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PSICOLOGIA › HACIA EL ENCUENTRO DEL AMOR CON EL DESEO

“Erección inventiva”
El autor llama “erección inventiva” a ese acercamiento sexual
masculino “que no cesa de profundizar en el conocimiento de un
mismo territorio”, el cuerpo de la persona amada, a diferencia de
esa otra que “no pasa los límites que ella misma se fija,
contentándose con una visita como al pasar”.

 Por Jacques André *
En su diario personal, el historiador Jules Michelet escribió, el 22 de
mayo de 1857: “Para el que no está hastiado, el solo contacto de la
persona amada, el sentimiento de su carne, de su calor, la vista
encantadora y siempre nueva de lo que uno ha visto mil veces, esas
castas familiaridades, las constantes ocasiones de asistir a los
momentos escondidos, a la higiene personal, a las funciones
obligadas del cuerpo, todo eso, a cada instante, arroja chispas. Es el
condimento de la vida, el azúcar y la sal, y más aún, su penetrante
perfume, que la envuelve como un hechizo. Es fuente inagotable de
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rejuvenecimientos imprevistos, de despertares de la languidez, de


olvidos de la fatiga. Para la erección inventiva, alcanza con que por
la mañana la haya besado en los pechos, en la grupa o en el pie”.

Mejor que su libro El amor, muy edulcorado, el Diario de Michelet


ilustra el reencuentro del amor y la sexualidad. Desde Ovidio, por lo
menos, no cabe duda de que la hazaña es realizable y que su
condición es la existencia psíquica y sexual del otro, de la mujer:
“¡Que la mujer sienta el placer de Venus abatirse sobre ella hasta lo
más profundo de su ser, y que el goce sea igual para su amante que
para ella!”. La desvalorización de la mujer, y por extensión toda
práctica sexual que no pretende de la pareja sino que acuda al sitio
donde el fantasma la convoque, no toma en cuenta el placer
femenino. Y aun cuando el hombre aceche en los ojos, o en los
gemidos, el goce que está “infligiendo” es sólo para rédito narcisista
de su virilidad confirmada.

En tanto sea sólo el fantasma del hombre el que reine en la escena


sexual, el objeto no es más que un objeto –“Cuanto menos amor hay,
mejor se coge”– que se intercambia de buen grado, en tanto el
tiempo prolongado vivido con “la misma” corre el riesgo de la
alteridad, de ver surgir las expectativas de otra psique y, por lo tanto,
de perturbar el programa idéntico a sí mismo que se fija para sí el
fantasma. La llamada naturaleza “poligámica” de los hombres no es
sólo la consecuencia de una pulsión que no tiene otro fin que la
satisfacción: es también el correlato de una sexualidad que evita el
reencuentro siempre peligroso con el otro sexo.

Por el contrario, “para el que no está hastiado”, como escribió


Michelet, aquel para quien la duración no es adversaria de la
novedad, la erección inventiva descubre lo que ha visto ya mil
veces. Bonaparte le escribe a Josefina: “Te envío mil besos, abajo,
bien abajo, mucho más abajo que el corazón, por el lado de la selva
negra”. Es la diferencia entre un sexo femenino, sexo por defecto (le
falta algo), o simple estuche (vagina) para el pene, y un dark
continent, palabra con que el explorador Stanley nombraba la
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misteriosa y peligrosa selva ecuatorial africana, retomada por Freud


un día en que se hacía cargo del carácter restrictivo y empobrecedor
de la lógica fálica estricta. La erección inventiva no terminó jamás
de descubrir el mismo territorio, de profundizar su conocimiento de
él, a diferencia de la que solo se pone dura por lo que ya conoce e
impone, contentándose con una breve visita como al pasar. Una
aspira a lo que ignora, la relación con lo desconocido; la otra no pasa
los límites que ella misma se fija.

Se adivina, siguiendo este razonamiento, que el acento en la


idealización, nunca ausente desde el momento mismo en que se
entremezcla el amor, corre el riesgo de enmascarar la parte violenta,
subversiva, y sin embargo siempre presente, de la sexualidad. El
psicoanálisis mismo, con su “primado de la genitalidad”, no escapó
a esta pendiente normativa y jerarquizadora. Los diarios íntimos,
como sucede con el de Michelet, o la correspondencia “caliente”,
esa que conjuga con fuerza el amor y el sexo, de modo explícito o
más alusivo, evocan más el polimorfismo (infantil) de una
sexualidad que hace todo, ve todo y viaja al extranjero que una
sexualidad de síntesis que hubiese restablecido el buen orden de las
cosas.

