Está en la página 1de 7

Resumen del apartado III.

LA REPÚBLICA IMAGINADA

La tradición republicana ha sufrido, por lo menos, tres equívocos sustanciales. El primero es


que se le ha tratado como un concepto periférico que sólo da color a las diversas formas de
Estado tanto modernas como de “antiguo régimen”. La república no se le trata como lo que
es, o sea, como una forma de Estado que terminó por impactar el diseño político y
constitucional de los diversos paisajes territoriales de Europa y el continente americano.

El segundo equívoco es pensar que existe una sola tradición republicana que tiene como
opositor natural a los regímenes monárquicos. Vista la república desde su fundamento,
existen cuando menos dos grandes tradiciones: la república matria, que contiene —no opone
— a los regímenes monárquicos, y la que antagoniza y hace una diáfana diferenciación entre
monarquía y república.

El tercer equívoco —en íntima relación con el primero— es que la tradición republicana
ha pervivido teórica e históricamente subordinada a la sombra de la tradición liberal o
democrática. La hegemonía del debate entre liberalismo y democracia ha opacado la
relevancia de las tensiones —por momentos podría hablarse de antagonismos— e
intersecciones entre la tradición republicana y la liberal.

LA TRAVESÍA DE LAS REPÚBLICAS

Platón y Aristóteles fueron los primeros tratadistas de la república. Platón miró a la


república como un modelo de Estado a realizar. Platón construyó un modelo ideal para ser
adoptado en el mundo de los mortales.

Aristóteles, en cambio, estuvo impregnado de un realismo histórico que terminó en la


erección de una imagen negativa de la república.

No le parecía que ésta fuera la mejor forma de régimen, porque la más óptima forma de
Estado era la que sabía armonizar el régimen político con las costumbres del “pueblo”.

En contraste, en Platón encontramos un igualitarismo desbordado, entendido como ideal


a alcanzar. estableció tres formas de república: la monárquica, la aristocrática y la popular.
Platón consideraba que la forma más perfecta de república era el Estado popular. No
obstante, se advierte una conclusión pesimista sobre el Estado popular. La presencia idílica
de esta “igualdad perfecta” era, precisamente, lo que podría destruir a una determinada
república popular. la indiferencia extrema y el desorden como una potencia incontrolable se
podrían presentar como males intrínsecos a la constitución de la “república democrática”.
Las repúblicas populares propiciaban un estado social contra las leyes. El fantasma de la
tiranía —el verdadero enemigo de todo tipo de república— representaba un peligro latente
difícil de controlar.

Aristóteles retomó de Platón esta desconfianza hacia el igualitarismo democrático. Esto


explica su distanciamiento con el ideal de hacer de la república un espacio unitario. en
Aristóteles imperó el presupuesto de la comunidad política como multiplicidad. Las
ciudades no sólo estaban constituidas por una pluralidad de hombres, sino que éstos se
caracterizaban por tener diferentes cualidades. Sólo así era posible justificar la existencia del
esclavismo como un hecho natural.
En cambio, en Platón, además de la “igualdad perfecta”, encontramos dos elementos más
que fundamentaron su modelo ideal de república: el bien común asociado a su noción de ley
y justicia y la necesidad de lograr una unidad política. El origen de la justicia o injusticia
estaba sustentado —aquí sí— en un presupuesto realista: la división existente entre débiles y
fuertes. Platón nos sentenció: “Todo debe ser común”. Lo justo es lo ordenado por la ley.
Aristóteles aquí sí coincidió con Platón en que no podía haber república sin ley. Lo único
que podía variar en el autor de Política era que la ley debía estar en armonía con el régimen
político. Y no al contrario.

Platón presuponía que en las repúblicas deberían gobernar los mejores y los de mayor
mérito. Y, sobre todo, gobernar con “celo por el bien público”.

Aristóteles siguió a su maestro. Ya se trate de una república “democrática” o de una


monarquía, el sentido es el mismo: el Estado aristotélico tiene como misión principal tanto
la seguridad como el “bien común”.

Platón es el padre de la república imaginada. Nada menos que con él surgieron los
fundamentos o principios constitutivos de toda república ulterior.

Por su parte, la originalidad de Aristóteles en cuanto a los fundamentos de la república


fue escasa, aunque de gran peso cualitativo. Me refiero a la relación entre la república y la
representación política.

La idea de representación en Aristóteles se concretó en la figura de los magistrados. En


su opinión, sin la existencia de los magistrados en las repúblicas democráticas no hubiera
podido haber orden o ciudad alguna. Los magistrados podían ser electos o nombrados por
sorteo.

