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PONTIFICIA UNIVERSIDAD JAVERIANA

FACULTAD DE FILOSOFÍA
CURSO DE FILOSOFÍA POLÍTICA
Primer semestre de 2020
Prof. Marcela Forero Reyes
Alejandra Gualdrón Prieto
 

ENSAYO (3)

La política latinoamericana ha experimentado profundas transformaciones que, a la larga,


han debilitado el funcionar de las democracias contemporáneas. Las instalaciones de los
regímenes autoritarios reformados después hacia el neoliberalismo, no están listos para
entender y solventar las necesidades de la población. La sociedad del consumo, la
naturalización de la globalización, la mercantilización desaforada, y demás, solo nos han
arrojado a mapas desacertados en los que perdemos nuestro presente, olvidamos nuestro
pasado y obstaculizamos nuestro futuro. En medio de este dramático panorama, Lechner
(2002) nos convoca a una reconstrucción del “Nosotros” por medio del fortalecimiento de
la cultura política de la sociedad civil, con miras hacia una transformación democrática
real.  
Al hablar de política democrática, debemos remitirnos a las “disposiciones generales de un
colectivo de personas que, en virtud de su aceptación compartida de una manera de
ocuparse de tales disposiciones, componen una comunidad única” (Oakeshott, en Mouffe,
p.296, 1994). Esto supone un orden de todos, en el cual todos puedan vivir y satisfacer sus
necesidades sociales. Para Lechner (1994), la democracia incluye las estrategias del
consenso y la utopía de este. Las primeras consisten en la defensa de la paz civil y el libre
acuerdo sobre los procedimientos válidos para la toma de decisiones. Un orden democrático
se sustenta en el reconocimiento de las diferencias, de la pluralidad, del conflicto y la
contingencia. Pero, además, debe contar con consenso, con un acuerdo colectivo sobre qué
se entiende por orden democrático y, en especial, sobre cuál es el orden democrático
posible en una sociedad determinada. Entonces, como el orden no es algo dado, sino una
construcción social, lograr un orden democrático solo puede ser emprendido
colectivamente. 
Contrario a otros autores contemporáneos, Lechner (2002) sugiere que el orden no se
produce por las leyes naturales, sino a través de la interacción de los sujetos sociales con
convenciones formales e informales. Bajo este postulado se asume que no bastan las
pretensiones de eficiencia y eficacia en la gestión pública, ni la razón instrumental para
tomar decisiones políticas, puesto que la subjetividad política puede interferir sobre los
sistemas políticos, legitimando y/ regulándolos. En este punto, cobra gran importancia el
papel de la cultura política, pues es esta la que reside en las identidades colectivas que más
adelante, se encargará de direccionar su porvenir.

La cultura política, según Almond y Verba (1992), son todas aquellas actitudes,
orientaciones, sentimientos u opiniones que se dan en una sociedad determinada. Esta
puede ser tomada como una percepción de los actores sociales sobre un determinado
sistema político, teniendo en cuenta que cada forma de sistema variará su relacionamiento
según el tipo de población. Por ejemplo, existe una dicotomía dentro de los procesos
estructurales de transición de las sociedades arcaicas feudales y tradicionales a las
sociedades occidentales que han tenido un proceso de modernidad: el democrático y el
totalitario. La primera les da un papel muy importante a los individuos de querer hacer
parte de las decisiones políticas, los ciudadanos están informados, participan y son
propositivos con base al mejoramiento de la sociedad. En la segunda, el ciudadano puede
jugar un rol de súbdito-participante, alienado a un gobierno central, que puede tener algún
descontento y, por ende, su nivel de participación suele ser más bajo.  

Respecto a esto, podría hacerse un paralelo con lo que Lechner, (p. 100, 2002) menciona
referente al capital social, en tanto es “la capacidad de acción colectiva que construyen las
personas sobre la base de confianza social, normas de reciprocidad y compromiso cívico”.
El capital social se convierte en un puente que vincula a diversos sectores -de carácter
formal e informal- con potencial asociativo; la teoría sostiene que entre más redes existan,
habrá más confianza en la sociedad. Así es como el capital social funciona como un
“mecanismo que media entre la experiencia cotidiana de la gente y el desarrollo económico
y el desempeño de las instituciones democráticas” (Putnam en Lechner, p.100, 2002).  
Así las cosas, resulta importantísimo promover la asociatividad que, en últimas, contribuye
a la formación de un sentido de pertenencia con la comunidad. La confianza social es
esencial para el desarrollo de un gobierno eficaz. El conjunto de esta asociatividad, y los
grupos que de allí surjan, podría tenerse como un “capital social” que ayude a fortalecer la
comunidad. En este orden de ideas las identidades colectivas y los sistemas políticos son el
resultado de construcciones sociales.

