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La barra de hierro

Adaptación de la antigua fábula de China

Un día, hace muchos años, tres niños iban cantando y riendo camino de la
escuela. Como todas las mañanas atravesaron la plaza principal de la ciudad y
en vez de seguir su ruta habitual, giraron por una oscura callejuela por la que
nunca habían pasado.

De repente, algo llamó su atención; en uno de los portales, sentada sobre un


escalón, vieron a una viejecita de moño blanco y espalda encorvada que
frotaba sin descanso una barra de hierro contra una piedra.

Los niños, perplejos, se quedaron mirando cómo trabajaba. La barra era grande,
más o menos del tamaño un paraguas, y no entendían con qué objetivo la
restregaba sin parar en una piedra que parecía la rueda de un molino de agua.

Cuando ya no pudieron aguantar más la curiosidad, uno de ellos preguntó a la


anciana:

– Disculpe, señora ¿podemos hacerle una pregunta?

La mujer levantó la mirada y asintió con la cabeza.

– ¿Para qué frota una barra de hierro contra una piedra?

La mujer, cansada y sudorosa por el esfuerzo, quiso saciar la curiosidad de los


chavales. Respiró hondo y con una dulce sonrisa contestó:

– ¡Muy sencillo! Quiero pulirla hasta convertirla en una aguja de coser.

Los niños se quedaron unos momentos en silencio y acto seguido estallaron en


carcajadas. Con muy poco respeto, empezaron a decirle:

– ¿Está loca? ¡Pero si la barra es gigantesca!

– ¿Reducir una barra de hierro macizo al tamaño de una aguja de coser? ¡Qué
idea tan disparatada!

– ¡Eso es imposible, señora! ¡Por mucho que frote no lo va a conseguir!

A la anciana le molestó que los muchachos se burlaran de ella y su cara se llenó


de tristeza.

– Reíros todo lo que queráis, pero os aseguro que algún día esta barra será una
finísima aguja de coser. Y ahora iros al colegio, que es donde podréis aprender
lo que es la constancia.
Lo dijo con tanto convencimiento que se quedaron sin palabras y bastante
avergonzados. Con las mejillas coloradas como tomates, se alejaron sin decir ni
pío.

Al llegar a la escuela se sentaron en sus pupitres y contaron la historia a su


maestro y al resto de sus compañeros. El sabio profesor escuchó con mucha
atención y levantando la voz, dijo a todos los alumnos:

– Vuestros amigos son muy afortunados por haber conocido a esa anciana;
aunque no lo creáis, les ha enseñado algo muy importante.

El aula se llenó de murmullos porque nadie sabía a qué se refería. Finalmente,


uno de los tres protagonistas levantó la mano y preguntó:

– ¿Y qué es eso que nos ha enseñado, señor profesor?

– Está muy claro: la importancia de ser constante en la vida, de trabajar por


aquello que uno desea. Os garantizo que esa mujer, gracias a su tenacidad,
conseguirá convertir la barra de hierro en una pequeña aguja para coser ¡Nada
es imposible si uno se plantea un objetivo y se esfuerza por conseguirlo!

Los niños se quedaron pensando en estas palabras y preguntándose si el


maestro estaría en lo cierto o simplemente se trataba de una absurda fantasía.

Por suerte, la respuesta no tardó en llegar; pocas semanas más tarde, de


camino al cole, los tres chicos se encontraron de nuevo a la anciana en la
oscura callejuela. Esta vez estaba cómodamente sentada en el escalón del viejo
portal, muy sonriente, moviendo algo diminuto entre sus manos.

Corrieron para acercarse a ella y ¿sabéis qué hacía? ¡Dando forma al agujerito
de la aguja por donde pasa el hilo!

Moraleja: En la vida hay que ser perseverantes. Si quieres conseguir algo,


tómatelo en serio y no te vengas abajo por muy difícil que parezca. Todo
esfuerzo, al final, tiene su recompensa.

