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EL CUBO BLANCO GLOBAL

Elena Filipovic

La historia que todavía queda por hacer tomará en cuenta el lugar (la arquitectura) en que una obra
encuentra su morada (se desarrolla) como parte integral de la obra en cuestión, con todas las
consecuencias que tal vínculo implica. No se trata de ornamentar (desfigurar o embellecer) el lugar (la
arquitectura) en que la obra se instala, sino de indicar con la mayor precisión posible el modo en que la obra
pertenece a ese lugar y viceversa, desde el momento en que esta última se exhibe allí.

Daniel Buren, “Function of Architecture”

Primero, el Museo
Nueva York, 1929. Una fila única de obras de arte dispersas, alineadas sobre los muros
más pálidos que se pudiera imaginar, en el Museum of Modern Art (MoMA) [Museo de
Arte Moderno] de Nueva York, una estrategia de exhibición que Alfred Barr Jr. imaginó
luego de visitar el Folkwang Museum de Essen dos años antes.1 Los muros se volvieron
de alguna manera aún más luminosos al llegar a las costas estadounidenses y más y más
blancos con el paso de los años, pasando del beige de la ropa de los monjes a la adusta
pintura blanca que el MoMA adoptó al trasladarse a su nuevo hogar permanente, en la
West 53rd Street.2 Pero la esencia del proyecto estético del museo estuvo presente desde
el comienzo. A este, siguieron otros detalles: quedaron prohibidas las ventanas, de
manera tal que la imagen de una vida del mundo exterior y cotidiano, el paso del tiempo,
en síntesis, el contexto, desaparecieran; había que reconquistar una sobriedad general.
Como si se tratara de su caja negra cinemática, las salas de los museos inequívocamente
procuraron sustraer al espectador de “el mundo”. Por estas y otras razones, se pensó que
el mínimo marco blanco era “neutral” y “puro”, un soporte ideal para la presentación de un
arte al que no le preocupaba lo arquitectónico, lo decorativo ni ningún otro tipo de
distracciones. La ficción subyacente de este espacio blanqueado es no sólo que mantiene
a raya la ideología, sino también que las obras de arte autónomas que contiene expresan
su significado en términos puramente estéticos.3 La forma de esta ficción rápidamente se
convirtió en un estándar, un significante universal de modernidad, y con el tiempo llegó a
ser denominada el “cubo blanco”.4
Lejos de ser una tabula rasa, el cubo blanco es un contenedor indeleblemente
marcado. Mucho más que un espacio físico, tectónico (paredes monocromáticas
delimitando cierta forma geométrica), el cubo blanco del mundo del arte circunscribe una
actitud hacia el arte, un modo de exposición y un aura que confiere un halo de
inevitabilidad, de destino, sobre cualquier cosa que se exhiba en su interior. La legibilidad
de la obra de arte como obra es contingente a la estructuración de su legibilidad como tal
por su entorno, según ya nos enseñara Marcel Duchamp. Desde el blanqueo del MoMA
en adelante, el cubo blanco se convirtió en el símbolo de la diligencia institucional,
fortaleciendo la mayor tautología: una obra de arte pertenece a ese lugar porque está en
ese lugar. (El hecho de que la obra de arte sea puesta entre paréntesis y separada así del
mundo también socaba la impresión de que pudiera estar relacionada con la materialidad
de la vida cotidiana.) En ese espacio de encuentro, el espectador ideal (blanco, de clase
media) también está construido: de comportamiento correcto, solemne, incorpóreo, y
capaz de prestar atención a la singularidad de la obra de arte con una mirada
ininterrumpida.5 Lo particular del cubo blanco es que funciona bajo la pretensión de que
su aparente invisibilidad permite que la obra de arte se exprese mejor; parece blanco,
inocente, inespecífico, insignificante. En última instancia, lo que hace que un cubo blanco
sea un cubo blanco es que, en la experiencia que tengamos de él, se confundan forma e
ideología sin que nos demos cuenta.6
Años después de que Barr impusiera el cubo blanco como sello distintivo de los
espacios de exhibición del MoMA, en 1937, Hitler aprobó su uso en el interior de la Haus
der Kunst de Munich, el primer proyecto arquitectónico de los nazis tras su ascensión al
poder. Este nuevo edificio monumental, con su interior de amplios espacios de exhibición
bien iluminados, todos blancos y sin ventanas, fue inaugurado con la exhibición Grosse
deutsche Kunstausstellung [Exhibición del gran arte alemán]. El continente blanco y la
sobria disposición contribuían a que los idílicos paisajes pintados y los broncíneos
cuerpos arios en exposición parecieran naturales e inocuos, a pesar de los motivos
beligerantes que subyacían a su selección y presentación. Para explicitarlo, la
demostración tuvo lugar en dos actos: Grosse deutsche Kunstausstellung constituía la
contrapropuesta “aceptable” y positiva a la muestra sombría, densamente abigarrada y
aparentemente desorganizada Entartete Kunst [Arte degenerado], inaugurada en un
instituto arqueológico al día siguiente.7 Gracias a dicho contraste, las obras de la primera
parecieron más honestas y las de la segunda, más aborrecibles. No hay forma de negar
esta coincidencia: cuando la estetización de la política alcanzó proporciones
aterrorizantes, hizo participar al cubo blanco.
Nueva York y Munich, 1929 y 1937. Los marcos arquitectónicos mayores de estos
cubos blancos no tienen punto de comparación, y sus respectivos regímenes, huelga
decirlo, eran mundos aparte. Confundirlos no es mi propósito aquí. Antes bien, quisiera
resaltar la utilidad, eficacia y versatilidad de un formato de exhibición que se ha convertido
en estándar. Si el cubo blanco logró ser el formato de exhibición ideal, según las
concepciones que tanto el MoMA como el Tercer Reich tenían del arte moderno, a pesar
de lo extremadamente distintos que eran en sus posiciones ideológicas y estéticas, ello se
debe a que dicho concepto de exposición encarnó cualidades significativas para ambos,
entre las que se cuentan la neutralidad, el orden, el racionalismo, el progreso, la
abstracción de un contexto mayor y, para nada menor, la universalidad y la modernidad
(occidental).8 Son relevantes hoy como ejemplos no sólo porque desnuden los
fundamentos de lo que el cubo blanco llegó a significar con el paso del tiempo, sino
también debido a que las sutiles y no tan sutiles ambiciones políticas de sus respectivas
exhibiciones nos recuerdan cuánto importan la prístina arquitectura, los fondos
inmaculados, la dispersión en el espacio y la organización estricta de obras de arte sobre
las paredes. La subyugación de la producción artística a un marco al mismo tiempo
“universal”, neutral, ordenado, racional y finalmente problemático, debido a todo lo que
implica y oculta esa supuesta universalidad, apunta hacia un dilema con el que artistas y
curadores se debaten desde entonces: las exhibiciones, por medio de sus formas, ciñen
al espectador a un espacio que es al mismo tiempo físico e intelectual, pero también
ideológico.

