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Revista Acontecimiento, XXV, 47-48 (2016), pp. 77-84.

¿Qué hacer del qué hacer?


Reflexiones sobre la construcción común de las luchas autónomas

Alejandro Cerletti

“¿Qué hacemos?”, preguntó, demandando el pensamiento colectivo.

No basta con avisar lo que vemos. Tenemos que decir también quiénes
somos los que vemos. Porque los cambios que avistamos no son sólo
allá afuera. Nuestra mirada hacia dentro también detecta cambios, y
nuestra propia mirada ha cambiado. Entonces queda claro que, para
explicar lo que miramos, tenemos que explicar nuestra mirada.
Antes de la respuesta a la pregunta sobre qué se ve, viene otra pregunta:
“¿quién es quien mira?” Así fue como construimos el “método” de
nuestra participación en el semillero. No sólo alertamos sobre lo que se
mira en el horizonte. También tratamos de dar cuenta de la mirada que
somos.
Y entonces vimos que es importante la historia, es decir, cómo era
antes; qué es lo que sigue igual; qué es lo que cambia. O sea la
genealogía.
Y para explicar la genealogía, tanto de lo que somos como de lo que
vemos, necesitamos conceptos, teorías, ciencias.
Y para saber si esos conceptos son útiles, es decir, dan cuenta cabal de
esa historia, es que necesitamos el pensamiento crítico.

(SupGaleano, “A manera de prólogo”, El pensamiento crítico frente a


la hidra capitalista)

