romance castellano, le recuerda a quien no olvidan nunca los buenos hijos.
Por añadidura le hace una caricia en el rostro que por el eco que tuvo más
pareció bofetada. La tensión crece en el graderío. Varios toreadores
disputan luego entre sí: vocabulario escogido, cuatro empellones violentos
y sale a relucir una navaja barbera. No es que entonces se afeitase ya a los
toros, pero sí a los toreros. Las señoritas que animan y embellecen las
gradillas, todavía ruborosas por los madrigales escuchados, gritan
medrosas al ver la navaja. Pero no ocurre nada. Nada absolutamente.
Palabra honradísima de historiador veraz< Formalizada la corrida, Pepe
Felman salta a la arena y se atraca de toro, cuya cabeza pretende ahormar
con una muleta que, por su tamaño, parece alfombra de salón. Calduch, el
telegrafista, acude al quite con su capote de veterano reumático. Pepe
Felman desaparece bajo la alfombra. Pepe Blanco prepara su máquina.
Alfonso Cordeira, acariciándose la negra barba, repite mentalmente su
cantinela de los momentos cumbre: «¡Diablo, diablo!». Sánchez Codda
intenta convencer a su esposa para que lo deja bajar al ruedo. Marchante,
el zapatero, arroja su sombrero para que el toro se asuste; Sanguinetti
cruza los brazos emulando a don Tancredo; su hijo Williams le sujeta las
piernas. Lorenzo Sacarello se agita nervioso. Cándido Cerdeira, agaza-
pado bajo un salacot, envuelve su rechonchez en una bandera española.
Carlos Massa, en fin, medita< Medita ante el escaso beneficio que le han
producido las ventas de aquella tarde, y no encuentra patriótico el resul-
tado.
Pero tampoco pasa nada. Porque Pepe Felman no ha podido ahormar
la cabeza del toro; le sobraba testuz, le estorbaban las orejas, le faltó mo-
rrillo y no ve más que cuernos. El capote de Calduch no llega a tiempo
porque no alcanza el trapo hasta el toro, que se ha ido demasiado suelto.
37
Pepe Felman ha quedado. Ha quedado también, a lo largo, en la arena,
sudoroso y anhelante. ¡ Qué grandes somos, compadre!<
El público se retira de la plaza. Habla de toros y de toreros. El domingo
que viene habrá otra corrida. Pero será necesario repetir con el borracho
del cuento: «¡Compadre, no empujar!». Y quien empujaba era el vino.
38
TELÉGRAFO Y TELEGRAFISTAS DE AYER
39
quete», comedido, cordial y siempre dispuesto a dejar que se le fueran no
ya los ojos, sino el alma entera tras de una mujer hermosa; Manolo Ro-
drigo, con su calva ya en franco progreso, sus lentos movimientos, ojos
alegrillos, en pugna con la seriedad de su rostro, y aquel tic nervioso del
dedo índice martilleando sobre la unión del pulgar con el cordial, como
sobre un Morse imaginario. No olvidemos, por último, a Calduch, el im-
ponderable Calduch, siempre jovial y ocurrente, hoy convertido en todo
un señor jefe de estafeta en Madrid. Recuerdo siempre la gracia y el salero
con que durante la actuación de los luchadores de grecorromana, en el
Cervantes —Ochoa, el león de Navarra y su cuadrilla— explicaba Calduch
la ausencia de señoras en este espectáculo por el temor de los maridos a
que pudieran «hacer comparaciones»< Con ellos compartí mis años de
juventud en Tánger. Muchas veces, en aquella sombría y angosta oficina,
les ayudaba a pernear sobre el contrapeso que ponía en marcha el tecladi-
llo del Hugues 30 en servicio. Creía yo, al principio, que era cosa fácil te-
clear en aquellos diminutos pianos, ignorante del sincronismo que es nece-
sario saber graduar para su buen funcionamiento. Así, cuando pulsaba la
A aparecía impresa la J en la cinta, o cualquier otra letra menos la que yo
había impelido. Años después, cuando en el natural progreso mecánico de
la oficina vinieron otros aparatos —el Creed 31, por ejemplo—, entonces sí
pude ya, en ocasiones, transmitir por mí mismo alguno de mis propios
telegramas.
Tampoco me eran desconocidas las contracciones que, a modo de clave
y para economizar tiempo y pulsaciones, se cambiaban entre sí los telegra-
fistas de servicio: kdo (querido), rko (recado), recu (recibido), motas (pala-
bras), y otras más que con el correr de los años y la falta de uso he olvi-
dado por completo.
***
30 La máquina Hughes funcionó entre 1866 y 1914: fue la primera en imprimir texto en
una cinta de papel. Invento alemán, que fabricaba Siemens und Halske. Su alcance má-
ximo era de 400 kilómetros. Tenía catorce grandes teclas con las letras del alfabeto y nú-
meros. Nota del copista.
31 El canadiense Frederick Creed inventó en 1900 un sistema para convertir las señales de
40
celo y ahínco el servicio internacional, que hace a sus expensas desde el
año 1881, en el telégrafo no ha cesado un punto de prestar toda la atención
que éste merece. La primera comunicación telegráfica se hizo por el cable
Tánger–Tarifa, cuyo tendido quedó acabado en 1886. Los comienzos no
fueron, en realidad, muy satisfactorios, pues, debido a las fuertes y conti-
nuas corrientes del Estrecho, las interrupciones eran frecuentes. Esto
obligó a un nuevo tendido, que se hizo a principios del siglo actual, entre
Tánger y Ceuta. Por este segundo cable la comunicación fue ya más segura
y regular. Al estallar la Guerra del 14, todos los cables submarinos que
cruzaban el Estrecho quedaron cortados. Sólo era posible comunicar por el
cable inglés, o de la Eastern, que, enlazando con Gibraltar, se internaba
luego en España para enlazar después con el resto de Europa. En su con-
secuencia, todo el tiempo que duró aquella guerra, los despachos que ve-
nían de España a Tánger —incluso los de nuestra Legación y el servicio
que recibíamos en El Porvenir— llegaban por mediación del cable inglés.
La evocación de este hecho trae a mi memoria una anécdota que no
resisto la tentación de referir. Terminada la guerra se reanudó el servicio
con España a través de nuestro propio cable, ya reparado. No ocurría lo
mismo con los despachos de España, los cuales seguían cursándose rutina-
riamente por el cable de la Eastern. Dolíame, en verdad, que, disponiendo
España de un cable propio, tuviera que abonar también el servicio oficial
de nuestra Legación y nuestra prensa a una compañía extranjera. La ano-
malía se explicaba sólo porque, lo mismo que se había hecho durante la
guerra, seguíase pasando al tubo de la Eastern, en Madrid, todo el servicio
destinado a Tánger. Era a la sazón Director General de Comunicaciones
don Juan Ruano, al cual me dirigí en una carta donde le explicaba lo que
sucedía. Añadíale que, como se trataba de una deficiencia en un servicio
español, no me parecía oportuno darle publicidad y me permitía comuni-
cársela particular y directamente a él, con la esperanza de un inmediato
remedio. En efecto, transcurrido el tiempo normal para que mi carta hu-
biera llegado a su destinatario, Ruano me contestó con un telegrama que
aún conservo, con el siguiente texto: «Director General de Comunicaciones
a Alberto España en Tánger. Recibida su carta que agradézcole. Pondré
inmediato remedio. Ruano».
Minutos después corría yo desolado al Telégrafo Español para depo-
sitar el siguiente despacho: «Muy reconocido su celo pero debo advertirle
que su propio telegrama llegóme por cable inglés»< No hay para qué
41
decir el revuelo que se produjo en la central de Madrid. Varios empleados
de los que habían intervenido en la transmisión quedaron suspensos de
empleo y sueldo. En el mundillo telegráfico se habló durante algún tiempo
de este gazapo, y entre los funcionarios sancionados sonó bastante mi
nombre< y no para alabarlo precisamente.
***
42
verdad, muchas rarezas. Aparte de las dos o tres plumas estilográficas de
varios colores y lápices distintos, uno para uso, llevaba repartidos por los
bolsillos de su indumento: cortaplumas y boquillas especiales para el
puro; una cajita de aluminio, moldeada al bolsillo, para el bicarbonato; tiza
de forma singular para el taco de billar que, en unión de las bolas de mar-
fil, le guardaban en el Casino. Hasta se decía que en la caja de caudales de
la oficina encerraba, como un tesoro, bajo clave, el cubierto y la servilleta
que usaba en las comidas, amén del peine y de los útiles de afeitar. Una
maligna erupción a la cabeza acabó con su vida en pocos días. Aparte de
estas pequeñas cosas, de las que no todos los mortales se hallan libres, era
un amigo leal y muy servicial para con todos.
En 1929 se inauguró el edificio actual de Telégrafos, construido en el
solar de las antiguas caballerizas de la Legación de España, a más del local
que ocupaba el Correo español, cuyos servicios pasaron de allí al edificio
actual 32.
De lo que son y representan el Correo y Telégrafo españoles, así como
la misión que ambos cumplen en Tánger, con medios y orientaciones mo-
dernos, ya no me corresponde hablar aquí. La historia, grande o pequeña,
profunda o frívola, debe terminar donde lo contemporáneo se inicia. No
faltará en su día algún sesudo historiador, o mejor enterado cronista oficial
de tal o cual país, con la objetividad suficiente para no escamotear a sus
lectores lo que todo el mundo conoce y algunos se empeñan en ignorar.
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FIESTA DE ESPAÑA, FIESTA DE TÁNGER
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celosamente sus ideas para no dar rienda suelta sino a su españolismo. Un
españolismo en cuya sinceridad y arraigo pueden admitir semejanza, pero
no superioridad ni menos primacía.
¡ Época y tiempos felices aquellos en que bastaba que el Representante
de España lo estimase oportuno para que la colonia entera vibrase al uní-
sono! Jamás existió una identificación igual ni nunca tuvo aquí lo español
semejante fuerza y expansión. Por ello hubo postes para banderas en las
calles y arcos enguirnaldados allí donde alguien los había estimado
inoportunos. Por ello, también desde el Zoco Grande a la Marina, el rojo y
gualda de nuestra enseña corrió a lo largo, a lo ancho y a lo alto de las ca-
lles tangerinas. Por ello, asimismo, pudo el señor Serrat, en cierta ocasión,
advertir al Jefe de la Aduana que si no pasaban libremente para el crucero
Pelayo los pavos y las gallinas que se habían comprado para celebrar a
bordo las fiestas de Navidad —a lo que la Aduana se había opuesto por
considerar la salida como una exportación prohibida—, él, nuestro Repre-
sentante, al frente de la colonia, cada cual con una gallina en la mano, se
dispondría a trasladarse al mencionado buque de guerra.
***
Para las atenciones, que eran muchas y muy variadas, de estas fiestas, no
recibía la colonia subvención alguna. Dos o tres meses antes se abría una
suscripción. Los nombres y la cuantía de los donativos que figuraban en
estas listas decían más que todas las palabras acerca del entusiasmo y la
generosidad con que todos respondían al llamamiento, cada uno en la
medida de sus disponibilidades. De arriba abajo, hasta los sectores de ma-
yor modestia, todos acudían, y cifraban el más hondo y sincero orgullo en
que las fiestas se superasen cada año. Era también íntimo prurito de todos
que aquel día la alegría llegase hasta los tristes necesitados, bien con do-
nativos en metálico que aliviasen la pobreza, ya con abundante distribu-
ción de víveres que les asegurase pródigamente la alimentación de varios
días. Con el resto de la recaudación se atendían los demás gastos de las
fiestas. En el programa de éstas no podía faltar, no faltaba nunca, una
magnífica exhibición de fuegos artificiales que el pueblo de Tánger pre-
senciaba en masa desde el Terraplén.
De Arcila, que era el punto más cercano, venía todos los años una
comisión de españoles para testimoniar a nuestro Ministro la adhesión de
aquella colonia en el día memorable. No era, en verdad, nada cómodo este
49
viaje. Todavía no existía comunicación terrestre llana y segura que facili-
tara el viaje. Los comisionados se lanzaban a la aventura de un viaje por
mar en un barquichuelo cualquiera. Recuerdo que un año los comisiona-
dos de Arcila salieron a las cinco de la mañana y, en lucha con un levante
endemoniado, llegaron a Tánger después de las cinco de la tarde. Desem-
barcaron extenuados y hambrientos, pero muy orgullosos de su odisea por
España en un día tan español. Temple semejante, sin el menor grosero es-
tímulo, alentado no más que por el hondo sentimiento patrio, revela una
reciedumbre de espíritu que ha sido siempre característica especial de
nuestra raza.
Las fiestas comenzaban realmente la noche del 17 de mayo con una
retreta organizada por los Exploradores españoles. Éstos, con hachones
encendidos, recorrían las calles principales y desfilaban por el Zoco Chico.
Les precedía una banda de tambores y cornetas, a cuyo frente iba el po-
pular Hamido, que aún luce hoy sus acrobacias de bastonero jefe ante sus
alumnos y subordinados todos los viernes.
El paso de esta retreta por el Zoco Chico era un acontecimiento local de
gran relieve. Presenciábalo una compacta muchedumbre que, a ver a los
muchachos, rompía en trepidantes y calurosos aplausos. La ovación enor-
gullecía a los Exploradores y los hacía caminar más erguidos y marciales.
Por la mañana, el Tedeum en la iglesia de los Siaguin 33. Luego, el desfile
de todas nuestras autoridades y personalidades, de uniforme o de levita,
pasando por el Zoco Chico hasta la legación de España, donde tenía lugar
la recepción general de la Colonia. El Zoco Chico, en toda su plenitud34,
presenciaba este desfile, enmudecido por la emoción y la solemnidad del
acto. El murmullo y rebullir de los espectadores animaban el paso, a tam-
bor batiente, de los Exploradores. Ellos eran la nota cálida y simpática de
estas fiestas. Eran la juventud y lozanía españolas. Eran también la alegría
frente a las duras exigencias del deber, inculcado a la tierna edad en que
arraigan fácilmente las ideas. Eran el aguijón del entusiasmo viril para
aquellos a quienes la edad y los duros embates de la vida dejaron el cora-
33 Siaguin, calle o sitio donde trabajan los plateros, o tienen sus talleres. No era raro, entre
los tangerinos hispanohablantes, que, dejándose engañar por el artículo en plural, la lla-
masen calle de los Siaguins. Sería correcto transliterar es-Siiághin, pero no fue costumbre
en nuestros tiempos.
34 Señalemos, no sea que haya por aquí algún lector no tangerino, que el Zoco Chico —
Suk es–Seguer— es verdaderamente chico: no creo que en él quepa una cancha de balon-
cesto.
50
zón un poco seco. Eran el despertar de dormidas o un tanto enmohecidas
ilusiones< Eran, en fin, la esperanza del futuro, los que acaso llevaran a
cabo empresas que hasta entonces se presentían, acuciadores anhelos de
nuestra suerte; los que habían de honrar a sus viejos compatriotas hon-
r{ndose a sí mismos< Al verlos pasar por estas calles de T{nger, arro-
gantes y marciales, sintiéndose más hombres y más fuertes al amparo de
la sagrada enseña, que ya aprendieron a custodiar, no había corazón que
no se sintiese henchido de orgullo y de entusiasmo, ni ojos hasta los que el
corazón no ascendiera gozoso, humedeciéndose de emoción. En la iglesia,
en el teatro, por las calles, allí donde quiera que se presentasen, todas las
miradas eran para ellos, para ellos todas las hondas manifestaciones de la
admiración y la simpatía; para ellos también la muda plegaria que el cora-
zón maduro entona a la esperanza de un porvenir venturoso. Porque para
que el alma de España ni vibre aquí sería preciso ahogar el sentimiento
popular, extirparlo de raíz. Y aun así, siempre quedaría algo que, por no
ser material, no podría destruirse jamás: el espíritu español diluido en el
ambiente, en las costumbres y en la misma vida.
En otro orden de ideas valía la pena venir a Tánger en aquellos días
por el gusto de ver de qué forma se adornaban las calles, cómo rebullían
durante el día y resplandecían de noche, cuando hasta allá arriba, ras-
gando la suave tersura del cielo, subían, zigzagueantes, los cohetes, o se
abatían como fláccidas hojas de palmeras las lágrimas policromas de los
fuegos artificiales que se quemaban en el Terraplén.
51
CASINO ESPAÑOL: VIVERO DE PATRIOTAS
52
la mutua comprensión. Porque la fuerza aglutinante y a la vez expansiva
del Casino llega hasta donde no alcanzará nunca la acción individual.
Un Casino Español ha prestado siempre en Tánger servicios patrióticos
cuya trascendencia y oportunidad tal vez no se han justipreciado en su
exacto valor, acaso por la espontánea sencillez con se ha realizado el es-
fuerzo. Y en todo momento, fuese cual fuese el sentido patriótico o cultu-
ral en que se manifestación se solicitara, la ha otorgado siempre sin cau-
telosas parvedades.
***
36Parece ser que el mahjong no se introdujo en Europa hasta principios de los años veinte,
de modo que no sé muy bien si mi abuelo no se confunde. En todo caso, conste que en su
casa había un juego de mahjong muy hermoso, al que yo he jugado no pocas veces con mi
abuela Emma. Nota del copista.
53
bastaba nombrar la consabida «bicha» para desconcertarlo y poderle en-
gañar con un envite. Claro es que cuando la merienda —que es lo que se
ventilaba en la diaria contienda— había adquirido una regular importan-
cia, ya podían nombrarle a Capacete todas las especies de la más nutrida
fauna reptante, sin que por ello vacilara en envidar a «la grande» o pasarse
al «juego» con la más inconcebible tranquilidad y firmeza. Por último,
nadie imaginaba una partida de mus sin la compañía de Alejandro Rey,
tangerino injerto en portugués, idioma que hablaba con un acento más
cercano al Guadalmedina malagueño que al Tajo lisboeta. Patriota, eso sí,
como el que más.
Proclamábase Alejandro a sí mismo el número «uájed» 37 en el mus, y
contra él se concitaban todos —a veces hasta su propio compañero— para
hacerle perder la jugada, entre grandes burlas y carcajadas. Alejandro Rey
tomaba tan a pecho aquellas vayas amistosas que, en ocasiones, se levan-
taba airado y dolido, como si en lugar de una simple merienda hubiera
perdido a un miembro entrañable de su familia. Otras veces tenían todos
que consolarle y darle mil explicaciones, cuando no salir tras él, escaleras
abajo, para calmar de algún modo su cómica indignación. Y no digamos la
tremolina que se armaba cuando aquel sempiterno mirón que era el señor
Coriat se situaba tras de algún jugador. Coriat, además de mirón incorre-
gible e incansable, tenía la pésima costumbre de no sentarse nunca y,
como era de estatura más que elevada, algunos creían que no sólo domi-
naba a los jugadores, sino que también veía perfectamente sus naipes. A
veces, en un momento decisivo de la partida, el mirón se agitaba con
muestras de ostensible excitación, o bien hundía uno de sus largos dedos
en la espalda del jugador, para inducirle a variar sus envites. El escándalo
era entonces formidable. Capacete —que había sido el que sacara mayor
provecho de la intromisión de Coriat— intentaba disculpar a éste con
aquel su ceceo y cazurrería gitanos. Nando Malmusi, conciliador, propo-
nía anular la jugada. Ricardo Ruiz, congestionado por la risa, escondía el
rostro con el abanico de sus cartas< Mientras tanto, Alejandro Rey, aban-
donando airado las cartas sobre la mesa y puesto en pie, con aires apoca-
lípticos, llamaba traidor a su compañero porque lo había «vendido», se-
gún su propia expresión; y por lo bajo le decía en árabe a Coriat algo que
éste encajaba, aunque fingiese no haberlo oído. Al fin, bajo muy solemnes
37Uáhed, con hache fuerte, es uno en árabe. Una de las no muchas palabras árabes que
todos los tangerinos europeas conocíamos. Nota del copista.
54
promesas y con la condición de elegir otro compañero, volvía a renacer la
calma, y la partida se reanudaba< hasta la próxima trapatiesta. El caso era
que Alejandro Rey no merendase tranquilo ninguna tarde, porque, en fin
de cuentas, era el importe de la merienda —dos pesetas, cuando más— lo
que allí se ventilaba con tanta «premeditación» como «alevosía», según el
léxico airado de Alejandro Rey.
El lápiz ágil y zumbón de Rafael Gadea, ingeniero del Comité de Obras
Públicas —cuyas oficinas se hallaban en el mismo edificio que en el Bule-
var ocupa hoy la Administración Internacional—, plasmó en una donosí-
sima e intencionada caricatura las regocijadas incidencias de aquellas par-
tidas inolvidables. En esta caricatura —por cierto en colores— aparecían
sentados los cuatro jugadores, cada uno en su actitud acostumbrada: el
inefable Coriat en su sitio, con las gafas casi en el extremo de la promi-
nente nariz, que él utilizaba a modo de periscopio sobre el ámbito de los
jugadores. «Lo que diga el dedo»< El dedo de Capacete, que figuraba
moverse a uno y otro lado en actitud negativa, ante las mismas narices de
Alejandro Rey. Capacete estaba de espaldas, en primer plano, viéndosele
el relamido peinado hacia atrás. Enroscada a una pata de su silla, una cu-
lebra de balanceante cabeza reptaba hacia los hombros de Capacete. Los
pies de éste, apoyados en la punta, bajo la silla, dejaban al descubierto
sendos agujeros en las suelas, que ponían de relieve el exagerado concepto
que su dueño tenía de la duración del calzado.
***
55
Español. Y cuando llegaba el día del cumpleaños del Rey de España, los
balcones del Casino se adornaban artísticamente; la bandera española
asomaba orgullosa al Zoco Chico y en sus salones el bullicio y la alegría
eran extraordinarios durante todo el día. Para los españoles de Tánger el
Rey era pura y simplemente el representante máximo de nuestra Patria,
sin otro matiz político de ninguna clase, porque vivíamos completamente
al margen de toda otra ideología que no fuera nuestra condición de espa-
ñoles. Y como tales aparecíamos siempre unidos por España y para Es-
paña, aunque allá en el fondo de su conciencia cada cual pensase de modo
distinto en cuestiones no relacionadas con la Patria.
Pasaron algunos años m{s< Nuevos elementos, con ideas y horizontes
distintos, alteraron la tranquila serenidad de nuestra vida anterior. Surgie-
ron complejidades a las que no estábamos acostumbrados, pero con las
que no hubo otro remedio que ir transigiendo, como una fase inexorable
de los nuevos tiempos. Las aguas del tranquilo y sereno lago tangerino
fueron perdiendo su tersura. Contra el espejo claro y luminoso de la vida
local caían de vez en cuando algunas piedras que hacían añicos la crista-
lina superficie. A la patriarcal serenidad fue sucediendo cierta turbulencia
interior que engendró dolorosas inquietudes.
Unos años más, de los que sólo hacemos mención aquí en aras de la
concatenación necesaria para la historia de nuestro Casino. Vino más tarde
un viento huracanado, vendaval de pasiones ante el que se abatieron tan-
tas cosas que se creyeran inmutables de por vida. Las familias se dividie-
ron, azotadas por la cruenta lucha. Los hermanos se enfrentaron y los
amigos de siempre se trocaron en irreconciliables enemigos. Afectos y
odios corrieron arrastrados por el cauce arrollador e inexorable de la tre-
pidante tormenta. La venganza y el rencor recocidos en lo hondo del pe-
cho emprendieron su loca carrera a través de caminos y senderos que se
tiñeron de sangre.
Sacudido por este vendaval sucumbió el Casino Español. Sus elemen-
tos, tan compenetrados y unidos, se dispersaron por rutas diferentes,
aquellas rutas que durante tantos años y con el más grande entusiasmo
recorrieron juntos. Muebles y libros tomaron también rumbos opuestos.
Aquella caricatura de Gadea, que con tanto acierto como humor recogía
una época sencilla y feliz, también fue arrastrada por el torrente impe-
tuoso que, en frenética zarabanda, se llevó para siempre tantas cosas<
56
Algo quedó, sin embargo. Algo que ni el huracán de las pasiones, ni el
furor de las aguas revueltas, ni las iras inexorables y rencorosas de las
multitudes sin freno pueden destruir jamás: una admirable labor de espa-
ñolismo, de captación de voluntades, de estimación propia y ajena, de in-
marcesible y hondo patriotismo que el Casino Español de entonces dejara
a los que algún día habrán de sucederle. Pasada la agitación circunstan-
cial, en reposo las turbulentas aguas, todos esos sentimientos sobrenada-
rían de nuevo y brillarían fulgentes al sol de la Verdad y de la Justicia.
Quiera Dios que los sucesores consigan proseguir durante muchos
años, en paz y completa armonía, aquella labor que se mantiene perdu-
rable porque se inspiró, como se ha de inspirar la de hoy, en el más puro y
sereno amor a la Patria. Los que aquí vivimos de antiguo, esos viejos tan-
gerinos a quienes algún espíritu de corta videncia ha tildado de apátridas
o españoles de patriotismo dudoso, entibiado por la lejanía de la Patria<
esos viejos tangerinos, repito, lo mismo que los llegados hoy, aunque
amen y respeten el lugar de su residencia actual, no podrán olvidar jamás
que precisamente por su nacionalidad de origen es por lo que aquí fueron
admitidos y respetados; por lo que viven y prosperan. Que es muy triste
volver la vista y no hallar sino un páramo desolador; terrible desierto ex-
puesto a todos los espejismos.
57
PRIMERA PIEDRA E INAUGURACIÓN DEL CERVANTES
Para Antonio Colón, con el deseo de haber satisfecho su
curiosidad.
38El término no existe para el DRAE, ni ha sido nunca de mucho uso. Se utiliza más
«febrilidad», aunque tampoco está en el diccionario. Nota del copista.
58
su profesión— no le permitía pasar despierto más allá de las primeras es-
cenas.
En el Teatro de la Zarzuela —cuyo terreno ocupa hoy la Legación de
los Estados Unidos en una ampliación—, en el Tívoli y más tarde en el Al-
cázar y en el Cervantes, ya como actor o bien como empresario, la actua-
ción de Antonio Gallego era casi constante. Aún hoy, con sus noventa
años cumplidos y operado de cataratas, todavía sería capaz de ofrecernos
un Tenorio como en sus mejores tiempos del Teatro de la Zarzuela. Claro
es que nunca llegaría a la maestría con que años más tarde supo convertir
el drama en un regocijante sainete aquel famoso doctor Torregrosa, re-
voltoso y pequeñín, que en las calles de Madrid está siempre al acecho de
un tangerino a quien abrazar con gran alegría y efusión. Representaba To-
rregrosa en aquella ocasión uno de los personajes secundarios del drama
de Zorrilla. Con su reducida talla, «asomado» literalmente a unas altas
botas de época, obtuvo la más formidable y chungona ovación que jamás
haya resonado en la sala de un teatro. No hubo acuerdo previo, pero
cuando Torregrosa, junto a las candilejas y en una actitud retrechera, ter-
minó de recitar su respuesta a aquello de «la aldaba postrera», «algún
chusco, algún menguado», el público, casi a una, gritó: ¡¡bravo!! Torre-
grosa, que no era hombre a quien se pudiera inmutar fácilmente, quedó
como de piedra y al fin se retiró de las candilejas más corrido que una
mona 39.
***
39Por las frases que se citan, cabe suponer que Torregrosa hiciera de estatua de don Gon-
zalo en el Don Juan de Zorrilla. Nota del copista.
59
quiera habría de servir de pretexto para airear vanidosamente sus nom-
bres, sino el de figura tan señera y españolísima como la de Cervantes.
La colocación de la primera piedra fue un acontecimiento solemne en
los comienzos del año 1911, y el teatro quedó terminado dos años después.
Todos los materiales empleados vinieron de España, incluso la hermosa
verja que circunda el edificio. La fachada quedó rematada por figuras ale-
góricas en cemento, que llamaron la atención por su verismo. Ellas y un
friso jónico, con figuras de bajorrelieve que la adornan, fueron realizadas
por Cándido Mata 40, joven y modesto artista sevillano. El escenario, mo-
delo en su género, elogiadísimo después por todos los que en él actuaron,
fue construido por un joven artista de la carpintería, José de la Rosa, que
vino expresamente para tal fin y que se quedó aquí y trabajó después en
diversas actividades, hasta su muerte, muy sentida por cierto. Y ahí están
todavía en juego sus primeros telares, sin que el empresario actual, Sr.
Cruz Herrera —que ha hecho para remozar el teatro grandes dispendios—
haya necesitado efectuar reparaciones de importancia en el escenario.
El techo fue obra del admirable pintor Federico Ribera 41, que dejó su
estudio de París para esta labor. La instalación eléctrica, con más de dos
mil bombillas, estuvo a cargo del Jefe del Teatro Real de Madrid, don
Agustín Delgado. Por último, el veterano Bussato 42, patriarca de la esceno-
grafía española, corrió con los decorados. Su telón de boca fue una de sus
mejores concepciones. La construcción del edificio estuvo a cargo de don
Diego Jiménez, padre del actual arquitecto del mismo nombre y apellido
que tan amplias y admirables huellas de su competencia ha desperdigado
por Tánger. Él se encargó también de la dirección de las obras del Cer-
vantes con arreglo a sus planos.
Y, tras dos años de incesante labor, dos años en que además del conti-
nuo desembolso realizado —que, como acaece siempre, fue mayor del
40 Supongo que se refiere a Cándido Mata Cañamaque, escultor con obra en diversos
edificios de Ceuta y la Zona Española de Marruecos. Nota del copista.
41 No encuentro referencia a este Federico Ribera. También lo menciona Emilio González
60
proyectado—, llegó para los señores de Peña la compensación espiritual a
sus inquietudes y sacrificios: el feliz momento de la inauguración oficial,
que se celebró el 11 de diciembre de 1913. He de aclarar que, aunque con
anterioridad —en el mes de octubre— la sala del Cervantes se abrió al pú-
blico para la exhibición de la película Quo Vadis, no tuvo este acto carácter
oficial, ya que todavía faltaban en la sala muchos detalles por terminar.
Pocos días después se exhibió también para la colonia francesa el docu-
mental relacionado con el viaje de Poincaré a Madrid. Ambas exhibiciones,
como el baile de mardi gras, fueron una excepción. Completamente termi-
nado el teatro, y ya con carácter oficial, Antonio Gallego, en calidad de
empresario, trajo a la Compañía de Ópera de Giovannini, en la que figura-
ban elementos de los mejores de la época, entre otros el tenor Baldovi 43 y
el barítono Manuel del Real 44. Los precios que rigieron para tan solmene
acto fueron los siguientes: Palco y plateas con entrada, 20 pesetas; butacas,
3; y entrada general, 50 céntimos.
El lleno fue completo. El aspecto de la sala era esplendente. Los severos
cortinajes rojos de los palcos y las soberbias pinturas daban al teatro un
tono sobrio y elegante. El mujerío era numeroso y de gran belleza. Mien-
tras llegaba el momento de alzarse el telón, el público dirigía la vista a to-
dos los rincones del teatro, con mirada crítica y curiosa a la vez. Sonaron
los primeros compases de la inspiradísima partitura de Chapí El barqui-
llero, y se alzó el telón. Fue un momento emocionante y solemne, inolvida-
ble. El público, en pie, aplaudía con frenesí y entusiasmo. La representa-
ción, que empezaba, quedó interrumpida. Jamás volvió a oírse en aquella
sala virgen una ovación tan cálida y persistente, porque jamás como aque-
lla noche se compenetró el público de la trascendencia del acto. El Minis-
tro de España, don Mauricio López Roberts, inclinado sobre el antepecho
de su palco, se sumó también con sus aplausos a la exultante manifesta-
ción del público. También los señores de Peña, desde el proscenio de su
propiedad, recogieron, emocionados, la parte que de este homenaje po-
pular les correspondía ciertamente.
Tras de algunos minutos, durante los cuales los artistas permanecieron
inmóviles en el escenario, se hizo al fin el silencio y empezó la representa-
ción de El barquillero, en la que destacaron la tiple cómica Clemencia Lle-
43 Juan Baldovi, tenor dramático español de principios del siglo XX, puede que riojano.
Nota del copista.
44 No he podido encontrar nada sobre Manuel del Real. Nota del copista.
61
randi 45 y la primera tiple Dolores Borrell 46, de muy bella y hermosa voz.
Después se representó la opereta de Leo Fall La princesita del dollar, en la
que la tiple García Ramírez (?) y el barítono Del Real obtuvieron un ver-
dadero triunfo artístico. En los entreactos, el público se desbordó por los
pasillos, curioseando todos los rincones del teatro y alabando, entre otros
menudos detalles, los elegantes y grandes espejos iluminados y el amplio
y magnífico «hall», amueblado con severa y elegante sillería de estilo es-
pañol. Al terminar el espectáculo, los señores de Peña, que fueron muy fe-
licitados, obsequiaron espléndidamente a las autoridades y personalida-
des allí presentes.
Entre la concurrencia de aquella noche, y según las notas que, por rara
casualidad, hemos hallado, hay que recordar los siguientes:
En el palco de la Legación Española estaban Mrs Kenard, con elegantí-
sima toilette blanca. Lady Pigoto, de negro, con suntuoso collar de rubíes y
Miss Coleville, de verde mirto. Las acompañaban el Ministro de España,
don Mauricio López Roberts, Mr Kenard, Mr Oliphant y el Sr. Caro, pri-
mer secretario de nuestra Legación.
En el palco de los señores de Peña estaban doña Esperanza Orellana,
con espléndida toilette bordada de «Strass» 47 y soberbias joyas de brillan-
tes. La acompañaban, además de su marido, don Manuel Peña, la señora
de don Ricardo Ruiz, con elegante traje blanco, y su esposo.
En otros palcos y plateas estaban Mme. Hellen, con traje azul pastel, en
unión de M. Chevandier de Valdrome —agente diplomático de Francia—
y Sres. Hellen y Marzarc. La condesa de Martens Ferrao —Ministra de
Portugal— con su hija y señora de Lopes Tavares. La bellísima Mme. de
Logenheim con las Srtas. de Green; señoras de Patxot, Triviño y Gómez
Placent —director del Banco de España—, en unión de la joven Sra. de Ji-
ménez Armstrong (née Treviño), que lucía sus galas de novia. Sra. y Srtas.
de Dahl, dos elegantes damas inglesas; Mr Roberts y Miss Wallace, de es-
pléndida hermosura; Sra. de Ariño —Cónsul de España—, bellísima con
elegante traje negro; los Encargados de Negocios de Suiza y Austria; Mme.
Ramírez que mi abuelo menciona a continuación, nada convencido de que se llamara así
en realidad. Nota del copista.
47 Joyas de cristal tallado. Siguen existiendo. Hay un strass.com en internet. Nota del co-
pista.
62
Argyroupoulo con sus lindas hijas; Sras. de Filippi —consulesa de Fran-
cia—, Wilde y Scase; Mme. Benoist, condes de la Maza, Su Excelencia
Hach Mohammed El–Mokri 48; Sres. de Marum, Alí Zaky y el Encargado
de Negocios de Alemania.
También se hallaban presentes la señora viuda de Albacete e hijas;
señores Saavedra (don Manuel), con su hija Elena; Dr. Moreno Ochoa y
señora; Dupuy de Lome, Srta. de Ruiz, don Emilio Bonelli, Dr. Belenguer,
Sres. de Cavilla y Saavedra (don Alejandro), señoritas de Colaço y Alcay-
ne; M. Bertrand, Mr Whaller, Sres. de Testa, Barraondo, Mr. de Schellens;
Sres. de Marco, Vélez, Romani, Burnay, Las Heras, Pineda, Sanz, Vivó,
Pigott, Moulin, García Cuenca, Yahu, Rinaldi, Chappory, Dr. Cenarro
(hijo) y señora; Malmusi, Lyons, Moinier, Dugi, Dr. Sokoloff, don Carlos
Ruiz Orsatti, Sres. de Ruiz López y Dahdah, Gamboa, Carrillo y varios
más.
A partir de esta inauguración oficial, el desfile de figuras eminentes
por el escenario del Cervantes fue continuo y variado. El ilustre Tallaví 49
vino con su Compañía a principios del año 1914. Y más tarde, sin que mi
memoria pueda conservar la rigurosa cronicidad de los hechos, hay que
citar a Rosario Pino 50, el gran Morano, los Fuentes y otras eminencias del
género lírico y dramático. En el Cervantes tuvimos ocasión de admirar a la
mejor compañía de Zarzuela que hubo en España a la sazón, la de Enrique
Guardón, en la que figuraban nada menos que la Angelina Villar, la Pas-
tor, Társila Criado, el tenor Vercher 51 y otros notables artistas de ambos
sexos que luego se destacaron como grandes figuras en Madrid. Otras ve-
ces, por desgracia, Tánger fue el lugar donde, por falta de enlace, tenían
48 Gran Visir del Imperio Cherifiano bajo cinco sultanes. Nació a mediados del siglo XIX y
murió en 1957, a los 112 años. Fue miembro de la delegación marroquí en la corte de Na-
poleón III y embajador en España. Cayó en desgracia a mediados de los cincuenta,
cuando los franceses destronaron a Mohammed V, demasiado díscolo, y lo sustituyeron
por Ben Arafa. El–Mokri apoyó la medida, lo cual le valió morir casi en la miseria, porque
Mohammed V, a su regreso del exilio malgache, le confiscó todos los bienes. Nota del co-
pista.
49 Actor español de finales del siglo XIX y principios del XX. En su compañía trabajó
petencia artística. Tuvo compañía propia con Enrique Borrás y representó, entre otros
muchos, a Benavente y a los hermanos Álvarez Quintero. Nota del copista.
51 No encuentro datos relavantes sobre los recién mencionados artistas: todos ellos fueron
63
que disolverse las compañías que no disponían de grandes fondos. La
misma de Guardón, que había obtenido un éxito económico de importan-
cia, tuvo un tropiezo grave por la mala administración de su director. Era
éste gran aficionado al chamelo, que jugaba a dos y tres pesetas el tanto.
Esta afición le ocasionó más de un grave contratiempo, porque, a veces,
quedaba sin blanca para poder pagar a sus huestes. Como empresarios
desfilaron por el Cervantes, además de Gallego, que fue el primero, Dugi,
La Rosa, Coronado y otros varios.
La actuación más grandiosa y brillante que vimos en el Cervantes fue
la de María Guerrero y Díaz de Mendoza 52. Vinieron a Tánger como iban
ellos a todas partes: con gran esplendor y señorío. El ilustre matrimonio se
hizo reservar varias habitaciones en el Cecil, y el resto de la compañía se
hospedó en el Bristol, que entonces se hallaba instalado en el Zoco Chico,
en el mismo edificio ocupado hoy por el Becerra. Jamás se vio la escena del
Cervantes con un lujo semejante. El público llenó la sala las tres noches de
actuación de la ilustre pareja. Las ovaciones fueron incesantes. Como de
costumbre en todas partes, la Compañía Guerrero–Mendoza, de la que era
representante el Marqués de Premio Real, tal vez no perdiera en su viaje a
Tánger, pero lo que sí podemos afirmar es que no ganó un solo céntimo.
Todo lo que ingresó salió para atender los gastos; pero el nombre de Es-
paña, su prestigio y calidad, quedaron a la altura que María y Fernando
sabían colocarlos siempre fuera del territorio patrio.
Propios y extraños tuvieron siempre que reconocerlo así.
52María Guerrero Torija (1867–1928). Actriz dramática española, una de las más grandes
y famosas. Actuó nada menos que con Sarah Bernhardt. Casó con Fernando Díaz de Men-
doza y Aguado, aristócrata y Grande de España —sin fortuna—, con quien fundó compa-
ñía. En su honor se rebautizó el teatro madrileño que ahora llamamos María Guerrero y
que ella dirigió cuando se llamaba Teatro de la Princesa. Abuela paterna de Fernando
Fernán Gómez. Nota del copista.
64
65
CARNAVAL EN EL TERRAPLÉN
66
se habían ido operando. Ya se alzaban, terminadas, las tribunas del
Cuerpo Diplomático, de la Comisión de Higiene, del Stade Marocain, Ca-
sino Español, Sindicato Internacional, Unión Familiar —costeada por la
Sociedad de Obreros Españoles, que presidía Gabriel López—, Círculo de
la Amistad —también de obreros— y la más reciente del semanario La
Opinión, que dirigía el valenciano Almela, acaso con más entusiasmos que
aciertos. Después se fueron instalando también las del Casino de Tánger
—una a cada lado del paseo—, Círculo Taurino, Liceo Internacional y va-
rias de Obras Públicas, cuyo personal trabajó con gran ahínco, deseoso,
como todo Tánger, de que aquel domingo de Carnaval tuviera la anima-
ción y el esplendor con que soñaban sus organizadores.
El ex Sultán Muley Hafid no quiso quedar atrás en este pugilato de
enardecimiento entusiástico. Entre dos tribunas que habían quedado de-
masiado separadas Mandó Hafid levantar la suya. Pequeña resultó en
verdad para la alta prosapia de su dueño, mas dudo yo que nadie lograra
un regocijo mayor que el obtenido por el monarca recién destronado.
Apenas si éste podía rebullirse allí, rodeado por una treintena de enormes
sacos de confeti, centenares de paquetes de serpentinas y un sinfín de ra-
mos de flores que había ordenado bajar de su Palacio del Monte< Todos
estos pertrechos, y más que le hubieran puesto a mano, fueron consumi-
dos por Hafid en poco más de dos horas de «batalla». Carroza que pasaba
ante su tribuna, carroza a cuyos ocupantes enterraba el ex Sultán bajo un
enorme montón de confeti, que arrojaba a sacos enteros. Y a medida que la
carroza se alejaba, aún era alcanzada por paquetes —con envoltura y
todo— de serpentinas, amén de muchos ramos de flores lanzados con una
furia acaso un poco desusada en esta clase de batallas, pero con la disculpa
de aquel entusiasmo inflamable, casi infantil y primitivo, que Hafid ponía
en todas sus cosas. La lucha en tales condiciones no era posible, y las
carrozas se retiraban más que de prisa, sin temor a confesar su derrota<
***
67
videro de albos jaiques femeninos y chilabas de todas clases y colores. La
entrada a la pista del Terraplén, a cuyos dos lados se alzaban las tribunas,
había sido acotada y era preciso comprar un billete para poder penetrar en
el «campo de batalla». Se vendieron más de mil entradas de paseo, aparte
del público hacinado en las diferentes tribunas, a las que se entraba por
invitación, en unas, y mediante una modesta cuota, en otras.
Desde todas las terrazas y azoteas de los edificios aledaños, una densa
masa de público, indiferente a la llovizna, seguía con gran curiosidad las
incidencias de la batalla. A las cuatro y media de la tarde adquirió ésta su
máximo desarrollo. La lucha fue intensa y sostenida. De las tribunas a los
coches, de éstos a las tribunas, y del público a pie con unos y otras, el ti-
roteo fue incesante. De vez en cuando entraba un pelotón de barrenderos,
porque ni hombres ni caballos podían dar un paso en aquel mar rumoroso
y movedizo de serpentinas y confeti. El Tábor 53 francés, con soldados de
infantería y caballería, cuidó del orden, que fue perfecto. También ejercían
servicio de vigilancia soldados del Tábor español, varios del Bacha, cuatro
del Consulado de España, dos del de Francia y uno o dos, también, del
inglés.
El jurado tuvo que realizar una difícil y muy laboriosa tarea para la
atribución de los premios. Las carrozas y coches engalanados artística-
mente, en los que se veían las más bellas señoras y señoritas —«fragantes
y hermosas flores del pensil tangerino», que dijo cierto diplomático ama-
nerado— fueron muy numerosos. Particulares y entidades rivalizaron en
generosidad y entusiasmo. Hubo en todos amplia decisión y buen humor.
En carrozas, las viejas fotos removidas hoy me recuerdan «La Primavera»,
de los señores de Peña, tirada por varios troncos de caballos y rodeada de
uniformados palafreneros a pie, y en la que sobresalían lindas muchachas
a las que la propia doña Esperanza Orellana daba ánimos y ejemplo en la
batalla con las tribunas. Otra de las carrozas que recuerdo era «La
Tanguerette», de Monsieur Pradal, simulando un snipe de airosa silueta y
cuya bella tripulación habría sido capaz de amainar en el acto los más
fieros temporales. Llamó, asimismo, la atención «La Agricultura», de
Monsieur Causson, cargada de frutos y flores entre los que sobresalían
lindas cabecitas femeninas. La señora de Dahdah —director del periódico
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árabe El–Hak— se destacaba como animadora de un «Patio andaluz», y
tras éste venía el «Ventorrillo del Quitapenas», de Montoro el carnicero.
He aquí al director de la Compañía Eléctrica Hispano–Marroquí, el
buenazo y simpaticón de don José Canales, «capitaneando» la carroza de-
nominada «Ferrocarril Tánger–Fez», que constituía una «palpitante»
actualidad, porque en aquellos días se había firmado el oportuno Conve-
nio que culminó en el ferrocarril actual. Por allí aparece también un cisne
conduciendo a los niños de Monsieur Fournel. En otro cochecito adornado
van los niños de Piñeiro, y más allá una victoria adornada con flores, de
las señoritas Rodríguez. Por último, he ahí un aeroplano con niños, tirado
por dos cabritas, sin que pueda recordar a quién pertenecía.
Entre los jinetes premiados recordemos también a Fernando Escalera,
que presumió lo suyo sobre un precioso caballo blanco.
El ardor de la batalla no decreció un momento. Tirios y troyanos se
superaron en valor y brío, y el derroche de serpentinas y confeti fue extra-
ordinario. Las carrozas, por su parte, agotaron cuantos pertrechos lleva-
ban. Y formaban un enorme contraste aquel entusiasmo sin límites, aquel
rebullir dichoso y aquel derroche de buen humor, con la hosquedad del
tiempo, que, de vez en cuando, se manifestaba en ráfagas de aire húmedo
y frío. No obstante, los «contendientes» permanecieron allí, pegados al
terreno, luchando con todo denuedo, hasta que las primeras sombras de la
noche, en aquel torvo atardecer de febrero, fueron calmando la ardorosa
exultación, y los luchadores se percataron de que ya disparaban sus con-
fetis y serpentinas contra sombras que apenas se avizoraban. Empleados
de la limpieza pública acometieron, por última vez, contra aquellas mon-
tañas vacilantes de papel que impedían andar a hombres y animales.
La labor del jurado fue ardua y pesada. En realidad, además del mayor
o menor arte desplegado, era justo también tener en cuenta el ahínco y la
generosidad de cada uno de los concursantes< Todo ello complicó un
poco la actuación del jurado, pero su fallo fue aceptado por todos —pre-
miados o no— con gran contento.
Poco después de las cinco de la tarde se inició el desfile. El público fue
abandonando el Terraplén con cierta ostensible desgana. A buen seguro
que, de haberse mostrado el tiempo un poquito más benigno, el bullicio y
la alegre animación habrían continuado incluso entre las tinieblas. El buen
juicio se impuso, sin embargo, y las carrozas fueron en busca de su refu-
gio, y el público, en espesas oleadas, ascendió por la Cuesta de la Tenería
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hasta el Zoco Chico. Allí, unos se acomodaron en los cafés y otros conti-
nuaron Siaguin arriba hacia sus respectivos lares. En el Zoco Chico em-
pezó entonces el desfile de las vulgares comparas, que eran la desespera-
ción de Sterwin, a quien ponía frenético que cualquiera de aquellos gana-
panes se acercase a él para pedirle unos céntimos con que sufragar sus
libaciones.
—De manera que yo he de pagar para que ustedes se diviertan —decía
el intransigente Sterwin.
—Misté, señor< es la costumbre<
—Pues yo no sostengo malas costumbres.
Y volvía la espalda al demandante.
—Está bien, miste< ¡ Ojú, si todos fueran tan gafes!
La animación en el Zoco Chico siguió hasta la madrugada. A media
noche se produjo un enorme revuelo. Foncubierta daba una prueba más
de su humor excelente. Atravesaba el Zoco Chico y en él se paseaba de
largo a largo, disfrazado de mujer. Era la perfecta caricatura de una ex-
traña señora, de nacionalidad húngara, que había llamado mucho la aten-
ción en los últimos días. Vestía Foncubierta una falda gris muy ajustada,
que marcaba con exceso sus caderas. Movía éstas al andar con exagerado
contoneo. Completaban su atuendo una chaqueta de corte sastre, pero tan
exagerado que una perfecta prenda masculina. Camisa con cuello almido-
nado y corbata con un ajo por alfiler. Se tocaba con un sombrero en forma
de campana y sobre la cara un espeso velo, que le ocultaba casi por com-
pleto el rostro. Un boa blanco sobre los hombros y entre los brazos, tem-
blando en el abultado pecho, un gran conejo blanco, vivo, inquieto y aco-
bardado, cuyos ojillos rebrillaban espantados, entre los pelos largos y ri-
zados del boa.
El éxito de Foncubierta fue enorme. Las aclamaciones y llamadas se
sucedían, así como las convidadas de café en café y de mesa en mesa. Es
de suponer que a tal ritmo el equilibrio de Foncubierta no tardaría mucho
en alterarse. Y a última hora nadie sabía el paradero de la pomposa piel ni
el del tímido y tembloroso conejillo, que terminaría agazapado bajo sabe
Dios qué mesa de café o en qué cazuela condimentado, tras de la vigilia
carnavalera.
El Carnaval terminó aquella noche con un enorme chaparrón que en
fuertes oleadas sacudió las calles como si quisiera limpiar con su furia
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todo lo que de mal gusto o de impudicia podía haber existido en la locura
del rebullir esquizofrénico de Momo<
El baile del Cervantes, no inaugurado aún oficialmente, se anunciaba
para el martes.
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LO QUE CUESTA LA VIDA
( REPORTAJE DE ECONOMÍA DOMÉSTICA )
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Y fue en este Zoco Grande donde pude contemplar de cerca, por pri-
mera vez, los camellos con su pelambre oscura que da a estos animales —
incluso cuando todavía son jóvenes— el aspecto de cosa usada y enveje-
cida. Allí me detenía yo con gran frecuencia, extasiado ante estos anima-
les, para mí extraordinarios. Tenían las rodillas contra el suelo, enhiesto el
largo pescuezo a cuyo extremo se balanceaba, avizorante, la achatada ca-
bezota. Movían lentamente sus quijadas, rumiando, y lo contemplaban
todo, indiferentes, con sus ojos redondos y melancólicos. Unos ojos que de
vez en cuando desaparecían tras de los grandes y renegridos párpados,
como si renunciasen a mirar lo que los rodeaba, cual si aquel repliegue de
sus párpados fuese una especie de suspiro de los ojos a la evocación de la
luz reverberante de los arenales sin límite< Unos ojos que acaso llorasen
mansamente la nostalgia del lejano desierto. Y cuando un camellero des-
cargaba su palo sobre la sucia pelambre, para levantarlo, el camello pare-
cía despertar de su ensueño, protestando contra aquella cruda realidad
con un bronco y largo gruñido, alargado como un lamento.
***
79
pasar de una mano a otra, tintineantes, los chorros de duros hasaníes, de
hermosa plata—, los cambistas, digo, entregaban por cada duro español
treinta y a veces treinta y un reales hasaníes. Es decir que la peseta hasaní
tenía un valor, en relación con la peseta española, de sesenta a sesenta y
cinco céntimos. Por lo que se refiere al franco, no era su curso muy co-
rriente, pero los artículos en esta moneda guardaban la oportuna propor-
ción de la época.
Veamos algunos de estos precios durante el periodo de 1912 a 1930,
que tomamos de la agenda de nuestra amable amiga:
Azúcar de cortadillo, en cajitas de un kilo, Frs. 1,90; pollos y gallinas,
de 1,75 a 3 pesetas hasaníes; una caja de jabón El Abanico, con 64 barras,
25 pta. la caja; azúcar austríaca, también de cortadillo, en cajas de 112 li-
bras, Pta. 22,50; un cubo de manteca de cerdo, de 28 libras, Pta. 24; la libra
moruna de carne (unos 900 gramos) costaba de 0,50 a 0,75 pta. hasaníes;
dátiles morunos, 0,5º pta. hasaníes el kilo. Los huevos se pagaron hasta
fines del año 1940 a francos 4,75, y a veces menos, la docena. En años ante-
riores a la guerra del 14 se compraban a dos y tres pesetas hasaníes el
ciento.
Encuentro también en esta agenda algunos datos muy curiosos anterio-
res al año 1930: Un traje para < (aquí el nombre del dueño de la casa), Pta.
135, confeccionado, desde luego; un reloj de bolsillo, marca Longines, con
caja de oro de ley, 175 pta., con la particularidad de que el reloj está aún en
marcha sin haber necesitado una sola reparación; un par de zapatos he-
chos, 30 pta. A la medida, 50. Un sombrero Mossant, pesetas 45. Una má-
quina portátil Underwood, todavía en uso, pesetas 412.
Si continuamos el examen de esta agenda encontraremos datos de una
curiosidad y un interés extraordinarios. He aquí anotados los gastos de un
cuscús familiar para diez personas, en pesetas españolas:
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Calabaza y garbanzos 0,50
1 limón 0,25
1 lechuga 0,25
Pasas 0,75
1 sandía 1,25
2 kilos de uvas 2,50
Especias varias 0,25
Total 23,75
Mock Turtle
Mayonnaise de poisson
Filet de bœuf aux champignons
Asperges au beurre fondu
Dinde farci rôti
Haricots verts française
Pommes de terre nouvelles
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Salade de saison
Glace à la vanille
Biscuits dessert
Café, Liqueurs
Este banquete, dado en el Hotel Cecil, fue amenizado por la Banda Muni-
cipal, que dirigía el Sr. Cano.
Para terminar, he aquí la copia exacta del presupuesto de la Comisión
de Higiene para el año 1912, establecido en pesetas hasaníes:
ingresos
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gastos
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UNA MISA EN LOS SIAGUIN
54Menos lobos: el edificio más alto del Bulevar era el llamado Acordeón, que levantaba
seis pisos. Nota del copista.
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cidamente gozara en vida. Tengo para mí que si en el Cielo el Obispo de
Gallípoli ocupó un lugar que le estaba reservado, halló, sin duda, más
franca y abierta la entrada por llamarse Padre Betanzos que por su digni-
dad episcopal.
Está aún por escribir la biografía —que yo llamaría más bien hagiogra-
fía— de los principales componentes de la Misión Franciscana Española
que en Tánger hicieron una constante y abnegada labor religiosa. Religiosa
y patrióticosocial, porque, sin dejar de ser nunca sacerdotes ejemplares —
con esa ejemplaridad en la que siempre destacaron los franciscanos y, en-
tre éstos, los españoles—, fueron unos patriotas excelentes, atentos en todo
momento a la mayor gloria de Dios y al más espléndido prestigio de Es-
paña. Y no hablemos de su labor social de misericordia, porque ello entra
en el marco natural de su ministerio. Así obraron siempre —refiriéndonos
sólo a los que conocimos hace medio siglo, algunos de los cuales viven
todavía—: los obispos Lerchundi y Cervera, y los padres Betanzos, Buena-
ventura Díaz, José María López, Fortunato Fernández, Alfonso Rey, Anto-
nio Félix y otros más que omitimos involuntariamente, pero que encar-
naron y supieron asimilar el espíritu de la Misión. Ellos fueron aquí su
sostén más sólido, laboraron por su prestigio y en todo momento mitiga-
ron el dolor de sus feligreses, aliviaron su necesidad, desbastaron su inte-
ligencia y consolaron y socorrieron a cuantos lo hubieren menester. Se su-
cedieron en nuestra Patria los regímenes, cambiaron en Tánger los repre-
sentantes diplomáticos; cayeron los gobiernos, promulgáronse nuevas le-
yes o se alteraron sus normas< Pero ellos, los franciscanos españoles,
permanecieron siempre en su puesto y siguieron, aquí en Tánger, labo-
rando en su afán misional con idéntico acierto y análogo tacto que durante
siglos y siglos. Jamás despertaron susceptibilidades en ningún espíritu ni
recelos religiosos en nadie. Ni siquiera entre aquellos extraños a su fe que
en algún modo les estuvieran obligados: cincuenta años un portero mu-
sulmán y, antes, otros tantos, su padre. Al morir ambos, intactas murieron
con ellos sus creencias musulmanas. Porque los franciscanos españoles de
Marruecos no hicieron jamás labor catequista. No vinieron a este país para
convertir a nadie, sino para sostener la fe de los que ya creían en ella e
iluminar con la luz de la civilización y la cultura a quienes quisieron culti-
var su inteligencia sin que por ello tuvieran que abandonas sus propias
creencias.
***
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Era domingo. Domingo, o sea: cuando, según el trágico personaje de Pérez
de Ayala, «el Sol mira a la Tierra» 55, no con esa mirada vacía, sin alma, de
los que miran sin ver, porque miran mucho más lejos, sino con mirada que
se mete por los poros de la Tierra, la baña de luz y la estremece de gozo
exultante. Domingo en Tánger. Domingo en el Zoco Chico. Domingo
desde el Monte hasta Mogoga: arriba, abajo y en medio. Domingo en los
corazones impúberes y en el penetral 56 de las que amaron y, precisamente
por el amor, sufrieron inquietud en el espíritu y dolor en la carne< Do-
mingo para los adolescentes que aún no aprendieron a verse por dentro y
que sólo se alumbran con la luz exterior< Domingo, en fin, para los que,
además del Sol, que es realidad, tienen la Luna, que es sueño. Sol de Que-
vedo, «bermejazo platero de las cumbres a cuya luz se espulga la canalla».
Luna de Pierrot, bajo cuyo lívido rielar lloran los desamparados sus
amargos desengaños.
Era domingo, día de precepto en el templo de los Siaguin. A todos al-
canza y a todos cobija y alienta, consuela y fortifica esta visita a la iglesia
en la gloria de la mañana dominical. A los unos, por lo que vieran dentro;
a los otros, porque tal vez en la penumbra interior sintieron posarse dul-
cemente, remansadas, las turbulencias del espíritu. Y para los que, al salir,
hallaron la mirada enamorado, la sonrisa que impregna de júbilo y des-
pierta el corazón< Que no sólo de pan vive el hombre, y con el hombre la
mujer. Luz o calor presentidos aun a través de las nubes, en los días bru-
mosos, lo mismo que presentimos en nuestra espalda la mirada insistente
de aquél al que nosotros no vemos, pero sí adivinamos.
No sólo se destacaba esta misa dominical en los Siaguin por su concu-
rrencia, sino también por aquel animado y singular desfile de borriquillos,
con jamugas o simples aparejos, sobre los cuales resultaba una «fota» bien
planchada, a veces rematada con artísticos bordados en rojo, y en muchos
casos con sendas iniciales que correspondías a los nombres y apellidos de
sus respectivas propietarias. Allí aguardaban, pacientemente, los
borriquillos, ya sujetos por las bridas a las rejas del templo, bien bajo la
atenta mirada de los espoliques, reunidos en corro y pasándose, uno al
55 Cástor Cagigal, protagonista de El sol mira a la tierra, novela poemática de Ramón Pérez
de Ayala publicada en 1916. Nota del copista.
56 ‘Penetral. 1. m. p. us. Estancia interior de un edificio. U. m. en pl. 2. m. p. us. Parte reti-
rada o recóndita de algo. U. m. en pl. Real Academia Española © Todos los derechos reserva-
dos.’ Nota del copista.
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otro, la pipa de kif. Y eran precisamente estos borriquillos conocidos, ante
la iglesia como ante el teatro; ante las legaciones como ante las casas parti-
culares, los que delataban la presencia allí de tal o cual señora o señorita,
de tal o cual personaje.
Concurrían a esta misa elementos de todas las colonias. No había,
como hoy, templos diversos entre los que distribuir la piedad ni por ba-
rrios ni menos aún por nacionalidades. El culto católico era única y exclu-
sivamente ejercido por los Franciscanos españoles, que gozaron de este
privilegio desde siglos y siglos atrás. Hasta 1923 —según creo— no pudie-
ron los Franciscanos franceses establecerse en su Zona de Protectorado,
bien que respetándose en ella a los españoles sus antiguas Casas y Privile-
gios Misionales. Por lo que a Tánger se refiere, hacia 1925 vino y vivió con
los Franciscanos españoles el Padre Henri, y en 1929 se inauguró la capilla
francesa de Juana de Arco, construida de madera, en la calle de Fez, frente
a la confluencia de esta calle con la de Holanda.
En realidad, aparte la capillita existente junto a la Legación de España
—hoy Correo Español—, por lo general se ejercía el culto en la iglesia de
los Siaguin, a cuya puerta se reunía los domingos toda la «pollería» de
entonces. Cada cual llevaba, como es de suponer, sus anhelos puestos en
tal o cual damita, a la que, acaso, no podría ya ver en el resto de la semana,
si no era de un modo todavía más fugaz que éste de los domingos. Las
costumbres de entonces no permitían otras libertades como hoy. Así, pues,
para el galán, ver salir a su dama, cambiar con ella una mirada —para
creer mejor en Dios, como el poeta— era la más bella culminación del do-
mingo< Y a la hora de la salida, allí estaba, como un clavo, Tubaíto, que
esperaba a «la niña de los ojos de color de acero», como él la denominaba
bajo la influencia de las lecturas de la época; Clemente Cerdeira y Rafael
Arévalo, a los que su gran amor por el estudio del idioma árabe no era
obstáculo para otros amores que alegrasen su espíritu; Paquito Treviño,
hablador impenitente, al que no había medio de callar, ni con polvorones;
Tomás Cuenca que, aunque no tomatero, era, sin embargo —o al menos de
ellos presumía—, un pollo de los más cabales; Harito Carleton, menudo e
inquieto como una ardilla; Manuel Quero y Pepe Felman, que ya «aletea-
ban» con cierto brío; Pepe Hernández Abrines, hoy tan excelente funcio-
nario como respetable abuelo; Ramón Atalaya, que con Aquiles Vivó su-
man hoy el siglo corridito; Gutiérrez Lescura, arquitecto y jefe de los bom-
beros de entonces, que, aunque con novia en Madrid, gustaba de recrear
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los ojos; José Ferrer, Luis Adánez, Joaquín Vélez, funcionarios del Correo
Español y casados m{s tarde en T{nger< Y otros m{s que tal vez añoren
con estas evocaciones un pasado feliz, aunque ya ido para siempre.
Allí estaban, frente a la iglesia de los Siaguin, porque de ella habrían de
salir las que eran o pudieran ser el objeto de sus ensueños de entonces:
Eugenita Chappory, Emilia y Leonor Saccone, Lucila Alcaine, con sus
hermanas Mercedes y Josefina; Elena Saavedra, con Lourdes y Lola Co-
laço; África Álvarez Ardanuy, Julita Quero, Lolita Rey, Adelaida y Clo-
tilde Castillo, Celia y Lili Lyons —la otra hermana era aún demasiado niña
para ser esperada, porque los hombres de mi época no éramos como éstos
de hoy, que acompañan impunemente por las calles a niñas todavía en la
«lactancia»; Emi Katzaros y Emma Escalera, Mary y Rosa Abrines, con sus
hermanas Leonor y Matilde, Balbina Dahl, Antoinette, Madeleine y
Paulette Fumey —a cual más guapa, fina y elegante—, y varias Griffin
que, con las hermanas Alcántara y Abrines, constituían entonces las her-
manas m{s numerosas< Y muchas m{s, algunas de las cuales son ya hoy
respetables mamás y hasta más respetables abuelas< También era blanco
de las más ávidas miradas aquella forasterita, hermana de un funcionario
español, que sólo estuvo en Tánger unos meses y que por su arrogancia y
belleza nos tuvo de cabeza a unos cuantos. Era, en verdad, un tipo suges-
tivo y aparente. El busto acaso exagerado en morbideces, quizá excesivas,
que traían a mi imaginación juvenil el recuerdo de aquella malpocada y
beata doña Elvira, de Gabriel Miró, que ante la amplitud de su busto de-
cía, en cierto modo indignada y compungida: «¿Para qué tanto, Señor?...
¡Es ya insolencia!».
Tras de las jóvenes, que salían parlanchinas y risueñas, con esa risa fá-
cil de la edad, aparecían también las personas respetables —madres, tías o
hermanas mayores—, cuyos borriquillos esperaban en la puerta: Madame
Bonnet, con su bella hija política, Concesa; doña Regla, doña Olimpia y
doña Lourdes; Madame Sacasse y Madame Furth; Esperanza Orellana,
Mrs. Russi y madame Fumey con Madame Katzaros; cada cual saltaba
sobre su borriquillo con la agilidad que le permitían sus años y allá iban
todas calle Siaguin arriba, contoneando sus bustos sobre la jamuga 57, al
compás del trotecillo borriquero. Y en pos de la singular caravana, procu-
57‘Jamuga. 1. f. pl. Silla de tijera, con patas curvas y correones para apoyar espalda y bra-
zos, que se coloca sobre el aparejo de las caballerías para montar cómodamente a mu-
jeriegas.’ Real Academia Española © Todos los derechos reservados. Nota del copista.
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rando retrasarse lo más posible, para escapar por más tiempo a la vigilan-
cia de los mayores, iban las chicas, airosas y gentiles, con la falda ni corta
ni larga todavía y aquellos sombreros grandes, afelpados, en guisa de pa-
melas, algunas con sedosas bridas que se anudaban en un lazo bajo la bar-
billa< Otras veces la caravana se dividía y, una buena parte, descen-
diendo por el Zoco Chico en curioso desfile ante aquella «temible» terraza
del Central —especie de Termópilas para su ingenuidad—, seguía hasta el
Terraplén o continuaba hasta el Cecil.
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LA INVASIÓN DEL DELHI
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estilográficas de bambú a 0,95; los despertadores a tres pesetas y los para-
guas a 3,50 y los kimonos a siete, y las c{maras fotogr{ficas a 5,75< Una
verdadera balumba de mercancías que, producidas por una mano de obra
pagada con un tazón de arroz, se vendía aquí, y en todo el mundo ya, a
precios ínfimos y en cantidades ingentes.
Inglaterra —al decir de los que siempre ven algo misterioso en los he-
chos más triviales o corriente—, siempre segura, aunque a veces tardía,
consideró que había llegado el momento de intervenir. Y, lo mismo que la
ocasión, eligió el lugar. Ninguno como Tánger, escaparate del mundo,
único rincón del orbe donde con un solo esfuerzo se alcanzar diversos
hemisferios y se actúa sobre múltiples nacionalidades. Y tras de abarrotar
bien de mercancías de mil clases, nos mandó para acá el Delhi y lo hizo
embarrancar en la playa del cabo Espartel, casi dentro del haz luminoso
del faro, encendido precisamente para evitar tales accidentes< He aquí la
maestría británica —pensaban los maliciosos—, su gran pericia en todos
los maquiavelismos, que llega hasta a obtener provecho de las luces de un
faro para lograr lo contrario de lo que con esas luces se quiere evitar.
Las bien repletas bodegas del Delhi, diestramente catalogadas por el
Seguro, se abrieron sobre las playas de Tánger y en ellas volcaron sus
mercancías. No podían éstas competir en precio con las japonesas, pero sí
en calidad, amén de que la intervención del Seguro hacíalas ya más ase-
quibles< La invasión fue completa. No se bebía un café que no fuera del
Delhi; ni podía nadie lavarse con otros jabones que los del Delhi. El piano
de doble cola, la alfombrilla de los pies de la cama, las sábanas, el somier y
el colchón; el jamón de York, las alfombras de triple trama, el jarrón de
porcelana, lo m{s escogido y lo m{s vulgar< todo procedía del Delhi.
El más ingenuo de los lectores comprenderá —decían los suspicaces—
que sin una previa y concienzuda selección no puede un buque encerrar
en sus bodegas una carga tan variada y en cantidad suficiente para abaste-
cer una población como la de Tánger —aun con las limitaciones de la
época— durante más de cinco años. No es posible concebir que los rajás de
la India, por muy ricos y caprichosos que sean, consumieran en tales pro-
porciones< ¡ Ah, no!... Por mucha que fuera su gran picardía política, In-
glaterra no podría convencernos nunca de que la varadura del Delhi en las
costas de Tánger fue un accidente natural. Nosotros aceptábamos, por su-
puesto, que Bendrao y Cazés —que se entendieron con el Seguro— eran
dos hombres capaces de encontrar sacarina en las arenas del mar; pero ni
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el Parlamento británico entero, reunido en solemne sesión, podría conven-
cernos jamás de la sinceridad de una invasión como aquella del Delhi.
La propia Aduana hubo de llamar la atención sobre el caso, al cum-
plirse el tercer año del accidente del Delhi y ver que continuaba la baja
alarmante de las importaciones. Es decir que hasta aquellos artículos que
por su índole especial sólo podían venir de España o Francia, por ejemplo,
se lanzaban al mercado tangerino desde las insondables bodegas del Delhi.
¿Quién habría podido imaginar que un buque salido de Londres para la
India llevara, como el Delhi, garbanzos y naranjas de España y modelos de
Paquin 58 ? Me satisface pensar hoy que hace cuarenta años no escaparon a
mi perspicacia y preparación periodísticas estas mismas observaciones.
¡ Inglaterra nos la jugó bien con el Delhi!... Después del trompetazo de
Alemania, con la presencia del Panther en Agadir, y tras del apoteósico
desembarco del Káiser en Tánger, no se había dado, en verdad, un golpe
tan maestro y trascendental como éste del Delhi.
En otro orden de ideas, lo del Delhi repercutió también, como es de
suponer, en el corazón de Tánger, quiere decir su Zoco Chico. Familias
enteras iban casi todos los domingos de excursión hasta el cabo Espartel
para ver si aún quedaba algo del Delhi y en el Delhi. Y eran de ver las cara-
vanas de borriquillos que se organizaban, principalmente los domingos.
Familias enteras se desplazaban hasta allí. Y así como de una excursión
campera son pocos los que no regresan, cuando menos, con una margarita
silvestre en la solapa o un simple matojo verde entre los dientes, nadie
volvía de una excursión al Delhi sin traerse por lo menos un botón para la
pechera o un piano de media cola< ¡ Que tan grande y tan perfecta era la
organización Bendrao-Cazés! Indudablemente¸ éstos recibían una subven-
ción del Ministro de la Gran Bretaña como compensación a los precios.
Aún no se conocían los secretos de la economía que hoy llaman dirigida,
pero Bendrao y Cazés eran dos hombres que siempre se anticiparon a
todo, incluso a su época.
Por lo demás, no hay duda de que la invasión del Delhi influyó también
grandemente en las costumbres de la época. Sin el Delhi no hubiera Capa-
cete reformado nunca su gabinete dental. Aquel sillón acaso destinado a
algún poderoso maharajá daba cierto tono al cuartito, de un metro cua-
drado escaso, donde Capacete luchaba con sus clientes: una mano armada
58Jeanne Paquin (1869–1936) revolucionó el mundo de la moda a principios del siglo XX.
Fue la primera que montó un desfile de modelos. Nota del copista.
93
con el gatillo y la otra con dos dedos enhiestos, en la actitud del gitano
ante una culebra. Gómez Martín, el farmacéutico, hizo un buen acopio de
aspirina y biberones. El Dr. Sánchez Codda compró una patología que
luego resultó escrita en hindú; Piñero, el de la funeraria, gualdrapas de
varias clases para sus famélicos caballos. Aarón Assor, como proveedor
que era de los buques españoles de nuestra Escuadra que tocaban Tánger,
hizo un buen acopio de lentejas y latas de conservas. Augusto Hassan, un
monóculo con armadura de bambú< Y, en fin, Mascarenhas, el inmenso
Mascarenhas del Café Central, tuvo la suerte de encontrar en la carga del
Delhi aquel aparato, con cintura de un metro ochenta, que se había can-
sado inútilmente de pedir a todos los ortopédicos del mundo. Acaso un
rajá de su volumen se quedó para siempre sin el encargo que tan bien y
tan ajustado le vino a Mascarenhas< Para todos hubo y a todos dejó con-
tento el vientre mágico del Delhi.
Un día, estando de visita en la casa de un amigo, y mientras aparecía la
familia a quien me proponía saludar, el amigo me fue enseñando diversos
objetos:
—Ese cepillo es del Delhi< Aquella espingarda, del Delhi. El carbón de
la estufa, del Delhi. Ese reloj de péndulo, del Delhi.
Después de una relación de lo más variada y extensa, apareció al fin la
familia de mi amigo. Se hicieron las presentaciones:
—Mi mujer, mis hijas<
—¿Del Delhi? —lo interrumpí, sin darme cuenta.
¡ A qué extremos puede llevarnos en Tánger el clima de los misterios!...
Aún después de medio siglo de investigaciones y rebuscas, no puedo de-
tallar todavía a los lectores los beneficios o simples ventajas morales que la
Pérfida Albión lograra un día con la varadura del Delhi. Lo que sí puedo
asegurar es que en aquel hecho, que cualquier periodista banal y nada
preparado hubiese creído un simple accidente ocasionado por la niebla,
hubo un misterio de política internacional de esos que con tanta frecuencia
urden para nuestro descrédito los sagaces reporteros europeos.
¡ El Delhi! ¡ Qué gran reportaje para un periodista mejor preparado y
documentado de lo que yo estaba entonces! Y menos mal que después de
los cuarenta años he logrado desentrañar el misterio acaecido en aquella
triste y movida mañana abrileña de 1912. No cabe duda de que para esto
de los misterios no hay campo mejor abonado ni escaparate con mayor
perspectiva ante el mundo que éste de Tánger. Lo que pasa es que ya los
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tangerinos estamos familiarizados con todo. Tiene que venir algo tan
grande —¡ qué caramba!— y tan bien provisto como el Delhi para que em-
pecemos a percatarnos.
Y aun así, ya ven ustedes que yo he tardado más de cuarenta años.
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SE BAILA POR PRIMERA VEZ EN EL TEATRO CERVANTES
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Cervantes. No hubo necesidad de grandes exornos, aparte las consabidas
banderas internacionales, pues, reciente aún la construcción, todo en la
sala resplandecía sin esfuerzo. Reforzada la luz y con algunos toques de
buen gusto, quedó el hermoso teatro en condiciones. Por primera vez se
colocó el tablado que unificaba el piso, desde la entrada general hasta el
fondo del escenario. Con ello, el patio de butacas, libre de éstas, adquirió
espacio suficiente donde el público pudo moverse y festejar con igual en-
tusiasmo a Momo que a Terpsícore. Para ambos hubo lugar y tiempo sufi-
cientes en el correr de la noche.
El éxito de este baile fue enorme. De él se habló en todos los hogares de
Tánger durante mucho tiempo. Para los testigos de esta fiesta que aún so-
breviven a la acción implacable del tiempo, estos recuerdos les traerán au-
ras de juventud y alegría. ¡ Cuántas cosas ocurrieron aquella noche en el
Cervantes!... ¡ Cuántas amables remembranzas o bellos episodios que ya
estaban arrinconado en los desvanes de la memoria!... Porque el Cervan-
tes, esa noche, fue para la gente joven la culminación de muchos anhelos
que hasta entonces parecían imposibles; y para las personas maduras,
unas horas de olvido, de grato inciso en la vulgar monotonía de la vida
cotidiana. ¡ Qué emoción, para muchas del as jovencitas de entonces,
aquella primera y completa evasión del severo régimen tutelar de la
época!... El primer baile. La primera escapatoria. Los primeros vuelos de
mariposas en libertad, inmersas en el mar bullente de las parejas bailando.
Acaso, también, las primeras frases de amor, escuchadas como un blando
y leve murmullo, de labio a oído, entre el estrépito de la música —sin el
sabor y las contorsiones negroides de hoy— y el rumor del suave y acom-
pasado oleaje que los danzantes hacían al pisar sobre el mar encrespado
de los montones de serpentinas y confeti. Muchas serpentinas que, de
palco a palco, formaban también una techumbre inquietante y vacilante.
Mucho confeti que sobre las parejas caía como una extraña lluvia de poli-
cromos temblores< Todo ello entre exclamaciones de entusiasmo, gritos
entreverados de sorpresa, temor y alegría. Fugaces y roncos grititos feme-
ninos. Carreras imprevistas, flujo y reflujo de parejas disfrazadas, cogidas
de la mano o enlazadas por la cintura. Rostros anhelantes o risueños.
Otros cubiertos con caretas de expresión estúpida o monstruosa, ocul-
tando sabe Dios qué ensueños de ángel o que intenciones de bestia, entre
el loco rebullir de la inquieta muchedumbre. Vaporosos y elegantes, origi-
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nales o vulgares disfraces, bajo algunos de los cuales se adivinaban, tur-
gentes, las bellas curvas femeninas<
En palcos y plateas la animación no cede a la de la sala. Muchas y
hermosas mujeres que visten disfraces, llevan el rostro al descubierto, can-
sadas ya de la inutilidad del antifaz, tras del que se reconocía fácilmente a
la enmascarada. Albas y almidonadas pecheras destacándose entre la ne-
grura de la etiqueta masculina. Todas las puertas abiertas en franca invita-
ción a la fácil camaradería del Carnaval. Alborozo en los pasillos, subir y
bajar constante en las escaleras< No hay nada quieto. Nadie reposa. Todo
se agita, bulle y vibra. Ni aun las parejas amorosas, que buscan siempre el
socaire de la penumbra celestinesca, se mostraban propicias al remanso
que, por lo demás, habrían buscado inútilmente.
***
100
tocado de la Reina Luisa de Prusia; la condesa de Martens Ferrao, Ministra
de Portugal, cabeza empolvada; Fraulein Sterttheim y Mlle. Regnau, de
damas turcas; Mme. Langenheim, con negra mantilla de «Carmen»; Mme.
Martin, de Primavera, y Miss Pley y su hermana, de hada y poetisa griega,
respectivamente. Lucían, asimismo, preciosos tocados y disfraces Mme.
Beaumarchais, Sra. de López Roberts, Mrs. White, Miss Green y Miss
MacLean; Srtas. de Malmusi y Martens Ferrao y Mme. Fumey<
El conserje gitano, a quien el propietario del Cervantes, don Manuel
Peña, había encomendado la vigilancia y limpieza del teatro, se mostraba
rendido. Según su propia expresión, ya había «perdido la cuenta» de las
veces que tuvo que «ordenar» la limpieza de la pista para liberarla de
aquellas ingentes montañas de papel que dificultaban el baile. Digo «tuvo
que ordenar» porque pensar que Campano cooperase materialmente era
ignorar hasta dónde llegaba su resistencia< para el descanso. Una escoba
produciále el mismo efecto que al gitano del cuento la vista de un azadón:
Un sol pálido y frío remontaba ya, entre nubarrones, sobre los árboles de
Villa Harris, cuando salías del Cervantes las últimas parejas de baile.
Aquel baile al que todos quisieron ser los primeros en entrar, pero del que
nadie tuvo prisa en salir. Hoy, a la vista de las caras amigas o simplemente
conocidas de los coetáneos de entonces que se distinguen en la foto de este
reportaje, avívanse la memoria y los recuerdos se destacan más vigorosos,
como si aún estuviéramos junto a ellos, conviviendo los momentos de la
época evocada hoy.
101
NOCHE DE GALA EN LA IMPERIAL
102
en La Dépêche 60, sin olvidar, por supuesto, El Eco Mauritano 61. La omisión
habría herido la irritable susceptibilidad de Agustín Lúgaro, su director. Y
no por el vil interés, porque en otra ocasión en que cierta empresa no con-
sideró oportuno otorgarle un anuncio Lúgaro hubo de publicarlo gratis,
para que nadie advirtiera lo que él consideraba una bochornosa preteri-
ción. La prensa local, digo, habíase hecho, anticipadamente, del Fausto
acontecimiento artístico. Pero ello no lo creía Campos suficiente, pues
deseaba que la nueva llegase también a otros sectores, a los que le intere-
saba atraer. Y como medio más rápido y eficaz, en los tiempos que corrían,
se valió de los buenos servicios de Samuel, porque el teléfono, aunque ya
funcionaba, carecía, según le alcanzará al lector, de la gran extensión ac-
tual. Era aquel Samuel una especie de correveidile —en la más limpia
acepción del vocablo— que las principales familias de la época utilizaban
para hacer circular verbalmente sus invitaciones en los casos de apalabra-
mientos, bodas, tefelines o bautizos< Samuel guardaba en los m{s igno-
rados rincones de su memoria prodigiosa no sólo una lista completa de
aquellas familias, pero también —y ello era, precisamente, lo que daba
más valor a sus servicios— la correlación de amistad existente entre unas
y otras. Bastaba, pues, hacerle saber el fasto que se quería festejar para que
nuestro peregrino avisador a domicilio supiera a quiénes debía invitar.
Además, de esta cualidad sin par, Samuelito poseía, por ende, las piernas
más ágiles de Tánger, para llevar una nueva cualquiera, y en menos
tiempo, desde el ámbito urbano del Zoco Chico hasta los confines del
Marchán, sin olvidar, claro es, la densa barriada de la Fuente Nueva. Y
como en cada casa se le obsequiaba con un chupito de «cachacha» 62, no
habrá para qué decir el estado en que Samuel cumplía sus últimos cometi-
dos.
103
Todavía me parece verle, menudo y nervioso, con su sombrero de fiel-
tro, de un color indefinible y de mayor tamaño que su cabeza; el rostro
pequeñuco y ovalado, boca grande, escondida entre la umbría de una
barba negra y bien cuidada. No hace aún muchas semanas, en una de mis
frecuentes correrías evocadoras por las antiguas callejas, hube de cru-
zarme con él. Aunque más frenada por los años, la misma movilidad de
entonces, tal vez el mismo sobrero e idéntica barbita, pero ya completa-
mente cana y descuidada< Que el tiempo, contra nuestro deseo, pasa
inexorable, y con él se va también nuestra vida.
La Imperial era un amplio salón en cuyo testero principal —el que se
enfrentaba con el escenario—, y corriéndose bastante hacia las otras dos
paredes, que con la del fondo encuadraban la sala, tenía una especie de
palco volado, bastante largo, aunque no muy ancho. Se accedía a él por
una escalera de madera, pina y angosta. A lo largo de este palquito, y ado-
sado a las paredes recubiertas con «haties», un diván viejo, de no muy
blando asiento, y ante él ocho o diez mesitas, con cabida más que sufi-
ciente para una veintena bien cumplida de clientes. No estaba el lugar re-
servado a nadie en particular, pero, como respondiendo a tácito convenio,
que la costumbre hacía ley respetadas, subían a él principalmente los ma-
trimonio y algunos conspicuos locales, entre los que no faltaban, a veces,
cónsules y diplomáticos.
En este palco, aun sin ser conspicuo ni diplomático, sólo por la
perspectiva que desde allí abarcaba, me refugié aquella noche, dispuesto a
actuar como escrupuloso cronista en el sensacional (¡ !) acontecimiento de
la presentación de las señoritas tiradoras. Me acompañaba, como casi
siempre, Adelardo Ribas, autor de unas finísimas y agudas impresiones
«Al Vuelo» que con el seudónimo de Yorick se publicaban diariamente en
El Porvenir. Era Yorick un bohemio impenitente, de espíritu bastante
complejo y poco asequible. Había caído un buen día en Tánger, nadie sabía
de dónde ni cómo —porque era reservado en extremo— y de aquí desapa-
reció también otro día, sin saberse a dónde, cuando la guerra civil espa-
ñola aventó de Tánger a tanta gente y deshizo familias y amistades que se
habrían creído inmutables< Tenía la cara muy redonda y siempre pul-
cramente afeitada, y unos ojillos vivaces e inteligentes que, al reír, se le
escondía tras los pómulos carnosos. Poco dado a confidencias, jamás nos
dijo que tenía en Madrid un hermano, dibujante notable, llamado Fede-
rico, muerto recientemente.
104
De los primeros en entrar aquella a La Imperial fueron los hermanos
Óscar y Emilio Dahl, miembros preponderantes de una gran casa comer-
cial, hundida, por avatares de la suerte, de modo casi vertical y fulmíneo.
Más tarde entra Morillo, siempre con briches y, en las piernas, las consa-
bidas vendas verdes. La pipa entre los dientes, la barba cerrada y aquellos
sus ojillos, un poco estrábicos, que le daban el aspecto pensativo y jocosa-
mente serio de un búho. Al palquito suben ahora Alejandro Saavedra y su
mujer, Luisa, esbelta y elegante «damita gris», que éste era el tono de su
diario vestir. Con ellos viene otro matrimonio, Enrique Cavilla y su bella y
menuda esposa. Cavilla era también de los que no abandonaban, ni para
dormir, los briches y las vendas. Manifestaba su regocijo a borbotones y
del mismo modo hablaba, recordando a los pavos.
Asimismo sube al palco y ocupa una de las mesas Alí Zaky, orondo y
ventripotente, en continuo juego sus manos gordezuelas, abaciales, que
acarician con frecuencia la barba grande y negra, que se le clava en punta
sobre el mullido pecho. A Alí Zaky le debe Tánger, en justicia, las prime-
ras carreteras turísticas que se construyeron. Viene envuelto en un ele-
gante y albo suljan, y le acompaña, obsequioso y melifluo, Mosés, con
aquella sonrisita siempre iniciada, nunca terminada, y la cortesía escurri-
diza que le era peculiar. Poco tiempo después consiguió de Alí Zaky —
todas las obsequiosidades se explican— que la Comisión de Higiene lo
nombrase Administrador General del Mercado de Abastos. Meses más
tarde, desapareció de Tánger, y con él se evaporó también, para siempre,
la recaudación completa de un trimestre.
Son también huéspedes, esta noche, del palquito de La Imperial, Gó-
mez Placent —director del Banco de España—, Pepe Fenellós, el de la
Transmediterránea, con sus labios apretados y su voz de ventrílocuo, y
Emilio Sanz. Sí, Emilio Sanz, que si hoy veis ventriabultado y torpón, fue
un día entusiasta deportista, inteligente y dinámico, cuyas continuas in-
tervenciones en la vida local de entonces dejaban ya adivinar la parte ac-
tiva y acertada que, al correr de los años, habría de tener en la historia po-
lítica, económica y de otros varios aspectos de la vida de Tánger.
La noche de gala en La Imperial, no podía faltar tampoco el mirífico
director del Eco Mauritano —semanario inglés redactado en español—,
Agustín Lúgaro: huesudo y estirado, muy cetrina la color, los brazos lar-
gos y delgados, que terminaban en unas manos casi negras y sarmentosas.
Buena persona y buen compañero, por lo demás, y al que los españoles
105
tendremos que agradecer siempre su colaboración decidida y tenaz. Tocá-
base aquella noche con el bombín de las grandes solemnidades. Y con
aquel alto cuello almidonado que siempre usaba y al que parecía ir aso-
mado, más bien semejaba uno de aquellos bastones antiguos que llevaban
tallada en la empuñadura una cabeza arrugada y pequeñita. No se piense
que su delgadez fuera indicio de obligadas privaciones alimenticias. Era
de una voracidad insaciable, que ni el mismo Eugenio Rendos —pongo
por comilón— pudo igualar. En cierta ocasión, ambos engulleron, como
cena, además de un pargo de colosales dimensiones, una pierna de car-
nero, tres bien cebadas gallinas —que «hasta» costaron tres pesetas— con
su buen por qué de huevos duros y almendras y su correspondiente salsa,
agotada a fuerza de pan; y, como postres, dos docenas de pasteles de la
confitería de Sales, una de plátanos, media de naranjas y cinco vasos de té
moruno, amén de una gran palangana colmada de cuernos de gacela relle-
nos de almendra< Lúgaro ganó la cena, engullendo, también, media lata
de carne de membrillo de Puente Genil, que Rendos había retirado esa
misma tarde del Correo Español, donde el mismísimo Paco, sin dejar su
puro, se la había entregado. Al día siguiente, bien de mañana 63, cuando
Rendos fue a ver a Lúgaro, creyendo hallarle bajo las angustias de un có-
lico, lo encontró sentado ante un gran tazón de café con leche, en el que
mojeteaba golosamente los restos de una gran rueda de churros. Aquellas
ruedas que costaban sus buenos tres reales y no podían acabar tres perso-
nas de buen diente.
Con el teniente Carrillo, oficial del Tábor Español, de servicio esta no-
che, entra Enrique Coronado. Aquél siempre cortés y caballeroso, incapaz
de una incorrección con nadie, cualidades que no excluían la energía, deci-
sión y valentía de que dio pruebas en varias ocasiones, cuando fue preciso
hacer frente a la gentuza que vino a refugiarse a Tánger, y que hubo que
extirpar 64. Enrique Coronado, pulcro y atildado siempre, bien peinado el
denso bigote, la fusta en una mano y en la otra el pañuelo con el que de
continuo se limpiaba el sudor.
Como concurrentes aislado, he ahí a Adolfo Parral, el dueño del Conti-
nental, grave y circunspecto en toda ocasión, un poco hermético, quizá,
63 El nombre en árabe es «kaab al-ghazal», tobillo de gacela; pero en español y otros idio-
mas el uso ha preferido «cuerno de gacela». Nota del copista.
64 Debe de referirse a refugiados de la primera guerra mundial, pero no tengo datos. Nota
del copista.
106
pero nada misógino, aunque parco en gestos y palabras, y mesurado el
ademán. Junto a él pasa Sterwin, antiguo policía del Consulado inglés;
original, aunque sin la ponderación deseada. Decirle, como cortesía, que él
fingía no comprender, «está a su disposición», era exponerse a quedarse
para siempre sin la cosa ofrecida. En cierta ocasión, al recibir de un amigo
—creo que fue Capacete— la esquela de defunción participándole la de su
mujer, Sterwin se encaró con Capacete para censurarle que si nunca lo ha-
bía invitado a ninguna fiesta en su casa, por qué ahora le pedía que to-
mase parte en una tristeza, que él se negaba a compartir< Allí estaba
Sterwin en esa noche de gala para velar —según él— por el prestigio de la
ginebra que representaba y de la que siempre repetía, a modo de burdo
eslogan, lo del color «ambarino», que en mala hora intercalé un día en un
anuncio para mi periódico. A él, pobre de imaginación, aquello de «am-
barino» parecíale siempre un verdadero hallazgo, que repetía a cada ins-
tante como máximo elogio de su ginebra.
