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T.P.

WISEMAN
CATULO Y SU MUNDO
CAPÍTULO 1: UN MUNDO DISTINTO AL NUESTRO
T. P. WISEMAN, Catullus and his world, Cambridge University Press, 1985

Traducción y síntesis de MARTÍN POZZI

1. E VIDENCIAS Y PRECONCEPTOS

De todos los poetas latinos, Catulo es el que parece hablarnos más


directamente a nosotros. A su vez, la época en la cual vivió nuestro poeta, es
decir, los últimos años de la República, es uno de los períodos de la historia
romana del cual poseemos mayor cantidad de testimonios. Por esta razón el
mundo de Catulo debería ser un asunto bien conocido, poco problemático y sin
necesidad de mayores revisiones. Sin embargo, no es el caso con Catulo: la
famosa historia del amor por la esposa de Metelo y los celos de Celio Rufo
dependen básicamente de una reconstrucción decimonónica, que si bien es
original e ingeniosa, es esencialmente hipotética. Más aun, temas de mayor
importancia como el trasfondo literario, la naturaleza de su creación y las
circunstancias de la obra de Catulo no han recibido la atención que merecen.
Creo que nos hemos conformado muy fácilmente con un Catulo ilusorio, y no nos
hemos preocupado en conocer al verdadero poeta. Para lograr esto debemos
prestar mucha atención a la evidencia de la que disponemos y evitar los
preconceptos heredados de la tradición crítica.
Es verdad que disponemos de mucha información acerca de los últimos
tiempos de la República, sin embargo, esta información es bastante limitada,
muy esquemática y necesita una urgente actualización y reinterpretación. En
particular nuestro conocimiento de la época se basa en tres preconceptos de
gran influencia que han dado forma a nuestra visión de dicho período.
El primero de ellos es privilegiar como fuentes históricas los textos de
autores famosos y conspicuos. Las obras de Cicerón y los poemas de Catulo son
de gran importancia para comprender el período republicano, pero estos no son
los únicos testimonios. Tenemos a nuestra disposición las inferencias que
podemos realizar a partir de lo no dicho o lo aludido de manera tangencial en los
textos, y otros elementos más humildes y azarosos, tales como inscripciones en
las paredes, monedas, pinturas y los fragmentos de obras literarias de autores
prácticamente desconocidos, que sobreviven en las citas de autores posteriores.
Si sabemos interpretar dicha información, estos elementos son tan importantes
como los testimonios de nuestros autores privilegiados.
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Como ejemplo de esta actitud podemos citar el caso de Pisón. Catulo, en sus
poemas 28 y 47 menciona a un tal L. Pisón cuya identificación posterior se forjó a
partir del retrato malicioso que Cicerón compuso de L. Pisón Cesonino en su
discurso in Pisonem. El Pisón de Cicerón era procónsul en Macedonia, mientras
que el de Catulo era procónsul en España. El valor glamoroso de nuestras fuentes
conspicuas forzó la identificación de ambos, como si no hubieran existido otros
Pisones en Roma. Pero esta no es la única evidencia: la leyenda de una moneda
de la época nos permite inferir la existencia de un tal L. Pisón Frugi que había
sido procónsul en España, el cual bien podría ser el L. Pisón aludido por Catulo.
De forma similar, Lesbia es identificada con Clodia Metelli y no con sus otras
hermanas como Clodia Luculli. Esta identificación fue resuelta apelando a la
notoriedad de la primera (fue atacada por Cicerón en el pro Caelio). Si se hubiera
conservado el texto completo de un discurso de L. Léntulo en contra de Clodio
(que por lo poco que sabemos ataca a Clodia Luculli), la identificación quizás
habría sido otra.
Esta falacia tiene sus efectos en gran escala. La mayor parte de nuestro
conocimiento de la época se relaciona con la política, lo cual es inevitable, dado
el contenido de nuestras fuentes. La política era importante en Roma, pero sólo
para una clase social determinada; la mayor parte de la población de Roma no le
prestaba mucha atención, ya que se interesaba más por los ludi, es decir, una
serie de espectáculos como el teatro, las carreras de carros, las cacerías de
animales salvajes en el Circo y las luchas de gladiadores en el Foro. Esto no le
interesaba a Cicerón, quien menciona a estos espectáculos de manera
despectiva. Por esta razón la imagen de la sociedad que nos brinda Cicerón en
sus escritos no es exactamente fiel a la realidad del momento. Si se hubieran
conservado las Sátiras Menipeas de Varrón y las obras de Laberio, nuestra visión
de la sociedad romana sería bastante diferente y nos permitiría comprender con
mayor exactitud el trasfondo social y humano de muchos de los poemas de
Catulo.
El segundo gran preconcepto es la creencia de que todo cambió con la
desaparición de la República. En la esfera política, obviamente el surgimiento del
princeps produjo una modificación fundamental; en la esfera social, sin embargo,
la transición entre ambos sistemas fue mucho más lenta y menos significativa.
Durante las dos últimas generaciones de la República y las dos primeras del
Principado, las costumbres sociales presentan una continuidad fácilmente
reconocible y no manifiestan grandes modificaciones. La aristocracia seguía
siendo poderosa y moldeaba sus lujos en los criterios estéticos de la helenización
comenzada en el siglo II a.C.
Debido a este preconcepto, mucho de lo que sabemos se relaciona con qué
textos se han conservado y lo que dichos textos nos informan. La imagen de la
sociedad del Principado puede leerse en Petronio y en Marcial, pero no
disponemos de autores con un programa estético similar para la época de la
República, la cual se interpreta mayoritariamente a partir de los textos de
Cicerón. La comparación entre estos tres autores supondría una gran
modificación de las costumbres, pero esta diferencia no es tan notoria a juzgar
por otras evidencias. Simplemente Cicerón no quiere hablar de las costumbres y
los lujos de la aristocracia, pero esto no nos permite deducir que la aristocracia
de la República fuera más refinada o menos frívola que la del Principado. Así
como la crítica de Juvenal del “pan y circo” puede aplicarse –con precaución– a
las clases bajas del siglo I, de la misma manera, la descripción en Suetonio de los
hábitos de los emperadores puede darnos una idea de los gustos y placeres de la
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aristocracia en los últimos estertores de la República. Y esta información es muy


