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Los niveles altos de colesterol en sangre perpetúan este proceso. Las placas van aumentando de tamaño, lo
que contribuye a una mayor rigidez de los vasos sanguíneos y a una progresiva obstrucción de los mismos.
En ocasiones, las placas se rompen, formándose trombos que potencialmente pueden ocluir total o
parcialmente la arteria.
En el transcurso de estas rupturas y trombosis se pueden desprender émbolos que viajarían por el torrente
circulatorio hasta impactar en arterias de menor calibre, impidiendo desde ese momento la irrigación del tejido
que dependía de ellas.
Todos estos fenómenos originan una enfermedad denominada arteriosclerosis, responsable de diversos
cuadros cardiovasculares que, dependiendo de la localización de las arterias afectadas, conocemos como
cardiopatía isquémica: angina de pecho e infarto agudo de miocardio; accidentes cerebrovasculares: infartos y
trombosis cerebrales; arteriopatía periférica: isquemia de los miembros inferiores; aneurismas aórticos e
isquemia intestinal.
En los análisis del laboratorio, además del colesterol total, se determina el colesterol ligado a ambos tipos de
lipoproteínas: colesterol-LDL y colesterol-HDL. Corresponden, dadas sus propiedades de aumentar o
disminuir las placas de ateroma, a lo que coloquialmente se denomina colesterol “malo” o “bueno”.
En pacientes con muy alto riesgo, considerados así a los diabéticos tipo 2 y a los que ya han sufrido una
enfermedad cardiovascular, o su riesgo calculado de morir a causa de ella es superior al 10% en 10 años,
deberán intentar conseguir niveles de colesterol-LDL por debajo de 70 mg/dl.
Para aquellos con un riesgo alto (del 5-10%) el nivel máximo serían los 100mg/dl y para aquellos con un
riesgo moderado (1-5%) su nivel de cLDL no debe exceder de 115 mg/dl.