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JUICIO DE UNA

ZORRA

Dramaturgia:

Gloria González Salinas

2º DIRECCIÓN

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Una larga mesa ceremonial tenuamente iluminada. Sobre ella, numerosas botellas de vino,
copas de cristal. Aparece una mujer de impresionante cabellera rubia. Vestido rojo y tacones
de vértigo. La escasa luz no permite ver su cara con claridad a pesar de que mira fijamente
al público. Se sirve una copa de vino y se vuelve de espaldas. Levanta la copa como si
lanzara un brindis al cielo. Comienza a hablar sin girarse. Luz sobre ella.

ESCENA 1: Hábeas Corpus

HELENA:

Helena de Esparta, Helena de Troya, Helena la argiva, Helena la aquea, la mujer más
hermosa del mundo, la divina entre las mujeres, la hija de Zeus, la de níveos brazos, la de
cabellos de oro… la bella Helena.

Se gira al público. No es una mujer hermosa. Está consumida por el tiempo, el alcohol y el
dolor. Avanza hacia el público con sutiles signos de estar bebida.

Esa soy yo. ​(Mira al público midiendo su reacción.) ¿​Qué? ¿Es alguno de vosotros inmune a
los estragos del tiempo? ¿Ha venido algún mortal a verme? ​(Se acerca aún más al público.)
¿Papá, estás entre el público? Vozna, Zeus todopoderoso, para que pueda reconocerte. Si
alguien tiene un cisne sentado junto a él que no lo espante, es mi padre. ​(Truena y HELENA
​ o, no está aquí, está en casa. Hace tiempo que los dioses
mira al cielo riendo a carcajadas.) N
se aburrieron de este mundo y se replegaron a sus mansiones a ponerse ciegos de ambrosía.
Mejor… Cuanto menos enreden los dioses en el mundo tanto mejor para el mundo.

Aunque hoy la que viene a enredar soy yo.

HELENA se sienta sobre la mesa con una actitud repentinamente relajada. Rompiendo el
ritual que ella misma ha iniciado.

Si no adivináis entre los escombros del tiempo la belleza de Helena, tal vez lo hagáis con los
otros nombres por los que se me conoce: Helena la zorra… y no precisamente por mi astucia.
Helena la puta, la casquivana, la ramera, la meretriz, la desvergonzada, la seductora. La

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poseída por los furores de Afrodita. La calientapollas… que rima con Troya. La ruina de Ilión
y de la casa de los Atreos. La culpable de desencadenar la guerra más famosa de la historia…
Se me podría considerar un arma de destrucción masiva. Y claro, había que arrasar una
ciudad entera y aniquilar a toda su población para encontrarme… Una noble y humanitaria
afición que no se ha perdido con el transcurrir de los siglos.

HELENA se detiene. Trata de disimular un dolor punzante en su cabeza. Apura de un trago


la copa de vino. Parece recomponerse como si nada hubiera pasado. Sonríe seductora.

Esta noche voy a someterme voluntariamente a vuestro juicio a pesar de haber sido
condenada de antemano. Pero esta noche las palabras que den forma a los hechos serán las
mías.

Se da cuenta de que su copa está vacía y vuelve a servirse de alguna de las numerosas
botellas que tiene en la mano.

ESCENA 2: Recurso de casación.

Esta noche seré yo quien hable desde este lugar al que he sido condenada. Este limbo
imperecedero en el que vuestra memoria me convierte en inmortal. Ese espacio fecundo e
imaginativo en el que también soy inmortal por ser hija del todopoderoso Zeus. Su única hija
con una mortal. Condenada por él al eterno deterioro por hacerme pagar mi insolente
acercamiento a la belleza divina. Una eternidad de fealdad para expiar ¿mis culpas, padre?
(Mira al cielo.) ¿​ Y cómo pagas tú las tuyas, dios todopoderoso? ​(Crece su furia.) ​¿Quién te
impone a ti las penitencias para redimir tus errores, tus arbitrariedades, tus injusticias y las
terribles acciones que tu nombre ha inspirado? ¡Me revuelvo contra ti, padre celestial y
reclamo justicia! ¡Comienza el juicio de Helena! ¡El juicio a la gran zorra! Ellos ​(Señala al
público.) ​serán el jurado popular. Y si tras escuchar mi historia me encuentran inocente,
¡reclamo el olvido!

