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Un día, hace muchos años, tres niños iban cantando y riendo camino de la
escuela. Como todas las mañanas atravesaron la plaza principal de la ciudad y
en vez de seguir su ruta habitual, giraron por una oscura callejuela por la que
nunca habían pasado.
Los niños, perplejos, se quedaron mirando cómo trabajaba. La barra era grande,
más o menos del tamaño un paraguas, y no entendían con qué objetivo la
restregaba sin parar en una piedra que parecía la rueda de un molino de agua.
– ¿Reducir una barra de hierro macizo al tamaño de una aguja de coser? ¡Qué
idea tan disparatada!
– Reíros todo lo que queráis, pero os aseguro que algún día esta barra será una
finísima aguja de coser. Y ahora iros al colegio, que es donde podréis aprender
lo que es la constancia.
Lo dijo con tanto convencimiento que se quedaron sin palabras y bastante
avergonzados. Con las mejillas coloradas como tomates, se alejaron sin decir ni
pío.
– Vuestros amigos son muy afortunados por haber conocido a esa anciana;
aunque no lo creáis, les ha enseñado algo muy importante.
Corrieron para acercarse a ella y ¿sabéis qué hacía? ¡Dando forma al agujerito
de la aguja por donde pasa el hilo!
Un caluroso día de verano, de esos en los que el sol abrasa y obliga a todos los
animales a resguardarse a la sombra de sus cuevas y madrigueras, un cuervo
negro como el carbón empezó a sentirse muy cansado y muerto de sed.
El bochorno era tan grande que todo el campo estaba reseco y no había agua
por ninguna parte. El cuervo, al igual que otras aves, se vio obligado a alejarse
del bosque y sobrevolar las zonas colindantes con la esperanza de encontrar
un lugar donde beber. En esas circunstancias era difícil surcar el cielo pero tenía
que intentarlo porque ya no lo resistía más y estaba a punto de desfallecer.
No vio ningún lago, no vio ningún río, no vio ningún charco… ¡La situación era
desesperante! Cuando su lengua ya estaba áspera como un trapo y le faltaban
fuerzas para mover las alas, divisó una jarra de barro en el suelo.
– ¡Oh, una jarra tirada sobre la hierba! ¡Con suerte tendrá un poco de agua
fresca!
Bajó en picado, se posó junto a ella, asomó el ojo por el agujero como si fuera
un catalejo, y pudo distinguir el preciado líquido transparente al fondo.
Introdujo el pico por el orificio para poder sorberla pero el pobre se llevó un
chasco de campeonato ¡Era demasiado corto para alcanzarla!
– ¡Vaya, qué contrariedad! ¡Eso me pasa por haber nacido cuervo en vez de
garza!
Muy nervioso se puso a dar vueltas alrededor de la jarra. Caviló unos segundos
y se le ocurrió que lo mejor sería volcarla y tratar de beber el agua antes de que
la tierra la absorbiera.
Sin perder tiempo empezó a empujar el recipiente con la cabeza como si fuera
un toro embistiendo a otro toro, pero el objeto ni se movió y de nuevo se dio de
bruces con la realidad: no era más que un cuervo delgado y frágil, sin la fuerza
suficiente para tumbar un objeto tan pesado.
– ¡Maldita sea! ¡Tengo que encontrar la manera de llegar hasta el agua o moriré
de sed!
Sacudió la pata derecha e intentó introducirla por la boca de la jarra para ver si
al menos podía empaparla un poco y lamer unas gotas. El fracaso fue rotundo
porque sus dedos curvados eran demasiado grandes.
– ¡Qué mala suerte! ¡Ni cortándome las uñas podría meter la pata en esta
estúpida vasija!
– ¿Qué puedo hacer para beber el agua hay dentro de la jarra? ¿Qué puedo
hacer?
Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su
madre guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería
de la cocina y de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía
que no eran muy saludables para sus dientes.
– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los
dulces!
Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate.
Nada, era imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero
tampoco resultó. Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita
seguía sin querer salir de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para
inmovilizarlo y tirar del brazo, pero ni con esas.
Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a
través de la ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le
encontró pataleando de rabia y fuera de control.
– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo
me los quiero comer todos!
El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.
Moraleja: A veces nos empeñamos en tener más de lo necesario y eso nos trae
problemas. Hay que ser sensato y moderado en todos los aspectos de la vida.
Érase una vez un hombre muy sabio que, al llegar a la vejez, acumulaba más
riquezas de las que te puedas imaginar. Había trabajado mucho, muchísimo
durante toda su vida, pero el esfuerzo había merecido la pena porque ahora
llevaba una existencia placentera y feliz.
Ahora tenía setenta años, estaba jubilado y su única ambición era descansar y
disfrutar de todo lo que había conseguido a base de tesón y esfuerzo. Ya no
madrugaba para salir corriendo a trabajar ni se pasaba las horas tomando
decisiones importantes, sino que se levantaba tarde, leía un buen rato y daba
largos paseos por los jardines de su estupenda y confortable mansión.
Las puertas de su hogar siempre estaban abiertas para todo el mundo. Todas
las semanas, invitaba a unos cuantos amigos y eso le hacía muy feliz. Como
hombre generoso que era, les ofrecía los mejores vinos de su bodega y unos
banquetes que ni en la casa de un rey eran tan exquisitos.
¡Pero eso no es todo! Al finalizar los postres, les agasajaba con regalos que le
habían costado una fortuna: pañuelos de la más delicada seda, cajas de plata
con incrustaciones de esmeraldas, exóticos jarrones de porcelana traídos de la
China…El hombre disfrutaba compartiendo su riqueza con los demás y nunca
escatimaba en gastos.
Pero sucedió que un día su mejor amigo decidió reunirse con él a solas para
decirle claramente lo que pensaba. Mientras tomaban una taza de té, le confesó:
– Sabes que siempre has sido mi mejor amigo y quiero comentarte algo que
considero importante. Espero que no te moleste mi atrevimiento.
El anciano, le respondió:
– Yo te quiero mucho y agradezco todos esos regalos que nos haces a todos
cada vez que venimos, pero últimamente estoy muy preocupado por ti.
El anciano se sorprendió.
– Verás… Llevo años viendo cómo derrochas dinero sin medida y creo que te
estás equivocando. Sé que eres millonario y muy generoso, pero la riqueza se
acaba. Recuerda que tienes tres hijos, y que si te gastas todo en banquetes y
regalos, a ellos no les quedará nada.
– Querido amigo, gracias por preocuparte, pero voy a confesarte una cosa: en
realidad, lo hago por hacer un favor a mis hijos.
El amigo se quedó de piedra ¡No entendía qué quería decir con eso!
– Sí, amigo, un favor. Desde que nacieron, mis tres hijos han recibido la mejor
educación posible. Mientras estuvieron a mi cargo, les ayudé a formarse como
personas, estudiaron en las escuelas más prestigiosas del país y les inculqué el
valor del trabajo. Creo que les di todo lo que necesitan para salir adelante y
labrarse su propio futuro, ahora que son adultos.
El amigo meditó sobre esta explicación y entendió que el anciano había tomado
una decisión muy sensata.
Moraleja: Esfuérzate cada día por aprender y trabaja con empeño e ilusión por
cumplir tus sueños. Una de las mayores satisfacciones de la vida es conseguir
las cosas por uno mismo y disfrutar la recompensa del trabajo bien hecho.
Érase una vez un mono que más que mono parecía una mula de lo terco que
era. ¡Ah! ¿que no te lo crees?… Pues te invito a que descubras hasta qué punto
llegaba su cabezonería y verás que no me falta razón.
Resulta que una mañana, el susodicho mono se empeñó en pelar una naranja al
tiempo que se rascaba la cabeza porque le picaba muchísimo. Como tenía las
dos manos ocupadas en calmar el insoportable cosquilleo, cogió la naranja con
la boca y la dejó caer al suelo. Acto seguido se agachó y tiró de la cáscara con
sus potentes dientes. Al primer contacto le supo terriblemente amarga y tuvo
que escupir saliva para deshacerse del mal sabor de boca.
