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PABLO PEUSNER
Hace pocos días, conversando con un colega y amigo acerca de las dificultades que
se me generaban cada vez que debía hablar en algún medio de comunicación, le decía a mi
interlocutor que, con frecuencia, en tales circunstancias los analistas debemos trabajar
desmontando las preguntas que solemos recibir –probablemente, algo similar ocurra en el
análisis–. Y a modo de ejemplo, le conté una anécdota que algunos de los presentes ya
conocen: ocurrió cuando se aprobó en nuestro país la ley del matrimonio igualitario (15 de
julio de 2010). En aquellos días y ante el hecho consumado, los apocalípticos de siempre
comenzaron a agitar las aguas en torno al problema de la crianza de los niños en familias
homoparentales1. Así fue como una mañana muy temprano recibí un llamado telefónico
desde un programa de radio que iba en vivo, cuyo conductor –un tipo que se alimenta de
cierto combustible espiritual– me lanzó, sin anestesia y a un ritmo realmente vertiginoso, la
pregunta siguiente: “¿Cuáles son los daños psicológicos que puede ocasionarle a un niño
ser criado por una familia constituida por una pareja homosexual?”. Eran las 8 de la
mañana, yo estaba algo dormido, pero aún así traté de ser claro al respecto y dividí mi
respuesta en partes: primero le dije que el modo correcto para referirse a lo que él llamaba
“una familia constituida por una pareja homosexual” era el de “familia homoparental”. En
segundo lugar le señalé que su pregunta constituía lo que en lógica no-formal se denomina
En este marco, me resulta un poco inevitable recordar una muy citada frase de
Lacan de “Función y campo…”, en la que nos invita a renunciar si no logramos unir a
nuestro horizonte la subjetividad de la época... ¡Y qué época tan especial estamos viviendo!
¡Unir nuestro horizonte con la subjetividad de la época da un trabajo...! Yo que vivo en un
termo, encerrado en el consultorio entre 10 y 12 horas por día, escucho...
Que... “ya no hay hombres”,
Que “se perdió la autoridad”,
Que “asistimos al fin del dogma paterno o a la declinación del padre”,
Y que además pronto se acabarán los libros y, obviamente, la medicalización del
sufrimiento... ¡acabará con el psicoanálisis!
En ese contexto, no suena raro que la familia vaya a parar a la misma serie. Pero me
llama la atención que el famoso cambio de las configuraciones familiares pueda entenderse
como la causa de una amenaza, sobre todo porque si uno se toma el problema en serio,
advertirá rápidamente que el dispositivo familiar (y me juego una ficha denominándolo
así), está en cambio permanente desde que los seres humanos son hablantes –alcanza con
estudiar un poco su historia para verificarlo... Quizá seamos contemporáneos del inicio del
proceso de pasaje desde la familia conyugal a lo que vendrá... Esa familia conyugal
(designada excelentemente así por Durkheim, según afirmaba Lacan) tiene o tenía la doble
particularidad de montarse sobre el real biológico de la reproducción y de imaginarizar casi
a la perfección la escena del complejo de Edipo. Quizá por eso tuvo tanta pregnancia en
nuestra cultura, y la adoptamos como un ideal de realización de una de las más altas metas
que la civilización oferta –y no habría que descuidar aquí el enorme empuje que ella ha
recibido históricamente desde las religiones más importantes que incluso hoy en día siguen
condenando la homosexualidad o, directamente, considerándola una patología–. (Me tienta
agregar aquí al Ejército, pero me parece mucho).
Me gusta el artículo que Lacan publicó en el ’38 acerca de los complejos familiares
(ahora incluido en los Otros escritos) –lo trabajé bastante en mi seminario sobre la Familia
incluido en la segunda edición de “El sufrimiento de los niños”. Allí afirma que la familia
cumple un rol primordial en la transmisión de la cultura, y que lo hace mediante el
establecimiento de una continuidad psíquica entre las generaciones cuya causalidad es de
orden mental. Son ideas sencillas pero muy claras: la familia transmite (y dejo constancia
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aquí de que “transmitir” no es “comunicar” –habría que hablar un buen rato de las
diferencias, pero lo dejo por el momento) y establece una continuidad generacional de un
orden que no es biológico (así propongo leer el adjetivo “mental”, a partir de su matiz
opositivo y diferencial con “biológico”, en 1938 –tengamos en cuenta que es un escrito que
Lacan no revisó en el ’66). ¿Acaso estas funciones están amenazadas? ¿Qué las amenaza?
Creo que hay una fuerte tendencia que se extiende tanto desde la perspectiva más
intuitiva hasta algunas de las posiciones más profesionales y específicas, a considerar que
las llamadas “nuevas configuraciones familiares” (fundamentalmente la homoparentalidad
y la coparentalidad) actualmente legalizadas en muchos países, amenazan a la noción de
familia. ¿Pero a qué noción de familia? Probablemente a aquella que velaba oficialmente la
discordancia de los sexos (y le pido permiso a Rithée para utilizar este significante),
aunque nosotros, los analistas, somos los que a diario nos confrontamos con las fallas de
ese velo. Y en este sentido –como anticipé hace dos años cuando trabajamos el tema en la
ciudad de La Rioja–, es probable que estos nuevos modos de la familia si bien no resuelvan
la desproporción sexual que Lacan definió con tanta precisión, contribuyan a que los
efectos clínicos de quienes las compongan resulten menos perniciosos o menos patológicos.