Hoy, las Bienales y otras exhibiciones perennes de gran escala


Con paso acelerado, virtualmente en todas partes, a veces aquí y ahora. Al igual que la
modernidad, el cubo blanco es una exportación occidental tremendamente exitosa. Su
presunta neutralidad lo convierte en un entorno arquitectónico ubicuo (una “inevitabilidad
arquitectónica”, diría Rem Koolhaas) para la exhibición de obras de arte en museos, pero
también en galerías y ferias de arte que transforman entornos comerciales en algo que se
parece cada vez más a espacios minimuseísticos. Dado que las galerías y las ferias de
arte tienen un interés financiero en hacer que sus bienes en venta parezcan como si ya
hubieran sido legitimados por espacios similares a los museos, por no hablar de su
habitual deseo de mantener la poesía o la violencia de la vida cotidiana fuera del ámbito
del apacible mercado, esto resulta poco sorprendente. Sin embargo, parece tener menos
sentido en el contexto de las exhibiciones internacionales recurrentes a gran escala que
proliferan alrededor del mundo.
Denominadas a veces “megaexhibiciones” o “bienales” (aun en el caso de aquellas
que, estrictamente hablando, no son de ocurrencia bienal), estas distintas exhibiciones
internacionales de gran escala se caracterizan por sus típicas muestras grupales
presentadas en museos, centros de arte o Kunsthallen, en gran medida debido a su linaje
con la Bienal de Venecia, el primer salón internacional y perenne de arte contemporáneo
inaugurado en 1895. El parentesco implica una temporalidad y espectacularidad propias:
estas manifestaciones puntuales, que se reiteran cada dos, tres o incluso cada cinco
años, como en el caso de Documenta, carecen de visibilidad real más allá de la duración
de sus respectivas exhibiciones. Las mismas tienen la ambición explícita de representar a
su región, ciudad de cabecera o nación tanto como de mostrar un panorama
decididamente internacional de la producción contemporánea, una ambición que influye
sobre la escala y las circunstancias generales que rodean al evento, y a menudo se
dispersan en múltiples espacios públicos y sitios institucionales. Si bien estas
características relativamente básicas unen a las exhibiciones y bienales internacionales
de gran escala, un océano de diferencias separa sus organizadores e historias. Varias de
ellas encuentran sus orígenes en contextos de una profunda transición política y cultural,
como por ejemplo Documenta y la reconstrucción alemana de posguerra, la Bienal
Gwangju y la democratización de Corea del Sur, la efímera Bienal de Johannesburgo y el
fin del apartheid o Manifesta, la Bienal Europea de Arte contemporáneo y la caída del
Muro de Berlín. Estas y otras exhibiciones han recurrido a la particularidad de su situación
histórica, cultural y geográfica para definir su perspectiva institucional. Un ejemplo
sorprendente de ello es el constante compromiso de la Bienal de La Habana de servir
como plataforma para artistas del “Tercer Mundo”. No obstante, más allá de sus historias
individuales, la ambición de oficiar de contramodelo al museo y las exhibiciones
tradicionales constituye una característica definitoria de tales eventos.
De hecho, la mayoría de las bienales y muestras internacionales de gran escala se
fundaron como reacción a la ausencia o debilidad de las instituciones de arte locales,
poco dispuestas o incapaces de fomentar la producción cultural contemporánea más
experimental. Estas exhibiciones perennes, por tanto, se perciben a sí mismas como
infraestructuras temporalmente puntuales, que se mantienen eternamente
contemporáneas, quedando libres de la carga de coleccionar y preservar aquello que los
caprichos de la historia convierten luego en simplemente moderno. El propósito de
constituir la alternativa paradigmática al museo, sin embargo, funciona en un doble
sentido, con efectos positivos y negativos. La proliferación de bienales durante la década
de los noventa las convirtió en los nuevos sitios favoritos del turismo cultural, e incluso
introdujo una nueva categoría de arte, cuyas proporciones bombásticas y premisas
huecas pronto le valieron el mote de “arte bienal”, una situación que ataba estos eventos
cada vez más espectaculares a los intereses del mercado. Que las megaexhibiciones
pueden hacer muchas concesiones es un lamento frecuente, pero en sus mejores
momentos, en efecto ofrecen una contrapropuesta a la programación habitual del museo,
como así también la ocasión de que muchos artistas traspasen los muros institucionales y
desafíen el claro perímetro al que a menudo las instituciones tradicionales adhieren de
manera estricta cuando organizan sus exhibiciones (si bien es preciso advertir aquí que
los museos desafían cada vez más sus propios protocolos, alguna vez tan formales).
Además, las megaexhibiciones también han servido de plataforma para formas artísticas
polémicas y heterogéneas provenientes de distintas partes del mundo, a menudo
interesadas en algunas de las cuestiones con mayor carga política de su época.
También es importante señalar que en varias oportunidades han sabido suscitar
algunos de los cuestionamientos más intensos respecto de las prácticas artísticas, por
medio de la expansión de la idea de en qué lugares se fijan los límites de un evento
semejante. Discusiones interdisciplinarias, conferencias y clases que pueden tener lugar
dentro o cerca de los sitios de exhibición o, como en el caso de Documenta 11, en
distintas ubicaciones alrededor del mundo son con mayor frecuencia parte integral de este
tipo de eventos. Esta sorprendente expansión va de la mano de discursos curatoriales
que caracterizan la bienal o la megaexhibición como un tipo de evento que excede la
mera presentación de obras de arte: se los entiende como vehículos para la producción
del conocimiento y del debate intelectual. Según sugiere Carlos Basualdo: “la
configuración de intereses que caracteriza a instituciones como las bienales difiere
claramente de la que diera origen al circuito institucional tradicionalmente ligado a la
modernidad (museos, crítica de arte y galerías)”.9 En gran medida, está en lo cierto. No
obstante, mientras que “los museos son, ante todo, instituciones occidentales”, entonces
las bienales, según el razonamiento de Basualdo, evitan serlo casi por definición, debido a
que “la expansión global de las exhibiciones de gran escala lleva adelante un insistente
descentramiento tanto del canon como de la modernidad artística”, transformando los dos
de manera cualitativa.10 Si bien esta posición tan optimista procura defender los efectos
positivos del número cada vez mayor de bienales que se organiza en el mundo entero,
tiende a ignorar algunos de los modos en que perpetúan los paradigmas más discutibles
del museo.11 A pesar de los numerosos motivos que tenemos para elogiar las
megaexhibiciones, es necesario examinar la curiosa discrepancia que podemos advertir
entre los discursos que las acompañan (como así también las extraordinarias promesas
que parecen ofrecer) y las convenciones por medio de las cuales enmarcan las obras de
arte en exhibición.