HELENA parece perder la vehemencia de su alegato contra Zeus y se refugia en algún


rincón de su pensamiento.

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Yo solo quiero desvanecerme en el aire. Disiparme como la bruma sobre el río con la subida
del sol. ​(Truena y HELENA se ríe a carcajadas.) ​¡Cómo te aterroriza a ti el olvido, ¿verdad?!
Sabes que nada puede hacerse, ni siquiera tú, ¡amontonador de nubes!, para salir del pozo del
olvido en el que los humanos nos echan aquello que no les interesa. ​(Truena aún con más
​ o les daré razones, si es que
fuerza pero HELENA se sobrepone a las amenazas celestiales.) Y
todavía no tienen suficientes, para que te vuelvan la espalda para llamar a dios, dios dejará de
existir.

El cielo enmudece. HELENA se cerciora del repliegue divino y mira un guasa del público.

Pero sin dramas, eh…

HELENA vuelve a dirigirse al público relajada, seductora. Va hacia las botellas y se sirve un
buen trago.

ESCENA 3: Antecedentes.

Mi nacimiento es un misterio. Cuentan que Zeus se enamoró de Leda, reina de Esparta. Para
escapar de la obsesiva vigilancia de Hera, su legítima esposa, Zeus, el gran transformista,
mutó en cisne para poseerla. A resultas de la coyunta pasajera, la pobre Leda puso dos
huevos… ​(Mira al cielo.) ​¡Los que a dios prepotente le faltaban para enfrentarse a su señora!
(Trueno.) ​¡Tranquilito, Cronida porque esto no ha hecho más que empezar!

Del primer huevo nacieron mis hermanos Cástor y Polux. Del segundo nací yo. Nací de un
huevo… Azul para dar más señas… ​(Calibra la reacción del público.) ​¿Os parece increíble?
Pues no es más inverosímil que dios todopoderoso descendiendo sobre una virgen en forma
de paloma, tras ser anunciado por un querubín alado, y la preñada sin mancillar su virginidad.
Distinto nombre pero el mismo dios, la misma fijación por las mujeres de otros y la misma
perversión aviar. ​(Truena.)​ ¡Protesta denegada!

Imaginaos la cara de Tindáreo, el poderoso rey de Esparta. ¡Cómo se rieron de él! Cuánto
orgullo tuvo que tragarse al escuchar las voces de sus súbditos gritando entre risas en

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cualquier acto público: ¡Muestra a tus polluelos! ¡Ata corto a tu oca que el cisne la vuelve
loca! Qué dañina puede llegar a ser esa tendencia de la masa humana a comportarse como un
solo idiota. ​(Mira seductora al público.) ​Espero que hoy me haya tocado una masa menos
compacta.

Cuando rompimos el cascarón y Tindáreo nos vio la cara a mis hermanos y a mí, su pesar se
alivió. Al parecer éramos los niños más bellos que cualquier humano hubiera contemplado
jamás. Yo en particular. Bendecida con el don de la belleza de Afrodita.

Silencio. Sonríe con tristeza. Se levanta y da la espalda al público para volver a servirse
vino.

Si bello, como dijo Safo, es lo que uno ama, nunca fui bella porque nunca fui amada. Fui
deseada, codiciada, gozada, raptada, forzada, violada… Y me enamoré y seguí al hombre que
creía que me amaba y era bello a mis ojos. Y si la verdad es belleza y la belleza es verdad…
todo fue mentira y fealdad… No, todo no… Hubo un tiempo en el Paris… Paris… ​(El
nombre estrangula su voz. Bebe. Tras el trago suelta una carcajada.)​ ¡Pobres mortales
incapaces de recordar el pasado, fijar el presente o predecir el futuro! Hay una inscripción en
el Templo de Delfos que dice que “ lo más exacto es lo más bello”. Pero ¿qué es exacto en
este mundo que se escapó en un eructo de la garganta del bostezante Caos?