107
En una pausa hay un revuelo femenino. Cuchicheos apresurados. En-
tra Joe Hassan —Pepito Hassan, para todas—, jovial, jaranero y simpá-
tico< Bien repleta la cartera, aunque con el contenido de aquella época
apenas tendría hoy suficiente para invitar a café con licores. ¡ Cuánto no
diera Hassan, y diéramos todos ciertamente, por volver a los tiempos de
La Imperial, el Central o el Tívoli, o incluso a los menos antiguos del Al-
hambra, de la Fuente Nueva —con el sinvergonzón del Apachinet—, o los
del Palmarium —menos canalla—, donde hoy se alza luminoso el Hotel
Minzah< Tiempos aquellos —¿eh, querido Hassan?— sin baja tensión, ni
molestias vagatónicas, y sin que nos acordáramos para nada de que en
nuestro mísero organismo existiera una maldita vesícula que, al cabo de
los años, fuera preciso extirpar<
Con Joe Hassan han entrado otros cuantos: Habib Toledano, el de la
inofensiva a ingenua megalomanía; Aaron Abensur, con sus pesadas gafas
sobre la prominente nariz, siempre mesurado y formal, aun en los mo-
mentos de mayor euforia; David Toledano, simpaticón y cordial; Messod
Bendrao, cuyas alas incipientes eran ya de águila caudal en el cielo de las
finanzas locales; Joseph Cazés, dicharachero y sagaz en sus negocios< Y
otros muchos más cuyos nombres escapan hoy a la ya cansada memoria.
Todos ellos, serios y honestos en la convivencia cotidiana, pero que sabían
divertirse, sin desbordamientos, cuando la ocasión se presentaba. A ratos
gentes de trueno, se habría dicho entonces, aunque lo que ayer nos pare-
ciera tronar fragoroso fuera hoy opaco y acompasado parcheo de modesta
y sencilla darbogha.
Entra, casi a última hora, Cheli Atalaya, Delegado del Consejo Sanita-
rio —Comité de Control de entonces—, que actuaba también como prác-
tico en nuestra bahía. Alto y corpulento, muy fornido, tenía todo el aire de
un luchador de grecorromana. Tocábase siempre con una gorra cuadrada,
de color azul marino y con visera. De vez en cuando, en un gesto muy
suyo, lo mismo en invierno que en verano, quitábase la gorra, inclinaba el
ancho busto y prensábase el sudor de la frente con un dedo, que luego sa-
cudía con fuerza. Vestía también de azul marino, y por la entreabierta
chaqueta se le veían pesadota cadena de oro. A un extremo de ésta, suje-
taba magnífico reloj, con el escudo de la Casa Imperial rusa grabado en
una de las áureas tapas. Fue un regalo que le envió el propio zar Nicolás y
que le entregara, en solemne ceremonia, el Ministro de Rusia en Tánger,
cuya Legación se hallaba instalada en lo que después llegó a ser Hotel de
108
Roma, en la calle de México. Con este reloj quiso Rusia premiar los servi-
cios de Cheli Atalaya a los buques de la escuadra moscovita cuando hicie-
ron escala en nuestra bahía, camino del desastre que les infligieron los ja-
poneses en las cercanías de Port Arthur< Al otro extremo de la cadena,
acostumbraba Cheli a llevar uno de aquellos portamonedas de espesa ma-
lla de plata donde se guardaban duros y pesetas. Aquellos duros garbosos
que el camarero solía hacer saltar sobre el mármol, recreándose en su lim-
pio son. Ni el sonido ni el valor de estos duros de entonces volverán a ale-
grarnos jamás.
Calmosamente entra poco a poco Abram Guahnish. Mira hacia uno y
otro lado, como si buscase a alguien. Al vernos viene hacia nosotros y son-
ríe con aquella su bondad y delicada cordialidad. Al hablar, en una actitud
muy suya, inclina la cabeza a un lado. Cuando sonríe, se le ilumina am-
pliamente el rostro. De su semblante, de sus ojos, de todo él emana una
infinita bondad, cuyo hondo caudal prodigó también sin medida al correr
de su juventud. No quiso el Destino, sin embargo, prolongar por mucho
tiempo el influjo benéfico de su acción. Guahnish murió mucho antes de
que llegasen a cristalizar de forma eficiente y rotunda las ansias de amor al
prójimo que lo consumían.
Cuando más caldeada estaba la atmósfera en La Imperial, he aquí que
se hace un silencio de muerte. Hay como un estremecimiento general, car-
gado de negros presagios< Es la tromba, el huracán imprevisto y furioso,
que todos intuyen a la sola presencia del joven Stimer, a quien nada ni na-
die contiene cuando el whisky se le desborda por los ojos. Yo tuve ocasión
de verlo una noche en lucha con tres soldados del Tábor al mismo tiempo.
Aun tambaleándose, disparaba sendos puñetazos irreprimibles< No, no
era cosa fácil resistir aquella feroz catapulta de sus puños, endurecidos
acaso en la herrería de su padre. Y el caso era que cuando no se hallaba
bajo las garras del demonio alcohólico era simpático, dócil y hasta —
¿quién lo dijera?— tímido: La intervención oportuna y persuasiva del te-
niente Carrillo logró que el joven Stimer se calmase y abandonara el salón,
sin otras consecuencias. Que hasta los dramatismos de entonces parece
que tenían más fácil y suave solución. De todos los pechos brotó un sus-
piro de alivio. Roque Lyons, desde una mesa lejana, donde, con las manos
apoyadas en el puño del bastón, filosofaba plácidamente, jocundo y soca-
rrón, exclamó entre dientes: «¡Dios asista a quien reciba su visita esta no-
che!».
109
Mientras tanto ha subido la estrecha y pina escalera y se ha sentado
junto a Alí Zaky don Ernesto Freyre, nuestro Cónsul y Presidente de turno
de la Comisión de Higiene. Lo acompaña Juanito Valverde, pollo jerezano,
sin otra profesión que la de niño rico, juerguista y calavera, a quien, según
se decía, sus padres habían hecho abandonar España durante una tempo-
rada, para que el tiempo borrase no sé ya qué alocadas fechorías.
Rodeado por los flamantes equipos de tiradoras, vemos al maestro
Pericet, sevillano «de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies», notable
y famoso profesor de bailes. Cuando no de famoso, por lo menos de
diestro le va quedando a Pericet sólo el compás. El alcohol acabará con las
escasas facultades que le restan. Al anochecer empieza ya a declinar y a
esfumarse su personalidad, ahogada en vino. Sus ojos se cierran cuando
habla; empieza a balbucear; manotea y hasta babea en ciertos momentos.
Incluso se le olvida acudir a aquellas lecciones especiales en La Dépêche,
cuando sus redactores —entre los que se destacaban más los funcionarios
elegantes que los periodistas— se adiestraban de madrugada, con algunas
damas bien, en las enervantes languideces del tango argentino, muy en
boga a la sazón.
Las danzarinas españolas que vienen a Tánger rinden siempre pleitesía
al maestro Pericet. Todas saben de su fama y de su arte indiscutibles. Esta
noche, acaso, para que no se le sospechase cómplice en aquel sacrilegio de
las señoritas tiradoras —para no enterarse de cómo el verdadero arte huye
de La Imperial, dando paso a la «industrialización de la mujer», el gran
Pericet se ha dado más prisa en recorrer las mesas de los amigos. Y en to-
das ellas ha brindado ampliamente por la pronta reanudación de las no-
ches artísticas, sin las mistificaciones de hoy. Cuando el espectáculo ter-
mine, de los altos y limpios ideales de Pericet no quedarán más que unas
bascas, cierta oleada persistente de hipos y un pobre remedo de trenzado
en los pies, a lo ancho de las callejas que llevan a su mísero hostal. ¡ A lo
que tiene que descender un gran artista cuando se prostituyen de tal
suerte los más puros principios del fandango, de las sevillanas o de las
bulerías!...
Siguen entrando personajes o simples tipos que dejaron un surco
indeleble en nuestra memoria o que simplemente pasaron ¡ vivos! ante
nuestros ojos. Gentes que tuvieron mayor o menor participación en la vida
local; que lucharon, que fracasaron o triunfaron; que acaso amaron o llora-
ron un desengaño< que ¡ vivieron!, en fin, como nosotros< Sus nombres
110
ya se perdieron en los viejos recovecos de la memoria. Fueron hombres
que marcharon a otros continentes, con sus ilusiones, con sus ambiciones y
anhelos, o que hicieron el viaje definitivo hacia ese mundo ignorado,
donde quizá hallaran, al fin, la serenidad y la paz por las que lucharon
vanamente en la tierra inhóspita y dura<
¡ Noches de La Imperial!... ¡ Cuántos días han pasado!... Cada uno con
su afán y su emoción; todos diferentes, caídos, uno a uno y para siempre,
en la hondura abismal del tiempo. Y con los días se fueron también la ju-
ventud, los hondos anhelos, las nobles ansias de llegar, que daban im-
pulso, calor y entusiasmo al diario vivir, y que hoy, cercano el fin, son ya
ceniza en el llar. En la suave melancolía del declinar inexorable, nos aco-
gemos a la tibia dulcedumbre hogareña, si aún tenemos hoy la ventura del
remando —lejos de las aguas turbulentas y encrespadas—, si nos queda-
ron los cuidados de una esposa amada y amante; el consuelo de unos hijos
en los que se van reflejando los sueños, avatares y esperanzas que nos
agitaron antes; el grato rebullir inconsciente de unos nietos que, a su vez,
serán espejo para sus padres. Y ante todo y sobre todo, la serenidad de
conciencia, don que no concede Dios a todos los mortales.
111
SANGRE EN LA VÍA, EN EL LLANO Y EN LOS MONTES
67 Souk Tnine-Sidi-el-Yamani es su nombre oficial ahora. Nota del copista, que vivió allí un
año entero, de niño. El-letznín significa lunes, y cada lunes se juntaba el zoco en la expla-
nada de arena que había delante de casa, junto al bosque de eucaliptos. Por fotos que veo
en internet, parece que la costumbre sigue vigente, en el mismo sitio.
112
ban en lo alto. El-Mudden se reservó la tienda de campaña donde dormían
los ingenieros, porque suponía que allí estaría el dinero buscado. Entró,
pues, en la tienda. Gortázar había oído algo extraño y se levantó apresu-
radamente, por lo que, todavía en pijama, se encontró con El-Mudden a la
entrada de su tienda. Fue una lucha sorda y trágica, que duró apenas unos
minutos. El bandido, sin pronunciar palabra, le echó una mano a la gar-
ganta y con la otra asestóle un formidable gumiazo de atrás hacia ade-
lante. El arma entróle fácilmente en las carnes y casi dejóle partido en dos.
Cometido este asesinato, El-Mudden se adentró resueltamente en la
tienda. Varela se levantaba presuroso para acudir en ayuda de su compa-
ñero. No pudo hacerlo. El sanguinario cabecilla se arrojó fieramente contra
él y, a gumiazos, también acabó con su vida. Después< ya todo fue f{cil, y
El-Mudden halló pronto el dinero que buscaba.
Mientras tanto, sus secuaces, aunque no mataron a nadie, se llevaron
de las tiendas asaltadas cuanto hallaron de provecho. Un auxiliar apelli-
dado Barranco logró salvarse escondido entre unos sacos. Desde allí, em-
pavorecido, vio cómo los hombres de El-Mudden se llevaban prisionero al
delineante Lentisco< Hasta que la descubierta militar de la mañana hizo
la exploración de rigor al día siguiente, allí quedaron los cuerpos de1 los
dos jóvenes ingenieros, cuya sangre corrió durante toda la noche y em-
papó abundantemente la tierra sobre la que más tarde había de correr, sin
el menor peligro, el ferrocarril de Tánger a Fez. Aún sigue éste pasando
sobre la sangre de los dos españoles asesinados en el Tzenín de Sid-el-Ya-
mani.
El horrendo asesinato tuvo, como es de suponer, una repercusión
extraordinaria. La emoción fue intensa, y la reprobación, general. De Bil-
bao vinieron parientes de Gortázar y de Madrid los de Varela, cuyo padre
era el jefe de la Escolta Real. Los cadáveres fueron embalsamados por el
Dr. Sievert, que, aunque no residía ya en Marruecos y se había establecido
en Málaga, hallábase a la sazón en Tánger, adonde vino con motivo del
nacimiento de mi hija Mavy, precisamente. La operación no fue fácil. Ya
llevaban los restos varios días enterrados y por la saña con que habían
sido apuñalados ambos tuvieron que ser recosidos después para mante-
nerlos enteros. Con todo, recuerdo que al subir Sievert de la fosa el cuerpo
de Gortázar, se le dobló por el hondo corte que le asestara El-Mudden, a
pesar de que ya había sido recosido antes.
113
Terminados estos tristes menesteres con los muertos, hubo que pensar
en el vivo secuestrado, el delineante Lentisco, al que El-Mudden había
puesto precio. Vino de Madrid el director de la sección española del Tán-
ger-Fez, don José Sans Soler, con aquellas sus barbas blancas, partidas, que
le daban un cierto aspecto simiesco. Sans Soler encargó las gestiones a
Fernando Rey —empleado entonces de la compañía— y a Enrique Coro-
nado, que, en unión del abogado Martínez Ercilla y otro más, lograron
convencer al guardián de Lentisco para que hiciera traición a El-Mudden
—mediante su tanto y cuanto consiguiente— y se lo trajera a Tánger. Así
lo hizo, en efecto, no sin los riesgos que es de presumir, y pronto tuvimos
la alegría de saludar aquí a Lentisco, libre ya de su penoso cautiverio.
Unas semanas de reposo, comilonas y otras demostraciones de regocijo, y
después Lentisco marchó a España, donde todavía vive, según creo 68.
El constructor de este trozo de ferrocarril fue don José Escriña, a quien
representaba en Tánger su yerno, comandante de Ingenieros señor Zorri-
lla. El nombre de Escriña era entonces bien conocido en Marruecos, prin-
cipalmente en la zona jalifiana, donde dejó patentes huellas de su inicia-
tiva y de su actividad innegables 69.
114
Eduardo Comas, representante en Larache de la Compañía Española de
Colonización y sobrino del ex ministro y embajador don Juan Pérez Caba-
llero.
Venía Comas de Larache en un auto ligero que hacía este servicio y que
era propiedad de un francés, que lo conducía siempre. Junto al francés
ocupó un sitio en el «baquet» don Luis Fuentes, el mayor de los hermanos
Fuentes, tan conocidos en Tánger. En el asiento interior venían los esposos
Comas, que sólo llevaban meses o semanas de casados. Poco antes de
Cuesta Colorada, al llegar a una curva medio escondida entre una um-
brosa arboleda —Jandaq Teffáhat (barranco de las manzanas)—, sonó un
disparo que hirió al conductor en una pierna, precisamente aquella cuyo
pide iba sobre el acelerador. La gente de El-Mudden andaba por allí a la
caza de posibles víctimas con dinero. No se sabe bien lo que ocurrió con
Luis Fuentes. Todo hace creer que, aterrorizado por el disparo, o con-
fiando en que personalmente lograría entenderse con los asaltantes, se
arrojó del coche, y allí quedo en una cuneta. Se le vio alzarse y caminar al
encuentro de los bandidos< Los asaltantes hicieron nuevos disparos con-
tra el coche. Uno de éstos alcanzó a la señora de Comas.
Mientras tanto, la preocupación del conductor era acelerar la marcha
para remontar la cuesta y salvar la curva tras la cual estaba la libertad. Por
desgracia, la pierna herida iba perdiendo fuerzas, y el hombre pidió la
ayuda de Comas, quien se alzó de su asiento y abrazándose al conductor
puso las manos en la rodilla de éste para imprimir al acelerador la fuerza
necesaria para escapar del peligro.
Desde Tánger fui yo con el Representante aquí de la Colonizadora y el
médico que había sido pedido de urgencia. En el Puente Internacional no
había entonces más que una mísera caseta con techumbre de cinc. Desde la
posición inmediata de Cuesta Colorada se llevó la cama de campaña de un
oficial. Allí quedó tendida la señora de Comas, pues no había ni que pen-
sar en que fuera trasladada a Tánger, dada la gravedad de su herida. Aún
me parece verla tendida en el improvisado lecho. Era muy joven y bella.
Tenía un rostro casi infantil, ovalado y chiquitín, de piel muy fina a la que
el terror pasado y el sufrimiento después daban un tinte pálido y mate.
Sus ojos de niña empavorecida tenían una mirada interrogante que se fi-
jaba con ansia en cada uno de los que allí estábamos, como en una interro-
gación angustiosa cuya respuesta no quisiera oír. Intentaba ella disimular
el verdadero estado de su {nimo con una sonrisa sin luz ni convicción<
115
Después de la primera cura se le administraron unas inyecciones pura-
mente reparadoras. Por el momento no sentía dolor y la fiebre aún no ha-
bía mordido sus delicadas carnes.
—Lo que más me tranquiliza —decía la infeliz, aunque sin convicción,
sólo para darle ánimos a su marido, que le tenía las manos cogidas y la
miraba ansiosamente—, lo que más me tranquiliza es que, por si me ma-
reaba en el coche, no quise desayunar siquiera. Y siempre he oído decir
que las heridas de vientre son más benignas en ayunas.
Los que ya sabíamos por el médico que su suerte estaba echada —la
peritonitis era ya irremediable— oímos la engañosa esperanza con la más
honda tristeza. Era, en realidad, doloroso y desesperante ver cómo aquella
niña, en el mismo umbral de su dicha matrimonial, se moría sin remedio.
En efecto, antes de la medianoche, después de un intenso y continuado
delirio febril que la consumió y la tuvo inquieta y agitada unas horas, pa-
reció como si se despertara por completo. Sus ojos se abrieron con una lu-
cidez extraordinaria. Pidió que la incorporasen, porque sentía hondas
náuseas, y volviéndose hacia el marido, que la sostenía amorosamente, le
preguntó con trémolos de profunda pena en la voz:
—Pero ¿es que me muero, Eduardo? ¿Es que me muero, Yayo?
Y luego, en un tono ya más opaco, agregó:
—¡ Tan pronto, Dios mío!... ¡ Tan< pronto!
Ya no hubo más. Segundos después abrió mucho más los bellos ojos,
con un espanto indecible en la mirada. Su cabeza se dobló lo mismo que
una flor tronchada y cayó pesadamente hacia atrás, para quedar sobre la
almohada entre el mar negro y sedoso de su hermosa cabellera despei-
nada<
De Luis Fuentes no se volvió a saber más. Herniado como estaba, no
pudo resistir, sin duda, la marcha a que se le obligara a través de los
montes y quebradas, huyendo de las patrullas militares alertadas. Acaso el
propio El-Mudden, furioso por haber visto escapar la presa del matrimo-
nio Comas, le descerrajara un tiro o lo tendiera de uno de aquellos gumia-
zos que eran el más triste exponente de su ferocidad.
En la vía, en la carretera y entre las cañadas; en todas partes, la sangre
española corrió abundante, como un abono vivo y caliente, para ulteriores
cosechas, en el amado y hermoso campo marroquí.
Cuanto a El-Mudden, meses después, en la tienda de campaña de
Asensio —a quien años más tarde habría de llamársele Asensio el
116
Malo 70—, se insolentó de tal forma que no hubo más remedio que dejarlo
allí tendido a balazos, terminando para siempre su vida de rebelde
sanguinario y sin entrañas 71.
70 José Asensio Torrado (1892–1961). militar que no se levantó con Franco y que desem-
peñó cargos diversos en el Ejército republicano durante la guerra civil. Se desterró a
Nueva York y allí murió. «Asensio el Bueno» era el general Asensio Cabanillas, fran-
quista de pro. Nota del copista.
71 Tiempos bárbaros, sin duda. Me gustaría haber averiguado algo más de El-Mudden,
117
118
119
UN DUELO EN EL HOTEL CAVILLA
120
jas, y las de Colaço y Alcayne, con sus hijas Lourdes o Lola, Mercedes o
Josefina< Mientras las mam{s o las hijas mayores, con algunos de los
huéspedes del hotel, se entretenían con el modesto julepe, la gente joven
se reunía en torno al piano. Para bailar, unas veces, o para rememorar,
otras, las canciones más en boga. En ciertas ocasiones, la reunión juvenil se
animaba con la presencia de algún otro pollo de los que más galleaban en-
tonces: el rollizo Garesse, entre otros —que luego casó con una Griffin—, a
más de unos cuantos alemanes de los que se hospedaban en el hotel:
Naumann, de la Legación alemana; Schiffer y el pintor austriaco Konrad
Meindel.
Era éste un artista excelente, muy ingenuo, casi infantil en su trato. Una
ligera broma, o cualquier alusión de carácter femenino, bastaban para ha-
cerlo enrojecer y desazonarlo, sin que supiera ya dónde mirar ni en qué
rincón esconderse. Sus cuadros eran también de una técnica acaso primi-
tiva, pero que en muy corto tiempo logró perfeccionar. Pero lo que más
dificultades tuvo para él, en realidad, fue el color de ese cielo tangerino
que, por efecto de la extraordinaria y, para Meindel, insólita luminosidad,
no lograba reproducir exactamente. Las casas, los árboles, los tipos, hasta
los más exóticos, hallaban en su pincel el color, la perspectiva, el movi-
miento y hasta la jugosa humanidad adecuados o exactos< En el cielo de
una marina o de un paisaje de Tánger se estrellaba siempre. Aquella orgía
de luz perturbaba su retina, hecha a los tonos más suaves del Norte; lo
dejaban inmerso en sus raudales, llevando a su cerebro un color tan inten-
samente azul, añil fuerte, que lo desesperaba. Al fin, quién lo dijera, unas
gafas de cristal ahumado diéronle la solución anhelada. Sus ojos fueron
habituándose al torrente luminoso local y, al cabo, logró ajustar el tono a
la realidad< Pero cuando ya sus pinceles habían logrado captar el secreto
del color de nuestro cielo, he aquí que se ensombreció el del mundo con la
guerra cuya chispa brotó en Sarajevo< ¡ Pobre Konrad!... También su ros-
tro de niño ingenuo y bueno, con una bondad que era serena transparen-
cia en sus ojos azules, perdió el color aquella mañana, cuando, a la hora
del almuerzo —que a él se le hizo acíbar en los labios— nos reunimos en el
comedor de Cavilla. La noticia la dio Naumann: debía partir aquella
misma tarde, con todos los alemanes, en un vapor que ya les esperaba< A
él, tan infantil, tan ingenuo y cordial, el maldito huracán de la guerra ha-
bía de arrollarlo sin piedad. Ni por sus ideas, ni por su educación o sim-
patía, tenía nada en común con los alemanes< Atropelladamente intentó
121
llevar a mi ánimo este convencimiento. No era posible salvarlo. La riada
había de llevárselo sin remedio. Y partió aquella tarde con sus pinceles y
sus cuadros, que eran su único tesoro< Logró salvarse, no obstante.
Cuando llegó la paz de nuevo, recibí una carta suya desde Viena, donde,
como otros muchos artistas y estudiantes, tuvo que acudir a los más bajos
menesteres —incluso el de barrer las calles— para encontrar el diario e
imprescindible sustento.
***
122
También sentóse unas semanas a nuestra mesa una señora inglesa de
bastante edad, que iba por las calles besando a todos los borriquillos que
encontraba al paso e insultado a los camalos 72 por lo que ella consideraba
72 El año que viene en Tánger, Ramón Buenaventura, nota 52: «Compruebo, con decible
estupor, que la palabra ‚camalo‛ no viene en el diccionario de la Real Academia Espa-
ñola. Ni en el Vocabulario andaluz de Antonio Alcalá Venceslada. Ni la casi siempre infali-
ble Enciclopedia del idioma de Martín Alonso. Los camalos eran transportistas al servicio
del Sultán y utilizaban borricos para cumplir con su asendereado cometido. Pero noso-
tros llam{bamos así a los que en España se denominaría ‚maleteros de estaciones y aero-
puertos‛.»
Mejor se explica Maurice Bendalac en su página web Tangerinos:
PALABRA DE TANGERINO
EL CAMALO Y SU ORIGEN
por Maurice Bendelac (PICHO)
Jamás pensé, cuando hace un par de años inicié esta romería por las «palabras
tangerinas», que me iba a resultar tan duro de roer el dichoso «camalo», un clásico entre
los clásicos, de la misma saga y con los mismos títulos de nobleza que podría ostentar un
«bacalito» por poner un ejemplo. Y me temo, estoy seguro, que el pato lo van a pagar Uds
de inmediato porque no voy a tener más remedio que extenderme en esta ocasión algo
más de lo habitual.
Advertí, en su momento, que no pretendía hacer obra de historiador de la lengua,
aunque fuera la tangerina, y que mi único propósito era el de sacar palabras del arcón de
los olvidos, desempolvarlas hasta cuanto pudiera y dejar que cada uno le diera, con la
ayuda de su memoria, el lustre que esta palabra se mereciera, convirtiéndola, a ser posi-
ble, en un grato recuerdo.
Descartemos de entrada la etimología de estar por casa que consistiría en decir que
nuestro «camalo», porteador, mozo o estibador portuario procede —es un decir— del
camello, lo que además me conllevaría a hacerle publicidad subliminal a una marca de
cigarrillos situada, dicho sea de paso, en los antípodas de nuestro Casa Sport nacional.
Es muy probable que la palabra que nos interesa proceda del árabe alhamel o aljamel
según una pronunciación más andaluza o castellana de la h de origen árabe, y derive del
verbo hammala que significa llevar una carga, siendo el hammal ‘el mozo de cuerda que
se alquila para llevar cargas’ (Diccionario etimológico Joan Corominas), o ‘el arriero que
dispone de bestias para transportar cosas dentro de un poblado’ (Diccionario enciclopédico
de Ramón Sopena).
No parece éste mal camino para acercarnos a nuestro personaje ¿verdad? Tampoco es
que el trecho que nos queda por recorrer sea de coser y cantar o huela a rosas, pero des-
cuiden, no tengo la más mínima intención de extraviarlos por los recovecos, en primer
lugar fonéticos, de la evolución del sonido de la h o j andaluza o castellana —que no es la
misma— (digamos para entendernos la de «jaleo» o «Sajara» hasta la k de «kilo» (que por
cierto tampoco es la misma que la de «quilo», por extraño que parezca) y luego semánti-
cos, aún más sinuosos. Les diré no obstante que la palabra transita —a no ser que pro-
ceda, los lingüistas no se ponen de acuerdo al respecto— por el turco y que adquiere dis-
123
una excesiva carga para aquellos animalitos tan pequeños. Ello no le im-
tintos significados entre ellos el de hamlat que es una prenda de lana basta y de pelo de
cabra (¿quién sabe si tiene algo que ver con el trozo de saco de yute doblado que se po-
nían nuestros camalos sobre la cabeza y las espaldas para cargar los sacos de harina o de
lo que fuera?).
La verdad es que a mí, lo que me más me cautivó desde un principio, era averiguar
en la medida de lo posible, cómo había llegado aquel vocablo hasta nosotros, los tangeri-
nos. Tras muchas pesquisas y tras haber consultado con duchos en la materia y demás
autoridades pertinentes y competentes, (Universidad de Aix en Provence entre ellas),
creo poder afirmar que el «camalo» nos llega directamente del < provenzal, y hasta
puedo confirmar que en lengua occitana y dialectos regionales —entre ellos el marsellés,
concretamente en la jerga portuaria— la palabra «camalo» siempre ha tenido el mismo
significado que para nosotros, es decir el de mozo de carga o «porte-faix» en francés. El
mismísimo Frédéric Mistral, figura cumbre de las Letras occitanas y Premio Nobel de
Literatura en 1903, en su Diccionario Tresor dóu Felibrige, ilustra la palabra con el si-
guiente ejemplo: «A d’espalo coume un camalo» para indicar que «tiene las espaldas de
un camalo». La lengua catalana, vecina de la provenzal, lo registra perfectamente, en la
forma de «camàlic», vocablo que se usa incluso hoy en día, habiendo transitado en este
caso concreto por el dialecto genovés. Por tanto, insisto, la pista italo-marsellesa me pa-
rece la más plausible, si no la más verosímil, Y si discrepan, cosa que acataré siempre y
cuando se amparen en la Conferencia de Algeciras, ¡ reconozcan al menos que «Si non è
vero è ben trovato»!
Nuestro «camalo» era el encargado de llevar en sus lomos maletas y demás bultos —
dónde fuera y cómo fuera— a cambio de una mísera propina la mayoría de las veces.
Obviamente, los «camalos» más curtidos trabajaban en el puerto pero podía haberlos en
la estación o en el aeropuerto e incluso se extendía el término a otros modos de transporte
de mercancías. Las cargas que estibaban lo «camalos» eran como para partirle el espinazo
al más pintao, pero bien es verdad que las pipas de kif aliviaban esas penas y otras<
Había que verlos, enjutos y escurridos algunos, subir y bajar sudorosos por esas escaleri-
llas, cargados como mulos, con fardos y bultos por doquier, doblados por la mitad, cru-
zándose entre ellos a una velocidad vertiginosa sin apenas rozarse, y aún esbozaban una
sonrisa —tal vez de dolor— cuando, con la vista puesta en otro cliente potencial, murmu-
raban Baraka Allah Oufik< enfund{ndose en los zaragüelles los preciosos reales obteni-
dos <
Con motivo de esta primicia semántico-informativa —un auténtico scoop que ya
hubiera querido para sí la CNN—, no quiero dejar pasar la ocasión sin entonar una loa
familiar en forma de homenaje: ¿Y no será, digo yo, a través de la CNP, la Compagnie de
Navigation Paquet , cuyos representantes en Tánger fueron durante muchos años, in-
cluso generaciones, las familias Favier y Bendelac, que los Chella, Djenné, Koutoubia y
demás Azrou y Azemmour trajeron en sus bodegas la palabrita desde Marsella? ¿Y quién
sabe si no la exportamos nosotros a continuación por medio del G’bel Dersa primero y
del Mons Calpe m{s tarde hasta< Gibraltar por medio de la Bland Line? No seré yo, a
buen seguro, quien lo ponga en tela de juicio<». Nota del copista.
124
pedía, sin embargo, montar sobre alguno de esos borriquillos para hacer
excursiones al Monte, de donde regresaba, ya casi de noche, con unas bra-
zadas de flores silvestres, cuyos nombres no sé quién le enseñaba en espa-
ñol. Acaso el mismo moro que la acompañaba como espolique. Es lo cierto
que aquellos nombres eran disparates absurdos, casi todos de una obsce-
nidad que hubiera ruborizado a un carabinero reenganchado. A nosotros
nos producían aquellas palabrotas aplicadas a las flores, más que risa, un
enorme desconcierto. La pobre señora iba repitiendo aquellos nombres,
con la mayor claridad e impavidez, para que admiráramos sus diarios
progresos lingüísticos. Por nuestra parte, no sabíamos qué decir ni a
dónde mirar, mientras ella iba repitiendo aquellos dicharachos espantosos
en el tono más sencillo del mundo, como si se tratara de una oración. Fin-
giendo que se nos caía la servilleta debajo de la mesa, nos inclinábamos a
cada instante para que ella no se diera cuenta de nuestra turbación y des-
concierto. A lo que parece, el moro que la acompañaba, o acaso un jardi-
nero zumbón y deslenguado, se vengaba de sus impertinencias sentimen-
tales con los burros, enseñándole a pronunciar concienzudamente los ter-
minachos que el truhán iba aplicando a las diversas flores.
En otra mesa, junto a la segunda ventana, sentábase con el doctor
Many —recién llegado a Tánger, creo que de Fez—, un sirio cuya vida era
para nosotros bastante misteriosa, aunque probablemente fuera, para el
pobre señor, de lo más simple. Tenía alquilada una de aquellas tiendecitas
de la calle de los Siaguin —de las que el afán modernizador apenas si ha
dejado alguna—, reducido mechinal 73 de un metro cuadrado. No había
allí mercancía alguna. Sólo unas cuantas bandejas morunas colgadas,
siempre las mismas. Nuestro hombre, con las piernas cruzadas, se sentaba
en el suelo y allí iban a visitarlo sus amigos —según unos— o sus
confidentes, al decir de los más suspicaces. Vestía siempre a la europea y
acudía puntualmente al Cavilla a las horas del yantar. En la misma mesa
que el sirio, ocupaba otro sitio un señor, ya de bastante edad, alto, con
bigote canoso. Para describirlo mejor diré, salvando el consiguiente
anacronismo, que era el vivo retrato de ese viejo actor de cine que en Las
73 Del mozár. y ár. hisp. mǧynr, y este del lat. machinālis, de la máquina, del andamio.
1. m. Agujero cuadrado que se deja en las paredes cuando se fabrica un edificio, para
meter en él un palo horizontal del andamio. Nota del copista.
2. m. coloq. Habitación o cuarto muy reducido. Real Academia Española © Todos los derechos
reservados. Nota del copista.
125
cuatro plumas hace el papel de general, y en Tres lanceros bengalíes el de
coronel 74. Ejercía el cargo de vicecónsul en la Legación de los Estados
Unidos. Ocupaba el cuarto lugar en esta mesa —no sé si casual o
intencionadamente— un serbio apellidado Dottorowich 75, que hablaba
diversos idiomas y que procuraba entablar siempre animada charla con el
vicecónsul citado. Nuestras sospechas acerca de su verdadera ocupación
se confirmaron meses más tarde, cuando, en plena guerra, apareció de
nuevo en Tánger, al servicio, sin duda, de los aliados.
Por último, en otra de las mesitas, situada en el rincón de la derecha
del comedor, ocupaban sitios, a las horas de comer, un chino de más que
mediana estatura para su raza, muy amarillo y taciturno, los ojos no muy
oblicuos en realidad y los dientes muy separados entre sí, de manera que
al comer con ellos parecía como si peinase el alimento o que los trozos de
pan y de carne se escondieran entre aquéllos, rehuyendo ser masticados.
Con el chino se sentaba un matrimonio inglés, muy serio y circunspecto,
él, muy alta y desgarbada, ella, con una cara caballuna y unos ojos grandes
de mirada mansa y gachona. Unos ojos que cuando se detenían en algo allí
quedaban pasmados, fijos y un poco húmedos. No era posible sostener la
mirada de aquellos ojos, porque no sabía uno si acariciaban o imploraban.
El francés de los puños de celuloide tuvo con el marido de esta inglesa un
curioso incidente. Ella lo invitó a tomar el té en su habitación, situada en el
primer piso. El francesito acudió puntual a la cita, pero experimentó la
natural sorpresa al ver que en la habitación sólo lo aguardaba el marido.
Quedó estupefacto y corrido cuando el inglés, muy correcta y amable-
mente, le rogó que tuviera a bien retirarse y excusar a su mujer, porque
ésta le hubo de confesar que se había enamorado del francés y no debía
volver a verlo<
—C’est formidable! —nos decía luego el galo, al referirnos la insólita
aventura.
No se vieron más, en efecto, porque el matrimonio abandonó el hotel
para ocupar una villa en el Monte. Pero, a lo que parece, no fue aquélla la
última vez que la inglesa de los ojos gachones hiciera al marido tan origi-
74 Creo que se refiere a C. Aubrey Smith, que en The Lives of a Bengal Lancer (Henry
Hathaway, 1935) hace de comandante Hamilton y en The Four Feathers (Zoltan Korda,
1939) es el general Burrughs. Mi abuelo escribía sin internet, y eso marca la diferencia.
Nota del copista.
75 Parece altamente improbable que la grafía de este apellido sea correcta. Nota del copista.
126
nales confidencias. Mas no parece claro que el comprensivo esposo aguar-
dase a ningún otro galán para informarle de los conflictos sentimentales
de su mujer. Por el contrario, parece probado que ya no volvía a su casa
hasta pasada la hora del té<
127
bebiera en la cena. Era de los que beben sin saborear el vino, sólo para em-
briagarse cuanto antes, y poco después de bebido salía el líquido de su
estómago en forma de tromba, incluso cuando ya dormía< Afortunada-
mente para él, Morante vivió poco tiempo en Tánger. Meses después, lo
suficiente para que se le conociera el vicio, se reintegró de nuevo a su des-
tino del Ministerio, en Madrid, sin que yo haya vuelto a saber de él.
***
76Mendubía era la residencia del Mendub, su sede administrativa. El Mendub era repre-
sentante del Sultán en Tánger ya en el siglo XIX, antes del Estatuto. Nota del copista.
128
intensidad. De una habitación iban a la otra. Permanecían allí unos minu-
tos y luego volvían a salir con la misma solemnidad, idéntica preocupa-
ción en el rostro y todos ellos con la chistera en la mano. Mi sorpresa cre-
ció de punto cuando vi venir de la calle a otros dos enlevitados más, tam-
bién alemanes, que se hospedaban en el hotel inmediato. Saludaron con el
empaque de rigor, al entrar, y subieron por las escaleras para perderse en
una de las habitaciones más visitadas por todos, donde, a lo que parecía,
se hallaba la clave del misterio. Pasados unos minutos, de aquella habita-
ción salieron ahora cuatro enlevitados más, para dirigirse, en solemne
procesión, en fila india y casi marcando el paso, a otra inmediata. De allí
volvieron a salir los cuatro con el mismo ceremonial que a la entrada. Sin
otra diferencia que la de que uno de ellos era portador de un estuche ne-
gro, grande como un maletín, que llevaba como una reliquia, con ambas
manos, para lo cual había dejado la chistera en una de las sillas del corre-
dor.
¿Qué podían significar tantas idas y venidas? Al fin fue mi amigo el
pintor, Konrad Meindel 77, quien nos aclaró el misterio. Acaso porque
conocía las costumbres alemanas, o bien por alguna palabra suelta que les
hubiera oído, pudo fácilmente deducir y aclarar lo sucedido: ¡ se estaba
ventilando una cuestión de honor! Entre dos de aquellos alemanes había
surgido un duelo, por no sé qué discusión habida aquella tarde en el café,
durante el aperitivo. Y, naturalmente, lo primero había sido vestirse de
levita y enchisterarse a la vez. Después, cada uno de los contrincantes se
había aislado en su respectiva habitación, con los padrinos designados. Y
comenzaron las visitas de uno a otro para discutir y concertar las condi-
ciones del lance. De ahí el trasiego de faldones negros y de chisteras que
nosotros habíamos observado estupefactos. El estuche negro era el de las
pistolas, que del otro hotel habían traído los últimos enlevitados. A cada
momento me parecía oír ya los disparos que se habrían de cambiar, para
dejar bien lavada la mancha en el honor. Acaso hubiera habido que la-
mentar un herido, quiz{ un muerto< Hice partícipe de mis temores a En-
rique Cavilla, quien ya se disponía a telefonear a Mangado para que éste, a
su vez, diera cuenta del caso a la Legación alemana< Ferrer gesticulaba y
hablaba con el francés más apresuradamente que de costumbre. Éste reía
socarronamente y decía con un gesto de suficiencia: «¡ Ah, non? Mais vous
77 Konrad Meindl ( 1844–1915 ). Pintor austriaco que residió en Marruecos. Nota del co-
pista.
129
savez<?». El chino miraba a uno y otro lado sin comprender lo que suce-
día. La noticia del duelo habíase propalado ya rápidamente por el hotel y
todos los huéspedes bullían inquietos o simplemente curiosos. Dottoro-
wich, desde un rincón del salón, bien situado, atalayaba todo sin perder
un detalle. Todos habían abandonado ya el comedor y esperaban anhe-
lantes el final de aquel trasiego. Sólo el sirio, con el vicecónsul americano,
permanecía indiferente ante su mesa. Enrique Cavilla, más tartamudo que
nunca, persistía en acudir al teléfono, a lo que se oponía, discreta, Hermi-
nia, su mujer<
Al fin, las olas menguaron su ímpetu bravío; el vendaval fue cediendo.
Renacía poco a poco la calma; se alejaba la tormenta, con lo que el cielo se
aclaraba casi tanto como aquellos otros que ya Konrad lograba reproducir
en sus cuadros. A todos los ánimos volvió la serenidad, unos momentos
alterada. Naumann, el más joven y menos autómata de los alemanes, fue
el primero en bajar, ya sin chistera ni levita. Tras de Naumann fueron ba-
jando los restantes, incluso los que momentos antes habían estado dis-
puestos a agujerearse la piel. Todos ellos pasaron de nuevo al comedor y
se situaron, de pie, ante las mesas del centro, que ocupaban de ordinario.
Hamido descorchaba una botella de coñac y lo servía en copas preparadas
sobre una bandeja moruna. Todos los germanos cogieron una copa, la le-
vantaron en alto acompasadamente, dieron un terrible taconazo que re-
tumbó como un trueno y apuraron el coñac uniformemente, arqueando de
igual modo el brazo, inclinando hacia atrás y con el mismo ángulo las
cuadradas cabezas, hasta volver a colocar, casi al mismo tiempo, las copas
sobre la dorada bandeja< Después se dieron sendos y fuertes apretones
de mano, acompañados del inevitable chocar de los tacones, y salieron del
comedor, en fila india, marcando el paso, en dirección a sus habitaciones
respectivas.
Antes de este espectacular desfile, el despierto Hamido, bajo la mirada
vigilante de Enrique Cavilla, había recogido de cada uno el vale con el que
a fin de mes habría de acreditarse la consumición.
El duelo en el Hotel Cavilla había terminado, a Dios gracias, sin otras
consecuencias que las de una cena perdida y un vale más que liquidar.
130
LA CORTE DEL FARAÓN EN EL ALCÁZAR
CINCO TIROS CONTRA UN DIPLOMÁTICO
Allá por el mes de abril de 1913 se inauguró el Teatro Alcázar. No era éste,
en realidad, y supongo que hoy será algo peor todavía, más que un barra-
cón de feria con pretensiones de cine. Y aún en lo de «cine» juega un tanto
la hipérbole. El escenario —si cabe la denominación—, a más de reducido,
no tenía ni telares en condiciones ni material adecuado para utilizarse
como tal. Lo mejor del local —y ello mirado con harta benevolencia— era
el patio de butacas. A los lados de éstas había unas separaciones rudi-
mentarias que pretendían ser plateas. Se subía a los palcos por una incó-
moda escalera de madera. Una vez arriba, en caso de incendio o de simple
alarma, el público encerrado allí, como en una ratonera, sólo podía salir
por la misma escalera utilizada para entrar y, aun así, los que se hallaran
en los primeros palcos tendrían que tirarse de cabeza a la calle si querían
salvar el pellejo, aunque no íntegramente.
Sin embargo, a nosotros nos pareció entonces que con el Alcázar había-
mos realizado un gran progreso en lo que a teatros se refiere. Hasta allí
nos habíamos conformado, entre otros, con el Romea, sobre cuyo escena-
rio actuó y conmovió a nuestro público, con su arte inteligente, nada me-
nos que aquella insigne actriz que se llamó Carmen Cobeña. El Romea es-
taba situado en el actual Paseo de Cenarro, en los mismos bajos que el dia-
rio España utilizó hasta hace unos años para sus primeros talleres. Fue
construido por Abelardo Sastre, que, aunque de nacionalidad inglesa, vi-
vió, pensó y sintió siempre en español. Y hacia España convergieron en
todo momento sus mayores y más sinceras simpatías. Era miembro muy
activo de la Cámara Española de Comercio, y el mejor establecimiento de
la época fue el instalado por él en el Zoco Chico con el nombre de Bazar
Español. Siempre con el puro entre los labios y jinete sobre un caballo
blanco y pomposo, que andaba como un caballo de circo. Uno de aquellos
caballos que anunciaba La Vanguardia de Barcelona como «caballo de co-
mandante de infantería, propio para señoras». Todos los días pasaba a
lomos de ese caballo por el Zoco Chico, y en él iba a las sesiones de la Co-
misión de Higiene, afición hípica que mantuvo casi hasta los últimos días
de su dilatada existencia. El año 1912, la Cámara Española de Comercio
acordó por unanimidad un voto de gracias por el «entusiasmo y espíritu
acendradamente español con que colabora en nuestros trabajos». Abelardo
131
Sastre fue una personalidad destacada y simpatiquísima de aquella época,
siempre dispuesto a financiar cualquier negocio, a impulsar todo lo que
tuviera car{cter español< o a rendirse ante los primeros ojos femeninos
que se cruzaran en su camino. Séame permitido tributar aquí este modesto
testimonio de reconocimiento a quien, sin ser español de nacionalidad, lo
fue siempre corazón y en todo momento se destacó en la vida local como
un español más, sin dejar por ello de guardar hacia su propia Patria los
naturales sentimientos y deberes. Estos mismos sentimientos han sido he-
redados en muy gran parte por su nieto Antón Sastre, que hoy, al frente
del semanario Cosmópolis, sigue las simpáticas huellas de su inolvidable
abuelo, como español de adopción.
***
132
dijo gozoso: «Estas chuletas
con patatitas están mejor».
***
133
taba unido al Zoco Grande por un jardín cuya puerta era frontera al Zoco
del Carbón. Allí confirmé la noticia y subí a la residencia del malhadado
Agente Diplomático, M. Chevandier de Valdrôme. Tenía éste invitados a
su mesa aquella noche a varios amigos, entre los cuales se contaba el Cón-
sul de Francia, M. Filippi, y su señora. Estaban ya todos sentados a la mesa
cuando el mayordomo se acercó discretamente a M. de Valdrôme para
decirle que el cocinero se negaba a servir la cena. El anfitrión pidió per-
miso a sus invitados y marchó a las cocinas. Allí cruzó unas palabras con
el cocinero, del que luego se dijo que estaba embriagado. Félix Guezennec,
que así se llamaba el cocinero, replicó a su patrón con bastante aspereza y
en forma un tanto destemplada. Era joven, bien plantado. Había venido de
Francia con M. de Valdrôme. Ordenó éste que vinieran dos agentes del
Consulado y lo encerrasen en el calabozo de dicho Consulado para que allí
durmiese la borrachera.
—Ah, no! Ça alors! —gritaba el cocinero cuando llegaban los agentes
pedidos, resistiéndose a seguirlos.
Se entabló una corta lucha. Cuestión de minutos. El cocinero sacó una
pistola y apuntando a M. de Valdrôme hizo contra éste cinco disparos se-
guidos. El diplomático se desplomó mortalmente herido a los pies de sus
invitados, que acudieron presurosos al escuchar las detonaciones. Sólo
pudo decir: «Il m’a tué!». Los doctores Fumey y Herzen, requeridos de
urgencia, sólo pudieron certificar la muerte del desgraciado diplomático.
Interrogado más tarde el asesino, se negó terminantemente a hacer
declaración de ninguna clase.
—Mais, alors —decía en tono exasperado el Cónsul M. Filippi—, pour
quoi l’as tu tué?
—Je ne sais pas —decía el cocinero, por toda respuesta. Después rom-
pió en sollozos como un niño y ya no habló más.
El general Humbert vino de la Zona francesa, en representación de
Liautey, para presidir la conducción del cadáver hasta el muelle, donde
habría de ser embarcado en un buque de guerra para Francia. Al acto,
además de todos los diplomáticos y demás personalidades de Tánger,
asistieron también el comandante y los oficiales del crucero español Ex-
tremadura, que se hallaba de turno de vigilancia fondeado en nuestra
bahía.
Tánger vivió unas horas de intensa emoción. La víctima era persona
muy atenta y amable. Semanas después había de ascender a Ministro ple-
134
nipotenciario. La pistola del cocinero enigmático cortó la brillante carrera
del joven diplomático que, a los pies de sus invitados, cayó acaso a la
misma hora en que Carmen Andrés, experimentada viuda de Tebas, alec-
cionaba con sus consejos a la futura mujer de Putifar.
135
LLEGA A TÁNGER EL CONDE DE ROMANONES
Corría el mes de julio de 1914, o sea un mes antes de que, como conse-
cuencia de la tragedia de Sarajevo, estallase la primera conflagración eu-
ropea contemporánea. La primera que, por su extensión, se llamó «guerra
mundial» o «gran guerra»< Poco después de las once de la mañana de un
día cálido y luminoso fondeó en nuestra bahía el buque Cosme y Jacinta,
propiedad del acaudalado minero bilbaíno señor Echevarrieta. A su bordo
venía el ilustre político español, varias veces Ministro, y ex Presidente del
Gobierno, conde de Romanones. Lo acompañaban el ex ministro de Es-
tado don Juan Pérez Caballero; los hijos del conde, Carlos y José; el sena-
dor señor Romero; y el diputado y director del Diario Universal, órgano
oficioso del Partido Liberal, don Daniel López, a quien los periodistas ma-
drileños llamaban «el perro de presa», por su tipo achaparrado y ancha faz
de chata nariz.
Tánger, engalanados los edificios españoles y muchos particulares,
recibía jubiloso al ilustre político español. En el muelle de madera, el re-
presentante diplomático de España, don Mauricio López Roberts, con todo
el personal de la Legación y los más destacados elementos de la colonia
española, amén de un gran número de curiosos. El desfile de la comitiva,
desde el muelle hasta la Legación de España, en el Zoco Chico, fue presen-
ciado por una compacta y heterogénea muchedumbre. Tras un breve des-
canso, el conde de Romanones visitó el Cuartel del Tábor número 2, en la
Alcazaba. Allí le fueron presentados los oficiales franceses de la Compañía
de Tiradores marroquíes, que habían acudido a saludarlo, por tener aque-
llas fuerzas su acuartelamiento dentro del perímetro urbano —donde hoy
está instalado el Dispensario de la Administración— y cuya vigilancia co-
rrespondía al Tábor número 2.
Terminadas sus visitas a diversas dependencias españolas —Laborato-
rio y Escuelas de Alfonso XIII, donación Casa Riera— el conde regresó a la
Legación española, donde horas más tarde fue obsequiado por el señor
López Roberts con una cena. A ésta asistieron también el Ministro de
Francia, M. Couget; el de Inglaterra, Mr Kennard; el de Alemania, barón
de Schekendorff; comandante del buque español de guerra Pelayo, en
turno de vigilancia por nuestras costas; el ex Ministro señor Pérez Caba-
llero y el personal de la Legación. Después de la cena se celebró una re-
cepción general.
136
Empezó ésta a las diez de la noche. El Zoco Chico presentaba un as-
pecto inusitado. Los cafés y sus terrazas se hallaban totalmente invadidos
por el público, ávido de presenciar el poco frecuente espectáculo. Por allí
pasaron: Sid Alí Zaky, muy orondo, como siempre, envuelta su volumi-
nosa humanidad en un albo suljan de seda. Poco después llegaba, de uni-
forme, el Comendador Parente, Ministro de Italia, con su esposa, a quienes
acompañaba, también en unión de su esposa, el de Rusia, M. Wolvodsky.
Sucesivamente, cruzaron el Zoco Chico hacia la Legación de España el co-
rresponsal del Times, Walter Harris; Lady MacLean y Mme. Martin; don
Ricardo Ruiz, don Isaac Bentata, don Ayusch Benasuli, don Mariano Jorro
y don Manuel Quero, primero y segundo jefe del Correo español; Sres.
Navarro, De Carlos, Schellens, Jácome, capitán Cases; Llorens, ingeniero
del Comité de Obras Públicas; Erdwin, y otros varios más cuyos nombres
no es posible retener.
Otro día, a primera hora de la tarde, visitó el conde, en su finca del
Monte, a don Augusto Levisón, íntimo amigo de Echevarrieta y a quien
Romanones había conocido años antes en Bilbao< Por la noche, el Minis-
tro de Francia dio también en su honor una cena que resultó muy bri-
llante.
Al día siguiente, 11 de julio, se efectuó la excursión a la posición espa-
ñola de Cuesta Colorada, ocupada para proteger los trabajos de construc-
ción de la carretera de Tánger a Larache. Poco antes de las nueve de la
mañana salió de Tánger una caravana de automóviles —todos los que
existían entonces— hasta el bosque de Sharf el-Akab. Allí, a la sombra de
los olivos centenarios, esperaban los caballos y las mulas en que los expe-
dicionarios habían de continuar la excursión, pues el terreno no permitía
entonces otro medio de locomoción. Figuraban en esta caravana, además
del Sr. Pérez Caballero con los hijos del conde, el vicecónsul de España, Sr.
Gamboa; el capitán Cases, con los oficiales Carrillo y Mandillo, del Tábor
número 2; el Jefe del Correo Español, Sr. Jorro; el corresponsal de Prensa
Asociada de Madrid, don Manuel Quero, y el de El Imparcial, don Ricardo
Ruiz; el agregado militar a nuestra Legación, capitán de Ingenieros con
Francisco Giles; los Sres. Pérez Moltó, Cenarro, Fortea; el corresponsal grá-
fico de la revista África, Pepe Blanco, el popular fotógrafo, y quien estas
líneas escribe, en calidad de redactor jefe del diario local El Porvenir.
137
138
El conde de Romanones iba a lomos de una mula que con una montura
cómoda se la había preparado. Los restantes expedicionarios excursionis-
tas, a caballo o en mula, según sus preferencias o destreza hípica. En Sharf
el-Akab esperaban el Jefe del Tábor número 1, comandante Toulat, con
varios oficiales y soldados de dicho Tábor. Rendidos que fueron los hono-
res correspondientes, el comandante Toulat se acercó al ex jefe del Go-
bierno español para ponerse a sus órdenes. La escolta del Tábor llegó
hasta el río Mharhar, límite de ambas zonas —la internacional y la espa-
139
ñola—, donde el comandante Toulat y sus oficiales se despidieron del
conde. A las 11.30 de la mañana penetramos en Zona Española. Junto al
río esperaban el teniente coronel del Regimiento de Covadonga, Sr. Beren-
guer, con el capitán Rueda —destacado arabista que, después de una bri-
llantísima actuación en Marruecos sufrió una decepción, por lo que pidió
el retiro y marchó a España— y el teniente Morales, con cincuenta solda-
dos a caballo de las fuerzas auxiliares indígenas. Antes de emprender la
ascensión a la posición de Cuesta Colorada, se dio suelta a varias palomas
mensajeras para comunicar a Tánger el feliz arribo. Una hora más tarde
llegábamos a la posición central, guarnecida por una compañía de infante-
ría, una sección de caballería, otra de artillería y otra de ingenieros, en un
total de doscientos cincuenta hombres.
Junto a las alambradas esperaban todos los oficiales y fuerzas de la
guarnición, que rindieron los homenajes de rigor. El conde recorrió luego
la posición y, desde ella, envió varios telegramas a España. Un oficial de la
posición de Seguedla, inmediata a Cuesta Colorada, subió para saludar al
conde. Llamóme la atención este oficial por los varios tics nerviosos que lo
estremecían de continuo, produciendo en mi ánimo una dolorosa impre-
sión. Acaso —pensé— fuera ello consecuencia de un desequilibrio provo-
cado por sabe Dios qué inquietudes a lo largo de las inacabables noches en
el curso de la cruenta campaña. Sobreexcitado, sin duda, por la presencia
del conde, el oficial —casi un niño— apenas si acertó a saludar a aquél,
porque al extender su mano para estrechar la que el conde le tenía sus
nervios, desatados por la impresión del momento, casi torcieron el brazo,
del hombro al codo, en un violento tic. Tuvo que realizar un enorme es-
fuerzo para sostener extendido el brazo. A partir de este momento, los an-
gustiosos tics se sucedieron con mayor frecuencia y rapidez. Primero,
contraía las orejas; después, las cejas y los ojos; a continuación, las narices
y los labios, para terminar con un movimiento brusquísimo de cabeza que
alzaba a uno y otro lado, contrayendo violentamente el cuello. Un verda-
dero tormento que inquietaba contemplar.
Desde Arcila acudió también una columna volante al mando del te-
niente coronel de las Navas, don Fernando Berenguer, hermano del ante-
rior y del general, don Dámaso, que años más tarde había de desempeñar
un papel muy importante en los vaivenes de la política española. El gene-
ral Silvestre, retenido en Larache, envió por telégrafo un mensaje de salu-
tación al conde.
140
A las dos de la tarde, después de un almuerzo servido magníficamente,
se emprendió el regreso a Tánger. Hasta el límite de la Zona nos acompa-
ñaron los mismos elementos militares que nos habían recibido. Al otro
lado del río nos esperaba de nuevo el comandante Toulat, al frente de las
fuerzas del Tábor número 1. En Sharf el-Akab se organizó de nuevo la ca-
ravana automovilística, que se dirigió a la posesión de Los Olivares, donde
Alí Zaky obsequió con un té servido a la usanza indígena y en un marco
de gran esplendor. En el automóvil de Alí Zaky, acompañado también por
el comandante Toulat, se dirigió el conde a la mencionada finca, seguido
por los restantes excursionistas. En Los Olivares esperaban el Ministro de
España, Sr. López Roberts, el Cónsul don Luis Ariño y el secretario Dupuy
de Lome, con Emilio Sanz, que habían acudido en automóvil desde Tán-
ger.
Durante la mañana del día siguiente el conde visitó al ex sultán Muley
Abdelazís, en su Palacio del Monte, y más tarde al Naíb Sid Mohammed
Tazi. A la una de la tarde se celebró en Venta Eritaña, junto al Arroyo de
los Judíos, el banquete popular ofrecido por la colonia española. Las mesas
se colocaron en forma de U, a lo ancho del jardín, y, en su base, la presi-
dencia, tras de la que campeaba un gran retrato del Rey. A la derecha de
Romanones se sentaron el Sr. López Roberts, el P. Betanzos y el segundo
comandante del Pelayo. A su izquierda estaban Pérez Caballero, el cónsul
Ariño y el capitán del Tábor número 2, don Fernando Cases.
Por triste experiencia, adquirida en mi vida periodística, tenía yo la
costumbre de asistir ya comido a todos los banquetes de carácter popular;
pero en esta ocasión, aunque no hubiera tenido tal experiencia, también
hubiese adoptado la misma precaución, porque días antes, al pasar por allí
a caballo en dirección al Monte, había visto freír el pescado que habría de
servirse dos días después, y la víspera del banquete ya estaban hechas las
paellas. Según supimos después, sólo se cocinó en el día lo que había de
servirse en la mesa presidencial. No se crea por estos detalles que el precio
del cubierto era barato, pues habíamos pagado sus buenas cinco pesetas.
El dueño del merendero quiso suplir con música y alardes patrioteros la
mala calidad y escasez del condumio. En algunos sectores, como «plato
fuerte», sirvióse una vulgar ensaladilla. Como ya empezaran a inquietarse
y revolverse algunos de los concurrentes —que no comensales—, el dueño
del merendero se situó en el centro de las mesas y gritó: «¡ Viva España!»,
a la vez que hacía señas a la banda de música local, dirigida por Cano,
141
para que interpretase un patriótico pasodoble. Se repitió esta argucia cada
vez que se iniciaba algún revuelo entre los que esperaban inútilmente el
almuerzo, por lo que no faltaron quienes exteriorizaran su protesta:
«¡ Menos música y más comida!». En suma, algo lamentabilísimo y delez-
nable, que no originó un verdadero conflicto en atención a quien ocupaba
la presidencia.
A los imaginarios postres de aquel hipotético banquete —que para to-
dos fue el tormento de Tántalo, o riguroso ayuno—, se levantó a hablar
don Ricardo Ruiz. Este discurso y el del conde fueron los dos últimos tra-
bajos taquigráficos de mi vida periodística.
«Al levantar aquí mi voz —empezó diciendo Ricardo Ruiz—, no me
atribuyo una representación que ni he solicitado ni nadie me ha conce-
dido. Todos aquí somos iguales: españoles con un solo ideal: el engrande-
cimiento de la Patria. Aquí, cuando de España se trata, nadie ajusta su
criterio al programa de una agrupación política. Aquí no somos liberales,
ni conservadores, ni republicanos, ni tradicionalistas. En Tánger, si alguien
tiene una afiliación política la encierra bajo siete llaves y sólo alardea de
un título: el de español.»
Con aquel dominio vasto y profundo que tenía de todo lo relacionado
con Marruecos, en todos sus aspectos, Ricardo Ruiz hizo un brillante bos-
quejo histórico en el que puso de relieve la españolísima labor de los Al-
meida, López de Barredo, Pascual Fernández, Nuño y Diego de Mendoza,
y otros más cuyos nombres —dijo— no los puede borrar el tiempo ni la
ingratitud de los hombres. Bubana —añadió—, Tahardarst, Cuesta Colo-
rada, Ányera, Beni Mesauar y Uadrás figuran en las crónicas como signos
de las más gloriosas gestas. Diego de Mendoza, tras de sus célebres
proezas en Flandes, luchó en 1602 en estos mismos parajes de Bubana,
donde hoy estamos, contra un enemigo fiero que hubo de ceder el campo,
vencido. Pasaron los años y los combatientes fueron sustituidos por colo-
nizadores que en el correr de los tiempos dejaron aquí huella indeleble de
su fecunda labor. Allí está el faro de Cabo Espartel, cuya creación impu-
simos los españoles y que durante muchos años ha sido la única luz que
guiara al navegante. Fuimos también los introductores de la imprenta y
los primeros en acuñar moneda para los sultanes. Iniciamos el telégrafo en
su primitiva forma de heliógrafo. Un prócer español trajo aquí el fluido
eléctrico y, antes, otro español, el teléfono, cuando apenas era conocido en
Europa el invento de Bell. Españoles fueron los primeros hospitales y es-
142
cuelas. Un médico español, el Dr. Cenarro, fue el creador de la Comisión
de Higiene, futuro municipio internacional. Por último, la mayor parte de
los edificios de Tánger fueron levantados por españoles, siendo compa-
triotas nuestros desde el arquitecto hasta el pintor, pasando por los alba-
ñiles, carpinteros y herreros.
Contestó a esta brillante exposición de valores españoles el conde de
Romanones. De su discurso recojo sólo aquella parte más real y más sin-
cera, como fiel expresión de sus sentimientos en aquel instante, que acaso
olvidara al otro día de llegar a España, con esa versatilidad tan genuina en
todos los políticos del mundo. Pero en aquel momento sí pude afirmarse
que el conde era leal consigo mismo, porque, como español al fin, tuvo
que sentir muy hondamente la emoción de aquel patriotismo sin estimu-
lantes de que diera prueba en toda ocasión la admirable y benemérita co-
lonia española de Tánger.
«En verdad —dijo el conde de Romanones—, hasta ahora no se ha he-
cho justicia a esta colonia. Es una equivocación que merece ser rectificada,
que lo será seguramente. Me admira vuestro patriotismo y crece más esta
admiración mía al comprobar ahora lo poco, lo poquísimo, que se ha he-
cho por vosotros. ¿Qué alientos, qué cariñosa solicitud, qué mínima aten-
ción recibís los españoles de Tánger? Y, a pesar de este abandono, sentís
un grande y profundo amor a la Patria.»
Terminó el conde su discurso preconizando la unión entre todos y el
acuerdo con Francia, única nación que tiene en Marruecos idénticos in-
tereses a los nuestros<
<<<<<<<<
Han pasado mucho, muchos años, casi medio siglo. Se sucedieron los go-
biernos. Murieron unos políticos, vinieron otros. Y aún me parece que
suenan en mis oídos, mientras la mano se desliza ágil sobre las cuartillas,
apoyadas en el duro sombrero de paja, para recoger en signos ya olvida-
dos las palabras del conde: «No se ha hecho justicia hasta ahora< ¿Qué
alientos, qué cariñosa solicitud< qué mínima atención?... Es una equivo-
cación que merece ser rectificada, que lo ser{ seguramente»<
143
UN DÍA DE GUERRA EN LA CIUDAD
144
En efecto, cuando llegué al Zoco Grande se me ofreció un espectáculo
inolvidable. Era día de mercado. La animación de costumbre habíase acre-
centado de modo inusitado. El Zoco Grande parecía un hervidero en la
espléndida mañana. Todas las transacciones habían quedado suspendidas,
y los moros, en pequeños corrillos, hacían animados comentarios. El Tábor
Francés, como se decía entonces, estaba desplegado, con armamento y ba-
yoneta calada, ante la Legación de Alemania, actual Mendubía. El jardín
habíase ocupado también manu militari, y a la puerta, sin su habitual son-
risa, vi al teniente Casterán y luego al capitán Panabières, que iba afanoso
de un lado para otro< ¡ Era la guerra!... La guerra, con toda su secuela de
crueldades, violencias y dolorosos éxodos. La guerra, que Alemania había
declarado a Francia y a Rusia y que el sultán de Marruecos, por su parte,
había declarado también a Alemania. En su consecuencia, la representa-
ción diplomática germana fue invitada a cesar en Tánger. Todo el prestigio
que ante los indígenas tenía Alemania, por sus alardes de fuerza y pode-
río, se vino abajo aquella mañana, cuando entre una fila de soldados, arma
al brazo, salieron los alemanes, custodiados por soldados al mano de ofi-
ciales franceses. Los súbditos de Alemania y Austria también debían salir
de Tánger. Aquéllos que estuvieran en edad militar se encaminarían a sus
respectivos países. Los restantes optaron por refugiarse en España. Se res-
petó la internacionalidad de Tánger a los efectos de que cada cual pudiera
salir de aquí libremente. El desfile de los diplomáticos alemanes por el
Zoco Grande fue algo en realidad emocionante. Entre los marroquíes,
agrupados para verlos pasar, el hecho resultó un verdadero golpe teatral
que los hizo enmudecer de emoción. El Ministro alemán, seguido de todo
el personal a sus órdenes, salió en primer término, escoltado por un pi-
quete de armas. Iba sereno pero muy pálido. Por la Cuesta de la Playa se
dirigieron todos al Terraplén y después al muelle de madera, cerrado asi-
mismo por soldados del Tábor con armas. Todo se hizo en el mayor orden
y a la vista de un público heterogéneo que silenciosamente presenció el
desfile.
***
145
sus maletas preparadas. Fischer, muy serio y con fuertes taconazos y
apretones de manos, se despedía de algunos huéspedes. El más sereno
parecía Dottorowich, el húngaro, que marchaba para España. Sus ojillos
miraban con cierta impertinente altanería, y cuidaba mucho de no apare-
cer unido al grupo de los alemanes. Sin embargo, en su sonrisa estereoti-
pada y fría, en sus movimientos felinos, todo él solapado y escurridizo,
había, en fin, algo que no inspiraba compasión ante las circunstancias, y
mucho menos simpatía. Los hechos demostraron más tarde sus verdade-
ras e inconfesables actividades al servicio del contraespionaje aliado.
A las dos de la tarde, la colonia francesa en masa, precedida por su de-
cano, Besson-Perrault, marchó en manifestación al Consulado de Francia
para despedir a los compatriotas movilizados que aquella misma tarde
deberían embarcar en el Doukala. Entre los que se marchaban figuraban
dos buenos amigos y compañeros a los que me unía especial amistad. Eran
éstos M. Rabanit, representante de la agencia Havas, y M. Aubin, corres-
ponsal de otra agencia anglo-francesa. El primero no volvió más a Tánger.
La guerra dio cuenta de él, en plena juventud y lozanía. A Aubin tampoco
volví a verlo más, pero supe que vivía. Vivía, sí, pero sumido en las trági-
cas y dolorosas tinieblas de una ceguera provocada por la explosión de un
proyectil. En una carta que le escribiera una mano piadosa me daba cuenta
de su tragedia, para que la comunicase aquí a alguien que aguardaba sus
noticias presar de mortal angustia<
En el muelle de madera se sucedieron muy dolorosas escenas. Madres,
esposas, hijos o hermanos se abrazaban a los que partían con los ojos
inundados por el llanto. No sé de nada que entristezca y sobrecoja tanto
mi ánimo como unos bellos ojos de mujer abrillantados por la humedad
de unas l{grimas< ¡ Cuánta amargura en la mirada!... ¡ Qué honda me-
lancolía en los semblantes femeninos!... Y cuando las lanchas se iban ale-
jando del muelle, ¡ qué ansia más intensa en los ojos! ¡ Qué avidez en la
mirada, como si las pupilas quisieran retener para siempre, en la hondura
del espíritu, los amados rasgos del que se iba quizá para siempre!... Partir
es morir un poco 79, sí; pero quedar, inmersa el alma en angustiosa incerti-
146
dumbre, no será morir, ciertamente, pero es vivir en la agonía de un pro-
fundo desconsuelo. O, como dijo el poeta: «qué triste es llorar sin ojos /
que contesten nuestras lágrimas 80 ».
***
A mi regreso del muelle, paso por el Zoco Chico para recoger las últimas
impresiones de nuestro «salón de actos». Todo es allí plena y trepidante
ebullición. Han llegado ya algunas noticias concretas. Jaurès, el líder so-
cialista, cayó asesinado en las calles de París. La movilización francesa re-
percute de modo alarmante en la Bolsa. Viviani, el Ministro de la Guerra,
ha visitado de madrugada al presidente Poincaré. Serbios y austriacos li-
bran sus primeros combates. La sangre corre ya sobre la tierra. En un café
del Zoco Chico entablan viva discusión un ruso y un francés, que acaban
golpeándose. Hay que separarlos y encalmar sus ardores con la observa-
ción de que sus respectivos países lucharán aliados. En todas los cafés hay
la misma tensión. En las mesas surgen discusiones y comentarios. En otras
Hay una canción de Toti, interpretada, entre muchos otros, por Plácido Domingo,
que hizo famoso este poema de este oscuro autor francés de principios del siglo XX. Nota
del copista.
80 Juan Ramón Jiménez:
147
cuchichean y miran hacia el Correo Alemán, en el que Villarem —director
del Correo Francés—, entre las bayonetas del Tábor, abre cajones, revuelve
papeles y regala a los filatelistas pliegos enteros de sellos alemanes con la
sobrecarga tangerina. Hay rumores para todos los gustos. Los que se dicen
bien enterados traen a las reuniones las «últimas noticias»; noticias «ofi-
ciales», por supuesto, pero que nadie habrá de confirmar después. Cada
cual fantasea a su antojo y la atmósfera se caldea por instantes. No falta
quien susurre, por último, que de madrugada habrá un desembarco de
tropas inglesas, llegadas de Gibraltar.
Vuelvo a la redacción para acelerar la salida del periódico. Un grupo
de impacientes, españoles y extranjeros, ha invadido nuestro local: todos
están ansiosos por conocer las últimas noticias. Con gran trabajo consigo
abrirme paso y reanudar mis tareas. Nuestras dos linotipias —las primeras
que se instalaron en Tánger—, servidas por dos lindas señoritas —María y
Chana Gumpert—, trabajan a pleno rendimiento. A nuestro servicio tele-
gráfico del día se unen diversos comunicados de las Legaciones locales.
Inglaterra desmiente que haya movilización «aún», con lo que parece dar a
entender que la hará también. Italia y España declaran su neutralidad. Ru-
sia termina su movilización. El Rey de España ha regresado de San Sebas-
ti{n a Madrid< Las noticias llegan en tropel, como caballos salvajes, en-
hiestas las crines y los belfos entreabiertos por un relincho lastimero o de
p{nico<
Al fin sale el periódico a la calle, tras una ingente labor de selección y
acoplamiento que ha pesado íntegra sobre mí. En la misma Fuente Nueva,
junto a El Porvenir, los vendedores encuentran el primer grupo de asalto,
que no los deja avanzar. La lucha es encarnizada, feroz. Los muchachos se
niegan a vender en tales condiciones, porque apenas alargan un ejemplar
cien manos se tienden hacia él y lo desgarran. Cada vendedor procura li-
brar como puede aquel asalto, y quienes lo consiguen huyen hacia el Zoco
Chico por las callejas inmediatas, con el mazo de periódicos fuertemente
sujeto bajo el brazo. En el Zoco Chico se repite la escena y crece la confu-
sión. Intervienen unos policías del Consulado español y al cabo se logra
regularizar la venta en la acera del Correo alemán, entre soldados del Tá-
bor que consiguen imponer orden y establecer un turno para la venta. La
calma renace al fin y cada cual de los que ha conseguido un ejemplar del
periódico busca un sitio iluminado en el que leer tranquilamente la infor-
mación del accidentado día.
148
Hemos vivido en Tánger nuestro primer día de guerra.
***
Pasaron los días, que se hicieron meses, y éstos sumaron años. La guerra
se fue haciendo crónica y con ello fuimos encajando en la anormal norma-
lidad de las circunstancias. El precio de las subsistencias dio un enorme
salto a las nubes. España —la historia se repite una vez más— acudió a
remediar el peligro, autorizando la exportación de víveres para Tánger. La
vida local entró así en un cauce de regularidad que nos hizo gozar de una
abundancia de artículos de primera necesidad como no tenían en otras
muchas partes.
En el aspecto periodístico, La Dépêche y Le Journal, sin personal sufi-
ciente por haber sido movilizado en su mayor parte, y ante el temor de no
encontrar papel, redujeron sus hojas a la mínima expresión. Sólo El Porve-
nir pudo seguir su marcha de siempre, y era su información la más ex-
tensa, y de una objetividad que yo cuidaba celosamente. Sin embargo< ni
los aliados estaban contentos de nuestra labor ni, de haber existido alema-
nes en Tánger, habríanse mostrado tampoco satisfechos. De nada servía
que destacásemos en grandes titulares una victoria aliada, que dejaba a los
alemanes casi sin ejército ni material, si en otro lugar del mismo número
teníamos que dar cuenta de la entrada de los germanos en Lieja. Unos y
otros nos habrían deseado a su entero y exclusivo servicio. Por mi parte,
puedo asegurar que puse en mi labor la mayor y más sincera ecuanimidad
y que si alguna vez pude dejarme llevar por determinadas simpatías —
agregando unos ceritos a las bajas enemigas—, fueron precisamente aqué-
llos por quienes me inclinaba los que con más furia protestaban. Así es y
ser{ siempre la guerra< En ella todo es pasión y natural egoísmo. «El que
no está a nuestro lado está frente a nosotros». Y siempre serán inútiles los
razonamientos que en otro sentido se hagan.
El Zoco Chico siguió siendo —sobre todo en los primeros meses de la
guerra— venero inagotable de fantasías. Desde los que detallaban el color
de los calcetines usados por el Káiser y la postura en que dormía, hasta los
que con aires de misterio se nos acercaban para anunciarnos tremebundos
y próximos acontecimientos, los fantaseadores recorrían toda la gama del
alarmismo en sus mil diversos aspectos. Si hubiera sido posible publicar
un periódico con todo lo que se decía en el Zoco Chico, habría sido cosa de
volverse loco. El Eco del Zoco Chico —por ejemplo— habría sido un perió-
149
dico realmente extraordinario. ¡ Para qué el telégrafo ni los comunicados
radiotelegráficos de la Legación inglesa, si el Zoco Chico era un pozo sin
fin!... Menos mal que el buen sentido acabó por imponerse, o los fantasea-
dores tenían ya que luchar contra la cada vez más espesa coraza de la
costumbre. El público siguió con avidez el curso de los acontecimientos
que se desarrollaron en el continente europeo, esperando tranquilamente
las noticias que publicaban los periódicos locales, sin prestar el menor cré-
dito a las fantasías que llegaban por el cable del Zoco Chico. Un cable que
si era el más económico, también resultaba el más desacreditado ante la
realidad.
Terminaré estas evocaciones que me trasladan a una época en la que
mi juventud salía airosa de todos los esfuerzos, para decir que no sólo
veíame agobiado en El Porvenir por el exceso de telegramas sobre la gue-
rra, pero también por lo que me proporcionaban los colaboradores es-
pontáneos que, ora en prosa, ora en verso, hacían blanco al periódico de
sus trasnochadas lucubraciones. De entre estos colaboradores recuerdo
uno que todavía vive, pero cuyo nombre no hace al caso ahora. Con el tí-
tulo de «Poema a Bélgica» me remitió un buen día, que para mí fue aciago,
esto que no se borrará jamás de mi memoria y que quiero ofrecer aquí
como un regalo a los lectores:
De Bélgica la heroína
entre hombres y mujeres
hicieron escabechina
los feroces alemanes.
150
los germanos abren fosa
y arrasan ya en un tercio
los campos, que en poca cosa,
convirtieron sin remedio.
151
152
153
154
UN CONCIERTO EN EL TÍVOLI
155
En turno de vigilancia, como era convenido entonces, se hallaban anclados
en sus aguas el crucero francés Cosmao y el español Pelayo, a cierta distan-
cia uno de otro. Inesperadamente, de uno de los cañones del Cosmao partió
un disparo. El proyectil fue a caer ante la proa del Pelayo, levantando del
mar una densa columna de espumas< Hubo las naturales explicaciones
que aclararon suficientemente el suceso. El comandante del Cosmao se
apresuró a trasladarse al Pelayo, atribuyendo la ocurrido a un mero acci-
dente, sin otras consecuencias que la consiguiente alarma. El hecho, care-
cía, pues, de toda importancia, y al comandante del Pelayo bastáronle las
espontáneas explicaciones y excusas del colega francés para que todo que-
dara zanjado y aclarado. Sin embargo, la fantasía popular se desbordó un
tanto, y hubo, como es de rigor en estos casos, comentarios para todos los
justos. De ahí, pues, la curiosidad del público, aglomerado aquella tarde
en el Terraplén, mirando con cierto papanatismo hacia los dos buques an-
clados en el centro de la bahía.
La concurrencia al concierto del Tívoli fue numerosísima. Arriba, abajo
y en medio, no quedó una localidad vacía, y la simpática sala era un her-
videro. En uno de los palcos, acompañada de Elvirita Baeza y de Mme. de
Sacasse, estaba la señora de Levison, a quien determinadas y repetidas
extravagancias, nada acordes todavía con el espíritu de la época, habían
destacado singularmente, despertando la curiosidad de sus coetáneos. En
otro palco frontero, acaso elegido con premeditada intención, hallábase
también el marido de aquélla, don Augusto Levison, a quien acompañaba
su mayordomo, que le había preparado, en varias sillas, todo el arsenal de
vasos y botellas sin el que su dueño no podía permanecer por mucho
tiempo en parte alguna. De vez en cuando, y entre el chocar de vasos, en
medio de un silencio, oíase la voz destemplada y bronca del señor Levi-
son, que le decía al mayordomo: «¡ Echa m{s whisky!»< La señora, desde
el palco frontero, le lanzaba una mirada fulminadora, que él sostenía im-
p{vido y sonriente< El concertista inclinaba su melena sobre el piano y
golpeaba con furia las teclas, como si quisiera apagar el rumor que en el
público había provocado la voz del dipsómano y el chocar de los vasos y
botellas.
El éxito de Guillermito Cases fue rotundo. Del programa que el precoz
pianista ejecutó con brillantez, recuerdo, por la delicada expresión que
supo darles, la Sonata en do de Scarlatti, la Patética de Beethoven y el Motus
perpetuum de Weber. El público, entusiasmado, tributó al joven artista una
156
calurosa ovación, que Guillermo Cases escuchó de pie junto al piano, se-
riecito y formal, como un hombrecito.
A la salida del concierto, los alrededores del Tívoli ofrecían un aspecto
de lo más pintoresco. En aquella época no abundaban los cómodos medios
de transporte de la actualidad. En cambio, eran muy numerosas las fami-
lias que disponían de borriquillos para estos menesteres. A la salida del
teatro esperaban, pues, los consabidos borriquillos, amén de algunos ca-
ballos y dos o tres de aquellos coches de aspecto funerario que se destina-
ban al servicio público en las paradas. Cada cual utilizó, pues, el medio
que prefirió o que allí lo esperaba, y en abigarrada caravana desfilaron los
asistentes hacia sus respectivos lares.
Entre los varios extranjeros que acudieron a este concierto —solaz del
espíritu que se no se nos ofrecía todos los días—, recuerdo al periodista
francés Robert Raynaud, que por aquellos días había venido a Tánger para
hacerse cargo de la dirección de la Dépêche Marocaine. Había ocupado un
palco cercano al que yo ocupaba con Ricardo Ruiz y Alfonso Cerdeira, a
quienes se reconoce fácilmente en la foto que ilustra estas impresiones.
El Tívoli continuó con más o menos brillantez su vida teatral, alternada
con cine. Era un local simpático que, por lo general, se veían casi siempre
favorecido por el público. Poco antes de terminar la guerra, en octubre de
1917, lo tomó en arrendamiento una sociedad francesa, para dedicarlo ex-
clusivamente a cine. Se hicieron en él grandes reformas, quedando muy
mejoradas sus localidades y la distribución de la sala. En lo sucesivo hubo
de llamarse La Bombonera, con el deseo, por parte de la nueva empresa,
de dar al local un aspecto elegante y coquetón. Días antes de la inaugura-
ción, anunciada para el 18 del citado mes, mientras se realizaban las prue-
bas del nuevo aparato de proyecciones, se incendió una de las películas. El
operador la arrojó fuera de la cabina< En pocos minutos las llamas pren-
dieron en el viejo maderamen y el incendio se extendió vorazmente a todo
el edificio. Por fortuna, no soplaba viento aquella noche, y ello evitó una
catástrofe, pues el Tívoli estaba enclavado entre un apretado haz de casas
de vecinos, y un poco más arriba la Fábrica de Electricidad, en la que ha-
bía almacenado mucho combustible. Fuerzas del Tábor Francés y de las
Tropas Auxiliares de Tiradores, que se alojaban donde hoy está el dispen-
sario de la Administración, trabajaron con gran denuedo durante varias
horas. A ellos se unieron todos los obreros de la Fábrica de Electricidad y
el personal de las ambulancias de la Cruz Roja Española, que, como siem-
157
pre, se comportó con admirable abnegación. El fuego duró hasta después
de la media noche, en que pudo ser localizado. Del Tívoli sólo quedó en
pie el armazón de la fechada. Todo Tánger desfiló al otro día para con-
templar las ruinas del simpático teatrillo. El Destino se opuso a que el
cambio de nombre fuese una realidad. Con el de Tívoli nació y con él qui-
sieron las llamas iluminar su muerte.
En sus ruinas se instaló un cafelito moruno que, modernizado hoy con
una vistosa pérgola, continúa todavía. Desde allí, los parroquianos abar-
can lo poco que la codicia de los hombres o la despreocupación oficial van
dejando de lo que un día fue bello panorama de nuestra bahía.
158
DEPORTES Y RECREOS
159
En una tienda de campaña se instalaba el buffet, bien provisto de refres-
cos, sándwiches y bebidas de todas clases. Además del Cuerpo Diplomá-
tico, asistían también las restantes autoridades locales. Se merendaba con
buen apetito y se formaban animados corrillos comentando las incidencias
del juego. Las reuniones duraban hasta que empezaba a anochecer, a cuya
hora se iniciaba el regreso a la ciudad. Cada cual utilizaba los medios de
transporte de la época: el caballo, la mula o el simple borriquillo, las seño-
ras.
La muerte de algunos de los socios, la marcha de los diplomáticos más
interesados en la vida del club, la evolución natural de los gustos, aparte
otras circunstancias de ambiente, hicieron languidecer la afición a este de-
porte, y el club de cricket del Marchán desapareció.
Por aquella misma época, uno de los círculos recreativos que más bu-
llía era el Casino de Tánger, instalado a la sazón donde hoy se halla el
Grand Paris, por la parte que da a los Siaguin. Su festejo de mayor bri-
llantez era el baile que celebraba el Domingo de Piñata, con el que soñaba
la juventud de entonces. Su principal animador era Montegrifo, pariente
de Abelardo Sastre, que no faltaba nunca en danzas de esta clase. Este
baile, por lo concurrido, por su esplendor y porque en él se congregaba el
todo Tánger de entonces, era uno de los acontecimientos más destacados
de la época.
Con todo, la distracción favorita de los tangerinos, el deporte por exce-
lencia, el que más público reunía y mayor distracción proporcionaba, era
el hípico. Las carreras de caballos tuvieron en nuestra ciudad días de ver-
dadero esplendor. El Club Hípico ejercía una influencia decisiva en el
marco de las distracciones locales. Entre los directivos que más se destaca-
ban figuraron el dinámico Ansaldo, don Eugenio Chapory, el doctor Mo-
bily Güitta, don Eugenio Rendos, don Isaac Abensur, don Adolfo Parral y
otros.
Las carreras se celebraban en los terrenos de Bubana, donde hoy se ha-
lla el Country Club. Los días de carreras, a primera hora de la mañana, el
doctor Güitta y Ansaldo se trasladaban a Bubana para dirigir la colocación
de los postes de determinaban la pista del hipódromo, la situación de las
tribunas, las tiendas de campaña donde habían de ser pesados los jinetes;
los lugares para las apuestas y todos los demás pormenores inherentes a la
fiesta. Por su parte, el Hotel Continental levantaba una gran tienda de
campaña donde servíanse los almuerzos, tés, refrescos, cervezas, licores,
160
etc., sin que faltasen tampoco numerosos puestos de carácter popular, que
se instalaban a lo largo de la pista donde se aglomeraba la parte del pú-
blico que no acudía a las tribunas.
El público llegaba desde bien temprano. Familias enteras se traslada-
ban a Bubana y allí almorzaban en la tienda del Continental o se repartían
en varios grupos para rusticar, consumiendo la merienda que habían lle-
vado. Otros iban después de mediodía. Y por las pistas o senderos que
hasta allí conducían eran interminable y muy pintoresca la caravana de
señoras y señoritas a lomos de borriquillos, con sus clásicas jamugas de
cuero, o bien a caballo, vestidas de amazona. Entre éstas no faltaban casi
nunca la señora de Levison, las señoritas de Gentile —hijas del Primer Se-
cretario de la Legación italiana— y la gentil Luz Ojeda, hija del Ministro
de España, don Emilio de Ojeda, además de algunas otras muchachas que
figuraban entre la buena sociedad de la época.
Los caballos que tomaban parte en estas carreras procedían de las cua-
dras de Casés, de Gibraltar, y de Jerez de la Frontera. Don Eugenio Rendos
era dueño de un magnífico caballo que se llamaba César. También figu-
raba entre los buenos corceles el del doctor Güitta, que él mismo montaba
cuando se trataba de carreras cortas. Los yoqueis venían de Gibraltar. En-
tre ellos había uno muy popular, apellidado Benrimoj, profesor de equita-
ción, que tenía una cuadra de caballos de alquiler. De Algeciras, de Gi-
braltar y de Ceuta venían otras muchas personas que se interesaban por
estas carreras, que llegaron a adquirir cierto renombre en el ámbito del
Estrecho.
Otras veces, las carreras se celebraban en la playa, utilizándose como
tribuna la hermosa terraza del Hotel New York, de Anselmo, que más
tarde se denominó Hotel Cecil, nombre por el que sigue conociéndose en
nuestros días, aunque ya sin terraza. La pista arrancaba del comienzo del
Terraplén —hoy Avenida de España— y —siempre por la playa— llegaba
hasta las inmediaciones de Villa Harris. Además de las carreras de caba-
llos, se celebraban también otras de sulkies 81, que despertaban un gran
entusiasmo y daban mucha movilidad a las apuestas.
161
Por ser más asequible la playa que Bubana, la afluencia de público era
mucho mayor, con lo que las apuestas alcanzaban cifras que a la sazón
eran tenidas por fabulosas. Pero, en general, la masa acudía allí atraída
por un espectáculo que le servía de distracción durante unas horas, sin
ocasionarle grandes dispendios ni desplazamientos.
Paulatinamente fueron decayendo las carreras de caballos. Hoy, salvo
algún concurso hípico internacional, celebrado muy de tarde en tarde, no
es fácil que en Tánger vuelva el público a solazarse con manifestaciones
deportivas de esta naturaleza. El fútbol lo absorbe todo.
La ciudad ha ido evolucionando, ensanchándose y modificando su
perímetro urbano. Las costumbres han cambiado también, porque otros
son, asimismo, los afanes< No lloramos el pasado como algo insustitui-
ble, porque no somos de los que se aferran tercamente a lo sedentario.
Amamos la acción y odiamos todo cuanto signifique estancamiento. Nos
limitamos, sí, a añorar, no un pasado mejor, sino acaso lo que de nosotros
se fue con él: la juventud, que ya no ha de volver y que era, a la postre, lo
que en realidad daba encanto, luz y alegría el vivir de entonces. Si éste
volviera solo, sin la mocedad que lo iluminaba, ¿tendría el mismo poder
de seducción que hoy nos hace suspirar nostálgicos?
cuyos pies se apoyan sobre dos pequeñas escuadras que van fijas a las varas.» (Wikipe-
dia.) Nota del copista.
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164
165
LA TERCERA ESTRELLA
Para Fred Noan, con admiración y afecto 82.
82 Fred Noan era el nombre literario de Fernando Sebasti{n de Erice y O’Shea, diplom{-
tico español que trabajó muchos años por Tánger. Sus hijos Fernando y Eduardo fueron
amigos míos, aunque no directos, sino por mediación de Juan Antonio y Javier Rodrigo
Gómez. El hermano pequeño se llamaba Víctor, pero nunca he llegado a averiguar si era
el mismo que luego se haría famoso con dos o tres obras maestras del cine. Nota del co-
pista.
166
tro. Detuvo su caballería frente a las nuestras y, con un tono de voz entre
zumbón y protector, exclamó jubiloso:
—¡ Salama, sidis!
Yo le contesté como pude. Me sentía azorado y perplejo ante aquel tipo
desconcertante, cuyas piernecitas apenas si alcanzaban a ceñirse en torno
al mísero vientre de la espiritada caballería.
Acababa de conocer a Inocente Pereira, que, como pude comprobar
más tarde, al correr de los años, además de abogado, ejercía en Tánger la
profesión de español.