Reproducción global
¿Es concebible que el ejercicio de la hegemonía deje algún espacio intacto?
Henri Lefebvre, La producción del espacio
Nadie parece interesado en hablar de ello, pero sin importar el fervor con que las bienales
y otras muestras de gran escala insistan en su diferencia radical respecto de la idea del
museo, en abrumadora mayoría exhiben obras de arte en entornos especialmente
construidos, que reproducen las geometrías rígidas, las particiones blancas y los espacios
sin ventanas de las clásicas exhibiciones de museo. Cuando no, estas megaexhibiciones
simplemente colocan obras de arte en espacios museísticos existentes sin alterar sus
cubos blancos. Intemporal, hermético y siempre el mismo a pesar de su ubicación o
contexto, este cubo blanco reproducido a escala global se ha vuelto inalterable casi de
manera categórica; el “no lugar” privado del mundo de las bienales de arte
contemporáneo, uno de esos lugares ominosamente familiares, como los shoppings, los
aeropuertos y las autopistas de nuestra era de sobremodernidad, descripta por el
antropólogo Marc Augé.12 Sin embargo, una de las particularidades decisivas de las
bienales y las exhibiciones de gran escala es su supuesta representación de algún lugar.
Su especificidad reside justamente en su potencial de tener una específica especificidad
de sitio, si me permiten el juego de palabras, y especificidad de tiempo, también. El hecho
de que el principal formato de exhibición empleado en la reciente Bienal en Dakar se
pareciera al empleado en Taipei poco tiempo antes, o al utilizado en Venecia veinte años
atrás, parece contradecir tal idea. Las incursiones más allá del cubo y dentro de la ciudad
y sus alrededores forman parte de aquello que los visitantes esperan de las bienales, pero
estos “proyectos especiales” que se mantienen fuera de los espacios museísticos a
menudo conforman un porcentaje relativamente pequeño de la totalidad del evento, y en
algunos casos, ni siquiera los hay. Por el contrario, la obligatoria combinación de artistas
“locales” y “globales”, la recurrencia de temas que generalizan la condición
contemporánea (sus títulos lo dicen todo: Cotidiano, Buscando un lugar, Arte y vida) y una
estrategia de exhibición única y envejecida disminuyen las distinciones reales entre
eventos geográficamente distantes. La paradoja, desde luego, es que el modelo neoliberal
de la globalización contra el cual toman posición muchas de estas bienales prospera y
produce en ellos, por su propia cuenta, una homogeneización semejante.
Existen excepciones a esta regla. Bienales como las de La Habana, Estambul,
Johannesburgo (mientras duró) y Tirana, todas las cuales representan los supuestos
márgenes del mundo del arte, históricamente a menudo supieron reflejar las condiciones
económicas, políticas y geográficas particulares de sus ubicaciones por medio de
creativas y a menudo vacilantes formas de exhibición. Ediciones esporádicas de otras
bienales, como la de San Pablo curada por Paulo Herkenhoff en 1998 o la de Venecia por
Francesco Bonami en 2003, se destacan por los modos en que revisaron las normas y
formas típicas de las bienales. Aun así, la lista de ciudades que han sido sede de
muestras de gran escala en la última década, usando y reutilizando cubos blancos para
exhibir una gran parte de las obras de arte seleccionadas, es aparentemente infinita:
Berlín, Dakar, Pittsburgh, Luxemburgo, Nueva Delhi, Taipei, San Pablo, Sharjah,
Frankfurt, Nueva York, Kassel, Sidney, Praga, Sevilla, etcétera. Su empleo de los
tradicionales formatos de exhibición de museo resulta cuestionable por numerosas
razones, entre las que se cuenta, según sugiere Catherine David, el hecho de que
muchas prácticas estéticas contemporáneas ya no se corresponden con las condiciones
para las cuales fuera construido el cubo blanco.13 Igualmente problemático es el supuesto
de que la profunda diversidad de historias y culturas que estas bienales procuran
representar debiera ser igualmente legible en un espacio semejante. Decididas a
presentarse como una alternativa al museo, estas exhibiciones de gran escala procuran
dar voz a culturas, historias y políticas escasamente representadas dentro de esa
institución. El hecho de que las bienales más aparentemente progresistas y sus
curadores, que se jactan de ofrecer las formas artísticas más heterogéneas, adopten con
tanta frecuencia un formato de exhibición único y ya anquilosado sugiere la idea de que
algunos de los prejuicios más perniciosos del museo y la historia del modernismo que
este encarna continúan siendo fundamentales en sus modos de funcionamiento.
Según advierte Brian O’Doherty, uno de los más suspicaces teóricos del cubo
blanco, “la historia del modernismo está íntimamente enmarcada en este espacio; antes
bien, es posible establecer una correlación entre la historia del arte moderno y los
cambios producidos en ese espacio y en los modos de percibirlo”. Más que “cualquier
obra individual”, afirma más adelante, “ese espacio blanco ideal… tal vez sea la imagen
arquetípica del arte del siglo XX. Se clarifica a sí mismo por medio de un proceso de
inevitabilidad histórica usualmente atribuido al arte que contiene”.14 Por tanto, el cubo
blanco a menudo sirve de apoyo a los demás dispositivos historiográficos del museo
moderno, entre los que se cuentan una historia lineal y evolutiva del arte (recordemos el
célebre “torpedo” del arte moderno del que hablaba Alfred Barr), con su perspectiva
decididamente occidental, sus limitados esquemas temporales y sus nociones
unidireccionales de influencia. Teniendo esto en cuenta, uno se pregunta por qué este
cómplice espacial extremadamente solícito ha continuado proliferando casi sin
cuestionamientos a pesar de que en las últimas décadas nos hemos vuelto más
conscientes de que la “modernidad” es un constructo que suprimió, invisibilizó o
transformó historias culturales enteras y a sus productores. Si la globalización, como a
menudo se sostiene, problematiza la oposición binaria entre lo nacional y lo internacional,
desafiando los límites nacionales y desquiciando los paradigmas culturales dominantes,
permitiendo así el ingreso de historias, temporalidades y condiciones de producción
provenientes del exterior de Occidente, entonces, ¿por qué se mantienen tantas
estructuras convencionales en los mismos lugares que dicen socavar sus bases
epistemológicas e institucionales? El cubo blanco es, citando nuevamente a O’Doherty,
“uno de los triunfos del modernismo”, un concepto occidental construido para defender
algunos de sus más preciados valores, como por ejemplo aquello que Igor Zabel
denominó el supuesto compartido de que “el arte moderno occidental es… el arte
moderno, de que modernización (en las artes visuales, pero también en otras áreas de la
vida social y cultural) es occidentalización”.15 Si bien puede resultar no muy sorprendente
que los museos se hayan mostrado reacios a desmantelar estos paradigmas, ¿por qué no
lo han hecho las bienales? Para cuestionar la noción de descentramiento que propone
Basualdo: ¿es posible alcanzar un verdadero descentramiento de las nociones
tradicionales de modernidad al mismo tiempo que se exporta el marco del museo
occidental como el contexto incuestionable de legitimación de un canon supuestamente
expandido?
En cuanto a la indagación de Lefebvre acerca de si el espacio puede ser inocente y
si las hegemonías pueden dejar algún espacio intacto, la respuesta –como bien él sabía–
es “no”.16 Y esto también es válido para el espacio de exhibición. Hay distintas formas en
que una muestra puede oponer resistencia, afirmando su relevancia social y política en
nuestra contemporaneidad. No obstante, poner el centro de atención en determinados
aspectos supone dejar en suspenso de manera explícita la relectura de los demás. Aun
así, la “ideología de una exhibición”, según sostiene en forma persuasiva el teórico Misko
Suvakovic, no es “el resultado de las intenciones políticas y enteramente racionales de
sus organizadores”, tampoco es el conjunto de los “mensajes que los autores de una
exhibición proyectan y proclaman en sus textos introductorios o de presentación”.17 Por el
contrario, sostiene, ella se encuentra “a mitad de camino entre lo intencional y lo no
intencional”. O, formulándolo de una manera ligeramente distinta, la ideología de una
exhibición se encuentra entre las declaraciones de intenciones discursivas y el resultado
estético-espacial que procura, con mayor o menor efectividad, traducir las intenciones de
quienes la organizan. A continuación, un análisis de distintas ediciones de Manifesta,
Documenta y la Bienal de Gwangju prestará atención a las armaduras discursivas y
estructurales que sirvieron de soporte a estos recientes proyectos ejemplares e,
inevitablemente, los modos en que el cubo blanco todavía continúa asediándolos.

[TEXTO AL MARGEN, EN EL IMPRESO REPRODUCIDO PARALELAMENTE


A PARTIR DEL SEGUNDO PÁRRAFO DE “REPRODUCCIÓN GLOBAL”]

Era hora de que alguien demostrase de manera convincente que las


estrategias y tácticas de exhibición de arte empleadas por las muestras
internacionales de gran escala (ya sea que se trate de Manifesta, Documenta,
la Bienal de Gwangju u otros eventos similares) no son menos neutrales o
inocentes que las del museo o la galería modernistas. En síntesis, el cubo
blanco de las bienales no es una construcción transhistórica, transgeográfica o
apolítica. Su ideal estético es una construcción macro y micro política
específica que funciona en relación con un arte que participa de los dispositivos
sociales de identificación, intercambio, consumo, placer, expresión crítica e,
innegablemente, en la construcción de subjetividades y objetividades sociales.
Las estrategias y tácticas de exhibición son dispositivos de políticas culturales
explícitas empleadas para reflejar una determinada realidad social en relación
con la estructuración de identidades (individuales y colectivas) estéticas,
discursivas y políticas. De esta forma, el curador no es un mero técnico que
dispone manifestaciones más o menos temporarias o permanentes, sino un
tipo de “activista político” que opera en una superestructura cultural que cada
día se asemeja más a un acelerado y espectacular sistema que muestra los
signos de aquello que Foucault denominaba lo “biotecnológico” y Marx, la
“lucha de clases”.
Llevando estos argumentos en otra dirección, diría que las exhibiciones
contemporáneas de gran escala ya no presentan obras maestras acabadas. En
vez de ello, muestran las relaciones visibles entre el curador como autor, la
institución que exhibe y el artista como ejecutante en un mundo de rastros
mediáticos y culturales. De esta forma, la obra de arte es removida de la
exhibición, según sugiere Yves Michaud en su libro L’Art a l’etat gazeux. Esto
ocurre debido a tipos específicos de relaciones productivas dentro de la
sociedad, que han determinado históricamente los paradigmas de la exhibición
de gran escala como así también del mundo del arte en general. Una
fetichización tardomoderna del objeto artístico determinada por el cubo blanco.
Desde sus comienzos, la Bienal de Venecia se basó en modelos de identidad
endémicos a una sociedad nacionalista burguesa, como así también a la
síntesis de las artes “nacionales” representativas. Por el contrario, fue un
sistema de rápidos cambios en los modos artísticos y culturales del capitalismo
tardío el que dio forma a Documenta en sus orígenes. Manifesta, por su parte,
vino a problematizar las nociones de lo local y lo global en las postrimerías de
la guerra fría. Hoy, podemos señalar la existencia de espectáculos mediáticos
en que la supuesta exhibición se convierte en una red cultural y mediática de
eventos artísticos, culturales y políticos totalizantes, que ofrecen una atmósfera
de arte, cultura y sociedad en vez de obras de arte.
Migko Suvakovic, profesor de Estética y Teoría, Univerzitet umetnosti u
Beogradu (Universidad de Artes de Belgrado).