Es evidentemente una paradoja pensar que bajo la conformidad


cultural milenaria, que hace de la pareja hombre-mujer la unidad de
base de la reproducción del orden social, pueda cobijarse cualquier
otra cosa... Lo más común es la pareja social hombre-mujer; el
reencuentro amoroso y sexual de uno y otro no es evidentemente la
excepción, pero no es menos cierto que supone la construcción de
una complejidad psíquica inestable, muy alejada de la regla. Las
palabras de hombres y mujeres en el diván no cesan de confirmar
esta fragilidad y la violencia potencial que encierra; las parejas
homosexuales tienen a menudo en estos días una estabilidad que las
parejas heterosexuales no tienen, el casamiento se ha convertido en
asunto de ellos. En un tiempo en que la simple idea de demorarse en
acabar para dar lugar al placer de la mujer suponía incongruencia y
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suscitaba oprobio, los escritos de Ovidio resultaban un desafío al


orden establecido. Pascal Quignard escribe que “lo que escandalizó
en los tres libros eróticos de Ovidio (Amores, El arte de amar y
Heroidas) es la idea de reciprocidad, la idea de mezclar fidelidad y
placer, matriarcado y eros, genealogía y sensualidad”. El poeta pagó
caro este modo inesperado de transgredir la prohibición mayor; el
precio fue el destierro al que lo condenó Augusto en las costas del
Danubio y su muerte solitaria tras quince años de exilio.

Es Freud, una vez más, el que tiene el discurso menos conformista


de todos. La nota de idealización que palpita en todo amor lleva los
pensamientos hacia lo alto y amenaza con restablecer el clivaje, el
mismo al que se libra el fantasma de la desvalorización de la mujer,
pero visto del otro lado: del lado del corazón y no del lado del culo.
Con una palabra sorprendente, Michelet ilustra la conciliación de lo
tierno con lo sexual, cuando evoca la escena de amor que acaba de
tener lugar entre su mujer y él: “el chorro de ternura que metí en
ella”. Esa es precisamente la gran apuesta: mantener juntas las dos
corrientes, tierna y sensual/sexual. Freud, planteando la cuestión
desde el punto de vista de la sexualidad masculina, formula la
hipótesis de que, para tener éxito en una “proeza” semejante, el
hombre tiene que haber podido “superar el respeto por la mujer”.
Este enunciado le cuesta, y multiplica las precauciones oratorias:
“Parece poco agradable y lo que es más, paradójico, pero sin
embargo hay que decir...”. Pasadas estas reticencias, no es sino un
programa que podría llamarse incestuoso el que Freud esboza: para
“llegar a ser verdaderamente libre y por eso también feliz (el
hombre) debe haber podido superar el respeto por la mujer y haberse
familiarizado con la representación del incesto con la madre o con la
hermana”.

La mamá (o la hermana) y la puta no son sino una. No poder


soportar esto psíquicamente lleva al clivaje, a la exclusión de las dos
figuras y a la escisión de las mujeres: para una la ternura (dormir),
para las otras la sensualidad (acostarse con ellas). El amor
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sensual/sexual se nutre de los mismos ingredientes que el fantasma


de la desvalorización, sólo que los conjuga de otra manera y, sobre
todo, deja el juego más abierto, en primer lugar sobre el inconsciente
del otro. Que “puta” (y sus equivalentes) pueda ser a la vez el
aguijón de la excitación y una palabra de ternura es una proeza
semántica que no está al alcance de la primera pareja recién venida.
El “respeto” señala el reflujo de los amores incestuosos y la
religiosidad frente al primer objeto, en tanto la irrespetuosidad, la
rotura de los diques, la exploración de las zonas prohibidas,
recuperan la intensidad de los primeros amores.