La barra de hierro(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA


El cuervo y la jarra

Adaptación de la antigua fábula de Esopo

Un caluroso día de verano, de esos en los que el sol abrasa y obliga a todos los
animales a resguardarse a la sombra de sus cuevas y madrigueras, un cuervo
negro como el carbón empezó a sentirse muy cansado y muerto de sed.

El bochorno era tan grande que todo el campo estaba reseco y no había agua
por ninguna parte. El cuervo, al igual que otras aves, se vio obligado a alejarse
del bosque y sobrevolar las zonas colindantes con la esperanza de encontrar
un lugar donde beber. En esas circunstancias era difícil surcar el cielo pero tenía
que intentarlo porque ya no lo resistía más y estaba a punto de desfallecer.

No vio ningún lago, no vio ningún río, no vio ningún charco… ¡La situación era
desesperante! Cuando su lengua ya estaba áspera como un trapo y le faltaban
fuerzas para mover las alas, divisó una jarra de barro en el suelo.

– ¡Oh, una jarra tirada sobre la hierba! ¡Con suerte tendrá un poco de agua
fresca!

Bajó en picado, se posó junto a ella, asomó el ojo por el agujero como si fuera
un catalejo, y pudo distinguir el preciado líquido transparente al fondo.

Su cara se iluminó de alegría.

– ¡Agua, es agua! ¡Estoy salvado!

Introdujo el pico por el orificio para poder sorberla pero el pobre se llevó un
chasco de campeonato ¡Era demasiado corto para alcanzarla!

– ¡Vaya, qué contrariedad! ¡Eso me pasa por haber nacido cuervo en vez de
garza!

Muy nervioso se puso a dar vueltas alrededor de la jarra. Caviló unos segundos
y se le ocurrió que lo mejor sería volcarla y tratar de beber el agua antes de que
la tierra la absorbiera.

Sin perder tiempo empezó a empujar el recipiente con la cabeza como si fuera
un toro embistiendo a otro toro, pero el objeto ni se movió y de nuevo se dio de
bruces con la realidad: no era más que un cuervo delgado y frágil, sin la fuerza
suficiente para tumbar un objeto tan pesado.

– ¡Maldita sea! ¡Tengo que encontrar la manera de llegar hasta el agua o moriré
de sed!

Sacudió la pata derecha e intentó introducirla por la boca de la jarra para ver si
al menos podía empaparla un poco y lamer unas gotas. El fracaso fue rotundo
porque sus dedos curvados eran demasiado grandes.
– ¡Qué mala suerte! ¡Ni cortándome las uñas podría meter la pata en esta
estúpida vasija!

A esas alturas ya estaba muy alterado. La angustia que sentía no le dejaba


pensar con claridad, pero de ninguna manera se desanimó. En vez de tirar la
toalla, decidió parar un momento y sentarse a reflexionar hasta hallar la
respuesta a la gran pregunta:

– ¿Qué puedo hacer para beber el agua hay dentro de la jarra? ¿Qué puedo
hacer?

Trató de relajarse, respiró hondo, se concentró, y de repente su mente se aclaró


¡Había encontrado la solución al problema!

– ¡Sí, ya lo tengo! ¡¿Cómo no me di cuenta antes?!

Empezó a recoger piedras pequeñas y a meterlas una a una en la jarra. Diez,


veinte, cincuenta, sesenta, noventa… Con paciencia y tesón trabajó bajo el
tórrido sol hasta que casi cien piedras fueron ocupando el espacio interior y
cubriendo el fondo. Con ello consiguió lo que tanto anhelaba: que el agua
subiera y subiera hasta llegar al agujero.

– ¡Viva, viva, al fin lo conseguí! ¡Agüita fresca para beber!

Para el cuervo fue un momento de felicidad absoluta. Gracias a su capacidad


de razonamiento y a su perseverancia consiguió superar las dificultades y logró
beber para salvar su vida.

Moraleja: Al igual que el cuervo de esta pequeña fábula, si alguna vez te


encuentras con un problema lo mejor que puedes hacer es tranquilizarte y tratar
de buscar de forma serena una solución.

La calma, la lógica y el ingenio son fundamentales para salir de situaciones


difíciles y aunque te parezca mentira, cuando uno está en aprietos, a
menudo surgen las ideas más ocurrentes.