Manifesta
Manifesta, la Bienal Europea de Arte Contemporáneo, fue inaugurada en 1996 como una
plataforma para el intercambio cultural entre la Europa recientemente unificada tras la
caída del Muro. La escasez de diálogo entre los artistas, instituciones y curadores de
Europa (a pesar de los dramáticos cambios históricos), la fenomenal multiplicación de las
bienales y su creciente concreción e inflexibilidad son factores que influyeron
profundamente este proyecto. Como resultado de ello, la nueva bienal fue pensada no
sólo como una alternativa al museo, sino también como una alternativa a la bienal típica.
De esta forma se concibió la característica más singular de Manifesta: sus ediciones
habrían de celebrarse en distintas ciudades periféricas de Europa. Su rechazo parcial del
nacionalismo inherente a los eventos de ubicación invariable y su decisión de evitar las
capitales del mundo del arte en favor de ubicaciones con infraestructuras para el arte
menos establecidas o visibles, hizo que Manifesta pareciera dispuesta a utilizar sus
ubicaciones cambiantes y su foco explícito en los artistas europeos emergentes para
repensar la forma y la especificidad de las muestras internacionales de gran escala.
En cada edición, el equipo curatorial seleccionado montó la exhibición en varios
espacios institucionales locales. Por lo general, la sede principal fue un museo de arte
contemporáneo o Kunsthalle: el Museo Bijmans Van Beunigen en Manifesta 1, el Casino
Luxembourg en Manifesta 2, la Moderna galerija Ljubljana en Manifesta 3 y el Frankfurter
Kunstverein en Manifesta 4 (Manifesta 5 fue una excepción a la regla, y sólo mostró una
pequeña parte de la exhibición en un espacio de arte contemporáneo local, el Koldo
Mixtelena). La decisión de utilizar estas sedes establecidas fue sin duda un gesto
pragmático: dada la existencia itinerante de Manifesta, sería difícil comenzar cada vez de
cero. Por otra parte, la utilización de museos, centros de arte contemporáneos y otros
espacios culturales locales fue considerada parte vital de la colaboración entre Manifesta
y las ciudades sede. No obstante, esto supuso aceptar el cubo blanco como un tipo de
“estilo internacional” de marco de exhibición, un contenedor internacionalmente
reconocido que se consideraba apropiado sin importar hacia qué lugar se desplazara el
proyecto o la naturaleza de las obras exhibidas.18 Si bien la increíble promesa de este
proyecto reside en su capacidad de producir cambios decisivos en sus sucesivas
ediciones, realizadas en distintos puntos de Europa, hasta la fecha las exhibiciones de
Manifesta se han mantenido relativamente dentro de los formatos tradicionales de bienal y
de la estética de muestra estándar de los museos.
Si bien ninguna edición de Manifesta abandonó el cubo blanco hasta la fecha, varias
de ellas se caracterizaron por su notoria fragilidad, informalidad y provisionalidad, lo que
las distingue de la sofisticación visual y el brillo espectacular de la mayoría de los eventos
perennes. No obstante, el carácter modesto y ad hoc que adoptó la exhibición en la
primera edición de Manifesta en 1996 de alguna manera ya había comenzado a
eclipsarse en la segunda edición, dos años después, y para la cuarta edición, en 2002,
pareció completamente perdido. No es sencillo explicar los motivos de este cambio, y el
apego a los tradicionales espacios museísticos y sus formatos tal vez sea uno de los
principales síntomas de resistencia con los que bienales como Manifesta se encuentran
cuando evalúan la posibilidad de distanciarse de las expectativas habituales para este tipo
de eventos. Al respecto, es reveladora la anécdota acerca de cómo Estocolmo decidió no
ser sede de la segunda edición de Manifesta luego de ver la primera: los doce sitios de
exhibición en los que se había dispersado la gran mayoría de aquellas obras de arte y
performances sutiles y de pequeña escala –es decir, no espectaculares– parecían
satisfacer las ambiciones de una ciudad que buscaba posicionarse en el mapa (turístico)
cultural. Sin embargo, los funcionarios suecos que habían salido a comprarse una bienal,
consideraron que tenía escasas probabilidades de atraer las multitudes o la atención de la
prensa que suelen suscitar las megaexhibiciones. La historia sugiere que se ejerció
presión para que Manifesta se acomodara a la idea de cómo debía verse una bienal; lo
que significa no sólo grandes obras de arte expuestas en una concentración visible, sino
también la convencional y adecuada “colgadura de museo”, en espacios blancos y
subdivididos que les sirvan de marco propicio.
Otro problema teórico, tal vez más crucial, ligado al abandono del cubo blanco,
plantea mayores dificultades a este tipo de muestras: ¿cómo exhibir obras de arte de
artistas todavía desconocidos, a menudo realizadas desde una sensibilidad artística que
carece de reconocimiento por parte de la mayoría de los espectadores, u obras de arte
que no son fácilmente reconocibles como arte, en espacios que no se proclaman a sí
mismos como bastiones de arte? ¿No se corre el peligro de que la obra se confunda con
una mera “cosa”? ¿Y no sería deseable que artistas nuevos para el mundo del arte
internacional evitaran este tipo de confusión en el momento en que hacen su ingreso a
ese mundo? (Por no mencionar que sus incipientes curadores, relativamente nuevos
dentro del mundo del arte internacional, tal vez sintieran la presión de demostrar que eran
capaces de organizar una bienal que diera la imagen adecuada.) Sin embargo, creer que
el arte expuesto en Manifesta o la supervivencia de esa nueva institución de hecho
pudieran depender del cubo blanco, supone aceptar el predominio de las estructuras
modernas occidentales como el fundamento contra el cual todo lo demás debe ser leído
para alcanzar su legitimidad, un supuesto altamente problemático y ligado de manera
directa al tipo de normalización que Manifesta sostenía poner en discusión.
Se advierten los esfuerzos por establecer la especificidad de las exhibiciones de
Manifesta en lugares determinados, como así también su propio carácter como bienal, en
los temas abordados tanto por las exhibiciones como por las obras de arte, entre los que
se cuentan la falta de techo, la hospitalidad, la diáspora, las fronteras y la inmigración. Tal
vez sea posible decir que las varias ediciones de Manifesta, más que ninguna otra bienal,
se han arriesgado en forma contundente con temas cruciales para los debates
intelectuales, políticos y culturales de los años noventa. La tercera edición, celebrada en
Liubliana en 2000, destacó estos debates de manera programática. El gran número de
obras políticamente comprometidas que incluyó, su rechazo de las estrategias de
exhibición “profesionales”, su activo programa de discusiones provocado por los
pensadores locales, y la colaboración con la RTV de Eslovenia para utilizar las
transmisiones de televisión locales como quinto espacio de exhibición constituyeron un
acierto único, dada la convulsionada historia bélica de la región. No obstante, se hizo
relativamente poco por comprometerse de una manera que fuera no sólo temática con las
inquietudes que la muestra planteaba acerca del denominado “síndrome borderline”19 de
Europa. Esto hacía que, finalmente, que resultara difícil discernir distinciones significativas
entre los formatos de exhibición de las distintas ediciones.
Tal vez Manifesta 5, celebrada en Donostia-San Sebastián, localidad situada en la
conflictiva región vasca del norte de España, pueda ser considerada una excepción, en
tanto adoptó como tema el urbanismo al mismo tiempo que incorporaba casos reales de
rehabilitación urbana como elemento constitutivo de la exhibición. En colaboración con el
Berlage Institute de Rotterdam, los curadores alentaron la reflexión teórica acerca de la
revitalización de uno de los distritos más pobres de la región, el área de la Bahía de
Pasaia-Pasajes, y restauraron dos de las fábricas abandonadas de la zona, Casa Ciriza y
Ondartxo, con la intención de que sirvieran a la comunidad luego de terminada la
exposición. La mayor parte de la muestra, exhibida en Casa Ciriza y por tanto enmarcada
en la ruina posindustrial de esta obsoleta planta de procesamiento de pescado, evitaba
los elementos físicos del cubo blanco, al igual que ocurría con lo exhibido en el antiguo
monasterio del siglo XVII, el Museo San Telmo. Sin embargo, lo que podía verse en estos
sitios de exhibición y en aquellos otros que sí recurrían al cubo blanco se correspondía
con los contenidos de una muestra convencional. Mientras que el proyecto de renovación
urbana constituyó un paso importante hacia la afirmación de que las bienales pueden ser
motores de un cambio local duradero, ante la mirada de los críticos, la muestra dejó pasar
la oportunidad de permitir que la especificidad histórica, política y cultural de la locación
desempeñara un papel más integral en su propia forma o en las obras de arte
seleccionadas. Según una reseña, “podría haber sido montada prácticamente en
cualquier parte”.20
En última instancia, las exhibiciones de Manifesta, como así también sus congresos,
foros de discusión y eventos paralelos, intentaron alentar en curadores e instituciones un
pensamiento acerca de los límites, transformaciones y particularidades de Europa no sólo
como lugar físico sino también como idea, pero nunca estimularon de manera productiva
una conexión entre esta reflexión y la reinvención de la forma estructural del proyecto.
Después de todo, dadas las preocupaciones centrales de Manifesta, ¿por qué exigirle que
adopte la forma u ocupe el espacio de una exhibición convencional de museo? ¿Por qué
no imaginar formas de exhibición verdaderamente experimentales que emerjan tanto de
los lugares específicos en que se organiza Manifesta como de los temas que hacen que
celebrar una bienal allí y en ese momento sea relevante o incluso urgente? ¿Y por qué no
imaginar que aún aquellas ciudades menos capaces de reproducir los estándares
museísticos de Europa occidental, carentes del mismo nivel de compromiso financiero,
puedan ser sede de alguna edición de Manifesta, dando al evento nuevas formas
idiosincráticas? De esta manera, convertidas en plataformas experimentales capaces de
definir nuevos modelos de exhibición, estas ediciones peripatéticas podrían responder
mejor a las ambiciones declaradas de Manifesta.
Si cuestiones como estas han acorralado el proyecto desde sus comienzos, la sexta
edición parece haberlas tomado como punto de partida. Los curadores de Manifesta 6,
todavía en las etapas de planeamiento, han anunciado que la elección de Nicosia como
sede de su próxima edición, un lugar geográficamente aislado, atravesado por divisiones
culturales y políticas, que sólo cuenta con recursos mínimos para la producción y
exhibición de arte, por no hablar de las tensiones históricas que recorren su relación con
Europa, signará el abandono del formato de exhibición puntual y tradicional de Manifesta
para adoptar la duración extendida y el proceso pedagógico característicos de una
escuela de arte. Al parecer, la nueva forma y temporalidad concebidos para la bienal
emanan de un intento de dar respuesta a las múltiples sobredeterminaciones históricas de
Chipre, entre las que se cuentan su localización entre Europa y Medio Oriente (es la
primera incursión de Manifesta fuera de Europa) y su papel como paradigma de las
condiciones y consecuencias de la globalización en nuestros días. Porque, ¿qué sentido
podría tener celebrar otra megaexhibición en una ubicación semejante? Los bienes
pueden atravesar las fronteras internacionales con relativa facilidad, pero las personas
todavía no, permanecen atrapadas en la instrumentalización política de las identidades
étnicas y nacionales. En vez de una bienal entendida como espacio de exposición de
bienes culturales contemporáneos, la sexta edición se propone hacer uso de la mayor
facilidad de movimiento a través de las fronteras que posibilitan las visas de estudiantes
para construir un foro bicomunal e internacional de proceso, experimentación e
intercambio conformado a partir de la extensa presencia de los artistas en el lugar con el
propósito de dar respuesta a las realidades de la ciudad sede, étnicamente dividida. El
espectador visitante podrá experimentar el modo en que cosas tales como el proceso y la
traducción cultural pueden volverse visibles en una exhibición entendida como escuela. Si
alguna de las complejidades de lo que hace tiempo se conoce como el “problema
chipriota” logra o no ser adecuadamente abordada por el resultado del evento, es algo
que queda por ver, pero este cambio de Manifesta sugiere que la especificidad de lugar
servirá como fundamento para que esta bienal imagine un nuevo modelo formal.

