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Ciudadanía e institucionalidad.

Gonzalo Portocarrero
Artículo publicado en el diario El Comercio - miércoles 11 de febrero del 2015

A lo largo de nuestras vidas todos entramos en relaciones que suponen identificarse


con otros: ser con ellos, ser como ellos, ser ellos. Estas identificaciones dejan marcas
que suponen compromisos: lealtades con individuos y grupos con quienes hemos
compartido situaciones definitivas en nuestra historia personal. Para empezar, la
familia: padres, hermanos y demás parientes; luego el barrio, el colegio y los
amigos. A continuación las personas que no conocemos pero que son como
familia, pues compartimos la misma nacionalidad, tradiciones similares y mucho de
nuestro destino. Y, finalmente, está la humanidad, todos embarcados en esta nave
espacial que es la tierra.
Cada tipo de vínculo y grupo tiene sus exigencias sobre las personas que lo forman.
Entre una madre/padre y un hijo/hija se espera la incondicionalidad. Una lealtad
absoluta. Entre esposos, la fidelidad; y entre hermanos, la solidaridad. Nadie
aguarda a que una madre incrimine a un hijo en un crimen, de modo que no se le
exige ser testigo. Es compresible que pese más el amor por el hijo que el
compromiso con la ley.
Surge así el problema que afecta a las instituciones. Cuando la gente pone por
delante la amistad o la expectativa de un beneficio, y deja de lado el
cumplimiento de la ley, entonces la lógica mafiosa de la complicidad desplaza a la
conducta basada en los intereses generales encarnados en la ley.
Me contó mi padre que a principios del siglo XX, en el auge de la República
Aristocrática, un presidente de la República reunió a sus parlamentarios para
instruirlos en el voto a un primo suyo, hombre conocidamente incapaz, que
presentaba su candidatura a una vocalía de la Corte Suprema. Cuando uno de los
congresistas le refirió el escaso prestigio de su pariente, el mandatario respondió,
dando por zanjada la discusión: “Eso no importa, pues todo el mundo sabe que la
caridad empieza por casa”. Y efectivamente el primo fue elegido sin mayores
resistencias.
La anécdota es reveladora, pues evidencia la supremacía del cariño sobre el
mérito. Se prefiere al pariente o amigo, porque se le quiere, y, también, porque
retornará el favor. La incondicionalidad y el afecto se aprecian más que el mérito y
la virtud. Y aunque ahora nadie repetiría en público la frase “la caridad empieza
por casa”, el sistema sigue siendo el mismo. Hecho que se deja ver en las repartijas,
cuando los puestos públicos van a los amigos de los partidos.
Las organizaciones adquieren un carácter mafioso. La lealtad a quien jefatura la
organización se coloca por encima de la ley y el interés general. El amiguismo y el
intercambio de prebendas es el aceite que lubrica las organizaciones de gobierno.
Las leyes son retorcidas hasta que sirvan a los intereses del grupo. Y a la gente se le
enseña que el camino más seguro para progresar es la adulación al poderoso, el
estar dispuesto a ser su cómplice, a infringir la ley apenas se requiera.
Esta lógica mafiosa impide la construcción de una institucionalidad ciudadana. Y
genera suspicacia y resistencia hacia la autoridad y sus normas. Una sociedad es
ciudadana si está compuesta de gente que prefiere poner la ley por encima de sus
conveniencias particulares. Y lo contrario es una sociedad de cómplices en la que
(casi) todos están dispuestos a pactar en desmedro del interés común.
El resultado de una sociedad de cómplices son instituciones corruptas, mediocres y
poco transparentes. Y cuando se producen los “destapes” vienen primero las
“comisiones investigadoras”, pero luego siguen los “arreglos”, que enfrían la
indignación e inoculan el fatalismo de que las cosas no pueden ser de otra manera,
pues lo que vale es el espíritu de cuerpo, que es sólido y permanente, y no la
pretensión ciudadana de justicia que es solo una emoción volátil. Y la izquierda, a
través de su manejo de universidades, gobiernos locales y regionales, ha
demostrado que no es portadora de una gobernabilidad distinta, que solo es más
de lo mismo. Queda como consuelo constatar, en este panorama pantanoso, la
presencia de individuos resueltos a superarse a sí mismos, quizá porque pretendan
ser buenas madres o padres, modelos de ejemplaridad para orgullo de sus hijos. Son
pocos pero son y están en todas partes. Pero la debilidad de las instituciones y la
falta de ciudadanía son el círculo vicioso que nos tiene atrapados en la
informalidad y la pobreza.

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