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La cuestión de la autenticidad en la filosofía

actual
La filosofía tiene dos modos de generar sus problemas. Uno, el más básico, el que le da su vida y
sustento permanente, el que marca su dinamismo, es la aparición de aporías en el curso normal de su
reflexión. Son, pues, las trampas que el pensamiento mismo coloca en su camino las que proporcionan
la savia de la que se alimenta la filosofía.

Pero hay un segundo tipo de cuestiones, no menos relevantes y que por momentos parecen ser más
urgentes. Son aquellos que la realidad, que el entorno, natural o histórico, ofrecen como reto a la
reflexión filosófica. Las más de las veces, tales retos aparecen porque es la vida misma de la especie la
que se pone en cuestión. Las formas de aparición de la vida se ven complicadas o
entrampadas, asumen apariencias o entran en cursos oscuros y confusos, de los que los medios
usuales de administración y conducción de los asuntos humanos no pueden zafarlas.

Sólo en rarísimas ocasiones, en momentos inusuales y, en sentido estricto, cruciales, confluyen las dos
esferas de la problemática filosófica y entonces, las aporías se hace vital y la vida depende del
pensamiento. El despliegue de la energía no puede continuar libremente sin la guía prudente de un
pensamiento desentrampado y ligero. Sin claridad intelectual no hay vitalidad. Tal es el momento en que
nos encontrarnos.

Nunca ha sido más evidente, para quien tenga voluntad y la capacidad de ver, que sin una nueva forma
de pensar el curso actual de la vida de la especie conducirá irremediablemente a un descalabro. Tal vez
haya sido esa la más importante intuición del pensamiento de Heidegger. El reconoció que el orden vital
actual está fabricado por el saber científico, y se percató también de que ese orden encontraría unos
límites de los cuales solamente podría escapar con formas nuevas de pensar. Es la naturaleza de ese
nuevo pensamiento, que obviamente debe incluir y superar al de la ciencia, lo que hoy está por
determinar.

Pero hay una tarea previa a resolver, a saber, la superación de la ilusión absolutamente suicida, pero
arrogante, que la forma tradicional del pensar científico puede ella sola generar las bases para sacar a
la especie de su aporía vital.

En un artículo relativamente reciente, destinado a mostrar que la filosofía nada tiene que aportar a la
ciencia y que el avance de ésta es totalmente autosuficiente. Richard Weinberg – premio Nobel de
Física – dice que la madurez de la técnica de indagación de las ciencias empíricas, pero también la
imagen del mundo fabricada por ella, son tan complejas que cualquier interrogante que se genere podrá
ser resuelto sin necesidad de recurrir a otras formas del pensar.

Esta misma arrogancia, producto de comprensibles pero exagerados entusiasmos pasajeros, es la que
llevó a Fukuyama a proclamar el fin de la historia. Una ciencia emancipada del saber filosófico difuso e
inexacto, aparece como el correlato perfecto de formas políticas y económicas triunfantes.

El pensamiento puede dejar de indagar sobre sí mismo, puede descansar y olvidarse de los arduos
trabajos de invención. El futuro, que en esencia será la repetición cada vez más refinada de los mismo,
está ya enmarcado, las vías y los caminos trazados, sólo queda por ende transitarlos una y
otra vez hasta el fin de los tiempos.

Estas dos actitudes son las que marcan y poner los parámetros para el pensar filosófico actual. Ya la
dicotomía idealismo/materialismo no es la más relevante. Ahora el dilema que colorea el espíritu del
filosofar es el que contrapone un preguntar radical y sin cortapisas a un preguntar menguado y
prudente. Detrás de cada una de estas posibilidades hay, como pensaba Fichte del dilema anterior, una
actitud frente a la vida y un tipo de ánimo determinado.
Los espíritus conformistas y temerosos optan generalmente por el preguntar menguado, que equipara la
filosofía a la ciencia y que busca rigor a costa de la profundidad. Los espíritus inquietos optan por un
preguntar como el que tradicionalmente caracterizó a la filosofía, una indagación sin pausa ni
limitaciones preestablecidas, que puede ser tanto o aún más rigurosa que la anterior, pero que no
sacrifica la radicalidad.

