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Abdallah Laroui

W \ EDITORIAL
Z l J MAPFRE
Marruecos:
Islam y nacionalismo

Marruecos es un país musulmán con una


larga tradición de Estado independiente, lo
que constituye más una excepción que una
regla en su ámbito. Su compleja historia
hace que el nacionalismo -respuesta de la
sociedad marroquí frente al peligro
exterior- adquiera un significado propio.
Desde el punto de vista social, sólo podía
surgir en el marco del Majzén (en el sentido
de élite general del país), desde el punto de
vista político, en el seno de la clase clerical
y desde el ideológico, tras el velo del
salafismo. Para Abdallah Laroui, el
nacionalismo, tal como aparece en
Marruecos y teniendo en cuenta los tres
factores señalados, es el símbolo y la
ideología de una continuidad socio-histórica.
Este planteamiento rompe con el viejo
hábito de fijar en 1912 el final del antiguo
Marruecos y en 1930 el nacimiento de
un Marruecos nuevo. La obra es una
recopilación de ensayos escritos por el autor
en diversos momentos, pero que
constituyen un corpus sólido de la historia
de Marruecos.

Abdallah Laroui (Marruecos, 1933). Profesor


de la Universidad Mohamed V de Rabat.
Miembro de la Academia del Reino
de Marruecos. Obras: Les origines sociales
et culturelles du nationalisme marocain
(1977), Histoire du Magreh: un essai de
synthèse (1978), El Islam árabe y sus
problemas (1984).

.
Colección El Magreb

MARRUECOS:
ISLAM Y NACIONALISMO.
ENSAYOS
Directores de la Colección: Alfonso de la Serna, Bernabé López
y Miguel Hernando de Larramendi
Traducción: Malika Embarek
Diseño de cubierta: Fernando Gómez

© 1994, Abdallah Laroui


© 1994, Fundación MAPFRE América
© 1994, Editorial MAPFRE, S. A.
Paseo de Recoletos, 25 - 28004 Madrid
ISBN: 84-7100-612-X
Depósito legal: M.7439-1994
Compuesto en Fernández Ciudad, S. L.
Catalina Suárez, 19 - Madrid 28007
Impreso en los talleres de Mateu Cromo Artes Gráficas, S. A.
Carretera de Pinto a Fuenlabrada, s/n., km. 20,800 (Madrid)
Impreso en España - Printed in Spain
ABDALLAH LAROUI

MARRUECOS:
ISLAM
Y NACIONALISMO.
ENSAYOS

©
EDITORIAL
MAPFRE
ÍNDICE

P resentación .................................................................................................. 9

P rólogo .......................................................................................................... 13

I ntroducción.................................................................................................. 15
Historia ideológica, historia crítica .................................................. 15
Los relatos sobre el pasado marroquí ............................................. 16
Renovación de los métodos .............................................................. 22
La aproximación histórica ................................................................. 28

I. E l I slam en Á frica del N orte ......................................................... 31


Definiciones .......................................................................................... 31
El patrimonio religioso preislámico ................................................. 32
El período árabe ................................................................................. 35
El período beréber ............................................................................. 45
El Islam de las zagüías........................... .............. , ............................ 54
El Islam salafí ....................................................................................... 58

II. M arruecos a principios del siglo x i x .............................................. 65


La estructura político-social.............................................................. 66
Las reformas del Majzén frente a la ofensiva eu ro p ea.................. 73
Las reacciones de la población ......................................................... 79
Hassan I ................................................................................................ 85
La Conferencia de Algeciras ............................................................. 97

III. L a resistencia a la penetración colonial ...................................... 105


Los estados del Magreb y los europeos .......................................... 108
Las etapas de la resistencia ................................................................ 116
índice

El fracaso de las iniciativas y de la resistencia................................ 118


Ahmad al-Hiba ...................................................................................... 126
Muhammad ben ‘Abd al-Karim y el nacionalismo m arroquí...... 135
Muhammad al-Hayuï y el orden urbano.......................................... 145

IV. A proximación al estudio del nacionalismo................................... 155


Fundamentos del nacionalismo m arroquí....................................... 165
Marcha Verde y conciencia histórica............................................... 178

V. L a COLONIZACIÓN EN PERSPECTIVA ......................................................... 197


Europa como m ito................................................................................ 210

APÉNDICES

Bibliografía ...................................................................................................... 221

Índice onomástico ............... 227

Índice toponímico ........................................................................................... 229


PRESENTACIÓN

Abdallah Laroui es uno de los más eminentes intelectuales del


Magreb. Nació en Marruecos (Azemmour, 1933) y su doble forma­
ción, árabe y europea, le ha permitido una lúcida compresión de la
realidad magrebí, vista desde dentro y desde fuera. Me complace de­
cir, en estas primeras líneas prológales de su libro, que debo a Abd-
llah Laroui, no sólo su amistad personal, de la cual me enorgullezco,
sino también una buena parte del modesto entendimiento de Ma­
rruecos que llegué a alcanzar durante los años que permanecí en su
país (1977-1983). La lectura de sus libros y las muchas conversacio­
nes que mantuve con él fueron para mí sumamente enriquecedoras.
La inteligente, serena, objetiva visión que el autor de Marruecos: Is­
lam y nacionalismo ha logrado de su propia tierra, así como del con­
junto del Magreb, luce en todas sus obras, sin que por ello se debili­
te la fidelidad a la historia y a la cultura a las que pertenece.
Su brillante currículum de estudios de Marruecos y, posterior­
mente, en la Universidad de la Sorbona, en París, por la cual es li­
cenciado y doctor; sus tareas de profesor universitario en los
Estados Unidos (Los Ángeles, California) y en Marruecos (Rabat) y
sus funciones diplomáticas y académicas han proporcionado a La­
roui un cúmulo de saberes —centrados, principalmente, en la cien­
cia política, la historia general y la lengua y civilización árabes— y
de experiencias universitarias y políticas que hacen de él un perfec­
to intérprete, ante las mentes occidentales, de las realidades del
mundo árabe y, en especial, de Marruecos y el Magreb, así como, en
el sentido inverso, un conocedor eficaz, para los lectores árabes, de
la cultura occidental.
10 Marruecos: Islam y nacionalismo

Abdllah Laraui es autor de una serie de obras en la lengua árabe


—relatos, ensayos, novelas, colecciones de artículos— que no mu­
chos lectores occidentales podrán conocer, pero en cambio sus li­
bros escritos en francés o traducidos al inglés, italiano y español son
de mucho más fácil acceso y entre ellos hay algunos que yo conside­
ro imprescindibles para alcanzar un cabal conocimiento del mundo
histórico y actual al que este escritor pertenece. Ni que decir tiene
que si algún tipo de lector debiera interesarse primordialmente, y yo
diría que urgentemente, por el pensamiento de Abdallah Laroui y
por los análisis que hace en sus libros de las realidades marroquíes,
magrebíes y, en general, del mundo árabe, ese lector es el español.
Libros como L’h istoire du Magreb, La crise des intelectuelles arabes, Islam
et modernité, y, sobre todo, la que yo personalmente considero como
su, hasta ahora, obra magna, Les origines sociales et culturelles du natio-
nalisme marocain, debieran ser libros de cabecera de todo aquel que
se interese por esa realidad trascedental para los europeos, y en par­
ticular para los españoles, que es el Magreb y, más que nada, Ma­
rruecos. Yo espero que algunas de estas obras aparezcan pronto, en
versión española, ante el público de nuestro país.
Tiene ahora el lector español en sus manos Marruecos: Islam y na­
cionalismo. Ensayos■un libro que, en mi opinión, posee una actuali­
dad palpitante. Marruecos es siempre actualidad viva para España.
A pocas millas de nuestra costa, contituye una enorme realidad físi­
ca y humana cuya proximidad geográfica e histórica es tal que, des­
de hace casi mil trescientos años, actúa como la circunstancia exter­
na quizás más condicionante de la vida española. Sin embargo,
pocas realidades cercanas a nosotros han sido tan mitificadas por los
españoles como la marroquí, cosa particularmente grave, porque
Marruecos no sólo es Marruecos, —lo que en sí mismo considerado
es de gran importancia—, sino que es la punta más cercana a noso­
tros del mundo árabe e islámico y la vanguardia geográfica de todo
un continente, el africano. Que en los siglos lejanos en que, sobre la
memoria colectiva de los españoles, operaba el recuerdo de la con­
quista islámica de España y de la reconquista cristiana hubieran
quedado en la mente de nuestros antepasados ideas míticas sobre el
«moro», Marruecos o el Islam, quizá podría tener una explicación,
nacida de las asperezas de la contienda, de las complejidades de la
convivencia y de la propia inclinación a los mitos del hombre anti­
Presentación 11

guo. Pero en el siglo xix y luego en el nuestro, el xx, la actitud de la


mayoría de los españoles, comprendidos intelectuales, políticos y go­
bernantes, en relación con Marruecos haya estado guiada frecuente­
mente por el escaso conocimiento de la realidad vecina, cuando no
por la ignorancia, y hasta por los mitos, es menos explicable; y, sin
embargo, así ha sido, desgraciadamente.
Por ello, cuando encontramos quien nos puede hablar, desde
dentro de ella, de esa realidad tan mal conocida o ignorada, con lu­
cidez, serenidad y empleando nuestro propio lenguaje intelectual, si­
tuándose en el plano de nuestros conceptos culturales, en una pala­
bra, como si fuera un europeo, tenemos la sensación de poseer una
clave preciosa de entendimiento y experimentamos la urgencia de
escuchar con fruición su palabra. Éste es el caso de Abdallah Laroui
y su libro Marruecos: Islam y nacionalismo.
No es éste el lugar de analizar la obra que tenemos ante noso­
tros, sino de presentar a su autor y señalar el por qué del interés de
su libro, como acabamos de hacer. Pero quiero añadir que es mérito
principal de Abdallah Laroui el saber aplicar a los temas que trata
un análisis riguroso y, si es necesario, implacable. Cuando, por ejem­
plo, emprendió el estudio de los orígenes sociales y culturales del
nacionalismo marroquí, acabó logrando una luminosa radiografía de
la estructura social de Marruecos y conceptos políticos tan impor­
tantes como el de siba o el de beia, tan frecuentemente mal interpre­
tados en la bibliografía occidental, y sobre todo en la de carácter co­
lonialista, quedaron, a mi juicio, definitivamente esclarecidos. Yo
creo que el presente libro nos esclarece también muchas cosas, algu­
nas de las cuales no han gozado de compresión completa por par­
te de los españoles.
No ignoro que habrá lectores que no coincidan con algunos de
los puntos de vista expresados por Abdallah Laroui en este libro y
que conciernen a ciertos temas nada indiferentes para los españoles.
Pero no dudo de que reconocerán la serenidad y corrección con
que los expone y de que se trata de opiniones respetables que recu­
peran el «otro lado» de la cuestión. Pienso que conocer esta otra
cara de la medalla puede ayudarnos a lograr una percepción más
completa del problema, iluminando algunas zonas de sombra crea­
das por residuos de sentimientos y emociones muy comprensibles,
probablemente, pero que han podido velar la nitidez de los hechos.
12 Marruecos: Islam y nacionalismo

Vivimos unos días en los que Marruecos en particular y el mun­


do árabe e islámico en general están cada día más presentes en la
atención de los españoles. Sentimos vivamente su cercanía y ésta
puebla de incertidumbres, inquitudes, y también esperanzas, nues­
tras mentes. Leer las presentes páginas, escritas por un ilustre inte­
lectual marroquí, nos hará ver que al otro lado de nuestras costas
hay mentes preclaras y amistosas que justifican esas esperanzas.

Alfonso de la Serna
Embajador de España
PRÓLOGO

A veces he escrito textos de circunstancia —conferencias, comu­


nicaciones para congresos, contribuciones para enciclopedias u
obras colectivas— que respondían a unos imperativos concretos. Al­
gunos de ellos tenían que ser breves y didácticos; otros, más desa­
rrollados y teóricos. Por su propia heterogeneidad, durante mucho
tiempo me negué a agruparlos en una publicación. Luego me di
cuenta de que, sin proponérmelo, había compuesto un esbozo de la
historia de Marruecos, desde la época preislámica a la Marcha Ver­
de. Estimé entonces que una recopilación de estas características, a
pesar de los defectos inherentes al género, podía ser de utilidad.
No he intentado actualizar estos textos, porque en ese caso me
hubiera valido más escribir otro libro. Simplemente me propuse
unificar la transcripción de los términos árabes, tarea absolutamen­
te imposible, como sabemos todos. Pues, si sustituyésemos Rabat
por al-Ribat, los mapas de que disponemos quedarían inutilizables.
Igualmente imposible sería escribir por un lado Yusuf ben Tachfin
y, por otro, Muley Yusef. He adoptado, pues, una transcripción 1
racional, simplificada, salvo en los topónimos y demás términos
consagrados ya en las lenguas europeas tales como ulema, zagüía,
cadí, etc.
El lector percibirá fácilmente que el libro se centra sobre todo
en el nacionalismo marroquí (IV parte), que intento explicar, desde1
1 En castellano hemos intentado respetar al máximo la transcripción francesa de los tér­
minos árabes utilizada por el autor, salvo en los casos en que los sonidos tienen un equiva­
lente claramente distinto en castellano o cuando la transcripción castellana ha quedado con­
sagrada por el uso. (N. de T.)
14 Marruecos: Islam y nacionalismo

una perspectiva más inmediata, a partir de las distintas formas de re­


sistencia (III) y de la colonización europea (V) y, con una perspectiva
más amplia, a partir del sentimiento religioso (I) y de la organización
del Estado marroquí (II).
Estos temas sólo cabía presentarlos desde una visión crítica. He
intentado, a modo de introducción, definir dicha visión por oposi­
ción a otra, cuyo único empeño estriba en justificar una ideología
preconcebida.
El presente libro no puede sustituir ni a las obras imprescindi­
bles para los investigadores ni a los manuales de historia marroquí
que los lectores, no especialistas, sobre todo los jóvenes, pudieran
esperar. Desearía, no obstante, que cada cual halle en los relatos del
pasado los elementos que le ayuden a comprender su propio pre­
sente.
INTRODUCCIÓN

H ist o r ia id e o ló g ic a , h ist o r ia c r ític a

La historia es, para algunos, un tesoro oculto que el historiador


busca, desentierra, guarda y, eventualmente, enseña a los demás; tér­
minos utilizados metafóricamente y que corresponden al lenguaje de
los detectives y buscadores de oro.
La función del historiador contemporáneo —distinta de la del
erudito o del historiógrafo— es ante todo crítica, presuponiendo
como tal la existencia de determinados datos, objeto de dicha críti­
ca, que se encarnan en un relato. La historia, en sentido estricto, em­
pieza pues con la crítica del relato b Las técnicas empleadas evolu­
cionan, mejoran, experimentan grandes cambios, pero la actitud que
determina la disciplina histórica, la que distingue al historiador del
jurista, del teólogo, del filósofo o del poeta, apenas varía. Por ello,
aún podemos leer, provechosamente y con admiración, a Ibn Jal-
dún, Tácito y Tucídides.
Conocer el acontecimiento tal como se ha desarrollado es la fi­
nalidad que persigue cualquier historiador, independientemente del
país o de la época a los que pertenezca. Nos interesa saber con pre­
cisión qué ocurrió en la batalla de Isly (1844), qué se dijo en la con­
ferencia de Madrid (1880), públicamente y en privado, cuáles fueron
las propuestas dirigidas al Consejo del sultán Muley ‘Abd al-‘Aziz en
relación con el tertib (1902). Pero, para llegar a conocer el aconteci­
miento es preciso ir despojándolo de los múltiples velos que lo en-

A1 igual que la ciencia de la naturaleza, que comienza por la crítica de los mitos.
16 Marruecos: Islam y nacionalismo

vuelven, formando los relatos que, de hecho, nacen al mismo tiempo


que éste. En efecto, en cuanto pierde su aspecto material, se con­
vierte en esos hologramas que el espectador ve, sin cuestionar su
existencia real, pero no puede tocar.
Tras estas breves observaciones, evidentes para aquellos que ha­
yan reflexionado sobre el oficio de historiador, abordemos pues el
tema que nos ocupa, planteándonos las tres preguntas siguientes:

— ¿Cuáles son los tipos de relatos sobre la historia de Marrue­


cos de que disponemos?
— ¿Cómo pueden contribuir los métodos científicos contempo­
ráneos a renovar las críticas de dichos relatos?
— ¿Cuál es la aproximación específica del historiador?

Los RELATOS SOBRE EL PASADO MARROQUÍ

Cada época tiene su propia visión sobre los tiempos que la han
precedido; cada pueblo, sobre su pasado y el de la humanidad; cada
grupo social sobre su oponente, etc. Es difícil hallar un único relato
sobre un determinado acontecimiento. Precisamente por eso, esta
multiplicidad impulsa a la mente, curiosa por naturaleza, a plantear­
se la siguiente pregunta: ¿qué ocurrió exactamente?
¿Cuáles son los tipos de relatos con que contamos sobre la his­
toria de Marruecos, y en particular, la del siglo XIX? A grandes ras­
gos, podemos distinguir cinco variedades: local, escrito, colonial, na­
cionalista y académico. Conviene señalar, no obstante, que nos
referimos a una tipología y no a una clasificación por escuelas, méto­
dos, estilos o ideologías. Todos se relacionan de modo dialéctico.
Cada uno de ellos existe por oposición a unos y por afinidad a
otros. A continuación se enumeran algunas características corres­
pondientes a cada tipo.
1. El primer tipo de relato, que hemos denominado local, se
designa a veces con el calificativo de oral o popular. Delimitado es­
pacialmente, adquiere diversas formas. Así, por ejemplo, la aventura
de Bu Hmara es referida de modo distinto por los guiata y por la
población urbana de Fez; la expedición de Hassan I al Sus no ad­
Introducción 17

quiere las mismas dimensiones según sea narrada por un cuentero


beréber que por un secretario del Tribunal de Marraquech.
Se tiende a suponer a menudo que el relato local es la fuente de
todos los demás y, por lo tanto, el más auténtico. Puesto que un
acontecimiento ocurre obligatoriamente en determinado lugar y mo­
mento, se da por hecho que al menos un espectador, por no decir
un protagonista, debió de informar en el momento sobre ello. ¿Aca­
so la tradición literaria no sincroniza la acción con la expresión? 2
Naslrl, en la parte dedicada al siglo XIX de su Historia de las dinastías
marroquíes (al-Istiqsá), reproduce en varias ocasiones la expresión si­
guiente: «Fulano, que asistió al acontecimiento, me lo refirió». En las
numerosas memorias que actualmente se publican, firmadas por los
líderes de la resistencia —políticos o militares— leemos a menudo:
«El responsable de tal acción me afirmó lo siguiente».
No se trata, en absoluto, de negar que en muchas ocasiones el
relato oral pueda ser contemporáneo de los acontecimientos, pero
con frecuencia surge de una fuente escrita. Recordemos la anécdota
del egiptólogo Gaston Maspéro al que, estando en un pueblecillo
aislado del Alto Egipto, narraron una leyenda faraónica que le sona­
ba familiar; empezó por admirar aquel ejemplo perfecto de continui­
dad histórica, cuando, por ciertos detalles, advierte que se halla en
presencia de una traducción contemporánea de lo que él había pu­
blicado algunos años antes en una revista parisina.
La controversia interminable sobre el origen del hadiz ilustra
perfectamente la imposibilidad de afirmar como regla general la
preexistencia de lo oral frente a lo escrito. Lo que aquí entra en jue­
go es la ingenua creencia que presupone que un relato, al estar de­
terminado localmente, tiene obligatoriamente una expresión oral au­
téntica y que la única misión del historiador consiste en dar con ella
y reproducirla fielmente. Es importante estudiar la historia local, no
sólo porque nos sitúa frente a la escueta realidad histórica, sino por­
que expresa indirectamente los deseos, sueños y ambiciones de sus
promotores y divulgadores.
2. El segundo tipo es el relato escrito y formalizado, denomi­
nado incorrectamente, oficial o majzení. En realidad existe una his­

2 Pensemos, por ejemplo, en el rayaz de los árabes de la antigüedad, donde el propio


héroe comenta sus acciones gloriosas, dirigiéndose a la posteridad.
18 Marruecos: Islam y nacionalismo

toria escrita, independiente del marco estatal, que nos habla de las
familias patricias, de las cofradías, de las cabilas, de los clanes, etc.
Hay quien opina que se debe distinguir el relato oral del relato ofi­
cial; o se equivocan o están situando frente a frente dos tipos de re­
latos diferentes, por supuesto, pero no por ello contradictorios. ¿Es
necesario aclarar que un relato escrito por un visir, como Zayyani,
no tiene por qué obligatoriamente ser menos auténtico que el que
establece un talib al servicio de un cheij de alguna zagüía o de un je­
fe de clan? Ambos parten de un modelo.
Esta producción escrita ha sido, hasta el momento, la fuente
principal de nuestro conocimiento del pasado marroquí. Hubo
una época, la de Lévi-Provenqal, en la que había que describir, re­
sumir, clasificar. Esta labor ya se ha hecho, y de un modo correc­
to. Ahora se trata de ir más allá, de intentar comprender la ideolo­
gía general que subyace en lo escrito y que otorga a sus autores la
misma visión de los personajes y de las acciones históricas. Sus
opiniones difieren en cuanto a los detalles y generalmente tende­
mos a fundamentarnos en unos para desacreditar a otros; error
éste que conduce inevitablemente a ocultar lo que tienen en co­
mún y los vincula, al compartir la misma visión del mundo. El his­
toriador observa, por ejemplo, que todas las misivas destinadas a
la corte de los sultanes, incluso procedentes de las provincias más
remotas y más pobres, están escritas en el mismo estilo florido. Se
podría suponer que un funcionario especializado era el encargado
de transcribir todo el correo que llegaba en un mismo idioma. No
es imposible, pero habría que encontrar las pruebas irrefutables.
¿Pero acaso no es más sencillo pensar que la unidad de expresión
proviene de una unidad de pensamiento, a su vez consecuencia de
un tipo de enseñanza general y único? Habrá que reconstruir, por
consiguiente, este conjunto de creencias y de conceptos antes de
aceptar ciertas opiniones personales sin someterlas previamente a
crítica; quizá no expresen la escueta realidad, sino más bien inten­
ciones y objetivos insospechados a primera vista. Debemos, pues,
aprender a interpretar los textos a la luz de esta ideología general
que queda por reconstruir; de lo contrario, estaremos utilizando
mal los testimonios escritos, pues creeremos, cándidamente, que
su lenguaje es neutro y directo, como el que utilizamos nosotros
mismos, que no requiere preparación para comprenderlo.
Introducción 19

3. El tercer tipo de relato es el que denominaremos colonial y


que no se agota con la producción de la época del Protectorado;
abarca lo escrito por los europeos, desde el principio de su expan­
sión, y lo que se sigue escribiendo en la misma perspectiva.
La producción historiográfica colonial ha sido objeto de bastan­
tes críticas. Se ha hablado de cómo pretendía abiertamente desmo­
ralizar, dividir al pueblo marroquí; cómo se sustentaba preferente­
mente sobre documentos extranjeros de dudoso valor, sin haber
intentado nunca cotejarlos con documentos nacionales; cómo igno­
raba altaneramente la cultura local y juzgaba el pasado del país a la
luz de unos valores rechazados por éste. Ultimamente, sin embargo,
se ha decidido conservar, del relato colonial, su contenido descripti­
vo y documental, puesto que en algunos casos no disponemos de
nada que pueda reemplazarlo. Posición justa, a condición de que no
esconda un deseo solapado de rehabilitar los juicios que transmite y
que, a menudo, aparecen como meras observaciones.
En el fondo, estos juicios concretos no son los que definen la vi­
sión colonial de la historia marroquí; se trataría, más bien, de ese
prejuicio tenaz que expresó Michaux-Bellaire al titular uno de sus
más célebres artículos «El organismo marroquí». El organicismo, el
evolucionismo y el funcionalismo eran, por supuesto, teorías gene­
ralmente aceptadas a principios de siglo y los autores que han escri­
to sobre nuestro país no podían librarse de esta tendencia; pero hay
que tener en cuenta que les interesaba, puesto que de ese modo po­
dían abstenerse de hablar de Estado, de sociedad, de política a pro­
pósito de Marruecos. Un organismo es algo bastardo e incompleto;
es más que una federación tribal pero bastante menos que un
Estado estructurado. Se mueve, reacciona, pero no actúa, en el senti­
do estricto de la palabra, puesto que nunca establece previsiones.
En esta perspectiva, los marroquíes tienen una conducta pero no
una política: son objeto etnográfico pero no histórico. Lo que han
escrito sobre ellos mismos es un material bruto que no refleja con­
ciencia alguna de sí. Cualquier explicación, justificación o relación
de ciertos hechos con otros, sólo pueden ser obra del historiador
colonial. Vemos así cómo se puede escribir en la lengua nacional,
utilizar sólo documentos nacionales —oficiales u orales— y, sin em­
bargo, llegar a las mismas conclusiones que Michaux-Bellaire, R.
Montagne o Henri Terrasse, sin que esta coincidencia demuestre
20 Marruecos: Islam y nacionalismo

que ellos tuvieran razón, puesto que proviene sencillamente del mis­
mo prejuicio inicial.
4. El cuarto relato es el de los nacionalistas, que tampoco es si­
nónimo de lo escrito durante la lucha por la independencia nacio­
nal; se sigue manteniendo hoy y sin duda durante mucho tiempo
aún se seguirá reproduciendo, por no decir enriqueciéndolo.
H. Terrase, en un afán de destruir lo que él llamaba la leyenda
dorada de los marroquíes, sustituyó ésta por una leyenda negra, en
la que el balance de cada una de las dinastías que gobernaron el
país, resultaba invariablemente negativo. Los nacionalistas decidie­
ron acabar con ella antes de que tuviera tiempo de extenderse e hi­
ciera caer en el olvido las verdades reconocidas por viajeros y obser­
vadores europeos antes de la era colonial.
Se aduce en contra de los escritos nacionalistas que postulan la
existencia de un pueblo, de una sociedad, de un Estado marroquíes,
en lugar de describir minuciosamente las etapas por las cuales han
pasado las distintas instituciones. También se les reprocha que, en la
utilización de los documentos, daban muestra de tan poco discerni­
miento como los autores coloniales. No se interesan ni en las fuen­
tes, ni en la fecha, ni siquiera en su valor documental; les basta con
que coincidan con sus postulados.
La historiografía colonial tendía a sobrevalorar el relato local
porque servía para desacreditar al Majzén (Gobierno) y la de los na­
cionalistas a revalorizar el relato escrito, divulgando gran parte de
éste.
5. El quinto tipo de relato es el que está en vigor en las uni­
versidades, dentro o fuera del país, escrito en lengua nacional o ex­
tranjera. Nos podría sorprender verlo citado en el mismo plano que
los demás. ¿No existiría acaso diferencia de naturaleza entre una ex­
celente tesis como la de Ahmad Taufiq 3 y las obras que pertenecen
a otras categorías y que son citadas en ella como fuentes de primera
o de segunda mano? Existe, sin duda alguna, una diferencia, y en
otro contexto lo habríamos resaltado notablemente, pero también
hay una diferencia entre Marruecos y Europa, tesis igualmente monu­
mental, y las obras de Auguste Bernard; entre al-Eikr al-Sami de Mu-
hammad al-Hayuí, que, de presentarse actualmente en cualquier

3 Ahmad Taufiq, Inultan 1850-1912, Casablanca, 1978.


Introducción 21

universidad, hubiera sido aceptada con todos los honores, y los es­
critos de sus contemporáneos 4. Con ello se demuestra que se pue­
de proponer otra tipología distinta de la que se ha utilizado aquí, si
el objetivo es distinto.
Si he insistido en incluir entre los posibles relatos el que nos
ofrece la crítica universitaria es para recordar un hecho fundamen­
tal, que tendemos no obstante a olvidar, es decir, la diferencia
esencial, irrebatible, entre el acontecimiento en sí y el que nosotros
reconstruimos con el mismo nombre. El primero es, ciertamente,
inalterable pero nunca podemos acceder a él en su totalidad; lo
que decimos de él puede, en teoría, aproximársele cada vez más
pero sin llegar nunca a alcanzarlo. En estas condiciones es imposi­
ble conceder privilegio alguno al relato universitario incluso si, por
prurito de objetividad, no ofrece ningún argumento que no se apo­
ye sobre unos documentos sometidos a la más minuciosa de las
críticas. Se distingue de los demás relatos por el método, pero es
evidente que al final del análisis se dirige a un público que lo aco­
ge como una versión de cualquier hecho más, sobre todo si con­
cuerda, como debe ocurrir obligatoriamente, con uno de los otros
tipos de relatos.
No puedo dejar de recurrir aquí a mi propia experiencia como
ejemplo. Para estudiar la conciencia nacional marroquí, tuve que
remontarme hasta principios del siglo xix, dejando de lado el pun­
to de vista del psicólogo social que era inicialmente el mío, para
adoptar el del historiador. Desatendí voluntariamente el relato
local que, a menudo, me ha parecido como el eco ensordecido del
relato oficial; sólo retuve de la historiografía colonial las informa­
ciones topográficas o meteorológicas, fáciles de controlar; utilicé
esencialmente los documentos marroquíes escritos, tanto si eran
obra de los secretarios del Majzén, de los ulemas o de los jefes de
las zagüías. Las conclusiones a las que llegué coincidían amplia­
mente con la versión nacionalista, cosa que no me extrañó dema­
siado puesto que yo describía la genealogía de una conciencia que
era la misma que la de los protagonistas de la resistencia marroquí.
4 A Muhammad al-Hayuí no se le considera, en efecto, como un nacionalista, pero en él
observamos la firme voluntad de defender el patrimonio de la civilización arabo-islámica.
Esto contribuye a que su obra haya sido ampliamente utilizada por los nacionalistas en su
polémica contra los defensores de la colonización francesa.
22 Marruecos: Islam y nacionalismo

Sin embargo, mi postura no se confundía con la del puro historiador


y menos aún con la del historiador nacionalista. Desde el punto de
vista metodológico me aproximé a los datos historiográficos a partir
de las nociones sociológicas que se desprenden del planteamiento
adoptado. Desde el punto de vista del contenido me situé en una fe­
cha más alejada que la escogida por los nacionalistas. Prefería asistir,
en cierto modo, a la gestación del movimiento más que a su alum­
bramiento. Al detenerme en 1912 veía, en efecto, a los nacionalistas
como instrumentos de la historia marroquí, mientras ellos creían ser
los recreadores, por no decir los autores de ésta. Mi objetivo era ex­
plicar el comportamiento nacionalista; no impidió a los lectores ver
en ello una justificación. Mi versión era académica en cuanto al mé­
todo, a la postura epistemológica y, sin embargo, para el lector era
una tesis, en el sentido propio de la palabra, un punto de vista más,
que, a lo sumo, renovaba el relato nacionalista.
Con este ejemplo se ilustra cómo la labor universitaria sirve, y
servirá cada vez más, de foro de confrontación entre las distintas tra­
diciones historiográficas, a un nivel superior de conciencia crítica,
por supuesto. Esto no es exclusivo de Marruecos. A través de los si­
glos, los partidarios y los adversarios de la Revolución Francesa, de
los derechos del Parlamento inglés, de la abolición de la esclavitud
en Estados Unidos, siguen enfrentándose a través de las polémicas
eruditas de los estudiosos. En lugar de afligirse por ello, habría más
bien que congratularse, puesto que estas controversias continuas son
el origen del progreso en la investigación histórica. Llegamos así a
nuestro segundo punto: ¿cómo puede ayudarnos la evolución de las
ciencias contemporáneas a renovar el estudio de la historia marro­
quí?

R e n o v a c ió n d e l o s m é to d o s

No nos referimos a los métodos codificados a finales del siglo


pasado por la escuela positivista, ni a los introducidos alrededor de
los años treinta por los investigadores seducidos por las tesis del ma­
terialismo histórico. Aludimos a los que han sido inducidos desde la
II Guerra Mundial por las ciencias exactas, experimentales y socia­
les. En verdad, las disciplinas en las que estos métodos han dado los
Introducción 23

mejores resultados hasta la fecha —arqueología, historia del arte,


economía cuantitativa— todavía nos resultan, en muchos aspectos,
extrañas. Esto no nos impide, sin embargo, preguntarnos cómo nos
pueden ayudar a estudiar la historia de Marruecos en general. Dis­
tinguiremos tres áreas de aplicación.
La primera área recurre a las ciencias de la naturaleza, en parti­
cular a la química. Se pretende conservar, eventualmente restituir,
los vestigios materiales del pasado y, por supuesto, esto es posible
sólo si la materia de la que se componen se analiza cuidadosamente.
En este estadio, sólo entra en consideración el aspecto material. No
se hará distinción alguna entre una moneda, una alhaja y un utensi­
lio o entre un cuadro, una prenda de vestir y un libro, etc. El docu­
mento objeto de análisis puede ser un acuerdo entre dos emperado­
res o una petición de un sencillo campesino; ambas recibirán la
misma atención. Puede ocurrir que un documento, aún indescifra­
ble, cuyo valor es pues incierto, retenga la atención del investigador.
El historiador que ha recibido en general una educación humanista
no puede iniciar ni desarrollar métodos derivados directamente de
las ciencias de la naturaleza, incluso si consigue aprender con cierto
esfuerzo a utilizarlos. De ahí la necesidad de superar las divisiones
tradicionales entre disciplinas. Esto es evidente para los períodos es­
tudiados en arqueología y prehistoria, pero apenas tiene interés en
otros campos. Cada historiador quiere conocer el medio en el que
vive la sociedad que estudia, no puede pues prescindir de la enorme
cantidad de información que el análisis químico de las monedas, de
los tejidos, de los utensilios, herramientas, semillas, etc., puede ofre­
cerle, cuando estos vestigios se conservan. Y si no están disponibles
es quizá porque no se han buscado, al desconocer absolutamente lo
que de ellos se podría extraer.
El documento histórico ya no es pues lo que consideraban los
positivistas; aplicándose actualmente el término a cualquier objeto
que ha sido utilizado en el pasado y que hoy aún perdura. Al haber­
se modificado la noción de documento, así como la de los métodos
de conservarlo y de restituirlo, el oficio de historiador ha experi­
mentado asimismo una notable evolución.
Precisamente en este campo —el del estudio material de los
vestigios— no hay, ni puede haber, oposición entre los historiado­
res nacionales y entre éstos y sus colegas extranjeros. Todos aspi­
24 Marruecos: Islam y nacionalismo

ran a que el progreso en este sentido avance lo máximo posible. La


renovación de estos estudios depende de la renovación de los méto­
dos, que proviene hoy día de la aplicación de las ciencias de la natu­
raleza. Tanto los historiadores como los médicos esperan que la sal­
vación venga de los químicos y de los biólogos.
La historia ha empezado por ser un cuento, un testimonio del
hombre sobre sí mismo y el mundo y, sin duda, sigue siendo así en
muchos casos. Hoy, sin embargo, es más bien un indicio, una marca,
una señal de que el pasado ha dejado un objeto que forma parte de
nuestro entorno natural y depende, pues, de la jurisdicción de las
ciencias físico-químicas. Esta señal, incorporada a un objeto, es lo
que propiamente se designa como testimonio; y este concepto am­
plio, en el que las ciencias de la naturaleza y la del hombre coinci­
den, es el que debe guiar la política cultural de defensa del patrimo­
nio de un país.
El segundo campo de aplicación de los progresos científicos se
refiere a la manera con que se disponen, o se vuelven a disponer se­
gún las necesidades, las informaciones extraídas de los documentos
que acabamos de mencionar. Se trata, evidentemente, de las técnicas
informáticas desarrolladas a partir de las matemáticas.
Se suele creer que el principio de esta aplicación es nuevo. De
hecho lo que es nuevo es la cantidad extraordinaria de operaciones
que permite la tecnología actual. ¿Qué hacían los historiógrafos de
los siglos pasados al disponer los autores por categorías: los que lle­
vaban por nombre Ahmad o Muhammad, los que habían vivido has­
ta los 100 años, los que transmitieron muchos o pocos hadices, etc.?
Partiendo de unas listas preexistentes, ellos las volvían a disponer
para permitir a otros que las utilizasen según su conveniencia.
¡Cuánto daríamos por contar con un índice general de todos los per­
sonajes citados en el Istiqsa, en el Ithdf, el Másül, etc.! No hay duda
de que un índice de estas características permitiría establecer corre­
laciones por región, edad, nivel de estudios, procedencia, situación
social, etc. Ello nos permitiría descubrir unas verdades que hoy nos
resultan inaccesibles. ¿Por qué inaccesibles? Porque nadie de noso­
tros lee esas obras desde el principio hasta el final como si fuese una
novela; se consultan, cuando surge la necesidad, empezando por el
índice que, al ser alfabético, no suele ser de gran utilidad. Sabemos,
por experiencia, que en un índice no encontramos más que lo que
Introducción 25

ya sabemos. Esto explicaría que documentos importantes publica­


dos hace 50 años en el Ithdf no se hayan aprovechado. Lo que deno­
minamos actualmente trabajo de investigación, con el tipo de refe­
rencias de que disponemos, se reduce a menudo a una tarea de
elaboración de índices. Una vez efectuado el trabajo, el investigador
ya no tiene ánimos para ir más allá; esto explica el aspecto reiterati­
vo de muchas tesis sostenidas ante los tribunales de nuestras faculta­
des de letras. El día en que esta labor mecánica se realice tantas ve­
ces como sea necesario gracias a los nuevos métodos informáticos, a
su vez en constante renovación, se abrirá la vía hacia un análisis más
detenido. Esta labor, a su vez, permitirá comprender la lógica de las
ciencias de la clasificación; podremos entonces hablar provechosa­
mente de corte epistemológico puesto que habremos vivido noso­
tros mismos esta experiencia.
El tercer campo de aplicación, que depende del avance de las
ciencias sociales, es de orden conceptual. Las observaciones que
presentaremos en este sentido nos servirán también para definir lo
que hemos denominado aproximación específica del historiador. En
efecto, en el marco de la teoría de la interpretación es donde mejor
se puede juzgar lo que debe ser la labor del historiador, sobre todo
en aquellos países donde la genealogía es a la vez un pasatiempo y
un medio de ascensión social.
Aclaremos, ante todo, un equívoco: interpretación no es equiva­
lente de lectura (readingj). Cada año asistimos a una «lectura» diferen­
te de Ibn Jaldún que, a menudo, sólo es una estratagema de algún
periodista o polígrafo para difundir sus propias ideas. Se decía de la
famosa Escuela de Ciencias Políticas de París que enseñaba más
que nada a sus alumnos a leer bien el diario Le Monde; podemos de
igual modo afirmar que la enseñanza superior moderna tiene como
misión enseñar a los estudiantes las reglas de lectura de los textos. Si
tal vocablo significa tal idea para tal autor en tal época, no se puede
entender de otro modo y según el capricho de cada cual. Si, a pesar
de todo, se insiste en ello, ha de ser en el contexto de una tesis que
deberá marcar un hito: todo el sistema de investigación universitaria
se funda en este principio. Bujárí utiliza el término ilm\ nosotros no
podemos, si queremos mantenernos dentro de los límites de la obje­
tividad académica, convertirlo en sinónimo de la física de Galileo.
Cuando en Francia se empezó a considerar como hecho reconocido
26 Marruecos: Islam y nacionalismo

que Rabelais era ateo, el gran historiador Lucien Fébvre escribió un


voluminoso libro para probar que las palabras de las que disponía el
autor de Vantagruel no podían expresar la idea contemporánea de
ateísmo 5. Un juez, digno de este nombre, aplica la ley tal como la
han entendido los que la han votado y no tal como él la entiende
como ciudadano. El historiador, en cierta manera, es un juez de las
palabras. Al leer los documentos aplica unas reglas precisas 6. En
este estadio, no es posible establecer un compromiso entre el histo­
riador y el ideólogo. Cuando éste domina a aquél en una sociedad,
esta última se ciega, incluso si permite que los estudiosos de la natu­
raleza sigan haciendo su labor.
¿Acaso están condenados los historiadores a estar siempre de
acuerdo? Por supuesto que no. Por definición, deben estarlo en
cuanto a los principios, las reglas y los procedimientos. Al igual que
el químico reconoce a otro químico —mas no al alquimista, incluso
si éste triunfa en una operación—, el jurista a otro jurista —no al
abogado, incluso si éste comparte sus ideas políticas y convicciones
religiosas—, el historiador a otro historiador, no al ideólogo —inclu­
so si comparte la postura de este último—; en cada uno de los
casos, el método es el que determina la disciplina y no un resultado
entre otros más. Lo que une a los historiadores es la lectura; lo que
los separa es la interpretación.
Al igual que la filosofía ha sido la ciencia madre de las discipli­
nas que estudian la naturaleza, la historia es la fuente de las ciencias
sociales. De ella se han ido, progresivamente, desvinculando la eco­
nomía, la sociología, la etnología, la lingüística, la politología, etc.
Cada una ha creado sus propios planteamientos y su propia termi­
nología. Pero en una etapa posterior la historia se ve invadida, a su
vez, por estas nuevas disciplinas. Va adoptando progresivamente sus
terminologías específicas para interpretar los documentos y así es
como nacen las diferentes escuelas históricas. La multiplicidad de
interpretaciones responde a esta misma multiplicidad de plantea­
mientos, pero la regla de oro, la que codifica la lectura del docu­

5 Lucien Fèbvre, Le problèm e de l ’i ncroyance au xvième siècle, la religion de Rabelais, Paris,


1942.
6 De ahí la importancia capital de los diccionarios históricos de los que carecemos, de­
safortunadamente. Nuestra labor de investigación, incluso si se lleva a cabo correctamente,
se limita actualmente a confeccionar un índice histórico para uso personal.
Introducción 27

mentó, el establecimiento del texto que permite la discusión, garan­


tizando la objetividad (en el sentido limitado que los mismos histo­
riadores dan al término), nunca se cuestiona. Creer lo contrario sería
mostrar que no se han comprendido las cuestiones planteadas por la
escuela relativista 1.
En mi estudio sobre Los orígenes del nacionalismo marroquí utili­
cé un planteamiento politológico que no convenció a los historia­
dores clásicos. La distinción que introduje entre el grupo de los
ulemas y el de los kuttáb (secretarios de las cancillerías), a pesar de
coincidir su formación intelectual —evidente para el sociólogo—
ha sido juzgada por los historiadores como demasiado sutil. Pudie­
ron, sin embargo, discutir mi tesis porque los textos sobre los que
yo me apoyaba estaban minuciosamente establecidos según sus
métodos. Asimismo, si un estudiante de economía se plantea el
porqué en Marruecos no se dio un capitalismo típico, consultará,
obligatoriamente, los documentos que la historiografía pone a su
disposición, a la luz de los conceptos tomados de esta disciplina.
El historiador inicialmente se sorprenderá ante una formulación
poco habitual —puede o no que le convenza la interpretación del
economista—, pero al menos la leerá con interés, a condición de
que los documentos tomados de ella sean utilizados según las re­
glas a las que él mismo se somete. Si no, la ignorará y no será posi­
ble establecer ningún diálogo entre investigadores, con el consi­
guiente perjuicio del progreso científico en general.
Afirmar que lectura e interpretación son sinónimos implica bo­
rrar lo adquirido en un siglo de historia crítica; implica legalizar el
divorcio entre disciplinas, eliminar desde su gestación a la interdis-
ciplinariedad; es condenar la vida intelectual a los conflictos sin so­
lución y a la anarquía generalizada. Sólo un estricto respeto de las
reglas establecidas por la crítica de textos garantizará la permanen­
cia y la potenciación del diálogo entre investigadores e intelectua­
les. Ahora bien, hay que reconocer que cada vez hay menos debate7

7 Las polémicas enfervorizadas de fines del siglo pasado de los historiadores alemanes,
resumidas por Raymond Aron en sus libros sobre la filosofía de la historia, a menudo han si­
do mal interpretadas porque el entorno sociopolítico no se conoce bien. El objeto de esta
polémica era el historicismo heredado de Hegel y, más allá de éste, de la teología cristiana,
no la técnica histórica de la que todos los polemistas han dado unas lecciones extraordina­
rias.
28 Marruecos: Islam y nacionalismo

e intercambio entre nosotros. Cada uno habla su idioma y se man­


tiene sordo ante el de los demás. Si pensamos en ello, se puede con­
cluir que la razón fundamental de este lamentable estado de aliena­
ción, del que se desprende confusión y estancamiento, es la falta de
interés por la epistemología. Los métodos de las distintas disciplinas
—economía, antropología, lingüística, etc.— no se han definido cla­
ramente; por ello la «mentalidad de los historiadores», apenas con­
quistada, se está perdiendo, arrastrando consigo el concepto mismo
de objetividad.

La a p r o x im a c ió n h ist ó r ic a

Desde que se pasó de la retórica a la crítica, la historia experi­


mentó dos tipos de progresos: por un lado, estableció los textos de
una manera más minuciosa y, por otro, entendió mejor la interpreta­
ción, definiéndola con mayor nitidez. Esta distinción confirma la
que tradicionalmente se ha establecido entre análisis y síntesis. De­
searía insistir en el hecho de que si, por capricho o por pereza, le
damos prioridad a una respecto de la otra, estamos vetando el desa­
rrollo de una verdadera conciencia histórica. Durante la época del
Protectorado nos acostumbramos a una cierta división de tareas: los
nacionales buscaban los documentos, los descifraban, los traducían
—si procedía— y luego cedían el terreno a los profesores universita­
rios, franceses en la mayoría de los casos, que los explicaban e inter­
pretaban. ¿Quién podría decir cuánto le debe Lévi-Provengal a los
viejos ulemas de Fez y de Marraquech? En la actualidad corremos
el riesgo de caer en la misma situación. Los jóvenes investigadores,
gracias al esfuerzo del Estado, dominan cada vez más los métodos
críticos. Reúnen los textos, publican excelentes ediciones, llevan a
cabo una buena labor documental sin atreverse, sin embargo, a in­
terpretar, poner en perspectiva y situar los documentos descubiertos
en un marco inteligible para todos. Esto ocurre por falta de madu­
rez conceptual, de familiaridad con los problemas epistemológicos.
Y esta labor indispensable, que no realizamos, otros la llevan a cabo
en nuestro lugar, a su manera y probablemente en su interés.
Se da, no obstante, el peligro contrario. Entre nuestros investi­
gadores, los que se especializan, lo suelen hacer más bien en el co­
Introducción 29

mentario literario, pues rechazan las exigencias de la crítica históri­


ca. Son pues los extranjeros los que investigan sobre los documen­
tos, los analizan, extraen de ellos las informaciones y las clasifican a
su antojo. Se convierten, entonces, en los auténticos conservadores
de nuestro patrimonio. A la vez, por el mero hecho de monopolizar
la verdadera investigación, tienen más oportunidades de innovar en
el campo de la interpretación. Nosotros podemos, por supuesto, te­
ner ideas brillantes, proponer tesis atractivas, pero las auténticas
pruebas las tendrán los demás; nuestra ciencia, en el mejor de los
casos, estará derivada. ¡Supongo que se habrá entendido! Rozamos
aquí el tema, tan discutido, del orientalismo. No cesamos de sentar­
lo en el banquillo, sin darnos cuenta de que el único medio de vol­
verlo inofensivo es igualarse a él en hallazgos documentales y en
ideas explicativas. Sucede pues con ello lo mismo que con la balan­
za comercial, que sólo encuentra un equilibrio estable cuando los
productos nacionales pueden competir internacionalmente en el
mercado interior y exterior.
Nos amenazan, pues, dos peligros: circunscribirnos a la edición
crítica o dejarnos arrastrar por el delirio interpretativo. Y esto se
aplica si nos referimos exclusivamente a la pequeña comunidad de
historiadores profesionales. Si volvemos la mirada hacia el público
en general observamos, desgraciadamente, que la idea misma de ver­
dad histórica pierde cada vez más nitidez; porque el campo está
abierto a todos. Nadie se atreve a tratar cuestiones de geografía si
no es geógrafo; pero cada cual se considera capacitado para disertar
sobre un tema de historia, aunque sólo sea para hablar de sí mismo
o de su familia. ¿Quién puede hablar mejor de uno que uno mismo?
¿Acaso Marruecos no es una gran familia; no tiene cada cual algo
que decir? ¿Es necesario verdaderamente preocuparse de epistemo­
logía para ofrecer un testimonio? ¿Cuál es la respuesta a estos argu­
mentos? ¿Cómo explicar que conocer no es lo mismo que conocerse
a sí mismo? No se trata en absoluto de polemizar en este campo. La
única respuesta posible es fomentar la prudencia, aumentar la canti­
dad de gente que posea este «sentido histórico» que hemos mencio­
nado, es decir, la capacidad de distinguir por sí mismo entre el espe­
cialista y el aficionado, el historiador que busca los motivos de los
hechos y el ideólogo que busca los hechos para justificar sus argu­
mentos.
30 Marruecos: Islam y nacionalismo

La aproximación de la que hablamos es a la vez una disposición


natural y un sentido adquirido. No se manifiesta obligatoriamente
en el aparato crítico. Una obra puede escribirse en estilo moderno,
disponiéndola en capítulos, subcapítulos, notas a pie de página, bi­
bliografía e índice y, sin embargo, seguir siendo ahistórica. Otra pue­
de redactarse en una lengua arcaica y, sin embargo, manifestar por
parte de su autor un verdadero espíritu histórico. El mejor ejemplo
de ello es la producción de Mujtár al-SüsI.
El «sentido histórico», sin embargo, en una sociedad que no le
es favorable, hay que cultivarlo. Esta es la primera función de la uni­
versidad, y el mejor medio de hacerlo es fomentar los trabajos de in­
vestigación en epistemología. Un estudiante lee un gran libro extran­
jero; deslumbrado por el método y las conclusiones, decide tomarlo
como modelo y aplicar este planteamiento a la historia marroquí.
¡Perfecto! Pero si su formación epistemológica es pobre o inexisten­
te creerá cándidamente que puede empezar directamente su labor
de investigación sin plantearse ninguna pregunta preliminar. Al no
saber a qué época, a qué sociedad, a qué documentación debe apli­
car dicho planteamiento, adoptará obligatoriamente el enfoque del
teólogo, convirtiéndose naturalmente la interpretación en justifica­
ción. Los ejemplos de esta desviación podrían ser múltiples. El his­
toriador consciente de su método no se plantea cualquier pregunta.
A la luz de la documentación de que dispone, de lo que conoce de
la sociedad marroquí a partir de sus lecturas y de su experiencia
personal, intentará encontrar la pregunta idónea para cada época, re­
gión, grupo, etc. Criticar e interpretar son dos operaciones comple­
mentarias. Sólo aplicándolas conjuntamente a una multiplicidad de
problemas, el investigador adquirirá la mentalidad que define su dis­
ciplina y que lo impulsará siempre hacia la objetividad, casi a pesar
suyo y más allá de querellas y racionalizaciones, ambiciones y espe­
ranzas.
I

EL ISLAM EN ÁERICA DEL NORTE

D e f in ic io n e s

Se denomina, convencionalmente, África del Norte a la región


que comprende los actuales estados siguientes: Libia, Túnez, Argelia,
Marruecos y Mauritania. Corresponde a lo que los escritores árabes
denominan Magrib (Occidente). Utilizaremos las dos palabras indis­
tintamente. La unidad de la región proviene de la continuidad de su
poblamiento, ya que desde los comienzos de la historia la habitaron
beréberes, originarios en su mayoría de las orillas del Mar Rojo, a
los cuales se agregaron posteriormente europeos, semitas y negros.
En contacto con todas las grandes civilizaciones de la antigüedad, el
África del Norte fue anexionada a los dominios del Islam a finales
del siglo vil. Aunque no fue íntegramente arabizada, como los países
de Oriente Próximo, sí fue, en cambio, totalmente islamizada, y —a
excepción de una minoría judía que se ha mantenido hasta la fe­
cha— la gran mayoría de la población sólo conoce, a partir del siglo
xn, el rito (madhab) malikí b
El Islam, tanto en África del Norte como en otros lugares, se
puede considerar bien una religión, bien una cultura. Según se
adopte una u otra perspectiva, los hechos se podrán interpretar de
manera completamente diferente. En las páginas siguientes nos re­
feriremos al Islam como religión, y no como cultura en mayor o
menor medida influenciada por el mensaje coránico. Se tratará,1

1 Cuando consignamos dos fechas, la primera se refiere a la era de la hégira y la segun­


da a la gregoriana.
32 M arruecos: Islam y nacionalism o

ante todo, de movimientos, obras y hombres que han formado el


sentimiento y el comportamiento religioso de los magrebíes.

E l p a t r im o n io r e l ig io so p r e isl á m ic o

El mensaje del profeta Muhammad no llegó a disipar en Arabia


las huellas del paganismo; el proceso de islamización del África del
Norte no pudo, pues, evitar la influencia de la situación religiosa an­
terior.

El substrato prehistórico

La prehistoria de los beréberes todavía no se conoce bien. Las


inscripciones líbicas siguen guardando su secreto, los monumentos
funerarios y las pinturas rupestres se interpretan de manera distin­
ta según se aprecie una influencia egipcia, mediterránea o saharia­
na. Sin embargo, los investigadores coinciden en dos puntos. Según
ellos, los antiguos beréberes no distinguían entre magia, técnica
que tiene por objeto actuar sobre las fuerzas de la naturaleza, y re­
ligión, culto consagrado a una divinidad individualizada en mayor
o menor medida. Sólo adoraban, además, divinidades locales. En
estas condiciones —según dichos investigadores— no habría que
referirse a una religión beréber, sino más bien a una actitud especí­
fica frente a lo sagrado, que los habitantes del Africa del Norte,
ayer e incluso hoy, asocian indistintamente con una gruta, un ma­
nantial, un árbol, una piedra, etc.
Esta política de lo sagrado estaba encaminada a satisfacer las ne­
cesidades básicas, tales como provocar la lluvia, curar a una mujer
estéril, asegurarse la victoria, etc. Ha sido localizada, con varios si­
glos de diferencia, por autores tan dispares como el historiador grie­
go Herodoto (siglo vi a. G), el viajero marroquí Ibn Battüta (siglo
xiv) o el antropólogo finlandés Edward Westermarck (siglo xx). La
noción de baraka (poder polimorfo asociado con la santidad), la ins­
titución de la zagüía (cofradía organizada en torno a un santuario), la
ziára (culto de los santos), el chath (danza ritual), el sama ‘ (música ri­
tual), que cumplieron, hasta hace poco, un papel incontestable en la
E l Islam en África del Norte 33

religiosidad de los magrebíes, siendo combatidas por el Islam oficial,


sin éxito, durante siglos; todas estas nociones no pueden, según mu­
chos antropólogos, comprenderse más que por referencia a esta acti­
tud fundamental frente a lo sagrado, de la que mucho antes del Is­
lam se habían imbuido la religión fenicia, el paganismo romano y el
cristianismo.

Influencia fenicio-púnica

Los fenicios llegaron a las costas de Africa del Norte a princi­


pios del primer milenio antes de Cristo, fundaron Cartago y un gran
número de factorías en las costas. Eran marinos y comerciantes y se
aventuraban poco en el interior de las tierras, al menos hasta el siglo
v antes de Cristo. ¿Qué influencia ejercieron sobre la cultura local?
Aunque los historiadores la evalúan de forma distinta, todos coinci­
den en afirmar que fue determinante, puesto que los beréberes eran
también orientales. La influencia de la cultura púnica sobre la ma-
grebí no coincidió, por otra parte, con el período de supremacía car­
taginesa. Con la derrota y destrucción de Cartago (146 a. C.) es cuan­
do los aguelid (reyes) de Numidia y de Mauritania adoptan los
elementos más característicos de su civilización. La epigrafía y la ar­
queología demuestran en efecto que el culto se imbuyó de la reli­
gión fenicio-púnica, que se concedió un lugar preferente a la diosa
Tanit y que el sacrificio de niños, considerado ignominioso por los
romanos, era habitual. Esta influencia acelerada de la cultura púnica
parece haber constituido un desafío contra la Roma imperial. El es­
pecialista francés de historia antigua de África del Norte, Stéphane
Gsell, afirma que contribuyó a preparar las poblaciones para la pos­
terior islamización.

Romanización y cristianización

La difusión del paganismo romano entre las masas norteafrica-


nas era indisociable de la romanización que fue, en muchos aspec­
tos, notable. Pero frente a la rivalidad con las divinidades de Carta­
go, pronto minada por la propaganda cristiana, este paganismo no
34 M arruecos: Islam y nacionalism o

tuvo tiempo de implantarse verdaderamente. Numerosos estudios


demuestran que fue profundamente africanizado. Los nombres lati­
nos ocultaban sólo superficialmente las divinidades prerromanas: Jú­
piter fue identificado con Ammon; Saturno, el dios africano por ex­
celencia, con Baal-Hammon, Juno-Caelestis con Tanit, Esculapio
con Echmun, etc.
La cuestión del particularismo se plantea también a propósito
del cristianismo africano. La nueva religión alcanzó enseguida nume­
rosos adeptos, especialmente en las ciudades, como atestigua la can­
tidad de personas afectadas por las persecuciones del siglo m. No
hay que olvidar tampoco la aparición de ilustres pensadores como el
apologista Tertuliano (muerto circa 220), el obispo de Cartago Cipria­
no (muerto en el año 258), el padre de la Iglesia, San Agustín (muer­
to en el año 430). Sin embargo, el fenómeno más significativo de
este período fue sin duda el cisma donatista que dividió profunda­
mente al África romana a lo largo del siglo iv. ¿Iglesia nacional?
¿Movimiento de protesta sopial? Lo esencial es que revela un aspec­
to permanente de la psicología de los magrebíes. Parecen aceptar
con soltura las culturas extranjeras, pero escogen de ellas un ele­
mento convirtiéndolo en el símbolo de su identidad. En este senti­
do, el donatismo prefiguraba lo que iba a ser el jariyismo tres siglos
más tarde.

Religiosidad beréber

El África del Norte padece, pues, sucesivamente las influencias


egipcia, fenicia, grecorromana, cristiana, sin que se altere en ningún
caso la actitud religiosa fundamental. Las religiones extranjeras,
aceptadas aparentemente sin dificultad, eran objeto de profunda
transformación en el terreno de lo cotidiano. Las profesiones de fe,
las instituciones, los cultos cambiaban, pero el tipo de religiosidad
se mantenía intacto, reconociéndose por su vehemencia, su extre­
mismo, su racionalismo simplificador; rasgos éstos que volveremos a
encontrar en cada etapa del Islam magrebí.
Al excesivo intelectualismo se añadía una marcada adhesión a
los cultos populares más humildes, como si el norteafricano rehusa­
ra ver en la religión un mero medio de salvación individual. Favore­
E l Islam en Africa del Norte 35

cía siempre lo social en perjuicio de lo individual; lo concreto y útil


en perjuicio de los puros juegos de la mente. Para él la religión con­
sistía ante todo en una ética comunitaria; cuanto más sencillo, neto
y claro era el credo, mejor cumplía su función. Culto local y dogma
elaborado, formalmente alejados el uno del otro, coincidían sin em­
bargo en un mismo objetivo: cimentar el cuerpo social.
Varias expresiones religiosas y una única religiosidad: he aquí
una hipótesis de continuidad que no agradaría a muchos especialis­
tas. Sin embargo, algunos historiadores la adoptan, al menos al prin­
cipio de la investigación, sin perjuicio de que posteriormente la mo­
difiquen para comprender mejor cómo el Magreb se convierte al
Islam.
La islamización, tanto en Africa del Norte como en otros lugares,
fue un proceso dialéctico. El Islam era un conjunto de creencias y de
comportamientos personificados por los árabes llegados de Oriente
Próximo, pero la población que se acogía a ellos heredaba una larga y
rica experiencia que determinaría el resultado final. Tres siglos antes
de la aparición de los primeros misioneros musulmanes, la región, a
excepción de Cartago, ya se había liberado de toda influencia extran­
jera. Ya habían surgido los principados independientes, cuya historia
interior no conocemos bien. Los documentos epigráficos existentes
muestran que seguían manteniéndose la religión púnica y el cristianis­
mo; el judaismo se propagaba y empezaban a despuntar el donatismo
y el maniqueísmo. El Islam, pues, tuvo que actuar en esta situación
excesivamente compleja, donde coexistían extraños sincretismos.
Creer que el África del Norte pasó directamente de la ortodoxia cris­
tiana al sunismo musulmán es pura ilusión.

E l p e r ío d o á ra be

Designamos con este término, bastante inadecuado por cierto, el


período que se extiende desde el siglo n al v (vn-xi). Sólo es árabe
en un sentido muy restringido. Estudiemos por partes la conquista o
la toma del poder político por los guerreros llegados de Oriente
Próximo, la islamización o la adopción de creencias y ritos definidos
por el Corán, la arabización en el doble sentido étnico —cambio en
la composición de la población— y cultural —adopción por los au­
36 M arruecos: Islam y nacionalism o

tóctonos de las costumbres y lengua árabes—. Estas tres evoluciones


nunca llegaron a ser concomitantes.

ha conquista

Los primeros ejércitos árabes llegaron a Ifriqiyya (la antigua Bi-


zacena) en el año 26/647. La conquista, sin embargo, no empezó
hasta después del año 35/655, cuando ‘Uqba ibn Náfi‘ funda la ciu­
dad de Kairuán para servir como base permanente a los combatien­
tes. ‘Uqba decide evitar las ciudades del norte, fortificadas por los
bizantinos, y seguir la vía interior de las Mesetas Altas donde se ha­
bían erigido los principados independientes. Al principio, esta tácti­
ca demostró ser rentable, puesto que el general árabe, tras vencer la
resistencia del jefe beréber Kusaila, atravesará sin dificultad toda la
comarca hasta el océano Atlántico. Pero al regreso, se encontraría
con que beréberes y bizantinos, coligados, le habían cortado las vías
de comunicación. Su ejército, al cometer la torpeza de dividirlo en
pequeños grupos, fue aniquilado. Otro caudillo de la conquista,
Hassán ibn al-Nu‘mán, aprovechándose de la lección de este fraca­
so, decidió concentrarse en el asedio a Cartago, base del poder bi­
zantino. La tomó por asalto en el año 71/691, perdiéndola después y
recuperándola definitivamente en el año 76/695. Entonces, bajo el
mando de una mujer que los árabes llamaron la Káhina, se subleva­
ron los montañeses del Aurés que ya durante los dos siglos prece­
dentes habían defendido ferozmente su independencia contra los
vándalos y los bizantinos. «A los conquistadores —cuentan que dijo
la Káhina— sólo les interesan nuestras riquezas. Hagamos de nues­
tro país un desierto y se irán.» Luego dio la orden de cortar todos
los árboles, provocando una terrible deforestación, cuyos daños aún
hoy se pueden observar. ¿Verdad o leyenda? Sea lo que fuere, aque­
lla estrategia no tuvo los resultados deseados. Los árabes no abando­
naron el país devastado y la Káhina, al ver el cariz que tomaban los
acontecimientos y no pudiendo ella misma someterse aconsejó a su
hijo que se uniese a los vencedores. Las operaciones militares conti­
nuaron aproximadamente durante diez años más en el oeste del
país. El nuevo general, Müsá ibn Nusair, volviendo a la política de
uno de sus predecesores, Abü al-Muháyir, aplicó generosamente el
E l Islam en África del Norte 37

sistema del ualá’ (adopción) y acogió entre la aristocracia árabe a los


hijos de los jefes vencidos. La interpenetración étnica fue tan rápida
que la conquista de España, iniciada en el año 94/711, fue dirigida
por el beréber Táriq ibn Ziyád, maula (protegido) de Müsá.
Contrariamente al caso de Egipto, Persia o España —monar­
quías centralizadas— cuyo destino se sella al final de una sola ba­
talla, el Magreb fue conquistado al cabo de medio siglo. Varias
razones explican esta particularidad. Por ser montañoso, comparti-
mentado, políticamente fragmentado, el país siempre fue difícil de
conquistar. Los árabes estaban confrontados a grupos diversos: rüm
(bizantinos) afranch (romanos), afáriq (beréberes púnicos), nómadas y
sedentarios. Cada uno de estos grupos utilizaba una táctica defensi­
va específica y exigía una respuesta apropiada. La resistencia beré­
ber oscilaba entre los modos de actuar de Kusaila y los de la Káhina
y la política árabe fluctuaba asimismo entre el rigor de ‘Uqba y el li­
beralismo de Abü-al-Muháyir. Además, los ejércitos conquistadores
sufrían las consecuencias de las numerosas crisis que sacudieron el
califato desde el año 40/660 hasta el 75/694.
Algunos historiadores no islamólogos suponen que los primeros
conquistadores árabes eran unos nómadas comparables a los Banü
Hilál que invadieron el país más tarde (siglo v/xi). Nada más lejos
de la verdad; eran adiestrados jinetes con experiencia en las nuevas
tácticas de la guerra. La mayoría procedía de Siria y descendían de
hombres que desde varias generaciones habían estado en contacto
con romanos y bizantinos. Llegaban, pues, al Magreb como herede­
ros de la civilización antigua. A medida que pasaba el tiempo se ha­
cía evidente el carácter neobizantino de la administración árabe.

