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La idea la había tomado de la película Conversació n Nocturnas, un documental

sobre la pianista Marta Argerich que había visto en la pantalla de la tevé pú blica.
Dormir de día. Esa era la solució n. No tener que soportar el trajinar de las familias
bien constituidas, ni a las gitanas augurando un buen futuro. Ni los saludos de los
comerciantes de la zona que la conocían o el ninguneo de los otros que recién
llegaban al barrio que prometía. Prometía tanto como los militantes de la esquina,
disfrazados de gauchos y con globos amarillos que inflaban dentro de una
camioneta pintada de amarillo oro. El sol terminaba de dorar toda la escena, como
los arcos del Mac Donald, un poco má s atrá s, engullendo y escupiendo gente a lo
pavote, en la otra cuadra de su piso. Lo ú nico que le gustaba eran las flores de Hugo
el florista, le gustaba llamarlo “el florero” como le decía su tía y varios viejos de la
zona. Aunque andaba medio rayada con “el florero” ú ltimamente, no solo porque le
sacaba agua con baldes dejando que corra mientras charlaba con cualquiera que
pasaba por la calle, también porque las flores que traía eran truchas, viejas, no eran
flores frescas. Para comprar flores frescas había que irse por la vereda de la
sombra hasta La Praderita, tradicional casa de pastas del barrio, a la que su
hermano arquitecto le arregló el frente que cagaron después pintá ndolo de un
verde loro espantoso. En la puerta de las pastas había otro puesto de flores mejor
surtido: de ahí las flores duraban má s, aunque la mujer del dueñ o era medio
antipá tica, cuando el hombre estaba solo le redondeaba los precios y la verdad que
compará ndolas con las de Hugo, “el florero” de la esquina , no tenían ni punto de
comparació n.
Así que se levantó de la cama y se hizo fuerte para soportar todo ese trajinar de
sá bado a la mañ ana que le llegaba por la ventana hasta su primer piso. Tenía que
caminar hasta la casa de comida para gatos, comprar un bolso de piedritas
Absorsol paquete negro, que le había dado buen resultado cuando se fue a
principio de añ o a pasar el invierno a Alemania. Con dos bolsas de esas, la gata
anduvo lo má s bien. También necesitaba alimento, el Vital Can era má s barato que
el Royal Canin, y sin embargo la gata parecía bien alimentada. Así que se puso la
campera francesa, la de la nieve, sobre el piyama verde loro, un verde asqueroso
como el frente de La Praderita y salió , dispuesta a conseguir todo rá pidamente, y
volver con los azufres, que eran la parte má s importante de la lista. Las barras de
azufre que le sacarían el dolor de espalda y por ende el de cabeza. Eso, má s que el
Absorsol, era lo indispensable.

Entonces recordó su plan. A Marta Argerich diciendo que dormía de día y vivía de
noche. Nadie le podía discutir nada. Marta representaba la cultura y era admirada
en varios idiomas desde sus quince añ os. No  importaba que le temblaran las
piernas del pá nico, no importaba que no tuviese amigos y se aburriese
soberanamente dando conciertos por todo el mundo, sin gente joven a su
alrededor. La cosa era que fue y es una pianista consagrada. Y como si fuera poco,
argentina, y como si fuera poco, no se teñ ía las canas ni hacía dietas, ni nada, só lo
era ella, después de mucho sufrimiento, de cortarse con un filo un dedo para no dar
un concierto, de inventar excusas para no enfrentarse a situaciones que  leyendo a
Gide se le presentaban como dignas de ser representadas.
Marta le había dado la idea y no podía fallar.
Ella tampoco se bancaba la luz diurna, ella quería desaparecer de la faz de la tierra,
lo má s sutilmente posible. Ló gico que debía cumplir con deberes de madre soltera,
eso lo tenía bien claro, y aunque la gata no fuese suya sino de su hijo, también
debería ocuparse de eso, si no quería que ser despertada varias veces durante el
día reclamando comida y piedras para mear.
Así que tomó coraje y salió , con un gorro que la ocultaba, tenía, o le parecía, un
rostro desfigurado por el llanto.
Compró cinco cajas de azufre. Estaba feliz. Por el azufre y porque no se encontró
con la gitana que siempre la mangueaba. Se hizo la simpá tica con un par de vecinos
y estuvo a punto de comentarles a los de la perfumería, que tenían un cartel “Busco
cajera con experiencia”, que ella estaba sin trabajo. Aunque experiencia como
cajera, má s allá de su trabajo en el Casino de Lanzarote, no tenía, pero estaba
segura que podía poner mucho má s empeñ o en hacer ese trabajo que cualquiera
que tenía cuatro o cinco negocios como referencia si la tomaban. Tocó las barras
de azufre en su bolsillo y dejó el pedido de laburo para otro día. Compró todo y
má s, hasta un jabó n de rosa mosqueta que no necesitaba pero que le dio tanto
placer al olerlo que se lo regaló a sí misma.
Llegó y dejó todo sobre la mesa de la cocina, viendo en lo que se había convertido
su casa durante los dos días que ella decidió quedarse en la cama, para recuperarse
de su malestar: un asco. Y ahí le vinieron ganas de llorar, miento, antes, al hablar
con su hijo de los hombres y la obligació n de soportar a las mujeres en su período ,
o su SPM, da igual, no podía creer haber educado a ese hijo, lo veía tan machista
como la mayoría de hombres que ella aborrecía. Dó nde había quedado lo sagrado
de la menstruació n de las mujeres, ese estado de revolució n hormonal que ninguna
de nosotras queremos pero que viene tan inesperadamente como se va y que nos
vuelve frá giles, histéricas, desconfiadas, lloronas, a punto de sentir que no
servimos para nada, absolutamente para nada.
Por eso, después de la charla lo hizo tender ropa, se aseguró que sepa centrifugar
como corresponde, no sea que las pastillas sean má s poderosas de lo que ella
imaginaba, le dio dinero para pasar dos días y poder comprar víveres. Morir de
hambre no moriría, eso estaba asegurado, y le avisó , que probablemente no
despierte hasta el otro día, no tenía por qué, no había motivos. La gata y él tenían
alimento asegurado, hacía frío, mucho frío, no tenía que trabajar, no tenía ningú n
compromiso con nadie. Vivir estaba demá s.
Así que se tomó sus pastillas en una dosis que sabía perfectamente no la iban a
matar, pero tampoco sería fá cil despertarla, el domingo debía votar.
El dormir debía extenderse hasta entonces, aunque no tenía ninguna esperanza de
ganar, no dejaría que ese voto fuera para el candidato que odiaba con toda su
fuerza.
¡Tan estú pida era! ¡Tan imprescindible se sentía! ¡Como si un voto má s, un voto
menos, podría cambiar el resultado de una elecció n que ya estaba resuelta!
El efecto de las pastillas pronto comenzó a notarse y como en un quiró fano,
comenzó a sonreír.
Al final, con un poco de suerte, despertaría de noche. Y la vida, como decía la
Argerich, no era tan peligrosa a la noche como a la luz de sol.

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