Esta actitud corresponde a su vez a convicciones sobre la marcha futura de la sociedad humana. Unos
creen que no se avecinan cambios importantes en la condición humana o, que si tales cambios han de
venir, es el quehacer mecánico el que los provocará y eventualmente generará una resolución adecuada
a los problemas que se planteen. Otros creen que tales cambios no podrán ser favorables
espontáneamente a la especie, sino que deberán ser diseñados y, por ende, inventados para acomodar
las demandas que las necesidades y la historia propongan.

Como es evidente, en esta segunda interpretación las ideas son cruciales, pues res solamente con
ideas nuevas y apropiadas que podrían construirse un mundo capaz de albergar ventajosamente a la
especie. Tales ideas tendrían además que estar referidas a todas las esferas relevantes de la
existencia, empezando ciertamente por la más importante: la moral.

Es en este contexto y en estos términos que, a mi juicio, debe plantearse hoy la cuestión de la
autenticidad del pensar filosófico. Se trata de una triple autenticidad: el reconocimiento explícito de parte
del filósofo de las premisas de su pensamiento, el carácter del compromiso con su oficio y el
compromiso con su entorno. En este sentido, la búsqueda de la autenticidad no es ni más ni menos que
la búsqueda de la verdad en la versión más amplia y plena del término.

EL DICTUM “LA VERDAD ES REVOLUCIONARIA”

La filosofía – especialmente la moderna – ha mantenido siempre una relación tensa y ambigua con la
noción de “verdad”. Quizá el momento de mayor problema fue cuando los utilitaristas y muy
enfáticamente Hume – al priorizar las ansias de eficacia – optaron por recusarla, relegarla al saco de los
conceptos desechables, y sustituirla para todos los fines prácticos y teóricos relevantes por la noción de
“utilidad”.

Una filosofía que busca la utilidad del saber y no la verdad, es ante todo un pensar de horizontes
estrecho. La ligazón, el diálogo inmediato con el entorno, es el que cuenta. El presente adquiere en ese
caso un peso preponderante sobre las otras dimensiones del tiempo. La vida misma se convierte en
nada más que una sucesión, mejor dicho, en una yuxtaposición de presentes. Se alcanza así la versión
humanamente factible de la temporalidad.

No es de extrañar, por eso que los intentos de principio de siglo de recuperar las perspectivas
tradicionales que valoraban la noción de verdad, corrieran, por lo general, parejas con la revalorización
de la temporalidad. El redescubrimiento del tiempo fue el correlato natural del
redescubrimiento de la verdad.

Pero si la tradición utilitarista se tendió a minimizar el concepto de verdad, ha habido, en el transcurso


de la filosofía moderna, una posición intermedia que ha querido salvar a la vez las nociones de verdad,
temporalidad y utilidad. La expresión más destacada y notable de esta actitud es la frase de Carlos
Marx: “la verdad es revolucionaria”.

Vista la realidad por quien estima insoportable su condición y aspira a dotarse de un entorno vital más
favorable, la idea de que no haya seguridad alguna de que el instante venidero sea mejor que el actual,
es aterradora. Se requiere una cierta garantía de que exista un camino que conduzca a
situaciones mejores. Que los esfuerzos bien enrumbados de hoy producirán mañana efectos
beneficiosos. Tal cosa ocurre solamente si el buen pensamiento coincide plenamente con el bien y con
la buena vida. La verdad es entonces garantía de felicidad. Tal es el sentido del profundo del Dictum
marxista. La cuestión es si podemos hoy mantener la misma certeza.

En el caso de Hume, la verdad no puede encontrarse. Porque, strictu sensu, no existe en el sentido
clásico o, si existe, es irrelevante. En el caso de Marx, la verdad, una vez encontrada, nos conduce
por la buena senda. Algo queda allí – a pesar, o tal vez debido justamente a los resabios kantianos
– de la noción kantiana de la “vía real a la verdad”. Pero, ni la condición de Hume ni la de Marx eran
abismales. La nuestra lo es. Por ello, la verdad tiene que ser útil, pero antes que nada, tiene que ser
verdad. Veamos en qué sentido es sensato afirmar eso.
La prescindencia de la noción de “verdad”, en el caso utilitarista, no afectaba sustantivamente su
optimismo vital. Los utilitaristas compartían, en dicho sentido, plenamente el mito moderno del progreso.
La confianza plena de que el futuro sería mejor que el presente, se basa no en una apuesta a la bondad
intrínseca del entorno, sino en las potencialidades de la “naturaleza humana”, como la llamaba Hume.
Parecería que esta interpretación está en contradicción evidente con la que tradicionalmente se acepta
de las doctrinas utilitarias, especialmente con la negación expresa de que exista una generosidad
natural en el hombre. No es ese el caso, sin embargo.