El cuervo y la jarra(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA


El niño y los dulces

Adaptación de la fábula de Esopo

Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su
madre guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería
de la cocina y de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía
que no eran muy saludables para sus dientes.

El muchacho se moría de ganas de hacerse con el recipiente, así que un día


que su mamá no estaba en casa, arrimó una silla a la pared y se subió a ella
para intentar alcanzarlo. Se puso de puntillas y manteniendo el equilibrio sobre
los dedos de los pies, cogió el tarro de cristal que tanto ansiaba.

¡Objetivo conseguido! Bajó con mucho cuidado y se relamió pensando en lo


ricos que estarían deshaciéndose en su boca. Colocó el tarro sobre la mesa y
metió con facilidad la mano en el agujero ¡Quería coger los máximos caramelos
posibles y darse un buen atracón! Agarró un gran puñado, pero cuando intentó
sacar la mano, se le quedó atascada en el cuello del recipiente.

– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los
dulces!

Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate.
Nada, era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero
tampoco resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita
seguía sin querer salir de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para
inmovilizarlo y tirar del brazo, pero ni con esas.

Desesperado, se tiró al suelo y empezó a llorar amargamente. La mano seguía


dentro del tarro y por si fuera poco, su madre estaba a punto de regresar y se
temía que le iba a echar una bronca de campeonato ¡Menudo genio tenía su
mamá cuando se enfadaba!

Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a
través de la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le
encontró pataleando de rabia y fuera de control.

– ¡Hola! ¿Qué te pasa? Te he oído desde la calle.

– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo
me los quiero comer todos!

El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.

– La solución es más fácil de lo que tú te piensas. Suelta algunos caramelos del


puño y confórmate sólo con la mitad. Tendrás caramelos de sobra y podrás
sacar la mano del cuello del recipiente.
El niño así lo hizo. Se desprendió de la mitad de ellos y su manita salió con
facilidad. Se secó las lágrimas y cuando se le pasó el disgusto, compartió los
dulces con su amigo.

Moraleja: A veces nos empeñamos en tener más de lo necesario y eso nos trae
problemas. Hay que ser sensato y moderado en todos los aspectos de la vida.

El niño y los dulces - Fabulas.(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA


La fábula del dinero

Adaptación de la antigua fábula oriental

Érase una vez un hombre muy sabio que, al llegar a la vejez, acumulaba más
riquezas de las que te puedas imaginar. Había trabajado mucho, muchísimo
durante toda su vida, pero el esfuerzo había merecido la pena porque ahora
llevaba una existencia placentera y feliz.

El anciano era consciente de sus orígenes humildes y jamás se avergonzaba de


ellos. De vez en cuando, se sentaba en un mullido sillón de piel, cerraba los
ojos, y recordaba emocionado los tiempos en que era un joven obrero que
trabajaba de sol a sol para escapar de la pobreza y cambiar su destino ¡Quién le
iba a decir por aquel entonces que se convertiría en un respetado hombre de
negocios y que viviría rodeado de lujos!

Ahora tenía setenta años, estaba jubilado y su única ambición era descansar y
disfrutar de todo lo que había conseguido a base de tesón y esfuerzo. Ya no
madrugaba para salir corriendo a trabajar ni se pasaba las horas tomando
decisiones importantes, sino que se levantaba tarde, leía un buen rato y daba
largos paseos por los jardines de su estupenda y confortable mansión.

Las puertas de su hogar siempre estaban abiertas para todo el mundo. Todas
las semanas, invitaba a unos cuantos amigos y eso le hacía muy feliz. Como
hombre generoso que era, les ofrecía los mejores vinos de su bodega y unos
banquetes que ni en la casa de un rey eran tan exquisitos.

¡Pero eso no es todo! Al finalizar los postres, les agasajaba con regalos que le
habían costado una fortuna: pañuelos de la más delicada seda, cajas de plata
con incrustaciones de esmeraldas, exóticos jarrones de porcelana traídos de la
China…El hombre disfrutaba compartiendo su riqueza con los demás y nunca
escatimaba en gastos.