Volví a verle en varias ocasiones más. Su hermano Adolfo, excelente
persona, sencillo y afable, se me hizo con el tiempo muy simpático, y lle-
gamos a intimar bastante. Era Adolfo lo que se llamaba un buenazo.
Cuando se enfadaba —cuando él creía que se enfadaba—, el colmo de su
iracundia quedaba condensado en esta exclamación que en sus labios re-
sultaba pueril, de puro inocente, a pesar del aire feroz que él intentaba
imprimirle: «¡ Diablo, diablo!».
Para cuantos lo tratábamos con frecuencia, no tenía Adolfo más que un
defecto: la desmedida y ciega admiración que sentía por su hermano.
«Este Inocente —solía decir, cada vez que aquél incurría en alguna de sus
frecuentes fantochadas—, este hermano mío sería un grande hombre en
otro ambiente. ¡ Tiene mucha personalidad!». Y es que el bonísimo Adolfo,
en su arrobo fraternal, confundía lamentablemente la personalidad con la
pedantería.
Volví a verle, como digo. Adolfo me llevó a su casa un día. Vivía el
jurisconsulto —como él se titulaba— frente al Terraplén —hoy Avenida de
España—, en las casas que llamaban «de Juanito el Malagueño». Tenía allí
su vivienda de solterón y su bufete.
—¡ Salama, sidi! —me saludó, haciéndome entrar. Ni hablaba ni enten-
día el árabe. Todos sus conocimientos del idioma esbozado quedaban
comprendidos en esas dos palabras, que repetía a todo el mundo en guisa
de jovial saludo.
83‘arranarse. (De rana). 1. prnl. Cantb. Caer abriéndose de piernas. 2. prnl. Sal. Sentarse
en el suelo con las piernas entrecruzadas, ponerse en cuclillas’. Real Academia Española ©
Todos los derechos reservados.
Da la impresión de que mi abuelo entiende «arranado» en el sentido de ‘parecido a
una rana’, ‘que hace pensar en una rana’. Como —cambiando de bicho— cuando decimos
que alguien tiene cara de sapo. Nota del copista.
167
Tras de la mesa de su despacho —una mesa con muchos apartadijos y
un sinfín de adminículos inútiles—, presidiéndolo todo, un gran cuadro al
óleo en el que destacábase la figura de un teniente de Carabineros: bigotes
bien enhiestos y una perilla muy en punta y bastante casa. Estaba de per-
fil, y en la bocamanga del uniforme se veían unos galones y, sobre ellos,
dos estrellas. A un lado de la mesa, y en el centro de la pared, un cuadro
con el título universitario, sobre terciopelo negro, orlado por un galón do-
rado, de dos dedos de ancho, que daba la sensación de un adorno funera-
rio. Acá y allá, a lo largo de las paredes encaladas, varios cuadritos de
forma rectangular en los que, escritas a mano y entre un verdadero bosque
de rasgos que se enroscaban a las letras, sendas sentencias que por su
texto no dejaban lugar a dudas acerca del meollo en que se habían cocido
y aun recocido: «La Justicia es el sol de las conciencias< El Abogado es tu
confesor: ni le mientas ni lo engañes< Recuerda que el armiño prefiere la
esclavitud a la m{cula»< Mientras yo leía, se acercó su hermano Adolfo.
—Todo «esto» —me dijo— lo ha escrito Inocente, ¿sabes?
—¡ Diablo, diablo! —le habría contestado; pero me limité a dedicarle
una inefable sonrisa.
***
84 A finales de los cuarenta alguien seguía utilizándola: fray Buenaventura Díaz de Vito-
ria, franciscano, cuasi párroco de la cuasi parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en
Tánger. En el revuelto escritorio de su revuelta celda del convento, era yo el encargado de
secar sus escritos con arenilla, recoger ésta y volver a esparcirla en el siguiente folio de
168
cupiese alguna duda geográfica, más abajo, y entre paréntesis: «Marrue-
cos».
He aquí ahora el texto de aquel documento sin par que, por fortuna, he
conservado, envuelto aún en el mismo papel de color verde en que me fue
remitido, hace ya cerca de medio siglo. Como podrá apreciarse, tenía Pe-
reira del uso de las mayúsculas el mismo concepto alegre y arbitrario de
los anunciantes americanos.
«Inocente Pereira. Doctor en Derecho, Jurisconsulto del Ilustre Colegio
de Sevilla (Andalucía–España), con Ejercicio ante el Muy Digno y Respe-
table Tribunal del Consulado de España en Tánger
B. L. M 85.
a su dilecto Amigo, don Alberto España, y tiene Mucho Gusto en invitarle,
para el día 27 del actual, a las Siete en Punto de la tarde, a la Ceremonia
Íntima y Familiar que se ha de celebrar en su Domicilio Bufete (Casas del
Malagueño – Playa) con motivo de la colocación de la Tercera Estrella a su
Querido Padre el Teniente–Capitán del Real Cuerpo de Carabineros de
España, D. Fulgencio Pereira de la Pomera, que en Gloria está».
Y en el anonadamiento y perplejidad que me produjo la tal invitación,
me imaginé al bizarro don Fulgencio, de uniforme de Carabineros, allá en
la Gloria, sentado a la siniestra de Dios Padre. A la siniestra, porque la
diestra ya estaba ocupada de antiguo, según el Credo católico. Y a sus
pies, entre una jungla de mayúsculas, el producto de algunos de los alijos
aprehendidos en su vida terrenal. Todo ello envuelto en una tenue gasa, a
modo de vaho celestial.
En su día acudimos los afortunados invitados a la sin par ceremonia.
Antes de entrar, Adolfo no había anticipado la génesis de aquel acto. El
retrato había sido pintado cuando el padre era teniente. Murió de capitán,
porque se había acogido a un decreto especial en su retiro< Inocente, con
sus ideas «gozne» —como decía, encomiástico, el bueno de su hermano—,
concibió ésta de honrar la memoria del muerto con la tercera estrella que
le faltaba al óleo.
En mi ya larga vida periodística, matizada toda ella de infinitas
ceremonias de todas clases, no he asistido jamás a ninguna otra, no ya
igual, pero ni siquiera parecida< Tras un discurso, de cuyo texto no
algo muy parecido al papel de barba. El abú Ventura era tío materno de mi padre. Murió
en 1950. Nota del copista.
85 «Besa las manos», supongo. Nota del copista.
169
quiero acordarme, pero que mis lectores supondrán inmerso en un océano
de tópicos, que de sus labios fluían como las mayúsculas en sus escritos,
Inocente Pereira se acercó solemne a aquella reliquia del Real Cuerpo de
Carabineros, inmortalizada por un pincel anónimo. Sobre una bandeja
moruna y como desvalido náufrago flotando entre las olas formadas por
los brillantes pliegues de un trozo de terciopelo negro, llevaba el amante
hijo la famosa tercera estrella. Era ésta de metal y tenía detrás un saliente
que, clavado en la manga del uniforme, había de sujetarla con un imper-
dible a la tela del cuadro, para formar con las otras dos del retrato el trián-
gulo jerárquico de la familiar ofrenda.
Ya en su sitio la estrella, Adolfo inició el aplauso, como indicándonos el
final de la conmovedora ceremonia. Todos lo secundamos al instante, no
sé si emocionados o aliviados por este final. Inocente, de pie ante la pictó-
rica reliquia, escuchó el aplauso con la cabeza inclinada ceremoniosa-
mente. Inclinada quizá no tanto por la solemnidad del acto como por el
peso del gomín que, a puñados, servía de terso apresto a sus largos cabe-
llos. Aquellos cabellos procedían de los sitios más absurdos de su cabeza y
eran luego distribuidos en forzadas curvaturas, con arreglo a los más
científicos principios geométricos, para así ocultar, o intentarlo al memos,
en una red pringosa, la ya incontenible calvicie del doctor jurisconsulto.
Después de la ceremonia fuimos metódicamente obsequiados. Sendos
platitos de cristal, con sendas copitas de jerez —ya servidas de ante-
mano— y sendos pastelitos —uno por cabeza— de la confitería de Pepe
Sales, se repartieron entre los invitados. Cuando salimos del Domicilio–
Bufete era ya de noche. La marea creciente empujaba el agua contra el
acantilado del terraplén. Algunas olas saltaban por sobre la verja, para
deshacerse en espumas contra los muros del Hotel Cecil. Arriba, en cielo
encalmado, en la azul serenidad del espacio, rasgando débilmente el tenue
manto de la noche primaveral, algunas estrellas repetían su eterno parpa-
deo< Misteriosas y alborozadas señales, hosannas y aleluyas entonados
en las alturas para loar a la tercera estrella que acababa de nacer aquella
tarde<
170
EL «PALOMAR» DE MANGADO
171
edificio de la Compagnie Algérienne—, y a ella se subía por unos toscos
escalones de piedra, que aún subsisten. El salón (¿?) único de esta Central medía,
escasamente, dos metros cuadrados. En uno de los testeros de aquel palomar
estaba el cuadro de distribución, al exclusivo cuidado del buen navarro. Y
aunque cada abonado tenía su número, éste sólo figuraba en las listas que poseía
la Central. No existía, por ende, más anuario o guía telefónica que la buena
memoria y el afán inquebrantable de servir de Andrés Mangado. Bastaba decir a
éste el nombre de la persona con quien se quería comunicar para que al punto
tuviera la respuesta al otro extremo del hilo< «Con don Fulano o con la oficina
o el Banco Tal». (Aún no habíamos sufrido la epidemia bancaria de hoy.) Y
algunos hasta se permitían estrujar un poco más el limón mnemotécnico de
Mangado, para decirle: «Mira, Mangano, no sé el nombre, pero es muy sencillo
(¡ !): vive dos casas m{s all{ de Zutano»< Otras veces, la solicitud de Mangado
llegaba a un límite en que la amabilidad es flor que ya no perfuma con la
fragancia de antes las relaciones sociales, ni siquiera por convencionalismo. De
pronto sonaba el timbre de vuestro teléfono y oíais la voz de Mangado que
decía: «Como son más de las siete, lo pongo con su padre. Hoy se ha retrasado
usted»< A veces, la advertencia era vuestra: «Mangado, tengo a mi chico
enfermo; le ruego que me atienda en seguida»< Cuando no, y a falta de
despertador, en casos de viaje o de cita mañanera, Mangado recogía muy
gustoso el encargo de avisarnos con la oportuna anticipación. En otras ocasiones,
al querer comunicar con alguien, Mangado respondía: «Está de visita en otra
casa. Le pongo allí». Mangado lo sabía todo, lo suplía y resolvía todo a cualquier
hora del día o de la noche.
De once a doce de la mañana resultaba curioso asomarse al «palomar»
telefónico. Mangado iba de un lado para otro, moviendo los brazos como
un náufrago para ir colocando arriba, abajo o en medio las correspon-
dientes clavijas.
Como es fácil suponer, llegó un momento en que la capacidad reten-
tiva de Mangado alcanzó su tope máximo. Tánger se iba desarrollando.
Los abonados crecían en número y las esperas se prolongaban cada vez
más, porque aunque Mangado poseía una memoria muy elástica, a juzgar
por lo que en ella había almacenado, en cambio no contaba más que con
dos manos y dos brazos, incesantemente en acción. Por otra parte, su re-
sistencia física iba menguando con los años. Fue preciso buscar quién lo
ayudase en la ruda y constante tarea. Primero fue su propio hijo, Rafael; y
luego dos empleados más —Tovar, si mal no recuerdo, era uno, y Ortiz, o
172
Moñino, el otro—, que alternaban sus turnos libres con la cobranza de re-
cibos. Unos años más, y empezaron las señoritas telefonistas: Antonia Al-
cántara, la primera y más despierta y amable de todas, que podo tiempo
después llegó al puesto de inspectora< Con esta reforma se impuso tam-
bién la petición del número para las comunicaciones. Y, como ocurre
siempre con estas innovaciones, algunos abonados se resistían a buscar el
número en el listín que la Central había repartido previamente. «Pero, se-
ñorita, ¿no sabe usted quién es Fulano, o cuál es el Banco que le pido?
¡ Parece mentira! ¡ Son ganas de molestar!»< Las telefonistas callaban y
aguantaban el chaparrón del abonado, pero se mantenían firmes en su
exigencia. No había otro remedio: el servicio aumentaba por días y no era
posible pedir a las nuevas empleadas que estuvieran al tanto de las rela-
ciones o costumbres de cada uno para ponerles la comunicación sin los
indispensables requisitos.
Durante varios años, aquel palomar, cruzado por centenares de hilos
metálicos, fue como el corazón de Tánger, en el que convergían y repercu-
tían todas las palpitaciones de la vida local; todos los anhelos y congojas,
las alegrías y esperanzas de la agitación cotidiana. ¿Qué importaba que, a
veces, quisierais cortar vuestras comunicaciones para solicitar otra y no
consiguieras fácilmente el intento?... Tampoco era como para indignarse
—¡ y sí que nos indignábamos!— cuando, de pronto, os dabais cuenta de
que aquél o aquélla a quienes hablabais ya hacía tiempo que no escuchaba,
porque se había cortado antes la comunicación< ¡ Qué más podía pedirse
por seis cincuenta que costaba el abono, sin otra limitación de uso que la
de nuestra propia resistencia física o la paciencia de las telefonistas!
Con el tiempo, aquellos cacharros alargados, que parecían toscos buzo-
nes, fueron cambiados por los modernos aparatos automáticos de hoy. Al
palomar de entonces ha sucedido, sin transición, el amplio y lujoso edificio
actual. A la maraña alámbrica de ayer, esta red subterránea de hoy, con
sus grupos y sus cuadros especiales< No hablemos ya ni del costo ni de la
limitación que os imponen hoy en el uso. Hablemos, sí, del buen Mangado
y de su época, de lo que con ambos se nos fue para siempre jamás, sin que
las comodidades y el lujo de hoy puedan compensarnos de todo lo que
nosotros mismos —ternuras o asperezas, alegrías o pesadumbres, prosa o
poesía, en fin— corrió a través de aquellos alambres que, saltando de
azotea en azotea, llegaban hasta el palomar, ya vacío, de nuestro inolvida-
ble Mangado.
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PERIÓDICOS Y PERIODISTAS DE AYER
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de la obra. Sin embargo, cuando, prescindiendo ya de toda suspicacia, los
dos nos entregamos lealmente a la tarea, el resultado fue aquel espléndido
álbum, tirado en magnífico papel y con gran número de grabados, que se
editó en Barcelona y que alcanzó el enorme precio de venta de 3,50 pesetas
el ejemplar. La publicidad obtenida para costear esta obra llegó a la suma
de setenta mil pesetas y ciento veinte mil francos, pesetas y francos de
1918. A la satisfacción por el éxito obtenido siguió al poco tiempo el pesar
que experimenté con la marcha de este amigo y colaborador, M. Bertrand,
nombrado Cónsul de Francia en Jaffa< Todo lo cual viene a comprobar
una vez más la razón de mi vieja teoría de la conveniencia del trato para la
mutua estimación y comprensión.
Aunque no eran para tomarlas en serio, tenían cierto fondo de verdad
aquellas eutrapelias de Yorick en El Porvenir que calificaban a La Dépêche
de «señora gruesa y mal humorada, con frecuentes ataques de reuma o
dispepsia»< Realmente, a tono con la eutrapelia, los días en que los dolo-
res articulares o las irregularidades gástricas del colega ponían a la señora
en agudo trance, no había, en realidad, quién pudiera soportarla. Y como
entre sus muchas manías estaba la de creerse árbitro y señora de cuanto
abarcaban sus ojos, llegaba incluso a la impiedad de creer que «el porve-
nir» también le pertenecía. Menos mal que cuando ya la crisis se agudi-
zaba demasiado acudían a Saurin, quien, con habilidad y tacto de verda-
dero periodista, lograba poner las cosas dentro de la órbita que habían
rebasado. Yo siempre creí, en la época a que me refiero, que en La Dépêche
no había periodistas, sino consejeros que tenían demasiada prisa por ter-
minar la misión que, acaso contra su voluntad, les habían encomendado,
y, al menos choque con la realidad que entorpeciera esos deseos, perdían
el dominio de sus nervios y hacían decir a su periódico unas cosas furi-
bundas, fuera de tono y, principalmente, de ambiente. Por eso, cuando un
periodista de verdad escribía en La Dépêche —como era el caso de Saurin,
aunque no lo hiciera ciertamente por dar la razón a los de la acera de en-
frente—, lo que decía, desde su punto de vista, tenía un tono periodístico
cuyo fondo sería discutible, pero en modo alguno intransigente y menos
ofensivo. Los compañeros que hoy escriben en La Dépêche, que siguen es-
crupulosamente las normas locales de convivencia y con los que, particu-
larmente, nos hallamos en las más cordiales relaciones —aunque a veces
nos separe un abismo en la forma de enjuiciar un asunto— no pueden te-
178
ner una idea de las malas digestiones de sus antecesores. Lo peor era que
teníamos que sufrir, a la sazón, las consecuencias.
Eutrapelias aparte, fuerza es reconocer que los dos diarios defendían
puntos de vista diametralmente opuestos. Los dos pugnaban por sostener
en Tánger la hegemonía de sus respectivos países. Luchábamos por el fu-
turo de Tánger desde fronteras distintas. Pero no es menos cierto, también,
que sin renunciar a sus propias ideas o sentires, de habernos conocido
particularmente, se habrían restado a sus respectivas campañas la acome-
tividad y el áspero tono que casi siempre tenían. De haber existido una
simple razón de convivencia, yo estoy seguro de que no se habrían publi-
cado, en uno ni en otro periódico, artículos cuya violencia no añadía, en
verdad, mayor fuerza o razón a los mutuos argumentos esgrimidos a fa-
vor de la noble causa defendida. Por eso, cuando, años más tarde, caída la
muralla que se utilizaba como parapeto, Pierre André, al frente entonces
de La Dépêche, estableció el contacto de que sus antecesores no se preocu-
paron jamás, nació la Asociación Internacional de la Prensa, en cuyo se
engendró el mutuo conocimiento. De éste surgió, espontánea y sincera, la
estimación, que hizo más cordiales y, por ende, menos tensas las relacio-
nes entre periódicos y periodistas. Como detalle curioso a este respecto,
consignaré el hecho de que todavía subsiste, en la actual calle de Correos,
el letrero en español y francés que se puso en la esquina del edificio —
ocupado entonces por el Casino de Tánger— donde instalamos el primer
local de la Asociación. Ni el tiempo transcurrido ni la acción destructora
de las lluvias han logrado borrar ese letrero. Allí permanece ese testimonio
de nuestro paso que, a la vez, resulta una prueba evidente de la mejor ca-
lidad de los materiales que entonces se empleaban en tales menesteres.
Era natural, como queda dicho, que, siendo antagónicos los intereses
defendidos entonces por ambos, La Dépêche y El Porvenir mantuvieran
continuas discusiones, en las que cada pluma hacía gala de buidas ironías.
Alguna que otra vez intervenía en el tiroteo El Eco Mauritano —semanario
inglés redactado en español—, en cuyas columnas el inefable Lúgaro re-
forzaba, con adhesión simpática, los argumentos españoles, o abogaba por
una solución contemporizadora. Y a la interferencia de Lúgaro sucedía la
de Saurin, desde las columnas de su semanario. Será inútil aclarar que,
entre uno y otro, todas las ventajas se inclinaban del lado de Saurin. Éste,
con su vivo ingenio y su experiencia de leguleyo, se sobreponía fácilmente
179
a las bien intencionadas, aunque no brillantes razones del melifluo Lú-
garo.
Entre los periodistas de aquella época, y aparte los ya nombrados más
arriba, que residían de ordinario o se hallaban accidentalmente en Tánger
a la sazón, recuerdo, en primer lugar, a Walter Harris, el travieso corres-
ponsal de The Times de Londres. Ricardo Ruiz, de El Imparcial de Madrid,
que al advenir el estatuto abandonó el periodismo para desempeñar, en la
nueva Administración Internacional, el cargo de Administrador Adjunto
de Higiene y Beneficencia. Blum —a quien no conocí personalmente—, del
Journal du Maroc —que fue luego la tribuna de Saurin—. Don Trinidad
Abrines, Al Magreb Al Aksa, semanario que fundó con José Nogales, en
español, y que más tarde continuó Abrines solo, en inglés.
La redacción del Magreb estuvo instalada primeramente en el pequeño
local que hoy ocupa en la calle de la Marina la relojería de Ravella. Allí
dormía y hacía su vida de incorregible bohemio José Nogales, a quien
años después dio merecida nombradía en España su famoso cuento «Las
tres cosas del tío Juan», premiado en un concurso de El Liberal de Madrid.
Figuran también entre los periodistas de entonces: Horming, del Moro-
kko Zeitung, semanario alemán que se hundió el año catorce, con la pri-
mera guerra europea. Karaam, de Es Saada, y Dahdah, de El Haq, ambos
redactados en árabe. Ruiz López, de El Porvenir, y Almela, de La Opinión,
semanario español. Otros corresponsales de la misma época eran el Dr.
Triviño, de La Correspondencia de España; Pimienta, de Le Temps; Pinhas
Assayag, de los diarios del llamado Trust de Madrid, que estaba formado
por los diarios El Imparcial, El Liberal y El Heraldo de Madrid; Manuel
Quero, de La Vanguardia de Barcelona; Gerbier, de Le Journal de París; De
Mauberge, de L’Echo, y Rabanit, de la Agencia Havas, muerto en el frente
durante la guerra del catorce. Es posible que involuntariamente omita al-
guno, pero escribo fiando la relación a la memoria, dicho sea en mi des-
cargo.
Como órganos defensores de los intereses israelitas, que también
realizaron una intensa y continuada labor en pro del futuro de Tánger,
recuerdo, de la época evocada aquí, El Eco Israelita, en español, La Liberté,
en francés, y El Horria, en hebreo. De los periódicos redactados en árabe
cabe mencionar también, además de los dos citados, El Taraqqi< Años
después, ya en el periodo estatutario, apareció el diario Heraldo de Marrue-
cos, fundado por Manuel L. Ortega, empresa a la que logró, con su gran
180
simpatía y sus enormes dotes de persuasión, arrastrarme como redactor
jefe, director de hecho, puesto que Ortega sólo venía a Tánger de tarde en
tarde, siempre apremiado por nosotros, ante exigencias crematísticas que
dificultaban la marcha administrativa del periódico. Ortega, como de
costumbre, concebía admirablemente y organizaba a maravilla, pero sin
firme base económica que pudiera sustentar lo organizado. Era, como ya
he dicho, un jerezano de gran inteligencia para la concepción de grandes
empresas, aunque no para su administración; dotado de un poder de fas-
cinación peligrosísimo para quien cayera en su ámbito, pero «liozo» —se-
gún su ceceante expresión— y trapalón, que había hecho de la mentira un
arte poderoso y sutil en el que no tenía igual. Escribió un libro —Los he-
breos en Marruecos— que le dio merecida fama por la brillantez y acierto
con que desarrolló el tema. Creó en Madrid una gran empresa editorial,
bien concebida, pero, como de costumbre en sus creaciones, mal adminis-
trada. La empresa fracasó, y con su fracaso ocasionó la ruina de los que
habían financiado el negocio. Poseía, en suma, unas grandes alas y dotes
indiscutibles de creador, pero habría necesitado a su lado a alguien que le
supiera imponer normas administrativas, de las que no tenía la menor
idea. Su fantasía y su prodigalidad —era blando de corazón y espléndido
sin método— se desorbitaban de continuo. Murió pobre y olvidado< Por
lo demás, en El Heraldo de Marruecos tuve colaboradores de una gran efica-
cia. Jacobo Bentata llevó a cabo una brillantísima labor. Su gran cultura y
su fina inteligencia —en plena madurez— dieron al periódico un gran re-
lieve. Rutilly se encargó de la página francesa, que llevó con singular
acierto en todo momento. Más tarde, logré atraer desde Larache —donde
hacía el servicio militar— a Santos Fernández, aquel gran periodista que
desde Tánger pasó luego a El Debate de Madrid. Santos Fernández me
proporcionó, sin duda, frecuentes satisfacciones por la valiosa ayuda que
al periódico prestó su talento, pero también fue para mí, en muchas oca-
siones, motivo de hondas preocupaciones y aun de serios disgustos, por
su vida desordenada de bohemio incorregible< De posterior época datan,
asimismo, los semanarios Democracia, Heures Nouvelles, El Mogrebí y algu-
nos más que no encajan ya, por su relativa modernidad, en el marco de
estas evocaciones.
***
181
No entra en mi ánimo resucitar aquí los viejos pleitos que se discutieron
en su momento entre los periódicos y los periodistas de ayer. La pluma
docta y concienzuda de un historiador verdadero, y no ésta mía, de evo-
cador superficial, podría recoger en una a modo de antología periodística
marrueca todo cuanto se ha escrito acerca de los pretendidos derechos eu-
ropeos para intervenir en el gobierno de un país que, como es natural, lle-
gará un día a gobernarse por sí mismo. Y en este antología no podría fal-
tar, claro está, la fiscalización de un tercero que, en concepto de amistoso
mediador, y para mantener el necesario equilibrio, impusiera su realista
criterio y señalara a cada uno hasta dónde se extienden los límites del
equilibrio a él encomendado, en el papel de árbitro que se le hubiera asig-
nado.
En otro orden de ideas, diré que fueron muchos los periodistas —bri-
llantes o adocenados— que cruzaron por el meridiano de Tánger. Salvo
muy contadas excepciones —lo mismo que viene ocurriendo hoy—, casi
ninguna informó nunca sobre lo que sus ojos vieron o sus oídos escucha-
ron, sino bordeando, y aun ensanchando la leyenda que otros habían fa-
bricado sin más elementos que los de su propia fantasía. Y quiero creer
que obrarían así, no por maldad o deliberado propósito de difamación,
sino por mera pereza para estudiar o, simplemente, porque la leyenda que
venía rodando la creían más bonita, unas veces, o más sensacionalista,
otras. Recuerdo bien a este propósito a uno de esos periodistas —seamos
piadosos con su nombre— que, en posesión de un carné de redactor de
aquellos que El Heraldo de Madrid repartía a voleo, para que, sin sueldo, se
buscase cada cual la vida, vino a Tánger precedido de una gran fama de
arabista. Cimentábase esta fama en la traducción que había hecho de unas
qasidas y no sé qué otros documentos literarios {rabes al español< Ser{
inútil decir que Marruecos no tenía secretos para él, según anticipada-
mente nos hizo saber el periódico en cuestión. Y a Tánger vino nuestro
hombre, como otros muchos, a descubrirnos< Se empeñó en visitar al ex
sultán Abdelazís, que se había refugiado en su Palacio del Monte, bajo la
protección de Inglaterra. Preparé la entrevista lo mejor que pude, dadas
las circunstancias. Nos acompañó Clemente Cerdeira. En unos instantes
quedó bien patente la falsedad del tinglado arabista que se había fabricado
el querido compañero en la prensa. Con la mayor desenvoltura, me con-
fesó que sus traducciones las había hecho a través del francés< Luego,
cuando más tarde leí su entrevista con el ex sultán, sufrí una nueva decep-
182
ción: todo lo que se le ocurrió decir de su visita a Abdelazís, de la intere-
santes y agitada época vivida por éste, de su actuación y destronamiento,
fue que en la mesa de despacho del ex sultán había, junto al teléfono, dos
hermosos limones, que «acaso cogería en el jardín, con sus propias manos,
una de sus imperiales esposas». Ni más ni menos que todo esto se le ocu-
rrió al competente arabista y gran conocedor de Marruecos< Por desgra-
cia, aún nos queda algún que otro «arabista» de esta laya, que sabe explo-
tar la ignorancia o el papanatismo de sus lectores con reportajes concien-
zudamente ambientados< Tan ambientados como el de aquel otro «en-
viado especial» que, desde Melilla, telegrafiaba a su periódico, cuando la
triste rota del año veintiuno: «Junto a mí pasan dos heridos; uno de ellos
creo que va muerto. Cerca del Atalayón arden las chumberas»< M{s
«ambiente» no cabe.
La Divina Providencia, con sus inescrutables designios, ha querido de-
jar a este modesto narrador la afortunada ocasión de poder rememorar
hoy una época, la más agitada y singular de la historia periodística de
Tánger. La época preestatutaria, tan llena de incidencias y recuerdos. Bien
se me alcanza que la tarea es superior a mis débiles fuerzas, ya en deca-
dencia, pero al evocar in pectore este periodo de mi modesta aportación
periodística, en diarios locales y en varios de España, me asombra y me
complace —sin necios envanecimientos, que yo no cuadran, a mis años—
la profusa labor realizada en ese tiempo. Tal vez esta aportación no haya
sido brillante, ni siempre acertada, pero sí indiscutiblemente honrada y, en
el marco de lo español, de un patriotismo que admitiría igual, pero nunca
inferior, al más patriota. Un patriotismo que no se ha entibiado jamás al
contacto del cosmopolitismo tangerino, como dijo de nosotros, los viejos
tangerinos españoles, con cierta ligereza, cierto personaje de cuyo nombre
no hay para qué acordarse ahora. No es de suponer que la pretendida
apreciación del aludido conspicuo haya hecho prosélitos, porque entonces
habría que censurar a éstos y su maestro la enorme injusticia que supon-
dría el tener que incluir en el pecado de tibieza patriótica a quienes por su
carrera o por otras circunstancias están obligados a vivir, casi de continuo,
lejos de la Patria. Que si el amor con la ausencia crece más, según el poeta,
el patriotismos no sólo aumenta con la lejanía, sino que arraiga en el alma
con la pujanza de un bien perdido y el perfume de sus saudades.
Periódicos y periodistas de ayer con más o menos acierto y brillantez,
como mayor o peor fortuna, pero con indiscutible buena voluntad al servi-
183
cio de una noble causa, fueron sin disputa los forjadores animosos de este
Tánger de hoy, abierto a todos los esfuerzos. De este Tánger que entonces
era algaida de enmarañada maleza sin flores ni frutos cuajados y hoy es
vergel apacible y casi en completa sazón.
Acaso falte el encanto de la vida primitiva, sencilla y patriarcal; pero
hay más claridad en el ambiente, más luz, más alegría, porque el bosque se
ha aclarado. El oquedal umbrío, de caminos inciertos, aún no desbroza-
dos, por los que al andar era preciso extender las manos ante sí y tantear el
terreno donde debíamos pisar, ha perdido espesura, ganando en claridad.
Henos aquí, al fin, ante la hermosa llanada; planicie luminosa, aunque
no despejada del todo, donde acaso falten la sombra de aquel árbol o el
perfume de aquel rosal, cuyas raíces tendrán que florecer, porque no pu-
dieron extirparse ni se extirparán, pero desde la que se avizora un hori-
zonte en franco rosicler de aurora 86.
86 En fin. No nos toca medir la capacidad profética del autor. Como en alguna otra parte
he dicho, los tangerinos vivieron hasta el último instante en total ignorancia de la desapa-
rición que se les venía encima. Nota del copista.
184
185
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LA VIDA INQUIETA Y PEREGRINA DE NENA MADISON
Intelijencia dame
el nombre exacto de las cosas,
que mi palabra sea
la cosa misma
creada por mi alma nuevamente.
Juan Ramón Jiménez
Prólogo ambiental
Nadie que pase hoy ante aquellas ruinas llegará a imaginar, ni remota-
mente, que puedan ser restos, aunque no de otra Itálica famosa, sí de una
época social ya ida, extremo testimonio de unas vidas humanas que alen-
taron un día y se extinguieron ya para siempre. De lo que fueron esas vi-
das, de sus afanes y rarezas, de su esplendor más o menos ficticio o de sus
estériles ostentaciones, no quedan ya otros vestigios que esas derruidas
barracas de madera donde el frío y la desolación tienen letal asiento.
La carretera alquitranada que hoy conduce a aquel lugar, bordeada por
modernas y alegres villas, era entonces menguada senda que recorríamos
a caballo para llegar hasta Bubana. Pasado el viejo puentecillo que hoy,
con el ensanche, adquirirá categoría de puente, hay un extenso prado en el
que, como en todos sus contornos, se observan las trazas de un completo
abandono. En la parte donde este terreno linda por la carretera que sube a
Yemáa El-Mokra, veréis unos ruinosos barracones con ese aspecto de-
solado y triste de las viviendas largo tiempo deshabitadas. Sin embargo,
fueron un día residencia, aunque rústica, en cierto modo elegante y có-
moda de una señora que la utilizara a modo de cuartel general de las rare-
zas y excentricidades que le dieron un día triste y determinada fama.
Ya no se verá pacer a su albedrío por el entonces jugoso prado, ni pa-
sear por él su gloriosa y mutilada vejez, aquel caballo que un día dio a su
dueño provecho y renombre con el Gran Premio de Longchamp. Sus so-
berbios galopes de ayer, coreados por el clamor de diversas multitudes
expectantes, quedaron reducidos a unos torpes trotecillos alternados con
ridículas corvetas, que aún resultaban más tristemente cómicas por la
irremediable cojera. Fue ésta una consecuencia inesperada de un salto,
última triunfal pirueta de su brillante historia de corcel fogoso< Tampoco
se ven ya por el prado aquellas gallinas de brillante y mullido plumaje que
picoteaban por entre las patas de un borriquillo retozón, menudo y fuerte,
que en alegre trotecillo transportaba a su dueña sobre vistosa jamuga
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desde esta finca de Bubana hasta la residencia del Monte. No oiremos ya el
ronco mugir de las dos vacas de piel manchada a grandes rodales blan-
quinegros, que arrastraban sus ubres rebosantes. Ni el pavo que se hen-
chía vanamente ante las orondas gallinas, en inútil coquetería. Ni el
enorme mastín con su claveteada carranca, traído de las montañas vascas.
Suelto durante la noche, guardaba la finca sin un ladrido, pero con los
potentes y buidos colmillos dispuestos a destrozar al que fuera osado a
aventurarse dentro de sus límites. De día, protestaba furiosamente contra
la forzada abstinencia, intentando absurdas amistades con la cabra grana-
dina que ramoneaba en los arbustos del sendero. Buscaréis inútilmente
también al joven jardinero cuyos inconfundibles contoneos por entre los
arriates floridos os pondrían al punto sobre la pista de sus equívocas incli-
naciones. Ni aquel portero de torvo mirar y siniestra catadura que, cuando
introducía una mano por entre las mangas de su chilaba, esperabais verla
salir, luego, empuñando una gumía o un puñal. Ni al jorobadillo con tra-
zas de bufón, encargado de la cuadra. A ninguno, en fin, de aquellos hom-
bres o animales que, acaso por el influjo del ambiente, se conducían de
una forma tan extraña como equívoca. Porque en aquella época, cuando la
vida alentaba allí donde hoy sólo se advierten desolación y ruina, aban-
dono y humedad, a nadie habría sorprendido que en el peral florecieran
ufanas rosas o que las granadas pendiesen, al aire los rojos vientres, de las
ramas de un ciruelo. Y hasta es posible que entre los miles y miles de in-
sectos que allí se movían bajo la yerba o bajo la tierra, hubiera también las
mismas absurdas alianzas, con idénticas aberraciones: allí vivió un día
Madame Madison, a quien su marido llamaba Nena y a la que, por anto-
nomasia, conocía el vulgo por el remoquete de la Madisona.
En aquellos medio derruidos barracones vivió, amó y acaso odió la
Madisona. Por allí desfilaron cuantos personajes o personajillos de toda
laya arribaron a Tánger. Empingorotados, los unos; de singular renombre,
los otros, cuando no aventureros con más osadía que fama. Y, en suma,
todos los que de uno u otro modo tuvieron trato alguno con la Madisona.
Que si en verdad se conducía las más de las veces de una forma un tanto
extraña y, si me apuráis, licenciosa, cuando la ocasión llegaba era, asi-
mismo, de una distinción que ni se improvisa ni se aprende fácilmente. Y
obraba siempre con tan abierta prodigalidad que, de no haber sido conte-
nida, enérgica y, a veces, escandalosamente, en la prensa local por su ma-
rido, habría dado al traste en poco tiempo con las acciones que éste po-
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seían en diversas minas o industrias de las que prosperan a orillas del
Nervión. Pues, aunque de nacionalidad inglesa, en Bilbao había residido
Madison algunos años, y allí fue donde conoció a la Nena y se casó con
ella. La Nena, que entonces brillaba con fulgente esplendor en el cielo de
la aristocracia bilbaína.
El rapto de la Niña
El verdadero periodo en que la señora de Madison comenzó a vivir su
vida arranca, en realidad, de aquel trágico episodio que el vulgo denomi-
nara «el rapto de la Niña».
La Niña, que andando el tiempo había da darse a conocer desde algu-
nos escenarios españoles con el nombre de Elisa Doña, era hija de un fun-
cionario español, perfecto caballero, al que se apreciaba en Tánger muy
merecidamente. No hay por qué decir lo enorme que fue su disgusto
cuando, un día, su hija —que había trabado amistad con la Madisona, en
cuya compañía pasaba la mayor parte de los días, amén de algunas no-
ches— le hizo saber su decisión de no volver más a la casa paterna. En lo
sucesivo quería vivir con la señora Madison, primero en su finca de Bu-
bana y, más tarde —cuando ya Nena Madison logró convencer a su es-
poso—, en la residencia del Monte. Fueron vanas todas las súplicas del
padre para que se reintegrase la hija al hogar. Enredada la niña en las su-
tiles mallas de la Madisona, cayó de lleno dentro del ámbito de fascinación
que en Nena Madison era, realmente, irresistible. Inútil y humillante,
además, para el padre aquella triste escena en que el respetable y bonda-
doso señor, de rodillas ante la hija, imploraba de ella que regresase al ho-
gar< La Niña, sin hacer el menor adem{n de levantar a su padre de la
suplicante postura, dejó que el pobre anciano saliera de la finca con los
ojos turbios por las lágrimas y el ánimo derrumbado.
Con todo, el hombre no quiso resignarse y apeló a sus derechos de pa-
tria potestad. Nena Madison no era de las que renunciaban fácilmente a
una presa. Así, cuando el Cónsul español hubo de presentarse en Bubana
para recabar la entrega de la menor, ésta ya no se encontraba en la finca, ni
tampoco en Tánger. La noche antes, escondida en un baúl de mimbre, ha-
bía salido en un falucho para Gibraltar. La mano de la Madisona, esta vez
auxiliada también por su esposo —a quien Elisita había sabido conquistar
con sus lagoterías—, suavizó todas las dificultades con la fuerza persua-
siva de su dinero.
189
Meses después, vencida tras el escándalo la voluntad paterna, y ampa-
rada ya en su mayor edad, Elisita desembarcó de nuevo en Tánger, bien
que esta vez sin apelar a los trampujos de su salida. No habrá necesidad
de aclarar que no lo hizo para retornar al hogar paterno, sino más bien
para servir de escudo emoliente en las agrias disputas del matrimonio
Madison, en su residencia del Monte. La niña fue como el último juguete
ofrecido a su salvaje senilidad. Para la Madisona, fue la ganzúa con que,
de cuando en cuando, lograba forzar la voluntad y la caja del marido. Las
dos pasaban casi todo el día en la finca de Bubana, que habían acondicio-
nado muy cómoda y cumplidamente para recibir allí a sus amistades y
organizar grandes fiestas o recepciones, a las que ambas eran tan dadas.
En estas recepciones, cuyos gastos pagaban con el dinero que podían ob-
tener del Ogro —ellas sabría cómo— hacían los honores con aires de
grandes damas. Por lo general, la Madisona vestía de hombre: camisa de
seda, corbata con un alfiler de brillantes; chaqueta con grandes bolsillos
superpuestos y pantalón de montar de elegante corte. La melena griseaba
ya, por lo que llevábala medio teñida de rojo. Era alta, muy esbelta, acaso
fuera bella en su juventud, pero con los años se le habían endurecido los
rasgos, por lo que, en conjunto, tenía un aire hombruno que ella procuraba
aumentar con bruscos ademanes. Fumaba sin interrupción —cuando este
vicio en la mujer no se había extendido todavía— y bebía, sujetando el
vaso sin abandonar el cigarrillo entre los dedos. Lo hacía pausadamente, a
pequeños tragos, que saboreaba con fruición muy poco femenina. La Niña,
en cambio, procuraba hacer resultar su feminidad, aunque no emanara de
ella esa delicadeza de espíritu que es en la mujer un encanto más. Usaba
trajes vaporosos, descotados con cierta picardía, y se movía con movi-
mientos lentos y estudiados, como una actriz de escena en un papel de
reina.
Mientras tanto, el Ogro pasaba el tiempo recluido en su cubil del
Monte. Atacado ya por los primeros síntomas de aquella parálisis que ha-
bría de inmovilizarlo más tarde y de por vida, recorría la casa con sus
bastones, en busca de whisky, que bebía incesantemente. Y cuando, ya de
noche, harto de roncar sobre un sillón, despertaba y se veía solo y entre
tinieblas, echaba mano al revólver —del que no prescindía jamás— y re-
quería a tiros la presencia de los criados.
Servíase del revólver como de un timbre o de una campanilla, y lo
mismo disparaba contra una vitrina llena de objetos de arte, curiosos y de
190
valor, como, asomándose a una ventana, sobre el caballo o el borriquillo
que en el jardín esperaba a la Nena para llevarla a Bubana. Y al salir ella,
dispuesta a montar, la despedía, como un cowboy de película, con una
andanada de disparos. Por fortuna, carecía de la puntería de estos perso-
najes cinematográficos, pero, con todo, le proporcionaba a su mujer el so-
bresalto consiguiente. Desde la ventana, reía a grandes carcajadas, sin lo-
grar alterar en su mujer el aire solemne de gran señora, que se sentía muy
por encima de las bárbaras proezas del marido. Un día, sin embargo, acaso
porque la disputa fuese más agria y violenta que de costumbre, él bajó
como pudo al jardín. Un hermoso caballo enjaezado esperaba a la Nena. El
Ogro se acercó al animal y, obligándolo a bajar la cabeza, le descerrajó el
contenido de su revólver, hasta dejarlo allí tendido. Tampoco se inmutó
ella gran cosa. Volvióse hacia el criado y le ordenó, impávida, que le pre-
parase otra caballería, para no interrumpir su paseo.
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devolver las alhajas que en una cajita, cuyo precinto habían firmado am-
bos, dejara la Madisona en garantía de la anterior operación. Otro de los
banqueros accidentales a quien la Madisona solía acudir también cuando
el Ogro se mostraba insensible a los halagos y trapacerías de las dos hadas
era Carlos Massa.
Carlos Massa tenía un almacén de vinos en la esquina de la calle Co-
laço, junto al actual edificio del Banco de Bilbao, y ocupado ahora por una
tintorería. A dicho establecimiento concurrían algunos clientes, de cada
uno de los cuales podría escribirse una larga y pintoresca historia, tan
«movida» como la del propio Monipodio. Tal vez por los manejos de esta
clientela en aquel laboratorio, fue por lo que, con malísima intención, por
supuesto, hubo de escribir Reparaz que Carlos Massa era un español «más
estimado de cónsules y ministros que de la Guardia Civil». Con lo que, a
la vez que arañaba a Carlos Massa y a su briba, daba también una taras-
cada a los diplomáticos, que para él fueron siempre un verdadera obse-
sión.
Era aquel establecimiento de Carlos Massa algo mixto entre bodegón y
colmado, con su punta de ultramarinos y un aire pretencioso de bar mo-
derno. Malas lenguas hablaban más de la cuenta de la trastienda, que era
grande y a la que concurrían algunos tipos que acaso desfilen un día por
las páginas de esta historia. Una trastienda, laboratorio sui géneris o cocina
donde se guisaban los platos más atrevidos, aderezados con los comenta-
rios m{s picantes< Ahora, eso sí, la bandera de Carlos Massa era la pri-
mera que se desplegaba con motivo de cualquier acontecimiento patrio.
Era la primera y la más grande. Aunque al decir de las gentes, por muy
cumplido que fuera el pabellón, siempre resultaría pequeño para tanta
mercancía<
Durante algunos años más, la Niña continuó siendo el eje en torno al
cual giró la vida de Nena Madison y de su esposo, hasta que un día,
deseando quizá nuevos horizontes para sus alas artísticas, quiso vivir en
serio sus sueños de gran actriz. Y se dio la suficiente maña para que el
Ogro proveyese de lo necesario< y algo m{s, que, como es lógico supo-
ner, quedó entre las bien afiladas uñas de su esposa. Algún tiempo des-
pués, la Niña, transformada ya en Elisa Doña, vino al Cervantes, como
primera actriz, al frente de una improvisada compañía de cómicos. Y
nunca jamás, ni aún en las más memorables solemnidades, incluida la
propia inauguración, se vio el Cervantes tan espléndida y ricamente ador-
192
nado. En coches de alquiler, de aquello que se alojaban en lo que Abner
Suissa llamara pomposamente sus cuadras de Hasnona, yendo y viniendo
al Monte, de la mañana a la noche, durante un par de días, la Madisona
bajó al Cervantes alfombras, macetas, flores, guirnaldas y cuanto pudo
reunir con la mayor solicitud y el más férvido entusiasmo para solemnizar
la presencia en escena de una tan ilustre artista como entrañable amiga.
Almuerzo en el Monte
Nunca olvidaré aquel almuerzo, en la residencia del Monte, al que fui
invitado por Nena Madison, cuando todavía estaba yo recién llegado. Para
hacerme aún más honor, fueron también invitados el inolvidable Padre
Betanzos y aquel buenazo y ocurrente Padre Buenaventura, que fue para
mí, hasta su muerte, un amigo bondadoso y algo más íntimo y cordial,
como jamás lo fuera mi propio padre. Con ellos vino también Alfonso
Cerdeira, el médico, que había sido, en realidad, quien me llevara por
primera vez a la finca de Bubana. La Madisona, con todos sus defectos, era
mujer de gran tacto y muy fino instinto, que sabía dar a sus invitaciones el
aspecto más agradable.
Cuando llegamos al Monte ya no estaban esperando. Se abrió la verja
como por encanto y a uno y otro lado se colocaron varios criados vestidos
de librea y calzón con media roja. No había de ordinario tantos criados en
la finca, pero la Madisona, que disponía de libreas suficientes, los reclu-
taba para tales casos, según me informó al oído Alfonso Cerdeira< A te-
nor de la recepción, puede el lector imaginar lo demás. Arriba, en el re-
llano de la amplia escalera, nos esperaban la señora de la casa y la Niña.
Ambas vestían con elegancia, pero con cierta ostentación inoportuna,
amén de dejas al descubierto más de lo que la presencia de dos religiosos
habría aconsejado a cualquier cerebro bien equilibrado.
La residencia de los Madison en el Monte era un rico museo marroquí
de valor extraordinario. Si grande era su riqueza intrínseca, no le iba en
zaga el valor artístico e histórico que encerraban los objetos allí acumula-
dos, algunos de los cuales eran piezas única, difíciles de hallar en ningún
mercado. Policromos y originales «haities» en todas las paredes; grandes y
espesas alfombras de Rabat y de Marrákech, servicios para té, lavamanos
de diversas formas, gumías con puño y vaina de plata repujada y otros
muchos objetos más cuya enumeración se haría extensísima. Pero, sobre
todo, una grandiosa y magnífica colección de espingardas de plata, con
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riquísimas y originales incrustaciones en una gama variada y portentosa.
Eran, sin disputas, verdaderas piezas de museo, cuya sola contemplación
nos hubiera llevado buena parte del día. Y justo es decir, en honor a sus
dueños, que bastaba el simple elogio de un visitante estimado para que
Nena Madison —siempre grande y generosa señora— ordenase a un
criado que recogiera la pieza encomiada para entregarla como recuerdo al
loador.
El comedor estaba también en tono con el resto de la vivienda.
Aparadores y trincheros de rica madera rebosaban de objetos refulgentes
y de espléndida apariencia. La vajilla, de finísima fábrica. Los cubiertos, de
plata, y excelente la cristalería. Todo, en fin, denotaba esplendor, amén de
un buen gusto que en verdad no habría sospechado.
Se sirvieron unos aperitivos fuertecitos, que entonces afrontaba yo va-
lientemente —sin los obligados melindres de hoy—, y nos sentamos a la
mesa. Un detalle me sorprendió bastante: ante la cabecera había uno de
esos cómodos sillones frailunos, con asiento y espaldar en cuero repujado,
al estilo cordobés. No lo ocupaba nadie. La Madisona fue señalando los
puestos de cada uno y el sillón siguió vacío. Apenas nos habíamos sentado
apareció don Arsenio Madison, el dueño de la casa, que avanzaba sobre
unos bastones con bastante dificultad. Se detuvo un momento ante la
puerta del comedor y, dirigiéndose a su mujer, le dijo con bastante brus-
quedad y destemplanza:
—¿Qué nuevos gorrones me has traído hoy?
Ante tal impertinencia, dicha así, a boca de jarro, quedé anonadado.
Era yo entonces algo vivo de genio y nada propicio a sufrir ancas, como
suele decirse. En realidad, no sé cómo pude contener mis primeras reac-
ciones. A punto estuve de levantarme de mi silla y salir huyendo, por no
abofetear a quien de forma tan poco acogedora y grosera me recibía en su
casa. Lo que más me sorprendió fue observar que ninguno de los allí pre-
sentes se diera por aludido. Todos continuaron conversando tranquila-
mente, como si nada hubieran oído, mientras el autor del exabrupto se
dirigía a la cabecera de la mesa y ocupaba el sillón allí preparado. Hubo
un instante en que llegué a creer que yo no había oído bien< El Padre
Betanzos, comprendiendo lo que me ocurría, vino en mi auxilio y, a la par
que me daba cariñosos golpecitos en el brazo, me decía a media voz: «No
haga caso< Es así».
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Y así era, en efecto, porque, como si nada hubiera dicho antes, entabló
conversación con el Padre Buenaventura y, más adelante, se dirigió a unos
y a otros sin la menor preocupación y hasta con cierta insospechada corte-
sía. A ratos, miraba a su mujer y le sobrevenía como un acceso de risa que
no podía contener. Parecía como si se burlara de ella, o también como si, lo
mismo que un niño tras de una imprudencia, quisiera congraciarse y ob-
tener así su perdón. Pero a medida que la comida avanzaba y el whisky —
que él bebía puro y en grandes cantidades— producía su efecto, iba enar-
deciéndose por momentos y perdiendo aquel aire de niño atemorizado de
un principio. Madison hablaba el español casi sin el menor acento y, para
dar mayor fuerza y expresión a sus palabras, acompañaba a veces las fra-
ses de fuertes puñetazos sobre la mesa, que hacían retemblar los cubiertos.
—¡ No seas bárbaro, Arsenio! —decíale ella en tono suave y como un
aparte en la conversación, que seguía sosteniendo, sin dar importancia
alguna a la impertinencia del marido.
El almuerzo fue excelente. Las manos hábiles de Pepe Fuentes —ese
mismo que hoy veis, algo fondoncillo ya y torpe en apariencia— hicieron
el milagro de mantener el prestigio español, como años más tarde habría
de saberlo confirmar también cuando la Semana de Tánger, obteniendo el
primer premio. Camareros de guante blanco sirvieron atenta y cumplida-
mente, de forma impecable. El café, los habanos con el retrato de Madison
en la faja, coronaron el yantar. Terminado éste, Arsenio Madison quiso
que viéramos el jardín, donde abundaban plantas exóticas traídas expre-
samente, hermosos rosales de muy diversos colores y algunos frutales bien
cuidados y mejor seleccionados. Nos pusimos en pie y lo mismo hizo
nuestro anfitrión, aunque no sin dificultad, más que por la torpeza de las
piernas, por el alcohol ingerido. Cuando nos disponíamos a descender al
jardín, oímos un disparo que retumbó en la estancia como un trueno. Ma-
dison requería así la presencia del jardinero, que se puso a nuestra dispo-
sición en seguida. Retiráronse las señoras y nosotros bajamos al jardín,
cuyas umbrosas alamedas recorrimos, oyendo las explicaciones que el jar-
dinero nos iba dando.
Al llegar a una plazoleta, donde había unos bancos de azulejos de es-
tilo sevillano y algunos arriates limitados en sus bordes con botellas vacías
medio enterradas por su cuello, Madison se detuvo un momento y, exten-
diendo una mano, en ademán de querer abarcarlo todo, dijo, señalando a
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las botellas, con el orgullo de quien rememora un episodio ejemplar y he-
roico:
—Todas estas botellas, y algunas de ginebra que faltan, ¡ me las he be-
bido yo solo!
Fiesta en Bubana
Media hora más tarde se retiraron los franciscanos y a poco reaparecie-
ron las señoras, que habían cambiado de traje y se disponían a llevarnos
con ellas a la finca de Bubana, donde nos esperaban otros amigos, a los
que Nena Madison había invitado. En efecto, allí los encontramos ya a
nuestra llegada.
Uno de los primeros en quien nos fijamos desde lejos, por su impecable
uniforme blanco, fue el teniente Carrillo, del Tábor Español. Como siem-
pre, tan cortés con todo el mundo, incapaz de una brusquedad y de un
mal modo. El disgusto mayor que podía dársele cuando vestía de blanco
era apoyarle una mano sobre el hombro impoluto. Perdía un poco el color,
se estremecía un momento y poco a poco, muy discretamente, iba enco-
giendo el hombro hasta que, fingiendo que se volvía a otro lado, librábase
del suplicio< No sorprenderá, pues, que aquella tarde fuera para Carrillo
inolvidable. La Niña tenía un chivito que la seguía, saltando tras ella como
un perrito. Desde que el animalito vio a Carrillo, sintió por él inexplicable
preferencia. Todo se le volvía querer saltar sobre sus rodillas, para lo que
apoyaba sus patitas en el albo pantalón. Carrillo acariciaba al animal con
la punta de los dedos, notándosele los enormes esfuerzos que hacía para
no estrangularlo.
Saludamos también a Steiner, un médico rumano, acerca de cuyo título
facultativo no existía realmente una muy perfecta unanimidad. Excesivas
suspicacias o acaso murmuraciones basadas en un hecho baladí. Steiner
tenía un enfermo a quien era preciso extirpar la uña de un dedo del pie<
Steiner quiso que Cerdeira presenciase la operación< No se sabe bien la
verdad. El hecho fue que Steiner, inclinado sobre el enfermo, a quien daba
la espalda, parece que sufrió o fingió un vahído y, en evitación de un mal
mayor, dejó el bisturí en manos del colega, que realizó la extirpación.
Terminada ésta, Steiner recuperó al punto su equilibrio, volviéndose ra-
diante hacia el enfermo< Aunque muy etiquetero en su trato, era Steiner
cordialísimo en extremo. Tenía una buena figura, usaba monóculo y un
bombín que solía estar más tiempo en el aire, saludando, que en su cabeza.
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Montaba un caballo al que nadie vio trotar jamás. Uno de esos caballos
que se anuncian como de comandante, muy propio para señoras< An-
daba el animal con mucha prestancia, pero paso a paso siempre. Sólo se
animaba un poco, y hasta iniciaba un conato de corveta, cuando su dueño,
para saludar a alguien desde el caballo, se quitaba el bombín y extendía el
brazo en amplio y ceremonioso arco, movimientos que el caballo secun-
daba con un respinguillo fugaz.
Con Steiner llegó también —y no sé por qué rara coincidencia, pues no
eran amigos— Nando Malmusi, hacia quien Nena Madison sentía una
gran simpatía. Acaso acariciara algún proyecto al que no fuera muy ajena
Elisita< Pero bien porque Nando Malmusi no viera claro en este asunto,
ya porque se movían en planos muy distintos, ello fue que Malmusi se
alejó cada vez más, hasta romper por completo todo trato.
Desde poco antes de llegar a la finca de Bubana, ya oímos la prima
metálica del violín de Fernando Núñez. Le acompañaba un pianista que
no recuerdo si era Márquez o Bosch. Todo se hallaba dispuesto, pues, para
la fiesta. Los criados eran los mismos que por la mañana nos habían reci-
bido tan aparatosamente en el Monte. Aquí vestían y se movían con más
sencillez, pero sin abandonar, claro está, el sello especial de ostentación
que solía imprimir siempre a sus actos la Madisona.
Vinieron algunos invitados más que no logro recordar ahora. Se sirvió
un té como lo habrían podido servir en cualquier gran hotel moderno.
Pilo, por su parte, se había esmerado como él sabía hacerlo en la confec-
ción de pastas y pasteles de los más exquisitos y variados. Nena Madison
sabía hacer bien las cosas< cuando disponía de fondos. Y, a juzgar por los
detalles, el Ogro había sido bien trabajado en aquella ocasión.
La Niña estuvo incansable y simpática durante toda la tarde, lo cual no
era muy corriente en ella, que tenía siempre un mohín, mezcla de adustez
o superioridad, que daba cierta dureza a su rostro y le restaba atractivo. Se
cambió de traje varias veces. Recitó algunos poemas y parlamentos de
obras clásicas, para terminar con los versos de Silvia en Los intereses crea-
dos:
<alma del silencio que yo reverencio 87<
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Carrillo y yo salimos al jardín que, como el de Silvia, en la oscuridad no
tenía colores. No había otra luz que la que enviaban las estrellas desde la
comba aterciopelada del cielo. Entre los árboles creímos ver dos sombras
que se perseguían. Acaso el portero de torvo mirar y el jardinero ambiguo,
que retozaban bajo las estrellas.
—¿Qué te parece todo esto? —me preguntó Carrillo.
—Me vienen a la memoria —dije— aquellos versos de tu juventud. ¿Te
acuerdas?
¡ Vivir! Vivir sintiendo la honda oquedad
de tantos desengaños.
¡ Vivir! Vivir con el áspero amargor
de remata en los labios<
Carrillo sonríe halagado por el recuerdo de aquella época en que nos
conocimos en Madrid. Él era ya todo un hombre, en pleno auge de ilusio-
nes, que luego no florecieron; yo, apenas salido de la adolescencia y ya
remando en la dura galera del periodismo. Ahora, en este jardín, bajo la
noche serena, en un ambiente de extravagancia y deformaciones, revivía-
mos nuestra inexperta juventud. Y el canto y el baile, en la densa y extraña
atmósfera, y los versos en ella profanados, y la evocación incongruente de
los cl{sicos< todo ello en esta noche y en tan extraña mezcolanza de per-
sonas y de hechos, me parecía, lo mismo que al poeta recordado por la
niña
como una blasfemia entre una oración
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pormenores que me refirieron, porque no añadirían claridad a esta historia
ni darían honra al historiador. Digamos con la Nena, su mujer, que lo me-
jor que hizo aquel hombre fue morirse. Y corramos de una vez para siem-
pre un piadoso velo sobre su memoria.
Con la muerte del marido, mejoró bastante la situación económica de la
Madisona. No todo lo que ella habría deseado, porque tuvo que esperar
inevitables y laboriosos trámites. Con todo, ya no fueron tan necesarias ni
apremiantes sus visitas a Nahón o Carlos Massa, con la caja de las joyas
debajo del brazo. Ahora ya podía moverse con cierta desenvoltura. Por lo
pronto, nombró un administrador general, al que, sin bien no le daban
grandes cosas que administrar, le sobraban, sin embargo, ocupaciones de
otra índole, en un ambiente donde el demonio mataba de continuo moscas
con el rabo. Con los años, que avanzaban implacables, la Madisona había
dejado enfriar pasajeros y torcidos devaneos, para volver a los primitivos
y normales caminos del instinto femenino. El capitán Ruano, que un día,
no se sabe cómo, apareciera por Bubana, despertó en la Madisona, durante
aquel periodo blandengue de su cercana senilidad, dormidos sentimien-
tos< En resumen: que Ruano fue elegido para el cargo de administrador,
con lo que ya sus idas a Bubana, su permanencia allí gran parte del día, al
principio, y definitivamente, después, quedaban en cierto modo justifica-
das. Ruano abandonó a su mujer, como antes había tenido que abandonar
el Ejército —aunque por bien distinta causa— para instalarse definitiva-
mente junto a Nena Madison.
Otro de los que mariposeaban a la sazón en torno a la ya un tanto des-
medrada y macilenta luz de la Madisona, fue Casteran, antiguo oficial del
Tábor francés y por aquel entonces lugarteniente de aquel magnífico per-
sonaje —al que no podremos olvidar en nuestra pequeña historia—, Ono-
fre Zapata, que, aun con los siete clásicos gatos en la barriga, a la hora de
batallar con la briba, tenía, también, en su pecho un gran corazón, cuando
la ocasión se presentaba. Casteran, en el Kursal, con su bisoñé y aquel aire
de maître en decadencia, hablaba un español bárbaro, andaluzado, pero no
exento de gracia en sus labios galos. Se conducía, las más veces, a pesar de
su afectada finura, como un charrán apicarado en los muelles de Marse-
lla< El francés llevaba indudable ventaja a Ruano. Éste era sencillo, pero
mastodóntico. Aquél, astuto y ágil como una ardilla. Pero la Madisona
tenía gustos eclécticos y en ocasiones amaba los contrastes, mejor cuanto
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más acusados. Aparte de que para extinguir un incendio, aun con más ce-
niza que llamas, nunca es de lamentar el exceso de bomberos.
Comenzó para Nena Madison una nueva época que acaso no había
sospechado jamás. Con la llegada a Tánger de su hermana, la Princesa —
tan< extravagante y caprichosa como la Nena—, despertóse en ella la afi-
ción al espiritismo. Y como era mujer que carecía del sentido de la ponde-
ración, se entregó al consabido velador con el mismo ímpetu y frenesí que
ponía en todas sus rarezas. Las reuniones de Bubana adquirieron entonces
un carácter que el propio Allan Kardel 88 habría encontrado de un tecni-
cismo irreprochable. El doctor Sievert, inquieto y zumbón, con la gracia
fina y sutil de un buen gaditano, animaba estas veladas, donde la Madi-
sona —¡ quién lo dijera!— había dado en la flor de invocar, insistente, la
presencia del espíritu de su marido. Decía Sievert que lo llamaba para pe-
dirle más dinero. Pero, fuera ello lo que fuese, lo cierto es que no dejaba en
paz al pobre muerto ni un solo día. Y, como apuntaba Ruano —que tam-
bién era un andaluz muy dado a la broma seria—, si el espíritu de Arsenio
Madison hubiera podido manejar el revólver desde su nueva residencia,
con la misma facilidad con que lo usara en el Monte, la verdad es que las
veladas de Bubana, más que pueriles invocaciones a los espíritus, parece-
rían profusas y detonantes vistas de fuegos artificiales en las mismas
fronteras del m{s all{< Se hablaba allí de la erratibilidad y el perespíritu, de
la bicorporeidad y del tiptor, como de cosas por todos conocidas y hasta ol-
vidadas, de puro familiares.
Otras veces, Ruano actuaba de médium. Las llamadas al espíritu de
aquel gran bebedor de whisky, que pudo adornar un jardín entero con los
cascos vacíos, eran frecuentes, por no decir que diarias. «Arsenio —decía
la Nena—, manifiéstate con tres golpes». Y todos, ansiosamente, espera-
ban la triple llamada de quien, si hubiera podido, no se habría conformado
seguramente con tres, sino con treinta golpes< bien repartidos. Mientras
se hacía la invocación, todos permanecían con las manos extendidas sobre
una mesa pequeña. Así, en tanto que concentraban su atención en el espí-
ritu de Napoleón —que por lo visto es el más propio y asequible de todos
los espíritus—, Ruano se levantaba sigilosamente y, a paso de lobo, se di-
rigía a una alacena cercana donde guardábanse las bebidas. Alguna vez
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los goznes de la puerta chirriaban ásperamente y dejaban a Ruano en sus-
penso unos segundos, obligándolo a volver a toda prisa a su asiento. Pero
cuando el aceite con que Ruano suavizara previamente los chillones goz-
nes surtía el deseado efecto y ningún espíritu juguetón entorpecía su la-
bor, Ruano, tras la puerta de la alacena, entreabierta, adquiría la dosis de
paciencia que necesitaba para situarse en trance< En trance de quedar
dormido como un leño, cual le sucedió una noche. Los ronquidos lo dela-
taron vergonzosamente, haciéndolo incurrir, para su mal, en el enojo de la
Madisona, que en estas cosas del más allá se mostraba siempre intransi-
gente.
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La Madisona ha muerto. ¿Qué importa ya todo? ¿Para qué quiere las
joyas, si ya tampoco importan Menahem ni Carlos Massa? Otras manos las
acariciarán ahora mismo, de seguro. Otros ojos se recrearán en sus bellos
reflejos. La vida sigue su curso. El mundo continúa su caminar. Los hom-
bres, su peregrinación. Las mujeres< Otras mujeres vivirán también su vida
con las mismas joyas. Pero de igual modo, porque hay una justicia inma-
nente, desaparecerán también entre las sombras, como las de Nena Madi-
son, mientras la muerte ronda<
Mas he aquí que el ayer ha terminado y con él ha de acabar, asimismo,
la tarea del historiador< El ayer es casi hoy< Nuestra misión ha termi-
nado.
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LA CIUDAD BEBÍA EN LOS POZOS
No, no es verdad que «esto» matará «aquello» —decía don Juan Valera,
refiriéndose a las ideas que él reputaba inmortales. Las facultades huma-
nas no crecen unas a expensas de otras. Todas se desenvuelven sin perju-
dicarse. Y este mundo en que habitamos es por naturaleza no menos her-
moso, en el día, que cuando nuestros primeros padres despertaron a la
vida en el Paraíso, y por arte o habilidad nuestra está ahora más hermoso
gracias a la belleza y comodidad que le hemos ido añadiendo< Lo mismo
podemos decir, reduciendo la vastedad del mundo al ámbito de una ciu-
dad. De mí sé decir que cuando he visitado, por ejemplo, alguna de esas
antiguas residencias reales —el monasterio de El Escorial, más concreta-
mente— siempre he pensado cuán pobres eran las comodidades de la
realeza de entonces, si se comparan con las de que hoy pueden rodearse
incluso los que no ostentan corona. Igual ocurre con las ciudades a cuya
transformación paulatina hemos ido asistiendo. El poeta, desde su idea-
lismo, acaso tuvo razón para decir que «cualquiera tiempo pasado fue
mejor»< Mas nosotros, encadenados al prosaísmo y a la realidad descar-
nada y egoísta de la vida, hemos de agregar: «pero no más cómodo ni tan
confortable como el actual»<
Así habían de pensar también las amas de casa de hoy en relación con
el abastecimiento de aguas en Tánger. Hasta el año 1921, en que, tras al-
gunos tanteos preliminares, advino el alumbramiento industrial de las
aguas de Sharf el-Akab, la ciudad bebía en los pozos. Es decir que se
abastecía de agua en los innumerables pozos que rodeaban nuestra pobla-
ción, aparte de varias fuentes situadas en los puntos donde surgía a la su-
perficie alguna vena líquida soterrada. Entre los pozos de aquella época, el
más afamado, porque teníase su agua por la más pura, era el Pozo del
Francés, situado en la playa. También gozaba de cierta nombradía el del
señor Frasquito, situado detrás del actual Teatro Cervantes, si bien este
pozo había adquirido su renombre por el número de sanguijuelas que de
él se extraían con destino a los enfermos que las hubieran menester.
El número de pozos en que la ciudad bebía era bastante crecido. Todo
el perímetro urbano estaba rodeado de ellos, en una red bastante tupida y
estratégica. Aparte el del Francés, en la misma playa había otros más, en-
tre los que destacaba especialmente el situado junto a las casas de Mellado
o de Juanito el Malagueño. En el Marchán —la serie era grande—, en los
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Suanis, en la Calera de Paquete< Este último ha sido el de m{s larga vida,
pues siguió abierto hasta que, hace pocos años, fue cegado por haber caído
en él una niña, que resultó muerta.
Al comenzar la Sociedad de Distribución la explotación de los
manantiales de Sharf el-Akab, la Comisión de Higiene, previo el análisis
consiguiente, fue procediendo a la inutilización de aquellos pozos cuyas
aguas no eran recomendables para el consumo. Mas, al comienzo, no to-
das las viviendas estaban preparadas para recibir el agua de Sharf el-
Akab. Eran muchas las que aún carecían de la instalación adecuada, por lo
que tenían que valerse, si no de los pozos —que ya se habían cegado,
acaso un poco precipitadamente—, sí de los antiguos aguadores. A este
fin, la sociedad explotadora instaló en el muro que se alza frente a las ofi-
cinas de la Compañía Paquet una serie de grifos de donde llenaban sus
barriles y pellejos los aguadores que abastecían a la vecindad y que hasta
entonces se habían servido de los antiguos pozos.
Ante el brocal de aquéllos se agrupaban los vecinos con cubos y otras
vasijas para retirar de los mismos el agua que necesitaban. En torno a los
principales se veían también numerosos borriquillos y, a su lado, los ba-
rriles, que los aguadores iban llenando sucesivamente. Era una verdadera
hermandad ésta de los aguadores, todos negros, que se regían por un re-
glamento tácito escrupulosamente observado por todos. Uno de los agua-
dores se encargaba de ir colocando los tapones en los barriles. Y para me-
jor encajarlos tenía a su alcance una buena colección de trapos —restos de
camisetas desechadas— no todo lo limpios que fuera de desear. De todos
estos trapos iba el negro de turno sacando tiras que se adosaban a los ta-
pones de madera, para evitar que éstos saltaran con el trotecillo de los as-
nos. A lomos de éstos se realizaba, pues, el servicio a domicilio, hasta los
más apartados rincones. Había también otro servicio más modesto: el de
los guerraba, que, con un pellejo a la espalda, iban de casa en casa. Otros
estaban afectos al servicio general de limpieza pública. Hasta hace muy
poco tiempo hemos visto en la calle de los Siaguin algunos de estos gue-
rraba regando. Su habilidad era extraordinaria para ir sorteando el paso de
los transeúntes, entre cuyos pies dejaban caer pequeños chorros de agua,
con los que la calle quedaba concienzudamente regada. Era éste uno de los
pintorescos tipismos que aún nos quedaban y que hemos perdido a medida
que el progreso ha ido proporcionando otros medios, aunque no más efi-
caces, sí más rápidos. Que no en vano vivimos en el siglo de la precipita-
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ción a ultranza. Se corre ya por vicio, por esnobismo. Atravesar la barrera
del sonido es casi ya un juego de niños< ¡ Con lo tranquila y apacible-
mente que, a lomos de un borriquillo o de una mula, subíamos al Monte!...
dirán hoy los que entonces ya iban para viejos.
El ligero y gracioso asnillo con sus artolas 89 y, sobre ellas, los cuatro
barriles, en los que el agua borbota y rebosa, charolando las duelas. En el
suelo va quedando un reguero de puntitos húmedos, que el aire o la tierra
absorben. Al compás del tintineo de su campanilla de bronce, va el guerrab
con su pellejo rezumante bajo el brazo. Sobre el pecho, entre cueros que
rebrillan humedecidos, varios cacharros bruñidos, de bronce, que el se-
diento llevará tembloroso a sus labios. Ofrece el aguador su mercancía; el
brazo negro y membrudo presiona el pellejo; la espita metálica en una
mano, en la otra la campanilla de claro y limpio son, que es sobresalto y
unción en el {nimo de los católicos cuando la oyen recién llegados< En
los caminos del Monte, en los senderos, entre las huertas, junto a las zauías,
una tinaja a la puerta, sobre su boca una tabla y en ella un jarro de lata en
espera del caminante sediento< En los zocos, una lata cualquiera, un
cubo, no importa qué vasija llena de cristalina linfa y, a su lado, o detrás,
un moro que la ofrece a gritos al paseante, porque es dádiva generosa de
un creyente, del que el agua es merced ofrecida en promesa<
El agua no fluía aún de los grifos ni era regalo o frescor en las fuentes;
estaba encerrada en los pozos, en los aljibes o en las cisternas que muchas
casas tenían y cuidaban y encalaban antes de que las lluvias mojaran las
«cabañas»< No había tubo de conducción, pero la industria del hombre,
con su propia mano, hacía que el agua corriera de un lado a otro y llegase
a las casas, a los labios resecos del caminante y a los del pobre, castigado
por la flama del sol agosteño< Era una red invisible y tupida de canalillos
hipotéticos por los que el agua corría hasta las casas, tal vez no muy pura,
quizá no muy libre de presentidas contaminaciones, pero abundante,
fresca y útil en todas ocasiones.
A la evocación de aquellos negros que gozaban como una a modo de
exclusividad para el ejercicio de estos menesteres, uno se pregunta, cu-
rioso y, en cierto modo, preocupado: ¿Qué se hizo de aquel pequeño ejér-
cito de negros aguadores? ¿En qué rincón se escondieron, qué fue de sus
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barriles, de sus trapos para los tapones, de sus pellejos, de sus sandalias de
cuero sujetas con una tira al pulgar de ambos pies?... ¿Cuál será el nuevo
afán de sus días, en qué otra actividad se moverán sus negras piernas,
siempre húmedas y abrillantadas por el agua que escurría de los barriles o
pellejos?... Parece como si al conjuro de esos tubos soterrados que hoy lle-
van mecánicamente al gua hasta donde ellos la llevaban también, pero a
fuerza de viajes con los que el sudor perlaba sus frentes morenas y empa-
paba sus espaldas, hubieran huido en pavorosa desbandada hacia un re-
gión ignota. Una región en la que ya no han de temer esas avalanchas del
progreso, con sus hondas mutaciones ciudadanas, que van transformando
el vivir sosegado y sin prisas en este correr sin freno de hoy.
¡ Oh, tú, aguador que con tus barriles al hombro subías hasta las casas,
donde te esperaban siempre con ansia!... ¡ Oh, tú, guerrab incansable, en-
durecido por el continuo deambular por las pinas y estrechas callejas!... Yo
quiero dedicaros hoy este pobre pero emocionado recuerdo que desearía
llegase hasta vuestro actual refugio como una flor humilde sobre el mon-
toncito de piedras recién encaladas bajo el cual descansas, al fin, vuestras
piernas, o como una canción nostálgica velada por la lejanía, hasta el ig-
noto rincón en el que os refugiarais inactivos, cuando os cegaron los po-
zos. Aquellos pozos en que la ciudad bebía por vuestras manos y vuestro
afán.
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PRIMERAS ALAS SOBRE TÁNGER
En este singular escaparate de Tánger, ante el que cruzan sin cesar hom-
bres de todos los continentes, España ha ocupado de continuo un lugar
preferente. Tuvo siempre una primacía indiscutible, en el lugar y en el
tiempo. Españolas fueron las primeras escuelas que aquí se abrieron, con
los religiosos franciscanos al frente, iluminando las inteligencias juveniles
de varias generaciones con las primeras luces de la cultura. Español fue el
primer teléfono que marcó un hito primigenio en el desenvolvimiento de
la actividad comercial y en la comodidad general de los tangerinos. A Es-
paña se debió, asimismo, el primer tendido de fluido eléctrico que, aparte
la iluminación en la calle y en los hogares, abrió amplios horizontes y mo-
dalidades de muy varios órdenes en el desarrollo de las actividades loca-
les. Español fue también el primer teatro, en el que culminaron las mani-
festaciones artísticas de aquella época. Y en otras diversas gradaciones,
más modestas y menores en importancia, españoles fueron quienes aquí
dieran los primeros pasos en todos aquellos menesteres que no por mo-
destos son menos necesarios e imprescindibles en el dinamismo de cual-
quier ciudad. En este escaparate, expuesto a la contemplación del mundo,
nadie puede negar que lo español fue siempre lo primero, en muchas oca-
siones lo único y siempre lo mejor o cuando menos sin superación en el
mercado.
No se sorprenderán, pues, mis lectores, si les recuerdo hoy que españo-
les fueron también los primeros aviadores que volaron sobre nuestra ciu-
dad, hendiendo con las alas de sus aparatos la virginidad de la atmósfera
tangerina.
La proeza —porque entonces no hay duda que lo era, máxime teniendo
en cuenta lo imperfecto de aquellos aparatos—, la proeza, digo, fue reali-
zada por pilotes españoles que vinieron de la Zona Española. Estaba en-
tonces al frente de nuestra Legación en Tánger el diplomático y escritor de
nombradía don Mauricio López-Roberts, marqués de la Torre Hermosa. El
lugar elegido para el aterrizaje y exhibición, el campo del Country Club,
en Bubana. Allí se desbordó Tánger entero aquella tarde para recibir a la
escuadrilla española que vendría de Larache 90.
90Cinco años después, en marzo de 1919, aterrizó en Tánger otro avión. Fue entonces un
aeroplano militar francés, en un ensayo de transporte de la correspondencia aérea para el
Correo francés. Había salido de Rabat a las diez y media de la mañana y llegó a Tánger a
210
Ya en 1912 se había intentado un «raid» con carácter comercial y
exhibicionista desde Málaga a Tánger, pero dificultades de diversa índole
malograron el propósito. Esta vez, años más tarde, López-Roberts obtuvo
pleno éxito en sus gestiones para que de la Zona Española viniera una es-
cuadrilla de la base de Larache.
El día 6 de junio de 1914 fue el señalado para el singular suceso. Se ha-
bía anunciado la llegada de una sección compuesta por tres biplanos Far-
man, al mando del capitán Bayo. Con tal motivo, fue enorme la muche-
dumbre que se apiñó en los terrenos de Bubana para presenciar la llegada
de los aviadores españoles.
A las siete y diez minutos de la tarde, la multitud se agitó en un
estremecimiento de impaciencia y expectación. Miles de ojos se volvieron
con avidez hacia el horizonte, por el lado de Arcila. Allá lejos, recortán-
dose en el cielo azul y sereno de la tarde estival, avanzaban tres puntos
negros. Eran los tres aparatos esperados, cuyos perfiles se fueron mar-
cando poco a poco. Cuando volaron ya sobre el campo de Bubana, el cla-
moreo emocionado de la multitud fue atronador. Hubo también unos
momentos de inquietud, cuando los biplanos iniciaron el aterrizaje, dando
vueltas sobre el campo para perder altura.
El primero en tomar tierra fue el aparato pilotado por el capitán Bayo,
a quien acompañaba como observador el capit{n O’Felan, de Infantería de
Marina. Se posó suavemente, tras una impecable maniobra, coronada por
una cerrada y cálida ovación de la concurrencia. El capitán Bayo saltó
ágilmente a tierra, y a su encuentro fue el señor López-Roberts, quien le
estrechó efusivamente las manos entre los frenéticos aplausos del público.
Momentos después, aterrizaron los otros dos aparatos. Uno pilotado
por el capitán Pastor, de Ingenieros, con el teniente Seoane de observador;
y el tercero con el capitán White de piloto y un mecánico. Todos ellos fue-
ron objeto de un recibimiento entusiasta y enfervorizado.
La ovación irrumpió de nuevo cuando nuestro ministro, ocupando en
la carlinga el sitio del observador, se elevó en el aparato del capitán Bayo,
no sin antes colocarse el consabido casco de cuero. Conforme ascendía, el
señor López-Roberts saludaba, emocionado, a la multitud, que lo acla-
maba enardecida. Los vítores a España enronquecieron muchas gargantas.
las once y cuarto. El director del Correo francés, M. Villarem, fue a hacerse cargo de la
correspondencia al lugar del aterrizaje, a unos doce kilómetros de Tánger. El aparato
regresó a Rabat al otro día, a las seis y media de la mañana. Nota del copista.
211
El aparato sobrevoló primero el campo varias veces y enrumbó después el
casco urbano, sobre el que evolucionó también con gran seguridad y ele-
gancia.
Cuando, de regreso al lugar donde se elevara, el señor López-Roberts
descendió del aparato, el público, con un entusiasmo indescriptible,
aplaudió hasta el cansancio. López-Roberts obligó al piloto a saltar a tierra
para recoger el premio a su arriesgada labor. La ovación se hizo entonces
más densa y prolongada. El aviador español, con la cabeza inclinada, en la
mano el casco de cuero que era obligado llevar para las ascensiones, reco-
gió el fervor exultante de aquella muchedumbre que frenética lo aclamaba.
En suma, un día memorable en los anales de la vida tangerina. A pie, a
caballo, en borriquillos, en los coches de Piñero y de Suissa y hasta en al-
guno que otro auto de los pocos que entonces rodaban, la población de
Tánger acudió al campo y de él regresó, ya casi anochecido, haciendo los
naturales comentarios y todavía con la emoción del momento reflejada en
los semblantes. Aquella noche, en el Zoco Chico, en el Kursaal y en los
diversos lugares donde los pilotos españoles hicieron acto de presencia, el
público los recibía en pie, aplaudiendo sin cesar. No sé si aún vivirán estos
oficiales españoles. Si fuera así, seguramente que en su memoria y en su
corazón perdurará todavía el recuerdo de aquella tarde y la nostalgia de
aquellos aplausos sinceros de una multitud enfervorizada.
Una vez más, como ayer cuando nuestras carabelas rasgaron con sus
quillas, aventureras y valientes, la virginal tersura del Océano, otro espa-
ñol heroico, hijo de aquellos valientes conquistadores, paseó la bandera y
el prestigio por los aires jamás surcados, hasta entonces, de la ciudad de
Tánger. Los vítores enronquecieron las gargantas y los aplausos entume-
cieron las manos. Un hosanna de triunfo y alegría subió de la tierra hasta
el azul infinito como testimonio de admiración y entusiasmo hacia el
osado violador del espacio tangerino.
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CRUZ ROJA ESPAÑOLA Y CASA DE SOCORRO
216
guróse el día 8 de diciembre de 1916. En este local tuvieron las madres
franciscanas españolas su residencia y escuela, hasta que se trasladaron al
nuevo edificio de la donación Casa Riera, donde continúan hoy.
Con una instalación que en su época era perfecta y abundantemente
surtida del material necesario; con un servicio permanente de asistencia,
llevada a cabo desde el comienzo sin distinción de nacionalidades, aquella
Casa de Socorro fue, y sigue siendo, algo tan íntimamente ligado a la vida
tangerina, que provocó un clima tal de gratitud como hasta entonces no
había obtenido ninguna otra institución. Fue la casa de todos y para todos,
en la que también todos eran atendidos con la misma diligencia, el mismo
celo e idéntica eficacia. El primer año de su funcionamiento (1917), el nú-
mero de asistencias prestadas alcanzó la suma de 1 459.
Con esta Casa de Socorros creóse también un cuerpo de ambulancia,
compuesto por veinte camilleros uniformados que, al mando de Fernando
Domingo, realizó gratuitamente 104 servicios durante el primer año. Yo
lamento sinceramente que la falta de datos no me permita estampar aquí,
en obligado homenaje de admiración y reconocimiento, el nombre de
aquellos beneméritos camilleros que llevaron a cabo una labor tan merito-
ria, penosa en muchos casos, con una abnegación, entusiasmo y desinterés
dignos del más perdurable agradecimiento. Los que entonces fuimos testi-
gos de tal proceder —para el que todas las horas del día o de la noche eran
buenas— no olvidaremos jamás semejante prestación personal, que fue
secundada también con iguales virtudes por algunos elementos israeli-
tas 91<
Fuerza es reconocer que todo ello no hubiera sido posible sin el ahínco
sostenido y la tesonera voluntad de unos españoles que se llamaron José
Blando —alma y vida de esta obra—, Gómez Martín, Manuel Peña, Sie-
vert, Otero, Coronado, Llinás, Ricardo Ruiz, Sánchez Codda, Cerdeira
Sanz, Herencia, Atalaya, Ruiz López, Lúgaro, Palma< y otros muchos
cuyos nombres lamentamos no recordar hoy. De entre el elemento israe-
lita, que se sumó desde el comienzo con el mayor ardimiento a la idea,
recuerdo a Bendrao, Sabbah, Bentata (Isaac), Delmar (ambos hermanos),
Sananes< a m{s de otros varios que escapan de momento a la memoria.
Por el esfuerzo de todos ellos se creó en Tánger la sección local de la Cruz
91Con el tiempo y dado ya el auge adquirido por los modernos elementos rodados, más
en armonía con la extensión de la ciudad, esta sección de camilleros quedó anticuada, por
lo que se procedió a su disolución. Nota del autor.
217
Roja Española, tronco del que recibiera su savia vital la Casa de Socorro,
primer establecimiento de esta índole instalado en Tánger.
En lo que concierne, singularmente, a la Casa de Socorro, justo es recor-
dar la entusiasta cooperación del doctor don Samuel M. Güitta, quien
desde el comienzo aportó al nuevo organismo español su más rendido
celo y el hondo caudal de su experiencia. El doctor Güitta, incansable y
tenaz en la Comisión de Higiene, fue, años más tarde, en la Casa de Soco-
rro, un elemento que en toda ocasión dio pruebas de cálida solicitud y pa-
triotismo.
De aquel esfuerzo ejemplar, de tan señera suma de voluntades, segui-
dos hoy por otros hombres, que no ceden en ardor ni en abnegado desin-
terés a los fundadores, surgió la Casa de Socorro actual, transformada en
el centro perfecto para sus fines, en el que presta servicio un plantel de
médicos españoles, jóvenes, inteligentes y voluntariosos, que hacen honor
a la clase y a su Patria. Y surgió, asimismo, esa clínica de la Cruz Roja es-
pañola, dotada con los más modernos y adecuados elementos que exige la
cirugía moderna. A su frente se halla el doctor Amselem, urólogo desta-
cado, cirujano expertísimo, estudioso y joven, que, junto a eminencias de
Madrid y Londres, logró éxito y renombre, ganados en justa lid de inteli-
gente pericia.
Ha de perdonárseme si, olvidando mi papel de simple evocador de
otros tiempos, invade hoy mi pluma la época actual. Pero importaba des-
tacar en esta ocasión que si, como he dicho más arriba, algunas de las ini-
ciativas españolas pudieron ser mejoradas o modernizadas en el correr de
los años y la aportación posterior de elementos más acordes con los tiem-
pos actuales, ésta de la Cruz Roja, tan humana, con su Casa de Socorro y la
Clínica de Urgencia de hoy, podrá ser igualada quizá un día, pero nunca
superada por hoy. Que bien pude decir España de su obra en Tánger como
dijo de su pluma el Manco Inmortal después de escribir la peregrina histo-
ria del hidalgo manchego:
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EL PATRÓN DE LA CIUDAD RECIBE OFRENDAS
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No tenían aún estas fiestas la estudiada coordinación o, por mejor de-
cir, la «industrialización» que adquirieron después, cuando los organis-
mos interesados en la atracción de turistas les imprimieron mayor esplen-
dor, sin duda, pero restándoles su primigenio pintoresquismo o, si se
quiere, la frescura de la ingenua espontaneidad que a la sazón tenían y
que era, a no dudarlo, su mayor encanto.
Cada gremio se reunía sin preocuparse de lo que hicieran los restantes,
con absoluta independencia unos de otros, valiéndose cada cofradía de sus
propios medios. Hacían sus preparativos, elegían las ofrendas con arreglo
a sus disponibilidades y desfilaban con el mayor alborozo y entusiasmo.
La salida se iniciaba en la Mezquita Grande, y, lentamente, entre
banderas, cánticos religiosos —ensayados y aprendidos días antes— y
demostraciones de júbilo enfervorecido, pasaban por el Zoco Chico,
subían por la calle de los Siaguin, hasta el Zoco Grande, y enfilaban luego
por la calle del Consulado de España —hoy de si Buarraqía, hasta la resi-
dencia de la familia del santo venerado. Desde la noche antes quedaban
ocupados todos los balcones, terrazas, terradillos o cualquier otro lugar de
cierta elevación desde los que se pudiera presenciar el desfile. Familias
enteras, incluso con niños de escasa edad, tomaban posesión de estos mi-
radores improvisados, cuyos precios de alquiler se escalonaban con arre-
glo a su situación. Allí pasaban la noche, llevaban un petate en el que
dormir y hasta se hacían la comida o la llevaban hecha, para no moverse
ya durante todo el día.
El aspecto de las calles por donde se hacía el recorrido no podía ser
más pintoresco. Eran muchos los extranjeros que venían en estos días, sin
que nadie los incitase a ello —sólo por las referencias de otros que habían
venido anteriormente—, atraídos por el ingenuo tipismo de estas fiestas,
que sólo se celebraban en Tánger, por hallarse consagradas al venerado
patrón de la ciudad.
Ocupaban principalmente los lugares elegidos o alquilados las moras
con sus hijos. Hasta algunos terradillos ascendían por una escalera de
mano, que luego retiraban, con lo que sus ocupantes quedaban allí com-
pletamente aislados hasta que alguien volviera a colocar la escalera. Los
blancos jaiques femeninos —todavía no los había desterrado la moda
suelta de la chilaba— daban un tono más luminoso al incomparable con-
junto. Desde lo alto lanzaban su característico y entusiasta iu-iu, que reso-
naba vibrante al paso de las cofradías. Y entre la algazara de la muche-
221
dumbre apiñada en las calles, el acompasado batir de los tambores y las
agudas y gangosas notas de las chirimías, que acompasaban los cánticos
de los ofertantes, el ruido y el bullicio eran ensordecedores.
Había en estos desfiles un fondo indudable de religiosidad, pero tam-
bién de paganía con tonalidades fuertes que se clavaban hondamente en
las retinas. Los balcones del Casino Español, las terrazas de los cafés del
Zoco Chico, estaban totalmente ocupados por una densa masa de curiosos,
en su mayor parte europeos, que, desde primera hora, tomaban sus posi-
ciones. Todo hervía y se agitaba. Por las calles adyacentes fluían de conti-
nuo ríos de gente que para converger allí habían tenido que dar grandes
rodeos por otras varias callejuelas, porque sólo en los cortos intervalos de
una cofradía a la otra era posible aventurarse a descender contra corriente
por el río revuelto de la calle de los Siaguin.
Comenzaba el desfile desde las primeras horas de la mañana. Cada
gremio se esmeraba en que su atavío y sus ofrendas fueran los mejores.