La primera gran ruptura de la república nació en Roma. No tanto por sus fundamentos,
sino por un asunto de perspectiva. En él se reconoce por primera vez a la república como la
mejor forma de Estado, lo que debe interpretarse como el inicio histórico de una percepción
positiva de la república. puede concedérsele que pensó a la mejor república como aquella
entidad que sabía combinar las tres formas de Estado aludidas. La originalidad de Cicerón
respecto de los griegos estuvo en otro lado. Éste, al intentar presentar a la república romana
como el modelo de todas las repúblicas de su tiempo, señaló que la mejor de éstas no era la
ideal de Platón o Aristóteles, sino la real. La “república posible”. La república romana no
había sido producto de un solo individuo. Era obra de muchos hombres y, sobre todo, del
tiempo.

EL MODELO DE LA EQUIVALENCIA

La resurrección de las repúblicas italianas importa porque revela un fenómeno dual


respecto de las antiguas Grecia y Roma. Por un lado, dibujó el primer momento en que las
repúblicas históricas de la antigua Italia se opusieron a las endebles monarquías de los siglos
XIII y XIV.

Por otro, porque también por primera vez fue posible encontrar un tratado —el de los
Seis libros de la república de Jean Bodin— que llevó a la república y a la monarquía hacia
un punto de convergencia perfecta. Esto es, una noción de república que no sólo no se opuso
a la monarquía —en Platón y Aristóteles la monarquía es un subtipo de la república—, sino
que la llevó a su extremo: la equivalencia entre república y monarquía.

Respecto del primer caso, por fortuna contamos con los estudios germinales de John
Pocock y Quientin Skinner.

El diagnóstico de Skinner permite ver que las repúblicas —el plural es aquí un matiz
relevante— de los siglos XIV y XV antepusieron la noción de libertad a cualquier otro tipo
de valor político. Pero aquí la libertad debe entenderse en doble sentido: como afirmación
de “soberanía” o independencia política de las ciudades o provincias frente a todo monarca
secular o eclesiástico y como autogobierno acompañado de cierto tipo de ley o
constitucionalismo (aquí también se recupera el tema de la representación política y cierto
status de la ciudadanía) que enfrente la arbitrariedad de los gobiernos tiránicos o despóticos.

El bien común de la ciudad-república se erige como el valor supremo.

En cuanto al segundo caso, el modelo de la equivalencia, la situación fue distinta. El


referente obligado, y en cierto sentido con un pensamiento político original, fue Bodin,
hecho que no se repite en algún otro autor del siglo XVI, con él se diluye del todo la
creencia de que las repúblicas eran entidades opuestas a las monarquías.

En Bodin, república y monarquía aparecen no sólo como términos idénticos, sino como
una forma de Estado positiva frente a su enemigo natural: la tiranía.

La familia fue erigida como el punto de partida de la república.

En la república de Bodin el soberano que daba la ley tenía derecho a delimitar lo público;
en cambio, la familia, las corporaciones y colegios daban cuerpo a lo particular. En este
aspecto, Bodin se adelantó a los preceptos liberales que demandaron la clara distinción entre
lo público y lo privado.

en el concepto de república de Bodin destacan tres elementos que marcan una ruptura
frente a los fundadores griegos y respecto del propio Renacimiento. En primer lugar, Bodin
reclamó explícitamente a Aristóteles que no hubiera tomado en cuenta la tríada de rasgos
que él consideraba sustanciales a la república: la familia, la soberanía y lo común. Era
visible una inversión de los fundamentos: primero la familia y sus bienes; luego la
autoridad. La economía doméstica, en oposición a Aristóteles, no se hallaba separada de la
política.

Bodin, en segundo lugar, estableció una clara distinción entre Estado y gobierno.
Nuevamente la crítica fue contra Aristóteles. Era posible, por ejemplo, la existencia de
repúblicas monárquicas. Éstas podían gobernarse de manera señorial, tiránica o real. O bien
bajo la forma popular, si las magistraturas hubieran sido repartidas sin distinguir la jerarquía
estamental.

Y, finalmente, Bodin se distanció de Platón —al mismo tiempo que se acercó a Cicerón
— al no creer en la moción de una república imaginada. La república de Bodin era una
entidad perecedera. Los cambios de soberano —lo que equivale en Bodin a cambios de
Estado— eran lo más común en su época.