importante para comprender de manera integral la actitud de Catulo y el tono de
su obra.
Por último, el tercer preconcepto es el más importante y el más
problemático. Debido a que una parte de los que leemos en nuestros autores
republicanos nos resulta comprensible y accesible (sobre todo las cartas de
Cicerón y los poemas amorosos de Catulo), se tiende a pensar que el mundo, los
valores éticos y sociales y las actitudes de la época son totalmente familiares
para nuestra experiencia. Esta falacia provoca serios malentendidos, ya que se
suele juzgar dicha experiencia republicana con nuestros valores actuales y con el
convencimiento de que dichos valores son esencialmente los mismos. Creo que
una buena forma de entender el mundo antiguo es tomar la dirección opuesta, es
decir, abordar estos textos con el convencimiento de que representan valores
ajenos y diferentes a los nuestros. Este abordaje es particularmente útil con
Catulo. Ejemplos de este preconcepto son la violencia y la sexualidad, que
pasamos a analizar en las secciones siguientes.

2. L A CRUELDAD

Catulo era una persona que odiaba. Aquellos que lo hubieran ofendido,
sufrían las consecuencias, y las imágenes de este sufrimiento son vívidas y
brutales. A Aurelio le insertará rabanitos en su ano, Talo será marcado con un
látigo y se mecerá como un pequeño bote en alta mar, Comino será despedazado
por una multitud y sus ojos servirán como alimento a los buitres. Bajo esta sádica
imaginería subyace la idea romana del castigo, lo cual es precisamente lo que
Catulo busca demostrar.
Sorprende notar que en toda la literatura latina desde Plauto hasta Prudencio
encontramos los instrumentos de tortura presentados de una manera muy
familiar. La lista de castigos descripta por Lucrecio en el libro III encuentra
frecuentes paralelos en los demás autores latinos, con referencia a los esclavos,
los prisioneros o las víctimas de la tiranía. A partir de estos pasajes se puede
postular una sórdida tipología de castigos, torturas y flagelaciones.
El látigo (flagellum) había sido diseñado para infligir heridas profundas, ya
que los extremos estaban cubiertos por hierro. La víctima de la flagelación podía
ser colgada con un peso atado a sus pies, o con sus brazos extendidos y atados a
una viga transversal. Otros medios de tortura eran el eculeus (“caballito” o potro)
que tenía como objetivo desmembrar a la víctima, y el cepo que confinaba el
cuello y los pies de manera muy dolorosa. Respecto de las quemaduras había
tres técnicas: la utilización de brea hirviendo, la aplicación sobre el cuerpo de
planchas de metal al rojo vivo, o el simple acercamiento de una antorcha
encendida.
Es importante destacar que todo esto sucedía en público. Los horrores que
algunos estados totalitarios realizan en oscuras celdas secretas, en Roma se
llevaban a cabo a la luz del día como forma de advertencia o como un sádico
entretenimiento. Roma era una ciudad cuya población estaba compuesta
mayoritariamente por esclavos, y sólo por medio del miedo podían controlar a
esta masa social. Por esta razón los esclavos eran castigados con la máxima
publicidad, ya en medio de la calle, ya en el atrio de la casa con las puertas
abiertas. La tortura judicial también se realizaba frente al público: cualquier
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paseante podía observar en la entrada de la Subura los látigos sanguinolentos