Pero cada cual también había de supeditarse, naturalmente, a la cuantía de
los fondos que hubiera podido recoger. Y todos, asimismo, procuraban
que tuviera cierto destaque la característica esencial del oficio o gremio
que los agrupaba. Así, los verduleros del mercado, jinetes en asnos o mu-
las, unos cuantos, lucían al cuello rosarios de pimientos o cebollas, alarga-
das y verdes calabazas marruecas en guisa de sables, y, en la cabeza, a
modo de casco, sobre el tárbuch, media cáscara de sandía vaciada, o cala-
baza, según la estación. Venían también los aguadores con sus pellejos
vacíos, haciendo sonar todo el cobre de sus cacharros y las broncíneas
campanillas, cuyas lenguas tintineaban de continuo. O eran los camareros
de hotel, con sus rojas bedaia festoneadas y refulgentes y sus zaragüelles de
vistosos colores. O los camalos de la aduana, o los cafeteros, babucheros,
bacalitos, tejedores, comerciantes de Uad al-Hard{n< y un sinfín de gre-
mios más, cada uno con su nota especial que lo distinguía de los restantes,
pero coincidiendo todos en la misma alegría e idéntico entusiasmo. Y, ce-
rrando la marcha, el consabido animal —toro o buey, generalmente— que
entregaban al santo y que la familia de éste sacrificaba para repartir su
carne entre los pobres. Sobre los lomos del animal —que paciente y dócil-
mente los seguía paso a paso—, la alfombra, el haiti o la colgadura, cuya
calidad se ajustaba, naturalmente, a la cuantía de los fondos recaudados. A
veces, el sobrante crematístico iba sobre la alfombra o la bandeja ofrecidas.
Algunos gremios se conformaban con llevar al santo, sujetos con chinches
222
sobre pancartas de cartón, los billetes o bandejas de cobre con las monedas
de plata que habían recaudado entre los asociados. No faltaban tampoco
enormes bandejas con un servicio completo de té, en artística plata la-
brada< La generosidad corría parejas con la alegría y el alborozo y aquel
incesante cantar sin medida que al cabo de la jornada dejaba las gargantas
desechas y enronquecidas.
Carecían, quizá, estos desfiles de reposada solemnidad, pero tenían en
cambio una ingenuidad encantadora y un jugoso tipismo que en vano
hemos querido encontrar hoy, si es que alguien se preocupa ya en aso-
marse a estos desfiles.
El paso que la gente aguardaba con mayor expectación era el de los
soldados del Tábor. Pasaban éstos airosos, marciales, con sus guerreras
rojas de botones dorados y los amplios zaragüelles de paño también ber-
mejo; las vendas negras y los grandes zapatones claveteados, que los ha-
cían vacilar sobre las piedras del pavimento. Eran precedidos, con el natu-
ral estruendo y acompañamiento de la chiquillería alborotada, por la
banda de cornetas, chirimías y tambores, al frente de la cual se contoneaba
orgulloso y haciendo filigranas en el aire con su reluciente corneta el po-
pular Hamido, jefe y maestro de la banda. Viene luego la ofrenda. Entre
dos filas de soldados, sujeta por éstos, una gran alfombra de Rabat, a la
que se añadía, en ocasiones, un rico haiti de seda o cualquier otra prenda
ostentosa y rica. Y detrás, el toro, un hermoso animal gordo, reluciente y
bien cebado, al que sujetaban dos soldados por los cuernos pintados con
purpurina dorada, lo mismo que sus ungulados cascos.
En el Zoco Chico se detenían todas las cofradías diez o quince minutos
para que el público pudiera admirar a su sabor y aquilatar la valía de los
regalos que cada una ofrendaba al patrón de la ciudad. El tiempo de estas
paradas se consumía en cánticos a plena voz, entonados por todos con el
mayor ardimiento y unción. Después se ponían de nuevo en marcha y allá
iban, calle Siaguin arriba, donde hacían también otras paradas antes de
desembocar en el Zoco Grande.
Allí era más intenso el hervor y agitación de la muchedumbre. Abajo,
bullir y clamor a lo largo de apretadas filas de cabezas y ojos expectantes.
Arriba, en balcones y azoteas, iluminados por el sol caliente de mediodía,
racimos de jaiques blancos bajo cuyos pliegues de caprichosas líneas mon-
jiles se dibujaban borrosamente los contornos femeninos. Llevan ellas el
rostro medio oculto por la sutil sebnia y al filo de éstas los ojos inquietos y
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curiosos clavados en el pintoresco desfile. La mancha de jaiques blancos
salta luego a la calle, se encarama en las tapias de los cementerios aleda-
ños, corre a lo largo de aquéllas en todo el trayecto. De vez en cuando, so-
brepujando los rumores, miles de gritos agudos que se funden en una pe-
netrante y alargado, sostenido varios segundos en las gargantas femeni-
nas: es el clásico iu-iu de las moras, especie de galaico alalá que resuena
claro, viril y profundo como toque de clarines, ofrendado a la alegría del
momento<
Las cofradías siguen su lento desfilar hasta que llegan a la tumba de Si
Buarraqía, donde van depositando sus ofrendas, que luego habrán de re-
partirse los descendientes del ilustre muerto, quienes, a su vez, harán im-
portantes dádivas a los pobres.
Como las cofradías o agremiaciones eran bastante numerosas, los desfi-
les solían durar por lo menos dos días. Durante ellos, la emoción y expli-
cable curiosidad de nuestros amigos, los doctores Hernando y Sánchez
Covisa, fueron constantes. Ni siquiera para comer habrían querido sepa-
rarse un momento del balcón del Hotel Bristol, desde el cual presenciaron
un espectáculo con el que no habían soñado jamás. Durante el desfile ape-
nas hablaban. Se miraban uno al otro, como queriendo convencerse de que
estaban despiertos. Bentata y yo también nos mirábamos, satisfechos. Nos
mirábamos de distinta manera, gozando sinceramente con aquella honda
emoción que embargaba a nuestros ilustres amigos.
De ellos, sólo vive ya don Teófilo Hernando. Si sus ojos llegan a leer
estas evocaciones, querría yo que ellas lograran hacer revivir en su espíritu
las impresiones de aquel día que he intentado condensar en este capítulo.
Abrigo la seguridad de que a pesar de los años transcurridos y de las
aguas —claras o turbias, serenas o revueltas— que han corrido por el
hondo cauce de su vida, no habrá olvidado todavía lo que sus ojos vieron
con pasmo entonces. Visiones aquéllas en cuya preparación pusimos Ben-
tata y yo tanto cariño y esmero, en ofrenda, también —como las que ante
sus ojos desfilaron— no al Santo Patrón de Tánger, sino a los dos ilustres
amigos.
224
LA CABEZA DE ABDELKRIM
225
Pero nadie se movía. Nadie podía acorrerle en aquella trágica situa-
ción. Mientras tanto, los «jenízaros» que habían venido a buscarlo lucha-
ban, denodados, por amarrarlo con una soga de esparto a la caballería.
Ésta retrocedía, espantada y nerviosa. Uno de los cabileños acudió a rete-
nerla por el ronzal. En los bruscos movimientos hechos para sujetar al
preso, el que parecía jefe levantó los brazos y bajo la fimbria de su chilaba
corta y parduzca de cabileño dejó asomar el extremo plateado y corvo de
una gumía, sujeta en bandolera por un grueso cordón morado. Tenía este
cabileño una catadura siniestra y se le notaba que hacía grandes esfuerzos
para contener su verdadero impulso ante la resistencia de Abdelkrim.
Al fin, los cabileños lograron encordarle los brazos. Después, aupán-
dolo hasta los lomos de la caballería, tendiéronlo de espaldas sobre ella, la
cabeza a un lado y las piernas al otro. Echáronle luego una lazada por los
hombros, pasaron la cuerda bajo el vientre del animal y sujetaron el otro
extremo a los pies que colgaban.
El infeliz Abdelkrim, pese a las ligaduras, continuaba debatiéndose con
furia. Las contorsiones eran tan violentas que a veces parecía como si fuera
a rompérsele la columna vertebral. Colgábale la cabeza; los ojos salíansele
de las órbitas, congestionados por la postura. Le espumeaba la boca<
¡ Todo inútil! Uno de los cabileños apaleó a la caballería, que emprendió al
punto un trotecillo ligero, ladeando las ancas para hurtarlas mejor al cas-
tigo, y descendió por la cuesta abajo hacia la playa.
Abdelkrim seguía retorciéndose desesperadamente sobre los lomos del
animal. Gritaba aún de un modo trágico, con una voz que ahora ya era
casi un lamento escapado de las más hondas cavernas del alma. Las pala-
bras salíanle de los labios como sollozos, impregnadas en lágrimas. Y ni
siquiera se quejaba cuando uno de sus conductores, al intentar aligerar el
paso de la caballería, descargaba el palo no sobre las ancas del animal,
sino sobre las rodillas de Abdelkrim. Él sólo decía, entrecortadamente:
«¡ Maxi ketluni! ¡ Maxi ketluni!».
En la augusta quietud de la noche, bajo un cielo estrellado y sereno,
aquellos lamentos desesperados de un hombre joven y fuerte, amarrado
como un animal salvaje al lomo de una caballería que, imperturbable, iba
hundiéndose en las sombras, playa adelante, produjeron en mi ánimo un
efecto doloroso e inquietante. Hasta mis oídos llegaban, aunque cada vez
más apagados, los gritos de angustia de Abdelkrim, que, según sus pre-
sentimientos, avanzaba sin remedio hacia la muerte< ¡ Qué honda huella
226
dejó en mi ánimo de recién llegado a Tánger esta estampa de tonos som-
bríos y fuertes!...
—Pero ¿no es posible hacer nada? —interrogué con ansiedad a mi
amigo.
Mis palabras, como los trágicos lamentos de Abdelkrim, se perdieron
también inútilmente en la noche. Hoy comprendo que mi amigo no tenía
nada que contestar. Por eso callaba. Pero yo creí entonces que el corazón
de Carrillo estaba seco. Y lo miró con odio y tristeza a un tiempo.
***
Al otro día, muy temprano, vino Carrillo a buscarme al Hotel. Venía a ca-
ballo y me traía otro ensillado.
—¿A dónde vamos? —le pregunté en un tono despegado, todavía
resentido por su silencio de la noche anterior.
—¡ Monta y lo verás! —me respondió con sequedad.
Por la Cuesta de la Playa bajamos hasta el Terraplén. De allí nos acerca-
mos al borde del mar. Y, ya sobre la arena, Carrillo puso su montura al
galope. Yo lo seguí silencioso.
No sé cuánto tiempo tardamos ni hasta dónde llagamos. Sólo sé que
nos detuvimos ante un grupo de peñascales, en un lugar agreste, a pocos
metros del mar. Allí, en el suelo, en un charco de sangre, un cadáver hu-
mano del que faltaba la cabeza. Ésta había sido cortada de raíz. Por el cue-
llo, segado de un tajo violento y enérgico, se había escapado toda la san-
gre, salpicando los palmitos y empapando la tierra. El cadáver tenía toda-
vía las manos sujetas por una cuerda de esparto. Abajo, en la arena, junto
al agua que la besaba suavemente, una cabeza pelada, sin turbante ni tár-
buch. Los presentimientos de Abdelkrim se habían cumplido: «¡ Maxi
ketluni! ¡ Maxi ketluni!».
Allí estaba su cabeza, pregonando la certeza de sus predicciones. Aún
tenía los ojos abiertos y en ellos retratada la misma ansiedad e idéntico
terror que yo le había visto en vida a la incierta luz del farolito de la Tene-
ría.
227
LA HISTORIA ENTERRADA
Los muertos no son vistos ni oídos, pero son testigos
de todo.
Lao Tse, filósofo chino.
228
se mueren del todo, que algo de su esencia queda entre nosotros, vigi-
lando nuestros actos!
Hay aquí una zona en la que los pies se hunden entre una mullida
alfombra de hierbas, la hierba que nace con el olvido, la que crece pujante
y lozana, sin trabas, cuando la amistad o el cariño no han impedido, con
sus pisadas, el libre crecimiento. Es la zona de los por siempre olvidados,
de los que fueron desposeídos totalmente de esos hilos impalpables, pero
fuertes y alentadores —ternura, pasión, amor, lágrimas—, que aún nos
ligaban al recuerdo de unos vivos< No, no hay que dejar crecer la hierba
en el jardín de los afectos, dicen los chinos. Y en ese trozo de cementerio
por el que ahora caminamos pasito, como si temiéramos poner los pies
sobre algo vivo todavía ¡ cuánta hierba ha crecido! ¡ Cómo se han secado
las fuentes del corazón!
Aquí, en esta zona casi boscosa, entre los matojos del abandono, hemos
encontrado —sola, aislada, cubierta con la pátina inexorable del tiempo;
triste y desamparada— la tumba de ¡ Manolo!... Así reza, escueto, el breve
epitafio, con un laconismo amargo: «¡ Manolo!»< ¿Quién era Manolo?
Sólo sabemos que era joven —¡ muy joven, Señor!—, dieciocho años, y que
a esa edad ya le pesaba la vida, más, mucho más que esta gran losa que
hoy cubre sus restos, si es que algo material queda aún de lo que fueron
sus restos. Manolo olvidó un día aciago que la vida de que gozaba no era
suya y, por tanto, no le pertenecía. Olvidó que no le es dable al hombre
romper por sí mismo el lazo que lo liga a su Destino. Y él rompió ese lazo
¡ a los dieciocho años! Al caer en esa zona mullida donde la hierba crece
frondosa, ¡ sí que se hundió para siempre el infeliz Manolo!...
En esta zona de los olvidados, donde los muertos no son nada o no son
más que polvo y miseria, encontramos también una Emma que pereció
asesinada —¿a manos de un enamorado, de un felón o de un salvaje cual-
quiera?— y asimismo la de ese joven José María Almagro que, a los vein-
titrés años, trabajando en la construcción de las escaleras de las casas de
Renschhausen, murió aplastado por unas piedras la misma tarde de No-
chebuena, cuando impacientes lo esperaban en su casa para festejarla.
Sucesivamente vamos pasando ante otras tumbas de olvidados, cuyos
nombres desciframos con trabajo a través de las huellas que el tiempo ha
dejado: Georges Salmón, jefe de la misión científica de Marruecos; Rudolf
Schütz, sobrino de Perdicaris, el americano secuestrado un día; Charles
Camle Lacarthon, canciller del Consulado de Francia; Federico Otero
229
Veiga, maquinista mayor del Numancia; Ernest Williams, Ricardo Melga-
rejo, representante del Banco de España, y otros cuyos nombres no des-
piertan en nuestra memoria ningún recuerdo, porque reposan aquí desde
hace más de medio siglo.
He aquí una tumba del año 1886. Nuestros ojos tropiezan con un epita-
fio de menguada estructura ortográfica. Es la de un niño de tres años que
subió al sielo en Tanje en mayo de dicho años. Sus desconsolados padres le
dedican este requerdo.
Cuando volvemos los pasos en busca de la puerta de entrada, hallamos
varias tumbas de extranjeros. Ahí están Walter and Lady Grove, accidentally
drowned at Ravebrook Near Tangier< Junto a ésta vemos la de John
MacLean, fundador del hotel de su nombre, que aún subsiste en el Zoco
Grande, junto al Cavilla. Y casi en la misma entrada, esta otra cuya lápida
reza así: Valéry Théobald Guillaume de Vienes de Panthe, que sucumbió
víctima de su deber (victim of his duty) el día cinco de marzo de 1895.
Buscamos la tumba del doctor Cenarro, que murió el año de 1898. Con
el corte hecho en este cementerio para dar margen a la actual calle de Josa-
fat, el sepulcro del fundador de la Comisión de Higiene ha quedado arrin-
conado, medio oculto en un ángulo de la entrada. Allí está el pequeño
obelisco y en él la efigie del doctor, con la barba partida y los ojos inteli-
gentes de agudo mirar. Aunque no en la zona de los definitivamente olvi-
dados, el doctor Cenarro ocupa lugar preferente entre los ya arrinconados.
En estas tumbas es muy raro hallar unas flores —como no sea metáli-
cas, enmohecidas por la acción del tiempo— que denoten una herida
abierta todavía. Todo es olvido. Si el espíritu humano, como decía Víctor
Hugo, es superior a las generaciones, algo intermedio entre Dios y el
hombre, algo impalpable como la luz e inaccesible como el Sol, no lo em-
pequeñezcamos con nuestra mentira. Si los muertos no ven, ¿para qué en-
gañarlos con nuestra falacia? Si son algo más que cenizas, no los busque-
mos en la Tierra, sino en nuestra conciencia, y recémosles no con los la-
bios: con el corazón.
Al salir encontramos el único signo viviente de este viejo cementerio
abandonado: un gallo. Un gallo que, sobre la sepultura del niño que subió
al sielo, lanza al aire, como un reto avasallador, su estallante quiquiriquí.
Su bravuconería armoniza mal con la cobarde y precipitada huida que
emprende al acercarnos<
230
Un cementerio jardín
Tienen estos cementerios, que por antonomasia llamamos «ingleses»,
una gaya alegría de jardines que no se encuentra en otras necrópolis. Pa-
seos y arriates floridos entre las cárcavas; bancos donde los vivos pueden
rememorar a sus muertos; árboles por entre cuyas ramas altas se filtra la
luz que irradia del cielo, en el que se recortan las hojas< En verdad que si
no fuera por estos sepulcros que corren a ambos lados de los frondosos
jardines, nadie creería hallarse entre restos de amigos, conocidos o pa-
rientes, trocados ya en polvo por la acción del tiempo. Y para que la im-
presión de lugar público, aunque recoleto, sea más completa, nadie viene a
mi encuentro; no hay aquí nadie que guarde el recinto, más que el propio
que lo visita.
Cuando la vista se extiende buscando un límite, no es la monotonía de
una tapia lo que los ojos encuentran, sino una cerca de arbustos, de flores
o de cañas verdes, por entre las cuales se columbra una calle, donde la
vida sigue su curso eterno, inmutable, y los hombres sus afanes.
Aquí, también la tierra va resultando pequeña para contener tanta
huesa. Apenas se entra, no hay tiempo de recoger el ánimo ni de que los
ojos se engañen con el verdor balsámico de estas avenidas. En la misma
entrada ya os asaltan las sepulturas sobre cuyos sencillos laudes campean,
todavía frescos, los nombres de sus ocupantes. Vienen en tropel. Os aco-
san. Son los últimos «inquilinos» que arribaron no se sabe de dónde; acaso
no tuvieron tiempo de adentrarse o tal vez no hallaron sitio allá, más al
fondo, donde otros adquirieron antes el derecho de permanencia, cuando
cada cual pudo acomodarse libremente en esta tierra que entonces parecía
holgada< Los últimos que llegaron son hoy los primeros en recibiros. No
han podido dejar mucho espacio entre ellos. Una losa, una cruz y, en se-
guida, casi rozándola, otra y otra y otra. Las fechas indican una continui-
dad fatídica de epidemia o de guerra. Sí, ¡ es la guerra! Y por el tropel, y
hasta diríamos que por la diligente sucesión, un poco atropellada, con que
se alinean en grupos compactos, nos los imaginamos jóvenes. Aviadores,
pilotos, observadores. Tal vez eran lo más florido de una juventud malo-
grada por la barbarie humana. No queremos mirar, no queremos saber
cómo cayeron, ni siquiera cómo llegaron hasta aquí. Tal vez sin tiempo
para escoger otro sitio, se agruparon a la misma entrada, como con prisa
por tenderse ya —¡ qué cansancio, Dios mío!—, tenderse ya cuanto antes y
dormir, descansar para siempre, no importa dónde ni cómo. La sigla se
231
repite con frecuencia en el m{rmol: RAF, RAF< Ante los ojos, los núme-
ros bailan su macabra danza: 20, 21, 22< ¡ 18 años! Y a los labios llega,
entre temblores de sollozo, la misma pregunta: «Pero, ¿es posible morir,
caer para siempre, a los dieciocho años?».
No quiero detenerme por más tiempo y avanzo. La primera tumba
antigua con que tropiezo ahora es la de Sir Reginald Lister, Ministro Ple-
nipotenciario de la Gran Bretaña en Tánger, muerto el día 19 de noviem-
bre de 1912. La fecha y el nombre traen a mi memoria un tropel de recuer-
dos. Apenas llevaba yo un mes en Tánger 92. Fue éste el primer entierro al
que asistí en funciones de informador periodístico.
En bien poco estuvo que no pudiera llegar a tiempo al acto por causa
de una aglomeración en el Zoco Grande, donde la gente presenciaba el
paso de una cofradía de «hamacha». La muchedumbre era densa. Entre
una compacta fila de moros curiosos iban los de la secta fanática, gesticu-
lando y saltando; sus gritos roncos, sus contorsiones epilépticas, que me
trajeron a la memoria aquellas otras de los jansenistas de París, ante la
tumba de san Medardo, ponían espanto en mi ánimo de recién llegado a
quien, además, se había aconsejado la prudencia de no destacar dema-
siado entre los curiosos. Resguardado al socaire de varios jaiques, pude
ver cómo uno de aquellos exaltados, al aire la indómita trenza enmara-
ñada —que destaca sobre el resto del cráneo afeitado—, medio fuera de
sus órbitas los ojos, de extraviado mirar, llevaba en las manos un trozo de
carnero sangrante, palpitante aún, que les habían ofrendado al pasar, y en
él clavaba sus dientes con saña, devorando hasta los sucios vellones que
aún cubrían la carne del animal. Otros lanzaban al aire grandes bolas de
hierro, cubiertas de pinchos, para recibirlas luego en sus pelados cráneos.
De éstos afluía la sangre casi a borbotones y corría después a lo largo de
sus cuerpos, mal cubiertos por unos harapos astrosos. Más violentos que
los «aisaua» son también los «hamacha», muchísimo más temibles por su
ciego fanatismo, que no se detiene ni ante sus propios correligionarios. En
varias ocasiones, algunos europeos imprudentes, que se atravesaron en su
camino fueron desnudados en un santiamén y los trozos de sus ropas des-
garradas devorados con fruición.
Al fin, pasaron los «hamacha» y pudimos atravesar el Zoco para llegar
al cementerio inglés, donde ya entraba el cortejo fúnebre que acompañaba
¿? O está equivocándose aquí, o el dato que hasta ahora había manejado yo es erróneo.
92
232
los restos del ministro fallecido. Allí estaban el presidente del Consejo Sa-
nitario, todo el Cuerpo Diplomático y otras autoridades. Era una mañana
bastante soleada del otoño tangerino. En el cementerio, la arboleda se
mantenía verde y jugosa, con ese verdor perenne de la hermosa campiña
tangerina. Todo era para mis ojos nuevo, exótico: el Zoco Grande, con su
bullicio mañanero, aquel ir y venir de albos jaiques femeninos y pardas
chilabas campesinas; los puestos de abigarradas y extrañas mercancías —
especias de cien colores y fragancias, productos diversos presentados de
forma singular y para mí desconocida, de la rudimentaria cosmética fe-
menina del país—, las pequeñas mesas de pastosas golosinas, con llamati-
vos colores, a cuyo alrededor sobrevolaba, zumbando, una nube de abejas,
atareadas en su intuitiva labor de succión, bajo la pasiva actitud del pa-
ciente vendedor; el ir y venir de los heterogéneos compradores haciendo
equilibrios por entre las verduras alineadas en el suelo; el inquietante so-
nar de viático producido por las campanillas de los vendedores de agua,
con sus charolados pellejos en bandolera; los gritos del narrador de cuen-
tos, de cuyas picantes o jocosas historietas estaba pendiente un auditorio
simplón que en su torno formaba corro, acuclillado; los saltos y piruetas
con que el «maalem» esgrimidor paraba los asaltos de un espontáneo en el
manejo del palo; el encantador de serpientes, dejando que los buidos col-
millos del reptil muerdan con saña en su lengua o en sus bembos de ne-
gro; el ciego astroso, en curiosa cadena con otros cuantos desgraciados,
todos ciegos, entonando la misma letanía implorante: mendicidad en co-
mandita que yo no había visto jamás. Y en rudo contraste con los tonos
sombríos de aquella humanidad agitada, la bella polifonía de unas flores
que vivifican sus perfumes en el agua de unos cubos renegridos o unas
simples latas, alineados ante una mora monstruosa, sentada sobre sus
piernas cruzadas. Una mora con un enorme sombrero de palma y un jai-
que deslucido con el que envuelve sus fofas y abundantes carnes de ma-
trona desechada. Todo aquel conjunto extraño de colores y formas, en
zumbante rebullir de colmena, bajo el sol de la mañana otoñal, me atraían
y alejaban casi por completo de aquel otro espectáculo triste, ceremonioso
y un poco engolado de los diplomáticos y autoridades locales en torno al
ataúd del ministro muerto. A mi mente han acudido arracimados los re-
cuerdos de aquel día, al enfrentarme hoy con este enorme sepulcro bajo el
cual reposan los restos del diplomático a cuyo entierro asistí yo una ma-
ñana del mes de noviembre de 1912.
233
Al hablar de las flores del Zoco Grande, justo es consignar que nadie
como Benitah, el actual poeta abstracto de la Fuente Nueva, ha cantado no
ya la belleza, pero hasta la utilidad de las mismas. De los setecientos sone-
tos —no entremos en la calificación de la nueva escuela— de esa ingente
colección de sonetos, éste de las flores del Zoco Grande considero opor-
tuno reproducir aquí. La métrica, el ritmo, los giros< Todo es suyo,
nuevo, en exclusiva y sin la tutela de viejas y manidas reglas, como aque-
lla que el cuitado Lope de Vega marcara un día, cuando quiso complacer a
Violante. He aquí, en toda su integridad literal y ortográfica, esta muestra
sin igual de la nueva escuela de Benitah, el poeta abstracto (¿?) de la
Fuente nueva:
234
Toronto (California) —así reza su lápida—, que vivió y murió en Tánger 93.
Antes de llegar al límite de esta avenida se me interpone otro sepulcro
aislado en el que escuetamente aparece esta inscripción, que me sorprende
por su laconismo: «Perry Watson, Ph. D.».
Cuando levanto la vista de este leve epitafio, encuentro u n muro de
tierra que señala el límite del cementerio por este lado. Arriba, en la me-
seta que forma el desnivel del terreno, unos cuantos borriquillos con las
testas juntas parecen asistir a una callada reunión filosófica. Los burros,
con sus grandes y húmedos ojos, miran los sepulcros vecinos, desparra-
mados bajo ellos aquende el seto que separa el desnivel.
Oteando la vecindad
Al salir de este cementerio jardín, lo hago por el sendero que linda con
el cementerio musulmán, inmediato al Consulado británico. El desnivel es
allí muy pronunciado, por lo que, desde mi atalaya, abarco casi totalmente
el lugar cuya entrada me está vedada. La hierba crece en él libremente. No
hay caminos ni nada que ponga límites al paso de los creyentes que lo vi-
siten. Los sepulcros carecen de alineación regulada y aparecen aquí y allá,
sin un orden preconcebido. Todas las fosas están cavadas de Este a Oeste,
de modo que el cadáver, inclinado sobre el costado derecho, mire hacia el
quibla, es decir en dirección a Oriente. Algunas sepulturas están circunda-
das por un pequeño muro de color azulenco.
Entre los musulmanes, la muerte, aunque sentida, no es llorada por los
hombres, quienes la aceptan, resignados, como un designio de Dios. Las
mujeres sí lloran y gritan y se arañan el rostro, como aquellas nuestras an-
tiguas plañideras, que las familias alquilaban para este menester. Yo he
visto, sin embargo, llorar a un padre la muerte de su hijo predilecto. Cier-
tamente lo hacía sin ruido ni agitaciones. Las lágrimas le saltaban de los
ojos contra su propia voluntad. Y como protesta contra este río silencioso
que el dolor hacía correr por su apenado rostro, el desventurado padre
pasábase con fuerza, hacia arriba, un dedo por las mejillas, como que-
riendo hacer que las lágrimas volvieran de nuevo a los ojos, de donde no
debieron haber salido, para no incurrir en la cólera divina<
Los entierros de los musulmanes no pueden hacerse más que a las ho-
ras de las tres oraciones del día: ed-dohor, el áasar y el-magreb. Cuando la
235
muerte acaece después de la última oración, se deja el entierro para la
primera del día siguiente. Los tolba rezan ante el cadáver —conducido
hasta allí en unas angarillas o en-nax, entre los cánticos de acompaña-
miento— todas las suras del Corán. Mientras se efectúa el enterramiento,
leen el iasín< Los acompañantes desfilan luego ante los miembros de la
familia con la fórmula Al-lah iadden el-áyar, equivalente a la nuestra por la
que expresamos nuestro pésame. El luto de la familia dura cuarenta días,
y en último —el arbaaín— se hace un sadaka o limosna a los pobres, en el
mismo cementerio 94.
El retirarme definitivamente de mi observatorio, veo allá arriba, en lo
más elevado del declive, un grupo, en cuclillas, que alrededor de una se-
pultura reciente come el alcuzcuz que la familia ha ofrecido a los tolba y
acompañantes del difunto.
94Es muy probable que este párrafo lo haya escrito o asesorado mi padre, porque mi
abuelo apenas sabía árabe. Nota del copista.
236
ríase que aquellos bloques quedaron allí después de un cataclismo geoló-
gico que conmovió las entrañas de la tierra. Apenas queda lugar libre por
donde caminar. Sólo hay un sendero central y algunos muretes de leve
altura, que seccionan las acumulaciones. Y, aun así, en este mismo sendero
central se interponen también, atravesándose a los mismos pies del visi-
tante, algunas tumbas antiguas sobre cuyas laudas 95 no quedan ni los más
leves trazos de las inscripciones que llevaran. Estas sepulturas antiguas se
caracterizan porque no tienen sobre sí el bloque marmóreo que sobre las
otras pesa. La fosa propiamente dicha está cubierta sólo de una piedra
natural, baja, oscura y pobre, donde el musgo ha puesto una pátina ver-
dosa y áspera, borrando las antiguas inscripciones en caracteres hebreos.
A su alrededor, en variadas y contrapuestas orientaciones, se ven en un
hacinamiento agobiador los bloques de mármol de más de medio metro
de altura, en diversos colores, que gravitan, como puerta infranqueable,
sobre las terrosas sepulturas. En esos bloques van grabados a cincel los
epitafios en caracteres hebreos. Algunas de estas inscripciones están tra-
ducidas, pero todas al español. Detalle simpático, que comprobamos con
agrado y en el que vemos confirmada, una vez más, nuestra opinión de
que debemos en gran parte a los hebreos la permanencia de nuestro
idioma en Marruecos. En las bodas entre sefardíes subsiste todavía la vieja
fórmula de los duros de Castilla, palabras que se pronuncian en español
dentro del Templo.
En medio de esta singular anarquía, donde las tumbas no guardan nin-
gún orden, en la que los bloques de mármol parece que se empujan unos a
otros, disputándose la tierra que han de cubrir, hay, sin embargo, una
norma que no se altera: la separación de sexos, que tiene imperativo pri-
mordial entre los pueblos orientales. Las mujeres y niñas a un lado; los
hombres y niños a otro.
Saltando de una en otra, perfilándonos para pasar entre varias que es-
tán demasiado unidas; subiendo, bajando o saltando, nos detenemos ante
algunas de las que ostentan inscripciones traducidas. He aquí una que
atrae nuestra atención. Es de una joven que murió a los veintitrés años,
cuando sólo llevaba uno de casada. En la vida se llamó Simita. Ella misma
habla en el mármol que la cubre:
95 Antes hemos escrito «laudes». Ambas formas valen. Nota del copista.
237
vienen a llorar al pie
de este mármo frío;
sus lágrimas las recibo
como gotas de rocío.
238
man Pinto, que en agosto del año 1929 pereció ahogado por salvar la vida
de un militar español, el capitán Sánchez Zamora, a quien había arras-
trado el fuerte oleaje en nuestra playa. Abrazóse este con tal ansia a quien
intentaba salvarlo, que ambos se hundieron para siempre. La abnegación y
el heroísmo del joven Maman bien merecieron este suntuoso mausoleo de
mármol que le fue regalado por suscripción popular.
239
empavorecidas y sin freno. Los que por desgracia caían en la huida eran
cruelmente pisoteados por los siguientes. En algunos sitios, entre los ado-
quines del Terraplén, una húmeda macha oscura marcaba el lugar donde
la sangre de una víctima había dejado su dolorosa huella. Durante algunos
minutos, que parecieron siglos en la noche fatídica, no fue posible saber lo
que había sucedido, ni nadie se preocupó de otra cosa que no fuera ale-
jarse instintivamente de aquel peligro, cuyo origen se ignoraba, pero cuyos
terribles efectos se veían.
Al fin, en medio de aquel caos se hizo un poco de orden, y la agitación
alocada de la multitud, aquel flujo y reflujo de mar encrespado y violento,
fuéronse encalmando. El lastimero gemir de los heridos oíase ahora con
más precisión, y el horror de la tragedia se revelaba ahora en toda su
magnitud. Hombres y mujeres corrían de un lado para otro con las vesti-
duras en llamas. Eran como teas humanas en ignición, que bailasen en las
sombras de la noche una dantesca zarabanda al compás de sus propios
alaridos, infrahumanos, de espanto y dolor.
Ante la evocación, vuelve a los ojos todos el horror de las sombras
encendidas danzando, y a los oídos el tétrico ulular, aquel ronco gemir de
los que sentían sus carnes mordidas y socarradas por el fuego. Las manos,
temerosas de avivar con su contacto el dolor de las quemaduras, se alza-
ban implorantes al cielo, como si de allá arriba esperasen el remedio a este
tormento urente que les vino de la tierra.
Todavía no me he explicado cómo, desde las casas de Renschhausen —
donde me hallaba con una familia amiga— me encontré en unos segundos
casi en el mismo centro de la tragedia. Lo primero que mis ojos vieron fue-
ron las contorsiones de una señora que, con las vestiduras envueltas por
las llamas, se debatía horrendamente. El fuego, avivado por el viento, de-
voró en pocos instantes sus ropas y la infeliz se retorcía con las carnes he-
chas una pura llaga. Quejábase ya sin fuerzas, como un niño. En una de
sus piernas conservaba la media intacta, así como el zapato. La otra media
había ardido sobre la carne y toda ésta, hasta la cintura, era como una
llaga negruzca de la que manaba un olor viscoso, grasiento, que le corría
hasta el pie requemado. Le había ardido también el sombrero y tenía la
cabellera chamuscada< Para tenderla sobre una de las camillas de la Cruz
Roja Española —cuyos camilleros acudieron rápidamente— fue preciso
envolver a la desventurada señora en una manta, porque las manos res-
balaban a lo largo de la carne socarrada. El menor roce arrancaba de su
240
garganta gritos desgarradores< Esta señora era Doña Franca, esposa del
Gran Rabino, señor Benchimol, y fue una de las primeras personas en
quien fatalmente prendiera la terrible llamarada del comienzo. Con ella vi
también a su hija Biba, cuyos lamentos conmovían. De las prendas que
vestía sólo le quedaban unas ballenas del corsé, que, enrojecidas por el
fuego, se le quedaron adheridas, incrustadas a su cuerpo joven, terrible-
mente lacerado. El bello y aniñado rostro se conservaba intacto. Estaba
muy pálida, los labios contraídos por el dolor y como si de ellos fuera a
estallar un sollozo. Tenía en los ojos retratado el espanto, como aterroriza-
dos por el recuerdo de aquel abrazo urente que la envolvió toda y prendió
en su carne virgen< Ni la madre ni la hija pudieron sobrevivir a la grave-
dad de las quemaduras y ambas murieron aquella misma noche.
Con ellas ardió asimismo otra jovencita de quince años, Rafaela Rodrí-
guez, a la que también vi retorcerse como una posesa, intentando apagar
con sus propias manos el fuego de sus vestiduras. Aullaba de dolor, más
que gemía, y cuando los camilleros se le llevaban hacia el Hospital Espa-
ñol —donde murió en la madrugada siguiente— de entre sus labios rese-
cos, temblorosos, se escapaba un lamento infantil, una imploración angus-
tiosa y repetida, de niña abandonada: «¡ Mamaíta, ven! ¡ Mamaíta, ven!».
Tras ésta lleváronse también en otra camilla, horriblemente deformado,
como un monstruo negro y purulento, al niño Pedro Tijera, de catorce
años, que murió al día siguiente. Una señora inglesa y algunas moras cu-
yos jaiques ardieron fulminantemente, como si hubieran sido de papel,
completaron la fatal lista de los muertos en aquella terrible noche. El nú-
mero de heridos de todas clases se elevó a más de un centenar. No ha ha-
bido otra catástrofe semejante en muchos años.
En la Casa de Socorro de la Cruz Roja Española fueron curados sesenta
y cinco heridos en menos de tres horas. Y a este esfuerzo gigantesco, reali-
zado con el agobio apremiante de una atención que no admite espera, se
unieron también los Exploradores Españoles, niños en su mayor parte, que
dieron pruebas de un gran espíritu y que prestaron servicios en muchos
casos superiores a sus fuerzas. Otero, La Guardia, Serruya, Blanco, Ata-
laya, Romero, Gallero, Quero, Villalba, Chinchilla, Lama, Pérez del Pino,
Benoliel, Lorente, Ruiz, Vergara, Guerrero, Alba< Son los apellidos que se
ungieron con la admiración pública por su conducta aquella noche de pe-
sadilla. Con ellos hay que recordar también a los camilleros de la Cruz
Roja Española, que, dirigidos por Fernando Domingo, Emilio Méndez y
241
otros, hicieron fatigosos viajes, cargando con los heridos para llevarlos
desde el Terraplén hasta la Casa de Socorro, establecida a la sazón en un
callejón donde estaba el Telégrafo Español, a más de los transportes he-
chos hasta los diversos hospitales.
Fue, en verdad, una noche alucinante, intensamente trágica, cuyos por-
menores han vuelto a vivir en mi memoria a la vista de esta tumba de
Doña Franca y su hija.
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FLORES A MERCED DEL ESTRECHO
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¡ Fue en vano todo! Ni los gritos, ni las carreras alocadas en busca de
una salida ya imposible; ni aquella honda angustia reflejada en los bellos
rostros, asomados a la borda, con los ojos muy abiertos por la sorpresa,
pudieron impedir que el buque avanzara hacia la blanca torrecilla de Ma-
labata. ¡ Todo fue inútil, amigas! Esterita y Messody, Rica y Fortuna, Bidy
y Lunita, iban ya Estrecho adelante, con rumbo imprevisto hacia Algeci-
ras.
Al estupor de los primeros instantes sucedió más tarde la resignación
fatalista de lo irremediable. Todavía había lágrimas en los bellos ojos; aún
conservaban las boquitas un mohín de disgusto, cuando algunos rostros
empezaron a serenarse lentamente. La juventud se impuso pronto, y la
risa empezó a retozar en los labios. Los novios —«¡ Claro (comentaba Este-
rita), a ellos qué!—, los novios fueron los primeros en romper con su risa el
hosco silencio. La tragedia se trocaba en sainete.
—¿Qué haremos en Algeciras con estos trajes? —preguntaba Bidy, con
ese tono acongojado de los niños después del llanto.
—¿Qué dirán nuestras familias? —añadió Fortuna, más consciente de
la rígida severidad de la época.
El capitán del Silvestre acudió a suavizar postreras inquietudes. Había
sido una gran contrariedad de la que no pudo percatarse desde el puente,
atento como estaba a la maniobra de levar el ancla. Pedía perdón, contrito.
Y asomó al punto la nunca desmentida galantería del marino: se había
cursado un radiograma al consignatario de Tánger, para que tranquilizase
a las familias. Además, las chicas quedaban invitadas por él a cenar en el
barco, donde dormirían, asimismo, aquella noche.
Antes de llegar a Algeciras —con excepción de Lunita y la novia, que,
muy pálidas, reflejaban en sus rostros las crueles angustias del mareo—,
todas reían y francamente y, acompañadas de un oficial y el radiotelegra-
fista del barco, iban de un lado a otro, alegres y despreocupadas, como si
el incidente estuviera ya muy lejano.
Y, a la mañana siguiente, cuando el Silvestre volvió con su preciosa
carga a Tánger, ¿os acordáis, Esterita y Messody, Rica y Fortuna, Bidy y
Lunita, recordáis el severo rostro paterno, la ansiedad de las madres y la
socarrona sonrisa de los hermanos que os esperaban en el muelle de ma-
dera?... ¿Verdad que aún os reís y lloráis y volvéis a sonreír, cuando evo-
cáis aquella mañana de la boda de vuestra amiga Estrella?
248
Yo también rememoro hoy vuestra angustia y sobresalto. Pero re-
cuerdo con mayor nitidez lo bonitas que estabais todas, con vuestros trajes
de gala, vuestros sombreros a la moda de entonces, que hoy os parecerán
tan ridículos, y aquella juvenil alegría que os iluminaba el rostro y que
triunfó plenamente de todos los pesares del imprevisto viaje. No quiero,
no, pensar que la implacable guadaña del tiempo haya pasado sobre la
hermosa rosaleda de vuestra existencia, como ha pasado también sobre
tantas cosas.
¿Qué ha sido de vosotras, Esterita y Messody, Rica y Fortuna, Bidy y
Lunita, bellas flores un día expuestas al vaivén de las olas del Estrecho?...
249
AQUEL ZOCO CHICO…
Estampas de ayer
El Zoco Chico era nuestro salón de actos, o, si se quiere, el escaparate
en el que se exponían todas, a las más importantes de nuestras activida-
des. Como los madrileños, por aquella misma época, no hubieran conce-
bido que transcurriera un solo día sin atravesar por lo menos una vez la
Puerta del Sol, ningún tangerino concebía entonces una manifestación de
nuestra vida local que no se exteriorizase en el Zoco Chico, escupidera
internacional donde se babeaban todos los idiomas.
Sin el refrendo del Zoco Chico, cualquier acto, fuera de la índole que
fuese, carecía de valor. En él habían de repercutir nuestras alegrías y por él
tenían que desfilar nuestras miserias o tristezas, para que tales sentimien-
tos tuvieran alguna efectividad. Estrenar un sombrero o un traje, o un
simple par de zapatos, sin pasar por el Zoco Chico, era perder el tiempo
lastimosamente. Allí se exteriorizaban nuestras protestas, si queríamos
darles algún valor. Allí había que dirimir nuestras contiendas para consi-
derarlas solventadas. Así, fue en el Zoco Chico donde Azancot terminó,
con su bastón, la discusión entablada con Claude Pons, profesor del Liceo
Regnault. Y así, también, dejaron la palabra a una fusta, agitada con más o
menos destreza, aunque de modo incruento, el abogado Martínez con su
colega Menard, otro abogado francés, de indiscutible talento y gran cul-
tura, pero de una hispanofobia tan inmoderada y violenta que continua-
mente provocaba innecesarias rozaduras, y aun heridas, en el amor propio
español. Cuando no él mismo, era su hijo, quien, bajo la influencia de los
sentimientos del padre, dibujaba en la fachada de su casa letreros insul-
tantes para España, que luego tenía que apresurarse a borrar, atemorizado
por sus naturales derivaciones.
En el Zoco Chico, también, finalizaban las vehemencias alcohólicas de
los marinos de guerra, españoles y franceses, que, de regreso hacia sus
respectivos buques, coincidían en nuestro salón de actos y allí se zurraban
de lo lindo: los españoles, empeñados en la caza del pompón rojo que en
su gorra llevaban los franceses; y éstos, cuadrándose en guardia de boxeo
para administrar buenos ganchos de izquierda o de derecha en los mento-
nes de nuestros menudos marinos. Algunas veces, la trifulca se compli-
caba con la intervención de otros elementos civiles, de uno y otro bando,
que se daban buena prisa a repartir dura leña con calores de cisco. Re-
250
cuerdo una tarde de zarabanda en la que, en el centro del Zoco Chico, un
cojo español de cuyo nombre no me acuerdo, con una de sus muletas,
agitándola en molinete, despejó el campo en poco tiempo. Como, por lo
general, las tales trifulcas se sucedían en el centro del Zoco Chico, algunos
curiosos se situaban en la esquina del establecimiento Au Chic, donde
Nahón, su propietario —siempre atildado y elegante, pero de una delga-
dez extremada—, sentábase en un sillón, dentro de la tienda y de cara al
Zoco, con las piernas cruzadas, trenzadas, de modo tan incomprensible
como aquel pobre y desmirriado Espinilla se doblaba los brazos a la es-
palda< En aquella esquina, una tarde, un francés, Lavernie, contem-
plando una de estas ensaladas entre marineros, movía de arriba abajo la
cabeza y se lamentaba así: «Ça finira mal un jour!». En efecto, todo hacía
esperarlo así; y, para evitarlo, el Consejo Sanitario —Comité de Control de
entonces— acordó, para lo sucesivo, que las tripulaciones de los buques de
guerra español y francés que hacían el servicio de vigilancia en nuestras
costas y estacionaban en la bahía tangerina bajasen a tierra alternada-
mente, nunca juntas.
Por el Zoco Chico teníamos que cruzar si deseábamos dar fu de nuestra
existencia. Cuando no habíamos visto pasar en varios días a don Abelardo
Sastre, por ejemplo, sobre su caballo blando y mansurrón, con el eterno
puro en la boca, era prueba evidente de enfermedad o de ausencia. A pe-
sar de las piedras puntiagudas y a veces viscosas de su empedrado, el
Zoco Chico, durante la noche, era el paseo obligado de los noctámbulos. Y
hasta aquél llegaban éstos en borriquillos, primero, y más tarde en aque-
llas destartaladas manuelas, tiradas por dos caballos escuálidos, que Pi-
ñero intentaba hacernos pasar como pomposo servicio de coches de al-
quiler.
251
acera se instalaban, acuclilladas, las vendedoras de pan, con una vela en-
cendida ante su mercancía. Los habituales del Central apagaban estas ve-
las con terrones de azúcar que las moras, indiferentes, se iban guardando
en las reconditeces de sus jaiques. En la otra esquina, donde luego estuvo
muchos años el Café España y hoy existe un establecimiento indio, había
otro café, como colgado, al que se subía por unos escalones de piedra entre
dos balconcitos. Era éste el café de Alfredo Sibilia, un italiano que prepa-
raba espaguetis y raviolis de modo incomparable. Alfredo fue en cierto
modo un precursor de los que actualmente «estraperlean» con departa-
mentos y locales comerciales. Alquilaba y realquilaba —con el ritmo y la
amplitud naturales de la época— y algunas veces hacía nuevas instalacio-
nes que luego revendía —la historia se repite—, claro es que no con los
dilatados márgenes de beneficios con que hoy se hacen tales operaciones.
Cuando dejó su local, mientras hacía en él algunas reparaciones, Alfredo
alquiló entonces el ocupado hoy por la Confitería Pilo —debajo del Hotel
Bristol, entonces— y en él instaló un bar con una máquina de las llamadas
tragaperras que, entonces como hoy, eran un cómodo negocio. Este bar lo
ocupó más tarde Eduardo Guerrero, a quien, después de unos escarceos
artísticos por esos escenarios de Dios, lo vemos de nuevo en Tánger, y sea
por muchos años< A Eduardo Guerrero le sucedió Pepe el Malagueño,
con una barbería, y por último lo alquiló Pilo para su confitería —que aún
subsiste—, trasladada desde la calle del Comercio.
Junto al Correo Español —hoy Telégrafo— estaba el Café de la Bourse.
Al lado de la Agencia Delmar, donde hoy está Assor, con su tienda de te-
jidos, había el café llamado Des Nations, propiedad de Salvador, un arge-
lino muy simpático, que tenía siempre en el mostrador una gran fuente de
huevos cocidos, teñidos de morado. Tenía este café tres plantas muy redu-
cidas: la de abajo, destinada a café propiamente dicho; la del primero,
donde se reunían partidas de póquer o julepe; y la tercera, donde vivía el
propietario con su familia.
A la partida de julepe concurrían los hermanos Carlos y Eladio Millán
—siempre en eterno y misterioso secreteo—, el vicecónsul Spotorno, con
aquel bracito que sólo le llegaba a medio costado y que finalizaba por una
manita, perfecta en su pequeñez, que él llevaba de una parte a otra de la
mesa con ayuda de la mano sana. Con los mismos deditos que habían es-
tado hurgando hasta el fondo de la nariz sujetaba las cartas cuando le to-
caba el turno de dar. También fue punto fuerte de última hora Juanito
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Velarde —un pollo jerezano del que ya creo haber hablado en otra oca-
sión, que rondaba a la hija de don Ernesto Freyre, el cónsul de España—.
Con él estaba también don Procopio, un vejete muy peripuesto y despejado
al que Juanito presentaba como su «administrador». Cuando Velarde per-
día, teníamos luego que ir detrás de don Procopio para que nos pagase el
importe de la deuda. Y el hombre no lo hacía nunca sin obtener alguna
rebajita, por «P.P. o pronto pago», como él decía.
Allí nos divertíamos en grande, realmente. Salvador subía con dema-
siada frecuencia su cesta de huevos coloreados, que íbamos consumiendo
durante la noche, sin acordarnos de que teníamos un hígado que algún día
nos haría lamentar tanta yema. Cada vez que alguien perdía el julepe
cantábamos a coro una canción que nos había enseñado Spotorno y que él
dirigía con su bracito enano:
Eme a, ma;
eme e, mamé;
eme i, mamemí;
eme o, mamemimó;
e... me u, mamemi... momú.
253
Poco antes de mediodía empezaban en Zoco Chico los tejemanejes, idas
y venidas de los que se dedicaban al cambio. Algunos se levantaban de
sus asientos en el café, se acercaban a otros y, después de cuchichear unos
instantes, hacían una seña a alguien que estaba en la calle o en la terraza
esperaba: «Toma este cheque de cien mil francos, ve al Pariente y que te lo
dé en libras»<
Y allá iba el comisionado, diligente, para volver a poco con el dinero, lo
mismo en papel que en plata u oro. La confianza era extraordinaria. Jamás
hubo un contratiempo, y el dinero iba y venía Siaguin arriba o abajo, lle-
vado en las manos y dejado allí mismo sobre la mesa del café, donde el
que lo recibía contaba de prisa y gratificaba al portador con un par de pe-
setas —o un duro, ya cuando la operación había tenido una gran impor-
tancia—.
A mediodía, y hasta la una, aproximadamente, se animaban de nuevo
los cafés. Era la hora de la salida de los funcionarios o empleador que to-
maban el aperitivo y cambiaban entre sí los comentarios sobre los aconte-
cimientos de la mañana. De dos a tres de la tarde, llegaba a su máximo la
concurrencia en los cafés. Era la hora de las tertulias más o menos nume-
rosas, en las que se cambiaban noticias de buena tinta acerca de la guerra
europea. A falta de radio, y con las líneas telegráficas intervenidas por uno
y otro de los combatientes, había que «surtirse» de estas confidencias di-
chas de boca a oído y que cada cual suministraba como seguras y oficiales.
Los demás las acogían con arreglo a su tendencia aliadófila o germanófila,
que eran las dos pugnas de entonces, hasta no leer más tarde en El Porve-
nir los comunicados oficiales, que cada uno de los contendientes adere-
zaba a su gusto. Vendían entonces este periódico dos hermanos hebreros,
inteligentísimo y muy despejado el mayor de ellos, cualidades que de-
mostró más tarde, estudiando con gran aprovechamiento en el Seminario
Rabínico, hasta llegar a la estimada situación que hoy goza.
Por las tardes, a última hora, el Zoco Chico adquiría un aspecto que
podríamos llamar familiar. Se poblaban las terrazas de los cafés con ma-
trimonios de diversas nacionalidades que iban a merendar con sus hijos,
principalmente los sábados y los domingos. Las muchachas cruzaban ha-
cia el Terraplén o se sentaban en los cafés con las familias. La orquesta del
Central actuaba en el interior con el espectáculo de turno. Y, como los bal-
cones permanecían abiertos, varios desocupados se agrupaban ante ellos
para atisbar a alguna de las artistas que se movían en el tablado, situado al
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fondo del café, en la parte que da a la calle de los Cristianos, cuyos crista-
les se cerraban.
La animación era constante y el desfile, pintoresco en extremo. Pasaban
borriquillos cargados con grandes bultos de mercancías que subían de la
Aduana. Otros con jamugas sobre las cuales iban muchachas o señoras
hacia una reunión o una simple visita. Otros, con el simple aparejo, sobre
el que alguien, a horcajadas o sentado a mujeriegas, regresaba del Terra-
plén o del muelle de madera y se dirigía a su casa o al Marchán. Eran los
taxisjamor, que decían entonces< Por dos reales hasaníes hacían un
enorme recorrido en compañía del espolique. Por medio duro hasaní os lo
dejaban en alquiler toda la tarde, para subir hasta el cafelito del monte, de
cara al Atlántico.
Poco después de la llegada del vapor-correo de Algeciras o de Cádiz se
vendían los periódicos de España en el estanco de Torres, y el Zoco Chico
se inundaba también de vendedores que a gritos pregonaban los diversos
títulos: «¡ El ABC, con la batalla naval última!»< «¡ El Sol, con el bombar-
deo de París!».
En cierta ocasión, un cabileño que pasaba por el Zoco Chico oyó esta
algarabía y preguntó a su acompañante el significado de la misma. Le ex-
plicó aquél que eran gazetas donde podía uno enterarse de las últimas no-
ticias de la guerra y de todo el mundo. Preguntó nuestro hombre el im-
porte, a la par que se levantaba la chilaba y metía mano a la skara para sa-
car el dinero. Al conocer el ínfimo precio de «perra seguera» (perra chica),
el cabileño sacó la mano de la skara y se bajó con rabia la chilaba para decir
despectivamente, en su jerga, «qué m< podrían contar de verdad por
aquel dinero». Y volvió olímpicamente la espalda al vendedor.
Después de cenar se animaban de nuevo los cafés del Zoco Chico, aun-
que ya por la calzada fuese menor la concurrencia. Era la hora reposada y
tranquila en que algunos —como solía hacerlo el gran periodista Harris—
paseaban por nuestro salón de actos, recorriéndolo de extremo a extremo.
Poco a poco, se aclaraba algo más esta vía, hasta que ya, en las últimas ho-
ras de la madrugada, empezaban a animarse de nuevo con las tanguistas y
sus acompañantes, que subían del Kursaal o salían de algún otro de los
lugares en que el juego proporcionaba espectáculos baratos y muy varia-
dos. Por dos pesetas, incluida la consumición, podíamos ver en el Kursaal,
y años después en el Palmarium —actual Hotel Minzah— a las más afa-
madas artistas españolas e internacionales. Los cafés del Zoco Chico no se
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cerraban nunca, y como después de las diez de la noche ya se permitía el
paso de las manuelas de Piñero —a las que luego siguieron las de Abner
Suissa—, iban llegando espectadores retrasados o parejas fortuitas que
hacían escala en los cafés del Zoco Chico, donde, por lo que hoy apenas
sirven un café, se les servía un refrigerio compensador.
Justicia reposada
Por las noches hacían guardia en el Zoco Chico un piquete del Tábor
español y otro de los mejaznis del Bajá. Los primeros se sentaban tras las
rejas del Banco de Estado —donde hoy está el bar Tingis, pero ocupando
también una parte del piso primero, donde hoy tenemos el Círculo de la
Unión—. Los mejaznis del Bajá se agrupaban ante la agencia Delmar Her-
manos, y en su acera extendían una esterilla sobre la que se sentaba el cáid
con sus correspondientes chirimbolos para hacer el té. Allí se administraba
justicia muy concienzudamente, sin apresuramientos de ninguna clase.
Los mejaznis conducían hasta el cáid a los marroquíes —moros o judíos—
que hubieran comido algún delito o una simple fechoría. Dejaban éstos sus
babuchas al borde de la acera, se arrodillaban ante ellas, y el cáid iba escu-
chándoles, impasible, mientras bebía a sorbitos el té con hierbabuena que
paladeaba golosamente. Cuando terminaban de hablar los inculpados, el
displicente cáid hacia una seña al mejazni de turno, quien se llevaba al de-
tenido o lo dejaba en libertad, previo pago de la multa correspondiente, si
hubiera lugar.
Sobre los europeos sólo ejercían jurisdicción los soldados del Tábor,
bien que éstos tuvieran luego que llevárselos detenidos a su Consulado
respectivo, que era quien podía juzgarlos en última instancia. Cada con-
sulado tenía su policía particular y su cárcel, donde eran recluidos los
súbditos respectivos. La vida se deslizaba tranquila y plácidamente sin
grandes hechos delictivos que pudieran conmover al vecindario. En reali-
dad, los grandes acontecimientos que alteraban la tranquilidad en aquella
época no tenían su gestación en ningún antro ignorado, sino, de creer a los
maliciosos, en las altas esferas. Y, según los maldicientes, con estos hechos
se intentaba demostrar la incapacidad y, por lo tanto, lo innecesario del
servicio prestado por el de enfrente. Inocente juego cuyo secreto creían
conocer todos; y si la mayor parte de las veces no tenía consecuencias lo-
cales de ninguna clase, eran desorbitados y propalados al exterior, para
que la prensa de cada país los airease, a los fines que cada cual persi-
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guiera. En el fondo, todo se reducía a una lucha soterrada por la hegemo-
nía política local, que entonces se hallaba ya en pleno auge.
Terminada la noche, llegaba de nuevo el día, y con él volvía a suce-
derse el mismo rebullir e idéntica animación, con sus diversas fases, en el
Zoco Chico, corazón siempre latente del Tánger viejo.
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su razón vacila. Un punto imagina que no existe lo que ve, sino que sus
ojos, por un extraño fenómeno oftálmico, guardan todavía en su retina la
visión de otras ciudades lejanas. Y las imágenes, en todo su colorido, se
suceden en exótico desorden, febriles, inquietantes, dominadoras<
Pero no. Lo que ven los ojos de Leda no es un recuerdo. Es una reali-
dad bien tangible, de la cual no puede dudarse. Y es que Leda, en sus in-
vocaciones, miró demasiado hacia su espíritu; y al volver ahora los ojos a
la vida esotérica, ha creído ver, o ha visto, el alma del pasado diluida en el
presente.
Con el alma en los ojos, va Leda mirando ávidamente. El desfile conti-
núa obsesionante y proteico. No es posible describir lo que los ojos miran:
chilabas pardas, azules, rojas, celestes; rameadas o lisas, de paño burdo o
de seda. Otras de un color indefinible, borroso< Harapos repulsivos, sin
clasificación posible, con pretensiones de indumentaria.
Feces rojos, destacándose como una mancha de sangre sobre la albura
del turbante. Otros, sueltos, airosos, cubriendo media cabeza: con borla y
sin borla, para todos los gustos y de todos los tamaños. Feces turcos, de un
rojo fuerte, ora enhiestos sobre la cabeza, ya inclinados coquetamente, y
con grandes y azulados flecos que se mueven, rozando el cuello.
Turbantes blancos, impolutos, anchos o estrechos. Cordelillos parduz-
cos, en forma de turbantes, sin fez o con fez. Turbantes que son harapos.
Turbantes de seda. Turbantes sirios, rameados. Otros, cubriendo toda la
cabeza, redondeados por arriba, en forma de tambor, a la usanza argelina.
Zaragüelles de todos los colores. Piernas al aire, negruzcas, surcadas de
profundas cicatrices. Otras con medias blancas y azueles y negras y rojas.
Piernas, en fin, casi cubiertas por los pliegues absurdos de un amplísimo
serual.
Rostros blancos, dulces, afeminados, correctos. Otros, negrísimos, bri-
llantes, con anchas narices que se abren como aplastadas horrorosamente.
Caras curtidas por el sol, con la nariz desgarrada por algún feroz gumiazo.
Caras siniestras, con un ojo reventado, casi sangrando todavía, recuerdo
quizá de alguna fiesta en que se corrió la pólvora, o sello indeleble de una
bárbara venganza.
Pasan, pasan. Moros descendientes de la antigua Mauritania: de ojos
negros, expresivos, barba sedeña y gallardo continente. Pasan envueltos
en sutiles albornoces o en un rico suljan de seda. Son moros descendientes
de la antigua y gloriosa estirpe andaluza.
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Pasan, pasan. Oficiales españoles de Cazadores, de Infantería y de
otras Armas, que se detuvieron aquí un día, de paso para Alcázar o Lara-
che. Oficiales franceses, luciendo apuestos, gayos uniformes con pantalo-
nes de colorines rabiosos o desvaídos en exceso.
Pasan, pasan. Bereberes de azules ojos, un poco despectivos en la mi-
rada y en el gesto, denotando su bravura, su feroz independencia, que los
hace rebelarse contra todos los sultanes. Son rebeldes hasta en la indu-
mentaria: la cabeza al aire y los pies descalzos, pasan altivos, despreocu-
pados, retadores.
Pasan, pasan. Judías de espléndida hermosura, vestidas con un lujo
inusitado, según el último alarido de las modas europeas. Son bellas estas
hijas de Israel, con sus grandes ojos negros, de «terciopelo líquido», un
poco melancólicas, mansas, dulces en su mirar.
Pasan, pasan. Inglesitas de carita sonrosada y ojos de color de cielo;
alemanas de cabellos como el oro de los trigales castellanos en horas de
solana; holandesas de una belleza plácida, serena, como las bellas mujeres
de los cuadros de Van Dyck. Francesas pizpiretas, elegantísimas, con los
labios rabiosamente rojos y forzado el livor de las ojeras. Lindas y pizpi-
retas calpenses, hijas de la antigua Heraclea, medio inglesas y medio gita-
nas. Españolas de bello y severo gesto, luciendo, coquetonas, el pie breve
que, aun calzado, «bien podría ocultarse en un cáliz de rosa».
Pasan, pasan. Árabes de bello y majestuoso porte, talla elevada; mo-
rena lo color, ovalado el rostro, alta la frente, denotando en la mirada
punzadora de sus grandes ojos el espíritu indomable de esta raza de pas-
tores y guerreros; bohemios desde que nacen, y con más amor a la libertad
que a su propia vida.
Pasan, pasan. Negros, de ojos alegres, procaces y vivarachos, con sus
chilabas hechas mil piezas de colores variados y detonantes. Otros, menos
grotescos y más limpios, con grandes y rizados bucles, que en guisa de
patillas los cuelgan a ambos lados de la cara. Otros, envueltos en rojas
chilabas y con la nariz y las orejas atravesadas por dorados anillos.
Pasan, pasan. Judíos pobres, sin más indumentaria que una vieja cha-
queta europea, un serual indígena y un gorro negro que baila sobre la en-
crespada cabeza. Otros, viejos, de luenga y cana barba, como debían de ser
aquéllos de la tribu legendaria de Leví, que hemos admirado de pequeños
en las estampas de la Biblia. Llevan una larga bata de color oscuro, sujeta a
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la cintura por una faja listada. Otros, los ricos y jóvenes, vestidos a la eu-
ropea, currutacos y elegantes.
Pasan, pasan. Moras envueltas en airosos jaiques blancos y de color de
crema, con el rostro al aire, las más bonitas, cubiertas con la sebnía las res-
tantes, o simplemente con un pliegue del jaique sobre la cara. Pasan des-
paciosas, cansinas, como si no quisiera llegar nunca.
Moras del campo, sin jaique las más; la cara al aire y tocadas con un
gran sombrero de palma, de grandes alas que se vuelven hacia arriba. Pa-
san las pobres campesinas encorvadas bajo el peso de un haz de leña o de
otra carga cualquiera, denotando en su triste mirar inexpresivo la dura
vida a que se hallan condenadas.
Pasan, pasan. Mendigos indígenas, sucios, harapientos; alemanes de
cara apoplética; ingleses de afilado perfil; franceses de mirada escrutadora;
italianos gesticulantes; rusos, españoles< Toda una humanidad indes-
criptible y confusa. Y, entremezclados, pasan también esos tipos inclasifi-
cables, de indecisos perfiles y catadura siniestra, que parecen no pertene-
cer a nación alguna y ser de todas.
260
de hegemonías. Los confidentes —ganzúas de la dominación moderna—
mosconeaban de uno en otro café, corrían de mesa en mesa y volcaban en
los oídos propicios todo el tremedal de sus secretos, administrándolos
cautamente, uno a uno, sopesando su cooperación sobornable. Lo más in-
verosímil y lo más absurdo; la fantasía sin freno; cuanto la imaginación
desbordada puede lanzar al torrente de la especulación< todo era acogido
y valorado como legítimo para calmar la voracidad de los mundillos de la
política internacional. Desde los cafés del Zoco Chico, en haz gigantesco,
se proyectó hacia todos los continentes la pubescente inquietud de un
pueblo que al asomar a su garzonía, intentaron sojuzgar antes de que na-
ciera a la Historia.
Mas no todos los que a esos cafés acudían, en las pausas de sus afanes
diarios, lo hacían con tan concupiscentes fines. En torno a sus mesas no
todo eran misteriosos secreteos ni groseras urdimbres. También había
amistad generosa, cordialidad abierta o ancha camaradería: reuniones de
amigos donde, a la hora del café o del aperitivo, en simple expansión de
ideas o en comentarios inofensivos, sin trascendencia, pasaban unas horas
cada día, cuando el tiempo o la estación no permitían otras distracciones.
El clima de la época, la vida sosegada de una ciudad cuya urbanización no
se había extendido todavía, imponían a sus coetáneos el deseo de reunirse
apaciblemente, ajenos por completo al bullir de los que de fuera venían
para agitar, con sus maquinaciones, las tranquilas aguas de nuestro fami-
liar arroyuelo. Esas aguas que ellos, los foráneos, necesitaban encrespar
como justificación de sus turbias actividades.
A veces, ante el revuelo provocado en el exterior por hechos deforma-
dos, desorbitados en extremo y que a nuestros ojos se habían desarrollado
con la mayor sencillez, nos sonreíamos, comprensivos y benévolos, como
hemos aprendido a sonreír los tangerinos, cuando en la prensa o en los
mundillos internacionales flamea el nombre de Tánger. De un Tánger
donde la vida seguía, no obstante, sosegada y patriarcal, sin otras altera-
ciones que las menudas incidencias de un pacífico y remansado burgo.
Conforme llegábamos a la diaria tertulia del café, cada cual iba expo-
niendo las noticias de que era conocedor. No había por parte de ningún
informador el temor actual de que la radio hubiera desflorado antes la vir-
ginidad informativa. Y el portavoz de la noticia anunciábala con un
preámbulo estudiado. Se regodeaba con la tardanza para aumentar la ex-
pectación de los oyentes. Al fin, daba la nueva calmosamente, incluso con
261
algunos incisos que aumentaban la avidez acuciante del auditorio< Ya
era Coronado —con su escrupulosa ampulosidad en los detalles—, o bien
Emilio Sanz —con un comentario rotundo y tajante—; ora el doctor Bena-
bal —dejando siempre en el aire alguna afirmación en flor de maledicen-
cia—, ya Cañalito, nuestro vicecónsul, atribuyendo a la esquizofrenia uni-
versal todos los males que aquejaban al mundo. Otras veces asomaba a
estas tertulias el doctor Sievert, quien culpaba de lo sucedido a la psicaste-
nia local, enfermedad que él tenía por eminentemente tangerina. También
acudía el ingeniero Llorens —única persona a quien Benabal temía—, o
Fenellós —el simpático Pepet, con su voz engolada de ventrílocuo—, o
Cheli Atalaya —que en cuestiones de mar era escuchado como un
oráculo—, o Herencia, o Capacete, o Ricardo Ruiz, o Gadea —ingenioso y
mordaz—, o, en fin, el inefable Lúgaro, cuya enorme suspicacia nos com-
placíamos en despertar con un silencio unánime en cuanto él se acercaba.
Miraba a todos, uno a uno, y, al fin, pretendiendo disimular su enojo y
turbación, exclamaba en tono conciliador: «Ya sé que estaban ustedes ha-
blando de mí». La carcajada estallaba a coro, dejándolo corrido y desespe-
rado. Y en eso de irritar al pobre Lúgaro llevaba siempre la palma Manuel
Cortés, con ciertas preguntas en «camelo», que a Lúgaro lo hacían huir de
la tertulia para no aparecer por ella en varios días o semanas, según el
grado de su irritación.
Carecía entonces la vida de las complicaciones de hoy. Todo era senci-
llo, suave, tranquilo, porque los menudos problemas de los afanes diarios
no tenían la hondura que adquieren en las grandes urbes. Claro es que
también, alguna que otra vez, el dolor, la preocupación o los naturales ac-
cidentes de la humana existencia dejaban cierta huella conturbadora en su
ánimo.
Aquel día la tertulia se animó bastante con el suceso de la mañana, a
primera hora, que había dado singular entretenimiento a los curiosos ma-
drugadores del Zoco Chico: un moro —propietario de la casa que habitaba
uno de nuestros tertulianos— había sacrificado un carnero ante la puerta
de la Legación española. Por este medio impetraba justicia contra la moro-
sidad de su inquilino en el pago de los alquileres. Se suscitaron amplios
comentarios en torno al aspecto cómico de este hecho: la estupefacción del
Ministro ante el matutino sacrificio del bobino, cuya sangre había corrido
sobre los escalones de la Legación, y la despreocupación del moroso. Se-
gún la cáustica observación de Llorens, un carnero era bien poca cosa; ha-
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bría hecho falta degollar a todo un rebaño para que el tal inquilino se pu-
siera al corriente de su deuda.
De vez en vez, de aquellas reuniones amistosas en los cafés del Zoco
Chico salían excursiones a los alrededores. Por ejemplo, una que hicimos a
caballo, de noche, hasta el faro de Cabo Espartel, donde Gumpert, el fa-
rero, y Cheli Álvarez, su compañero, nos habían preparado una esplén-
dida cena fría, que en bien poco estuvo que no llegáramos a gustar. Al-
guien propuso abreviar terreno cortando por un atajo, y en el atajo, entre
los peñascos, por los que los caballos se negaban a caminar, y la espesa
gaba que nos envolvía, nos extraviamos sin que nuestro guía lograse sa-
carnos al buen camino. Hallamos éste, después de más de dos horas, del
modo más sencillos: dejando que los caballos nos guiasen por sí mismos. Y
eran como para no oídas las punzantes bromas con que atosigamos al cau-
sante del retardo, a cuenta de la inteligencia animal comparada con la de
ciertos hombres.
Otros días, eran paseos a pie, allende el Zoco Grande. Estos paseos so-
lían tener como límite máximo y un poco aventurado llegar ¡ hasta Villa
Valentina!, que entonces era para nosotros la más remota antípoda del
Zoco Chico.
De una de estas reuniones surgió cierto día una apuesta. Estábamos ya
a fines de verano. El último que continuase usando el sombrero de paja
sería obsequiado con una merienda. Muchos llegaron hasta mediados de
noviembre con la galleta de paja, pero las lluvias y el frío provocaron el
abandono. Sólo quedó, terco y tesonero, Emilio Sanz, que llevó su galleta
hasta muy cerca de la Navidad. Pero en esa fecha, y con motivo de una
pascua israelita, he aquí que nuestro buen Palangana —uno de los tertu-
lianos hebreos, que no estaba enterado de la apuesta— apareció con una
galleta nuevecita, flamante, acabada de comprar en el Nouveau Siècle. To-
dos miramos con sorna a Emilio Sanz. Quedó éste corrido, anonadado.
Nuestras mal contenidas risitas acabaron por desesperarlo. Y, quitándose
con rabia el sombrero, lo arrojó al suelo y lo pisoteó iracundo. Después,
encarándose con el infeliz Palangana, bien ajeno al mal que había hecho,
Emilio Sanz le dijo:
—¡ Francamente! ¡ Con esta competencia desleal yo no contaba!
¡ Oh, aquel Zoco Chico!
263
Cambian las decoraciones
No siempre, es verdad, fue nuestro Zoco Chico teatro en el que se
representaban apacibles escenas de reposada comedia o jocoso y entrete-
nido sainete. También el drama y hasta la tragedia asomaron en él su faz
descompuesta. En más de una ocasión, no diré yo que los cafés cerraron,
alarmados, sus puertas, porque entonces nunca las tuvieron ni sintieron su
necesidad. Al día sucedía la noche y tras ésta volvía el día, reanudándose
el eterno ciclo sin interrupción alguna. Nunca mejor aplicado el dicho de
que el café aleja el sueño. Porque los cafés del Zoco Chico no dormían ja-
más. Con todo, en más de una ocasión tuvieron que amurallar la entrada
con mesas y sillas a guisa de trinchera para evitar que los que, por cual-
quier circunstancia, corrían de una a otra parte, buscasen refugio en el lo-
cal. Así, la noche en que el teniente Carrillo, sereno y valiente, la empren-
diera a tiros con aquella partida de taimados italianos expulsados de Ca-
sablanca y que pretendieron convertir Tánger en campo de sus fechorías.
Así también la mañana en que Pedro el Buzo —con ese prurito de los beli-
cosos de acudir al Zoco Chico para dirimir las disputas surgidas en lo tu-
gurios donde se jugaba—, desde el arco del Hotel Bristol, disparó su re-
vólver contra varios tahúres de pésima fama. Y en cierta ocasión —memo-
rable, pero de más limpia ejecutoria—, cuando un abogado español, Mar-
tínez Ercilla —que aún vive en Bilbao, viejo, gordo, apagados ya con los
años sus ardores tribunicios de la juventud—, subido en una silla de la
terraza de Fuentes arengó valientemente a sus compatriotas con motivo de
una justificada reivindicación local que se negaba a España.
Fue aquella una escena que no se habrá borrado todavía de la memoria
de mis contemporáneos. Al evocarla hoy siento aún la misma emoción que
me conmoviera entonces. La palabra elocuente, encendida de patriotismo,
de Martínez Ercilla ganó todos los corazones, desde las primeras palabras,
he hizo vibrar con entusiástico ardor a los que se apiñaban en el Zoco
Chico, desbordado por todas las calles aledañas. En aquel momento, si
Martínez Ercilla hubiera cometido la imprudencia de azuzar a las masas
hacia una violencia cualquiera, es seguro que todos le habrían obedecido
como un solo hombre. A la razón, que estallaba así de modo incontenible,
se unía también el escozor de la injusticia contra la cual se clamaba. Una
colonia unida, compacta y numerosa, estremecida de sano patriotismo, no
podía ni debía ser atropellada en sus derechos. La prudencia había sal-
tado, violentada por la injusticia. Y a medida que el orador iba exponiendo
264
los hechos, conforme su fueron conociendo los pormenores de la expolia-
ción que se intentaba perpetrar, la muchedumbre saltaba, los ánimos se
enardecía y nadie sabe a qué extremos de violencia o desesperación podría
haber conducido esta actitud.
Por fortuna, la injusticia no se consumó. Cuando, desde una de las
ventanas de la Legación española, nuestro Ministro, don Francisco Serrat,
reclamó silencio con un ademán, cesaron al punto los gritos. Los murmu-
llos se fueron amortiguando, hasta apagarse totalmente. Y, en medio de
un silencio expectante, se oyó la palabra firme, serena y contundente del
señor Serrat, diciendo:
—¡ Españoles! La injusticia no se ha consumado. En este momento me
comunican que el asunto de nuestra Almadraba ha quedado resuelto. ¡ La
Almadraba española será respetada! Yo os aconsejo, pues, que depongáis
vuestra actitud y que os disolváis pacíficamente. Yo me siento satisfecho.
Satisfecho del resultado y de vosotros, que me habéis sostenido. ¡ Viva
España!
Y no hubo más. El Zoco Chico se fue aclarando. La serenidad volvió a
los cafés. En ellos se reanudaron las tertulias. Sobre las mesas volvió el
tintinear de los servicios. Los camareros iban de una a otra mesa con sus
bandejas repletas< Restablecida la tranquilidad en los {nimos, los estó-
magos se disponían a recuperar las fuerzas que la emoción había mer-
mado.
A las hosquedades, por fortuna fugaces, de la tragedia, sucedió de
nuevo la comedia, con sus escenas reposadas, apacibles, en las que se re-
flejaban las modalidades diversas del clima latente a la sazón y son sus
chispazos de humor o de chiste fácil, que provocaban la hilaridad o el co-
mentario suave o mordiente, aristas escapadas del ingenio popular. Así,
las caravanas de turistas, vestidos, los más de ellos, de modo estrafalario,
encaramados —ellos— sobre mulas que en vano intentaban hacer trotar
agitando cómicamente las piernas, despatarradas —ellas— sobre el ancho
aparejo de los menudos asnos, dejando demasiado a la vista unas piernas
gordas, fofas, deformes, recubiertas con medias demasiado cortas, que
dejaban al aire el nacimiento del muslo< Otras, m{s recatadas, iban sen-
tadas un poco vacilantes y a punto de caer el menor movimiento, peligro
que el espolique, compasivo, trataba de evitar con su manaza, aplicada
como voraz ventosa en la parte más tierna y prominente de la despreocu-
pada amazona.
265
Y el sainete surgía, regocijado e hilarante, cuando, al atardecer, los
marineros de cualquier buque de guerra regresaban de alguna excursión
ecuestre a los alrededores. Venían jinetes sobre renqueantes mulas o caba-
llejos matalones de torpes zancajos. Se mostraban satisfechos y contentos,
como si hubieran ido a lomo de briosos purasangre. Saboreaban los pos-
treros instantes de cabalgadura llegando hasta el mismo muelle de madera
donde debían embarcar para regresar a su buque. Se les reflejaba en el
rostro, por anticipado, la pena que habían de sentir en el instante de echar
pie a tierra, porque no hay nada que complazca tanto a un marino como el
marchar jinete, aunque sea sobre el más desairado jamelgo. ¿Quién será
capaz de desentrañar de dónde les vienen a los marinos, en cuanto llegan
a tierra, estos irrefrenables deseos de equitación?...
La vida seguía su curso. El escenario de aquel Zoco Chico cambiaba de
continuo sus decoraciones, pasando de las más sombrías a otras de tonos
alegres, vivos y pimpantes, más acordes con su rebullir eterno y pinto-
resco.
De la noche a la mañana
Los cafés del Zoco Chico —que lo eran todo en él— adquirían por las
noches y en ciertas épocas una animación inusitada. Ya no venían a si-
tuarse en la acera del Correo Alemán las vendedoras de pan con sus velas
encendidas. La guerra cambió en gran parte la fisonomía histórica del
Zoco Chico. Desaparecido el Correo Alemán, los hermanos Fuentes tras-
ladaron al local vacante su antiguo café de la calle de los Cristianos. El
Zoco Chico tuvo un nuevo café. Un café bien presentado y mejor atendido,
donde los hermanos Fuentes —amables y expertos en su oficio— lograron
pronto una clientela devota y numerosa. El Zoco Chico adquirió con ello
mayor luminosidad y animación nocturna. Todo el Zoco Chico era ya un
café. En el centro, en las esquinas, del uno al otro extremo, los cafés seño-
reaban en el Zoco Chico, lo mismo que hoy los Bancos surgen en todas
partes, y con tal profusión, que uno se pregunta, asombrado, por qué el
dinero necesita tantas cárceles donde ser encerrado y tantos carceleros que
lo guarden. En realidad, no sabría uno decirse si son los Bancos los que
guardan el dinero de los demás o es el dinero de los demás quien guarda
los Bancos<
Dejando a un lado estas cosas deleznables del dinero, que no necesita-
ríamos para nada si los demás no nos lo pidieran, volvamos a los cafés del
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Zoco Chico. De entre ellos, el más animado, por lo menos el que por la
noche promovía más ruido en aquella época, era el Central. Competía éste,
y hasta con cierta ventaja por su mayor amplitud y modernidad, con el
fementido Imperial. Pero yo no sé qué atractivo especial tenía este último
que, a pesar de aquella sordidez del conjunto, de su ambiente un poco ca-
nalla y de los juegos malabares que con las botellas vacías hacían algunos
camareros, es lo que cierto que siempre estaba concurrido y hasta era el
preferido por las señoras, acaso porque con ello les pareciera que vivían
un poco en el ambiente de picardías en que sus maridos perdían las horas
que de ellas estaban alejados.
Algunas noches era enorme la algarabía en el Central. Danzarinas y
cupleteras desfilaban de continuo por su menudo escenario. Y, terminada
su actuación, se repartían luego por las mesas de los clientes o admirado-
res, algunos de los cuales quedaban prendidos de por vida en los mayores
o menores encantos físicos de las estrellas en agraz. No hay que negar que
la mayor parte de ellas lo eran realmente, aunque no del cante ni del baile,
pero sí del arte incomparable de consumir bocadillos de jamón a boca
llena, cuando el cliente no era cicatero en el convite. Pero fuerza es confe-
sar que si la danza o el cante justificaban en cierto modo la reparación de
fuerzas a que se dedicaban en los frecuentes entreactos, nadie se explicaba
que sus madres, tías o simples carabinas se dieran mayor prisa en reparar
un reposo con el que no habían sufrido el menor desgaste. Pero, en fin, los
amigos de las niñas eran generosos, o acaso tenían muy en cuenta aquello
de que es preciso adorar al santo por la peana. El propio Mascarenhas,
agazapado tras de su orondo vientre de gigantesco Buda, no habría lo-
grado tampoco desentrañar el misterio de la insaciable apetencia que aco-
saba de continuo a la parentela de las artistas que animaban el estableci-
miento por él regentado.
A través de los cristales ventaneros del Café Central llegaba hasta el
Zoco Chico el machaqueo sobre el piano y los grititos sandungueros de las
desgraciadas cancionistas o el furioso taconear de las danzarinas que so-
lían confundir el arte del trenzado de los pies con el mayor polvo que lo-
graran levantar en el mísero tabladillo. Fuera, algunos moros ociosos, o
marineros de los pesqueros refugiados en la bahía, se conformaban con oír
las absurdas canciones o el taconeo, haciéndose la ilusión de que se halla-
ban dentro. Y adquiría, a veces, tal viso de realidad su entusiasmo que, al
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terminar el número, aplaudían con insospechado frenesí. Los moros, soca-
rronamente, se unían también al espontáneo aplauso de los pescadores.
En torno a las mesas de las terrazas quedaban aquellos que gustaban
más de recrear la vista con el espectáculo natural del propio Zoco Chico, o
bien los que gustaban de conversar apaciblemente sin la bullanga del inte-
rior, donde una orquesta pobre y ramplona y unos artistas mediocres se
esforzaban en retener la abigarrada concurrencia. En ella faltaba muy po-
cas noches el indiscutible Palangana —presente siempre en todas las
aglomeraciones locales— y su hermano el ciego, a quien la falta de un
sentido tan importante como el de la vista no le impedía nunca asistir al
cine —mudo entonces— ni al teatro, por supuesto, donde su fino oído y la
concentrada atención que ponía suplían las tinieblas que lo rodeaban. Veía
realmente con los oídos. Era mirón (¡ !) empecatado de muchas partidas y
hasta se permitía probar fortuna en las mesas de bacarrá o ruleta. Su
constante buen humor —ese buen humor con que Dios parece premiar a
los ciegos para que puedan llevar mejor su desgracia— lo hacía simpático
a todos. Intervenía en las conversaciones con oportunidad y gracejo, y por
la voz reconocía a cuantos se le acercaban. Cuando a sus oídos llegaba un
timbre que no le era familiar, preguntaba en el acto quién era, y en su
memoria auditiva quedaba ya registrado para siempre el nombre de
aquella voz. Como usaba siempre gafas de cristal ahumado y no tenía esa
inconfundible actitud del ciego que tiende la cabeza para ver mejor con los
oídos, nadie que no lo conociera habríalo tomado por ciego. Mucho menos
cuando, como en ciertas ocasiones, al intervenir en una conversación o al
referir un hecho cualquiera, se le oía decir con toda naturalidad: «Nunca vi
nada igual», o bien, reteniendo, efusivo, entre las suyas, la mano de un
amigo, le preguntaba con sincera cordialidad: «¿Dónde estuviste, que no
te he visto en tanto tiempo?».
¡ Pobre y desgraciado amigo de los años idos! ¡ Con qué paciente opti-
mismo, con qué sana alegría soportabas tu desgracia! ¡ Cuántos ratos me
pasé observando tus simpáticas reacciones en el teatro, en el café!... Si aún
vives, y a tus finísimos oídos llegan estas evocaciones, yo quiero que sepas
cómo todavía te recuerdo con agrado y cómo querría que ni los años ni los
crueles embates de la vida hayan menguado en nada tu sana alegría y tu
optimismo, en medio de las crueles tinieblas donde tus ojos naufragaron.
Muy tarde, ya casi al filo del amanecer, los cafés del Zoco Chico vol-
vían a animarse de nuevo con la presencia de tanguistas y tahúres, que
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terminaban a tal hora su penoso remar por las duras galeras del juego. Se
dejaban caer, ellas, rendidas y aspeadas sobre los divanes o las sillas del
café, reponiendo con una tostada o la democrática rueda de churros
humeantes sus estómagos estragados por las mixturas de la consumición
obligada en las horas de trabajo. Ellos, también agotados por la vigilia y
con los nervios todavía en tensión por las consecuencias a que en su profe-
sión puede prestarse un error, taciturnos y sombríos, cuchicheaban, co-
mentando en voz baja alguna bolada sensacional coronada por un cero
oportuno, o cierto pase, a paños cargados, que dio a la casa el beneficio de
la noche y aún el de la temporada.
Después, ya casi a los resplandores vacilantes de un sol que nacía, ellas
y ellos iban en busca del hostal donde reposar unas horas los molidos hue-
sos. A alguna de ellas, juvenil e inconsciente, aún le quedaban fuerzas y
humor para saltar sobre el tosco aparejo de un borriquillo de alquiler y
subir hasta el Monte, en unión de algún amigo rumboso o pegadizo que
intentaba liberar por unas horas a la muchacha de la dura disciplina del
«acreditado y elegante establecimiento».
¡ Turbios amaneceres de aquel Zoco Chico, que entraba de este modo
en un nuevo día! Nuevo, y ya viejo en la eterna y pintoresca reiteración de
sus ayeres<
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LA FUENTE NUEVA
En grata y obligada ofrenda a la memoria de don José Benoliel,
sabio sefardí y amigo entrañable, al que debo, cuando vivía, inol-
vidables horas de esparcimiento y delectación espiritual; y ahora,
muerto, la ayuda inestimable que su labor, vasta y profunda, me
ha prestado para el mayor logro de estas impresiones 96.
El abolengo de un barrio
Si el Zoco Chico era, en aquella época, el corazón que recogía todas las
palpitaciones de la vida tangerina, la Fuente Nueva habríase dicho su gar-
ganta. Por ella se escapaban, en forma expresiva aunque correcta, unas
veces, a borbotones, los espasmos de la ira; otras, la eclosión de los más
variados sentimientos humanos. Toda una gama variadísimo y copiosa, en
la que se reflejan el pensar y el sentir tumultuoso de la masa. Barrio denso,
con una población muy heterogénea, no era de extrañar que, junto al aire
comedido y sereno de las familias de mayor abolengo, que allí vivieron un
tiempo, repercutieran, como un trallazo violento e intempestivo, la explo-
sión de la plebe o, con sus desplantes o desgarros, sus bendiciones o exe-
craciones, la superstición o la fe, la oración o la blasfemia, en ruda y gro-
sera amalgama.
En el barrio de la Fuente Nueva tuvieron, como se ha dicho, su
primigenia residencia las más ilustres familias de Tánger. Allí vivieron, y
aún subsisten sus antiguas casas solariegas, los Laredo, los Cases, los Be-
nasuli, los Pimienta, los Toledano, los Larry, los Serfaty, los Benassayag y
otras muchas familias más que la memoria no logra concretar ahora. No
96 Don José Benoliel es autor del único y completísimo trabajo que se ha escrito acerca del
dialecto judeohispanomarroquí, o haqitía, conservado a través de muchos siglos por los
judíos sefardíes, que, al salir de España, se refugiaron en Marruecos principalmente. El
árabe y el hebreo, el caldeo en menor escala, y escasamente el portugués, el francés y el
inglés, son las fuentes en que la haqitía ha bebido todas las veces que le faltaba el hispano
manantial, no por seco, sino por inaccesible. Todo ello en curiosa y pintoresca mezco-
lanza. El acabadísimo estudio del señor Benoliel fue recogido, hace ya varios años, por la
Real Academia de la Lengua Española y publicado en varios números de su Boletín Ofi-
cial. Cúpome a mí el honor de conocer este trabajo antes de su publicación y también el
de haber orientado al autor en sus propósitos hacia la Academia. A lo largo de este capí-
tulo de la Pequeña historia se recogen frases, modismos y sentencias curiosísimas en haqi-
tía, que he ido entresacando del documentado e inestimable trabajo del llorado amigo. El
teclado fonético —dice éste— del judeohispanomarroquí, particularmente el de Tánger,
es vastísimo, pues abarca todos los sonidos que entran en los idiomas español, hebreo y
árabe. Nota del autor.
276
residían allí porque fuera lugar impuesto, como en las restantes poblacio-
nes de Marruecos. El régimen de vida en Tánger fue siempre distinto —
más amplio y comprensivo— que el de esas otras ciudades del interior. En
toda ocasión se ha destacado Tánger por su liberalidad e independencia
en este aspecto. De aquí que los hebreos nacidos o avecindados en Tánger
sobresalieran siempre por una cultura, una distinción y desenvoltura de
movimientos muy superiores a los de otros lugares de Marruecos, en los
que se les obligaba a un confinamiento de redil, embrutecedor y depre-
sivo< La Fuente Nueva, como digo, fue durante muchos años el barrio
aristocrático de Tánger, o, por lo menos, en él convergieron las principales
familias hebreas de la ciudad. Aunque no tuvo, como ahora, ese carácter
pintoresco y mal afamado que adquiriera más tarde, en el rodar de los
años, es lógico suponer que en torno a aquella selección de familias se
agrupasen también otras muchísimas de condición humilde, y a veces mi-
sérrima, que con aquéllas convivieron por espacio de varios lustros. Con el
tiempo, a medida que la expansión urbana acrecía y la seguridad personal
se afirmaba, las familias pudientes fueron dejando la Fuente Nueva para
afincarse en otros lugares menos compactos —el Marchán, por ejemplo—,
más aireados, salubres o cómodos y, sobre todo, más acordes con el ritmo
progresivo de la ciudad.