ESCENA 4: Dolo.

Me mantuvieron escondida de la masa para alimentar la leyenda. Tindáreo, mi padre putativo,


enseguida se dio cuenta de que en el futuro podría comerciar con mi belleza y hacer un gran
negocio con mi casamiento. Apenas me dejaron abandonar el palacio.

En una de esas recepciones, cuando apenas contaba nueve años, fui presentada ante Teseo. El
gran héroe del Ática había acudido con su amigo Pirítoo llevado por la curiosidad sobre mi
hermosura. Ambos habían jurado desposarse con hijas de Zeus y acudieron a Esparta para
examinar la mercancía. Esa misma noche, Teseo, me raptó. Cuenta la leyenda, –habría que
revisar seriamente quién escribe la historia– , que mis hermanos me rescataron rápidamente,

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sin que se diera la oportunidad de que Teseo mancillara mi virginidad. ​(Bebe un trago. Mira
furiosa al público.) ​Casi un año tardaron en dar conmigo. Un año en el que Teseo, que ya
había cumplido los cincuenta, me convirtió en su juguete sexual. El gran héroe del Ática,
protagonista de centenares de leyendas y poemas que cantaban su gloria, se folló a una niña
de nueve años con el morbo añadido de creer que con su verga llegaba hasta el monte
Olimpo. Cuando se aburrió de mí se marchó con el descerebrado de Piritoo a buscar a
Perséfone al Hades. ​(Con dolorosa ironía.) ​Estos héroes siempre en busca de emociones
fuertes.

Mis hermanos me encontraron preñada de cinco meses. Tindáreo pensó que lo mejor era
hacer pasar a la criatura que naciera como hija de mi hermana Clitemnestra. ​(Reta al público
​ i hermana Clitemnestra había
con la mirada como si esperara una reacción en contra.) M
sido desposada a la fuerza con Agamenón después de que este asesinara a su primera esposa
y al hijo de ambos que mi hermana aún estaba amamantando. Luego fue ella la que pasó a la
historia como la perra homicida de su marido mientras que el capullo de Agamenón lo hizo
como el conquistador de Troya. ¡Insisto! ¡¿Quién escribe la historia?!

Ifigenia fue el nombre que le dieron a la niña que parí… ​(Un dolor punzante le impide
continuar. Bebe un gran trago de vino. Después sonríe con tristeza) ​No recuerdo su cara…
Lo que sí recuerdo es que tiempo después, Agamenón no tuvo el más mínimo reparo en
sacrificarla a los dioses cuando estos se lo exigieron a cambio de enviar vientos favorables a
​ ausa para
la expedición griega que partía a la conquista de Troya. ​(Hace un gesto de dolor.) P
​ o sé si tendré suficiente
beber…. ​(Mira las numerosas botellas que tiene alrededor.) N
pócima para llegar al final.

Se sirve vino con generosidad. HELENA se recompensa y mira al público muy sonriente con la
intención de proseguir.

ESCENA 4: Nudo Propiedad.

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A los catorce años mi padre putativo pensó que ya estaba preparada para casarme y comenzó la farsa
de los pretendientes. Llegaron hombres de todas partes, todos convencidos de ser mi mejor opción.
Suya fue la idea de hacer jurar a todos los pretendientes que respetarían mi elección y que defenderían
con su vida ese matrimonio ante cualquiera que se interpusiera en él.

Todos mis pretendientes aceptaron la cláusula que él inventó. A todos les convencía. Al fin y al cabo
se aseguraban de que si eran elegidos no tendrían que estar a la defensiva con todos los demás. “Que
respetarían mi elección”.