listos para ser usados, y podía escuchar a los carnifices con sus capuchas
coloradas infligir una cruel agonía a algún condenado antes de su ejecución. Esto
se consideraba un espectáculo, el pueblo encontraba satisfacción en la tortura y
en la muerte de algún famoso criminal. El cuerpo de la víctima podía ser
maltratado (como Catulo le desea a Comino) antes de que el gancho del verdugo
lo bajara del pedestal, ante el cerrado aplauso de los presentes.
Naturalmente, los ciudadanos libres no podían ser tratados de este modo,
pero en realidad no sabemos cuán fuerte era la protección de la ley. Un
ciudadano romano que presenciaba la tortura y muerte de los esclavos o los
criminales, bien podía imaginarse que eso podía ocurrirle a él también. Los
emperadores podían torturar a quien quisieran, ya que no había ley que se les
opusiera. En la época republicana podía suceder lo mismo en las provincias
gobernadas por un cruel gobernador, o en cualquier parte, si se caía en manos
de un enemigo lo suficientemente poderoso.
La ley era muy benévola frente a la venganza sumaria llevada a cabo por el
injuriado. En caso de que un marido encontrara a su mujer con otro hombre en la
cama, este podía aplicarle latigazos, violar o incluso castrar al adúltero. Esta
concesión, tomada de manera más general, permitía resolver de manera violenta
una serie de incidentes domésticos como un vecino cuyo perro ladra toda la
noche, o la inofensiva burla de un campesino en una calle de Roma. En una
ciudad sin policía los más humildes necesitaban la protección de algún amigo
fuerte o poderoso, y los más ricos tenían siempre su escolta de hombres armados
dispuesta a salir en defensa de su amo. Cuando Clodio y sus hombres en el 57
atacan a Cicerón en la Via Sacra, la escolta del político repelió el ataque y le
perdonó la vida a Clodio.
Estas escenas violentas eran el resultado de un sistema de valores que
consideraba al honor (fama, dignitas, existimatio) como el bien supremo, y lo
llevaban hasta el extremo de una manera que podía llegar a ser brutal. La
inscripción en la tumba de Sila decía que “ningún amigo lo había superado en
hacer el bien, ni ningún enemigo en hacer daño”, y este daño incluía las más
horribles torturas físicas.
Sin embargo, no hay dudas de que la situación en la República no era tan
mala como en la época de Séneca, quien terminó su carrera política en manos de
un carnifex. El cambio político hizo la diferencia, pero la novedad no fue la
crueldad, sino la total libertad de los emperadores para utilizarla. Y este estado
mental que les permitía a ellos desear la crueldad ya era una componente
familiar del mundo de Catulo.

3. LAS COSTUMBRES SEXUALES

La pregunta de si Catulo era homosexual no podría haber sido respondida


por sus contemporáneos, ya que su vocabulario –y por lo tanto, podemos inferir,
su esquema conceptual– era muy diferente al del siglo veinte. Los términos
“homosexual” y “heterosexual” son modernos y no representan conceptos
griegos ni romanos. Evidentemente los antiguos no consideraron importante
categorizar la actividad sexual según el sexo de la persona con la cual se
realizaba. Lo que realmente les importaba era distinguir entre acciones sexuales
activas o pasivas, entre penetrar y ser penetrado.
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Esta distinción es fundamental para comprender tanto el vocabulario como