La arabización

Desde el punto de vista étnico, el proceso de arabización parece


haber sido bastante limitado. A juicio de los principales historiado­
res, la cantidad de árabes asentados en el país durante el siglo pri­
mero de la hégira no sobrepasó los 50.000. La población local, sobre
todo en Ifriqiyya, ya estaba de por sí bastante mezclada, carácter
éste que se acentuó con la conquista, ya que los ejércitos árabes
contaban, de hecho, con un gran número de bizantinos, persas y, en
38 M arruecos: Islam y nacionalismo

breve, beréberes, llamados más tarde zanáta y que se supone fueron


nómadas.
La adopción de los usos y costumbres, del vestido y de la lengua
árabes, fue, sin duda, rápida, pues los antiguos cronistas árabes coin­
ciden en señalar el origen himiarí (yemení) de los beréberes. Esto in­
dicaría que existía un sentimento de lejana solidaridad étnica. Me­
diante el sistema del wala\ numerosos clanes beréberes se unieron a
los qahtáníes (árabes del sur). El término beréber pronto perdió su
sentido etimológico y designó a los habitantes de las montañas aisla­
das. A partir de la islamización la distinción fundamental en Africa
del Norte fue de naturaleza sociocultural y no étnico-lingüística.
La arabización cultural dependía evidentemente de la autoridad
política. Durante el período considerado, el poder de los árabes
estaba sólidamente implantado en el Túnez actual y en la España
mediterránea, regiones pobladas, prósperas y fáciles de defender,
donde la influencia púnica había sido profunda y duradera. Kairuán
y Córdoba, capitales de ambas provincias, interrumpidas sus relacio­
nes con las demás metrópolis islámicas, eran los focos desde los cua­
les se propagaba la cultura árabe y el Islam ortodoxo.
A partir de la conquista, el Magreb estuvo gobernado por emires
nombrados por los califas omeyas de Damasco. Tras la revolución
abasí de 134/750, que transfirió la capital a Bagdad, el Imperio pasó
a ser más persa que árabe, más asiático que mediterráneo. En el año
170/787 Idris I, descendiente de Alí ibn Abi Tálib, hizo lo mismo
en Marruecos. Por último, en el año 184/800 Ifriqiyya consigue, a su
vez, la autonomía, con el acuerdo del califa, bajo la dinastía de los
aglabíes.
Durante el siglo m/ix los dos emiratos, omeya y aglabí, controla­
ban militar y comercialmente el Mediterráneo occidental. La España
musulmana, convertida en califato, cuya capital, Córdoba, no tenía ya
nada que envidiar a Bagdad o a El Cairo, siguió disfrutando de la
misma posición preeminente en el siglo siguiente, hasta la gran crisis
del año 400/1009. La mitad occidental del Magreb vivía bajo su in­
fluencia cultural y política. Los príncipes de Ceuta, Fez, Tlemcen, etc.,
árabes o beréberes, eran los protegidos del califa de Córdoba y, por
consiguiente, difundían la cultura andalusí y la ortodoxia omeya.
En cuanto al emirato aglabí, fue víctima del sectarismo de los fa-
timíes shiíes que sostenían que sólo los descendientes de Alí y Fáti-
E l Islam en África del Norte 39

ma, primo e hija del Profeta Muhammad, respectivamente, podían


aspirar legítimamente al califato. Uno de sus dd‘i (misioneros), llega­
dos del Yemen, se estableció con los kutama en una región monta­
ñosa de la Pequeña Cabilia; y en medio de una población, que sim­
patizaba con los alies, lejos del alcance del poder aglabí, esperó
pacientemente el momento propicio. Minado por las disensiones
que dividían a la familia reinante, el ejército aglabí fue aplastado en
al-Urbus (antigua Laribus) en el año 296/909 y fue asaltada la resi­
dencia del emir, Raqqáda. Un año después llegó de Oriente el ver­
dadero pretendiente que tomó oficialmente el título de ‘Ubaid Allah
al-Mahdí. Pero, para los fatimíes, vencedores, Ifriqiyya era sólo una
base hacia la conquista del imperio abasí. En cuanto se adueñaron
de Egipto en el año 358/969, abandonaron Ifriqiyya a sus aliados,
los kutama. Así nacieron dos dinastías que prosperarán hasta media­
dos del siglo v/xi: los ziríes, que reinaron sobre el actual Túnez y el
este de la actual Argelia y los hammadíes, descendientes de Zírí ibn
Manad, general del ejército y regente tras la marcha del califa fatimí.
El término árabe aplicado a este período es claramente inade­
cuado. En efecto se trataba de príncipes llegados de Oriente que
fundaban unos estados y creaban ciudades en las que el ejército, la
administración, las instituciones religiosas difundían la lengua y la
cultura árabes; pero muy pronto la autoridad política fue comparti­
da; sin los auriba, Idrís no hubiera reinado y sin los kutama, ‘Ubaid
Allah no hubiera podido pretender al califato.
El proceso de arabización fue, sin duda, lento. Las influencias
púnicas y latino-cristianas subsistieron mucho después de la con­
quista, como lo testifican los hallazgos epigráficos. Pero no hay que
exagerar la importancia de la supervivencia de éstas. Una lectura de
los relatos de principios de la dinastía fatimí, refleja claramente que
la patria de los kutama, alejada de la capital y aislada, debido a su
relieve accidentado, estaba no obstante impregnada totalmente de
los valores distintivos de lo árabe. Los gobernantes árabes fomenta­
ban la arabización, que perduraba aunque el poder pasara a manos
de los beréberes, como lo demuestra el comportamiento de los prín­
cipes ziríes y hammadíes, auténticos descendientes de los beréberes
sanháya.
40 M arruecos: Islam y nacionalismo

La islamización

En el año 40/660 una grave crisis dividió a la comunidad mu­


sulmana de Oriente. La lucha por el califato enfrentó a dos clanes:
los partidarios de Mu‘auiyya y, en general, de la familia omeya, y los
de ‘All ibn Abí Tálib y, por extensión, de los hachemíes, el clan del
Profeta. Luego surgió una tercera facción neutral, que sostenía que
la autoridad debía someterse a elección y que el califa no tenía obli­
gatoriamente que ser quraichí pudiendo incluso no ser árabe. A
estos últimos se les llamó jariyíes, a los segundos, shiíes y a los pri­
meros, ahí al-yama‘a, es decir, partidarios de la mayoría. Estos fueron
los que más tarde se convertirían en los suníes (ortodoxos). Inicial­
mente las tres facciones eran igualmente árabes, pero los vencedo­
res, los omeyas, establecieron en Damasco una administración pre­
dominantemente árabe quraichí; los shiíes y los jariyíes se dirigieron
hacia los nuevos conversos y, frente al sunismo, al Islam oficial, con­
servador, moderado, que también era un Islam árabe, adoptaron, de
hecho, por no decir de derecho, una posición no árabe y a veces
abiertamente antiárabe.
La difusión del Islam en África del Norte fue más rápida que la
de la lengua árabe, pues fue consecuencia —paradójica— de la pro­
paganda cismática. El movimiento autonomista dirigido contra el
poder político de los árabes y de los arabizados marcó al Islam con
un carácter profundamente local.
Al morir la Káhina, en el año 82/701, se había prácticamente
logrado la conquista del país. Sus nuevos dueños, para reorganizar­
lo, impusieron una fiscalidad regular. Pero la población estaba
acostumbrada desde la decadencia del imperio romano a vivir en
pequeñas comunidades independientes. A partir del año 102/720,
los beréberes de Ifriqiyya se sublevaron y asesinaron al emir Ibn al-
Habháb. En el año 123/740 estalló en el norte marroquí una re­
vuelta, de mayor envergadura, que no tardó en alcanzar a todo el
Magreb. Uno de los principales jefes rebeldes, Maisara, había vivi­
do en Kairuán donde estuvo influenciado por los sufíes, jariyíes ex­
tremistas. Los beréberes se sublevaron también en nombre de los
valores aprendidos del propio Islam (justicia, igualdad, austeridad),
traicionados, según ellos, por los omeyas. En el año 123/740 en la
ribera del ued Chelif, en el centro de la actual Argelia, sucumbía la
E l Islam en Á frica del N orte 41

flor y nata de la aristocracia árabe en lo que se ha dado en llamar la


batalla de los nobles [gazuat al-achrdf. La mitad occidental del Ma-
greb pasó a ser, a partir de entonces, independiente. La lucha se
mantuvo en el este sin que ninguna victoria decisiva fuese ganada
por los rebeldes. Los abastes, nuevos dueños del Imperio, perdida la
esperanza de someter rápidamente aquella provincia lejana, delega­
ron su autoridad en Ibráhim ibn al-Aglab, un brillante general que
había defendido el Zab, en el actual sur de Túnez, contra los insu­
rrectos. Esto dio lugar al nacimiento de la dinastía aglabí, en los an­
tiguos límites del África romana.
Los jariyíes se habían adueñado del Magreb central y occiden­
tal, pero muy pronto demostraron ser incapaces de establecer un
gran estado. Partidarios de la igualdad absoluta, ignoraban la jerar­
quía y la disciplina. Aceptaban entre ellos, sin discriminación algu­
na, a todos aquellos que compartiesen sus convicciones. Sentían
una afición desmedida por las controversias teológicas y, como
consecuencia de desacuerdos sobre cuestiones de dogma, llegaban
a destituir a sus imanes, incluso a veces a asesinarlos. Los principa­
dos que fundaron a partir del año 140/754 tenían fronteras movi­
bles y unas estructuras rudimentarias. Tahart, en el oeste argelino y
Siyilmasa, en el sudeste marroquí, cumplían funciones de ciudades
factorías, en el cruce de las grandes vías de comunicación entre el
este y el oeste, el Sáhara y el Mediterráneo, y eran prósperas y acti­
vas a pesar de su inestabilidad política. Fundado en la misma épo­
ca, en las ricas llanuras atlánticas, el estado de los barguáta era
también floreciente, a juicio de los viajeros del siglo iv/x. Surgido
con la revuelta jariyí, irá evolucionando hacia un profundo sincre­
tismo.
Tras el jariyismo, el shiísmo dominará la historia político-religio­
sa del Magreb. La fundación del reino idrisí, en este contexto, no
parece haber sido fruto del azar. Algunos indicios permiten pensar
que existía una auténtica red de misioneros shiíes que, procedentes
de Medina o del Irak, emprendían el camino del oeste, en busca de
tierras vírgenes para propagar la fe. Previamente averiguaban entre
los estudiantes y peregrinos magrebíes la eventual disposición de sus
compatriotas. Si éstos daban muestras de simpatía hacía los alies y si
estaban descontentos con sus gobernantes, se destacaba a un misio­
nero para evaluar la situación sobre el terreno y, llegado el caso,
42 M arruecos: Islam y nacionalismo

tomar todas las disposiciones previas a la llegada del pretendiente


de los alies. El éxito de la tentativa de Idris animó a varios descen­
dientes de Hassan ibn ‘Alt a seguir su ejemplo y, a mediados del si­
glo iii, se podía contar una decena de príncipes hasanidas que se ha­
bían establecido en el oeste argelino. Algunos se limitaban a su
función de huéspedes de honor; otros eran considerados como jefes
locales, sin albergar, no obstante, excesivas ambiciones al no contar
con un ejército. Debido a la fuerte presencia hasanida, la ideología
shií penetró en la sociedad magrebí, ora sustituyendo al jariyismo,
ora como amalgama con otras creencias más antiguas, para acabar
en extraños sincretismos. Encontramos un ejemplo de ello en la re­
gión de Gomara, al sur de Tetuán donde un falso profeta, llamado
Ha Mim instituyó, con una tía suya llamada Tanyit, un culto dife­
rente.
Sin la actividad preliminar de los misioneros shiíes no se com­
prendería la victoria de los fatimíes. La idea de un mahdi (mesías)
justiciero que llegaría para acabar con una larga era de injusticias
—tanto si contribuyó o no a despertar el eco de antiguas creen­
cias— se convirtió a partir de esta fecha en una constante de la
mentalidad magrebí antes de adquirir con los almohades un carácter
oficial.
El Islam que los cismas propagaron entre los beréberes nos pa­
rece, hoy día, poco ortodoxo, pero ¿podemos acaso hablar de orto­
doxia, al referirnos a un período remoto, cuando no existía la míni­
ma institución jerarquizada? Mientras no se instauró un Estado
fuerte, capaz de imponer en toda el África del Norte una ideología
oficial, el panorama estaba abierto a diferentes interpretaciones del
dogma, acabando todas por incrementar la influencia del mensaje
coránico.
Los fatimíes fueron los primeros en intentar unificar el Magreb
política e ideológicamente. Consiguieron, en gran medida, extirpar
el jariyismo, a excepción del Mzab, en el sur argelino y el Yebel Na-
fusa, al oeste de la actual Libia donde se ha mantenido hasta la fe­
cha. El sunismo malikí triunfaría con los almorávides, en parte por­
que se había conseguido ya la islamización gracias a la influencia de
los cismas.
E l Islam en Africa del Norte 43

Obras

La literatura beréber ha sido siempre esencialmente oral. Los


profetas beréberes, tales como Sálih de los barguáta y Ha Mim de
los gomara emplearon probablemente medios orales. Aunque el geó­
grafo andalusí del siglo v/xi, al Bakrl, afirma que los barguáta tenían
un Corán en beréber, no se han encontrado indicios de su existen­
cia hasta la fecha.
Aunque no dispongamos de documentos que nos permitan elu­
cidar directamente los sincretismos mencionados, no ocurre lo mis­
mo con el jariyismo. Tras la caída de Tahart, los supervivientes se re­
fugiaron con sus libros sagrados en el Mzab. Así fue como dos obras
importantes pudieron salvarse. La primera, Kitdb ajbdr al-Rustumiy-
yin (Hechos memorables de los imanes rustumíes), fue escrita por un con­
temporáneo de los hechos, Ibn al-Sagír, muerto en el año 281/894.
La segunda obra, Kitab al-Sira toa ajbdr al-Aimma (Vidas y obras de los
imanes) es posterior, puesto que su autor, Abu Zakariyyá vivió en el
siglo v/x, pero se enmarca dentro de los límites de nuestro período.
Ambos libros tenían como finalidad el ser edificantes para los fieles,
aunque ofrecen también algunas informaciones históricas y nos per­
miten, sobre todo, entender la psicología de los jariyíes magrebíes.
El primer cisma no nos legó ninguna obra similar. Sólo se
conoce a través de la prehistoria de la dinastía fatimí, tal como la ha
consignado el cadí al-Nu‘mán ibn Hayyün (muerto en el año 363/
974). Principal ideólogo de los fatimíes, escribió una obra capital ti­
tulada Iftitdh al-Da‘ua (Nuestras primeras misiones) en la que describe
con una precisión y objetividad sorprendentes la región que escapa­
ba al control político de los aglabíes, a la vez que se abría a la in­
fluencia cultural de éstos.
Sin embargo, las obras más importantes de esta época se conci­
bieron en Kairuán. Hasta el siglo v/xi los emigrantes orientales eran
los que predominaban en la literatura profana, pero los autóctonos
pudieron destacar en el campo de la cultura religiosa. Al principio,
Ifriqiyya siguió el ejemplo de Bagdad y adoptó el rito de Abü Ha-
nifa (muerto en el año 150/768) pero no tardó en preferir el de
Málek ibn Anas (muerto en el año 179/796). ¿Por qué esta preferen­
cia? Aparentemente varios factores entraron en juego a la vez. Los
estudiantes y peregrinos magrebíes solían ir con más facilidad al Hi-
44 Marruecos: Islam y nacionalismo

yaz, patria del segundo, que al Irak, patria del primero. Habiendo vi­
vido toda su vida en Medina, Málek parecía ofrecer mayor garantía
de fidelidad a la tradición del Profeta. Muchos magrebíes deseaban,
quizá inconscientemente, distinguirse respecto del Oriente sin caer
por ello en ningún cisma. Por último, el malikismo, más sencillo que
el hanafismo, convenía mejor a la sociedad de Ifriqiyya, relativamen­
te poco diferenciada aún. Independientemente de sus causas, el re­
sultado fue de una importancia capital. La escuela malikí de Kai-
ruán contribuyó a abonar el terreno para la unificación ideológica
del Magreb. ‘Abd al-Salám ibn Sa‘id, llamado Sahnün (muerto en el
año 240/854), fue el promotor, en su Mudauana, manual de derecho
malikí, del código de la sociedad civil del Magreb islámico.
Muchas de las costumbres ancestrales, a veces prehistóricas, per­
sistieron sin duda, pero se juzgaban en relación con el modelo ofre­
cido por la Mudauana. A partir de entonces el alfaquí (doctor en de­
recho malikí) sería uno de los dos principales personajes de la
sociedad. El otro era el lábid (el hombre de Dios) que despreciaba
los honores y criticaba de buen grado al poder, canalizando así el
descontento popular y cuyo mejor representante fue Buhlül ibn
Ráchid (muerto en el año 183/799). Se dijo de él que había prepara­
do con sus émulos el florecimiento de las cofradías, tan característi­
cas de la religiosidad beréber. Si el sunismo acabó por prevalecer
fue gracias a hombres como éstos que mostraron, con su ejemplo,
que se podía actuar contra el Gobierno de una manera distinta y
más segura que a través de la revuelta sangrienta. Cuanto más se ur­
banizaba y estabilizaba la sociedad, más eco encontraba un ejemplo
de este tipo. Estos ascetas no dejaron obras escritas, pero su actitud
fue explicada en detalle y sus palabras se reprodujeron en los libros
de los Manáqib (libros de las virtudes), de los cuales el primero en­
contrado hasta la fecha fue el de Abu al-‘Arab Muhammad ibn Ta-
mim (muerto en el año 333/944), titulado Tabaqát ‘u lamá’ Ifriqiyya wa
Tünus.
Cuando, a mediados del siglo iv/x, los beréberes kutama here­
dan un estado firme y próspero, que pronto se haría autónomo, pro­
curarán crear una auténtica literatura local. El segundo emir zirí, al-
Mansür ibn Buluggín (373-386 / 984-996) abandonó Raqqada, la
antigua residencia aglabí y se estableció en Sabrá-Mansüriyya donde
adoptó el fasto de la corte a imagen de la civilización islámica, tan
E l Islam en África del Norte 45

propicio al florecimiento del adab (literatura profana). Destacan tres


nombres, cuya notoriedad se propaga más allá de las fronteras de
Ifriqiyya. Ibráhlm ibn al-Raqíq, muerto en el año 418/1027, secreta­
rio de cancillería y fervoroso shií, compuso una voluminosa obra ti­
tulada Tárij Ifriqiyya wal-Magrib que sirvió de referencia a todos los
cronistas posteriores, pero que, por desgracia, se perdió en gran
parte. Muhammad ibn Sa‘íd Charaf (muerto en el año 460/1067),
conocido como poeta e historiógrafo, es autor de un tratado de crí­
tica literaria, Masá’i l al-Intiqád.\ que fue traducido a varias lenguas
europeas. Hassan ibn Rachíq (muerto en el año 456/1064), igual­
mente poeta y antologo, nos legó un libro de retórica, Kitáb al- Vm-
da, notable por la profundidad de su análisis y la elegancia de estilo.
Las mezquitas de Kairuán y de Susa, los vestigios de los palacios
de Raqqada, las fortalezas de Belezma y de Bagai, las ciudadelas de
Sus y de Monastir, son testimonio tanto de la riqueza de las dinas­
tías reinantes como de la aclimatación del arte islámico en Africa
del Norte. La arquitectura de esta época era fruto de una simbiosis
armónica entre la herencia bizantina, la influencia del Irak abasí y
un espíritu de sobriedad cuya expresión sería el ascetismo de un
Buhlül. La cultura de Ifriqiyya, que alcanza su apogeo en el siglo
v/xv, se extendió más tarde a todo el Magreb gracias a la política
unificadora de las dinastías almorávide, almohade y meriní.

E l p e r ío d o beréber

Así denominamos al período que se extiende desde la mitad del


siglo v/xi hasta el vn/xiv, ya que la autoridad suprema la ejercían las
dinastías beréberes. El término, no obstante, tampoco llega a satisfa­
cernos como ocurría con el adjetivo árabe, que hemos aplicado a los
tres siglos anteriores. Ni la arabización ni la islamización, de hecho,
se detuvieron. Más bien sucedió lo contrario, pues es en esta época
cuando ya se asientan definitivamente.
Las tres dinastías beréberes tuvieron una política imperial que
apuntaba a la unificación del Magreb. En definitiva, la tentativa fra­
casó pero dejó algunas huellas indelebles.
En el siglo v/xi el Magreb oriental se oponía fuertemente al
Magreb occidental. Aquél estaba culturalmente arabizado y polítí-
46 M arruecos: Islam y nacionalism o

camente unificado, mientras que éste sufría una fragmentación en


múltiples principados que se disputaban los soberanos de Córdoba
y de Kairuán; sirviendo los magráua y los miknása, alternativamente,
a los intereses de uno y otro y agotándose en luchas estériles. Brus­
camente, y por motivos distintos, desaparecen el califato de Córdo­
ba en el año 422/1031 y los emiratos ziríes y hammadíes en el año
443/1052. La escena política se había quedado vacía en el Africa del
Norte; había sonado, pues, la hora para el Magreb occidental. Origi­
narios del Sáhara atlántico, los lamtuna, almorávides, edificaron alre­
dedor de Marraquech, fundada en el año 454/1062, un imperio que
se extendió desde al-Andalus hasta el Sáhara y desde Argel hasta el
Atlántico y que duró hasta el año 541/1146. Fueron sustituidos por
los almohades, cuya principal fuerza la constituían los masmüda del
Alto Atlas, extendiendo el imperio heredado hasta Trípoli. Reinaron
en Marraquech hasta el año 674/1276 y, bajo el nombre de hafsidas,
en Túnez, hasta el año 981/1573. Luego les tocó el turno a los pas­
tores zanáta de los confines argelo-marroquíes, que, con el nombre
de meriníes y, más tarde, de uattasíes, reinaron en Fez hasta el año
957/1550 y, como zayyaníes-Abd-al-uadíes en Tlemcen hasta el
año 962/1554.
Con los grupos beréberes del oeste magrebí no ocurrió como
con los kutáma, que quedaron profundamente deslumbrados ante el
llamamiento de un refugiado árabe. En cada caso, sin embargo, la
toma del poder por una dinastía beréber iba acompañada de una
arabización cultural acelerada gracias a la adopción de una vida de
corte fastuosa. La arabización étnica propiamente dicha se acentuó,
pues los beduinos Banü Hilál, que provocaron la caída de los emira­
tos ziríes y hammadíes, siguieron emigrando al Magreb hasta el siglo
x/xv. Los últimos en llegar, los ma‘qil, arabizaron la provincia de
Changuít, al norte de la actual Mauritania.

El movimiento almorávide

Un jefe de los lamtüna, a su regreso de la pregrinación a La Me­


ca, se detuvo en Kairuán donde asistió a las lecciones de Abülmrán
al-Fásí, célebre jurista originario de Marruecos. «Mis compatriotas
—dijo, dirigiéndose al maestro— ignoran todo sobre el Islam verda-
E l Islam en Africa del Norte 47

clero, necesitan un guía, ¿no podríais designarle alguno?» AbüTmrán


le respondió: «Id de mi parte a ver a Wachách que conoce vuestra
región». Wachách dirigió al jefe de los lamtüna hacia un alfaquí de
Siyilmasa, llamado ‘Abd Allah ibn Yásin. De regreso al Sáhara, el
caudillo y el misionero fundaron un ribát (monasterio) donde se
agruparon los futuros dirigentes del movimiento, que se denomina­
ron por este motivo al-murdbitün, palabra que fue deformada por los
españoles en almorávides. Más tarde, bajo la dirección de Yüsuf ibn
Táchfín los discípulos de Ibn Yásin partieron hacia la conquista de
un vasto imperio.
Esta historia se parece mucho a la de AbüAbd Allah, el dá‘i fati-
mí, con la salvedad de que esta vez el misionero era suní. Tanto el
movimiento almorávide al oeste como el selyúcida al este, formaban
parte de la vasta contraofensiva abasí desencadenada en el siglo v/xi
para derrocar al shiismo y rechazar la cruzada cristiana. Uno de sus
padres espirituales, el cadí malikí al-Báqilání (muerto en el año 403/
1013), fue el maestro de AbüTmrán. Fue, pues, con la bendición de
los grandes doctores de Oriente como Yüsuf ibn Tachfín destronó a
los príncipes andalusíes y, a la vez que permanecía bajo la soberanía
abasí, tomó el título —casi califal— de Amir al-Muslimín.
En el nuevo estado almorávide los alfaquíes ocupaban los pri­
meros puestos. Elegidos entre los antiguos miembros del movi­
miento, tenían como misión defender e ilustrar la ideología oficial.
Aconsejaban a los emires locales, controlaban las sentencias judi­
ciales, predicaban para los gobernados el ascetismo y para los go­
bernantes la austeridad. El cadí Tyád de Ceuta (muerto en el año
544/1149) representó a la perfección a esta casta clerical. En el
Chifd’ (Libro de la curación), al trazar un retrato completo del Profe­
ta, daba al lector un ejemplo que debía imitar en cada instante de
su vida, demostrándole así que no necesitaba en absoluto, contra­
riamente a la tesis shií, de un imán inspirado para guiar a los fieles
por la vía de la verdad. En el Kitdb al-Madarik (Libro de las hazañas)
establecía un amplio repertorio de los personajes célebres de la es­
cuela de Málik. Este libro acabó la obra iniciada por Abü al ‘Arab
Tamím al constituir una auténtica patrología del Islam magrebí. Sin
embargo, a pesar del apoyo incondicional del Estado, la preemi­
nencia del malikismo fue efímera y con los almohades el Magreb
volvió a vivir bajo el signo del cisma. La ideología oficial de los al­
48 M arruecos: Islam y nacionalism o

morávides parece haber sufrido un cierto atraso respecto de la evo­


lución socio-intelectual del resto del mundo islámico. Mientras que
en Oriente, gracias a Gazálí (muerto en el año 505/111), el sunismo
había conseguido incorporar la teología dialéctica (kaldm), la lógica
(;mantiq) y la mística (tasaivuf)\ mientras que al-Andalus descubría con
Ibn Hazm (muerto en el año 458/1064) una vía original, los malikíes
magrebíes, obstinadamente vinculados a la escuela de Kairuán, re­
chazaban cualquier innovación. Al llegar al poder aplicaron una po­
lítica reaccionaria, en el verdadero sentido de la palabra. Se negaron
a sistematizar el fiqh a la manera de Cháfi‘1 (muerto en el año 205/
820). Condenaron y quemaron toda la obra de Gazálí y declararon
la guerra a la devoción popular. Formaban una minoría aislada y ac­
tivista, ajena al espíritu de la sunna que, en principio, debe intentar
siempre la vía intermedia y el consenso de los creyentes. Tuvieron
que vivir la amarga experiencia de la persecución almohade para
descubrir las virtudes de la moderación.

El movimiento almohade

Políticamente el siglo de los almohades representó el apogeo de


la historia magrebí, pero desde el punto de vista religioso sólo fue, a
lo sumo, un intermedio. La ideología oficial, combatida en un princi­
pio por los ulemas, sentida luego como cisma por la mayoría de la po­
blación, fue, en definitiva, repudiada por los descendientes de sus
promotores. ¿Cómo se explica su aparición? ¿Vastago tardío de los
cismas anteriores? ¿Creación original de la mentalidad beréber? ¿Reli­
gión nacional comparable a lo que sería el shiísmo del duodécimo
imán en Persia? Preguntas éstas que quedan pendientes de respuesta.
Muhammad ibn Tümart, ideólogo de los almohades, no fue,
como Ibn Yásín, el propagandista de un movimiento fuera de su re­
gión natal. Hacia el año 501/1107 abandonó el sur de Marruecos y
partió a Córdoba donde se impregnó de las enseñanzas de Ibn
Hazm. Luego marchó a Irak donde, según ciertos biógrafos, parece
que conoció a Gazálí. Hacia el año 510/1116 emprendió el camino
de regreso, pasando una larga temporada en Alejandría, Túnez, Bu­
jía, Tlemcen, Fez, Mequinez. En cada una de las ciudades se las da­
ba de censor de costumbres, poniendo en su contra a las autorida­
E l Islam en África del Norte 49

des locales, pero ganando discípulos tales como ‘Abd al-Mu’min


al-Gümí que se adhirieron con fanatismo a su ideología. Al llegar
a Marraquech, capital de los almorávides, lanzó un desafío a los
alfaquíes, arrastrándolos a controversias teológicas para las cuales
no estaban preparados. Sin otorgar concesión alguna a la imagina­
ción popular, tachaba a sus adversarios de practicar el antropo­
morfismo (,tajsím), siendo partidario de un estricto monoteísmo
(tauhid). De hecho, la palabra almohade es una deformación en
castellano de la palabra árabe al-muwahid (unitario).
Expulsado de la capital en el año 515/1121, Ibn Tümart se re­
fugió en Tinmal en el Alto Atlas. Allí, rodeado de sus fieles, apoya­
do por los hintáta, uno de los clanes de los masmüda, proclamó su
candidatura al imanato. Pasó siete años organizando un verdadero
ejército revolucionario, luego en el año 524/1128 partió a la con­
quista de Marraquech. El imperio almorávide estaba aún en plena
juventud, los agresores fueron repelidos con enormes pérdidas,
pero pudieron volver a su refugio sin ser perseguidos. Ibn Tümart
murió unos meses después, tras la derrota, dejando no obstante
una maquinaria de guerra perfectamente ajustada. A su sucesor,
‘Abd al-Mu’min, le bastó con escoger una táctica de destrucción
lenta para acabar con el poder almorávide.
Ibn Tümart, que mostraba gran interés por la formación ideo­
lógica de sus discípulos, les dedicó unos textos teológicos que
han llegado a nosotros. El consideraba, al igual que los jariyíes,
que la fe {imán) no debía ser pasiva, puesto que el creyente estaba
obligado a alcanzar el bien y combatir el mal. Al igual que los
mutazilíes daba una definición estrictamente racional de los atri­
butos divinos, recurriendo, si procedía, al ta’u il (interpretación
alegórica). En su calidad de jefe de una escuela independiente,
aplicaba el ichtihád, según sus propias opiniones, sin referencia a
ningún rito particular. Considerándose pretendiente al poder, rei­
vindicaba ser descendiente de los alies, y se presentaba como el
imán infalible {ma ‘süm), el m ahditan esperado por los débiles y los
oprimidos. Estamos muy lejos, en este contexto, del malikismo.
Sin embargo el único punto realmente inaceptable para un suní
es la pretensión de la infalibilidad que fue, de hecho, abandonada
en el año 626/1229 en Marraquech y más tarde en Túnez por los
hafsíes. Si Ibn Tümart se hubiera contentado con reclamar el de­
50 M arruecos: Islam y nacionalism o

recho al ichtihád\ los alfaquíes habrían polemizado sobre sus capaci­


dades sin llegar, no obstante, a condenarlo por herejía.
La aparición de una personalidad como la de Ibn Tümart en
una región alejada de los grandes centros culturales muestra la pro­
fundidad de la islamización del Magreb. Sin embargo, sería un grave
error considerar al movimiento almohade como una reivindicación
local. Expresaba la voluntad general de sobrepasar la juridicidad del
malikismo, aplicando la lógica a la vez al derecho y a la teología.
Esto se llevaría a cabo en el siglo siguiente.
Si existe hoy un pueblo magrebí homogéneo, a pesar de la di­
versidad de sus componentes, es gracias a la política de los califas
almohades. Ibn Tümart debía su triunfo al apoyo de los masmüda
del Alto Atlas marroquí que luego asumirían una función de diri­
gentes durante el Imperio. Pero su sucesor, el califa AJbd al-Mu’min
era originario del oeste argelino, y para reforzar su posición perso­
nal llevó a Marruecos —cuentan los cronistas— a 40.000 de sus
conciudadanos. Más tarde, al enfrentarse durante sus conquistas a
los zanáta, beréberes arabizados trashumantes, en los confines arge-
lo-marroquíes, y a los hilalíes, árabes de Ifriqiyya, desplazó a aque­
llos hacia las regiones de Mequinez y Taza y transfirió a éstos a las
llanuras atlánticas. Impuso a unos y a otros el servicio militar, y a
cambio les concedió unos iqta\ ingresos de los impuestos sobre ex­
tensos territorios. Así nació una casta militar que, superpuesta a la
población local, le inculcó su cultura y su lengua. De esta manera
se terminaron de arabizar las llanuras y mesetas del Magreb. Topo­
nimia y antroponimia atestiguan hoy día que los mismos grupos se
encuentran en todas partes.
En la misma época se desarrolló un movimiento religioso, esbo­
zado ya en tiempos de los almorávides. Estimulado por la victoria
del movimiento almohade, se distinguió desde el comienzo por sus
objetivos y métodos. El intelectualismo de Ibn Tümart estaba im­
pregnado de un gran fervor. Sin embargo, su austeridad no satisfacía
el sentimentalismo religioso que la población, sin duda, necesitaba.
Para llevar la palabra de Dios al pueblo, hablándole un idioma con
imágenes inmediatamente comprensibles para las mentes menos ins­
truidas, muchos ascetas se retiraron al campo. Pocos de ellos eran
auténticos alfaquíes, algunos eran verdaderamente incultos, pero
hombres de fe. Se establecieron lejos de las ciudades en ermitas, za-
E l Islam en Africa del Norte 51

güías, entregándose a los rezos y a la meditación. Siendo unas pobla­


ciones diseminadas, aún poco adheridas a la tierra, sus residencias
se convertían en centros de reunión, que anunciaban los mussems
(romerías) actuales. Las biografías de estos hombres, de los cuajes el
más ilustre fue ‘Abd al-Salám ibn Machích (muerto en el año 625/
1228), se detallan en el Tachaivuf de Ibn al-Zayyát. Con este movi­
miento el Islam se convirtió realmente en la cultura del pueblo ma-
grebí.
Con dos siglos de retraso sobre Ifriqiyya, pero a mayor escala, el
Magreb occidental conoció, a su vez, una vida de corte que lo fami­
liarizó con la civilización arabo-islámica. Con objeto de emular a los
andalusíes emigrados, los marroquíes se ilustraron en el campo de la
literatura profana. Citemos a Abü Ya‘far Ibn ‘Atiya (muerto en el
año 553/1158), a Ibn Habbüs (muerto en el año 570/1174) y, por úl­
timo, a Ahmad al-Yaráui (muerto en el año 609/1212). También sur­
gió una escuela historiográfica que nos permite descubrir por prime­
ra vez el Magreb occidental desde el interior. Los autores más
importantes en esta disciplina fueron Ibn al-Qattán que vivió en
tiempos del califa al-Murtadá (646-665/1248-1266), ‘Abd al-Uáhid
al-Marrákuchi (muerto en el año 627/1230) e Ibn Idhári (muerto cu ­
ca 712/1313). Por primera vez se podía establecer el parangón de
una capital magrebí, Marraquech, con Córdoba o El Cairo. Los céle­
bres filósofos-médicos andalusíes Ibn Tufail (muerto en el año 581/
1185), Ibn Ruchd e Ibn Zohr (muertos ambos en el año 595/1198)
vivieron durante mucho tiempo allí y fue allí donde compusieron al­
gunas de sus obras maestras. El arte magrebí alcanzó en la época al-
mohade un esplendor y una armonía que luego ya no se darían. Ri­
gor, sobriedad, pudor, éstas eran algunas de sus características que
se han atribuido a la ideología tumartí y a la psicología colectiva de
los magrebíes.

El período postalmohade

El imperio almohade, agotado por sus guerras en al-Andalus


contra las fuerzas coligadas de la cristiandad, cedió el lugar a tres di­
nastías que se repartieron el territorio norteafricano. Durante el rei­
nado de los descendientes de Abú Hafs ‘Umar, uno de los primeros
52 M arruecos: Islam y nacionalism o

discípulos de Ibn Tümart, Ifriqiyya recuperó su autonomía y sus an­


tiguas fronteras.
Los hafsíes, tras haber permanecido fieles al movimiento almo-
hade durante un cierto tiempo, se distanciaron de éstos, reconcilián­
dose con la clase de los ulemas malikíes. El resto del Magreb se re­
partió entre los dos grupos zanáta: los meriníes de Fez y los
zayyaníes de Tlemcen. Aquéllos se consideraban los únicos herede­
ros legítimos de los almohades y trataron de reconstituir el Imperio,
pero fracasaron y a partir del año 750/1350, las tres dinastías coexis­
tieron más o menos apaciblemente.
El Magreb del siglo vii/xiv era homogéneo. Aunque con distin­
tos nombres, nos encontramos ante la misma organización política,
el Majzén almohade, heredado directamente por unos, copiado por
otros. El ejército en todos los lugares estaba dominado por los hila-
líes; la burocracia, por los emigrados andalusíes que introdujeron
una etiqueta muy refinada.
El reflujo de los andalusíes marcó la tercera etapa de la arabiza-
ción cultural del país. Modas vestimentarias y culinarias, idioma,
música, arquitectura, decoración, todo el marco de una cierta vida
burguesa, atestiguan actualmente esta aculturación. En Fez, Tlemcen
y Túnez se repiten los mismos nombres, las mismas costumbres, la
misma forma de hablar.
El fracaso del extremismo tumartí dejó el campo libre a un su-
nismo renovado, fiel al legado del pasado y abierto, a la vez, a los in­
terrogantes que la crisis almohade había desvelado. Los meriníes, al
no tener pretensión ideológica alguna, siguieron los consejos de los
ulemas y a semejanza de los selyúcidas de Oriente, edificaron meder-
sas, colegios donde se enseñaban las disciplinas islámicas en una
perspectiva ortodoxa. Zayyaníes y hafsíes los imitaron inmediata­
mente.
La enseñanza estaba organizada por el poder, pero su contenido
lo definían por consenso los ulemas, agrupados en torno a una tradi­
ción alimentada por la extensa literatura biográfica de las tabaqát. El
número creciente de alumnos creó la necesidad de manuales. Em­
pieza entonces la era de los resúmenes, escuetos y herméticos, que
no tardarán en necesitar largos comentarios (churüh). Evolución qui­
zá inevitable, pero que a la larga demostró ser negativa.
E l Islam en África del Norte 53

El Islam oficial

A medida que las dinastías reinantes se debilitaban, los ulemas,


sin llegar a ser realmente independientes, iban adquiriendo autori­
dad; dieron el último toque a la ideología oficial, caracterizada por
la moderación, la sencillez y el talante positivo.
El sunismo se veía confrontado desde hacía tiempo a un proble­
ma concreto: la racionalización del derecho, de la teología y de la
mística. Zahiríes y chafiíes pretendían limitar las distintas prescrip­
ciones coránicas a unas cuantas leyes. Mutazilíes y acharíes querían
extraer todos los atributos de Dios de un único principio. Los místi­
cos de la escuela de Ibn Arabi (muerto en el año 638/1240) partían
del deseo de identificación con Dios para justificar un monismo me-
tafísico. Los alfaquíes malikíes, al situarse en un terreno completa­
mente distinto, consideraban este esfuerzo de sistematización como
un extremismo metodológico inútil. Para ellos, el Islam era ante
todo un mandato {ami) divino, evidente en sí. El deber del musul­
mán consistía en obedecer, de ahí la importancia capital de la no­
ción de hid‘a, innovación en materia de culto. El Profeta, por defi­
nición, es el creyente perfecto. ¿Por qué ir más allá de lo que él
enseñó a sus discípulos? ¿No se insinuaría acaso con ello que él era
imperfecto o que no transmitió correctamente el mensaje de Dios?
El Islam es ante todo una ley {charí‘a) y el fiqh es la disciplina princi­
pal en las ciencias islámicas.
Puede que la comunidad prescinda de los teólogos y de los mís­
ticos, como era el caso en Medina en tiempos del Profeta, pero no
puede vivir sin alfaquíes, que forman parte integrante de la élite di­
rigente. Y puesto que el fiqh responde a una necesidad social es por
lo que debe fundarse en una ’aqtda (profesión de fe) sencilla, precisa­
mente la de los salaf (ancestros). Cualquier tentativa de completárla
o precisarla conduce inevitablemente a unas disensiones sin fin.
El fiqh, constitución de la comunidad musulmana, es un patri­
monio positivo que debe ser tomado tal y como es: su justificación
se halla en la voluntad de Dios que se confunde, además, con el
bien último de la humanidad.
Una actitud de este tipo es fácil de comprender si se recuerdan
las consecuencias desastrosas que siempre han tenido en la historia
islámica las divisiones partidistas. Pero no podemos dejar de obser­
54 M arruecos: Islam y nacionalism o

var que al generalizarse no fomentó la curiosidad intelectual. Y, de


hecho, los últimos esfuerzos en materia de ciencias exactas y natura­
les datan en el Magreb del siglo vn/xv.
En el momento en que el Islam adquiría su aspecto definitivo, la
historia del Magreb pareció imovilizarse. Los contemporáneos tuvie­
ron conciencia de ello y quisieron consignar en obras enciclopédicas
el patrimonio de los siglos precedentes. Un ejemplo de esto es, des­
de el punto de vista de la jurisprudencia, el M i‘y ar (la norma) de al-
Uancharísí (muerto en el año 914/1508). Ibn Jaldún (muerto en el
año 808/1406), la personalidad más insigne que ha dado el Magreb
islámico, confirió también un contenido enciclopédico a su famosa
Muqaddima (Prolegómenos). Esta obra era la conclusión de una pro­
funda reflexión sobre la historia magrebí, aplicada a todo el pasado
arabo-islámico. El autor, que había estudiado la filosofía grecoárabe
y que se inclinaba íntimamente hacia la mística, permaneció, sin em­
bargo, fiel a la metodología malikí. En dos brillantes capítulos de su
obra principal, opone el positivismo del fiqh, al racionalismo del ka-
lám, de un lado, y al monismo de la mística, de otro. Llegó más lejos
aún: reveló el fundamento sociológico de esta oposición.
«La historia universal —dice— evoluciona desde el ‘umrán ba-
daut (civilización rural) al ‘umrán madam (civilización urbana). En el
Magreb persisten, simultáneamente, las dos formas de cultura; de
ahí la dicotomía estructural. La sociedad civil tiende naturalmente
hacia una religión de la razón, la civilización rural mantiene una reli­
gión naturalista; el sultán, la autoridad política, desempeña un papel
de mediador entre las dos formas de vida social. Su ideología oficial,
el fiqh malikí, debe por necesidad mantenerse a igual distancia entre
el racionalismo y el naturalismo. Esto justificaría su positivismo y
moderación.»

E l I sl a m de la s zag ü ías

El Magreb vivió una crisis general durante los siglos ix-x/xiv-xv.


La agricultura asolada retrocedió en beneficio del nomadismo, la de­
cadencia del comercio sumergió a las ciudades en un profundo le­
targo. Españoles y portugueses, que dominaban los mares, conquis­
taron un gran número de puertos de las costas norteafricanas. Las
E l Islam en Africa del Norte 55

tres dinastías reinantes, debilitadas por continuadas guerras, sucum­


bieron ante una situación tan desfavorable.

Los turcos otomanos

El período que nos ocupa se inicia con la toma de Ceuta por los
portugueses en el año 818/1515 y acaba con la derrota de los espa­
ñoles en Túnez en el año 982/1574 y la de los portugueses en Ued
el-Majazin, cerca de Larache, en el año 986/1578. Marruecos se sal­
vó gracias a la enérgica reacción nacional; el resto del Africa del
Norte, gracias a los turcos otomanos.
La soberanía otomana se mantuvo teóricamente en Argelia hasta
1830; en Túnez hasta 1881 y en Libia, hasta 1911. A partir de 1710,
sin embargo, cada provincia recuperó su autonomía. La lengua ofi­
cial era el turco, pero el árabe mantuvo su posición como lengua de
cultura. Los otomanos reintrodujeron en el Magreb el rito hanafí. La
rivalidad entre éste y el malikí despertó el interés por unas discipli­
nas abandonadas desde hacía tiempo, tales como los usül (funda­
mentos del derecho) y el kalám.
En Marruecos, bajo la nueva dinastía de los saadíes, la escena
socio-política estaba dominada por las cofradías.

El movimiento de los morabitos

La devoción popular, fomentada por los almorávides y los almo­


hades, había sembrado el país con un gran número de zagüías, don­
de los ascetas vivían teóricamente apartados del mundo. En reali­
dad, enseñaban a los niños e incluso a los adultos los rudimentos de
la religión. Con las ofrendas que entregaban las poblaciones vecinas
practicaban la caridad con los pobres y alojaban a los viajeros. En
caso de conflictos proponían sus buenos oficios. Personajes denomi­
nados sdlih (hombre de bien), ualt (hombre de Dios), sayyid (señor) o
cheij (jeque) se habían hecho indispensables. Los dos últimos califi­
cativos indican incluso que gozaban de una verdadera autoridad es­
piritual que el caíd (representante del poder central) podía difícil­
mente desatender.
56 M arruecos: Islam y nacionalism o

Hasta aquel momento las zagüías respondían a una necesidad


social y complementaban la función del Majzén. Cuando éste de­
mostró ser incapaz de expulsar a los portugueses establecidos en las
costas, se transformaron en ribát —de igual raíz etimológica que mo­
rabito—, lugar donde se congregaban los combatientes. El hombre
que simbolizó esta conversión fue Muhammad ibn Sulaimán al-Ya-
zülí, autor del famoso libro de oraciones sobre el Profeta llamado
Dalá’i l al-jairdt (Los signos de las bendiciones) y cuya zagüía se encontra­
ba en Afugal, cerca de la actual Safi. Murió en el año 869/1465; an­
tes, pues, de que los portugueses ocupasen esta última ciudad, pero
sus discípulos, que dirigieron luego la lucha de liberación, conside­
raban que él los había preparado espiritualmente para cumplir esta
tarea. Todas las zagüías, fundadas posteriormente, se unieron a Ya-
züll y después de éste a ‘Abd al-Salám ibn Machích.
El movimiento de los morabitos se sustentaba en un patrimo­
nio adquirido durante varios siglos. A una labor de educación y de
reforma moral incorporó un programa político de lucha contra la
dominación extranjera; ésa fue su novedad. La mayoría de sus diri­
gentes se vanagloriaban de ser cherifes (descendientes del Profeta
por su hija Fátima). La victoria sobre los invasores les dio una pre­
eminencia social, fundada sobre una presunción de santidad (bara-
ka). A partir de esta fecha no se puede disociar el movimiento de
los morabitos del de los cherifes.

De la cofradía al principado

La zagüía principal, centro de meditación y de enseñanza, prepa­


raba a los misioneros encargados de trasladarse a lugares lejanos
para propagar la fe. Los adeptos se reunían en una capilla particular,
llamada también zagüía, para recitar el uird (letanía). Así nació la ta-
ríqa (cofradía).
Cuando la autoridad central se debilitaba, fragmentándose el
país, las poblaciones se dirigían instintivamente hacia los cheijs de
las zagüías que heredaban, pues, a veces en contra de su voluntad, el
poder político. En estas circunstancias nacen las grandes cofradías
norteafricanas: násiriyya y uazzániyya, a mitad del siglo xvn, dar-
qáuiyya, tiyániyya y sanüsiyya a lo largo del xix.
E l Islam en África del Norte 51

La zagüía adquiría, pues, formas diversas: monasterio, cofradía o


principado. De un lado unía a los fieles más allá de sus divisiones
tradicionales, pero del otro creaba nuevas distinciones por su propio
activismo. De hecho rivalizaba, en cierto modo y cada cual en su te­
rreno, con el poder político y la institución clerical.
El cheij poseía para sus discípulos una fuerza benéfica que le
permitía realizar prodigios (karámát). Una vez muerto pasaba a ser
un objeto de culto (zidra) a causa de su poder de intercesión (cha-
fd ‘a). Desde el punto de vista organizativo, la cofradía presentaba un
aspecto innegable de sociedad secreta o, al menos, de club cerrado.
Las prácticas de las cofradías planteaban, pues, en su misma
esencia, un problema a la ortodoxia. Sin embargo, hasta principios
del siglo XIX, habían ganado tantos devotos, que cada magrebí, culto
o inculto, era cofrade de una o varias zagüías. Los hombres del po­
der y los del clero no podían manifestarse abiertamente contra unas
prácticas tan extendidas.

Zagüía y substrato naturalista

Cada cofradía generó una inmensa literatura hagiográfica, en la


que se recogían los hechos más insignes de sus maestros sucesivos
y donde estaba proscrito todo aquello que en su comportamiento
se desviase de la ortodoxia. El clero, sin embargo, desconfiaba de
ellos. ¿Cuál era la auténtica práctica de las zagüías? Los que la co­
nocían desde su interior estaban ligados por el secreto, mientras
que los que eran extraños a ella no podían hablar con conocimien­
to de causa. ¿Persistían los antiguos cultos preislámicos? Los su-
níes, de hecho, lo sugerían, pero sin dar pruebas irrefutables. De
todos modos, aunque los cultos naturalistas se mantuvieran en se­
creto, se reinterpretaban, a su vez, según códigos islámicos. Las no­
ciones de baraka, karáma, chafad y sin (secreto) se asociaban direc­
tamente con las enseñanzas del Profeta.
Durante tres siglos, el Islam de las cofradías, que se ha caracteri­
zado por la fe en la gracia hereditaria, el culto supererogatorio y la
organización jerárquica (que se asemejaba a la dada shií), dominaron
de tal forma la escena magrebí que los observadores extranjeros lo
interpretaron como un Islam real, siendo la doctrina de los juristas,
58 M arruecos: Islam y nacionalism o

para ellos, una mera racionalización. La historia posterior demostra­


ría que no se trataba de eso. A partir de la mitad del siglo xix, el Is­
lam de las escrituras recuperaría su vigor, entablando una lucha con­
tra las zagüías que acabó por desacreditarlas. Sin embargo, sigue
vigente una pregunta: si las cofradías fueron tan populares, ¿no sería
acaso porque respondían a una necesidad que el Islam oficial no po­
día satisfacer? Sea lo que fuere, promovieron la renovación de la ex­
presión literaria. Mientras que la poesía en árabe clásico (qasida) se
extraviaba por los caminos del arcaísmo y del artificio, la nueva
emotividad, nacida de las agrupaciones en torno a las cofradías, dio
lugar al malhün, poesía en lengua hablada y destinada al canto. Crea­
da por unos artistas diestros en todas las sutilezas de la prosodia clá­
sica, el malhün produjo auténticas obras de arte.

E l I sl a m sa la fí

La segunda mitad del siglo xii/xvm fue para el conjunto del Ma-
greb un período de recuperación. La autoridad central se consolidó,
el comercio se reactivó y las ciudades florecieron. Los alfaquíes ma-
grebíes, al mismo tiempo que los wahabíes de Arabia, entablaron
una crítica de las desviaciones de la religiosidad popular. El movi­
miento pretendía continuar la inspiración de los primeros musulma­
nes (.salaf), de ahí el nombre de salafismo con que lo designaron los
historiadores.

Vresalafismo y salafismo

El salafismo no fue la primera doctrina renovadora en la historia


moderna del Islam. ¿Cómo caracterizarlo, pues, sino desde el punto
de vista cronológico?
Los sultanes alauíes de Marruecos, Muhammad III (muerto en
1205/1790) y Sulaimán (muerto en 1238/1822), movidos por el de­
seo de volver a una práctica religiosa sencilla, criticaron las sutilezas
de los juristas y los ejercicios supererogatorios de las cofradías. Mu­
hammad ibn al-Madani Gannün (muerto en 1302/1885) condenó
con vehemencia la música y la danza rituales. El libro de Ibn al-
E l Islam en África del Norte 59

Hách (muerto en el año 737/1336) contra las innovaciones, titulado


al-Madjal (Introducción), se reimprimió, a la vez que se publicaron nu­
merosos resúmenes de éste. El Islam normativo recobró, pues, impul­
so a partir de la mitad del siglo xii/xvm, pero, de un lado, era minori­
tario y, de otro, combatía sólo los aspectos más desviados del culto de
los morabitos pero no sus cimientos. Lo denominaremos presalafismo.
El salafismo, en el sentido propio del término, apareció a finales
del siglo xiii/xix, cuando varios países árabes, entre ellos Argelia (a
partir de 1830) y Túnez (a partir de 1881), cayeron bajo el yugo del
imperialismo europeo. Expresaba la toma de conciencia del fracaso de
la sociedad tradicional frente a la dominación extranjera, y, al mismo
tiempo, un deseo de reforma radical en el terreno intelectual y social.
En esta perspectiva, el Islam de las zagüías aparecía como una altera­
ción del Islam verdadero, causante de la decadencia de los musulma­
nes. Los salafíes le declararon una auténtica guerra.
El salafismo magrebí, en este contexto, formaba parte de un movi­
miento desencadenado por el dirigente panislámico Yamal al-Dín al-
Afgánl (muerto en 1314/1897) y su discípulo egipcio Muhammad ‘Ab-
duh (muerto en 1323/1905). La revista al-Vrua al-Wuzqá, que
publicaron durante un corto período en París en 1301/1884, tuvo
gran difusión en los ambientes ilustrados tunecinos. AJbduh vivió una
temporada breve en Túnez y Argel en 1319-1320/1901-1902 y cuando,
por influencia suya, su discípulo, Rachíd Ridá, publicó en El Cairo en
1315/1898 la revista al-NLanár, tuvo inmediatamente una gran repercu­
sión entre los alumnos de las medersas. Esta formó las mentes de los
futuros líderes del reformismo islámico: el tunecino Bachír Sfar (muer­
to en 1356/1937), los argelinos Tayyib al-Uqbi (muerto en 1382/1962)
y AJbd al-Hamíd ibn Bádís (muerto en 1359/1940) y, en menor medi­
da, los marroquíes Abü Chu‘aib al-Dukkáli (muerto en 1356/1940) y
al-Arbi al-Alauí (muerto en 1382/1962).

La crítica de las zagüías

En 1356/1937 el argelino Mubárak al-Mílí (muerto en 1382/1962)


resumió, en un opúsculo titulado Risála al-chirk wa madáhirih (Aspectos
del politeísmo), las principales críticas que los salafíes dirigían a las co­
fradías.
60 Marruecos: Islam y nacionalismo

En lo que se refiere a la fe, la práctica de las cofradías es tacha­


da de chirk. Las ofrendas son para los que las entregan el precio de
la intercesión del santo, patrón de la zagüía. Por mucho que el cheij
afirme que Dios es el único que actúa verdaderamente, no por ello
deja de creer el donante que es el santo el que interviene. Asocia
otro ser a Dios, cometiendo así el más grave de los pecados.
Desde el punto de vista jurídico, la cofradía es una innovación.
Sus miembros acuden a una capilla, distinta de la mezquita, para re­
citar unas oraciones que no figuran en el Corán, ayunan fuera del
mes de ramadán y hacen la peregrinación a otros lugares, además de
a La Meca. Es, pues, un culto que tiene los mismos elementos que
el Islam pero no por ello deja de ser diferente, afirman los salafíes.
Cada día surgen nuevas zagüías. La comunidad islámica, en lugar de
unirse en torno al Corán, se divide en sectas, que por el menor mo­
tivo pueden enfrentarse unas a otras.
Desde el punto de vista social, por último, la zagüía es una es­
cuela de taqlid (imitación) y de tauakkul (fatalismo). El discípulo se
consagra al cheij quien, a sus ojos, puede hacer prodigios. De este
modo se fomenta el parasitismo. La zagüía es activa, en el sentido
de conseguir adeptos y desviarlos de la vida productiva. En resu­
men, para los salafíes, las zagüías dividen a los musulmanes, los de­
sarman desde el punto de vista moral, los empobrecen económica­
mente y los dominan espiritualmente. Marcan el resurgimiento del
paganismo (yáhiliyya) contra el cual luchó el Profeta. Volver a la re­
ligión de un dios único es recuperar la libertad, el gusto por la ac­
ción y el sentido de la solidaridad, es decir, las cualidades que mo­
tivaron el esplendor de los antepasados.

Del salafismo al nacionalismo

Los salafíes actuaban en un Magreb dominado por el colonialis­


mo europeo; no formaban parte del cuerpo de los ulemas, aunque
hubiesen cursado los estudios en las instituciones tradicionales
como la Zitüna de Túnez o la Qarauiyín de Fez.
Combatían, ante todo, a los jefes de las zagüías, pero criticaban
también a los alfaquíes que, prudentes y acostumbrados a las solu­
ciones intermedias, no apreciaban demasiado aquella vehemencia.
E l Islam en África del Norte 61

La fuerza de los salafíes provenía de los sentimientos anticolonialis­


tas que alimentaban la mayoría de los magrebíes. A la pregunta que
éstos se planteaban: «¿Por qué nos han colonizado?», los salafíes res­
pondían con vigor: «Las cofradías nos han desarmado moralmente».
Estas replicaron en la persona de un Ahmad ibn ‘Aliua (muerto en
1363/1944) en Argelia y un Ahmad Skírech (muerto en 1363/1944)
en Marruecos, pero su réplica, de naturaleza estrictamente religiosa,
no tuvo ninguna repercusión.
La victoria del salafismo se explica por el entorno socio-políti­
co. El Islam de las cofradías se había fortalecido con el empobreci­
miento de las ciudades. Sin embargo, durante la colonización, éstas
habían vuelto a florecer, fomentando una clase social cuyo estilo de
vida no se ajustaba en absoluto a la práctica de las zagüías. Fue,
pues, de este estamento de donde el salafismo extrajo su fuerza
para afrontar victoriosamente tanto la administración colonial como
a los cheijs de las cofradías y a los prudentes ulemas. Sin embargo,
al ser un movimiento a la vez religioso y político-social, tenía que
evolucionar al mismo tiempo que la sociedad que, cada vez más ur­
banizada y politizada, le obligó a fundirse en el liberalismo, luego
en el nacionalismo y, actualmente, en el socialismo. Perdió, pues, su
esencia. Muestra de ello es la trayectoria de ‘Abd al-‘Aziz al Za‘álibí
(muerto en 1356/1937) en Túnez y de ‘Allál al-Fásí (muerto en
1394/1974) en Marruecos, que de pensadores salafíes se convirtie­
ron en dirigentes nacionalistas.

El Islam político

En el Magreb actual, el Estado domina totalmente a la sociedad


y al individuo. Las instituciones tradicionales —medersa, zagüía, ha-
büs (fundaciones piadosas)— están estrechamente vigiladas por los
ministros de tutela. En Marruecos, los ulemas organizados a escala na­
cional en una Yam íyyat ‘u lamd’ al-Magrib y en cada provincia en un
Machlis ‘i lm í son consultados sobre cuestiones que afectan al dogma o
a la vida social, en general, pero manteniéndose rigurosamente a dis­
tancia de los asuntos políticos. Los que legalmente monopolizarán las
actividades públicas serán: en Argelia, el FLN (Front de Libération
Nationale) partido único hasta 1990; en Túnez, el PSD (Parti Socialiste
62 M arruecos: Islam y nacionalism o

Destourien), partido preponderante; y en Libia, los comités populares.


Los ulemas, pues, se convertirán en simples funcionarios. Por ello se
explica el desarollo reciente de un poderoso movimiento islamista.

Nueva dicotomía

Los estados del Magreb, tras su liberación del yugo colonial,


adoptaron el salafismo como ideología oficial. ¿Qué se hizo del Is­
lam de las zagüías? Los investigadores difieren en sus opiniones.
La evolución religiosa del Magreb parece haber seguido dos vías
distintas. Por un lado, tenemos las herejías —jariyíes o shiíes— don­
de se mantuvieron algunos elementos de politeísmo prehistórico
que influyeron en el movimiento de los morabitos y en las prácticas
de las cofradías; por otro lado, el monoteísmo estricto, expresado
primero en el malikismo de Kairuán, que fue definido de nuevo por
el sunismo de los siglos vi/xn y viii/xiv y que renació con el moder­
no salafismo. Dicotomía que parece explicar la oposición jalduniana
entre civilización rural y urbana. En este caso, la urbanización y la
industrialización crecientes en el Magreb independiente, que exigen
una religiosidad cada vez más racionalista, refuerzan constantemente
el salafismo en perjuicio de las prácticas naturalistas residuales.
La urbanización ha creado, sin embargo, nuevas necesidades. La
ciudad no es totalmente burguesa; abriga un subproletariado próxi­
mo aún a sus raíces rurales y una intelligentsia socialmente mezclada
y a menudo expuesta al paro. El primer grupo se entrega, de buen
grado, a las prácticas de la magia, sobre todo su componente femeni­
no; el segundo busca con afán la emoción mística o el activismo po­
lítico. En estas condiciones, la zagüía podría probablemente recupe­
rar una nueva juventud, pero cumple una función dictada más por
las necesidades del presente que por la herencia del pasado. Este
hecho, en definitiva, es común a las grandes ciudades del mundo.

La tentación política

La ideología salafí, que los aparatos del Estado difundieron en­


tre las masas, conserva de sus orígenes un carácter activista. Como el
E l Islam en África del Norte 63

Estado no siempre es fiel, en la práctica, a las prescripciones coráni­


cas, el individuo que adopta esta ideología vive un dilema: bien la
concibe como un puro ejercicio espiritual, bien extrae de ella un
programa de reformas políticas. Este dilema, sin embargo, no es es­
pecífico del Magreb. Sólo adoptará una forma particular en la medi­
da en que la experiencia religiosa de los magrebíes posea unos ca­
racteres diferenciados.
El Africa del Norte no ha sido cuna de místicos de gran intelec­
tualidad como el andalusi Ibn ‘Arabi, el egipcio Ibn al-Fárid (muer­
to en el año 632/1235) o el persa Yalál-al-Dín-al-Rümi (muerto en
el año 672/1273), sino más bien de ascetas, educadores misioneros,
muyáhidin (combatientes de la fe), cercanos al pueblo humilde y
sensibles a los problemas de la comunidad. Asimismo, los grandes
ulemas malikíes fueron de mente práctica y moderada, poco incli­
nados a las sutilezas teológicas. Es significativo que el autor más
ilustre nacido en el Magreb, Ibn Jaldún, hubiese elegido como cam­
po de investigación la historia y la evolución de las sociedades. El
Islam parece haber sido en el Magreb menos individualista e inte-
lectualista, más comunitario y pragmático que en otros países. Po­
demos suponer, entonces, que en el futuro conserve estos caracte­
res, sobre todo porque no existen hechos que contradigan
actualmente tal tendencia. La práctica de las zagüías, allí donde sus-
bsiste abiertamente, se depura cada vez más bajo el control de los
ulemas. En la conciencia de la gente, el Islam sigue siendo ante
todo una ley (charfa) que expresa la solidaridad entre los fieles,
como lo demuestra el apego de la mayoría al ayuno del mes de ra­
madàn y a la peregrinación a La Meca. El Islam, tal como lo conci­
be la asociación de los Ijudn al-Muslimün (Hermanos Musulmanes)
influye, ciertamente, sobre el salafismo oficial en algunos aspectos,
pero, hasta el momento, sigue siendo en todos los lugares marginal.
II

MARRUECOS A PRINCIPIOS DEL SIGLO XIX

Tras el reinado, largo y glorioso de Muley Ismá‘il (1672-1727),


Marruecos pasó por un prolongado período de anarquía que arrui­
nó su economía, desequilibró su estructura social y destruyó su ejér­
cito. El sultán Muhammad III (1757-1790) poco a poco volvió a
tomar las riendas de la situación y sentó las bases del Marruecos
«moderno» que su hijo Sulaimán (1792-1822) consolidó. Dio al Maj-
zén un aspecto más conforme a la chari‘a (ley islámica) y una base
más definidamente urbana. Administró directamente el Hauz y el
Dir, regiones de agricultores y arboricultores sedentarios, así como
el Garb, región pantanosa propicia para el cultivo extensivo. Indi­
rectamente, por mediación de los grandes caídes (jefes de las cabilas)
y de los cheijs de las zagüías (maestros de las cofradías religiosas), ad­
ministró las regiones montañosas y desérticas, de tal modo que se
distinguía un dominio de soberanía y otro de señoríos feudales, que
habitualmente se conocían como blad al-Majzen y blad al-Siba, esta­
bleciendo una oposición que es, no obstante, demasiado sistemática.
La reorganización de Marruecos se llevó a cabo entonces sobre
una base restrictiva. Determinados grupos que gozaban de los privi­
legios del Majzén quedaron marginados y naturalmente intentaron
volver a ocupar su lugar, recurriendo a la rebelión, si era preciso. La
Europa del Congreso de Viena, consciente de su joven vigor, mani­
festó su presión, especialmente después de la toma de Argel por los
franceses en 1830. El Majzén tuvo que resolver dos problemas a la
vez: fortalecerse para hacer frente al peligro exterior, por un lado, y
ampliar su base territorial y política, por otro. Esta doble reforma
habría de enfrentarse con las operaciones coloniales y con contra­
66 Marruecos: Islam y nacionalismo

dicciones internas. En definitiva, el objetivo fundamental —escapar


al control extranjero— no fue alcanzado, a pesar de la fuerte perso­
nalidad del sultán ‘Abd-al-Rahmán (1822-1859), la inteligencia de
Muhammad IV (1859-1873) y el prestigio de Hassan I (1873-1894),
aun cuando en 1880 Marruecos presentase una apariencia de Es­
tado estable. Pero el principal resultado de este período, durante
el cual aumentó la presión europea y se aplicó una activa política re­
formadora fue, indiscutiblemente, la consolidación del espíritu co­
munitario marroquí, tradicionalista y receloso, que confirió a Ma­
rruecos una situación específica en el noroeste de Africa.

La e st r u c t u r a p o l ít ic o -so c ia l

A) El acontecimiento político más importante del Marruecos


del siglo xix es la bai‘a (contrato de investidura), deliberadamente
calcado del contrato por el que el Profeta Muhammad fundó en
Medina la primera sociedad política, y que sólo Marruecos mantuvo
en su pureza original 1. Como contrato escrito que vinculaba al sul­
tán y a los distintos grupos de la población y como proceso de legiti­
mación de la autoridad política, que ya no se basaba únicamente en
la fuerza, la bai‘a consolidó en los marroquíes el sentido de perte­
nencia a una comunidad estatal intangible, más allá de las peripecias
políticas y militares. Cada vez que cambiaba el reinado, los jefes del
ejército, los representantes de los grupos urbanos, los caídes y los
cheijs de las zagüías enviaban a la Corte su juramento de fidelidad.
Estos juramentos, que estaban redactados partiendo casi del mismo
modelo, definían los derechos y deberes del sultán y de la pobla­
ción. El deber de éste era doble: defender el territorio 12 contra el
enemigo exterior y mantener la paz en el interior. Como contraparti­

1 Ibn Zaidán, Abd al-Rahmán, Al-lzz ua al-Saula f i Ma‘á lim Nudum al-Daula, en adelante
Izz, 2 vols., Rabat, 1961-1962, vol. 1, pp. 8-35.
2 Contrariamente al prejuicio existente, el territorio marroquí está claramente definido
desde el siglo XVI. Las guerras emprendidas por los soberanos saadíes y alauíes contra los tur­
cos de Argel tuvieron como consecuencia una frontera reconocida entre las dos partes. En el
Sáhara, la soberanía cherifiana se extiende hasta los oasis, cuyos habitantes sedentarios firma­
ron la bada, y hasta el límite de los terrenos recorridos por grupos de nómadas, que también
la firmaron. Los contactos de los sultanes a lo largo del siglo xix con las potencias muestran
claramente que el Majzén tenía una idea precisa del territorio marroquí.
Marruecos a principios del siglo xix 67

da, los habitantes le debían sumisión total mientras no transgre­


diera las prescripciones islámicas y los derechos consuetudinarios
y para ello obedecían las órdenes del Majzén, pagaban los impues­
tos preceptivos, proporcionaban contingentes armados en tiempos
de paz y se presentaban como voluntarios en tiempos de guerra.
Ésta es, por ejemplo, la fórmula ritual en la bai‘a de los habitantes
de Rabat al sultán ‘Abd al-Rahmán:

Juramos ante Dios y sus ángeles que atenderemos y ejecutaremos


las órdenes del Imán en el marco de lo lícito y según nuestras posibili­
dades...; cerrado el trato, obedecemos como Dios nos lo ha ordenado y
que el Sultán respete nuestros derechos y los de todos los demás súb­
ditos como Dios se lo prescribe 7

B) Para cumplir sus deberes el sultán cuenta con un Majzén


compuesto básicamente de un ejército y de una burocracia.
1. Hasta la reforma militar posterior a 1844, el ejército ma­
rroquí estaba constituido por tres grupos de orígenes distintos y
con distintas responsabilidades: a) los buajer (del árabe clásico:
‘a bid al-Bujari) representaban a unos pocos centenares de esclavos-
soldados que quedaban de los 50.000 que formaban la guardia
negra de Muley Ismá‘íl; b) el guich (del árabe clásico: yaich) cuyo
número total no superaba los 9.000, estaba compuesto de con­
tingentes que proporcionaban determinadas comunidades (Che-
raga, Ulad Yami, Udaia, Cherarda) que explotaban en usufruc­
to tierras comunales y que, en el siglo xix se hallaban en los
alrededores de Fez y en los suburbios de Rabat y Larache; c) los
nuaib (del árabe clásico: nauá’ib, plural de ná’ibá) eran contingentes
ocasionales que las demás comunidades, especialmente las del
Hauz y del Dir, proporcionaban en respuesta al requerimiento del
soberano. Este ejército, tal como lo había concebido Muhammad
III, era una fuerza policial destinada a mantener el orden interno.
Por ello, tras la derrota de Isly ante Francia se crearon los asea­
rles 34, tropas entrenadas a la europea.