En efecto la noción que sirve de tabla de salvación para el optimismo utilitarista es el de la “mano
invisible”, tan bien aplicada contemporáneamente por autores com Nosick y otros que comparten
esta perspectiva filosófica. Los seres humanos – superadas las trabas artificiales – encontrarían en el
juego libre de las pasiones niveles de equilibrio y de armonía suficiente como para garantizarles
una existencia cada vez mejor.

La expresión más lograda de esto la encontraremos en el optimismo progresista de J.S. Mill. La fórmula:
un máximo de libertad, más ciencia y educación (es decir, la posesión de más conocimiento útil) librarán
a la especie de todos sus males tradicionales (hambre, enfermedades, etc.) y permitirán establecer un
orden en el cual la búsqueda de la felicidad individual coincida plenamente con la promoción de la
felicidad colectiva.

Hay aquí una profunda confianza en el espontaneísmo. Las cosas llegarán por su propio peso, pues, en
cierta medida, la naturaleza humana está programada para alcanzar la delicidad.

La posición marxista – y por cierto la positivista, con la cual tiene una deuda innegable – pone su
confianza en la naturaleza misma. El hombre, como parte y continuación de la naturaleza, no puede
desligarse de ella y comparte su destino. La naturaleza signada por el dinamismo interno, hace así
avanzar a la especie, a la que sirve de motor oculto. En la medida que la especie aclare sus términos de
relación con la naturaleza – para lo cual requiere cobrar plena conciencia de sus mecanismo internos,
es decir, descubrir “la verdad” – y aprenda a utilizarla en provecho propio,
podrá alcanzar mejores niveles de vida. La verdad asegura el futuro.

Tal es la confianza que desde la condición abismal en que hoy nos encontramos ya no es posible
mantener, pues la causa primera y más importante de la condición abismal es la aplicación sistemática
de la “verdad” de los modernos. El abismo ha sido el fin del recorrido de la modernidad. Cualquier orden
“posmoderno”, por ende, tendrá que estar basado en una postverdad, y no podrá estarlo en nada que
signifique una modificación meramente cosmética de la posturas modernas, ya sea que provenga de la
tradición utilitarista o de la racionalista, por llamarla de alguna manera.

A estas alturas, es obvio que hay que aclarar qué se entiende por condición abismal en este contexto.
Sin entrar en mayores detalles, podemos decir que abismal es una condición vital, en la cual está en
cuestión la posibilidad misma de subsistencia de la especie, ya sea en las formas en que
tradicionalmente ha venido desarrollándose o, más drásticamente, en sí misma, porque su extinción
está planeada como una probabilidad relativamente alta.

Últimamente – aunque todavía de manera marginal y tímida – se han planteado ambas posibilidades.
Las dudas sembradas por quienes han llamado la atención sobre una posible catástrofe ecológica
apuntan en una dirección; voces de alarma, como las de Viviane Forrester respecto del fin del mundo
del trabajo, apuntan en la otra.

La pregunta relevante, desde el punto de vista de la filosofía, para una especie que ha alcanzado una
situación límite es: ¿Qué tipo de conocimiento se requiere poseer?
Los que anunciaron el peligro de que seamos barridos por un incontenible oleaje irracionalista, si las
dudas sobre la pertinencia de las formas actuales del conocimiento se generalizan, no dejan de tener
razón. Ciertamente la amenaza mayor - condiciones abismales – es el irracionalismo, entendido como la
apuesta a formas de conocer basadas en fantasías, emociones desbordadas o formas de razonamiento
poco críticas y reflexivas. La amenaza existe y es sumamente peligrosa. Más aún, en las actuales
circunstancias, sería suicida.