Documenta
Documenta comenzó en 1955, con la esperanza de rehabilitar la imagen de la Alemania
de posguerra, transformando cada cinco años la bombardeada ciudad de Kassel y la más
icónica de sus estructuras en pie, el edificio neoclásico del Museum Fridericianum, en el
centro del mundo del arte. Esta exposición quinquenal rápidamente llegó a ser
considerada una de las más serias y se ubicó entre las megaexhibiciones más
prestigiosas de su tipo.
Difícilmente pueda decirse que Catherine David, directora artística de la décima
edición de Documenta, en 1997, haya diseñado estrategias de exhibición nuevas y
radicales que alteraran la apariencia física del cubo blanco. Si bien una gran cantidad de
obras expuestas tenían contenido político, su presentación en el Museum Fridericianum
estaba lejos de suponer algún tipo de amenaza para el tradicional formato de museo o el
canon vanguardista occidental. No obstante, la problemática función del cubo blanco
constituyó una tensión esencial de Documenta 10. Una reflexión acerca de aquello que
David denominó sus “límites espaciales y temporales, pero también ideológicos” fue parte
central de la concepción de su proyecto.21 La aparente incapacidad del “modelo
universalista” de museo para albergar parte de la producción cultural contemporánea más
experimental y ejemplar la decidió a concebir una exhibición que incluyera el programa
100 Días – 100 Invitados, una elefantiásica serie de conferencias públicas, performances
teatrales, proyecciones de cine, lecturas de poesía, discusiones y otros eventos que se
realizaron en Kassel diariamente.
Conceptualmente, 100 Días – 100 Invitados partió de la premisa de que un
panorama del arte visual reciente no ofrecía a priori el mejor medio para representar la
contemporaneidad. Según explicó David en la breve guía a la exhibición: “el objeto para el
que se construyó el cubo blanco resulta hoy en muchos casos apenas uno de los
aspectos o momentos de la obra, o mejor aún, meramente el sostén y el vector de
actividades artísticas altamente diversas”.22 El objeto exhibible tampoco resultaba el más
representativo de cada cultura. Según su propia explicación, más adelante:
Por motivos en parte ligados a tradiciones interrumpidas o destruidas de
manera violenta, como así también a la diversidad de las formaciones
culturales surgidas de los procesos de colonización y descolonización, y del
acceso desigual e indirecto que tales formaciones tuvieron a las formas de la
modernidad occidental, en muchos casos pareciera que la pertinencia,
excelencia y radicalidad de las expresiones contemporáneas no occidentales
encuentra sus vías privilegiadas en la música, el lenguaje oral y escrito
(literatura, teatro) y en formas cinematográficas que tradicionalmente
contribuyeron a las estrategias de emancipación.23
El cubo blanco, sostiene entonces, no sirve por igual a todas las culturas. En
consecuencia, el proyecto de David, con “retro-perspectivas” históricas dedicadas sobre
todo a figuras occidentales, los espacios de exhibición ocupados por obras de arte más
recientes pero en buena medida estadounidenses y europeas, y el trabajo de los no
occidentales relegado de manera abrumadora al programa de conferencias y eventos,
ofrecía una perspectiva explícitamente eurocéntrica de las artes visuales. Pero en vez de
imaginar otro “Museo de 100 Días”, como dio en llamarse a Documenta desde su
fundación, procuró ofrecer obras más heterogéneas –y hacerlo a través de medios más
heterogéneos– durante el transcurso de 100 Días – 100 Invitados. El programa de
eventos, que ocupaba un lugar central en la exhibición, tanto conceptual como
físicamente (el escenario se ubicó en medio del Documenta-Halle), también podía
disfrutarse en vivo a través de la radio y por Internet, o consultarse a través de las
grabaciones realizadas en la exhibición, conformando un archivo capaz de crecer dentro y
potencialmente incluso más allá de Kassel.24 De esta forma, David efectivamente
transformó Documenta, convirtiendo una espectacular exhibición de artes visuales en un
espacio híbrido para la representación de distintas producciones culturales. El resultado
abrió a Documenta al tipo de compromiso político y diversidad de medios y culturas nunca
antes visto en una exhibición occidental semejante (algo que muchos críticos, por su
parte, lamentaron, considerándola una exposición abiertamente guiada por la política y la
teoría, y artísticamente empobrecida). De hecho, la decisión de David de ir en contra del
espectáculo habitual de la megaexhibición fue consecuente con la audaz afirmación de
que es imposible continuar perpetuando de manera inocente el formato de exhibición
museístico como el marco legítimo para exhibir la totalidad de las obras de arte de
distintas partes del mundo. De esta forma, el programa de exhibiciones y eventos trajo a
la luz las limitaciones del cubo blanco, y en una reflexión crítica acerca del modo en que
operan las formas hegemónicas, Documenta 10 empleó la estructura conceptual y
discursiva de la última edición del milenio con el propósito de alentar a que otros hicieran
lo mismo, una decisión que fue, según diera a entender David, no menos política que
estética.
En la onceava edición de Documenta, celebrada en 2002, el director artístico Okwui
Enwezor y sus cocuradores quisieron alterar la constitución geográfica, conceptual y
temporal del evento, concibiendo para ello una serie de cinco “plataformas”, cuatro de las
cuales eran conferencias temáticas (incluyendo, en uno de los casos, un taller y
proyecciones de cine), que tuvieron lugar en Lagos, Santa Lucía, Nueva Delhi, Viena y
Berlín, en el transcurso de dieciocho meses.25 Las discusiones versaban acerca de temas
tales como el reciente impacto de la globalización en el mundo o el violento legado del
colonialismo. Aunque lejos de constituir un ensayo literal de la muestra, también
cartografiaron las preocupaciones planteadas en el núcleo de la quinta plataforma de
exhibición. En los mismos términos tomados de la crítica poscolonial que caracterizaban
el proyecto general, las obras de arte expuestas, estridentemente políticas, y las
declaraciones curatoriales que las acompañaban pusieron en claro la necesidad de
cuestionar el imperialismo occidental, incluso su perpetuación por medio de nociones
tales como la modernidad, la vanguardia, la universalidad y la democracia.26
Las primeras cuatro plataformas, según la mayoría de los análisis, fueron pensadas
a partir de cuestiones académicas pero provocadoras, que permitiesen al mismo tiempo
dislocar la unicidad de lugar de Documenta y reposicionar, en su mismo seno, la
investigación crítica y la reflexión teórica. A pesar de que relativamente pocos visitantes y
participantes concurrieron a las conferencias, estos procedimientos fueron parte integral
del formato de Documenta 11, que expandió los límites de este evento de arte
tradicionalmente celebrado en una localidad provincial europea y lo transformaron en una
manifestación transnacional, interdisciplinaria y con distintas capas. Si bien estos eventos
anularon las constricciones de Documenta según las cuales debía ser una exhibición de
cien días celebrada en Kassel, la quinta plataforma parecía un decidido regreso al orden.
Una disposición impecable de cubos blancos y cajas negras se reiteraba a lo largo de la
mayoría de los múltiples sitios de exhibición. Aunque la muestra ocupaba buena parte del
señorial Museum Fridericianum y conservaba la práctica tradicional de Documenta, tanto
allí como en el enorme y recién inaugurado Binding Braueri, y en el Kulturbahnhof, uno
podía encontrar una exhibición aún más museística, conservadora y exclusiva que en
ediciones anteriores.27 Excepcionalmente, unos pocos proyectos de la exposición tenían
lugar fuera del museo, por lo que sólo conseguían, a lo sumo, confinar esa plataforma a
espacios de exhibición nítidamente separados.28 Era como si al crear las otras cuatro
plataformas allí afuera, en el mundo, los curadores hubieran decidido que la quinta, en
Kassel, reprodujera del modo más ajustado posible un espacio museístico cortado de ese
mundo. Como bien advirtió un crítico, la exhibición puso “las cuestiones del genocidio, la
pobreza, la prisión política, la contaminación industrial, los destrozos de un terremoto, la
devastación minera y las noticias de nuevos desastres dentro del inviolable cubo
blanco”.29
Esto no quiere decir que los medios a través de los cuales las estrategias de
exhibición estructuran la percepción y la historia del arte hubieran sido meramente
ignorados. Como uno de los curadores sostiene en su ensayo para el catálogo:
Las muestras de arte también suelen adoptar modelos lineales para
representar el flujo histórico y la relación entre el arte del pasado y la
producción reciente. Con toda seguridad, existe una correlación entre la
linealidad de estos relatos y su tácita –o implícita– voluntad totalizadora… Los
efectos ideológicos de este tipo de estrategias de exhibición son bien
conocidos: la consolidación de un canon artístico, y por ende la puesta en
marcha de una serie de mecanismos de inclusión y exclusión que aseguran su
permanencia”.30
Por tanto, él y los demás curadores de Documenta 11 intentaron imaginar “una
estructura que permitiera que las obras coexistieran en una temporalidad heterogénea y
no lineal”.31 En verdad, como ese esfuerzo sugiere, toda política de exhibición supone
inevitablemente una política de representación (identidad), articulada a partir de la
selección de obras y de los modos en que su disposición estratégica piensa ciertos
ideales establecidos. No obstante, una vez que las obras fueron seleccionadas,
Documenta 11, compuesta casi en su mayoría por arte reciente, no pareció cuestionar en
absoluto el acto de prestidigitación ideológica que realizan las exhibiciones museísticas
tradicionales, salvo por la decisión de dispersar obras históricas de los años setenta a
través de la exposición. Mientras que la notable amplitud de representación de
Documenta 11 (que incluyó una cantidad de artistas visuales de países no occidentales
significativamente mayor que cualquier edición anterior) y el desplazamiento de las cuatro
plataformas procuraron desafiar los paradigmas occidentales y abogar, al contrario, en
favor de “aquellos circuitos de conocimiento que se producen fuera del dominio
institucional predeterminado del occidentalismo”, la decisión de encorsetar la exhibición
dentro del paradigma institucional más íntimamente ligado al desarrollo y la historización
del modernismo occidental, sin duda alguna socavó buena parte de los objetivos mismos
del proyecto.32
Este análisis de las cinco plataformas supone una simplifiación inevitable de la
amplitud y la complejidad teórica de un proyecto mucho mayor, pero también destaca el
silencio que posibilita el funcionamiento del cubo blanco, aun en aquellos proyectos más
consciente y explícitamente posicionados en contra de la hegemonía de las formas
occidentales modernas. ¿Para qué, podríamos preguntarnos, expandir Documenta a
distintas partes del mundo por medio de las cuatro plataformas de discusión sólo para
encerrar la mayor parte de las más de quinientas obras provenientes de cinco continentes
en Kassel, dentro del dispositivo de enmarcado menos discutido de Occidente? Una
respuesta apresurada podría ser que la importación de obras de arte de culturas muy
distintas demandaba el uso de un marco uniformemente prestigioso o válido a través del
cual pudieran ser experimentadas, respuesta sostenida en la ficción necesaria de que el
cubo blanco constituye ese marco neutral y legítimo. La cuestión es sin duda compleja,
pero uno podría decir que se intentó abordarla a través de uno de los planteos
fundamentales de Democracy Unrealized [La democracia no realizada], la primera
plataforma de Documenta 11: ¿puede la democracia, un concepto y una forma política
hegemónica fundamentalmente occidental, servir de punto de referencia legítimo para la
constitución de sociedades en el período de posguerra, aun en el caso de naciones en las
que conviven historias y culturas muy distintas? Lo mismo podría preguntarse acerca del
cubo blanco en relación con las exhibiciones de gran escala. Por supuesto, lo que está en
juego en ambas cuestiones podría parecer, en la superficie, terriblemente distinto, pero
las dos dan a entender que existe una necesidad imperiosa de problematizar modelos
(occidentales) que se perpetúan en silencio como universales no cuestionados.