3 Ibn Zaidan, Ithaf A íam al-Nas bi-yamál Ajbar Hádirat Maknds, en adelante Ithaf, 5 vols.,
Rabat, 1929-1933, vol. V, pp. 9-15.
4 Jules, Erckmann, Le Maroc moderne, París, 1885. Ver también el artículo «Djich» en
l ’E ncyclopédie de líslam , Leyden, 1.a ed., vol. II, pp. 1.079-1.080.
68 Marruecos: Islam y nacionalismo

2. La burocracia se componía de visires y secretarios de canci­


llería (,kuttáb) agrupados en dependencias llamadas beniqa, según el
uso marroquí. Continuaba la tradición andalusí, que se mantenía
viva en la enseñanza impartida en la universidad de Qarauiyín de
Fez, y un elaborado sistema de admisión. Varios visires y secretarios,
por otra parte, eran de origen andalusí. Desde mediados del siglo
xix apareció un nuevo tipo de funcionarios del Majzén, creados por
la necesidad de ampliar las relaciones con Europa. Se trataba de los
umand (plural de amín, inspector de aduanas) y de los tulba (plural
de tálib, estudiante avanzado), menos versados en retórica y en his­
toria, pero más familiarizados con las lenguas europeas y los proble­
mas económicos 5.
C) El Estado marroquí se basaba en la ortodoxia islámica y
sus ingresos provenían legalmente de las dos fuentes siguientes: las
rentas de los bienes comunales; la zakdt, impuesto calculado sobre la
base del capital comercial y los productos agrícolas, destinado a
unos fines específicos; y los impuestos sobre el comercio exterior.
Cualquier otro recurso fiscal, incluso los diezmos ('uchur), transfor­
mación del jardch, no eran, desde el punto de vista legal, totalmente
válidos 67.El sultán, que no tenía prerrogativas en el terreno fiscal, se
veía obligado a reducir sus gastos al mínimo. Muhammad III se con­
formaba con los ingresos que le proporcionaba la aduana, la zakdt
del Hauz y las fincas de la corona (‘azííd). Sin embargo, había conser­
vado un impuesto sobre los tejidos importados, el cuero y el azufre;
luego, tras haber obtenido la autorización de algunos ulemas, institu­
yó un derecho de portazgo y un impuesto sobre las operaciones co­
merciales, así como sobre los pesos y medidas 1. Los comerciantes y
artesanos estaban descontentos y cuando el sultán Sulaimán ascendió
al trono le obligaron a suprimirlos. Para compensar las pérdidas del
tesoro, agravadas por su decisión de desalentar el comercio con Eu­
ropa, el soberano multiplicó sus giras por el campo para obtener el

5 Ibn Zaidán, Izz, vol. I, pp. 46 y ss.


6 El jardch se justifica en el derecho islámico por la conquista. Sin embargo la mayoría
de los ulemas consideran que los habitantes de Marruecos abrazaron el Islam libremente.
Ver el artículo «Dariba» en l ’E ncyclopédie de llslam , 2.a ed., t. II, pp. 147-150.
7 Ahmad al-Násirí, Al-Istiqsa, Casablanca, 1954-1956, t. IX, p. 61. Se estima que con estos
distintos impuestos se recaudaban tres millones de francos, que era suficiente para pagar los
gastos del ejército y de la burocracia.
Marruecos a principios del siglo xix 69

máximo de la zakdt y de los diezmos, lo que no dejó de suscitar un


gran descontento entre la población rural. Su sucesor, ‘Abd-al-Rah-
mán, tuvo que reinstituir en 1850 un impuesto sobre las pieles y lue­
go otro sobre el ganado que se vendía en los zocos. En 1860, Ma­
rruecos, vencido por España, tuvo que pagar una indemnización de
100 millones de francos, lo que equivalía al presupuesto marroquí
de la época multiplicado por 20 8. Se imponía una reforma fiscal. A
pesar del llamamiento urgente del sultán Muhammad IV, los ulemas
se atuvieron al punto de vista ortodoxo 9. La cuestión fiscal se man­
tuvo en el centro de la historia marroquí durante todo el siglo XIX y
nunca fue resuelta de forma satisfactoria. La experiencia forzaba al
Majzén a limitar sus responsabilidades para mantener los gastos en
función de los recursos disponibles, más que a aumentarlos con ob­
jeto de alcanzar las metas deseables. Ahora bien, la presión europea
aumentaba y la necesidad de reformas era cada vez más urgente; ya
no era cuestión de conformarse meramente con lo posible.
D) Entre el ejército y la burocracia, por un lado, y la pobla­
ción urbana y rural, por otro, había unos cuerpos intermedios que, a
la vez que gozaban de cierta autonomía, formaban parte del Majzén
en sentido amplio 101. Como portavoces de grupos sociales o regiona­
les, defendían enérgicamente los derechos consuetudinarios frente al
sultán; responsables ante él, aplicaban las órdenes del Majzén, te­
niendo en cuenta los usos locales.
1. El clero se componía de los ulemas que impartían la ense­
ñanza, de los cadíes, de los muftíes, de los nadir de habus (adminis­
tradores de fundaciones piadosas) y de los muhtasib (encargados de los
mercados). Esta administración, esencialmente urbana, que aplicaba
estrictamente las prescripciones de la chari‘a estaba teóricamente
bajo la supervisión del sultán-imán, pero gozaba de una indiscuti­
ble autonomía n. El soberano no podía reformar la enseñanza, ni

8 Jean-Louis Miége, Le Maroc et ILurope, en adelante Maroc, París, 1961-1963, vol. II,
p. 362.
9 Muhammad Dáued, Tari] Tituán, en adelante Tituán, Tetuán, 1936-1970, vol. V, pp. 97-
99.
10 Existe una diferencia entre el Majzén, en el sentido estricto, que corresponde a Go­
bierno, y el Majzén, en un sentido religioso y más amplio de país. Este último sentido es el
que se adopta cuando se habla de majzaniyya y de familias majzén.
11 Hay una diferencia entre las obligaciones del ch ra 'y las del Majzén. Ver Muhammad
ben Ya‘afar al-Kattán!, Saluat al-Anfás, Litogr., Fez, 1899, t. III, p. 5.
70 Marruecos: Islam y nacionalismo

en el fondo ni en la forma, ya que éste era un privilegio de la Qa-


rauiyín, y no podía ignorar la opinión de otros ulemas cuando nom­
braba a los titulares de los puestos que se acaban de mencionar; no
podía tampoco desviar para su beneficio los ingresos de los habus ni
contradecir los decretos del muhtasib. La charVa, verdadera constitu­
ción de la vida social, estaba bajo la custodia de los ulemas; cual­
quier tentativa de modificarla abiertamente quedaba excluida, inclu­
so para el sultán 12
2. Los chorfa, descendientes directos del Profeta Muhammad,
formaban una especie de aristocracia religiosa, diseminada por todas
las ciudades y el campo de Marruecos. En tres ocasiones, bajo los
sultanes Ismá‘ll, Muhammad III y Sulaimán, se hizo el censo de los
chorfa, pues gozaban de un estatuto legal y de un prestigio social es­
peciales 13. Tenían el privilegio de ser juzgados por sus naqib (síndi­
cos). En cuanto herederos del fundador del Estado islámico, tenían
derechos sobre el tesoro público y por este motivo estaban exentos
de varios impuestos y recibían numerosas donaciones del sultán 14.
Como descendientes del enviado de Dios, la creencia popular les re­
conocía ciertas facultades (baraka), que la mayor parte del tiempo
permanecían en estado latente, pero que se podían transformar, en
circunstancias favorables, en poder sobrenatural. Esto explica su pa­
pel de taumaturgos y de árbitros, servicios retribuidos a los que el
propio sultán no dejaba de recurrir llegado el caso.
3. Las zagüías, agrupaciones sociales con base religiosa, adop­
taban en el Marruecos del siglo xix varias formas, dos de las cuales
eran de suma importancia: a) la zagüía-cofradía, como la tiyániyya o
la darqáuiyya, vinculaba, a través de una serie de logias urbanas y
monasterios rurales, a los individuos sin distinción de posición so­
cial, de riqueza, de ocupación o de origen étnico, y desempeñaba así
un poderoso papel integrador en sentido horizontal; b) la zagüía-
principado en cuyo jefe se delegaba un poder casi general sobre su
feudo, como la uazzánia en el norte, la charqáuiyya en el Tadla, la
násiriya en el suroeste y la zaruáliyya en el Anti Atlas. Cada zagüía
trataba de ser lo uno y lo otro a la vez y algunas veces lo conseguía,

12 Ibn Zaidàn, Izz, vol. II, pp. 163-168.


13 E. Lévi-Provençal, Les historiens des Chorfa, Paris, 1922.
14 Al-Mahdï al-Uazzânî, Al-Mi‘y dr al-yadtd, 11 vols., Litogr., Fez, 1900, vol. II, p. 92.
Marruecos a principios del siglo xix 71

como la násiriyya. Podía adoptar otra forma, pero en cualquier caso


era una escuela de disciplina social y un intermediario de la autori­
dad del Majzén, a pesar de su aparente independencia 15. Esta fun­
ción se evidenciaba especialmente en las ciudades donde zagüía y
corporación (hí’a) tenían los mismos integrantes y los mismos obje­
tivos.
4. Los jefes de las cabilas ocupaban una posición extrema­
damente variable. Para el Majzén la cabila era una noción esen­
cialmente administrativa y fiscal y se aplicaba tanto a una región
(Dukkala), como a un cantón de montaña (Béni Uriagel) o a una
confederación nómada (Ait Atta), o a una comunidad trasplantada
de soldados-pastores (Cherarda). En cada caso, la autoridad se dele­
gaba en un caíd nombrado por dahir (decreto) tras obtener el con­
sentimiento de los miembros de la cabila. El caíd representaba al
sultán y a la vez era portavoz de los ciudadanos a los que represen­
taba e, invariablemente, una de estas funciones prevalecía sobre la
otra, dependiendo de la distancia del poder central y de la riqueza
de la comarca. Frente a este caíd figuraba siempre el ‘amil (goberna­
dor) que percibía el impuesto y reclutaba los contingentes armados.
La misma persona podía acumular las dos funciones, si procedía,
pero no por ello dejaban de estar separadas. Las familias de los caí-
des —había dos por cabila, uno que defendía los intereses del Maj­
zén y otro los intereses locales—, estuvieran éstos en funciones o ya
retirados, formaban parte de la élite administrativa del país 16.
E) Estos cuerpos intermedios, urbanos o rurales, basados en
un individuo o en el grupo agnaticio, eran, en definitiva, engranajes
de la administración del sultán. Los ulemas, al defender la charfa,
consolidaban la legitimidad del sultán-imán, pues el Islam es ante
todo una comunidad política. Los chorfas servían de mediadores si
surgían desavenencias —graves o pasajeras— entre el poder central
y los jefes locales. Los cheijs de las zagüías administraban, por cuenta
del sultán, regiones distantes y poco productivas, o mantenían la paz

15 E. Michaux-Bellaire. Essai sur l ’h istoire des confréries religieuses, Hesperis, Rabat, 1921,
vol. 1, pp. 141-158.
16 La obra clásica de Robert Montagne, Les Berbères et le Makhzen dans le sud du Maroc,
Paris, 1930, debe leerse con espíritu crítico, pues los documentos del Majzén precisamente
nos obligan a matizar muchos de los prejuicios sobre el concepto de cabila.
72 Marruecos: Islam y nacionalismo

en los territorios estratégicos 17. Si la zagüía se oponía al soberano


por razones políticas, éste ordenaba su eliminación. Lo mismo se
puede decir de los jefes de las cabilas. Se les reconocía una gran
autonomía cuando luchaban contra el extranjero, como en el Rif,
donde los españoles de Ceuta y Melilla eran constantemente ase­
diados o bien cuando su territorio era montañoso o desértico;
pero si reivindicaban una independencia total, rechazando las ór­
denes del sultán o descuidando la aplicación de la charfa, se les
declaraba en estado de siba, es decir de ruptura injustificada del
pacto de la bai‘a\ se les podía reducir por la fuerza o persuadir por
la diplomacia, en el momento o más adelante, según los recursos
militares de que dispusiera el sultán, pero nunca se abandonaba la
soberanía de éste ni de la charfa 18.
F) El sistema socio-político marroquí, tal como lo había reor­
ganizado Muhammad III, había restablecido la tradición islámica or­
todoxa, reconocido la autonomía de los cuerpos intermedios y limi­
tado las ambiciones del poder central. De este modo, se había
reforzado en la sociedad marroquí la idea del Estado, al inducir a
todos los grupos profesionales, sociales o étnicos a expresar sus rei­
vindicaciones en el marco del Majzén. Este sistema, no obstante, se­
gregaba sus propias contradicciones; oscilaba manifiestamente entre
dos modalidades ideales: una que contaba con el beneplácito de los
ulemas y de los comerciantes, que sería el reino de la charfa y de la
administración directa, y otra más del gusto de los jefes locales, don­
de el sultán, símbolo federador, no tendría más autoridad que la
que estos jefes le hubieran conferido. Este sistema era la consecuen­
cia del cambio de la correlación de fuerzas entre Marruecos y Euro­
pa que se había producido durante la era mercantilista. Antes de
que se hubiese estabilizado, tuvo que hacer frente a una presión eu­
ropea aún más fuerte; estas contradicciones se hicieron patentes tras
las derrotas militares que sufrió Marruecos, primero ante Francia en
1844, luego ante España en 1860.
17 A. G. P. Martin, Quatre siècles d ’h istoire marocaine, París, 1923, sobre el papel desempe­
ñado por la zagüía uazzaniyya en el Tuat. Pascal Durant, Boujad ville sainte. Renseignements co ­
loniaux, París, febrero 1930, pp. 65-67, sobre el papel desempeñado por la zagüía charqauiy-
ya en el Tadla.
18 Las potencias coloniales interpretaron la noción de siba según las exigencias de su po­
lítica expansionista. Se trata, pues, de interpretarla dentro de su contexto original y no res­
pecto del derecho europeo de la época.
Marruecos a principios del siglo xix 73

L as refo rm as del M a jz én f r e n te a la o fe n siv a e u r o pe a

A) No analizaremos aquí la política de las potencias coloniales


respecto a Marruecos 19. Recordemos tan sólo que hasta 1880 hubo
un consenso europeo para mantener el statu quo en el Imperio de
Marruecos. Ni expansión territorial —francesa desde Argelia o espa­
ñola desde Ceuta y Melilla— ni privilegios comerciales para los pro­
ductos ingleses. A pesar de algunas concesiones arrebatadas por
Francia y España tras las guerras de 1844 y 1859-1860, estos princi­
pios fueron reafirmados en la Conferencia de Madrid de 1880 y per­
manecieron en vigor hasta el final del siglo xix 20.
No obstante, entre las reivindicaciones de las potencias euro­
peas y la autoridad del sultán, había una absoluta contradicción.
Durante la conquista de Argelia, el sultán no podía permanecer neu­
tral como se lo aconsejaban Inglaterra y el sentido común, pues el
derecho público islámico le obligaba a ayudar a los vecinos musul­
manes abandonados por su soberano legítimo, en este caso el oto­
mano 21. En 1859, los rifeños destruyeron un caserón que los espa­
ñoles de Ceuta habían construido fuera del recinto de la ciudad,
destrozando la bandera que lo remataba. Madrid exigió que se le
entregaran los 12 hombres responsables del incidente. El sultán no
podía aceptar esta exigencia, pues se le hubiera considerado culpa­
ble de romper deliberadamente el juramento de la bada 22. En lo
que respecta a las operaciones comerciales, por las que Inglaterra se
interesaba particularmente, el sultán no podía, por el mero hecho de
rubricar un documento, liberalizar las exportaciones, otorgar el de­
recho de propiedad a los europeos u obligar a los cadíes a recibir

19 Ver A. Laroui, Origines..., cap. V.


20 Las tropas de Bugeaud atacaron al ejército marroquí en Isly cerca de Uchda el 14 de
agosto de 1844. La marina francesa bombardeó Mogador el día 15, tras haber previamente
bombardeado Tánger el día 6. El tratado de Tánger, firmado el 19 de septiembre, puso fin a
la guerra, pero la convención de Lalla Marnia del 18 de marzo de 1845 no resolvió el con­
tencioso fronterizo debido a las ambiciones francesas en el Sáhara. En el otoño de 1859 los
españoles instalaron un ejército europeo en Ceuta y tras algunas escaramuzas en Cabo Negro
entraron en Tetuán el 6 de febrero de 1860. Por el tratado del 20 de noviembre de 1861, Es­
paña extendió sus plazas de Ceuta y Melilla, obtuvo unas concesiones comerciales y un puer­
to de pesca en el sur, localizado en 1863 en Ifni.
21 Tasüli, Jauáb ‘ala su ’d lal-A mír Abdal-Qádir, Litogr., Fez, sin fecha.
22 Násirí, Istiqsa, vol. IV, p. 84. Miége, Maroc, vol. II, 360-362.
74 Marruecos: Islam y nacionalismo

declaraciones de testigos no musulmanes, pues en todos estos pun­


tos la prohibición del fiqh malikí era tajante 23.
El sultán, por consiguiente, se hallaba en una situación poco en­
vidiable, desgarrado entre las exigencias de los europeos y la punti­
llosa oposición de los ulemas; para aquéllos era un oscurantista y
para éstos, un innovador; de ahí la ambigüedad de la reforma.
En el siglo xix, Majzén y cónsules coincidían en el objetivo de
fortalecer el ejército y reorganizar la administración con el fin de ga­
rantizar a todos la seguridad, el orden y la justicia. El problema con­
sistía en saber en qué marco legal: ¿la charñi o una nueva legislación
de inspiración europea? Esta contradicción no se podría resolver
pacíficamente, en opinión de los europeos.
B) Muhammad IV fue testigo de las derrotas de Isly y de la de
Tetuán; de la primera, como príncipe heredero y comandante en je­
fe del ejército y de la segunda, como sultán. Por esta razón, ya en
1845, tomó la iniciativa de la reforma militar. Para combatir el tradi­
cionalismo imperante encargó a un conocido ‘a lem que compusiera
una obra para justificar la reforma desde un punto de vista tradicio-
nalista 24. Recurrió a los tunecinos que habían servido en el ejército
otomano para organizar regimientos con entrenamiento europeo,
llamados ascaríes y cuyo número, al principio, no era superior a
los 500. Con la ayuda de algunos renegados, el más conocido de los
cuales era el francés De Saulty, que había tomado el nombre islámi­
co de ‘Abd al-Rahmán al-Alch, fundó en Fez una escuela de inge­
nieros (madrasat al-muhandisin) en la que se formaron agrimensores,
topógrafos, cartógrafos y artilleros. Con el mismo fin, y bajo su con­
trol directo, encargó la traducción de unos tratados de geometría a
un maltés. Por mediación de su representante en Gibraltar, pidió al
bajá de Egipto que le enviase libros científicos, traducidos de las
lenguas europeas. El sultán Abd al-Rahmán dejó actuar a su hijo,
pero no asumió la responsabilidad de esta obra reformadora, de la
que no veía el provecho inmediato. Muhammad IV, una vez conver­
tido en sultán, habría dado sin duda un impulso más vigoroso a esta
reforma si la guerra de 1859-1860 no le hubiera creado problemas
económicos insolubles. No obstante, decidió enviar un grupo de los

23 Tasuli, Yauab, cap. I, sección 4.


24 Al-Kardudi, K achf al-Gumma, Litogr., Fez, sin fecha.
Marruecos a principios del siglo xix 75

buajer a Egipto para perfeccionarse en artillería. A partir de 1870,


periódicamente se enviaban misiones a Gibraltar con el fin de hacer
prácticas de dos años de duración. Hassan I continuó la política de
su padre en condiciones más favorables. Instituyó una modalidad
de reclutamiento regular: cada ciudad imperial debía proporcionar
500 reclutas, cada puerto 200, cada región 2.000, lo que permitía le­
vantar un ejército de 25.000 soldados al año. En 1877, pidió a Fran­
cia que le facilitase oficiales instructores para su artillería. En 1880
estaban de regreso los 180 oficiales y suboficiales, enviados en misión,
que formaron, bajo la dirección del comandante inglés MacLean,
el regimiento de los barraba.
Más tarde, Hassan I envió otras misiones militares a Bélgica,
Alemania e Italia. Con este ejército reorganizado pudo reafirmar su
soberanía sobre los territorios distantes, como el Sus y el Tafilalet,
que despertaban las apetencias de varias potencias europeas 25.
C) John Drummond Hay fue ministro de su majestad británica
en Tánger de 1839 a 1886. Puso tanto entusiasmo en defender la so­
beranía del sultán y la integridad de sus posesiones, como en exigir­
le a éste la apertura del país al comercio internacional 2627.Se aprove­
chó de su inmenso prestigio ante el sultán ‘Abd al-Rahmán para
hacerle aceptar el tratado de amistad, comercio y navegación del 9
de diciembre de 1856, que postulaba los siguientes principios: liber­
tad de tráfico, fin de cualquier monopolio público o privado, garan­
tía de seguridad de los bienes y de las personas, apertura de consu­
lados en todo el país, exención de cualquier impuesto o tributo, salvo
los de aduana, de anclaje y de pilotaje, para los comerciantes extran­
jeros y sus socios marroquíes 21.
1. La apertura de Marruecos al comercio europeo tuvo varias
consecuencias enojosas: la primera fue una crisis monetaria aguda.
En el siglo xviii, el dinar, moneda de oro, había desaparecido com­
pletamente; el sistema monetario marroquí adoptó dos metales, la
plata y el bronce. Las monedas de plata de curso legal eran la peseta
y el duro españoles, el franco y el escudo francés. El duro y el es­

25 Miège, Marne, t. II, p. 208. Ver en particular Muhammad al-Mannüni, Madáhir Yaqdat
al-Magrib al-Hadiz, Rabat, 1973, p. 53.
26 John Drummond Hay, A memoir, Londres, 1896.
27 Ver el texto en P. L. Rivière, Traités, codes et lois, 8 vols. París, 1924-1923, voi. I,
pp. 36-42.
76 Marruecos: Islam y nacionalismo

cudo se llamaban ríales. Las monedas de bronce acuñadas en Ma­


rruecos eran la uqia (onza) y la müzüna. El mizqál servía de unidad
contable, valía 10 onzas y la onza 4 müzüna. Cuanto más se desa­
rrollaban las relaciones comerciales con Europa, tanto más escasa se
hacía la moneda de plata y más se devaluaba la moneda de bronce,
que era más común. A mediados de siglo se había reducido a un
cuarto de su valor inicial, con las consiguientes consecuencias de
cualquier inflación: alza de los precios, pauperización de la pobla­
ción, dificultades del tesoro público, concentración de bienes inmo­
biliarios en las manos de una minoría. El Majzén intentó reaccionar
tomando medidas autoritarias en 1852, 1862, 1869 y 1877; en cada
una de estas ocasiones intentó volver a una paridad superada. El
sultán sólo podía obtener ganancias con estas revalorizaciones si le
pagaban en moneda de plata y si conseguía, por su parte, liquidar
sus deudas indistintamente en nales o en onzas. Ahora bien, los co­
merciantes extranjeros provocaban la baja de los derechos de adua­
na al pagar con onzas devaluadas, mientras que el sultán tenía que
saldar sus deudas externas en piastras españolas y en escudos fran­
ceses que pagaba muy caros. Las medidas monetarias terminaron
por empobrecer aún más al tesoro. Al final de nuestro período, Has-
san I decidió acuñar una nueva moneda de plata (el riál hassam, que
equivalía a 5 francos) sin retirar de la circulación, no obstante, la de
bronce, que siguió devaluándose (ya en 1881, el riál valía 14 mizqál
en vez de 10), lo que provocó la caída de las nuevas monedas 28.
2. Los gastos del Majzén iban en aumento a consecuencia de
las reformas emprendidas y de las numerosas deudas e indemniza­
ciones pagadas a los estados y comerciantes europeos. Se imponía
una reforma fiscal. El sultán no tenía, sin embargo, libertad para ini­
ciarla sin consultar a los ulemas, puesto que se trataba de un pro­
blema de derecho público. Estos habían declarado, ya en varias
ocasiones, que los impuestos sobre las transacciones comerciales de­
signadas con el nombre general de muküs (plural de maks) eran ile­
gales si dejaban de ser provisionales y se aplicaban a fines espe-

28 Miège, Maroc, t. II, pp. 388-389 y t. III, pp. 97-106. Ver también G. Ayache, «Aspects
de la crise financière au Maroc après l’expédition espagnole de 1860», R evue Historique, Pa­
ris, t. CCXX, 1958, pp. 271-310. A principios de siglo, 10 onzas valían cinco ptas.; en 1845,
tres, 25 ptas., y en 1874 sólo valía una pta. Cifras de Nàsirï, Istiqsd, t. IX, p. 208.
Marruecos a principios del siglo xix 77

cíñeos. Consideraban asimismo inaceptable cualquier impuesto te­


rritorial, puesto que los marroquíes eran propietarios de pleno de­
recho de sus tierras 29. En julio de 1860, Muhammad IV pidió a los
ulemas que le indicasen la forma de pagar las indemnizaciones de
guerra que permitieran recuperar Tetuán, ocupada por los españo­
les, e impedir que otras ciudades cayeran en manos de éstos. Los
ulemas se mantuvieron firmes en sus opiniones ortodoxas y conside­
raron que sólo una contribución extraordinaria, es decir, provisio­
nal, que afectara por igual a todos los ciudadanos, sin arrendarlas a
terceros, sería legal, aunque el sultán perseveró en explicarles que
las circunstancias no le permitían aplicar semejante medida 30. Sin
hacer caso de sus objeciones, el sultán instituyó impuestos indirec­
tos que dieron origen, entre la población urbana, a una oposición
sorda y tenaz. En 1873, durante la proclamación de su sucesor, los
artesanos exigieron la abolición de los muküs antes de firmar la bai‘a\
Hassan I tuvo que reducir por la fuerza a la obstinada ciudad. Más
tarde, instituyó, con carácter experimental, el tertib, un impuesto de
valor fijo, percibido por unos amines especializados. Sin solicitar la
opinión de los ulemas, pues sabía que era negativa, empezó por po­
nerla en práctica en el Hauz, la región mejor administrada del reino.
No obstante, este impuesto dejó de estar vigente, por razones que
aún no se han dilucidado pero que sin duda tienen que ver con el
estado de la opinión pública y la oposición de ciertos jefes del ejér­
cito. A falta de recursos económicos, el Majzén estaba obligado a li­
mitar sus ambiciones reformadoras manteniendo sus gastos periódi­
cos en el nivel mínimo.
D) El número de comerciantes europeos establecidos en Ma­
rruecos aumentó de forma regular a partir de 1856. Para responder
a sus reclamaciones, el Majzén emprendió una reforma administrati­
va. En 1861, se creó el cuerpo de los amines, inspectores de aduana.
Contratados entre los comerciantes, secretarios de cancillería y nota­
rios, y relativamente bien pagados, se establecieron en los ocho
puertos abiertos al tráfico extranjero; a su lado figuraban los inspec­
tores españoles encargados de comprobar los ingresos de la aduana,
de los que un 60% se destinaría a pagar la indemnización de guerra.

29 Uazzaani, Mi'yar, vol. III, pp. 46-47.


30 Dáued, Tituán, vol. V, pp. 99-100.
78 Marruecos: Islam y nacionalismo

Los amines, varios de los cuales se habían enriquecido en el extranjero


(Gibraltar, Marsella, Manchester, Génova), ayudaron a racionalizar
la burocracia y gozaron de gran influencia sobre Muhammad IV y
Hassan I. Otro de los grupos que vio también aumentar su prestigio
fue el de los tdlib, que habían sido enviados a Europa para hacer
prácticas y aprender idiomas extranjeros. Entre 1874 y 1888, ocho
misiones, con un total de 350 personas, partieron hacia los principa­
les países europeos. A su vuelta, estos jóvenes fueron destinados al
departamento de la moneda de la famosa makina de Fez (fábrica de
armas montada por los italianos), al servicio fiscal, que fue reorgani­
zado en 1886, y al visirato de asuntos exteriores {wizárat albahr) 31.
E) No obstante, el verdadero propósito de los comerciantes
extranjeros era limitar las competencias del cad í32. Preferían ser juz­
gados por el gobernador (caíd o ‘amil), confiando en que algún día
lo serían por un tribunal mixto que aplicase un código de tipo occi­
dental. Francia, con el pretexto de que había desempeñado un papel
moderador ante España en 1860, hizo que Muhammad IV aceptase
la convención del 19 de agosto de 1863 que otorgaba un privilegio
judicial tanto a los comerciantes extranjeros como a sus socios ma­
rroquíes. En vez de ser juzgados por el cadí, lo eran por el goberna­
dor en presencia del cónsul correspondiente. Mientras el número de
socios fuera limitado (200 por cabila hacia 1870), esta situación
ofensiva para el sultán era, sin embargo, soportable. Pero los cónsu­
les no tardaron en otorgar la calidad de samsár (intermediario) a
todos aquellos, judíos o musulmanes, que quisieran escapar a la ju­
risdicción del cadí y que podían pagar este servicio 33. El Majzén, al
ver que su autoridad estaba minada por esta protección irregular,
que nacía de una interpretación abusiva de la convención de 1863,
protestaba continuamente y terminó por ganarse el apoyo de In­
glaterra. En julio de 1880 se celebró en Madrid una conferencia
internacional, que reunió a 13 países, para poner término a estas
prácticas. La cantidad de protegidos quedó muy limitada: cada co­
merciante hubo de contentarse, a partir de entonces, con dos samsdr
que eran los únicos —incluida la familia qe viviera bajo su techo—
31 Miége, Maroc, vol. IV, pp. 397-407, y Mannürri, Madáhir, pp. 103 y ss. y pp. 116 y ss.
32 «Para penetrar pacíficamente en Marruecos, es necesario previamente desislamizarlo»,
Maura, La question marocaine du poin t de vue espagnol, París, 1911, p. 197.
33 Hay, Memoir, pp. 321-323.
Marruecos a principios del siglo xix 79

que podían gozar de la protección extranjera. No obstante, en con­


trapartida por esta limitación, se reafirmó el derecho de propiedad
de los europeos establecidos en los puertos, cosa que el sultán no
veía con buenos ojos.
F) La presión europea tuvo así como consecuencia una refor­
ma del ejército, de la administración, de la moneda y del régimen de
tributación marroquíes. Esta reforma fue, sin embargo, entorpecida
por obstáculos exteriores y dificultades internas. Los europeos
estaban conformes con las medidas que garantizaban su seguridad y
favorecían su actividad comercial, pero no les interesaba, especial­
mente a franceses y españoles, que el Majzén se fortaleciese hasta el
extremo de poder oponerse con éxito a sus objetivos 34. Por otra
parte, el sultán no podía intervenir en la enseñanza, la judicatura y
las instituciones religiosas, dada la doctrina intransigente de los
guardianes de la ley. Esta restricción del alcance de la reforma, agra­
vada aún más por la escasez de medios económicos, tuvo un resulta­
do inesperado: en lugar de consolidar su independencia, el sultán se
encadenaba progresivamente a Europa a medida que se dedicaba a
la reforma del país. En efecto, cuanto más se desarrollaban las rela­
ciones con el exterior, mayor era el número de comerciantes extran­
jeros y más incidentes se producían, dando lugar bien a fuertes
indemnizaciones, bien a una mayor pérdida de prestigio 35. La po­
blación veía una relación de causa-efecto entre la apertura a la in­
fluencia extranjera, las reformas emprendidas y sus infortunios, que
no cesaban de aumentar. La opinión pública manifestaba cada vez
mayor irritación contra los extranjeros por razones económicas, psi­
cológicas y religiosas.

L as r e a c c io n e s de la p o b l a c ió n

A) En Marruecos la producción agrícola dependía, y depende


aún, de los avatares climáticos; no obstante, hubo de responder a la

34 J. Caillé, Charles ]agershmidt, chargé d ’a ffaires au Maroc, Paris, 1951, p. 121.


35«Turquía y Egipto, tras las reformas, se han hecho más ricos pero bastante menos
independientes», dice el sultán Muhammad IV al ministro francés Tissot, ver Hay, op. cit.,
pp. 288-289.
80 Marruecos: Islam y nacionalismo

demanda creciente de los exportadores europeos. Esto dio origen a


una serie de hambrunas que golpearon duramente a la población ur­
bana y rural en 1850, 1856, 1857 y sobre todo durante los terribles
años de 1878 a 1881, en el transcurso de los cuales se considera que
del 12 al 15% de los habitantes de las ciudades vivía de la caridad
pública, en tanto que 64.000 marroquíes se vieron obligados a emi­
grar 3637.Alrededor de las murallas comenzaban ya a constituirse ba­
rrios de nualas que recuerdan a las chabolas del siglo xx. Muchos
agricultores y pastores, que no podían pagar los impuestos o las
deudas contraídas con los comerciantes europeos, abandonaron sus
campos; este despoblamiento rural afectó a un tercio aproximada­
mente de las tierras agrícolas del sur del país y de los alrededores de
las ciudades costeras. El Majzén sufría las consecuencias negativas
de esta situación por partida doble. Por un lado, los ingresos de la
zakdt disminuían; por otro, los europeos exigían que pagara las deu­
das de los particulares, especialmente cuando los deudores eran
caídes. Además, los bienes pasaban ilegalmente, y a bajo precio, a
manos de los extranjeros, por medio de los samsdr y con la
anuencia de caídes poco escrupulosos, y, por consiguiente, no paga­
ban impuestos. El sultán intentó detener esta desastrosa situación.
De 1873 a 1883 adoptó una serie de medidas por las que prohibía a
los europeos acudir a los zocos rurales; exigió a los caídes que sepa­
rasen sus bienes de los de sus contribuyentes, limitó el número de
cadíes y notarios facultados para autentificar los reconocimientos de
deudas al amparo de los cuales se realizaban las ventas 31. Los habi­
tantes del campo se empobrecían, pero la situación de los de las
ciudades no era mucho mejor: todos habían sido afectados por el alza
de los precios de los productos de primera necesidad: cereales, lana,
pieles. Los productos importados (tejidos, velas, cerillas, azúcar) eran
baratos, pero suponían una fuerte competencia a los artesanos que
constituían la columna vertebral de la vida urbana. Los funcionarios
del Majzén pagados por éste, por los habus o incluso por los propios
ciudadanos, sufrían las consecuencias adversas de la devaluación
monetaria: entre 1845 y 1874 sus sueldos se redujeron a la décima

36 Miége, Maroc, vol. III, pp. 367 y 444.


37 Ibn Zaidán, Izz, vol. I, pp. 364-366 y vol. II, pp. 48-55 y 129-131.
Marruecos a principios del siglo xix 81

parte de su valor en términos reales 38. Sólo escapaban a esta paupe­


rización generalizada los comerciantes y los socios de los europeos
que podían conseguir monedas de plata. Su capital aumentaba auto­
máticamente de valor; compraban a bajo precio numerosos edificios
y bienes raíces, cuando no prestaban con intereses usurarios a los
habitantes del campo e incluso a los miembros del Majzén. Su enri­
quecimiento, tanto peor visto cuanto que contrastaba con la indigen­
cia del ambiente, era considerado como otra consecuencia negativa
de la apertura del país a la actividad extranjera.
B) La población marroquí no sólo era sensible a estos aspectos
económicos sino que también se sentía afectada (y quizá este factor
era más importante) por la disminución de la autoridad del cadí, del
sultán y, en último extremo, del Islam. Las potencias coloniales atri­
buían gran importancia al respeto debido a su bandera. Si uno de
sus súbditos era asesinado, el cónsul, independientemente de que
hubiera habido o no provocación o voluntad de matar, exigía la eje­
cución del culpable —y, de no conocerse su identidad, de aquellos
que hubieran presenciado el incidente—, una indemnización para la
familia de la víctima, la destitución de los agentes que juzgaba poco
diligentes, disculpas oficiales y el saludo a la bandera 39. En semejan­
tes condiciones, los funcionarios no sabían qué actitud adoptar. Si
rechazaban las reclamaciones de los cónsules y el asunto tomaba un
cariz desfavorable para el sultán sufrían las consecuencias; si acata­
ban, en cambio, estas exigencias —contrariamente a la costumbre
que dejaba la decisión en manos del poder central— y por consi­
guiente estallaba una revuelta, también eran responsables. Su presti­
gio se erosionaba continuamente, en perjuicio del orden que los eu­
ropeos pretendían necesitar 40.
C) El cadí y el muhtasib eran los más afectados por esta situa­
ción contraria a la letra de la chari‘a. Esto explica que se opusieran
con tanto ardor al estatuto de protección. Apoyado por Inglaterra, el
filántropo judío inglés, sir Moses Montefiore, inició una misión en
Marruecos que motivó que el sultán Muhammad IV promulgase el
dahir del 5 de febrero de 1864 en el cual se ordenaba a los adminis-
38 Ver nota 28.
39 G. Ayache, La crise des relations germano-marocaines, 1894-1897, Hesperis-Tamuda, vol.
6, 1965, pp. 159-204.
40 Ibn Zaidân, Ithdf vol. II, p. 374.
82 Marruecos: Islam y nacionalismo

tiradores marroquíes que tratasen los asuntos de los judíos con cele­
ridad, amenazándoles con graves sanciones si no obedecían. «A par­
tir del momento en que los judíos obtuvieron el dahir, sacaron co­
pias que distribuyeron en todas las ciudades y pueblos; se pusieron
de acuerdo para declarar su independencia de toda autoridad, espe­
cialmente la de los puertos», escribe el historiador Násirí41; el clero
consideró este decreto como un ataque a la charfa y la reacción fue
tan violenta que Muhammad IV tuvo que retroceder. Los protegi­
dos musulmanes suscitaban una oposición aún mayor. En multitud
de folletos, durante la prédica del viernes en las mezquitas, los ule-
mas acuciaban al sultán para que tomase contra ellos severas repre­
salias. «Si no, afirmó uno de ellos, la duda se infiltrará en las mentes
ignorantes que juzgarán mal al Islam y creerán que la religión de los
infieles es superior.» 42 Como el sultán no siguió sus consejos para
evitar discrepancias con las potencias europeas, apelaron al pueblo.
El mismo ‘a lem ya citado afirma en este sentido: «El deber de todo
creyente es abstenerse de frecuentar a estos protegidos, invitarlos,
compartir sus comidas o establecer lazos de amistad o matrimonia­
les» 43. Como la mayoría de estos protegidos musulmanes eran co­
merciantes acomodados, la campaña de los jefes religiosos, apoyados
por el pueblo llano de las ciudades, adquirió el cariz de un ataque
de la aristocracia religiosa contra la nueva élite surgida en un con­
texto inédito creado por la apertura del país.
D) Las reformas fueron, pues, consecuencia de la presión ex­
tranjera y suscitaron, a su vez, una xenofobia violenta. La mayoría
de los cambios acaecidos en la vida de los marroquíes eran negati­
vos y ellos los asociaron naturalmente a la presencia cada día más
dominante de los europeos. «El alza de los precios y el hambre se
deben a la convivencia con los europeos», dice Násirí44. Empezaron
a reducir al mínimo el contacto con los extranjeros; más aún, el
ideal pasó a ser el retorno a las condiciones de vida anteriores. Una
ideología romántica de idealización del pasado y de resurrección de
la tradición [ihid’ al-sunna) se apoderó de todas las capas de la socie­
dad. Para limitar el área de actividad de los europeos, el sultán re­
41 Násirí, htiqsa, vol. IX, p. 114.
42 Mannünl, Madáhir, p. 256.
43 Ibid.
44 Násirí, Istiqsa, vol. IX, p. 208.
Marruecos a principios del siglo xix 83

trasaba cualquier negociación, lo que irritaba a los cónsules y les


hacía protestar por la obstrucción. «Es preciso dialogar, dialogar, y
seguir dialogando: los resultados sólo pueden ser positivos», acon­
sejaba Hassan I a uno de sus representantes en Tánger 45. El clero
exigía la estricta aplicación de la charfa en todos los aspectos de la
vida social y atribuyó un sentido muy particular a la palabra refor­
ma. Ya no se trataba de volver a la ética de los antepasados (salaf),
que ofrecían a los musulmanes el ejemplo de grandeza y justicia.
A la noción de nidám —reorganización del ejército, de la burocra­
cia, de la vida cotidiana— oponían la de isláh, renovación moral y
religiosa del individuo. Este es el movimiento que se denomina
salafí (fundamentalismo islámico) 46. El pueblo llano de las ciuda­
des añoraba los buenos tiempos de antaño en que los productos
de la tierra y de la artesanía eran baratos, en que las necesidades
de los individuos y del Majzén eran limitadas; y alimentaba una
mezcla de miedo, admiración, desprecio y odio contra aquellos
que consideraba, obviamente, responsables de estas dificultades.
La xenofobia del pueblo, el salafismo de los jefes religiosos, el
conservadurismo del Majzén expresaban la vivencia de un hecho:
la decadencia de la vieja sociedad frente al capitalismo liberal del
siglo xix. La élite política y religiosa marroquí pasó a ser entonces
violentamente antiliberal. «La libertad tal como la entienden los
europeos es sin duda alguna una innovación de los libertinos
ateos, puesto que niega las leyes de Dios, de los padres y de la
propia naturaleza humana.» 47. La dialéctica por la que la sociedad
marroquí se modernizaba, sufriendo la influencia de los designios
europeos y defendiéndose contra ellos, no fue percibida por los
interesados como un hecho positivo. No vieron en ello la promesa
de un futuro distinto; sólo sintieron el naufragio de un pasado,
que el tiempo había idealizado, donde el pueblo era próspero, los
ulemas eran escuchados, el Majzén era obedecido y el sultán era
independiente.
En conclusión, en 1880, la grave crisis agrícola que se prolonga­
ba desde hacía cinco años estaba a punto de terminar. El Majzén

45 Ibn Zaidán, Ithdf, vol. II, p. 376.


46 Ver el artículo «Isláh» en l ’E ncyclopédie de l ’Islam, 2.a ed., vol. IV, pp. 146-170.
47 Násiri, Istiqsa, vol. IX, pp. 144 y ss.
84 Marruecos: Islam y nacionalismo

acababa de pagar las últimas deudas de la indemnización de guerra


a España y del préstamo contraído con los bancos ingleses. Los ins­
pectores españoles, cuya presencia era constante motivo de alterca­
dos y un doloroso recuerdo de la derrota de 1860, no tardarían en
abandonar los puertos marroquíes y los muküs se abolirían en bre­
ve 48. La Conferencia de Madrid, cuya primera sesión terminó el 3
de julio de 1880 con la firma de la convención internacional sobre
la protección de Marruecos, parecía ser más bien un éxito para In­
glaterra y Marruecos. Lrancia, que no se había recuperado del todo
de la derrota de 1870, no había logrado hacer prevalecer sus pun­
tos de vista, a pesar del apoyo táctico de Alemania 49. Esta pasó poco
después a ocupar un lugar destacado en la escena marroquí para
atacar los intereses comerciales ingleses y obstaculizar los objetivos
políticos franceses. El territorio de Marruecos fue defendido contra
la codicia de los franceses en el Tuat, de los ingleses en Tarfaya y de
los españoles en Sequia el Hamra 50. En una palabra, Hassan I que
reinaba sobre lo que se conocía a veces como el Califato del Oeste,
por oposición al imperio otomano, aparecía como un gran sultán,
tanto interna como externamente.
Las contradicciones sociales, originadas por la apertura a Euro­
pa, se habían desencadenado pareciendo entonces controlables. Con
el beneplácito de un país como Inglaterra, o en su defecto, de Ale­
mania, Marruecos parecía haber encontrado una vía para llevar a ca­
bo su renovación. Esta fue en cualquier caso la opinión de los ma­
rroquíes del siglo xx. El reinado de Hassan I, independientemente
de sus resultados efectivos, se convirtió en una nueva edad de oro.
Se consideró que las reformas emprendidas eran suficientes como
para ceder el paso a un Marruecos fuerte, moderno e independien­
te, de no haber sido por las maniobras de Francia y España. El re-
formismo del Majzén, el salafismo de los ulemas, el antieuropeísmo
de las masas rurales se combinaron para dar lugar a la ideología mo-
vilizadora del nacionalismo del siglo XX.
Queda, pues, pendiente la evaluación objetiva de los resultados
de esta política reformadora. Conviene destacar que se desarrolló en
48 Násiri, op. cit., p. 147. Los derechos de portazgo fueron abolidos en diciembre de 1885.
La población esperaba impacientemente que los demás impuestos también se abolieran.
49 Miége, Maroc, vol. III, pp. 263-292.
50 Miége, op. cit.Itháf, vol. II, pp. 333-335.
Marruecos a principios del siglo xix 85

su totalidad dentro del marco legado por Muhammad III, y que él


mismo hubo de hacer frente a un violento cambio de la correlación
de fuerzas entre Marruecos y Europa. En definitiva, cualquier juicio
fundamentado sobre la evolución de Marruecos en el siglo xix de­
penderá del conocimiento profundo de las circunstancias que deter­
minaron las opciones de Muhammad III.

H a ssa n I

En 1873 moría en Marraquech el sultán Muhammad IV sin ha­


ber nombrado sucesor. Los miembros más influyentes del Majzén se
reunieron y proclamaron sultán a su hijo Muley Hassan, que había
servido durante largo tiempo a su lado y que ocupaba el puesto de
virrey de Fez. El nuevo sultán fue inmediatamente sometido a
prueba.
La costumbre imponía, en efecto, que cada ciudad levantase un
acta de investidura (bai‘a'). Los curtidores exigieron entonces que se
aboliesen los impuestos sobre las transacciones comerciales. Los
ulemas opinaban que convenía no mencionarlo en el acta oficial,
comprometiéndose a obtener esta concesión posteriormente. Una
situación semejante se había presentado ya en 1792 cuando la inves­
tidura de Muley Sulaimán y éste había aceptado abolir aquellos im­
puestos impopulares. Esta vez, sin embargo, Hassan I rechazó lo que
consideraba como un regateo indigno. Los curtidores se rebelaron y
la ciudad de Fez tuvo que ser reducida por la fuerza.
En el umbral de su reinado, que iba a durar 21 años, Hassan I
demostró, pues, que era un hombre de orden; luego reveló ser un
rey prudente y dotado de un gran sentido de la organización. Menos
cultivado, pero más político que Muley Sulaimán (1792-1822), me­
nos emprendedor pero más hábil que Muley ‘Abd al-Rahmán (1922-
1959), menos innovador, pero más metódico que Muhammad IV
(1959-1873), así era Hassan I. Los resultados de su reinado no siem­
pre estuvieron a la altura de sus ambiciones, pues vivió en una épo­
ca de gran agitación. Los contemporáneos fueron sensibles a su ba-
raka; en la actualidad nos inclinamos más bien a ver sobre todo el
patetismo de su situación. Frente a la presión de la Europa coligada
y a la intransigencia de la mayoría de sus súbditos, se aferró a la
86 Marruecos: Islam y nacionalismo

obra reformadora de su padre, liberándola de sus consecuencias ne­


gativas. Cambiar, a la vez que perseveraba en su ser, reformar la so­
ciedad marroquí bajo el signo de la fidelidad a la tradición: tal fue
su ambicioso programa, tan difícil de poner en práctica.
Hassan I heredó las consecuencias de dos derrotas del ejército
marroquí: la de Isly (1844) ante Francia, y la de Tetuán (1860) ante
España; derrotas que habían empobrecido al Estado, causando gra­
ves desequilibrios en la sociedad. El país, para poder conservar su
independencia, tenía que poner en pie un ejército moderno; simul­
táneamente, tenía la obligación de pagar a España una indemni­
zación de 100 millones de francos, lo que suponía una situación
comprometida para el tesoro. De estas dificultades económicas se
derivaron problemas fiscales, sociales y, de hecho, políticos.
Elassan I encontró, no obstante, una situación internacional más
favorable que la que le tocó vivir a su padre. Francia y España, veci­
nos peligrosos, pasaban por un período de debilitamiento: el prime­
ro, debido a su derrota frente a Alemania en 1870; y el segundo, a
consecuencia de la crisis constitucional de 1868. Alemania e Italia,
nuevas potencias, no abrigaban ambiciones territoriales sobre Ma­
rruecos. Inglaterra siempre había sostenido que la independencia de
este país era indispensable para la seguridad de Gibraltar. Todo el
afán de John Drummond Hay, su representante en Tánger de 1839
a 1886, consistente en defender la soberanía del sultán y la integri­
dad de sus estados, iba acompañado de la exigencia de apertura del
país al comercio internacional. Esta situación favorable que se pro­
longó desde 1873 hasta 1885, permitió a Hassan I llevar a cabo una
parte de su programa reformista; consiguió limitar los efectos nefas­
tos del desarrollo del comercio europeo, en particular el aumento
del número de protegidos. Se convocó una conferencia internacio­
nal. Con el apoyo de Inglaterra, Marruecos pudo obtener determina­
das concesiones de Francia y de España. Sin embargo, a partir de
1886, estos dos países reanudaban su política agresiva, en tanto que
Inglaterra no quería seguir cargando con las responsabilidades de
una potencia sin gozar de sus privilegios, y Alemania prefería ver a
Francia lanzarse en aventuras coloniales para olvidar la «línea azul
de los Vosgos». Hassan I tuvo que hacer frente al grave problema de
la protección concedida por el gobierno francés al cherif de Uazzan
y a las intrigas españolas en el Rif. El reinado terminó en el momen­
Marruecos a principios del siglo xix 87

to en que una nueva guerra hispano-marroquí se perfilaba en el ho­


rizonte; pudo evitarse, pero al precio de una fuerte indemnización.
Hassan I consiguió, sin embargo, preservar la integridad territo­
rial del país, que era el primer deber de un soberano según las cláu­
sulas de la bai‘a. Para reforzar las posiciones marroquíes en el norte,
noreste y en el sur, emprendió viajes memorables a Uchda (1876), al
Sus (1882 y 1886), al Tafilalet (1893); obtuvo el reconocimiento ex­
plícito de la soberanía marroquí sobre la región del Ued Nun que
algunos traficantes ingleses querían separar del país; en 1892 consi­
guió impedir la anexión por Francia de los oasis del Tuat. Al dejarse
ver en todas partes, especialmente en las fronteras, adquirió un pres­
tigio extraordinario ante sus súbditos, a la vez que mantenía la paz
en el interior del reino.
Si bien de los países europeos sólo Francia y España tenían am­
biciones territoriales sobre Marruecos, todos querían que se abriera
al comercio. Sus representantes instalados en Tánger presentaban al
sultán las mismas reivindicaciones: libertad de exportación, de trans­
acciones inmobiliarias, de desplazamientos por el interior del país.
Hassan I utilizó todo tipo de maniobras dilatorias para no acceder a
estas demandas. Liberar las exportaciones de los productos agrícolas
y de la ganadería, ¿no equivalía acaso a agravar el riesgo de escasez
en un país donde la sequía era frecuente? Permitir a los extranjeros
comprar edificios, ¿no significaba disminuir los ingresos del Majzén,
puesto que los extranjeros gozaban de numerosas exenciones fisca­
les? Autorizar a los comerciantes europeos a acudir a los zocos, ¿no
incrementaría el riesgo de incidentes que terminarían en la mayor
parte de los casos con los pagos de indemnizaciones exorbitantes
por parte del Majzén? Es obvio que los intereses marroquíes y los
europeos no coincidían, y sólo hemos citado los perjuicios materia­
les indiscutibles; había otros menos aparentes, pero más graves.
Desde 1856, fecha de la firma del acuerdo anglo-marroquí sobre
comercio y navegación, el número de comerciantes europeos había
aumentado notablemente. Ahora bien, éstos gozaban de privilegios
jurídicos y fiscales; muchos súbditos marroquíes, judíos y musulma­
nes, que trabajaban con ellos (los intermediarios denominados sam-
sdr) evidentemente tenían interés en disfrutar de los mismos privile­
gios; se convertían entonces en protegidos y así escapaban a la
jurisdicción del Majzén. El problema era tan grave, según el embaja­
Marruecos: Islam y nacionalismo

dor inglés John Drummond Hay, que el sultán corría el riesgo de


despertarse un buen día y encontrarse sin súbditos. Hassan I, como
su antecesor Muhammad IV, no estaba dispuesto a discutir sobre
ningún punto relativo a las relaciones comerciales, mientras no se
pusiera fin a la protección irregular. Para resolver este espinoso
asunto, se celebró en Madrid en 1880 una conferencia internacional
con la participación de 13 estados.
Marruecos podía contar con el apoyo activo de Gran Bretaña y
la comprensión de los Estados Unidos. Pero tenía en su contra a
Francia apoyada por Rusia e Italia, mientras que Alemania acabó
por inclinarse del lado de Francia por consideraciones de política
europea. Fos resultados de la conferencia, sin ser totalmente negati­
vos, sólo respondían remotamente a los deseos del sultán. Fa confe­
rencia decidió que la protección no era hereditaria, que ni los fun­
cionarios del Majzén ni ningún hombre perseguido por la justicia
podía aprovecharse de ella; que los sirvientes, agricultores u otros
empleados al servicio de los comerciantes extranjeros, no estaban
protegidos; que para cada país sólo el cónsul, el vicecónsul, el intér­
prete, un mojazni y dos servidores estaban exentos de impuestos. De
esta manera, se denunciaban y castigaban los abusos más escandalo­
sos. Si estas decisiones positivas se hubieran aplicado con rigor, no
cabe duda de que el prestigio de los funcionarios marroquíes hubie­
ra aumentado rápidamente. Por desgracia, su aplicación estaba con­
dicionada por la del artículo 11 que daba a los comerciantes el
derecho de comprar edificios después de haber obtenido la auto­
rización del sultán. Como éste se mostraba reticente a dar esta
autorización, a causa de la oposición manifiesta de los ulemas, los
representantes de las potencias, a su vez, no mostraron ninguna ur­
gencia en aplicar los artículos relativos a la protección. A partir de
1880 el número de protegidos ya no aumentó al mismo ritmo que
antes, pero no se detuvo y la sociedad marroquí siguió minada por
dentro.
Cuanto más se desarrolla el comercio exterior, más se enriquece
el Estado, puesto que los ingresos de la aduana aumentan; esto era
lo que no dejaban de decir al Majzén los representantes de las po­
tencias. Fa realidad, naturalmente, era muy distinta. Fos comercian­
tes europeos suscitaban numerosos incidentes por su arrogancia y
sus provocaciones. Fos cónsules defendían sistemáticamente a sus
Marruecos a principios del siglo xix 89

compatriotas o a sus protegidos, enviaban notas amenazadoras exi­


giendo indemnizaciones desproporcionadas por los daños sufridos.
Además, el comercio europeo, que era un comercio de lujo, conlle­
vaba el endeudamiento de la mayoría de los funcionarios del Estado
que, al entrar en el juego de los acreedores, amparaban con su auto­
ridad deudas falsas y ventas ficticias.
Debido a estas transacciones, totalmente irregulares, grandes su­
perficies escapaban al impuesto territorial. El Majzén era objeto,
pues, de ataques en todos los frentes. Cuando se planteó el proble­
ma de la protección del cherif de Uazzan, se trataba nada menos que
de un tercio de las ricas tierras del Garb, que corrían el riesgo de es­
capar al régimen de tributación del Majzén. ¿Cómo hacer frente a
semejante peligro? Indudablemente luchando contra el endeuda­
miento de los caídes, obligándoles a separar sus bienes propios de
los de los ciudadanos bajo su gobierno, pero el remedio más eficaz
era el de obstruir el contacto entre los comerciantes extranjeros y la
población marroquí. Obstrucción, xenofobia, aislacionismo, excla­
maban los periódicos partidarios de los intereses coloniales; en reali­
dad no era más que el resultado de una explotación desvergonzada.
Hassan I no rechazaba a priori las propuestas de los cónsules; al
contrario, las estudiaba detenidamente con sus consejeros, varios de
los cuales eran comerciantes. En muchos casos las ponía en práctica
durante un período limitado. Pero cuando tenían efectos negativos,
no podía dejar de descartarlas. Lo que los extranjeros se negaban a
ver era la realidad de una opinión pública marroquí. El sultán no
podía permanecer indiferente ante las reclamaciones de sus súbditos
que se veían afectados cotidianamente por las incidencias del co­
mercio extranjero. Los ulemas exigían la aplicación estricta del chra\
es decir, la prohibición de exportar cereales y de vender edificios a
extranjeros. Los comerciantes marroquíes se quejaban de los privile­
gios que se concedían a los competidores protegidos. Los artesanos
se veían perjudicados porque sus productos se vendían poco. Todos
añoraban los buenos tiempos pasados en que los precios eran bajos
y estables, y consideraban que los europeos eran responsables de
sus desgracias.
Hassan I no podía detener totalmente la intromisión del comer­
cio extranjero, que se venía haciendo desde hacía medio siglo y que
la Europa coligada apoyaba con todas sus fuerzas, ni ignorar la opi­
90 Marruecos: Islam y nacionalismo

nión unánime de su pueblo. Fue un gran rey precisamente porque


no se dejó arrastrar ni por un bando ni por el otro: se enfrentó a las
potencias, al tiempo que mantenía el orden entre la población. Toda
la fuerza, la astucia, la inteligencia y la habilidad que tuvo que des­
plegar resultaron evidentes cuando desapareció en 1894. Durante
seis años, su chambelán, Ahmed ben Müsá, siguió su política con
buenos resultados; luego, cuando murió en 1900, gobernó Muley
‘Abd al-‘Aziz, joven bien intencionado pero sin gran experiencia. En­
tonces, el Estado marroquí, crispado por el comercio extranjero,
sacudido por las múltiples rebeliones como consecuencia de este
mismo comercio, se hundió en el caos y terminó por perder su inde­
pendencia.
Para hacer frente a Europa, el Majzén tenía que aumentar su
ejército, mejorar sus métodos administrativos, multiplicar sus recur­
sos económicos. Mantener la independencia del país exigía la refor­
ma de las instituciones. Hassan I estaba convencido de ello, como lo
había estado su padre Muhammad IV; por consiguiente, continuó la
obra de éste, pero con un ritmo que no pusiera en peligro ni la in­
dependencia del Estado ni la armonía de la sociedad.
Las reformas proyectadas formaban un sistema; ninguna tendría
éxito si las otras fracasaban. Para que los comerciantes no tuvieran
ningún motivo de queja, y los cónsules no intervinieran, el sultán
debía mantener un orden estricto, es decir, tener un ejército moder­
no y una buena administración, lo que suponía modernizar la ense­
ñanza. Estas tres reformas —militar, administrativa y cultural— im­
plicaban grandes gastos. El Estado debía buscar, pues, nuevos
recursos. Naturalmente, podía recurrir a los préstamos extranjeros,
pero ¿cómo devolverlos si no se disponía previamente de un sistema
tributario firme y regular? Y ninguna reforma fiscal podía llevarse a
buen término sin una fuerza pública capaz de imponerla, con lo
cual volvemos al punto de partida.
Hassan I se consagró primero a la reforma militar. Había here­
dado de su padre un cuerpo de muhandis (ingenieros, agrimensores)
y cierto número de suboficiales entrenados en Gibraltar. Continuó
por la misma vía y, en 1880, disponía de 180 oficiales y suboficiales
que dirigían el regimiento de los barraba a cuyo mando estaba el in­
glés MacLean. A partir de 1883 empezó a enviar a Alemania, Fran­
cia y Bélgica a jóvenes oficiales, bien para seguir cursos de ins­
Marruecos a principios del siglo xix 91

trucción de corta duración, bien para familiarizarse con el nuevo ar­


mamento comprado en Europa; en 1887 ya había 144 en servicio.
Hassan I recurrió a los ingleses para modernizar la infantería, pero
se dirigió a los franceses —con el fin de mantener el equilibrio—
para mejorar el nivel de la artillería. En 1878 llegaba una misión de
instructores dirigidos por el comandante Jules Erckmann. Gracias a
estas medidas, el ejército marroquí, sin convertirse en una fuerza
capaz de repeler la invasión de una potencia europea, podía al me­
nos cumplir con su principal función, que era la de mantener el or­
den interno; que, en las condiciones de la época, era la mejor forma
de salvaguardar la independencia del país.
El sultán, por motivos políticos y religiosos, no podía siquiera
pensar en revolucionar el sistema de enseñanza tradicional. Con el
fin de introducir una nueva savia en la administración, se conformó
con enviar misiones, primero al Oriente musulmán y luego a Euro­
pa. Entre 1874 y 1888, se enviaron ocho misiones a los principales
países europeos. Al haber sido mal seleccionados inicialmente, tuvie­
ron muchas dificultades para adaptarse al modo de vida europeo; al­
gunos aún no habían vuelto al cabo de 12 años. El sultán decidió
entonces que los estudiantes, a partir de ese momento, se conforma­
rían con una instrucción práctica y su estancia se limitaría a dos o
tres años. En 1888, el año en que se instaló en Fez una fábrica de
armas (makina) con la ayuda de los italianos, 24 jóvenes cuidadosa­
mente seleccionados, emprendieron el camino de Turín. 19 estaban
de vuelta en 1896; se les destinó a puestos técnicos en la fábrica de
Fez y a las fortificaciones de los puertos de Larache y de Rabat. Los
miembros del Majzén tradicional se mostraron poco entusiasmados
con estos recién llegados; se dedicaban a desacreditarlos y los pusie­
ron casi en cuarentena. Por consiguiente, resulta comprensible la
prudencia del sultán, que no podía permitirse el lujo de disgustar a
la vez a los ulemas y a los burócratas del Majzén. Sin embargo, algu­
nos de estos hombres formados en Europa hicieron brillantes carre­
ras; citemos, por ejemplo, a Muhammad al Gabbás y Zubair Skírech.
Otros, menos notables, fueron sin embargo los promotores, indirec­
tamente, del movimiento constitucionalista de 1908, antecesor del
nacionalismo del siglo xx.
La reforma fiscal, condición del éxito de las demás, fue la que
presentó más dificultades a la hora de ponerla en práctica. Los gas­
92 Marruecos: Islam y nacionalismo

tos del Majzén aumentaban sin cesar, mientras que los ingresos se­
guían siendo limitados. Los derechos de aduana habían constituido
la fuente más segura del tesoro, pero las tasas se fijaban por tratado.
Además, desde 1863 los ingresos se destinaban sobre todo a pagar
las indemnizaciones de guerra que España había impuesto a Ma­
rruecos a consecuencia del enfrentamiento de 1839. ¿Estimular el
comercio europeo para aumentar los ingresos por derechos de adua­
na? Ya hemos visto los inconvenientes de semejante política. En
cuanto a los impuestos sobre las transacciones y sobre las materias
primas, lo que genéricamente se conocía como muküs (singular de
maks), eran unánimemente considerados como ilegales. Los ulemas
se habían manifestado varias veces al respecto, hasta tal punto que
Hassan I, que se había negado a abolidos en 1873 para salvaguardar
su libertad de acción, se resignó a hacerlo en 1886. Quedaba el im­
puesto agrícola que era el principal problema fiscal marroquí. El 30
de marzo de 1883 Hassan I promulgó un reglamento que fijaba el
importe que debía pagar cada cabila, con lo que ponía fin a la incer­
tidumbre y a la codicia de los gobernadores. Este tertib, parcialmen­
te aplicado, fue bien recibido según un historiógrafo de la época,
pero por desgracia —añadía— no duró mucho. ¿Por qué el sultán
dejó que perdiera vigencia rápidamente este impuesto que fue bien
aceptado por la población y del que dependía evidentemente el éxi­
to de todas las demás reformas? No se sabe a ciencia cierta, pero ca­
be suponer que los ulemas no eran partidarios de éste, consideran­
do que no tenía base jurídica sólida y los caídes, viendo que se les
acababa su fuente de ingresos, no pusieron gran empeño en apli­
carlo.
El Majzén no debía sólo enfrentarse a un problema fiscal, sino
que tenía además que acabar con una situación monetaria caótica.
En efecto, la economía marroquí sufría desde mediados de siglo una
inflación que, hacia 1880 —en palabras de Násirí— había reducido
el poder adquisitivo de la población a la décima parte de lo que era
en 1843. Las monedas de oro habían desaparecido prácticamente,
las de plata eran escasas, sólo tenía curso el bilion, fuertemente de-
valuado. El Majzén se veía a menudo obligado a aceptarla como pa­
go de impuestos, aun cuando sus deudas debía saldarlas en piastras
de plata. Para poner fin a esta sangría, en 1881 Hassan I decidió
acuñar una nueva moneda de plata en París, el ridl hassani equiva­
Marruecos a principios del siglo xix 93

lente a cinco francos franceses. Esta reforma, no obstante, no resol­


vió el problema de la inflación, porque la moneda de bronce siguió
circulando.
Las presiones imperialistas aumentaron a partir de 1886, agra­
vando las dificultades que acabamos de indicar. A partir de esta fe­
cha, Hassan I se quedó sin recursos para imponer su ambiciosa polí­
tica reformista. Y, sin embargo, a fuerza de orden y de economía, no
sólo logró pagar las deudas del Estado, sino que dejó con qué cu­
brir los gastos de cuatro años.
Los tres factores, que determinaron alternativamente los aconte­
cimientos que vivió Marruecos en el siglo xix, eran tres: el imperia­
lismo europeo, el Majzén y la opinión pública marroquí. Los repre­
sentantes de las potencias querían un Marruecos convenientemente
administrado y abierto a sus empresas, es decir, con un ejército mo­
derno, una administración competente y una justicia íntegra. Acon­
sejaban —a veces exigían— reformas, pero ni los comerciantes
cuyos intereses defendían ciegamente, ni los estados que representa­
ban, estaban dispuestos a sufrir las consecuencias de estas reformas.
Los primeros se negaban a pagar el precio exigido, los segundos pre­
ferían tratar con un Marruecos débil. Es evidente que ninguna po­
tencia quería realmente ver cómo se fortalecía el país a base de
reformas. El embajador inglés Kirby Green afirmaba que España y
Francia admitirían un Marruecos independiente mientras no se re­
novase; y su predecesor, Dummond Hay, ardiente defensor de la
reforma y de la apertura, escribía sin embargo, en una carta particu­
lar: «A tenor de la experiencia que tuve en Turquía, no creo en las
ventajas que podrían obtenerse de un injerto europeo en el viejo
organismo musulmán».
El sultán sabía perfectamente que las reformas eran necesarias,
pero también sabía, como hombre de experiencia, que al principio
servirían sobre todo a los intereses de los extranjeros. Para que pu­
dieran ser beneficiosas, había que introducirlas con una gran pru­
dencia y, ante todo, convencer a la opinión pública de su oportuni­
dad. El deber del soberano, según las cláusulas de la bada, consistía
en garantizar la justicia a sus súbditos. Ahora bien, las reformas mili­
tares, administrativas y fiscales ¿tenían alguna finalidad distinta de la
de obtener una mayor equidad? Esto es lo que había que decir y re­
petir a los ulemas en particular, y a los marroquíes en general. Has-
94 Marruecos: Islam y nacionalismo

san I no dejó de hacerlo: de 1886 a 1892 recurrió a cuatro consul­


tas, unas limitadas a los notables, otras generales; en las misivas en­
viadas detallaba el objeto de las reformas explicando minuciosa­
mente su propósito. Animó a varios integrantes de su entorno a
escribir libros más detallados sobre este mismo tema.
Era efectivamente necesario informar a la opinión pública; ya
hemos mencionado que ésta era desfavorable a unas medidas de las
que sólo percibía los efectos negativos inmediatos. Los ulemas
veían en ellas una forma de minar la constitución islámica del país.
Su punto de vista nos parece hoy día —al igual que les parecía en­
tonces a los miembros del Majzén, enfrentados cotidianamente a
nuevas dificultades— utópico y puramente negativo. No obstante,
debemos recordar que los publicistas de la época no ocultaban en
absoluto que para ellos reformar Marruecos era «desislamizarlo»,
que los cónsules sólo tenían un objetivo: sustituir la justicia de los
cadíes por otra mixta en la que intervinieran ellos mismos, conjun­
tamente con aquéllos. Recordemos también que los comerciantes
extranjeros no dejaban de conspirar contra los muhtasibs (inspecto­
res de mercados). Se comprende entonces que los ulemas termina­
sen por ver en el reformismo de inspiración colonial un complot
urdido contra las instituciones islámicas del país y contra su propia
posición en la sociedad.
Algunos comerciantes marroquíes habían vivido en Europa,
otros eran protegidos de las potencias europeas. Se podría suponer
a priori que el estamento de los comerciantes era favorable a las re­
formas. Pero no era así en la época de Hassan I. El prototipo de
éstos, Muhammad Tazi, ministro de Hacienda de 1879 a 1890, era
considerado por los diplomáticos extranjeros como el jefe de la
fracción reaccionaria del Majzén. En primer lugar los negociantes
no sufrían la inflación, al contrario, se aprovechaban de ella, puesto
que eran los únicos que poseían monedas de plata. Eran conscien­
tes de que las reformas tenían por objeto asentar el orden y la justi­
cia, necesarios para el desarrollo de los negocios, pero también sa­
bían que sobre ellos recaería el pago de dichas reformas y que sus
competidores extranjeros, que gozaban de muchos privilegios, se
beneficiarían más que ellos. Y cuando, deslumbrados por el prove­
cho inmediato, se asociaban con estos mismos extranjeros o com­
praban la protección de una nación europea, se convertían en obje-
M arruecos a principios del siglo xix 95

to de un ostracismo social que los ulemas hacían cada día más rigu­
roso.
En lo que respecta a los habitantes del campo, las mayores vícti­
mas de la depreciación monetaria, tanto en su calidad de vendedo­
res (cereales, ganado) como de compradores (azúcar, té, velas), sólo
aspiraban a que se les descargase al máximo de los impuestos, tasas,
regalos, multas y trabajos obligatorios que los caídes no dejaban de
exigirles. Su suerte habría mejorado mucho sin duda si éstos se hu­
biesen transformado en agentes remunerados, pero una reforma tan
sencilla y eficaz como ésta, el Estado marroquí de la época era inca­
paz de llevarla a cabo a causa de sus continuas dificultades econó­
micas.
Se llegó así a la conclusión de que sólo el sultán estaba dispues­
to a reformar el antiguo sistema; era su deber, dada la situación, y fa­
vorecería sus intereses a largo plazo, pero ni debía ni podía imponer
la reforma, puesto que todos los grupos que constituían la nación no
eran partidarios de ella. Tenía que emplear la paciencia, de ahí la re­
afirmación del carácter contractual de la bai‘a. Los representantes de
las potencias, que no entendían la razón profunda de esta paciencia,
sólo veían en ella una táctica dilatoria para retrasar la aplicación de
las medidas que preconizaban.
Drummond Hay aconsejaba a Muhammad IV que tomara ejem­
plo de Pedro el Grande o de Muhammad ‘Ali de Egipto y que se
convirtiera en «tirano reformador» ¡Extraño consejo viniendo de un
hombre que había vivido medio siglo en Marruecos y pretendía
conocerlo! Por el simple hecho de que en Marruecos existía un con­
trato de investidura era prácticamente imposible que un Muham­
mad ‘Ali se hubiera podido imponer. Hassan I —y su acción lo de­
muestra— tenía plena conciencia de ello.
Para apreciar la obra llevada a cabo por Hassan I, el historiador
de hoy debe ante todo insistir en las condiciones de la época. Afir­
mar, por ejemplo, que no hizo sino retardar lo ineluctable es supo­
ner que los agentes de la historia están dotados de poderes de adivi­
nación. Si los hombres pudieran prever las consecuencias de sus
actos, acabarían todos en la inacción. Hassan I actuaba en la pers­
pectiva de un Marruecos que sería siempre independiente y siempre
fiel a sí mismo; obedecía a un deber y perseguía una meta: su deber
era continuar la obra de su padre; su meta, justificarla mostrando
96 Marruecos: Islam y nacionalism o

que era beneficiosa. Sobre estos dos puntos, los resultados del rei­
nado fueron positivos.
Defendió con éxito la integridad territorial nacional, lo que
fue una importante conquista, pues sirvió de fundamento a las rei­
vindicaciones que Marruecos se vio obligado a presentar poste­
riormente en la escena internacional. Se enfrentó a Francia y Es­
paña y, tomándose en serio su título de Califa de Occidente,
mantuvo sus distancias respecto de la Turquía panislámica.
Buscó un punto de equilibrio entre la apertura al extranjero y el
mantenimiento del orden interior; lo logró a medias porque, en de­
terminado momento, las circunstancias le fueron notablemente ad­
versas. El comercio europeo no había dejado, desde el tratado an-
glo-marroquí de 1856, de acentuar las contradicciones sociales. No
obstante, antes de 1885, no se podían controlar todavía; con la ayu­
da bienintencionada y relativamente desinteresada de una potencia
como Inglaterra o Alemania, Marruecos, dirigido por un sultán ex­
perimentado y prudente como Hassan I, todavía podía llevar a cabo
su renovación. Esta es precisamente la ayuda de la que careció siem­
pre, a pesar de lo que parecen indicar los escritos del momento.
Los marroquíes del siglo xx, que habían atravesado por muchas
experiencias amargas, llegaron a ver en la era de Hassan I una nueva
edad de oro del viejo Marruecos independiente. Consideraron que,
sin las maniobras de Francia y España, las reformas llevadas a cabo
eran suficientes para dar paso a un Marruecos moderno, libre y
próspero. El historiador crítico de hoy puede revelar que el refor-
mismo del sultán fue sometido tanto a la tiranía del tradicionalismo
de los ulemas, como a la xenofobia —irreflexiva aunque justifica­
da— de las masas rurales. Ello no le impedirá reconocer que estos
tres elementos, contradictorios en el siglo xix, se conjugaron en el si­
glo xx para engendrar la ideología movilizadora del nacionalismo.
Este fue el origen de una cierta «unión sagrada» que a los extranje­
ros les cuesta tanto entender hoy.
Hassan I carecía de los conocimientos de un Muley Sulaimán;
pero en la acción fue como aprendió a conciliar su autoridad con la
prudencia, que es el secreto de toda política afortunada. Por desgra­
cia para Marruecos, este secreto no lo transmitió a sus dos sucesores
inmediatos que, en presencia de circunstancias dramáticas, no tuvie­
ron tiempo de descubrirlo por sí mismos.
M arruecos a principios del siglo XIX 97