No existía entonces la fuente pública que hoy abastece con su linfa pe-
renne a los vecinos. El nombre de Fuente Nueva con el que se designa este
barrio tiene origen en un brazo soterrado de agua que fluía junto a lo que
hoy es un puesto de verduras, por cuyo subsuelo se asegura que aún pasa
la líquida corriente. Cuando se alumbraron las aguas de Sharf el-Akab, el
año 21, fue colocada allí la fuente actual, a cuyo alrededor se agrupan
hombres, mujeres y niños de diversas razas, que mantienen aquel lugar en
constante y pintoresco movimiento.
El corazón de Magnía
También yo viví un tiempo en la Fuente Nueva, en su propio corazón,
y no en privilegio de calidad, sino por la comodidad de estar más cerca de
la redacción de El Porvenir, allí instalada. Era una casa grande, como un
palacio, por cuyo alquiler pagaba veinticinco duros. Tenía dos plantas con
hermosas habitaciones que daban a un ancho corredor acristalado, que se
abría a un hermoso patio con el suelo de mármol. De la misma piedra era
también la gran escalera que ascendía hasta una hermosa terraza. Rema-
277
taba ésta en unas galerías encristaladas donde la luz del sol derramaba a
raudales su alegría y su tibieza suave. Carecía la casa de baño moderno,
pero, a cambio, disponíamos de un magnífico hammam o baño moruno,
con un gran horno para su calefacción. Un horno donde cierta mañana
inolvidable de domingo un pariente mío tuvo la suerte de tropezar a
tiempo con el macabro regalo que en él había dejado la noche antes nuestra
criada Magnía. Y digo que fue una suerte porque de haberse encendido el
horno sin la precaución de hurgar antes en su interior, habríamos resul-
tado encubridores inconscientes del crimen perpetrado, con alevosa a in-
concebible entereza, por Magnía, la de la cara bonita, con aire de ingenua
y un nombre sonoro.
Conservo, frescos aún en la memoria, todos los pormenores del ho-
rrendo drama. Veo todavía los ojitos de la nena —porque era una niña—,
espantosamente abiertos; su carita ovalada, de un color mate con manchas
de ceniza, y en el cuellecito las huellas cárdenas de los dedos maternos
que con tanta saña fría como crueldad se aferraron a las tiernas vértebras
para privar a la hija del derecho a vivir que reclamaban su aparente vigor
y lozanía< Tirada, m{s que sentada, en una silla baja de costura, rota ya
la increíble firmeza que mantuviera tensos sus nervios hasta entonces, es-
taba Magnía, la indigna madre de unos minutos, con los codos apoyados
en las rodillas y la cara entre las manos. Sus manos, que, pese a la bella y
juvenil tersura, a la delicada piel en la que se marcaban los ríos azules de
las venas, yo veía tintas en sangre roja e inocente< Cuando los soldados
del Bajá vinieron a buscarla, para conducirla a la Alcazaba, Magnía separó
las manos de la cara. Y pude ver sus ojos, grandes y bellos, pese al horror
de lo que vieran la noche antes, pero secos, sin una lágrima, acaso porque
en su corazón se hubiera secado también, y para siempre, la flor fragante y
jugosa de la maternidad<
278
animado cotilleo, mientras mordisqueaban lentamente semillas tostadas
de varias clases. Charlaban acuclilladas contra la pared o sentadas sobre el
escalón de sus viviendas respectivas.
Algunos de esos días, en las normales pausas de mi tarea, desde la
redacción de El Porvenir allí inmediata, corríame yo hasta la barbería de
Emilio Méndez —que aún existe— y, sentado ante su puerta, en silla que
me ofrecía amable su dueño, gustábame escuchar las parletas de las veci-
nas, recrearme en sus decires agudos y extraños, que en mis oídos de re-
cién llegado sonaban como algo singular y arcaico, poco familiar, aunque
sí presentido por antiguas lecturas. Particularmente, me extasiaba con-
templando aquellos gestos, aquella mímica tan expresiva, onomatopéyica,
de las manos, con las que, sin necesidad de palabras, completaban una
oración verbal o daban más fuerza a una frase 97.
Este joven barberillo, Emilio Méndez —¡ ay! (dirá si hoy lee estas lí-
neas), ¡ quién lo fuera todavía—, era un español de encendido entusiasmo
patriótico cuyos servicios a la Cruz Roja Española, cuando, años después,
se fundó ésta, fueron tanto más dignos de encomio cuanto que eran gra-
tuitos. Tanto llegó Méndez a destacarse en el servicio de camilleros, por su
asiduidad y diligencia, que se le hizo cabo. Y no sé que al cesar esta sec-
ción de camillas a hombros, para ser sustituidas por las ambulancias ro-
dadas, recibieran aquellos buenos españoles y eficaces camilleros no ya
una recompensa honorífica, ni siquiera ese precario agradecimiento de
oficio con que el Estado suele reconocer, cuando menos, los buenos servi-
cios prestados< En su modesta barbería de la Fuente Nueva sigue todavía
nuestro buen Emilio Méndez, tan patriota como siempre, aunque frenado
en su entusiasta dinamismo no diré que por el peso de los desengaños,
pero sí por el de los años, que no pasan en balde.
La atalaya de la barbería de Méndez era para mí inapreciable. Nada me
importaba el bullicio infernal de la chiquillería que allí se reunía para en-
cauzar sus travesuras y sus pícaras excursiones aledañas. Ni tampoco los
olores inconfundibles de los guisos o desperdicios que flotaban de conti-
279
nuo en el ambiente de la Fuente Nueva. Unos olores cuyo secreto se ha-
llaba, sin duda, en la misma entraña del barrio, en los siniestros portales
sin fondo; en los túneles tenebrosos, al atravesar los cuales, de noche y por
primera vez, parece que las figuras que nos vienen al encuentro adquieren
proporciones gigantescas o fantasmales, que encogen el ánimo y acongo-
jan el espíritu. Es un olor que, como vedijas de humo sutil, se escapa de los
entresijos de aquellos cuartuchos que abren a un patinillo azulenco las bo-
cas desdentadas y sombrías de sus oquedades sin puertas< Una vieja es-
tera, una yacija, una silla desvencijada< Todo ello entrevisto al pasar por
las estrechas callejas de pavimentos viscosos, sobre los que el calzado eu-
ropeo parece sentir cien mordeduras junto a frecuentes cavilaciones<
Como recogido en un disco virgen que el recuerdo hiciera girar, conservo
en la memoria auditiva el eco fiel de muchos de aquellos diálogos, que
vuelvo a escuchar hoy —si no completos— a trozos dispares, entreverados
de haches aspiradas:
—A bueno est{ de lavijos tan aína<
—Y ¿cómo lo haré? —exclama el rapaz.
—¡ Boquéame, ferasmal!... Jadréame ya por ese fondaq que el Dió
quisso darte por boca<
Encantábame también el tonillo especial de estos dichos, con sus dobles
eses silbantes, que no era el meloso y cadencioso de la América española,
aunque sí lo recordaba un poco. El tono se adaptaba a una pauta musical
especialísima que despertaba mi atención y, principalmente, mi curiosidad
de recién llegado. En todo país hay una pauta en la que afinan su lenguaje
todos los naturales de aquella nación, con variantes más o menos sensi-
bles, de provincia a provincia y a veces de ciudad a ciudad 98.
El tema de las conversaciones en la Fuente Nueva cambiaba con la
movilidad de las diversas comadres que se iban sucediendo en el círculo
hasta donde alcanzaban mis oídos.
—¿Cuántos años hace el niño? —pregunta otra vecina.
98 «Esta especie de música del habla, que nos permite conocer de lejos la nacionalidad de
quien habla y que con respecto a la haqitía debía confundirse o, al menos, parecerse mu-
cho a la entonación peculiar del idioma castellano, está muy lejos de ello. Menahem At-
tias, un dilecto amigo tangerino, ha dicho: «Creo que es una mezcla de la antigua entona-
ción española, de la hebrea y de la árabe. Ciertos países americanos, el Paraguay, por
ejemplo, así como la gente campesina de España, conservan aún la antigua entonación,
que es muy parecida a la de la haqitía.» J.B. Nota del autor.
280
—Tu mano más seis meses —responde la madre para indicar que el
niño tiene cinco años (los dedos de una mano) más seis meses.
Bendiciones y baldiciones (maldiciones) entremezcladas, escuchaba de
continuo en grande y abrumadora profusión. Junto a una loa enternecida,
dicha con un fervor de encendida unción, la maldición breve, tajante, ful-
mínea, que deja el ánimo estremecido y el espíritu lleno de preocupacio-
nes. Otras, perfiladas, con cierto aire y en retórico florilegio:
«Sueños buenos se te cumplan y los malos se desfagan como la sal en el
agua. Chiquito como un vod [última letra del alfabeto hebreo] y feo como
una hache de escuraña< Tenía un ojo al safón y otro al darón [norte y sur]
y el corazón de hosmín [cieno, infame]< Lo vea con el ojo y no lo alcance
con la mano< Postema se le haga en el cuerpo< Nunca lo entienda hasta
que se le levanten los echados [muertos]< Matado muera< No quede
uno o ninguno que mandado haga al otro< Se le tahfee [atragante] en la
kangora [garganta]< El Dió lo hadee [preserve] de malos caminos y de
aguas de la mar< Baruj habbá [vendido sea quien viene].
Otras veces, a estas exclamaciones se sucedían dichos irónicos o
sentenciosos que tenían para mis oídos un arcaísmo de indiscutible en-
canto: «Mi nuera la polida, después de blanquear desfoyina< ¿Quién
alaba a la novia coxa? Su madre la tuyida< El día que no lo escombrí,
vino el que menos lo pensí< Cuando el gato no haya [halla] la carne, dise
que est{ fidionda [hedionda]< No hay mazal de pavo< 99 El hijo de judío
99 «Con motivo del Purim (fiesta de Esther), quiso un hebreo de Gibraltar obsequiar con
un pavo a un notable israelita de Tánger, amigo suyo, pero el temporal retrasó el viaje y
el Purim pasó sin pavo. El segundo año llegó el segundo pavo, pero con una pata partida,
lo que, según la ley hebrea, lo hace impropio para el consumo. El tercer pavo vino un año
después, pero por un percance de cocina quedó tan quemado y carbonizado que nada se
pudo aprovechar de él. Viendo lo cual: ‚No hay mazal de pavo‛, exclamó el dueño de la
casa. Y el dicho subsiste y aún es empleado cuando no hay manera de conseguir lo que se
desea.» J.B. Nota del autor.
281
al mes anda y al año gatea 100. Aanda gatos< 101 Comites o no comites, a la
mesa te pusites 102.
Parletas antañonas
Cuando, al cabo de unos años, la plazoleta de mis observaciones quedó
ya en la forma actual, es decir con la fuente a la que las vecinas venían a
llenar sus vasijas, yo seguí atento a sus conversaciones desde mi atalaya
de la barbería de Méndez. Mientras los cacharros se iban llenando bajo el
chorro hético de la fuente, las mujerucas sostenían animada charla:
—Messody, ¿vas meshor?
—Ya mos cansimos de arrogar y todo en vassío, como el que mea en
arena —responde la aludida—. Su cara era antes una luz del día, y
agüera< ¡ mansía! [Triste]
—¿Malenconia tiene?
—Mal de amor, dixo, el dutor Sánchez Codda...
—¡ Capará por eya! [líbrese el mal]
El cotilleo sentimental lo interrumpe un chicuelo de pocos años; va
descalzo, lleva el torso desnudo y, de vientre para abajo, por toda vesti-
menta, unos calzones con varias piezas de diversos colores en los fondi-
llos. Los pantalones se sujetan a uno de los hombros con una cuerda que le
cruza el desnudo pecho. La cabeza al aire, los pelos híspidos, ribeteados
de legañas los ojos y dos carriles lustrosos que salían de los túneles de la
nariz hacia los labios. Trae una lata abollada en las manos y se la enseña a
la madre, a la vez que le dice con aire temeroso:
—¡ Se jalbeó! [volcarse una cosa]
—¡ Ah, el hamor! [burro] —grita la madre.
—¡ No te encaases! [no te enfades] —suplica el niño, a punto de llorar.
—¡ Yóralo agüera, kafuy tob{! [ingrato]< Mudarria te entre.
Y, como hace ademán de darle un pescozón, el chiquillo se agarra a las
haldas maternales, por lo que la mujeruca grita destemplada:
100 «Se dice de los que después de haber dado grandes esperanzas por su precocidad o
buenas cualidades, las desmienten más tarde por su pereza o ignorancia.» J.B. Nota del
autor.
101 Con estas dos palabras manifestó un tangerino ingenioso, al ver romperse y derra-
marse una jarra de leche, no su pena por el perjuicio sufrido, sino por la ausencia de gatos
que perdían tal ocasión. Se aplica, irónicamente, en casos análogos. Nota del autor.
102 Un convite no pierde nada de su valor porque el invitado, tímido o melindroso, no
282
—¿Qué es este mal? ¿Qué son estas hamayot? [exageraciones] Ya me
hanleates [trastornaste] los meoyos [la cabeza, los sesos]< ¡ Solta, se que-
bren esas tuyidas!...
El chorro sigue fluyendo imperturbable, mientras en torno a la fuente
las mujerucas siguen disputándose el turno de los cacharros. Aquel día es
mayor y más intenso el bullicio en la Fuente Nueva. Las comadres se agi-
tan más nerviosas que nunca. Unas se lamentan con escándalo, otras opi-
nan sentenciosas y agoreras; algunas elevan los brazos al cielo, implo-
rando, acaso, el testimonio o la compasión de Dios. Se ha cometido un
crimen, cuyo móvil no ha podido ser otro que el de una fiera venganza.
Un mozalbete judío que se ganaba el sustento trayendo arena de la playa
en un burro, ha aparecido esta mañana con la cabeza aplastada bajo una
enorme piedra. Su cadáver fue hallado junto al Río de los Cangrejos. A su
lado, el burro, con sus grandes y húmedos ojos, miraba y olisqueaba el
cadáver de su amo, a la par que mantenía muy enhiestas las peludas ore-
jas. Las mujerucas comentaban el suceso haciendo grandes aspavientos. El
mozalbete era vecino de la Fuente Nueva. Su madre acababa de retirar su
humilde vasija cuando se enteró de la noticia:
—¡ Uoh por mí! —gemía con gran desconsuelo, y entre hondos sollozos
exclamaba:
—¡ La alegría y el sol cayente de mi casa! ¡ Qué dolor sin cabo ni fin!
—¡ El Dió me farjee [ilumine] —hipaba otra vecina—< Antier no m{s
lo vide pasar cabe mí< ¡ Aanda, el mesquín!
Y a modo de triste jaculatoria, emocionada en el recuerdo, otra se
lamentaba llorosa:
—¡ Ya no lo arrufará 103 más mi can, como cuando se asomaba a mi por-
tal!
De todas partes surgían nuevas lamentaciones o crueles imprecaciones
de condenación, cuyos ecos quedaban flotando en el ámbito y repercutían
de puerta en puerta por todo el barrio de la Fuente Nueva: «¡ Así el Dió
mos escape de horas menguadas!... ¡ Coman su habora [banquete fúnebre]
a quien lo jisso!... ¡ No quede dél nada que nada se yame!... ¡ No se le en-
tierre pie con mano!... ¡ Candela se levante en sus huesos!
La abundancia en los juramentos que yo escuchaba durante mis horas
de observación era extraordinaria. El pueblo hebreo tiene en este aspecto
‘Dicho de un perro: Gruñir hinchando el hocico y las narices y enseñando los dientes’.
103
Real Academia Española © Todos los derechos reservados. Nota del copista.
283
una facundia inagotable y va adaptando sus dichos a todas las situaciones
que se le presentan. La ciencia popular es en esto un pozo sin fin, de cuyo
caudal hacían un gran derroche las mujerucas de la Fuente Nueva, cuando
querían dar a sus palabras toda la persuasión que acaso no tuvieran por sí
mismas< Por esto, por lo otro o por lo de m{s all{, el caso es convencer a
quien se habla de la sinceridad de sus intenciones: «Por el taam [alimento]
que xerqueimos [hemos comido juntos]< Por el oolam [mundo] de los ual-
din [abuelos, antepasados]< Asquede bab{< Asquedes tú y quede
yo 104»<
Otras veces eran exclamaciones pintorescas que me dejaban pensativo
y perplejo, buscando en mi mente la significación, el sentido y, cuando
podía, el origen de las mismas: «Aanda el magbón [desgraciado, malo-
grado]< Vaite de aquí, a el basel [fastidioso]. ¿Qué es este guent [orgullo en
hebreo]? Ajlás [basta ya] de hasser kanifut [adulaciones]< ¿Pannar tene-
mos?» 105.
104 «El incluir en el juramento la persona a quien se presta lo hace más solemne, por
cuanto la vida ajena se debe considerar más sagrada que la propia. No es éste, sin em-
bargo, el modo de sentir de todos, pues no falta quien, maliciosamente, se contenta con
decir: «Asquedes tú», en un tono de verdad muy melifluo, pero no menos hipócrita.» J.B.
Nota del autor.
105 «El pannar, realizado a favor de una enferma, es un banquete por medio del cual se
pretende congraciarle la benevolencia de los abaxo [duendes] o los diafa [huéspedes invi-
sibles, lares], como denominan a éstos y a aquella ceremonia los moros, de quienes la
suelen copiar algunas judías ignorantes y supersticiosas que están lejos de figurarse que
aquello sea un acto de pura idolatría. Muy sugestivo es, efecto, este nombre de pannar,
con que tal vez se haya querido designar el banquete propiciatorio o aplacador dedicado
al dios Pan. Todo, hasta los más minuciosos detalles de esta práctica, parece confirmar lo
acertado de esta hipótesis. El banquete se compone generalmente de alcuzcuz regado con
caldo de gallo; de pescado guisado con aceite y cebollas, y de «frojaldres» [panes sin le-
vadura, amasados con aceite y cocidos en seguida: hojaldres). La sal es totalmente elimi-
nada en la confección de estos alimentos, quizá por ser considerada como exclusivamente
perteneciente al mar, esto es a Neptuno, y para evitar conflictos jurisdiccionales entre éste
y Pan, dios de la tierra firme. Cuchillos tampoco son permitidos durante la comida, tal
vez por ser el hierro consagrado a Marte. La harina y el aceite —y a veces las cebollas—
que entran en estas comidas son pedidas de limosna a tres, cinco, siete o nueve «mejua-
ras» (mujeres casadas en primeras nupcias con hombres que también están casados por
primera vez), las cuales nunca niegan esta contribución para un acto que es considerado
como cosa de mucha importancia y respeto. No toman parte los hombres en estos ágapes,
que sólo pueden ser celebrados los lunes y los jueves y son precedidos de libaciones de
aceite y alheña en polvo, hechas tres días seguidos, entre dos soles, esto es, allá del me-
diodía, a la puerta de la casa de los interesados. Es de rigor comer en el suelo. Los comen-
284
Alrededor de aquella fuente, chapoteando en el piso, siempre enchar-
cado; entre aquel infernal ruido de cubos, latas y otras cien vasijas distin-
tas, que se arrastran y entrechocan, se han proferido las más horrendas
maldiciones y las imprecaciones más terribles; los insultos más soeces y las
más extrañas admoniciones. Se han referido historias inconcebibles y he-
cho los más peregrinos comentarios y las apreciaciones de mayor atrevi-
miento hasta lo infrahumano. Todo ello en árabe, en haqitía o en un espa-
ñol bárbaro, con aires de jerigonza, sin que falten tampoco diversas y ex-
trañas exclamaciones en otros varios idiomas. Las mujerucas que allí se
han reunido en distintas épocas coincidieron siempre en tener tan larga la
lengua como corta la falda.
285
neras, con todas las últimas trapacerías que arriban a su puerto. Por la de
Sebú se comunica con el centro comercial, típico y genuino, de los poli-
cromos bazares del Uad Ah-Hard{n, multiforme y cl{sico< Y como úl-
timo tentáculo, he aquí la pina y empedrada calle de Tadjanía, por la que
le bajan la rancia prosapia y el puro abolengo étnico de la Alcazaba<
Así es la Fuente Nueva, víscera esencial de un organismo poliforme;
garganta vigorosa y gigante, siempre en acción, por la que se escapan sus
clamores de júbilo, sus gritos de gozo, sus lamentaciones de desconsuelo y
tristeza, sus oraciones y blasfemias, aleluyas de triunfo o maldiciones ho-
rrendas entre inefables loanzas; sol de crudas realidades, junto a las fan-
tasmagorías plateadas de la luna, que es ensueño< Y ante todo y sobre
todo, como un nimbo circundante que a ratos la diviniza y hace olvidar su
desnudo realismo, unos rancios decires, en clásicos proverbios antañones,
que nacieron en los labios de los antecesores, alternados con los bellos y
sentidos romances, nacidos y rimados al socaire del amor, la tristeza o el
dolor y los anhelos de sus mayores:
286
de vuestra camisa.
Que vuestras iguales
las tienen texidas.
Y vos, la mi nuera,
tapada y dormida.
Y allá, al fondo de una calleja, una voz dulce, casi alada, que canta, en tono
caliente, nostálgico y sentimental, el tierno romance de la novia de la cara
blanca:
Scheshauen 28 de Jasban
287
Ferasmal 106 hermano Shimeón:
Sobre los ojchos de la cara os falrearé 107 que arrecibí
vuestra carta y la verdad que vos diga no cudi 108 entender
gota de ella, no saboi si discués que la escribitis la ensha-
güatis con leshia, asigún lo turdia 109 que estaba. ¿Ma cudi
leería? 110 Si lo jizistis porque estabais en sheddá 111 por tinta,
ya está y si lo jizistis por melgucear 112 vos diré que los sojhos
se me segaron y no hubo fin de leerla. Los críos se amanzia-
ron 113 de verme que la quería leer y no cudia. Babá 114 ya se
iba a encaasar 115 y cortaría 116; in ma 117 me la quería jhaf-
tear 118 de las manos y quemaria; aguá loores al Dió, que bino
el rebbi 119 de los críos y me la cumplió de leer, ma sino aun
está, no lo hubiera cadeado 120. Vuestra carta me jabreó 121 que
estáis aresfriado sin apetito de comer y con el brazo del lado
hozri 122 casheado 123. No tengáis mal, con la espera del Dió
que aguá sanaris y lo jalfeareis 124 todo.
Así me queden los críos que el corasson se me caj-
rea de oír tanto mal y de pasario y poderio quemear 126. Pa-
125
106 Querido.
107 Informaré.
108 Pude.
109 Turbia.
110 ¿Acaso pude leerla?
111 Escasez, apuro.
112 Hacer una broma (¿?).
113 Apenaron.
114 Padre.
115 Enfadar.
116 Romperla.
117 Madre.
118 Quitar, arrebatar de las manos.
119 Maestro.
120 Acabado.
121 Informó.
122 Izquierdo.
123 Roto, quebrado.
124 Recobrarás.
125 Rompe.
126 Remediar.
288
sado sea el mal y con bien lo oyáis, por lo que pasimos todos
viernes de Kipur: yo con tarak 127 en la cabeza, que dirás que
me afincaban un clavo en medio de los meoyos. Pava, mi
isha, con teshira 128 en la pantorrilla ixierda. Abramico, mi
bejor 129, le salió un benino 130 en el carcañal, que no lo desha-
ba durmer ni el día ni la noche más que dando chiidos como
el loco. A Mair le picó una bibora cabe la oresha, yamimos al
dutor y disho que no haya mal que eso fera, que si bibora
fera ya estuviera en la meará 131. Sody, me vaya capará por
ella, de tanto cuzer, se le fizo una shubaja 132 en las espaldas y
disho el dutor que amenester ponerie un caustico de mostaza
que si no se le jará fistolá.
Quien mal vos quehere pase tal, dirás que mos
aainearon. Mi anaya 133 no estaba aquí, los ochos 134 que tenía
él se los levó a Tetuán para mercar si jayaba unas falanzas 135,
turmas 136, pimientos jaros 137 y unas pashas que apresten
para sentar la beluntad 138. También quería traer un shuari 139
de bujannú 140 para estilar, tres o cuatro limetas141 de aguar-
diente caser para Pesah. Sahaa no hayó nada y mercó una
oyita de azuda 142, una tanshia 143 de miel para jer 144 letuario y
fishuelas para Purim y se vino sin más ni más y biñendo por
127 Jaqueca.
128 Erisipela.
129 Primogénito.
131 Cementerio.
132 Vejiga.
133 Marido.
135 Sandías.
136 Trufas
139 Serón.
140 Madroños.
141 Botellas.
142 Manteca.
143 Orza.
144 hacer.
289
una calesha 145 el asno atreó 146 y se cayó cabe un lugar de
gais 147, se quebró la tanshia y se vertió la miel y a la oyita se
le cayó el jondón y no aprestó de nada la azuda por la demo-
dranza que de ella se jizo y jaré guó por eya, güeno que
sanaron los críos ucan 148, lo demás lo lebó el mal.
No era vuestra falta y meshorados los tefelines 149 de
vuestro isho, sabris que apalabri a Rica, mi isha, con el isho
de Paloma la de Bentata, un mancebo cumplico y cabal,
apartado de todo mal. Más que el día pasa en las Nogas 150
meldando151 y pintneando 152 como se jaga el mazal. No es
mucho mercader ni tanto asín, tampoco 153 tiene su ropa
como el meshor de sus iguales, un yalac 154 de la semana, otro
de sabad, vuestras manos de shojas una belaa 155 de bonetes y
zaragüeyes más que daca y corta. Todos estábamos munchos
contentos con él, mas que el Dió sea que ponga su barajá 156
sobre nosotros.
Los saadiquin 157 sean que mos oyan. Vos arrepito que
es un mancebo muncho apropiado y busheando 158 ande ga-
nar un ocho. El día del Aljad 159 pasí por el delal 160 y jayí que
se vendía un filo de seboyas 161, se lo merqui y también le
merqui un merfaito 162 onde poner los atendos cuando se
145 Calleja.
146 Tropezó.
147 Barrizal.
149 Confirmación.
150 Sinagogas.
154 Capote.
155 Muchos.
156 Bendición.
158 Buscando.
159 Domingo.
162 Estantería.
290
case. ¿Qué jaré? Yo me quedo aljotando 163 los ocho que gani
shabonando 164 en ca de los consules y en ca del recabdador
de la Aduana y con ello le merqui una shiraldeta 165, una
okaya 166, dos merjermas 167 y una bunnaca 168 endiamantada.
Las arojas y la esfifa 169 ya las tenía de la cansada de su
agüela. Shimeón, su hermano que se fe a Pará de Barzil me
escribió y dixo que mandará con que merque un kazot 170 y
algunos ochos para poner con el dote. Ente que la jotbeó 171
este mancebo se lo mandé a dizer y no me arrespondió y
pensimos que cuede ser que no le gustó. Aiguá loores el Dió
que no fe eso, es que estaba muncho embebecido con una da-
jia 172 de un negosio y no tenía lugar ni jatar 173 para escribir;
discués de esta vez que mos escribió rara la vez que
arrecibimos carta. El novio ya mercó un almadraque 174, las
sietas 175 y más otras cosas para el palacio. Yo ya jareo 176
aljotando, ma no hay fin que abonden los ochos.
El jamor 177 de mi marido se queda ashuntando hatta
que viene cada mes y se lo leba y si le pidoi algo para su isha
me levanta la olam 178 chiando y no me da ni un ocho mal-
logrado. Un boril preto tengo con él. El día antes de Pesah
comprimos un tanyía de miel y vino el negro mazal y la
agostó y del tenicub 179 que le dio shaateó 180 la oya en el patio
163 Ahorrando.
164 Jabonando, lavando la ropa.
165 Prenda femenina del equipo berberisco.
166 Toca.
168 ¿?
172 ¿Preocupación?
173 Humor.
174 Colchón.
176 Me canso.
177 Burro.
179 Rabia.
291
y cadeó 181. Se levantó a matarme; los críos, por fuquearme 182
de la sheddá 183 en que me vieron, candiaron también los
amargos 184. No vos audearé 185 más, vos acordá lo que ya vos
dishi, ya estaréis afendidos 186 de tanto leer. Los críos los
besan las manos y a Zaquito le dan besos y a vuestra isha lo
tanto de vuestra jabera que ver vuestra cara desea con bien y
alegría.
Fiati la Shesuania.
180 Tiró.
181 Se acabó.
182 Salvarme.
183 Apuro.
185 Repetiré.
292
293
294
295
FONDEA UNA ESCUADRA EN LA BAHÍA
296
hombros; cuando no una bata de vivos colores o un sedoso salto de cama.
Y como el agua seguía cayendo implacable y calaba estas prendas, tenían
los muchachos un lamentable aspecto de náufragos a quienes se hubiera
vestido atropelladamente con las primeras prendas halladas a mano.
Otros grupos recorrían los bares y cafés haciendo precipitadas libacio-
nes que, a veces, sin llegar a consumir del todo, dejaban para dirigirse pre-
surosos a otro establecimiento cualquiera, como si la sola finalidad de esta
inquieta correría fuera la de prodigar su dinero antes que la de beber. Eran
como niños retozones a los que se les hubiera dado suelta un día, fuera del
ámbito vigilante de sus mayores. Sin embargo, varias patrullas de las
mismas tripulaciones de sus buques, con unas iniciales al brazo y las po-
rras de caucho al cinto, recorrían las calles, siempre alertas para intervenir
cuando fuera preciso. Mas, aparte del natural bullicio, fuerza es confesar
que los muchachos se condujeron bastante cuerdamente durante su estan-
cia en Tánger.
Hubo, sí, como es natural, algún que otro episodio más pintoresco que
trascendente. Recuerdo uno que, a pesar de los años, no he olvidado toda-
vía. En el balcón del Café Central que mira a la calle de los Cristianos, ha-
bía sentado ante la mesa, con los cristales del balcón cerrados, un grupo
que consumía botellas de cerveza alternadas con vasos de pippermint;
mezcla acaso un poco detonante para el estómago, pero que, en cambio,
tiene la virtud de acelerar ese estado de euforia al que todos parecían aspi-
rar. Ante ese balcón pasó otro grupo que, al ver a los camaradas del inte-
rior, dio muestras de incontenible alegría. Acaso eran amigos o coterrá-
neos que iban en buques diferentes de la misma Escuadra y que no se ha-
bían visto en mucho tiempo. Después de rápidas y extremosas salutacio-
nes por ambas partes, uno de los del grupo exterior, al despedirse, intro-
dujo el puño a través del cristal —que saló hecho añicos— para estrechar
la mano del amigo que estaba en el interior. Hecho esto, marchó tan tran-
quilo calle abajo, sin prestar atención a la sangre que a gotas manaba del
puño lunicida. El amigo que quedó en el café se apresuró, eso sí, a pagar el
importe del cristal roto a Guillermo, el fogoso encargado, quien se lo em-
bolsó con aire de jaque satisfecho.
En La Imperial, aquellas noches, el camarero trapalón que todos
conocimos hizo un buen acopio de botellas vacías para colocarlas sobre la
mesa de los clientes incautos, en el momento oportuno. El piano sirvió de
tabladillo a un ágil marinero para bailar sobre él sin el menor embarazo. Y
297
junto a estos episodios que, aunque en ocasiones resultaran incómodos,
carecían de singular trascendencia, he aquí otro que recuerdo muy fresco
en la memoria, en el que se advierte un fondo de ingenuidad encantadora,
digna del espontáneo premio que tuvo. Ante un grupo de marineros sen-
tado en la terraza de un café, pasó uno de esos barquichuelos con ruedas
llevando en su cubierta una buena carga de caramelos, avellanas y ca-
cahuetes, amén de otras varias golosinas que a todos, en su época, nos hi-
cieron abrir mucho los ojos y sentir que la boca se nos llenaba de agua.
Empujaba este barquichuelo un vejete español, muy simpático y cordial
con la clientela menuda. Tenía el rostro muy quemado y rugoso; llevaba
siempre en los labios una pipa y en todo su continente un aire de «lobo de
mar» ya retirado de sus andanzas náuticas. El barquito en cuestión osten-
taba en sus costados, de forma bien visible, unas letras pintadas de rojo
que en su conjunto rezaban así: AÑULATAC. Este jeroglífico, según expli-
caba el vejete, no era otro que el nombre del buque de guerra español Ca-
taluña< ¡ escrito en árabe! «Si, zeñó —insistía—: ¿no zabe osté que los mo-
ros escriben ar revé que nozotro, de derecha a izquierda?». Y lo decía con
un aire de convicción desconcertante.
Acercóse a esta caricatura del Cataluña nuestro joven marinero y,
convenido el precio, le adquirió al instante toda la infantil mercancía.
Momentos después, ante el Añulatac se agolpaba un enjambre de chiqui-
llos de variadas edades y de todas las razas, entre los cuales repartió con
amplia generosidad y gran contento las chucherías almacenadas sobre la
cubierta del barquichuelo. Terminado el singular reparto, el marino, son-
riente y satisfecho, volvió a sentarse entre sus camaradas en la terraza del
café. El público, que había presenciado la simpática y singular hazaña,
irrumpió en aplausos tan espontáneos como calurosos. El marinero, al
percatarse de ello, bajó la cabeza, como avergonzado y confuso ante la
inesperada ovación. ¿Fue el precursor de un futuro Plan Marshall para
niños?
***
A los dos o tres días, y a medida que los bolsillos de los marineros iban
enflaqueciendo, amainó sensiblemente el ritmo de la actividad dilapida-
dora de sus dueños. Muchos ya bajaban a tierra a merced de lo que pudie-
298
ran obtener por los objetos de uso personal que ponían a la venta: aparatos
fotográficos, linternas de bolsillo, relojes, maquinillas de afeitar y cuanto
ellos creían que podía ser canjeado por unas pesetas, las suficientes para
pasar la tarde. Pocos, muy pocos, fueron los que, por haber sabido admi-
nistrar mejor sus caudales, pudieron seguir el mismo o parecido ritmo
fastuoso de los días anteriores.
Entre esos buenos administradores de su peculio se encontraba, sin
duda, aquel cabo alto, muy enjuto y sonriente, que se compró un burro
por cincuenta dólares. El vendedor fue un camalo de los que se sitúan en
las inmediaciones del Banco de Estado, cerca del Zoco Chico. El asno era
uno de esos borriquillos morunos, de menuda talla, más propio para el
recreo de niños que para soportar las absurdas cargas con que su dueño
abrumaba a veces sus lomos. El marino mandóle quitar el aparejo, del que
se hizo cargo el vendedor a toda prisa. Y con el animalito del ronzal, muy
contento, se dirigió el nuevo dueño hacia la terraza de un café. Allí se en-
tretuvo en darle, a grandes trozos, los dos panes que le había comprado, y,
uno a uno también, entre el alborozo y la benévola zumba de los curiosos
agrupados en su torno, todos los terrones de una caja de azúcar que le
vendió un camarero.
Terminado este banquete asnal, administrado entre grandes abrazos al
animal, alejóse el nuevo dueño calle arriba, llevando de ronzal, y a veces
intentando hacerlo en brazos, al paciente borriquillo. Aparte algunos ocio-
sos, que siguieron regocijados a este grupo marineroasnal, también cami-
naba detrás, perseverante y cazurro, el camalo vendedor. No creía éste ha-
ber perdido del todo la propiedad del animalejo, a pesar del billete que
como un tesoro guardaba en los entresijos de su skara, que llevaba colgada
en bandolera bajo la tosca y no muy limpia chilaba. Su intuición le adver-
tía que más temprano o más tarde el burro vendido pasaría de nuevo a su
poder.
Y, en efecto, cuando le llegó al marinero la hora de regresar a bordo,
cerca ya del muelle de madera, se despidió del animal con grandes abra-
zos y muy cariñosos besos en el sedoso belfo. Después, y sin volver la
vista atrás, como quien no quiere prolongar por mucho tiempo una pe-
nosa despedida, subió corriendo los escalones de la Aduana y se adentró
en el muelle, saltando a la canoa que habría de conducirlo a sus buque,
para zarpar de madrugada.
299
El camalo, como si allí no hubiese pasado nada, se acercó de nuevo a su
burro, saltó a sus lomos para ir en busca del aparejo y, hurgándole en las
ancas, lo obligó a emprender el cómodo trotecillo moruno, a la par que, a
gritos, lo estimulaba como de costumbre:
—¡ Arra! ¡ Arra!
300
301
302
303
304
305
Segunda parte
Biografías incompletas
306
PADRE BETANZOS, QUE ESTÁS EN LOS CIELOS
187 No recuerdo yo este acercamiento, pero será verdadero, si él lo cuenta. Nota del copista.
307
bien se acercaba a la mujer madura para decirle en tono bondadoso
y cordial: «Sigues tan guapa como cuando te casé». «Quite usted,
por Dios». «Bueno, lo que importa es que sigas siendo buena». Y a
renglón seguido se informaba de cómo se encontraba su marido y
de si el niño mayor había aprobado ya aquella pícara asignatura que
le quedara pendiente. De todo se acordaba y a todo atendía con el
mismo tierno cariño e idéntica solicitud que cuando recién llegado a
Tánger, todavía mozo, pleno de fe tempranera, pedíale a Dios, con
todo el fervor de su alma, que pasaran pronto los años para que su
presencia inspirase mayor confianza a todos los feligreses. Que si su
amor a Dios era infinito, la ternura que de su alma rebosaba hacia
los hombres era venero inagotable de la hondura de su corazón<
Y cuando ya maduro, el frailecico podía, en justicia, aspirar al
premio de ser amado y respetado por su obra, sintió el dolor agudo,
no el dolor físico que produce el puñal al clavarse en las carnes —
herida que al fin los hombres pueden sanar, con la ayuda de Dios —
sino la amargura que el desengaño y la ingratitud provocan en lo
más escondido del alma. Ello fue al comprobar que no de todos era
amado y respetado, que había habido en la tierra un hombre —¡ uno
sólo!, pero qué más daba, si había habido uno— que puso en duda
su bondad o la integridad de su espíritu, con la monstruosa
acusación que nadie pudo creer ciertamente. Un periódico, al
socaire de la turbiedad de una época funesta para España, mezcló
su nombre con el de un sucio asunto de contrabando de armas en
Marruecos. «No me duele —decía el calumniado—, no me duele la
acusación en sí, porque en fuerza de ser tan monstruosa no ha de
creerla nadie; me duele, sí, muy agudamente, el hecho de que haya
podido existir quien, conociéndome, la haga»<
Por eso tuve yo siempre como un honor el agradecimiento
bondadoso que a través de los años me conservaba, exteriorizándolo
siempre que hallaba ocasión: «Fue el único periodista —decía a los
que lo escuchaban— que me defendió entonces pública e
insistentemente». A lo que yo, abrumado y confuso, le respondía:
«Pero, padre, si no hacía falta la defensa»< «Bueno, bueno< Yo sé
308
muy bien lo que ocurrió entonces» 188. Y se alejaba, no sin antes
darme unos golpecitos cariñosos en el hombro.
¡ Padre Betanzos, que estás en los Cielos!
188 En su libro inédito Una vida en Tánger, Alberto España escribe lo siguiente: «En aque-
llos ominosos días, recién implantada la república, en que todos se afanaban por acumu-
lar méritos que les hicieran aparecer como los más ardidos defensores de las nuevas
ideas, fui el único periodista español de Marruecos que en las columnas de El Debate de
Madrid se alzó no con arrogancia, pero sí con valiente y enérgico ímpetu espontáneo,
contra las patrañas urdidas en desprestigio de la noble figura del Obispo de Gallípolis,
Reverendo Padre Betanzos. Con tales patrañas, aireadas en toda la prensa, incensario de
la joven república, se quiso presentar al virtuoso prelado tangerino como complicado en
un contrabando de armas descubierto en Bab Taza. En una interviú celebrada con este
prelado puse de relieve todo lo injusto y absurdo de la falsa imputación.» Nota del copista.
309
DOS MÉDICOS SIN CLIENTELA
310
acaso porque en el clima donde viviera siempre no hubo nadie —hombre
o mujer— que suavizara con otros sentimientos sus indisciplinados ins-
tintos. Verdaguer era pequeñajo, cauteloso, débil, pero inteligente y muy
disciplinado; no arremetía sino cuando estaba seguro de herir. En térmi-
nos médicos, podríamos decir que el uno era el furúnculo esporádico, del
que, una vez extraído el pus, no se prevén otras consecuencias graves. Si
se quiere apurar el símil, un absceso de fijación con el que se localiza una
infección, para aliviar o atenuar el daño. El otro, Verdaguer, es la enfer-
medad soterrada y cautelosa, de síndromes insospechados, que un día
cualquiera se manifiesta en toda su fatal eclosión y pujante morbosidad,
cuando ya no es posible aliviarla ni mucho menos atajarla.
Profesionalmente, ninguno de nuestros dos personajes había logrado
no ya trasponer, pero ni siquiera aproximarse a las fronteras de la fama.
Recluido Verdaguer durante muchos años en el interior de Marruecos, no
tuvo otro ejercicio clínico que el de un solo y empingorotado cliente, que
por su sana juventud dábale pocas ocasiones de aplicar la ciencia expli-
cada por sus maestros. Por su parte, Bentabol, desde que —¡ al fin!— logró
auparse hasta el título, no tuvo agobios económicos que lo acuciaran. La
pensión y las rentitas de su madre, poníanlo al abrigo de estomacales
apremios. Sin embargo, como nunca faltan incautos o despreocupados que
jamás tienen intención de pagar un servicio, solían llamarlo algunas veces
y, en honor a la verdad, él acudía solícito, aunque ignoro si eficiente. Una
noche tuvo la mayor intervención profesional que le conocimos, incluso
como cirujano, a pesar de aquel temblor perenne y enfermizo de sus ma-
nos< Había llegado el primero a la tertulia que teníamos en uno de los
balcones del Café Central. Mientras venían los restantes, Bentabol hacía
apelado a la distracción de arrojar terrones de azúcar, alimento de cuyas
posteriores restricciones no teníamos entonces ni la más ligera idea. Eran
blanco de sus azucarados tiros las velas encendidas con que las moras
vendedoras de pan iluminaban su mercancía, acuclilladas en la acera del
Correo alemán.
Cuando más atareado se hallaba Bentabol en su labor de paco apagave-
las, vinieron a buscarlo de la farmacia de Gómez Martín 189 —¡ eto e la
189José Gómez Martín, el Don José de toda mi infancia y adolescencia, visita frecuente en
casa de mi abuelo y, más tarde, en nuestra casa de la calle Alcalá de Madrid. Don José
vivía enfrente, en la calle Maestro Vitoria, con su hijo Antonio Gómez Bravo, su nuera
Juanita Dassoy y su nieta Cristina Gómez Dassoy. Se plantaba en casa a las cinco de la
311
ma!—: un moro había apuñalado a una esclava negra. Al llegar, Bentabol
halló a la víctima tendida en el portal de la casa donde había ocurrido la
tragedia, dando lastimeros alaridos y revolcándose entre sus propios in-
testinos, que en gran parte se le habían escapado por la enorme herida. A
la luz de una vela, con aquellas sus manos perláticas, Bentabol volvió a su
sitio, como Dios le dio a entender, los esparcidos y sangrantes órganos. Y
como pudo, también, cosió la horrible desgarradura, a la que dio no sé
cu{ntos puntos, con no sabemos qué aguja ni qué hilo< La negra se salvó
del puñal y del cirujano, pero malas lenguas aseguraron que, terminada la
peregrina operación, por mucho que buscó Bentabol en todos los rincones
del portaluco transformado en quirófano, le fue imposible encontrar uno
de sus puños de celuloide que había dejado junto al paquete intestinal,
vuelto a su sitio a toda prisa.
Desde otro plano, en Bentabol la mujer era meta natural del instinto, tal
vez grosero, pero normal. En Verdaguer era casi una estudiada y fría-
mente calculada culminación de sus ansias vindicativas. Bajo de estatura,
sin la menor gallardía, cara grandota y faunesca, labios colgantes, un poco
bembones, amén de otros grotescos rasgos que él tenía buen cuidado de
atenuar. Para ello apelaba a ciertas extravagancias como aquella del
grueso anillo de oro, con letras árabes, ostentosamente colocado en el
dedo pulgar de la mano izquierda< Sus armas de defensa eran la innega-
ble cultura, su rotunda y clara dicción de aragonés recriado en Valladolid
y una gran memoria poética, con ramalazos eróticos, que usaba como de
un espejuelo traidor. Matizaba sus recitaciones de un falso romanticismo,
incapaz de sentir, con el que alucinaba a las febles mariposas que tenían la
desventura de cruzar por el haz mefítico de su letal influencia. La cultura
que a otros espiritualizada y es llave dorada para llegar hasta insospecha-
dos horizontes, en él era ganzúa truhanesca para introducirse furtiva-
mente en el ánimo de las simples e indoctas féminas a las que emponzo-
ñara antes con sus disolventes ideas. Aquellas ideas que él sabía revestir,
eso sí, con las más bellas citas, cuidadosamente seleccionadas a través de
sus dilatadas lecturas.
—Así como Calígula —me dijo en cierta ocasión, no como amistosa
confidencia, porque ni sentía la amistad ni era capaz de una expansión
tarde —minutos antes, si televisaban corrida— y ahí se quedaba hasta que lo recogía su
hijo. Un día nos contó como cruzaba la calle Alcalá: esperaba que echase a andar la gente
y se lanzaba con el pelotón, pensando: «Lo que zea de uno zerá de toos». Nota del copista.
312
íntima con nadie—, lo mismo que Calígula anhelaba que la Humanidad
no tuviera más que una cabeza, para poderla cortar de un solo tajo, así
quisiera yo que todas las mujeres fueran ciegas, para que me pudieran oír
sin verme 190.
No era, no, un mujeriego por debilidad sentimental o por instinto. Era,
simplemente, un egoísta endemoniado, que no se resignaba con su fealdad
física y que usaba con las mujeres todo el atrayente influjo de su inteligen-
cia y de su cultura para vengar en ellas incruentas heridas en su amor
propio. Heridas que solían infligirle, a veces, las que por falta de sensibili-
dad o de instrucción no lograban captar el veneno de su espíritu, sino las
fealdades de su naturaleza. Y si en su estado normal era ya peligroso por
la perversidad inteligente de que hacía gala, cuando el veneno del alcohol
le hacía perder el freno de la civilidad, entonces la fiera quedaba en liber-
tad, desmandada y terrible. El cristal de los vasos en que bebía se rompía
entre sus dientes; los labios se le llenaban de una espuma espesa y sangui-
nolenta, y su cuerpo de enano caía el suelo, retorciéndose en convulsiones
que dijéranse francamente epilépticas.
Al correr de los años, el doctor Bentabol terminó en un Instituto de
provincia de segundo orden, como profesor de Gimnasia. Verdaguer se
suicidó en una aldea, donde hubo que encerrarlo por haber agredido, co-
barde y alevoso, a una dama que se resistió a sus torpes deseos.
313
CUENTAS DE UN ROSARIO
(EL DEL PADRE BUENAVENTURA)
***
—Este Padre Ventura —solía decir aquel otro varón ilustre, buenazo y
santo que en vida fuera el Padre Betanzos—; este Padre Ventura —porque
quienes lo querían le abreviaban también el nombre— es incorregible. No
hay quién le haga dar importancia a su persona ni a su cargo. Siempre se
cree el último y el peor. Y no lo es, no lo es, pero ¡ vale mucho!
***
Hasta cuando nada tenía que decir, en cualquiera de esos inevitables si-
lencios que a veces se interponen de alma a alma, no era dueño de conte-
ner la oleada de bondad y de ternura que desde el fondo del corazón le
subía a los labios.
—Sí< í< í, querido, sí<
Y con esta exclamación, no dirigida a nadie en particular, que era para
él un suspiro de alivio, parecía como si con ello intentase calmar aquella
su sed inextinguible de amor al prójimo, aquel su íntimo y perenne deseo
de consolar o dulcificar las inquietudes ajenas.
—Sí< í< í, querido, sí.
***
314
—Chico, ¿verdad que no parezco gallego? No, si mi Ventura a veces
puede pasar por hombre inteligente.
***
***
315
Era inútil regalarle una cartera para que desechase aquella otra, hecha
por él, de un trozo de hule y por él corcusida. A la primera oportunidad
regalaba la nueva y volvía a su carterucha. Tampoco era posible hacerle
variar, por otra de mejor calidad, aquella boquilla hecha con una caña o el
hueso de una pata de gallina.
—Sabe mejor la mía. Esos lujos no son para mi Ventura.
***
316
Y, acercándose a la pila bautismal, tras del ceremonial de rigor, con
aquella su voz grave y pastosa, que a veces se quebraba en trémolos de
emocionada ternura, dijo sencillamente:
—María de la Libertad, yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo<
Y volviéndose hacia los padres, les dijo en el tono más natural del
mundo:
—Ya podéis seguir llamándola Libertad.
317
PINHAS ASSAYAG, O EL MOSQUETERO DE LA CORTESÍA
318
No, no sonriáis malévolos o zumbones. Suponed que la moda se impu-
siera, exigiendo para nuestros sombreros —cuando el sinsombrerismo
termine— una base tan complicada como la que Pinhas Assayag reservaba
al suyo. Entonces, los peluqueros harían con nuestros cabellos verdaderos
rascacielos, para, en su fastigio 192, colocar nuestros chambergos. Con esta
moda, sería preciso suprimir el saludo, so pena de llevar una escalera de
mano para subir por ella hasta el sombrero. En cambio, el peluquero, en
lugar de un conversador impenitente, habría de tener la seriedad de un
hombre de ciencia. Porque si en tiempos de Assayag el fígaro que cuidaba
su cabellera tenía que estudiar, según decíamos por broma, trigonometrías
y cálculo infinitesimal, los peluqueros de mañana habrían de estudiar
completa, del principio al fin, la nueva ciencia que impondría su función:
la arquitectura capilar.
¡ Querido y evocado amigo! Naciste cortés y viviste como un noble
mosquetero de la cortesía. Estoy seguro de que en los últimos momentos
de tu vida, cuando ya los ojos no ven las cosas terrenas porque la mirada
se vuelve hacia dentro, avizorando el más allá, al entrever a la Implacable
que venía en tu busca, te incorporaste, presuroso, en tu lecho, para aco-
gerla con aquella tu innata y amable cortesía, que aún tiene calor de vida
en mis recuerdos.
192 ‘1. Parte más alta de algo que remata en punta, como una pirámide. 2. Cumbre (mayor
elevación de algo). 3. m. Arq. Remate triangular de una fachada.’ Real Academia Española
© Todos los derechos reservados. Nota del copista.
319
MISTER HARRIS
No era un hombre cordial en su trato, pero sí cortés. Tenía para con todos
esa corrección británica que a nosotros nos parece fría y resbaladiza, pero
que para el temperamento sajón puede que hasta sea efusiva. Una barbita
en punta le daba un aspecto quijotesco y, como el hidalgo español, era
delgado, magro, no muy alto, cetrino de color y mirada escrutadora e in-
teligente. Vino a Tánger muy joven y, aunque sus actividades periodísticas
empezaron bastante después de su llegada, dedicóse en el intervalo a otras
ocupaciones. Pronto logró que el gran diario londinense The Times lo
nombrase su corresponsal. Lo demás vino solo. Con el prestigio del gran
diario londinense y con su inteligencia y temperamento ambicioso y ac-
tivo, Walter Harris consiguió en poco tiempo destacarse. Los aconteci-
mientos que entonces empezaron a conmover la vida marroquí diéronle,
sin duda, la oportunidad que él deseaba. Toda la historia política de Ma-
rruecos, en sus primeros periodos de transformación y de contacto con
Europa, se halla ligada, casi totalmente, a la vida periodística de Walter
Harris. Su nombre sobresalió siempre entre los primeros y más dinámicos
corresponsales europeos. El secuestro de Perdicaris, cuya suerte hubo de
correr también, valióle a Harris llegar con más facilidad a la máxima po-
pularidad. El revuelo y expectación que el hecho produjo en Europa puso
el nombre de ambos hombres en la pantalla esplendorosa de la actuali-
dad< Para su biografía completa haría falta en realidad un espacio que no
encaja en el cuadro de este capítulo, cuyo título es ya indicio bien claro de
su concreción, toda vez que sólo se recogen en el mismo los rasgos más
esenciales de cada personaje, sin profundizar en la vida del mismo. Más
que biografías, son siluetas, por lo que el lector no debe esperar de mi
pluma otra cosa que los rasgos principales que destaquen la figura.
Tenía Harris una indiscutible sensibilidad artística y era un gran
amante del arte árabe, en sus diversas manifestaciones. De esta inclinación
de su espíritu, así como del buen gusto y finura de su temperamento, han
quedado en Tánger diversas muestras que no hace falta enumerar, porque
son de todos conocidas. En su trato con sultanes y prominentes figuras
marroquíes de aquella época, en la que ni el terreno ni los inmuebles te-
nían un valor extraordinario, dada la enorme facilidad con que eran ad-
quiridos, obtuvo Harris muchos beneficios que se tradujeron en donacio-
nes que él valorizó más tarde con sus iniciativas. Ha sido, en verdad, el
320
único periodista europeo que en Marruecos logró crearse con todo ello
una situación independiente, que daba mayor fuerza y relieve a su perso-
nalidad.
No fue amigo de España, ciertamente, sin que pueda afirmarse tam-
poco que sintiera deliberada fobia a lo español. Un poco de incomprensión
por su parte, quizá, y tal vez falta de ocasión para tratar y conocer ínti-
mamente a los españoles, contribuyeron indudablemente a que en todos
los asuntos, sin actuar abiertamente contra nosotros, nos ignorara todo lo
que podía. Cuando no, se oponía rotundamente al avance de la influencia
española en Marruecos. Verdad es que la inconsciencia de nuestros gober-
nantes de entonces, su carencia de visión exterior y la empecatada pereza
para afrontar problemas cuya solución implicara un esfuerzo, contribuye-
ron en gran medida a que el corresponsal del Times no sintiera la necesi-
dad de nuestro contacto. Me inclino a creer, sin embargo, que la actitud de
Harris respecto de España se debió principalmente a la necesidad de se-
guir pautas que se derivaban de la confusa situación de aquella época en
que Francia, por temor a Alemania, tuvo que echarse en brazos de Inglate-
rra.
Algunas noches, Harris solía pasear a lo largo del Zoco Chico, midién-
dolo a pasos lentos y acompasados; las manos a la espalda, y en aquéllas
un junquillo que abandonaba pocas veces. Cierta noche, ya en las postri-
merías de su vida, Bentata y yo nos acercamos a saludarlo, uniéndonos a
su deambular.
—¿Ha estado usted enfermo o ausente? —le pregunté.
—¡ No, no! —me replicó con viveza—. Enfermo no. Estoy muy bien.
Era de esos hombres que no gustan nunca que los demás se enteren de
sus debilidades físicas. Estimaba acaso que la vejez es una decadencia más
o menos rápida, pero siempre lo bastante lenta para que los espectadores
asistan a ella como a un crepúsculo triste y deprimente.
—Cuando me sienta mal —nos dijo—, me marcharé de Tánger. No
quiero que me vean decaer allí donde me han conocido sano y fuerte<
En efecto, semanas más tarde marchó a Malta, donde murió.
***
Desde que Pierre André, con Bentata, Ruiz López, Saurin, Rutilly y otros
varios, fundáramos la Asociación Internacional de la Prensa, en 1928, tra-
tamos por todos los medios de que Harris se uniera a nosotros. No fue
321
posible. Ni siquiera la intimidad que le unía a quien, por ser también
amigo nuestro, utilizamos a tal fin, fue parte para quebrantar su decisión.
Por lo demás, cada vez que a mí se me presentaba ocasión para ello —y
pese a las encontradas opiniones que nos habían separado en lo periodís-
tico, acerca de las cuestiones que se suscitaban en aquella época, expuestas
por mí en El Sol de Madrid— trataba de convencerle. Siempre se me escu-
rría cortésmente con un pretexto: sus continuos desplazamientos, el no
poder señalar una residencia fija< La última vez que lo abordé en tal sen-
tido apeló a un «argumento» que me hizo comprender la inutilidad de mis
propósitos:
—Me agrada la finalidad de esta Asociación. Estimo que ha de ser de
gran utilidad, y quiero ayudarla.
Y terminó intentando entregarme un cheque de no sé cuántas libras
para nuestra Asociación. Aunque a muchos de mis actuales compañeros
de directiva hoy les cueste trabajo creerlo, yo rehuí la ocasión de que me
hiciera tal entrega, por estimar que con ella el corresponsal de Times in-
tentaba liberarse para siempre del compromiso. Murió, pues, mister Ha-
rris, sin haberse sumado a nuestros deseos de una permanente conviven-
cia entre los periodistas tangerinos de diferentes nacionalidades.
322
DON PABLO Y ONOFRE A SECAS
193 «Garandar no está en el DRAE, pero sí, por ejemplo, en el Diccionario del verbo español,
hispanoamericano y dialectal de Jaime Suances Torres: ‘germ. Andar tunando de una parte a
otra.’ Nota del copista.
194 «Gardinga» no está en el DRAE. Encuentro el término en euskera, donde significa
323
y la ingenuidad de los incautos hicieron el resto: al Kursaal Español, ins-
talado en el mismo local que hoy ocupa el Banco de Bilbao y que era pro-
piedad entonces de Emilio Bonnet, acudieron todos como moscas aloca-
das. Allá fueron, atraídos también por los pobres encantos femeninos de
desgraciadas artistas —que como tentadora miel utilizaba el ladino— mu-
chos de los jóvenes tangerinos de entonces a quienes la novedad y el ocio
llevaron en tropel.
Secundaban a don Pablo en esta diabólica tarea de enflaquecer los bolsi-
llos del prójimo varios Dones asalariados, entre los que destacaba un don
Manuel Pedrezuela, cuñado —o lo que fuera— del dueño, a quien éste
encomendara —bien en contra de su voluntad, por supuesto— el papel de
matón, ante cuyas bravatas de jaque temblaban los timoratos. Era curioso
observar cómo en aquel ambiente de trapacerías, con apariencias de esta-
blecimiento serio, cuidaba don Pablo de mantener la respetabilidad de esos
tratamientos ceremoniosos, aunque, como en el caso de su cuñado, el don
se le despegara como una mitra al diablo. Porque era este don Manuel Pe-
drezuela el más desvergonzado bergante —cobardón ante quien le hiciera
frente y hecho a cobrar el barato con infelices mujeres— que hubo jamás
en el sucio tremedal de los bajos fondos tangerinos. Y habría resultado
cómico, si la realidad no lo hubiera hecho trágico, ver la cara compungida
y hasta de fingido bochorno con que el respetable don Pablo escuchaba las
quejas que le llegaban, en ocasiones, de las últimas fechorías de su pa-
riente. Pues era don Pablo de esos hombres que, para triunfar en la vida, se
empequeñecen, como decía Nietzsche que suele enroscarse el gusano, bajo
la hierba, cuando presiente que lo pueden pisar, no por humildad, sino
porque así reduce las probabilidades de que lo aplaste algún pie. Y asom-
braba, más que nada, aquel aire de hombre superior a quien las bajezas de
este mundo forzaban a descender de su altura, para mantener con los res-
tantes hombres la obligada convivencia.
Así, con esta norma de estudiada conducta, repartiendo sonrisas meli-
fluas a uno y otro lado; con amabilidades inmersas en vaselina pura, pi-
diendo mil perdones a cada instante, don Pablo dejó exhaustas muchas
carteras en Tánger. Y lo hizo con tal arte y maestría, en tan astuta y sola-
pada forma, que aún habían de mostrársele agradecidos aquellos a quie-
nes había expoliado. Así, al menos, procedieron los incautos cuando, al
cabo de cierto tiempo, estimando don Pablo que era llegado el momento de
324
poner el Estrecho de por medio y colocar a buen recaudo sus ganancias,
acudieron, entristecidos, al muelle para despedirlo.
Don Pablo, con su marcha, dejaba el camino, que él había desbrozado el
primero, con tan feliz resultado, a posibles sucesores<
***
325
su carácter. Sus salidas no carecían de cierta gracia. Con las manos en los
bolsillos del pantalón, el sombrero encasquetado hasta las mismas cejas,
mirando siempre de reojo, daba vueltas en torno a las mesas de juego.
«¡ Qué manitas!» (y aquí agregaba alguna gitanada) —decía entre dientes
al empleado de turno, cuando la bola tirada por éste caía en un número
cargado en exceso<
Onofre no tenía maneras —aquellas maneras suaves y taimadas que en
don Pablo eran siempre temibles armas de ataque y defensa a la vez—, no
tenía maneras, pero resultaba más abierto y agradable en su trato que aquel
don Pablo, con sus viscosidades de serpiente que, reptando, sinuosa, va
adonde quiere y le interesa. Carecía Onofre del dominio de nervios que
requería su oficio, pero, sin embargo, su destemplanza era superficial y
casi siempre terminaba acompañada de un dicho o sentencia chispeante
de gitano. Y por lo general acababa otorgando aquello a lo que por irre-
primible sequedad de carácter se había opuesto al principio. En cierta oca-
sión, uno de sus empleados, nada consecuente en el trabajo, so pretexto de
que no le sentaba bien a su estómago el agua de Tánger, pidióle ayuda
económica para marchar a Buenos Aires. Negóse Onofre al principio,
como de costumbre, pero al final le dio la ayuda pedida. El empleado en
cuestión, que era un fuguilla de mal asiento, volvió a los pocos meses, di-
ciendo que tampoco el agua argentina le iba bien a su pobrecito estómago.
Pasaron unos meses más y el inquieto empleado le anunció —esta vez sin
pedirle nada— que un pariente suyo le había encontrado un buen empleo
en Cuba, para donde embarcaba. Onofre, mirándolo de través, entre serio
y zumbón, le espetó al punto: «¿Has pedío muestras del agua cubana?».
Otra de sus curiosas particularidades era la de no otorgar nunca la
totalidad de lo que le pedían prestado (¿?) ciertos puntos de juego que
pretextaban haber perdido todo lo que habían traído. «Cuando ustedes
gan{is, os lo yevaís to»< Si le pedían, por ejemplo, cien pesetillas, sólo
concedía ochenta. «¿Por qué no me da usted las cien?», preguntóle alguien
una vez. Onofre, aludiendo con ello a la consabida puerta del ocho en el
juego de bacarrá, replicó: «Porque no te has abatío con nueve, sino con
ocho»<
Como es natural en tal ambiente, los abusos se sucedían con relativa
frecuencia. Algunos de los que perdían intentaban recuperarse con dinero
de la casa. No todos los pedigüeños tenían la solvencia necesaria, y de ello
se derivaban deudas que jamás se cobraban. Entre estos puntos trapalones
326
figuraba uno al que llamaban El Capitán. Onofre dio orden a la Caja de
que no se le hicieran nuevos anticipos y encargó al Pedro el Buzo que ex-
plicase al Capitán el alcance de la medida general: «Díseselo tú, Pedro,
pero con diplomasia» —le recalcó Onofre. Pero el Buzo, que de todo tenía
menos de diplomático, le argumentó así al Capitán: «Se trata, ¿sabe osté?,
de una medía generá. ¿Qué quie desí una medía generá? Que e una medía
de sordao hasta generá. Y osté, que es capitán, está incluío también».
Después del Palmarium, Onofre trasladó sus cuarteles al Kursaal Fran-
cés. Tuvo éste una época de inusitado esplendor. Magníficas orquestas,
películas de las más notables, atracciones de las de mayor renombre y
números aislados de gran relieve, entre los que figuraron estrellas emi-
nentes que fulgieron con gran esplendor en el firmamento artístico de
aquella época. Y en el cabaré un gran plantel de tanguistas, entre las que
Casterán brujuleaba con su bisoñé, como un gallito en corral bien poblado.
Onofre no supo retirarse a tiempo, como don Pablo< Las vacas gordas
perdieron sus opulencias. Vinieron tiempos de penuria en los que fue res-
plandor fugaz la época de Villa Harris, con sus orquestas y su piscina.
Pero llegó el cataclismo final: la prohibición del juego. No podía prolon-
garse el abuso: ya funcionaban ruletas de calderilla en plena vía pública.
Onofre resistió el temporal como pudo. Vendió lo que le quedaba de su
pasada opulencia. Enfermó de un terrible e incurable mal. Y se extinguió,
apagándose con su muerte el brillo que un día tuviera en el turbio firma-
mento de la por entonces agitada picaresca tangerina.
No era un santo. Pero en la selva de su espíritu, apartando las lianas
que ocultaban el camino, se llegaba, entre ásperos vericuetos, al corazón.
Un corazón salvado, milagrosamente, de los miasmas de la charca junto a
la cual había latido.
327
328
HA VUELTO PERICET
329
SIEMENS, EL MARINO
330
Pero llegó un día, que para Siemens fue definitivamente funesto, en
que ese espíritu —que ya había tomado en sus travesuras excesivas con-
fianzas— rebasó los límites de la intrascendencia que hasta entonces ha-
bían tenido sus piruetas y colocó a su dueño en el trance más difícil y de
peor compostura que cabe imaginar. Siemens, bacteriólogo, oculista, ciru-
jano y clínico, apareció ante nuestros ojos vestido con un flamante uni-
forme de comandante médico de la Marina española de guerra. El pobre
Siemens, arrastrado a esta situación por su diabólico espíritu, apenas si
acertaba a dar a sus amigos una explicación satisfactoria con que justificar
de algún modo la imprevista transformación. Servicios prestados años
atrás en la Marina, reconocidos ahora y premiados con la categoría corres-
pondiente al tiempo transcurrido. El caso fue que Siemens tuvo que hacer
un viaje a Ceuta, encargarse allí el uniforme y realizar gastos que fueron
una nueva carga para su corta economía. Pero aquel espíritu era implaca-
ble. Con su nuevo uniforme y el rango inherente, asistía Siemens a recep-
ciones oficiales en las Legaciones, subía sin embarazo a los propios buques
de guerra de la Armada española, donde tenía que ser saludado por sus
inferiores con la consiguiente disciplina. Y, por último —aquí fue donde el
espíritu de Siemens se excedió en verdad— de uniforme asistió también a
un banquete oficial celebrado en la Alta Comisaría, en época del general
Sanjurjo. Y fue lo grave que en el banquete coincidió con uno de aquellos
absurdos periodos de la revuelta política española en que se produjo una
profunda tirantez entre el Ejército y la Marina. Por ello, precisamente,
Sanjurjo, al ver llegar a Siemens con uniforme y categoría de jefe de la
Armada, salióle al encuentro y, con aquella cordialidad tan de Sanjurjo,
tomólo de un brazo y lo sentó a su derecha. Y en este sitio de honor y os-
tentando una representación que nadie le había dado y los marinos habían
rehuido deliberadamente, permaneció Siemens hasta el final del acto, tan
sólo por obedecer las arbitrarias imposiciones de su espíritu enemigo.
A partir de aquel día y de tan ostentosa representación, empezaron a
tejerse en torno a Siemens, cada vez más estrechas y tupidas, las redes de
la investigación oficial, para poner en claro su situación. ¡ Pobre de Sie-
mens, y pobre también de su espíritu! Ninguno de los dos pudo ya reac-
cionar a partir de entonces. Recuerdo que fue García Figueras, a la sazón
Jefe de la Oficina Mixta de Tánger, quien tuvo a su cargo la pesada y
enojosa tarea de aclarar equívocos y poner las cosas en su punto. Había en
su favor la circunstancia de que, pese a la situación de privilegio creada al
331
socaire de las trapacerías de su espíritu, lo cierto era que Siemens no había
obtenido con ello lucro de ninguna clase, antes bien gastos innecesarios.
Ello lo libró de otro castigo de mayor importancia que el de tener que
abandonar para siempre nuestra ciudad, donde gozaba, en verdad, de
muy arraigadas simpatías por su indiscutible talento. ¡ Lástima que su es-
píritu, revoltoso y juguetón, lo pusiera en trance de perder lo que sus bue-
nas cualidades y su talento había conquistado! Sin las jugarretas de su es-
píritu, Siemens habría alcanzado un final más acorde con su valía. Si Ho-
mero dormía de vez en cuando, la verdad es que Siemens, que no era
poeta, pero sí inteligente, sesteó en aquella ocasión profundamente.
332
EL «SECRETO» DE CASTERAN
Tengo para mí que no anduve en lo cierto cuando imaginé que había sido
el primero en descubrir el «secreto» de Casteran. Sin embargo, lo que im-
porta, en puridad, es el hecho o, por mejor decir, en qué consistió ese «se-
creto». Casteran era un francés muy simpático y jaranero a quien Onofre
había encomendado la dirección del Kursaal, en lo que se refiere a la parte
de espectáculos, principalmente. Había sido Casteran oficial del Tábor
Francés, que, con el español, tenía a su cargo la vigilancia de Tánger. An-
tes de que lo revelasen para ser destinado a otro sitio, Casteran optó por
solicitar el retiro y se quedó a vivir en Tánger. Fue entonces cuando Ono-
fre utilizó sus servicios. Y en el Kursaal era Casteran elemento indispensa-
ble y consustancial con la índole de aquel establecimiento. Allí tuvo oca-
sión de lucir sus brillantes cualidades de organizador y hasta de creador,
bien que nosotros hicéramos vaya de sus continuas y pomposas innova-
ciones. Un día fue el Diván Japonés, otro el Salón de Tut-Ank-Amón —así,
con esta grafía—, y luego vinieron el Molina sin aspas y lo que nosotros, en
chunga, hubimos de llamar La ballena enamorada, porque el conjunto lo
constituía una ballena cuyos ojos tenían una expresión indescriptible, dul-
zona y tierna, de cordero degollado. La inventiva de Casteran no se daba
reposo, y apenas pasaba un mes que no diera a su feudo —aquel famoso
cabaré en que reinaba omnímodo— un nuevo aspecto con el que atraer a
los jóvenes y viejos de la época.
Su última creación (¡ !) fue aquella fiesta organizada en honor de los
marinos de una escuadra anclada en nuestra bahía. Los marinos, no re-
cuerdo ahora por qué circunstancia, no pudieron acudir a la fiesta, pero
Casteran no se amilanó por ello. ¡ Adelante!, se dijo, sin duda; y pensó
quizá que una fiesta en cuya organización había consumido tantas ener-
gías y casi todo el fósforo de su cerebro no debía suspenderse por el hecho
—después de todo baladí— de que no asistieran a ella aquella en cuyo ho-
nor se daba. Y a quienes, ya en plena fiesta, le preguntaban dónde estaban
los marinos, cuya ausencia era notoria, Casteran les decía, rebosando
amabilidad por todos los poros de su rostro picaresco:
—¡ Ah, sí, los marinos! Sí, viene conmigo.
Y, llevándolo hasta la terraza, desde donde se dominaba la bahía,
extendía el brazo hacia el fondo de la misma, en el que se movían algunos
grupos de luces flotantes, diciendo muy ufano y satisfecho:
333
—¡ Allí!
Fue, como digo, aquella noche famosa en los anales de la picaresca
casteraniana cuando yo descubrí el secreto que tan celosamente creía
guardar Casteran. Lo descubrí por el odio feroz, inveterado, a los perritos
que algunos clientes o clientas llevaban al cabaré y dejaban en los divanes
muestra irrefutable de su existencia. Casteran empleaba una técnica dia-
bólica para cazarlos. Se acercaba a ellos con mimo y les mostraba un terrón
de azúcar. Tras de la golosina iba dócilmente el incauto animal. Al llegar a
la puerta, Casteran le daba un soberbio puntapié y lo lanzaba al arroyo. La
música y el bullicio apagaban los dolorosos aullidos del goloso can.
Aquella malhadada canofobia de Casteran me proporcionó la ocasión
de descubrir su secreto, el secreto de Casteran. Porque una señora de rela-
tivas campanillas y, desde luego, con más genio que campanillas, que ha-
bía seguido a su falderillo hasta la puerta, al ver el trato infame y depre-
sivo que Casteran le daba, se abalanzó a éste y se aferró con furia a sus
cabellos. Quedó la dama estupefacta al ver que entre sus dedos tenía la
cabellera que era orgullo de Casteran< en forma de bisoñé. La pobre e
iracunda señora, no sabiendo qué hacer con aquel postizo, se lo lanzó a la
cara a su dueño y se alejó altiva tras de su perro. Casteran, descompuesto,
nervioso, volvió a su sitio lo que con tanto ímpetu había sido arrancado. Y,
al mirar en derredor, temeroso de algún espectador indiscreto, sus ojos
tropezaron con los míos, que habían presenciado la inusitada escena.
—¡ No dise nada, por favor! —me suplicó, todavía emocionado y tan-
teándose el bisoñé.
—Descuide, amigo: no diré nada.
Y, en efecto, ha sido uno de los secretos que más fácilmente he guar-
dado en mi vida. A nadie dije jamás que Casteran usaba bisoñé, por la
sencilla razón de que su secreto era un secreto que hasta los perros —sus
más encarnizados enemigos— conocían desde hacía mucho tiempo.
No hay duda de que Casteran, pese a su despabilado aspecto de pimpi
porteño, era un ingenuo.
334
EL SANTÓN DE LA SALIVA
335
o un rábano, dados por generosidad y unción, que un borrego bien desan-
grado o un cuarto de gallina cuyo pescuezo haya sido hendido por el filo
mortal cara al sol naciente, y cuya sangre, que es la vida, haya sido de-
vuelta a la tierra entre los aletazos de su agonía. Y como para los ojos de
Dios es lo mismo, el–Josni tenía suficiente elocuencia para inclinar el
ánimo de los verdaderos creyentes más hacia la dádiva de lo segundo que
de lo primero. Porque Dios es Grande, Misericordioso y Sabidor.
Algunas veces, y no queriendo perder la mañana en correrías tras la
santa coliflor o el bendito lechal, que no siempre se lograban tan aína, ex-
tendía el–Josni la gracia de su santidad a los infieles europeos que partían
en viaje:
—¡ Ah, señor Berto! —me dijo una mañana en el muelle de madera—.
¿Tú marcha de viaje?
—Sí, hachch, me voy de viaje para España; pero mira qué oleaje mueve
el Levante.
—Tú no importa —replicó con altivez persuasiva y hasta compade-
ciendo mi ignorancia de rumi.
Y volviéndose cara al mar, que parecía hervir abajo por entre las juntu-
ras del maderamen, musitó no sé qué misteriosa plegaria, tras la cual es-
cupió con fuerza sobre las olas.
—Tú, ya tranquilo. Mi saliva es santa —me dijo con la mayor convic-
ción, a la vez que tendía la mano en espera de la dádiva (una peseta o dos
reales hasaníes) por la que me había otorgado su baraka. No recuerdo si el
mar llegó a amansarse, pero sí que el–Josni me aseguró que todo el mal se
había alejado para mí durante el viaje.
Más que las bendiciones, y mucho más aún que todas las oraciones
desgranadas al pasar entre sus dedos las grandes y renegridas cuentas de
su rosario, le producía la saliva. Su saliva que, en lugar de la inútil ptialina
que contiene la de los infelices cristianos, encerraba por lo visto cierto ig-
noto y divino principio que preserva a los verdaderos creyentes tanto del
influjo de cualquier yenun 195 o demonio, como de la perversidad de los
hombres. Los días de gran afluencia de cabileños al zoco —afluencia que
él presentía como nadie— se situaba el–Josni en lugar estratégico, entre las
dos puertas que dan cara a la actual calle de Italia. Allí sentado, sobre un
cajón que le prestaba Sal de Higuera —el dueño del bacalito frontero—,
195
Yenun es, de hecho, el plural de yin; pero los españoles de Marruecos lo utilizábamos en singu-
lar: el yenún, el demonio. Nota del copista.
336
permanecía al acecho de los montañeses que pasaban. Les hacía una seña
imperceptible para los demás paseantes. Se acercaban ellos al punto y se
inclinaban respetuosos. Yo no sé qué palabras vertían en sus oídos, como
un licor maravilloso que los llevase al éxtasis. El caso es que el cabileño,
tras de entregar a el–Josni una moneda, que él hacía desaparecer al ins-
tante entre los pliegues de su chilaba, abría la boca con toda unción. El–
Josni escupía dentro. Hecho lo cual, el cabileño se retiraba apretándose
con una mano los labios, como temiendo que de su boca escapara la gracia
divina que el santón acababa de depositar sobre su lengua pecadora.
337
MANIVELA – VOLADOR
***
338
día una inconfundible tufarada a tabaco usado, fuerza era coger la ocasión
por un cabello siquiera fuese desgreñado y con liendres, como el de aquel
truhán.
Hétenos, pues, a Volador realizando, en una sacristía sevillana, su pos-
trer planeo hasta picar sobre aquella punta —caruncho de sus ilusiones—
que la suerte le había deparado en forma de mujer. Y ¡ qué mujer! De an-
chos cuadriles, pero de más anchas tragaderas.
¡ Inolvidable luna de miel, con los cuartejos de la matrona! Comilonas a
dos carrillos por las fondas del trayecto. ¡ Qué lejos ya aquellos días en que
por todo yantar, el ávido relamer de los humildes cachirulos! Y nada di-
gamos del tabaco. ¡ Fumar sin necesidad de planear al acecho del tran-
seúnte rumboso! ¡ Volador creía soñar despierto!
—¡ Hártate, ladrón! —le decía ella, mirándolo tierna y amorosa—. Hár-
tate cuanto quieras, que tengo yo para ti muy buenas manos con que ga-
narlo.
Y el ladrón no se hacía rogar en esto, ni tampoco en lo de fumar y darse
la buena vida. Que para eso tenía su jaca anchos cuadriles en los que so-
portar, gustosa, el peso del matrimonio.
***
339
¡ Él, conduciendo un auto suyo! ¡ Un auto igual a aquellos otros que él
había lavado tantas y tantas veces en su vida de golfo sevillano!
Y con un gran cigarro entre los dientes, las manos enguantadas sobre el
volante de su auto, asomándole por el filo de las mangas el sedeño borde
del pijama, era de ver a nuestro antiguo colillero sevillano pasear por las
calles de Tánger el bidón matrimonial que le había caído en suerte.
Ella, por su parte, no se descuidó tampoco. Zalamera hasta el servi-
lismo, lagotera e insinuante, supo situarse bien, valiéndose, asimismo, de
aquel dejar hacer y aquella bochornosa blandenguería tan generalizadas
en la época.
Y allí iban por esas calles de Al–lah: ella moviendo a compás internacio-
nal sus anchos cuadriles de jaca andaluza y gachona. Él, hecho un caba-
llero —un caballero de profesión—, paseando su idiotez integral y su ig-
norancia, digno representante de un partido incontrolado: el de los colille-
ros.
Porque colillero era y será mientras vida. Que aún hoy, vestido de bur-
gués, bien mantenido además, a la vista de una buena punta de cigarro en
la calle, todavía ha de hacer un gran esfuerzo para no levantar los brazos,
mover las piernas abiertas y avanzar pasito a paso, planeando, hasta picar
sobre la colilla, de aquella forma genial y diligente que tanto nombre y
renombre le diera entre los taxistas sevillanos.
340
CARABURRO
341
para su dueño al acostarse. Tal vez echarían de menos la facilidad de po-
derse desprender y quedar colgados de un clavo en la pared, hasta el otro
día. Pero cuando Caraburro se tendía sobre su mísero petate, ni tiempo
tenía para desvestirse, cuanto menos para pensar en el trabajo que le die-
ran sus interminables brazos. Amanecía, pues, vestido, aunque no cal-
zado, porque lo primero que hacía al entrar en su tugurio era arrojar a uno
y otro lado las dos descomunales babuchas en las que, no sin trabajo, se
acomodaban sus pies.
Caraburro era una institución dentro del Dersa, como Alberto Kirlan y
Aquiba lo eran en la oficina de Pariente, cuando esta firma tenía la consig-
nación de los vapores de Bland. Los servicios que Caraburro prestaba a los
viajeros que en el Dersa venía a Tánger eran inestimables, aunque en casi
todos ellos figuraba la palabra dinero. Caraburro daba exactísimos detalles
sobre la menor configuración de la costa, a lo largo del Estrecho; enseñaba
a los que se mareaban el lugar del buque donde, a creerle, apenas se no-
taba el balanceo; informaba, asimismo, sobre lo que debía pagarse a los
boteros en la bahía de Tánger, según el color de la bandera que ondease en
el m{stil de Capitanía< Decía, en fin, todo cuanto necesitarais saber, si
lograbais acertar con el resorte de su codicia, porque Caraburro prodigaba
tanto más sus enseñanzas y empirismos cuanto más reales fueran cayendo
en la honda concavidad de cualquiera de sus manos. Era como una noria
colmada de informes, para obtener los cuales las monedas actuaban de
cangilones. Sin embargo, muchas veces sabía también ser desinteresado y
servicial.
Conocía tan a fondo el español como su propio idioma; hablaba con
soltura el francés y el inglés y aún llegaba a entenderse, hasta donde le
conviniera, con los alemanes. Pero cuando bajaba a tierra, terminado su
trabajo a bordo, y trasegaba las copitas que le ofrecían sus clientes —como
él llamaba a los viajeros que confiaban en sus buenos oficios— ya no exis-
tía para él otro idioma que el español, aunque la euforia la hubiera adqui-
rido con whisky o coñac de auténticas procedencias. En tal estado, su pla-
cidez era extraordinaria. Jamás molestaba a nadie ni hablaba en realidad
más que para sí mismo. Daba unas cuantas vueltas por el Zoco Chico, pro-
firiendo en español un sinfín de palabras sin ilación, pero que respondían
indudablemente al proceso que en su cerebro habían seguido las ideas o
preocupaciones que lo asaltaran durante el viaje. Y terminaba invariable-
mente sus peroratas con un ¡ Viva el Sultán!... Este vítor era ya la señal
342
evidente de su despedida. Una vez cumplido con el sultán, Caraburro
abandonaba el Zoco Chico y se iba a dormir. ¿Dónde? Sólo sé que se iba
por las callejas más estrechas, porque eran las que mejor le servían para
apoyarse en sus paredes, hasta que llegaba al zaquizamí que le servía de
refugio. Allí, tras de vitorear de nuevo al Sultán, entraba en su hostal,
contoneándose al compás de una cancioneta que estaba entonces muy en
boga:
Serafina la rubiales
es una chica muy fina<
¡ Serafina! ¡ Serafina!
Así, una noche y otra noche, por espacio de varios años, hasta que una
mañana el Dersa tuvo que zarpar sin Caraburro, a la misma hora quizá que
su cadáver, aún caliente, era conducido en unas parihuelas camino del
cementerio.
¡ Pobre Caraburro! La noche antes había dado su último viva al Sultán
y rendido su postrer recuerdo a la finura de Serafina. Y de su paso por este
mundo, áspero y duro, no queda ya más que el cruel remoquete y un rosa-
rio de pintorescas anécdotas. Entre éstas, aquella de López Ferrer, que fui
el primero en conocer y publicar a un tiempo. Caraburro no sabía que Ló-
pez Ferrer desempeñaba el consulado de España en Gibraltar. Sólo lo co-
nocía de cuando venía frecuentemente a Tánger y ejercía cerca de aquel
sus habituales oficios. Pero cuando ya López Ferrer fue nombrado Alto
Comisario de España, a la primera ocasión, Caraburro, dándole unas pal-
maditas protectoras sobre el hombro, le dijo así:
—M’alegro mucho, hombre, que hayas encontrado trabajo en Tetu{n<
343
HE AQUÍ UN CONFIDENTE…
344
correo, donde venía el género, se le tributaba en el muelle un caluroso reci-
bimiento.
De todo ello, menos de lo que pasaba en Fez, me informaba a concien-
cia mi confidente. Era inútil que yo me enojase ni le reprochara la frivoli-
dad de su conducta. Él siempre hallaba una respuesta adecuada y lograba
contentarme con la esperanza de una noticia sensacional que le tenían
prometida. Y cuando yo lo acosaba demasiado, afeándole su proceder, me
respondía, convincente y persuasivo:
—Pero entonces, ¿para qué estoy yo tu confidente?
En el fondo, tenía razón. ¿Para qué lo tenía yo de confidente si no era
para hacer lo que en Tánger hacen y harán siempre todos los confidentes?
La vela gruesa y pulida que el alemán X compraba los sábados, antes de
ciertas visitas; las escapatorias que aquel agregado militar hacía a las
puertas de las escuelas, cuando los niños salían; la extraña garçonnière de
aquel no menos extraño joven inglés a quien llamaban Mister Ralenti, por
sus lentas reacciones físicas y mentales, a consecuencia de la enfermedad
del sueño que había padecido en Kenia; la singular pereza de aquel otro
diplomático que, en una cacería de elefantes, cayó bajo la enorme mole de
uno de estos animales y tuvo que permanecer más de un año entre algo-
dones: andaba como un antropoide, le sonaban las articulaciones como al
rey Don Pedro y a cada paso esperaba uno que sus miembros salieran dis-
parados cada uno en una dirección distinta. Las citas que tenía en su finca
con aquel melenudo negro, torpón y feo como un chimpancé, cierta dama
rica, distinguida y caprichosa, que de haber vivido en Calatayud habría
dejado nonata la triste fama de la infeliz Dolores.
Era inútil que yo insistiera en mi deseo de conocer otras noticias telegra-
fiables que no fueran estos cotilleos de la vida tangerina. Mi confidente se
encrespaba, ofendido en su dignidad, y hasta me amenazó con renunciar a
su cargo si yo insistía en mi menguado concepto de lo que debe ser un
confidente que tenga conciencia de las funciones de su cargo. Tuve que
oírle, pues, la fuel referencia que me hizo de unos pintorescos diálogos
entre Villarem —a la sazón director del Correo Francés— y Saurin, famoso
abogado y periodista al que muchos amigos solían poner al corriente de
sus intimidades, en espera del oportuno y experimentado consejo. Villa-
rem estaba casado con una española, joven y bonita, que vino a Tánger
como bailarina para La Imperial. La había elevado hasta su hogar, pero los
celos no lo dejaban vivir en paz ni gozar un punto de la felicidad que le
345
proporcionaban sus tres hijitos. Un día, los celos de Villarem llegaron a tal
extremo que la mujer, desesperada, optó por huir del lado de su marido y
refugiarse junto a su m adre, pobre y honrada mujer que se ganaba la vida
como lavandera. Consternado y lloroso, Villarem acudió a los buenos con-
sejos de su amigo Saurin. Éste, con aquella sutil ironía que tenía siempre a
flor de labios, y la ancha filosofía del hombre que está ya de vuelta de to-
dos los caminos, le aconsejó que fuera en busca de la madre de sus hijos,
dejándose de actitudes calderonianas, que ya no encajaban en un hombre
de su edad. Y, para reforzar la sensatez de sus argumentos, añadió Saurin
en el más suasorio de los tonos:
—Mais, mon vieux, à notre âge, il ne faut pas faire le Calderón de la
Barca comme les Espagnols<
De todas estas menudencias me informaba mi confidente, menos de lo
que pasaba en Fez, de donde el Sultán Muley Haffid había tenido que salir
a uña de caballo para refugiarse en Tánger. Y menos mal que me dio oca-
sión de algún lucimiento con la pintoresca noticia que me trajo por aque-
llos días de que en el camino de Arcila a Tánger habían sido hallados, co-
rriendo alocados y sin rumbo, dos elefantes —madre e hijo— que el ex
Sultán había mandado a su palacio de Tánger. La caravana en que venían
había sido asaltada por unos malhechores, y los dos animales, espantados
y sin guía, huyeron por campos y vericuetos, sembrando el pánico y el
terror en los aduares por donde sus moles asomaban, con las trompas en
alto, sedientos y hambrientos. De Tánger salió en su busca quien pudo
hacerse con ellos y traerlos aquí. Yo difundí sus fotos y telegrafié la noti-
cia, con lo que obtuve un éxito periodístico que en modo alguno habría
conseguido si no hubiera tenido la paciencia de escuchar a mi confidente
las otras múltiples cominerías locales, que no me interesaban como co-
rresponsal.
En realidad, un confidente, en aquella época, era algo muy serio, aun-
que desconcertante. Yo no sé si las normas modernas habrán modificado
el noble oficio que ya Cervantes, en otro plano, había considerado como
indispensable en toda República bien organizada. Me imagino que no ha
de haber gran diferencia entre un confidente actual y aquel otro que a mí
me enteraba tan por menudo de lo que menos me interesaba.