¿De verdad alguien en su sano juicio puede pensar que yo tomé esa decisión? ¿Una mujer en ese
tiempo? ¿Heredera del trono de Esparta tras la desaparición de mis hermanos? No… La decisión ya
estaba tomada mucho antes de que aquel circo comenzara. Agamenón, el orgulloso caudillo de
Micenas, se encargó de todo. Quería controlar Esparta colocando en el trono a su hermano pequeño,
Menelao. Y esa fue mi elección. De la noche a la mañana me vi casada con un perfecto desconocido
que me doblaba la edad y convertida en reina de Esparta.

ESCENA 6: Cuerpo del delito.

(Arrastrando el sonido del nombre.)​ Menelao… Si es que hasta el nombre es tonto. Si


Agamenón era un toro, su hermano era un cabestro. Si el rey de Micenas era charlatán,
fanfarrón y estaba convencido de ser el máximo exponente de una raza superior, el nuevo rey
de Esparta era callado, reservado y arrastraba un tremendo complejo de inferioridad. Pero
ambos eran peligrosos. Los extremos siempre se juntan. A mi flamante marido le duró poco
la impresión de estar casado con la mujer más bella del mundo. Después de mi experiencia
con Teseo estaba convencida de que el sexo era una cosa que a los hombres les volvía locos y
que las mujeres debíamos padecer. Menelao no vino a mejorar ese concepto. Incluso fue
capaz de empeorarlo. ​(Algo vuelve a estrangularse en su voz. HELENA se fuerza a seguir.)
Yo era una preciosa niña de catorce años a la que un cabestro se le subía encima para
aclararle a punta de verga quién era su dueño. Me poseía con codicia. Haciendo que cada uno
de sus dolorosos embistes me marcara como suya. ​( HELENA se estremece.)​ Volví a parir
una niña, Hermione…

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​HELENA se precipita a por una copa para beber. Se detiene antes de hacerlo y la aparta
lentamente. Dispuesta a sentir el dolor con toda intensidad.

Tenía quince años y no, no… No fui una buena madre. ​(Al cielo.)​ ¿Vas a condenarme tú por
eso, padre? ¿Tú, que no dudaste en inmolar a tus propios hijos si con ello se elevaba tu
gloria? ¿Que te los follaste cuando tu deseo fue más grande que tu razón? ¿Que exiges que
otros sacrifiquen a los suyos en pago a tus atenciones? ​(El cielo truena. HELENA se planta
​ evuélvete dios todopoderoso, fulmíname con tu rayo si es verdad que
ante él retadora.) R
tienes más huevos que los que hiciste poner a Leda. No, ¿verdad? Sabes que ya no me
asustan tus castigos eternos.

​HELENA necesita retirarse a un rincón y beber mucho para poder continuar. Vuelve a
recomponerse aunque cada vez más borracha.

Nueve años pasé junto a Menelao. Él se apartó de mí al poco. Prefería la compañía de las
esclavas. Lo que agradecí enormemente. Aunque de vez en cuando me visitaba buscando
desesperadamente el varón que nunca llegó. El que llegó fue mi príncipe troyano. (Suspira.)
¡Paris!

ESCENA 7: Enajenación.

Yo había oído que los troyanos eran muy guapos. Altos, rubios. Vestidos con esos mantos
bordados en oro. Haciendo ostentación de la riqueza de Troya. ​(Como una niña enamorada.)
Paris era el hombre más guapo que jamás había visto. Cuando él me miraba mi cabeza se
inundaba de música.

Canción: «Tu sei la piu bella del mondo». HELENA canta como si todo sucediera de nuevo
en su cabeza. Ríe y baila acusando su estado etílico.