Hobbes, poco menos de un siglo después, terminaría reforzando el modelo de


equivalencia de Bodin. Sin embargo, en el autor del Leviatán se advierten matices y
rupturas sustanciales respecto de Bodin. Por principio de cuentas, Hobbes vuelve a la
antigua tipología de Aristóteles que Bodin había abandonado.

La otra ruptura sustancial consistió en que la commonwealth de Hobbes se sostiene en un


pacto voluntario y terrenal entre el soberano y una comunidad de individuos libres. No,
como en Bodin, sobre el toque divino del soberano y el bien común de las familias. . Tanto
la idea del pacto como el presupuesto de la naturaleza individual del hombre influyó
notablemente — aunque pocas veces se reconozca— en los liberales iusnaturalistas (John
Locke) y aun en liberales detractores del contractualismo (Benjamin Constant).

A pesar de estas diferencias o rupturas, la simpatía explícita de Hobbes por la república


que converge con la monarquía lo empata con Bodin.

El poder del Leviatán —a diferencia de Maquiavelo— no está en el centro de lo político.


A Hobbes no le preocupa cómo acceder y conservar el poder, sino cómo mantener viva una
comunidad política. El poder del soberano es meramente instrumental. Contiene miras más
altas: la conservación del orden y la vida.

La monarquía de Hobbes no implica ausencia de “leyes”, sino que el soberano sea el


único legislador.

LA NEBLINA LIBERAL: DISYUNCIONES Y CONVERGENCIAS CON LA


REPÚBLICA

La llegada de los tratadistas liberales no significó, al menos en sus inicios, aportación


alguna a la república. En muchos sentidos la tradición liberal y la republicana siguieron
caminos opuestos. John Locke —quizá por esto — nunca prestó atención a discutir en torno
al concepto de república. Su noción de Estado o “sociedad de hombres” elude utilizar el
lenguaje y el debate entre los gobiernos tiránicos o despóticos frente a diversas formas de
república del pasado. El flanco de su crítica -válida tanto para Bodin como para Hobbes—
se centró en combatir lo que calificó peyorativamente como “monarquías absolutas”.

Y digo que fue peyorativo porque igualó este calificativo con despotismo y arbitrariedad.
Todo aquel poder que se ejerciera fuera del “derecho” o la ley no era sino una “tiranía”.

En su lugar antepuso la defensa de las monarquías constitucionales, en particular la


experiencia inglesa constituida en 1688.

En el Locke liberal, de esta manera, se hallan algunos puntos de convergencia con la


tradición republicana (el imperativo de la ley, la defensa de la representación política y el
“bien común.

Para Hume la verdadera innovación del Estado inglés de su tiempo (1752) no consistía en
la simple oposición que creó Locke entre monarquía absoluta y monarquía constitucional.
La contribución del monarca estaba asociada al orden, la paz y la unidad política. A la
república le reconocía su larga lucha por el “bien público” (o, como él prefería llamarle,
“utilidad pública”), la libertad y, sobre todo, la ley y la representación política.

Con Hume se gesta la primera convergencia deliberada entre la tradición liberal y la


republicana. Hume sabe que la defensa de la libertad liberal (cívica y política) no depende
tanto de la forma del Estado —republicana o monárquica de anteponer la ley y de un
delicado diseño de representación política

Hume hizo visibles las inconsistencias de las repúblicas antiguas, también vislumbro que
la debilidad más importante de esas refieren a la incompatibilidad entre el espíritu público y
el fomento de la virtud privada.

Cuatro años antes que Hume, Montesquieu publicó una de las visiones más originales de
la república, contenida en su tratado Del espíritu de las leyes (1748). Pero Montesquieu fue
también un liberal excepcional. Con él se inauguró la más clara separación entre monarquía
y república.

En Montesquieu los fundamentos de la república y la monarquía no permiten equívocos.


El resorte de las monarquías es el honor; el de las repúblicas, la virtud política.

Pero además construyó un puente para hacer compatibles los preceptos republicanos con
los liberales. Me refiero a la defensa de la libertad política y su mejor instrumento para ello:
la división de poderes.

Sin embargo, Montesquieu antepuso el amor a la ley y el bien general sobre los
principios liberales.

La virtud política, en suma, era “el amor a la patria y a las leyes”, lo cual significa que
debía preferirse el bien público sobre el propio.

La virtud era un sentimiento, no un conocimiento. De ahí su potencia extensiva al


conjunto de miembros de una determinada República.

La novedad en Montesquieu es que su república transfigurada ya no defendía una libertad


colectiva —independencia y autogobierno de las ciudades—, sino una convergencia entre el
espíritu y la ley.