L a C o n f e r e n c ia de A lg e c ir a s

En 1900 moría el gran chambelán Ahmad ben Musa, conocido


por el nombre de Ba Ahmad, que había continuado con éxito la po­
lítica de Hassan I, y empezaba el reinado personal de Muley Abd
al-‘Azíz, joven de buena voluntad, pero sin gran experiencia. En
1912, el sultán Muley Hafíd que había sustituido a su hermano en
1908, firmaba en Fez el tratado que instituía el Protectorado de
Francia sobre Marruecos.
Entre estas dos fechas, lo que se dio en llamar la cuestión ma­
rroquí revistió dos aspectos. Se trataba, por un lado, de un problema
interno: las dificultades que la fuerte personalidad de Hassan I pudo
ocultar se manifestaron súbitamente con mayor fuerza. El Majzén
estaba dividido en cuanto a la oportunidad de las reformas que se
habían de introducir en la estructura tradicional del país; siendo la
opinión pública francamente hostil a éstas y el tesoro incapaz de res­
paldar los gastos que se derivaban de ello. Rechazar las reformas era
ofrecer un pretexto ideal a franceses y españoles, ya de por sí dis­
puestos a anexionarse grandes partes del territorio nacional; aceptar­
las, era someterse al yugo de los financieros internacionales (Muley
‘Abd al-‘Azíz había pasado por esta amarga experiencia cuando, en
junio de 1904, obtuvo un préstamo de 100 millones de francos de
un consorcio bancario); era también ofrecer argumentos a los opo­
nentes internos, como Raisuni y Bu Hmara.
Pero el asunto no era únicamente marroquí, era también una
cuestión diplomática europea, que revelaba la correlación de fuerzas
entre los bloques de potencias. Alemania quería comprobar la soli­
dez del acercamiento franco-inglés; Francia trataba de apartar a Ita­
lia de la Triple Alianza. Cada nación utilizaba la cuestión marroquí
para hacer sentir su peso sobre las decisiones de las demás y obte­
ner compensaciones por otro lado. Nada lo demuestra mejor que la
Conferencia que se celebró en 1906 en el pequeño puerto de Alge­
ciras, en el sur de España. ¿Por qué en Algeciras? ¿Por qué en
1906? ¿Por qué forma parte esta reunión de la historia del Marrue­
cos contemporáneo?
El origen de la Conferencia internacional de Algeciras hay que
buscarlo en la Entente cordiale, aquel acercamiento franco-inglés que
trastornó profundamente el equilibrio que se había instaurado en
98 M arruecos: Islam y nacionalism o

Europa desde 1870. Tras dos años de laboriosas negociaciones, los


dos estados coloniales que desde hacía dos siglos se oponían en
todas las latitudes, confrontados al expansionismo alemán, acabaron
por firmar en abril de 1904 un acuerdo por el cual Inglaterra obte­
nía carta blanca en Egipto, mientras que Francia tenía las manos li­
bres en Marruecos. El 3 de octubre de 1904, Francia y España deli­
mitaban sus respectivas zonas de influencia. Así, las tres naciones
más interesadas en lo que ocurría en Marruecos armonizaban sus in­
tereses, naturalmente en detrimento de este país, pero también de
Alemania. Para restablecer un equilibrio que consideraba roto a sus
expensas, ésta no podía hacer nada mejor que presentarse como de­
fensora de la independencia y la soberanía del sultán. Marruecos ne­
cesitaba la reforma, no podía hacerlo sin ayuda, ¡muy bien!, pero
¿por qué confiar esta tarea a una o dos naciones extranjeras, sin
consultar siquiera a los marroquíes? ¿Por qué no reunir una confe­
rencia donde todos los países interesados discutieran las vías y me­
dios de aplicar las reformas indispensables? Alemania pasaba a ocu­
par así una posición diplomática extremadamente fuerte en opinión
de todos los historiadores. Por desgracia, no supo sacar provecho de
la situación, y ello fue en perjuicio suyo y en el de Marruecos.
No obstante, antes de que la idea de una conferencia internacio­
nal se impusiera unánimemente como la única forma de evitar una
guerra europea, las potencias sufrieron la crisis de 1905, desencade­
nada por Francia que se aferraba a obtener beneficios inmediatos de
los acuerdos que acababa de firmar con sus socios. El gobierno fran­
cés, alentado por el Comité de Marruecos, grupo de presión colonial
con influencia en el parlamento y en la prensa, quiso presentar al
Majzén una serie de hechos consumados que le obligaran, tarde o
temprano, a aceptar el Protectorado de Francia. En 1904 sus tropas
ocupan Berguent y Figuig, y luego en 1905, Telzaza y Salsaf. Tras si­
tuarse en semejante posición de fuerza, envió una misión dirigida
por Saint-René Taillandier para proponer al sultán un plan de refor­
mas que implicaba la organización de una fuerza policial, la creación
de un Banco del Estado y un programa de obras públicas. El Maj­
zén, alertado ya por Alemania de que la misión no tenía mandato de
las potencias, contrariamente a lo que pretendía su jefe, preguntó al
gobierno británico si estaba dispuesto a garantizar que los conseje­
ros franceses abandonarían el país tras la introducción de las refor­
M arruecos a principios del siglo xix 99

mas; con ello revelaba que el asunto de las reformas no era más que
un pretexto. Sin embargo, Muley ‘Abd al-‘Azíz convocó un consejo
de notables que, tras haber escuchado las explicaciones del emisario
francés, dictaminó que las reformas no debían introducirse en nin­
gún caso con la ayuda de una sola potencia. Valiéndose de este dic­
tamen, el Majzén dio a conocer el 27 de mayo de 1905 su respuesta
oficial: las 12 potencias representadas en la Conferencia de Madrid
en 1880 debían participar en la planificación e instrumentación de
las reformas.
Mientras tanto, el 31 de marzo de 1905, el emperador Guiller­
mo II hacía escala en Tánger donde habló largamente de un Ma­
rruecos independiente, abierto a la actividad de todas las naciones.
Para poner en práctica el principio de la «puerta abierta» que tan
bien se adecuaba a los países neutrales, proponía que el sultán con­
vocase en Tánger una conferencia internacional. Francia, a la que se
presentaba como un país egoísta que quería obtener ventajas exclu­
sivas en perjuicio de los demás, empezó por rechazar la propuesta,
resueltamente apoyada por Inglaterra y con menor firmeza por Es­
paña, pero ante la actitud de la mayoría de las naciones afectadas,
terminó por aceptar, negándose no obstante a que la conferencia se
celebrara en Tánger, para que Marruecos no obtuviera ninguna ven­
taja política. Se pensó entonces en Algeciras, al otro lado del Es­
trecho.
Fueron invitados 13 países, incluido Marruecos. La Conferencia
se inauguró oficialmente el 15 de enero de 1906 y duró hasta el 7
de abril, fecha en que se firmó el acta final. Inglaterra estaba repre­
sentada por Harold Nicolson, amigo del rey Eduardo VII, pro-fran­
cés y más tarde estrella de la diplomacia europea. Esta es la descrip­
ción que hace de los plenipotenciarios de los otros principales
países participantes:

Por Marruecos el octogenario Mhammed Torres, patético e indigna­


do; por España el duque de Almodóvar, de ojos árabes provocantes y va­
cíos; por Italia, el marqués Visconti Venosta, héroe del risorgim entcr, por
Alemania Von Radowitz, amable con arrogancia y amenazador con ama­
bilidad; por EE.UU. Henry White, tan lleno de encanto que no cabía en
él nada más; por Francia, Revoil, siempre sonriente debido a las ingenio­
sas ocurrencias que no se animaba a pronunciar; por Rusia, Cassini, que
no ocultaba su impaciencia por representar un papel histórico.
100 M arruecos: Islam y nacionalismo

Los representantes de las potencias que tacha de menores


(Austria, Suecia, Holanda, Bélgica, Portugal) no inspiran comenta­
rios al diplomático inglés.
Alemania partía en cabeza: podía aislar a Francia y creía inclu­
so que conseguiría, con ayuda de EE.UU, separarla de Inglaterra.
Pero su delegación no era homogénea. A consecuencia de una se­
rie de maniobras equivocadas, perdió el apoyo de Italia; mientras
tanto Nicolson logró convencer a Henry White de que las pro­
puestas alemanas eran inaplicables. Se ha dicho que en la Confe­
rencia Francia sabía lo que quería, en tanto que Alemania sabía
sólo lo que no quería. El 3 de marzo, gracias a una maniobra in­
glesa que dio como resultado un voto de procedimiento, fue Ale­
mania la que quedó aislada. Una derrota menor, en definitiva, que
podría haberse reparado fácilmente, pero que tuvo un efecto ines­
perado sobre el gobierno alemán que a partir de entonces sólo tu­
vo un objetivo: no quedar aislado por segunda vez. Hizo entonces
importantes concesiones que permitieron a Francia salir a flote sin
grandes pérdidas. ¿Y Marruecos? Nicolson dice con cruel cinismo:
«No era el tema principal de la conferencia».
Antes del voto del 3 de marzo, la Conferencia había tropezado
con el problema de la organización de una fuerza policial. Alema­
nia afirmaba que sólo el sultán tenía derecho a elegir a los oficia­
les europeos que debían encuadrarlo. Nicolson convenció al re­
presentante americano de que estos oficiales serían totalmente
inoperantes si no estaban apoyados por suboficiales próximos a
los soldados marroquíes por la lengua y la religión y entrenados a
la europea. ¿Dónde encontrarlos, decía, si no en la Argelia france­
sa y en las guarniciones coloniales españolas? La Conferencia de­
cidió que la fuerza policial, de 2.000 a 2.500 hombres, sería dirigi­
da durante un período de cinco años por oficiales españoles y
franceses bajo el mando, en realidad totalmente teórico, de un ofi­
cial general suizo.
Para que el sultán recuperase el control efectivo del país, era
preciso poner fin a las rebeliones locales suprimiendo el contra­
bando de armas. La Conferencia adoptó numerosas medidas a
este respecto; pero señalando que su aplicación era competencia
exclusiva de Francia y de Marruecos en la región oriental y de Espa­
ña y de Marruecos en el Rif, lo que equivalía a decir que se seguiría
M arruecos a principios del siglo xix 101

aprovisionando libremente a Bu Hmara mientras que el Majzén no


diera pruebas de docilidad.
Se creaba un Banco del Estado, por un periodo de 40 años, que
haría las veces de tesorería para el Majzén, a la vez que gozaba de
un derecho de prioridad para suscribir los préstamos que éste tuvie­
ra que emitir. En el Consejo de Administración estaban representa­
dos los 12 gobiernos invitados a la Conferencia, así como el consor­
cio de bancos que habían suscrito el préstamo de 1904; Marruecos
delegó a un comisario en el Consejo de Administración.
Los extranjeros estaban obligados a pagar el impuesto territorial,
que se abonaba a los agentes consulares; en contrapartida obtenían
el derecho de comprar edificios en las proximidades de los puertos,
incluso sin el consentimiento del Majzén. El derecho de cabotaje se
concedía a todas las naciones.
Con vistas a reprimir los fraudes y aumentar los ingresos de la
aduana, se creaban comisiones donde había representantes del Maj­
zén, del cuerpo consular y del Banco del Estado. Pero, también en
este campo, la represión en las zonas fronterizas se dejaba al cuida­
do de Francia, de España y de Marruecos. Se añadió a los derechos
de aduana tradicionales de un 10%, un suplemento del 2,5%, que se
destinaba a mantener un fondo especial de obras públicas.
Debemos recordar que la Conferencia reafirmaba en su preám­
bulo los tres principios de soberanía, de independencia del sultán y
de integridad de sus estados. Reafirmaba también el principio de li­
bertad económica y de apertura del país a todas las naciones, sobre
un pie de igualdad; el Banco del Estado, bajo dirección internacio­
nal, se encargaba de velar por su estricto cumplimiento en la adjudi­
cación de las operaciones.
La Conferencia de Algeciras fue un momento cumbre de la di­
plomacia europea, que se suele estudiar como una gigantesca parti­
da de poker ganada por Gran Bretaña, pero significó para Marruecos
el final de las ilusiones. Los delegados del Majzén sabían perfecta­
mente que sólo podían desempeñar un papel secundario, pero con­
fiaban en que el antagonismo franco-alemán haría fracasar la Con­
ferencia y que así el mantenimiento del statu quo permitiría a Ma­
rruecos salvaguardar su independencia. El Acta Final del 7 de abril
de 1906, reconocía en teoría la soberanía del sultán y la integridad
de sus estados, pero en la práctica organizaba un protectorado fran­
102 M arruecos: Islam y nacionalismo

cés y español con un vago control internacional. Contenía artículos


extremadamente críticos, especialmente aquellos por los que el Maj-
zén quedaba frente a frente con Francia y España en las regiones
fronterizas, origen de todas las dificultades. Estas fueron las razones
que llevaron a Mhammed Torres a negarse a firmar.
La Conferencia delegó en el rey de Italia la misión de escribir a
Muley ‘Abd al-‘Azíz para que cambiara de actitud, cosa que hizo el
26 de abril. El sultán, sometido a fuertes presiones, terminó por ac­
ceder a esta petición el 18 de junio del mismo año, puntualizando,
sin embargo, que lo hacía esencialmente a causa de los tres princi­
pios reafirmados en el preámbulo.
¿Había posibilidades de aplicar el Acta de Algeciras? Muchos
de los que la habían firmado no lo creían: el representante de
EE.UU. había expresado públicamente sus reservas. En el período
de entreguerras, los nacionalistas se preguntaron si, aplicada escru­
pulosamente, no hubiera evitado la ocupación, división y explota­
ción de Marruecos durante medio siglo. Para los historiadores, la
Conferencia de Algeciras se celebró porque el programa reformista
de Muhammad IV y de Hassan I no se había llevado a cabo hasta el
final; el Protectorado fue consecuencia directa del hecho de que las
decisiones tomadas en Algeciras muy pronto resultarían inaplicables.
En efecto, en lugar de devolver el orden y la tranquilidad a Ma­
rruecos, lo sumergieron en la anarquía total. El sultán, violentamen­
te dividido entre las exigencias de los europeos y el rechazo de la
población, perdió rápidamente la poca autoridad que aún tenía;
la rebelión se propagaba a medida que se ampliaba la zona ocupada
por franceses y españoles. La ocupación justificaba la rebelión y vi­
ceversa; ésta era la prueba de que el mecanismo instaurado en Alge­
ciras era inoperante. Francia, en particular, se preparaba para expo­
ner ante todo el mundo el hecho consumado. Esperaba la ocasión, y
se le presentó el 22 de marzo de 1907, cuando un médico francés (el
doctor Mauchamp) fue asesinado en Marraquech en circunstancias
muy oscuras. Las tropas atravesaron la frontera argelino-marroquí el
día 29 y ocuparon Uchda. Tres meses después, en Casablanca, una
serie de medidas insensatas como la instalación de inspectores fran­
ceses en el puerto y la profanación de un cementerio musulmán, de­
sencadenaron la ira de la población; a consecuencia de ello se produ­
jo un grave incidente en el curso del cual nueve obreros europeos re­
M arruecos a principios del siglo xix 103

sultaron muertos. El gobernador detuvo enseguida a los culpables y


propuso indemnizar a las familias de las victimas, pero las autoridades
francesas habían decidido pasar a la acción: enviaron inmediatamente
un barco de guerra que bombardeó la ciudad el 5 de agosto. 70 mari­
nos desembarcaron y tomaron posiciones alrededor del Consulado de
Francia. Dos días más tarde se unían a ellos 2.000 soldados enviados
desde Argelia. La conquista de Marruecos había empezado.
Por todas partes surgieron entonces jefes del yihád (resistencia al
invasor). Ante este movimiento espontáneo, que podía fácilmente vol­
verse incontrolable, los grandes caídes del sur se reagruparon en tor­
no a Muley Hafid, virrey de Marraquech, y lo invitaron a ponerse al
mando de la acción de protesta. Lo proclamaron sultán el 6 de agosto
de 1907. Marruecos estaba divido entre dos soberanos: uno al sur,
otro al norte. Francia y España no podían haber imaginado mejor si­
tuación para adelantar la realización de sus planes. Los dos países ani­
maron a Muley ‘Abd al-‘Aziz a resistir, pero exigieron que reconocie­
ra públicamente y sin reservas el Acta de Algeciras; cosa que hizo en
diciembre en todas las mezquitas de los territorios que todavía con­
trolaba. Cuando Muley Hafid llegó a Fez y fue proclamado sultán, las
dos potencias se negaron a tratar con él sobre la evaluación de sus
fuerzas mientras no reconociese las deudas de su hermano y ratificase
el Acta de Algeciras: era invitarle al suicidio político.
La Conferencia de Algeciras —había escrito un periodista inglés an­
ticolonialista— condenó a muerte al Marruecos independiente, dejando
en manos de Francia y España la tarea de ejecutar la sentencia. A corto
plazo era cierto; pero a largo plazo limitó la libertad de acción de las dos
potencias coloniales en numerosos terrenos y permitió a Marruecos sal­
vaguardar su personalidad y volver a ganar la independencia plena en un
plazo menor y a un precio decididamente menos elevado que el pagado
por muchos otros países. A este respecto, resulta muy instructiva la com­
paración con Egipto, el país que precisamente había servido a Francia
como valor de cambio en el acuerdo de abril de 1904.
Tras creer por un momento, durante la crisis del otoño de 1911,
que había perdido definitivamente la partida en Marruecos, Francia
logró comprar la renuncia de Alemania, como lo había hecho con
Inglaterra siete años antes. Ya no era cuestión de aplicar los proto­
colos de 1910 que conllevaban la evacuación de Marruecos por
todas las tropas extranjeras. El 30 de marzo de 1912, el sultán Mu-
104 Marruecos: Islam y nacionalismo

ley Hafíd, sitiado en Fez, firmaba el tratado del Protectorado: Fran­


cia obtenía una delegación de autoridad que le permitía introducir
las reformas que sucesivamente el Majzén y las potencias reunidas
no habían logrado aplicar. No obstante, este acuerdo bilateral, cuyos
efectos se extendieron ulteriormente a España, no podía en ningún
caso eliminar los resultados de la conferencia internacional de 1906.
Los tres principios —soberanía, independencia, integridad nacio­
nal— que el Acta de Algeciras había reafirmado, y que Muley ‘Abd
al-‘Azíz había recordado en su nota del 27 de abril de 1906, seguían
siendo válidos y definían el estatuto internacional de Marruecos.
La posición de Francia se fortaleció considerablemente en 1919,
tras la derrota de los imperios de Europa Central. Alemania y Austria
desaparecieron de la escena marroquí, al igual que Rusia, sumergida
en una gigantesca tormenta revolucionaria. El Banco de Estado de
Marruecos, principal institución financiera del país y garante de la
aplicación del principio de la puerta abierta, sin perder su carácter in­
ternacional, estaba, a partir de entonces, dominado por los intereses
franceses, públicos o privados. No obstante, los anglosajones se afe­
rraban a los derechos que se les había reconocido a todas las nacio­
nes en Algeciras; el correo inglés seguía funcionando, los protegidos
del Reino Unido seguían sin depender de la jurisdicción marroquí,
las importaciones inglesas o americanas eran libres, etc. Francia no te­
nía, por tanto, las manos libres como en los otros países que controla­
ba. Así se explican muchos hechos. Si la burguesía marroquí pudo
desarrollarse como lo hizo, si el nacionalismo pudo convertirse rá­
pidamente en una fuerza, si la cuestión del dahir beréber en 1930
dio lugar a un escándalo internacional, si el presidente norteamerica­
no Franklin Roosevelt trató a Muhammad V como jefe de Estado in­
dependiente, si la destitución de este último no fue considerada por
la comunidad internacional como un problema puramente franco-ma­
rroquí, etc., fue fundamentalmente gracias a las disposiciones del Acta
de Algeciras, que dieron a Marruecos un estatuto especial.
La presencia del octogenario Muhammed Torres, por muy «pa­
tética e indignada» que haya podido parecer al diplomático snob y
afectado que era Harold Nicolson, no fue en definitiva inútil. Prestó
a su país un servicio cuyos frutos seguimos aún cosechando.
Ill

LA RESISTENCIA A LA PENETRACIÓN COLONIAL

El tema de este capítulo es muy complejo y no precisamente a


causa de los hechos que, en conjunto, se conocen perfectamente, si­
no en lo que respecta a su interpretación. Hemos de estudiar las
iniciativas tomadas por los habitantes del Magreb y del Sáhara para
contrarrestar el avance colonial, así como sus reacciones a la con­
quista que se estaba produciendo. Para dar una primera idea de la
complejidad del asunto que nos ocupa, examinemos la situación en
1907.
Al oeste, se produce en Marruecos una revolución que destro­
na al sultán ‘Abd al-‘Aziz (1894-1908) porque aprobó la conquista
de la provincia del Tuat por los franceses y aceptó las reformas im­
puestas por las potencias europeas en la Conferencia de Algeciras
de abril de 1906. Los protagonistas de esta revolución eran miem­
bros del Majzén vinculados a las zagüías y a los jefes de las cabilas
locales.
Al este, Túnez ve nacer un movimiento nacionalista en el senti­
do propio del término. Se crean asociaciones de los primeros gra­
duados de la enseñanza moderna, al tiempo que aparece una pren­
sa reivindicativa escrita en la lengua del colonizador, donde destaca
una nueva élite por sus iniciativas sin precedentes.
En el sur, las zonas occidentales del Sáhara son escenario de
una operación francesa de envergadura que tiene por finalidad cer­
car al Marruecos independiente, para poder oprimirlo. El ejemplo
será seguido rápidamente por España en el mismo Marruecos y por
Italia en Tripolitania, pero esta vez a expensas del sultán de Cons-
tantinopla.
106 M arruecos: Islam y nacionalism o

Así, durante el período que nos interesa y en la región que nos


ocupa, se pueden distinguir tres niveles:
1. El Estado constituido, marroquí al oeste y otomano al este
de África del Norte. Allí es donde hemos de buscar la iniciativa, en
el sentido propio del término.
2. Las cofradías, cuya inspiración es sin duda religiosa, pero
cuya función es indiscutiblemente política. En el Magreb y en el Sá-
hara, siempre han sido una organización defensiva contra la amena­
za exterior. Cuando el Estado es fuerte, la cofradía actúa como uno
de sus engranajes, cuando aquél se debilita o se disloca, ésta se ha­
ce autónoma y toma la iniciativa. Así, cuando Constantinopla re­
nuncia a su soberanía feudal, la cofradía de los sanüsi se transforma
en el alma de la resistencia contra los italianos en Cirenaica, y cuan­
do el Estado marroquí es incapaz de actuar, la de los kattání reúne
las fuerzas antifrancesas en el Sáhara y en la Chauia.
3. La yam á‘a que sólo aparece a plena luz cuando los dos nive­
les anteriores quedan fuera de combate por la fuerza de las armas.
La yamá‘a empieza por rechazar todo contacto con las autoridades
coloniales, a pesar de sus atractivas ofertas. Cuando acaba por ceder,
su capacidad de iniciativa es muy relativa; no puede reaccionar a la
política colonial que, en cierto sentido, la ha instituido como poten­
cia autónoma.
La historiografía colonial deforma conscientemente los hechos
cada vez que olvida la jerarquía del Estado organizado, hace de la
cofradía una especie de supercabila y no ve en la sociedad magrebí
más que la jerarquía tribal que, por otra parte, interpreta según una
división segmentaria más teórica que real. De este modo, la resisten­
cia se disuelve en una serie discontinua de reacciones desordenadas
ante una política de conquista que aparece, por contraste, como
eminentemente racional.
Si nos situamos en el plano del Estado o de la cofradía, hablare­
mos de iniciativas; si nos mantenemos en el plano local, hablaremos
de reacciones. Si bien las dos nociones coexisten en la historia magre­
bí, cada una de ellas puede, sin embargo, servir para definir las ca­
racterísticas de una época determinada, antes y después de 1912 en
Marruecos; y antes y después de 1922 en Libia.
La documentación que nos informa sobre las iniciativas magre-
bíes para oponerse a los objetivos coloniales es de naturaleza políti­
L a resistencia a la penetración colonial 107

ca y diplomática y se conoce bien. El problema al que se enfrenta el


historiador actual es el de reunirla y conservarla.
¿Con qué contamos, sin embargo, en lo que respecta a la infor­
mación sobre las reacciones desde el punto de vista local? Se trata
fundamentalmente de testimonios escritos y de relatos orales. Natu­
ralmente, es necesario grabar los relatos y reunir los documentos es­
critos antes de que se pierdan. Pero el grave problema que se plan­
tea es el de su evaluación, es decir el de saber lo que cabe esperar
legítimamente de ellos.
En este sentido, se imponen dos observaciones. En relación con
los testimonios escritos por habitantes instruidos de la ciudad, es
preciso recordar que antes de la conquista militar hubo una larga
preparación psicológica y política. La élite ciudadana, mientras tan­
to, había perdido todo entusiasmo opositor. Aquellos que dejaron
testimonios escritos, por mucho que se diga ahora, no eran resisten­
tes en su época. En cuanto a los relatos orales, no hay que olvidar
que los testigos han estado necesariamente sometidos a dos tipos de
influencias; en primer lugar, las europeas. En efecto, el relato de los
combates, realizado desde un punto de vista colonial, se publicaba
casi instantáneamente en la prensa especializada; por otro lado, la
política colonial consistía en integrar a los hijos de los jefes someti­
dos en la escuela francesa, con la esperanza de convertirlos en alia­
dos fieles. Apenas diez años después de los acontecimientos, el hijo,
por ejemplo, podía dar detalles sobre los combates de su padre que
éste ignoraba y que a partir de entonces incorpora, de buena fe, a su
relato. Ahora bien, la versión colonial, aunque contemporánea de
los acontecimientos, no es neutra: lleva la marca de la hostilidad que
enfrentaba, en el ejército de las potencias coloniales, a los metropoli­
tanos con los «africanos»; y éstos insistían en mostrar en toda oca­
sión que la pacificación había sido una verdadera guerra, metódica y
científica h En segundo lugar, las influencias nacionalistas; las opera­
ciones de conquista coincidían con la acción reformista o nacionalis­
ta de las ciudades. Incluso cuando se desarrollaban lejos de las
zonas urbanas, los habitantes de las ciudades seguían con avidez sus1

1 El general Guillaume escribió a propósito de la conquista del Atlas Central: «Su origi­
nalidad, sin embargo, no fue tan grande como para evitar los grandes principios del arte de
la guerra», 1946, p. 457.
108 M arruecos: Islam y nacionalism o

peripecias, para recuperarlas inmediatamente con fines ideológicos.


Sucede con frecuencia que el militante de la ciudad incita al ancia­
no guerrero de la montaña a dictar sus recuerdos.
Por las dos razones indicadas, los testimonios que poseemos en
la actualidad no pueden revolucionar el relato colonial ni la versión
nacionalista. En cambio, pueden explicarlos de modo distinto, a
condición de superar el marco estrictamente local que les es propio.

Los ESTADOS DEL MAGREB Y LOS EUROPEOS

El avance colonialista del siglo XIX en el Magreb tiene la particu­


laridad de producirse a continuación de las cruzadas anteriores.
El gobierno marroquí se enfrenta desde hace cuatro siglos a los
españoles establecidos en Ceuta y Melilla. Ha prohibido siempre el
contacto de la población con ellos. Con objeto de aligerar este blo­
queo, España desencadena la guerra de 1859-1860, tan desastrosa
para Marruecos que, de hecho, se vio obligado a pagar una fuerte
indemnización, a aceptar la ampliación del recinto de Melilla y a ce­
der un puerto sobre la costa atlántica que serviría de refugio a los
pescadores canarios 2. Con la adquisición de la bahía de Río de Oro,
cuya ocupación fue notificada el 26 de diciembre de 1884 a las po­
tencias signatarias del Acta de Berlín sobre el reparto de Africa en
zonas de influencia, España posee al finalizar el siglo tres cabezas de
puente en las costas del norte de África.
En 1880 y 1881, durante las dos sesiones de la Conferencia de
Madrid sobre la protección individual en Marruecos, el Majzén in­
tentó por última vez imponer en el plano internacional su indepen­
dencia y su soberanía sobre un territorio claramente delimitado. A
pesar del apoyo inglés, la tentativa fracasó frente a la coalición inte­
resada de Francia, España e Italia. Inmediatamente después de ter­
minar la Conferencia, Francia, que durante un tiempo creyó que iba
a perder todo Marruecos, planteó el problema del Tuat. En efecto,
en esa época ya se comentaba en París el proyecto de línea férrea
transahariana que permitiría al comercio francés acceder al centro

2 El acuerdo se hizo tras varios años de controversia sobre el puerto de Sidi Ifni que
no se ocupará, sin embargo, hasta 1934.
L a resistencia a la penetración colonial 109

de África. Pero el proyecto tropezaba con un grave obstáculo: los


oasis del Sáhara central dependían políticamente de Marruecos.
Francia intentó ganarse la adhesión del sultán, pero éste, sabiendo
que contaba con el apoyo inglés, desechó las peticiones francesas,
al tiempo que reforzaba su presencia administrativa y política en
el territorio.
Al este del Magreb, los tunecinos habían combatido durante
siglos contra los italianos, como los marroquíes lo habían hecho
contra los españoles. La Italia unificada tenía la vista puesta en la
regencia de Túnez; allí enviaba inmigrantes, invertía capitales y di­
fundía su cultura. Pero el peligro real que amenazaba a Túnez ve­
nía de Francia, establecida en Argelia desde hacía ya medio siglo.
El sultán de Constantinopla había aprovechado sus desventu­
ras en Argelia para volver a poner Tripolitania y Cirenaica bajo su
administración directa y para recuperar su influencia política en
Túnez. No cabe duda de que existía un fuerte sentimiento pro­
otomano en la élite de la regencia de Túnez. El bey, que veía en
ello un peligro para sus prerrogativas, consideró que le convenía
apoyarse en Italia y en Francia alternativamente. Esta línea de
conducta, más o menos voluntaria, tuvo consecuencias desastro­
sas. Cuando el gobierno francés aprovechó una situación diplo­
mática favorable para atacar el país, el bey se quedó aislado en el
interior y se vio obligado a firmar el 12 de mayo de 1881 un tra­
tado que lo sometía al Protectorado de Francia. No obstante, las
poblaciones del Sahel y de la capital religiosa, Kairuán, se rebela­
ron inmediatamente con la esperanza de una rápida intervención
otomana. Se organiza entonces una segunda expedición francesa
que encontrará una fuerte oposición en las regiones montañosas
del noroeste, del centro y del sur. Sfax y Gabes fueron bombar­
deadas por unidades de la marina; Kairuán soportó un largo ase­
dio durante el otoño de 1881; los territorios del sur, próximos a
Tripolitania, siguieron siendo durante largo tiempo zonas de inse­
guridad.
Italia mantuvo sus pretensiones sobre el país; los tunecinos,
evidentemente no podían jugar esa carta. En cambio, permanecie­
ron fieles a la soberanía islámica; los lazos nunca se rompieron to­
talmente con Constantinopla y éste será uno de los fundamentos
del precoz nacionalismo tunecino.
110 M arruecos: Islam y nacionalismo

No nos vamos a ocupar aquí de la intensa actividad diplomática


que permitió a los distintos estados europeos delimitar sus respecti­
vas esferas de influencia. Este período preparatorio llegó a su fin
con el acuerdo general de abril de 1904 entre Francia e Inglaterra.
Hasta esa fecha toda potencia interesada en el Magreb se conforma­
ba con recordar sus reivindicaciones y ocasionalmente se apoderaba
de algunos territorios como garantía.
Fue así como, en 1893, Marruecos sufrió, al final del reinado de
Hassan I, una derrota que permitió a España consolidar sus ventajas
de 1860 en las vecindades de Melilla. Siete años más tarde, al final
del reinado del visir Ba Ahmad, Francia consideró que era el mo­
mento oportuno para resolver definitivamente, a su favor, el proble­
ma del Tuat. Con el pretexto de una exploración científica, una nu­
merosa expedición se acerca poco a poco a los codiciados oasis y en
diciembre de 1899 se presenta ante In Salah y exige una rendición
inmediata. El caíd de la localidad, nombrado por el sultán de Ma­
rruecos, rodeado de los soldados del Majzén y ayudado por los che-
rifes locales, opone una encarnizada resistencia. Tras sangrientas ba­
tallas, como la de In Gar el 27 de diciembre de 1899, en la que no
había dudas sobre el resultado, considerando la desproporción de
las fuerzas enfrentadas, toda la región de los oasis fue conquistada.
El último combate tuvo lugar en Talmín, en marzo de 1901. Inglate­
rra y Alemania, alertadas por el joven sultán AJbd al-‘Aziz, le aconse­
jan que acepte el hecho consumado; cosa que hizo al firmar bajo
presión el protocolo del 20 de abril de 1902. No obstante intentó, a
cambio de esta importante concesión, determinar la línea de demar­
cación al sur y al este, entre Marruecos de una parte, y las posesio­
nes francesas de la otra, sin resultado, pues Francia prefería la im­
precisión que le abría la perspectiva de otras conquistas.
La pérdida del Tuat fue una de las razones principales del dete­
rioro de la autoridad del sultán, que iría en aumento hasta 1911.
Los miembros del Majzén sabían que Francia se proponía cercar a
Marruecos para aislarlo y someterlo; sabían también que Inglaterra
ya no se oponía a los objetivos franceses. Las reformas interiores,
que el Majzén había introducido para reforzar el ejército y la admi­
nistración, no habían dado los resultados previstos. El gobierno ma­
rroquí sólo contaba con la ayuda diplomática de Alemania que, en
efecto, respaldó la independencia del país hasta noviembre de 1911,
L a resistencia a la penetración colonial 111

fecha en que firmó con Francia un acuerdo por el cual le dejaba


las manos libres en Marruecos a cambio de compensaciones en
África Ecuatorial.
A partir de 1905, Francia decide acelerar el curso de los acon­
tecimientos y ocupar lo que se conocía como blad al-siba. Se trata­
ba de regiones desérticas, pobres y poco pobladas, que el sultán,
por esta razón, hacía administrar por jefes locales, pero sin aban­
donar sus derechos soberanos. Se le mantenía al tanto de las intri­
gas coloniales y cuando la amenaza francesa se concretaba enviaba
un representante debidamente autorizado para dirigir la resisten­
cia. Fue lo que ocurrió en la región de Kenadsa y en el Sáhara oc­
cidental.
Francia, que siempre se había negado a delimitar la frontera
con Marruecos más allá de Figuig, seguía su estrategia de avance
lento. Sus fuerzas que remontan el valle del Saura ocupan poco a
poco el territorio situado entre los ueds Guir y Zusfana con el
pretexto de poner fin al desorden y a la inseguridad y permitir el
desarrollo del comercio fronterizo. Por otra parte, el gobierno
francés proponía al Majzén compartir con él los ingresos de la
aduana. En marzo de 1910 consiguió lo que se proponía.
Más al sur, Francia había impuesto su protectorado a los emi­
res de Trarza y Brakna. Fuego, en 1905, un especialista en asuntos
musulmanes, Xavier Coppolani, acude desde Argel a inaugurar la
política de penetración pacífica, que consiste en entrar en contac­
to directo con los jefes de las cabilas y cofradías religiosas para
obtener su adhesión a la dominación francesa. Se encuentra frente
a un adversario importante, el cheij Má al-Ainin, que desde hacía
más de 30 años era considerado representante del sultán de Ma­
rruecos. Alertado, Muley ‘Abd al-‘Azíz envía a su tío Muley Idrís.
Este enardece a las fuerzas de la resistencia; mientras tanto, el
campo de Coppolani, instalado en Tidyikdya es atacado en abril
de 1905; el apóstol de la penetración pacífica cae muerto. Francia,
que aprovecha la crisis interna que sacude a Marruecos, exige la
revocación de Muley Idrís y la obtiene en enero de 1907, pero la
resistencia no cesa por ello. Una numerosa expedición dirigida
por el coronel Gouraud se encamina hacia el norte; sufre un fuer­
te revés en al-Moinam el 16 de junio de 1908; consigue, sin em­
bargo, entrar en Atar el 9 de enero de 1909. El cheij Má al-‘Ainín
112 M arruecos: Islam y nacionalism o

se retira con sus seguidores a Sequia el Hamra donde sus fuerzas si­
guen hostigando a franceses y españoles hasta 1933.
Durante la misma época, España se mueve con el acuerdo de
Francia. Cuando ésta avanza hacia Atar, aquélla sale de su enclave
de la bahía de Río de Oro; organiza en 1906 a las tropas de inter­
vención saharianas que penetran 30 kilómetros en el interior del te­
rritorio. Al norte, los españoles esperan que los franceses entren en
Uchda en 1907 para montar una expedición de 45.000 hombres
que parte, en septiembre de 1909, a la conquista del Rif. Ante lo
cual, la población local, enardecida por el llamamiento al yihád del
cheij Amezian, opone una feroz resistencia que se prolongará hasta
1926.
En el otro extremo del África del Norte, la Tripolitania otoma­
na es atacada por Italia en 1911. La revolución de los Jóvenes Tur­
cos había debilitado profundamente al estado otomano; Italia,
mientras tanto, había recibido la aprobación de Inglaterra y de
Francia; el 28 de septiembre de 1911 presenta un ultimátum a
Constantinopla donde denuncia la incuria otomana y la anarquía
que reina en el país y a continuación, sin prestar oído a la respuesta
conciliadora del gobierno turco, en octubre sus tropas desembarcan
en Trípoli, Benghazi y Tobruk. Éstas vencen fácilmente a las guarni­
ciones otomanas, pero no tardan en enfrentarse a la resistencia de
la población. Bajo la presión de las potencias, el gobierno de Cons­
tantinopla, el 18 de octubre de 1912, firma un tratado por el que
cede su derecho a administrar la provincia en litigio, a la vez que
mantiene allí a un representante del sultán. La resistencia local, por
consiguiente, es reconocida y continúa con más ardor aún. La gue­
rra italo-turca provocó un inmenso fervor islámico que actuó como
catalizador del nacionalismo anticolonial, especialmente en Egipto
y en Túnez, países de los que procedía un gran número de volunta­
rios. La resistencia fue dirigida en Tripolitania por Sulaimán al Ba­
rón! y en Cirenaica por la influyente cofradía de los sanüsí. Si Baru-
ni, tras la derrota de Asabaa, del 23 de marzo de 1913, fue obligado
a trasladarse a Túnez y de allí a Constantinopla, los sanüsi, con el
cheij Ahmad al-Charif al frente, se retiran a la región montañosa del
Yebel al-Ajdar desde donde lanzan las operaciones que obligan a
los italianos a replegarse hacia la costa. En 1915, se encuentran en
la misma situación que en 1912.
L a resistencia a la penetración colonial 113

Antes de la I Guerra Mundial, la resistencia en el norte de Áfri­


ca es obra de un Estado organizado. Frente a las fuerzas invasoras se
alzan contingentes de soldados regulares, aun cuando su número sea
inferior al de los combatientes de las cabilas. Cuando en razón de la
desigualdad de fuerzas, el Estado se ve obligado a inclinarse ante el
hecho consumado, delega implícitamente su deber de resistencia en
un dirigente de cofradía, que no rompe nunca las relaciones con el
jefe político de la comunidad musulmana. Se trata, pues, en esta pri­
mera fase, de una guerra política emprendida explícitamente en
nombre de la soberanía islámica.
En 1914 la resistencia, organizada por una autoridad política au­
tóctona centralizada, salvo en Libia, había cesado; pero la situación
derivada de la I Guerra Mundial impidió a las potencias coloniales
pasar a la fase de ocupación efectiva. El objetivo de franceses, espa­
ñoles e italianos era conservar sus conquistas. Sufrieron, no obstan­
te, grandes reveses, lo que llevó al general Lyautey, residente francés
en Marruecos, a afirmar que «el que no avanza, retrocede». Alema­
nes y turcos hicieron un llamamiento a los habitantes del Magreb
para que se liberasen del yugo colonial; dirigentes panislamistas,
como el tunecino Bach Hamba y el marroquí ARAttábí, fueron reci­
bidos en Berlín y participaron en giras de propaganda por los países
neutrales; se enviaron emisarios al Rif y a la región del ued Nun; se
transportaron armas a los resistentes tripolitanos por el puerto de
Misurata. ¡No cabe duda de que una parte de la población conside­
raba que bien se podía arrojar a los colonizadores al mar! La fragili­
dad de la ocupación en los territorios conquistados inmediatamente
antes de la guerra queda demostrada por el extremado nerviosismo
de los procónsules de esa época y por el «liberalismo» del que se
vieron obligados a hacer alarde. Lyautey llegó a conducirse como un
simple ministro de Asuntos Exteriores del sultán de Marruecos.
Este compás de espera finalizó en 192 E En Tripolitania, Volpi,
el nuevo procónsul, arrastrado por la ola nacionalista que iba a
permitir a Mussolini marchar sobre Roma, puso fin a la política su­
puestamente liberal. Denunció todos los acuerdos anteriores. Misu­
rata, donde entre tanto se había proclamado una república inde­
pendiente dirigida por al-Barüni, secundada por ‘Abd al-Rahmán
‘Azzám, futuro secretario general de la Liga Árabe, fue atacada y
sometida. El Yebel Nafusa, donde se reagruparon los resistentes,
114 M arruecos: Islam y nacionalism o

fue rodeado; los jefes sanüsí fueron detenidos en abril de 1922.


Idrís, jefe supremo de la cofradía, abandonó el país, y se estableció
en Egipto, dejando su puesto a Muhammad Ridá, que estaba muy
lejos de merecer tal responsabilidad. Ante los sucesivos reveses, se
sometió voluntariamente en 1925. Entonces apareció un jefe de gran
envergadura, ‘Umar al-Mujtár. Desde Yebal al-Ajdar, donde se había
refugiado, hostigó durante ocho años a las fuerzas de ocupación.
Estas sin embargo no se replegaron como en 1915; constantemente
reforzadas y utilizando ampliamente la aviación, ocuparon uno tras
otro los oasis de Cirenaica. Chagbub, centro de la cofradía sanüsí,
cae en febrero de 1926; Ghat en 1929, Kufra en enero de 1931; el
13 de septiembre del mismo año, al-Mujtár es capturado, juzgado y
ahorcado públicamente en Soluk.
Recordemos aquí que en este momento el norte de Marruecos
era escenario de una guerra de igual ferocidad, y de una resistencia
igualmente heroica 3. Hasta 1931, vastas regiones del Atlas y del Sá-
hara, que no eran apreciadas desde el punto de vista económico, vi­
vían fuera de todo control colonial. Allí se refugiaban los que no
querían entregarse al ejército francés o español. Los habitantes, sin
embargo, no estaban totalmente aislados, tenían contactos con las
regiones sometidas, acudiendo a sus zocos y dispensarios. Era la
época de la penetración pacífica, de la política de contactos, época
ambigua de la que conviene no extraer conclusiones generales.
En 1931 se produjo un cambio en la política colonial francesa.
Preocupado porque Alemania reconstituía sus fuerzas militares,
Messimy, el ministro de Guerra francés, fija el año 1935 como fecha
límite para poner punto final a las operaciones de conquista y ocu­
pación. Al ejército de África se le proporcionan todos los medios ne­
cesarios, se toman medidas para coordinar las operaciones con los
españoles; el advenimiento de una república en Madrid facilitaba
esta coordinación. Y así, cada primavera se montaba una expedición
destinada a reducir uno de los «focos de disidencia».
Para poder comprender lo que sucedería después, es preciso re­
cordar que la conquista se hace en nombre del sultán 4, que el ejér­
3 Sobre ‘Abd al-Krlm y la guerra del Rif, ver el capítulo III.
4 «Se necesitaron, pues, veintidós años de esfuerzos continuos para penetrar plenamen­
te en la montaña beréber y someter a los últimos rebeldes a la obediencia del soberano ma­
rroquí», A. Guillaume, 1946, p. 456.
L a resistencia a la penetración colonial 115

cito pacificador es mayoritariamente autóctono, que se ha acabado


con el contrabando desde hace mucho, que la política de contac­
tos permitió a las autoridades coloniales conocer las contradiccio­
nes internas de unas comunidades que estaban acorraladas desde
hace años, que en cada comunidad había indígenas y refugiados
que a veces venían desde muy lejos; y, sobre todo, hay que plan­
tearse la pregunta siguiente: ¿en nombre de qué había que luchar
hasta la muerte? ¿En nombre de las costumbres que el coloniza­
dor estaba manifiestamente dispuesto a mantener y consolidar?
No obstante, a pesar de todo ello, la conquista no fue fácil 5.
El Atlas Medio es reducido en dos campañas en 1932; del 12 de
julio al 16 de septiembre de este último año se desarrolla la san­
grienta batalla de Taziqzaut.
El ejército francés logró rodear a 3.000 familias que venían hu­
yendo ante el invasor desde 1922. La batalla duró desde el 22 de
agosto hasta el 11 de septiembre y puso de manifiesto las limitacio­
nes de la política de contactos con las cabilas. En 1933 le llegó el
turno a Yebel Sagro, donde la batalla de Bu*Gafer, que se prolon­
gó desde el 13 de febrero hasta el 25 de marzo, fue igualmente san­
grienta. En 1934, los últimos resistentes son rodeados en el Anti-
Atlas, tras lo cual los franceses pueden entrar en Tinduf, en marzo.
Una semana después, el 6 de abril de 1934, los españoles acabaron
por tomar posesión de Sidi Ifni.
En 1930 y 1931, en el momento en que las potencias coloniales
podían pensar razonablemente que la conquista llegaba a su fin, los
jefes italianos hablaban de Pax Romana y los franceses celebraban
fastuosamente el centenario de la toma de Argel y el cincuentenario
del Protectorado de Túnez. Los ideólogos de la colonización veían
en este acontecimiento la revancha de Roma sobre el Islam, de Oc­
cidente sobre Oriente. Pero en esta fecha el nacionalismo, ya im­
plantado en las ciudades, se preparaba para extenderse a las zonas
rurales. Para los interesados, las últimas batallas no constituían tanto
el fin de una época como la señal del rechazo de cualquier sumisión
voluntaria 6.

5 «Ninguna cabila ha llegado a nosotros sin haber sido previamente vencida», ibid., p. 9.
6 Es un punto fundamental del Islam modernista. La sumisión total a Dios —significado
de la palabra Islam en árabe— implica la no sumisión a criatura alguna, sea quien sea.
116 M arruecos: Islam y nacionalism o

L as e t a pa s de la r e sist e n c ia

En la resistencia magrebí frente al empuje colonial se pueden


distinguir dos fases: la primera, que va desde 1880 a 1913 aproxima­
damente, y la segunda desde 1921 a 1935; el periodo intermedio
corresponde a la situación ambigua de la I Guerra Mundial. Inten­
temos plantear ahora, más allá de la crónica militar y de los testi­
monios subjetivos, algunas preguntas que podrían abrir la vía a la
reflexión y a la investigación.
Durante el transcurso de la primera fase, las campañas siguen
siempre un esquema establecido por Francia durante la conquista
de Argelia y que fue adoptado por España e Italia. Antes de invadir
el territorio codiciado, la potencia colonial se preocupa por obtener
el asentimiento de sus competidores, bien por una convención bila­
teral, bien al margen de una conferencia internacional7. Una vez
obtenido esto, la conquista sigue las siguientes etapas:
— Se crea un incidente que permite justificar la intervención;
de ahí el tema clásico de las razzias y de los grupos de pillaje; es fa­
moso el asunto de los Krumirs en la frontera entre Túnez y Argelia.
Así es como se anexiona el Tidikelt con el pretexto de que sirvió de
refugio a Bu Chucha que luchó contra los franceses de 1869 a 1874;
se anexiona también el Gurara, porque Kaddür ben Hamza encon­
tró allí ayuda y asistencia durante su lucha de 1872 a 1879; Chen-
guit, porque los mauritanos solían atravesar el río Senegal8.
— Se eliminan las objeciones de las potencias y del sultán, so­
berano del territorio codiciado, haciendo hincapié en la incuria ad­
ministrativa y en la inseguridad que cunden en el territorio en cues­
tión.
— A la primera ocasión, se toman garantías sobre el territorio,
por ejemplo durante un período de tensión internacional o un
cambio de reinado. De esta manera, Francia ocupa In Salah por
sorpresa, en enero de 1900. La población pide ayuda, el sultán de
Marruecos protesta y Francia se niega a discutir con el argumento

7 Francia recibió carta blanca en Túnez, al margen del Congreso de Berlín de 1878, y en
Marruecos con la conferencia de Algeciras de 1906.
8 En el sureste de Marruecos los franceses se quejaban sin cesar de los pillajes de los
Ulad Yerir y Dui Menia.
L a resistencia a la penetración colonial 117

de que la incapacidad para mantener el orden y la seguridad equi­


valen a una pérdida de soberanía 9.
Cuando la soberanía es incontestable, como en Uchda y Casa-
blanca, ocupadas en marzo y agosto de 1907, respectivamente, los
franceses subordinan la evacuación de sus fuerzas a una vuelta al or­
den, que su propia presencia hace imposible.
Se obtiene, mediante una serie de presiones y de promesas, una
delegación de soberanía (taufid')) que legaliza la ocupación. Este es el
significado de los tratados de protectorado.
Entonces se puede pasar a la verdadera conquista, llamada de
manera típicamente eurocentrista pacificación, cuyo ritmo depende
únicamente del orden de prioridades establecido por la nación colo­
nial.
Como ya hemos subrayado, esta primera fase se caracteriza por
una actividad política y diplomática que la convierte en parte de la
historia internacional; por consiguiente, no plantea problemas inédi­
tos al historiador.
El caso de la segunda etapa, la de la conquista total o de la pre­
tendida pacificación, es distinto. La resistencia de las ciudades y de
las llanuras es siempre, por razones obvias, de corta duración. Las
montañas, que al principio se consideraban improductivas 101, están
rodeadas por un cinturón de seguridad que, con los años se va apre­
tando; las zonas desérticas se vigilan desde las cabezas de puente de
la costa atlántica. Esta política se impone a la autoridad colonial por
las circunstancias, pues expresa una realidad ecológica y socio-políti­
ca 11. Es importante entender esta realidad que hasta ahora había si­
do escamoteada por las deformaciones ideológicas de la historiogra­
fía colonial. En este estadio de la investigación, no podemos evitar
plantear algunas preguntas que parecen pertinentes. ¿Por qué fue
necesario obtener un tratado formal del sultán de Marruecos o
de Constantinopla para legalizar la conquista y transformarla en

9 Francia insistía, sin embargo, en que el sultán reconociese el hecho consumado.


10 Antes de que se detectase la existencia de ricos yacimientos mineros, como en el Rif.
Esta es la razón que empujó a los españoles a precipitar las operaciones de conquista.
11 Los líderes coloniales son conscientes del hecho e insisten en aparecer como segui­
dores de sus predecesores. El general Guillaume tras haber descrito las operaciones de paci­
ficación en el Medio Atlas presenta, en un anexo, el relato de las batallas del gran sultán ma­
rroquí, Muley Ismá‘11, 1672-1727, en la misma región.
118 M arruecos: Islam y nacionalism o

simple «pacificación»? ¿Por qué la población fue sorprendida con


cada ataque colonial? ¿Por qué hubo magrebización del ejército, al
punto de poder decir que era europeo por sus mandos e indígena
por su composición? ¿Por qué hubo tal dispersión de la resisten­
cia que no pudo superarse ni siquiera en los momentos de más
grave peligro? Estas preguntas, entre otras, permiten comprender
la reacción de la población durante la fase llamada de pacifica­
ción.

El fr a c a so de la s in ic ia tiv a s y de la r e sist e n c ia

En 1935, el conjunto del Magreb está, pues, bajo el dominio de


los imperialismos francés, español e italiano, a pesar de la firme vo­
luntad de la población de defender su independencia y su modo de
vida, y de una resistencia encarnizada, fíabría que preguntarse por
qué fracasó la resistencia magrebí.
Contrariamente a lo que pueda pensarse, las condiciones demo­
gráficas, ecológicas y económicas eran casi siempre desfavorables
para los resistentes magrebíes.
Ahora sabemos que en el siglo xix las estimaciones sobre la po­
blación del norte de África eran superiores a las reales. El número
de hombres en edad militar era limitado; además sólo estaban dispo­
nibles durante un período muy breve debido a las exigencias de la
agricultura y de la ganadería; lo que dejaba la iniciativa en manos
del adversario. El Tidikelt fue conquistado por una columna de
1.000 hombres, mientras que su población no superaba los 20.000;
en el transcurso del enfrentamiento de Tit, el 7 de mayo de 1902,
que consagró la derrota de los tuaregs del Hoggar, su número es de
300 contra 130, pero es lo máximo que logran reunir, y sus 93
muertos representan una sangría de la que se repondrán difícilmen­
te. Las regiones montañosas que, según se dice, están superpobladas,
apenas están en mejor situación; en todos los encuentros decisivos,
los atacantes son superiores en número. Los rifeños son atacados
por 30.000 soldados franceses —sin contar a los españoles—, tanto
como la población total del norte de Marruecos. Los resistentes del
Atlas Medio, cuyo número nunca superó los 10.000, contando muje­
res y niños, hacen frente a un ejército de 80.000 hombres; en Yebel
L a resistencia a la penetración colonial 119

Sagro 7.000 combatientes son atacados por 34.000 hombres dota­


dos del armamento más moderno 12. Es cierto que no todas las
tropas coloniales entran en combate, pero es innegable que la ven­
taja, simplemente en número, está siempre del lado del ejército
colonial que quiere impresionar a «los indígenas por el terror y el
desaliento» 13.
Se suele hablar de la movilidad, del conocimiento del terreno de
los combatientes autóctonos: éstas son ventajas tácticas que, a medi­
da que se prolongaba la guerra, iban perdiendo importancia. La ha­
zaña de Tidyikdya en junio de 1905, durante la cual el apóstol de la
penetración pacífica, Xavier Coppolani, resultó muerto, que retardó
la conquista de Adrar hasta 1909; la batalla de Ksiba, que se prolon­
ga del 8 al 10 de junio de 1913 en la que las tropas francesas sufren
unas bajas de 100 muertos y 140 heridos; la más sangrienta todavía
de El Herí, el 13 de noviembre de 1914, en la que dejan en el cam­
po 510 muertos y 176 heridos; la de Annual, que tuvo lugar del 22
al 26 de julio de 1921, con un saldo para los españoles de 15.000
muertos, 700 prisioneros y donde pierden 20.000 fusiles, 400 ame­
tralladoras y 150 cañones...; todas estas heroicas contiendas, que de­
muestran un admirable conocimiento del terreno y donde la movili­
dad y la violencia del combate tienen un papel decisivo, detienen el
avance colonial durante algunos años, pero no permiten reconquis­
tar los territorios perdidos. En realidad ni saharianos ni montañeses
pueden abandonar durante largo tiempo sus tareas de arboricultura
o de ganadería, lo que permite al invasor lanzar contra ellos una ver­
dadera guerra económica. Durante la campaña del Adrar en 1909,
los soldados franceses ocupan los oasis durante el período de la co­
secha de dátiles y esperan a que el hambre obligue a los hombres a
acudir allí a rendirse; aunque sólo momentáneamente. En las regio­
nes de trashumancia cierran el acceso a los pastizales de invierno y
cuentan con el frío y el hambre para que los habitantes se avengan a
un arreglo. Cuando empiezan las operaciones, imponen un bloqueo
total, como es el caso contra los zayyán en 1917-1918 y contra los ri-

12 E. F. Gautier, La conquête du Sahara, 1910, pp. 12 y 129; A. Guillaume, 1946, p. 114;


A. Ayache, Le Maroc: bilan d ’u ne colonisation, 1956, p. 332.
13 A. Bernard y L. N. E. Lacroix, La pénétration saharienne, 1830-1906, 1921, p. 332.
120 M arruecos: Islam y nacionalismo

feños, en 1925-1926. En 1927-1928, como ya se mencionó anterior­


mente, los italianos deportan hacia el norte a la población de Cire-
naica y la concentran en campos cercados de alambradas. Una
consecuencia del hambre lancinante provocada por esta política,
más difícil de soportar para el ganado que para los hombres, es que
el ejército colonial encuentra voluntarios inmediatamente después
de terminar las operaciones.
La gran ventaja de los combatientes, su movilidad, queda rápi­
damente neutralizada. A partir de 1901, el ejército francés recurre
a los dromedarios, a tal punto que se ha podido decir que la con­
quista del Sáhara fue la obra de los meharistas de Chaamba 14. Por
otro lado, el ferrocarril precede casi siempre a la conquista, llega a
Ain Sofra en 1887, a Bechar en 1905 y a Ziz en 1930. En 1915
empiezan los primeros transportes con vehículos motorizados y
los camiones Epinat15 surcan los caminos del Atlas en previsión
de las campañas de 1931-1933. Por último, a partir de 1920, se
utiliza el avión para la fotografía aérea durante la preparación de
las campañas y durante las operaciones para desmoralizar a las po­
blaciones 16.
Llegamos así al problema del armamento que, como no se fabri­
ca localmente, debe ser arrebatado al adversario. Francia siempre hi­
zo del contrabando de armas en el Magreb un problema internacio­
nal, acusando a Alemania y a Turquía de alimentarlo, a España, e
incluso a Inglaterra, de tolerar el tráfico de armas en las costas del
Rif y del Sáhara atlántico, en lo que respecta a Marruecos, y a través
de los oasis libios en cuanto a Túnez y el Sáhara central. Es cierto
que el tráfico existió siempre, pero no es menos cierto que las pro­
pias autoridades francesas reconocen que prácticamente no encon­
traron armas alemanas en el Atlas Medio ni en el Anti-Atlas. Cual­
quier tribu importante, obligada a someterse, entregaba las armas a
sus vecinos, que todavía estaban libres, de tal forma que fue al final

14 Los chaamba son nómadas del Tell argelino.


15 Procede del nombre de un hombre de negocios francés establecido en Marraquech e
interesado en las minas.
16 De hecho fue Italia la que primero utilizó la aviación en una guerra colonial en
1911. En las campañas de 1921-1926 la aviación, bajo el mando del futuro mariscal Ba-
doglio, desempeñó un papel decisivo en las derrotas de los resistentes en Tripolitania y en
el Fezzan.
L a resistencia a la penetración colonial 121

de las operaciones, en marzo de 1934, cuando los franceses recuperan


el mayor número de fusiles: 25.000. Recordemos que éstos suelen ser
inutilizables por falta de municiones y, sobre todo, que su eficacia es
dudosa contra los aviones, la artillería pesada de largo alcance y los ca­
rros blindados con que cuentan los ejércitos invasores después de la I
Guerra Mundial. Esto incitará a los generales franceses a afirmar que
las campañas de pacificación de 1931-1934 «son maniobras reales, con
un enemigo vivo» 17.
Otro de los elementos desfavorables es de tipo político e ideológi­
co. Los habitantes del Magreb y del Sáhara son todos musulmanes y el
Islam dispone de reglas estrictas para las guerras públicas. Contraria­
mente a la idea habitual en Occidente, el yihád\ tal como se conoce en
el curso de los últimos siglos, es defensivo, es decir que el servicio mi­
litar y las contribuciones correspondientes no son obligatorias para
todos, más que cuando el país es víctima de una agresión. En cambio,
si se trata de una guerra ofensiva —y no se conoce ninguna en el nor­
te de Africa desde hace siglos— las contribuciones y servicios son vo­
luntarios. En las circunstancias propias del siglo xix, por consiguiente,
la iniciativa militar corresponde al invasor. La defensa del territorio
tradicionalmente forma parte de las cláusulas de la bai‘a. En caso de
ataque, ¿deben los musulmanes organizar inmediatamente y por sí
mismos la resistencia o bien deben esperar las instrucciones del sul­
tán? Los ulemas han debatido largamente esta cuestión, con objeto de
acabar con la demagogia y las exageraciones. Así se explica que, al
aparecer soldados franceses o españoles en un distrito, como en Tuat
en 1864 y en 1890, o en Tarfaya en 1885, los habitantes envíen una
delegación al sultán y esperen sus órdenes. La responsabilidad queda
así en manos del soberano que se enfrenta a un dilema. En efecto, si
se desinteresa del asunto, pone en peligro la legitimidad de su autori­
dad; y si responde favorablemente a la demanda, las potencias lo con­
sideran responsable de cualquier incidente ocurrido. En la mayoría de
los casos, el sultán aconseja tener calma, delega en un caíd para man­
tener el orden y deja entrever a los interesados que el problema está
pendiente de solución por la vía diplomática, que es lo que muchos
de los involucrados querrían creer 18. Aquí llegamos al fondo de la

17 A. Guillaume, 1946, p. 398.


18 La situación del sultán de Constantinopla apenas es diferente en el siglo xix.
122 Marruecos: Islam y nacionalismo

cuestión. Cuando el sultán fracasa 19 y un jefe religioso o laico consi­


dera que tiene que esgrimir de nuevo la bandera del yihád —en su
lugar, pero sin su beneplácito— lo más seguro será que no consiga
un apoyo unánime. La potencia colonial puede entonces desplegar
toda clase de rivalidades y oposiciones.
En el marco de una sociedad que se ha transformado en acéfala,
el ejército colonial puede fácilmente sacar provecho de las «oposi­
ciones segmentarias». Para comprender el mecanismo, es preciso re­
cordar que la administración del sultán solía ser indirecta, que se
confiaba a los jefes locales (morabitos, caídes y cheijs). Si el sultán es
incapaz de dirigir por sí mismo la resistencia, cada cual piensa en
salvar sus privilegios, «en subirse también al tren» como dice un es­
pecialista de asuntos indígenas 20. Para la conquista de Tuat, Francia
cuenta, sin gran dificultad, con la ayuda del cherif de Uazzan, que no
puede cumplir con la zidra (cuestiones para el culto de los santos)
con sus seguidores de Argelia si no es con la autorización del gober­
nador francés; en Chenguit con la ayuda de los cheijs Sidiya y Sa‘d
Büh; en Tafilalet con el jefe de la zagüía násiríyya; y por último en el
Rif con el jefe de los darqáua. En Tripolitania, los italianos ganan
para su causa a los ibadíes de Yebel Nafusa, opuestos a la mayoría
suní del país. En cada lugar donde un gran caíd ha constituido un
principado, las autoridades coloniales esperan que se desencadene
la rivalidad por la sucesión y proponen su apoyo alternativamente a
cada uno de los pretendientes. Esto es lo que ocurre en Trarzas, en­
tre 1901 y 1904, y con los zayyán, entre 1917 y 1919. Sin embargo,
no hay que exagerar el impacto de esta «política indígena». Cada
vez que un jefe se inclina del lado de los franceses pierde inmediata­
mente su prestigio y su utilidad. Es tan obvio, que a la larga, las au­
toridades prefieren evitar las declaraciones públicas de sumisión.
La tendencia de los jefes de las zagüías y de los grandes caídes
hacia el compromiso y el doble juego no deriva, pues, tanto de las
divisiones y oposiciones tribales, como de la desaparición del poder
político supremo cuyas derrotas sucesivas pusieron en evidencia la
debilidad militar.