Pero la respuesta a la pregunta ¿Qué tipo de conocimiento necesitamos? No puede dejarse mediatizar
por el temor al irracionalismo. Es en este sentido que la filosofía no puede renunciar a su esencia
radical, a su animadversión instintiva a cualquier cosa que quiera limitar su compromiso
con la búsqueda de nuevas formas y variaciones del conocimiento. Frente a quienes quieren que la
filosofía se mediatice, la única respuesta sensata es, por ende, una reafirmación del compromiso
de la filosofía consigo misma; con su proyecto de radicalidad en la búsqueda de la verdad.

¿CON QUÉ ESTÁ COMPROMETIDA LA FILOSOFÍA?

Sucede que la frase “la filosofía está comprometida con la verdad” es tan verdadera como oscura.
¿Qué podemos objetarles por ejemplo a las ciencias contemporáneas? ¿Habremos de pretender que no
han permitido conocer alguna verdad? Eso sería absurdo pues, es obvio que la comprensión del mundo
que se puede poseer hoy, tras varías centurias de ejercicio de la ciencia moderna, para hablar
solamente de ella, es muchísimo mejor que la que se tenía poco antes del renacimiento.

El tener modelos plausibles para explicar la composición de la materia, la reproducción de los seres
vivos, la formación de las estrellas y del universo mismo no es poca cosa. Más impresionante
aún es percatarse del hecho que estos modelos respetan la exigencia platónica de ser capaces de
“salvar los fenómenos”, es decir, de dar cuenta de modo más o menos consistente de los hechos
más relevantes del entorno.

No es pues en la producción de modelos plausibles en lo que ha fallado la ciencia moderna. No es por


eso que nos ha conducido al borde del abismo. Su falla mayor reside en dos ámbitos: no ha logrado
plasmar su ideal principal, aquel que animó su producción, a saber, convertir al hombre en amo y señor
de la naturaleza; y no ha logrado tampoco tener éxito en la tarea de la cual Hume hacía depender todas
las demás: el conocimiento de la naturaleza humana.

Las limitaciones principales de la ciencia contemporánea están vinculadas a su actuación como


plataforma básica para la acción colectiva. Es en el ámbito de la práctica donde se revelan mejor las
carencias y deficiencias de la ciencia como productora de conocimientos. Si la finalidad expresa de la
ciencia moderna hubiera sido simplemente permitir una mejor contemplación del universo, sus fallas tal
vez serían hoy menos notorias.

Pero las cosas hay que juzgarlas en función de sus propios objetivos, sobre todo cuando su naturaleza
es, como en el caso que nos ocupa, autoimpuesta. La ciencia moderna nació para que el hombre
dominara la naturaleza. Hoy la naturaleza está a punto de destruir a su presunto dominador, justamente
debido a la acción desarrollada por ese dominador sobre ella, con ayuda de lo que debió ser el
instrumento de dominación.

Esto hay que aclararlo así, pues lo que está en cuestión no es el sentimiento de pequeñez de Pascal.
Cualquier pedazo de piedra, de eso que pululan por millones en el espacio, bastaría para producir la
extinción de la especie humana. Pero lo que interesa aquí no es examinar la pequeñez humana en sí
misma ni su exposición permanente al azar. Lo que interesa es examinar los resultados de un proyecto
de dominación encarnado por la ciencia moderna.

Quienes hoy pretenden liberar a la ciencia moderna de su proyecto fundacional y hacernos creer que se
trata simplemente de una apuesta más a la búsqueda de la verdad, simplemente no saben lo que
hacen, pues ni siquiera podrán comprender el método mismo de las ciencias que desarrollan. El método
de Galileo y de Newton es un método diseñado para generar un conocimiento que sea verdadero
porque permite buscar la verdad y la felicidad simultáneamente.

Así pues, si quienes debían hacerse felices por sus acciones, terminan siendo aniquilados por ellas
mismas, obviamente equivocaron de dirección y de método. Pero la cuestión mayor está en ese
segundo punto señalado arriba: que él éxito relativo en el conocimiento de la naturaleza no haya
correspondido a un éxito similar en el conocimiento de la naturaleza humana. El debate sobre las
ciencias del hombre, aunque por lo general esté totalmente mal planteado, no es un debate menor o
marginal, por el contrario, es el gran debate actual sobre las ciencias y su utilidad.