Por el lado del espíritu: la existencia del ciudadano virtuoso (el que ama a la patria o la
igualdad). Por el de la ley y la autoridad: el hombre de bien político o el que ama las leyes.

Rousseau recogió de Montesquieu, casi dos décadas después, la idea de una franca
oposición entre monarquía y república. De igual manera, adoptó el argumento de que las
repúblicas sólo podían sostenerse donde existieran “hombres virtuosos” e imperara la cosa
pública
Rousseau convirtió el renovado contrato social en un artificio fundacional de la república.
El pacto social presuponía una transmutación de la persona a la persona común: la voluntad
general.

En la república de Rousseau, a diferencia de la de Bodin, la realización del yo común


crea un nuevo tipo de persona. De una situación de libertad ilimitada y desamparo pasaba a
un status de habitante o ciudadano. El ciudadano era el individuo que podía participar en la
construcción de la república. Esto explica por qué Rousseau atacaba a Bodin por erigir
ciudadanos en las monarquías, cuando en realidad se trataba de súbditos.

Rousseau aceptó que el poder se transmitiera, pero nunca la voluntad general.

Pero la influencia de Montesquieu no se quedó en Rousseau. Thomas Paine acogió su


moción de contraponer república y monarquía.

Paine, entre 1791 y 1792, publicó la primera y segunda partes de sus Derechos del
hombre. En este tratado asistimos a una decidida defensa del liberalismo iusnaturalista d la
Revolución francesa contra las Reflexiones de Burke (1791).

Más aún, hace derivar los derechos civiles de los naturales, y, fiel a la tradición liberal,
piensa que el centro de las comunidades políticas se encuentra en el individuo y la sociedad
antes que en toda forma de gobierno o autoridad. Los gobiernos tienen que actuar conforme
a los “principios de la sociedad” y no sobre sí mismos.

La deuda que tenemos con Paine es haber sistematizado algunos de los instrumentos o
políticas para que el interés común arribara al reino de lo posible. Muchas de sus propuestas
de 1792 —casas de asistencia, educación pública, fomento del empleo, contribución
progresiva de impuestos— coinciden con el actual Welfare State; hoy, dicho sea de paso,
aparentemente en decadencia.

Pero la convergencia más clara entre los principios liberales y republicanos comienza con
el utilitarismo de Jeremías Bentham. Enemigo acérrimo de todo tipo de contractualismo y
derecho natural (Hobbes, Locke, Rousseau), emprende una suave defensa del “interés
individual” (seguridad, subsistencia, abundancia, igualdad) y dedica todo su esfuerzo a
hacer de este mundo la “felicidad pública”.

La clave de su pensamiento político fue ligar la ley al “interés público”. En esto siguió a
Montesquieu, pero también intentó trascenderlo.

Lo importante era crear mecanismos concretos para limitar la autoridad (división de


poderes y “representación nacional” electiva, periódica y censitaria). Trasciende a
Montesquieu, porque éste nos enseñó a distinguir qué eran las leyes y de dónde provenían;
pero no supo decirnos cómo debían fabricarse.

Bentham sabía que la constitución sólo era aplicable si se acompañaba de “leyes


suplementarias” (leyes orgánicas, códigos penales, códigos civiles, derecho procesal,
decretos, reglamentos…) e instituciones que las ejercieran.
Sin embargo, este feliz punto de convergencia entre las tradiciones liberal y republicana
—el constitucionalismo— mermó la presencia de la república en cualquiera de las versiones
que he tratado aquí.

El desvanecimiento de los valores y principios de la república prosiguió con Benjamin


Constant y John Stuart Mill. Ambos se proclamaron defensores de la libertad individual.

Ambos tuvieron desconfianza del poder o la autoridad. Lo importante no es la forma de


gobierno o de Estado, sino limitar la autoridad. Ni siquiera es suficiente dividir el poder. Lo
que interesa es que la suma de poderes no se convierta en un poder ilimitado.

El debate sobre la república o las monarquías no tiene relevancia. Lo esencial es


averiguar cuál es la finalidad de los gobiernos y cuál la forma adecuada para cumplir con
dicha finalidad.

La convergencia entre la representación electiva y la república. Fue para casi todos los
liberales un tema periférico. Así es como las dos tradiciones de la república perdieron su
centralidad en la filosofía política.

Asly Cecilia Maldonado Lezama.

Catedrático: Simón Fú Rico.

Clase: Pensamiento Latinoamericano.

También podría gustarte