Las piernas no me sostenían, la cabeza me daba vueltas y aunque mi cerebro ordenaba


desesperadamente que dejara de mirarlo, mis ojos se pegaban a los suyos y lo seguía como si

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fuera su sombra. Me volvía líquida. Era un río tempestuoso empujado por la propia fuerza de
sus aguas hacia el mar. Paris era mi mar y yo no podía hacer otra cosa que correr hacia él
para que me tragara. ​(Grita al cielo.) ​¡Afrodita! ¿Cómo no inventarte, gran zorra, para
explicar tal avalancha de emociones? Yo no había sido educada en el manejo de tus artes. Ni
siquiera sabía que existían. Hasta que lo que dejó de existir fue todo lo demás. Ya no existía
Menalao, ni Esparta, ni mis padres, ni siquiera mi hija. Solo existía Paris. Paris, Paris, Paris…
​ o también me hubiera transformado en cisne, lluvia de oro, toro o
(​Pequeña y soñadora.) Y
paloma con tal de estar a su lado. Pero no hizo falta porque yo era suya y él era mío. Y me
poseyó y le poseí. Y cuando me dijo ven, le seguí.

Qué viaje. El tupido velo bajo el que había vivido cegada y amordazada se levantó de golpe
para mostrarme la vida. Descubrí el placer de mirar, de averiguar, de preguntar, de respirar,
de amar, de follar… ¡¿Cómo podría yo haber imaginado que con el mismo arma que Teseo y
Menelao me destruyeron, Paris me hiciera volver a la vida?! Era libre… Pero la libertad
como la felicidad no son más que sensaciones pasajeras destinadas a estrellarse con la vida…
o con la muerte. ​(Va a beber pero se detiene mirando al público.) ​No… no, no, no me
compadezcáis. Yo decidí subirme en ese barco y emprender viaje. Eso sí lo decidí yo. Agarré
la felicidad al vuelo y sus alas me elevaron hasta la aurora de la eternidad. ​(Mira al cielo y
sonríe tranquila.) ​¡Cómo te gustaría que los poetas te cantaran así, padre! ¡¿Cómo podrían?!
Desconoces el vértigo de la entrega. La plenitud de quien encuentra el sentido de la existencia
en el abrazo del otro. El abandono en los ojos del ser amado. Todo lo volvería a repetir…
Una y otra vez… eternamente… por una sola sonrisa de Paris…

HELENA vuelve a sentir la necesidad de beber para continuar.

ESCENA 8: Instrucción.

Paris no estaba bien considerado en su ciudad natal. Hécuba soñó, poco antes de darle a luz,
que paría una antorcha que destruía Troya. Fue suficiente para decidir que el recién nacido
debía morir. La reina madre se apiadó en el último momento y lo confió en secreto a unos
pastores que lo criaron como suyo en los montes que rodeaban Troya. Al cabo de los años

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aquel niño perdido volvió a formar parte de la familia real por pura casualidad… ​(Al cielo
con ironía.)​ ¿O tal vez porque el destino así lo había decidido?

Un pastor, criado por pastores, se entera de repente de que es un príncipe oriental y que le ha
sido arrebatada una vida de privilegios. Paris hizo cuanto pudo para ser uno más. Anhelaba
ser como Héctor, su hermano mayor, un orgulloso príncipe de la orgullosa Troya. Claro que,
no es fácil integrarte en un grupo que te mira como a un advenedizo. Sobre el que, además,
pesa una profecía que cuenta que será la causa de la caída de la ciudad.

Después de meses de viaje, los días más felices de mi vida… por fin llegamos a Troya. Paris
entró en el salón real llevándome orgulloso de la mano. Me miraron con recelo. Aunque
ninguno podía evitar mostrar la alegría que suponía devolverles a los griegos la afrenta que
sufrieron cuando la hermana del rey fue raptada por ellos. El hijo pródigo volvía a casa
llevando de la mano a la mujer más bella del mundo, reina de Esparta, que había sucumbido a
los encantos de un príncipe troyano.

No encontré ni una mirada amable en la corte troyana. Yo era la extranjera. La perra traidora
que había abandonado su reino, a su marido y a su hija. Lo que aplaudían en Paris, lo
censuraban en mí. Lo que en él fue valor, en mí… debilidad. Su hazaña, mi traición. Su amor,
mi vicio. Su honra, mi deshonra. Su gloria, mi vergüenza.