Cuando en 2015 los zapatistas convocan a la creación de semilleros de pensamiento crítico para
enfrentar la vorágine avasallante del capitalismo contemporáneo, dan una justa medida de la
magnitud del problema. Ponen el acento en la dificultad en que se encuentran los movimientos
rebeldes para enfrentar un enemigo que ha especializado su dominación a niveles nunca vistos,
porque ha adquirido la habilidad de mutar ante cada ofensiva en su contra y reconfigurarse,
fortalecido. Las pocas veces que con enorme esfuerzo se logra cortar una cabeza de la “hidra
capitalista”, casi de inmediato crecen muchas otras, más vigorosas y eficaces.
Lo que vio el zapatismo es que se ha arribado a un punto en que es imprescindible que
pensemos juntos. Es tal el desarrollo actual del capitalismo que le permite mostrarse sin pudor
en una etapa superior de depredación y colonización, pero sobre todo de depredación y
colonización del pensamiento. En esto radica el vigor de su expansión planetaria. La sagrada
alianza entre capital y democracia representativa ha sido avasalladora por su eficacia, tanto en
la gestión de la dominación como en la esterilización de cualquier oposición significativa.
El desafío lanzado desde la Sexta es cómo estar a la altura de este viejo pero recreado
enemigo. Las teorías revolucionarias clásicas y las prácticas conocidas para enfrentarlo han
llegado al límite de sus posibilidades y se han extenuado. Frente el riesgo de repetir
tozudamente viejas recetas, el llamado zapatista apunta a que es ineludible un nuevo pensar-
hacer político que sostenga las luchas emancipadoras presentes.
En la actualidad, existen múltiples formas de resistencia que si bien comparten una misma
sensibilidad anticapitalista se caracterizan por su diversidad y fragmentación. Es la tónica de
estos tiempos: miríadas de expresiones militantes de resistencia en diferentes planos y
circunstancias, horizontalistas y autónomas, críticas de la pertenencia partidaria y las
representaciones tradicionales. En nuestro país, el escenario es multifacético: asambleas
barriales, ollas populares, radios comunitarias, fábricas recuperadas, centros culturales,
bachilleratos populares, huertas orgánicas, publicaciones políticas independientes, asociaciones
antiburocráticas de trabajadores, movimientos territoriales, agrupaciones estudiantiles,
organizaciones autogestivas, y tantas experiencias más, surgidas o potenciadas a partir del 2001.
Cada una en su espacio, agotadas las “teorías” que otrora daban orientación a las luchas,
subsisten en una continua experiencia resistente apoyada básicamente en el ensayo y el error.
Y, en efecto, es la tónica de los tiempos; es la difícil etapa en la que lo viejo no termina de morir
y lo nuevo no llega a nacer, y se avanza como a tientas, cada uno tratando de afirmarse en su
propio trayecto, con lo que tiene a mano.
El llamado zapatista alerta que, siendo conscientes de esta situación, es imprescindible
dar un paso más, porque lo que viene puede ser peor, sobre todo porque no lo vamos a poder
siquiera pensar. Necesitamos nuevas herramientas conceptuales y prácticas para comprender y
transformar esto, que parece inexorable. Y necesitamos de todas las rebeldías que, desde
diferentes lugares y orientaciones, pelean día a día contra la hiedra. Pero no sólo para manifestar
solidaridad frente a cada una de esas luchas, sino para pensar juntos qué nueva política puede
hacer frente a un enemigo que se ha extendido hasta el último rincón del planeta.
Pensar juntos implica, por cierto, hacer algo juntos. Es decir, supone llevar adelante
una práctica colectiva en la que convergen múltiples identidades con una voluntad y un
propósito común. El problema es que ese común no viene dado de antemano, es una
construcción colectiva, horizontal y militante, y no una imposición o una subordinación de un
otro externo.
La construcción de lo común no es sólo un posible primer paso de una lucha
anticapitalista. La construcción de lo común es ya una forma de anticapitalismo, porque al
capitalismo sólo le importa la acumulación egoísta de bienes y recursos. Es depredador y
esterilizante de todo aquello que obstaculice su expansión, y por lo tanto cobra su mayor sentido
en su fuerza de disolución de todos los lazos igualitarios.
Estamos viviendo una época en la que parecen resurgir las grandes preguntas que la
filosofía política revolucionaria se hizo durante toda la historia. Pero ligeramente modificadas,
cuando son mediadas por la constatación de la estructura del capitalismo contemporáneo. Ese
“ligeramente” enrarece los lazos históricos con las tradiciones de las respuestas que se dieron a
aquellas grandes preguntas. Y vemos que la historia no se repite, ni como farsa. No se repite
porque las estrategias exitosas de otras épocas y contextos hoy día se han naturalizado. El
capitalismo las integró. Mutó para permitir su inclusión esterilizada en el estado de las cosas.
No se trata entonces de repetir los fracasos sino de aprender de esos fracasos. Y también
aprender de la victorias, pero no para intentar repetirlas sino para comprender cabalmente en
qué quebraron el orden instituido cada vez que fueron eficaces.
Sospechamos que estamos ante diversas experiencias puntuales alentadoras, pero no
logramos encontrarles una conexión. Tenemos nociones de algo que sospechamos que es
políticamente potente (igualitarismo, horizontalidad, autonomía, etc.), pero no conseguimos
radicalizar su potencia. Pasan cosas estimulantes pero vemos la rapidez con la que son
absorbidas y naturalizadas. Y la mayor naturalización de nuestras vidas es el capitalismo
globalizado del siglo XXI, porque domestica y normaliza nuestros cuerpos y nuestro
pensamiento. Necesitamos producir un encuentro entre los múltiples fragmentos de
experiencias e ideas sueltas para que el vigor militante adquiera una nueva manera de
intervención y activación.
¿Cómo encontrar o cómo fabricar el cordel que enlace las cuentas de cada experiencia
particular? ¿Cómo bordar un tejido con hilos de todos los colores?
Las metáforas rebeldes de la acción colectiva siempre pudieron dar imágenes que al
pensamiento le cuesta atrapar. Solemos quedar acorralados en pretender encontrar algo “en
común” de las diversas luchas, y lo único que podemos hallar, sin dudas, es una sensibilidad
anticapitalista compartida. Quizás el problema crucial sea que pensamos –y nos pensamos–
desde el punto de vista de alguna individualidad identitaria que en lugar de dar luz a la reflexión
encandila nuestras miradas. Cuando pretendemos elucidar, por ejemplo, el “común” de las
experiencias autónomas, lo hacemos tratando de encontrar algo que compartan esas diversas
experiencias, cada una de ellas, entendida como una individualidad (es decir, una identidad
cerrada sobre sí misma). Tal vez sea ésta la dificultad, porque nos vemos vueltos sobre nosotros
para ver qué es lo que se puede hallar en común con los demás, a partir de nosotros mismos. Se
lo hace más desde el temor a perder la propia identidad que desde el riesgo de construir un
nuevo nosotrxs.
La última década y media fue fértil en la emergencia de un sinnúmero de experiencias
autónomas de diversas procedencias, tradiciones de militancias y luchas. Cada una de ellas se
formó muy guardiana de su auto-nomía, de la tarea de darse sus propias normas y reglas de
funcionamiento y organización horizontal. El enemigo era –y sigue siéndolo– el verticalismo
heredado de los partidos políticos y del sindicalismo burocrático, y la respuesta que se encontró
fue estrechar filas, cerrando los grupos.
Cuando la política se ausentó, las experiencias autónomas se esforzaron en encontrar un
camino que pudiera superar esas viejas estructuras verticalistas volviéndose, en primer lugar,
sobre los aspectos formales de la organización, en especial sobre los procedimientos de toma
de decisiones (asumiendo, por ejemplo, que la forma asamblearia es la más apropiada). La
forma, o el procedimiento para la toma de decisiones, ha constituido el gesto de rebelión y ha
ocupado la mayoría de las veces todo el lugar político. El procedimiento subordina el
“contenido” político, o mejor, el contenido es la forma ejemplar. Esta caracterización de la
acción política como fusionada con el procedimiento que legitima sus decisiones ha permitido,
por cierto, desburocratizar y horizontalizar muchas prácticas militantes. Pero se corre el
constante riesgo de que no se perciba la ausencia de una política o que quede diluida en la
garantía procedimental, o en el mejor de los casos, reducida a una acción puntual de coyuntura.
El riesgo complementario es que la práctica política se extenúe en experiencias aisladas más o
menos virtuosas, singulares, celosas de su pureza pero dificultadas de trascender su accionar y
su pensar situado.