[TEXTO AL MARGEN, EN EL IMPRESO REPRODUCIDO PARALELAMENTE


A PARTIR DEL SEXTO PÁRRAFO DE “DOCUMENTA”]

Si es posible decir que la proliferación de bienales marca un quiebre en la


política cultural global de la modernidad y el arte moderno, ello se debe a que
afectan el modo en que se escribe la historia del arte y las relaciones del arte
contemporáneo con la especificidad de lugar, que en última instancia depende
de la revisión de la estética dominante en el arte del siglo XX. No obstante, el
papel de las bienales a la hora de producir historias del arte y estéticas
alternativas debe tomar en cuenta también sus otras preocupaciones. En tanto
eventos periódicos, aspiran a mostrar lo nuevo y lo muy contemporáneo como
respuesta y eco de las transformaciones locales y globales de la economía, la
política y la cultura. Esto limita su capacidad de incorporar la profundidad
histórica, pero contribuye a su discusión con el museo, que por lo general
tiende a mostrarse menos sensible hacia aquello que es más contemporáneo.
Este conflicto de funcionamiento de las bienales debe ser objeto de un análisis
detenido, en particular en los países no occidentales, donde el “arte
contemporáneo” recién llegó a partir de los ochenta (en el mismo momento en
que las bienales comenzaron a proliferar) y todavía necesita tiempo para
desarrollar una historia significativa. Por tanto, en vez de preguntarnos cómo
las bienales intentan escribir historias, deberíamos hablar acerca de los
“efectos” de las bienales sobre la escritura de la historia del arte.
En el nivel estético, resulta difícil establecer cuánto podrán apartarse las
bienales del tradicional cubo blanco. Cada bienal enfrenta esta cuestión de
manera distinta, y cada edición ofrece diferentes abordajes, articulados en
forma más o menos consciente. No obstante, en general, no sería justo decir
que en la medida en que continúen presentándose dentro de museos, las
bienales no podrán escapar del cubo blanco o de una historia del arte lineal
basada en el arte moderno occidental. Por un lado, los museos de todo el
mundo están revisando su relación con el tradicional cubo blanco. Por otro, el
museo, debido a la protección y flexibilidad que su marco les brinda a las obras
de arte, seguirá siendo un importante espacio de exhibición de las bienales, a
veces por motivos de sensibilidad al contexto: las bienales pueden ser creadas
debido a la falta de un museo o debido a que los museos existentes no
muestran arte contemporáneo, o debido a que el arte contemporáneo que
muestra el museo resulta ya obsoleto.
Manray Hsu, curadora independiente y crítica con residencia en Taipei y Berlín.