Pero ni una palabra de reproche, al menos al principio. Solo sus miradas me repudiaban, al
tiempo que sus lenguas me hacían suya. Poseer a Helena elevaba su orgullo por encima de las
altas murallas de Troya. Nadie allí me quería realmente, salvo Paris, pero nadie quería
devolverme. ¿Y en Grecia? ¿Quién me quería en Grecia? ​(Con desprecio.) ¿​ Menelao? Él
sabía que ya nada podría descargarle del peso de aquellos enormes cuernos que le hacían
arrastrar la frente. Solo buscaba venganza. Y para Agamenón, a quien la paz aburría
soberanamente, fui la excusa perfecta para emprender un sueño largamente acariciado: la
conquista de Troya y su riqueza y la expansión de su reino.

Finalmente todos se vieron obligados a sumarse a la gran expedición. Más de mil barcos
partieron rumbo a Troya bajo la absurda excusa de recuperar a la adúltera reina de Esparta a
la que erigieron en el símbolo de su honor.

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ESCENA 9: Defensa.

HELENA comienza a moverse de un lado a otro como una brillante abogada defensora en su
alegato final. Sin rastro de borrachera. Pletórica de energía.

¿Quién podía creerse que todo aquel despliegue era realmente por mí? ¿El asedio de una
ciudad? ¿La movilización de miles de hombres a quienes obligaron a abandonar sus familias
y responsabilidades? ¿De verdad era yo la razón para arrasar todas las ciudades aliadas de
Troya? ¿Para que se asesinara a sus habitantes que ni siquiera habían oído hablar de mí?
¿Para que se extendiera a lo largo de aquellos diez interminables años la muerte y la
destrucción en uno y otro bando?

​Parece repentinamente exhausta pero​ c​ ontinúa sin tregua.

Yo solo tomé una decisión. Posiblemente la única que tomé en mi vida. La decisión de amar
a un hombre por encima de todas las cosas. Los hechos que le siguieron fueron decisiones de
hombres poderosos obsesionados con la posteridad y la riqueza. Sí, lo admito. Admito que yo
abandoné a mi hija y a mis padres y a un marido al que nunca quise y que jamás me amó.
Ellos obligaron a sus pueblos a sacrificarse buscando la gloria y el oro, la plata, hierro,
cinabrio, madera, aceite y demás preciadas mercancías que se movían a través del
Helesponto. Lo llamaban honor y era codicia. Buscaron razones donde solo había orgullo. Y
cuando pudieron pararlo no lo hicieron.

¡Qué alegría en las calles de Troya cuando estalló la guerra! ¡Qué sentimiento de orgullo en
las gentes ante la perspectiva de abatir al enemigo! ¡Me adoraban como si fuera su diosa!
¡Juraban entre lágrimas que nunca me dejarían marchar, que me defenderían con sus vidas!
¡Porque yo era Helena de Troya! La mujer más bella del mundo y era suya.

Aún más abatida. Por un momento parece que fuera a abandonar.

¿Suya…? Yo pertenecía a Paris. Solo a él. Me hubiera dado lo mismo estar en Troya o en el
mismo Hades con tal de estar a su lado. Paris disfrutaba de la popularidad que le había

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conferido ser el protagonista de la gran ofensa a los griegos. Por fin era reconocido como uno
más de la magnífica familia real troyana… Los sueños de gloria se desvanecen cuando
aparece la muerte y la destrucción.

​HELENA vuelve a quedarse perdida en su pensamiento, o tal vez sobrecogida ante el abismo
de los hechos que se dispone a narrar. Agotada. Parece que va a abandonar. Tras unos
segundos, coloca con mucha decisión varias copas seguidas y vuelve a hablar mientras las
llena.