19 A veces consigue, bien retrasar la conquista como en Tuat en 1890, bien recuperar
un distrito como en el caso de Tarfaya, cuya retrocesión hicieron los ingleses en 1898.
20 P. Justinard, Un grand. chefberbére: le caídG oundafi, Casablanca, 1951, p. 105.
L a resistencia a la penetración colonial 123

La crónica conserva el nombre de aproximadamente 30 jefes


que dirigieron la resistencia contra los franceses, españoles e italia­
nos durante el período de 1900 a 1935. Dejamos de lado a Muham­
mad ‘Abd al-Krím y ‘Abd al-Malik 21. En cuanto a los demás, al
analizarlos, se dividen en dos grupos bien diferenciados, con inde­
pendencia del éxito o fracaso de su empresa.
Unos, en contacto constante con el sultán, le sirven y recurren a
él cuando el peligro colonial se concreta; los demás actúan bajo la
influencia de la yem d‘a local. Aquéllos tienen un horizonte más am­
plio, pero se ven disminuidos por la fragilidad militar del sultán;
éstos muestran más encarnizamiento en sus acciones, pero su in­
fluencia no supera los estrechos límites de su mandato.
El cheij Má al-Ainín y sus hijos Hassána y al-Agdaf que dirigen
la resistencia en Chengit; los demás hijos, al-Hiba, Murabih Rabbuh
y al-Ni‘mat, que retroceden ante el avance francés en Marraquech
en 1912, en Tiznit en 1917 y luego en Kerdus y Uiyan, en 1934; los
grandes jefes del Azagar Muha U Sa‘íd y Muha U Hammü que blo­
quean el avance francés hacia el Atlas hasta 1922, fueron los princi­
pales apoyos de Muley ‘Abd al-Hafíd cuando se subleva contra su
hermano Muley ‘Abd al-‘Azíz y trata de restaurar la soberanía de
Marruecos sobre todo el territorio que se le había reconocido a
finales del siglo xix. Cuando fracasa el intento, por razones que res­
ponden esencialmente a su aislamiento geográfico, no se someten
como otros jefes del sur, en contacto con los franceses desde mucho
tiempo atrás. Privados, no obstante, del apoyo del sultán, ya no pue­
den actuar con eficacia. Al-Hiba se proclama sultán en 1912 sin en­
contrar adhesión en las ciudades ni entre los grandes caídes. Los de­
más se encierran en sus dominios, se defienden contra todos y
confían en morir antes de haberle visto «la cara a los franceses»,
como dice con acierto el caíd al Madani de Ajsás 22.
Frente a estos últimos tenemos a los dirigentes locales; los im­
provisados, como Muhammad al-Hayámí en la región de Fez en
1911, o Nafrutan al-Samláli y su discípulo al-Naggádí en Tafilalet de
1919 a 1934; o bien, los reconocidos tradicionalmente, como ‘All
21 Más adelante hablaremos de ‘Abd al-Krím. En lo que respecta a ‘Abd al-Málik, nieto
del emir ‘Abd al-Kader de Argelia y oficial del ejército otomano, parece que fue un aventure­
ro que sirvió, alternativamente, los intereses de Turquía, de España y de Francia.
22 M. al-Süsí, 1961, t. 20. p. 202.
124 M arruecos: Islam y nacionalismo

Amháush, sus hijos al-Makkí y al-Murtadá, sus discípulos Ibn al-Tay-


yibí y Muhand U al-Hách que dirigen sucesivamente la lucha en el
Medio Atlas de 1919 a 1934, o también a Hassü U Basalám, jefe de
la resistencia en Bu Gafer en febrero y marzo de 1933. Estos recha­
zan el compromiso; derrotados, se retiran hasta ser rodeados en los
reductos montañosos o desérticos, y sometidos a un diluvio de fue­
go. ¿Cómo describir este encarnizamiento acompañado de una pro­
funda soledad?
Recordemos que a lo largo del siglo xix se esboza un movimien­
to popular que predica la guerra a ultranza, movimiento que el clero
y los miembros del Majzén desacreditaron porque iba acompañado
de una invocación de lo sobrenatural y de una fe milenarista. Hay
descripciones de al-Hiba y de su hermano Murabbih Rabbuh en las
que ruegan a los ángeles que ayuden a los combatientes, el 6 de sep­
tiembre de 1912, víspera de la batalla de Bu Otman; hay quien cita­
ba, durante la batalla del 26 de junio de 1922, el kerkur de Tafesa-
set, roca al pie de la cual debía detenerse el avance colonial so pena
de cataclismo cósmico 23. Es una creencia natural, viniendo de cheri-
fes y teólogos al frente de las masas, en gran parte incultas, pero es
una actitud que la élite de las ciudades no podía considerar más
que peligrosa, porque era arcaica y poco realista. Abü Chu‘aib al-
Dukkálí, uno de los pioneros del movimiento reformista, reproduce
la actitud negativa ante este tipo de resistencia, al afirmar, a propósi­
to de la acción de al-Hiba:

Efectivamente, soy contrario a los resistentes que proporcionan pre­


textos a los europeos para ocupar los territorios de los musulmanes como
Bu ‘Amáma, Bu Hmara, los jefes de la Chauia, los Beni Mtir y muchos
más cuyo número es incontable, tanto en Oriente como en Occidente 24.

A las dos fases de la política colonial, a los dos tipos de resisten­


cia, corresponden dos grupos muy distintos de líderes. Concentre­
mos nuestra atención en la fase de la conquista y de la ocupación,

23 A. Guillaume, 1946, pp. 219-220; sobre al-Hiba ver infra.


24 Bu ‘Amáma combatió a los franceses en los alrededores de Figuig entre 1880 y 1885.
Bu Hmara se sublevó contra el sultán Muley ‘Abd al-Azíz, acusado de ser proeuropeo, y
dirigió una revuelta que duró desde 1902 a 1909. En la Chauia fue Muhammad Bu ‘Azzául
el que dirigió a los resistentes de 1907 a 1909 y entre los Beni Mtir fue ‘Aqqa Bu Bidmánl
el que se enfrentó con el ejército de invasión de 1911 a 1913.
L a resistencia a la penetración colonial 125

de la resistencia obstinada y dispersa, conducida por los caídes y


morabitos de mente milenarista, poco apreciados por la élite urbana.
Podemos deducir las siguientes características de esta fase: a) ruptu­
ra con la élite histórica, que sí es consciente de la relación real de
fuerzas entre el ejército colonial y los combatientes; b) espera de un
milagro para impedir la conquista; c) división y dispersión a causa
del exilio, el hambre y la desconfianza; d) negativa a aceptar lo que a
posteriori parecerá inevitable.
Estos rasgos la distinguen fundamentalmente de la resistencia de
la primera fase, de la guerra política conducida por un Estado cons­
tituido cuya lógica será recuperada por los nacionalistas. Por ello re­
sulta difícil saber si se puede considerar esta dispersa resistencia
como un protonacionalismo.
De hecho, fue tachada de arcaica e ineficaz y los líderes históri­
cos la abandonaron a su suerte. Sin embargo, inmediatamente des­
pués de su definitivo fracaso, fue recuperada por las necesidades de
la causa de manera selectiva. En efecto, los nacionalistas alababan
las hazañas logradas, retenían los nombres de aquellos jefes que pre­
firieron dar sus vidas antes que rendirse, olvidando, sin embargo, a
los que sobrevivieron, convertidos en caídes controlados por oficia­
les europeos, incluso habiendo, ellos también, opuesto una feroz re­
sistencia antes de someterse.
Esta resistencia sirvió, al menos en parte, de mito movilizador.
Las batallas de Taziqzaut, de Bu Gafer, los personajes de Muha U
Hammü, de al-Naggádí, etc., permitieron a los nacionalistas formu­
larse la embarazosa pregunta: ¿se puede considerar rendición aque­
lla que se obtiene por una fuerza aplastante? Los generales colonia­
les que hablaban de penetración pacífica, cuando la conquista se
realizaba con facilidad, volvieron, a partir de 1926, a las tesis de Bu-
geaud que predicaba la destrucción del adversario y que afirmaba
que en el Magreb se necesitaba igual número de soldados para man­
tenerse en él que para conquistarlo 25.
Es tanto como decir que la «conquista de las almas» nunca se dio.

25 G. Spillman cuenta que Lyautey decía a finales de 1924: «Algunos se atreven incluso a
sostener, aparentemente, que una cabila no está verdaderamente sometida hasta que se la
deja maltrecha de manera sangrienta», Souvenirs d ’u n colonialiste, 1986, p. 60. En cuanto a
la actitud española, siempre tuvo un tufillo de cruzada, mezcla de odio y de miedo. En Tri-
politanía, Volpi hablaba en 1921 de una política de sangre.
126 M arruecos: Islam y nacionalismo

A hm ad a l -H iba

Existen numerosas obras sobre al-Hiba, aunque contradictorias.


Los escritos franceses lo presentan como un pseudosanto taumaturgo
que partió del Sáhara, a la cabeza de una horda de «hombres azules»
famélicos, para conquistar las ricas ciudades del norte. Se habla inclu­
so de una nueva aventura almorávide que hubiese tomado un mal ses­
go. Nos atrvemos a firmar que si al-Hiba se hubiera decidido, como
muchos otros, a jugar la carta del colonizador, el tono y el contenido
de estos escritos hubieran sido bastante diferentes. Los relatos en ára­
be, que emanan de los alfaquíes, instruidos en la tradición ciudadana
malikf, que reflejan el espíritu de la era del Protectorado, no son me­
nos críticos. Sin embargo, lo que indican estos textos, directa o indi­
rectamente, es la extraordinaria popularidad de al-Hiba, la inmensa es­
peranza que su llamada suscitó en las masas desheredadas.
El verdadero nombre de nuestro personaje es Ahmad Hibat Allah
(don de dios). Él lo acortó en al-Hiba, que significa respeto mezclado
con temor, reverencia cargada de miedo, prestigio que impone, etc...
¡Significativa elección! Nacido durante un mes de ramadán del año
1293 (marzo de 1876), era uno de los innumerables hijos del cheij Má
al-‘Ainin de Chenguit. Aunque no tenía talento militar alguno, había
heredado la ciencia religiosa y la autoridad moral de su padre.
Chenguit, a finales del siglo xix, se había convertido en la man­
zana de la discordia entre Marruecos y Lrancia que se había asen­
tado en Senegal y llevaba mucho tiempo en contacto con los emi­
res de los trarza y de los brakna. El sultán consideraba que este
territorio formaba parte integrante de sus estados, mientras que
Francia sostenía que era blad siba y que no dependía de nadie. El
cheij Má-al-‘Ainm tomó partido por el sultán. Acompañado de sus
hijos, en particular del joven Ahmad, pasaba frecuentemente tem­
poradas en Fez y Marraquech donde era bien recibido en los am­
bientes del Majzén y por la población. Mantenía, pues, al sultán al
corriente de la situación, y éste le prodigaba ánimos y ayuda mate­
rial; poco a poco llegó a considerarse como el virrey de todo el sur
sahariano.
En 1905 las autoridades francesas de Senegal recurrieron a Xa­
vier Coppolani, establecido en Argelia y especialista en el movimien­
to de los morabitos, teórico de la «penetración pacífica» que más
L a resistencia a la penetración colonial 127

tarde ilustraría el general Lyautey, encargándole que estableciera el


diálogo con los jefes de las cabilas y cofradías con vistas a inducirlos
a servir los intereses franceses. Fue entonces cuando Má al-‘Ainín y
sus hijos, afirmando con energía la soberanía del sultán sobre todo el
territorio, lanzaron un anatema sobre aquellos que se dejaran seducir
por los franceses. Transformó su zagüía en centro de reclutamiento y
sus telamid (discípulos) en soldados, alzando el estandarte de la resis­
tencia armada. Coppolani fue rodeado en abril de 1905 en Tidyikdya
donde cayó muerto. Francia tenía, pues, la prueba de que la conquis­
ta del Sáhara no se haría pacíficamente. Se comprende que haya con­
servado hacia la familia de Má al-Ainin un tenaz rencor.
Muley ‘Abd al-Aziz había enviado a su tío Muley Idrís para orga­
nizar la resistencia sobre el terreno. El principal desvelo del gobierno
francés fue entonces conseguir que lo retirase el sultán. Aprovechando
la crisis interna que estalló en Marruecos, al conocer los resultados de
la conferencia de Algeciras, incrementó sus presiones sobre el sobera­
no, lo planteó como una de las condiciones de la normalización de las
relaciones franco-marroquíes y, al final, obtuvo satisfacción. Esto expli­
ca que cuando Muley Hafid se sublevó contra su hermano, encabezan­
do el movimiento que rechazaba aceptar el acta de Algeciras, el cheij
Má al-Ainin se convirtió en uno de sus más ardientes partidarios. En­
tre tanto, en el Sáhara, una poderosa expedición dirigida por el
coronel Gouraud se encaminaba hacia el norte. Aunque sufrió un gra­
ve revés en al-Moinam, consiguió entrar el 9 de enero de 1909 en
Atar, bastión de las fuerzas de Má al-Ainin. Este se retiró entonces a
Sequia el Hamra, sobre la cual los franceses y españoles emitían igua­
les pretensiones y que, por esta razón, constituía una suerte de tierra
de nadie. Dejando al mando de la resistencia a Lagdaf, hábil jefe mili­
tar, Má al-Ainin y al-Hiba emprendieron camino hacia Marraquech
con la intención de solicitar una importante ayuda al nuevo sultán. So­
bre el terreno pudieron comprobar que Muley Hafid tenía que hacer
frente a una situación peor que la que tuvo que encarar su hermano
destronado. Ni siquiera pudieron verlo, pues las comunicaciones entre
Fez y Marraquech resultaban aventuradas tras la ocupación de la
Chauia por las tropas francesas. El nuevo sultán les hizo, no obstante,
saber que les convenía abandonar el Sáhara, por el momento, y esta­
blecerse en Tiznit. Fue en esta ciudad donde murió el cheij en octubre
de 1910.
128 Marruecos: Islam y nacionalismo

Ahmad al-Hiba, que había acompañado a su padre en todos los


desplazamientos, que había adquirido renombre y prestigio en los
medios de los ulemas, que había asistido a todos los compromisos
en el Sáhara, asumió, sin dificultades, la dirección de la zagüía ‘a i-
niyya. Heredero de la notoriedad de su padre, rodeado de una fa­
milia numerosa, muy pronto consiguió todas las adhesiones al pre­
sentarse como el defensor intransigente de la soberanía y de la
independencia del sultán. Entre tanto, las tropas francesas conti­
nuaban sitiando el norte del país, confinando a Muley Hafíd en
Fez, obligado a hacer una concesión tras otra. El sur, separado del
resto del país, estaba bajo la autoridad de los grandes caídes, tales
como Glaoui, Mtuggi, Gundafi, Gueluli, Hida U Muais, etc., que
habían sido los pilares del régimen, pero que a partir de 1911 ha­
bían vuelto a sus dominios. Abandonados a sí mismos, no sabían
qué camino seguir: ¿tomar la delantera y someterse ya a Francia?
¿unirse a los jefes del yihad y participar en la resistencia? ¿observar
una sutil política de espera? En tal situación, no tenían razón algu­
na para enemistarse con al-Hiba y oponerse a sus designios. Este,
instalado en una región alejada del centro del país donde estaciona­
ban las tropas francesas, al abrigo, pues, de un ataque por sorpresa,
podía desarrollar a sus anchas su propaganda antifrancesa, viendo
cómo acudían a él todos los que querían impedir que Marruecos, el
sultán y el Islam cayesen bajo la dominación de los infieles.
En mayo de 1912, un año después de la entrada de las tropas
del general Moinier en Fez, dos meses después de la firma del trata­
do del Protectorado, los soldados del Majzén se sublevaron llevan­
do a cabo una matanza contra sus oficiales franceses. Fez fue sitiada
por tercera vez en dos años. Corrieron rumores de que habían mata­
do al sultán en el transcurso de un enfrentamiento. El país ya no te­
nía imán, situación inaceptable. Al-Hiba, que se venía preparando
desde hacía tiempo a esta eventualidad, adoptó el 3 de mayo de
1912 el título de Imam al-muyáhidin (jefe de los resistentes), primer
paso hacia el de Imam al-m ü’m inín (jefe de la comunidad musulma­
na). Esta decisión, tomada en las condiciones señaladas, no presenta­
ba ninguna irregularidad, desde el punto de vista jurídico. Al-Hiba
tenía, ciertamente, cualificaciones religiosas para ser un imán. Pero
no poseía ni las cualidades políticas ni la experiencia militar que son
las únicas que legitiman un imanato. Pero estas carencias no eran
L a resistencia a la penetración colonial 129

evidentes al principio; se revelarían más adelante. Se le podía pues


conceder de buena fe el beneficio de la duda. En efecto, en situa­
ciones normales nunca hubiese dado ese paso, pero ante un país
ocupado, dividido, privado de su rey legítimo, muerto o hecho
prisionero, según los rumores que corrían, ¿se podía considerar
aquello una situación normal? Esto explicaría que la proclamación
de al-Hiba, que más tarde se consideró increíble, no hubiese susci­
tado en el momento sorpresa alguna. Incluso se podría afirmar
que era esperada.
La proclamación de al-Hiba amenazaba con atestar un severo
golpe a la política de Lyautey, que no tenía los medios ni la auto­
rización para intervenir directamente en el sur. Bajo su instigación,
los caídes Glaui y Mtuggi habían organizado, coligados contra al-
Hiba, algunos meses antes, una expedición que había terminado
mal. Apoyado oficialmente por el poderoso caíd de los haha, Gue-
luli, el imán, reveló sus profundos designios y empezó a dirigir la
oración comunitaria de los viernes con el ceremonial del sultán.
También envió misivas a todos los jefes de las cabilas pidiéndoles
ayuda y apoyo.
No tardó en aparecer claramente el sentido profundo del mo­
vimiento. En cuanto se tuvo noticia de su llamamiento, las comu­
nidades rurales se apresuraron a expulsar a los caídes y cheijs
nombrados por Glaui y Mtuggi, a destruir sus casas, símbolo de
su administración tiránica y a restablecer la yam á‘a (autoridad co­
legiada). Todos los impuestos, salvo el diezmo (‘u chr) y la limos­
na legal (zakdt), fueron declarados ilegales y abolidos. Asustados
ante un levantamiento de esas características, los grandes caídes
tomaron sus distancias respecto de las autoridades francesas.
Mtuggi e Idris Menú, bajá de Marraquech, entregaron armas y di­
nero a al-Hiba; Madani Glaui le envió emisarios. Las fuentes de
información francesas afirman que el propio Muley Hafid le es­
cribió para anunciarle la fecha de su abdicación, animándole im­
plícitamente a tomar la sucesión. Que hubiese expresado sus
simpatías hacia el hijo de Má al-‘Ainín, por el que sentía gran
admiración, parece probable; que le incitase a proclamarse sultán
es algo difícil de creer por la ausencia de pruebas irrefutables. La
insinuación, de todos modos, indica que había un interés por me­
dio: pretendía desacreditar a Muley Hafid y servir de pretexto
130 M arruecos: Islam y nacionalism o

para no cumplir con todas las promesas que los franceses le habían
hecho.
Dos meses después de haber levantado el estandarte del yihád
en Tiznit, al-Hiba se había convertido en el hombre más popular
del sur de Marruecos. Ninguna fuerza le discutía su preeminencia.
El 13 de agosto de 1912 se hizo pública la abdicación de Muley
Hafid, mientras se esperaba la proclamación de Muley Yüsuf. Hu­
bo pues de hecho un interregno que animó a al-Hiba a tomar
abiertamente el título sultaní. Rodeado de los miembros de su nu­
merosa familia, de sus partidarios, reforzados por contingentes lle­
gados de todas las regiones del sur, se presentó a las puertas de
Marraquech. El 18 de agosto, tras una solemne entrada, fue procla­
mado sultán en la mezquita principal y reconocido por las autori­
dades locales.
La población europea de la ciudad había sido evacuada el 12 de
agosto, pero el cónsul francés, representante personal del general
Lyautey, así como siete europeos, se retrasaron, creyendo que la ciu­
dad resistiría hasta la llegada de las tropas francesas establecidas en
Sjur. De hecho, Lyautey tenía la orden estricta de no intervenir. Se
contentó con reforzar el ejército de Mangin que ya constaba de
25.000 hombres, mantener el contacto con los grandes caídes y se­
guir la situación de cerca. Al igual que en 1908 Marruecos tenía dos
sultanes, uno del norte, otro del sur. Con los nueve rehenes que al-
Hiba tenía en su poder estaba momentáneamente cubierto de un
ataque por sorpresa. Se aprovechó de esta tregua para enviar emisa­
rios al Tadla y entrar en contacto con los jefes de la resistencia en el
norte, con vistas a organizar ataques simultáneos contra las fuerzas
de ocupación. Lyautey tuvo en aquel momento la impresión de que
toda su política se desvanecía. Sus temores se acentuaron al saber
que su servicio de información se había apoderado de unos docu­
mentos que podían sugerir que unos agentes del movimiento panis-
lámico preparaban una revuelta para el final de ramadán, que coin­
cidía aquel año con el 12 de septiembre. Sin embargo al-Hiba
anunciaba a los habitantes de Marraquech que la gran batalla contra
los franceses tendría lugar el 27 de ramadán o el 1 de chual.
Al-Hiba representaba para los franceses un peligro esencialmen­
te político. Si permanecía demasiado tiempo en Marraquech, se con­
vertiría, obligatoriamente, en un punto de unión para todos los opo­
L a resistencia a la penetración colonial 131

nentes. El tratado del Protectorado corría el riesgo de despojarse de


su contenido. Alemania podía incluso estar tentada de volver a plan­
tear la cuestión marroquí, aunque sólo fuese para obtener ventajas
suplementarias. Esto explicaría el extremo nerviosismo de Lyautey,
pues, desde el punto de vista estrictamente militar, el movimiento
no era muy peligroso. Ni al-Eliba ni su hermano, Murabih Rabbuh,
a quien había confiado el mando de sus tropas, eran guerreros. En­
tre los 10.000 hombres que entraron en Marraquech el 18 de agosto,
prácticamente no había soldados profesionales. Muchos de ellos sa­
bían, por supuesto, disparar, pero a la manera de los nómadas y los
montañeses, habituados a las emboscadas y asaltos. Nunca habían
visto actuar un ejército moderno. El verdadero fracaso de al-Hiba
no fue tanto la derrota militar, que intentaba postergar al máximo,
como el revés político.
A la vez que predicaba el yihád contra los ocupantes, al-Eliba
exigía en el plano interno la aplicación estricta de las prescripciones
coránicas. Adoptó medidas extremas, tales como la abolición de los
muküs (derechos de mercado), el cambio forzado de piezas desmo­
netizadas, el matrimonio obligatorio con dote simbólica, etc. Si tales
medidas llegaron a considerarse normales en algunas pequeñas co­
munidades nómadas, en una gran ciudad como Marraquech tuvie­
ron el efecto de una auténtica revolución. La élite ciudadana se vol­
vió en contra del nuevo poder. Viendo su prestigio declinar
rápidamente, al-Eliba creyó poder restablecerlo volviendo a colocar
en el orden del día el yihád, que era lo que sus enemigos estaban es­
perando con impaciencia. Envió a su primo, Lagdaf ben Misbah
para interceptar una columna que volvía de un reconocimiento en
la región de Dukkala. Alertado a tiempo, Mangin pudo sorprender
en el-Uham, el jueves 22 de agosto, a la tropa de Lagdaf. Dispersada
sin dificultad, ésta se pudo reagrupar con rapidez y atacar el 24 del
mismo mes a los franceses, infligiéndoles notables pérdidas. Mangin
decidió entonces pasar a la ofensiva el 29 de agosto. El encuentro
tuvo lugar cerca de Ben Guerir. Incapaces de sostener el fuego del
armamento pesado, los partidarios de al-Hiba huyeron a la desban­
dada hacia Marraquech, perseguidos por la caballería, mientras que
Mangin volvía con el grueso de sus tropas al borde del Um-er-Rebia.
Consciente del error cometido, al-Hiba intentó contemporizar.
Hizo saber que había que esperar al final de ramadán para reem­
132 M arruecos: Islam y nacionalism o

prender la lucha. Lyautey, creyendo ver así confirmado el complot


panislámico, dio rienda suelta a Mangin para avanzar hasta Sidi Bu
Otman. Al-Hiba se encontraba entre la espada y la pared. Ordenó a
Murabih Rabbuh que se preparase para la batalla. Los partidarios
salieron con gran entusiasmo pero en un desorden indescriptible.
Avanzaron ante las tropas francesas confiando en una salida milagro­
sa. Al alba del 24 de ramadán (6 de septiembre) comenzó lo que fue
más una matanza que una batalla: en dos horas los 2.000 hombres
de al-Hiba fueron aniquilados.
En cuanto se conoció el desenlace del encuentro, los jefes del
movimiento se reunieron, optando por continuar la lucha. Sin em­
bargo, llegada la noche, al-Hiba decidió bruscamente abandonar la
ciudad donde a la mañana siguiente entró la avanzada de las tropas
francesas. Los rehenes fueron liberados. Madani Glaui fue nombra­
do bajá y Muley Yüsuf proclamado sultán de Marruecos.
La toma de Marraquech no significaba sin embargo que había
sonado la hora para al-Hiba. Al regresar a Tiznit, encontró que man­
tenía su popularidad en el Sus. Siguió invocando el yihád y rechazó
todas las ofertas tentadoras que se le hacían. Lyautey, al que el go­
bierno francés invitaba a observar la mayor prudencia, aplicó la teo­
ría del frente pasivo, contando más que nunca con la política de los
grandes caídes y concediendo importancia ora a unos, ora a otros.
Gundafi, que se había mantenido prudentemente a distancia de Ma­
rraquech durante los acontecimientos que acabamos de relatar, se­
guía en contacto con al-Hiba, transmitiéndole las proposiciones de
la residencia. Thami Glaui, por su parte, no participaba en los tratos.
Para no ceder el protagonismo a los demás, ocupó por sorpresa Ta-
rudant, en el momento en que una pequeña guarnición francesa ha­
bía desembarcado en Agadir. Al ver el cariz de los acontecimientos
al-Hiba abandonó Tiznit y se estableció en Kerdus.
Al principio de la I Guerra Mundial, la principal preocupación
del gobierno francés era consolidar el terreno conquistado. El frente
se mantuvo pasivo hasta 1916 en que la situación empezó a cambiar.
En agosto de aquel año, los españoles se establecían en Tarfaya, en­
tablando relaciones amistosas con Lagdaf, hermano de al-Hiba. En
noviembre llegaba a la zona un antiguo cónsul alemán en Fez, acom­
pañado por un oficial turco que buscaba manifiestamente el contac­
to con los Má al-Ainín. Los franceses creyeron que era inminente
L a resistencia a la penetración colonial 133

un nuevo estallido del yihád Fue el origen de lo que más tarde se


llamó la harca del general de Lamothe en la que participaron, con
sus hombres, Glaui y Gundafi. Salió el 17 de febrero de 1917 de
Marraquech y llegó a Tiznit el 16 de marzo, disponiéndose a ata­
car Uiyan, la nueva residencia de los partidarios de al-Hiba. Al ir­
se acercando, los asaltantes encontraron un muro de seis kilóme­
tros tan bien construido —dijo el coronel Justinard, encargado del
servicio de información— que los oficiales ingenieros franceses,
dedujeron, sin razón, la presencia de una mano europea. Enfrenta­
dos a una resistencia inesperada, los jefes de la expedición se re­
signaron a dar media vuelta. Pero la retirada se transformó rápi­
damente en desbandada y los hombres de El Glaui quedaron
maltrechos. Los poetas del Sus cantaron durante mucho tiempo la
aplastante victoria contra los franceses y sus aliados. La responsa­
bilidad de los asuntos militares se confió a partir de entonces a
Murabih Rabbuh. Ahmad al-Etiba, desde su regreso de Marra­
quech, ya no se ocupaba más que de la dirección espiritual. Murió
en Kerdus el 23 de junio de 1919, pasando la antorcha de la resis­
tencia a su hermano. El Anti-Atlas mantuvo su autonomía hasta
1934.
Desde 1844 el pueblo marroquí sabía que españoles y france­
ses codiciaban el territorio, ¿cómo reaccionar? De tres maneras di­
ferentes:
—• En primer lugar, desde el Estado constituido.
— A continuación, desde las cofradías.
— Por último, desde la yam á‘a (consejo local).
Si no se distinguen estos tres niveles, se corre el riesgo de in­
terpretar mal los hechos. Hay que relacionar el movimiento de al-
Hiba, sobre todo, con la acción de las cofradías. Esto explica que
su política fuera estrictamente religiosa, que ignorase las necesida­
des del Estado, los intereses de la élite ciudadana e incluso las
costumbres locales. También se comprende por qué suscitó tanta
animosidad. La actuación de al-Hiba tuvo una gran repercusión
porque afectaba a la segunda capital del país y tenía por base una
región resguardada de las intervenciones coloniales; pero la de
otros dirigentes del yihád’ que tuvo menos eco (Ameziane en el
Rif, Bu ‘Azzaui en la Chauia y Amhauch en el Medio Atlas) obe­
decía a la misma inspiración.
134 M arruecos: Islam y nacionalism o

Sin embargo la resistencia de al-Hiba y de sus numerosos segui­


dores, aunque duró hasta 1934, acabó en fracaso. Algunos dirían, de
buen grado, que estaba de todos modos condenada a fracasar. ¿Por
qué?
Recordemos, en primer lugar, que desde 1912 esta resistencia se
desarrollaba jurídicamente al margen de la autoridad del sultán y
que prácticamente no recibía ayuda de las poblaciones de las ciuda­
des ni de las del llano. Sus bases, las regiones montañosas y desérti­
cas, consideradas improductivas, estaban aisladas y separadas entre
sí; la vida en ellas se había hecho precaria y las comunicaciones difí­
ciles.
Contrariamente a lo que se ha podido afirmar, las relaciones de
fuerza nunca estuvieron a favor de los resistentes; los hombres en
edad de luchar no eran numerosos y, por otra parte, no podían
abandonar sus ocupaciones más que durante cortos períodos. El
Anti-Atlas a diferencia de las demás regiones montañosas, cuentan
que estaba superpoblado. Puede ser; pero en la batalla de Bu Ot-
man, los hombres armados de Murabih Rabbuh, no sobrepasaban
los 5.000, que es la cifra oficial del ejército de Mangin. Más tarde el
desequilibrio numérico siguió acentuándose.
Ahmad al-Hiba se inició en la acción junto a su padre en el
Adrar en 1904, cuando los franceses emprendieron la conquista de
lo que ellos consideraban blad siba. Perseguido por las tropas de
Gouraud, ambos se retiraron al interior de Sequia el Hamra antes
de establecerse, instados por Muley Hafíd, en Tiznit. Hasta esta fe­
cha, al-Hiba, al igual que su padre, actuaba como leal servidor del
sultán. Luego vino la ocupación de Fez, el tratado del Protectora­
do, la abdicación del imán legítimo. Consideró, pues, que estaba li­
berado de su juramento de fidelidad. Se proclamó jefe de los resis­
tentes en Tiznit, más tarde, en Marraquech, Imán de los Creyentes
y sultán. Frenado en su ímpetu por el ejército francés, volvió a Tiz­
nit y luego regresó a Kerdus. Se mantuvo fiel a una sola idea. Lo
que nunca previo fue rendirse. Quizá sea esto lo que no le perdo­
nan los paladines de la colonización.
Existe, sin embargo, otro aspecto de la actuación de al-Hiba,
que explica, en gran medida, la actitud ambivalente de muchas per­
sonas ante él. Al-Hiba pertenece a ese movimiento milenarista que
predicó a lo largo del siglo xix la guerra a ultranza contra los extran­
L a resistencia a la penetración colonial 135

jeros, sin tener en cuenta el precio que se pagaba por ello. Ulemas y
miembros del Majzén fomentaron, al principio, este movimiento, su­
poniendo que podrían controlarlo siempre. Pero, a medida que se
popularizaba recurría cada vez más a lo sobrenatural, cayendo en la
herejía, a la vez que alimentaba peligrosas ilusiones. Cuentan que
antes de su proclamación como jefe del yihád\ al-Hiba dejaba cundir
el rumor de que hacía milagros y que podría fácilmente inutilizar el
efecto de los cañones de los invasores. Tal comportamiento, total­
mente inesperado de un jefe de zagüía, por si fuera poco cherif o
pretendiendo serlo, era juzgado por lo ulemas, si no inaudito al me­
nos altamente peligroso. ¿No podría acaso dar lugar, en efecto, a la
incredulidad de las masas incultas en el caso probable de que no
diese los resultados esperados?
La resistencia de al-Hiba y de sus seguidores, aislada de la élite
ciudadana que, si conocía la verdadera relación de fuerzas entre los
marroquíes y sus enemigos, esperaba pues un milagro para conjurar
la conquista. Rechazaba obstinadamente lo que más tarde sería ine­
ludible. Esta resistencia, continuada desde 1919 hasta 1934 sucesi­
vamente por los otros dos hijos de Má al-‘Ainin, Murabih Rabbuh y
Ni‘mat, fue ignorada y abandonada a su suerte. Los numerosos poe­
mas que inspiró, revelados más tarde por Mujtár al-Süsi, no sobrepa­
saron entonces los límites del Anti-Atlas. En cuanto acabó, sin em­
bargo, fue recuperada para las necesidades de la causa. Al lado de
otros, el nombre de al-Hiba se convirtió en un mito movilizador.

M u h a m m a d be n ‘A bd a l -K a r im y e l n a c io n a l ism o m a r r o q u í

¿Es legítimo hablar de la influencia de Muhammad ben ‘Abd al-


Karím (en adelante Abdelkrim) sobre el nacionalismo marroquí,
cuando su lucha forma parte lógicamente de este movimiento? Sí lo
es; si por nacionalismo marroquí entendemos un concepto restricti­
vo y esto es precisamente lo que encontramos en los escritores ex­
tranjeros e incluso en los líderes nacionalistas.
Generalmente se disocia siempre el período de la resistencia ar­
mada del de la lucha política y esta última se distingue también,
obligatoriamente, de la resistencia urbana posterior a 1953. Con ello
se define exactamente el nacionalismo ciudadano, caracterizado por
136 M arruecos: Islam y nacionalism o

unas concepciones, unos métodos de acción, unas reivindicaciones


muy particulares. En cambio, la perspectiva cambia, radicalmente, si
por nacionalismo se entiende el conjunto de reacciones ante la pre­
sión extranjera, de una variedad que abarca desde lo biológico a lo
legal, y, en este caso, la epopeya de Abdelkrim ya no podría tener
influencia, en el sentido mecánico, ajeno al término, sino que se si­
túa en el área de la continuidad, del cambio cualitativo. Esta pers­
pectiva, sin embargo, no es la que han adoptado los nacionalistas
marroquíes, hasta la fecha 26.
En este marco, reducido y bien delimitado, empecemos por re­
producir la respuesta sencilla, popularizada desde hace varios años,
por publicistas, ideólogos, historiadores -—tanto marroquíes como
extranjeros— que relaciona directamente el nacimiento del naciona­
lismo político con la guerra del Rif. Se puede, ciertamente, justificar
este vínculo desde un plano estrictamente temporal. ¿Cómo inter­
pretar, pues, la coincidencia de fechas? 27
Para tener una idea exacta de lo que puede significar el hecho
de que los primeros grupos de nacionalistas de Tetuán, Fez y Rabat
empezasen a actuar en el momento en que acaba la guerra del Rif,
es preciso recordar que en el propio Marruecos, el periódico oficial
del Protectorado, al-Sa‘áda, que aparecía tres veces por semana en
árabe, dedicaba en cada uno de sus números, desde la primavera de
1925 al verano de 1926, algunos sueltos referentes a las operaciones
militares rifeñas, en los dos frentes, el español y el francés. A Ab­
delkrim se le distingue sistemáticamente con el título de Amir al-Rif.
Sin que pretendamos entender, actualmente, lo que este título evo­
caba en la mente del lector de entonces, podemos afirmar sin riesgo
de equivocarnos que no expresaba el sentido de jefe tribal (el chief-
tain inglés) que quizá los redactores de al-Sa ‘áda le atribuían. Incluso
cuando la guerra toma un giro desfavorable para Francia, sólo rara­

26 Al-‘Alam, editorial del 8 de febrero de 1973.


27 Ya planteé la cuestión en Histoire du Maghreb, 1970, p. 325, n°. 4. El hecho de vincular
la guerra del Rif a otros levantamientos de poblaciones campesinas y montañesas magrebíes,
en lugar de al movimiento nacionalista urbano, no implica por supuesto ningún juicio de va­
lor, contrariamente a lo que los lectores apresurados o mal intencionados quisieron interpre­
tar. Se puede, por supuesto, negar que hubiese un corte total entre los levantamientos rurales
y la oposición política ciudadana, pero no se debe considerar la coincidencia temporal como
indicio de auténtica influencia. Si hay influencia, habrá que mostrarla positivamente.
L a resistencia a la penetración colonial 137

mente encontramos el término de za’ir (rebelde) y casi nunca el de


R ogui28.
Los diarios y revistas de los países árabes y musulmanes —como
es de suponer— hablan de Abdelkrim con más frecuencia todavía y
en un tono enteramente laudatorio. En efecto, en el Boletín Oficial
de Marruecos encontramos indicios de lo que acabamos de mencio­
nar en forma de decretos de prohibición por parte de la autoridad
militar. Esto ocurrió con Ifriqiya, editado en Túnez por Taufíq al-
Madaní, e incluso con un diario editado en árabe en Sao Paulo. En
el curso de un viaje a Londres en 1924, Muhammad Azarqán se en­
cuentra con Chakíb Arslan, y con un representante musulmán de la
Media Luna Roja en la India. Sabiendo la actividad periodística del
líder druso, podemos tener la certeza de que el problema del Rif no
podía pasar desapercibido. Y, de hecho, al-Manár publica dos artícu­
los en 1925 comparando a Abdelkrim con un héroe de un nuevo al-
Andalus29,
Citemos, entre otros diarios, al-Siasa al-Osbüía, al-Chúra de El
Cairo, Al-üaqt y el Iqdám de Estambul, y sólo estamos citando aque­
llos que algunos indicios permiten pensar que fueron leídos y co­
mentados en Marruecos.
Todo esto se recuerda para afirmar que si, en la misma época o
algo más tarde, unos grupos de Tetuán, Fez y Rabat, ciudades geo­
gráfica o políticamente próximas al acontecimiento, solían reunirse
para hablar del líder rifeño, cantar sus hazañas, y en algunos casos
popularizarlas, esto no es asombroso en sí; lo que es notable, por el
contrario, es que en Marruecos no se hubieran interesado más.
Este es el punto sobre el que me querría detener brevemente.
1. En 1971, el partido del Istiqlal, conmemora el aniversario de
la batalla de Annual. Invita a un diplomático marroquí, Muhammad
al-Jatíb, originario de Tetuán, a dar una conferencia sobre dicha ba­
talla.
El conferenciante empieza por revelar un hecho digno de desta­
car. En efecto, el diario aWAlam había publicado en septiembre la
traducción de un artículo aparecido el 28 de julio en el diario ale­

28 Sólo he encontrado un único número, 16 de abril de 1925, en el que el redactor de al-


Sa'áda lo comparaba con el Rogui, Bu-Hmara y al-Hiba,
29 Ai-Manar, vol, XXVI, n°. 2, 21 de junio de 1925, pp. 147-155.
138 M arruecos: Islam y nacionalismo

mán Die Welt con el título «El zarpazo del león». El conferenciante
comenta la noticia de este modo: «Me entristece que unos extranje­
ros sean los primeros en conmemorar una fecha que es una de las
más gloriosas de nuestra historia». Dejando de lado esta observa­
ción, la exposición precisa y detallada que el ponente hizo a su au­
ditorio sigue, sin embargo, situándose en el marco de la historia co­
lonial. Toda la batalla de Annual se enfoca desde el punto de vista
de los españoles, los vencidos; y en ningún instante, nos trasladamos
al campo de los rifeños.
Esto, por supuesto, no cambia en nada el desarrollo y las conse­
cuencias de la batalla. Pero desde el punto de vista que nos atañe, el
de la influencia de la guerra del Rif sobre el nacionalismo marroquí,
es digno de mencionar que incluso en 1971, si nosotros nos intere­
sábamos en ello es porque otros se habían interesado antes, y lo ha­
cíamos del mismo modo que ellos 30.
2. Cuando preguntamos a aquellos que cumplieron un papel
importante en el desarrollo del nacionalismo marroquí sobre la in­
fluencia que tuvo Abdelkrim en su evolución intelectual31, suelen
responder que siempre oyeron hablar de Abdelkrim como un héroe
legendario, que consiguió expulsar militarmente a los españoles de
un territorio ocupado por éstos o que se enfrentó —con muy pocos
medios— al mayor ejército «nunca visto en Berbería desde los tiem­
pos de los cartagineses» 32. El componente militar, sentimental, míti­
co, prevalece pues profundamente, sobre lo que podría ser un análi­
sis político objetivo y detallado de lo que constituyó la fuerza, y
eventualmente la flaqueza, de Abdelkrim.
Interesémonos por la persona que más ha escrito sobre este te­
ma, ‘Allai al-Fásí. Observemos primero que antes que él, es decir,
antes de 1974, antes de que la figura de Abdelkrim fuese recupera­
da, ocupando el primer plano de la escena política, no encontramos
prácticamente nada substancial sobre la epopeya rifeña, y esto se
aplica a las dos tendencias del nacionalismo marroquí. ¿Cuál es el
motivo? ¿Acaso el miedo a herir el amor propio de los españoles y
franceses mientras se pretendía una política de reformas graduales?
30 Al-Alam, 24 de septiembre y 5 de noviembre de 1971.
31 Entrevista ‘Allai al-Fàsî, Muhammad Ibrâhîm al-Kattânî,‘Abd al-Rahîm Bu'abîd.
32 La expresión se ha extraído de un comentario del Times, Londres, del 27 de mayo de
1926.
L a resistencia a la penetración colonial 139

¿La voluntad de no resucitar cuestiones embarazosas, de no resaltar


las ambigüedades en las posturas de unos y otros? Quizá se descu­
bran algún día documentos inéditos que permitan creer que Ab-
delkrim no fue olvidado durante el período que separa su rendición
de su estancia en El Cairo. En todo caso, ‘Allál al-Fásí es el primero
que ha tratado, con seriedad, la experiencia rifeña. Sin embargo, él
mismo reconoce que, llegado a El Cairo, había observado que todos
los líderes nacionalistas de Oriente Próximo, sirios e iraquíes sobre
todo, admitían públicamente su deuda —intelectual y política— con
Abdelkrim. ¿Sería entonces el ambiente el que impuso el liderazgo
de Abdelkrim incluso a un hombre como Burguiba? ¿Qué contiene
el libro clásico de ‘Allál al-Fásí, Los movimientos de independencia en
África del Norte, obra encargada al autor —recordémoslo— por Ah-
mad Amin, en nombre de la Liga Arabe?
1. Un breve resumen de la historia militar del Rif cuyo origen
parece ser el relato tradicional de los libros franceses.
2. Un breve análisis, puramente formal, de la «Constitución»
rifeña. El autor recoge, por ejemplo, que en ella no se separaba cla­
ramente lo legislativo de lo ejecutivo.
3. Una justificación extremadamente sutil de la decisión de
Abdelkrim de fundar una República Rifeña.
‘Allál al-Fásí opina que Abdelkrim quiso evitar el error de al-Hi-
ba, quien comenzó por luchar contra los franceses en nombre del
sultán, como súbdito leal, y luego acabó por proclamarse a sí mismo
sultán 33.
Abdelkrim no podía hablar ni tomar decisiones en nombre del
sultán. Prefirió, dadas las circunstancias, constituir una república,
asumir la responsabilidad de sus actos, hasta el día en que Marrue­
cos fuese liberado y él hubiese devuelto el poder a su legítimo pro­
pietario 34. Se trata pues de una mezcla sutil entre una concepción
«administrativa», de corte moderno, de la palabra república y la
concepción, ya conocida, de emirato.
¿Qué podemos concluir de estas observaciones? Es más que
probable que durante el período 1926-1947, el grupo que dirigía el
33 Ver capítulo anterior.
34 En esta perspectiva, la república siempre es un expediente, una organización legal
provisional pero nunca legítima. Algunas ciudades, en Marruecos y en al-Andalus, conocie­
ron regímenes parecidos durante los períodos turbulentos.
140 M arruecos: Islam y nacionalismo

movimiento nacionalista marroquí no hubiese mostrado ningún


auténtico interés político hacia la experiencia rifeña. ¿Cómo se ex­
plicarían, si no, las extrañas imprecisiones que se observan en la
obra del más prestigioso de ellos?
Lo que sí es evidente, en la manera misma en que esta expe­
riencia rifeña se presenta, es su lectura según una doble escala de
valores: una estructural, representada por el nacionalismo marro­
quí, el movimiento salafí, visible a través del ingenio jurídico de
‘Allal al-Fásí, y otra formal, la del movimiento liberal democrático
que se percibe en este contexto como constitucionalismo forma­
lista.
La experiencia rifeña no enriquece al nacionalismo, no se aña­
de a él, es más bien éste el que la recupera, la amolda, para adap­
tarla a sus propios supuestos.
Desarrollemos, pues, este último punto.
En esta etapa del análisis, recurriremos a un comentario de la
revista al-Manár de El Cairo a propósito de una declaración hecha
por Abdelkrim, tras su rendición, a un periodista occidental, pu­
blicada por otro diario cairota, al-Chüra. Más adelante explicare­
mos por qué utilizamos este comentario.
En el número fechado el 5 de noviembre de 1926, al-Manar ti­
tula el artículo «La ignorancia de los dirigentes musulmanes» que
va acompañado del subtítulo siguiente: «y las acciones condena­
bles de las cofradías y los cherifes, motivo de la derrota del líder ri-
feño». En el título mismo aparece una ambigüedad puesto que no
se precisa cuál es la causa principal del fracaso.
Veamos primero qué dice Abdelkrim en su declaración. Insis­
te en dos ideas: la de la independencia real del Rif, sin condicio­
nes ni compromisos, y la de la unión nacional de los rifeños que
había que crear y reforzar. He aquí el texto sobre el que se apoya,
según todas las probabilidades, ’Allal al-Fásí, cuando da su inter­
pretación del término república rifeña:

Llamamos a nuestro país —dice Abdelkrim— República Rifeña, a


partir de 1923, e hicimos imprimir, en Fez, con este fin, unos docu­
mentos con membrete oficial sobre los cuales figuraba la palabra repú­
blica para expresar el hecho de que éramos un estado compuesto de
cabilas independientes federadas y no un estado representativo con un
parlamento elegido. La palabra républica no adquiriría, en nuestro áni­
L a resistencia a la penetración colon ial 141

mo, su sentido verdadero más que transcurrido cierto tiempo, puesto


que todos los pueblos cuando se constituyen necesitan un gobierno deci­
dido, una autoridad fuerte y una organización nacional vigorosa.

Luego añade: «... Pero no me entendieron los que creyeron que,


tras la victoria, yo daría la autonomía a las cabilas; esto hubiera su­
puesto la vuelta a la anarquía y a la barbarie».

Una causa de mi derrota fue el fanatismo religioso 35 (...) Reconozco


que tuve que utilizar, yo también, el sentimiento religioso en ciertos mo­
mentos (cuando los españoles tomaron Axdir, por ejemplo) pero el ver­
dadero Islam es ajeno al fanatismo y según lo que puedo afirmar no tiene
nada que ver con lo que practican los argelinos y los marroquíes.

Luego Abdelkrim se lanza a una violenta diatriba contra el che-


rifismo y el morabitismo que asimila a un pecado de chirk (antropo-
latría), concluyendo: «Esa gente no participó en la lucha porque de­
cía que el combate por la patria no les interesaba, su papel se
limitaba a la defensa de la fe. Hice todo lo posible por desembarazar
a mi patria de su influencia que constituye un obstáculo para la vía
de la libertad y de la independencia».
Hasta aquí la redacción de al-Mandr, portavoz del movimiento
salafí, no podía encontrar gran cosa que reprochar, en cuanto al fon­
do, al menos. Pero Abdelkrim no se detenía ahí. Y he aquí lo que la
redacción no podía pasar por alto sin protestar:

He admirado la política seguida por Turquía... Los países musulma­


nes no pueden hacerse independientes sin liberarse primero del fanatis­
mo y seguir la huella de los pueblos europeos. Pero los rifeños no me
comprendieron. Los ch eijs se me opusieron porque vestí traje de oficial.
Cualquier país en que estos ch eijs religiosos tengan alguna influencia no
puede avanzar más que lentamente sin recurrir a la fuerza y a la violen­
cia. Debo precisar que no he encontrado en el Rif ningún estímulo para
realizar mis proyectos de reformas, sólo algunos grupúsculos en Fez y Ar­
gelia me han comprendido y apoyado porque estaban al corriente de lo
que ocurría en el extranjero. En una palabra, yo he llegado demasiado
pronto, pero estoy convencido de que mis esperanzas se realizarán, tarde

35 En el término árabe de ta'assub, que sirve para transmitir la noción de fanatismo, el


elemento negativo no es el extremismo ideológico o la inestabilidad psicológica, sino la divi­
sión política de la comunidad en grupos opuestos comprometidos en lealtades contradicto­
rias.
142 M arruecos: Islam y nacionalism o

o temprano, porque lo impondrán las circunstancias y el curso de los


acontecimientos.

Veamos ahora el comentario de al-Manár. Podemos distinguir


cuatro puntos:
1. El líder rifeño reconoce implícitamente que no ha sabido
dirigir a su pueblo 36.
Supo aprovecharse de las técnicas militares que aprendió con
los españoles y aumentar así su poder ofensivo, pero al mismo tiem­
po se dejó fascinar por los aspectos de la civilización europea que
debilitaron la fuerza espiritual de los rifeños que derivaba de su co­
hesión comunitaria. Y vemos, una vez más, intervenir la terrible dia­
léctica que ha permitido a los pensadores salafíes desacreditar cual­
quier tentativa reformista en los países del Islam.
2. El líder rifeño quiso sustituir rápidamente los vínculos co­
munitarios religiosos por un sentimiento político nacionalista (Ha-
mia Uatania), pero no comprendió que los turcos se habían prepara­
do para esta reforma laicizante durante un siglo. Esta observación
nos revela, una vez más, el carácter fundamentalmente oportunista
del pensamiento salafí,que no resuelve nunca los problemas a fondo,
con la ineludible consecuencia de que su posición misma provoca
que cualquier profunda reforma social resulte inoportuna.
3. Lo que Abdelkrim denomina fanatismo religioso, que se ha
de reprimir con fuerza, en realidad no es más que la ignorancia que
sólo se puede combatir efectivamente a través de la instrucción. Se
trata pues de un problema cuya solución hay que postergar para
más adelante.
En esta perspectiva, Abdelkrim habría podido presentar su lu­
cha como una lucha en nombre de Dios (ganando para sí a los jefes
de las cofradías o desacreditándolos) puesto que era lícita. Pero de­
bido a su incapacidad de encontrar las justificaciones legales en los
libros adecuados 37, creyó tener que recurrir al nacionalismo políti­

36 Aquí se observa una constancia del pensamiento y de la práctica política de los sala-
fíes y con anterioridad a ellos, de los alfaquíes en general. Siempre prefieren recurrir a las
minorías activas en lugar de a las masas. La violencia que condenan es el desorden del vulgo,
aconsejando siempre influir sobre los jefes o, a lo sumo, sustituirlos para cambiar situaciones
condenables.
37 Crítica puramente gratuita, puesto que Abdelkrim parece haber sido un alfaquí con
una categoría totalmente honorable.
L a resistencia a la penetración colonial 143

co, dejando de lado incluso la posibilidad de lograr una síntesis de los


dos sentimientos a la vez.
4. Abdelkrim desvela su gran ignorancia al no ver el error come­
tido por los turcos, que, por su nueva política nacionalista, dilapidaron
un vasto imperio a cambio de un pequeño estado nacional sitiado por
todas partes. Creían que Europa iba a tratarlos equitativamente, que
no se opondría a ellos más que por tener una política musulmana y he
aquí que todos sus cálculos resultaron equivocados. ¿Hay alguien que
no vea que al-Mandr está esbozando, a través de estas observaciones
críticas, el retrato del verdadero líder reformista absoluto?
Tengo la firme convicción, fundamentada en indicios positivos38,
de que los principales líderes del movimiento nacionalista de los años
treinta, ’Allál al-Fásí, Muhammad Gází, Muhammad al-Yázidi, se basa­
ron en este artículo de al-Mandr para fundamentar su opinión sobre
Abdelkrim. ’Allál al-Fásí dijo un día, expresando el punto de vista de
los nacionalistas de su generación: «¡Y pensar que, durante cinco años,
Abdelkrim no fundó ni una sola escuela!...» 39. Observación digna de
expresarse y de ser meditada, indiscutiblemente. ¿Pero acaso Abdelk­
rim no les habría replicado lo siguiente: «Sí, pero vosotros, nacionalis­
tas de entreguerras, no habéis hecho más que eso, no habéis sido más
que maestros de escuela?».
Podemos pues concluir que el nacionalismo político ha retenido,
sobre todo de la política y de la experiencia rifeñas, el papel nefasto
de los jefes de las cofradías. Todos los líderes del nacionalismo marro­
quí recuerdan, en efecto, la repercusión que tuvo sobre la opinión pú­
blica la huida de ’Abd al-Rahmán al-Darqáuí, bajo la protección fran­
cesa. Mientras que antes se le recibía, cada año, con las muestras de
respeto y de consideración debidas a un hombre de fe, en cuanto hu­
yó ante los combatientes rifeños, al volver a su zagüía, encontró sole­
dad y desprecio. Hasta el extremo de que un hombre tan consagrado
a la causa de las cofradías como Ahmad Skirech se vio obligado a con­
signar en su relato sobre la guerra del Rif el papel negativo que de­
sempeñaron los darqáuí, los uazáni y algunos jamlíchi40.

38 Los artículos de Muhammad Gâzî, Muhammad el-Yazîdî delatan una lectura asidua
de al-Manar. El propio ‘Allai al-Fâsî me habló del artículo en cuestión.
39 En el transcurso de una conversación en noviembre de 1972.
40 Al-Dilal-UarifFf.Muharabatial-Ríf.
144 Marruecos: Islam y nacionalismo

Sin embargo, si de la cuestión rifeña los nacionalistas sólo han


retenido esto, ¿podemos hablar verdaderamente de influencia? No
olvidemos en efecto que Abdelkrim estuvo en Fez durante los pri­
meros años del reinado del sultán ‘Abd al-‘Azíz y que en los ambien­
tes de la Qarauiyín de entonces, la lucha contra las cofradías había
alcanzado ya un cierto vigor, desde la tentativa de Muhammad ben
‘Abd al-Kabír al Kattání de fundar una zagüía independiente; y fue
el propio Majzén el que condujo la lucha, con su táctica sigilosa y a
medias tintas.
Varias declaraciones de Abdelkrim inducen a pensar que siem­
pre se mantuvo fiel a esta ideología anti-cofradías que forma parte,
de hecho, de un salafismo marroquí con una larga historia tras de
s í41. Existen tres componentes principales que afloran en cada as­
pecto de la actividad de Abdelkrim: el componente propiamente ri-
feño (o tribal si se prefiere), el componente exterior europeo y el
componente salafí. Este último es el único que fue recuperado y
verdaderamente interiorizado por el nacionalismo político marroquí.
El componente de reestructuración política —quizá, incluso, de lai­
cización—, que se percibe en las declaraciones de intenciones de los
reformistas, no fue tomado de Abdelkrim, sino de algunos elemen­
tos de la izquierda francesa, algo más tarde, directamente y sólo a
medias. En cuanto al factor local, visible sobre todo en la política
militar, que quizá sea el que esté más cargado de anticipaciones so­
cio-políticas, se perdió por completo de vista, o quizá se dejó volun­
tariamente de lado.
Y así es como vuelve a aparecer en las relaciones que observa­
mos entre nacionalismo urbano y sublevación del Rif, la antigua dia­
léctica que nunca se ha conseguido dominar, entre centro y perife­
ria, entre forma majzení y fondo local, o más sencillamente, entre las
ciudades y el campo. El primero no toma del segundo más que lo
que éste le haya dado antes, precisamente porque se reconoce en él
con facilidad. En ningún momento lo descubre; en ningún momento
lo escuchará.

41 El Majzén alauí siempre tuvo una actitud hostil hacia las cofradías de matiz político.
Los sultanes Muhammad III, Muhammad IV y Muley Hafid eran partidarios de una política
en contra de las cofradías y, por ello, fomentaron la existencia del clero salafí. Son conocidos
los opúsculos de Muley Hafid en este sentido.
L a resistencia a la penetración colonial 145

Nos podemos imaginar sin excesivo esfuerzo el encuentro, frente a


frente, entre Abdelkrim y ’Allál al-Fásí en 1947 en El Cairo. Dos hom­
bres a la vez semejantes y diferentes. Se hablan, ciertamente, ¿pero
acaso se comprenden? En todo caso, tras una corta luna de miel, du­
rante la cual trabajan en el seno de la Oficina del Magreb Arabe, no
llegan ya a entenderse, en el sentido propio del término. ‘Allál al-Fásí,
reconociendo la antigüedad histórica se presenta regularmente, una
vez por semana, en el domicilio de Abdelkrim y éste, con igual regula­
ridad, pretextando un gran cansancio, no lo recibe... Imagen dolorosa
de nuestra conciencia.

M u h a m m a d a l -H a yu i y el ord en u rban o

En los estudios sobre el Marruecos contemporáneo se habla del


movimiento nacionalista y del salafismo, que supuestamente abonó el
terreno a aquél. Sin embargo existe otro movimiento intelectual, de
menor amplitud, ciertamente, pero que no por ello ha dejado de in­
fluir sobre el nacionalismo, incluso si éste se resiste generalmente a re­
conocerlo. Su influencia se observa a lo largo de tres periodos:
— En el entorno del sultán ‘Abd al-‘Az!z (1900-1908).
—■Bajo el reinado de Muley Yüsuf hasta el estallido de la guerra
del Rif (1912-1921).
Durante el período, relativamente tranquilo en las ciudades,
que siguió a la rendición de Abdelkrim y que duró hasta las violentas
manifestaciones contra la promulgación del dahir beréber.
Se puede estudiar la ideología de estos tres períodos y, hasta cier­
to punto, la historia, a través de los documentos particulares de su lí­
der incontestable, Muhammad ben Hassan al-Hayuí, confiscados en
1956 y conservados en la Biblioteca General y Archivos de Rabat.
Hayuí, que vivió de 1874 a 1956, era hijo de un hombre de una
gran fortuna que tenía relaciones de negocios con la Argelia francesa.
Tras asistir a los cursos de la Qarauiyin se integró en el Majzén de
Muley ‘Abd al-‘Azíz que le confió la difícil misión de representarlo en
la región de Uchda en vísperas de su conquista por el ejército francés.
Entró en contacto entonces con los hombres que administrarían Ma­
rruecos en el marco del Protectorado. Durante un tiempo cayó en des­
gracia, coincidiendo con el reinado de Muley ‘Abd al-Hafíd y regresó
146 Marruecos: Islam y nacionalismo

a la Qarauiyín donde amplió sus conocimientos jurídicos e históri­


cos. A partir de 1912 fue nombrado consejero del Majzén de Muley
Yüsuf. Luego fue delegado del gran visir, primero, de instrucción
pública, y luego de justicia. A partir de la independencia estuvo en­
tre las personalidades tachadas de colaboracionismo que fueron ob­
jeto de depuración. Pero si nos fijamos atentamente, percibimos
cuán lejos estuvo Hayuí de ser un simple instrumento en manos de
la administración colonial. Se mantuvo independiente intelectual­
mente, e incluso financieramente, puesto que siguió haciendo nego­
cios con su padre. Fue también, según todos los indicios, personal­
mente íntegro. Parece, en efecto, que fueron su integridad, su
independencia, su mente crítica, su conocimiento teórico y práctico
de las realidades del mundo, los que lo mantuvieron alejado de los
demás miembros del Majzén, que luego serían, en su mayoría, los
padres de los jóvenes líderes nacionalistas y de los demás profesores
de la Qarauiyín, que fueron sus maestros; de ahí el juicio negativo
que se propagó sobre su persona y el olvido en que se sume hoy su
obra.
El movimiento, del que fue el mejor representante, puede carac­
terizarse como de reformismo liberal moderado 42.
Hayuí se interesó por el problema de la ciudad como organismo
y de sus habitantes. Delimitemos primero las condiciones en las cua­
les se planteó en los años veinte la cuestión del orden urbano.
Lyautey, como se sabe, aplicaba dos políticas totalmente diferen­
tes. Una de ellas tenía como objeto las cabilas y, por consiguiente, el
berberismo militante. La otra tendía a ganarse los favores de la élite
ciudadana de la cual provenía en gran parte el Majzén. El Instituto
de Altos Estudios Marroquíes (IHEM), que él fundó en 1920, estaba
encargado de estudiar por separado estos dos mundos: dialectología
y etnología, de un lado; lingüística e historia, de otro. Se convirtió
en un lugar de encuentro entre profesores universitarios e investiga­
dores franceses que tenían, la mayoría de ellos, una experiencia ar­
gelina, y los ulemas miembros del Majzén. Los primeros expresaban
a menudo una idea, muy de su gusto, y que no dudaban en presen­
tar bajo distintas formas. El Islam —decían— siempre ignoró la or­

42 Para la biografía de Hayuí ver Mujtasar al- Urna al-Wuzqa, Salé, 1938; ms. H. 199 de la
Biblioteca General de Rabat, recortes del diario Saada, nos. 4792-4795.
L a resistencia a la penetración colonial 147

ganización, sobre todo en las ciudades. Esta afirmación les parecía


derivar natural y lógicamente del hecho de que el Islam fuera ante
todo una ética religiosa. Frente a la civitas romana, la ciudad por
excelencia, ellos oponían la umma, es decir la mezquita.
Hayui muy pronto calibró las implicaciones de tal afirmación
que pretendía justificar de antemano la sustitución completa del
orden islámico —en las ciudades, sobre todo— por una organiza­
ción completamente nueva. A Lyautey, que hablaba de reforma y
de conservación, los profesores del IHEM le respondían implícita­
mente: no hay nada que conservar, nada que reformar, sólo hay
que instituir, importar a Marruecos lo que ya existe en Francia y
en Argelia, y que sin duda existió en la Mauritania preislámica.
Aunque el Majzén pudiera, en último extremo, reconocer que te­
nía grandes dificultades para administrar las cabilas, al menos en el
siglo xix, justificando con ello, ante sí mismo, su aceptación del
Protectorado francés, no por ello admitiría la idea de que las ciu­
dades no estaban organizadas, cuando precisamente numerosos pe­
riodistas, viajeros y cónsules no cesaron de afirmar lo contrario, a
lo largo de este mismo siglo. Además, si al Majzén se le escapaba
de las manos el gobierno de las ciudades marroquíes, se convertía,
obligatoriamente, en lo que los partidarios de la administración di­
recta pretendían que siempre había sido, es decir, una autoridad
religiosa, teniendo a su cargo únicamente las mezquitas, los santua­
rios y demás fundaciones piadosas.
Hayui comprendió que tenía que demostrar, con la máxima ur­
gencia, mediante pruebas jurídicas e históricas, que el Majzén siem­
pre había sido una entidad social encargada de organizar todos los
aspectos de la vida comunitaria, sobre todo, en la ciudad, cimiento
de cualquier civilización. En esta perspectiva redactará su gran obra
sobre historia del fiqh, titulada al-Likr al-Sdmv, pronunciará confe­
rencias, publicará artículos, partiendo siempre de los mismos argu­
mentos. Nos contentaremos aquí con hacer referencia a una confe­
rencia pronunciada en 1928 en el congreso anual del IHEM titulada
precisamente «al-Nidám fíl Islam» («El orden en el Islam»)43.