346
CANDÓN, EL MALPOCADO
Nos reuníamos todas las tardes 196 en un café del Zoco Chico. Allí era
donde Cañalito —el hoy excelentísimo señor don Carlos Cañal—, recién
venido a Tánger como vicecónsul de la última hornada, ponía cátedra so-
bre un tema escalofriante, que en él constituía una obsesión: la esquizofre-
nia. Poseía sobre el tema una erudición que nos abrumaba. Ya era la «tera-
pia histamínica» de las últimas teorías; ora nos dejaba boquiabiertos con la
«deteriorización psicopática», o bien se enfrascaba en una ariscada diser-
tación acerca del metabolismo cerebral o sobre el «desequilibrio en la rela-
ción de la secreción de las glándulas endocrinas», en que Marañón, por
aquella época, buceaba ya con brillantez< A Cañalito le encantaba diva-
gar sobre el tema. Y, algunos días, con tal elocuencia persuasiva y adu-
ciendo tan gran número de espeluznantes ejemplos, que más de un tertu-
liano llegó a levantarse precipitadamente, perturbada su digestión por las
inquietantes descripciones que el orador iba haciendo en cada caso. Como
buen sevillano, Cañalito, en el fondo, era una empecatado guasón. Sabía
imprimir a sus palabras tal aire de seriedad que hacía más difícil a los
oyentes captar el fondo zumbón que las animaba<
Años más tarde yo recordé estas jocosas charletas de Cañal cuando la
fauna pintoresca del Zoco Chico se enriqueció con Juan Antonio Candón,
representante de la Compañía Española de Colonización —la Coloniza-
dora por antonomasia—, pues nunca se le habría presentado mejor oca-
sión para aumentar el caudal de su erudición psicoterápica con este nuevo
«caso» que como flamante y fúlgida estrella había hecho su aparición en el
firmamento tangerino, harto bien poblado ya de curiosos asteroides<
Pero Cañalito, arrastrado por la movilidad inherente a su carrera —en la
que le esperaban altos destinos— había marchado ya de Tánger hacia
nuevos continentes.
Candón era relativamente joven, alto y bien portado, muy atildado en
el vestir; ojos de un mirar entre apocado y burlón, y los labios fruncidos en
un gestito que a ratos quería ser sonrisa y muchas veces velado desdén. En
rigor de verdad, no podía Cañalito haber incluido a Candón en la escala
esquizofrénica. Acaso podría haberlo clasificado de malpocado hipocon-
dríaco, asaltado de continuo por cien manías y rarezas. En su espíritu en-
347
cogido y pusilánime las cosas más triviales de este pícaro mundo provo-
caban una preocupación que alteraba toda sensatez y quitaba tranquilidad
a su sueño. Ante un choque cualquiera de esta índole, el espíritu de Can-
dón —incrustado de mil suspicacias— se encogía y amedrentaba aunque
la reacción aparente estuviera cuajada de arrogancias. A veces llegaba en
su encogimiento al extremo de abandonar las ocupaciones de su cargo —
no muchas, ciertamente—, para encerrarse en su habitación del Hotel
Bristol —entonces en el Zoco Chico—, donde sólo el carácter bonachón y
la paciencia de Romero —el propietario del hotel— eran capaces de so-
portar sus impertinencias: antes de que un camarero o cualquier otro em-
pleado fuese a entrar en el cuarto de Candón era preciso que Romero lo
examinase de arriba abajo. Porque no resultaba cosa fácil acertar con lo
que habría de originar la excitación o el enojo de Candón: un botón mal
cosido, un pelo más erecto en el bigote, el color de unas babuchas o el
simple modo de entornar los ojos eran motivos más que suficientes para
que el malpocado Candón se volviese contra Romero en peregrina recla-
mación: «Me ha mandado usted un camarero con la nariz torcida»< Ha-
bía algo que particularmente sublevaba el ánimo de Candón: una gorra
con la visera demasiado larga. Me imagino lo que sufriría hoy, si viviera, a
la vista de esas gorras americanas que son todo visera.
La elección de un nuevo sombrero, por ejemplo, constituía para Can-
dón un motivo de prolongadas y hondas meditaciones. Tanteaba la copa,
medía el ala, examinaba el color del forro< Al fin, después de probarse el
sombrero varias veces ante un espejo, terminaba por no comprarlo. Lo
más absurdo y lo más inesperado bastaban para sumirlo en angustiosas
preocupaciones. Las rayas de un delantal que usaban su mujer en Filipinas
fueron causa de su separación conyugal. Con lo que yo creo que la infeliz
señora salió beneficiada, pues la vida en común con Candón debía de ser
un verdadero infierno.
Lo más desconcertante en este individuo de tan complicada psicosis
era que, en el fondo, y desprovisto ya de toda aquella maraña de supersti-
ciones y manías que atormentaban su vida, resultaba, por otros conceptos,
una bellísima persona: caritativo en extremo, amigo leal y cariñoso. Yo no
podré olvidar nunca que fue la suya, efusiva y cordial, la primera de las
adhesiones que recibí cuando la vanidad que había hinchado a unos sapos
de la charca local, a los que pisé de pasada, me puso en un serio trance que
evitó quien podía, con su autoridad y afecto.
348
Aun en los actos más encomiables y de más serena sencillez, Candón
interfería un pero. Socorría a una pobre mujer todas las semanas y lo hacía
con largueza, que le permitía su sueldo. Un día, al entregarle el socorro
semanal, le dijo con una sonrisa que procuró hacer inefable: «La semana
próxima procura no traer esa toquilla verde». Y al socorro habitual añadió
cinco duros más para que se comprase otra prenda. Así era Candón: entre
lo normal y lo absurdo, en un puro y continuo contraste.
En sus ratos de ocio, que eran bastantes, y cuando lograba mantener
sereno el espíritu, Condón se daba a la poesía. Era un poeta quizá dema-
siado académico y frío, pero de versificación correcta y fluida. Para mí
constituía una verdadera preocupación cada vez que me remitía alguna de
estas poesías para que se publicasen. Conociéndolo, me veía obligado a
adoptar un sinfín de precauciones. El lugar en que aparecían sus versos en
la plana, una letra más entintada que otra, la menor desigualdad tipográ-
fica, eran motivos para originarle un disgusto que le duraba varios días, a
pesar de todas las explicaciones que yo me apresuraba a darle. La catás-
trofe sobrevino un día. Los duendecillos que viven entre máquinas y chi-
baletes 197 no pueden estar quedos mucho tiempo<
El ardor de tus ojos me desmaya [<]
decía uno de los versos de aquella malhadada composición. Los duende-
cillos, implacables y traviesos, se movieron de uno a otro lado para hacer
decir al poeta
El ardor de tus ajos me desmaya [<]
¡ Allí fue Troya! Por teléfono, por carta y, luego, personalmente, Can-
dón, rojo de indignación y de vergüenza, me expresó su disgusto y des-
consuelo por aquella maldita letra que había transformado en ajos cuyo
ardor desmayaba al poeta los ojos que éste había querido loar. El enojo y le
preocupación le duraron varios días. Se encerró en el hotel, porque creía
que en la calle lo señalarían, no como representante de la Colonizadora,
sino de unos ajos que provocaban ardores y desmayos. Y, como vulgar-
mente se dice, el remedio fue peor que la enfermedad, cuando, no sa-
biendo ya qué argüir para calmarlo, se me ocurrió: «¡ No se apure, hom-
197‘1. m. Impr. Armazón de madera donde se colocan las cajas para componer.’ Real Aca-
demia Española © Todos los derechos reservados. Mi abuelo lo escribe con uve, con alguna
razón, porque la palabra procede del francés «chevalet», caballete. Pero supongo que
Academia ajusta la consonante al modo en que normalmente pasan al español las
palabras procedentes del latín «caballus». Nota del copista.
349
bre! ¡ Nadie se ha dado cuenta!». Levantó la cabeza muy serio y, con los
ojos muy abiertos, replicó: «¿Quiere usted decir que nadie lee mis ver-
sos?».
***
350
Tercera parte
Psiquis marrueca de ayer
351
EL POLICÍA HASANÍ
352
Y no podemos suponer tamaña irreverencia en el celoso guardián del or-
den y de la autoridad que persigue sin tregua a los contraventores de Ca-
sablanca.
Esperemos la decisión del Tribunal. Y él nos dirá si el hecho de atribuir
a un agente de policía la cualidad de un duro, de un príncipe o de un bi-
llete de Banco —personas y cosas muy respetables— puede dar a ese
agente derecho para quejarse o motivo para envanecerse.
(La Voz de Galicia, enero de 1913.)
353
LOS NUABA 198
354
Es ésta una decepción que conviene para rectificar favorablemente la
lírica y falsa creencia a través de la cual son juzgados con harta prodigali-
dad todos los personajes y los hechos de este Oriente infinitamente más
digno de estudio que el supuesto país de las odaliscas y de los eunucos.
Nuestra concepción, harto pueril, del Gobierno despótico no se halla en
armonía con la sencillez y la corrección de actitudes que los ministros de
un Sultán observan y mantienen frente a nuestras más gárrulas demostra-
ciones. Que dos visires hayan recorrido la ciudad sin el tumulto y la bam-
bolla de un cortejo, con su charanga correspondiente, es una lección de
modestia y de inteligencia que necesitarían aprovechar algunos Estados
europeos.
Esta enseñanza no es la única. Nuestro naíb actual es el terceo, después
de una veintena de años, que ha asumido la delicada misión de una rela-
ciones, siempre corteses y en ocasiones sutiles, con los diversos diplomáti-
cos que las variadísimas evoluciones de la política europea enviaron a
Tánger como portadores de encargos generalmente confusos y a menudo
contradictorios.
Sólo tres hombres han bastado para contener los asaltos de una contro-
versia incesante con interlocutores que se renovaban de continuo, tra-
yendo cada cual nuevas energías y nuevas orientaciones. Contra todos
salieron victoriosos estos tres hombres, que pusieron una habilidad real-
mente asombrosa. Ellos solos vencieron las ideas que la civilización euro-
pea les enviara para convencerlos o reducirlos.
De Torres a el–Tazi, ¿cuántos ministros y aun Gobiernos no habrán
ellos visto nacer, vivir y morir? La contabilidad no ha sido, en verdad,
muy rigurosa en Dar en-Nuaba. Pasaron, saludaron y desaparecieron. Los
nuaba tuvieron la indulgencia de olvidar el número y probablemente el
nombre de estos diplomáticos.
En cambio, nosotros sabemos el número de los nuaba y casi no nos hace
falta saber el nombre para poder sentar la conclusión —en honor de esos
hombres, de su espíritu y de su pueblo— de que Marruecos tuvo una con-
ciencia, un pensamiento y una voluntad.
(La Mañana de Madrid, enero de 1914.)
355
LA BABUCHA REACCIONARIA
—¿No crees tú —ha dicho Leda a su amigo— que el atraso de este pueblo
se debe principalmente a la babucha? La babucha es terriblemente reac-
cionaria. ¿Imaginas a estos hombres arrastrando sus babuchas, para ga-
narse el sustento, por las amplias y largas avenidas de una ciudad mo-
derna? Con las babuchas no hay posibilidad de llegar a tiempo a ninguna
parte.
Mohammed ha encendido su larga pipa de kif y se ha tumbado a la
bartola sobre una esterilla. Sus babuchas, amplísimas y amarillentas, que-
dan junto al borde de la estera y al alcance de sus pies. Fumando, fu-
mando, Mohammed se ha quedado dormido. El kif ha puesto en su mente
bellas imágenes, a cuya visión los labios de Mohammed se han replegado
en una sonrisa indefinible. Mohammed sueña, y sus sueños son de una
inefable ventura.
Sueña Mohammed con grandes riquezas y se ve dueño de un palacio
magnífico, poblado de odaliscas que sólo miran los ojos de su señor para
adivinar hasta sus menores y más extraños caprichos. ¿Cómo ha llegado
Mohammed a conseguir esto? Muy fácilmente. Con el dinero enterrado en
la huerta ha comprado una mina. De la mina han salido grandes cantida-
des de rico metal, que luego se ha convertido en oro contante y sonante. Y
las manos de Mohammed se apoyan sobre su abultado vientre, como si
soñara que coge con ellas puñado de monedas de oro que él se entretiene
en hacer caer desde muy alto para que suenen más. La sonrisa de
Mohammed tiene ahora no sé qué de enigmática y desdeñosa. Con su oro
se marchará a Europa, y los viles europeos, esclavos del dinero, le rendi-
rán pleitesía, como a un magnate de imperiosa raza. Los europeos no son
nada escrupulosos en esto de los homenajes cuando hay dinero de por
medio.
De pronto, en plena megalomanía, en el colmo de su deliquio aurífero,
Mohammed se estremece. Alguien lo llama. El oye la voz como si se ha-
llara en el fondo de una sima. Poco a poco, la voz llega con más intensidad
a su oído. Al fin oye claramente su nombre y despierta. Es su hermano,
que viene a buscarlo para ir juntos a pagar el último impuesto ordenado.
Mohammed trata de rebelarse, pero su hermano lo mira con dureza e im-
periosamente le ordena:
356
—¡ Iadla! 199
No hay otro remedio. Hay que pagar.
—¡ Vamos! —dice Mohammed, hundiendo los pies en las
inconmensurables babuchas. Después, los dos hermanos, lentamente, pi-
sando con la punta del pie antes que con el talón, se dirigen a casa del Ba-
cha.
Rabioso Mohammed con aquel nuevo arañazo a su bolsa, decide poner
en práctica su sueño. Monta en una mula y se dirige a su huerta para des-
enterrar el dinero con que adquirir la mina redentora. Como le molestan
los estribos, porque son algo cortos, Mohammed deja que sus piernas
cuelguen cómodamente. En el camino pierde una babucha, y Mohammed,
ensimismado, pensando en sus futuras riquezas, no se da cuenta de la
pérdida hasta pasado un buen trecho. Es preciso volver en busca de la ba-
bucha caída. ¿Cómo ir a ninguna parte sin babuchas, o con una menos?
Desandando el camino, Mohammed encuentra su babucha. Baja de la
mula y la recoge, para a continuación reanudar su marcha.
Es tal el arrobamiento de Mohammed, lleva la imaginación tan llena de
dorados sueños, que no se percata de que la babucha ha vuelto a caer al suelo. Un
falso tropezón de la mula lo hace volver de su éxtasis, y entonces se da cuenta de
la falta. Un tanto contrariado, pero sin atreverse a protestar mucho, por si ello
fuese el medio de que Al-lah se vale para probar su paciencia de buen creyente,
Mohammed vuelve hacia atrás en busca de la babucha.
Con tanto ir y volver, más el tiempo que tardó en desenterrar su tesoro, la
noche llegó a más andar y sorprendió a Mohammed por esos caminos. Media
hora le faltaría, a lo sumo, para llegar a la ciudad, cuando se vio asaltado por unos
bandoleros que, con mucha limpieza y compostura, lo despojaron de su dinero,
dejándolo con vida por verdadero milagro. Desesperado, Mohammed se despojó
de sus babuchas y las arrojó con rabia a un sembrado inmediato, considerándolas
culpables de su inmensa desventura. Y regresó a su casa maldiciendo de todos los
babucheros que en el mundo han sido.
Desde entonces, Mohammed usa unos zapatones que, a juzgar por su
enorme tamaño, deben de haberle costado un dineral. Y aunque camina ya
más diligente y se siente más enérgico, todavía no ha perdido la costum-
bre de pisar con la punta antes que con el talón, lo mismo que cuando lle-
vaba sus amarillentas y amplísimas babuchas.
357
358
359
EL RELOJ DE LA MEZQUITA
360
obtener, soy de opinión, en vista de la urgencia y necesidad del caso, de
que se le deje entrar calzado.»
Ante argumento tan convincente y de tan peregrino humorismo, cedie-
ron todos, y al otro día entró el genovés en la mezquita. Mas para evitar la
profanación del templo tuvieron la santa paciencia de ir señalando en el
suelo los lugares que hubieron la desdicha de ser hollados por la planta
del rumi, con el propósito de purificarlos más tarde.
Desde entonces, un musulmán aprendió el oficio de relojero, cargo que
viene pasando de padres a hijos, para que nunca más se repita el caso in-
sólito del tozudo genovés.
361
LA LUNA DE RAMADÁN
200‘Escopeta corta muy reforzada en la rec{mara’. Real Academia Española © Todos los dere-
chos reservados. Nota del copista.
362
de la luna de ramadán os está permitido comer y beber hasta el momento
en que podáis distinguir un hilo blanco de otro negro. A partir de ese
momento, habréis de observar estrictamente el ayuno hasta la noche».
***
363
mite y por la mañana vuelve a dormir. Sin embargo, uno y otro aceptan el
ramadán con la misma resignación de los buenos creyentes.
Como es natural, en la calle menudean las pendencias, porque el hu-
mor está alterado. El hambre, en todos los estómagos, fue siempre revolu-
cionaria. Y a cada momento surge una discusión. «Es el ramadán», os di-
cen los europeos que llevan aquí algún tiempo. Y vosotros, un tanto
asombrados de la sencillez de esta explicación, os preguntáis perplejos:
«Pero ¿qué es el ramadán, para qué sirve el ramadán?».
¡ Ah, el ramadán! El ramadán es una válvula por la que sale todo el mal
humor acumulado en el hígado durante el resto del año. El hambre y la
sed entenebrecen el carácter de tal manera que Mohammed disputa ahora
por un quítame allá ese burro. Y hasta los niños que él ama tanto, y para
cuyas travesuras fue siempre benévolo, le molestan ahora y lo irritan.
Mas no haya cuidado. Al–lah es grande y sabidor. Mohammed gruñe,
chilla, se irrita, amenaza< Pero Mohammed está débil y no hará nada
hasta que coma< Y cuando haya comido< Mohammed se tender{ a la
bartola en cualquier parte, encenderá su larga pipa atascada de kif y así
pasar{ horas y horas< ¡ Encantado de haber nacido!
¡ Ah, el ramadán! En el fondo, el ramadán no es más que un depurativo
divino, que aligera el estómago y echa fuera el mal humor.
364
EL AÍD ES–SEGUER
201 «El sufismo tuvo por jefe espiritual a Yazuli y por caudillo al jerife Abu Abdal–lah
Mohammed es–Saidi. El Yazuli, a su muerte, dejó más de doce mil discípulos, que reco-
rrían las tribus predicando, a la vez que las doctrinas de su maestro, la guerra santa, y de
esta época (1465) data en Marruecos lo que puede llamarse «jerifismo», es decir: no so-
lamente el respeto a los descendientes del Profeta, sino también la necesidad de hallar
365
Ben Aicha vivía, como se ha dicho, muy pobremente en Mequínez.
Para mitigar el hambre y la tristeza de su situación, pasaba y repasaba de
continuo las gruesas cuentas de su rosario de boj. Un día, mientras rezaba,
se le presentó un desconocido que lo proveyó largamente de alimentos. El
hecho se repitió en días sucesivos, y siempre cuando rezaba, hasta el ex-
tremo de que, según las malas lenguas —¡ Al–lah de yagas las cubra!—,
Ben Aicha llegó a equivocarse una vez, y por decir «¡ Voy a rezar!» dijo un
día «¡ Voy a comer!».
Queriendo agradecer Ben Aicha este maná providencial, se dispuso a
realizar una gran plegaria, para lo cual encargó a su mujer que le trajese el
agua necesaria para las rituales abluciones. Y fue enorme la sorpresa de
esta fiel esposa cuando vio que en la vasija donde había recogido el agua,
a más del líquido, venía también una gran cantidad de monedas de oro. Y
aquella misma noche Ben Aicha tuvo una revelación durante su vigilia.
Cualquier infiel europeo aquella noche y con tal aurífero hallazgo, se ha-
bría corrido una juerga. Pero Ben Aicha continuó sus rezos y durante ellos
tuvo una revelación. En ella, el Todopoderoso, el Clemente, el Sabidor, le
ordenó fundar una secta religiosa y la dictó las reglas de debían regularla,
prescribiéndole a la vez la conveniencia de castigar su cuerpo para aplacar
la justa cólera divina. Al morir Ben Aicha, después de haber flagelado sus
carnes con crueles suplicios, sobre su fosa se erigió un santuario al que
acuden en romería sus prosélitos, que allí se congregan de todos los luga-
res de Marruecos.
***
Mohammed ha ido, pues, esta tarde de Aíd es–Seguer, a la meseta del Mar-
chán, para presencia el paso de los aichaua, que en esta época se dirigen en
peregrinación hacia Mequínez. No tienen los aichaua la violencia de los
hamacha. El handuchi se abre el cráneo a golpes de hacha, come vidrios
mezclados con la tierra, cual si se tratase de un rico plato de natillas, o se
bebe un cubo lleno de agua hasta los bordes. Los aichaua llegan al éxtasis
por medio de danzas epilépticas. Se golpean, se arañan, gritan y gesticulan
hasta alcanzar un estado de paroxismo que es precisamente el momento
en que la gracia divina se derrama sobre ellos. Y entonces caen al suelo
rendidos, sudorosos, jadeantes, resecos los labios; los ojos desorbitados,
este ilustre origen en toda persona que sobresalga de las corrientes.» R. de Roda, Compen-
dio de sociología marroquí. Nota del autor.
366
inyectados en sangre, y la mirada perdida en las remotas lejanías de lo
desconocido.
Mohammed contempla estas danzas sobrecogido por una extraña
oleada de inquietud que lo hace estremecerse sin querer. Considera
Mohammed que hasta Dios puede llegarse por otros muchos caminos que
no sean estos de los aichaua, pero, con todo, mira con cierto respeto, mez-
cla de temor y de superstición, que no le es dable reprimir. Insensible-
mente, con un automatismo irreflexivo e incontenible, hurga en las recon-
diteces de su chilaba y saca unas monedas que arroja, tembloroso, junto a
los cuerpos todavía convulsos que han quedado en el suelo con el rostro
ensangrentado y la boca llena de espumarajos. Y se dirige precipitada-
mente hacia el centro de la ciudad, donde una muchedumbre alegre cele-
bra con sensato regocijo la pascua de Aíd es–Seguer, jubiloso colofón del
austero ramadán.
A medida que se acerca al Zoco Grande siente ya el ánimo más sereno.
Sus ojos contemplan con fruición los puestos de golosinas, iluminados por
velas o improvisados cacharros donde el acetileno da una luz blanca que
pone en los rostros un tinte extraño. Hasta sus oídos llegan los alegres
alalaes de las moras que desde las azoteas lanzan el iu–iu alborozado, que
es trino de pájaros en cautividad. El buen musulmán recorre los puestos,
ya más encalmado su espíritu, alejado de la pesadilla del Marchán. Su
alma va impregnándose poco a poco de la sana alegría del ambiente, y
mentalmente da gracias a Dios, que le ha permitido llegar hasta este día
solemne del Aíd es–Seguer.
Arriba, tirados en tierra, sobre la explanada del Marchán, quedan los
aichaua. Los curiosos se han retirado sin atreverse a permanecer junto a los
cuerpos inertes, para no destruir los efectos de la sagrada danza. Y cuando
avance por completo la noche, amparados en sus sombras, los aichaua, re-
frescados por el húmedo relente nocturno, despertarán de nuevo y se re-
unirán para contar y repartirse honradamente el producto de la generosi-
dad o la superstición del prójimo que los ha ayudado a sostenerse durante
el tiempo que haya de durar su peregrinación a Mequínez.
367
MUSSEM EL–AACHOR
368
del aachor no caiga enfermo durante el resto del año, que empieza en este
mes de Hoharrem. Por eso, los que han amanecido sanos visten hoy sus
mejores galas y recorren las calles para exteriorizar mejor su alegría.
Todo buen creyente debe dar hoy a los pobres la décima parte de lo
que posee. Los mendigos, con una palangana vieja, otros con un puchero,
recorren los puestos del zoco y en todos ellos recogen la dádiva generosa,
que nadie niega. La liberalidad —decía el Profeta en su lenguaje figu-
rado— es una rama del árbol de la bienaventuranza, cuya raíz está en el
paraíso. La limosna hecha con fe y sin ostentación calma la cólera divina y
preserva de muerte violenta. El que la haga, descansará bajo la sombra de
ese árbol cuando, en el último día, Dios juzgue a los hombres. Dios no
concederá su misericordia más que a los que fueron misericordiosos.
Padre e hijo se unen a la efervescencia callejera. En el Zoco Grande se
extasía el pequeño, bien protegido entre los brazos del padre, ante los nu-
merosos tenderetes donde se arraciman a sus asombrados ojos un sinfín
de toscos y rudimentarios juguetes, entre los que, a veces, asoma alguno
de inconfundible estructura europea. ¡ Sería horrible que su padre lo obli-
gara a escoger uno entre tantos! Cree más sencillo para su imaginación
infantil arramblar con todos los juguetes a un tiempo, evitando a su tierna
energía una decisión limitada. Hamido vacila, alarga sus teñidas maneci-
tas en un ademán que lo abarca todo: éste, aquél, el de más allá; la pelota,
el carrito, el tambor, la escopetilla y la corneta, y el caballito de cartón; y
aquellas bolitas endemoniadas que al tirarlas al suelo echan chispas y
humo y lo obligan a cerrar los ojos y abrazarse, aterrorizado, al cuello de
su padre. ¡ Todo lo quisiera! Mas el padre no puede complacerlo con la
extensión que el tirano desea. Los tiempos no están muy holgados. En su
skara sólo lleva unas monedas; no hay otro remedio que elegir, limitar el
desenfreno infantil. Y tras de escoger uno, modesto, que ofrece jubiloso al
insaciable, se aleja del puesto tentador, mientras Hamido berrea furiosa-
mente, se revuelve en los brazos paternos y alarga los suyos hacia el aluci-
nante bazar callejero, donde quedan tantas y tantas cosas que a él le habría
encantado poseer.
La escena se repite, con las mismas o parecidas incidencias, ante los
puestos de g9olosinas. ¡ Qué atractivo en los colores y hasta en el olor!
Porque a las naricillas infantiles llega en toda su intensidad, y le llena la
boquita de agua, el apetitoso olor de la m’lousa y la grebía (pastas almen-
dradas) y se estremece de gozo a la vista de las f’kakas (especie de roscas),
369
kuiles, m’krotk o chubbaqías (masas fritas recubiertas luego de miel) que en
grandes montones y nadando en miel sobresalen de unas enormes palan-
ganas, muchas de éstas varioladas con negras abolladuras. Y a su lado,
montañas también, inmersas en miel oliendo a azahar, de frágiles b’riuat
(nuestras hojuelas) que se quiebran entre los dientes y aroman el pala-
dar< Los ojos de Hamido, desde su atalaya paterna, se van tras de aquel
palo en cuyo extremo campea un enorme cono de acaramelada pasta, en
torno a la cual revolotean moscas y abejas porfiadas. En el base, el vende-
dor va dando cortecitos sobre la pasta, cuyos trozos hace saltar con la
punta roma de un ancho cuchillo. Envuelve los trocitos vendidos en unas
tiras de papel de color indefinible, que va sacando de los entresijos de sus
zaragüelles. En mesitas enanas, tras de las que un moro en cuclillas o sea
con un plumero de papel las abejas, desfilan ante los ojillos insaciables de
Hamido el rico y pastoso turrón indígena, que al sol se deslíe, perdiendo
poco a poco su forma; los pequeños rombos de azúcar quemada, pintarra-
jeados en colores detonantes; los rudimentarios pirulís 202, recubiertos con
trozos de papel de periódico, y un sinfín más de golosinas que encandilan
los ojillos de Hamido y lo hacen extender los brazos con ansia y sacar el
cuerpo de forma tan peligrosa que el paciente padre ha de ponerle una
mano en la espalda para que no se caiga. ¡ Qué día, válgame Al–lah! Y
Mohammed, como puede —porque sus dos brazos son pocos brazos para
contener la movilidad del rapazuelo—, como puede saca un gran pañolón
de hierbas y con él se limpia, también como puede, el sudor que le cubre la
frente y le baja hasta las mejillas. Que es mucho ajetreo el del inquieto
Hamido y son muchos también los empujones y encontronazos que va
recibiendo de los que como él recorren los tenderetes del zoco y como él
llevan en sus brazos un tiranuelo que no se ha resignado a quedarse en
casa, sabiendo, como saben, que hoy es mussem el–aachor, fiesta feliz de la
niñez.
De pronto, Hamido lanza un agudo grito de sorpresa y alegría. Allí, en
un extremo del Zoco Grande, ha visto la naora o noria de aspecto primitivo
y tosco. De los extremos de unos gruesos palos cruzados en forma de es-
trella penden unas jaulas o garitas de madera con un tejadillo pintado de
verde y unas ventanucas a los lados. Allí dentro los moros chillan gozosos
y emocionados, conforme la naora se pone en marcha. Los gritos se agudi-
202El plural de pirulí no es *pirulíes, como se escribe en la edición original. Nota del co-
pista.
370
zan cuando la garita va llegando al límite de su altura. Los chiquillos agi-
tan sus piernecillas, se revuelven nerviosos, chillan como ratas acosadas. Y
no es raro que algunas veces, por falta de engrase o por cualquiera otra
circunstancia, en una de las vueltas, la jaula quede con la techumbre hacia
abajo. El ocupante, al verse de tal guisa, chilla con más fuerza, llora y pa-
talea. Acaso, en uno de esos pataleos, cae sobre la misma cara o la cabeza
de alguno de los padres o curiosos que miran a lo alto, en torno a la naora,
una babucha no siempre limpia. Todos ríen y se alborotan con el lance,
mientras el dueño de la prenda, cada vez que pasa a la altura de la «víc-
tima», grita entre risas: «¡ Diali, diali!» (¡ Es mía, es mía!).
Hamido, sacando el cuerpecillo cuanto puede, empuja a su padre hacia
el lugar donde la noara evoluciona, entre las exclamaciones de regocijo de
los morillos que van volando agazapados en las garitas y las de aquellos
otros que, abajo, saltan de impaciencia, en espera del turno anhelado.
Mohammed va acercándose, cauteloso, mientras contiene los ímpetus de
Hamido. Quiere éste y no quiere montar en aquellos endemoniados ar-
matostes, que lo atraen y lo aterrorizan a un tiempo. Porque a la sola idea
de que puedan dejarlo solo dentro de la garita y elevarse, y quizá no des-
cender ya nunca más, se aferra Hamido al cuello de su padre, pero sin de-
jar de mirar por el rabillo del ojo a la atrayente naora. Mohammed intenta
dejar a Hamido en los brazos de otro morillo, ya medio zagalón, que está
acuclillado dentro de una de las garitas. Pero Hamido berrea de tal forma,
agita sus brazos con tal furia o inquietud, que Mohammed no ve otra solu-
ción que la de restituir al tiranuelo y cobardón al abrigo de su protección
paternal. Allí se refugia Hamido con la carita anegada en lágrimas, todo él
hecho un puro zollipo, después de su verraquera, deshaciéndose en suspi-
ros; mas no por ello dispuesto a renunciar al irreprimible encanto de la
naora, que sigue dando vueltas entre la fenomenal algarabía de la pequeña
y escandalosa turba de curiosos.
Mohammed comprende que Hamido no ha de renunciar al encanto.
Pero como ya ha podido comprobar que el chiquillo no está en forma para el
sugestivo y movedizo deporte, decide sacrificarse. ¡ Qué ha de hacer! Pa-
dre al fin, hace lo que en su lugar habría hecho cualquier padre de no im-
porta qué raza o latitud: Mohammed ha cogido a su hijo y con él en brazos
se ha metido, como Al–lah le ha dado a entender, en uno de aquellos en-
diablados canjilones de la sugestiva naora. ¡ Y entonces sí que Hamido
salta y grita y se revuelve sobre las piernas protectoras del padre! Pero
371
ahora es de alegre sorpresa, de entusiasmo, de alborozo. ¡ Ahora sí que es
un valiente!
Sólo por verlo así de contento, sólo por esos momentos, en los que se le
ilumina al chiquillo la carilla y le ríen los ojos y la boca y todo él, Moham-
med da por bien empleada la tortura de sus piernas dentro de aquel cepo,
y ni siquiera le importa ese inquietante remusgueo que desde el estómago
le va subiendo en arcadas y le cubre de un sudor frío la frente y le quiebra
la color.
¡ Mussem el–Aachor inolvidable para Hamido! ¡ Pesadilla inolvidable
para Mohammed, la de aquella noara que sube y baja y le hunde el estó-
mago como si hubiera tenido que soportar en él todo el peso de las pinto-
rescas garitas con los chiquillos dentro!
372
Cuarta parte
Perfiles de dos épocas
373
Con estos Perfiles, entresacados de algunas de las más importantes
reuniones de la Comisión de Higiene de ayer y de las primeras de la
Asamblea de hoy, pretende el autor destacar hechos y personas de la
época preestatutaria, con todos sus afanes y zozobras. El lector po-
drá observar que, en algunas ocasiones, tienen estos perfiles una
curiosa e innegable actualidad o semejanza con el presente. Las co-
sas de ayer, en su esencia, parecen las mismas de hoy. Las perso-
nas, en sus reacciones más salientes, se conducen casi de la misma
forma hoy, en casos idénticos. Y, en el fondo, la misma lucha con lo
imponderable, lo eterno, lo imprevisto, oponiéndose en todo mo-
mento al continuado o normal desenvolvimiento de Tánger. Lucha
sorda, perenne y tenaz, contra algo incorpóreo, mas siempre la-
tente, que surge de un modo u otro, cuando menos se piensa, contra
lo que puede llevarnos a una prosperidad definitiva y ordenada,
pero que por no venir de quien cada cual piensa y quiere que venga
encuentra siempre una barrera infranqueable: sima abierta y cada
vez más honda, en medio de cualquier lisonjero camino.
En la marcha de ayer, como en la de hoy, Tánger encuentra siempre
alguien o algo contra lo que ha de luchar. Ayer fue la Comisión de
Higiene, sujeta a los andadores del Consejo Sanitario. Hoy es la
Asamblea Legislativa, tutelada por el Comité de Control. Y siem-
pre, en todo momento, Tánger desempeñando el triste papel del
tambor, condenado a recibir los golpes por ambos parches.
El autor se dará por satisfecho sin con estos Perfiles de ayer y de
hoy —más restringidos éstos por la proximidad histórica— logra
dar a los lectores la exacta sensación del clima local en ambos mo-
mentos de la vida tangerina 203.
203Es muy indicativo de la escasa capacidad de representación del futuro que tenemos los
hombres el hecho de que mi abuelo escribiera este texto, más o menos, en 1953, unos tres
años antes de la independencia de Marruecos y, por tanto, del cierre definitivo del Esta-
tuto Internacional de Tánger. Nota del copista.
374
Comisión de Higiene
375
SE REÚNE EN SESIÓN LA COMISIÓN DE HIGIENE
376
pueblo en masa quien solicitó la reorganización de la Comisión de Hi-
giene, convencido de su utilidad.
En 1888 quedó de nuevo constituido, no interrumpiendo ya desde
entonces su cometido, a pesar de las trabas con que tuvo que luchar siem-
pre para salir adelante. El muelle de madera, el empedrado y alcantari-
llado de las calles, el reconocimiento veterinario de las reses sacrificadas
para el consumo público —pese a las rebeldías esporádicas del Almota-
cén—, el alumbrado eléctrico, la escalera que baja de la Tenería, la Puerta
del Fondaq del Trigo, que se abrió a la calle del Telégrafo Inglés —actual
calle de Italia— y en general cuanto había de servir de base, y sirvió en
efecto, para el futuro municipio tangerino, fueron obra de la Comisión de
Higiene.
En el orden sanitario, y con motivo de la epidemia de cólera del año
1895, la actuación de la Comisión de Higiene evitó que el mal adquiriera
los caracteres de una verdadera catástrofe local, como hubiese adquirido
de no existir dicho organismo.
A principios de 1912 se hizo una nueva reorganización. Quedaron ya
más regularizados los ingresos de que se nutría. España y Francia, princi-
palmente, atendieron a este requisito, por medio de suscripciones entre
sus ciudadanos, para crear con ellas el derecho al voto en las elecciones de
sus respectivos representantes y de las restantes naciones. El 21 de enero
de 1912 se afirmó en realidad la vida de este organismo como Municipio
Internacional.
En 1920 se dibujó un nuevo intento contra la Comisión de Higiene,
pero fracasó abiertamente, dado el enorme arraigo que había adquirido
entre el vecindario tangerino. De esta forma consiguió sobrevivir hasta el
advenimiento del Estatuto, en que todos sus poderes pasaron a la Asam-
blea Legislativa.
***
377
de Habices 204, del Instituto Pasteur y del Laboratorio Español de Análisis.
Asimismo tenían asiento en este organismo el médico consultor del Con-
sejo Sanitario y el Director e Inspectores de los Mataderos y Mercados. En
su presidencia turnaban los Cónsules de España y Francia.
Los primeros ingresos de la Comisión de Higiene se obtuvieron por
suscripción entre los vecinos de Tánger, así como por varios donativos
aislado. Promulgó este nuevo organismo los primeros reglamentos que
establecieron deberes y derechos cívicos; tomó a su cargo el servicio gene-
ral de limpieza e higiene y el de alumbrado eléctrico en la ciudad y los
barrios; se encargó de la inspección sanitaria y administrativa de los mer-
cados y zocos, así como de la inspección veterinaria y administración de
los mataderos, musulmán e israelita. Estos mataderos, dado el desarrollo
adquirido por la ciudad, quedaron pronto dentro del perímetro urbano,
por lo que se construyeron los que aún funcionan a orillas del Uad el Hak,
cerca del Charf.
Como ya hemos detallado al comienzo de este capítulo, no todo fueron
éxitos para la Comisión de Higiene. A medida que avanzaba en su labor, y
ésta se iba ensanchando, empezaron los obstáculos. Fueron éstos de tal
naturaleza, dentro del régimen imperante de capitulaciones, que se vio
obligada a renunciar los poderes que le habían otorgado. Lo que el espa-
ñol y el francés aceptaban, al inglés le parecía inaplicable en tanto que el
Parlamento Británico no diera su anuencia. El italiano se inhibía acaso o el
portugués protestaba. La «ensalada» no estaba nunca adecuadamente ade-
rezada. Cuando no sobraba sal faltaba aceite, y en más de una ocasión
todo era vinagre. Por dos veces se planteó la crisis, pero, afortunadamente,
logró conjurarla el Consejo Sanitario, organismo constituido por los repre-
sentantes de los países signatarios del Acta de Algeciras. En los últimos
años, su existencia y funcionamiento quedaron al fin plenamente consoli-
dados. Y a la Comisión de Higiene debe Tánger, en realidad, su desarrollo
actual en todos los órdenes.
***
204Bienes raíces (habiz: hazas de tierra, árboles frutales, etc.) cuyos frutos se destinaban al
mantenimiento de lugares o servicios públicos (albercas, acequias, caminos, cementerios,
etc.). Muy presentes en la España musulmana. Nota del copista.
378
caba con el zaguán. Este mismo salón sirvió, al principio del Estatuto, para
las reuniones de las Comisiones de la Asamblea Legislativa. Al fondo se
alzaba el estrado de la presidencia. A uno y otro lado, los escaños para los
representantes. A la entrada, separados por una verja de madera, unos
pupitres para la prensa y unos bancos para el público, siempre ausente.
(En esto, como se verá, no ha habido variación alguna. El público sigue tan
ausente hoy como ayer, y como lo estará mañana, en tanto no varíen las
circunstancias.)
Los martes eran los días señalados para las reuniones de la Comisión
de Higiene. Elijamos una cualquiera, cuando quien estas líneas escribe
acudía allí, en calidad de cronista, sin otra compañía que la de su som-
brero —el sinsombrerismo no se concebía aún— y los trinos que en el pa-
tio lanzaba al aire un canario, de cuya inquieta y canora existencia acaso
nadie más tuviera noticia. Ni menos los representantes allí reunidos. Y se
comprende esta disparidad en las observaciones de estos señores y el cro-
nista. Éste lleva allí una misión, si seria, no tan grave ni trascendental que
lo obligue a una concentración persistente del pensamiento. Por el contra-
rio, durante las sesiones es cuando el cronista siente acudir mayor número
de ideas a su menguado cerebro. Afluyen copiosas y fáciles, lanzándolo a
infinitas divagaciones. Futesas, diréis, pero futesas sin las cuales el cro-
nista moriría de hastío un par de horas todas las semanas. Los munícipes,
en cambio, llevan allí una alta misión que cumplir. Tan alta que rebasa de
sus cráneos y las ideas han de estar en continuo ejercicio para encaramarse
hasta esa altura. Y este ejercicio —nadie puede negarlo— requiere una
gran atención, que no deja lugar para fijarse en las naderías que distraen al
frívolo cronista.
Cada uno de nuestros ediles lleva el cerebro ocupado por algo trascen-
dental y grave que se propone exteriorizar allí a lo largo de un discurso
más o menos parlamentario. Unos llevan un muro que se ha caído en tal o
cual calle. Otros, un lago en el cual naufraga su oratoria de tópicos «cual
frágil barquilla entre las olas de un mar bravío». Aquel pide una «mám-
para» (sic), para que sea colocada ante un urinario callejero. Estotro, que se
derriben unas puertas que son su pesadilla, como si sufriera un grave ata-
que de claustrofobia. El de m{s all{, un reglamento. Éste, un empedrado<
Cuando no es el higienista recalcitrante quien pide una desinfección a ul-
tranza para evitar la propagación de las ratas< y otros insectos (m{s sic
todavía). Y así, cuál más, cuál menos, llevan todos el cerebro ocupado por
379
graves cuestiones, sin dejar un huequecito para las naderías que tanto nos
gustan a quienes no tenemos una misión tan alta que cumplir. ¡ Ah! ¡ Si no
fuese por aquel canario que había en el patio de Dar Niaba! Si no fuese por
él, al cronista la resultaría imposible soportar sin desmayarse las dos o tres
horas semanales que ha de estar ante un pupitre garrapateando en las
cuartillas. Gracias a ese canario, a sus alegres trinos, al encanto de su gar-
ganta privilegiada, el cronista sobrelleva su tarea alegremente. La mono-
tonía rastreante de los discursos adquiere, gracias a los trinos del canario,
un ritmo y una cadencia que ora es de vals, ya de tango argentino. Así,
cuando el secretario, Carlos Marco, lee el Acta, el cronista imagina que no
hay tal documento, porque el canario va trocando aquellas páginas de
prosa amazacotada —prosa oficial— en una bella página musical, que
hasta tiene sus repiqueteos de castañuelas. Y, cerrando los ojos, el cronista
imagina al señor Pancrazzi, con los brazos en alto, en tiempo de sevillanas,
moviendo sus piernecitas al alegre compás de las crepitantes castagnettes.
Mientras, el señor Ariño, desde la presidencia, estaba inquieto, como bai-
lando también a un compás imaginario; mientras el doctor Güitta, por
enésima vez, se queja de que el Inspector Sanitario, señor Llinás, rehúsa
colocarse la gorra reglamentaria cuando se halla de guardia en su barraca
del Zoco Grande; mientras Emilio Sanz, ya embalado, amenaza hablarnos
hasta del origen no darwinesco de las «especias»; mientras el orondo Alí
Zaky —pródigo lince— ve eternamente dos cuestiones en todos los asun-
tos que se discuten, divagando sobre el primo y el sigondo; mientras míster
Dowkings habla entrecortadamente, como si jadease después de una pre-
cipitada carrera pedestre; en tanto que el Almotacén, con las manos cru-
zadas sobre el vientre, hace inauditos esfuerzos para no dormirse, y Abe-
lardo Sastre sale del salón para fumarse el vigésimo puro del día, temble-
queándole la boquilla en los labios; y nuestro ilustre compañero Daniel
Saurin desgrana con gran donaire los frutos de su copioso ingenio a la vez
que, eternamente despreocupado, estruja su sombrero entre los muslos y
el señor Gautsch, perennemente congestionado, perora en un tono estri-
dente, y el señor Grillot le hace dúo con su voz de bajo profundo; y don
Abraham Hasán, con el señor Abensur, a través de sus espesos bigotes nos
va iniciando en los secretos de la economía local, que ellos conocen como
nadie; y el señor Canales intenta un chiste, y don Ricardo Ruiz, una vez
más, se opone a que se destruya lo que considera típicamente local, que
debe conservarse a toda cosa; y el señor De Portère dice a todo que sí< El
380
canario, desde su jaula, colgada en el patio de Dar Niaba, lanza al aire in-
trincados y potentes trinos, ajeno en absoluto a todas las cuestiones que
allí se debaten. Él va musitando con la alegría de sus notas las peroratas de
nuestros munícipes, y el cronista, dando rienda suelta a su fantasía de
melómano de menor cuantía, escucha aquellas peroratas, no en el tono en
que se pronuncian, sino con el ritmo y el compás que el canario pone en
sus alegres trinos.
Era, a no dudarlo, un canario redentor del cual no podré olvidarme
jamás.
Mas, dejando aparte estas ingenuas e intrascendentes eutrapelias de un
trasnochado cronista, que evoca una añeja e ingrata labor, lo cierto es que
aquellos hombres, que podían haber dedicado esas horas semanales al
mayor auge y progreso de sus asuntos propios, fueron, en realidad, los
precursores y forjadores de esta ciudad que hoy es nuestro orgullo, como
antes fuera para ellos una preocupación constante. Ellos, con su intuición
y tenaz perseverancia, hicieron posible la realidad de hoy.
Al hacer la evocación de una época con ellos convivida, querría dejar
en estas líneas constancia de mi admiración y simpatía a los que aún vi-
ven, y de emocionado recuerdo a los que ya murieron.
381
382
AGUA, POLVO… Y NADA
383
general es el dueño de Tánger y pide explicaciones de cuanto se ha hecho
o se piensa hacer. Claro es que así son todos los inspectores. Pero éste se
siente poseído de su cargo de tal forma que fulgura a una y otro lado si-
niestras predicciones como rayos mortíferos de un Júpiter tonante.
¿Qué ha hecho el señor Bonjean del muro tal y de la calle cual y del
camino de más allá? Y el señor Bonjean se agita nervioso en su asiento y se
retuerce el bigote respondiendo como puede al aluvión de preguntas. Y
cuando más tranquilo se cree, ¡ zas!, resuena de nuevo la voz del inspector,
que con la uniformidad de un batán va machacando pregunta tras pre-
gunta< ¿Qué ha hecho el señor Bonjean de la alcantarilla cual?
De pronto, el señor Zaky se remueve en su asiento. Su respetable
humanidad se estremece casi toda. Sobre ella ha caído también una pre-
gunta del inspector implacable. ¿Qué ha hecho el señor Zaky del pozo de
la playa? El señor Zaky se ahoga en aquel pozo. ¡ Horrible, señor! Vamos a
ver, sí, ¿qué ha hecho el señor Zaky de ese pozo? Que lo explique. Y, re-
puesto de su emoción, el señor Zaky lee un informe de los pozos que te-
nemos en Tánger. En ese informe se dice algo extraordinario: se dice que
en cierto lugar hay un pozo de agua potable y abundando< sólo que este
pozo está seco. Y después de leído esto el señor Zaky mira al inspector,
como diciendo: «En este pozo no me ahogas tú».
El proyecto de la pescadería es, por decirlo así, la parte seria de la se-
sión. El señor Zaky desea que se apruebe, pero el señor Ruiz estima que no
se ha estudiado lo suficiente. Apoya este argumento el señor Sanz con ra-
zones de peso que inducen a la reflexión. Y, tras un pequeño debate, el
proyecto pasa a la subcomisión.
Se levanta la sesión. El cronista sortea unos cuantos bancos, salta otros,
para ganar la puerta, y sale de Dar-en-Niaba pensando en el agua potable
y abundante del pozo seco y en lo que haya podido hacer el señor Bonjean
con el muro del patio del Barchilón. ¡ Da frío pensarlo!
384
Y… ARMAS AL HOMBRO
385
Al fin un día se hará un reglamento de Administración y el Consejo Sani-
tario lo aprobará.
Para final, se acuerda entregar quinientas pesetas a don Cayetano Ló-
pez, contratista de la basura, a título de gratificación por demora en el pago
de una factura. El señor Canales no admite lo de gratificación. El señor Sau-
rin propone que se haga a título excepcional, y así se acuerda.
¡ Suerte que tiene uno, Cayetano!
386
TESTAS Y SOMBREROS
Pregúntale a mi sombrero,
mi sombrero te dir{<
Por lo demás, nosotros lamentamos con toda nuestra alma no poseer una
erudición de esas que producen pasmo. ¡ Cuántas cosas podríamos decir
acerca del sombrero! Consignaríamos detalles precisos y estupendos que
asombrarían a nuestros lectores. Diríamos quién fue el que usó el primer
sombrero, el año, el día, hasta la hora. Todo exacto, sin que nadie pudiera
llamarse a engaño. ¡ Aquí no es como en infantería!... Pero nosotros no te-
nemos más auxiliar que nuestro menguado cerebro y nuestros cortísimos
conocimientos.
Volvamos a estos sombreros de nuestra mesa. Ellos nos producen ma-
yor respecto aún, porque cubren las testas sapientes y proteicas de nues-
tros ediles. El primero es un sombrero gris de fieltro y de amplísimas alas.
Un sombrero fanfarrón, un poco fantasioso, que diría un moro. Sobresale,
arrogante, de entre los otros, y sus amplias alas parecen extenderse, pro-
tectoras, sobre un bastón que hay debajo.
Le sigue en orden un jipi que, a ser legítimo, valdría casi una fortuna,
por sus dimensiones. Tiene el ala levantada por detrás y extendida por
delante. Se ve claramente que su dueño es persona de edad y poco dada a
la coquetería o el atildamiento.
Viene después un sombrero de paja negra o teñida en negro, mejor di-
cho. Es un sombrero algo fúnebre, aunque no tanto como el hongo de am-
387
plia copa que lo sigue en orden; y en último término, como cohibido, un
poco medrosico, está el amorfo, blanducho y descuidado del señor Saurin.
¿Quién no lo adivinaría al instante?
Junto a estos sombreros nos sentamos sin atrevernos a tocarlos, ni aun
a mirarlos muy seguidamente. Bajo ellos, ¡ cuántas ideas magníficas no
habrán germinado! ¡ Qué de pensamientos sublimes —¿por qué no?— no
habrán encerrado!
En estas reflexiones sombreriles nos hallábamos sumidos —mientras se
leía el acta— cuando hemos visto llegar al señor Zaky. Nos hemos sentido
todo ojos para admirarlo. Viene envuelto en un albo y nuevo suljan, pero
nada nos conmueve tanto como ver sus pies. Trae unas botas blancas de
lona y unos calcetines de un rojo detonante que aparece aún más san-
griento destacándose de la blancura de las botas. Confesamos que no he-
mos visto nada tan original en calidad de currutaco indígena. Algo así
como un Petronio de balconcillo< con vistas a Bubana. Si el señor Zaky se
digna escuchar nuestro ruego, regale las botas y mande a teñir los calceti-
nes, si no se siente tan generoso como para regalar ambas prendas al
mismo tiempo.
Terminamos este mosaico de impresiones consignando algo que no nos
atrevemos a decir. El señor Saurin tiene más edad de la que presumíamos,
o mucho, muchísimo menos de la que aparenta. Nos resistimos a creer lo
segundo y optamos por lo primero. ¿Sabéis por qué? Porque hemos visto
al señor Saurin en plena sesión, leyendo con cierto deleite las verdes ocu-
rrencias de La Hoja de Parra. Y era curiosísimo y divertido ver al señor Sau-
rin en el curso de una discusión accionar con el periodiquillo en la mano,
agitándolo en el aire como un elemento capaz de debilitar al más tem-
plado contrario. Y más curioso aún ver al señor Marco todo horrorizado
ante la distracción del señor Saurin, mirándolo por encima de las gafas,
siguiendo con sus ojillos los movimientos que la mano del orador impri-
mía al sicalíptico semanario.
388
SESTEANDO
205 Son unos espantosos versos de Zorrilla, que a continuación empeoran. Nota del copista.
389
Evocando nuestros años mozos de estudiantes, miramos al presidente
como si quisiéramos decirle:
«¡ Vacaciones, vacaciones!».
390
UN DESCUBRIMIENTO
391
legítimos están a precios inasequibles; y que, de continuar las cosas como
van, pronto no podremos comer otra carne que la de membrillo, porque la
otra es un hueso que sólo pueden roer los afortunados.
392
EL ANARQUISMO DEL DR. SPIVAKOFF
393
EL JOVEN AQUILES
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395
396
DOS BOMBAS
***
La otra bomba es de las que llaman retardada, que hace explosión cuando
nadie lo espera. Es el Presidente, don Ernesto Freyre, Cónsul de España,
quien se encargó de provocar la explosión. Dice que ya van muy adelan-
tados los trabajos para la organización del servicio de incendios. Ya hay
cuatro brigadas de bomberos con material suficiente.
La explosión retumba en los labios del señor Zaky, delegado del Maj-
zén, quien presenta un contraproyecto reclamando para el Bajá la direc-
206 Como se ve, éramos demasiado optimistas. Han transcurrido ya cerca de cuarenta
años y< ¿no parece que fue ayer en todo? Nota del autor.
207 Ahora se hacen Palacios. Nota del autor.
397
ción suprema del servicio de incendios y oponiéndose a la organización
actual.
Al provocarse la explosión, todos enmudecen. Todos, menos el señor
Freyre, quien recuerda que el proyecto fue aprobado hace ya tres años, a
presencia del Delegado del Majzén, sin que éste hiciera entonces la menor
objeción.
—En todas partes —tercia el señor Sanz— donde el interés general
cuenta algo, ninguna autoridad se opone a un proyecto que beneficie al
vecindario. La Comisión de Higiene no ha pensado nunca en emanciparse,
sino en colaborar con las autoridades locales, pero la dirección técnica ne-
cesariamente ha de recaer en un técnico, que en este caso es el jefe de
bomberos. Ahora, si el Bajá es técnico en esta materia, yo confieso que lo
ignoraba en absoluto y declaro mi admiración<
Se nombra otra no menos consabida subcomisión.
398
EL HUMORISMO DEL SEÑOR PIMIENTA
399
mos atribuir a otra cosa que a humorismo el hecho de que el señor Pi-
mienta entrase hoy en una sala tan respetable como la Comisión de Hi-
giene, pausado y ceremonioso, con la cabeza inclinada, como abatida por
el peso de la hermosísima langosta que se le había posado sobre uno de
sus hombros. Y el señor Pimienta, después de saludar al Presidente, ocupó
su asiento sin inmutarse, con el acridio sobre el hombro. Llenos de estupor
lo contemplamos todos, hasta que el señor Bell, solícito y sonriente, cogió
la langosta entre sus dedos y la arrojó al patio de Dar en–Nabia.
Para nosotros, el insólito hecho no tiene más que dos explicaciones: o el
señor Pimienta quiso dar una muerte mala al acridio, envenenándolo con
la oratoria de nuestros corregidores, o, en un rasgo de humorismo —al
que no imaginamos que nunca pudiera descender un hombre de tan serio
principios—, trató el señor Pimienta de que la Comisión de Higiene se in-
teresa al fin con tan fehaciente prueba de que tenemos ya la langosta en
Tánger. Si lo primero, no podremos perdonar nunca al señor Pimienta un
propósito tan criminal, exponiendo al inocente insecto a los horrores de un
empacho de oratoria edilicia. Si lo segundo, saludamos muy alborozada-
mente al señor Pimienta en este su nuevo aspecto de humorista, para el
cual, acaso por inexperiencia todavía, le sobra un poco de gravedad. Sin
embargo, esperamos que con el tiempo el señor Pimienta dará ciento y
raya a los m{s grandes humoristas que en el mundo han sido. Aunque<
ya lo vio el señor Pimienta: su humorismo —¡ superficialidad, al fin!—
resultó completamente inútil, porque la Comisión de Higiene siguió sin
hacer caso de la langosta, a pesar de prohijarla un miembro tan respetable
como el señor Pimienta.
Y es que en este pícaro mundo, para conseguir algo, hay que ser en
toda ocasión —o al menos fingirlo bastante bien— un hombre grave, se-
sudo y trascendental: cualidades excelsas que el señor Pimienta dejó ayer
malparadas con el detalle de la langosta y con el otro, no menos humorís-
tico, de pedir que se estudiase con mayor calma y detención un asunto
como el de las tiendas del Nasser, en el Zoco Grande, que lleva ya tres
años discutiéndose inútilmente.
400
LANGOSTICIDIO
208Mi madre, hija de Alberto España, decía: «Cógili púlguili, ábrilili boquili, échili pólvili,
púlguili mórtili». En una web sobre Puente Viesgo, pueblo de Cantabria, encuentro: «Un
personaje curioso, vendedor ambulante, era un italiano o al menos por italiano se hacía
pasar, el cual vendía entre otras cosas, un líquido milagroso para limpiar cazos, sartenes
y dem{s, [<] También vendía polvos para matar las pulgas, cuando le preguntaban por
el modo de usarlos respondía: ‚Cogi li pulgui, {brili bóquili, échili pólvili, muerti ri-
dondi‛». No sé. Nota del copista.
401
mismísimo doctor Remlinger, con un microscopio, para no perder un solo
detalle de la «desesperación y muerte» de los voraces animalitos.
Por supuesto que el doctor Güitta, oculto tras una mámpara, como dijo
alguien en cierta ocasión, presenciaría la caza por si era necesario imponer
alguna multa o hacer la estadística de los insectos que iban pasando a
mejor vida.
402
SE CONFECCIONA UN PRESUPUESTO
403
ES–SELAM QUIERE SER JEFE
Leída y aprobada el acta de la sesión anterior, el señor
Freyre da cuenta de una carta del señor Morillo en la que
éste reclama el título de «inspector-jefe» que se le ha su-
primido en un documento que ha presentado.
La Comisión acuerda que no existe el título y
que el señor Morillo es un inspector más, sin otros distin-
gos.
404
agua de la cisterna sin la menor protesta, no puede tolerar en modo al-
guno que el viejo cajista quiera empastelarle el molde de la sesera.
—¿Qué dices? —he preguntado a Es–Selam, asombrado por sus pala-
bras de hoy.
—Quiero ser jefe —me repite.
—Pero jefe ¿de qué?
—¡ Qué gracioso! Pues jefe. ¡ Jefe del Porvenir! —exclama obstinado.
—Vamos, explícate, hombre, que yo no te entiendo.
Y entonces Es–Salam, con pintorescos detalles, que por lo enrevesados
no consigno aquí, me expresa sus pretensiones. Él es un hombre digno que
sabe cumplir con sus deberes y no extralimitarse nunca de la esfera de sus
funciones, y menos rebelarse contra alguien que él considera que tiene
autoridad sobre él. Si le mandan barrer, barre. Y lo mismo limpia los rodi-
llos de las máquinas sin importarle ennegrecer sus manos. Muchas veces,
ni espera que le manden nada. Si a la señorita Chana, o a la señorita María
—nuestras gentiles linotipistas— se les cae una línea, Es–Selam la recoge
diligente para que no se quemen las lindas manos femeninas. ¿No soporta
también que Ángel, el regente, lo llame tarugo a cada instante? Pero de
ningún modo está dispuesto a que Manuel, el viejo tipógrafo, le ordene
nada, como si él fuera su esclavo.
—Pero ¿qué pretende Manuel? —le he preguntado.
—Que yo friegue la cafetera en donde su vieja le trae el café por las
mañanas y por las tardes< ¡ Vergüenza, por Dios!
Es–Selam no quiere que Manuel lo obligue a realizar un tan humillante
servicio y para evitarlo pretende que lo nombremos jefe. Además, Es–Se-
lam teme que el día de mañana, cuando se firme la paz o se implante el
Estatuto de Tánger, esta humillación de hoy lo perjudique grandemente, y
siendo jefe podrá aspirar a una prebenda cualquiera de las muchas que los
patriotas de profesión tienen en Marruecos.
—No te apures —le he dicho a Es–Selam—, porque el fregar cafeteras
no es una ocupación denigrante ni puede malograr tu porvenir. Otros han
realizado menesteres mucho más bajos y ruines y, sin embargo, son hoy
unos personajes respetables y considerados< Todo es cuestión de apre-
ciaciones. Sin embargo, yo quiero complacerte. De hoy más, quedas nom-
brado vigésimo tercer jefe de El Porvenir< Pero tú barrerás por las maña-
nas y fundirás el plomo y brozarás las planas y harás, en fin, cuando te
manden los otros jefes< y le fregar{s la cafetera a Manuel, que también es
405
jefe. Porque has de saber, ¡ oh imponderable y utilísimo Es–Selam!, que
aquí todos somos jefes. Nosotros, los europeos, cuando llevamos a un país
la importante misión de civilizadores, lo primero que hacemos es nombrar
jefe a todo el mundo, y así empezamos a practicar la igualdad, que es uno
de los más claros signos de civilización. Lo demás viene solo, pero lo esen-
cial es que haya jefes, muchos jefes< para que cada cual haga lo que le
venga en gana.
—Entonces —objeta Es–Selam—, ya no fregar la cafetera de Manuel.
—Sí, la fregarás, por lo mismo que eres jefe del agua, del jabón, de la
escoba, del estropajo< de todo cuanto manejas diariamente.
—Bueno, pero tú decir a Manuel que yo soy jefe.
—Perfectamente. Manuel, ya lo sabe usted: Es–Selam es jefe desde
hoy< Puede darle a fregar la cafetera.
Y Es-Selam, todo alborozado, se ha marchado a dar a la bomba para
sacar agua de la cisterna con que poder fregar la cafetera de Manuel.
406
CARTA QUE EL BURRO DE UN CAMALO DIRIGE
al presidente de la Comisión de Higiene
Señor:
En nombre de todos mis hermanos, los borriquillos de Tánger, en el de
mis primas, las mulas de alquiler; en el de mis tíos, los caballos de coches,
hermanos todos en el trabajo continuo y en el dolor incesante, os pido
protección y, más que protección, os pido justicia, que el ser un burro de
carga —¡ y qué carga, Señor!— no me impide comprender cuán injusto es
el trato que los hombres nos dan impiedosamente. Para todos mis herma-
nos y parientes y para mí, por supuesto, os pido justicia, señor, y cuando
no justicia —que ya sé no anda muy sobrada entre los hombres— a lo me-
nos un poco de eso que llamáis humanidad. Mirad que ya es harto ayuno
el que nuestros amos nos hacen sufrir con el pretexto de la carestía de la
cebada. Mirad que ya hasta las cáscaras de higos chumbos, que encontra-
mos alguna vez en la calle —¡ bendita sea nuestra suerte!— nos saben a
miel pura —también para nosotros se hace la miel, pese a lo que digan
vuestros sabihondos refranes—, a miel pura, repito, a pesar de las espinas
que se nos clavan en los belfos. Pero es lo que decimos nosotros: ¿No vale
más sentir esas espinas que criar telarañas en el estómago? Porque yo os
aseguro, señor, por los venerables despojos de nuestros antepasados —
más felices que nosotros, porque ya no sufren el mal trato de los hom-
bres—, que ni recuerdo me queda del gusto de la cebada. Tan es así, que
cuando, por necesidades inexcusables, que bien quisiera realizar en pri-
vado, me veo en el trance de levantar el rabo, soy el asombro de cuantos
me ven. Porque lo mismo que esas pompas de jabón que fabrican los niños
con un canuto de caña, así sale de mí el aire que sin obstáculos se pasea
por mis tripas. Cuando alguna vez abro la boca para ver si despierto la
compasión de mi amo, se me cuela el aire de tal modo que vibro lo mismo
que un tubo de órgano. Sin duda mi amo oyó decir a algún malhadado
arquitecto que las columnas huecas resisten más que las macizas, y hueco
quiere dejarme a fuerza de privaciones.
Perdonad, señor, si en las imágenes o tropos que yo empleo lastimo un
tanto vuestra delicadeza: pero ¿qué puede esperarse de un asno con una
pluma en una pata?... ¿Cuántos hombres no lastiman la gramática o la
sindéresis con una pluma en la mano?... Perdonadme, digo, pero es que en
mi deseo de que comprendáis el hambre y los sudores que paso no sé
407
cómo deciros lo que deciros quiero. Yo sólo sé de mí que me paso los días
llevando sobre mis lomos más de lo que puedo resistir, y las noches so-
ñando con una brizna de paja. Compró mi amo —¡ hace ya no sé cuánto
tiempo!— una medida de cebada y pasándomela delante de los ojos me
dice todas las noches:
—¡ Ea! ¡ Ya has comido bastante, tragón!
Y vuelve a guardar la medida con el grano que en ella había.
¿Me creeréis lo que voy a deciros? Rendido de hambre y de cansancio
me quedé dormido la otra noche. No sé cuánto tiempo duró mi sueño.
Sólo sé que me desperté horrorizado al percatarme de que estaba ru-
miando mis propias muelas. Y como yo, señor, todos mis hermanos y
primas, las mulas de alquiler. Sólo mis tíos, los caballos de coches de al-
quiler, están un poco mejor tratados, pero tienen un enemigo implacable:
el cochero. El cochero, que ya no se contenta con dejar la tralla señalada en
la piel de mis parientes, sino que les descarga furibundos palos en los cor-
vejones, en el vientre y hasta en las orejas, cuando los infelices caballos no
suben una cuesta con la premura que aquél quisiera. No sé yo qué será
peor: si esta granizada de palos o los pinchos con que nuestros amos nos
tienen acribillada la piel para que marchemos a paso más ligero del que
podemos con tras sacos de harina sobre las fláccidas costillas.
Por todo ello, os reitero, señor, mi petición del comienzo: un poco de
justicia y un poco de lo que vosotros llamáis humanidad, que debe de ser
algo bueno, cuando el hombre la invoca en momentos de dolor.
Bien se me alcanza que cuando miles y miles de hombres se destrozan
mutuamente por un algo que llaman Libertad, no es cosa de pedir compa-
sión para los animales. Pero ved, señor, que somos animales utilísimos al
hombre, y el hombre va a acabar con nosotros si no se le pone un freno.
¡ Perdón! Quiero decir si no se le obliga a más suaves modos para con no-
sotros.
Como Presidente de la Comisión de Higiene, y ahora que tratáis de
organizar la circulación y los transportes, ¿no podéis hacer nada en nues-
tro obsequio? No queremos comer sin trabajar, porque para el trabajo na-
cimos. Deseamos simplemente que no se nos maltrate tan sin piedad, que
no se nos cargue tan sin medida. Y, sobre todo, que domestiquéis un poco
a los cocheros, señor.
Os lo pide, en nombre de todos sus hermanos y demás parientes,
el burro de un camalo.
408
BOTONES DE MUESTRA
209Protegido de una nación, dueño de unas barracas situadas en el centro del Zoco
Grande y que es preciso evacuar para la reforma y saneamiento de aquel lugar. El– Nas-
seb se niega a desalojar sin una indemnización. Nota del autor.
409
Comisión de Higiene han pasado a poder del Majzén, para que éste
las utilice como hospital< Con decir que el médico es un taumaturgo
que pretende curar la tuberculosos a fuerza de sangrías en el cogote y
la lepra con oraciones<
410
DOÑA COMISIÓN DE HIGIENE Y DON CONSEJO SANITARIO
411
—Señor —dice ella, un poco ruborosa—, el pueblo se queja de los
cocheros, no porque sean cocheros, sino porque llevan los caballos al ga-
lope por el centro de la ciudad, con evidente peligro para el transeúnte; no
encienden los faros de noche, entorpecen el tránsito por el Zoco Chico y
luego<
—¿Más todavía?
—Sí, señor: cobran lo que les viene en gana.
—¡ Diablo, diablo!
—Sí, señor. Y como cada cochero alega su nacionalidad, sólo vos po-
déis hacerles entrar en vereda. Para ello os traigo un reglamento que a mí
me parece aceptable.
—Siéndolo para ti, tiene que serlo para mí también. ¡ Ah, los cocheros!
Descuida, hija, descuida. ¡ No faltaba más! Examinaré este proyecto con la
atención que me merece todo lo tuyo. Y lo haré en seguida, a pesar de las
muchas preocupaciones que me agobian. ¡ No quieras saber lo abrumada
que estoy!
—Me lo figuro, señor: el polo, la selva diplom{tica, los jabalíes<
—Y otras muchas cosas m{s, hija< Pero se leer{ y estudiar{ ese pro-
yecto. ¡ Esos cocheros! En fin, a tus órdenes siempre. Ya sabes que para mí
es un placer cumplir tus deseos.
Y, en efecto, el Reglamento se aprueba. Pero no es posible aplicarlo.
Nadie lo cumple. Diríase que en el pescante de cada coche no es un simple
cochero el que fustiga a los caballos, sino el propio ministro de Estado del
país a que pertenezca el auriga. Y porque ese Estado no puede admitir que
sobre uno de sus súbditos ejerza presión una autoridad extranjera, el au-
riga no enciende los faroles, ni va por donde le indican, ni se estaciona
donde le ordenan<
Si las leyes carecen de universalidad, quedan reducidas a papeles
mojados. A esto ha quedado reducido ahora el Reglamento que sobre la
circulación ha aprobado solemnemente la Comisión de Higiene, con el
asenso de los delegados de los distintos países y el beneplácito del Consejo
Sanitario.
412
TIRITANDO
413
Pero el señor Buzenet es tozudo, como buen gascón. Cree que, en úl-
timo caso, son los propietarios de vehículos quienes deben abonar estos
gastos. ¡ Ah, si el señor Abensur estuviera presente! Pero después del re-
ciente atropello ocasionado por su automóvil no ha querido oír las recla-
maciones del Bajá. Al fin, y pese a los pulmones del señor Buzenet, que
eleva el tono de su voz de sochantre, triunfa el criterio de quienes opinan
que la Comisión de Higiene es quien debe abonar los gastos de impresión.
Y, tiritando como entramos, salimos de Dar en–Niaba, resguardando
nuestra hermosa nariz —vea el señor Laredo que no nos duelen prendas—
para evitar fatales y frígidas consecuencias.
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AÑO NUEVO… VIDA VIEJA
En este primer día del mes de enero de 1914 flota en el ambiente local un
cierto aire de fronda nada propicio para la vida de la Comisión de Hi-
giene. Anoche finalizó el plazo para la admisión de las litas de suscripto-
res con cuyas cuotas atiende cada país interesado al sostenimiento del ci-
tado organismo internacional. En Dar en–Niaba se hallaba constituida a
dicha hora la comisión encargada de recibir esas litas con los nombres de
los súbditos respectivos que confieren su voto a los candidatos designados
por las Legaciones.
Dada la superioridad numérica de nuestra colonia —tres veces mayor
que el total de las restantes— no puede sorprender que fueran los repre-
sentantes de España quienes sumasen en su elección el mayor número de
votos. Conviene aclarar que la cantidad de votantes no significa que el
país de mayor número de suscriptores pueda por ello contar con más re-
presentantes de su propia nacionalidad que los ya convenidos de ante-
mano. En realidad, se trata pura y simplemente de la platónica constancia
de una superior aportación, en armonía con la importancia de esa colonia.
Sin embargo, no olvidemos que estas elecciones se celebraban en Tán-
ger, donde el propio Anaximandro, maestro de Pitágoras, tropezaría con
grandes dificultades para demostrar que la suma de tres y dos es igual a
cinco. En el ámbito del Zoco Chico tangerino, las matemáticas tienen una
interpretación singular y, sobre todo, tan distinta a la corriente y normal,
que el mismísimo binomio de Newton, en lugar de una expresión alge-
braica, formada por la suma o diferencia de dos términos, es, por el con-
trario, la suma de dos términos multiplicada por la diferencia que existe
entre ambos.
Ni Tales de Mileto, con los restantes seis sabios de Grecia, lograría con-
cretar una ecuación algebraica que al pasar por el meridiano de Tánger no
nos diera como resultado< un paralelepípedo, pongamos por disparate.
Con tales antecedentes, la presencia en Tánger de Pitágoras o de Neper
con sus logaritmos provocaría al punto la reunión del Consejo Sanitario
para acordar su inmediata expulsión, como indeseables o perturbadores
del orden establecido aquí<
A esta reunión extraordinaria que hoy celebra la Comisión de Higiene
el cronista asiste medrosico y con el ánimo encogido, por no saber ya si es
415
un cero de su colonia o la raíz cuadrada de pi. Es una reunión que se ha
convocado a consecuencia de lo sucedido anoche en Dar en–Niaba.
Hasta ahora, en cualquier elección de allende el Estrecho, comprendi-
dos Barbate y Tarascón, a nadie sorprende oír hablar de muñidores o pu-
cherazos, amén de otras varias trapacerías. Pero en ámbito del Zoco Chico
hasta los pucherazos cambian de nombre y carecen de violencia. Aquí,
todo es suave, comedido, elegante. El muñidor no rompe airado la urna: se
la lleva tranquilamente a su casa para hacer en ella, reposada y honesta-
mente, el escrutinio.
Tal fue, a lo que parece, el sencillo propósito del Tesorero de la Comi-
sión de Higiene, señor Benassayag, cuando anoche trasladó a su domicilio
particular toda la documentación del caso. Este hecho inocente, de una
ingenua pureza, no fue, por lo visto, bien interpretado por el Cónsul de
España, señor Ariño, quien llevó su intransigencia al extremo de protestar
de una forma absurdamente enérgica. Nuestro cónsul no tuvo tampoco en
cuenta la edad del señor Benassayag, para quien trasnochar es una puña-
lada trapera dada a su salud. «¡ Válgame Dios! —se diría compungido el
señor Benassayag—. ¿Dónde habrían de estar más seguros esos docu-
mentos que en mi propia casa?»< No comprendemos, en realidad, la in-
transigencia de nuestro cónsul.
A juzgar por las listas presentadas hasta poco antes de la medianoche,
el número de suscriptores españoles con derecho a voto era de ochocien-
tos, y de quinientos el de las restantes colonias. Un cuarto de hora antes de
finalizar el plazo de admisión se presentó en Dar en–Niaba el empleado de
la Legación francesa, señor Cohen, con una nueva lista de suscriptores de
este país, un total de mil. Tras el señor Cohen entró asimismo un em-
pleado de la Legación de España, con otras nuevas listas de suscriptores
españoles. Pero el señor Guillonet, vicecónsul de Francia, que había admi-
tido la lista presentada por el señor Cohen, no consideró oportuno des-
pués admitir esta segunda lista española. Ello originó una nueva e incom-
prensible protesta de nuestro Cónsul y de don Emilio Sanz.
Estos son, a grandes rasgos, los hechos que han provocado la sesión
extraordinaria que hoy celebra nuestro organismo internacional. El cro-
nista tuvo la candidez de creer que esta reunión resultaría un tanto mo-
vida y accidentada. Tentado estuvo de haber ido a ella provisto de unos
buenos trozos de nutritiva calentita, a fin de entretener su estómago si la
sesión se prolongaba demasiado. Pero, francamente, se le hacía tarde para
416
esperar a que el zagalón que vende la sustanciosa pasta garbancera termi-
nase el concienzudo rascado que se hacía en la cochambrosa pelambrera
con la paleta que utiliza para despachar su mercancía.
Por lo demás, el cronista, aunque le dé rubor confesarle, se equivocó de
medio a medio. Porque en la sesión ¡ no ocurrió nada! Jamás hubo una
reunión más apacible. Ni gritos de los malditos, ni puñetazos sobre los
pupitres, ni las habituales pomposidades altisonantes del señor Buzenet<
¡ ni siquiera las consabidas cuestiones que el orondo señor Zaky ve siem-
pre en todos los asuntos! Lo que se dice nada. Todo el tren especial dis-
puesto, que parecía venir cargado, se deslizó como por sobre unos rieles
previamente lubricados: suavemente, dulcemente, como arrastrado, no
por los vaporosos caballos de una potente locomotora, sino por almibara-
dos cabellos de ángel.
A los postres —como dicen los reporteros para señalar el final de un
banquete— se sirvió una soberbia tarta diplomática, confeccionada por el
repostero mayor del Consejo Sanitario. Dentro de la tarta, sobrenadando
en merengue, unos números en guirlache: 607. Tal sería la cantidad de
suscriptores españoles admitidos, con lo que la diferencia respecto de los
franceses sería de 130 votantes solamente. El honor nacional de unos y
otros quedaba así salvado por el merengue y el guirlache, aunque padecie-
ran con ello los clásicos fundamentos de las ciencias exactas y se estreme-
cieran en sus tumbas los manes de Euclides o Apolonio.
El Zoco Chico tiene también sus teoremas y ecuaciones, ante los que no
hay cuestión que se resista: 20 x 2 = 2. 6 – 3 = 2, también.
La prueba no puede ser más concluyente.
417
asamblea legislativa
418
UN HISPANÓFILO
211Trasoír: ‘oír con equivocación o error lo que se dice’. Real Academia Española © Todos
los derechos reservados. Curioso verbo, por cierto. ¿Lo habrá utilizado alguien alguna
vez? Nota del copista.
419
vanta para hacer polvo al orador ibero. A veces termina proponiendo lo
mismo que refutara en sesiones anteriores, pero el señor Ellis, con ese sen-
tido práctico, peculiar de su raza, sólo atiende al fin, sin preocuparse de
los medios. Alguien que no lo conociera como lo conocemos nosotros, al
observar su actitud, creería que el señor Ellis es un hispanófobo furi-
bundo. ¡ Bah! Con nosotros no le valen esas tretas. Nosotros hemos sor-
prendido su secreto y sabemos con toda evidencia que es todo lo contra-
rio. Es decir que el señor Ellis es un hispanófilo entusiasta, que si refuta
con aparente saña todo cuando oye en español, aunque no lo haya enten-
dido, es sencillamente por el placer de oír de nuevo el amado acento, re-
crear sus oídos con la armoniosa habla. Perdónenos el señor Ellis si hemos
revelado este secretillo, pero es cosa que nos halaga tanto, que nos enor-
gullece de tal manera, tan íntimamente, que no hemos resistido la tenta-
ción de comentarlo. Es el suyo un evidente ejemplo de lo que pueden en-
gañar las apariencias.
Por ello, sin duda, cuando el señor Güitta, primero, y el señor Sanz,
después —¡ oh viejos amigos de la fenecida Comisión de Higiene!—, se les
escapa un solvable —por solvente— que quita las penas, el señor Ellis no se
digna ni mirarlos. El voquible no le suena a español. Y, por tanto, carece
de interés para el entusiasta hispanófilo.
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LA PORRA, LA LEY Y EL EMBUDO
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EL TERROR LLEGA A LA MENDUBÍA
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tenían en Tánger noticias del resultado de este feroz encuentro. De ahí la
inquietud que se reflejaba en nuestros ediles aquella tarde memorable.
Al día siguiente supimos aquí, por el mismo diario casablanquino, que
los yebalas, atemorizados ante el oportuno y estratégico despliegue reali-
zado con sus soldados por el capitán Panabières, no sólo no atacaran, sino
que tomaron parte alegremente de la aludida fiesta. Los soldados del Tá-
bor francés fueron ovacionados, y el capitán Panabières —decía el bien
informado diario— recibió muchas felicitaciones de los agradecidos tange-
rinos.
(Como puede observar el lector, el hecho de que los tangerinos sepa-
mos lo que ocurre en Tánger a través de lo que nos cuenten los periódicos
del exterior es cosa ya bastante añeja. Y la exactitud sigue siendo la
misma.)
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HOY COMO AYER… MAÑANA COMO HOY
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HACE FALTA UN TIRO MÁS
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nuestro reo sólo quedase herido y no muerto. ¿Qué haremos con él? No es
cosa de que nuestros legisladores hayan tenido la cruel idea de que se le
entierre vivo o a medio morir.
Tampoco debemos exponernos a los trasudores y congojas de aquel
Estado del cuento de Maupassant en el que, por falta de guillotina y otros
medios primitivos, que les habría salido carísimo adquirir, optaron, con su
primer reo, por lo más sencillo y económico: facilitarle la fuga, proporcio-
nándole, además, una cantidad de dinero para sus atenciones.
En resumen, señores legisladores, que se les ha olvidado a ustedes un
tiro más: el tiro de gracia. Y como a ustedes un tiro más suponemos que no
ha de causarles mayor trastorno, esperamos que no querrán dejarnos al
infeliz pataleando entre los doce gendarmes. Esto no sería humano, desde
luego. Hace falta, pues, un tiro más, ya que no ha de detener a ustedes la
consideración supersticiosa de la cifra, toda vez que sería el propio reo, a
fin de cuentas, quien recibiría el décimo tercer disparo.
Todo menos dejarlo vivo y pataleando ante el pelotón de gendarmes.
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LOS DIOSES TIENEN SED
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Ciertos murmullos del público nos anuncian que hemos llegado a un
asunto, si no de interés general, propicio a cualquier postura: la cuestión
del juego. Que sí, que no; que ayer «¡ Guerra al juego!», que hoy «¡ Viva el
juego!». Las opiniones se encuentran, pero el Sol sigue, imperturbable,
entrando a fogaradas por la abierta ventana. En resumen: «¡ Hagan juego,
señores!».
Y por nuestra parte no va más.
430
«MOHALATAS» DE LA PROVIDENCIA
Cuenta la tradición que Tánger fue siempre la ciudad protegida del Señor.
En todos los aspectos de la vida tangerina, hasta en los más insignificantes,
se puede apreciar esta protección divina. Antes, cuando todos mandaban
sin que ninguno se creyera obligado a obedecer, salíamos casi a milagro
por día. Nadie precavía nada. Y, sin embargo, de cuantos males nos asal-
taban lográbamos salir indemnes. Si una lancha volcaba en la bahía, por-
que era demasiado vieja o porque el personal era inexperto o por cual-
quiera otra circunstancia análoga —que nadie se había ocupado en preca-
ver—, no se ahogaba nadie por verdadero milagro de la Providencia,
único servicio de salvamento de náufragos que poseíamos y seguimos po-
seyendo< Si una casa se hundía y no había víctimas humanas, a la Provi-
dencia había que agradecerlo, ya que ninguna inspección técnica lo había
previsto. Si las epidemias no segaban centenares de vidas humanas, si en
la leche, en el agua o en el pan no encontrábamos un día el sueño eterno,
solo a la Providencia debíamos el milagro. Nunca se ha mostrado la Pro-
videncia tan pródiga, tan alerta y tan eficaz como en Tánger.
En el régimen estatutario que acabamos de estrenar, las cosas no han
variado mucho. Tenemos, sí, organismos y personal para muchas atencio-
nes, pero aún es la Providencia quien con más celo sigue velando por no-
sotros, como si fuésemos sus «mohalatas 212» predilectos y sólo por ello
subsistiéramos todavía.
La Asamblea tiene conocimiento de un nuevo y reciente milagro.
Cierto comerciante local compró una partida de chacinas que no se halla-
ban en condiciones de ser ingeridas. El comerciante dio a vender una can-
tidad de estas chacinas a un pobre diablo que se buscaba la vida por los
campamentos militares de la Zona Española. Pero allí fueron decomisadas
y quemadas las chacinas que se pusieron a la venta. El vendedor obtuvo
de las autoridades españolas un certificado con el que poder justificarse de
lo sucedido ante el comerciante tangerino que las había dado para la
venta. Puso este último el grito en el cielo. No quería saber nada de lo su-
cedido en la otra Zona, por lo que reclamaba el importe de lo que él tenía
por mercancía.
212En el antiguo régimen de Capitulaciones eran llamados así los que gozaban de una
protección subsidiaria de menor cuantía. Nota del autor.
431
Alguien hizo de hombre bueno y dio su fallo: cada uno perdería la mi-
tad. El comerciante quiso entregar una nueva partida de las averiadas cha-
cinas, pero el revendedor no admitía la entrega, alegando que si volvía con
las chacinas a la Zona Española no sólo las confiscarían de nuevo, sino que
lo mandarían a un calabozo, como reincidente< La alegación era razona-
ble y justa. El hombre bueno dio una nueva solución, plena de experiencia y
sabiduría: ¿Para qué llevar las chacinas a otra parte, si se podían vender en
Tánger? Y en Tánger se vendieron, según sabemos hoy en la Asamblea.
¡ En Tánger nos las hemos comido! Todos los asambleístas estuvieron de
acuerdo. Y, sin embargo, todavía vivimos.
Y es que, en el fondo, y a pesar del flamante régimen estatutario, aún
seguimos siendo un poco mohalatas de la Providencia, en esta bendita
ciudad protegida del Señor.
432
EL LIBRO Y EL ALCOHOL
Estamos en la infancia del Estatuto y hay los naturales titubeos, noble afán
de imitación y vacilaciones de niño que empieza a marchar. Es preciso
nutrir al infante para no entorpecer su desarrollo. Los ingresos son necesa-
rios porque los gastos se hacen inevitables. Esta es la primera lección de
Economía Política. Pero en las épocas, ya remotas, de Adam Smith y de
Juan B. Say no se le habría ocurrido a nadie crear un impuesto sobre la
cultura. En nuestros tiempos, la enseñanza es obligatoria. En Tánger, esta
enseñanza es gratuita, pero los medios de practicarla —los libros— están
sujetos a impuestos. Un libro de texto paga a la entrada por nuestra
Aduana el doce y medio por ciento, en tanto que las bebidas alcohólicas
sólo pagan el siete.
Las deducciones a que esto se presta son indefinibles. El que quiera
estudiar o recrearse con un libro encuentra inconvenientes y gastos. A
quien desee emborracharse se le dan más facilidades y económicamente se
le ofrece el ahorro de casi la mitad de los gastos. El libro crea cultura, pero
tiene el más alto arancel. El alcohol embrutece, pero tributa al mínimo.
Así planteada la cuestión en Tánger al advenir el Estatuto, la Asamblea
Legislativa se encuentra atada de pies y manos. El Estatuto ha dejado a la
Aduana fuera de nuestra autoridad, concediéndole una lamentable inde-
pendencia, cuyas consecuencias empiezan ya a tocarse, sin que a nosotros,
tangerinos, ni a nuestras autoridades, nos sea dable poner remedio. El re-
medio ha de venir de Rabat. Y mal puede venirnos en este caso concreto
de los libros, cuando allí existe aún —después de más de diez años de
Protectorado— el mismo problema que todavía no ha sido resuelto en
ningún sentido. Ni siquiera las bibliotecas circulantes, que no han de que-
dar en el país, se ven exentas del pago de los derechos de aduanas.
Con todo, la Asamblea ha de realizar un intento por evitar este bo-
chorno. El libro —el libro útil, moral, por supuesto—, el libro que enseña y
distrae y civilizada, debe ser considerado no como lo está hoy —una mer-
cancía cualquiera—, sino como auxiliar poderosísimo y eficaz de la civili-
zación en Marruecos. Es bochornoso, en realidad, que el alcohol goce para
la Aduana de privilegios que se niegan al libro. Y la Asamblea está obli-
gada a procurar por todos los medios que desaparezca una preterición
semejante. Una preterición que, a más de ser injusta, constituye un baldón
de ignominia que pesa sobre la reputación de los tangerinos. Hemos sa-
433
lido de la Mendubía un poquitín reconfortados. Confiemos en que los
rectores de la Aduana tangerina nos envíen desde Rabat el sol que ilumine
nuestro espíritu. Que si para ellos el alcohol merece tantos respetos, noso-
tros, en Tánger, nos confortamos con un libro a cambio de tanta botella.
434
EL CONFLICTO DE LA ADUANA
435
creación de varias plazas más de personal, todo lo cual supone medio mi-
llón más de francos.
Si años atrás —estima el señor Bentata— tuvo alguna justificación la
indemnización de residencia, por la diferencia del costo de vida entre
Tánger y la Zona Francesa, hoy esa diferencia resultaría en todo caso a
favor de Tánger, y nunca en contra.
Pero la Aduana no quiere entenderlo así, porque ahora se percata la
Asamblea de que la escala de sueldos no es la de todos los años, sino que
en ella se han previsto, asimismo, los aumentos que Rabat proyecta para
aquella Zona, con toda la secuela de indemnizaciones y suplementos.
«De acceder a lo que la Aduana pretende —arguye otro asambleísta—,
resultaría que sus funcionarios cobrarían el triple que los de nuestra Ad-
ministración. Y éstos tendrían razón para quejarse».
La Asamblea deja esta papeleta para que la resuelva el Comité de Con-
trol.
436
PROCEDIMIENTOS IDÉNTICOS
437
mento de progreso para Tánger, sino para la orientación política de un
sector determinado. El mal es congénito y, si se nos apura un poco, dire-
mos que hereditario. Porque si ayer en la Comisión de Higiene eran los
votos de ciertos organismos sin raigambre local los que se sumaban a la
proporción legal, entorpeciendo la armonía para su buen gobierno, hoy
son otros elementos extraños a la letra del nuevo régimen, pero incrusta-
dos en él, los que alteran el equilibrio para una administración equitativa y
razonable. La minoría de los menos, apoyándose en los beni oui oui para
imponerse de modo abrumador a la minoría de los más. ¡ Singular para-
doja que se da con demasiada frecuencia en el peregrino tinglado de la
flamante farsa estatutaria!
Con el poder moderador —Mendub— y el ejecutivo —Administra-
dor— pesando sobre el mismo platillo de la balanza, fácil es deducir hacia
qué lado se inclinará el fiel. Queda el poder legislativo, cuya composición
costó tantas discusiones en París. ¿Dónde está el internacionalismo de la
Asamblea? Cuando en un asunto que por su interés meramente local y de
honrados fines pudiera España sumar a sus cuatro votos otros cinco más
de elementos ajenos, nunca podría llegar a los trece que, en el peor de los
casos, obtendría Francia fácilmente.
Es comprensible, pues, que exista determinada resistencia a la revisión
del Estatuto que está hoy sobre el tapete de la actualidad. El Estatuto de
Tánger —dijimos en La Nación de Buenos Aires— podría ser modificado
sin más intervención que la de sus firmantes. Y con ello ganarían España y
Europa. Ya que a toda Europa interesa la estabilidad del Protectorado Es-
pañol.
¿Qué se hizo de los compromisos contraídos? En 1912, Francia se com-
prometió con Inglaterra, según comunicación oficial hecha por el Quai
d’Orsay al Foreign Office, «a no buscar en T{nger una influencia o una
posición más grandes que las que serán ejercidas por la Gran Bretaña y
por España y a aceptar la internacionalización sobre la base de igualdad
absoluta entre las tres potencias». Sin embargo<
El espectáculo de hace unos días, con motivo de la designación del
Comisario de Policía —que dio lugar a la retirada en masa de la delega-
ción española— no será, por desgracia, el último que presenciemos en esta
Asamblea así constituida y como consecuencia de las interpretaciones ale-
gres y egoístas del Estatuto. Cargos como el de Interventor del Mendub,
por ejemplo, con atribuciones de hecho pero no de derecho, creados al
438
margen del convenio de París, serán siempre cizaña de libre germinación
en los trigales de la buena armonía tangerina.