Michelet, una vez más, y su placer de confundir en la inmolación la


Virgen y la “gozadora famélica”, de acercar culto y profanación:
“No le oculté ayer (a Athénaïs, su mujer) que había notado,
precisado, caracterizado cada uno de los momentos divinos que
había tenido dentro de ella, todos variados, o sublimes, o profundos,
o poderosamente magnéticos, con un sentimiento cálido, dulce,
tierno, encantador hacia el tesoro viviente en el que entro. Su
dulzura, su docilidad, su modestia arrobadora y sus pequeños
pudores ante mis exigencias demasiado grandes agregan, en ciertos
días, mis vivos aguijones. El pudor le sienta extraordinariamente
bien a una mujer joven, sobre todo el contraste de una virgen (puede
nombrársela así) que no por serlo deja de dedicarse a recibir los
goces ávidos, golosos y famélicos de un amor insaciable. Goces,
para decir verdad, sin fondo, porque es ahí donde se siente el valor
de una persona inestimable y el inestimable precio de la inmolación,
del pudor sufriente, el pudor que se sacrifica por ternura y quiere
sacrificarse”.

Las palabras son ciertamente las de una libido dominandi, una


voluntad de dominar, pero, digámoslo una vez más, la igualdad es
algo desconocido para el inconsciente, esa parte viva que alienta la
reunión del amor con la sexualidad. La dominación y la sumisión
son otros tantos placeres; la plasticidad, de la que la variedad de
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posiciones es la expresión más simple, permite inventar muchas


distribuciones de roles.

Michelet, una última vez (el 26 de septiembre de 1858), por el placer


y porque en una fórmula y una metáfora atrapa mejor que un largo
comentario la condensación de los primeros amores y los amores
adultos, de la madre y la puta, de la ternura y la más violenta
sensualidad, de la adoración y la violación. Es en el momento de un
paseo por el borde del mar, un día “la gran marea, el mar curioso:
rompió todo durante la noche”, y al día siguiente “el mar rimado,
pero con rimas sencillas, cansado de su gran improvisación”. El
paseo es el último paso: “El mar, la concha de mi mujer: mis dos
infinitos”.

* Texto extractado de La sexualidad masculina, de reciente


aparición (Ed. Nueva Visión).
PSICOLOGIA › LA SODOMIA EN LA SEXUALIDAD MASCULINA

“Adorable agujerito”, escribió Joyce


 Por Jacques André

El 15 de diciembre de 1909, el gran escritor James Joyce le escribió


a Nora, su mujer: “Son estupideces, querida mía, lo que te dije sobre
mi deseo de darte por el culo. Lo que me gusta es solamente el
sonido repugnante de la palabra, la idea de una hermosa muchacha
tímida como Nora levantándose el vestido por atrás y develando su
bombachita blanca de muchachita para excitar al sucio tipo que ella
ama tanto; y después dejándole hundir su grueso tronco nudoso rojo
y sucio a través de la abertura de su bombacha y embutirla,
embutirla, embutirla en el adorable agujerito entre sus nalgas frescas
y redondas”.

Esta carta condensa algunos de los ingredientes fantasmáticos de la


sodomía, sobre todo la reunión de lo inmaculado (joven, tímida,
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bombacha blanca) con lo canalla, la secreta complicidad entre lo


sagrado y lo poluto. La sodomía lleva a cabo con exactitud la
desvalorización; la mujer es una puta, la prueba está en que se presta
a la sodomía. La sodomía ensucia, humilla y degrada, bestializa... lo
que no impidió jamás que la mujer pueda a veces derivar placer de
ella; la homosexualidad femenina no ignora esta práctica. El acento
bíblico, diabólico, de la palabra refuerza la profanación, la imagen
de una puerta prohibida cuya entrada se fuerza, la transformación
del templo en un chiquero.

El poderío, la violencia imaginaria de la sodomía tienen sus raíces


en lo infantil. El coito anal es probablemente una de las primeras
teorías sexuales infantiles: primero entra el pene del padre por el
agujero de atrás, después nacen los niños; el niño tiene el ano y una
experiencia y una erótica de su función precoces –el orificio genital
es de conocimiento más tardío y más incierto–; el espectáculo de los
coitos animales suma a la confusión. Cuando el análisis llega a
encontrar o a reconstruir algo de la escena primitiva la del primero
de todos los coitos, es más a menudo a tergo (por detrás, ¿por el
trasero?), more ferarum (a la manera de los animales salvajes) que la
madre es profanada.

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