43 Al-Fikr al-Sami Fi Tan] al-Fiqh al-Islamí, 4 vols., Rabat, 1921, y Fez, 1926; Al-Nidam
Fil-hlám, Rabat, 1928.
148 M arruecos: Islam y nacionalismo

Hayul se propone responder a la pregunta: ¿es el Islam un or­


den civil, cívico, urbano, político o simplemente una ética religiosa?
La palabra nidám, que a mediados del siglo pasado había tenido
un sentido estrictamente militar (el nizdm, pronunciado a la oriental
e incluso a veces escrito de este modo) y se aplicaba al ejército nue­
vo, por oposición al antiguo guich, en el texto de Hayuí pasa a ser
un concepto general. La argumentación es de carácter jurídico-histó-
rico con ramificaciones sociológicas. El autor se niega explícitamen­
te a entrar en el terreno de la moral, la ética y la fe pura. Se limita
ostensiblemente a los problemas de la sociedad, al estudio de los
comportamientos sociales.
Distingamos dos niveles en su pensamiento:
El primero es obligatoriamente polémico. El funcionario majze-
ní, el hombre de la entente franco-marroquí, el encargado por las au­
toridades del Protectorado de intentar —sin éxito— reformar la Qa-
rauiyín y modernizar —con relativo éxito— el sistema judicial y
educativo marroquí, estima que es su deber de musulmán ilustrado
el llamar la atención sobre un error surgido de la ignorancia de las
realidades históricas. Acumula hechos detallados, que va extrayendo
del corpus historiográfico islámico, desde los tiempos de la Medina
de los primeros califas al Irak abasí, del al-Andalus omeya hasta el
Marruecos almohade. Quizá podía justificar su aproximación ecléc­
tica por el mismo carácter general del juicio que él quería rebatir.
Después de todo, sus adversarios declaraban que el Islam, siempre y
en todos los países, había ignorado la organización y, por consi­
guiente, cualquier hecho históricamente localizado que indicase lo
contrario, independientemente del lugar y tiempo, podía, por consi­
guiente, ser utilizado. No es necesario seguir su razonamiento de
cerca y citar hechos que, aunque en su tiempo fueran ignorados
—con lo cual su texto adquiere más valor documental— son hoy
conocidos, y reconocidos, gracias a los esfuerzos de los investigado­
res que se especializaron en el estudio de las instituciones islámicas.
Resaltemos no obstante que los conocimientos de Hayuí son de pri­
mera mano, alimentados por una viva tradición jurídica malikí; ob­
servemos también que da pruebas de una sorprendente compren­
sión histórica de los hechos, teniendo en cuenta que era un hombre
que, ciertamente, había viajado mucho a Europa, pero que no leía
sin embargo ninguna lengua extranjera. Esta lucidez es tanto más
L a resistencia a la penetración colonial 149

asombrosa cuanto que sus homólogos del Majzén, así como sus an­
tagonistas, profesores e investigadores del IHEM, eran especialistas
en el tema 44.
Citemos dos ejemplos:
— El insiste mucho en la noción de precisión (dabt) que es a la
vez símbolo y fundamento social del orden, y vincula la afición de
los árabes clásicos por fechar los documentos (reforma del califa
Ornar I), con su avance en la astronomía y en la fabricación de pén­
dulos y relojes 45.
El destaca la ejemplaridad de la organización militar en el con­
junto de la sociedad. Ve una relación entre la uniformidad en el in­
terior del ejército (tabi'a) y su ostensible separación de lo exterior
(<chart: barra/pasador de condecoración; churta: policía).
El correo (barid) es a la vez un medio de administración, de con­
quista y de fomento del comercio. El peregrinaje a La Meca del
hach es para éste como asistir a una feria, exposición, etc. Hayui re­
laciona sistemáticamente los hechos históricos a través de un análisis
que siempre es de carácter sociológico. Su demostración tiende
siempre al mismo objetivo: el Islam es un orden social. Parecería
que estuviésemos escuchando a un discípulo de Auguste Comte.
Pero si el Islam es un orden fundado en unos valores típicamen­
te urbanos y burgueses (independencia, propiedad, actividad, preci­
sión, movilidad, intercambio, etc.), si es el primero en adoptar las
novedades, a condición de que no cuestionen el monoteísmo intran­
sigente, ¿cómo explicar el estancamiento, el desorden, la decadencia
que caracterizan durante los últimos siglos a todas las sociedades is­
lámicas? Hayui no elude la cuestión y se traslada inmediatamente a
un nivel menos polémico, más crítico y, por consiguiente, más inte­
resante para el lector de hoy.
Hayui es partidario del libre comercio, incluso el del dinero. En
todos sus análisis presenta el Islam, primero y ante todo, como un
orden urbano burgués, por no decir capitalista. En su pensamiento,
el ciudadano arabófono de Bagdad, El Cairo, Córdoba, Fez, etc.
ocupa el mismo lugar que el del ciudadano griego de Atenas en el

44 El motivo puede ser la formación de Hayui, a la vez práctica y teórica. En efecto, fue
comerciante y funcionario del Majzén, y jurista e historiador.
45 Al-Muháfadah ‘a laal-uaqtasásan kulliniddam fi l~‘dlam, A-Nidham, op. cit., p. 24.
150 M arruecos: Islam y nacionalism o

pensamiento de un europeo del Siglo de las Luces. Si no somos


este ciudadano, ni dominamos la lengua árabe, ni somos capaces
de interpretar correctamente el Corán y la Suna; si no somos inde­
pendientes materialmente ni tenemos los medios para conocer el
mundo, seremos unos bárbaros (llamados indistintamente ‘ajamt,
a ‘rabí, badui). Se comprende, pues, que el orden urbano, el único
civil y civilizado, sea por naturaleza frágil y esté condenado a no
perdurar en cuanto sus condiciones de existencia están en peligro.
Como primera condición exige la continuidad de una tradición
cultural que se expresa en una lengua y una historia. Si se olvida
una de ellas, si la otra se degrada, el ciudadano se funde con el ha­
bitante y la ciudad se transforma en aglomeración. Lo que es aún
más grave: cuando aparece la decadencia, la organización que has­
ta entonces era un principio de orden, se convierte en un factor
de aceleración del desorden. Hayuí da dos ejemplos de ello:
— Cuando los ulemas eran los precursores de los economis­
tas (nuestro autor debe referirse al cadí Abú Yúsuf que escribió el
Kitdb al-Jardch, obra donde abundan en efecto las observaciones
de tipo económico), cumplían un papel positivo, puesto que ilus­
traban a la gente sobre la mejor manera de ser ciudadanos activos.
Cuado se transforman en maestros y falsos místicos, pasan a ser
un peso muerto en una sociedad en vías de anquilosarse.
— Cuando una sociedad es activa, equilibrada, progresista, el
formalismo de los procedimientos es una garantía del derecho, de
la equidad. Pero cuando la corrupción, por motivos objetivos,
irrumpe, los procedimientos sólo sirven para mantenerla y multi­
plicar sus daños 46.
Hayuí, fiel a su lógica esencialmente sociológica, llega a una con­
clusión inesperada, respecto de los análisis de los juristas y de los
historiadores coloniales que nunca han cesado en efecto de destacar
el carácter gregario, colectivista y tribal del derecho islámico.
¿Acaso no hacían llamamientos para movilizar la propiedad,
individualizarla para desmembrar los bienes comunales y liberar
las tierras habusi Sin embargo Hayuí no duda en afirmar que la

46 Hayuí no deja de mencionar en sus documentos privados el caso de corrupción que


observa en la administración francesa del Protectorado. Piensa que la corrupción tiene raíces
sociológicas objetivas que una mera organización no puede extirpar.
L a resistencia a la penetración colon ial 151

causa de todas las decadencias es el individualismo islámico 47. Sin


duda hoy se podría pensar que las dos opiniones no son contradic­
torias: los juristas coloniales, basándose por cierto en Ibn Jaldún, ha­
blaban de sociedad agraria, Hayuí de ciudad mercantil. Después de
todo, ¿acaso el derecho islámico no ha nacido en La Meca, ciudad
de caravanas? ¿no se ha desarrollado en Damasco, Basra, El Cairo,
todas ellas ciudades de tránsito dominadas por un patriciado de los
negocios? Todo pues encaja. Mantengámonos no obstante en los lí­
mites del pensamiento de Hayuí que escribe en el Marruecos prote­
gido de 1928.
Lo que él afirma, sin embargo, es que el orden urbano islámico
es frágil, está sometido a recaídas sucesivas, y no porque el Islam se
resista a organizarse, a legislar, ordenar y jerarquizar 48, sino porque
se funda en un equilibrio constantemente amenazado, casi improba­
ble, entre la independencia de un ciudadano libre y los imperativos
de la solidaridad. Si ésta prevalece, como suele ocurrir tras la activi­
dad de las cofradías —de aquí el total rechazo de nuestro autor ha­
cia éstas— el individuo deja de ser un ciudadano, la ciudad deja de
ser la ciudad. Si, por el contrario, la soberanía del ciudadano no tie­
ne límites, la ciudad se desgarra como ocurrió a menudo en Córdo­
ba y en Fez. Se trata, pues, no tanto de legislar como de crear, man­
tener o recrear un espíritu cívico. De ahí la importancia que Hayuí
concede a la instrucción, a la enseñanza de la lengua —árabe, por
supuesto— y de la historia 49.
Nos hallamos pues frente a dos visiones del orden urbano en el
Marruecos del Protectorado. La oposición, hacia 1928, era de carác­
ter teórico puesto que entonces no se hablaba aún más que de ciu­

47 Ver sobre este importante punto sus observaciones sobre el Ibtisám, crónica anónima
sobre el reinado del sultán ‘Abd-a-Rahmán, 1822-1859, ms. H. 114, p. 438.
48 Observemos que la mayoría de las ciudades marroquíes, bien estén situadas en la cos­
ta, bien en el interior del país, conocieron una historia accidentada. Ninguna de ellas pudo
constituir sus archivos locales, pero esto no implica que no haya existido nunca el equivalen­
te de los decretos municipales que encontramos en otras ciudades de Europa. La única sal­
vedad es que no hay que buscarlos en las obras de historia o de derecho; no hay oportuni­
dad de encontrarlos más que en los kunnach, agendas de los funcionarios o ulemas, en la
literatura popular, en la tradición oral, etc. Hayuí suministra algunas indicaciones sobre Fez
que completan o rectifican las que constan en R. Le Tourneau, Fes avant le Frotectorat, Casa-
blanca, 1949.
49 Hayuí ha dejado un manuscrito de numerosos proyectos de manuales escolares, sobre
todo en el campo de la historia.
132 M arruecos: Islam y nacionalismo

dades tradicionales tales como Fez, Salé, Marraquech o Mequinez.


No tardó en adquirir un carácter práctico y enraizarse: la ciudad
nueva frente a la almedina antigua, Casablanca frente a Fez. ¿Qué
nos aporta desde este doble punto de vista la tesis de Hayui?
En lo que respecta a su análisis, he hecho bastante hincapié en el
carácter realista, poco marcado por la ideología justificativa del pen­
samiento de nuestro autor, cuando se compara con la de sus contem­
poráneos, los jóvenes nacionalistas o sus oponentes de la escuela co­
lonial. La principal lección que extraemos de ello es la esterilidad de
cualquier comparación, implícita o explícita, entre Roma y Fez, en lo
absoluto y lo intemporal, ya que ni la una ni la otra han continuado
siendo las mismas. Ahora que las ciudades marroquíes han pasado
por las tres experiencias —precolonial, colonial y poscolonial—, que
han conocido, de una manera u otra, un orden de inspiración islámi­
ca y una organización francesa calcada sobre un remoto, por no de­
cir mítico, modelo latino, sabemos que la única comparación positiva
—por no decir la única legítima— es la que pone frente a frente a
unos ítems, quiero decir unas fundones, unas necesidades, unas sa­
tisfacciones. En este punto debemos ponernos del lado de la escuela
de los geógrafos y sociólogos, para no encerrarnos en unas antino­
mias sin salida. En efecto, no existía prácticamente ya ningún orden
en la ciudad de Fez en 1912 y Hayui es el primero en reconocer que
habla en pasado, pero, en 1935 y bastantes años después, la organiza­
ción de Casablanca dejaba bastante que desear.
En lo que se refiere a la acción, debemos tener en cuenta las
investigaciones llevadas a cabo en Fez, en el marco de la campaña
internacional para la salvaguardia de la almedina, y en Casablanca,
bajo la iniciativa del Consejo de Urbanismo, Estos trabajos nos
permiten ver que Hayui había tenido una percepción muy honda
del orden urbano. Tenía razón al recordar que el concepto de ni-
dám es más amplio que el de organización, al igual que el fiqh es
más realista que el derecho de inspiración latina. El nidám vincula
lo psicológico y lo cultural con lo sociológico y lo jurídico. Es el
orden sumo que garantiza la concordancia de la familia con el ba­
rrio, de la ciudad-almedina con el área urbana 30.
50 Hayui, que considera que la autonomía del ciudadano y de la ciudad es esencial, nun­
ca la confronta con la voluntad política del Majzén reformado y legítimo que parece respe­
tar. Verdad es que siempre se mantiene conscientemente alejado de la política activa,
L a resistencia a la penetración colonial 153

Podemos, de paso, preguntamos si el orden urbano occidental


era de carácter puramente jurídico, si la reglamentación administra­
tiva era suficiente para mantener el espíritu de la ciudad. ¿Qué pa­
pel desempeñó la Iglesia y, con anterioridad a ésta, el armazón reli­
gioso antiguo? Que el oponente de Hayuí desconociese a Comte y
Weber se comprende, pero olvidar a Fuste! de Coulanges es más
sorprendente.
Hayuí veía que Casablanca ya estaba bien organizada en 1928,
pero sostenía que no era ni podría ser una ciudad como Fez.
¿Quién de nosotros podría desmentirlo, incluso hoy día? La política
urbanística del Marruecos actual muestra en efecto una clara ten­
dencia a sobrepasar los problemas de gestión, de representación, de
autonomía, para intentar crear o resucitar este espíritu, este sumo
orden que hace de una aglomeración una ciudad viva. Para conse­
guirlo, se ha restablecido la función de hisba, caída en desuso; se
han restablecido los mussems, se ha fomentado la creación de nume­
rosas asociaciones esperando que colmen el vacío dejado por el de­
bilitamiento o la desaparición de las corporaciones y de las cofra­
días, respaldando la acción de los sindicatos y mutuas, hoy en
franco retroceso. La ciudad como espacio cultural, orden social, es­
píritu colectivo, no es una serie mecánica de copias de la organizada
ciudad-célula productora. Éste fue el error de la política colonial, re­
producido, a su vez, sin crítica preliminar por los tecnócratas marro­
quíes, que algunos creyeron justificar a través de una lectura apresu­
rada de la realidad antigua.
IV

APROXIMACIÓN AL ESTUDIO DEL NACIONALISMO

Al aproximamos al estudio de ese fenómeno multiforme deno­


minado nacionalismo, topamos con algunos temibles obstáculos.
Provienen, por supuesto, del tema en sí, pero también de las condi­
ciones particulares en las que se llevaron a cabo las primeras investi­
gaciones que se le dedicaron.
En el siglo xix el nacionalismo era un fenómeno eslavo y da­
nubiano, sobre todo, y los hombres originarios de Europa central
fueron los que lo estudiaron con más rigor. Sabemos lo que la teo­
ría marxista-leninista sobre el tema le debe a este entorno históri­
co. El segundo período en importancia dentro de la bibliografía
sobre el nacionalismo coincide con el ascenso del fascismo en Eu­
ropa y lleva manifiestamente su impronta. En cuanto a los movi­
mientos no europeos, aunque ocupasen el primer plano de la ac­
tualidad, como en el momento de las revoluciones de Turquía,
Persia, China, etc., la mayoría de las veces se los calificaba, bien de
reformistas, bien de fanáticos xenófobos. Tras la II Guerra Mun­
dial, los movimientos independentistas de Asia y África se convir­
tieron en una realidad política que ya no podía pasar desapercibi­
da. Incluso los que tenían por misión combatirlos, tuvieron que
dedicarse a conocerlos en detalle. Las potencias coloniales asigna­
ron expresamente a especialistas para cumplir esta tarea, pero no
tenían a su disposición más que las nociones en vigor en aquellos
tiempos, que se referían exclusivamente a la experiencia europea
y, en particular, a la eslavo-danubiana. Los nacionalistas no euro­
peos tenían, por supuesto, una cierta idea de la nación, que inten­
taban reavivar, pero lo más urgente para ellos era presentar sus
156 M arruecos: Islam y nacionalism o

reivindicaciones, esbozar las grandes líneas del futuro. Durante algu­


nas décadas, el nacionalismo colonial fue objeto de descripciones
superficiales o de análisis inadecuados, todos ellos realizados por oc­
cidentales que se referían invariablemente al ejemplo centroeuropeo
o al hipernacionalismo de cariz fascista.
Conviene, pues, recordar a este propósito dos hechos significa­
tivos:
— El primero se refiere a la situación en Europa Central. En
Bohemia, en Silesia y en Hungría, unos grupos diferentes por su re­
ligión, lengua, a veces etnia, rivalizaban constantemente para im­
poner cada cual su supremacía comercial o industrial. Existía una
relación directa, evidente, entre identidad lingüística e interés eco­
nómico, relación indiscutible, que fue sistematizada por la escuela
marxista austríaca.
— El segundo hecho es característico de la situación de los
años treinta que conocieron un extraordinario desarrollo de las
técnicas de propaganda, cuya importancia ya se había manifestado
durante los años de la guerra, al renovarse totalmente por la utili­
zación sistemática de la radio. Existía también un vínculo directo,
aparente e innegable, entre fervor nacionalista y manipulación a
distancia, pues se recurría a una lengua común, elevada al rango
de ídolo.
Se comprende, pues, por qué los estudios dedicados al naciona­
lismo en los países colonizados y semicolonizados hicieron hincapié
en uno de los siguientes factores:
— El aspecto socio-económico y, en este sentido, la escuela del
«mercado nacional» es la que define el nacionalismo como un movi­
miento de la burguesía urbana que tiene como objeto asegurarse la
exclusividad de un mercado, delimitado por el uso de una lengua
dada, a través de la autonomía política.
— El aspecto psico-cultural, que es el que adopta la escuela de­
nominada del «individuo móvil», que considera al nacionalismo
como un medio terapéutico, eficaz contra un vacío psicológico crea­
do por la pérdida de los valores tradicionales, agravado por una pro­
paganda que se ofrece como una droga calmante.
Ambas teorías son evidentes, si se consideran las condiciones
que las vieron nacer. Se trata, entonces, de saber si hay que aplicar­
las, como verdades indiscutibles, a todos los movimientos sociales y
Aproxim ación a l estudio del nacionalism o 157

políticos que se denominan —o que otros denominan— naciona­


listas.
Se ha sostenido durante mucho tiempo que el nacionalismo ma­
rroquí no podía, de ninguna manera, ser anterior a 1930. Antes de
1912 se trataba de una resistencia armada que se explica, ante todo,
por la feroz voluntad de cada cabila de defender su independencia
frente a cualquier intromisión extranjera, de la naturaleza que fuese,
aplicando esta afirmación incluso a la propia guerra del Rif. Después
de 25 años de administración francesa, una vez que el orden se res­
tablece, que un sistema de comunicación moderno se organiza, que
se diseña una explotación racional de los recursos agrícolas y mine­
ros y se instrumenta la red bancaria; en una palabra, una vez creado
un mercado nacional, en el marco propicio de la política denomina­
da de puerta abierta, impuesta por los acuerdos intereuropeos, sólo
entonces, se desarrolla una clase burguesa indígena, que se enrique­
ce y toma conciencia de sus intereses. La única manera para ésta de
compensar sus numerosas deficiencias, frente a la colonia extranjera
e incluso a la minoría judía, era reivindicar sus orígenes, afirmar su
identidad étnico-cultural y ganarse así la simpatía y el apoyo de las
otras capas de la sociedad autóctona. Esta clase burguesa se organi­
zó, pues, escogiendo las consignas que mejor podían movilizar a las
masas analfabetas en las ciudades y en el campo. Exigió unas refor­
mas encaminadas, todas ellas, a reservarse el mercado que los ejérci­
tos franceses acababan de unificar. Auge del nacionalismo y fin de la
pacificación se dan, pues, naturalmente, con simultaneidad.
En la misma época acababan sus estudios en las escuelas france­
sas unos jóvenes diplomados que no sólo podían expresar en una
lengua moderna las reivindicaciones de la clase burguesa a la cual,
por otro lado, pertenecía la mayoría, sino que también se habían for­
mado políticamente, frecuentando en París a otros militantes socia­
listas y a nacionalistas de otros países del Magreb y de Oriente Pró­
ximo. LAction Marocaine, primer diario nacionalista editado en Fez
en 1933 por Muhammad Uazzani, diplomado de la Escuela de Cien­
cias Políticas de París, publica en su primer número dos textos ex­
traídos de Jean Jaurés, y de Sa‘ad Zaglül l.

1 El número está fechado el viernes 4 de agosto de 1933. El extracto de Zaglül Pacha es­
tá dedicado a la libertad de prensa, el de Jean Jaurès a la autonomía de la patria.
158 M arruecos: Islam y nacionalismo

Esta tesis clásica, desarrollada por varios autores franceses, re­


cuperada por algunos investigadores norteamericanos, es revelado­
ra. ¿De qué exactamente? ¿Del nacionalismo o bien de una activi­
dad política liderada por el movimiento de Jóvenes Marroquíes en
el marco político-administrativo del Protectorado francés? Este
contexto imponía a todos una modalidad de diálogo. La adminis­
tración, a su vez, exigía un determinado tipo de interlocutor, diga­
mos incluso de adversario. ¿Elay obligatoriamente que designar a
dicho interlocutor con el calificativo de nacionalista, en un estudio
que no pretende ser apologético ni polémico?
Aunque esta argumentación aclare ciertos hechos, oculta otros
más importantes:
En primer lugar: el movimiento salafí anterior a 1912. Algunos
investigadores, sospechando su influencia, lo denominaron protona-
cionalismo, pero con ello la coherencia de toda la tesis se venía aba­
jo, puesto que no se podía atribuir al salafismo un lugar de naci­
miento preciso. Cuanto más lejos nos remontamos en el pasado, más
nos asombra el encontrarlo ya en acción.
En segundo lugar: la escisión de 1937. El movimiento de Jóve­
nes Marroquíes se dividió en dos grupos antagónicos, pese a que di­
rigentes y militantes tenían los mismos orígenes sociales. En su es­
fuerzo por obtener el apoyo de las masas populares, los diplomados
en ciencias políticas no eran los que llevaban la voz cantante, sino
los antiguos alumnos de la venerable mezquita-universidad de Qa-
rauiyim.
Por último: el papel desempeñado por el sultán. Si definimos el
nacionalismo como el resultado lógico e ineludible de la política
económica del Protectorado (creación de un mercado interior) y de
la educación moderna (difusión por parte de la escuela laica de las
ideas de la Revolución Francesa, entre ellas la de nación), no se ex­
plica cómo se consideró al sultán, desde el principio, como el sím­
bolo de la soberanía marroquí, mientras que en Túnez o en Egipto
no se había dado nada semejante.
Podemos, sin duda alguna, apuntalar la tesis inicial con varias
hipótesis suplementarias, y es lo que se suele hacer a veces recu­
rriendo a la historia particular de Marruecos. Pero entonces, si nos
vemos obligados a sobrepasar la economía y la educación para en­
trar en los vericuetos de la historia, ¿por qué contentarnos con ha-
Aproximación a l estudio del nacionalismo 159

cer de ésta una hipótesis suplementaria? ¿Por qué no convertirla en


tesis principal y buscar el origen del nacionalismo en la propia con­
ciencia histórica?
Mis primeras investigaciones me convencieron inmediatamente
de que la tesis en vigor entonces confundía lo que los nacionalistas
decían (ideología) con lo que hacían (política) y con lo que eran (pa­
pel histórico desempeñado). Esta tesis no distinguía nunca entre lo
dicho y lo no dicho que quizá era, al mismo tiempo, lo no sentido.
El nacionalismo, como táctica, es una actividad desarrollada en
un marco determinado por la dominación colonial. Está obligado
por su situación a adoptar un idioma y una organización compatible
con el orden existente. Este nacionalismo puede ser entendido des­
de una aproximación sociológica, pues los factores determinantes
son en efecto de orden económico, social y educativo. Pero, tras la
táctica, ¿no se esconde acaso la estrategia y tras la apariencia el ser
—si es que existe—, es decir, si el país en cuestión tiene una larga
historia? 2 En síntesis, frente a —o más bien junto a— la sociología,
¿no habría que interesarse también por la arqueología? Esto es lo
que he intentado hacer con el nacionalismo marroquí.
El estudio de la historiografía me ha revelado la existencia de
un grupo de alfaquíes, que he denominado legistas, que tenían, en
efecto, la misma formación intelectual que los ulemas, cadíes, muf-
tíes, etc., pero que se distanciaban de éstos, al hacer de la defensa
del Estado su primera preocupación. Este estilo de alfaquíes mun­
danos no constituía una novedad en la historia de las sociedades is­
lámicas; pero en este contexto tenemos la ventaja de verlos actuar
en un marco preciso y a través de una abundante documentación.
Estos legistas habían heredado la tradición estatal andalusí
(completamente anulada por la presencia otomana en el resto del
Magreb). Los vemos ya actuar durante el reinado de Muhammad III
(1757-1790). El sultán Muley Sulaimaín (1792-1822) gozaba de gran
popularidad entre los legistas porque era, de hecho, uno de ellos.
Tenían un programa territorial, organizativo y político. Sabían con
precisión qué entendían por la palabra Marruecos y estaban decidi­

2 Los teóricos del austromarxismo hablan de naciones históricas y de las que no lo son,
como las de los rutenos, eslovenios, eslovacos, etc. En los países nuevos como los de Améri­
ca surgen movimientos de autoafirmación, ¿se trata por ello de nacionalismo?
160 Marruecos: Islam y nacionalismo

dos a defenderlo por todos los medios contra los enemigos del exte­
rior (españoles de las guarniciones militares, turcos de Orán) y los
rebeldes del interior. La noción de siba no puede comprenderse ple­
namente más que por referencia a su programa. Ellos son los que
declaran siba a los territorios cuyo control directo queda postergado
por falta de medios materiales.
La preeminencia que se otorga, pues, a la determinación históri­
ca en perjuicio de las relaciones sociológicas actuales arroja una
nueva luz sobre ciertos acontecimientos que siempre se han mante­
nido en la sombra. Dos ejemplos de ello son los siguientes:
La victoria del ala de seguidores de ‘Allál al-Fási, cuando sobre­
viene la escisión del movimiento reformista de 1937, sin equivalente
en Egipto ni en Túnez. En el momento de los hechos, el principal
protagonista era muy joven. Según sus propias declaraciones apenas
tenía 18 años. Esto es significativo; no fue un factor determinante la
persona sino lo que simbolizaba. ¿Qué es lo que simbolizaba exacta­
mente? La alianza con el Trono, que se remonta a la famosa batalla
de Ued el Majazin (1578) contra los portugueses, y que se mantuvo
durante siglos. Frente a esto se erigía, realmente o en apariencia
—pues lo que cuenta aquí es el síntoma—, el espíritu autonomista
de las zagüías, de las colectividades locales, que siempre preocupó al
poder central. El Majzén, debilitado y protegido, aunque se mante­
nía activo, simbolizaba la acción perseverante de los legistas para
conseguir un Marruecos unificado y centralizado. No dudó un ins­
tante y desde el principio se inclinó por el primero frente al segun­
do, y esto aparecerá claramente cuando se redacte el manifiesto de
la independencia en 1944 3. No se trataba, pues, de dos personali­
dades, dos educaciones o dos líneas tácticas enfrentadas, sino dos
visiones del futuro que siempre han caracterizado a la sociedad
marroquí. Partía pues con una ventaja considerable aquel que
perteneciese —independientemente de que fuera o no consciente
de ello— a la tradición del Majzén, en particular a la de los legistas.
El poder colonial no desempeñó —ni podía haberlo hecho—* un
papel activo en este asunto; a lo sumo actuó como factor negativo
de contraste.

3 Las cosas cambian, en efecto, a partir de 1944, pero por razones tácticas, que depen­
den de los intereses de los grupos.
Aproximación a l estudio del nacionalismo 161

Los acontecimientos de mayo de 1930 pueden interpretarse en


el mismo contexto. Se sabe que tuvieron lugar grandes concentracio­
nes en las mezquitas en numerosas ciudades; se organizaron impor­
tantes manifestaciones para protestar contra la decisión de la admi­
nistración del Protectorado de permitir a ciertas colectividades
regirse por la costumbre en lugar del char‘. Todos los que refirieron
estos acontecimientos hacen hincapié en las funciones directivas de­
sempeñadas por los jóvenes de la burguesía de las ciudades tradicio­
nales, que habían recibido una educación francesa.
¿Cómo comprender, sin embargo, que unos adolescentes, algu­
nos de los cuales eran todavía escolares, teóricamente alienados res­
pecto de la tradición marroquí, hubieran podido movilizar instantá­
neamente al pueblo bajo de las ciudades? Y aún más: ¿cómo
comprender que los hombres maduros, que acudían cinco veces al
día a la mezquita, pudieran seguir sin rechistar a unos jóvenes, que
probablemente acudían por primera vez a ésta? Cuando se analizan
detenidamente los informes de aquellos acontecimientos, se observa
que el papel atribuido a los jóvenes se pone, voluntariamente, de re­
lieve, mientras que el de sus mayores permanece oculto, como si in­
teresase unánimemente que los jóvenes apareciesen en primer plano.
¿Por qué? Los franceses no tuvieron dificultad alguna en mostrar
que el nuevo dahir no hacía más que recuperar los términos de
otros más antiguos, por los cuales el Majzén había aceptado que la
justicia consuetudinaria se aplicase en ciertas regiones del país. A lo
sumo se podía reprochar al nuevo texto que extendiese la compe­
tencia de los tribunales de derecho consuetudinario a unos territo­
rios (los de Beni Mtir, por ejemplo) donde el char‘ se aplicaba desde
hacía tiempo, siendo aceptado por la población, cuando en realidad
obstaculizaba claramente la extensión de la colonización agrícola.
Algunos podrían señalar que el Marruecos independiente retrocedía
hacia una forma de justicia consuetudinaria con objeto de simpli­
ficar el procedimiento, lo que pone de relieve que el char‘ puede
coexistir con la costumbre. En 1930-1931, nos cuentan, el Majzén
se encontró ante el hecho consumado, lo cogieron desprevenido las
manifestaciones populares organizadas por la juventud de los insti­
tutos y escuelas que no podían más que adherirse al movimiento. ¿Y
si se hubieran invertido los papeles? ¿Y si el Majzén, como institu­
ción, se hubiese servido de la juventud para expresar su desconten­
162 Marruecos: Islam y nacionalismo

to frente a la política del Protectorado; descontento que tenía quizá


otras causas y se remontaba a varios años atrás? Esto es lo que deja
traslucir el análisis en cuanto se sitúa en una perspectiva de mayor
alcance.
El Protectorado francés, instituido en Marruecos en 1912, era
consecuencia natural, casi esperada, del fracaso de medio siglo de
esfuerzos reformistas (1850-1900) y de la renuncia de Inglaterra pri­
mero y Alemania después en provecho de Francia. Tal como fue di­
señado por E. Regnault, se trataba de un contrato mediante el cual
esta última se aseguraba la exclusividad de la influencia política y el
Majzén obtenía los medios militares, financieros y administrativos
que le permitían realizar, por fin, el programa que abrigaba desde
hacía tiempo: hacer coincidir el Marruecos político con el Marrue­
cos geográfico. Lyautey aplicó lealmente el acuerdo aunque, al fren­
te de las tropas francesas en la región de Bechar, su concepción
fuese bastante distinta. Las operaciones de pacificación fueron con­
ducidas en nombre del sultán, como si fuese el Majzén el que si­
guiese sometiendo al bled-el-siba según el antiguo protocolo que
siempre acababa con la tradicional ceremonia del Aman. Al sultán
Muley Yüsuf se le mantenía regularmente informado del avance de
«sus tropas». Este contrato fue el que ya no toleraban los colonos
cada vez más numerosos —muchos procedentes del vecino Orane-
sado— y acabaron atacando abiertamente al hablar de la «ficción
del Majzén». Los enemigos de Lyautey, que abundaban en el parti­
do radical vencedor en las elecciones de 1924 y sensibles a los argu­
mentos aparentemente republicanos y progresistas de los colonos,
aprovecharon los decepcionantes resultados obtenidos en el asunto
del Rif para apartarlo, sustituyéndolo por Théodore Steeg, un civil
con una larga experiencia en Argelia. El nuevo residente se rodeará
de consejeros, la mayoría de los cuales había hecho carrera en Arge­
lia y, por consiguiente, sólo veían en Marruecos otro territorio colo­
nial más, explotable según fórmulas muy bien conocidas de todos
ellos. El Majzén sintió inmediatamente tanto el cambio como el peli­
gro. Ya no se trataba manifiestamente de hacer honor al contrato tá­
cito que legitimaba el Protectorado. Alertado por la nueva política
de colonización agrícola, Muley Yúsuf mostró su desaprobación y
un tiempo antes de su muerte optaba por no recibir más al Residen­
te General en Palacio. La crisis, que ya estaba presente, se ocultó al
Aproximación al estudio del nacionalismo 163

morir el soberano y ser sustituido por el más joven de sus hijos. Las
demostraciones de 1930 no fueron en absoluto la causa de la ruptu­
ra entre la administración francesa y el Majzén. Más bien lo contra­
rio; la ruptura, ya consumada, convirtió una mera manifestación de
cambio de humor en una crisis política importante. Se puede enten­
der, pues, el interés de ambos protagonistas en que cundiese la noti­
cia de la responsabilidad de los estudiantes turbulentos. Una alianza
manifiesta entre el Majzén y la gente de la calle hubiera planteado
en ese momento —demasiado pronto quizá—, el problema del Pro­
tectorado. La ficción de la neutralidad del Majzén permitió a la ad­
ministración francesa ganar una tregua de unos diez años.
¿Podemos deducir del estudio del caso marroquí unas ideas ge­
nerales aplicables al nacionalismo como movimiento universal?
Marruecos es un país musulmán con una larga tradición de
Estado independiente, hecho éste que constituye más bien excep­
ción que regla en el mundo árabe, donde los países son a menudo
expresiones geográficas que designan antiguas provincias de unas
entidades políticas más extensas. El estudio de los movimientos na­
cionalistas de estos países daría unos resultados sin duda diferentes.
¿Pero no podrían acaso servir como elementos de comparación
otras naciones de larga tradición estatal como Irán, Turquía, Etiopía,
Tailandia, etc.? Podemos, con toda la razón, mantener cierta reserva
respecto de las comparaciones en los estudios históricos o sociológi­
cos, en la medida en que se quedan en la superficie de las cosas. Sin
embargo, ¿cómo formarse un concepto en ciencias humanas sin un
mínimo de generalización y, por ende, de comparación? Nuestras
conclusiones respecto del nacionalismo marroquí no pueden verda­
deramente juzgarse más que a la luz de otros estudios que se refie­
ran a países con una larga y continuada tradición histórica.
Nos ha parecido necesario distinguir entre lo que se denomina
generalmente nacionalismo, que es una acción política determinada
por un marco colonial, y la matriz histórica, que es la única que le
confiere capacidad de expansión y fuerza de penetración. Esta ma­
triz es el cimiento mismo de la cultura local. Se manifiesta desde el
punto de vista intelectual, por supuesto, pero también, y sobre todo,
desde el punto de vista del comportamiento. Es, de alguna manera,
la lógica, el elemento constitutivo de la sociedad, en tanto que totali­
dad organizada y como finalidad. Es el espejo a través del cual los
164 Marruecos: Islam y nacionalismo

individuos se adhieren a su pasado, a su presente y a sus relaciones


con los demás; en una palabra, es lo que los politólogos tratan de
plasmar cuando hablan de cultura política o cívica en un país y que
no es más que un corte instantáneo.
Auténtico cimiento de la sociedad, esta matriz es por ello mismo
transocial. Es el lenguaje común que hablan todos los grupos, inclu­
so —o, más bien, sobre todo— cuando luchan entre sí. Bastante dis­
tinto del lenguaje al que recurre el nacionalismo táctico en sus tra­
tos con la administración colonial.
Podríamos suponer que lo que se está tratando en este nivel de
profundidad histórica no merece ser denominado nacionalismo. El
nombre importa poco, lo esencial es ver que se trata del fundamen­
to de lo que el periodismo describe y el sociólogo analiza. Llamé­
moslo, por convención, nacionalismo histórico y definamos su con­
tenido y forma.
Como contenido refleja una estructura social que ya no es ac­
tual. Todas las clases, en un momento dado, se refieren a ella con
sus propias palabras y comportamiento, pero está estructurado por
las relaciones sociales de una época anterior. El nacionalismo no es
una más de las ideologías del montón; es la ideología por excelen­
cia. Esto explica cómo los nacionalismos, a la vez que se dicen re­
formistas, contribuyen siempre de hecho a mantener viva a la anti­
gua élite, puesto que se trata en verdad de una revuelta contra la
revuelta, una acción violenta para contrarrestar el cambio.
En cuanto a la forma, el nacionalismo, para mí, es una reducción
regresiva. Cualquier novedad social o ideológica se reevalúa, se ex­
presa según la lógica del pasado y así se explican las ilusiones de las
que son víctimas los autores de las tesis que criticamos. La coloniza­
ción introduce, por supuesto, una economía nueva, unos comporta­
mientos nuevos, una educación nueva, etc., pero nada de todo esto
se acepta tal cual; todo se interpreta siempre y el nacionalismo, con­
ciencia histórica de la sociedad, es la instancia que lo reinterpreta.
Vincular directamente las novedades introducidas por la coloniza­
ción con la actividad política de los grupos autóctonos es ocultar
esta instancia justo cuando se pretende estudiar sus resultados. Po­
demos comprender, pues, lo que los dirigentes nacionalistas dicen a
los administradores coloniales, pero no lo que son (a condición, por
supuesto, de que sean algo). Los observadores de la situación colo­
Aproximación a l estudio del nacionalismo 165

nial siempre se sorprenden por el desarrollo de las situaciones pos­


coloniales: los dirigentes reconocidos desaparecen o cambian, los
programas no se aplican, etc.; los ejemplos son innumerables 4.
En definitiva, la distinción que proponemos entre nacionalismo
táctico y nacionalismo histórico, en los países en que el problema se
plantea —el primero aparente, el segundo oculto— exige una nueva
definición de la élite. En efecto, si el nacionalismo histórico hace
que perdure una estructura social anterior, ya no se puede concebir
la élite del momento como una variable, determinada esencialmente
por la economía y la educación 5. Por este método podemos percibir
claramente una élite visible, cuantitativa, cuya influencia a largo pla­
zo es sin embargo menor que la de otra, cuya identificación exige
previamente un profundo estudio de la matriz mencionada.
Esclarecer un problema conduce a menudo a oscurecer los
datos de otro. En el caso que nos ocupa, lo que puede complacer a
un historiador afligirá sin duda al sociólogo, pues nuestro análisis
vuelve a plantear en definitiva, con más crudeza que antes, el grave
problema de las relaciones entre conciencia y realidad sociales. Si el
nacionalismo es, pues, la matriz que informa a la cultura de una co­
munidad y si sirve esencialmente para presentar de nuevo, sistemáti­
camente, una estructura ya sobrepasada, ¿cómo se puede llegar a
adecuar la conciencia a la realidad social? ¿No debemos acaso con­
cluir que nunca es posible plasmar una política racional?
Problema ciertamente arduo, pero si el estudio del nacionalismo
lo vuelve a situar en el centro de la reflexión sociológica, ¿para qué
ofuscarse?

F u n d am en to s d e l n a c io n a l ism o m a r r o q u í

La época en que decidí iniciar la tarea de investigación sobre el


tema que he escogido coincidió con un momento en que los perió­
dicos hablaban a menudo de «nacionalismo» marroquí. Si la palabra

4 El mejor ejemplo es el del Irán del Shah. Ningún país ha sido tan estudiado por los so­
ciólogos y ninguno ha desmentido tan duramente los pronósticos de éstos.
5 En el sentido de educación moderna y no de tradición cultural. De la coexistencia en­
tre enseñanza inculcada en la escuela y educación familiar nace la dualidad psicológica tan
característica de la élite nacionalista.
166 Marruecos: Islam y nacionalismo

hubiera tenido para mí un sentido preciso, no hubiese necesitado,


probablemente, intentar comprender lo que significaba. Para que mi
estudio tuviese una cierta utilidad, yo debía partir con el máximo de
nociones neutras. Desde el principio debía prevenirme en contra del
peligro de caer en la circularidad y la ilustración.
En efecto, si me propongo estudiar el nacionalismo marroquí en
el sentido en el que lo utilizan las enciclopedias, tras la experiencia
de la Europa del siglo xix, es decir, si vinculo a priori su aparición
con la formación de un mercado capitalista, el ascenso de una clase
mercantil, la racionalización de los comportamientos, la laicización
de la vida pública y la normalización de la lengua a través de la de­
mocratización de la enseñanza; lo único que espero encontrar al
final de mi investigación, suponiendo que llegue a buen puerto, es
una ilustración de esta tesis. Habré reforzado la convicción de los
historiadores sociales que la sostienen, pero, ¿acaso habré hecho
más inteligible la evolución particular de Marruecos en la época re­
ciente, que es mi principal objetivo?
Para no llegar únicamente a adornar con un ropaje exótico unas
conclusiones generales conocidas de antemano, me propuse entender
el nacionalismo únicamente como significado del movimiento de la
sociedad marroquí, palabra abstracta que en sí misma no me indicaba
nada, al igual que las palabras sociedad, Estado, Marruecos. De entra­
da, me era imposible afirmar si Marruecos existía en el siglo xix como
territorio delimitado o no; si el Estado y la sociedad formaban en Ma­
rruecos unas entidades independientes e integradas, más allá de los
individuos y de las comunidades, fuesen éstas locales o no.
Presupuesto metodológico ambicioso, imposible quizá de man­
tener, que correría el riesgo incluso de desembocar en otro círculo,
que analizaré al final de esta presentación. Pero con todo y eso me
mantuve fiel a él.
Mi objetivo era describir el sistema marroquí en relación con lo
que no era, y que me abstengo de calificar por el momento (lo que
otros llaman alternativamente cristiandad, Europa, colonialismo, im­
perialismo).
¿Con qué documentos y en qué perspectiva?
La primera observación que se puede formular a este respecto
es la siguiente: puesto que se trata esencialmente del pasado de Ma­
rruecos, la tarea preliminar, ¿acaso no debería ser —y seguir siendo
Aproximación al estudio del nacionalismo 167

durante un cierto tiempo— la del historiógrafo e incluso la del ar­


chivero? Si la documentación disponible es insuficiente, por el
momento, si por este motivo provoca una interpretación abusiva,
¿acaso no perderá, de golpe, todo su alcance esta exigencia meto­
dológica que acabamos de evocar?
Verdad es que, hoy por hoy, no disponemos, a pesar de los es­
fuerzos meritorios de J.-L. Miége y de G. Ayache, de una historia eco­
nómica y social satisfactoria sobre el Marruecos del siglo xix. Los ar­
chivos locales, públicos o privados, que son los únicos que permiten
realmente que se avance en los estudios en nuestro campo, no todos
son utilizables. Queda, pues, por hacer un gran trabajo de análisis de
los archivos y, con toda lógica, cada investigador debe ante todo, apli­
carse a esta tarea. Sin embargo, desde el principio de mi labor de in­
vestigación, me di cuenta de que algunos documentos de los archivos
ya habían sido publicados, a veces desde hacía más de 50 años, sin
haber sido aprovechados de manera significativa. Con ello no preten­
do decir que sean suficientes, ni mucho menos, pero estimo que me
daban una base razonable para los análisis que me proponía llevar a
cabo. Soy consciente, sin embargo, de los límites que impone a las
conclusiones de mi investigación el que no se disponga actualmente
de suficientes documentos, limitación que no he dejado de señalar en
varias ocasiones y en especial en la conclusión.
Ocurre, sin embargo, que no sólo he interpretado estos docu­
mentos sino también ciertas opiniones emitidas con respecto al tema
que nos ocupa. Las nociones de siba, zagüía, cabila, Majzén, ‘alem, se
analizan desde otro nivel semántico, de tal manera que acaban por
adoptar un sentido distinto del que se le asigna habitualmente. ¿Por
qué este prurito de reinterpretación?
Me pareció que a través del aspecto filológico se podían detec­
tar algunos problemas planteados, de hecho, por estos términos y
que siguen estando vigentes. Los ingleses creyeron en el éxito de
una reforma partiendo jerárquicamente de arriba en el Marruecos
del siglo xix, los franceses se negaron a ello. Cuando éstos se hicie­
ron los dueños del país, dudaron, a su vez, entre una «política de ca-
bilas» y una «política de Majzén», entre el entendimiento entre los
burgueses moderados y lo que R. Montagne denominaba una políti­
ca de recambio, es decir, el berberismo. Estas dudas provenían de
una divergencia de interpretación respecto de las instituciones de­
168 Marruecos: Islam y nacionalismo

signadas por los términos que acaban de citarse. Si uno de los dos
campos presentes hubiera conseguido entender correctamente el
funcionamiento del sistema marroquí, la experiencia le habría da­
do la razón, y ése no fue el caso. El problema del sentido de estas
palabras sigue pues vigente. ¿Habrá acaso que sorprenderse cuan­
do vemos a los historiadores ingleses polemizar amargamente, in­
cluso actualmente, sobre el sentido de gentry y a los franceses so­
bre la nobleza de toga? En nombre, pues, de esta licencia
reconocida al historiador social me he permitido sobrepasar el
sentido filológico establecido. Ni que decir tiene que la interpreta­
ción que presento aquí no pretende ninguna suerte de privilegio.
Debo señalar, por último, que utilizo un concepto que puede
prestarse a discusión. En efecto, afirmo que quiero describir una
sociedad que está en trance de reaccionar ante una presión, de re­
plicar a un desafío exterior. ¿Acaso esta manera de asignar un va­
lor simbólico a unos hechos que, en sí mismos no tienen quizá un
gran alcance, no los deforma? ¿Acaso esta idea, aparentemente
inocente, de una sociedad que reacciona a un peligro exterior, no
presupone que, al tener una conciencia común, ya es una nación?
Tales ideas a priori contradirían indiscutiblemente la neutralidad
proclamada más arriba.
De hecho, en este punto he partido de un patrimonio historio-
gráfico. Los historiadores insisten en efecto sobre la idea de que la
instauración de la dinastía saadí al principio del siglo XVI fue con­
secuencia de un movimiento general de resistencia ante los avan­
ces ibéricos en las costas marroquíes.
Esta óptica se expresa tanto en el pionero que fue E. Lévi-Pro-
vengal en su libro clásico, Les historiens des Chorfa, como en H. Te-
rrasse, cuya antipatía hacia las tesis nacionalistas es de todos co­
nocida. El Marruecos de 1830 heredaba tres siglos de resistencia
frente a las ambiciones extranjeras. El concepto de reacción encie­
rra, sin duda, implicaciones metodológicas, pero yo carecía de mo­
tivos para rechazar una conclusión que parecen compartir unáni­
memente los historiadores.
Lina vez descritas las condiciones de la investigación, podemos
pasar a resumir los resultados obtenidos.
Son de dos órdenes: unos se refieren a la mecánica del sistema
marroquí, los otros a los cambios acaecidos en el siglo xix, siendo,
Aproximación a l estudio del nacionalismo 169

en definitiva, la distinción entre ambos de naturaleza metodoló­


gica.
El análisis del sistema marroquí nos ha inducido a distinguir di­
ferentes peldaños de la realidad sociológica: agrupaciones, formas de
sociabilidad, medios y símbolos de la autoridad y, por último, oríge­
nes de esta misma autoridad. A estos últimos —los orígenes de la
autoridad— nos hemos de aproximar a partir de las funciones de­
sempeñadas: organización del trabajo, administración de lo social,
arbitrajes políticos. Orígenes éstos que no se han de confundir con
los medios, que simbolizan la autoridad y la mantienen: coerción
(saif ), escritura (qalam), acceso a lo sobrenatural (baraka), arbitraje
(-hukm/azerf) y ayuda mutua (tuizai). Tampoco se han de confudir con
las formas de autoridad: clan, zagüía, Majzén; ni con los grupos, que
en un momento dado, se aprovechan de ella: cheij/amghar, cherif/
agurram, guich, kdtib, ‘alem. Esta distinción es la que nos permitirá
—suponemos— informar de la multifuncionalidad y, por consi­
guiente, del exceso de significados aplicables a las tres principales
instituciones de Marruecos. Hablar, en efecto, del clan, de la zagüía,
del Majzén, como de organizaciones objetivas, directamente com­
prensibles, que rellenan físicamente el espacio social —y más ade­
lante, la escena histórica de Marruecos— implica mantenerse en el
marco de lo aparente. Se trata de nociones abstractas —categorías
jurídicas, conceptos operativos— de las que se deducen los oríge­
nes, los medios, las formas, los símbolos de la autoridad y los grupos
que la representan y la utilizan.
Estos grupos, que no se pueden fundir, precisamente porque se
apoyan en fuentes de autoridad diferentes, constituyen la élite del país.
La estructura funcional no desaparece, por supuesto, al contacto
con el extranjero, ni en el siglo xix, ni más tarde. Permanece oculta
y sigue actuando en profundidad.
Los grupos perseveran en mantener su esencia, a la vez que lle­
van la huella del acontecimiento, huella que puede constituir una
forma de reacción al mismo. Mediante esta perseverancia, defienden
tanto su posición como el sistema. Si hay algún cambio, en cualquier
nivel que sea, debe necesariamente ser filtrado, señalizado, destaca­
do, por esta élite, primer dato a considerar de la realidad marroquí.
Deberíamos añadir sin duda que una nueva élite no puede desarro­
llarse en el seno de la antigua y bajo su dirección. En lugar de que
170 Marruecos: Islam y nacionalismo

una novedad —económica, social, cultural— sea aceptada tal cual,


desde la realidad vivida, se reinterpreta a la luz de la situación ante­
rior. Se acepta, pero colocada en su sitio, en la casilla que se le haya
reservado desde siempre a través de la antigua estructura, que sigue
actuando.
En efecto, se podría esperar, en las condiciones en que vivió el
Marruecos del siglo xix, un drástico cambio, una ruptura de equili­
brio total y definitiva. Sin embargo no hemos encontrado ningún in­
dicio de ello. La primacía del sistema original sobre todos los cam­
bios parciales, que intervinieron durante el período estudiado, nos
parece ser la única conclusión razonable que se puede extraer de los
documentos accesibles actualmente.
El sistema que hemos descrito ya está «en reacción», como he­
mos dicho, desde el siglo XV, punto esencial de nuestra interpreta­
ción. Lo que ocurrió entre 1830 y 1912 no parece haber marcado el
principio de una nueva era, sino más bien una variación de ritmo en
la vida social del país, a la vez que se consolidaban las tendencias
perceptibles desde hacía tiempo.
El cambio principal no afecta ni a la base (la economía) ni a la
cúspide (la educación), sino a la estructura político-social. Incluso te­
niendo en cuenta el carácter aún rudimentario de nuestros conoci­
mientos en materia de historia económica marroquí, parece poco
probable que la futura investigación revele la existencia de una au­
téntica revolución en las relaciones entre el hombre y la tierra en
Marruecos durante la época objeto de estudio. Observación ésta
que resulta mucho más justificada en lo que respecta a la enseñanza
y a la cultura.
El acontecimiento capital en el Marruecos del siglo xix es de or­
den social: es el estallido del Majzén que perdió su carácter comuni­
tario. De ahí se desprende un fenómeno de reducción que deja al
descubierto el activo y el pasivo, lo expresado y lo inhibido de la
historia marroquí.
En lo que respecta a lo local, el poder de los caídes y jefes de
las zagüías se refuerza y crea las condiciones de las revueltas mah-
díes que, contrariamente a una interpretación apresurada, lejos de
ser unas conmociones campesinas fueron obra de la élite desconten­
ta por el aspecto cada vez más exclusivo del Majzén. En lo que res­
pecta a las autoridades centrales, en el interior de este Majzén res­
Aproximación al estudio del nacionalismo 171

tringido, se declaró una guerra sin cuartel entre los ulemas —que
disponían como baza de su tradicional influencia sobre pequeños
comerciantes y artesanos— y los grandes negociantes cada vez más
poderosos en la Corte. Las peripecias del Marruecos precolonial, en
particular la crisis hafidí, se deben a estas oposiciones.
La víspera del Protectorado, la situación marroquí se caracteriza
por tres hechos principales:
— Una diferencia de ritmo en la evolución de los tres niveles:
económico, social y cultural, siendo el segundo, con gran ventaja, el
más activo por ser el más conmocionado. Lo más destacable de esta
observación es el hecho de que después de 1912 el nivel social se
quedará estancado, como bloqueado, mientras que la base económi­
ca y la cultural serán ambas objeto, aunque de modo desigual, de
profundos cambios.
— Un corte entre el poder central y los poderes locales, con lo
cual se reducirá la representatividad del primero y ofrecerá una jus­
tificación aparentemente -irrefutable a una política de recambio (el
berberismo) encaminada a reajustar el sistema marroquí.
— La emergencia del grupo de ulemas que detiene el privilegio
oposicional. Su mismo fracaso en reconquistar la preeminencia so­
ciocultural que poseía, le confirió un derecho de retracto sobre la
expresión legítima de cualquier eventual reivindicación, acusando
pues a largo plazo la distorsión entre las quejas de las comunidades
y su legítima expresión.
El movimiento social marroquí se define, pues, en 1912, por un
orden funcional que aísla al grupo que actúa y que se expresa en
nombre de toda la sociedad, por un lado, y por otro una dinámica
que determina el «idioma» que se ha de utilizar ante cualquier res­
puesta a la intervención extranjera.
En el interior del antiguo Majzén el grupo de ulemas es el factor
determinante en la formulación de la reacción marroquí. No se trata
sin embargo de una determinación cultural, dado que la emergencia
de los ulemas como grupo contestatario es un hecho social motiva­
do por la dispersión del Majzén. Nuestro estudio no se compone de
un análisis social en profundidad de otra cultura, sino de una des­
cripción estática seguida de otra dinámica, siendo en cada etapa la
cultura el espejo en el que se refleja cualquier evolución social del
país. Se trata pues de una tentativa de historia social, habida cuenta
172 Marruecos: Islam y nacionalismo

del carácter limitado de nuestros conocimientos económicos res­


pecto del Marruecos precolonial.
Quizá esto explique las razones que nos llevaron a detener
nuestra investigación en el año 1912.
Teniendo, pues, en cuenta las conclusiones resumidas, que
acabo de exponer, no se entiende en efecto cómo unas ideas, unas
modalidades organizativas y unas actividades productivas nue­
vas, pueden ser los factores determinantes para la génesis de la
reacción marroquí frente a la presión del extranjero. Se trata pues
de unos medios materiales, organizativos, culturales, ofrecidos a
los grupos, diferenciados por la evolución anterior y conscientes
de los objetivos que deben alcanzar. Nuevas riquezas, nuevas
agrupaciones, nuevas ideas, otros tantos instrumentos en manos
de una élite definida y reconocida desde hacía tiempo y cuya
identidad se vio aún más afectada por la crisis del Majzén a lo lar­
go del siglo xix.
Sería, sin duda, exagerado afirmar que todo estaba ya jugado,
pero nos parece que incluso bajo esta forma desmesurada, y, por
consiguiente falsa, tal afirmación sería una sana reacción contra el
hábito de fijar en 1912 el final del antiguo Marruecos y en 1930 el
nacimiento de un Marruecos nuevo, como si las sociedades fuesen
castillos de arena que un golpe de viento barre y un poco de agua
permite reconstruir con formas inéditas.
El planteamiento, desarrollo y conclusión de nuestra investiga­
ción nos incita a creer que en ciertas condiciones, un estado social
se nos vuelve más inteligible si se tiene más en cuenta su determi­
nación histórica (peso de la estructura sobrepasada) que su deter­
minación sociológica (relaciones entre grupos en el momento del
análisis). Es sin duda importante resaltar el papel primordial de­
sempeñado por las relaciones de clase, pero habría aún que preci­
sar si se entiende por ello las que aparecen en el presente o si se
trata de las ya existentes en el pasado, que conservan su peso de­
terminante; dato que sólo la historiografía nos permite conocer.
Cualquier toma de postura estructuralista da lugar, en definitiva, a
trivialidades, porque niega lo temporal, lo coyuntural, que cual­
quier hecho social lleva consigo. Existe un momento historiográfi-
co y ningún análisis sociológico puede prescindir de él, so pena de
achatar la realidad que pretende elucidar.
Aproximación al estudio del nacionalismo 173

No es que yo esté afirmando que cualquier evolución, a partir


de 1912, se convierte en algo insignificante, juicio éste que constitu­
ye la tentación de todos los historiadores, como se ha mostrado ha­
ce tiempo. Simplemente sostengo que mientras que, a partir de la
documentación disponible, no se demuestre positivamente la exis­
tencia de un drástico cambio total en una determinada sociedad
—tanto en su estructura interna como en sus relaciones con el exte­
rior— estamos obligados a conferir todo su valor a este hecho fun­
damental: que el pasado de esta sociedad ya ha determinado los
protagonistas y el idioma (la élite y la ideología) que expresan su re­
acción ante el peligro del extranjero.
¿Qué es, pues, el nacionalismo marroquí, ante los resultados que
acabamos de resumir?
Puesto que, según nuestro punto de vista, se trata del patrimo­
nio de la sociedad marroquí y del espejo en el que se refleja su evo­
lución hasta 1912, lo determinan, entonces, los factores siguientes: la
estructura del Majzén, la reacción del grupo de ulemas, el método
salafí. ¿Pero que sentido tiene aquí el término «determinar»? Enten­
demos por ello que la sociedad, en calidad de sujeto histórico, se
expresa a través del Majzén y con él se agota; que en el marco de
éste los ulemas son los únicos que tienen una voluntad política, al
detentar el monopolio de las reivindicaciones; que entre todas las
propuestas posibles, la metodología salafí es la única a la vez accesi­
ble y aceptable. En otras palabras: si el nacionalismo, en efecto, es la
respuesta de la sociedad marroquí frente al peligro exterior, desde el
punto de vista social, sólo podía surgir en el marco del Majzén (en
el sentido de élite general del país); desde el punto de vista político,
en el seno de la clase clerical; y desde el ideológico, tras el velo del
salafismo.
Estos tres factores filtran, marcan, dan forma a la respuesta ma­
rroquí. ¿Le impondrán, a la vez, un contenido?
Es cierto que el contenido —antropológico (defensa de las pose­
siones contra el intruso), psicológico (reequilibrio de una sociedad
desarticulada), social (mantenimiento de los intereses del grupo)—
es el que suministra al nacionalismo sus puntos de apoyo en la reali­
dad, el que le permite formular un programa, financiar las campa­
ñas, lanzar las consignas, conquistar adeptos. Pero lo más importan­
te, a mi juicio, más allá de la función psicológica o social, es el
174 Marruecos: Islam y nacionalismo

sentido histórico y aquí es donde nos encontrarnos con la palanca


cultural, en el sentido en que la cultura es la que singulariza una so­
ciedad. Majzén, ulemas y salafismo imponen una forma de expresión
que para nosotros constituye el símbolo de toda experiencia y que,
al simbolizar la continuidad de una sociedad, estructura cualquier
evolución posterior.
Por consiguiente, no existe nacionalización natural a partir de
los datos antropológicos, por acumulación de actividades y de tra­
diciones de los grupos humanos que viven en los límites geográfi­
cos de un país dado. La nacionalización que tendrá lugar en el Ma­
rruecos del Protectorado, la que sigue dándose actualmente, aplica
un programa preestablecido, que aparece en el seno del Majzén y
que formulan los ulemas gracias a las categorías del salafismo. De
aquí provienen la superficialidad de la tesis de los «dos Marrue­
cos» —consecuencia de un sociologismo estructuralista avant la let-
tre—y el fracaso, sin duda, de la política que se inspira en él. Con
lo que el historiógrafo se encuentra —y podemos afirmar que pre­
senta sólo un mínimo de objetividad— es con el proyecto del Maj­
zén, del Marruecos histórico, que se realiza en una perspectiva que
no ha variado desde el siglo xv. Más adelante, tanto el régimen
como la cultura política y los comportamientos colectivos llevarán
una marca, infinitamente más profunda que la influencia pasajera
de los programas y consignas de los partidos que vendrán a ocupar
luego la escena marroquí.
Si tuviésemos que concluir proponiendo una definición que ten­
ga en cuenta los tres factores señalados anteriormente, diríamos que
el nacionalismo, tal como aparece en el caso de Marruecos, es el
símbolo y la ideología de una continuidad socio-histórica.
Si descartamos la definición sincrónica del nacionalismo, porque
éste al recuperar la cultura global de una sociedad dada sobrepasa
cualquier determinación, aunque la cultura que refleje y resuma ha­
ya sido en su tiempo socialmente determinada, tendremos que pre­
cisar las relaciones entre nacionalismo e ideología, por un lado, y
conciencia cívica, por otro.
Al definir el nacionalismo por su expresión y no por su función
o su contenido, ¿no estaremos analizándolo solamente como ideolo­
gía, desatendiendo su importancia como movimiento? ¿No estare­
mos además, tratándose de Marruecos, asociándolo a un momento
Aproximación al estudio del nacionalismo 175

dado de la vida de la comunidad, mientras ésta todavía está total­


mente dominada por una cultura «desfasada»?
Se trata, pues, de dos argumentos importantes que, si se acepta­
ran, limitarían notablemente el alcance de los resultados de una in­
vestigación que, en definitiva, se habría aplicado sólo a la élite de un
país particularmente conservador.
Desde el nivel en que me he situado, es evidente que he estu­
diado la ideología y únicamente lo explícito de la sociedad marro­
quí del siglo xix, negando, por principio, a dar la palabra a lo que
no se expresa directamente a través de lo escrito, lo que he denomi­
nado, quizá con excesivo desdén, lo negativo de la historia marro­
quí. En estas condiciones, el nacionalismo se agota en efecto en la
ideología nacionalista. Pero he insistido en varias ocasiones en el he­
cho de que entendía la ideología en el sentido de lógica social, de sis­
tema interpretativo de la realidad, de espejo que refleja la estructura
social, con lo cual ésta se deduce de aquélla. Incluso en la segunda
parte de mi análisis, en donde el interés parecería centrarse en la
producción intelectual de la época, no he dejado de hablar de la es­
tructura social y de sus drásticos cambios. En cada instante he pre­
tendido revelar, a través de las opiniones de los autores, los sistemas
de pensamiento, y, a través de éstos, los grupos y las fuentes de au­
toridad de los que se sirven. He cuidado especialmente el no sepa­
rar jamás la ideología del movimiento de la sociedad marroquí, de­
mostrando que ambas se reflejan mutuamente. He analizado, en
efecto, un nacionalismo cultural, pero esto no debería limitar el al­
cance de mi investigación, en la medida en que, a mi juicio, el adje­
tivo no califica al sustantivo, puesto que, a través de la cultura, lo
que se perpetúa es una estructura social con unos medios inéditos
en unas nuevas condiciones. Esto es incluso lo que nos permite opi­
nar que el nacionalismo marroquí no es exclusivo de tal o cual cla­
se, aunque ésta se sirva de él en determinadas circunstancias.
Sin embargo, si el nacionalismo marroquí es el proyecto conce­
bido por la antigua estructura para perpetuarse ¿no será acaso esto
la prueba de que la sociedad en cuestión, que sigue prisionera de su
pasado, no experimenta revolución alguna y el cambio es todavía
muy lento para poderlo dominar? Al evolucionar, la sociedad segre­
gará, sin duda, una nueva lógica, fundamento de una cultura renova­
da, ¿no va a tener, pues, el nacionalismo que disolverse obligatoria­
176 Marruecos: Islam y nacionalismo

mente en una conciencia verdadera del movimiento social? Esta


pregunta plantea un problema de método: la definición del naciona­
lismo, por su expresión cultural ¿no exigirá, desde el inicio, un jui­
cio de valor que reproche el retraso de la ideología a la estructura,
ya que ésta no consigue afirmar sus necesidades objetivas más que a
partir de una escala de valores que coincidía con un estadio anterior
del orden social? Una modernización cultural condenaría pues el
nacionalismo a su agotamiento, al sumergirse en una conciencia cívi­
ca cada vez más crítica.
En verdad, este retraso es, en el caso marroquí, un dato de la
investigación historiográfica. Frente a lo que se ha argumentado
anteriormente, nos contentaremos con afirmar que la documenta­
ción actualmente disponible parece demostrar, en el caso de Ma­
rruecos, que existe una relación entre retraso cultural y forma de
nacionalismo.
La situación marroquí en el siglo xix impone a la vez el hecho
del retraso de la cultura respecto de la sociedad y la determinación
del nacionalismo por la cultura. Son dos aspectos de una misma
realidad.
Llegado a este punto, me encuentro ante un dilema real. Si me
abandono a la tentación de generalizar lo que me ha parecido carac­
terizar al nacionalismo marroquí, debería justificarme yendo más
allá del presupuesto metodológico varias veces afirmado. Si me nie­
go a cualquier forma de generalización, me expondría a la crítica del
sociólogo que podrá sostener que he caído en una circularidad más
engañosa que aquella de la que quería escapar.
Mi objetivo era, ante todo, comprender Marruecos, no el con­
cepto de nacionalismo. El hecho de dar preferencia a la dimensión
histórica y cultural hace que, de entrada, cualquier generalización
sea imposible. Es probable que en otras sociedades el nacionalismo
esté determinado por las relaciones sincrónicas del momento; que
extraiga su significado de su existencia como movimiento político o
como actitud psicológica; que presente, clara y exclusivamente, una
ideología de clase; o que sea una utopía más que un mito destinado
a perpetuar el pasado. Esta observación no debería, sin embargo,
restarle alcance a mi investigación, puesto que desde el principio se
ha reivindicado el particularismo. Si este trabajo consigue que resul­
te menos opaca la acción colectiva de los marroquíes, cosa que aca­
Aproximación al estudio del nacionalismo 177

ba de demostrarse * recientemente con la Marcha Verde, habrá con­


seguido el objetivo que se le había asignado.
Debe de parecer que al decir esto quiero reavivar la vieja quere­
lla entre historiadores, paladines de la comprensión de lo singular, y
sociólogos que sólo se interesan en la teoría y la explicación de lo
general.
Mi excusa es que presento un trabajo que no es estrictamente
histórico ni completamente sociológico. Una vez que me he justifica­
do ante el historiador puntilloso por haber utilizado el derecho a la
interpretación y a la teorización, me siento obligado a hacer lo mis­
mo con el sociólogo.
He dicho en efecto al principio de esta presentación que quería
evitar encontrar en las conclusiones lo que presuponía el concepto
de nacionalismo y que no deseaba ilustrar una determinada teoría.
Al querer explicar las particularidades, a toda costa, ¿no me habré
condenado acaso a quedarme estancado en la comprensión de un
caso singular? He aquí a un marroquí que pretende que ha entendi­
do el nacionalismo marroquí, ¿y qué tiene eso de particular?, dirán
algunos. Al utilizar unos documentos que reflejan la opinión de los
marroquíes sobre su sociedad en el siglo pasado; al recuperar la idea
tan grata a los marroquíes de que su país está desde el siglo xv «en
reacción» contra Europa; al interpretar la estructura social a la luz
de la ideología de la élite tradicional —con exclusión de lo que se
ha mantenido rebelde a ésta y no se ha expresado explícitamente—,
¿no me estaba condenando acaso a limitar la reacción marroquí sólo
a la del Majzén y a atribuir la resistencia exclusivamente a los ule-
mas; a identificar la evolución social con la producción intelectual
dé la clase clerical? La definición del nacionalismo a partir de la cul­
tura, ¿es algo distinto del resultado necesario de la sobrevaloración
de la expresión escrita local? En definitiva, esta tentativa de explica­
ción ¿no forma parte de la nacionalización de Marruecos según el
programa de la élite antigua formulada por el clero? El método que
se ha aplicado ilustra la evolución reciente de Marruecos, pero a
condición de situarse dentro de ésta y en su perspectiva, es decir
mantenerse dentro de su problemática; y esto no es lo que común­
mente se entiende por una explicación. Ésta debe, al situarse fuera

* N. delE. Este texto fue escrito poco tiempo después de la Marcha Verde (1975).
178 Marruecos: Islam y nacionalismo

del sistema, revelar las razones no conocidas de los protagonistas


que han hecho que la reacción de Marruecos fuese diferente‘de la
de otros países. Puedo, en efecto, inspirándome en los análisis clá­
sicos de la sociología alemana, argumentar que en el «mundo del
intelecto» la comprensión es la única meta legítima para el sabio.
Pero yo mismo estoy demasiado fascinado por la historia eco­
nómica como para conténtame con semejante réplica. Me hubiera
gustado disponer de un balance cifrado de la economía en el siglo
xix; habría sido un placer para mí poder revelar sus vínculos de
causalidad con la actividad social e intelectual de los grupos socia­
les. No he tenido suerte o paciencia para hacerlo. No pretendo,
por consiguiente, explicar la sociedad marroquí; limito mi ambi­
ción a intentar hacer inteligible un fenómeno de naturaleza ideo­
lógica. Estudio parcial, pues, ya que la sociedad se ha abordado a
través de una bibliografía polémica; que espera ser completada,
justificada deberíamos decir, por investigaciones de historia eco­
nómica. Me atrevo a pensar sin embargo que es objetiva, en la me­
dida en que los hechos, antes de ser interpretados, se han estable­
cido primero por medio de una ajustada crítica filológica.
No creo que con la documentación existente habiera podido
demostrar que Marruecos era, en el siglo xix, o es hoy, un Estado-
nación en el sentido que tiene este término en la historia occiden­
tal. El único fin al que yo podía razonablemente aspirar era con­
ducir al lector, a la espera de disponer de algo mejor, a entender
las razones subjetivas de los protagonistas de lo que se ha dado en
llamar nacionalismo marroquí. Y por supuesto —lo doy por he­
cho— no pretendía probar la superioridad del análisis socio-histó­
rico sobre el análisis económico-social. He seguido el método que
me ha parecido más apropiado al objeto de mi estudio. Si a los
ojos de algunos sigo prisionero de la circularidad, contra la cual
me quise preservar, es porque quizá es imposible en algunos te­
mas escapar a la seducción del narcisismo colectivo.