Aunque sea por la vía del absurdo, conviene preguntarnos si la transmisión familiar
permite algún dominio, si acaso hay algún amo de esa operación, si se puede programar o si
alguna configuración en especial garantizará el éxito de su función. Les ofrezco la respuesta
de Colette Soler a esta cuestión, porque me resulta clara y distinta: “el inconsciente es la
manera que tuvo el sujeto de estar impregnado por el lenguaje, y este término, la
impregnación, excluye el dominio”. No hay manera de planificar la transmisión, no hay
modo de dominarla ni asegurarla. No hay tratado alguno ni manual que pueda enseñar a
transmitir la cultura, a producir un hijo sano, normal. En el mejor de los casos, eso puede
estar siempre presente como un anhelo. Por supuesto que el mercado ha captado hace
tiempo que este dominio se reclama, que hay gente preguntando cómo se hace eso
correctamente y, entonces, ha respondido con todo tipo de gurúes, especialistas y
publicaciones que pretenden enseñar la mejor manera de convertirse en agente de una
transmisión asegurada. Colette Soler introduce un elemento más en el problema. Esa
transmisión no puede garantizarse porque ocurre al capricho de cierta (cito) “contingencia
irreductible. También en la manera de oír hay una tyché, que limita mucho, por lo demás,
la responsabilidad de los padres ante sus hijos”. Esto es curioso porque hay toda una
tendencia, quizá intuitiva, a considerar a los padres como responsables del destino y la
estructura clínica de sus hijos, algo tan ridículo como suponer que podrían haber dominado
el proceso para asegurar o evitar cierto desenlace. Este dominio de la transmisión es
imposible y “constituye el ideal del educador tanto como el drama y la impotencia de los
padres/parientes”. La contingencia y la tyché son dos nombres del azar, elemento que
participa del proceso de transmisión y lo tornan imposible de anticipar, de calcular y
dominar2. (Las citas son de “Lacan, lo inconsciente reinventado”, Amorrortu, p. 51).
2
Ojo con la frase progre que afirma que “no hay casualidades, hay causalidades”. Es falsa y
antipsicoanalítica, al menos en el sentido lacaniano. Y peor aún: una burrada, ya que en Aristóteles
la tyché es un modo de la causa.
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Sabemos que la clínica de los sujetos, con los síntomas de goce que les produce el
inconsciente, es inseparable del estado de los lazos sociales que no son otra cosa que
tratamientos colectivos del goce. Esto es así para todos los casos, más aún cuando se trata
de niños. Por una simple razón: y es que el niño está a la merced del Otro, de los otros que
lo reciben en la vida. Está a su merced realmente y simbólicamente. Por eso, para situar el
ser del niño –si acaso puedo emplear esta expresión– se cuestiona lo que es para el Otro,
para esos otros que hablan, cada uno, el discurso de su tiempo, de su sociedad. Lo que sí
están degradados son los lazos sociales y la segregación es una consecuencia inevitable de
ello.
Ese tratamiento de las masas mediante la segregación es una consecuencia directa
de la degradación de los lazos sociales. (...) Tengan en cuenta que cuando los lazos sociales
se deshacen, queda la masa: un agregado de individuos, de Unos que, a título de unidades,
no están jerarquizados sino a la par en el agregado de hecho y de derecho. Así es que en la
masa del “todos niños” –y aquí tienen una fórmula de paridad–, la segregación es entonces
el único modo de tratamiento de la cohabitación: el tratamiento mediante la división real del
espacio. A nivel social y político, la democracia norteamericana lo ha desarrollado al
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extremo, cada quien tiene su bus, su zona, etc. Esta lógica de los barrios ha invadido ahora a
Europa y se retoma incluso en el hábitat de las familias en la concepción de los
departamentos: cada uno tiene su habitación, su escritorio con su televisión, su
computadora, lo que asegura la separación espacial. Es un tratamiento por lo real de los
espacios. (Lo que queda de la infancia, primera clase).
Se trata de una hipótesis muy interesante, que seguramente habrá que discutir.
Nacemos de repente en el aire atmosférico, cegados por la luz solar, esclavos de las
más humillantes dependencias. La libertad no forma parte de la esencia del hombre. El
desamparo originario le impone a la supervivencia del pequeño que acaba de llorar
cuidados, limpieza, socorro, alimentación, protección. Es decir: el desamparo originario
impone los otros a quien no ha tenido ninguna autonomía en su concepción; impone la
familia, la obediencia, el miedo, la lengua común, la religión, la crianza, la convención de
las vestimentas, lo arbitrario de la educación, la tradición de la cultura, la pertenencia a la
nación. Toda esa “ayuda” extraña hunde al niño en una mezcla de amor y de odio hacia el
padre totalmente nuevo y en contra de la madre-fuente que lo expulsó a la luz y lo libró a la
respiración. Es una mezcla de admiración y de herida, desear al otro y a la vez ser deseado
por él, captar sin tomar, perseguir sin matar, desear el deseo de cada uno, matar sin que se
vea, robar todo3.
Y como afirmaba el derecho romano, y retomó luego San Pablo: filius, ergo heres4
3
Quignard, Pascal. Los desarzonados. Último Reino VII. El cuenco de plata, Buenos Aires,
2013, p. 105.
4
Hijo, luego heredero