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LA REPÚBLICA IMAGINADA
El segundo equívoco es pensar que existe una sola tradición republicana que tiene como
opositor natural a los regímenes monárquicos. Vista la república desde su fundamento,
existen cuando menos dos grandes tradiciones: la república matria, que contiene —no opone
— a los regímenes monárquicos, y la que antagoniza y hace una diáfana diferenciación entre
monarquía y república.
El tercer equívoco —en íntima relación con el primero— es que la tradición republicana
ha pervivido teórica e históricamente subordinada a la sombra de la tradición liberal o
democrática. La hegemonía del debate entre liberalismo y democracia ha opacado la
relevancia de las tensiones —por momentos podría hablarse de antagonismos— e
intersecciones entre la tradición republicana y la liberal.
No le parecía que ésta fuera la mejor forma de régimen, porque la más óptima forma de
Estado era la que sabía armonizar el régimen político con las costumbres del “pueblo”.
Platón presuponía que en las repúblicas deberían gobernar los mejores y los de mayor
mérito. Y, sobre todo, gobernar con “celo por el bien público”.
Platón es el padre de la república imaginada. Nada menos que con él surgieron los
fundamentos o principios constitutivos de toda república ulterior.
La primera gran ruptura de la república nació en Roma. No tanto por sus fundamentos,
sino por un asunto de perspectiva. En él se reconoce por primera vez a la república como la
mejor forma de Estado, lo que debe interpretarse como el inicio histórico de una percepción
positiva de la república. puede concedérsele que pensó a la mejor república como aquella
entidad que sabía combinar las tres formas de Estado aludidas. La originalidad de Cicerón
respecto de los griegos estuvo en otro lado. Éste, al intentar presentar a la república romana
como el modelo de todas las repúblicas de su tiempo, señaló que la mejor de éstas no era la
ideal de Platón o Aristóteles, sino la real. La “república posible”. La república romana no
había sido producto de un solo individuo. Era obra de muchos hombres y, sobre todo, del
tiempo.
EL MODELO DE LA EQUIVALENCIA
Por otro, porque también por primera vez fue posible encontrar un tratado —el de los
Seis libros de la república de Jean Bodin— que llevó a la república y a la monarquía hacia
un punto de convergencia perfecta. Esto es, una noción de república que no sólo no se opuso
a la monarquía —en Platón y Aristóteles la monarquía es un subtipo de la república—, sino
que la llevó a su extremo: la equivalencia entre república y monarquía.
Respecto del primer caso, por fortuna contamos con los estudios germinales de John
Pocock y Quientin Skinner.
El diagnóstico de Skinner permite ver que las repúblicas —el plural es aquí un matiz
relevante— de los siglos XIV y XV antepusieron la noción de libertad a cualquier otro tipo
de valor político. Pero aquí la libertad debe entenderse en doble sentido: como afirmación
de “soberanía” o independencia política de las ciudades o provincias frente a todo monarca
secular o eclesiástico y como autogobierno acompañado de cierto tipo de ley o
constitucionalismo (aquí también se recupera el tema de la representación política y cierto
status de la ciudadanía) que enfrente la arbitrariedad de los gobiernos tiránicos o despóticos.
En Bodin, república y monarquía aparecen no sólo como términos idénticos, sino como
una forma de Estado positiva frente a su enemigo natural: la tiranía.
En la república de Bodin el soberano que daba la ley tenía derecho a delimitar lo público;
en cambio, la familia, las corporaciones y colegios daban cuerpo a lo particular. En este
aspecto, Bodin se adelantó a los preceptos liberales que demandaron la clara distinción entre
lo público y lo privado.
en el concepto de república de Bodin destacan tres elementos que marcan una ruptura
frente a los fundadores griegos y respecto del propio Renacimiento. En primer lugar, Bodin
reclamó explícitamente a Aristóteles que no hubiera tomado en cuenta la tríada de rasgos
que él consideraba sustanciales a la república: la familia, la soberanía y lo común. Era
visible una inversión de los fundamentos: primero la familia y sus bienes; luego la
autoridad. La economía doméstica, en oposición a Aristóteles, no se hallaba separada de la
política.
Bodin, en segundo lugar, estableció una clara distinción entre Estado y gobierno.