Sin embargo, no sería suficiente con solo invertir en capital social, puesto que quienes
pueden disponer de este, hacen parte de un sector privilegiado de la sociedad: según
Lechner (2002) y Putnam (1995), el capital social está relacionado con la educación
-debido a las habilidades, recursos e inclinaciones que se le impartieron en el hogar y,
porque en últimas goza de mejores condiciones económicas-, la disponibilidad del tiempo
libre, la movilidad y la sub-urbanización, el género -pero el compromiso de las mujeres
varía según su ocupación-, el ascenso del estado de bienestar, los efectos generacionales,
entre otros. 

 En este sentido, el capital social y la cultura política van de la mano, puesto que los países
con mayores índices de desarrollo socioeconómico y menor nivel de desigualdad, son
quienes presentan altos índices de capital social y cultura política. La diferencia radica en la
inversión del bienestar social del grueso de la población en términos de educación,
transporte y comunicaciones (Almond & Verba, 1992). Sin embargo, el modelo de
modernización encarna fuertes problemáticas sobre la ampliación del proceso de difusión
democrático. Es decir, otros países, por el contrario, continúan persiguiendo el fin
productivo y mercantilista. Estas naciones jóvenes pueden tener nociones e imaginarios de
democracia (dignidad, libertad, instituciones sólidas, relaciones directas de gobierno y
conciudadano, ciencia y tecnología); pero sus estructuras arcaicas no permiten un cambio
fácil hacia esta dirección y si finalmente se lograran adaptar un sistema democrático,
deberían preocuparse no solo en el tratamiento institucional y de representación, sino
también en las orientaciones puramente subjetivas de percepción de los ciudadanos
(Almond & Verba, 1992).  
Frente a lo anterior, se reconoce que la base subjetiva de los individuos permite entablar
cierta cohesión social, debido a que se empiezan a reconocer a sí mismos y a otros como
sujetos, para luego, identificar aquellos puntos en común que previamente estaban
escondidos tras la naturalización de la sociedad. Respecto a la cultura política, Lechner
añade que esta permite ponerle nombre a los temores y deseos de las personas, acoger sus
esperanzas y miedos. Todo esto permite el acercamiento a una subjetivación de la política
capaz de entender todas las esferas que componen las necesidades de los sujetos; así, la
política debe encargarse tanto de las vivencias subjetivas como de las fallas macrosociales
de la sociedad (Lechner, 2002); ya que “una política que no ayuda al ciudadano a vivir y
compartir sus experiencias cotidianas como algo significativo, se vuelve insignificante”
(Lechner, p111, 2002). Esto se traduce en términos políticos, en bajos niveles de
participación y poco o ningún interés en el desarrollo de las políticas públicas y en, en
general, en el gobierno. Lo anterior se traduce en una débil credibilidad de las instituciones,
un bajo nivel de participación en el propio sistema a nivel micro y macro lo que produce y
reproduce las dinámicas de desinterés, desapego y lejanía con las instituciones y prácticas
que construyen día a día las políticas que afectan a todos.  

En todo caso, cabe resaltar la importancia de generar íconos, símbolos e imágenes que
permitan el fortalecimiento de la identidad como sociedad y sujetos colectivos, retomando
la historia y permitiendo la construcción de la verdad y la memoria; puesto que, “toda
sociedad se reconoce a sí misma por medio de un imaginario social” (Castoriadis &
Chartier, en Lechner, p114, 19). Así es como el mismo sistema político, junto con la
sociedad podrá erigir sentimientos desde el patriotismo y la identidad, hasta el descontento
y la ilegitimidad.  Estas variables están profundamente arraigadas al concepto de cultura
cívica o democrática -la cual no está determinada por los factores tradicionales o de la
modernidad, sino que tiene extensamente una combinación de ambos-. Un claro ejemplo de
esto puede verse en Inglaterra: pese a ser una sociedad ligada al absolutismo, se lograron
fuertes consensos como la secularización; un desprendimiento parcial de la iglesia de
Roma, dándole vía libre a otros nuevos credos religiosos, como la iglesia anglicana. La
secularización en sí misma, parece irrumpir en las fuerzas tradicionales del absolutismo en
Inglaterra, rompiendo barreras rudimentarias y abriéndole un campo a la modernización
(Almond & Verba, 1992).