las costumbres sexuales de los romanos. Los verbos latinos referidos a las
relaciones sexuales varían de acuerdo a las tres posibles formas de penetración:
futuere (vaginal), pedicare (anal) y irrumare (oral). Estos tres verbos son activos,
tanto gramatical como conceptualmente, y sus formas pasivas se refieren a ser
penetrado/a en alguna de estas formas, lo cual se definía de manera general
como muliebria pati, es decir, “tomar el rol de la mujer”.
Ya en 1931 A. E. Housman observó que a la mayor parte de los lectores,
atrapados en el marco conceptual originado en la tradición judeocristiana, les
resulta difícil aceptar esta distinción que tanta importancia tenía para los
romanos y que implicaba que tanto pedicatio como irrumatio no eran actos
condenables, mientras que sus variantes pasivas sí lo eran. Más aun, un hombre
que permitía voluntariamente que otro lo penetrara era tratado con
benevolencia, mientras que uno que era obligado a aceptar la penetración era
humillado. En ambos casos, el penetrador mantenía intacto su honor, ya que
había demostrado su masculinidad y su superioridad al obligar a otro a servir su
placer.
La degradación era más fuerte cuando se trataba de sexo oral: fellator o
fellatrix –si se trataba de una mujer– era el peor de los insultos, y no siempre
tenía un significado literal. Esto lo encontramos con frecuencia en los poemas de
Catulo, cuando amenaza a Aurelio y Furio con sendas pedicatio y irrumatio por
haber insinuado que era afeminado, o a Aurelio cuando intenta seducir a su
protegido.
El propósito que mueve a Catulo es la humillación, expresar la dominación
del enemigo y tratarlo como a un esclavo (aquí el paralelo con el castigo corporal
es más que evidente). Someterse a los deseos sexuales de otro era una
desgracia para cualquier ciudadano libre, pero en el caso de los esclavos era una
obligación. Los libertos tenían una serie de deberes residuales para con su dueño
anterior, entre los que se contaba la sumisión sexual.
Sin embargo, no debemos ser tan esquemáticos. Siempre hay una cierta
disonancia entre los valores generalmente aceptados de una sociedad, y las
cosas que realmente pueden llegar a ocurrir. Estos “obscenos” que tomaban el
rol pasivo bien podían ser también personas de alto rango y dinero que
disfrutaban de dicha experiencia; la helenización de la sociedad romana de algún
modo blanqueó estos deseos un tanto marginales para la aristocracia, aunque la
moralidad tradicionalista de Roma siempre condenó estas prácticas. Catulo
entonces puede atacar a sus enemigos llamándolos pathici y cinaedi
(“maricones”), pero también puede jugar con Calvo a ser delicati, que significa
exactamente lo mismo pero sin el matiz peyorativo que conllevan los anteriores
términos. Los poemas del ciclo de Juvencio trasuntan una ambigüedad similar:
Catulo pretende que los lectores se aparten de dichos versos por su contenido,
pero en realidad espera que los lean.
Las advertencias y el pedido de disculpas al lector en los textos eróticos
pueden ser muy reveladores de las costumbres sexuales de los romanos, como
se pone de manifiesto en los epigramas de Marcial. En primer lugar, nos
muestran que se suponía que las mujeres respetables no debían leer textos de
contenido sexual; en segundo lugar, que sí lo hacían si tenían la oportunidad
(Marcial usa la imagen de la joven que al pasar frente a la estatua de Príapo –un
dios de los jardines representado con un enorme pene erecto– se cubre los ojos
con una mano, pero dejando los dedos entreabiertos para observar la estatua).
Marcial justifica el contenido sexual de sus poemas diciendo que se inspira en las
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representaciones que todos podían ver en el teatro; más aun, Juvenal nos dice
que las mujeres llegaban a excitarse en las representaciones de mimos (un tipo
de obra farsesca de contenido licencioso).
La culta Roma estaba llena de imágenes eróticas, desde la grotesca erección
de Príapo en los jardines hasta las pinturas de las copulaciones mitológicas que
adornaban las murallas. En las calles las prostitutas se ofrecían prácticamente
desnudas, y en cada mes de abril en las fiestas llamadas Floralia las jóvenes que
actuaban en los mimos se desnudaban frente a los espectadores. Obviamente los
viejos moralistas no estaban de acuerdo, pero no es menos cierto que estas
imágenes y hechos estaban a la vista de todos y eran comunes a todos los
estamentos sociales.
Lo que a una persona puede avergonzar a otra puede hacer reír. ¿Hasta qué
punto podemos seguir generalizando acerca de las actitudes de un romano? El
mundo de Catulo está compuesto de individuos: hombres o mujeres, esclavos o
libres, ricos o pobres, austeros o lujosos, cultos o ignorantes; las permutaciones
de estas categorías produjo un complejo caleidoscopio de valores y actitudes que
conviene revisar con cuidado. Como espero haber mostrado, el mundo de Catulo
y los personajes que en él habitan no deben parecernos ni tan cercanos ni tan
familiares.

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