Nuevamente la crítica fue contra Aristóteles. Era posible, por ejemplo, la existencia de
repúblicas monárquicas. Éstas podían gobernarse de manera señorial, tiránica o real. O bien
bajo la forma popular, si las magistraturas hubieran sido repartidas sin distinguir la jerarquía
estamental.
Y, finalmente, Bodin se distanció de Platón —al mismo tiempo que se acercó a Cicerón
— al no creer en la moción de una república imaginada. La república de Bodin era una
entidad perecedera. Los cambios de soberano —lo que equivale en Bodin a cambios de
Estado— eran lo más común en su época.
Y digo que fue peyorativo porque igualó este calificativo con despotismo y arbitrariedad.
Todo aquel poder que se ejerciera fuera del “derecho” o la ley no era sino una “tiranía”.
Para Hume la verdadera innovación del Estado inglés de su tiempo (1752) no consistía en
la simple oposición que creó Locke entre monarquía absoluta y monarquía constitucional.
La contribución del monarca estaba asociada al orden, la paz y la unidad política. A la
república le reconocía su larga lucha por el “bien público” (o, como él prefería llamarle,
“utilidad pública”), la libertad y, sobre todo, la ley y la representación política.
Hume hizo visibles las inconsistencias de las repúblicas antiguas, también vislumbro que
la debilidad más importante de esas refieren a la incompatibilidad entre el espíritu público y
el fomento de la virtud privada.
Cuatro años antes que Hume, Montesquieu publicó una de las visiones más originales de
la república, contenida en su tratado Del espíritu de las leyes (1748). Pero Montesquieu fue
también un liberal excepcional. Con él se inauguró la más clara separación entre monarquía
y república.
Pero además construyó un puente para hacer compatibles los preceptos republicanos con
los liberales. Me refiero a la defensa de la libertad política y su mejor instrumento para ello:
la división de poderes.
Sin embargo, Montesquieu antepuso el amor a la ley y el bien general sobre los
principios liberales.
La virtud política, en suma, era “el amor a la patria y a las leyes”, lo cual significa que
debía preferirse el bien público sobre el propio.
Por el lado del espíritu: la existencia del ciudadano virtuoso (el que ama a la patria o la
igualdad). Por el de la ley y la autoridad: el hombre de bien político o el que ama las leyes.
Rousseau recogió de Montesquieu, casi dos décadas después, la idea de una franca
oposición entre monarquía y república. De igual manera, adoptó el argumento de que las
repúblicas sólo podían sostenerse donde existieran “hombres virtuosos” e imperara la cosa
pública
Rousseau convirtió el renovado contrato social en un artificio fundacional de la república.
El pacto social presuponía una transmutación de la persona a la persona común: la voluntad
general.
Paine, entre 1791 y 1792, publicó la primera y segunda partes de sus Derechos del
hombre. En este tratado asistimos a una decidida defensa del liberalismo iusnaturalista d la
Revolución francesa contra las Reflexiones de Burke (1791).
Más aún, hace derivar los derechos civiles de los naturales, y, fiel a la tradición liberal,
piensa que el centro de las comunidades políticas se encuentra en el individuo y la sociedad
antes que en toda forma de gobierno o autoridad. Los gobiernos tienen que actuar conforme
a los “principios de la sociedad” y no sobre sí mismos.
La deuda que tenemos con Paine es haber sistematizado algunos de los instrumentos o
políticas para que el interés común arribara al reino de lo posible. Muchas de sus propuestas
de 1792 —casas de asistencia, educación pública, fomento del empleo, contribución
progresiva de impuestos— coinciden con el actual Welfare State; hoy, dicho sea de paso,
aparentemente en decadencia.
Pero la convergencia más clara entre los principios liberales y republicanos comienza con
el utilitarismo de Jeremías Bentham. Enemigo acérrimo de todo tipo de contractualismo y
derecho natural (Hobbes, Locke, Rousseau), emprende una suave defensa del “interés
individual” (seguridad, subsistencia, abundancia, igualdad) y dedica todo su esfuerzo a
hacer de este mundo la “felicidad pública”.
La clave de su pensamiento político fue ligar la ley al “interés público”. En esto siguió a
Montesquieu, pero también intentó trascenderlo.
La convergencia entre la representación electiva y la república. Fue para casi todos los
liberales un tema periférico. Así es como las dos tradiciones de la república perdieron su
centralidad en la filosofía política.