Todo vínculo con otras organizaciones o colectivos debe romper, de inicio, una barrera de
desconfianza muy importante, ya que flota siempre la sospecha de que la organización propia
puede intentar ser absorbida, infiltrada o aparateada. Como si dominara una susceptibilidad
defensiva ante los demás, aunque sean virtuales compañerxs, por temor a la cooptación o al
resurgimiento de estructuras verticales (o a la aparición de liderazgos) que arruinen lo que se
logró con gran esfuerzo de militancia independiente.
En esta tónica, en cualquier intento de construcción colectiva nueva, reaparece,
transfigurado, un instrumento tradicional de la práctica política: la negociación. Si queremos
construir un común se suele interpretar, por lo general de manera involuntaria, que debemos
negociar el común; es decir, cada uno debe ceder un poco en sus pretensiones en pos de lograr
algo que convenza más o menos a todos. Cada uno parte de su “autonomía” y desde ahí evalúa
cuánto gana y cuanto pierde en pertenecer a una identidad más amplia. El límite de este proceder
es que cuanto más amplia es la negociación más amplia es la necesidad de ceder en lo propio
para lograr el común. La paradoja final es que cuantos más somos, menos somos. Es decir,
cuanto más amplia es la identidad colectiva menor es la identidad individual. O somos átomos
aislados o un todo indiferenciado. Toda zona intermedia es una negociación que por lo general
deja heridas, o excluye a unos cuantos. Esta tensión entre los individuos y el común no es, por
cierto, un problema novedoso. Atraviesa toda la teoría política clásica desde Hobbes o Rousseau
hasta Marx o los liberales contemporáneos.
Para no quedar atrapados en estos límites, tenemos que esforzarnos en cambiar el punto
de partida. Asumir que no debemos vernos al fin y al cabo como individualidades en
competencia, como exige el liberalismo y el mercado. Somos en realidad multiplicidades, y
multiplicidades de multiplicidades, y las individualidades son localizaciones o recortes
parciales de esas múltiples multiplicidades. No hay individuación que no lo sea de algo plural
que la preexiste. La apuesta histórica liberal fue recortar y encumbrar lo individual respecto de
lo colectivo y sobre ese supuesto indiviso basar la posibilidad de la política. Desde esa
perspectiva, no tendríamos en consecuencia más que negociaciones entre individuos (o
identidades) y la búsqueda del común sería siempre una tarea defensiva y calculadora (y en
muchos casos, miedosa de perder lo que se tiene –que termina siendo lo que se es–). El otro
siempre será, por lo tanto, un límite a mi libertad individual y, por lo tanto, un competidor actual
o potencial. La dominación del capitalismo es masivamente eficaz porque disciplina nuestras
subjetividades. En esta sociedad de ganadores y perdedores, meritocrática y excluyente, es
difícil percibir que vamos a ser libres sólo cuando todos seamos libres, porque recién entonces
vamos a ser libres de toda explotación, subordinación o sometimiento (de clase, de género, de
cultura, etc.).