M archa V erde y c o n c ie n c ia h is t ó r ic a

El domingo 9 de noviembre de 1975, la BBC difundió en su


boletín de información del mediodía un comentario de Philip
Aproximación a l estudio del nacionalismo 179

Windsor, profesor de Ciencias Políticas del Instituto de Estudios


Africanos y Orientales de la Universidad de Londres. En su opinión,
la Marcha Verde era una técnica terrorista invertida, en la que, en
lugar de capturar rehenes al adversario, se los entregaban en contra
de su voluntad poniéndole así en la obligación bien de rendirse,
bien de matar a unas víctimas inocentes 6.
Observemos que un análisis de este tipo puede aplicarse tanto a
la política de Mahatma Gandhi, como a la del pastor Martin Luther
King y a muchos apóstoles más de la resistencia pasiva. Este ejem­
plo, entre otros, no solamente muestra que el análisis aparentemente
brillante de un especialista puede ser sencillamente inconsistente, si­
no que revela la distancia inconmensurable que media entre las dos
maneras en las que se vivió la Marcha Verde, en el interior y en el
exterior de Marruecos. No nos corresponde decir a nosotros cuál es
la que se acerca más a la verdad objetiva. Habrá quien comente la
Marcha Verde desde el punto de vista de un no marroquí. Nosotros
centraremos nuestro interés en el aspecto interior. De vez en cuan­
do traeremos a colación las reacciones ajenas, pero a efectos de re­
saltar, precisamente, lo muy ajenas que se mantuvieron ante lo que
significó el acontecimiento desde el punto de vista nacional. No pre­
tendemos llegar a deducir un juicio histórico sino a comprender una
realidad psicológica.

El doble significado del acontecimiento

La Marcha Verde fue incontestablemente un acto político que


tuvo lugar dentro de un proceso iniciado desde hacía mucho tiem­
po en el marco de las Naciones Unidas. Pero fue también una etapa
de la historia de Marruecos, un momento de la conciencia del pue­
blo marroquí.
6 Este texto corresponde bien a su momento. Reflexioné detenidamente antes de incluir­
lo aquí. Sé que la historia está constituida, en lo esencial, por olvidos, sin los cuales nunca
habría reconciliación. Dice un filosofo que la historia a veces es contraria a la vida, y otro,
que cuando se olvida cómodamente el pasado uno está condenado a revivirlo. En este caso,
el mejor medio de enterrar un conflicto, ¿no es acaso comprenderlo racionalmente? Intente­
mos, marroquíes y argelinos, comprender cada cual la postura del otro. Quizá si pensamos
de otro modo, acabaremos pensando lo mismo y el eterno Yugurta podrá, pues, vivir con
dignidad.
180 Marruecos: Islam y nacionalismo

Al optar naturalmente por la primera perspectiva mencionada, el


comentador extranjero está inducido, ante cada decisión que tome,
a comparar el resultado previsto y el obtenido. Con el tiempo, su
opinión varía obligatoriamente. El 9 de noviembre de 1975 los ma­
rroquíes protagonistas de la marcha, tras haber penetrado en el terri­
torio del Sáhara sin topar con un solo soldado español, se vieron
obligados a regresar al punto de partida. El comentarista de la BBC
destaca la habilidad de los españoles al evitar caer en la trampa de
la violencia, obligando a los marroquíes a regresar con las manos va­
cías. Si se limitan a esto —concluye el periodista— su marcha habrá
sido una farsa y si se obstinan frente a una España decidida a resis­
tir, acabará en tragedia. Algunos años más tarde el mismo comenta­
rista se verá obligado a reconocer que sus predicciones no se soste­
nían, puesto que España acabó por comprender dónde estaba su
verdadero interés y la retirada de los marroquíes resultó ser la señal
de la victoria. Pero si hubiera podido situarse desde el principio en
la segunda perspectiva —la de la conciencia marroquí— no habría
necesitado este intervalo de tiempo para rectificar su opinión. Ha­
bría comprendido inmediatamente que, durante las semanas que
transcurrieron entre el 16 de octubre y el 5 de noviembre de 1975,
la Marcha Verde había ya cambiado de sentido, que antes incluso
de cruzar la línea de demarcación de Tah ya no era ni farsa ni trage­
dia, sino epopeya.
La Marcha Verde no fue solamente un acto político, fue algo
más. ¿Qué, exactamente? No es fácil dar con el calificativo adecua­
do. Utilicemos, para ser breves, una fórmula bastante conocida de
los ensayistas franceses desde Ch. Péguy, afirmando que fue también
un acto místico. No hagamos, sin embargo, de esta palabra un sinó­
nimo de religioso. Marruecos es un país musulmán, el rey es el Imán
de los Creyentes, su elocuencia es de carácter eminentemente corá­
nico. Pero basta con escuchar una prédica del viernes para entender
que un discurso puede tener un contenido religioso sin ser por ello
místico en el sentido de Péguy. Las alocuciones del rey durante la
Marcha Verde se destacan de las precedentes; las palabras, las refe­
rencias, el estilo y la elocución apenas cambian, y, sin embargo, el
mensaje es diferente. No es la primera vez que una transmutación
de este tipo se opera en la vida de las naciones. Algunos discursos se
convierten en históricos porque las expectativas de los auditores les
Aproximación al estudio del nacionalismo 181

confieren una resonancia que el orador es incapaz de prever, incluso


si, sumergido él mismo en la fiebre de los acontecimientos, es el pri­
mer sorprendido por el tono inhabitual que adquiere su palabra. El
carácter histórico de tal o cual mensaje lo reconoce, primera y prin­
cipalmente, el pueblo al que está destinado.
Debemos pues analizar las expectativas del pueblo marroquí la
víspera del 16 de octubre de 1975, expectativas en las que se refleja
la situación creada en la región por el conflicto hispano-argelino. La
decisión de organizar una marcha pacífica de las poblaciones marro­
quíes hacia el territorio sahariano, inspirada sin duda por una pro­
funda meditación sobre el presente y el pasado de Marruecos, fue a
la vez una respuesta a la agresividad de nuestros dos vecinos y a las
expectativas de los marroquíes.
Recordemos, de una vez por todas, que en nuestro ensayo de
psicología histórica, el aspecto aparente del acontecimiento, percibi­
do desde el exterior, nos interesa menos que sus repercusiones en la
conciencia de las masas marroquíes. Tras esta advertencia, al lector
le sorprenderán algo menos nuestras afirmaciones.

ha espera

Los periodistas extranjeros hostiles a la política marroquí se re­


ferían a la Marcha Verde como a una operación visiblemente ama­
ñada. Insinuaban también que las masas y los partidos políticos fue­
ron objeto de hábil manipulación, por no decir de un absoluto
engaño. Para borrar el significado popular y nacional del aconteci­
miento, estos corresponsales estaban dispuestos a adjudicar a los
responsables de la administración marroquí una capacidad organiza­
tiva sobrehumana, incluso si a continuación añadían que el espíritu
gregario, aún muy vivo en el país, facilitó considerablemente la eje­
cución de la operación.
Hay que reconocer que estábamos bien preparados para respon­
der al llamamiento del 16 de octubre, pero no en el sentido en que
lo entendían los periodistas. La Marcha Verde, como hecho concre­
to, como movilización de 350.000 hombres y mujeres que había que
agrupar, transportar y alimentar en un territorio desértico y ante la
mirada de los enemigos, debía organizarse minuciosamente. De lo
182 Marruecos: Islam y nacionalismo

contrario se transformaba en una tragedia peor que la del terre­


moto de Agadir. Se lanzaba pues un desafío a la administración
marroquí —civil y militar— al que se respondió con éxito y bri­
llantez. Sin embargo, este aspecto logístico, por muy notable que
fuese, no era esencial. El gobierno habría acabado, en cualquiera
de las hipótesis, por agrupar y transportar a las puertas del Sáhara
la cantidad de individuos deseada, ¿pero con qué ánimo? ¿En qué
ambiente? Una masa amorfa, pasiva, ausente, ¿podría acaso enga­
ñar a medio millar de periodistas, llegados del mundo entero, para
cubrir el acontecimiento, la mayoría de los cuales estaba muy lejos
de simpatizar con las reivindicaciones marroquíes? Todos destaca­
ron lo que justamente no se podía prever, programar, producir, es
decir, el entusiasmo de los candidatos a la marcha.
Se quedaron sorprendidos por aquel fervor al que tan poco
acostumbrados estaban en sus propias sociedades y, que por esta
misma razón, les pareció tan extraño, raro e insólito. Si el entu­
siasmo es algo que se puede preparar de antemano y crear a dis­
creción, ¿cómo se explica el fracaso del partido único argelino
cuando quiso organizar una marcha roja, siendo precisamente su
tarea permanente encuadrar a las masas revolucionarias? Los
campesinos analfabetos —dicen— siguen siempre las órdenes, los
intelectuales ceden al contagio. Pero entonces, ¿cómo explicar el
apoyo de los oponentes que residían en el extranjero y que
estaban sometidos, desde siempre, a todo tipo de presiones físicas
y morales?
Lo que resultaba extraño en la Marcha Verde era la enorme dis­
tancia entre la convocatoria política y la respuesta popular. Respues­
ta que, más allá de cualquier consideración técnica, transformó en
unos cuantos días a unos políticos escépticos, a unos burgueses
pragmáticos, a unos estudiantes cínicos, en fervientes protagonistas
de la marcha. Unos hombres, distanciados desde hacía muchos años
por distinta ideología e intereses, se encontraron de pronto juntos,
compartiendo el entusiasmo de su pasado común. Parecían haber
estado esperando una ocasión semejante para dar rienda suelta a
unos profundos sentimientos que llevaban mucho tiempo reprimi­
dos. Durante aquellas semanas, en las que el país entero vivió con la
mirada puesta en el sur, los viejos volvían a descubrir su juventud y
los jóvenes su tradición.
Aproximación a l estudio del nacionalismo 183

El verano de 1975 llegaba a su fin y todos esperábamos una lla­


mada. Sentíamos que, a través de esta espera, se expresaba confusa­
mente en nosotros la memoria colectiva. Y aquí es donde interviene
la historia. Era obvio que estábamos viviendo una situación compa­
rable a muchas otras experimentadas por Marruecos en su lucha
plurisecular contra los invasores ibéricos. En el mes de agosto de
1578, la víspera de la decisiva batalla de Ued el Majazin, el país se
hallaba al borde de la desintegración y del sometimiento. Fueron los
voluntarios llegados de todos los puntos del reino los que lo salva­
ron del desastre, al conseguir una arrolladora victoria. En el otoño
de 1859, cuando los españoles partieron de Ceuta, en nombre de
una nueva cruzada, dirigiéndose hacia Tetuán, por todo el país reso­
nó la llamada al yihád' es decir, a la lucha defensiva y liberadora,
incluso en regiones como el Medio Atlas donde la autoridad del
Majzén no se ejercía entonces directamente. Los combatientes vo­
luntarios lucharon tan diestramente que según un observador in­
glés, hubieran obligado al ejército español a retroceder, de no haber
sido por el armisticio que fue firmado prematuramente 7.
Fragmentos enteros del pasado reaparecían ante nosotros; podía­
mos de nuevo experimentar una vivencia de éste. Algunos de noso­
tros entrábamos por primera vez en contacto con nuestro pasado,
otros empezaron, a partir de entonces, a reflexionar sobre él. Se bo­
rraron las distinciones entre jóvenes y viejos, modernos y tradiciona­
les, tecnócratas e ideólogos. Se volvieron a desempeñar instintivamen­
te los mismos papeles. Cada uno se transformó en lo que tenía que
ser. Esta metamorfosis inesperada fue el origen de aquella impresión
de extrañeza que sintieron los observadores extranjeros.
Más adelante explicaremos por qué la opinión pública marro­
quí, por exceso de confianza, mostrará durante varios años en el
asunto del Sáhara una paciencia rayana en la entrega. Pero a partir
del verano de 1974 y hasta 1975, durante los meses en los que el go­

7 «Another battle like that of the 23th (march) and the Spaniards might be possibly ulti­
mately defeated», F. Hardman, Spanish Campaign in M orocco, Londres, 1860, p. 313.
F. Engels, por su parte, escribe en el New York Tribune del 17-3-1860: «This closes the
first act of the campaign, and if the Emperor of Morocco is not too obstinate, it will very li­
kely close the whole war. Still thé difficulties incurred hitherto by the Spaniards show that if
Morocco holds out, Spain will find it a very severe piece of work», Marx on Colonialism and
Modernization, Nueva York, 1969, p. 420.
184 Marruecos: Islam y nacionalismo

bierno preparaba el dossier que debía presentar ante el Tribunal In­


ternacional de Justicia de La Haya, se publicó una gran cantidad de
documentos, memorias, testimonios. Toda la historia marroquí re­
ciente estaba presente en la conciencia de los ciudadanos. Si hubie­
ra que hablar, a toda costa, de manipulación, fue la historia misma
la que se encargó de esta operación, doblegando a cumplir su volun­
tad al mismo gobierno. Ocurrió lo de siempre en estos casos: cuan­
do la memoria resucita el pasado, el olvido se convierte en culpa.
Antes de que el dossier del Sáhara se entregase a los jueces de La
Haya fue examinado por la opinión pública marroquí y ésta vio en
él un acta de acusación contra sí misma. Están prescindiendo olím­
picamente de los derechos de Marruecos, los adversarios no enmas­
caran en absoluto sus ambiciones, como si ya no temiesen ninguna
reacción; ¿de quién es pues la culpa, sino de nosotros mismos, por
no haber sido lo suficientemente cautelosos? La independencia se
ganó gracias a que cerramos las filas, pero no supimos mantener esta
fuerza. Nos rendimos, con demasiada rapidez, a la tentación del de­
monio de la división y, de ruptura en ruptura, dejamos que el pue­
blo se desmovilizase, relegamos a un segundo plano el complemento
necesario de la independencia, es decir, la integridad territorial. La
quiebra prematura del consenso nacional, la preeminencia dada a
los intereses partidarios, la victoria del egoísmo sobre el patriotismo,
¿no es ése el motivo de todos nuestros males? ¿No habrá llegado ya
la hora de acallar nuestras divisiones para hacer entrar en razón a
nuestros vecinos? Ninguna de estas preguntas se plantearon pública­
mente, no se divulgó ninguna autocrítica, pero no es descabellado
pensar que ése fue el razonamiento de muchas conciencias. Unos
hombres, separados por intereses, ideologías y cálculos tácticos, re­
cuerdan, de pronto, los tiempos en que trabajaban, hombro con
hombro. El inconsciente iba haciendo mella en cada uno de noso­
tros, la voluntad de unión estaba a la orden del día. Sólo esperaba
una señal para manifestarse en pleno día.

La amargura

Ya dijimos que, durante mucho tiempo, la opinión pública ma­


rroquí no tenía la sensación de que el problema del Sáhara exigiese
Aproximación a l estudio del nacionalismo 185

una solución urgente. Ésta es la actitud que explicaremos a conti­


nuación.
Hay quien quiere creer actualmente que, en el Sáhara, Marrue­
cos intenta subyugar a un pueblo obstinado, otros, que rompe un
equilibrio que los países limítrofes insisten en mantener. De hecho,
hasta 1974, ninguna de estas tesis estaba en vigor. En el Sáhara, Ma­
rruecos se oponía a España, potencia colonial. Así es como se perci­
bía el problema en el exterior y en el interior de la ONU. Dos he­
chos lo demuestran.
Los dirigentes de los estados no alineados se reunieron en Ar­
gel en el verano de 1973. Votaron aproximadamente diez resolu­
ciones que reafirmaban el derecho a la autodeterminación y a la in­
dependencia de diversos pueblos. Entre éstas, sólo la relativa al
Sáhara «denominado español» se contenta con referirse a la desco­
lonización del territorio y a la liberación de sus habitantes. La in­
corporación a Marruecos, hecha con el consentimiento de los re­
presentantes elegidos, puede garantizar tanto la una como la otra.
No quedaba pues excluida como solución del problema 8.
Ante el Tribunal de Justicia de La Haya, Marruecos sostenía,
contra España, que existía en efecto entre ambos países un litigio de
naturaleza jurídica y el Tribunal le dio la razón en una sentencia
preliminar. Mauritania había adoptado la misma posición. En cuan­
to a Argelia, intervino como parte interesada haciendo valer consi­
deraciones de seguridad. En el curso de los debates y, por supuesto,
en la sentencia final, se habló de las poblaciones del territorio, pero
en ningún momento se mencionó movimiento político alguno que
simbolizase las reivindicaciones de estas poblaciones. Si en ese mo­
mento hubiese estado presente, activo, reconocido, ¿cómo se le hu­
biera podido ignorar hasta tal extremo? Éste es, pues, un punto fun­
damental que pasan por alto los enemigos de Marruecos y que es el
único que permite comprender el problema tal como se planteó en
1974.
En aquella época, si echábamos una ojeada al mapa del mundo
para observar la gran cantidad de litigios territoriales resueltos o pen­
8 Boumedien había declarado en un discurso ante los cuadros del partido único argeli­
no: «Argelia no puede renunciar a sus principios políticos y a su derecho a proclamar el
principio de autodeterminación sin prejuzgar por ello su posición definitiva en cuanto al fu­
turo de la región, tanto si se convierte en marroquí o en mauritana...».
186 Marruecos: Islam y nacionalismo

dientes de ello (Tibet, Cachemira, Goa, Madras, Belice, Cabinda, Ti-


mor, Hong Kong, Macao, Malvinas, Gibraltar, etc.) observamos cla­
ramente que cada caso es especifico. Aunque existiese, en efecto, un
procedimiento, que empezaba a ser unánime entre la opinión inter­
nacional (el referéndum de autodeterminación), no había que con­
fundirlo con la solución política, que no podía surgir más que del
acuerdo entre los países en conflicto. La solución del problema sa-
hariano dependía evidentemente de un entendimiento hispano-ma-
rroquí. Sin embargo —y esto es esencial— hasta 1974, en ningún
momento pensamos que España pudiera concebir seriamente la hi­
pótesis de un Sáhara independiente. El mismo nombre nos parecía
incongruente; de un concepto geográfico no se podía generar una
entidad política. Ya existía un Sáhara argelino, tunecino, libio, egip­
cio, sudanés, somalí, ¿por qué erigir en estado independiente sólo el
Sáhara marroquí? Los que se referían —y siguen haciéndolo— a un
Sáhara occidental ignoran, sin duda, que ya existe uno en Egipto.
Según las cifras presentadas por la misma administración española,
el territorio estaba habitado por unos 70.000 individuos, en su ma­
yoría nómadas 9. A pesar del reciente descubrimiento de yacimien­
tos de fosfatos, estaba considerado como pobre de recursos y clara­
mente infraequipado. No vemos cómo podría servir de base a la
edificación de un estado independiente viable. Para erigirlo, España
debía sin duda poblarlo, sostenerlo financieramente y defenderlo
militarmente durante un período indeterminado, con la perspectiva
segura de avivar la hostilidad de Marruecos, de crearse dificultades
en Ceuta y Melilla, de poner en peligro la seguridad de la zona del
Estrecho, y esto no podía gustar a sus socios de la Alianza Atlántica.
Partiendo de este análisis, estábamos convencidos de que Espa­
ña intentaba solamente postergar la ocasión para obtener el máximo
de compensaciones, pero acabaría por ceder, como ocurrió con Tar-
faya e Ifni. Ya habíamos conseguido un entendimiento con Maurita­
nia y el famoso discurso del presidente Boumedien ante la Confe­
rencia de jefes de estado árabes, reunidos en Rabat en octubre de

9 Ver Encyclopaedia Britannica, 15.a ecL, 1974, voi. 17, p. 389. El artículo Spain, firmado
por Ernesto La Orden Miracle, secretario general del Ministerio de Información y Turismo
de 1969 a 1971, da las cifras siguientes para la población del territorio: 24.000 en 1960 y
76.000 en 1970.
Aproximación al estudio del nacionalismo 187

1974, daba a entender que Argelia aceptaría cualquier acuerdo mau-


ritano-marroquí.
Este análisis explica, pues, lo que hemos denominado la sereni­
dad de la opinión marroquí. Estábamos seguros de que a España
no le quedaba más opción que entenderse con nosotros, es decir,
hacernos la retrocesión del Sáhara como contrapartida a ciertas
concesiones que estábamos dispuestos a dar. Pero el hecho es que
nos equivocábamos de lleno. Por un lado, analizábamos mal las
motivaciones de los dirigentes españoles y argelinos de entonces,
que de lo que menos pueden calificarse es de racionales. Por otro
lado, nuestra paciencia fue interpretada erróneamente como si se
tratara de auténtico desinterés. Los españoles repetían sin cesar
que la reivindicación del Sáhara provenía de los partidos, no de la
nación marroquí; y los argelinos, que servía al gobierno del mo­
mento para recuperar una popularidad perdida. Y nosotros, que
confiábamos desmesuradamente en la buena fe de nuestros veci­
nos, estábamos tan cómodamente instalados en nuestro optimismo
que nos negamos a ver lo evidente. Fue necesario aquel increíble
debate ante el Tribunal de La Haya y, sobre todo, los aconteci­
mientos totalmente imprevistos que tuvieron lugar en el Sáhara du­
rante el verano de 1975, para que se nos abriesen por fin los ojos.
Nuestros dos vecinos no estaban interesados en compensaciones.
Querían simplemente desvincular a Marruecos de sus raíces africa­
nas, y, para ello, insistían en tener en el Sáhara un estado disminui­
do, dependiente de ellos, y visceralmente hostil a cualquier iniciati­
va marroquí. Para conseguir este objetivo, ambos países estaban
dispuestos a pagar, el uno al otro, el precio que fuese. Argelia acep­
taba que la presencia española en el territorio se perpetuase bajo
otra forma distinta. España era partidaria de una preponderancia
argelina en el Magreb. Ninguna de las opciones nos parecía razona­
ble. ¿Cómo sostener, con rigor, que cada uno de los dos países, al
fomentar las ambiciones del otro, servía a sus propios intereses po­
líticos, económicos o estratégicos? Más tarde se esgrimieron todo
tipo de razones para justificar este conflicto, pero entonces la alian­
za entre una España franquista, que la opinión internacional había
sentado en el banquillo de los acusados por sus flagrantes violacio­
nes de los derechos humanos, y una Argelia revolucionaria y socia­
lista, nos resultaba sencillamente contra natura. Ni la semejanza en­
188 Marruecos: Islam y nacionalismo

tre las dos estructuras estatales ni la complementariedad económica


y comercial nos satisfacía como justificación. Para nosotros la única
explicación era el odio irracional que alimentaban los dirigentes es­
pañoles y argelinos por la nación marroquí, su historia y su futuro.
Ante una alianza antimarroquí de estas características, ¿cómo no res­
ponder sino por la clamorosa afirmación de nuestro patriotismo? Es
lo que todos sentíamos, tanto si estábamos dentro como fuera de
Marruecos, cerca o lejos de los centros de decisión. Si éste no hu­
biera sido nuestro estado de ánimo, el llamamiento del 16 de octu­
bre no hubiera tenido tal repercusión. Quizá ni siquiera hubiera
sido lo que fue. ¿Cómo imaginar, en efecto, que se podía desen­
cadenar una marcha pacífica de tal envergadura sin el profundo
convencimiento de que la opinión ya estaba preparada para ello?

Lo intolerable

Dejemos a otros la tarea de describir las condiciones en que fue­


ron defendidos los distintos dossiers ante el Tribunal de La Haya y
de analizar la intervención intempestiva del gobierno argelino, que
falseó completamente el sentido de las dos preguntas planteadas a
los jueces internacionales. Recordemos simplemente que el repre­
sentante argelino volvió a plantear las tesis de los más acerbos colo­
nialistas de principios de siglo y negó que el Majzén fuese un verda­
dero Estado, poniendo así en tela de juicio la soberanía de
Marruecos sobre gran parte de su actual territorio 10. Poco a poco,

10 Mohammed Bedjaoui había declarado ante el Tribunal: «Es difícil, si nos mantenemos
en el mismo sistema, recurrir en esta época, al hablar de estos territorios, al concepto de
Estado. El Dar-al-Islam es un espacio geográfico organizado. Puede perfectamente existir en
su seno, en un lugar determinado, una ciudad musulmana dotada de una organización admi­
nistrativa e incluso delimitada por unas fronteras, que puede asociarse con la idea de un
estado de tipo europeo; pero también puede existir, por otro lado, un territorio organizado
diferentemente, desprovisto de poder central, que mantiene, sin embargo, unas relaciones ex­
teriores, que hacen referencia a unas autoridades exteriores, y seguir indiscutiblemente uni­
do a Dar-al-lslam...». Y he aquí lo que escribe en el Annuaire Français de Droit International, 3,
1957, n°. 3, pp. 73-91. R. Flory, defendiendo un Sáhara francés contra ‘Allai al-Fâsï: «El terri­
torio en un contexto islámico no se puede vincular al Estado, puesto que este último es una
importación occidental que nunca ha existido en las categorías tradicionales del sistema jurí­
dico ortodoxo del Islam...; a nosotros, los occidentales, nos parece que el Sáhara podría ser
musulmán y árabe, sin ser, por ello, marroquí».
Aproximación a l estudio del nacionalismo 189

ante nuestro asombro, el debate de La Haya cambiaba de natura­


leza: se cuestionaba la realidad del Estado histórico marroquí. Ca­
da intervención de nuestros adversarios fustigaba nuestra concien­
cia y cuando llegaba el turno del delegado argelino, utilizaba unos
términos que ni el más rencoroso de los colonialistas hubiera cier­
tamente empleado.
Más grave aún que esta batalla jurídica era la situación en el
propio Sáhara. Desde hacía tiempo existía un acuerdo tácito entre
los gobernantes de Argel y los elementos más profundamente anti­
marroquíes del ejército y de la administración españoles. Los arge­
linos, recurriendo a una receta probada por todos los colonialistas
del mundo, se adhirieron para sí a ciertas tribus reguibat, que ejer­
cían el nomadismo en Guelta Zemur y Tinduf. Reagruparon en
Argel a los estudiantes originarios del territorio y de las regiones
vecinas y los impulsaron a organizarse como movimiento de libe­
ración bajo la dirección de oficiales argelinos y españoles. En el
momento en que todas las miradas se dirigían hacia La Haya, el
ejército franquista evacuaba la mayor parte de Río de Oro y de
Sequia el Hamra, concentrando sus fuerzas en el norte del terri­
torio frente a Marruecos. Las zonas evacuadas fueron ocupadas
inmediatamente por el ejército argelino con el apoyo del movi­
miento nuevamente creado, cuya propaganda fue amplia y simul­
táneamente difundida por las radios de Argel y de Madrid. Du­
rante el verano de 1975, pues, la situación sobre el terreno, para
nosotros los marroquíes, llegó a hacerse, en una palabra, intole­
rable. Argelia, que no tenía ningún derecho sobre las provincias
saharanias, se encontraba cómodamente instalada allí, mientras
que Marruecos, que no había dejado de intentar su liberación,
estaba al borde de verse excluido del mismo proceso de descolo­
nización. Nos habían puesto prácticamente ante el hecho consu­
mado, mucho antes de que se hubiera esbozado una solución di­
plomática. O bien restablecíamos rápidamente, de una manera u
otra, la situación sobre el terreno, o bien nos veríamos a corto pla­
zo forzados a abandonar cualquier esperanza de recuperar algún
día un territorio que jurídicamente debería habérsenos retrocedi­
do inmediatamente después de la declaración de nuestra indepen­
dencia y que, de hecho, prácticamente habíamos liberado íntegra­
mente en 1958.
190 Marruecos: Islam y nacionalismo

Esperábamos, pues, una respuesta que no tardaría en llegar,


pues sabíamos entonces con certeza adonde conducía ineludible­
mente el curso de los acontecimientos. El rey había declarado so­
lemnemente que Marruecos jamás aceptaría que lo aislasen de sus
raíces africanas con un estado ficticio, cuyo papel consistiría en opo­
nerse a cualquier iniciativa marroquí. La propaganda lanzada coti­
dianamente contra los «expansionistas del Norte» por la radio local
de El Aiun nos daba ya una primera impresión de lo que sería la
política de este «Estado revolucionario».
Pero ¿cómo concretar esta negativa? Los partidos políticos acon­
sejaban una intervención armada inmediata. ¿Tenían acaso una idea
exacta de la relación de fuerzas en el Sáhara? ¿No iríamos a caer en
una trampa tendida por nuestros adversarios, puesto que al recurrir
a la fuerza poníamos punto y final al proceso que nosotros mismos
habíamos iniciado ante el Tribunal de La Haya y que ellos nunca
habían aceptado con mucho entusiasmo? ¿No corríamos el riesgo
de asistir de nuevo a la superchería de 1963 cuando Marruecos, víc­
tima de graves intromisiones en su territorio, fue condenado como
agresor, al tomar la decisión de replicar al ataque, por parte de una
opinión sistemáticamente desinformada por unos regímenes intere­
sados en ganarse las simpatías de la joven Argelia independiente?
Una intervención armada daría resultados duraderos o bien sería un
último combate, en cuyo caso, ¿teníamos derecho a pedir un sacrifi­
cio tal, inútil a nuestro ejército?
Nos planteábamos esas preguntas en un ambiente cada vez más
tenso, pues con el tiempo temíamos que la situación nuevamente
creada en el Sáhara se consolidase. Cuanto más tardase nuestra res­
puesta, menos oportunidad tenía de surtir efecto, pero si ocurría an­
tes de la publicación de la opinión del Tribunal de La Haya, sería
mal juzgada por la opinión internacional. Cada día que pasaba ponía
a prueba nuestra paciencia. Aumentaba nuestra angustia, nuestra es­
pera se agudizaba.
El discurso del 16 de octubre vino a responder a esta espera,
para calmar nuestra angustia. De ahí la repercusión que tuvo.
Aproxim ación a l estudio del nacionalism o 191

ha respuesta

Bastante después del final de la Marcha Verde, algunos respon­


sables argelinos confesaron que habían estudiado todas las posibili­
dades, que se habían preparado a todas las eventualidades, salvo a la
que finalmente tuvo lugar. En verdad, una marcha popular pacífica
era una hipótesis tan difícilmente concebible que, al día siguiente
del 16 de octubre, muchos en el extranjero no la tomaron en serio.
Incluso en Marruecos hubo un desajuste notable entre la respuesta
inmediata de las masas populares y la reacción algo más circunspec­
ta de la clase política.
Las opciones realmente históricas originan siempre sorpresas
aunque se vean llegar. Durante la espera, cada cual reflexiona sobre
todas las eventualidades, pero hay una en la que nadie piensa por­
que parece demasiado sencilla, por lo tanto ineficiente o demasiado
complicada y, por ello, inaplicable; y es ésta precisamente la que,
una vez elegida, resulta eficaz y viable.
Argelinos y españoles creían que nos habían acorralado dentro
de un dilema dramático: o continuábamos en la vía que nosotros
mismos habíamos propuesto y perdíamos el Sáhara, cualquiera que
fuese la decisión del Tribunal de Justicia, puesto que el hecho con­
sumado in situ lo habría despojado de cualquier significado práctico;
o interveníamos militarmente y nos convertíamos en agresores sin
garantía de poder modificar la nueva realidad sahariana. Se propo­
nía otra solución: armar a los numerosos refugiados saharauis y lan­
zarlos a una guerrilla contra las fuerzas de ocupación españolas,
pero desde nuestra perspectiva política esto sólo lo podían llevar a
cabo marroquíes originarios del territorio encargados de liberar una
parte ocupada de su patria. No podían presentarse como nacionalis­
tas saharauis que luchaban contra una presencia colonial con la ayu­
da de un gobierno amigo o aliado. Esta solución podía ser quizá mi­
litarmente eficiente pero muy peligrosa desde el punto de vista
político n. Era pues evidente que sólo podíamos elegir entre la pasi­
vidad o la aventura.1
11 Somalia tuvo que recurrir a una táctica parecida para liberar el Ogaden y no lo consi­
guió, frente a la oposición conjugada de soviéticos y occidentales que sostenían, por motivos
diferentes, la intangibilidad en África de las fronteras heredadas de la era colonial, con el
pretexto de no dar lugar a guerras continuas.
192 M arruecos: Islam y nacionalism o

El discurso real del 16 de octubre consiguió, sin embargo, resol­


ver el dilema puesto que optaba por intervenir, pero pacíficamente.
No sería el ejército marroquí el que atacaría a las fuerzas españolas,
no serían los marroquíes de origen saharaui los que se infiltrarían en
un territorio en litigio; sería el pueblo marroquí el que concretaría
sobre el terreno los vínculos de fraternidad expresados por el co­
mún juramento de fidelidad al trono; vínculos cuya validez acababa
de, ser reconocida por el Tribunal de la Haya. Ni desistir ni agredir,
sino intervenir pacíficamente. De golpe, el dilema cambiaba de cam­
po: España y Argelia eran las que a partir de entonces estaban obli­
gadas, bien a dejar actuar y ver cómo se derrumbaba su política,
bien a detener por la fuerza una marcha pacífica y verse condenadas
por una opinión internacional que, frente a la sangre inocente derra­
mada, no tendría paciencia para escuchar los argumentos jurídicos.
Inversión de la situación. ¿Por la magia de un discurso? Sí, en
efecto; pero seamos precisos, ¿qué discurso? ¿El que se escuchó o el
que se leyó? Hay que diferenciar rigurosamente la alocución del
mensaje.
El discurso que el rey Hassan II leyó es conocido de todos. Po­
demos precisar las circunstancias de su génesis sin que por ello que­
den aclarados sus orígenes remotos. Durante los largos meses de
verano se conmemoraron varios aniversarios: el 9 de julio, el del na­
cimiento del soberano; el 4 de agosto, la gran victoria marroquí so­
bre los invasores ibéricos en Ued el Majazin (1578); el 20 de agosto,
la deportación del rey Muhammad V y de su familia. El soberano
fue a Zerhun a rezar sobre la tumba de Idriis I, fundador de la pri­
mera dinastía musulmana en Marruecos. El 8 de septiembre empezó
el ramadán, mes de ayuno, de rezos y de meditación. El rey, pues,
tuvo obviamente varias ocasiones para dirigirse al pueblo y reflexio­
nar sobre los grandes acontecimientos de la historia marroquí, anti­
gua o reciente. Pero esto no es más que el entorno psicológico y
mental. ¿Cuándo y cómo surgió la idea de una marcha popular pací­
fica? Nadie, salvo el rey, lo sabe con certeza. Ante lo inesperado, an­
te la ruptura del curso habitual de los acontecimientos, solemos ha­
blar de inspiración, de genialidad, y en estos términos efectivamente
se describió la idea de la Marcha Verde.
Más allá del discurso, intentemos sin embargo descifrar el men­
saje. ¿No fue acaso el propio rey el que dijo: «Hablo con alusiones,
Aproxim ación a l estudio del nacionalism o 193

pues sé, querido pueblo, que tú me comprendes aunque sea a me­


dias palabras y puedes entender mis intenciones más profundas».
Había pues otro discurso tras las palabras del primero, y éste fue
el que desencadenó la reacción conocida de todos y el que hizo
de la Marcha Verde un acontecimiento único en la historia de la
posguerra. El historiador debe en este contexto dar pruebas de
imaginación. Al no poder afirmar con certeza, tiene que proponer,
sugerir, en función de los resultados observados. Se podría re­
constituir el mensaje en unas cuantas palabras, y podría ser el si­
guiente:

El que que hoy os habla no es el hijo de Muhammad, hijo de


Yuisuf, el que ocupa el trono de Marruecos; es el símbolo del Estado y
de la tradición, el contratante de la bai'a. Marruecos está en peligo, ha
llegado la hora de renovar el juramento de fidelidad. Al reencarnar a
todos los reyes de Marruecos que cumplieron su promesa, me compro­
meto solemnemente, pase lo que pase, cueste lo que cueste, a no acep­
tar que Marruecos sea perjudicado. He hecho mi elección y tú, querido
pueblo, has de hacer la tuya. Te ofrezco la manera de hacerlo y así fra­
casarán los cálculos de nuestros enemigos.

La respuesta a un llamamiento como éste era previsible, pues


expresaba lo que el pueblo marroquí esperaba; éste quería acción; el
soberano la cumplió, invitando a sus súbditos a imitarlo. Se convier­
te, pues, auténtica y efectivamente, en el primero de los marroquíes
y con ello reproduce la gesta heroica del 20 de agosto de 1953.
Si el discurso del 16 de octubre de 1975 tuvo una repercusión
tan grande en las conciencias fue porque era más que un discurso;
correspondía, en realidad, a una acción, y como todas las acciones
de los soberanos, desde la remota antigüedad, era en cierta manera
inmoladora.
Los responsables argelinos, por razones cuyo detalle no viene al
caso enumerar aquí, no entendieron, en absoluto, este matiz de los
acontecimientos, aunque muchos de ellos hubiesen vivido en Ma­
rruecos la experiencia del 20 de agosto. Cometieron el error de en­
sañarse con la persona del rey. Con ello dejaban claro el sentido im­
plícito de su discurso. El carácter simbólico de todo lo relacionado
con el soberano se acentuó más aún y a través de él se estrechaba la
comunión de todos los marroquíes.
194 M arruecos: Islam y nacionalism o

La fiesta

La Marcha Verde fue el reino absoluto de los estandartes.


Ante la localidad de Tah, evacuada por las fuerzas españolas, se
unieron, el 6 de noviembre de 1975, a las banderas marroquíes las
de las naciones hermanas y amigas. Una de ellas llevaba estrellas.
Fue la que más retuvo la atención de la revista AfricAsia, órgano de
propaganda argelino, que escribió el siguiente titular: «¡Salta a los
ojos!». Quería decir: he aquí la prueba de que la Marcha Verde es
un complot montado por Estados Unidos para desestabilizar la re­
volución argelina. En realidad se trataba de dos estudiantes del otro
lado del Atlántico que, reencontrándose con el ambiente campecha­
no y festivo de las campañas electorales de su país, seguían el corte­
jo de esta animada fiesta que se trasladaba desde Marraquech a Aga-
dir, Tarfaya y, por último, Tah.
Y es cierto que la Marcha Verde fue ante todo una gran fiesta
popular, inocente, fraterna, sin segundas intenciones agresivas.
Constituía, sin duda, una respuesta a las maniobras hispano-argeli-
nas y, en este sentido, iba dirigida contra una determinada política,
pero en ningún momento se transformó en una campaña de odio
contra los pueblos vecinos. Inmersos en la alegría de encontrarnos
juntos, habíamos olvidado incluso nuestra amargura, incluso el de­
saire infligido a nuestra esperanza de concordia y de amistad. Ha­
bíamos convertido esta inmensa convocatoria en una ceremonia
conmemorativa y purificadora, por la que afirmábamos nuestra
identidad, nuestra fidelidad a nosotros mismos y a nuestro patrimo­
nio. En una palabra, hicimos de ella un gran mussem, una gran ro­
mería, comparable a las que organizan anualmente las cofradías y
que unen a los hermanos de todos los rincones del país. Aquel oto­
ño, el mussem fue nacional y la peregrinación tuvo como destino el
Sáhara.
Nada expresa mejor este espíritu que la emocionante melodía
del canto de la Masira que durante tres semanas meció a todo el
país, con su discreta reminiscencia de los acentos patrióticos de la
segunda sinfonía de Sibelius y que, incluso hoy, no podemos dejar
de escuchar con emoción.
Todo podría haberse terminado el 9 de noviembre con una re­
conciliación general. Una nueva era de comprensión y de entendí-
Aproxim ación a l estudio del nacionalism o 195

miento podría haberse inaugurado en la región. Con los acuerdos de


Madrid (14 de noviembre de 1975) creíamos que habíamos recupe­
rado la amistad con España y esperábamos que Argelia, ante el nue­
vo curso de los acontecimientos, se animaría a reconsiderar su pos­
tura mostrando mejores sentimientos. Una vez más nuestro
optimismo resultaría fuera de lugar, a corto plazo al menos, pues
toda manifestación tiene su propia lógica. Los españoles percibieron
la Marcha Verde como una llamada a una nueva cruzada y tuvo que
intervenir la acción sensata y clarividente de sus más altos dirigentes
para que se convenciesen, por fin, de que, lejos de haber atentado
contra sus verdaderos intereses nacionales, la Marcha Verde les per­
mitió liberarse a tiempo de un avispero que hubiera retrasado la de­
mocratización de su régimen y bloqueado la integración de su país
en la Comunidad Europea. En cuanto a los argelinos, se obstinaron
en ver en nuestra marcha, cuyo objetivo era liberar el Sáhara de una
presencia colonial anacrónica, una movilización encubierta contra el
país y el régimen de éstos. Ellos quisieron borrarla de los anales
mientras que para nosotros, a partir de entonces, forma parte de
nuestra conciencia, y ha representado ese momento mágico en el
que todo nuestro pasado se reencarnó, de pronto, en nuestro pre­
sente.
V

LA COLONIZACIÓN EN PERSPECTIVA

Los filósofos de la historia coinciden en afirmar que la coloni­


zación es un conflicto perpetuo entre razas, tribus, naciones, clases,
partidos, etc., con vistas a obtener el máximo de tierras, riquezas,
poder. Sólo difieren entre ellos cuando pretenden revelarnos sus
resultados, afortunados o catastróficos. Por consiguiente ¿qué po­
demos decir sobre la colonización que no se haya dicho sobre la
guerra o la política? ¿No será acaso un aspecto más de esa activi­
dad humana denominada histórica porque los historiadores la res­
tituyen, la comentan o la analizan?
El gran rey de Persia se cree dueño de los cuatro horizontes y
por consiguiente ni remotamente se imagina que los habitantes de la
pequeña Grecia puedan escapar a su autoridad; la rechazan, y las fa­
ses de esta disputa nos las contará Heródoto, fundador de la histo­
ria como género literario. Esparta es una potencia terrestre, Atenas
un imperio marítimo, Grecia es demasiado pequeña para tener dos
amos y lo que Tucídides nos explica es la fatalidad de su enfrenta­
miento. En la Arabia apartada de los grandes centros de la civiliza­
ción antigua, las tribus se matan entre sí durante siglos, luego oirán
una «lectura» (Qur’án) y se unirán, como por milagro, y partirán a so­
meter a aquellos que la ignoraban. La Europa feudal, despojo de se­
ñoríos belicosos, agotada por luchas permanentemente recomenza­
das, responde a la llamada del papa y acude a reconquistar el
sepulcro de Cristo. Y más cercano a nosotros en el tiempo, unos
emigrantes que llegan del viejo continente se dirigen cada vez más
lejos en dirección oeste y luego, llegados al Pacífico, observan que
ya no les quedan praderas por labrar, vías de ferrocarril por instalar,
198 M arruecos: Islam y nacionalism o

minas que explotar, y descubren, de pronto, un «destino manifies­


to» que los conduce a Asia para reemplazar a otros europeos que
los habían precedido. Los ejemplos se parecen como dos gotas de
agua en sus motivaciones y en sus resultados. La Europa moderna,
que es la que nos interesa en particular, no es una excepción a
esto; tras las Cruzadas, después de haberse enriquecido y haber
aprendido muchas cosas, se encuentra de pronto sin objetivos, sal­
vo la Península Ibérica aún ocupada en intentar expulsar a los
árabes. La Europa continental se desgarra entonces por toda clase
de motivos, primero religiosos y luego nacionales. Sólo se pacifica­
rá cuando vuelva a salir de sus fronteras naturales para ir a tomar
posesión, en nombre de sus diferentes pueblos, de las tierras de
Asia y África. Una vez repartido el mundo, hela aquí de nuevo
inactiva; se desgarra y debilita de tal modo que se siente incapaz
de contener su furia. Decide entonces unir sus energías para desa­
rrollar el comercio, la industria, la ciencia. Y si actualmente, tras
30 años de crecimiento ininterrumpido, se deja dominar por la de­
lectación morosa es porque el mundo ya está lleno y el espacio
ocupado.
A Marx siempre se le consideró como el seguidor de Darwin.
Y, en efecto, cuando leemos lo que ha escrito sobre Irlanda, la In­
dia o Argelia o lo que su compañero de lucha, F. Engels, escribe
sobre los checos y los «bárbaros de Marruecos» 1, observamos que
la generosidad, el amor y la igualdad, el fervor para que el hombre
cubriese todas sus necesidades, no impedía, ni a uno ni a otro,
creer que la historia es un tribunal donde el vencedor siempre tie­
ne razón, donde al vencido no le queda más recurso que aceptar
el veredicto e intentar utilizarlo para asegurarse, más adelante, una
victoria que, sin embargo, no restablecerá nunca la situación ante­
rior.
La historia, pues, puede considerarse como una sucesión de
empresas coloniales necesarias, ineludibles. Cualquier sociedad es
por definición la resultante de numerosas riadas de colonizadores.
Ninguna raza es pura, ninguna cultura queda indemne de las in­
fluencias exteriores. Los que creen en una continuidad absoluta,

1 Artículo citado, p. 164.


L a colonización en perspectiva 199

en una armonía preestablecida entre una tierra, un pueblo, una len­


gua, prefieren el mito a la ciencia 2.
¿Por qué obnubilarse entonces con la colonización europea, úl­
tima de una larga serie, si ya se acabó, hace ahora una generación?
¿Por qué seguir culpabilizándola con todos los males del Tercer
Mundo, desde el desbarajuste económico hasta la penuria alimenti­
cia? ¿No se habrá convertido acaso en una simple coartada? ¿Acaso
no habrá sonado ya la hora, para poderla situar, por fin, en una pers­
pectiva histórica y, en cierto modo, para cerrar el expediente?
La historia es en efecto una sucesión de colonizaciones. Pero, ya
que la tierra no ha estado siempre poblada por grupos homogéneos,
distintos y contiguos, ¿no se tratará simplemente del mismo fenó­
meno?
No es pues necesario dar ejemplos; los libros escolares están re­
pletos de ellos. Digamos brevemente, para señalar las diferencias,
que ciertos conquistadores tomaron posesión de territorios deshabi­
tados y confirieron el primer sentido al término colonización, que
durante mucho tiempo mantuvo una connotación más bien positi­
va 3. Cuando el territorio no estaba totalmente desocupado, muy
pronto se conseguía que lo estuviese, a través de unos medios que
hoy nos parecen expeditivos, pero entonces resultaban totalmente
normales, pues se le imputaban a Dios todopoderoso. Si la pobla­
ción de los territorios conquistados era lo suficientemente numerosa
como para que la política de exterminación resultase excesivamente
costosa, se la reprimía, pero esta represión, en el doble sentido de
desplazamiento físico y de degradación moral, no impedía en abso­
luto una lenta asimilación, primero cultural y luego étnica. En gene­
ral, el colonizador no tarda en fundirse con la masa colonizada,
cuando los autóctonos toman un mínimo de las costumbres de los
conquistadores y éstos a bastantes mujeres del pueblo conquistado.
Las condiciones para que una colonización triunfe —a los ojos del
historiador, por supuesto— dependen al mismo tiempo de la mode­

2 Ver el libro sugestivo de Américo Castro, The Structure o f Spanish History, New Jersey,
1954; traducción del original: La verdad histórica de España, México, Porrúa, 1954, que defien­
de la historicidad de España como nación, en contra de los partidarios de la idea de la Espa­
ña eterna.
3 Compárese con la palabra árabe ta'mfr, cuya connotación positiva es innegable en Ibn
Jaldún por ejemplo.
200 M arruecos: Islam y nacionalism o

ración de unos y de la apertura de otros. ¿Es necesario añadir que


una cierta afinidad racial o cultural es indispensable? Algunos lo
piensan. Hacia esto apuntan los manuales de la colonización al ha­
blar de distancia moral cuando explican el éxito de los romanos en
las Galias y su fracaso en Berbería, el éxito de los árabes en Siria y
su fracaso en España, el éxito de los normandos en Inglaterra y el
fracaso de los ingleses en Irlanda.
El estudio comparado de las colonizaciones es inagotable y, sin
embargo, se descubre una misma orientación. Aunque encontremos
todas las formas de expansión y de dominación, en todas las épocas,
desde el pasado hasta nuestros días, no podemos dejar de observar
que con el tiempo la empresa colonial cada vez tiene menos éxito. La
distancia entre los pueblos se acentúa, el mestizaje y la integración
resultan cada vez más problemáticos. El éxito de una colonización re­
duce —por las huellas que deja tras de sí— las oportunidades de la
que llegue después.
Cuando actualmente hablamos de las secuelas de la coloniza­
ción, no nos estamos refiriendo ni a Australia ni a la India. Cuando
se pronosticó el desmembramiento del imperio soviético no se
pensaba en Siberia sino en el Cáucaso y el Turquestán. En efecto,
el número de éxitos es igual al de fracasos —hay quien dice que es
mayor—, pero tanto en éste como en otros, la historia sólo se
acuerda de los casos desafortunados. Para delimitar con rigor el
problema objeto de discusión, planteémonos la pregunta siguiente:
¿se puede, hoy día, conseguir que triunfe la colonización de un te­
rritorio cualquiera? Baste recordar los nombres que aparecen con
más frecuencia en la actualidad (Afganistán, Camboya, Palestina,
Sudáfrica, etc.) —y teniendo en cuenta los factores ajenos al tema
que nos ocupa— para asegurarse de que la respuesta es negativa.
Y, sin embargo, esta respuesta no es, ni mucho menos, evidente.
En efecto, el colonizador de hoy, ¿no tiene acaso a su disposición
una panoplia de armas, físicas y morales, con la que el colonizador
de ayer no podía ni soñar?
De esta observación se deduce otra, a primera vista extraña; no
solamente una colonización nueva parece hoy difícil, sino que resul­
ta imposible que triunfe; e incluso las del pasado que parecían defi­
nitivamente logradas, he aquí que se vuelven a cuestionar. Se están
despertando en Europa los muertos; no solamente en Irlanda y en
L a colonización en perspectiva 201

Bretaña, sino también en Córcega, Provenza, Sicilia, Andalucía.


Estas tierras supuestamente liberadas y reconquistadas, he aquí que
se consideran a sí mismas como conquistadas, en efecto, pero sólo
eso; y se yerguen en busca de sus raíces. Por todos los lugares, la
costumbre se rebela contra la ley, el dialecto contra la lengua nor­
malizada, el folklore contra el arte clásico. Quizá sólo sea un juego
—entre otras cosas, político— que durará hasta obtener el objeto
codiciado, pero es probablemente la señal de algo que se puede in­
terpretar de este modo:
No se trata de abstraer un tipo ideal de todas las colonizaciones
que ha vivido la historia, sino de preguntarse si la más reciente, la
de la Europa contemporánea, que arranca con el segundo tercio del
siglo xix y acaba a mediados del xx, ¿no ocurrió quizá en un mundo
demasiado lleno, demasiado consciente de su diversidad; un mundo,
en definitiva, objeto de demasiadas dominaciones, para que la últi­
ma no resulte anacrónica y condenada desde su nacimiento? Y esto
tenía que suceder irremediablemente: que la colonización se llevase
a cabo, una vez más, para que cada cual tomase conciencia de que
una era histórica se estaba clausurando y otra se abría con distintas
reglas, medios y fines. Pero reconocer este hecho, ¿no significa bo­
rrar de la memoria —la del alma y la del cuerpo— las huellas que
una empresa, llegada con retraso, nos ha dejado?
¿Cómo reconocer el anacronismo? Las colonizaciones anteriores
a la Era Moderna eran difíciles y al mismo tiempo ingenuas. Mata­
ban, reprimían, y, al mismo tiempo, invitaban al colonizado a com­
partir sus dioses y su idioma. La política de la colonización europea
—en absoluto ingenua— pretendía sistematizar las lecciones del pa­
sado. El resultado fue una constante duplicidad: por un lado, una
política sanitaria que salvaba a millares de personas de una muerte
cierta, por otro, una voluntad de mantener la cultura indígena ence­
rrada en su arcaísmo. Por un lado, los derechos se vinculan a la ciu­
dadanía; por otro, para obtenerla hay que renegar de sí mismo. La
colonización antigua era más rígida, en todos los sentidos del tér­
mino.
La colonización europea del siglo xix se llevó a cabo en un en­
torno determinado, cuyos rasgos principales conviene recordar.
¿Fue acaso el resultado ineludible de unas fuerzas internas? Hay
quien lo afirma; otros lo niegan, tanto entre los conservadores como
202 M arruecos: Islam y nacionalismo

entre los demócratas. Encontramos, en efecto, el mismo número de


colonialistas que de anticolonialistas liberales 4. El argumento eco­
nómico de unos se destruye por el argumento psicológico de otros.
Nadie discute sin embargo que la discordia interior y la aventura
exterior varíen en sentido contrario.
Esto en cuanto al punto de partida, ¿qué ocurre con el de llega­
da, en lo que respecta a los países que se han podido considerar co-
lonizables? 5. La mayoría de ellos, por no decir todos, estaban muy
poblados; algunos habían sufrido al menos una colonización, otros
habían sido colonizadores, a su vez. En una palabra, casi todos te­
nían una personalidad histórica bastante acusada. Llevaban tiempo
sintiendo las consecuencias de la implantación de un mercado mun­
dial en torno a la Europa mercantilista. Estructuras desarticuladas,
relaciones degradadas entre los grupos, armonía de las familias debi­
litada, etc.; los dirigentes autóctonos, incomprendidos y combatidos
por sus pares, odiados y despreciados por las masas, reclamaban una
reforma, es decir, querían responsabilizarse del proceso ya iniciado y
sufrido pasivamente hasta entonces, para borrar, quizá, sus efectos
negativos. Los reformadores, cuando llegaban al poder, continuaban
siendo duramente contestados, y en estas difíciles condiciones inten­
taban injertar, en viejos organismos, ciencia, economía y disciplinas
occidentales. Una evolución de estas características, desde lo alto,
no podía triunfar más que si conseguía obtener la unanimidad de las
élites, y ésta no se podría garantizar más que si se conseguían rápi­
damente unos resultados positivos. Entre tanto, la política reforma­
dora añadía, a la desestructuración de la sociedad, el estallido de la
élite dirigente. El país, en vías de reformas, vivía de hecho una gue­
rra civil larvada que, en nombre de unas exigencias contradictorias,
separaba entre sí a los grupos que la historia había obligado a coha­
bitar con mayor o menor armonía.
Justo en ese momento es cuando se presenta, en general, el colo­
nizador europeo. Lleva en una mano la asistencia financiera, militar,

4 El liberal John Stuart Mili es más claramente anticolonialista que el socialista F. En­
gels. En Francia el liberal Raymond Aron estaba ya adscrito a la idea de una Argelia inde­
pendiente mientras que un gran número de socialistas y de comunistas la rechazaban enérgi­
camente, soñando todavía con una solución a la soviética.
5 La noción de país colonizable se debe a Malek Bennabi en su primer libro Vocation de
l ’Islam, París, 1954.
L a colonización en perspectiva 203

técnica, capaz de salvar a un gobierno acorralado y en la otra, un


tratado desigual que, una vez firmado, no tardará en desacreditar a
ese mismo gobierno, volviéndolo aún más sumiso. Pasado un tiem­
po, el colonizador puede elegir entre quitarse definitivamente de en­
cima a ese gobierno servil o mantenerlo como coartada.
La colonización se instala en nombre de las reformas, y, sin em­
bargo, el primer acto de la potencia tutelar es detener la obra inicia­
da. Por encima del sistema establecido y junto a éste edifica otro,
que reforzará con sus nacionales. El organismo autóctono, abando­
nado a su vetustez y amputado de su entorno natural, pierde su sus­
tancia y perece. Al no tener ningún asidero a la realidad, se vuelve
hacia el pasado, que embellece con los recuerdos. A la ciencia orien­
talista entonces le viene como anillo al dedo la tarea de demostrar
cuántas injusticias, corrupción —incluso barbarie— envuelven a
esta leyenda dorada.
Cuando hoy se estudia esta política colonial, nos asombramos
de que haya fracasado, a pesar de estar bien provista de documenta­
ción, brillantemente concebida, ejecutada con inteligencia. Algunos
se preguntan cómo la pequeña Inglaterra pudo gobernar a la inmen­
sa India. Por mi parte, me maravillo de que una India tan diversa
haya podido acabar con una política inglesa llevada a cabo con tan­
ta racionalidad. Las razones que se esgrimen —demografía incontro­
lable, peso financiero insostenible, decadencia del comercio, indus­
trialización local, instrucción misionera, guerras europeas, etc.—
parecen poco convincentes si hacemos abstracción de ese vicio ori­
ginal que hemos denominado el anacronismo de cualquier coloniza­
ción europea moderna.
En efecto, nos olvidamos que si tal o cual colonización antigua
tuvo éxito, fue porque el pueblo que se lanzó a ella, en ella también
se perdió definitivamente. Eso fue lo que ocurrió con Roma al norte
del Mediterráneo y con los árabes al sur. A partir del momento en
que ningún pueblo moderno, incluso uno pequeño como Portugal,
acepta disolverse totalmente en su imperio, la empresa se convierte
en una mera aventura condenada al fracaso de antemano.
La colonización europea se reduce a una dominación fundada
sobre la represión total de las poblaciones conquistadas. Podríamos
antes de averiguar las consecuencias de esto, plantear una pregunta
que debemos examinar ante todo: suponiendo que estas consecuen­
204 M arruecos: Islam y nacionalismo

cias sean negativas, ¿cómo es posible que sus efectos sigan vigentes
una generación después de la disolución de los imperios? Es un he­
cho probado que la amargura no disminuye en los países ex coloni­
zados. Parecería que la situación de dominación no deja de repro­
ducirse y los jóvenes la viven con la misma intensidad que sus
mayores. También es cierto que aunque el ex colonizador se haya
ido físicamente, sigue presente —a través de su cultura, su lengua,
su espíritu— en las aulas, en la administración, en las calles. Esta
presencia no deseada y sin embargo imposible de desenraizar es la
que perpetúa una situación que vuelve a abrir permanentemente las
antiguas heridas.
En tiempos de la colonización se hablaba mucho de dualismo,
en agricultura, comercio, urbanismo, etc. La sociedad poscolonial no
es menos dualista que aquella a la que ha sustituido. Al llegar de
Egipto o de la India, donde todo es bilingüe, el turista se sorprende
en un principio al observar que en Bangkok y Taiwan todo está en
una sola lengua; luego comprobará que se trata de un monolingüis-
mo de fachada.
La sociedad poscolonial vive una contradicción perpetua entre
fondo y forma. En efecto, en todas partes coexisten arte popular y
arte culto, pero también es cierto que cuanto más tiempo haya dura­
do la colonización más se ha amputado al folklore de su forma
como arte elaborado. No es casual entonces que convivan la más
desenfrenada de las abstracciones con el estilo naife.n su estado más
bruto. El arte pierde en una situación así su virtud de comunica­
ción. El folklore deja de ser el substrato de una expresión viva, con­
virtiéndose en el raquítico fruto de una tradición superviviente. El
gran arte exige una larga y dolorosa educación que borre cualquier
tufillo a terruño; abstraído pues de su contexto natural, aleja en lu­
gar de aproximar, divide en lugar de unir.
La sociedad precolonial estaba dividida en castas, clases u ór­
denes. El resultado más perverso de la colonización es haberla
fijado en su estado «ideal». La administración colonial quiere codi­
ficar todo, la élite indígena quiere recuperar el esplendor de un pa­
sado que imagina coronado de todas las virtudes; la sociedad pier­
de entonces la maleabilidad que le ha enseñado la historia y
adopta una rigidez clásica que quizá nunca tuvo. La reforma, en su
concepción autóctona, adquiere un matiz de purificación, de vuel-
L a colonización en perspectiva 205

ta al arquetipo. Descolonizada, a medida que se apaga el fervor y


que la política de intereses sustituye a la mística nacionalista, la so­
ciedad, incluso si se proclama revolucionaria, recupera una estructu­
ra escalonada que no consiguen disfrazar ni la ideología comunitaria
ni la renovación física. A pesar de la voluntad de los dirigentes, cuya
buena fe no hay por qué poner en entredicho, la educación colonial
se mantiene y, a través de la cultura que transfiere, perdura la ima­
gen de una sociedad fragmentada, y progresivamente la realidad se
adapta a la imagen. Podemos preguntarnos qué hay de sorprendente
en ello. Después de todo, la utopía igualitaria es obra de la situación
colonial y debe desaparecer al tiempo que ésta. Cualquier sociedad
normal es de clases —en el vocabulario de Marx— o tiene unas éli­
tes —en el de Pareto—. El hecho sería, por supuesto, normal si la
diversidad de posiciones sociales estuviera compensada, como en
otros lugares, por la unidad de valores. Como esto no sucede, la so­
ciedad descolonizada tiene las mayores dificultades para convertirse
en un «cuerpo político».
Aún más que la sociedad, el estado poscolonial es una forma
que se impone a una realidad desestructurada donde coexisten unos
grupos cerrados los unos a los otros. La India es un clásico ejemplo
de esto. El Líbano cotidianamente nos muestra la trágica ilustración
de ello. En el África negra, la expulsión de poblaciones enteras juz­
gadas indeseables se vuelve moneda corriente. ¿No estaremos rozan­
do aquí la textura misma de todo el mundo poscolonial y quizá, a
distintas escalas, la de todas las sociedades que han sido dominadas
durante mucho tiempo?
Si el Estado es una forma exterior a la sociedad, si los grupos se
rozan si penetrarse, cohabitan sin colaborar verdaderamente, enton­
ces se plantea el problema de las lealtades. ¿Cuántas pueden haber
en un Estado sin que éste se transforme en una ficción inútil?
Estas breves observaciones ayudarán, sin duda, a comprender la
sucesión de períodos de larga pasividad y de bruscos estallidos líri­
cos que puntúan la crónica política de los países ex colonizados.
Otro mundo, otra humanidad, dice el occidental medio que se olvi­
da de buen grado de otros accesos de fiebre que le costaron, sin em­
bargo, bastante caro. Otro mundo, sí, es cierto; ahora, decir que es
un mundo ininteligible, eso ya es menos cierto. ¿Acaso significa la
pasividad algo distinto de la forma impuesta —lengua, ley, arte,
206 M arruecos: Islam y nacionalismo

etc.—? ¿No es acaso el estallido lírico la revancha del contenido


—dialecto, costumbres, folklore, etc.—? 6. Por turno, durante perío­
dos desiguales, triunfa la revolución sin forma y la democracia sin
contenido. Las causas aproximadas que desgranan los periodistas y
políticos son innumerables y precisamente por eso los estallidos son
imprevisibles, puesto que todo puede servir de chispa. Pero la ver­
dadera causa —siempre presente, siempre implícita— es el dualis­
mo, que una colonización tardía en relación con sus posibilidades
de triunfo ha plasmado en las sociedades que, aunque «coloniza-
bles», es decir sin gran fuerza defensiva, no podían ya realmente ser
colonizadas, es decir aniquiladas o asimiladas. La anacrónica coloni­
zación europea no podía ya ser globalmente positiva en el balance
final que establece el filósofo de la historia, ya sea discípulo de He-
gel o de San Agustín.
Hagamos una breve incursión en un campo sembrado de tram­
pas, el de la psicología del hombre que ha sido dominado durante
mucho tiempo.
El arte, el comportamiento, la cultura política conservan —he­
mos dicho— las marcas de una inhibición que, en lugar de ser sola­
mente geográfica, se inscribe en el alma. ¿Cómo pensar entonces en
la «psicología de las profundidades» de Dostoievski? ¿Cómo no re­
cordar que la cultura de la Rusia zarista, tan brillante, tan rica, no
emergió más que al apoderarse la aristocracia de la historia del mu-
j i k ? El alma eslava, reprimida en lejanos recovecos, por la reforma
forzada de Pedro el Grande y sus sucesores, adoptó unos tonos bas­
tante extraños. Entre todos los rasgos de carácter negativo, que los
escritores rusos reprochaban a sus compatriotas, retengamos dos: el
negativismo y la falta de iniciativa 7. En efecto, en una sociedad de­
sarticulada en la que los grupos están claramente separados, en la
que el Estado habla alemán mientras que la Iglesia habla ruso anti­
guo, ¿a quién hay que consagrar su lealtad? ¿A quién decir sí sin re­
servas? ¿Al servicio de quién tomar iniciativas? Los rusos destacaron

6 ¿No es acaso éste uno de los motivos de la riqueza y la diversidad de la producción li­
teraria latinoamericana actualmente?
7 «!Los rusos deberían ser exterminados por el bien de la humanidad como parásitos
malignos!», dice el liberal Stepan Verkhovenski, irritado ante la joven generación eslavófila
en Los poseídos de Dostoievski. En cuanto a la pereza, quedó inmortalizada en el personaje
de Oblomov de Gontcharov.
L a colonización en perspectiva 207

con suficiente claridad las responsabilidades —el asiatismo de los


mujiks y el europeísmo del zar Pedro el Grande— como para que
nosotros podamos ir más allá de sus análisis y plantear otras pregun­
tas. ¿Cómo se explica que, a pesar de los cambios aparentemente re­
volucionarios, los pueblos que escaparon a la asimilación, tras haber
sufrido una larga dominación colonial, son aquellos en los que la
iniciativa positiva es la más problemática? Verdad es que producen
genios —no faltan ejemplos— pero los genios por definición son ex­
cepcionales y deben su profundidad a la toma de conciencia de la
particularidad de su destino nacional.
El problema es relativo en el caso de Rusia que no parece atra­
sada más que en comparación con América del Norte, país con una
colonización que triunfó, con Japón que supo escapar a la explota­
ción mercantilista, con Alemania que la Reforma parece haber
curado de la herida infligida por Roma. En el caso de los países co­
lonizados en el siglo xix en las condiciones que hemos descrito, el
negativismo no es ya un mero rasgo de carácter, es una seña de
identidad.
El nacionalismo ha sido la gran iniciativa de los pueblos moder­
nos colonizados y, sin embargo, ¿qué fue durante mucho tiempo si­
no una sucesión de reacciones a las decisiones —cuán «raciona­
les»— de la autoridad extranjera? Así fue como apareció la rueca de
Gandhi, símbolo glorificado del pasado y arma contra la fábrica ex­
tranjera. La pasividad se convirtió en un arma temible que hizo abo­
rrecer a los ingleses durante mucho tiempo el trabajo y la disciplina,
aborrecimiento que acabó por apoderarse de la propia Inglaterra y
le hizo pagar hoy un pesado tributo. Pero el gandhismo, cuya táctica
acabaron por adoptar en algún momento los nacionalismos, ¿era
acaso un activismo falsamente pasivo o una pasividad aparentemen­
te activa?
La pregunta reviste una importancia capital si el colonizador se
descarga de sus responsabilidades y entrega al adversario nacionalis­
ta las riendas del poder. Entonces ese no, que encerraba tanta fuerza
cuando era la negativa de la iniciativa colonial, cuando era una idea
al servicio de contraproyectos condenados a permanecer precisa­
mente «ideales», ¿no podrá acaso transformarse sin dificultad en
fuerza de cooperación, de participación, de civismo? Este es el ver­
dadero osbtáculo que alimenta a cada instante el dualismo cultural
208 M arruecos: Islam y nacionalismo

y social del que tanto le cuesta a la sociedad poscolonial despren­


derse.
Cualquier historia tiene su aspecto negativo. En todas partes
hay grupos dominados cuya pasividad es una forma de protesta
que se perpetúa a través de las generaciones. Perdura la cuestión
de la intensidad, la profundidad, el alcance de la dominación pa­
decida. En algunos casos la marca negativa de la historia está cir­
cunscrita desde el punto de vista geográfico, social y psicológico.
En otros, sus efectos se sienten a todos los niveles.
El gran problema actualmente es el de los países del sur. La
gran mayoría de ellos han sido en mayor o menor medida domina­
dos por las potencias del norte. Hasta el momento he utilizado
poco el concepto de explotación económica, de transferencia de
riquezas. Lo más grave, en mi opinión, es la confiscación de la ini­
ciativa histórica.
Dos tipologías del tercer mundo son, de hecho, posibles. Una,
a partir de la noción de explotación; la otra, de la noción de domi­
nación, no teniendo por qué anularse las dos entre sí. Se puede
sostener que, a pesar de la clasificación del Banco Mundial que
no tiene en cuenta más que el producto nacional de un país, Tai­
landia es diferente de Filipinas, Marruecos de Argelia, Turquía de
Méjico, etc. En un caso, se ha conservado una cierta continuidad
histórica, en otro, no; y es inevitable que esto no llegue a influir a
largo plazo sobre el destino de cada uno de los pueblos en cues­
tión.
Más allá de los imperativos de la geografía, de la demografía,
del analfabetismo, de la falta de tecnología, de todo lo que se de­
nomina parámetros de subdesarrollo y que no son, a mi parecer,
más que aspectos inducidos, es importante calibrar, para cada país
del tercer mundo, la profundidad de los estigmas dejados por de­
cenios de subordinación al yugo extranjero, es decir: la irresponsa­
bilidad, el individualismo, la no cooperación, la resistencia pasiva.
En la medida en que libertad es sinónimo de iniciativa —queda
claro que estamos hablando obviamente de libertad interior— de­
pende manifiestamente del peso de la dominación padecida. Cual­
quier hombre impedido durante mucho tiempo de hacer su histo­
ria, olvida a la larga que es capaz de hacerla. Entonces empieza el
auténtico drama.
L a colonización en perspectiva 209

¿Cuáles son las perspectivas?