Durante siglos se ha esperado que se cumpliera la predicción brillantemente inferida por Vico de las
premisas de la ciencia moderna: si el hombre es el fabricante de su entorno social, es posible
construir una ciencia, un conocimiento profundo de ese entorno que sea a la vez muchísimo más
riguroso que el de las ciencias naturales, que está referida a una realidad no hecha por el hombre.

La promesa ha quedado incumplida y además se ha entrampado en el ejercicio para hacerla realidad. El


debate en torno a los proyectos reduccionistas es simplemente absurdo y no está destinado a producir
nada bueno, pues ni siquiera permite la superación de las premisas dualistas que lo originaron.

La cuestión no es si las ciencias del hombre son distintas a las ciencias de la naturaleza. La cuestión
es por entero otra: ¿puede el proyecto humano desarrollarse sin unas ciencias del hombre maduras y
rigurosas? Si las ciencias de la naturaleza han de ser funcionales para la búsqueda de la
felicidad, entonces, son ellas las que dependen de las ciencias del hombre y no al revés. Tal vez la
clave para comprender el fracaso de la ciencia moderna, para evitar la situación actual de crisis terminal,
esté precisamente en el hecho que no se haya podido alcanzar el objetivo planteado por Vico.

La pregunta siguiente es si ese fracaso se debe fundamentalmente a una cuestión metodológica o si


hay asuntos más profundos y complejos de por medio.

La naturaleza humana, entendida como naturaleza, es decir, como el conjunto de mecanismo


bioquímicos y sociales que hacen posible la existencia humana son, en realidad, bastante menos
complejos que lo que se tiende a imaginar. Esto significa, simplemente, que de ellos es posible ya
producir una descripción básica plausible. El descubrimiento de la célula y de los mecanismos de
almacenamiento y transmisión de información biológica nos permite tener una idea bastante clara de
cómo funciona la vida.

Una teoría general de la acción social, que muestre las condiciones de posibilidad de la vida social
humana, dará cuenta, por su lado, de la relativa simplicidad de la moralidad, esto es, de los
fundamentos universales de la conducta social humana. Allí, ciertamente, no está el problema.

Recordemos la tesis central de este debate: vivimos o estamos a punto de vivir una situación abismal.
Para un biólogo y/o moralista que esté a punto de decidir si debe o no arrojarse al abismo, y que tenga
en su bolsillo un disquete con toda la información necesaria para comprender cabalmente las
condiciones de posibilidad de la existencia biológicas y de la vida moral en general,
lo relevante no es ese saber, sino las razones que podría alegar ante sí mismo para desistir de sus
propósitos suicidas.

Lo que se demanda – en términos de conocimiento relevante para la especie hoy, y siguiendo la


analogía anterior hasta donde es sensato hacerlo – es un saber que permite un reconocimiento de su
condición real y de sus posibilidades efectivas de subsistencia, pero, que a la vez proporciones indicios
sobre las mejores alternativas a seguir.

Vistas las cosas hacia atrás desde una situación terminal, resulta claro que el conjunto de acciones
realizadas, pero sobre todo – para ser consecuentes con las preocupaciones multiculturales de hoy
– los conjuntos de fines y objetivos que los distintos grupos humanos trazaron para sí mismo, han
tenido perspectivas y horizontes limitados. Y si bien eso no los invalida de manera absoluta, ciertamente
los torna absurdos e inelegibles como opciones valorativas para el futuro.

La perspectiva que se impone a una especie que en su conjunto está ante el abismo, es una perspectiva
de innegable e inevitable universalidad de fines y objetivos. Esto no se debe a que se presuma la
existencia ya de ninguna forma real de solidaridad universal, sino simplemente al hecho de que todos
los grupos humanos comparten o están a punto de compartir una misma condición: la de la posibilidad
efectiva de extinción.