Después de cavilar unos segundos tuvo otra idea que le pareció sensacional;
consistía poner un pie sobre la fruta para sujetarla, e ir despegando pequeños
trozos de la corteza con una de las manos.
Sin dejar de rascarse con la izquierda, liberó la derecha y se puso a ello con
muchas ganas. El plan no estaba mal, pero a los pocos segundos tuvo que
abandonarlo porque la postura era terriblemente incómoda y solo apta para
contorsionistas profesionales.
– ¡Ay, así tampoco puedo hacerlo, es imposible! Tendré que probar otra opción
si no quiero pasar el resto de mi vida con dolor de riñones.
– ¡Grrr!… Hoy es mi día de mala suerte, pero no pienso darme por vencido. ¡Voy
a comerme esta naranja sí o sí!
¡Ni por esas dejó el mono de rascarse! Emperrado en hacer las dos cosas al
mismo tiempo agarró la naranja con una mano y la introdujo en el río para
quitarle la suciedad. Una vez lavada puso sus enormes labios de simio sobre el
trozo comestible e intentó succionar el jugo de su interior. De nuevo, las cosas
se torcieron: la naranja estaba tan dura que por mucho que apretó con los cinco
dedos no pudo exprimirla bien.
– ¡¿Pero qué es esto?!… Solo caen unas gotitas… ¡Estoy hasta las narices!
A esas alturas estaba tan harto que lanzó la naranja muy lejos y se dejó caer de
espaldas sobre la hierba, completamente deprimido. Mirando al cielo y sin dejar
de rascarse, pensó:
– ‘No puede ser que yo, uno de los animales más desarrollados e inteligentes
del planeta, no consiga pelar una simple naranja’.
Cuando ya lo daba todo por perdido, un rayo de luz pasó por su mente.
Razonar con sensatez le dio buen resultado. Fue corriendo a por la naranja, la
cogió con la mano derecha, volvió a remojarla en el río para dejarla reluciente, y
con la izquierda retiró los trozos de piel con absoluta facilidad.
Moraleja: Si en alguna ocasión tienes que hacer dos tareas lo mejor es que
pongas toda la atención en una, la termines correctamente, y luego realices la
otra. De esta forma evitarás perder el tiempo de manera absurda y te
asegurarás de que ambas salgan bien.
Pero un día, algo sucedió. Las dos pequeñas estaban entretenidas bajo un
naranjo cuando, de repente, surgió una pelea entre ellas ¡Parecían fieras!
Empezaron a tirarse de los pelos y a insultarse la una a la otra como si
estuvieran poseídas por el mismísimo diablo.
Ben Tahir no daba crédito a lo que estaba viendo. Con los ojos como platos, dijo
a viva voz:
– ¿Cómo es posible que esas niñas tan correctas e instruidas se estén pegando
de esa manera?
El maestro de las chiquillas estaba junto a ellas y Ben Tahir le llamó al orden
inmediatamente.
– ¡Venga aquí! Usted lo ha visto todo de cerca ¿Quiere explicarme qué les
sucede a mis hijas? ¿Por qué se pelean como salvajes?
– ¡Pues ahora mismo pondremos fin a esa estúpida pelea! ¡Coja ahora mismo
un cuchillo, divida la naranja en dos partes exactamente iguales y fin de la
cuestión!
– Pero, señor…
– ¡No se hable más! La mitad para cada una ¡Es lo más justo!
– No, señor… Perdone que se lo diga, pero eso no es cierto. En realidad, su hija
mayor quería comerse la pulpa, pues como sabe, adora la fruta. La pequeña, en
cambio, sólo quería la piel para hacer un pastel, ya que es muy golosa y buena
repostera. En realidad, dividirla a la mitad no ha sido una buena solución.
– ¿Cómo os atrevéis a decirme eso? Intenté hacer lo más justo ¡No soy adivino!
Y así fue como el bueno pero impetuoso Ben Tahir se dio cuenta de que, antes
de actuar, siempre hay que pensar las cosas e informarse bien. Este cuento nos
enseña que nunca debemos dar por hecho que lo sabemos todo ni tomar
decisiones que afectan a otros sin estar seguros de cuáles son sus sentimientos
u opiniones. Ya sabes: ante la duda, pregunta.