La Bienal de Gwangju
La Bienal de Gwangju, el primer evento de arte contemporáneo de gran escala del este de
Asia, se creó en 1995, en pleno auge del boom de las bienales. Con los recuerdos de casi
dos décadas de opresión política todavía latentes, entre los que se cuentan las masacres
de 1980 que acompañaron el alzamiento ciudadano por la democracia, la nueva bienal
fue concebida como un apósito para viejas heridas y un medio a través del cual darle a la
ciudad un perfil positivo y hacia el futuro. Los críticos condenaron la perspectiva
excesivamente occidental de las dos primeras ediciones, como así también la aparente
incapacidad de concitar la atención en torno a la especificidad de la emergente escena del
arte asiático, o también de aquellas otras culturas con menor representación en Asia.
Como resultado de ello, la tercera edición, celebrada en 2000, reformuló la bienal, dando
inicio a un fuerte foco en Asia acompañado de una declaración con la que el evento se
comprometía a convertirse en un foro para todas las prácticas artísticas realizadas fuera
de Occidente. Al afirmar en los medios que la bienal habría de “buscar la globalización
antes que la occidentalización, diversidad y no uniformidad”, los funcionarios
establecieron la seriedad de su propósito y su nuevo centro de atención construyendo un
complejo de exhibiciones de varios pisos, similar a un centro de convenciones, que fue
inaugurado en la edición 2000.33 Irónicamente, en el preciso momento en que Gwangju y
su bienal confiaban en demostrar su ingreso al mundo del arte globalizado, esta nueva
estructura de exposición permanente incorporó los tropos de exhibición genéricos de
Occidente bajo la forma de una serie de cubos blancos flexibles pero claramente
delimitados. Para los funcionarios de la bienal, llegar a ser globalmente relevantes
suponía reproducir el contexto “universal” de exhibición.
La cuarta edición, realizada en 2002, se opuso a esta estrategia. Bajo el título
P.A.U.S.E. [P.A.U.S.A.] y bajo la dirección de Wan-kyung Sung, la bienal se compuso de
cuatro exhibiciones o “proyectos” de curaduría que enfrentaban, de distintas maneras, los
vestigios del incómodo pasado y la condición contemporánea de Gwangju, entre los que
se contaba una serie de instalaciones de sitio específico en lo que antes había sido una
prisión militar, el proyecto de reconstruir el área alrededor de las abandonadas vías del
ferrocarril de la ciudad y una muestra sobre la diáspora coreana. Project 1: Pause
[Proyecto 1: Pausa], curado por Hou Hanru y Charles Esche, exhibido en el hall, constituía
la parte mayor de la bienal, y los curadores lo concibieron como un “evento de contexto
específico” antes que como un panorama de arte reciente. La transformada realidad
urbana de Asia brindaba el contexto para cuestionar la “negociación entre lo global y lo
local” en el arte e imaginar alternativas posibles a la homogeneización y aceleración
propias del capitalismo tardío.34 Las condiciones de producción del arte en el Asia
contemporánea y en términos generales fuera del mundo occidental, donde las
estructuras que apoyan la práctica artística experimental resultan escasas o inexistentes,
definieron la decisión de los curadores de mostrar producción cultural dinámica reciente
de artistas autoorganizados fuera de las capitales del mundo del arte occidental.35 Como
resultado de ello, concibieron una exhibición que incluía unos veinticinco colectivos
independientes y organizaciones de artistas de todo el mundo, en su mayoría de Asia y
Europa, pero también de América e India. Estos grupos fueron invitados a curar por sí
solos su participación en la bienal, lo que les permitía gozar de una increíble autonomía y
transformaba el papel habitual del curador de una bienal. El resultado fue menos una
presentación de varias obras de arte que una bienal concebida como un taller para la
experimentación artística, ya que reunir colectivos artísticos de todo el mundo supuso
empoderar y movilizar, dando “un primer paso hacia una red global de estructuras de
creación independientes, autogestionadas y de resistencia”.36 La decisión de resaltar las
posibilidades de la autoorganización colectiva frente a la inercia institucional, hizo que la
bienal participara de un verdadero diálogo con su contexto local, ofreciendo a los artistas
múltiples modelos de producción cultural autosustentable.
“Hou y Esche parecen interesados en subvertir en igual medida el eurocentrismo –
con su curador viajero, cierto gusto de mecenas por el exotismo– y el ‘museo’ como
institución”, advirtió un crítico, añadiendo que “en buena parte de Asia, ambas cuestiones
están profundamente interrelacionadas”.37 Project 1: Pause tradujo sus ambiciones
conceptuales a una forma igualmente notable: en colaboración con arquitectos, se pidió a
los grupos que concibieran sus pabellones de exhibición o que reconstruyeran los
espacios concretos en los que usualmente trabajaban y exhibían. Un desgarbado marco
de acero y contrachapado delimitaba estos pabellones, y el conjunto llenaba el hall de los
espacios de exhibición de la bienal de evocaciones de una frenética metrópolis global. Las
improvisadas estructuras resultantes, que conectaban las distintas partes de la exhibición,
volvían tangibles las características físicas de diferentes espacios de arte internacionales
y permitía arribar a cierta conceptualización acerca de las prácticas que podían verse
dentro de ellos. Los pabellones y los espacios de arte independientes reconstruidos
mostraban una gran variedad, que iba de una tienda beduina con estampados de
imágenes de ciudades occidentales superpuestas con iconografía musulmana (grupo
AES, de Moscú) o una instalación cuyo piso estaba cubierto por una alfombra de
fotocopias de reducciones del catálogo de la exhibición (Kurimanzutto, de México DF) a la
reconstrucción del interior de un departamento (IT Park, de Taipei) o una sala de
reuniones (Project 304, de Bangkok). Ellos también señalaban, al igual que las
evocaciones urbanas del marco mayor de exhibición, que las particularidades de las
prácticas artísticas estaban ligadas e imbricadas en las estructuras concretas que
permitían su experimentación. Ya fuera que sugiriesen que el colonialismo se insinúa por
medio de la apropiación de los monumentos del Otro, demostraran de qué manera los
medios del capitalismo pueden ser usados en su contra o ilustrasen que el punto de
encuentro más aparentemente cotidiano puede ser también el lugar de un intenso
intercambio cultural, estas estructuras dentro de la muestra mayor rechazaban la forma
del cubo blanco, pero también demostraban que la estética del espacio de exhibición no
es separable de la ética de la práctica artística.

El cubo blanco: su fin y sus fines


Al comenzar este cuestionamiento del empleo del cubo blanco por parte de las recientes
exhibiciones perennes de gran escala, a partir de la fundación del museo moderno y las
implicancias históricas y políticas de ciertos espacios de exhibición, con todo lo extremo
que estos ejemplos puedan resultar, no busqué meramente un efecto retórico. Por el
contrario, procuré señalar que el encuadre del arte, no menos que la selección de obras,
es parte fundamental de la dramaturgia ideológica que denominamos exhibición. Las
discusiones de las bienales y otras exposiciones de gran escala mantienen un curioso
silencio acerca de este fenómeno. Sin embargo, podría decirse que la “crisis de las
bienales” que tantos críticos deploran no reside tanto en la proliferación de estos eventos
como en la de una forma que, bastante a menudo, se perpetúa a través del tiempo y el
espacio a pesar de las enormes diferencias temáticas que las exhibiciones procuran
ilustrar, sus relaciones con los respectivos contextos locales, las obras que presentan, las
instituciones que las apoyan y las distintas historias que interrogan en el camino.
En un momento en que el arte continúa siendo uno de los pocos modos de
resistencia crítica ante la hegemonía de las transformaciones globales y en el que el
compromiso y la experimentación de muchos artistas resulta todavía una fuente de
increíbles promesas para el futuro, es cuando con mayor urgencia las formas de
exhibición necesitan convertirse en medios inteligentes, sensibles y adecuados para hacer
público el arte. Insistir aquí en los modos en que algunas de las políticas de exhibición son
inherentes a su forma no supone, sin embargo, promover un culto al curador o la fusión
de su papel con el del artista. Tampoco busca sugerir que los curadores, las instituciones
o sus espacios de exhibición generan los significados de la producción artística
contemporánea. Las obras de arte, por más que en buena medida sean elementos de
construcción del sentido de una exhibición y, dialécticamente, se vean sujetas a los
modos en que se las exhibe, también pueden articular posiciones estéticas e intelectuales
y definir modos de experiencia que ofrezcan resistencia a los marcos temáticos o
estructurales en que se las pone.38 No obstante, como bien pueden mostrar una gran
cantidad de ejemplos, una exhibición no es una mera secuencia de obras de arte, buenas
o malas, unificadas temáticamente o formalmente dispares. Tampoco el valor y sentido de
una exhibición está dado por la suma (si fuera posible medirla de alguna manera) de la
combinación del valor y el sentido de las distintas obras de arte en exposición. Antes bien,
el modo en que una selección de obras, un contexto tectónico y una temática u otro
acompañamiento discursivo confluyen en una forma particular constituye el núcleo de
cómo exhibe una exposición. Esto, después de todo, es lo que distingue a una muestra de
un ensayo ilustrado: la articulación de un espacio físico particular por medio del cual se
organizan las relaciones entre los espectadores y los objetos, entre unos objetos y otros, y
entre los objetos, los espectadores y su contexto específico de exhibición.
¿Cuál es entonces la función de las bienales y las exposiciones de gran escala en la
actualidad? ¿Cómo podrían llegar a ser más autorreflexivas acerca del modo en que su
sentido se expresa a través de las mismas estructuras que ofrecen a sus visitantes para
pensar, actuar y ver una muestra? ¿Cómo puede el proyecto poscolonial de traducción
cultural evitar ser traicionado por el marco a través del cual muestra arte con el propósito
de permitir que estas exhibiciones de gran escala alcancen su potencial como lugares
desde los cuales cuestionar las consecuencias de la modernidad global? ¿Cómo podrían
registrar también algo de la vacilación y la inestabilidad que su discurso quisiera hacernos
creer que es parte fundamental de su proyecto?
Tal vez no haya respuestas sencillas a estas preguntas, y el asunto no carece de
contradicciones. Pero el cambio depende sobre todo del reconocimiento de que las
premisas estéticas e intelectuales en las que se basa una exhibición –los asuntos que
curadores y artistas están interesados en defender, las posiciones que quieren expresar–
necesitan articularse de manera más integral en las formas que adopta. Desde ya, no
resulta para nada obvio qué formas serían las adecuadas para la enorme heterogeneidad
formal y cultural de la producción artística contemporánea (lo bastante flexible como para
dar lugar a distintas prácticas, lo bastante respetuosa como para revelar la lógica
inherente e individual de las obras de arte y lo bastante silenciosa como para permitir una
relación íntima entre la obra de arte y el espectador. Seguramente no haya una única
respuesta. El cubo blanco hoy global quizá no sea suplantado por otro modelo capaz de
convertirse en el estándar de las bienales. Limitarse a insertar obras en derruidos edificios
industriales u otro tipo de ubicaciones “exóticas” tampoco es una solución. Por el
contrario, el futuro de las bienales habrá de surgir de una sensibilidad acerca del modo en
que la coincidencia de las obras de arte y otras condiciones (temporales, geográficas,
históricas, discursivas e institucionales) sitúan un proyecto y de qué manera esa
“situación” puede ser utilizada para articular un proyecto que sea respetuoso con las
obras y capaz de interpelar a los espectadores. Esto demanda una disposición por parte
de curadores e instituciones a pensar de manera más compleja las relaciones entre los
lugares, las obras de arte, los públicos y las propuestas teóricas de una exhibición (una
perspectiva que tal vez requiera dedicar más tiempo a la investigación y preparación de
cada muestra, como así también de una mayor colaboración entre artistas, curadores e
instituciones, pero también de la valentía necesaria para arriesgarse a un resultado tal vez
más vulnerable y vacilante que el que se lograría a partir de un formato legitimado). En
última instancia, nada de todo esto garantizará por sí solo muestras memorables, pero
pensar con detenimiento la forma de una exhibición habrá de permitir el desarrollo de
relaciones más complejas entre las obras de arte y sus marcos de presentación, como así
también proyectos y espectadores más conscientes de las ataduras ideológicas de las
estructuras y estrategias ante las que se encuentran en su vida cotidiana.39 Sólo entonces
habrán de surgir bienales y megaexhibiciones capaces de considerarse los “modelos de
resistencia” que prometen ser, lo que no significa necesariamente el fin del cubo blanco
en todos los casos y lugares, sino, por el contrario, una relación crítica con sus fines.40