Es necesario recalcar esto, porque el problema moral hoy es otro. Uno que con mucha claridad Vivian
Forrester ha recordado en su libro reciente. En un mundo escindido cada vez más entre privilegiados y
marginales – en el cual estos marginales avanzan a pasos agigantados a tornarse “desechables” – la
posibilidad de que se rompan los frenos que todavía las morales tradicionales imponen a la acción de
los poderosos y privilegiados, que impiden que estos opten por el aniquilamiento de los desechables, es
creciente. Si así fuera, sin embargo, lo que estén a punto de morir deberán recordar a sus verdugos lo
que Sócrates mando decirles a los suyos “la naturaleza los ha condenado a ustedes también a la
extinción.

Y podrán decir eso, justamente porque el problema actual del saber se ubica en dos niveles. Respecto
de las ciencias llamadas naturales, cuyo conocimiento son la base para la administración de la vida
material, distinción de la vida material, distinguimos dos niveles de problemas: el primero, relativo al
método que genera conocimiento difícilmente integrables en una imagen de conjunto de la realidad; y el
segundo, que esta relativa dispersión de los conocimientos no permite una acción predictiva
suficientemente poderosa como para controlar el entorno sobre el cual se actúa.

La integración de conocimientos en la ciencia actual se hace solamente a partir de procedimientos de


reducción sucesivos. La reducción supone siempre niveles de simplificación que, si bien facilitan la
comprensión en algunos casos y la acción sobre la realidad comprendida en otros, resultan inadecuados
para un manejo global de esa realidad, esto es, para un manejo que permita prever el conjunto de
combinaciones que cada acción producirá de manera simultánea en todos los niveles de la realidad.

De otro lado, todos los sistemas de valores existentes sin excepción, incluidos aquellos que postulan la
universidad en principio, adolecen de un contenido fuertemente excluyente, es decir, no son aptos en la
práctica para servir de base a ningún proyecto cosmopolita. La literatura filosófica y sociológica actual
tiende a diagnosticar este problema como un producto del autocentrismo.

La receta curativa que se recomienda, por ende, pasa por alguna forma de multiculturalismo, aunque en
la práctica sea muy difícil comprender en concreto que sea eso. La mera yuxtaposición de culturas y la
tolerancia mutua, aunque fuera la más absoluta, no garantiza de modo alguno que se solucionen los
problemas que son percibidos como centrales en la actualidad. Por ejemplo, no es claro que con esta
fórmula se puedan resolver la contradicción principal, a saber, la que enfrenta la globalización cultural
con la demanda de identidad particular que muchas comunidades parecen exigir. Más aún, en el debate
actualmente parecen confundirse dos cuestiones por entero diferentes. Una cosa es el análisis del
proceso de disolución del orden anterior y otra muy diferente, la caracterización del orden futuro,
concebido ya sea como deseable o como posible en la práctica.

En efecto, la preeminencia del modelo político moderno del estado-nación, implicó una fuerte
presión homogenizante. Las culturas “espontáneas” y nativas fueron erradicadas ora sometida en los
procesos de invención y creación de “nacionalidades”. Frecuentemente se olvida que tales
procesos han sido básicamente políticos y, por ende, su contenido represivo era bastante alto y
determinante.

En muchos casos – dado el acelerado ritmo de desarticulación y pérdida de vivencia de los estados
nacionales – son las nacionalidades espontáneas las que afloran ahora con ímpetu contestatario y
autoafirmativo. Pero es al mismo tiempo obvio que tales ímpetus poco o nada pueden hacer frente a la
fuerza dominante de la época, que es la homogenización globalizante. Serbios y croatas se matan por el
control de determinadas zonas, pero ambos grupos contrincantes visten a sus
milicianos con zapatillas “Reebok” y pantalones “Levis”. Lo mismo ocurre en el África, cuando se
pelean a muerte entre sí hutus y tutsis.

Otro fenómeno que puede minimizarse es el de las reacciones en el ámbito de la cultura frente a
occidente. Es obvio que estamos ante los estertores del fenómeno colonial e imperialista. No podemos
olvidar que para proporciones de la humanidad, la descolonialización ha sido un proceso muy reciente.
A este fenómeno de búsqueda desesperada de la propia identidad, como mecanismo central de
construcción o reconstrucción de la propia autoestima y dignidad, ha venido a sumarse la reacción
frente a una universalización que tiene dos características.