Adoptar como punto de partida que somos multiplicidades implica reconocer que cada
identidad, cada individualidad, cada grupo determinado es una particular segmentación de esas
multiplicidades que ya somos. Dicho en otros términos, somos una pluralidad de diferencias.
Diferimos con otros y hasta con nosotros mismos (nadie es otro y ni siquiera somos lo que
fuimos). No hay más que diferencias, y diferencias de diferencias. Cada unidad es una
delimitación de esas diferencias, de esas multiplicidades. Por lo tanto, cada identidad, individual
o colectiva, es una arbitrariedad, porque exhibe una segmentación posible de la pluralidad de
esas diferenciaciones.
Ahora bien, teniendo esto en cuenta, ¿cómo pensar un común? O mejor aún, ¿cómo
pensar un nosotrxs político? ¿Quién sería el “nosotros”? ¿Estamos a la vez hablando de
“todos”? ¿Ese “nosotros” qué dimensión adquiriría y qué abarcaría? ¿Habría algo que haga un
común de lo heterogéneo de las individualidades que suponen cada experiencia autónoma?
Habría que pensar en algo que circunscriba las multiplicidades y haga que sea posible
alguna identidad, un eventual nosotrxs y, a la vez, que no coarte la diversidad de aquellx/s que
lo compone/n. Un nosotrxs como una construcción eventual, que acontece en algún momento.
No se lo podría inferir entonces de lo que ya existe y su continuidad dependería del actuar y el
pensar de ese nosotrxs.
El deseo de construir un “nosotros” que atraviese las experiencias singulares, un
nosotrxs sin distinción de géneros, ni colores, ni inteligencias ni de cualquier otra
discriminación, convocado y transido por un encuentro, da sentido a todo acto político rebelde.
Cada identidad que se incorpora a la construcción colectiva es un hilo de una textura que forja
una subjetivación inédita, porque incluye a todos en sus individualidades, pero las indiscrimina
en su ser conjunto. Pensar juntos, actuar juntos, subjetiva colectivamente porque algo nuevo
acontece, que es fruto de la colaboración recíproca. Es un nosotrxs del encuentro; un sujeto
colectivo, cuya identidad es la indiferenciación de lo individual en favor de lo colectivo. Se da
en situación y sólo existe a partir del acontecer del encuentro compartido. No preexiste, se
constituye y desaparece, o no, de acuerdo a la fuerza y la voluntad con que se milite. Sus efectos
pueden ser momentáneos o duraderos.
No es cuestión entonces de encontrar lo común que podría haber entre identidades
definidas o autosuficientes; de detectar algo así como una esencialidad de cada uno coincidente
con la de otros. Se trata más bien de elaborar un pensar-hacer propio que haga a esas identidades
in-diferentes entre sí en función de lo que las une. Desde cada identidad (o cada autonomía) se
debería contribuir a la construcción colectiva de algo que nos identifica a todos sin que implique
ninguna pérdida singular sino, por el contrario, que signifique un beneficio subjetivo colectivo.
Aquello que podemos ofrecer desde nuestras identidades es una aportación al conjunto,
es decir una contribución a lo universal de nuestros esfuerzos, ya que no se persigue el beneficio
de algunos sino el de todos, y el de cualquiera.
No se trata sólo de articular luchas y encauzarlas en una mayor, porque, de hecho, cómo
encauzar esa lucha común es uno de los desafíos de las políticas emancipadoras de hoy.
Tampoco es el fruto de una negociación entre identidades en la que cada una se preocupa por
no perder lo esencial de sí. Se trata de pensar la política desde un nosotrxs que incluya a todxs.
Común es entonces el principio igualitario que define una concepción de la política y orienta
las luchas singulares.
Este es el enorme desafío que afrontamos.