Hemos querido aquí reaccionar contra la moda de trivializar la
colonización sin haber previamente evaluado sus efectos. Ha sido
mucho más traumática de lo que algunos ex colonizados puedan
pensar. Una vez dicho esto, los pueblos del sur son ahora responsa­
bles de su destino. No tienen ni el mismo pasado, ni las mismas po­
sibilidades, ni los mismos impedimentos, pero cada cual debe prepa­
rar su futuro en las condiciones que le son propias. Ninguna ayuda
exterior puede reemplazar la iniciativa local.
Hablábamos antes de balance. En el caso que nos ocupa el ba­
lance, afortunadamente, no es definitivo. Hasta el momento domina
el saldo negativo porque ha sido interiorizado, pero la historia sigue
abierta.
El tercer mundo necesita esperanza y paz. Sus habitantes no se
verán a sí mismos como ciudadanos libres en un mundo fraterno
más que si tienen motivos para creer que su situación tiene oportu­
nidades de mejorar, aunque deban mostrar mucha paciencia.
El Occidente rico sabe que su destino está unido al del menes­
teroso sur. Pero vacila entre la caridad y el intervencionismo, entre
un desapego irónico y un vago sentimiento de revancha. Ninguna de
estas actitudes es la apropiada. La economía del tercer mundo no se
restaurará con donativos, la estabilidad no se garantizará con una in­
tervención más o menos disfrazada. La complicada situación, here­
dada de una descolonización tan desordenada como agitada fue la
colonización, exige, además de compasión, justicia. Si ésta no parece
lo suficientemente garantizada en el interior de los países occidenta­
les por las únicas leyes del mercado ¿cómo lo sería en el exterior? Si
cada cual quiere un orden económico equitativo en el interior ¿por
qué negarlo para el exterior? Si todos ven que la caridad no puede,
por sí sola, acabar con la pobreza en el interior ¿cómo sería suficien­
te en el exterior? Por mera justicia hay que mirar los problemas de
los demás con la misma seriedad, objetividad e interés que los pro­
pios.
Vivimos todos bajo la amenaza de una catástrofe. Sin embargo,
mientras no se desencadene, debemos resistir a la tentación cotidia­
na de caer en la desesperación y confiar en el tiempo, padre de
todas las cosas, en palabras de Maquiavelo.
210 M arruecos: Islam y nacionalismo

E uro pa c o m o m it o

Los europeos siempre han sentido curiosidad por conocer el


punto de vista de los demás sobre ellos, a condición de que los d e­
más sean verdaderamente los otros. Se imponen aquí unas pala­
bras de explicación.
Como historiador he aprendido a distinguir los elementos que,
en el transcurso de los siglos, han acabado por conferir una con­
ciencia común a los pueblos que se denominan actualmente euro­
peos. He aprendido también que el europeo por circunstancia no
siempre se convierte naturalmente en europeo por reflexión. Para
pasar del hecho a la idea, han tenido que vivir profundas crisis de
identidad, crisis sufridas por aquellos cuya europeidad era proble­
mática, por un motivo u otro: los rusos del siglo xix, los alemanes
tras la Primera Guerra Mundial.
Yo soy un no europeo de una especie particular, a la vez próxi­
mo y lejano, inteligible e inasible: eso es lo que me determina. He
aludido a los orígenes de la idea europea. La más prestigiosa, según
muchos, es la herencia griega y nosotros, los árabes, también la rei­
vindicamos, al menos en parte. Aristóteles es para nosotros el primer
maestro, ése en cuyo campo no puede ser superado. Pero aquí no se
detiene el parecido. Nosotros nos consideramos herederos de los
antiguos árabes, los europeos se consideran herederos de los anti­
guos griegos. Asumimos, pues, todos nosotros, unos períodos de ex­
pansión y de repliegue, de flujo y reflujo, que alimentan nuestros
sueños, agudizan nuestros deseos, suscitan nuestras nostalgias. Es lo
que se llama tener una mente histórica. Otro resultado de este flujo
y reflujo: la dicotomía entre patria y nación, entre cultura y Estado;
dicotomía siempre presente y siempre ignorada.
Europa es una idea, un mito, una ficción. Me mantendré en el
terreno de las imágenes. Dejaré a historiadores, sociólogos y econo­
mistas la tarea de definir lo que fue la sociedad europea durante los
últimos cuatro siglos y rastrearé el espíritu de Europa en los novelis­
tas visionarios: Dostoievski, Conrad, Malraux, etc. A partir de la mi­
tad del último siglo los árabes, a su vez, adoptaron la aventura occi­
dental como argumento principal de su producción novelesca. El
escritor egipcio Taha Husain quiso ofrecer un paradigma de ello en
su relato Adib.
L a colonización en perspectiva 211

El héroe reside en París durante el terrible invierno de 1917,


en el cual la población, padeciendo hambre y frío, está aterroriza­
da por los primeros bombardeos aéreos.
En la misma época muchos intelectuales europeos perciben la
similitud entre el conflicto franco-alemán y la rivalidad entre Es­
parta y Atenas, cuyo carácter trágico fue tan magistralmente resal­
tado por Tucídides. Adib participa en el debate con la violencia
del neófito. Toma partido por la civilización en contra de la fuerza
brutal, para luego sucumbir a una locura redentora. Tanto en Ta­
ha Husain como en Dostoievski o Thomas Mann, Europa es un
espejismo; cuanto más se la analiza más se funde con el concepto
de historia.
La aventura occidental, es decir el periplo de Europa alrede­
dor del planeta es, en definitiva, la aventura de la historia humana.
Fórmula ésta de una cruel ambigüedad: reduce a lo insignificante
las tentativas de otros, pero al mismo tiempo vacía la de Europa
de su contenido específico. En este nivel de reflexión, el destino
de una única comunidad humana, incluso si lleva por nombre Eu­
ropa, ya no parece digna del esfuerzo de un intelectual fiel a una
línea universalista. Existen ciertamente grandes humanistas euro­
peos pero no hay, por el contrario, grandes humanistas europeís-
tas. El propio Thomas Mann —tan altivo, tan dominador— se
contentó con expresar sus antinomias sin intentar sobrepasarlas
artificialmente. Europa para él es a la vez eslava, germánica, latina.
Cada uno de estos componentes le es indispensable y, sin embar­
go, son tan distintos, tan llamados a cumplir unos destinos tan ale­
jados unos de otros, que no pueden conjugar la contribución de
cada uno de ellos más que en el marco de una Europa imaginaria,
con la que sueñan los filósofos y artistas, una vez que la historia
haya encontrado su objetivo y su sentido.
Independientemente de la sociedad a la que pertenezcamos,
en cuanto nos situemos desde el punto de vista de la mente, des­
cubrimos que Europa como idea es sinónimo de historia. Pero ser
histórico consiste en captarse a sí mismo como sujeto y como ob­
jeto de un cambio continuo, consiste en ser moderno. Una palabra
desaloja a otra y la realidad sigue siendo enigmática. Trazar el es­
bozo histórico de la modernidad consiste en perderse tras las hue­
llas de los ensayistas y los psicólogos, desde Baudelaire a Musil.
212 M arruecos: Islam y nacionalism o

Respondamos una vez más a través de la ficción. ¿Qué es la mo­


dernidad para un individuo que pertenece a una sociedad denomi­
nada, con razón o sin ella, tradicional?
Adíb, el héroe de Taha Husain, abandona su aldea egipcia natal,
pasa por Al-Azhar antes de inscribirse en la universidad moderna,
donde descubre el espíritu crítico de Europa, y luego será enviado
en misión de estudios a Francia. Sin transición se encuentra tras­
plantado de un mundo ordenado, estable, a otro movible, casi anár­
quico. Exige de sí mismo un esfuerzo descomunal. En algunos me­
ses consigue progresar sorprendentemente en todos los campos.
Pero por un efecto de compensación, desgraciadamente bastante co­
mún, alterna los períodos de trabajo intenso con otros de frenética
disipación y acaba por perderse en la locura.
En un relato titulado al-Gurba (el exilio) yo mismo me vi indu­
cido a utilizar el mismo tema: una joven marroquí se va a París por­
que se niega a aceptar lo que los demás le dicen que es su destino
ineludible. Con anterioridad había conocido a una refugiada húnga­
ra víctima de los acontecimientos de 1956 y junto a ella la heroína
intenta encontrar las razones de su crisis moral. El relato de al-Gur­
ba no está inmerso en una atmósfera trágica sino en la melancolía.
Lo que la joven marroquí interpreta como crisis personal es, de he­
cho, la consecuencia necesaria de una evolución general. Cuando
ella cree que descubre su personalidad, con quien se encuentra es
con la historia. ¡Se instalan vías de ferrocarril en el otro extremo del
país y he aquí que por un encadenamiento invisible, se introduce
en el corazón de la joven marroquí el deseo de lo absoluto! Se olvi­
da de la eternidad en beneficio del instante, de la obediencia en be­
neficio de la fidelidad a sí misma. No es ella la que se descubre, es
la historia la que, a través de ella, se revela. Víctima de una opera­
ción de la que ella es apenas consciente, la joven heroína sucumbe
a la angustia de la ingravidez. Espera encontrar un punto de apoyo
en su tierra de exilio que también es la tierra de occidente [garb) y
la tierra del crepúsculo (gurüb), pero pronto se desilusiona y el rela­
to acaba en una interrogación.
He aquí pues dos puntos de vista sobre la aventura occidental.
Detrás de Europa y de la modernidad se perfila la libertad, la in­
gravidez, y a fin de cuentas, la inversión de los valores y el nihilis­
mo. Entre los célebres analistas de la modernidad —Burckhardt,
L a colonización en perspectiva 213

Nietzsche, Dostoievski, Mann, Musil— ninguno ha permanecido to­


talmente impasible, ninguno ha podido concluir con un sí sin reser­
vas. Incluso el sí nietzscheano es provocación. Las mentes más sere­
nas se han detenido en un pesimismo estoico, otras han querido
regresar a los orígenes. Ya conocemos la fórmula: ¡conservemos
nuestros prejuicios, nos mantienen tan calentitos! Su equivalente
árabe es: ¡agarrémonos a todo lo que aún está en pie!8
Pero hasta el momento nadie ha podido verdaderamente resuci­
tar el pasado. Los pueblos entran en el futuro andando para atrás
como los cangrejos; es un hecho conocido. Cuando Hegel habla de
astucia de la historia, cuando Marx habla de ideología, están desig­
nando el mismo hecho. Al principio de cada período histórico sur­
gen voces que exigen la resurrección de lo que está medio olvidado.
Pero la llamada del pasado, cuando no bloquea la dinámica social,
sirve en la mayoría de los casos para hacer que se adopten las nove­
dades como préstamos.
Este fenómeno de retorno requiere una explicación. Sin duda el
Renacimiento y la Reforma fueron en Europa una vuelta al pasado.
El romanticismo también y todos los neo-ismos del siglo xix. Llama­
das similares sonaron en otros pueblos. Los europeos dicen sin em­
bargo, de buena gana, que se trata de otra cosa, puesto que a los no
europeos, al no haberse ido nunca, no se les puede llamar para que
vuelvan. Aproximémonos a la realidad. Hasta el siglo XV, árabes y
chinos seguían explorando el mundo: los especialistas conocen el
nombre de Ibn Battüta, de Ibn Máyid, de Tcheng Ho, de Ma Huan,
etc. Pero contrariamente a Simbad, estos viajeros volvían siempre a
su punto de partida. Sus contemporáneos europeos hacían lo mis­
mo. Cristóbal Colón había ido y vuelto varias veces.
La ruptura con el pasado ocurre en Europa con Magallanes que,
ciertamente, volvió a su punto de partida, pero tras haber dado la
vuelta al mundo. Con el éxito de la circunnavegación Europa descu­
bre antes que nadie que el mundo es finito. A partir de entonces es­
tá segura de que sobre esta tierra nadie irá más lejos que ella. Un
descubrimiento semejante, incluso no explícito, debido a las rivali­
dades nacionales, es de un alcance psicológico insospechado. El que
llega primero coloca a los demás frente a un dilema: imitarlo o ais-

Al-Yumüd ‘ala al-Mauyud.


214 M arruecos: Islam y nacionalismo

larse. Pero si el desafío se desarrolla en un ruedo cerrado la segunda


solución queda excluida. Sólo la imitación permite escapar a la
muerte histórica. Imitación que favorece al que llega primero antes
de volverse contra él.
He mencionado a Magallanes el navegante. Podría haber escogi­
do el ejemplo del Magallanes filósofo o artista, o sabio experimenta­
dor. Habría llegado a la misma conclusión. En Europa desde hace
cuatro siglos, la vuelta al punto de partida es bien una acción que
desencadena un proceso inédito, bien un grito nostálgico compensa­
dor y sin gran alcance práctico. En otros lugares se trata verdadera­
mente de un repliegue, de un retorno en el tiempo. La historia no
tiene el mismo contenido: por un lado positividad de la acción, por
otro ingravidez del sueño y de la pasión.
Si Europa es sinónimo de modernidad y si ésta significa ingravi­
dez, en todos los sentidos del término, ser moderno se reduce en úl­
tima instancia a querer serlo. En ningún sitio más que aquí adquiere
más certeza la afirmación de que lo primero que cuesta dar es el
primer paso. Epistemólogos, historiadores de economía, teóricos
del arte afirman lo mismo: borrad las explicaciones recibidas y des­
cubriréis la ciencia experimental, poneos como objetivo el enrique­
cimiento material y obtendréis el desarrollo, expulsad la fidelidad
servil y conoceréis el secreto del arte. De hecho, hoy, Europa no es
sólo Europa. En 1945 estaba incluso en otro lugar y es a imagen y
semejanza de ese otro lugar, América concretamente, como se re­
construyó con la Alemania vencida a la cabeza.
Todo empieza por la imitación, política del camaleón que pre­
tende pasar desapercibido, no chocar a la vista, para escapar a la
destrucción. Al principio legitima la preeminencia de la Europa imi­
tada, pero a fin de cuentas la vacía de su substancia. Europa sintió
el peligro e intentó, por la fuerza y la astucia, detener el proceso de
europeización. De ahí su fascinación por todas las reacciones. ¿Po­
dría Europa hacer que el resto del mundo dejase de imitarla? La
respuesta, dadas las circunstancias, es clara: no. La propia Europa
geográfica ha sido europeizada por etapas. ¿Dónde hay que detener­
se? En Voltaire; en el mismo Balzac, el alma de la civilización es el
Mediterráneo. En Kant se desplaza más al norte, mientras que los
países mediterráneos, incluso los de la orilla norte, se sumen en las
tinieblas. Si Grecia no conservó el arte para sí, si Arabia no preservó
L a colonización en perspectiva 215

su lengua y su religión, ¿por qué Europa, que es la única que se


ha definido como proceso y conciencia históricos, se reservaría el
individualismo, el legalismo y el experimentalismo para sí? Su ob­
jetivo ha sido lo útil, lo cómodo, lo confortable; a veces también
lo justo y lo verdadero. ¿Quién rechazaría y en nombre de qué,
unos valores tan comunes? A lo sumo podríamos decir: no es
nuevo.
Algunos nos lo afirman: tras su discurso claro, sencillo, razona­
ble, Europa apuntaba a un objetivo totalmente diferente. La ra­
zón, la ciencia, la libertad civil, etc., fueron fruto del azar como
América lo fue del error. Se habla, de buen grado, hoy, del lado
oculto de la razón europea. Se destaca un nombre, una obra y se
nos introduce en un laberinto en busca de una verdad secreta. Sea
lo que fuere de hecho esta dimensión demoníaca de la conciencia
europea, los no europeos no han tenido que combatirla de frente
puesto que no fue asumida explícitamente. La Europa eficiente,
desde el punto de vista histórico, fue la del racionalismo positivo.
Esta es la que fue imitada incluso si fue tímidamente criticada.
Por mi propia situación no puedo hablar adecuadamente más
que de lo que ha existido antes del reflujo de Europa y que forma
parte de mi propio pasado. Tras la descolonización, los problemas
se provincializan. Europa al volver a ser una noción geográfica,
preocupa a los que se consideran como europeos. Ningún pueblo
vive en presente su edad de oro. Lo que hoy se llama, en una cier­
ta prensa económica, los gloriosos treinta, es decir el período de
1945-1975, que separa la Segunda Guerra Mundial de la crisis del
petróleo, no fueron vividos como tales por nadie. O sea, que la pro­
blemática actual de Europa arranca necesariamente de un contexto
de decadencia, quedando por supuesto claro que ésta es siempre
relativa: una época decadente puede ser más feliz, más rica, más
culta que otras que pasan por estar viviendo su edad de oro. Euro­
pa, al salir de sí misma, ha dado —se ha dado— y éste sería el mo­
tivo de su decadencia. ¿Acaso es un contratiempo único en la his­
toria? Al contrario: el privilegio de los países europeos, incluso los
de proporciones geográficas modestas, es haber subsistido tal como
son, tras haberse desgastado tanto fuera. Antes de la experiencia
europea, la colonización era mortal, ante todo para los coloniza­
dores.
216 M arruecos: Islam y nacionalismo

¿Cuál es el porvenir de Europa, para una cierta Europa que


los interesados no han definido por sí mismos según unos criterios
que manifiestamente no son ni totalmente geográficos ni esencial­
mente históricos?
Europa, ¿dueña del mundo por su ciencia y su técnica?
Muchos afirman que los inventos nacen siempre en ese rin-
concito del mundo y que, gracias a la libertad que reina en él, los
demás acuden a comprárselos y, si es necesario, a birlárselos, para
hacerlos fructificar en sus países primero, y luego donde han visto
la luz. ¿Esta idea bastante extendida sigue siendo correcta? ¿Lo
fue alguna vez? Yo planteo la pregunta y a la espera de una res­
puesta de los historiadores objetivos, doy mi propia impresión a
riesgo de verla rechazada o incluso ridiculizada. Contrariamente a
la ideología del siglo xix, la aptitud para la tecnología, fruto de la
razón calculadora, me parece ser la cosa más compartida del mun­
do. Europa será con el tiempo, en mi opinión, un centro más, en­
tre otros, de la invención científica y técnica.
¿Europa, centro del mundo, vía de paso obligado para todas
las comunicaciones entre comunidades no europeas?
Lo fue durante mucho tiempo y los planisferios todavía man­
tienen este recuerdo. Pero la nueva cartografía, nacida de los saté­
lites de comunicación, transforma esta perspectiva. No hay un
centro natural en el mundo, sólo centros temporales y a corto pla­
zo. Es cierto que los japoneses se instalan en París, Londres, Ro­
ma, para conquistar los mercados africanos, que las relaciones ara­
bo-árabes o arabo-africanas siempre son triangulares. Ante esta
ambición de meros rentistas, nosotros, los árabes, no podemos
más que recordar que nuestra civilización, al haberse fundado so­
bre una posición comparable, ya conoce la fragilidad que esto en­
cierra.
¿Europa museo imaginario del mundo?
Ésta es la previsión menos aleatoria. Aunque se esté vaciando
de sus riquezas artísticas en provecho de Estados Elnidos desde
hace un siglo, Europa posee aún los únicos verdaderos museos
árabes, islámicos, africanos, asiáticos, etc., que permiten entrar en
el mismo corazón de cada una de las civilizaciones correspondien­
tes por las posibilidades comparativas que ofrecen. La UNESCO
es hoy en su mayoría tercermundista y sin embargo nadie discute
L a colonización en perspectiva 217

su localización en París. ¡Dato tan significativo como las reuniones


de la OPEP en Viena o Ginebra!
Por la naturaleza de las cosas estoy llamado a desempeñar el pa­
pel de Uzbek en las Cartas persas; escribo una carta a un amigo que
se ha quedado del otro lado del mar; le hablo de Europa tal como
se me aparece: una bella casa, sólida y confortable, rodeada de un
jardín florido, llena de alfombras persas, de sables árabes, de ador­
nos chinos, una casa con la que soñaría a lo largo de su larga carrera
un capitán o un gran reportero, un diplomático o un agente de co­
mercio. Mi amigo decepcionado me pregunta: ¿y eso es todo? Y yo
le contesto algo confuso: ¿qué puedo hacer si estoy cegado? Si hu­
biera llegado hace un siglo, le habría descrito la Bolsa, el Parlamen­
to, una fábrica de armamento, una biblioteca, una agencia telegráfi­
ca, un castillo real. Habría aplaudido el discurso de un ministro ante
una comisión parlamentaria, la conferencia de un explorador en una
sala de las sociedades sabias, el informe de un invento en la sesión
de la Academia, pero estas instituciones, estos personajes, se encuen­
tran hoy en cualquier lado, en mayor o menor número, y con nom­
bres más o menos fáciles de pronunciar.
Mi amigo espera quizá que le hable de las soluciones propuestas
por Europa, pero todo lo que ésta produce desde hace un siglo es
problemático. Uno escribe unos prolegómenos a un sistema que
nunca ve la luz; otro compone la novela de un hombre que intenta
imaginarse una novela. Todos los dogmas se rechazan, la crítica es
una terapéutica, la consigna más avanzada es la siguiente: está prohi­
bido prohibir. En efecto, en Europa hay quien busca la vía justa,
pero, ¡amigo!, ¿se dirigen acaso a nosotros, que ya hemos conocido a
otros parecidos, con turbantes y barbas blancas? Cuando dicen: va­
yámonos a Oriente, están pensando en California, en Hong Kong,
allí donde existe una Europa multiplicada. Concluyo la carta dirigi­
da a mi amigo que se ha quedado en el terruño dándole dos impre­
siones opuestas.
Camino por el centro de Londres donde el aire se ha vuelto pu­
ro desde que los habitantes han expulsado de la ciudad las fábricas
que durante dos siglos fueron la fuente de su riqueza. Entro en
Hyde Park y me detengo ante la serpentine y mientras se va desen­
roscando en mi mente la larga frase, brillante y fúnebre, de Virginia
Woolf, me invade bruscamente el sentimiento opresor de que todo
218 M arruecos: Islam y nacionalismo

este paisaje ha perdido su razón de ser, que sólo está ahí para ofre­
cer el testimonio del florecimiento de la prosa woolfiana.
Estoy en un restaurante de autoservicio, hacia la una del me­
diodía, en el centro de Hong Kong. Poco a poco se llena de em­
pleados de banca, de seguros, de comercios, que llevan gafas con
montura de metal blanco, corbatas azules, camisas blancas de man­
ga corta, y en la mano la edición local del Wall Street Journal. En un
breve instante estoy tentado de decir: pequeños chinos disfrazados.
Me controlo: no tengo derecho, todos estamos disfrazados.
Concluyo: si encuentras, amigo, que mi drama es haber perdido
la candidez; es haber visto Europa a través de sus reflejos, entonces
ven a verla por ti mismo, compararemos tus impresiones.
De Londres a Elong Kong, pasando por Manhattan, he aquí una
circunnavegación de otro estilo. Lenin decía: la revolución va hacia
el este. Los historiadores observan, a su vez, que (la civilización), la
Europa-sociedad va hacia el oeste. Henos pues de vuelta al punto
de partida. Japón le vende máquinas a la Europa geográfica y le
compra vinos y licores. Muchas naciones que se consideran nuevas
preguntan a los europeos: ¿qué tenéis que ofrecer a parte de los pro­
ductos de la artesanía mecánica? Los habitantes de la provincia Eu­
ropa contestan: unámonos, guardemos nuestras ideas para nosotros,
no tenemos tanta necesidad de los demás. Nosotros, los árabes, des­
de hace más de una generación buscamos unirnos también. Todos
nosotros, europeos y árabes, vivimos obsesionados por el miedo a
oír al ave de Minerva gritar: ¡demasiado tarde, demasiado tarde!
Mientras tanto, la humanidad combate la multiplicación y confronta
el espacio. Todos somos víctimas de una nostalgia que no es la mis­
ma que la del resto del mundo.
APÉNDICES
BIBLIOGRAFÍA

Para una introducción histórica general, ver Jamil Abun-Nasr, A History


o f the Maghrib, Cambridge, 1971; y Abdallah Laroui, Histoire du Maghreb, un
essai de synthèse, Paris, 1970, traducida al inglés por Ralph Manheim con el
título The History of the Maghreb. An Interpretative Essay, Princeton, 1977. La
cuestión del substrato preislámico está bien tratada en François Decret y
Muhammad Fantar, LAfrique du Nord dans lAntiquité des origines au Même
siècle, Paris, 1975. Ver también Marcel Benabou, La résistance africaine à la
romanisation, Paris, 1975, y W. H. C. Frend, The Donatist Church. A Move­
ment o f Protest in Roman North Africa, Oxford, 1952. Comparar con los estu­
dios etnográficos de Edward Westermarck, Ritual and Relief in Morocco,
Londres, 1926, y Emile Dermenghem, Le culte des saints dans l’Islam maghré­
bin, Paris, 1954. Muhammad Talbi, LLmirat aghlabide 184-800/296-909. His­
toire politique, Paris, 1966, resume y critica la bibliografía existente sobre los
primeros tiempos del Islam. Roger Le Tourneau, The Almohad Movement in
North Africa in the Twelfth and Thirteenth Centuries, Princeton, 1969, ofrece
una breve panorámica de la obra de Ibn Tümart y sus sucesores. La organi­
zación almohade la describe J. F. P. Hopkins, Medieval Muslim Government
in Barbary until the sixth Century, Londres, 1958. En lo que se refiere a las
zagüías, consultar Thomas H. Weir, The Shaykhs o f Morocco in the xvith Cen­
tury, Edimburgo, 1904, y Jacques Berque, Al-Youssi. Problèmes de la culture
marocaine au xvii siècle, Paris, 1958. El movimiento salafí ha sido estudiado
en profundidad por Ali Mérad, Le réformisme musulman en Algérie de 1929 à
1940, essai d’histoire religieuse et sociale, La Haya, 1967, y Arnold H. Green,
The Tunisian Clama 1873-1915. Social Structure and Response to Ideological Cu­
rrents, Leiden, 1978. El testimonio de ‘Allai al-Fàsï es importante, The In­
dependence Movements in Arab North Africa, Washington, 1954. La defensa
222 M arruecos: Islam y nacionalismo

del morabitismo se trata en Martin Lings, A M oslem Saint o f th e T ioentieth


C entury ; Londres, 1961. Para conocer el punto de vista de los antropólogos,
consultar Clifford Geertz, Islam O bserved. R eligiou s D evelop m en t in M oro cco
a n d Indonesia, New Haven, 1968, que utiliza conceptos weberianos. Ver
también Ernest Gellner, M uslim S ociety, Cambridge, 1981, de tendencia
más bien estructuralista. Dale Eikelmen, M oroccan Islam. T radition an d So­
ciety in a R ilgrim age C enter ; Austin, 1976, es más descriptivo. Vincent Cra-
panzano, T he H amadsha. A Study in M oroccan E thnopsychiatry, Princeton,
1973, se interesa por un campo limitado. Elay que completar su trabajos
con la lectura de la autocrítica de Paul Rabinow, R eflection s on F ieldtoork in
M orocco, Berkeley, Los Angeles, 1977; traducción al castellano de Pedro
Hornillo Calderón, Madrid, Júcar, 1992. La situación actual la analiza con
agudeza y rigor Elbaki Hermassi, L eadership a n d N ational D evelop m en t in
N orth Africa, Berkeley, Los Ángeles, 1972, y Mohamed Arkoun, La p en sé e
arabe, París, 1975.

II

El siglo xix ha sido estudiado en importantes tesis universitarias, no


todas publicadas. Citemos por orden cronológico: Jean-Louis Miége, Le
M aroc et IL urope 1830-1894, 4 vols., París, 1961, 1963 reed. Pierre Guillen,
L A llem agne et le M aroc d e 1870 á 1903, París, 1967. Jean-Claude Allain, Aga-
d ir 1911, París, 1976. Estas obras forman parte, en efecto, de la historia de
la expansión europea, pero en ellas se advierte una clara voluntad de consi­
derar el punto de vista marroquí, cada vez que la documentación existente
lo permite. El primer historiador que se ha dedicado a investigar esencial­
mente sobre los archivos marroquíes fue Germain Ayache, cuyos artículos
principales se reunieron en L tudes d ’h istoire m arocaine, Rabat, 1979, habien­
do dirigido las siguientes tesis: Ahmad Tawfiq, Inultán 1850-1912,, 2 vols.,
Casablanca, 1978; Naima Haraj-Touzani, al-U m aná’ b il-m agrib f i ‘a h d a l-su l-
tán M uley al-hassan al-aw toal, Mohamadia, 1979; Ornar Afa, M as’a lat a l-n u -
q ú d fi tárij al-m agrib, Casablanca, 1988.

III

Existen dos estudios generales sobre la resistencia marroquí ante el


avance de las tropas francesas: Edmund Bruke III, P relu d e to P rotectora te in
M orocco, Chicago, 1976, y Ross E. Dunn, R esistance in th e Desert. M oroccan
R espon se to F rench Im perialism , Madison, 1977. En lo que respecta a la gue-
Bibliografía 223

rra del Rif, consúltese la tesis de Germain Ayache, L es origin es d e la g u erre du


R if Rabat, 1981, que se puede completar eventualmente con Ahmed Bu
Ayachi, H harb a l-R if 2 vols., Tánger, 1974, y David S. Woolman, R eb els in
th e R if Stanford, 1968, que se apoya únicamente sobre documentos espa­
ñoles. Ver también Daniel Rivet, L yautey et le P rotectora t d e la F rance au M a­
ro c 1912-1925, París, 1988. El testimonio de los generales franceses se en­
cuentra en las siguientes obras, seleccionadas entre varias de desigual valor:
A. Guillaume, L es B erb ères M arocains et la P a cifica tion d e l ’A tlas Central, Paris,
1946; H. Gouraud, Au M aroc 1911-1914, Paris, 1949; A. Huré, La P a cifica­
tion du M aroc 1931-1934, Paris, 1952; G. Spillmann, Du P rotectora t à l ’I n d é­
p en d a n ce 1912-1955, Paris, 1967. Algunos líderes de la resistencia dictaron
sus memorias. Ver las de Muhammad Azarqan, ministro de Asuntos Exte­
riores de Muhammad ben ‘Abd al-Krïm en Ahmad Skïrech, al-D il al-X Janf
Biblioteca General de Rabat; el caid Nàyim al-Ajsàsï en Mujtâr al-Sùsî, al-
M a’s ül, t. XX, Casablanca, 1961; el bajá Idris Menu en Mujtâr al-Süsï, H aula
m à ’i dat al-gadâ. Algunos cantos de la resistencia fueron traducidos por A. M.
Galmiche y J. Robichez en la revista T em ps M odern es , París, diciembre,
1949. Para los poemas patrióticos en árabe clásico ver Ibrâhîm Sùlàmï,
a l-C h i‘r al-LJatariïal-M agribl, 1912-1956, Casablanca, 1974.

IV
Para la historia del movimiento nacionalista marroquí véase Roger Le
Tourneau, L ’é v o lu tio n p o litiq u e d e l ’A frique d u N ord m u su lm a n e 1920-1961,
Paris, 1962; John P. Halstead, R ebirth o f a N ation 1912-1944, Cambridge,
MA, 1967; Charles-André Julien, L e M aroc fa c e aux im périalism es 1915-1956,
Paris, 1978; ‘Abd al-karim Galâb, Tdrij al-H araka al-LJataniyya al-M agribiyya ,
2 vols., Rabat, 1987. Podemos encontrar un enfoque de tipo sociológico en
J. Berque, L e M aghreb en tre deux guerres, Paris, 1962. La cuestión del dahir
beréber se analiza en detalle en Ch. R. Ageron, P olitiq u es co lo n ia les au M agh­
reb, Paris, 1972, pp. 109-148, y K. Brown, P eo p le o f Salé, Cambridge, MA,
1976. Sobre el concepto de nacionalismo, consúltese Karl W. Deutch, Na-
tionalism a n d S ocia l C om m unication, Boston, 1953; E. Gellner, T hought a n d
Change, Londres, 1964; Anthony D. Smith, T héories o f N ationalism , Lon­
dres, 1971. Las memorias de los principales protagonistas del nacionalismo
son de singular importancia. La obra de ‘Allai al-Lâsï, al-Harakdt..., ya se ha
citado anteriormente. Habría que añadir las recopilaciones de artículos de
Muhammad H. al-Uazzânï, H arb al-Q alam , 6 vols. 1981-1982; y, por supues­
to, el libro de S. M. Hassan II, Le défi, París, 1976. En una perspectiva com­
parativa no está de más leer, de Hamid Algar, R eligion a n d State in Iran
1755-1906, Los Ángeles, Berkeley, 1969.
224 M arruecos: Islam y nacionalismo

Dado que se trata de un análisis psicosociológico, es necesario recurrir


a los ensayistas y a los hombres de letras. Citemos, sin embargo, en primer
lugar, a dos historiadores: Jacob Burckhardt, Considérations sur l’histoire uni­
verselle, París, 1971, y K. M. Panikkar, L’Asie et la domination occidentale, Pa­
rís, 1956; a un sociólogo: Raymond Aron, Plaidoyer pour une Europe déca­
dente, Paris, 1980, y de un filósofo, Jean-Paul Sartre, el prefacio al libro de
Paul Nizan, Aden-Arabie, Paris, 1960. El punto de vista de los no europeos
y la crítica al eurocentrismo se hallan diversamente expresados en A. La-
roui, La crise des intellectuels arabes, Paris, 1974; Hichem Djait, LEurope et
L’Islam, Paris, 1978; traducción al castellano de Javier Sánchez Prieto, Ma­
drid, Libertarias-Prodhufi, 1990, Edward Said, Orientalism, Nueva York,
1979; traducción al castellano de María Luisa Fuentes, Libertarias-Prodhu­
fi, 1990. En lo que respecta a la expresión literaria hay que referirse, entre
otros, a Taha Husain, Adib o la aventura occidental, Joseph Conrad, Nostro-
mo\ Thomas Mann, La montaña mágica; André Malraux, La tentation de l’Oc­
cident.
ÍN D ICE O N O M Á STICO

‘Abd al-Krüm, Muhammad, véase Abdelk- Aristoteles, 210.


rim. Arslan, Chakïb, 137.
‘Abd al-Malik, 123. ‘Attâbï, al-, 113.
‘Abd al-Mu’min al-Gümí, 49, 50. Ayache, G., 167.
‘Abd-al-Rahmän, sultán de Marruecos, Azarqän, Muhammad, 137.
66, 67, 69, 75,85. ‘Azzäm, ‘Abd al-Rahmän, 113.
‘Abd al-Rahmán al-‘Alch, 74. Ba Ahmad, véase Musa, Ahmad ben.
‘Abd al-Salám ibn Machlch, 51, 56. Bakrl, al-, 43.
‘Abd al-Saläm ibn Sa‘ld, 44. Balzac, Honoré de, 214.
‘Abd al-Uáhid al-Marrákuchi, 51. Banü Hilal (linaje), 37, 46.
‘Abd Allah ibn Yásin, 47, 48. Bâqilânï, al-, 47.
Abdelkrim, 123, 135-145. Barünl, Sulaimân al-, 112, 113.
‘Abduh, Muhammad, 59. Basalâm, Hassü U, 124.
Abü ‘Abd Allah, 47. Baudelaire, Charles, 211.
Abu al-‘Arab Muhammad ibn Tamlm, 44. Bernard, Auguste, 20.
Abü al-‘Arab Tamim, 47. Boumedien, Huari, 186.
Abü al-Muháyir, 36, 37. Bu ‘Azzani, 133.
Abü Hafs ‘Umar, 51. Bu Chucha, 116.
Abü Hanlfa, 43. Bu Hmara, 16, 97, 101.
Abü ‘Imrán al-Fási, 46, 47. Bugeaud, 125.
Abü Ya‘far Ibn ‘Atiya, 51. Büh Sa‘d (cheij), 122.
Abü Yüsuf, 150. Buhlül ibn Râchid, 44, 45.
Abu Zakariyyá, 43. Bujârï, 25.
Afgání, Yamal al-Din al-, 59. Burckhardt, Jacob, 212.
Agdaf, al-, 123. Burguiba, Habib, 139.
Agustín, san, 34, 206. Cassini, 99.
Ahmad, al-Yaráui, 51. Cipriano (obispo), 34.
Ainln, Má al-, 111, 123, 126, 127, 129, Colón, Cristóbal, 213.
135. Comte, Auguste, 149, 153.
‘Alaul, al-‘Arbi al-, 59. Conrad, Joseph, 210.
‘All ibn Abi Tálib, 38, 40. Coppolani, Xavier, 111, 119, 126, 127.
Almodóvar (duque), 99. Châfi‘ï, 48.
Amezian, 112, 113. Charif, Ahmad al-, 112.
Amhäush, ‘All, 123-124. Darqâuî, ‘Abd al-Rahmän al-, 143.
226 Marruecos: Islam y nacionalismo

Darwin, Charles, 198. Ibn ‘Aliua, Ahmad, 61.


De Saulty, véase ‘Abd al-Rahmän al-'Alch. Ibn ‘Arabl, 53, 63.
Dostoievski, Fedor, 206, 210, 211, 213. Ibn Bädls, ‘Abd al-Hamld, 59.
Dukkáll, Abü Chu‘aib al-, 59, 124. Ibn Battüta, 32, 213.
Eduardo VII, rey de Inglaterra, 99. Ibn Habbùs, 51.
Engels, Friedrich, 198. Ibn Hazm, 48.
Erckmann, Jules, 91. Ibn Idhäri, 51.
FâsT, ‘Allai al-, 61, 138-140, 143, 145, 160. Ibn Jaldún, 15, 25, 54, 63, 151.
Fatima, 38-39, 56. Ibn Mäyid, 213.
Fèbvre, Lucien, 26. Ibn Ruchd, 51.
Fustel de Coulanges, N. D., 153. Ibn Tufail, 51.
Gabbâs, Muhammad al-, 91. Ibn Zohr, 51.
Galilei, Galileo, 25. Ibrahim ibn al-Aglab, 41.
Gandhi, Mahatma, 179, 207. Ibrahim ibn al-Raqlq, 45.
Gazâlï, 48. Idris I, 38, 39, 42, 192.
Gâzï, Muhammad, 143. ly ä d (cadi), 47.
Glaoui, Madani, 128, 129, 132. Jatlb, Muhammad al-, 137.
Glaui, Thami, 132, 133. Jaurès, Jean, 157.
Gouraud (coronel), 111, 127. Kaddür ben Hamza, 116.
Green, Kirby, 93. Kähina, 36, 37, 40.
Gsell, Stéphane, 33. Kant, Emmanuel, 214.
Gueluli, 128, 129. Kattänl, Muhammad ben ‘Abd al-Kablr
Guillermo II, emperador de Alemania, al-, 144.
99. King, Martin Luther, 179.
Gundafi, 128, 132, 133. Kusaila, 36, 37.
Ha Min, 42, 43. Lagdaf ben Misbah, 127, 131, 132.
Häch, Muhand U al-, 124. Lamothe (general), 133.
Hamba, Bach, 113. Laroui, Abdallah, 9-11.
Hammù, Muha U, 123, 125. Lenin, V. I., 218.
Hassan I, sultán de Marruecos, 16, 66, Lévi-Provençal, E., 18, 28, 168.
75-78, 83-94, 96, 97, 102, 110. Lyautey (general), 113, 127, 129, 130,
Hassan II, rey de Marruecos, 192. 132, 147, 162.
Hassan ibn ‘Ali, 42. Ma, Huan, 213.
Hassan ibn al-Nu‘mân, 36. MacLean (comandante), 75, 90.
Hassan ibn Rachïq, 45. Magallanes, Fernando de, 213, 214.
Hassâna, 123. Mahoma, véase Muhammad.
Hay, John Drummond, 75, 86, 88, 93, 95. Maisara, 40.
Hayâmï, Muhammad al-, 123. Makkl, al-, 124.
Hayuî, Muhammad al-, 20, 145-153. Mälek ibn Anas, 43, 44.
Hegel, G. W. F., 206,213. Malraux, André, 210.
Herodoto, 32, 197. Mangin, Charles, 130-132, 134.
Hiba, Ahmad al-, 123, 124, 126-135. Mann, Thomas, 211, 213.
Husain, Taha, 210-212. Mansür ibn Buluggin, al-, 44.
Ibn al-Färid, 63. Maquiavelo, Nicolás, 209.
Ibn al-Habhäb, 40. Marx, Karl, 198, 205, 213.
Ibn al-Häch, 58-59. Maspéro, Gaston, 17.
Ibn al-Qattän, 51. Mauchamp (doctor), 102.
Ibn al-Saglr, 43. Menu, Idris, 129.
Ibn al-Tayyibl, 124. Messimy (ministro), 114.
Ibn al-Zayyät, 51. Michaux-Bellaire, 19.
índice onomástico 227

Miège, J.-L, 167. Régnault, E., 162.


Mili, Mubarak al-, 59. Revoil, 99.
Moinier (general), 128. Rida, Muhammad, 114.
Montagne, R., 19, 167. Rida, Rachld, 59.
Montefiore, Moses, 81. Roosevelt, Franklin, 104.
Mtuggi, 128, 129. Sahnün, véase ‘Abd al-Salam ibn Sa‘ïd.
Muais, Hida U, 128. Sa‘ïd, Muha U, 123.
M u‘auiyya, 40. Saint-René Taillandier, 98.
Muhammad, 32, 39, 66, 70. Sälih, 43.
Muhammad III, sultán de Marruecos, Samlâdï, Nafrutan al-, 123.
58, 65, 67, 68, 70, 72, 85, 159. Sfar, Bachlr, 59.
Muhammad IV, sultán de Marruecos, 66, Sibelius, J., 194.
69, 74, 77, 78, 81, 82, 85, 88, 90, 95, 102. Sidiya (cheij), 122.
Muhammad V, rey de Marruecos, 104. Skirech, Ahmad, 61, 143.
Muhammad ‘Ali de Egipto, 95. Skïrech, Zubair, 91.
Muhammad ibn al-Madanï Gannün, 58. Steeg, Théodore, 162.
Muhammad ibn Sa‘ïd Charaf, 45. Sulaimân, sultán de Marruecos, 58, 65,
Muhammad ibn Sulaimân al-Yazülï, 56. 68, 70, 85, 96.
Muhammad ibn Tümart, 48, 49, 50, 52. Tácito, 15.
Mujtâr, ‘Umar al-, 114. Tanyit, 42.
Mujtâr al-Süsî, 30, 135. Târiq ibn Ziyâd, 37.
Muley ‘Abd al-‘Aziz, 15, 90, 97, 99, 102- Taufiq, Ahmad, 20.
105, 110, 111, 123, 127, 144, 145. Tauflq al-Madanï, 137.
Muley ‘Abd al-Hafïd, 97, 103, 104, 123, Tazi, Muhammad, 94.
127-130, 134, 145. Tcheng, Ho, 213.
Muley Idris, 111, 114, 127. Terrasse, Henri, 19, 20, 168.
Muley Ismâhl, sultán de Marruecos, 65, Tertuliano, 34.
67, 70. Torres, Mhammed, 99, 102, 104.
Muley Sulaimaln, 159. Tucídides, 15, 197, 211.
Muley Yùsuf, 130, 132, 145, 146, 162. UancharïsI, al-, 54.
Murtadâ, al-, 51, 124. Uazzani, Muhammad, 157.
Müsâ, Ahmed ben, 90, 97, 110. ‘Ubaid Allah al-Mahdl, 39.
Müsä ibn Nusair, 36, 37. ‘Uqba ibn Nafi‘, 36, 37.
Musil, Robert, 211, 213. Uqbi, Tayyib al-, 59.
Mussolini, Benito, 113. Visconti Venosta (marqués), 99.
Naggádl, al-, 123, 125. Volpi (proconsul), 113.
Naslrl, 17, 82, 92. Voltaire, 214.
Nicolson, Harold, 99, 100, 104. Wachâch, 47.
Nietzsche, Friedrich, 213. Weber, Max, 153.
Ni‘mat, al-, 123, 135. Westermarck, Edward, 32.
Nu‘man ibn Hayyün, 43. White, Henry, 99, 100.
Pareto, Vilfredo F. Samaso, marqués de, Windsor, Philip, 178-179.
205. Woolf, Virginia, 217.
Pedro I el Grande, zar de Rusia, 95, 206, Yalâl-al-Dïn-al-Rümï, 63.
207. Yâzldl, Muhammad al-, 143.
Péguy, Charles, 180. Yusuf ben Tachfln, 13, 47.
Rabbuh, Murabbih, 123, 124, 131-135. Za‘âlibl, ‘Abd al-‘Aziz, 61.
Rabelais, François, 26. Zaglül, Sa‘ad, 157.
Raisuni, 97. Zayyani, 18.
Raqqáda (emir), 39. Zlrï ibn Manad, 39.
ÍN D ICE TO PO N ÍM IC O

Adrar, 119, 134. Aurés, 36.


Afganistán, 200. Australia, 200.
África, 31-35, 38, 40-42, 45, 46, 55, 63, Austria, 100, 104.
66, 106, 108, 109, 111-114, 118, 121, Axdir, 141.
155, 198, 205. Azemmour, 9.
Afugal, 56. Bagai, 45.
Agadir, 132, 182, 194. Bagdad, 38, 43, 149.
Ain Sofra, 120. Bangkok, 204.
Aiun (El), 190. Basra, 151.
Alejandría, 48. Bechar, 120, 162.
Alemania, 75, 84, 86, 88, 90, 96, 97, 98, Belezma, 45.
100, 103, 104, 110, 114, 120, 131, 162, Bélgica, 75, 90, 100.
207, 214. Belice, 186.
Algeciras, 97, 99, 101-105, 127. Benghazi, 112.
América, 214. Berbería, 138, 200.
América del Norte, 207. Berguent, 98.
Andalucía, 201. Berlín, 108, 113.
Andalus, al-, 46, 48, 51, 137, 148. Bizacena, véase Ifriqiyya.
Ángeles (Los), 9. Bohemia, 156.
Annual (batalla), 119, 137, 138. Brakna, 111.
Anti Atlas (cordillera), 70, 115, 120, 133, Bretaña, 201.
134, 135. Bu Gafer (batalla), 115, 124, 125.
Arabia, 32, 58, 197, 214. Bu Otman (batalla), 124, 134.
Argel, 46, 59, 65, 111, 115, 185, 189. Bujía, 48.
Argelia, 31, 39, 40, 55, 59, 61, 73, 100, Cabinda, 186.
103, 109, 116, 126, 141, 145, 147, 162, Cachemira, 186.
185, 187, 190, 192, 195, 198, 208. Cairo (El), 38, 51, 59, 137, 139, 140, 145,
Asabaa (batalla), 112. 149, 151.
Asia, 155, 198. California, 9, 217.
Atar, 111, 112, 127. Camboya, 200.
Atenas, 149, 197,211. Cartago, 33-36.
Atlántico (océano), 36, 194. Casablanca, 102, 117, 152, 153.
Atlas (cordillera), 36, 46, 49, 50, 114, Cáucaso (cordillera), 200.
115, 118, 120, 123, 124, 133, 183. Ceuta, 38, 47, 55, 72, 73, 108, 183, 186.
230 M arruecos: Islam y nacionalism o

Cirenaica, 106, 109, 112, 114, 120. Guir, 111.


Constantinopla, 105, 106, 109, 112, 117. Gurara, 116.
Córcega, 201. Hauz, 65, 67, 68, 77.
Córdoba, 38, 46, 48, 51, 149, 151. Haya (La), 184, 185, 187-190, 192.
Changuít, 46. Herí (El) (batalla), 119.
Chauia, 106, 124, 127, 133. Hiyaz, 43-44.
Chelif, 40. Hoggar, 118.
Chenguit, 116, 122, 123. Holanda, 100.
Cheraga, 67. Hong Kong, 186, 217, 218.
Cherarda, 67. Hungría, 156.
China, 155. Ifriqiyya, 36-40, 43, 45, 50-52.
Damasco, 38,40, 151. In Gar (batalla), 110.
Dir, 65, 67. In Salah, 110, 116.
Dukkala, 131. India, 137, 198, 200, 203-205.
Egipto, 17, 37, 39, 74, 75, 98, 103, 112, Inglaterra, 73, 81, 84, 86, 96, 98-100,
114, 158, 160, 186, 204. 103, 110, 112, 120, 162, 200, 203,
España, 10, 37, 38, 69, 72, 73, 78, 84, 86, 207.
87, 92, 93, 96-101, 103-105, 108, 110, Irak, 41, 44, 45, 48, 148.
112, 116, 120, 180, 185-187, 192, 195, Irán, 163.
200. Irlanda, 198, 200.
Esparta, 197, 211. Isly (batalla), 15, 67, 74, 86.
Estados Unidos, 9, 22, 88, 99, 100, 102, Italia, 75, 86, 88, 99, 100, 105, 108, 109,
194,216. 112, 116.
Estambul, 137. Japón, 207, 218.
Etiopía, 163. Kairuán, 36, 38, 40, 43-46, 48, 62, 109.
Europa, 65, 68, 72, 76, 78, 79, 84, 85, Kenadsa, 111.
89-91, 94, 98, 104, 143, 148, 155, Kerbus, 123, 132-134.
156, 166, 177, 197, 198, 200-202, Ksiba (batalla), 119.
210-218. Larache, 55, 67, 91.
Fez, 16, 28, 38, 46, 48, 52, 60, 67, 68, 74, Laribus, véase Urbus, al-.
78, 85, 91, 97, 103, 104, 123, 126-128, Líbano, 205.
132, 134, 136, 137, 140, 141, 144, 149, Libia, 31, 42, 55, 62, 106, 113.
151-153, 157. Londres, 137, 179, 216-218.
Figuig, 98, 111. Macao, 186.
Filipinas, 208. Madras, 186.
Francia, 25, 67, 72, 73, 75, 78, 84, 86- Madrid, 15, 73, 78, 84, 88, 99, 108, 114,
88, 90, 93, 96-101, 103, 104, 108-112, 189, 195.
116, 120, 122, 126-128, 136, 147, Magreb, 9, 10, 31, 35, 37, 38, 40-42, 44-
162, 212. 47, 50-52, 54, 55, 60-63, 105, 106,
Gabes, 109. 108-110, 113, 118, 120, 121, 157, 159,
Galias, 200. 187.
Garb, 65, 89. Malvinas (archipiélago), 186.
Génova, 78. Manchester, 78.
Gibraltar, 74, 75, 78, 86, 90, 186. Marraquech, 17, 28, 46, 49, 51, 102, 103,
Ginebra, 217. 123, 126, 127, 129-134, 152, 194.
Goa, 186. Marsella, 78.
Gomara, 42. Mauritania, 31, 33, 46, 147.
Gran Bretaña, 88, 101. Meca (La), 46, 60, 63, 149, 151.
Grecia, 197, 214. Medina, 41, 44, 53, 66.
Guelta Zemur, 189. Mediterráneo (mar), 38, 41, 203, 214.
índice toponímico 231

Méjico, 208. Siyilmasa, 41, 47.


Melilla, 72, 73, 108, 110, 186. Sjur, 130.
Mequinez, 48, 50, 152. Soluk, 114.
Misurata, 113. Sudáfrica, 200.
Moinam, al-, 111, 127. Suecia, 100.
Monastir, 45. Sus, 16, 45, 75, 87, 132, 133.
Mzab, 42, 43. Susa, 45.
Numidia, 33. Tadla, 70, 130.
Nun, 87, 113. Tafesaset (batalla), 124.
Oran, 160. Tafilalet, 75, 87, 122, 123.
Oranesado, 162. Tah, 194.
Oriente Próximo, 31, 35, 139, 157. Tahart, 41, 43.
Pacífico (océano), 197. Tailandia, 163, 208.
Palestina, 200. Taiwan, 204.
París, 9, 25, 59, 92, 108, 157, 211, 212, Talmín, 110.
216,217. Tánger, 75, 83, 86, 87, 99.
Pequeña Cabilia, 39. Tarfaya, 84, 121, 132, 186, 194.
Persia, 37, 48, 155, 197. Tarudant, 132.
Portugal, 100, 203. Taza, 50.
Provenza, 201. Taziqzant, 115, 125.
Rabat, 9, 13, 67, 91, 136, 137, 145, 186. Telzaza, 98.
Raqqada, 44, 45. Tetuán, 42, 74, 77, 86, 136, 137, 183.
Reino Unido, 104. Tibet, 186.
Rif, 72, 86, 100, 112, 113, 120, 122, 133, Tidikelt, 116, 118.
136-141, 143-145, 157, 162. Tidyikdya, 111, 119, 127.
Río de Oro, 108, 112, 189. Timor, 186.
Rojo (mar), 31. Tinduf, 115, 189.
Roma, 33, 113, 152, 203, 207, 216. Tinmal, 49.
Rusia, 88, 99, 104, 206, 207. Tit, 118.
Sabrá-Mansüriyya, 44. Tiznit, 123, 127, 130, 132-134.
Safi, 56. Tlemcen, 38, 46, 48, 52.
Sáhara, 41, 46, 47, 105, 106, 109, 111, Tobruk, 112.
114, 120, 121, 126-128, 180, 182-187, Trarza, 111, 122.
189-191, 194, 195. Trípoli, 46, 112.
Sahel, 109. Tripolitania, 105, 109, 112, 113, 122.
Salé, 152. Tuat, 84, 87, 105, 108, 110, 121, 122.
Salsaf, 98. Túnez, 31, 38, 39, 41, 46, 48, 49, 52, 55,
Sao Paulo, 137. 59, 60, 61, 105, 109, 112, 115, 116,
Saura (valle), 111. 120, 137, 158, 160.
Senegal, 126. Turín, 91.
Senegal (río), 116. Turquestán, 200.
Sequía el Hamra, 84, 112, 127, 134, Turquía, 93, 96, 120, 141, 155, 163, 208.
189. Uazzan, 86, 89, 122.
Sfax, 109. Uchda, 87, 102, 112, 117, 145.
Siberia, 200. Udaia, 67.
Sicilia, 201. Ued el-Majazin, 55, 160, 183, 192.
Sidi Bu Otman, 132. Uham, el-, 131.
Sidi Ifni, 115, 186. Ulad Yami, 67.
Silesia, 156. Uliyan, 123, 133.
Siria, 37, 200. Um-er-Rebia, 131.
232 Marruecos: Islam y nacionalism o

Urbus, al-, 39. Yemen, 39.


Viena, 65, 217. Zab, 41.
Yebel al-Ajdar, 112. Zerhun, 192.
Yebel Nafusa, 42, 113, 122. Ziz, 120.
Yebel Sagro, 115, 118-119. Zusfana, 111.
Este libro se terminó de imprimir
en los talleres de M ateu Cromo Artes Gráficas, S. A.
en el mes de marzo de 1994.
Las Colecciones MAPFRE 1492 constituyen el principal proyecto de la
Fundación MAPFRE AMÉRICA. Formado por 19 colecciones, recoge
más de 270 obras. Los títulos de las Colecciones son los siguientes:

AMÉRICA 92
INDIOS DE AMÉRICA
MAR Y AMÉRICA
IDIOMA E IBEROAMÉRICA
LENGUAS Y LITERATURAS INDÍGENAS
IGLESIA CATÓLICA EN EL NUEVO MUNDO
REALIDADES AMERICANAS
CIUDADES DE IBEROAMÉRICA
PORTUGAL Y EL MUNDO
LAS ESPAÑAS Y AMÉRICA
RELACIONES ENTRE ESPAÑA Y AMÉRICA
ESPAÑA Y ESTADOS UNIDOS
ARMAS Y AMÉRICA
INDEPENDENCIA DE IBEROAMÉRICA
EUROPA Y AMÉRICA
AMÉRICA, CRISOL
SEFARAD
AL-ANDALUS
EL MAGREB

A continuación presentamos los títulos de algunas de las Colecciones.


COLECCIÓN
LAS ESPAÑAS Y AMÉRICA

Navarra y América.
Aragón y América.
Madrid y América.
Valencia y América.
Extremadura y América.
Galicia y América.
Baleares y América.
Castilla y América.
Cataluña y América.
Canarias y América.
Andalucía y América.
Asturias y América.
Cantabria y América.
Vascongadas y América.
La Rioja y América.
Los murcianos y América.
COLECCIÓN
AMÉRICA, CRISOL DE LOS PUEBLOS

Judíos y América.
Irlandeses y América.
Filipinos y América.
Eslavos y América.
Chinos y América.
Griegos y América.
Arabes y América.
Negros en América.
Japoneses y América.
Armenios y América.
Trata de esclavos y efectos sobre Africa.
COLECCIÓN
AL-ANDALUS

Reino Nazarí de Granada.


Arabe andalusí y lenguas romances.
Invasión e islamización.
Individuo y sociedad en Al-Andalus.
Al-Andalus, España en la literatura árabe contemporánea.
Castillos.
Ciudades hispanomusulmanas.
Literatura hispanoárabe.
La ciencia de los antiguos en Al-Andalus.
Toledo y las escuelas de traductores.
El Califato de Córdoba.
Los Reinos de Taifas y las invasiones magrebíes.
COLECCIÓN
SEFARAD

Diàspora sefardí.
La Inquisición y los judíos.
Lengua sefardí.
Sinagogas y barrios judíos en España.
Los judíos en Portugal.
La ciencia hispanojudía.
Literatura sefardí.
La expulsión de los judíos de España.
Polémica y convivencia de las tres religiones.
El libro Marruecos: Islam, y nacionalismo.
Ensayos, de Abdallah Laroui, forma parte
de la Colección «El Magreb», que analiza las
relaciones complejas y necesarias manteni­
das durante los últimos seiscientos años en­
tre el Magreb y la Península Ibérica.
COLECCIÓN EL MAGRER

Españoles en el Magreb, | El cristianismo en el Norte


siglos xix y xx. de África.

Los moriscos antes y después 0 1 Argelia, entre el desierto


de la expulsión. y el mar.
Q j Inmigración magrebí en España.
El Protectorado de España
El retorno de los moriscos.
en Marruecos.
1 8 Presencia cultural de España
España-Magreb, siglo xxi. D en el Magreb.
Los españoles y el Norte de H ¡HH Marruecos: Islam y
África. Siglosx v x v iii . nacionalismo. Ensayos.

9788471006127

9 78847 006127

L
A bdallah Laroui MARRUECOS: ISLAM Y NACIONALISMO COLECCIÓN EL MAGREE

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