Es, en primer lugar, la imposición de una nueva cultura, sino la imposición de una cultura altamente
contaminada por los venenos generados durante la experiencia colonial e imperialista. La globalización
cultural aparece como una contraofensiva de la cultura de Occidente, la misma ante la cual se debería
rendir pleitesía de manera humillante hasta hace poco tiempo en muchos de los pueblos de los que
solía llamarse el Tercer Mundo.

Adicionalmente, como para añadir más ofensa a la injuria, resulta que este proceso de globalización
cultural viene acompañado por una intensificación de la polarización entre poderosos y débiles. Los
poderosos son en su mayoría, todavía, herederos de occidente. No es de
extrañar que revivan y se reactiven, por ende, como regresión a las tradiciones. Tal es la naturaleza del
fundamentalismo, especialmente en regiones en las cuales la experiencia en la época
postindependencia con la cultura occidental y los modelos económicos sociales de occidente ha sido
catastrófica y negativa desde todo punto de vista.

Al respecto, vale la pena considerar un ejemplo. El fundamentalismo japonés, muy poderoso y


activo en las primeras etapas de la consolidación del poder económico nipón en los años
inmediatamente posteriores a la postguerra, se ha ido diluyendo conforme se consolidaba la
posesión del Japón como potencia mundial reconocida. Lo contrario ha ocurrido en lugares como
Egipto, Irán y otros, donde la occidentalización de la clase dirigente ha ahondado los problemas, antes
que contribuido a su solución.

Lo que no podemos saber hoy es hasta cuando durarán estos procesos, ni hasta qué extremo pueden
conducir. Ciertamente sería temerario afirmar que no se seguirán produciendo conflictos sangrientos y
terribles debido a la exacerbación de concflictos culturales. Pero parecería que es igualmente temerario
pretender – como lo hace brillantemente pero equivocadamente Samuel
Huntington – que los principales conflictos del futuro, serán de tipo de conflictos.

Bien puede ser que si la humanidad se divide en bloques antagónicos cada uno de ellos desarrolle una
cultura más o menos diferenciada. Pero lo que sí puede saberse, es que esas culturas serán en lo
sustantivo enteramente diferentes a cualquiera de las presentes, puesto que todas han sido concebidas
para ayudar a las gentes a vivir en situaciones y circunstancias radicalmente superadas y distintas a las
que priman en una situación terminal y abismal como la actual.

La cultura dominante del futuro seguramente recogerá muchísimos elementos de las culturas
actuales. Pero su núcleo, su sentido vital, su dinamismo, tendrá características totalmente novedosas.
Cualquier diversificación posterior a la afirmación de esa nueva cultura universal, deberá hacerse como
un proceso de diferenciación tomando como punto de partida elementos
comunes básicos. La diferenciación será producto de la emergencia de exotismo, pero no es en base a
exotismo que puede construirse la cultura que en el futuro pueda sostener la vida sobre el planeta.

El aporte de la filosofía, en este contexto, es central. Ella está llamada a cumplir a cabalidad con sus
tareas tradicionales. La creación de una nueva cultura, es decir, de bases y criterios para organizar y
guiar la conducta colectiva de los miles de millones que habitan el planeta en el futuro, deberá estar
basada en una nueva concepción de la naturaleza de la sociedad; deberá, a su vez, traducirse en la
formulación de nuevas tablas y sistemas de valores.

Esta es, pues, una hora de privilegio para un pensar filosófico dispuesto a volar alto. Aquí no hay que
esperar a que los hechos se desarrollen para que vuele el búho de minerva. Necesitamos un
pájaro que sepa anticipar el día y que pueda asegurar con un cantar fuerte, nítido, potente y
enérgico, que el día será soleado y propicio”.

LOS CAMINOS PRINCIPALES A RECORRER

Entonces, la pregunta puede ser ¿qué debemos pretender para disponer de un filosofar auténtico aquí y
ahora? Para responderla volvamos al principio. Tenemos, en primer lugar, un pensamiento plagado de
aporías y preso de las premisas que sirvieron de plataforma de vuelo en otras épocas y circunstancias.