Pero sucedió que un día su mejor amigo decidió reunirse con él a solas para
decirle claramente lo que pensaba. Mientras tomaban una taza de té, le confesó:

– Sabes que siempre has sido mi mejor amigo y quiero comentarte algo que
considero importante. Espero que no te moleste mi atrevimiento.

El anciano, le respondió:

– Tú también eres el mejor amigo que he tenido en mi vida. Dime lo que te


parezca, te escucho.

Su amigo le miró a los ojos.

– Yo te quiero mucho y agradezco todos esos regalos que nos haces a todos
cada vez que venimos, pero últimamente estoy muy preocupado por ti.
El anciano se sorprendió.

– ¿Preocupado? ¿Preocupado por mí? ¿A qué te refieres?

– Verás… Llevo años viendo cómo derrochas dinero sin medida y creo que te
estás equivocando. Sé que eres millonario y muy generoso, pero la riqueza se
acaba. Recuerda que tienes tres hijos, y que si te gastas todo en banquetes y
regalos, a ellos no les quedará nada.

El viejo, que sabía mucho de la vida, le dedicó una sonrisa y pausadamente le


dijo:

– Querido amigo, gracias por preocuparte, pero voy a confesarte una cosa: en
realidad, lo hago por hacer un favor a mis hijos.

El amigo se quedó de piedra ¡No entendía qué quería decir con eso!

– ¿Un favor? ¿A tus hijos?…

– Sí, amigo, un favor. Desde que nacieron, mis tres hijos han recibido la mejor
educación posible. Mientras estuvieron a mi cargo, les ayudé a formarse como
personas, estudiaron en las escuelas más prestigiosas del país y les inculqué el
valor del trabajo. Creo que les di todo lo que necesitan para salir adelante y
labrarse su propio futuro, ahora que son adultos.

El anciano dio un sorbo al té todavía humeante, y continuó:

– Si yo les dejara en herencia toda mi riqueza, ya no se esforzarían ni tendrían


ilusión por trabajar. Estoy convencido de que la malgastarían en caprichos ¡y yo
no quiero eso! Mi deseo es que consigan las cosas por sí mismos y valoren lo
mucho que cuesta ganar el dinero. No, no quiero que se conviertan en unos
vagos y destrocen sus vidas.

El amigo meditó sobre esta explicación y entendió que el anciano había tomado
una decisión muy sensata.

– Sabias palabras… Ahora lo entiendo. Algún día, tus hijos te lo agradecerán.

El anciano le guiñó un ojo y dio un último sorbo al té. Después de esa


conversación, su vida siguió siendo la misma, nada cambió. Continuó
gastándose el dinero a manos llenas pero, tal y como había asegurado aquella
tarde, sus hijos no heredaron ni una sola moneda.

Moraleja: Esfuérzate cada día por aprender y trabaja con empeño e ilusión por
cumplir tus sueños. Una de las mayores satisfacciones de la vida es conseguir
las cosas por uno mismo y disfrutar la recompensa del trabajo bien hecho.

La fábula del dinero(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA


El mono y la naranja

Adaptación de la fábula de Godofredo Daireaux

Érase una vez un mono que más que mono parecía una mula de lo terco que
era. ¡Ah! ¿que no te lo crees?… Pues te invito a que descubras hasta qué punto
llegaba su cabezonería y verás que no me falta razón.

Resulta que una mañana, el susodicho mono se empeñó en pelar una naranja al
tiempo que se rascaba la cabeza porque le picaba muchísimo. Como tenía las
dos manos ocupadas en calmar el insoportable cosquilleo, cogió la naranja con
la boca y la dejó caer al suelo. Acto seguido se agachó y tiró de la cáscara con
sus potentes dientes. Al primer contacto le supo terriblemente amarga y tuvo
que escupir saliva para deshacerse del mal sabor de boca.

– ¡Puaj, qué asco! Esta cáscara es agria y desagradable… Soy incapaz de


morderla porque produce escozor en la lengua y… ¡y me entran ganas de
vomitar!