El señor Otero, con un tesón digno de mejor resultado, vuelve hoy so-
bre un asunto que ya no tiene arreglo. Sin embargo, el señor Otero querría
saber en qué artículo del Estatuto se basa el cargo del señor Courtin como
Interventor del Mendub y, sobre todo, en qué reglamento están previstas
las atribuciones que el incrustado se toma cerca de las cabilas de nuestros
hinterland, cuya vigilancia corresponde, única y exclusivamente, a la Gen-
darmería de Tánger, creada para tales funciones. Por último, el señor
Otero —que, por lo visto, trae la escopeta bien cargada— desea saber,
asimismo, si el cargo de Jefe de la Policía Local es intransferible. Porque
durante el tiempo que el señor Palazat ha estado ausente de Tánger que-
daron en suspenso todas sus atribuciones, que debían recaer en un comi-
sario español y que, sin embargo, no recayeron.
Las palabras del delegado español se pierden en el vacío. El señor Ellis
lo mira compasivo. Pero ¡ qué cosas —parece significar la mirada del vice-
presidente inglés— se le ocurren a este infeliz!
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UN «AFFAIRE» INTERNACIONAL
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El señor Ellis acerca su experta nariz al plato del día y, tras olisquearlo
un poco, percibe un cierto tufillo a guiso ibérico y declara con toda serie-
dad que el Zoco Chico< es chico para las maniobras de una camioneta.
No obstante, si pudiera dársele un car{cter internacional al servicio<
Hace observar el señor Bentata que en la camioneta han de subir tam-
bién las cartas procedentes de Londres, Bombay, París y Adis Abeba.
¡ M{s internacional<!
El señor Fesser cree que el internacionalismo que desea el señor Ellis —
con lo que, según parece, ya no resultaría tan chico el Zoco Chico— podría
completarse haciendo que el conductor de la camioneta llevara un uni-
forme internacional.
El señor Bendalac —sintonizado ya en la onda eutrapélica— desearía
saber cómo sería ese uniforme, por el que siente una gran curiosidad.
Opina el señor Otero que podría encargarse una tela que tuviera
estampados los colores naciones de todas las potencias estatutarias.
—¿Y la gorra? —insiste el señor Bendelac, retozándole la chunga en los
ojos.
—La gorra —aclara el señor Bentata— llevaría una cinta de color rojo
para recordar que estamos en Marruecos.
—¿Y el claxon? —pregunta muy serio el señor Fesser.
Por su parte, el señor Sanz dice que el toldo de la camioneta podría ser
de color verde, que también es jerifiano.
Mantenido este tono por los delegados españoles y algunos indepen-
dientes, el debate adquiere un relieve y colorido inusitados.
Katzaros, el secretario, inteligente y ágil tangerino, que sabe calar
hondo en todos los aspectos locales, se ve y se desea, pese a su gran poder
de captación, para recoger en un tono oficial el eutrapélico tiroteo que se
cruza de un lado a otro del salón.
El señor Ellis no sabe adónde atender ni comprende una palabra de lo
que está oyendo. Todo sucede con tal seriedad, los conceptos saltan con tal
agilidad y rapidez de una punta a otra de la sala, que su cerebro de anglo-
sajón y su natural serio y formal no han logrado captarlos todavía.
El señor Abensur —más latinizado y ya de regreso de varios caminos—
solicita un poco de seriedad en el debate.
—Vraiment! —exclama el señor Saurin mientras prepara en el dorso de
una mano el rapé que han de aspirar como una tromba sus amplias nari-
ces.
442
En realidad, la delegación española y algunos ediles más se conducen
esta tarde de un modo inaudito, poco serio. Los puntos planteados son de
tal importancia y el informe de las comisiones es tan documentado y se
presenta sobre una base tan internacional que no se comprende la alegre y
ligera actitud de estos señores.
El señor Ahumada, Jefe del Correo Español, que hizo en su día la
solicitud y que ocupa hoy un asiento en uno de los bancos destinados al
público, agita los brazos, se estira con fuerza las mangas y clava sus nudi-
llos en las costillas de quien tiene delante. La víctima del estirón, que no es
otra que el bueno de Hadida —concurrente asiduo al Tribunal y a la
Asamblea—, nervioso y sorprendido, profiere un grito que no puede con-
tener. El señor Ahumada se inclina a él para pedirle perdón, a la vez que
se tira de una manga hacia atrás, con evidente peligro para las narices de
otro espectador: Sebastián, el betunero, que ya está con el temple necesario
para lanzarse esta noche a la calle en patriótica perorata. Hadida se vuelve
hacia Ahumada y le enseña el pavoroso arsenal de sus dientes en sonrisa
comprensiva.
El Presidente agita la campanilla, exigiendo compostura. Uno de los
ordenanzas se vuelve a los bancos de la plebe, diciendo con voz estentó-
rea: «¡ Selensio!».
Acaba el debate sobre la camioneta del Correo Español de una manera
inesperada, porque el señor De Porteere, con toda seriedad, solicita una
aclaración respecto del desgaste que las ruedas pueden producir en el em-
pedrado del Zoco Chico.
El señor Ellis —suyo cerebro se ha abierto ya del todo y capta al fin la
eutrapelia flotante— cree que el señor De Porteere se ha pasado al
enemigo con armas y chungas, y arremete contra él en tonos destempla-
dos. El delegado belga queda de una pieza, sin explicarse la acometida
británica. El señor Saurin interviene para aclaraciones, deshaciendo el
equívoco. En términos líricos, no muy acordes con el practicismo de
allende el Canal, recuerda la nunca desmentida amistad anglo-belga, se-
llada con sangre durante la última guerra del 14.
Tan inesperado y fugaz incidente imprime nuevo rumbo al debate, que
ya dura más de dos horas en un animado y continuo tiroteo.
Acaso por consunción, enmudecen los oradores. Alguien aventura una
solución que es aceptada de inmediato, deseosos todos de finalizar el
443
asunto. Queda así autorizado el acceso de la camioneta del Correo Español
al Zoco Chico.
—¿Sin uniforme internacional? —paquea aún el señor Bentata.
Ellis lo mira fulmíneo y despectivo. El señor Ahumada sale disparado
de su asiento, agitando los brazos como un náufrago, en busca de la salida.
Hadida lo acompaña obsequioso y deja escapar por entre el acantilado de
sus dientes unos gruñidos inmersos en saliva que quieren expresar su en-
horabuena por el feliz resultado.
Indudablemente, Tánger es un mundo aparte en la danza eterna de los
astros que ruedan por los caminos siderales del Universo.
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EL PUERTO DE TÁNGER, ORIGEN DE SUS MALES
Antes de que nos arrastre la riada que se presiente para esta sesión de la
Asamblea, conviene que el lector o el simple hombre de la calle conozcan
algunos pormenores relacionados con el puerto de Tánger. La concesión
de las obras precedió en diez años al convenio del Estatuto, firmado en
París en 1923. Es decir que a más de su lenta gestación —a nadie le intere-
saba activarla— fue obra directa del Majzén o de sus consejeros, sin nin-
guna intervención por parte de la opinión tangerina. De esa opinión pú-
blica que ni ayer ni hoy, ni acaso mañana, tiene en Tánger valor alguno ni
representación de ninguna clase.
La adjudicación total de las obras se hizo en forma que muchos estima-
ron irregular. Irregular fue también en su día el propio anuncio de esa
adjudicación, publicado en la prensa sin que hubiera recaído todavía
acuerdo definitivo sobre el asunto. El Naíb del Sultán en Tánger, valido de
que desempeñaba interinamente la presidencia de la Comisión de Adjudi-
caciones, ordenó la publicidad del anuncio a pesar de que se había acor-
dado aplazar esa comunicación hasta después de una nueva reunión. El
Naíb y sus consejeros corrieron el temporal desatado con tal motivo y en
el que no fue pequeña la intervención de la prensa británica, que protestó
airadamente contra lo que calificó de «inadmisible exceso de atribucio-
nes». Sin embargo, la tormenta no estalló, o por lo menos no tuvo la fuerza
suficiente para hacer que se rectificase el desmán, y se llegó a la Adjudica-
ción. Recayó ésta en una entidad constituida a base de la Société Nationale
de Travaux Publics, que ofreció realizar las obras con una rebaja de quince
millones de francos sobre las otras dos solicitantes. Entre éstas figuraba
nada menos que la sociedad Schneider, constructora del puerto de Casa-
blanca.
Tánger comenzó a soñar, más que con el puerto —cuya terminación
presentía remotísima— con lo que su construcción significaría para la eco-
nomía local: centenares de obreros, toneladas de materiales varios llega-
dos de diversas partes del mundo. Hasta era posible que fuese preciso
construir una barriada obrera< Transcurrió mucho tiempo antes de que
empezaran las obras, porque hubo varios aplazamientos y surgieron com-
plejas dificultades. Mas cuando, al fin, se iniciaron los trabajos, todo suce-
dió de una manera apacible, casi en familia. Como la lechera de la fábula,
Tánger vio sus ilusiones por el suelo. Todo aquel imaginado revuelo de
445
obreros afanosos, trabajando en cuadrillas nutridísimas, que por la tarde
se retiraban a la barriada que sería necesario construir, quedó reducido a
treinta o cuarenta trabajadores marroquíes miserablemente pagados. Y,
apenas empezadas las obras, con el pretexto —bien documentado desde
París, porque allí sí existía una enorme brigada de técnicos y altos em-
pleados con pingües sueldos—, de la baja sufrida por la moneda francesa,
la sociedad adjudicataria se dirigió a la Administración de Tánger —que
había estado ausente en los tratos y en la concesión, aunque presente
ahora en los pagos— solicitando unos cuantos millones más, sin los cuales
se vería obligada a suspender los trabajos, ligeramente iniciados.
***
213 Advierta el lector que esto ocurría hace veinticinco años nada más. Nota del autor.
214 Después de veinticinco años, el espigón tiene la mínima longitud para el atraque
446
nuevo volvemos a las andadas, de nuevo se ha acabado el dinero. Al decir
de las gentes, los obreros de París trabajan demasiado. Las obras no pueden
continuar en Tánger. Hace falta un nuevo remiendo crematístico. Y en es-
tas condiciones se presenta el asunto a la Asamblea Legislativa.
***
imperfecto de dos vapores: todo en nuestro puerto está por hacer, y lo hecho tiene carác-
ter precario y provisional. Nota del autor.
447
holandés, llamado del siete por ciento, que vienen costando a la Adminis-
tración de Tánger más del once por ciento. Valdría, pues, la pena de estu-
diar la posibilidad de rescate del puerto a favor de la Administración,
evitándose con ello una serie de servidumbres enojosas que impiden hoy
toda libertad de acción.
Para ello, aclara un asambleísta, harían falta dos cosas esenciales: Pri-
mera, que el servicio de intervención de los trabajos del puerto se hiciera
con mayor eficiencia y con un criterio menos dúctil, pues se da la circuns-
tancia de que esa inspección está encomendada a un ingeniero no especia-
lizado. En segundo lugar, importa mucho hallar el dinero necesario para el
rescate.
Surge al punto, y se impone con fuerte lógica, la idea de que las poten-
cias signatarias, o cuando menos España, Francia, Inglaterra e Italia, que
comparten más directamente la Administración de la Zona, pudieran
contribuir a ese fin. Sin ello, la internacionalidad de Tánger, su indepen-
dencia administrativa y financiera, no pasaría de ser un mito.
Mucho nos tememos, sin embargo, que cuando se alce el telón los
tramoyistas habrán trabajado de tal forma entre bastidores que no vere-
mos en escena el desarrollo de la obra, sino unos cuantos retazos: los in-
dispensables para distraer a la ingenua concurrencia con la farsa amañada
ocultamente entre bastidores.
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TENDREMOS ALBARDA
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plaza, que en aquella fecha habría correspondido a otro español. Se alega-
ron, para ello, razones de economía. Mas al cabo de unos años —no mu-
chos, en verdad, pero sí los suficientes para que se rompiera la tradición
de la nacionalidad— resucitase la cuestión.
Uno de los delegados españoles expresa su asombro ante el hecho de
que la Comisión de Reclutamiento de Personal haya designado ya el can-
didato, antes de que la Asamblea se pronuncie sobre la oportunidad de
restablecer el cargo.
—Todavía no sabíamos —dice alguien con frase un poco descarnada—
si había burro, y ya tenemos la albarda.
El debate se enmaraña. No obstante, hay una cosa que se advierte ya
con toda nitidez: el decidido propósito de sacar adelante este asunto, sin la
menor enmienda. Es decir, que el ocupante de la plaza sea el ya elegido y,
desde luego, de nacionalidad distinta a la del turno tradicional. ¿Quién se
acuerda ahora de esto?
El mosconeo del intérprete aumenta por momentos, haciendo nuevas
aclaraciones a los marroquíes. Estos cuchichean luego entre sí y esperan el
momento de descargar sus votos, que el intérprete se ha encargado de
madurar.
Son inauditos el tacto y la habilidad del señor Sanz, que dirige el de-
bate, para mantener el tono de éste dentro de la ecuanimidad más estricta.
La delegación española, a la vista del cariz que toma el asunto y ante la
inutilidad de un gesto heroico, intenta aplazar una resolución inmediata.
Pide que, cuando menos, se exijan al candidato las mínimas garantías de
aptitud. El señor Ellis intuye el peligro y se levanta al punto para defender
el informe de la Comisión de Reclutamiento.
No hay otro remedio que ir a la votación. El intérprete se vuelve
rápidamente hacia los delegados musulmanes y hasta nosotros llegan cla-
ramente sus palabras apresurada, nerviosas: ¡ Daba, daba! (ahora, ahora).
Y, en efecto, la mayoría, como un alud aplastante, se vuelca< sobre la
albarda. Un suspiro de alivio se escapa de algunos pechos. El olor a barra-
ganía se hace más intenso en la sala. La cazurrería escuderil triunfa una
vez más sobre los idealismos.
¡ Tendremos albarda!
451
Quinta parte
El Estatuto en marcha
452
Nuestro saludo
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ANTE UN NUEVO RÉGIMEN
El Estatuto de Tánger
El Estatuto es un hecho, si no en su totalidad, por lo menos como
principio. El primer paso está dado, y sólo falta que lleguemos al final de
su aplicación con toda la amplitud y el alcance que determina el Convenio
de París. Desde ayer, Tánger vive bajo un régimen nuevo cuyos efectos no
se advierten todavía en la vida local. Sin embargo, si la ceremonia cele-
brada ayer en la Mendubía no es una ficción —y nada hay, por el mo-
mento, que nos induzca a creer que lo sea—, el Estatuto de Tánger ha en-
trado ya en plena vigencia y sólo falta que sus derivaciones tengan la irra-
diación lógica y oportuna en nuestro clima.
Un observador que a su sagacidad uniera también algo de suspicacia
tal vez podría oponer al acto de ayer la objeción de que no hubo por parte
del pueblo de Tánger toda la atención, ni mucho menos la expectación que
eran de esperar, dada la trascendencia que el hecho ha de tener, induda-
blemente, en la vida local. En rigor de verdad, el observador tendrá parte
de razón. Porque no se trata de un cambio protocolar solamente. No es el
mero formulismo de un momento. Es una transformación intensa de toda
la dinámica que hasta ahora ha venido impulsando y regulando nuestra
vida ciudadana. Para un cambio así, es cierto que el pueblo de Tánger no
se ha conmovido lo suficiente, ni ha demostrado siquiera curiosidad. Mas
contra esta apreciación puede ponerse el hecho de que las continuas dila-
ciones habidas para su aplicación han ido enfriando en los tangerinos todo
entusiasmo exultante.
Ya tenemos Estatuto, aunque muchas de las cosas viejas hayan de se-
guir funcionando todavía. Tenemos ya las ruedas del engranaje en dispo-
sición de marchar, y deber de todos es poner a contribución en estos ins-
tantes, si no el entusiasmo —que no es cosa que pueda improvisarse—,
cuando menos la mejor buena voluntad y la mayor buena fe para ayudar
en su compleja labor a los hábiles y potentes mecánicos —por creerlos con
esas cualidades elegidos— que han de montar la complicadísima maqui-
naria de nuestro nuevo régimen.
Por nuestra parte, hemos de confesar que Heraldo de Marruecos prestará
muy gustosa y asiduamente la cooperación que sea necesaria a tales fines.
No han de partir de nosotros, ciertamente, las dificultades, sino que, por el
contrario, dentro de nuestro radio de acción, secundaremos la tarea de los
454
encargados de regirnos. Pero claro está que nuestra actitud y cooperación
habrán de estar subordinadas a la que observen quienes, de hoy a más,
tienen el inexcusable deber de velar por los intereses de Tánger desde un
plano elevado, severo y ecuánime. Una labor desapasionada, sin partidis-
mos, sin las viejas reminiscencias, sin luchas por una hegemonía que tanto
envenenaron hasta aquí nuestro ambiente. Una labor eminentemente tan-
gerina hallará siempre en las columnas del Heraldo de Marruecos la franca y
noble acogida que hasta aquí hemos dispensado siempre a iniciativas de
esta índole o tendencia.
Son varias las naciones que han cedido, en aras del nuevo régimen y
con la finalidad de una sincera concordia, antiguos e indiscutibles dere-
chos que podrán ser siempre proclamados. Son muchas las prerrogativas,
muchos los legítimos anhelos y muy numerosos también los intereses es-
pirituales que se han cedido para que el nuevo régimen pueda ser un he-
cho. Y no valdría la pena haber llegado a tales sacrificios y renunciamien-
tos si en el nuevo régimen no han de imperar toda la lealtad, toda la since-
ridad y todo el desapasionamiento que se nos ha prometido y que además
consideramos de una absoluta e imprescindible necesidad.
A esta conducta, pues, hemos de ajustar la nuestra en lo sucesivo. Es la
única reserva que hemos de hacer —y creemos que no puede ser más
justa— con respecto al acto trascendental celebrado ayer en la Mendubía.
Heraldo de Marruecos, 25 de junio de 1925
455
PÓRTICO A UNOS REPORTAJES
456
que, lejos de ser así, más bien hemos perdido terreno, por falta de
un programa de acción claro y concreto que tenga a la vista las
etapas sucesivas del camino a recorrer y las vaya recorriendo sin
vacilaciones ni flaquezas.
(Ahora de Madrid, 1930.)
457
TÁNGER, ENCRUCIJADA DE RAZAS
Ha llegado Pérez…
Mi amigo Pérez ha llegado hoy a Tánger. Pérez es un viajero infatiga-
ble. He recorrido ya casi toda Europa, mas hasta ahora no había visitado
Marruecos ni, en realidad, le interesaba. Pérez tenía de Marruecos un con-
cepto bastante vago. Tenía el concepto que en general tienen casi todos los
españoles: guerra de emboscadas, sangre, dinero, mucho dinero, sacrifi-
cios estériles. Y de Tánger, impresiones sueltas leídas en los periódicos:
contrabando de armas, cabarés donde la cocaína y la morfina se prodigan
libremente; bacanal, intrigas, vivero de conflictos diplom{ticos< ¡ Yo no
sé qué cosas más había forjado en su mente este buen amigo mío!
Llego un poco retrasado al muelle. Encuentro a Pérez luchando
denodadamente con dos moros: uno le reclama el transporte de su equi-
paje desde el vapor hasta el muelle; otro se le escapa —esto cree mi
amigo— con las maletas, cuando lo que hace es llevarlas hasta el gran
mostrador de la aduana. Todavía llego a tiempo de evitar que Pérez se
vuelva loco.
—No se preocupe —le digo—. A pesar del aspecto feroz de esos moros
y aunque su gritos lo atemoricen un poco, está usted quizá más seguro
aquí que en los muelles de Barcelona o Marsella.
—¡ Pero si mi quieren montar en un burro! —exclama Pérez, todavía
nervioso, limpiándose el sudor de la frente, bien que ya en camino de
tranquilizarse con mi presencia.
—No lo montan, descuide: eso queda para los ingleses que vienen en
caravanas. Ahora yo me encargo de usted. Vámonos.
458
Deliberadamente, conduzco a mi amigo por las calles más intrincadas.
Busco el contraste entre la visión europea que aún conserva en su retina y
esto que ahora voy enseñándole. Cuando al atravesar una de estas calles,
cubiertas en forma de túnel —que son en Marruecos tan frecuentes— nos
tropezamos con algún moro, mi amigo Pérez acorta el paso, se aproxima a
mí y me mira atentamente, como queriendo saber, por la expresión de mi
rostro, si debe inquietarse o seguir tranquilo. A veces, tenemos que refu-
giarnos en un portal cualquiera para dejar paso a uno de los infinitos bo-
rriquillos que aquí transitan en frecuente promiscuidad con las personas.
—Es inconcebible cómo cargan a estos animalitos. Y lo que más me
asombra es que no usan cuerda alguna para sujetar la carga.
—Yo lo ve usted. La sujetan con una mano y con la otra aguijonean al
animal para que apresure el paso. Ve usted cómo llevan esos bocoyes 215.
Lo mismo llevarían un pino, si el borriquillo pudiera con la carga.
Atravesamos varias calles más. En ocasiones nos abofetea el rostro un
áspero olor de fritanga que sale de un restaurante indígena: en la puerta,
las sartenes donde se fríe el pescado o los hornillos entrelargos donde se
asan los «pinchitos». Al fondo, un trozo de saco sirve de cortina, tras la
cual está el comedor (¡ !)< Ya es el vendedor de buñuelos. Ora es un me-
chinal de un metro cuadrado donde se vende de todo: loza, papel, clavos,
quinina, manteca, tabaco, pimentón y caramelos para los chiquillos.
Dentro, entre toda esta variedad, el «bakal» trajina, o se halla tumbado
plácidamente con los pies apoyados en no importa qué mercancía.
—Esto es un laberinto. No hay medio de orientarse. Todas las calles me
parecen iguales.
—Pues ahora siquiera se puede andar cómodamente por ellas. Hace
unos cuantos años, el pavimento era de piedras puntiagudas y viscosas.
Era preciso andar tambaleándose, y añoraba uno el regalo del asfalto de
las calles europeas.
En el Zoco Chico
—Ya estamos en el Zoco Chico, amigo Pérez.
—¿Y esto qué es?
—Algo así como la Puerta del Sol para los madrileños, con la diferencia
de que aquí observará usted una diversidad de tipos que no se encuentran
bocoy. (Del fr. boucaut, de or. germánico). 1. m. Barril grande para envase. Real Acade-
215
459
en parte alguna. Éste es nuestro «salón de actos». Lo que no se hace pasar
por aquí no tiene ninguna trascendencia en la vida local. Aquí oirá usted
hablar también en casi todos los idiomas.
—Sin embargo, hasta ahora es el español lo que más he oído, incluso a
los mismos moros. Si no fuese por ciertos detalles inconfundibles de exo-
tismo, diría que ésta es una ciudad española. Por lo menos, esa es la im-
presión que se recibe.
—En efecto. Aquí predomina lo español. Los mismos extranjeros,
cuando hablan con un moro, si no es en árabe, tienen que hacerlo en espa-
ñol la inmensa mayoría de las veces.
—Bueno, podemos sentarnos en uno de esos cafés, ¿no le parece?
—Como usted quiera. Elija. Ahí tiene usted uno inglés, otro francés; allí
uno español, allá otro moro; el de aquella esquina es italiano y el de esta
otra judío.
—Peor éste es un café a la europea.
—Sí, no hay diferencia ninguna. En realidad, al decirle judío no he que-
rido indicarle que aquí sólo vengan los judíos porque existan bebidas o
costumbres diferentes. Es, simplemente, que su propietario es judío. Por lo
demás, ya tendrá usted ocasión de apreciar que no puede hacerse aquí
separación alguna aparente entre los judíos y lo esencialmente europeo.
Los judíos de Tánger, en su casi totalidad, visten a la europea, y no sólo
están europeizados por sus vestiduras, sino también por su cultura, por su
civilidad y por su instrucción.
—¿Dónde nos sentamos entonces?
—Aquí mismo. He observado que en los cafés extranjeros hay sentados
muchos compatriotas nuestros. En cambio, en los españoles no veo a nin-
gún extranjero.
—Pronto ha hecho usted observaciones de esta índole, Pérez. Ya sabe
usted que los españoles somos muy despreocupados en ciertos detalles.
Carecemos de esa disciplina patriótica que en los extranjeros es algo fun-
damental. Lo mismo ocurre aquí con los comercios. Pero, bueno, observe
ahora este desfile, y no se arrepentirá.
Entre las chilabas, las chaquetas europeas; junto a los jaiques, bajo los
cuales se pierden las líneas de la mujer indígena, la falda corta, los brazos
al aire y la despreocupación actual de nuestras mujeres. Zapatos, babu-
chas, pies desnudos, altas botas de montar, leguis, medias inglesas, ven-
das<
460
El desfile continúa, incesante y vario. Pérez no sabe a dónde mirar ni
en qué parte concentrar más tiempo su atención. Todo es nuevo para sus
ojos y todo tiene para él un encanto indefinible. Las escenas y los perso-
najes, las cosas y los hombres, se suceden con una rapidez y una promis-
cuidad que aturden a quienes las contempla por vez primera.
—Me mareo —dice mi amigo—, mi capacidad admirativa creo que ha
llegado a su límite. Esto no hay quién se lo imagine. Hay que verlo antes.
En dos horas de vapor, y sin transición alguna, he saltado de una civiliza-
ción a otra completamente distinta. Pero es una pena pensar que todo esto
se pierda un día.
—Es pronto, amigo Pérez —le interrumpo—, para que haga usted
consideraciones. Mañana será otro día. Iremos a la parte nueva de la ciu-
dad, todavía en sus comienzos; veremos al Administrador, visitaremos
algunas dependencias oficiales. Y acaso entonces pueda usted ir apre-
ciando un poco de orden en medio de todo lo que hasta ahora le parece
desordenado y confuso. ¡ Mañana será otro día!
461
462
ENTRE LOS BASTIDORES DEL TINGLADO
Bulevar adelante
—¡ Ésta es otra ciudad! —exclama mi amigo Pérez cuando entramos en
el bulevar, camino de la Administración Internacional de Tánger.
—Ésta es la parte nueva, el ensanche; aunque nuevo ya esto todo lo
que se ha desbordado de las antiguas murallas que guardaban la ciudad
primitiva.
—Claro es que esto para el turista carece de interés. Es una avenida
europea, muy estimable en cuanto a los progresos de urbanización se re-
fiere; pero que a mí, por ejemplo, en mi calidad de viajero, no me produce
impresión ninguna. En cambio, lo que he visto ayer no se me olvidará ja-
más. Y ¿qué es lo que vamos a ver hoy?
—Ahora vamos a visitar al Administrador.
—¿Qué funciones desempeña?
—El Administrador representa el poder ejecutivo. La Asamblea legisla,
y él se encarga de poner en vigor las leyes aprobadas por dicho orga-
nismo.
—¿También internacional?
—Por supuesto. Se compone de cuatro miembros franceses, cuatro
españoles, tres ingleses, tres italianos, uno belga, otro holandés y otro
portugués.
—¿Los Estados Unidos?
—Por no haberse adherido al Convenio de París, no tienen representa-
ción en este organismo. Sus súbditos siguen gozando plenamente del de-
recho de capitulaciones y no reconocen otra autoridad que la de su minis-
tro.
—Es decir que si mañana un norteamericano quisiera contravenir las
disposiciones estatutarias<
—Vamos por partes, amigo Pérez. Estamos hablando de la Asamblea
Legislativa. Además de los representantes que le he mencionado, existen
también seis súbditos musulmanes, elegidos por el Mendub, y tres israe-
litas.
—¿Quién preside las sesiones?
—El Mendub; quien puede intervenir en las deliberaciones, pero no
tomar parte en la votación.
463
—¿Y el Administrador?
—Tampoco tiene voto en la Asamblea, como no lo tienen ninguno de
los administradores de Higiene (español), Hacienda (inglés) y Justicia (ita-
liano).
—¿Quién se encarga, entonces, del orden de los debates?
—Uno de los vicepresidentes. Son cuatro: uno español, otro francés,
otro inglés y otro italiano, elegidos entre los mismos representantes en la
Asamblea.
—¿El Mendub?
—El Mendub es el representante del Sultán en Tánger y el jefe de los
indígenas que no gozan de protección europea. Además del Mendub,
existe el Comité de Control, cuya misión es la de velar por la observancia
del régimen de igualdad económica y de las disposiciones del Estatuto. Se
halla formado por los representantes de cada una de las potencias que se
han adherido al Estatuto.
—¿Quién es ahora el Administrador de Tánger?
—Monsieur Le Fur. El primer Administrador fue Alberge, hombre de
inteligencia y de una capacidad de trabajo extraordinaria; pero de un ca-
rácter desagradabilísimo, lleno de aristas, tozudo y hosco, sin la menor
civilidad para el trato de gentes que le imponía su cargo.
—¿Y el actual?
—El señor Le Fur es persona agradable, atenta, desposeída de ciertos
prejuicios de hegemonía absorbente que eran peculiares en su antecesor.
—En suma: que están ustedes contentos.
—No hay queja alguna en tal sentido. Es verdad que nos hallamos en
vísperas de elecciones. A la sutil diplomacia francesa no podía pasar inad-
vertida esta circunstancia, y a Tánger vino el señor Le Fur.
—Entonces, ahora<
—Ahora< Ya estamos en la Administración. En seguida va usted a
conocer al Administrador de Tánger.
Monsieur Le Fur
Unos minutos de espera. Nos recibe primero el señor Hernández.
—Inmediatamente van ustedes a pasar —nos dice, saludándonos.
—¿Español? —me pregunta Pérez, señalando a Hernández.
—Sí, y con grandes cualidades para el cargo de Secretario que desem-
peña.
464
El señor Le Fur se asoma a la puerta de su despacho, acogedor y son-
riente. Pasamos. Explicamos el objeto de nuestra visita, los planes de
Ahora, su propósito de enterar a los lectores de cómo se vive en Tánger,
cómo nos desenvolvemos aquí; qué orden, en suma, tenemos en medio de
este aparente desorden.
El señor Le Fur accede gustoso.
—¿Se ha habituado usted ya a este nuevo ambiente?
—Sí, y estoy contento. Hay mucho trabajo, ¿sabe usted? Pero estoy con-
tento.
—¿Dificultades?
—Emanadas deliberadamente, ninguna. Surgidas de la propia
complejidad local, muchas. Resulta bastante difícil trabajar aquí. Los po-
deres son muy restringidos. No es posible desarrollar todas las iniciativas.
Por lo menos, con la continuidad que uno querría.
465
—¿Siguen los trabajos de la carretera a Ceuta por la costa?
—¿La de Punta Malabata? Sí. La continuaremos hasta los límites de la
Zona Española. La distancia entre Ceuta y Tánger quedará así considera-
blemente acortada.
—¿Ha aumentado el turismo en Tánger?
—Hay dos clases de turistas. El de invierno y el de verano. Para el pri-
mero aún nos faltan distracciones. Ésta es la verdad, pese a la leyenda.
Hoteles ya los vamos teniendo bastante buenos. Ahora terminarán las
obras de otro que, según parece, está montado a todo lujo y con todo el
confort apetecible< En cuanto al turista de verano, aunque m{s modesto,
merece ser tenido muy en cuenta. Son familias enteras las que vienen de la
Zona Francesa y la Española. Tenemos una playa incomparable, y el calor
ya sabe usted que aquí apenas se siente. Pero en realidad faltan aloja-
mientos modestos y confortables para estos turistas. Creo, sin embargo,
que este contingente de familias aumentará el verano próximo.
466
vuelve a ser un duro, sino que ha ganado unos céntimos, que son los que
usted tiene que pagar de más al hacer la compra.
—De modo que si me dedico a cambiar y descambiar un mismo duro
varias veces<
—Acabará usted perdiendo el duro sin haber comprado nada.
Monsieur Le Fur sonríe.
—Entonces —pregunto de nuevo a éste--, ¿no hay nada concreto?
—Mientras no concretemos con las autoridades de la Zona Española no
podemos hacer nada. El asunto es bastante delicado y no es posible resol-
verlo con toda la premura que uno quisiera. Por su parte, las autoridades
españolas han de estudiar también el fondo de esta cuestión, que allí tiene
un aspecto distinto y acaso más delicado.
¿Tánger Montecarlo?...
—¿Cree usted necesario el juego en Tánger?
—Imprescindible. Sólo con el juego lograremos atraer al turista adine-
rado, que pasará aquí varias temporadas.
—Tengo entendido que en la Zona Francesa<
—Sí, se ha autorizado en Marrákech, en una barriada especial. La em-
presa explotadora ha contraído compromisos que serán de indudable be-
neficio para aquella ciudad.
—¿Existe algo planeado en Tánger?
—Concretamente, no. Pero creo que a base de una sociedad internacio-
nal podría hacerse mucho. El pliego de condiciones sería examinado por el
Comité de Control, donde el representante de España puede pedir las ga-
rantías que le interesen, por razones de proximidad con la Zona Española.
—¿Cómo concibe usted el funcionamiento?
—En líneas generales, una brigada especial, a las órdenes de la
Administración, ejercería la vigilancia. Las tarjetas de acceso al local de
recreos serían facilitadas todas por la Administración, previa la autoriza-
ción del Cónsul respectivo.
—Pero entonces el Cónsul adquiriría una cierta responsabilidad<
—No, porque no es precisamente que el Cónsul autorice, sino que
informaría respecto de las disponibilidades del titular de la tarjeta. La bri-
gada nuestra seguiría de cerca las incidencias de los jugadores, y cuando
uno de ellos hubiera perdido una cantidad crecida se le retiraría la tarjeta.
467
—Pero así se suprimen las posibilidades de que pueda desquitarse,
pensará el jugador.
—Es cuestión de estudiar la forma. Explico a grandes rasgos. Lo impor-
tante es evitar que los empleados modestos puedan jugar. Que sólo se
autorice a aquellas personas a quienes, por sus medios de fortuna, no les
acarree consecuencias graves una adversidad en el juego.
—Pero por el momento<
—Por el momento no hay nada. Puede usted asegurarlo. Y es lástima,
por Tánger internacional no tiene otro medio de vida. Sobre la crisis de
carácter universal, sufre Tánger otra de índole propia, derivada de las cir-
cunstancias de su ambiente, que agudiza mucho más la cuestión. Y claro
es que, de rechazo, esto repercute en la vida misma de la Administración,
para la que el déficit es inevitable. Esto nos obligará a la presentación de
ciertos proyectos que se han ido retrasando en atención a las críticas cir-
cunstancias de nuestro comercio.
468
LA JUSTICIA Y LOS IDIOMAS
Un administrador italiano
—No, verá usted, cuando Italia se adhirió al Estatuto, reclamó también
un puesto de Administrador adjunto, como lo tenían España, en Benefi-
cencia, e Inglaterra, en Hacienda. Se creó entonces el de Justicia, que se
atribuyó a Italia.
—Justamente.
—¿Es igual el número de súbditos que ambas naciones tienen en Tán-
ger?
—Poco más o menos, el mismo.
—La desproporción es evidente en contra de España, que tendrá aquí
un número de súbditos muchísimo mayor.
—Unos doce mil.
—Tres veces más que todas las naciones juntas. Ahora me explico el
españolismo de Tánger.
—Y el que se ha perdido.
—Y ¿quién desempeña el cargo de Ministro de Justicia?
—No, Ministro no; Administrador o director de Justicia. A su frente
está un magistrado italiano que en su país ha desempeñado, según tengo
entendido, diversos puestos de importancia dentro de la Magistratura.
—Menos mal que se trata de un especializado, como se dice ahora.
469
—¿Cuántos jueces tiene el Tribunal Mixto?
—Dos franceses y dos españoles. De cada una de estas dos nacionalida-
des, uno de los jueces actúa como fiscal. Después hay un juez inglés, otro
italiano y otro belga. En resumen: cinco jueces y dos fiscales. Cada uno de
estos jueces está asistido siempre por dos jueces adjuntos, elegidos entre
personas de las diversas colonias, según listas que facilitan los Consulados
respectivos.
—¿Son magistrados de carrera todos los jueces del Tribunal Mixto?
—Ver{ usted< España, Francia y Bélgica sí han enviado a Tánger ma-
gistrados o jueces de carrera. Inglaterra e Italia tienen abogados.
—¿Pero todos ellos actúan como tales magistrados?
—Sí, sí, claro es.
—¿Y el Tribunal de Apelación?
—He aquí el defecto principal. En Europa, como usted sabe, la apela-
ción está a cargo de magistrados de una jerarquía superior a la de los que
han fallado la causa. Esto es natural. Y en tal sentido se estudia ya la re-
forma. A veces, inevitablemente, surgen diferencias de interpretación de
las leyes de diversos países, porque la legislación internacional tangerina
no está completa. Una comisión franco-española trata del asunto en París.
Italia e Inglaterra se han reservado el derecho de hacer observaciones al
proyecto que se redacte. Por su parte, Italia pedirá también la revisión de
los Códigos que se redactaron sin la intervención de mi país, pues aún no
nos habíamos adherido al Estatuto.
—Y ¿quién ha de pagar los gastos de este tribunal de apelación?
—Como estos magistrados sólo vendrán aquí una o dos veces al año,
no será mucho lo que haya que pagar. El Tribunal lo compondrán dos
franceses y dos españoles, y turnarán un inglés y un italiano. Cuando el
presidente sea francés, el fiscal será español, y viceversa.
470
—Para eso está el intérprete.
—Tengo entendido que el intérprete que prevé el Estatuto es sólo de
árabe.
—¿Cuáles son los idiomas oficiales de la Zona de Tánger, además del
árabe?
—El francés y el español.
—Luego, tácitamente, los jueces están obligados, si no a hablarlos co-
rrectamente, por lo menos a comprender con toda amplitud el francés y el
español.
—Así es, sin duda.
—Pero usted sabe, como yo, que no ocurre así, por desgracia. La Justi-
cia no puede confiarse a la buena voluntad de nadie. Y no es nuevo el caso
de un juez que ni ha entendido la declaración del procesado ni mucho
menos ha comprendido lo que dijo el defensor. Yo recuerdo (aún no había
usted venido a Tánger) a cierto juez que, después de oír al defensor du-
rante una hora, se volvió hacia el intérprete y le dijo: «Haga usted el favor
de traducirme en dos palabras lo que ha dicho el defensor. No era, natural-
mente, la Pardo Bazán. Se expresaba como podía. El presidente requirió
los servicios del intérprete y, expresándose en bastante mal francés, le
preguntó: «¿Qué dice la procesada?». «Oh, bah! Elle raconte des histoires,
vous savez. En somme, des bêtises dont la traduction est impossible».
¿Cree usted sinceramente que se puede y debe condenar a nadie en estas
condiciones?
—De donde resulta, por lo que oigo —interviene Pérez— que los espa-
ñoles son aquí los que van al Tribunal en peores condiciones.
—No, no —replica el señor Marchegiano—: la Justicia es igual para
todos.
—Pero quien es condenado sin la garantía de haber sido comprendido
no puede quedar satisfecho de tal Justicia. El procesado español que com-
parece ante un juez extranjero, sobre todo si es inglés, se cree perdido,
aunque lo juzgue imparcialmente.
—¿Por qué dice usted «sobre todo si es inglés»?
—Porque el juez inglés apenas habla el francés y no comprende una
palabra de español.
—Pero olvida usted siempre el intérprete.
—¿Cree usted que un intérprete es garantía en un juicio de cierta
importancia? Además, insisto en creer que el intérprete es sólo para el
471
árabe. Los jueces del Tribunal Mixto de Tánger están obligados a com-
prender los otros dos idiomas oficiales.
—Moralmente, sí, no cabe duda.
—No ignorará usted —objeto al señor Marchegiano— el caso del fiscal
español que para hacerse entender del juez marcaba con los dedos los me-
ses que solicitaba para el procesado.
472
—El presidente del Tribunal, ¿era español?
—No, señor. Allí no había más español que un juez adjunto, que se
limitaba a escuchar sin decir palabra. El fiscal le preguntó al belga si había
estado procesado alguna vez. El belga dijo que no, pero al fin tuvo que
confesar que había sido procesado en Casablanca dos veces, una por estafa
y otra por abuso de confianza.
—Y ¿cómo terminó el juicio?
—¡ Si yo no me enteré apenas! Sólo sé que poco después de lo que he
referido me dijeron: «¡ Ya está!». «Ya está qué», pregunté yo. «Los dos ha-
béis sido condenados a seis días con sursis». «Pero ¿qué dice usted? ¿En-
cima de haber sido atracado y maltratado me condenan?».
473
El presidente: ¿Naturaleza?
La procesada: Pues ya lo ve usted, lavando todo el día< ¡ Fuerte!
474
475
LA GENDARMERÍA TANGERINA
476
los enseñaron a ellos mismos. De ahí ese pisto lírico franco-español que ha
oído usted hoy, por primera vez en su vida.
—Esto me va resultando interesante. Es originalísimo. ¡ Muy original,
caramba! Y muy significativo, además. Pero aquí en Tánger todo es com-
plicado y todo lo resuelven ustedes con extraordinaria habilidad. El pro-
blema de convivencia tiene aquí soluciones insospechadas. Aun en la fu-
sión, cada parte conserva su personalidad.
—¿Ve usted, querido Pérez, cómo esta visita de hoy acabará por intere-
sarle?
—En efecto, no podía sospecharlo.
Interioridades
En la puerta del cuartel nos recibe el oficial de semana. Tócale el turno
al teniente Galán, oficial español que procede de nuestra Guardia Civil.
Nos acoge cordial y cortésmente. Se acerca a nuestro grupo un oficial fran-
cés. Presentaciones: el teniente Nicolini, procedente de la Gendarmería de
Francia. Ambos oficiales llevan poco tiempo en Tánger. Son los primeros
que cubrieron vacantes a raíz de acordarse de que, en lo sucesivo, la ofi-
cialidad de la Gendarmería de Tánger se compondría de oficiales pertene-
cientes a la Guardia Civil española y a la Gendarmería francesa. Esto es
lógico, ya que se trata de prestar servicio en una tropa cuyas funciones en
Tánger son análogas a las de los citados cuerpos.
—Si quieren ustedes —dice el teniente Galán—, podemos pasar al
despacho del comandante.
El comandante, don Joaquín de Miguel, es el jefe de la Gendarmería de
Tánger. Es joven, cordial, inteligente. Irradia una gran simpatía.
—Como ustedes saben —nos dice, una vez conocido el objeto de nues-
tra visita—, la Gendarmería empezó a funcionar el primero de mayo de
1929. Nació de la fusión de los dos antiguos tábores, español y francés, que
garantizaban el orden en Tánger por mandato de la Conferencia de Alge-
ciras. Aquí vinimos los oficiales y soldados de ambos cuerpos. Al princi-
pio, el contingente era de cuatrocientos hombres. Después se ha rebajado a
doscientos cincuenta, que es lo que tienen en la actualidad.
—¿En qué proporción está distribuida la oficialidad?
—El jefe, el comandante, que soy yo. El capitán, francés. Dos tenientes
franceses y dos españoles. Después hay un suboficial francés, otro español
477
y otro belga. Asimismo, hay un «cáid» indígena por cada «mía» o compa-
ñía.
—¿Quién costea este cuerpo?
—La Zona de Tánger paga un millón y medio de francos. Y Francia y
España completan el otro millón que falta para cubrir el presupuesto.
—¿Qué uniforme se adoptó para los soldados?
—El Comité de Control acordó que utilizasen las prendas de los dos
tábores. El fez, por ejemplo, de uno; la faja del otro. Del conjunto salió el
uniforme actual.
—¿Y los toques interiores del cuartel? Porque cada tábor tendría los
suyos.
—Sí. Se toca a fajina, por ejemplo. El corneta, si procede del tábor espa-
ñol, lo hace a la española. Después lo repite a la francesa.
—Es curioso —dice Pérez—. Eso es una traducción en toda regla.
—Y ¿por qué no se adoptó un toque nuevo, internacional? —pregunto
al comandante.
—Como hay soldados de los dos tábores< Cada uno conoce su toque.
Habría sido necesario instruirlos de nuevo.
—¿Y las voces de mando?
—No, las voces de mando las dan siempre en árabe los caídes. Esto se
hacía también así en los tábores.
—¿Y la instrucción?
—Se ha procurado unificarla todo lo posible. Esto no ha sido muy difí-
cil, porque las diferencias son pequeñas.
—¿Cómo hacen ustedes el servicio y qué clase de servicios prestan?
—Según el Estatuto, la Gendarmería sirve para mantener el orden en la
Zona y garantir su seguridad, prestando también su concurso a la Policía
local cuanto el Administrador lo requiera así. La Gendarmería está bajo la
autoridad del Administrador. Para el servicio se utilizan patrullas móviles
de Infantería y Caballería. La Zona se ha dividido en dos sectores. Cada
quince días actúa en uno de esos sectores un oficial de nacionalidad dis-
tinta. Es decir que donde la quince anterior estuvo de servicio un oficial
francés lo sustituye a la siguiente un oficial español. De este modo no cabe
pensar que sobre las cabilas situadas en cualquiera de los dos sectores se
ejerce «política» en un sentido determinado.
—La correspondencia interior, ¿en qué idioma se lleva?
478
—Cada oficial en el suyo. Vea usted estos partes. Unos están en fran-
cés, otros en español, según el oficial que los firma.
—¿Se prestan otros servicios de índole especial?
—No, salvo algunos imprevistos. No hace muchos días un soldado
nuestro vio a un chico que se estaba ahogando. Se tiró al agua y lo salvó.
Se le ha propuesto para una gratificación. Otro ha descubierto varias pis-
tolas y municiones que ocultaban indígenas de la Zona. También se le ha
recompensado.
—Los «mejaznis» o soldados especiales del Mendub, cada día más
numerosos, por cierto, ¿no ejercen también determinadas funciones de
vigilancia cerca de las cabilas de nuestra Zona?
Hay una ligera pausa. El comandante busca afanoso unos papeles en
su mesa. Después, cuando creemos que nos va a enseñar algo, se vuelve
hacia nosotros y nos dice amablemente:
—Si quieren ustedes ver el cuartel, los acompañaré con mucho gusto.
Sí, pero no
Salimos del despacho. Recorremos varias dependencias. Pasamos ante
la mezquita del cuartel. Visitamos las antiguas cuadras del Tábor francés,
hoy completamente reformadas.
—¿Nos permite usted unas fotografías, comandante?
—Como ustedes quieran.
—Si quisiera llamar a los oficiales que hubiera aquí. Desearíamos hacer
un grupo.
—Sí, sí. Teniente Galán, ¿quiere usted hacer el favor de llamarlos?
Vienen Parladé, Nicolini, Jacquier. Este último habla el español
correctísimamente, aunque con un ligero acento hispanoamericano, un
poco dulzón. Es hijo de chilena y francés.
Se forma el grupo. El teniente Nicolini, francés, permanece apartado.
Me acerco a él.
—¿No se retrata usted?
—En Francia los gendarmes no se retratan jamás.
—Pero no estamos en Francia, ni ésta es una gendarmería francesa.
—Póngase aquí, Nicolini —dice el comandante, que no ha oído nuestro
breve diálogo.
—A la orden mi comandante. ¿No le parece que sería más completo el
grupo si estuviese también el capitán?
479
—Claro que sí. Pero el capitán está con licencia.
—Venga aquí, a mi lado —le dice Galán, que pertenece a la Guardia
Civil española.
—Encantado, mon vieux, pero tengo que irme —replica Nicolini.
Y luego, volviéndose al comandante y cuadrándose, muy respetuoso,
agrega:
—A la orden, mi comandante. Si me lo permite, tengo que ir urgente-
mente al pueblo.
—Sí, sí —responde el comandante, que se ha dado cuenta de la
resistencia del oficial—. Puede retirarse. Esto es completamente volunta-
rio. No es un acto de servicio. Y usted, Jacquier, ¿se retrata?
—Encantado, mi comandante, ¿cómo no?
Y viene hacia nosotros, afectuoso y jovial. El fotógrafo tira unas placas.
Nos despedimos. Regresamos a la ciudad, cuyo panorama blanco, lumi-
noso, se extiende a lo lejos. En un rincón del automóvil, replegado en sí
mismo, Pérez medita, con los brazos cruzados sobre el pecho. Yo lo ob-
servo y sonrío.
¡ Pobre Pérez! Marruecos, Tánger, empieza a confundirlo a la par que
despierta su interés.
480
CÓMO SE ESCAMOTEÓ A ESPAÑA LA VIGILANCIA
EN EL EXTRARRADIO DE TÁNGER
Policías y gendarmes
—Hoy va usted a conocer la organización de la Policía.
—¿Es muy numerosa?
—Le diré a usted. Con la Policía ha ocurrido algo muy «original». Em-
pezó con unos treinta hombres. Y, al revés de la Gendarmería, ha ido au-
mentando, aumentando, hasta llegar a los ciento y pico que tiene en la
actualidad. Antes del Estatuto no existía en Tánger una Policía propia-
mente dicha. Aparte los gendarmes consulares, las verdaderas funciones
policiacas, de orden general, en el perímetro urbano, las llenaba el tábor
mandado por oficiales españoles. En el extrarradio actuaba el mandado
por oficiales franceses. Al crearse la Gendarmería, fusionando los dos tá-
bores, el ánimo de los confeccionadores con Convenio fue, en realidad, el
de encomendar la seguridad de Tánger a esta fuerza, a la que debía ayu-
dar, subsidiariamente y en ciertos aspectos de índole determinada, la Poli-
cía local. A España, más que a nadie, por razones de la proximidad de su
Zona, interesaba la seguridad de Tánger. Por ello, en el último Convenio
de París, no sin antes tener que librar una verdadera batalla diplomática,
obtuvo que la jefatura de estas fuerzas se diese a un comandante español,
en sustitución del capitán belga que se había acortado en el primitivo Es-
tatuto. Francia, por su parte, obtuvo también que el capitán adjunto de la
Gendarmería fuera francés.
—Después, en la pr{ctica<
—En la pr{ctica< Se alegó que la Gendarmería, cuyos contingentes se
habían reducido ya a doscientos cincuenta hombres, era una carga dema-
siado pesada para el presupuesto de la Zona tangerina. Y tuvo España, a
medias con Francia, que abonar el déficit que ello ocasionaba. Mientras la
Gendarmería sufría esas restricciones, la Policía local se iba ensanchando y
ensanchando en todos los aspectos, con lo que se reducían cada vez más
las funciones de los gendarmes. Éstos fueron relegados al extrarradio.
¡ Allí estaba su verdadera misión, se decía! Eran hombres aguerridos, dis-
ciplinados< A la ciudad ya vendrían< para rendir honores al Mendub,
cuando éste fuese a la mezquita los viernes.
—Comprendido: la Policía, bajo la jefatura de un francés, sustituía ple-
namente, en el interior de la ciudad, al antiguo tábor español.
481
—Pero es que en el extrarradio también se limitaron las funciones de la
Gendarmería. El Mendub necesitaba ejercer vigilancia cerca de sus súbditos
en las cabilas de la zona internacional. Y se rodeó de un verdadero ejército
de «mejaznis» armados, que entran y salen en esas cabilas, y dictan las
órdenes del Mendub, sin tener para nada en cuenta lo que la Gendarmería
haga o deje de hacer, olvidando en absoluto la existencia de la Gendarme-
ría.
La policía y su jefe
Estamos en el despacho de Monsieur Palazat, el comisario Jefe de la
Policía tangerina.
—La recluta —empieza diciendo el señor Palazat— se hizo atropellada-
mente. Aprovechamos todos los agentes de los Consulados, quienes, por
lo menos, tenían ya una cierta preparación. Pero eran pocos. Vinieron de
todos los oficios: albañiles, zapateros, barberos< ¡ Una mezcolanza
enorme! Y ninguno tenía la menor noción del cargo que iba a desempeñar.
Se les uniformó y ¡ a la calle! Aquella mañana yo me levanté muy tem-
prano para ver el efecto que hacían las parejas por las calles.
—Parejas de tres. Me acuerdo.
—Cierto. También recuerdo yo la caricatura que usted mismo publicó
en su periódico entonces. Dada la diversidad de colonias, temía yo que si
iban sólo dos agentes europeos no tendrían la autoridad suficiente. Se or-
ganizó el servicio a base de un agente francés, otro español y otro moro.
¡ Y a la calle los tres! Porque si surgía una cuestión entre franceses, pen-
saba yo que acaso no respetasen al agente español. Si los que disputaban
eran españoles, tampoco respetarían al francés. Y si eran moros, ni lo uno
ni lo otro. De aquí la necesidad de aquellas «parejas de tres», que actuaron
muy poco tiempo.
—Los comienzos debieron de ser duros para usted.
—¡ No puede usted tener una idea! A más, existía la complicación ita-
liana. Los italianos no habían reconocido el Estatuto. Y como parte de la
colonia de este país eran entonces< bastante inquieta< los incidentes
menudeaban. Surgía una riña cualquiera. Se acercaban mis agentes. Uno
de los contrincantes era italiano, el otro norteamericano. Ninguno quería
reconocer la autoridad de los policías. Era preciso apelar a los Consulados
respectivos. ¡ Un verdadero caos! Yo no sabía qué hacer. La Prensa censu-
raba. El Administrador exigía. El público ofrecía una resistencia pasiva
482
ante la falta de universalidad de la acción policiaca. ¡ Aún lo recuerdo
como una pesadilla! Por fortuna, todo aquello pasó, y hoy día prestamos
nuestro servicio sin ningún contratiempo de importancia.
—¿Cuántos funcionarios tiene usted a sus órdenes?
—En total, ciento quince.
—¿Qué cuesta todo ello?
—Unos ciento cuarenta mil francos mensuales.
—¿Tienen ustedes servicio antropométrico?
—Y un archivo completísimo. Venga usted a verlo. Vea estos casilleros.
En un momento podemos tener la ficha completa de cualquier perseguido
por un delito de importancia. Después, tenemos fichas de delitos de me-
nor categoría. Aquí están registrados también los indígenas. Este archivo
lo hemos hecho en estos años.
483
—El puesto que ocupa ahora el inspector italiano, ¿no estaba desempe-
ñado por un español?
—Sí, el capitán Romero, que ahora es el segundo jefe.
—Pero es que ese cargo de segundo jefe también era una vacante espa-
ñola, por consiguiente< Y ¿cu{ntos inspectores hay?
—Tres. Uno francés, otro español y otro italiano.
—¿No recuerda usted sus sueldos?
—No. Así, de memoria, sabe usted<
—¿No puede decirme tampoco cuál de los tres cobra más y cuál me-
nos?
—Temo equivocarme. Pero creo que el mayor sueldo corresponde al
francés, y el menor al español.
—Los servicios que prestan son idénticos, ¿no?
—Sí, pero depende también de<
—Lo sé, lo sé, señor Palazat. Muchas gracias.
¡ Cosas de Pérez!
Salimos de la comisaría y descendemos por el paseo Cenarro hacia el
Zoco Grande. Pérez va mi lado, meditabundo. Ya no es el Pérez despreo-
cupado y campechano de los primeros días. En su fuero interno se va ope-
rando una evidente transformación, de la que ni él mismo, acaso, se da
cuenta. En vano se debate y pugna contra este cambio. Los viajes diéronle
una gran amplitud de criterio que, unida a su innata hidalguía de español
de pura cepa, le hacían considerar como prejuicios ciertas apreciaciones.
En su liberalismo de hombre a la moderna y un tanto cosmopolita, sentía
compasión por aquellos de sus compatriotas que aún estaban aferrados a
los viejos y manidos tópicos: ¡ Bah, patrioterías!
—Yo obligaría a todos los españoles a vivir unas semanas en Tánger.
«¡ Bah! —he pensado yo—. ¡ Cosas de Pérez!
484
EL PATRIMONIO ESPIRITUAL DE ESPAÑA
Viejos defectos
—Pero ¿hemos sabido aprovechar esa situación?
—El defecto es ya viejo en nosotros. Es un defecto genuinamente espa-
ñol el de no aprovechar todas esas dispersas manifestaciones de españo-
lismo de que se halla salpicado el mundo, casi de extremo a extremo. Di-
ríase que tenemos a gala esa especie de «prodigalidad negativa» de nues-
tro espíritu. Los demás, acaso por no encontrarlas tan a menudo, se adue-
ñan avaramente de ellas y estimulan con todo celo cualquier manifesta-
ción de sentimiento patrio que hallen no importa dónde.
485
El espíritu español en todo
—En efecto<
—Hay aquí un Casino que no sólo no es español, pero que ni siquiera
tiene la menor relación directa con los elementos oficiales de nuestra colo-
nia. Forman esa sociedad, además de la generalidad de los hebreos de
Tánger, otras muchísimas personas de muy diversas regiones y nacionali-
dades. Pues bien: los estatutos de esa sociedad están redactados en espa-
ñol. Los avisos de convocatorias, las actas de las reuniones, los recibos de
cuota, hasta las mismas acciones del capital vario con que se constituyó la
sociedad y, en suma, toda la correspondencia oficial del Casino, sin olvi-
dar el membrete del papel de cartas usado por los socios, absolutamente
todo, está redactado en español, sin que para ello haya sido necesaria la
menor indicación por nuestra parte.
Los sefardíes
—Así es, en efecto. Ello tiene su explicación. Hace veinticinco años ha-
bía en Tánger muy pocos europeos, y los pocos que había eran españoles
en su mayoría. Sobre esto, tenga usted en cuenta que los fundadores eran
hebreos y hebreos sefardíes, que en la intimidad, en todos los actos de su
vida privada, no usan otro idioma que el español, aunque conozcan otros
varios. Hoy, las circunstancias han variado. Tenemos socios de diversas
nacionalidades. Aquí se han dado conferencias en todos los idiomas.
—Pero la documentación del Casino, los recibos, los estatutos<
—No, eso sigue todo en español. No hay razón alguna para que se va-
ríe, siquiera sea por respeto a nosotros mismos.
486
El Magreb, Sociedad que merece simpatías
Al regresar de nuevo al Zoco Chico, mi amigo Pérez se fija en el rótulo
que hay en un balcón. Está escrito en árabe y debajo, en español, dice así:
«Mogreb F.C., Sociedad Deportiva». Hasta hace muy poco tiempo, el ró-
tulo estaba escrito solamente en español.
—Ahí tiene usted —le hago observar a Pérez— otra prueba de nuestra
irradiación. Es una sociedad que, sin ser española, merece toda nuestra
simpatía.
—Querría conocerla.
—Buscaremos antes a Mitui.
—¿Quién es Mitui?
—Hamed Mitui es el portero del equipo del Mogreb. Un mozallón que
mide cerca de los dos metros y con un entusiasmo deportivo tan grande
como su estatura. Él y Megaro, otro jugador de este equipo, valen en sim-
patía tanto como pesan.
487
—Verá usted —explica Mitui—: unos cuantos jugábamos en el Mar-
chán todas las tardes. No sabíamos bien, pero hacíamos lo que habíamos
visto. Una tarde paso por allí don Ricardo Sanz< ¿Usted nada conociste a
don Ricardo Sanz?
—Sí, sí: el hermano del actual vicepresidente español de la Asamblea
Legislativa.
—El mismo< Bueno, pues nos vio jugar una tarde. Nos corrigió algu-
nas cosas de las que hacíamos y nos dijo que debíamos formar un equipo.
Y lo formamos bajo su dirección. Compramos camisetas y pantalones. Te-
níamos amigos que se hicieron socios. Hoy día son ya más de doscientos,
y hay veinte directivos<
El Mogreb en España
—¿Han jugado ustedes en España?
—Sí, señor: en Cádiz, en Málaga, en Murcia, en Valencia. También he-
mos jugado en todo Marruecos y hemos vencido al equipo campeón de
Marruecos francés por un tanto a cero.
Todos quieren hablar a un tiempo. Todos se muestran igualmente
orgullosos de su equipo y de sus victorias.
—Hemos ganado —dice otro— la copa Internacional y muchas copas.
488
489
CONTRIBUIR, SÍ; PARTICIPAR, NO
490
—Es muy sencillo. Es usted propietario de una casa que ha sido eva-
luada en una cantidad superior a la de otros años. Acude usted a la Ofi-
cina. ¿Qué le han puesto a usted? ¿50 000 pesetas? Se borra con una goma
y se ponen 30 000. El ocho por ciento de 50 000 son 4000. El de 30 000, sólo
2400. Diferencia en su favor, 1600. Con eso se ha evitado usted la molestia
de tener que acudir ante la Comisión especial de reclamaciones, discutir y,
a la postre, que no le hagan a usted caso y tener que pagar mucho más.
—Pero ¿ocurre esto?
—No, no ocurre porque, como le digo, el jefe es persona de gran
solvencia moral.
—Y, siendo de tanta cuantía los intereses españoles en Tánger, ¿cómo
no se ha pedido el nombramiento de un interventor o de un adjunto espa-
ñol?
—No lo sé. El hecho es que no existe. Como tampoco lo hay en la
Comisión encargada de hacer el censo.
—Y ¿ocurren incidentes?
—Oiga usted uno reciente. Don Prudencia Fernández, industrial espa-
ñol, recibe un boletín de esas oficinas advirtiéndole que debe pagar
anualmente la cantidad de 352,20 francos. El señor Fernández paga y re-
coge el recibo correspondiente. Después de haber pagado, y cuando ya se
hallaba fuera del plazo de cuarenta y cinco días que se concede para re-
clamar, el señor Fernández recibe otro aviso diciéndole que la Administra-
ción ha apelado contra la evaluación de su finca. Que es mucho más lo que
ha de pagar.
—Pero la Administración ¿no había fijado ya la cuantía del impuesto?
—Así es.
—Pues, jurídicamente, a nadie le está permitido ir contra sus propios
actos.
—No lo dudo, pero el señor Fernández ha tenido que pagar lo que se
exigía, porque de otro modo le habrían embargado la finca.
491
—En agosto de 1926 dije yo que con tal sistema de gobierno jamás se
alcanzaría el desenvolvimiento natural de Tánger. Y hasta hube de señalar
también cuál sería la malla suelta por donde había de escapar toda la
trama: el haber arrancado a Tánger de su natural y lógica dependencia
económica y política con la Zona Española.
—El defecto no creo yo que esté en las personas encargadas de la
aplicación del régimen. Tampoco está en las circunstancias de ambiente y
de lugar, con ser tan especiales. A mi juicio, el defecto emana del régimen
mismo, de su propia naturaleza artificial, que le impide ser viable. Y co-
mercialmente<
—Comercialmente< Rotos los lazos de la voluntaria dependencia que
nos ligaban a la Zona Española, el comercio tangerino ha quedado, si no
paralizado por completo, a lo menos reducido al paupérrimo menester de
cubrir las necesidades locales. Al quedar restringido el tránsito de mercan-
cías, piedra angular del comercio tangerino, en virtud del artículo 20 del
Estatuto, la curva del porcentaje de importación marcó un descenso ate-
rrador. Y este descenso llegó, por lo que al movimiento marítimo de
nuestro puerto se refiere, a límites extremos, agravados por las imposicio-
nes de una Sociedad nacida con el nuevo régimen sin otra finalidad, al
parecer, que la de sostener en París un Consejo de Administración cuyos
pingües sueldos han de pagar el comercio y el pueblo de Tánger, sin reci-
bir a cambio el menor beneficio.
—Yo creo —termina diciendo Pérez— que para salvar a Tánger no hay
ya otro camino que el ser incorporado a la Zona Española, no tanto por ser
española como por ser vecina, es decir parte natural de ella. Tánger no
tiene la suficiente potencialidad económica para subsistir sin esta depen-
dencia.
492
Estatutadas
493
FALTA DE HABILIDAD
494
podrán torcer el ánimo de los judíos hacia orientaciones conducentes al
campo de la política reñida con sus miras de solidaridad.
Y he aquí que lo que no hicieron jamás las Legaciones, por conocer de
sobra la inutilidad del esfuerzo y la inoportunidad de la injerencia, trata
de imponerlo el interventor del Mendub, insistiendo en sus amenazas
para los reacios y ratificando sus promesas para cuantos se plieguen a la
voluntad del Majzén. El Gobierno francés, que representa a un país donde
existe la libertad de pensamiento, a una nación que tantas veces ha dado
su sangre en defensa de esa libertad, no puede sancionar una conducta
semejante. Mucho menos tolerará que en los momentos en que acaso le
conviniera demostrar las excelencias del Estatuto tangerino para hacer
evidente que con él no existe situación privilegiada de unos con detri-
mento de los restantes, uno de sus funcionarios, llevado de una obsesión
colonista, y distraído del interés de su país, ponga al descubierto, impru-
dente y torpemente, una disimulada trama, de modo que todos venas
cómo puede usufructuarse la autoridad del Majzén para inclinar la ba-
lanza no del lado de peso mayor, sino de la mayor conveniencia política.
Todo esto, hecho en los momentos en que hay pendiente una negocia-
ción diplomática, podrá demostrar cómo España tiene razón para solicitar
un cambio radical en el régimen tangerino, pues este estado de cosas en-
vuelve una deslealtad y una incorrección que el Gobierno francés ni puede
haber inspirado ni mucho menos sancionar.
(El Sol de Madrid, marzo de 1927.)
495
LA NEUTRALIDAD DE TÁNGER
Y LOS BOMBARDINOS MILITARES
496
nuestra neutralidad. Para el señor Alberge, un bombardino y hasta un cla-
rinete en manos de un músico militar entrañaban un riesgo hasta entonces
insospechado. Por ello se opuso a que en determinadas fiestas que la colo-
nia española celebraba aquí todos los años figurase la banda militar que
venía de la Zona vecina. Poco después de sentada esta peregrina teoría
llegó a Tánger un buque de guerra italiano. Quiso el comandante del bu-
que distraer a los tangerinos ofreciéndoles un concierto en el Zoco Chico a
cargo de la banda de a bordo; pero el señor Alberge volvió a ver en peligro
la neutralidad de Tánger, y se suspendió el concierto. Callaron entonces
los italianos; pero ahora —viendo que el sustituto de Alberge, más con-
fiado, no parecía inquietarse por bombardino más o menos— han recor-
dado el precedente, pidiendo igualdad de trato.
Como el lector puede juzgar de tales antecedentes, la actitud del Minis-
tro italiano se halla justificada en cierto modo. Pero es el caso que en esta
ocasión —como en todas, por supuesto— el pueblo ha sufrido las conse-
cuencias de estos escarceos diplomáticos, que en Tánger son una enferme-
dad incurable. Tan incurable, que, aún sin música, ya tenemos en danza a
los padres de familia. También ellos quisieron sentar un precedente: desde
hace unas semanas anda por esas calles de Al–lah un morito, vendedor de
dulces, que si hasta ahora era un pobre hombre que había apelado a su
ingenio para que la chiquillería se disputase sus golosinas, de ahora en
adelante será tenido como un elemento peligroso. Juzguen los lectores por
el pregón qué pintoresco español sirve el morito para congregar a su alre-
dedor a toda la chiquillería de las calles por donde pasa:
Ninio xiquito, anda to casa, yora to mama, rompi to babi, rompi bestedo; pedi
una xica, ven aquí a me, comprami el dolse dalmendra... ¡ Al alahuat!
Con todo lo cual quiere decir en romance: «Niño chiquito, anda a tu
casa, llórale a tu madre, rómpele el babi, rómpele el vestido, pide una pe-
rra chica y cómprame el dulce de almendras. ¡ Al dulce!».
Y si hay quien cree que la neutralidad de Tánger puede estar en peligro
porque unos bombardinos militares suenen alegremente en las calles, con
el mismo derecho los padres de familia se unen ahora para que la Admi-
nistración tangerina impide ese pregón, que es un verdadero atentado a la
tranquilidad de sus hogares.
(El Sol de Madrid, junio de 1930.)
497
LA NACIONALIDAD DEL NUEVO ADMINISTRADOR DE TÁNGER
En los primeros meses del año próximo terminará la vida estatutaria del
Administrador francés de Tánger. Es de esperar que España estudie con
tiempo cuál debe ser su actuación en el periodo electoral que se avecina.
No hablemos de lucha. Por lo menos de lucha enconada, porque ni es ne-
cesaria —dadas nuestras cordiales relaciones de amistad con todos— ni
sería oportuna en las circunstancias actuales. España perdió, quizá para
siempre, las diversas ocasiones en que pudo y debió hacer valer sus dere-
chos sobre Tánger. Acaso habría podido entonces discutirse una acción
demasiado enérgica; pero nadie habría puesto en duda la razón del hecho
consumado. La falta de unidad en el plan, la carencia —mejor dicho— de
todo plan (la fatal inconsciencia emanada de la inestabilidad de nuestros
Gobiernos anteriores, horros de toda orientación), dieron al traste con esas
oportunidades y dejaron la puerta abierta para los primeros tanteos de la
internacionalización. Tanteos que culminaron en el Estatuto actual, cuya
vigencia llegará a los seis años en los primeros meses del año próximo.
Pero, no obstante aquella desorientación de nuestros anteriores Gobier-
nos, pese a las vacilaciones de nuestras actividades en materia de política
exterior —camino por el que hemos marchado casi siempre a remolque—,
era tal la fuerza de nuestros intereses morales y materiales en Tánger, tan
avasallador el empuje espiritual de nuestra colonia, que España y lo espa-
ñol tenían aquí un valor incontestable. Un valor que en vano pugnaron
por contrarrestar las demás potencias en la lucha entablada para ver quién
imponía su hegemonía. El peso de España en la balanza local era decisivo
en todas las cuestiones. Había que rendirse ante tal imperativo. Quien co-
noció aquella situación nuestra de entonces y examine con frialdad la de
hoy, se sorprenderá de fijo ante la mudanza enorme. Al halago y a la
amistad española, buscada entonces como indispensable, ha sustituido, si
no el desdén, porque no hay lugar ni ocasión para ello, sí la indiferencia,
incluso por parte de aquéllos que ni remotamente soñaban entonces con el
sitio que hoy ocupan en la esfera política del Convenio estatutario.
Seis años se cumplirán en breve de la gestión del Administrador fran-
cés. El tiempo no ha transcurrido en balde. Las huellas de tal gestión en
ese periodo están bien patentes. No censuramos. Sin esfuerzo alguno por
nuestra parte, admitimos la imparcialidad de esa gestión. Y la admitimos
aun en el caso de que haya podido resultar —como ha resultado— benefi-
498
ciosa para Francia. Estudiamos fríamente la situación y fuerza es que sub-
rayemos los hechos. Y en particular aquéllos que han contribuido a mer-
mar aquí nuestra autoridad y nuestra fuerza moral.
Para que el lector juzgue por sí mismo, veamos lo ocurrido con la plantilla
de funcionarios de la Administración tangerina. Seis años han bastado
para que todos los jefes de servicio sean franceses. No hay más que una
excepción: el ingeniero jefe de Obras Municipales, que, según el Estatuto,
tiene que ser español. Como es lógico suponer, son, generalmente, de la
misma nacionalidad que su jefe los adjuntos respectivos; natural es tam-
bién que las mecanógrafas de esos jefes sean francesas, como por fuerza
han de serlo asimismo las de los adjuntos. Son las consabidas cerezas. Es la
cadena fatal y lógicamente inevitable. Véase cómo lo español va perdiendo
así terreno. Y con lo español el idioma en todos sus trámites y documentos
oficiales, porque hasta cuando éstos se dan en español, resulta un español
no siempre bien traducido. El idioma también, primero, porque no es ló-
gico esperar que lo mantengan quienes poseen otro que les es propio; des-
pués, porque los funcionarios subalternos españoles, ¿qué han de hacer
sino escribir y aun hablar el idioma de sus propios jefes? Los unos, por el
temor natural de crearse dificultades 216; los otros, por pobreza espiritual,
que los inclina a la lisonja< Examinada así la situación en este aspecto,
vulgarísimo si se quiere, pero de innegable fuerza expresiva, ¿se com-
prende lo que significan esos seis años? Y todo ello sin violencias, sin lle-
gar nunca al choque material; de un modo suave, naturalísimo. Porque es
el caso de la locomotora: si colocada delante, arrastra; si detrás, empuja. El
tren siempre marcha. Y ¡ ay del que ante él se detenga! Pero para que el
tren marche es necesario que se le tienda la vía. He aquí lo interesante. He
aquí lo que España ha descuidado siempre en Tánger: los raíles, la pauta;
cualquiera, pero una. Y, apurando el símil, claro es que sin los raíles con-
ductores el tren y cuanto en él podríamos transportar quedará detenido,
aunque nuestros vagones sean los mejores, los más sólidos, y nuestra lo-
comotora la de mayor pujanza.
216El funcionario sólo era contratado por dos años. Pasado ese tiempo, la Administración
podía prorrogar o anular el contrato. Ahora, el nuevo reglamento de funcionarios los
estabiliza. Por cierto que la aprobación de este reglamento fue un señalado triunfo de la
Delegación española en la Asamblea, contra una enconada obstrucción. Nota del autor.
499
No queremos decir con lo expuesto que el hecho de ser francés el
Administrador de Tánger supongo para España una enemiga. Ya hemos
visto cómo sin serlo, sin proponérselo siquiera, por lógica concatenación
de circunstancias, la influencia española mengua. Nuestra fuerza espiri-
tual se debilita, en tanto que las restantes ganan terreno. Y es natural que
así sea: nosotros abarcábamos muchas facetas de la vida local. Teníamos,
pues, mucho que perder. El radio de acción de los demás era tan reducido
que el menor retroceso de nuestra parte ha servido para ensanchar aquél.
De donde resulta que en las circunstancias actuales de aplicación del Es-
tatuto, y pese a su apariencia de internacionalización igualitaria, quien
únicamente ha perdido ha sido España. Francia tiene a su Administrador
desde hace seis años. Inglaterra< es la madre de los ingleses, m{s madre
cuanto más lejos de la patria están sus hijos. Con Estatuto o sin él, los in-
gleses de Tánger siguen siendo tan ingleses como si vivieran en Londres.
Esto podrá parecer una perogrullada, pero no lo es en el fondo, y no hace
falta insistir sobre ella. Cuanto a los italianos, en la plantilla de funciona-
rios subalternos, en el Tribunal Mixto, en la Asamblea, en el alto personal
de la Administración, en todas partes se hallan representados sus tres-
cientos súbditos casi en la misma proporción que nuestros diez mil com-
patriotas. Y el «casi» no es en nuestro favor tampoco, porque en relación a
la cuantía de una y otra colonia la proporción italiana dentro del Estatuto
es mayor que la nuestra.
Acaso podrá objetarse que el Administrador es sólo el poder ejecutivo.
El poder legislador radica en la Asamblea, de la que aquél es mandatario.
Cierto. Pero conviene recordar que el Estatuto autoriza a este administra-
dor para oponerse a que en el orden del día de las sesiones de la Asamblea
figure cualquier proyecto que él estime improcedente. Los cuatro Vicepre-
sidentes de la Asamblea no pueden nada contra ese derecho. A lo sumo,
les queda el recurso de apelar al Comité de Control. Pero ya se sabe que en
este organismo pesan mucho las cuestiones políticas, la política de cada
uno de sus miembros, se entiende. Como se ve, toda la fuerza del orga-
nismo legislador queda casi anulada por esa sola atribución conferida al
poder ejecutivo. De donde se infiere que el cargo de Administrador no es
tan secundario como para que España se desinterese en las próximas elec-
ciones.
Se creyó en principio que al terminar el periodo de seis años del Admi-
nistrador francés le sustituiría automáticamente uno de nacionalidad es-
500
pañola. Ello habría sido lo natural y lo justo, habida cuenta de la prepon-
derancia de España en Tánger. Las aclaraciones fueron un desengaño
cruel para los españoles, que no habían tenido la paciencia de leer ínte-
gramente el Estatuto. Como perdido en el fárrago de sus artículos, existe
uno, en efecto, por el que se dispone que el nuevo administrador —pasado
el primer periodo de seis años del administrador francés— será elegido
libremente por la Asamblea Legislativa de entre una de las potencias sig-
natarias del Acta de Algeciras. Es decir que en realidad nada se opone a
que pueda ser español, pero tampoco está excluida la posibilidad de que
sea reelegido el francés. Sin contar con que en la discusión pueda surgir
un inglés, como sucedió con la jefatura de la Policía Local.
El internacionalismo es base esencial de la existencia del régimen
estatutario. La repetida hegemonía de una potencia determinada sería el
golpe más funesto que podría asestarse al carácter internacional de nues-
tro régimen. Dentro de seis años termina el periodo de vida lega del Con-
venio de París. La actitud de España en las conversaciones que con tal
motivo se inicien puede ser decisiva, máxime si no halle en este último
periodo la compensación que merece por su innegable sacrificio. Le bas-
tará con exponer cuál era la situación en Tánger antes de implantarse el
Estatuto y cuál es la actual, para demostrar la imposibilidad de aceptar la
continuidad de un régimen que le es adverso.
(El Sol de Madrid, 4 de septiembre de 1930.)
501
Sexta parte
Dos etapas marroquíes
502
El viaje de Millerand
503
DE TÁNGER A CASABLANCA
A esperar a Millerand
La vida de relación entre los pueblos es un deber tan ineludible y
necesario como entre los hombres. Este deber se hace inexcusable con la
proximidad, cuando se trata de dos pueblos vecinos que tienen intereses
análogos que defender y que velar. Saber que en la casa inmediata a la
nuestra ocurre un hecho extraordinario; tener ocasión de aprender algo
nuevo de lo bueno que veamos y no asomarnos, siquiera sea unos mo-
mentos, guiados por una noble y legítima curiosidad, más que de discre-
ción puede ser calificado de ñoñería o, mejor aún, de suicida indiferencia.
Que una cosa es el insano fisgonea y otra muy distinta la curiosidad ele-
vada y noble que engendra el deseo de conocer lo que no se sabe y puede
sernos de alguna utilidad. Si España hubiera cultivado con más ahínco esa
vida de relación, si no hubiese vivido durante muchos años indiferente y
ajena hacia todo lo que sucedía fuera de sus fronteras, acaso no tendría a
estas horas que luchar contra determinadas dificultades con que hoy tro-
pieza.
La visita del señor Millerand a la zona de Protectorado francés en Ma-
rruecos tiene, a uno dudarlo, una gran importancia en los momentos ac-
tuales. Marruecos es, a la sazón, de todos los problemas mundiales plan-
teados, el de mayor interés y el de más honda preocupación para España.
Que no en balde hemos puesto aquí nuestras mayores esperanzas y no en
vano estamos regando el suelo marroquí con nuestro dinero y con la san-
gre cálida y generosa de nuestra juventud. Nos va en ello, más que el pru-
rito de significarnos como potencia acreditada y culta, nuestra propia dig-
nidad nacional, y aún dijéramos mejor: la propia vida.
Comprendiéndolo así, La Vanguardia no podía permanecer indiferente
a este viaje del presidente de la República Francesa a Marruecos. Y a este
fin ha honrado con su representación a quien esto escribe, para que in-
forme a los lectores de todos los pormenores relaciones con esa visita. En
la tarea pondremos toda nuestra buena voluntad y nuestra humilde inteli-
gencia, además de la experiencia que nos han dado los doce años de
nuestra permanencia en Marruecos.
Rumbo a Casablanca
504
Henos, pues, a bordo del Gibel Zerjon, camino de Casablanca. Embarca-
mos a las ocho de la noche en Tánger y, al decir de los técnicos en la mate-
ria, no presenta el tiempo muy buen cariz. Quiere esto decir que la danza
ha de ser movidita, para desventura de los que no se hallen curados de las
molestias del mareo. Por fortuna, podemos incluirnos en el número de los
que, sin ser lobos de mar, van en un buque como en su propia casa.
En el Gibel Zerjon viajan también por la misma causa los ministros de
Francia, Italia, Bélgica y Portugal acreditados en Tánger. Vienen también a
bordo otras varias personalidades tangerinas de la colonia francesa, por
deber las más; por curiosidad, otras. El número de curiosos no es crecido,
pues la concesión de los oportunos pasaportes fue restringida con gran
severidad. Por lo que a nosotros se refiere, hemos de confesar que, hasta
ahora, no se nos ha puesto el más ligero inconveniente. Y cuenta que, se-
gún tenemos entendido, ha sido el propio mariscal Lyautey quien ha he-
cho la selección, no ya de periodistas franceses que desde la metrópoli han
de acompañar al señor Millerand en este viaje, sino también de los perió-
dicos que han de estar representados.
Quien esto escribe será el único periodista español que presenciará la
visita presidencial. Quiera, pues, Al–lah que no hallemos ninguna dificul-
tad invencible en nuestro camino.
505
no respeta a nadie: es inconvencible por la persuasión y, además, muy
irreverente.
La mañana en el Atlántico
Reanudamos estas impresiones a las siete de la mañana. El viaje ha
sido menos molesto de lo que nos suponíamos, a juzgar por los augurios.
A las ocho y media divisamos, allá a lo lejos, agrupaciones de casitas blan-
cas. Es Fedala. Unas horas después aparecen esfumadas y empenachadas
de humo las siluetas de los buques de la escuadra francesa. Poco a poco
van destacándose en el fondo los puntitos albos de las edificaciones de
Casablanca. Nuestro viaje marítimo toca a su fin. A las diez cruzamos por
entre los buques de la escuadra francesa, fondeados fuera de la bahía.
Hemos llegado.
506
—Parece que hay contraorden —dice un pasajero—. Al fin
desembarcaremos, tal vez.
Sube el capitán al buque. Una señora lo recibe con grandes muestras de
alegría. Ambos se besan. Y cuando se preparan a saltar a la canoa para
marchar al muelle, alguien le dice en inglés al capitán del Zerjon, hacién-
dole una seña significativa:
—¡ Capitán! ¡ O todos o ninguno!
Igualdad, sí, pero cruel egoísmo, al cabo, que nada resuelve ni a nadie
aprovecha. La señora tiene que renunciar, con harta pesadumbre, y para
consolarse baja al comedor con su amigo el militar, olvidando el contra-
tiempo ante un par de huevos fritos con jamón.
—¡ Si esto ocurriera en España! —me ha dicho maliciosamente uno de
los camareros.
No le contesto. En la libre América he presenciado casos en los que la
protesta se hallaba más justificada que hoy. Indudablemente, exageran
estos franceses que hoy se muestran tan indignados. En un día de ajetreo y
de excepcional anormalidad como el de hoy, no tiene nada de particular lo
que nos ocurre.
Cuando me propongo terminar aquí estas impresiones, oigo que un
pasajero exclama muy alborozado:
—Ça y est! La boule est mise!
En efecto, la bola ha aparecido en el semáforo y las lanchas de desem-
barco se acercan al Gibel Zerjou.
Son las doce menos cuarto.
507
culación —un coupe-file 217, dicen los franceses—, sin el cual requisito nos
sería punto menos de imposible recorrer la ciudad, ocupada hoy militar-
mente con motivo de la estancia aquí de Millerand. Las precauciones
adoptadas han sido realmente extraordinarias. En algunos trayectos, el
público queda bloqueado materialmente, sin poder avanzar ni retroceder.
Esto no sólo ha ocurrido en aquellas calles o lugares por donde había de
pasar el Presidente, sino en aquellos otros sitios por donde había pasado
ya. Temiendo a estas molestias, sin duda, el público se ha retraído bas-
tante. He aquí, en cierto modo, explicada la falta de entusiasmo que hemos
observado por parte del elemento europeo. No quiere esto decir que el
recibimiento hecho a Millerand en Casablanca haya sido frío; pero sí ha
carecido de esa conmoción que se exterioriza en el entusiasmo de las mu-
chedumbres. Por lo que se refiere al elemento indígena, no hay que decir
que ha obedecido automáticamente a los resortes de la presión oficial.
Semanas antes de la llegada de Millerand a Casablanca, la Policía tra-
bajó de firme para limpiar la ciudad de gente sospechosa o de mal vivir.
En la redada hecha por la Policía, sólo han sido incluidos diez españoles
de los diez mil que residen en Casablanca. La proporción no puede ser
más insignificante —un uno por mil—, sobre todo si se tiene en cuenta el
contingente que han dado otras colonias menos numerosas que la nuestra.
Ello demuestra, una vez más, que los españoles que aquí llegan —obreros
y jornaleros en su mayor parte— sólo vienen a trabajar honradamente,
cooperando así, con su humilde pero precioso esfuerzo personal, a la obra
colonizadora que aquí se realiza. Y de que ello es así tienen ya los france-
ses una prueba bien evidente en Argelia.
—No hay allí —nos decía un francés, hablando de Argelia— ni un solo
palmo de terreno que no haya sido puesto en valor por los españoles.
Exactamente igual está ocurriendo en Marruecos, principalmente en
Casablanca y Tánger. Los españoles de la Zona Francesa no han llevado a
ella capitales, pero han acudido con su juventud, los unos; su tenacidad,
los otros; su entusiasmo y sus brazos, casi todos, contribuyendo con ese
esfuerzo personal y perseverante, que no pueden rendir los indígenas, al
engrandecimiento y prosperidad del país. Así lo ha reconocido noble-
mente el general Lyautey esta noche, cuando en su discurso en el ban-
quete del Excelsior decía que faltaría a su deber si no rindiese el homenaje
Tarjeta policial cuyo tenedor puede romper las filas de coches, las barreras de agentes o
217
de soldados en un desfile, una ceremonia, etc. Tomado del Wiktionnaire. Nota del copista.
508
debido a las colonias extranjeras, aliadas o neutrales (la española es, de las
últimas, la única importante) por el concurso prestado.
Los españoles, como en América, como en Argelia, como dondequiera
que fueron, siempre han llevado con ellos la energía y la vitalidad de la
raza, adaptándose fácilmente a todos los climas y a todos los ambientes,
sobrellevando con templanza y brío todos los rigores y las penalidades
todas. Y cuando alguno de entre ellos, después de luchar a puñetazos con
la vida, ha logrado destacarse y conquistar una posición desahogada,
siempre tendréis ocasión de saber —si os informáis de cualquiera— que
triunfó por sí mismo, por su propio y único esfuerzo, por su exclusiva
voluntad y sin otra ayuda, ni otro aliento, ni otro empuje que los que halló
por sí mismo, en abierta y terrible lucha contra todos y contra todo. Que
no hay súbdito de nación alguna que se sienta más solo, más abandonado
a su propio esfuerzo, que el español fuera de su patria. Lo que otros consi-
guen fuera de sus países con la ayuda y la protección de sus autoridades
representadas allí, el español ha de lograrlo siempre por sí mismo, como si
España no existiese, sin que en su lucha tenga, como otros, el consuelo de
saberse protegido —siquiera sea moralmente— y alentado por la acción
tutelar de Patria lejana y siempre bien amada.
A través de la ciudad
Nuestros amables acompañantes, el señor Begoña y el doctor Vidal,
van proporcionándonos utilísimos antecedentes y pormenores de los sitios
por donde al automóvil pasa. La ciudad tiene ya un radio de cinco kiló-
metros, dentro del cual se ven cosas admirables y dignas del más sincero y
espontáneo elogio. Ante una evidencia semejante hay que rendirse en ab-
soluto. El esfuerzo hecho en Casablanca ha sido asombroso, titánico. Dijé-
rase que, todos a una, sin la menor excepción, se pusieron de acuerdo para
convertir ésta en un emporio. Lo que Casablanca ha avanzado en menos
de diez años está en la misma proporción que lo hecho en una capital eu-
ropea en quince o veinte años. El impulso inicial muy inmenso, inusitado.
De no haberse aminorado en velocidad, bastarían unos cuantos años más
para que Casablanca no tuviese nada que envidiar ni a Barcelona ni a
Marsella, dentro de la relatividad consiguiente.
Como es de presumir, ante un desenvolvimiento tan rápido y progre-
sivo, el espejuelo de Casablanca fue para todos, chicos y grandes, honra-
dos y aventureros, un incentivo harto poderoso que atrajo a cuando de
509
ello se enteraban. Bancos, sociedades, empresas industriales, comerciantes,
obreros, todos fueron afluyendo a Casablanca, los unos con la esperanza
de duplicar el capital traído; los otros, con la de poder enriquecerse al
arrimo de esos capitales; los más, con la idea de hallar un trabajo más re-
tribuido que en otras partes.
Y ocurrió lo que inevitablemente tenía que suceder ante un desequili-
brio de fuerzas. La resultante de impulso inicial llegó a superar a las nece-
sidades que habían de llenarse con ese impulso. Se llegó más allá, muchí-
simo más allá de lo que las circunstancias exigían. Y eso, unido a la crisis
económica que el mundo sufre después de la gran guerra, repercutió en
Casablanca de un modo extraordinario también. Las energías y las activi-
dades desbordadas en un loco avatar fue preciso encauzarlas de nuevo,
vertebrarlas, ordenarlas, ante la catástrofe que se presagiaba. Sobrevino la
reacción consiguiente y fue necesario detenerse, proporcionar el esfuerzo,
saber a dónde se iba, para qué y por qué. Los que supieron o pudieron
detenerse a tiempo se salvaron. Los demás sucumbieron ruidosamente o
se tambalean hoy, bien porque se habían lanzado a especulaciones que no
podían abandonar o liquidar en un momento dado sin sufrir el grave que-
branto de la quiebra, ya porque no tuvieran la estabilidad necesaria para
mantenerse firmes en la vorágine de los primeros años. Sólo se sostienen
hoy los que fueron prudentes o los que por la solidez de sus negocios o
por la cuantía de la subvención o de la ayuda oficial de que gozan pueden
hacer frente, con mucho tacto y prudencia, a la actual y deplorable situa-
ción económica de Casablanca, según dijo también en el Excelsior el presi-
dente de la Cámara de Comercio. Todo cuando se adelantó de más en esos
diez años se dejará de adelantar en un periodo de tiempo mayor, o por lo
menos igual.