Todo el pensar constituido a partir de la idea de “individuo” se muerde ahora la cola, tanto en el ámbito
de la comprensión de la naturaleza, como en el del mundo humano. La fanfarria triunfalista que
acompaña hoy los debates, cada vez más escolásticos, sobre la sociedad y la naturaleza, simplemente
sirve para impedir una visión descarnada y precisa de las fuerzas que están a pinto de borrar del
universo, no solamente al individuo, sino también a toda la especie como tal.

Tenemos un pensar sobre el hombre que no da cuenta de su nueva condición en el cosmos, y un


pensar sobre la naturaleza que apenas si la comprende por trozos y que al pretender mejorarla, logra
sólo arañarla.

La tarea más urgente, más difícil y más importante, es en consecuencia la comprensión de la condición
humana y la situación de la especie en el cosmos. Esto equivale a pedir una refundación, una más de
las varias que ha tenido el pensamiento filosófico. Pero la demanda, como se tiene dicho, surge a la vez
de la lógica interna del desenvolvimiento del pensamiento y de las exigencias que la condición humana,
intuitivamente comprendida ahora, impone a ese mismo pensamiento.

Consideremos dos situaciones límite. Supongamos en primer lugar que un cometa de grandes
dimensiones ha sido descubierto y se establece que su curso lo lleva indefectiblemente a una colisión
con nuestro planeta. Entonces, los que vamos a morir simplemente tendríamos que saludar al cosmos,
mientras que nuestras últimas reflexiones apenas podrían estar encaminadas a evaluar el paso de la
especie por el mundo visible. La historia, entonces, sí que habría terminado y la filosofía no podría sino
tratar de construir uno o muchos relatos más o menos sofisticados sobre
el sentido o sinsentido de la existencia.

La otra situación es más parecida a aquella en que nos encontramos. Se ha construido la torre de Babel
y es cada vez más difícil mantenerla enhiesta. Porque no poseen técnicas de cálculo ni materiales
adecuados para asegurar la firmeza de estructuras de una dimensión tan grande, ni se ha generado
habilidades y procedimientos administrativos capaces de ayudar a manejar ordenadamente a las
crecientes multitudes que, al adicionar pisos nuevos, se suman a los residentes de la torre.
Quien crea –ofuscado por la gritería y el desorden y abrumado por las dificultades – que los habitantes
de la torre están condenados a persistir en el proyecto o a parecer, simplemente no
está en capacidad de comprender las alternativas de otro tipo que se le ofrecen a quien, parado en la
cima de la torre, vea los espacios aledaños. Será un mal filósofo.

La cuestión es si tomamos o no en serio dos ideas extraordinariamente simples sobre las que se ha
gestado el pensamiento moderno y que sí parecen corresponder a rasgos importante de la condición
humana en general: que los seres humanos somos libres y que lo somos especialmente en relación a
nuestras obras.

La situación en la que se encuentra la humanidad hoy es producto de su propia acción. De una acción
en parte determinada por fuerzas naturales, es cierto, pero en última instancia dependiente de las
opciones vitales, de las imágenes, de las ilusiones y expectativas que los seres humanos de cada
época, y principalmente de las más recientes, se ha ido forjando

Si nos dejamos abrumar por el peso de la historia o por comodidad pasajera que pueda brindarnos la
persistencia en lo familiar, sin duda nos negaremos a nosotros mismos la posibilidad de hacer una
filosofía conveniente para enfrentar a los retos y las demandas de nuestra condición actual.
No hay lugar en el pensamiento serio para timoratos.

Así como fue la imaginación filosófica la que permitió dar el gigantesco paso que origino el desarrollo de
la ciencia moderna, será hoy un despliegue aún más audaz de la imaginación filosófica el que permitirá
construir un pensar capaz de ayudarnos a encontrar nuevas vías de salida al entrampamiento en que
hoy se encuentra la vida humana en el planeta”.

Abugattas, Juan. "La cuestión de la autenticidad en la filosofía actual". En Logos Latinoamericano, Año
3, Nº 3, UNMSM - FLCH, Lima, 1998. Páginas 179-1991

Publicado por Repensando la tradición

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