Esto también permite entrever que la cultura cívica es pluralista y parte de los principios de
consenso y diversidad; por lo que cobra vital relevancia para fortalecer la democracia real,
mencionada al principio del texto. La tarea como Estados democráticos, aparte de invertir
en esferas informales para promover los diferentes espacios de participación y
subjetivación, consiste en trabajar de manera transversal en lo que concebimos como
democracia; ya que, Lechner (p. 120, 2002), menciona que “La debilidad de la democracia
como imaginario del Nosotros ciudadano es puesta de relieve por la limitada adhesión que
despierta al régimen democrático (...) los valores de la democracia, desde la soberanía
popular hasta la valoración de las minorías no presentan fundamento compartido
desconfianza en las instituciones”. La democracia, entonces, no está operando como una
representación simbólica de “Nuestra” sociedad. Así pues, Mouffe (1994) propone retomar
el análisis de la política de la democracia radical, subrayando el carácter compuesto,
heterogéneo, abierto e indeterminado de su tradición.

“Necesitamos que se implante la hegemonía de los valores democráticos, para


lo cual las prácticas democráticas tendrán que multiplicarse e institucionalizarse
dando lugar a relaciones sociales aún más diversas, de manera que mediante una
matriz democrática puedan conformarse múltiples posiciones del sujeto(...) Las
relaciones de poder y autoridad no pueden desaparecer por completo, y, en este
sentido, es importante abandonar el mito de una sociedad transparente y
reconciliada consigo misma, por cuanto ese tipo de fantasía conduce al
totalitarismo. El proyecto de una democracia radical y plural, por el contrario,
precisa de la existencia de la multiplicidad, de la pluralidad, y del conflicto, en lo
que ve la razón de ser la política. “ (Mouffe, p. 299, 1994)

Aquí, se recalca la importancia de reconocernos como un Nosotros diverso y plural, en


donde todos podamos hacer parte de la transformación del sistema político, actuando en
horizontalidad, gozando de los mismos derechos y ejerciendo mismos deberes y
responsabilidades. Asimismo, se reconoce las posibles contradicciones que se puedan
presentar, teniendo en cuenta variedades de discursos y símbolos, pero siguiendo un mismo
horizonte democrático; así, “se requiere un nuevo sentido común que permita transformar
la identidad de los diferentes grupos de manera que sus reivindicaciones puedan articularse
entre sí de acuerdo con el principio de la equivalencia democrática”. (Mouffe, 1994)

En últimas, Lechner (2002) nos recuerda que toda acción en conjunto es política, pues
concluye con vínculo social. Producimos construcciones sociales y culturales en tanto se
gestamos luchas por “Nuestras” autodeterminaciones colectivas, constituidas entonces, en
sujetos colectivos.

“A la luz de esta autoconstitución de la sociedad “autónoma”, podemos valorar


una política según su potencial de transformación. Esto es, su capacidad de generar
experiencias e imaginarios de nosotros que permitan a las personas ampliar sus
posibilidades de acción. De eso se trata la política, considerada como un trabajo
cultural.” (Lechner, 2002)

Las luchas políticas siempre nos permitirán abordar nuevos mapas y reubicarnos en
nuestros contextos políticos. La autoconstitución de nuevas formas de sujetos políticos,
siempre serán la reivindicación de luchas pasadas y a lo largo, todo esto contribuirá a
elaborar nuestra historia, nuestra verdad y nuestro horizonte.
 
Referencias:
Almond, G & Sidney, V. (1992). La cultura política, Diez textos básicos de ciencia política.
Barcelona, Ariel. 
Chantal, M. (1994) La Democracia radical. Revista Leviathan. Madrid. 
Lechner, N. (1994) La problemática invocación de la sociedad civil. Las sombras del
mañana. La dimensión subjetiva de la política
Lechner, N. (2002). Las sombras del mañana. La dimensión subjetiva de la política.
 

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