Aquiles mató a Troilo. El hermano más querido de Paris. La primera baja de la familia real.
Aquel sobre el que pesaba la profecía de que Troya no caería si él llegaba a cumplir los veinte
años. Troilo… Apenas era un niño.

​El dolor la muerde. HELENA apura una tras otra todas las copas que se había preparado.
El dolor resiste. HELENA se tambalea.

Y comencé a sentir que Paris se alejaba de mí. No quería verme. Su deseo seguía elevándose
cuando contemplaba a la mujer por cuya causa se estaba aniquilando a su familia. Todos me
culpaban. A todos se les olvidó el orgullo que les hizo sentir Paris cuando apareció llevando
de la mano a la reina de Esparta y la convirtió en Helena de Troya.

Paris no estaba preparado para la guerra. Rehuía el combate. Lo llamaron cobarde. Herido en
su honor, retó a Menelao en singular combate. El que venciera se quedaría con la bella
Helena y sus riquezas.​ (Se ríe cada vez más. Borracha.) ¿​ Qué podía hacer él? ¡Un pastor!
Frente a un príncipe educado para abrirse paso con el bronce. ¡Huir! Y Paris huyó. Del campo
de batalla, de su familia y también de mí.​ (La risa se transforma en puro dolor.) ​Y si él ya no
me defendía ¿qué sentido tenía mi causa? Supliqué. Supliqué a Paris para que volviera a
amarme. Supliqué a Héctor para que dejara de maldecir su cobardía. Supliqué a Príamo para
que me entregara a los griegos a fin de que aquella guerra terminara. Supliqué a Afrodita para
que me devolviera a mi amante. Supliqué a Zeus para que me llevara a su lado. Supliqué y
supliqué, padre. ​(Mira al cielo.) ​¿Pero quién iba a hacer caso a esas súplicas cuando tú eres el
primero que no las atiende?

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​HELENA, ya muy borracha, comienza a revivir más que a relatar.

Y llegó el día en que me trajeron a Paris mortalmente herido desde el campo de batalla.
Había vuelto a la lucha instigado por su vergüenza y, sobre todo, por la terrible muerte que
Aquiles dio a su hermano mayor. No había amor en sus ojos moribundos cuando me miró.
Solo pánico. Un desconcierto casi infantil ante la inconcebible idea de su propia extinción. Se
aferraba a mis brazos con sus últimas fuerzas para que Hades no se lo llevara. Cubrí con
besos su último aliento que también era el mío.

Huye a un rincón arrasada por el llanto. Bebe hasta darse el ánimo para continuar.

Su funeral no fue como el de Héctor. Ya nadie ocultaba su cólera hacia la pareja a la que
todos culpaban de haber iniciado aquella guerra. ¡Cómo envidié a Enone, la ninfa que había
amado a Paris antes que yo, cuando, corriendo como una loca se arrojó en la misma pira en la
que ardía el amor de mi vida!​ (Se detiene como perdida.) ​¿Por qué no hice yo lo mismo?
¡Cuánto más fácil hubiera sido morir junto a Paris que contemplar lo que vino después!

ESCENA 10: Acusación.

El rey de Troya ordenó que me casara con Deífobo, otro de sus hijos, que siempre me había
mirado con repugnante lascivia. El monarca pensó que yo debía seguir siendo el símbolo de
la resistencia troyana. Todos conocéis el final de esta guerra. El famoso caballo preñado de
muerte y destrucción. Troya fue barrida el décimo año del comienzo de su asedio. Así es
como decidís las cosas los poderosos. Inventáis las guerras y sus razones sin preocuparos de
que sean otros quienes paguen sus consecuencias.

Menelao salió de aquel caballo mortífero aniquilando, junto a sus compañeros, cuanto
encontraron a su paso. Un certero tajo de la espada de Menelao hizo rodar la cabeza de
Deífobo hasta mis pies. Me agaché para mirarla. Su cara conservaba el mismo gesto arrugado
con el que culminaba las agresiones sexuales a las que me sometió los breves días en los que
estuvimos casados. Al mirarla solo pude pensar en lo similar que yo misma era a esa cabeza a
la que habían separado salvajemente del corazón que marcaba el ritmo de sus sienes.