Pero no estamos en cero. Son muchos los movimientos sociales, territoriales, autónomos,
horizontalistas que hace tiempo han asumido, en su acción, que es vano esperar del Estado
cualquier cambio significativo y que se trata de tomar en las propias manos el destino colectivo.
Han asumido, por sobre todo, que no tiene sentido preguntarse por quién nos va a salvar; que
es imprescindible abandonar el espíritu de rebaño estatalista que se inclina ante el líder de turno
y se contenta con un reparto de migajas, y que avanzar en la construcción de nuestro futuro es
una tarea que sólo depende de los hombres y las mujeres que se deciden a llevarla a cabo.
Tampoco estamos en cero en cuanto a las ideas que guían las luchas: la gran mayoría de
los grupos autonomistas levanta banderas anticapitalistas, horizontalistas, igualitarias.
Comparten el desprecio por la apropiación privada de las diferentes esferas de la sociedad y la
reducción de todos los vínculos a meras relaciones mercantiles. Lo que falta –lo que nos falta–
es hacerlas coherentes con una lucha común que sitúe los esfuerzos particulares en una dinámica
colectiva.
La articulación de nuevas ideas políticas con una práctica coherente será lo que nos
permita vislumbrar un nuevo sujeto colectivo político, un nosotrxs que identifique nuestras
luchas. Porque sabemos que esa novedad permitirá no quedar atrapados por la práctica estatal
de la política y en sus esterilizaciones representativistas.
Es en el vacío de la política tradicional donde una nueva política debe tomar
consistencia. Debe hacerse lugar el lugar. Lo nuevo no es pensable desde lo viejo, porque
cuando se lo intenta hacer se lo termina transformando en una variante infecunda de lo que
había. El gesto de sostener la necesidad de lo que hay (es decir, autoconsolarse en la
justificación del estado de las cosas o en la declaración de imposibilidad de algo diferente
porque aún no es pensable) debe abandonarse frente al desafío de pensar la contingencia de lo
que puede haber.
En 2001 se produjo un quiebre de la continuidad en la manera de identificar el
pensamiento y la acción política. Se experimentó que la política puede pasar por otros lugares,
diferentes de los habituales, pero no solamente por otros lugares físicos (las calles, las plazas,
etc.) sino por otros lugares conceptuales. Esta es la novedad de aquellos días que aún no es
significada en su auténtica radicalidad.
Por ahora, las experiencias autónomas son síntomas de algo que no sabemos bien qué
es. Son fantasmas que recorren este mundo. Esas diversas experiencias sólo tendrán
consistencia (esto es, dejarán de ser referencias aisladas) cuando haya un mundo que las haga
existir en su radicalidad. Por ahora, son acciones excepcionales que buscan una continuidad
común, en el pensar y el hacer. La vieja política nunca va a poder dar cuenta de la novedad que
portan estas nuevas experiencias. Para lograr que esas excepciones quiebren de una vez por
todas lo que hay, debemos crear otra política, aunando la pasión de todas las voluntades
rebeldes. Tenemos que pensar lo nuevo de nuestras acciones con la más alta autoexigencia que
podamos, para estar a la altura de un enemigo que ha llegado a naturalizar su sojuzgamiento a
niveles inéditos.

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