Después de cavilar unos segundos tuvo otra idea que le pareció sensacional;
consistía poner un pie sobre la fruta para sujetarla, e ir despegando pequeños
trozos de la corteza con una de las manos.

– ¡Je, je, je! ¡Creo que por fin he dado en el clavo!

Sin dejar de rascarse con la izquierda, liberó la derecha y se puso a ello con
muchas ganas. El plan no estaba mal, pero a los pocos segundos tuvo que
abandonarlo porque la postura era terriblemente incómoda y solo apta para
contorsionistas profesionales.

– ¡Ay, así tampoco puedo hacerlo, es imposible! Tendré que probar otra opción
si no quiero pasar el resto de mi vida con dolor de riñones.

¡No le quedaba otra que cambiar de estrategia! Se sentó en el suelo, cogió la


naranja con la mano derecha, la colocó entre sus rodillas, y continuó retirando la
monda mientras seguía rasca que te rasca con la izquierda. Desgraciadamente
esta decisión también fracasó: ¡la naranja se le escurrió entre las patas y
empezó a rodar por la hierba como una pelota! El desastre fue total porque la
parte visible de la pulpa se llenó de tierra y restos de hojas secas.

– ¡Grrr!… Hoy es mi día de mala suerte, pero no pienso darme por vencido. ¡Voy
a comerme esta naranja sí o sí!

¡Ni por esas dejó el mono de rascarse! Emperrado en hacer las dos cosas al
mismo tiempo agarró la naranja con una mano y la introdujo en el río para
quitarle la suciedad. Una vez lavada puso sus enormes labios de simio sobre el
trozo comestible e intentó succionar el jugo de su interior. De nuevo, las cosas
se torcieron: la naranja estaba tan dura que por mucho que apretó con los cinco
dedos no pudo exprimirla bien.

– ¡¿Pero qué es esto?!… Solo caen unas gotitas… ¡Estoy hasta las narices!

A esas alturas estaba tan harto que lanzó la naranja muy lejos y se dejó caer de
espaldas sobre la hierba, completamente deprimido. Mirando al cielo y sin dejar
de rascarse, pensó:

– ‘No puede ser que yo, uno de los animales más desarrollados e inteligentes
del planeta, no consiga pelar una simple naranja’.

Cuando ya lo daba todo por perdido, un rayo de luz pasó por su mente.

– ¡Claro, ya lo tengo! ¿Y si dejara de rascarme durante un rato para poder pelar


la naranja con las dos manos?… Tendría que aguantar el picor durante un par
de minutos, pero haciendo un pequeño esfuerzo supongo que podría soportarlo.
¡¿Cómo no se me ha ocurrido antes una solución tan lógica y elemental?!

Razonar con sensatez le dio buen resultado. Fue corriendo a por la naranja, la
cogió con la mano derecha, volvió a remojarla en el río para dejarla reluciente, y
con la izquierda retiró los trozos de piel con absoluta facilidad.

– ¡Yupi! ¡Lo he conseguido! ¡Lo he conseguido!

En un periquete tenía todos los gajos a la vista; desprendió el primero y lo


saboreó con placer.

– ¡Oh, qué delicia, es lo más rico que he probado en mi vida!… La verdad es


que el asunto no era complicado… ¡El complicado era yo!

El mono degustó el apetitoso manjar procurando disfrutar del momento. Cuando


terminó se limpió las manos y subió a la rama de su árbol favorito ¿sabes para
qué?… Pues para continuar rascándose a gusto con sus diez grandes dedos de
primate.

Moraleja: Si en alguna ocasión tienes que hacer dos tareas lo mejor es que
pongas toda la atención en una, la termines correctamente, y luego realices la
otra. De esta forma evitarás perder el tiempo de manera absurda y te
asegurarás de que ambas salgan bien.

El mono y la naranja(c) CRISTINA RODRÍGUEZ LOMBA


Las dos hermanas y la naranja

Adaptación del cuento popular de España

Hace muchos siglos vivía en España, muy cerca de la costa Mediterránea, un


hombre de origen árabe, considerado por todos bueno y justo, que se llamaba
Ben Tahir.