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Menelao caminó hacia mí. Habían pasado muchos años desde que le abandoné, pero el rencor
y el ansia de venganza ardían en sus ojos. Alzó la espada por encima de su cabeza. Esperé
inmóvil el golpe aliviador. No… no fue la visión de uno de mis pechos lo que le paralizó
como se ha contado. Menelao necesitaba que todos vieran que yo volvía a ser suya, y muerta,
el ejemplo perdía valor. No dijo una palabra. Me agarró de los cabellos y me arrastró por toda
la ciudad. Atrás iban quedando calles incendiadas, cadáveres, violaciones, saqueos…

Reunieron a todas las mujeres a las que no habían asesinado. Iban a repartirnos como una
parte más del botín de guerra. Allí estaba la reina de Troya y sus hijas rodeadas de cientos de
mujeres desventuradas, con el gesto transfigurado después de haber visto a sus maridos y sus
hijos caer bajo el bronce de los aqueos. La desdicha busca infatigable un culpable sobre el
que arrojar sus lamentos. Yo fui el de todas ellas.

HELENA corre a coger un par de botellas. Se detiene antes de beber. Da la vuelta a la


botella y vacía el rojo líquido a sus pies.

ESCENA 11: Últimas palabras.

¿Qué hice yo que no hubiera hecho Hécuba antes? ¿No salvó ella a Paris de la muerte a pesar
de saber que traería la ruina sobre Troya? ¿Y por qué lo hizo sino por amor? Amé a Paris. Ese
fue mi error. ¿Es un error? ¿Amar?

No sé por qué esta noche he querido contároslo. Seguís sin entenderlo. «Siglos y siglos
aniquilándoos los unos a los otros. ​(Mira al público con desprecio.) ​Haced la guerra, mortales
imbéciles. Seguid a vuestros caprichosos y vengativos dioses mortales o inmortales.
Destrozad los campos y las ciudades. Violad los templos, los sepulcros y torturad a los
vencidos. Haciendo así, reventaréis. Todos». Tal vez esa sea la única solución para que yo
consiga el olvido: vuestra extinción.

Suena música. HELENA se mueve al compás, fatigada, borracha pero con una sonrisa. Va
tumbando las botellas de vino y el líquido se derrama sobre el suelo. De pronto escucha la
canción que suena y su rostro se ilumina.

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¡Divino amor! ¡Ardiente llama

No extingas tu luz en mi interior.

A tientas sin ti camina el alma

y el corazón pierde el calor.


Inúndanos de amor, hermosa Afrodita,

contágianos tu don, para poder vivir.

Gira el mundo sin ti pero gira sin rumbo

de qué sirve vivir, sin buscar el amor.

La música parece extinguirse y HELENA vuelve a hablar. Agotada. Tan borracha que es
casi incapaz de permanecer en pie.

​ e da igual el tuyo, padre. Cantaré eternamente


Me da igual vuestro juicio.​ (Mira al cielo.) M
la dicha de haber amado a Paris. Mi única culpa. Mi gloria. Mi eternidad.

La música entra más fuerte y HELENA vuelve a cantar. Trata desesperada de que el público
cante con ella.
¡Divino amor! ¡Ardiente llama!
No extingas tu luz en mi interior.
A tientas sin ti camina el alma
y el corazón pierde el calor.
Inúndanos de amor, hermosa Afrodita,
contágianos tu don, para poder vivir.
Gira el mundo sin ti pero gira sin rumbo
de qué sirve vivir, sin buscar el amor.

La música se extingue. HELENA que se ha subido sobre la mesa en su intención de animar


al público a acompañarla, se deja caer. Borracha. Derrotada.

Y no lo olvidéis: «la eternidad está enamorada de los frutos del tiempo».

Oscuro.

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