Esto, por lo que se refiere al esfuerzo privado, que el oficial, como no
fue tan intenso, por prudencia o porque así se derivase de su dinamismo
ordinario, no ha tenido ocasión de reprimirse. Así, junto a magníficas edi-
ficaciones particulares, hallamos el hospital militar y el civil instalados aún
en los primeros barracones provisionales, bien que no por ello puede de-
cirse que carezcan de todos los elementos de esa índole. Claro es que
existen edificios oficiales muy en consonancia con los particulares, pero
nos posteriores a éstos, los unos; otros están terminándose; y algunos —los
que faltan— van a empezar a construirse.
510
El automóvil corre a lo largo de amplias calles y avenidas, tiradas a cordel,
dignas de cualquier gran capital, y en las que sólo falta el adoquinado.
Ante estas edificaciones particulares suntuosas, atrevidas, espléndidas,
que vamos admirando, se pierde la noción de que nos hallamos en Ma-
rruecos. Por lo que se refiere a los edificios oficiales que hay terminados,
no ocurre ya lo mismo, pues en todos ellos se advierte el cuidado con se ha
procurado darles cierto color local.
Junto a la vieja y primitiva ciudad de calles estrechas, tortuosas y malo-
lientes, ha surgido, como por arte de taumaturgia, esta obra admirable,
magnífica, no termina aún, y en la que no se sabe qué apreciar más: si el
capital que todo ello supone o el magno y extraordinario esfuerzo reali-
zado.
Como ocurre en todas estas ciudades, al lado de un edificio irreprocha-
ble por su esplendidez y modernidad se ve una casucha que en vano in-
tenta ocultar con retoques sus vergüenzas o modestia, para ponerse a tono
con la regia vecindad. Es una casucha a la que el ensanche de la nueva
ciudad ha sorprendido en aquel sitio. Hace unos años, esa casucha que-
daba en descampado. Hoy se halla en pleno centro. De ahí que aparezca
como avergonzada y un tanto humillada al verse entre aquellos soberbios
vecinos que la anonadan con su esplendidez.
Para este ensanche o, mejor dicho, para este resurgir de la nueva ciu-
dad, los franceses no han respetado nada de lo antiguo. Siempre que ha
hecho falta, se ha derruido una muralla o un caserón, sin pararse ante ño-
ñerías protectoras de suciedad —que viene a ser lo único pintoresco en mu-
chas ciudades de Marruecos—. Teniendo, cual tiene, la Zona Francesa
ciudades como Rabat, Marrákech, Mequínez y Fez, no necesitaban conser-
var nada en Casablanca. Y han hecho perfectamente en tomar de la vieja
ciudad sin el menor escrúpulo cuanto le ha sido necesario para mejorar la
nueva, empezando muy cerca de la otra.
La visita del Presidente ha acelerado ciertos propósitos. En menos de
un mes han ido ensanchando la plaza de Francia, desde la cual se ve hoy
el mar. Los murallones que impedían el ensanche han sido destruidos y se
han construido soportales con tiendecitas, a fin de alojar allí a los vende-
dores indígenas que tenían sus tenderetes infectos en la parte derruida.
511
ciudad, al barrio superior, y pasamos ante el faro construido en el pro-
montorio del Hank, erizado de peñascales en los que el mar, rompiendo
allí dura y continuamente, ha tejido caprichosos salientes.
Entramos en la ciudad vieja, sin que necesitemos abandonar el automó-
vil, a pesar de la angostura de sus calles. Nada hay en ella digno de re-
lieve. Es una de tantas como se ven en Marruecos, aunque de calles más
amplias, y muy entreverada de casas y establecimientos europeos.
Pasamos ante la puerta por donde, desde el muelle —el mar llegaba
entonces allí—, entraron los soldados españoles cuando los sucesos de
1907. Y hacemos el mismo recorrido que hicieron nuestras tropas hasta
llegar al Consulado de España 218. Atravesamos luego una plazoleta inun-
dada de edificios europeos. De entre todos se destaca uno de ellos, por su
altanería y sus pujos de castillo. Se halla todo él lleno de banderas y escu-
dos franceses. Es el antiguo Consulado alemán, hoy convertido en una
dependencia oficial francesa. Durante la guerra se estableció en él una ofi-
cina a la que tenían que venir forzosamente, una o dos veces al mes, los
caídes de la Chauía 219. Francia no desperdició esa ocasión que se le ofrecía
para demostrar su fuerza. Esos mismos caídes, entre los cuales había algu-
nos que ocultaban alguna simpatía por los alemanes, eran los primeros en
ir propalando cómo los franceses se habían adueñado del Consulado ale-
mán. Esto, que para cualquier otro pueblo no habría tenido más que una
importancia circunstancial y efímera, en el marroquí —pueblo primitivo,
al fin— produce efectos de gran trascendencia, que los franceses, con
acertada habilidad, han provocado siempre que tuvieron ocasión.
218 El pequeño contingente español que desembarcó en Casablanca en 1907 (cuando ya los
franceses habían hecho de su capa un sayo y estaban ocupando la zona, que era de in-
fluencia mixta de ambas «potencias») se limitó a proteger el Consulado español. En aque-
llos años, España y, sobre todo, Francia, tras la Conferencia de Algeciras, estaban bus-
cando casos guerreros que les permitiesen ocupar el país, en el cual, para colmo, reinaba
la anarquía. Nota del copista.
219 La provincia limítrofe con Casablanca. Nota del copista.
512
Lugar de la acción: un café-concierto o cantante. Renunciamos a descri-
birlo por determinadas razones que no son del caso, pero advertimos que
se trata de un lugar de los que sí se puede decir que ha visitado uno. Allá,
en el fondo, un escenario minúsculo. Los artistas cantan, bailan< No nos
divertimos gran cosa. De pronto, nuestros ojos, en su recorrido de obser-
vación, han descubierto algo. En un clavo, junto al escenario, vemos col-
gada una esponja de proporciones enormes, una esponja gigante para las
esponjas que estamos acostumbrados a ver de ordinario. Abajo, en la sala,
y precisamente debajo de la esponja, un bombero, de uniforme, con su
casco y su hacha. Detrás del hombre, en un rincón, un cubo de zinc, lleno
de agua. Nos informamos.
¡ Es el servicio de incendios de aquel establecimiento! La Municipali-
dad le envía un bombero, y el dueño del local, a falta de bombas, pone a la
disposición de éste la esponja que hemos visto en un clavo y el cubo de
agua. La forma de funcionar de este singularísimo servicio de incendio
suponemos que la deducirán nuestros lectores. Nosotros nos explicamos
para lo que sirven la esponja y el cubo en un caso de incendio, pero no
hemos acertado a comprender para qué servir{ el bombero< mucho me-
nos de uniforme.
(La Vanguardia de Barcelona, abril de 1922.)
513
LOS FRUTOS DE UN SISTEMA
Y EL SALACOT DE MILLERAND
514
emoliente, es, sin embargo, sencillamente admirable. Hay que rendirse
ante una evidencia tal. Aparte de una buena organización de las oficinas
indígenas, significa temor y respeto —¿por qué no decirlo?—, superiori-
dad y sumisión a un tiempo. Y conociendo lo que es el moro, sabiendo su
manera de ser y sus alcances, a la vez que la interpretación que suele dar a
ciertas imposiciones de la fuerza, nuestra admiración ante una prepara-
ción y una labor semejantes sube de punto, crece y se agiganta, y casi nos
llena a nosotros mismos de respeto.
Los españoles, excesivamente cándidos, nos conformamos siempre con
el ridículo «estar amigos», sin pretender ni exigir nada más. Lo mismo que
el inmortal manchego se daba por satisfecho y creía de buena fe en la pa-
labras de aquellos a quienes exigía que fuesen a rendir acatamiento y
pleitesía a la sin par Dulcinea, así nosotros —quijotes sin gloria y sin un
Cervantes que ponga relieve a nuestras ocultas sublimidades—, nos basta
casi siempre con el «estar amigos», sin que sirvan a escarmentarnos ni la
falacia de anteriores promesas incumplidas ni las continuas traiciones.
Sólo viendo lo que se ha hecho aquí en estos días, observando la
mansedumbre y la ciega obediencia de estos indígenas apostados a lo
largo de un trayecto de más de sesenta kilómetros —nos referimos única-
mente ahora al de Mequínez a Fez—; viéndoles aplaudir sin ganas, pero
aplaudir; aullar con cara de disgusto, pero aullar; saltar y bailas, deseando
que la caravana pase cuanto antes, pero saltar y bailar al fin; fijándose en
los más insignificantes pormenores, puede aquilatarse la magnitud de la
obra realizada en esta zona por los franceses.
Claro es que hasta cierto punto se comprende y explica la relativa
facilidad con que los franceses han logrado pacificar y dominar esta zona.
Aparte de la favorable circunstancia de vivir en ella numerosos caídes de
grande y verdadero prestigio, que arrastraban tras de sí gran número de
adictos —especie de señores feudales de pasados tiempos—, y a los cuales
caídes supo Francia conquistar primero, halagándolos, y domeñar des-
pués, tejiendo a su alrededor una verdadera tela de araña que ha ido
mermando su poderío y su fuerza, en provecho de la nación protectora,
existe también la otra circunstancia, nada pequeña, de la riqueza extraor-
dinaria del suelo. Recorriendo como vamos recorriendo hasta ahora esta
zona; viendo estas extensiones de terreno cultivado y fértil, la esplendidez
jugosa de los campos, con enormes manchas de ganado de todas clases,
toda esta riqueza inigualable que tanto ha servido a Francia durante la
515
gran guerra, viendo todo esto, decimos, se comprende y se explica, en
cierto modo, la relativa facilidad a que aludimos. Aquí, el indígena tiene
algo y aún mucho que perder, algo de un valor innegable, que no puede
llevarse consigo en un éxodo forzado. Y puesto en el trance de elegir entre
la huida —que es la ruina total— o la transigencia, transige, desde luego,
con la esperanza de que no ha de perder lo que es suyo. Añádase a esto el
procedimiento francés de obligar a los indígenas ricos a emplear su dinero
en terrenos y fincas, haciéndoles crear allí intereses de cuantía que los
fuerza, por propia conveniencia, a una mayor sumisión, y se comprenderá
mejor lo que decimos.
Vamos haciéndonos in péctore todas estas consideraciones mientras los
automóviles corren hacia Fez. El día es espléndido, no ya de primavera,
sino de pleno estío. El calor y el polvo nos abruman y enervan. Todos va-
mos silenciosos y abstraídos. Cuando nos hallamos a unos quince kilóme-
tros de Fez, sacude nuestro ensimismamiento un ruido inconfundible del
motor de un aeroplano. En efecto, allí viene, sereno, majestuosos, hen-
diendo el azul cristalino, limpio y alegre del cielo. Cuando está casi en-
cima del coche presidencial, baja planeando, con admirable seguridad,
hasta una altura tal que a simple vista se dibujan con toda claridad sus
tripulantes. Evoluciona unos segundos sobre el automóvil del Presidente y
después corre a lo largo de toda la caravana, volviendo a girar más tarde
sobre nosotros, sin abandonarnos ya hasta nuestra llegada a Fez. Más
adelante vienen a nuestro encuentro otros dos aeroplanos, y así, escolta-
dos por ellos, llegamos a los altos muros de la histórica y gran ciudad, que
pudo hallarse dentro de la Zona Española, si hubiéramos sabido o podido
mantener cierto y primitivo tratado.
Son las once de la mañana —una mañana incomparable— cuando el
automóvil del Presidente se detiene ante las puertas de Fez para saludar a
las autoridades indígenas que allí esperan, rodeadas de todo el Fausto y
esplendor de que saben y gustan rodearse siempre estos grandes señores
marroquíes. El espectáculo que se ofrece ante nosotros es incomparable y
grandioso. Centenares y centenares de chilabas blancas, de airosos y ele-
gantes suljanes y de impecables turbantes, entre cuya albura se destaca
como una mancha sangrienta la roja «chechía», refulgen bajo este sol es-
plendoroso de la mañana, agitándose y rebullendo en un movimiento des-
acompasado y continuo de muchedumbre impaciente.
516
Las cigüeñas trazan caprichosas líneas en el cristal del cielo,
volando inquietas sobre sus nidos, invadidos hoy por las moras, que
han subido a las viejas almenas de las antiquísimas murallas. El
cuadro es de una belleza indescriptible y soberbia. Y a medida que
avanzamos y penetramos en la ciudad por entre estos altos muros
milenarios, que dan una indeterminada sensación de angustia —
porque nunca llega el espacio abierto y despejado que se aguarda de
continuo— se percibe mejor y más claramente el murmullo de las
aguas que corren por todos los rincones de la ciudad, produciendo en
el espíritu una impresión de jugosa frescura, de paz encantadora y
sedante.
Sólo cuando nos internamos en la gran ciudad —disuelta ya la
caravana— y vamos en busca de nuestro alejamiento, vemos algunos
europeos. Hasta ahora no habíamos visto más que moros y judíos.
Había —según supimos después— prohibición absoluta de mezclarse
entre la población indígena y hasta adornar las fachadas de las cosas
con banderas o colgaduras. Se ha querido conservar a toda cosa el
cachet indígena de la histórica ciudad. Pero ello ha disgustado mucho
—exageradamente, tal vez— a los franceses. Y les ha molestado
mucho más todavía esta excesiva democracia en el vestir con que el
señor Millerand está recorriendo las ciudades de la zona. Nunca le
perdonarán sus compatriotas su falta de esplendor, ni este su aspecto
de buen burgués que llega un tanto maltrecho y rendido de una larga
caminada.
—C’est bien drôle! —han exclamado muchos, seriamente
contrariados.
Ha sido la misma decepción que en todas partes, pero aquí en F ez
son los propios franceses los más desilusionados. Nosotros creemos,
sinceramente, que todos han exagerado un poco. Los unos,
ambicionando una teatralidad, un boato y una suntuosidad que se
hallan en pugna con los principios esencialmente democráticos d el
pueblo francés; los otros, democratizándose tal vez demasiado. De
todos modos, Millerand ha dejado en todas estas poblaciones algo
que será imborrable: el recuerdo de su salacot color ceniza, con la
copa rodeada en su base por una amplia y plegada cinta azul. Un
salacot tan íntimamente ligado a la figura del Presidente, tan
adherido a la respetable y noble extremidad, que, orgulloso y
517
consciente de su alta misión protectora, no se ha separa de ella ni
siquiera cuando se ha visto ante la gloriosa bandera de la Patria. Le
ha bastado entonces con inclinarse, reverente, ante ella, atrayendo al
borde de sus amplias altas la mano presidencial.
No ha hecho falta, no, como habrían deseado mucho, adornar esa
prenda sencilla y democrática con un soberbio y altanero airón.
(La Vanguardia de Barcelona, abril de 1922.)
518
última
519
520
FEZ, MERCADO Y CAMPO NEUTRAL
PARA LOS RIFEÑOS
521
zos en Marruecos durante la guerra europea. Hicimos algo peor todavía:
trabajar en provecho de los demás, sin la esperanza o sin la previsión deli-
berada de una recompensa. Que las exigencias de la vida moderna no
permiten ni autorizan a los pueblos para malgastar sus energías y consu-
mir su vitalidad aras de un insensato altruismo. Aquella conducta nuestra
en Marruecos, durante los años de la guerra; aquella nuestra inactividad
en lo práctico, para no molestar ni complicar los asuntos de los demás;
aquel derroche de tiempo, de dinero y hasta de sangre para evitar que El–
Raisuni y Abdelmalek pudiesen llegar a un acuerdo; las humillaciones
sufridas, el peligro indudable del desprestigio que ellas nos ocasionaron
ante los indígenas: todas aquellas estériles lealtades y generosidades
nuestras, no sólo no tuvieron el premio que merecían —Tánger—, sino
que, por el contrario, nos acarrearon el sambenito de una parcialidad
nunca cometida. Y la prensa colonista francesa, ante el temor de que
nuestra noble actitud pudiese hallar la recompensa merecida, lanzó a to-
dos los vientos la especie de que España, en su zona de Marruecos, se
mostró demasiado benévola con ciertos pretendidos manejos de alemanes
refugiados en ella. Y hasta hubo periódicos españoles que, por inconscien-
cia o por ignorancia, agrandaron la bola de nieve echada a rodar, con el
impulso de unas manifestaciones tan inoportunas como imprudentes. Y
hubo también políticos que con sus declaraciones impremeditadas contri-
buyeron a que la especie colonista no fuese ya discutida. La bola rodó y
creció hasta arrollarnos.
Pero< Ahora nosotros no sabemos qué nombre dar a las facilidades de
todo género que los rifeños vienen encontrando en Fez, desde que en Me-
lilla nos ocurrió la catástrofe de julio. Los rifeños que llegan desde enton-
ces a Fez encuentran cierta clase de facilidades que nunca jamás hallaron
en nuestra zona los rebeldes que a ella llegan huyendo de la francesa. No
uno, sino muchos, muchísimos casos podríamos aducir para demostrarlo.
Recordaremos, por ser el más significativo de todos, el del cabecilla Beni
Snasen y los demás secuaces de Abdelmalek, que al llegar a la Zona Espa-
ñola fueron detenidos, desarmados y entregados a las autoridades de la
Zona Francesa. Y nunca, nunca jamás, pudieron los rebeldes de la Zona
Francesa negociar libre y públicamente en la nuestra con el producto de
ninguno de los botines, más o menos importantes, cogidos al ejército fran-
cés en una operación desafortunada.
522
Veamos lo que pasa en Fez. En los zocos de la gran ciudad,
pública y libremente, los rifeños vendieron un día treinta y cuatro
mulos, alguno de los cuales tenía todavía los arneses de la artillería
española. Otro día, también en pleno zoco, se vendieron cuarenta y
dos mulos más y dos caballos con sillas de oficial, en una de las
cuales se observaban, casi frescas aún, ciertas inconfundible manchas
de sangre del jinete que sólo Dios sabe cómo sucumbiría. Sangre que
hablaba de los horrores engendrados por la traición aleve. Aún hubo
una tercera venta pública en los zocos de Fez, a la que los rifeños
llevaron diecisiete mulos con los aparejos completos, y cinco caballos
m{s<
Nuestro agente consular en Fez reclamó ante tales hechos,
pidiendo no sólo que se prohibiesen las ventas, sino también que se
le entregase el dinero que se había obtenido en las hechas hasta allí.
Las ventas fueron prohibidas, en efecto, en los zocos, aunque
continuaron haciéndose en todos los fondaqs de Fez frecuentados por
los rifeños. Con respecto al dinero, producto de las primeras ventas,
sólo diremos que por los noventa y tres mulos vendidos en los zocos
de Fez nuestro agente consular sólo percibió el dinero de la venta de
dos. Los restantes mulos habían desparecido.
Como los rifeños sólo trataban de hacer dinero a toda costa,
algunos de los mulos vendidos lo fueron en la irrisoria cantidad de
trescientos francos. Esto hizo que los precios del mercado de ganados
de Fez bajase de un modo alarmante.
Para terminar, diremos que el incentivo de las ganancias fue tan
grande que al punto se formó una sociedad de cuya nacionalidad no
queremos acordarnos, que se encargó de ahorrarles molestias a los
rifeños, comprándoles todo el ganado que, procedente del desastre
de Melilla, llega a Fez.
La ciudad de Fez ha sido, sin duda, para los rifeños un mercado
sin igual. De las facilidades que ellos encuentran para actuar en
contra de una de las naciones protectoras en la capital del país
protegido, deduciría cualquiera que estos rifeños no son tamb ién los
enemigos del régimen del Majzén que España defiende y protege,
sino de España solamente. Y, sin embargo, nosotros sostenemos una
guerra costosísima y sangrienta por imponer la autoridad de ese
Majzén. ¿Cómo concebir entonces que los que se oponen a acatar esa
523
autoridad y se revuelven contra nosotros por esa razón entren y
salgan y trafiquen libremente en la capital del Imperio, como si
estuviesen en territorio neutral?
Si no estuviéramos ya harto acostumbrados a estas continuas
paradojas de la política marroquí, habría para volverse loco.
(La Vanguardia de Barcelona, mayo de 1922.)
524
Doumergue viene a Marruecos
525
DOS ÉPOCAS Y DOS CIUDADES
Por segunda vez viene a Marruecos el jefe de Estado francés. Por segunda
vez también tócame a mí el honor de recoger en las columnas de El Sol las
impresiones de este viaje. Y por segunda vez, en suma, renuncio a estable-
cer el primer contacto con el ilustre viajero en Casablanca, prefiriendo ha-
cerlo en Rabat, sede oficial de la representación francesa en Marruecos.
Porque Casablanca es una gran ciudad, pero una gran ciudad que ha per-
dido por completo su carácter marroquí, trocándose en una capital esen-
cialmente europea.
Millerand entró hace ocho años en Rabat, después de un largo reco-
rrido en automóvil —no podía hacerse de otro modo entonces—, abru-
mado por el cansancio del viaje. Bajo aquel salacot terroso y con aquella
modesta chaqueta de dril, la población indígena que presenciaba el paso
de la caravana presidencial no acertaba a ver en Millerand al «Sultán» de
los franceses. Las primeras ovaciones del pueblo ingenuo y primitivo fue-
ron para el jefe del Protocolo, que con su vistoso y gayo uniforme, conste-
lado el pecho de condecoraciones, y aquel sombrero de dos picos, ador-
nado de airosas plumas blancas, atrajo la admiración y el entusiasmo de
los indígenas rabatíes.
El señor Doumergue entra en forma bien distinta. Viene en tren desde
Casablanca. Un tren regio, con un magnífico salón muy confortable y en
donde las molestias del recorrido apenas existen. Por otra parte, entre el
Rabat que recibió a Millerand y el Rabat que hoy recibe a Doumergue me-
dia también un abismo.
Entre el viaje de Millerand y el de Doumergue ha ocurrido la rebelión
del Rif. No sólo la obra marroquí, sino la obra francesa del Noroeste afri-
cano, fueron puestas en grave riesgo. Ahora, al ver los campos tranquilos,
ocupados y cultivados, Doumergue no puede olvidar una cosa, y es la fa-
cilidad con que esta paz y esta obra civilizadora pueden alterarse.
Doumergue tiene que deducir también una lección: que solamente
merced a la colaboración de la otra potencia, que tiene en Marruecos dere-
chos iguales en su Zona a los de Francia en la suya, pudo salvarse el serio
obstáculo que los rifeños pusieron en el camino del progreso europeo. La
colaboración de España no fue para Francia un lujo. No diremos tampoco
que fuera una necesidad absoluta. Pero sí una necesidad relativa. Y no ol-
videmos que fue Francia quien la propuso.
526
Hoy recibe a Doumergue Rabat la señoril, la nueva ciudad, elegante y
pulcra, en la que se advierte ese cachet de distinción en el conjunto para lo
que los franceses son inimitables maestros. Ostensiblemente separada ha
quedado ya aquella otra ciudad que recibió a Millerand, aquel otro Rabat
cuya suprema elegancia ornamental culminaba en el bulevar El–Alou, hoy
tan sólo recorrido por los turistas que van a visitar el poético jardín de los
Udaias.
Ocho años no pasan en balde, ciertamente. Pero ocho años no son nada
en realidad para la vida de los pueblos. Y esos ocho años han sido sufi-
cientes a nuestros amigo los franceses para poder hoy ofrecer al insigne
viajero esta otra ciudad elegante y señoril, como una demostración harto
evidente de lo que puede y significa el esfuerzo colonial de la raza.
De aquí la sonrisa afable y luminosa que Doumergue ha tenido hoy al
entrar en Rabat. Una sonrisa en la que sus compatriotas creen ver —como
ha dicho un periodista local— un reflejo del espíritu francés y la dulce
evocación de la patria lejana. Millerand vino al Rabat que sus primitivos
moradores podían ofrecerle. Doumergue ha venido hoy al Rabat que sus
compatriotas han sabido construir en pocos años, ofreciéndole así esta
prueba de lo que es y representa y vale el genio francés.
Y allá queda, al otro lado de las rojizas murallas, frente a la coqueta
ciudad europea, la milenaria torre de Hasán —hermana de nuestra gentil
Giralda—, modesta en su ingente belleza, acaso un poquitín cohibida ante
el rebullir exultante de la ciudad moderna. Pero dominándola siempre,
como una atalaya imperecedera que velase por su pueblo y sus tradicio-
nes. Alzándose al cielo como un dedo gigantesco que advirtiera a todos de
su existencia. Como una antena anacrónica en la que se recogiesen todas
las vibraciones que de la nueva ciudad recibe, a la par que mantiene vivo y
perenne el recuerdo de la otra que ella representa y que a sus pies se ex-
tiende silenciosa<
(El Sol de Madrid, octubre de 1930.)
527
PARÉNTESIS SIN TRASCENDENCIA
528
«La ambición española del Tánger para España [en español en el original]
ha modificado su acción. Ha querido conquistar en una gran lucha el pri-
mer puesto, pero ha fracasado, y hoy dirige sus esfuerzos en otro sentido:
aniquilar Tánger hasta que sea abandonado por todos. Sin duda contaba
no sólo con las realidades obtenidas en Ceuta, sino también con las diver-
gencias internacionales, que creyó aumentar al sostener las pretensiones
de Italia. En realidad, esta actitud acerca de Italia le ha costado cara, por-
que hemos de subrayar que, en Tánger, Italia se asocia a los esfuerzos co-
munes de Francia, su acción comprensiva y eficaz»<
Es la eterna historia, lo que siempre hemos tenido que lamentar de los
periódicos y periodistas franceses en sus juicios sobre España. Lo peor no
es la injusticia en sí. Lo peor es el tono. El tono despectivo de esos escrito-
res franceses. Escritores de la calidad de Lacharrière, tan capacitado, tan
inteligente y tan mal informado en muchas ocasiones, a pesar de los infi-
nitos recursos que el escritor colonista tiene en Francia para informarse
bien. No pedimos lisonjas. No pedimos favores. Pedimos equidad. Pedi-
mos, en suma, lo que damos.
No es ésta la ocasión de contestar al folletista, no ya desde el mismo
plano de inexactitudes y exageraciones en que él se sitúa, pero ni siquiera
para rechazar tales despropósitos. Pero es una verdadera lástima que un
viaje como el actual, modelo de organización y amabilidades, se haya des-
lizado el desacierto de incluir entre la documentación facilitada a los invi-
tados este folleto. Un folleto en que de modo tan injusto como inoportuno
se predispone ya el ánimo de los camaradas que vienen de Francia y de las
personalidades metropolitanas que figuran en el cortejo y que no conocen
nuestra Zona, contra la nación amiga y leal colaboradora, que no ha ocul-
tado jamás su admiración hacia la labor llevada a cabo por Francia en su
Zona, ni ha sentido tampoco el deseo de criticar acremente el esfuerzo
ajeno para destacar y alabar el propio.
Por fortuna, no todos los franceses piensan de igual modo, y mucho
menos aquellos que han tenido ocasión de cruzar recientemente nuestro
país al venir de Francia, y que elogian sin la menor reserva el estado de
nuestras carreteras, así como la amable y cordial hospitalidad que hallaron
a su paso. Por lo que a la Zona Española de Marruecos se refiere, también
son muchos los franceses que saben cuán grandes ha sido las dificultades
con que allí hemos tropezado, por la diferencia enorme que existe entre
uno y otro terreno. Pese a esto, quienes recorren hoy la Zona Española se
529
ven obligados a reconocer que nuestros cruentos sacrificios no han sido,
por fortuna, estériles.
Por lo demás, no debe darse al hecho que comento otra importancia
que la meramente episódica y circunstancial, ya que he sido testigo del
afecto y de la consideración, culminados en una amabilidad sin límites y
sin reservas, de que ha sido objeto en Rabat la representación española,
que, con nuestro delegado general, don Teodomiro Aguilar, al frente, ha
venido a saludar al ilustre jefe del Estado francés, que hoy recorre la zona
tan admirablemente enriquecida por el esfuerzo y el genio de su raza.
(El Sol de Madrid, octubre de 1930.)
530
LAS JUVENTUDES MUSULMANAS DE FEZ Y LOS BEREBERES
531
las regiones montañosas del Atlas medio, a una altura que oscila entre los
ochocientos y los dos mil metros y en las que la nieve subsiste casi todo el
año. En total suman esas tribus unos noventa mil bereberes. Aunque mu-
sulmanes, tienen costumbres muy diferentes. Al decir de los franceses, el
dahir en cuestión lo que ha hecho ha sido dar a los bereberes un régimen
especial que, sin apartarlos del imperio jerifiano, les asegura una cierta
autonomía. Por el contrario, los intelectuales de Fez creen que lo que se
pretende es desislamizar a los bereberes e incluso cristianizarlos, con cuya
apreciación no hay por qué decir la efervescencia que se habrá producido.
El movimiento no ha tenido, hasta ahora, que yo sepa, otras consecuencias
que la de una agitación sorda, que se ha traducido en pequeñas manifesta-
ciones ahogadas prontamente. La prensa de la Zona Francesa —y aun la
de Francia—, con ese tacto de codos, con esa disciplina patriótica que es
una característica francesa, ha hecho el más absoluto silencio en torno a
esta cuestión de vital importancia.
Los intelectuales indígenas —sobre todo los de Fez, que son los que
llevan la dirección del asunto— recuerdan ahora textos de artículos publi-
cados hace ya tiempo en algunos periódicos franceses. Y sobre todo se
apoyan en uno de Le Maroc Catholique, firmado por Jean Giraud. Entre
otras cosas, dice ésta: «Debemos estar seguros de que, a la larga, la pene-
tración —se refiere a los bereberes que aún no se habían sometido— se
hará, y la vida de nuestros religiosos y de nuestros maestros cristianos
bastará para hacer ver a los menos prevenidos la bondad y la verdad del
cristianismo aportado por los franceses. Si los árabes de Marruecos envían
a sus hijos a los jesuitas de Beirut, ¿por qué los bereberes no han de hacer
uso de nuestras escuelas cristianas, que se fundaron en su propio país?
(Ello se hizo antes de la ocupación militar.) Si se ha atendido esencial-
mente a la erección del Vicariato apostólico de Marruecos en Rabat, bajo la
dirección de un obispo franciscano, asistido por hermanos en religión; si se
han favorecido sus escuelas, es porque nos hemos dado cuenta de la con-
siderable influencia que esos morabitos cristianos ejercerán sobre los mu-
sulmanes, el día en que logren que éstos acepten lo que es el alma de la
civilización francesa: el cristianismo.»
Si esto se decía —piensan los intelectuales de Fez— cuando aún no se
habían sometido esas tribus bereberes a la dominación francesa, con ma-
yor razón podemos creer hoy que ese dahir no es más que el primer paso
hacia la cristianización de nuestros correligionarios.
532
Un solo periódico de esta zona hay que, aun sin afrontar abiertamente
el asunto, descorre un poco el velo. Y entre otros conceptos harto graves,
que yo no quiero recoger aquí por estimarlos exagerados e inoportunos,
dice lo siguiente: «Lyautey ha sembrado vientos y el señor Saint no debe
sorprenderse de recoger tempestades. Los bereberes son de creencias is-
lámicas. Por lo tanto, los misioneros católicos no tienen nada que hacer
entre aquéllos, como no sea descontentar a la masa musulmana, con gran
quebranto de la paz francesa».
533
534
535
LA ÚLTIMA ETAPA
ALGUNAS CONSIDERACIONES
Con este incesante ir de un lado para otro hemos perdido ya la noción del
tiempo y la distancia. Ninguno sabemos en qué fecha nos hallamos ni casi
dónde estamos. Anoche dormíamos a más de trescientos kilómetros de
Casablanca, y henos aquí hoy de nuevo. El presidente se ha detenido unos
minutos en Fedala, y los periodistas hemos continuado en automóvil a
Casablanca, en cuyo puerto aguarda el Colbert para llevar de nuevo a
Doumergue hasta Marsella.
La despedida en Casablanca ha sido tan respetuosa y entusiástica como
fue el recibimiento. El señor Doumergue no ha ocultado su satisfacción
ante este hecho. Casablanca es una ciudad esencialmente europea, y fran-
cesa además. Aquí el elemento indígena casi desaparece, absorbido por el
europeo. El tráfago es incesante y de día en día se multiplica. Donde hace
unos meses sólo había un descampado se alza hoy un grupo de edificios
de varios pisos, o una gran fábrica. En realidad, si se analizan los medios
propios de existencia con que cuenta Casablanca, no se encuentra justifica-
ción para este rápido y extraordinario desenvolvimiento. Cierto que, como
en todas partes, existe latente una crisis que contiene un tanto el impulso
inicial. Mas, como todo, asombra esta fiebre de negocios, esta actividad
que mantiene a los habitantes de Casablanca en una perenne excitación. El
puerto se agranda de día en día; se crean nuevas empresas industriales y
comerciales; surgen, como por arte de taumaturgia, calles enteras. Los ca-
fés, pese a la amplitud de sus locales y terrazas, no tienen a ciertas horas
lugar para tanto público. Centenares de restaurantes de diversas catego-
rías resultan insuficientes. En los hoteles de primer orden es difícil encon-
trar una habitación.
¿Qué hace aquí toda esta gente?, se pregunta uno, algo desconcertado.
¿Cómo se justifica tanto tráfago en todos los órdenes de la dinámica local?
¿Cuáles son los medios de vida de esta ciudad? Y la respuesta más fun-
dada no es sino una, no es más que una, no puede ser más que una: los
fosfatos. Los fosfatos de Kuriga 220, que el Estado francés explota por su
cuenta. En Kuriga nace —a lo que parece— el impulso que mueve y agita
220Quiere decirse Khouribga (Juribga, en transliteración española), que está a algo más de
100 kilómetros de Casablanca. Los fosfatos empezaron a explotarse en 1921. Nota del co-
pista.
536
y sostiene la vida toda de Casablanca. Es como un gran río que allí brota y
va luego extendiendo sus afluentes, que son las diferentes actividades co-
merciales o industriales creadas al amparo y por la necesidad engendrada
de la actividad motriz: Kuriga. De Kuriga empezaron a exportarse algunos
miles de toneladas al año. Hoy son varios millones. Son trenes enteros los
que vienen varias veces al día de Kuriga hasta el puerto de Casablanca. Y
allí buques de todas las nacionalidades llenan sus bodegas de fosfatos y
los transportan a todos los puertos del mundo.
221Édouard Belin, inventor francés, 1876–1963. Su belinógrafo se utilizó por primera vez
en 1914, pero fue en 1921 cuando las fotos empezaron a enviarse por radio. Nota del co-
pista.
537
Séptima parte
Papeles rancios
538
Estos artículos, que entrañan los varios afanes de lejanos tiempos
—rancios papales con el añejo sabor de un pasado turbulento y la-
borero— no se reproducen aquí por satisfacer trasnochadas vani-
dades, sino porque en ellos puede hallar el lector de hoy una expli-
cación a determinadas actitudes de ayer, que entonces parecieron
incomprensibles o misteriosas, y porque, a la postres, podrían su-
poner también una enseñanza para el porvenir.
Por ellos verá el lector que gran parte de las razones que sir-
ven de base a los argumentos de hoy se expusieron, asimismo, en su
día, sin que los años transcurridos desde entonces —casi medio si-
glo— hayan logrado remediar errores ni enmendar la marcha de los
acontecimientos.
Lo que hoy parece tener un calor aburante 222 de actualidad
fue ya anchamente debatido en su día. Ni entonces sirvió de nada lo
que se dijo —aparte su constancia—, ni el historiador de mañana
encontrará oportunidad de señalar diferencia con los resultados de
lo que hoy se arguya. Porque, aunque sea triste reconocerlo, es lo
cierto que no siempre basta tener razón, sino que hace falta, asi-
mismo, poder imponerla. Y España sólo tuvo razón, que es como
poseer un título nobiliario, pero sin los medios necesarios para os-
tentarlo con decoro.
Una cosa hay, sin embargo, que España ha sabido mantener
siempre con el mismo orgullo e idéntico tesón: su lealtad a la amis-
tad otorgada en cualquier caso y el exquisito cuidado con ha sabido,
en toda ocasión, hacer honor al compromiso firmado.
Cuanto se estipuló en la Conferencia de Algeciras lo hemos
observado fielmente, y a la acción de las demás naciones coopera-
mos siempre con nuestro concurso, unas veces, o con nuestra no-
ble, abstención, otras.
El propio Ministro de Negocios Extranjeros de Francia,
Monsieur Hanoteaux, hubo de reconocerlo así, rindiendo espontá-
neo tributo de justicia a España, el año 1912, en un artículo publi-
cado con su firma en Le Figaro de París.
222aburar. (De lat. vulg. burare). 1. tr. Quemar, abrasar. 2. tr. R. Dom. Producir escozor a
causa de la picadura de hormigas, avispas o abejas. Real Academia Española © Todos los
derechos reservados. (Nota del copista.)
539
De entonces a hoy, a través de ese medio siglo transcurrido,
España obró siempre con igual nobleza y lealtad, inspirando su ac-
ción en las mismas normas y sentimientos que marcaron el claro
exponente de su limpia ejecutoria. Normas y sentimientos que si
alguna vez se reconocieron, con más o menos displicencia, jamás
fueron correspondidos desinteresada o abiertamente.
540
EN MARRUECOS HAY DOS PROTECTORADOS
DISTINTOS E INDEPENDIENTES
541
cas, financieras y militares que necesite». ¿Quedaron o no equiparadas
España y Francia en lo tocante a la misión mogrebina?
Los que hablan de memoria enuncian vagamente el Tratado franco-
alemán de 1911, como si allí se estipulase cosa contraria a lo antes acor-
dado por Inglaterra, Francia y España. Y allí —recuérdenlo quienes adu-
cen que en el Tratado franco-español subsiguiente no se habla de Protecto-
rado nuestro— tampoco se habla del Protectorado francés. Se deja a Fran-
cia las manos libres para una acción que no es ni más ni menos que la an-
tes regulada con nosotros y con nosotros compartida: «Prestar ayuda al
Gobierno en todas las reformas administrativas, judiciales, económicas,
financieras, militares, etc.». ¿Qué alteración de derecho crea, pues, un tra-
tado que sólo implica, en definitiva, la aceptación por Alemania de los de-
rechos de Francia, idénticos a los de España? 223 Si dos cosas iguales a una
tercera son iguales entre sí, confluyen al mismo punto las prescripciones
de los Convenios anglo-francés, franco-español y franco-alemán. De ahí
que, reconociéndolo, la mayoría de las naciones haya renunciado al régi-
men de las capitulaciones en nuestra Zona y acepten el de Justicia estable-
cido por nosotros. ¿Se va enterando el articulista?
Pero sigamos: Pacta Francia con Marruecos y se da el fenómeno cu-
rioso, que no deben olvidar los colonistas, de que en el Tratado donde se
establece el Protectorado se rehúye tanto el uso de esta palabra, que sólo
una vez, y como de paso, la menciona en el Art. 4. ¿Qué ocurre? Que hay
que contar con España. Y entonces «la ficción de la integridad de Marrue-
cos —escribe René Millet en La Conquête du Maroc 224— pertenece ya al pa-
sado». ¿Se enteran los señores del margen que, por lo visto, desconocen lo
escrito en su propio país? No hay Protectorado único, como cree candoro-
samente —¡ aún!— el articulista. «Hay —sigue diciendo Millet— que son
Estados que se han puesto de acuerdo para ejercer, no en conjunto, sino
SEPARADAMENTE, su Protectorado sobre en tercero», y que se halla desli-
223 Por cierto, según vemos hoy, Francia accedió a que Alemania ocupase el Camerún a
base de recortarnos nuestro Protectorado y, con el tiempo, también se quedó con el Ca-
merún. Nota del autor.
224 René Millet, La Conquête du Maroc, la question indigène (Algérie et Tunisie). Perrin, París,
542
gado por entero de toda responsabilidad y obediencia para con el que se
sujetó a la ficción de delegar en él toda su soberanía 225.
Podemos citar a docenas los testimonios franceses que enseñan lo que
cierto diario olvida. Nos conformaremos con otro, muy expresivo. René
Besnard, en su libro L’Œuvre française au Maroc 226, confirma también que el
hecho es una «anexión pura y simple del Marruecos mediterráneo a la pe-
nínsula ibérica, cosa cierta y naturalísima, ya que Francia había hecho lo
mismo con el resto del Imperio» 227. «Los artículos 10 y 11 —añade— del
Tratado franco-español han contribuido en mucho a la escisión entre las
dos Zonas: a la DESMEMBRACIÓN del Imperio, estipulando que los impues-
tos y recursos de toda clase en la Zona española quedarán afectos a los
gastos de ella, y que el gobierno jerifiano [léase Protectorado francés,
aclara el autor] no podrá ser requerido a participar, por ningún concepto,
en los gastos de la Zona española». El argumento es decisivo contra el
inocente alegato del Protectorado único.
Y los hay a puñados en el Convenio todo, que a vuelta de ficciones de
forma consagra la realidad jurídica de los dos Protectorados, con igualdad
plena de derechos. «Es —consigna René Millet— el reparto en forma dis-
frazada».
Aconsejamos al articulista y a sus seguidores que lean algo de lo mu-
cho que se ha escrito sobre el Convenio franco-español. Así verán que to-
dos los autores reconocen que ambos países quedan en un plano de abso-
luta igualdad directora y administrativa, en dos Zonas que no tienen nin-
gún lazo de «attache», puesto que hasta se da el caso de que los súbditos
marroquíes de la nuestra quedan en el exterior bajo la protección de las
autoridades diplomáticas y consulares españolas. Y comprenderá el arti-
culista aludido, dejando aparte los «penachos y las fanfarrias», por qué
hemos dicho, con plenitud de razón, que Francia y España deben seguir en
Marruecos una política paralela. Para afirmarlo basta examinar los trata-
dos con un poco de buena fe.
Para terminar, recuerde el diario en cuestión, cuando lo asalten esas
malquerencias españolas, lo que consigna el autor de La Conquête du Ma-
roc: «Sentimos, como nunca, la necesidad de no multiplicar los enemigos y
225 Es de suponer que este fragmento —como tantos otros en La pequeña historia de Tán-
ger— está mal transcrito del original. No se entiende. Nota del copista.
226 René Besnard, L’Œuvre française au Maroc, 1913. Nota del copista.
227 Por nuestra parte hemos demostrado que no había tal ánimo de anexión. Nota del autor.
543
de crearnos el mayor número de amigos. Es, pues, deber nuestro procurar
a los españoles todas las satisfacciones compatibles con el ejercicio de
nuestro Protectorado y con la seguridad de Argelia». Y no hay que olvidar
tampoco aquella frase del «rapporteur» Noulen: «Las consecuencias, deli-
cadas pero inevitables, de la combinación, imponen a los gobiernos espa-
ñol y francés el constante cuidado de obrar en COMPLETA COMUNIÓN DE
IDEAS».
El aldabonazo de Gabriel D’Annunzio es harto sonoro para que los
imperialistas franceses busquen crear en España motivos de queja análo-
gos.
(El Porvenir de Tánger, febrero de 1919.)
544
EL RÉGIMEN DE TÁNGER
545
Si España se hubiese apresurado a hacer efectivos sus derechos sobre
Tánger como sobre el resto de su Zona en aquella ocasión, no creemos que
nadie se hubiera atrevido a disputárselos. El error del Gobierno español
estuvo en creer que el acuerdo sobre el régimen especial de Tánger era
obra de pocos días y que, por lo tanto, no valía la pena modificar la situa-
ción de hecho anterior al Protectorado. Las negociaciones de prolongaron
—es de suponer que por no darse en el proyecto del Estatuto toda la satis-
facción debida a España—, quedando luego en suspenso, porque, como
dice muy bien La Dépêche, aquel estatuto se había preparado bajo el régi-
men del Acta de Algeciras, y la guerra, que acababa de finalizar, y deter-
minados actos subsiguientes, habían modificado sensiblemente la situa-
ción.
Así ha seguido, y sigue todavía, la situación de Tánger, en un régimen
provisional indefinido que, aunque intolerable, ha podido mantenerse
gracias a la participación que en el gobierno de esta ciudad tienen el
Cuerpo Diplomático y las instituciones internacionales que obran por de-
legación del mismo.
La teoría, de creación relativamente cercana, de que Tánger conserve el
antiguo régimen marroquí es un absurdo, tanto en el terreno jurídico
como en el práctico. Y para demostrarlo sólo citaremos un ejemplo: nin-
guna de las disposiciones de carácter general dictadas por el Sultán ha te-
nido aplicación en Tánger.
La situación futura de esta ciudad será determinada por acuerdos
internacionales, sobre la base que los gobiernos entiendan conveniente.
Ésta es ya una fase de la cuestión en que no queremos entrar. Nuestro
propósito se limita a esclarecer lo pasado, no a juzgar lo porvenir.
(El Porvenir de Tánger, agosto de 1919.)
546
EL SECRETO DEL FERROCARRIL TÁNGER-FEZ
547
Fez; el contratista pide la rescisión, el desorden más completo reina entre
sus agentes, grandes y pequeños contratistas, destajistas y obreros que
habían encontrado allí campo apropiado para su actividad, habilidad pro-
fesional y trabajo».
¿Qué había venido a hacer a Tánger este señor tan conocido aquí a
quien el colega alude? Por de pronto, y según la interviú que por entonces
publicó otro colega local, tratábase de modificar completamente el pro-
yecto para reducirlo a términos más económicos. La estación de Tánger,
que según grandes estadistas de afición ha de ser con el tiempo la puerta
de África, nudo de comunicaciones mundiales, navales y terrestres, con-
viértese en una especie de apeadero con sólo dos días y un barracón para
el despacho de billetes y facturación de equipajes. Las obras de infraes-
tructura, cunetas, puentes, todo se reduce a algo que se tenga de pie por el
momento. Y hasta los rieles, comprados ya con un exceso de previsión que
no nos cansaremos de alabar, son un saldo de hierros viejos, de un tipo
desechado ya en todos los ferrocarriles y, por lo tanto, es de suponer que
baratitos. Con un ferrocarril que se pueda inaugurar basta, y el que venga
detr{s<
Cualquiera creerá que el haberle cambiado tan radicalmente las
condiciones del contrato era motivo de la rescisión a que se refiere nuestro
colega, con objeto de anunciar la nueva subasta. Esto sería lo lógico en
cualquier parte, pero no en Tánger.
La rescisión del contrato, si son ciertos nuestros informes, tiene una
historia más peregrina. El contratista puso manos a la obra. Trajo el mate-
rial, contrató obreros, concertó destajos y hasta se dice que hizo con la
Compañía un contrato especial para un suministro fantástico de cal o cal
fantástica, como se quiera. Lo único que no trajo fue dinero, porque en
estos tiempos anda por las nubes, pero lo pidió a la Compañía ferroviaria,
y ésta, que tal vez por lo polaco de su nombre tienen una simpatía irresis-
tible por Monsieur Valigorski, una simpatía de esas que, como los axio-
mas, no necesitan demostración, por la misma razón que no la tienen, no
vaciló en adelantarle el dinero a cuenta de sus trabajos.
¿Cuánto? No podemos precisarlo, pero supongamos que fueran cien,
doscientos, trescientos mil francos. Llegó, sin embargo, un momento en
que la compañía se dijo les affaires sont les affaires y empezó a considerar
qué garantías podría darle el contratista, además de los pedruscos sem-
brados acá y allá, un poco al desgaire, del trazado de la vía. Y natural-
548
mente vio con cierta codicia el material empleado en la empresa.
Desgraciadamente, era tarde. El material estaba ya pignorado a favor
de un establecimiento de crédito de esta ciudad. ¿Por cuánto? Lo ignora-
mos, y quizá en el mismo caso se encuentre la Compañía.
Los trabajos parados, las garantías impalpables, el proyecto alterado, el
material pignorado, la rescisión inmediata. Eso creerán ustedes, pero
¡ quiá! Por de pronto, se contentarán con una liquidación que lo mismo
puede servir de base para la rescisión del contrato que para la renovación
en distintas condiciones. No está incluida siquiera la hipótesis del nuevo
adelanto, que serviría para desempeñar el material, el cual pasaría a ser
empeñado por la Compañía, la cual había empezado por desembolsar su
dinero< y no seguimos porque nos vamos a armar un lío muy gordo, m{s
gordo que el que pretendemos explicar.
Ya verán ustedes como todo se arregla y el contratista sigue con la em-
presa< hasta que vuelva a pararse. Los que no lo ver{n, pues por no verlo
se marchan, son el ingeniero jefe, el ingeniero encargado de la sección de
Tánger y otros empleados técnicos que no sufren de simpatías irresistibles
ni quieren compartir la responsabilidad moral del atrabiliario hombre
misterioso que vino a Tánger a pasar quince días para arreglar este asunto
y echar de paso un vistazo al Matadero, las canalizaciones, las cloacas, el
puerto tarraconense y estas carreteras sui géneris que, cuando empieza a
parecer que conducen a alguna parte, se pierden en mitad de los campos.
(El Porvenir de Tánger, agosto de 1920.)
549
EL CONFLICTO DEL HASANÍ
550
mayores, se reúne, delibera, se queja y ofrece fórmulas de salvación de su
propia vitalidad, que es lo menos que puede hacer.
(El Porvenir de Tánger, septiembre de 1920.)
EL RESPETO A LOS TRATADOS
551
Uarga, para ganar por la costa más septentrional el Yebel Muley Bu Xetá.
Subirá en seguida hacia el Norte, conservándose a una distancia de menos
de veinticinco kilómetros al Este del camino de Fez a Alcazarquivir, por
Uazán, hasta el encuentro del río Lucus, del que bajará por su thalweg
hasta una distancia de cinco kilómetros antes del cruce de este río con el
citado camino de Alcazarquivir por Uazán. De este punto irá lo más dere-
chamente posible a la orilla del océano Atlántico, por encima de la laguna
Ez–Zarca».
Y para que no haya duda añade al final del referido art. 2.º: «esta
delimitación es de conformidad con la carta o mapa anejo al presente con-
venio, marcado con el número 1».
¿No han visto nuestros impugnadores que Tánger quedaba compren-
dido en nuestra zona de influencia, puesto que la línea divisoria arrancia
del Muluya, en el Mediterráneo, y termina más allá de Larache, en el
Atlántico? Ocho años después, o sea el 27 de noviembre de 1912, se repetía
en el nuevo Convenio Hispano–Francés, artículo 2.º, lo de la «frontera
septentrional de las Zonas de influencia española y francesa, con algunas
variaciones, quedando, asimismo, Tánger comprendido en nuestra Zona
de influencia, con la salvedad del art. 7.º, que dice que «estará dotada de
un régimen especial», salvaguardado, como es lógico suponer, por las
autoridades españolas, a cuyo radio de acción pertenece.
¿Cómo pueden ahora ambos firmantes de un convenio que se hizo pú-
blico para transparentar las intenciones de ambos gobiernos tergiversas el
sentido de lo escrito? ¿Es que ahora, desaparecida la oposición alemana,
creen que por sí solo puede anularse lo escrito y volver por prestigios y
atribuciones de que se hizo voluntaria y pública renuncia? ¿Acaso unos
cuantos artículos periodísticos, manteniendo el sofisma de una soberanía
modelada a su capricho y voluntad, pueden borrar lo escrito en los conve-
nios y crear ciertos estados de Derecho?
Es tan infantil todo esto y está tan abiertamente reñido con los acuer-
dos suscritos por ambos países que, pese a unas campañas periodísticas
inspiradas, tenemos la convicción de que, a la postre, ha de imponerse la
justicia de nuestra causa, evitando molestias y rozaduras que estamos se-
guros no tienen ambiente en las altas esferas gubernamentales de los dos
países.
Lo escrito no puede alterarse ni borrarse.
(El Porvenir de Tánger, septiembre de 1920.)
552
EL PUERTO DE TÁNGER
553
acuerdo; cuando la equidad y la razón sean la norma que presida las ulte-
riores determinaciones. Y pierden el tiempo los que pretenden amedrentar
a los demás con bufas y teatrales destemplanzas y travesuras (¡ !). Lo pier-
den también quienes con campañas harto burdas quieren pintar la situa-
ción de Tánger como insostenible y gravísima en tanto no comiencen las
obras de su puerto, panacea de conveniencia particular que, según ellos,
ha de curar todos los males que hoy nos afligen.
(El Porvenir de Tánger, julio de 1922.)
554
EL CAPITAL PARA EL PUERTO DE TÁNGER
555
nes?
La extraordinaria concesión, hecha sin ninguna de las formalidades
prescritas para su validez, le reserva al Sultán el derecho de rescate a los
quince años. Más aún, determina que el puerto de Tánger ha de revertir al
Protectorado francés. ¿No declara esto que se prejuzga el asunto de Tán-
ger y se vulnera en lo más esencial el Tratado hispano–francés de 1913?
Significa también que habrá en Tánger un nuevo órgano de intervención
francesa y que se nos quita de soslayo todo aquello a que nos dan derecho
la geografía, la historia y seguir unido Tánger a la porción del Protecto-
rado español.
Reclamó el Gobierno español. Calló la prensa francesa, hasta que la
inglesa comenzó a protestar también. Y cuando ya el Daily Mail, y antes
Morocco y otros grandes periódicos británicos, suizos, italianos y aun nor-
teamericanos, censuraron lo ocurrido, anunciada por el Daily Mail la pro-
testa de Inglaterra, es cuando el Petit Parisien y algún otro echan las cam-
panas al vuelo.
Por nuestra parte, si prevalece el dahir, Tánger queda incorporada de
hecho al Protectorado francés.
(El Porvenir de Tánger, julio de 1921.)
556
557
LA UNIDAD DEL IMPERIO DE MARRUECOS
558
los bienes habúes, mermándolos en cantidad crecidísima con todo y ser
fundaciones religiosas. Hechos así son los que promueven cismas, y no lo
de mentar o no a Muley Yussef donde nadie lo conoce.
Lea el Residente francés el convenio hispano–francés de 1912 y verás
cómo hay dos monarcas distintos, dos protectorados diferentes y dos altos
comisarios con similitud de funciones. Y ahonde un poco más en estudios
religiosos y verá cómo ni aun cuando existía el verdadero sultanato tuvo
el monarca jerifiano otra autoridad confesional que la delegada por el
Comendador de los creyentes. Sostener que el ahora llamado Sultán tiene
autoridad de Papa en el mundo coránico sí que es herejía imperdonable.
En verdad, no nos lo explicamos en el señor Lyautey, creador de cofradías
religiosas, que semejaba conocer estos asuntos.
(El Imparcial de Madrid, enero de 1922.)
559
LA AUTORIDAD RELIGIOSA DEL SULTÁN
228En enero de 1922 —fecha de este artículo— aún no hacía seis meses del desastre de
Annual. Y lo cierto es que España no pudo derrotar a Abdelkrim sin la muy importante
ayuda de Francia. Mi querido abuelo no brilla por su objetividad en estos temas. Nota del
copista.
560
En el tratado franco–español de 3 de octubre de 1904 se dijo, en el artículo
tercero, lo siguiente: «En el caso de que el estado político de Marruecos y
el gobierno jerifiano no pudieran ya subsistir, o si por la debilidad de ese
gobierno y por su impotencia persistente para afirmar la seguridad y el
orden público, o por cualquiera otra causa que se haga constar de común
acuerdo, el mantenimiento del statu quo fuese imposible, España podrá
ejecutar libremente su acción en la región delimitada en el precedente ar-
tículo, que constituye desde ahora su zona de influencia».
En el ejercicio de la acción excluye toda idea de que esa acción sea me-
diatizada. En su origen, pues, España no admitía injerencias ni interven-
ciones. ¿Las admitió después? Vemos cómo no. El 30 de marzo de 1912 se
firmaba el tratado franco–marroquí, y en él se salvaguardó por Francia la
autoridad religiosa y el prestigio tradicional del Sultán, y a continuación,
en el mismo artículo, se añadió este párrafo: «El Gobierno de la República
se concertará con el Gobierno español en lo referente a los intereses de este
Gobierno originados por su posición geográfica y por sus posesiones te-
rritoriales en la costa marroquí». ¿No está proclamando esta redacción que
Francia respeta al Sultán en su Zona y que se concierta con España para
que sea ella quien guarde análogos respetos en la suya, pero no al Sultán
personalmente, sino a quien ejerza la suprema autoridad religiosa y jeri-
fiana en la Zona Española?
Por si alguna duda cupiera, la redacción del artículo primero del
Convenio hispano–francés de 27 de noviembre de 1912 la dejaría disipada.
Según éste, la Zona Española es administrada con la intervención de un
Alto Comisario español y por un Jalifa. Este Jalifa tiene personalidad in-
dependiente de la del Sultán, pues en el expresado artículo se le atribuyen
las facultades siguientes:
a) Que sus funciones no sean mantenidas más que con el consenti-
miento del Gobierno español.
b) Que estará provisto de una delegación general del Sultán, en virtud de
la cual ejercerá los derechos pertenecientes a éste.
c) Que la «delegación tendrá carácter permanente».
d) Que «no podrá imputarse responsabilidad al gobierno jerifiano por
reclamaciones fundadas en hechos acaecidos bajo la administración del
Jalifa en la Zona de influencia española.
Ahora bien: el Jalifa tiene los mismos derechos que el Sultán por lo que
a la Zona Española respecto; si la delegación es general y permanente, y si
561
el Gobierno jerifiano no tiene responsabilidad por lo que ocurra en la Zona
Española, ¿qué puede invocarse para conservar la autoridad religiosa del
Sultán en nuestro Protectorado?
El Gobierno español tuvo un especial cuidado en desgajar total y
permanentemente nuestra zona de influencia de la francesa, pues lo con-
trario habría sido un semillero de dificultades. Tanta fue la preocupación
que en ese orden tuvo el gobierno nuestro, que el ministro de Estado, se-
ñor marqués de Alhucemas, dirigió al embajador de Francia en Madrid,
Monsieur Geoffray, en 27 de noviembre de 1912, una comunicación enca-
minada a asegurarse de que cuando España propusiera dos personas para
Jalifa S.M. Jerifiana elegiría precisamente el candidato que quisiera España.
Y en las instrucciones aprobadas por el Consejo de Ministros español y
dirigidas al Comandante General de Ceuta con fecha 27 de febrero de 1913
se hablaba de las materias religiosas y de la reivindicación de los bienes
habúes como facultad propia del Jalifa y sus autoridades indígenas, con
consejos nuestros, pero sin injerencias extrañas.
La razón en que este régimen se funda es obvia. Pudo mantenerse la
autoridad indivisible del Sultán mientras no hubo división especial de zo-
nas, pero, partido el Imperio en dos protectorados, cada uno incorporado
a una zona de influencia distinta, la unidad del Sultán era imposible.
En un país y en una zona donde la ley civil y religiosa se confunden,
otra cosa habría sido un semillero de dificultades. El Sultán de Marruecos
en la zona de influencia española no tiene, ni debe tener, autoridad al-
guna.
Así está establecido en los tratados y por eso hay un paralelismo
grande entre el Sultán y el Jalifa, y por eso cada uno tiene su Majzén.
(El Porvenir de Tánger, enero de 1922.)
562
EL PROTECTORADO ESPAÑOL
Y LA AUTORIDAD RELIGIOSA DEL JALIFA
563
Zona. Y en caso de controversia sobre la extensión de los poderes del Ja-
lifa, es en el tratado de 1912 donde hay que buscar la fuente y la definición
de dichas facultades, no en la faramalla oriental de la Carta que Muley
Yussef dio más tarde y cuyos términos, aun suponiendo que se desviaron
en algo de los preceptos del Tratado, jamás podrá prevalecer contra el
Tratado mismo.
Es ésta, pues, una cuestión indiscutible, y todo el ingenio y todas las
sutilezas bizantinas que malgastan para sostener lo contrario los más dis-
tinguidos paladines del colonismo francés —que en esto puede decirse
que son más realistas que el rey— son y serán siempre tiempo perdido.
Y si cupiera alguna duda vendría a quedar desvanecida con sólo
consultar los términos mismos del Convenio franco–español de 1912, que
en su artículo 25, al referirse a la vigilancia de las cosas marroquíes, dis-
pone que será ejercida por los elementos que organice el Gobierno
PROTECTOR de cada Zona.
El otro extremo de la tesis de Robert Raynaud hace relación a la sobera-
nía del Sultán y a la extensión de su poder religioso, que viene a ser, según
el articulista, un depósito sutil e intransferible del cual, aunque lo quiera,
no podría desprenderse el propio Muley Yussef a favor de su pariente im-
perial que gobierna la Zona Española.
Conviene recordar, en primer término, que el Acta general de Algeciras
es el último instrumento internacional en el que se habla de la integridad
del Imperio marroquí y de la soberanía del Sultán, y que el régimen a cuya
salvaguardia se compromete el Gobierno francés más tarde en su Tratado
de marzo de 1912 no representa en esta materia otro compromiso que el
de mantener «el respeto y el prestigio tradicional del Sultán» y el ejercicio
de la religión musulmana. ¡ Nada se dice ya de la soberanía del mismo ni
de la famosa integridad del territorio! El «triple principio» de 1906 se
hunde al negociar Francia con Alemania, primero, y con el propio Sultán,
después.
Se salva tan sólo el precepto relativo a la libre concurrencia económica,
y así, así<
Y en cuanto a la autoridad religiosa debe saber, y sabe seguramente el
antiguo director de La Dépêche Marocaine que cabe sostener dos teorías
distintas, aunque a nuestro juicio una de ellas sea errónea en absoluto. O el
Sultán tiene en efecto autoridad religiosa, y en este caso, al quedar pro-
visto el Jalifa de una delegación general suya «en virtud de la cual ejerce
564
los derechos pertenecientes a éste», queda ipso facto investido de la auto-
ridad religiosa o, por mejor decir, del carácter de definidos en materia
teológica y dogmática. Y, en tal caso, mal puede reconocérsele a Muley
Yussef el derecho de ejercer en la Zona del Protectorado Español faculta-
des y privilegios que ni en su propia Zona le asisten.
Por esto, incluso los más legos en tales materias saben perfectamente
que sólo en la heterodoxia persa se admite que el Imán sea un verdadero
pontífice en que se unan la autoridad política y la religiosa, siendo doctor
y definidor en materia de fe, como el Papa católico.
Pero en el Islam ortodoxo ni aun el propio Comendador de los Creyen-
tes fue considerado nunca como cabeza de la Iglesia, no extendiéndose sus
facultades en esa materia más que a la función de velar por la pureza del
dogma y la observación de los ritos; en suma, por la ejecución de la ley.
De un reciente trabajo debido al ilustre arabista español Asín Palacios,
tomamos el siguiente texto sacado de Alí Al–Cari y citado por Goldhi-
zer 229: «A la cabeza de los musulmanes es preciso que haya alguien que
cuide de la ejecución de sus leyes y del cumplimiento de sus disposicio-
nes, de la defensa de sus fronteras, de la organización de sus ejércitos, de
la percepción de sus impuestos obligatorios, de la represión de los crimi-
nales, ladrones y salteadores, de la celebración de sus asambleas cultura-
les, del matrimonio de los menores (necesitados de tutela), de la distribu-
ción equitativa del botín de guerra y de otras necesidades legales de las
cuales cada uno de los miembros de la comunidad islámica no puede en-
cargarse por sí solo».
Cabe, pues, considerar como materia indiscutible que la facultad de
definición en cuestión dogmática sólo corresponde en Marruecos a los
doctores de la Ley o ulemas, y que al Sultán no pertenece desempeñar otro
oficio que el de asegurar o proteger con sus autoridad política el ejercicio
regular del culto, facultad que figura, como todas las demás que corres-
ponden al Sultán, en el número de las que han sido delegadas permanen-
temente en el Jalifa de la Zona Española, a quien compete, pues, el ejercer
en la Zona del Protectorado Español las mismas funciones en materia li-
túrgica y de disciplina religiosas que a Muley Yussef en la Zona del Pro-
tectorado Francés.
Con lo dicho basta, en fin, para dejar bien sentado:
Primero: que la acción que España ejerce en su Zona de Marruecos es
229 Véase traducción francesa de Asín Palacios, París, 1920, página 171. Nota del autor.
565
un Protectorado cuya extensión y caracteres son idénticos a los que Fran-
cia ejerce en la suya.
Segundo: que esta acción de Protectorado se ejerce con el consenti-
miento que el Sultán dio de una vez para siempre, ya que sin contar con él
no habría podido Francia suscribir el Convenio franco–español de 1912, en
el que el Gobierno de la República reconoce nuestros derechos en Marrue-
cos; y
Tercero: que la facultad de velar por la observancia de la ley y del rito
en materia religiosa que en definitiva asiste al Sultán en su Zona figura
legítima e indiscutiblemente entre las que han sido delegadas con carácter
definitivo e irrevocable en el príncipe Muley El-Mehdi 230, Jalifa de la Zona
del Protectorado Español de Marruecos.
(El Porvenir de Tánger, febrero de 1922.)
230Muley el–Mehdi fue el primer jalifa del Protectorado Español de Marruecos; ejerció su
cargo entre 1913 y 1923. El artículo que aquí incluye mi abuelo está escrito un año antes
de su muerte. Nota del copista.
566
567
568
LA PRIVILEGIADA SITUACIÓN DE ESPAÑA EN TÁNGER
231 Luigi Vannutelli Rey ( 1880–1968 ), diplomático italiano. Nota del copista.
569
No recogemos este aspecto de la vida tangerina como he hecho del cual
nos importa o nos convenga guardarnos. Por el contrario, y viniendo de
quien viene, más que una amenaza o peligro debemos ver en él los espa-
ñoles un acicate, un estimulante poderoso que sacuda un tanto nuestra
recalcitrante y fatal indolencia. Y no hay en estas palabras el más insignifi-
cante asomo de censura para nadie. Ni éste es nuestro propósito ni hay, en
puridad, motivo fundamental para ello. Por lo demás, la situación de Es-
paña en Tánger es y ha sido siempre privilegiada. Es y ha sido, decimos.
Pero muy bien pudiera llegar un momento en que la intensidad y el em-
puje de la labor ajena lograse dejar la nuestra, si no anulada —que para
ello sería necesario un esfuerzo titánico—, cuando menos anticuada, fuera
de ambiente. He ahí el peligro.
Cualquiera otra nación que no sea España necesita aquí preparar el
terreno, desbrozarlo e ir sembrando en él, desarrollando luego todas esas
solícitas y persistentes atenciones que requiere un cultivo delicado. España
no ha menester más para cuidar y seleccionar lo que ha criado aquí por sí
misma y lo que por afinidades indestructibles de raza y por ley natural de
proximidad encontró creado espontáneamente. Nadie podrá negar que la
base fundamental de esa nuestra privilegiada situación de España en Tán-
ger está en nuestro predominio espiritual, fuerza avasalladora y prepo-
tente que debemos casi en su totalidad a los judíos sefardíes. Y justo es
confesar que hemos hecho bien poco —por lo menos no todo lo que po-
díamos y debíamos— para la conservación y acrecentamiento de esa gran
palanca semita. Nuestra indolencia o, si se quiere, nuestra inactividad en
este aspecto de la cuestión, ha servido a Francia de ejemplo para acrecen-
tar su acción, después de un periodo en el que, como nosotros, permane-
ciera ociosa.
El defecto es ya viejo en nosotros. Es un defecto genuinamente español:
no aprovechar todas esas dispersas manifestaciones de españolismo de
que se halla poblado el mundo casi de extremo a extremo. Diríase que te-
nemos a gala esta especie de «prodigalidad negativa» —valga la frase— de
nuestro espíritu. Los demás —acaso por no encontrarlas tan a menudo—
se adueñan avaramente y estimulan con todo celo cualquier manifestación
de sentimiento patrio que hallen no importa dónde.
La gran fuerza de España en Tánger —por no referirnos ahora a lo que
hemos dejado perder en otros lugares de Marruecos— está precisamente
en que no necesita destruir ni siquiera atacar lo que hagan los demás para
570
mantener aquí su predominio, para reinar aquí en los espíritus, que es
reinar en el corazón. Tenemos, dicho sea vulgarmente, más de la mitad del
camino andado. A España le ha de bastar con cuidar amorosamente de lo
que aquí tiene. Con no dejar que se pierda ni una sola vibración de senti-
miento español, verdadero y riquísimo tesoro espiritual que los demás
querrían para sí< Pero es indispensable que lo atienda, que lo administre,
que lo cuide con solicitud materna, en cierto modo egoísta. Porque lo que
no hemos perdido en unos siglos —pese a nuestra imperdonable pasivi-
dad— podemos verlo menguado en unos meses. Que tal es el empuje
arrollador de las iniciativas modernas.
No nos cansaremos de repetirlo. Para que subsista en Tánger ese
inolvidable y envidiado predominio español no es menester que vayamos
contra nada ni contra nadie, como no sea contra nosotros mismos, contra
nuestra indolencia, que Dios quiera no nos lleve —si persiste— a tener que
recordar esta privilegiada posición de hoy como un bien perdido para
nuestro mal y para siempre. Aprovechemos lo que tan espontáneamente
se nos ha brindado siempre y aún se nos brinda hoy. Ordenemos nuestro
patrimonio. Sepamos vertebrar esa gran fuerza semita que se nos ofrece
propia. Y contengamos ya esta nuestra estúpida «prodigalidad negativa»,
sin la cual no habría sido posible jamás que otros hubieran obtenido aquí
la mínima parte del influjo moral logrado al amparo de nuestra indiferen-
cia.
(El Sol de Madrid, noviembre de 1926.)
571
Octava Parte
Gotas de Historia
572
1912
ENERO, 3.— Llegan a Tánger noticias alarmantes respecto del ataque reali-
zado por los bereberes contra Sefru. El general Dalbiez acudió en su de-
fensa, desde Mequínez, con una columna. La intranquilidad duró varias
semanas.
ENERO, 18.— Corre el rumor de que han desaparecido varios de los lingo-
tes de plata desembarcados del Delhi. Se afirma que algunos de esos lin-
gotes fueron encontrados en un bacalito, donde los dejaron soldados del
Tábor Francés.
La Dépêche desmiente que fueran lingotes de plata, sino latas de man-
teca, con lo cual el asunto se suavizó bastante.
Siguen los comentarios en torno a las negociaciones hispano–francesas.
No es posible concretar los puntos que se debaten, dadas las diversas ver-
siones que llegan diariamente.
ENERO, 30.— Toma posesión de su cargo el nuevo jefe del Tábor Francés,
comandante Toulat.
573
metros. Las lluvias provocaron numerosas inundaciones en diferentes
partes de la ciudad. Un soldado del Tábor Francés pereció ahogado en
Aaín Dalia. El vapor Artois, de la casa Mazella, embarrancó en la playa.
Procedía de Casablanca, en cuya bahía había chocado con el Inmerethie,
perdiendo un ancla. Se elogia la conducta del Delegado Sanitario de Tán-
ger, don José Atalaya, en los trabajos de salvamento del Artois.
ABRIL.— Llegan las primeras noticias relacionadas con los sucesos de Fez.
El Correo Español establece un servicio especial entre Tánger y Fez mien-
tras duran los sucesos.
574
JULIO.— Debuta en el Tívoli la artista Elena Fons.
1913
ENERO, 15.— Empieza a regir en Tánger la hora oficial con arreglo al meri-
diano de Greenwich.
575
MARZO.— Se comete un crimen en el edificio de la Compagnie Al-
gérienne. Resulta herida de gravedad en director, Monsieur Mauclot.
1914
FEBRERO, 3.— Viniendo del crucero español Extremadura una lancha con
ocho marineros y el cabo de cañón Manuel Martínez Golpe, cartero del
buque, un fuerte golpe de mar logró volcar la embarcación. Un remolca-
dor del puerto recogió a los náufragos, pero no pudo llegar a tiempo de
salvar al cartero y otros marineros que perecieron ahogados.
576
Ocurre un desagradable incidente en el Café Central. Un francés y una
mora, recién llegados de Casablanca, se sientan en la terraza. Algunos mo-
ros se sientan en su torno, curiosos e indignados. El francés se levanta y,
cogiendo a la mora de un brazo, se refugia en el portal del Hotel Bristol,
desde donde hace un disparo al aire para ahuyentar a sus perseguidores.
La alarma fue muy grande, pero pronto se hizo la calma.
JUNIO, 6.— Aterriza en Bubana una sección de tres biplanos modelo Far-
man, de la escuadrilla de Larache, al mando del capitán Bayo. Son los
primeros aparatos aéreos que se ven en Tánger.
JULIO, 10.— A bordo del yate Cosme Jacinta llega a Tánger el conde de Ro-
manones, con sus hijos y el señor Echevarrieta.
577
un tiro en el temporal derecho. Había sido reprobado en una exámenes
celebrados en Argel y que tenían una gran importancia para su carrera.
1915
ENERO, 29.— Con ocasión del viaje a Rabat de Sid Alí Zaky, un periódico
francés ensalza los beneficios que Tánger ha recibido del Protectorado
Francés en lo que se refiere a los artículos alimenticios, que escasean aquí
con motivo de la guerra. Naturalmente, se olvida la ayuda prestada por
España desde el comienzo de la guerra. Sin las medidas adoptadas con
toda urgencia por el Gobierno español, habrían escaseado aquí los ali-
mentos más necesarios, pese a las buenas intenciones del Protectorado
Francés.
FEBRERO, 11.— Naufraga en Arcila una barcaza que, con cincuenta solda-
dos, se dirigía al vapor Lázaro, donde debían embarcar para España. Re-
sultaron ahogados treinta y dos soldados y un oficial de Ingenieros.
578
MARZO, 18.— La Dépêche Marocaine publica un telegrama dando cuenta de
la derrota de los ingleses por los turcos en el Canal de Suez. Por su parte, El
Porvenir inserta otro telegrama, fechado en Oviedo, dando cuenta de ha-
berse refugiado en aquel puerto un buque mercante alemán.
Ambos periódicos subsanan como pueden los respectivos gazapos.
1916
ABRIL, 2.— El Correo Español, a cuyo frente se halla don Manuel Quero,
anuncia la inauguración de la conducción terrestre entre Tánger, Arcila,
Larache y Alcázar, a partir de hoy.
579
OCTUBRE.— Terminan los trabajos de instalación de la Casa de Socorro de
la Cruz Roja Española. El doctor Sievert ha regalado un magnífico instru-
mental de cirugía.
1917
1918
580
DICIEMBRE, 6.— A las dos de la tarde ocurrió en nuestra bahía una sensible
tragedia. Por la mañana había fondeado el crucero norteamericano Dayer.
En un bote automóvil se dirigían a tierra treinta y seis marineros y un ofi-
cial. Debido al fuerte oleaje, el bote volcó en medio de la bahía, cayendo al
agua todos sus tripulantes. Tres lanchas del crucero español Princesa de
Asturias acudieron en su ayuda. También envió dos botes el vapor–correo
Silvestre, que salía en aquel momento para Algeciras. Un bote del crucero
francés Cosmao y la gasolinera de la Trasmediterránea acudieron asi-
mismo. Fueron recogidos veintiocho marineros. Los ocho restantes y el
oficial perecieron ahogados.
1919
ENERO, 16.— A las ocho de la mañana, un bote a remo del crucero francés
Casiopée, que venía hacia el muelle con siete marineros, volcó al llegar a la
rompiente. A pesar de la prontitud de los auxilios prestados, perecieron
ahogados tres de los siete marineros.
La frecuencia de estos accidentes se atribuye por la gente de mar a las
obras del puerto, que hacen más grande y más intensa la rompiente.
MARZO, 18.— Llega por primera vez a Tánger un aeroplano militar fran-
cés, conduciendo correspondencia aérea para el Correo Jerifiano. Mañana
regresará a Rabat.
MARZO, 20.— Entre la colonia española de Tánger producen una gran ale-
gría las noticias de la ocupación de Alcazarquivir por las tropas españolas.
Días antes, una columna compuesta por el Grupo de Regulares de Ceuta,
al mando del teniente coronel Canis, y una mía de policía de la Condesa, al
mando del capitán Peña, avanzó por Aaín Yir, por la divisoria del Garra,
estableciendo posiciones en Cudia Maraz, Butfal y Tuila, a seis y catorce
kilómetros, respectivamente, de nuestra posición avanzada de Aaín Yir,
las dos primeras, y la de Tuila sobre el mismo Zoco de Tlatza de Tzagara-
isir, sin encontrar resistencia. Establecidos así los jalones para el avance
hacia Alcazarquivir, nuestras tropas lo realizaron con pleno dominio del
terreno.
581
AGOSTO.— La prensa local dedica en general sus editoriales al futuro ré-
gimen de Tánger, exponiendo sus puntos de vista respectivos acerca de
tan importante cuestión. La Dépêche y El Porvenir son los que llevan la voz
cantante en este asunto.
1920
FEBRERO, 5.— Muere el caíd MacLean. Desde hace algún tiempo se hallaba
ya retirado de toda actividad, recluido en su residencia del Marchán.
582
Monsieur Menard se apresura a enviar una carta al Ministro de España,
pidiendo excusas por lo que su hijo ha realizado en un acto de inconscien-
cia, y haciendo protestas de su simpatía hacia España. El letrero quedó
borrado en seguida.
JUNIO, 30.— Se inaugura la nueva pista desde Rgaia para Tetuán, con lo
que se facilitan las comunicaciones postales desde Tánger a Tetuán. Al
propio tiempo que la pista se inaugura también un suevo servicio de au-
tos. La Colonizadora, constructora de la pista, recibe en Rgaia a los invita-
dos. Representan a la compañía los señores Pérez Caballero (hijo) y
Alonso.
583
Al entierro del capitán Rojas vino de Ceuta, por vía marítima, el Alto
Comisario.
Quedan paralizadas las obras locales del ferrocarril Tánger–Fez, que tan-
tas esperanzas habían despertado en la localidad. El adjudicatario carece
de fondos para continuar y busca un empréstito o nuevo contrato con el
que mejorar las condiciones de sus trabajos. Ello da lugar a numerosos
comentarios en la prensa por la forma en que se ha hecho la adjudicación.
Por lo pronto, Tánger sufre las consecuencias de esta paralización.
584
1921
585
instala, mientras terminan su local propio, en la casa situada a espaldas
del Casino de Tánger, donde estuvo antes el Colegio Español.
Asistieron al acto el Ministro de España, señor Serrat, y el Director
General del Banco de Bilbao, señor Figueras.
586
1922
1923
587
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1925
588
y de derechos de los regidos.
1926
589
OCTUBRE, 17.— Muere en Tánger el periodista don Trinidad Abrines, di-
rector del semanario Al Magreb Al Aksa. Su muerte causa un sentimiento
general, por su labor en pro de los intereses tangerinos y por su bondad.
1927
590
conflicto se resuelva favorablemente.
JULIO, 7.— Los cocheros no quieren la nueva parada que se les ha asignado
en el Zoco del Carbón. Desean seguir en el Zoco Grande, por lo que se han
declarado en huelga.
Plantéase el primer conflicto serio del agua, no por falta de este elemento,
sino porque la compañía carece del material necesario para una distribu-
ción adecuada. La Asamblea interviene. La población permanece más de
una semana sin agua. Se vuelven a abrir algunos pozos y los guerrabas lle-
van agua a domicilio< No pasa nada. La Administración enmudece. El
conflicto lo arregla< la Providencia, como de costumbre, aparte de la con-
siguiente subida de tarifas.
OCTUBRE, 27.— Llega una división naval italiana compuesta del crucero
Bari y los cazatorpederos Samo y Manin, al mando del príncipe de Udine.
591
desde Malabata. Ambas tienen que suspender el intento después de una
hora de travesía. Miss Hudson se ha desmayado a la vista de los delfines
que saltan a su alrededor. Al fin se convence de que estos animales son
inofensivos, aunque demasiado retozones.
1928
592
nas y tasa especial sobre la importación de libros, diarios, revistas y papel
destinado a la impresión de diarios, revistas y ediciones.
ABRIL, 6.— A las doce de la noche, la nadadora inglesa Miss Gleitzer logró
atravesar a nado el Estrecho, desde Tarifa. Permaneció en el agua doce
horas, recorriendo una distancia de veintidós kilómetros.
593
JUNIO.— El Administrador Alberge propone a la Asamblea que sea nom-
brado nuevo jefe de la Policía de Tánger el súbdito inglés Mr. Blandy, del
que acompaña relación de méritos. Añade que habla correctamente el
francés y el portugués. En su infancia, habló también el español. Los dele-
gados españoles estiman que el portugués no es idioma estatutario ni tiene
aquí aplicación alguna. Sostienen que es absurdo un comisario inglés, que
habló español en su infancia, en una ciudad donde viven más de quince
mil españoles. Desconoce, pues, dos de los tres idiomas estatutarios más
en uso: español y árabe. No obstante, se consuma el nombramiento, y la
Delegación española, en señal de protesta, abandona el salón de sesiones.
JULIO, 16.— Fallece, a los ochenta y cinco años de edad, don Abelardo
Sastre, una de las figuras de mayor relieve del viejo Tánger. Representó a
la colonia británica en la Comisión de Higiene hasta la implantación del
Estatuto.
1929
ENERO, 11.— Para sustituir a don Antonio Pla, nómbrase Cónsul General
de España al Ministro don Bernardo de Almeida.
594
la última reforma del Estatuto, los señores Nahón, Giuliani y Mariani.
JUNIO, 18.— Llega una escuadra francesa, compuesta por los acorazados
Provence, Bretagne y Lorraine; cruceros Lamotte, Picquet y Dugnain Trouin;
torpederos Panthère, Tigre y Chacal. También viene el portaaviones Béarn.
JUNIO, 29.— Con la obra de Benavente Más fuerte que el amor se presenta
por primera vez Margarita Xirgu en el Cervantes; la acompaña el primer
actor Alfonso Muñoz.
595
AGOSTO, 12.— Llegan los exploradores ingleses del Handon, que son ob-
jeto de grandes agasajos. Después de varios días se les tributa una despe-
dida emocionante.
OCTUBRE, 19.— Llega a Tánger el Ministro del Aire francés, Monsieur Lau-
rent Eynac, que es recibido por el Ministro De Vitasse.
596
nia Uceda de Algaba, señoritas Luisa Avilés, Sofía Bernal, y señores Anto-
nio Anting, Luis Avilés, Antonio Avilés, Manuel Ramos, Jesús González,
Manuel Jiménez y Jaime Azerrad, bajo la dirección de don Eduardo Gue-
rrero.
1930
ENERO, 19.— Inaugúrase el Asilo Sabah-Laredo, con lo que los judíos po-
bres serán obligados a no mendigar en las calles.
597
Bentata, del Heraldo de Marruecos; Giuliani, corresponsal de Il Corriere della
Sera; Blanco, repórter gráfico; y el doctor Bernal, médico de la Asociación.
ABRIL, 19.— Invade Tánger una plaga de langosta que llega hasta las calles
de la ciudad.
MAYO, 28.— El Director del Timbre pretende que las carteleras que los
periódicos instalan en el Zoco Chico paguen impuesto. La Asociación de la
Prensa eleva una razonada protesta.
Estamos en plena época del sensacional asuerismo, que con sus toques de
trigémino pretende revolucionar toda la Medicina y la Farmacopea. Apro-
vechando esos momentos, llega a Tánger el secretario del maestro Asuero,
doctor Sarmiento. Los enfermos acuden esperanzados. Hay gran revuelo.
Algunos se creyeron curados ya para siempre.
598
tivo Daily Herald impresos en la madrugada anterior.
OCTUBRE, 10.— Por primera vez viene a Tánger el insigne charlista García
Sanchiz, invitado por el señor Aguirre de Cárcer, para mayor esplendor de
la Fiesta de la Raza de este año. En el banquete celebrado en Villa Harris,
el señor Aguirre de Cárcer da cuenta de haber obtenido éxito en las ges-
tiones que venía realizando cerca del Gobierno para que éste costee el
viaje y estancia de doscientos niños españoles de Tánger. En este grupo irá
un núcleo de musulmanes amigos de España, y otro de sefardíes.
La noche del día 12, Sanchiz da su anunciada conferencia en el Cervan-
tes, obteniendo un éxito clamoroso. La escena figura un bello patio anda-
luz, con una fuente en el centro. En su entorno, varios bancos de losetas
multicolores y muchas flores. Entre las flores, mujeres. El bellísimo con-
junto ha sido dirigido artísticamente por el señor Díaz Merry, que es muy
felicitado. De maja, aparece la señora de Miguel; de mora, la señorita Sol
Benasuli; de hebrea, su hermana Luna; de portuguesa, la señorita de Ma-
rrache; de americana, la señorita Elena Hernández Abrines; de catalana, la
señora de Castro; de charra, la de Delmar; de zamorana, Mariquita Gil; de
andaluza, su hermana Victoria; de aragonesa, la señorita de García; de
candelaria, la de Sánchez Codda; de canaria, la de Atalaya; de valenciana,
la de Bataller; de gallega, Antoñita Ruiz; de extremeña, su hermana Lour-
des; de lagarterana, la señorita de Martínez Pozo; de vasca, la de Huarte;
de segoviana, la de Coello; de leonesa, la de Romero; de mallorquina, la de
Bendahan; de roncalesa, Clarita Israel; de burgalesa, Salud Bermúdez, y de
vallisoletana, Maruja González.
599
de la amabilidad de que ha sido objeto.
NOVIEMBRE, 3.— Salen los primeros grupos de niños que han de recorrer
España invitados por el Gobierno español, gracias a las gestiones del señor
Aguirre de Cárcer. La despedida fue emocionante y durante ella se repi-
tieron las ovaciones al señor Aguirre de Cárcer por esta feliz iniciativa.
1931–1932…
600
últimos años, una política española: amplia, previsora, flexible, atenta, que
armonizada los intereses de todos. Ha faltado también por parte de los
españoles espíritu de solidaridad. No ha sido fomentado ese espíritu
desde arriba. No ha habido tiempo. Nuestros representantes apenas si
dispusieron del necesario para deshacer el equipaje de llegada y preparar
el de partida. No ha existido continuidad.
Tánger entra en un periodo turbulento de agitación. Mítines,
manifestaciones, huelga general< Nadie sabe las consecuencias que po-
drían derivarse del hecho de que, como hasta ahora, las cuestiones vitales
para la colectividad tangerina continuasen desamparadas por razones ex-
trañas a los intereses de T{nger< La Zona Francesa tira una piedra contra
la española. Ésta contesta con otra. A continuación, Tánger recibe dos pe-
dradas juntas.
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1954
601
Marruecos, España tuvo que luchar con brío, no por la posesión del mejor
departamento, que de antemano le fuera escamoteado. Tuvo que sostener
reñidísimas y vergonzosas batallas para poder amueblar con decoro el que
después de inapelable quia nominor leo 232 le tocara administrar. ¡ Adelante,
sin embargo! Sostenida por el magnífico espíritu de la raza, que en su día
supo dar brillo y esplendor a la Historia, procedió a su instalación, mo-
desta pero decorosa, consciente de la misión que le había correspondido
en el mundo. Mas, con todo, aún hubo de reñir frecuentes y sonrojantes
batallas para evitar que de la sencilla mesa de pino o de la humilde silla de
enea arrancasen una pata o el respaldar. Con argucias se nos descartó para
lo fundamental e importante, y con toda saña se nos disputó lo secunda-
rio. Nuestro sino en Marruecos ha sido siempre tener que defender lo ín-
fimo, lo que nadie pensara en aprovechar jamás. Como si el hecho de ha-
ber dado utilidad a lo que se nos entregó como inservible o ruin desper-
tase la codicia o el recelo de los que tuvieron todo a su alcance. Y ésta es la
espina que España siente más hondamente clavada: que las heridas de la
carne no duelen tanto, en ocasiones, como las que se reciben en el amor
propio. Más que la misma herida, duele la pequeñez de la causa.
En la geografía tangerina, la lucha fue mayor y más grande también la
cicatriz. Al cabo de los años de cooperación sincera, culminada en dejacio-
nes leales, España presencia hoy el triste espectáculo de cómo, a su exclu-
siva costa, acrecen los derechos de quienes vivían ajenos al clima local y a
sus problemas. Pequeñas naciones que ni remotamente pudieron soñar
con el inusitado predominio que se les concedió para reducir más todavía
el espacio vital de España. Por ello es más de estimar el esfuerzo inteli-
gente y tenaz de quien, como don Cristóbal del Castillo, ha logrado ensan-
char un tanto el cerco, dentro del cual nos asfixiábamos en Tánger.
No digáis cuarenta o cincuenta años. Ni compendiéis, en visión rápida
y fugaz, el tiempo, hurtándolo al lento desgranar de sus minutos en horas,
sus días en semanas y sus meses en años. Decid un día, dos días, tres días,
hasta el de hoy. Veréis entonces ¡ qué largo el recorrido! Comprenderéis
así ¡ cuántas cosas! pudieron ocurrir y ocurrieron realmente en esa breve
frase con que los labios sintetizan un periodo de tantos días: ¡ medio si-
glo!...
«Porque me llamo león»: es la excusa que aduce el león, frente a sus socios —la vaca, la
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cabra y la oveja— para quedarse con todo en el reparto de una presa ( en una fábula de
Esopo ). Nota del copista.
602
Si algo os enseñaron los episodios leídos y los afanes descritos; si vues-
tra experiencia de hoy puede nutrirse con algunos de los frutos maduros
de ayer, ¿qué importa lo demás? Si el surco abierto por las hormiguitas de
ayer con su humilde laboreo es hoy ancho y espléndido camino, ¿qué im-
porta si nadie recuerda ya que hubo tales laboreos, ni siquiera tales hor-
miguitas? Tampoco las hormiguitas de hoy contarán mañana en su pre-
sente.
Así es la vida: dura vida, pero vida.
603