Ben Tahir poseía un castillo rodeado de jardines donde disfrutaba de grandes


comodidades junto a sus dos hijas, que eran lo que más quería en este mundo.
Desde su nacimiento, las había criado con esmero. Las niñas tenían a su
disposición todos los lujos que podía concederles, pero no por ello descuidaba
su educación. Ben Tahir quería que, en el futuro, se convirtieran en mujeres
refinadas, cultas y de buen corazón. No escatimaba gastos en su formación, por
lo que recibían lecciones diarias de muchas disciplinas, entre las que se
encontraban las artes, la literatura o la música.

Las muchachitas crecían felices y despreocupadas. Cuando no estaban con sus


maestros, correteaban por el jardín bajo la mirada atenta de su orgulloso padre
¡Daba gusto ver que eran tan buenas y se llevaban tan bien!

Pero un día, algo sucedió. Las dos pequeñas estaban entretenidas bajo un
naranjo cuando, de repente, surgió una pelea entre ellas ¡Parecían fieras!
Empezaron a tirarse de los pelos y a insultarse la una a la otra como si
estuvieran poseídas por el mismísimo diablo.

Ben Tahir no daba crédito a lo que estaba viendo. Con los ojos como platos, dijo
a viva voz:

– ¿Cómo es posible que esas niñas tan correctas e instruidas se estén pegando
de esa manera?

El maestro de las chiquillas estaba junto a ellas y Ben Tahir le llamó al orden
inmediatamente.

– ¡Venga aquí! Usted lo ha visto todo de cerca ¿Quiere explicarme qué les
sucede a mis hijas? ¿Por qué se pelean como salvajes?

– Señor… Es por una naranja.

– ¿Qué me está usted diciendo, maestro? Por una… ¿naranja?

– Como lo oye, señor. Desgraciadamente, el naranjo sólo ha dado una esta


temporada y las dos quieren quedársela. Ese es el motivo por el que se han
enzarzado en una violenta discusión.

– ¡Pues ahora mismo pondremos fin a esa estúpida pelea! ¡Coja ahora mismo
un cuchillo, divida la naranja en dos partes exactamente iguales y fin de la
cuestión!
– Pero, señor…

– ¡No se hable más! La mitad para cada una ¡Es lo más justo!

El maestro se alejó a paso acelerado y cogió la naranja de la discordia.


Desenvainó una pequeña espada y de un golpe seco, seccionó la naranja con
un corte limpio en dos mitades exactamente iguales, tal y como le había
ordenado Ben Tahir. Hecho esto, dio a cada niña su mitad.

El padre, a escasa distancia, observó la escena convencido de que el problema


estaba arreglado, pero se extrañó cuando vio la reacción de sus hijas que, con
los ojitos llenos de lágrimas, se sentaron tristes y en silencio sobre la hierba.

Ben Tahir llamó de nuevo al maestro.

– ¿Qué les sucede a mis hijas? ¡Ya tienen lo que querían!

– No, señor… Perdone que se lo diga, pero eso no es cierto. En realidad, su hija
mayor quería comerse la pulpa, pues como sabe, adora la fruta. La pequeña, en
cambio, sólo quería la piel para hacer un pastel, ya que es muy golosa y buena
repostera. En realidad, dividirla a la mitad no ha sido una buena solución.

– ¿Cómo os atrevéis a decirme eso? Intenté hacer lo más justo ¡No soy adivino!

– Señor, la solución era sencilla: si les hubiera preguntado, ellas le habrían


contado cuáles eran sus deseos.

Y así fue como el bueno pero impetuoso Ben Tahir se dio cuenta de que, antes
de actuar, siempre hay que pensar las cosas e informarse bien. Este cuento nos
enseña que nunca debemos dar por hecho que lo sabemos todo ni tomar
decisiones que afectan a otros sin estar seguros de cuáles son sus sentimientos
u opiniones. Ya sabes: ante la duda, pregunta.

Las dos hermanas y la naranja - Cuentos populares del mundo.(c) CRISTINA


RODRÍGUEZ LOMBA

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