[TEXTO AL MARGEN, EN EL IMPRESO REPRODUCIDO PARALELAMENTE


A PARTIR DEL SEGUNDO PÁRRAFO DE “EL CUBO BLANCO: SU FIN Y
SUS FINES”]

¿Cómo se articula una exhibición? ¿Qué nueva gramática del espacio


habremos de inventar para las muestras internacionales, que dicen representar
una producción de arte globalizada, con el propósito de permitirles trascender
las limitaciones eurocéntricas del cubo blanco? Son preguntas relevantes, pero
llevémoslas un paso más allá. ¿Qué tipo de nuevo lenguaje espacial
buscamos? ¿Un lenguaje que universalice sus significados por medio de la
subsecuente inclusión de nuevas formas, contenidos, públicos, productores,
procesos? ¿Se compone de más y más espacios distintos combinados? La
erosión de los límites del cubo blanco funciona en un doble sentido.
Enfrentamos una demanda cada vez más rápida de nuevas materias primas de
la producción artística: contextos sociales, especificidades locales, diferencias
culturales, incluso nuevos modelos de resistencia. El cubo blanco se
desmantela sólo parcialmente en búsqueda de nuevos escenarios y foros para
el arte. Esto se debe a que sus mecanismos también se extienden hacia las
nuevas áreas que procura incluir. Hemos visto los ejemplos más curiosos de
esta dinámica: debido a las políticas instrumentales del multiculturalismo,
grupos marginales reacios son arrastrados dentro de museos que no les
importan en lo más mínimo. La necesidad de otra forma de exhibición continúa
siendo urgente. ¿Pero qué ocurriría si la exhibición no fuese un medio para un
fin? ¿Qué ocurriría si su propósito no fuera transmitir, comunicar, traducir o
incluso reformar, sino sorprender, alienar, deslumbrar o suspender la
instrumentalidad del sentido? La liberación de la forma, la instrumentalidad de
la relación entre medios y fines, ¿no sería la consecuencia directa de un
llamamiento a la política de la forma? Los fines del cubo blanco consisten así
en sacudirse de encima aquellos que sólo sirven para confundir una serie de
normas con una política, en tanto una política de la forma no tiene fines, sólo
medios, y tampoco tiene fin, sino que es una discusión incesante.
Hito Steyerl, artista y cineasta radicado en Berlín.

NOTAS
1. Para una discusión de la adaptación estratégica de Barr del cubo blanco, basada en los
modelos europeos de exhibición, véase Christoph Grunberg, “The Politics of Presentation:
The Museum of Modern Art, New York”, en Art Apart: Art Institutions and Ideology Across
England and North America, Marcia Pointon (ed.), Manchester, Manchester University
Press, 1994, pp. 192-210.
2. Véase también Mary Anne Staniszewski, The Power of Display: A History of Exhibition
Installations at the Museum of Modern Art, Cambridge, MIT Press, 1998.

3. Como sostiene Grunberg (“The Politics of Presentation”, p. 206) acerca del blanqueo
del MoMA realizado por Barr: “El espacio de galería blanco, neutro y libre de ideología
constituye la materialización física de la amnesia selectiva del MoMA. Antes que nada, el
‘cubo blanco’ simboliza el intento de escapar de las realidades del mundo exterior,
disipando la propuesta original del modernismo de integrar arte y vida… El confinamiento
y las limitaciones físicas impuestas por la instalación revela la apropiación selectiva que el
MoMA realiza del modernismo”.
4. El artista y crítico Brian O’Doherty, uno de los primeros analistas del cubo blanco,
probablemente acuñara el término a mediados de los setenta. Su serie de tres artículos
bajo el título “Inside the White Cube”, originalmente publicada en Artforum en 1976,
continúa siendo el estudio más minucioso y comprometido acerca del fenómeno. Fue
compendiada y reimpresa junto con otros artículos suyos sobre el tema en Inside the
White Cube: The Ideology of the Gallery Space, Berkeley, University of California Press,
1999.

5. A lo largo de la última década, varios estudios comenzaron a evidenciar el modo en


que, desde sus orígenes, el museo siempre fue un lugar ideológicamente cargado y de
disciplinamiento crucial para la conformación de la subjetividad. En varios sentidos, el
cubo blanco representa la culminación del proyecto ilustrado. Véase, en particular,
Douglas Crimp, On the Museum’s Ruins, Cambridge: MIT Press, 1993; Tony Bennet, The
Birth of the Museum: History, Theory, Politics, Londres, Routledge, 1995, y Donald
Preziosi, The Brain of the Earth’s Body: Art, Museums, and the Phantasms of Modernity,
Mineápolis, University of Minnesota Press, 2003.

6. A decir verdad, el cubo blanco está tan lejos de ser una tabula rasa como ocurre en
términos generales en la arquitectura con la superficie blanca. Es seminal respecto de
este tema el trabajo de Mark Wigley, White Walls, Designer Dresses: The Fashioning of
Modern Architecture, Cambridge, MIT Press, 1996. Los espacios blanqueados, sostiene
Wigley, están lejos de ser accidentales, vacíos o silenciosos, y si bien su estudio se
concentra en los primeros usos del blanco en la arquitectura modernista de los años
veinte y treinta, la blancura de los museos, galerías y exhibiciones bienales en las
décadas siguientes también constituye volúmenes.
7. Numerosos estudios discuten estas dos exhibiciones, entre los que se cuentan
Stephanie Barron (ed.), “Degenerate Art”: The Fate of the Avant-Garde in Nazi Germany, Jane 6/28/13 11:32 AM
Los Angeles, Los Angeles County Museum of Art, 1991; Neil Levi, “‘Judge for Yourselves!’ Formatted: English (US)
– The Degenerate Art Exhibition as Political Spectacle”, en October 85, 1998, pp. 41-64, y
Berthold Hinz, “‘Degenerate’ and ‘Authentic’: Aspects of Art and Power in the Third Reich”,
en Art and Power: Europe Under the Dictators, 1930-1940, Dawn Ades et al (eds.),
Londres, Thames and Hudson, 1995, pp. 330-34.
8. No es posible desarrollar aquí una discusión acerca de las paradójicas concepciones
de modernidad y las distintas estrategias de exhibición del Tercer Reich. Si bien los
estudios antes mencionados han tratado de manera brillante varias de estas cuestiones,
lo que me interesa son los modos en que el cubo blanco se convirtió en doctrina a
principios del siglo XX como vehículo ideal para la proyección de ideales diversos, incluso
contradictorios. Existen, como he señalado, ciertas significaciones compartidas de este
concepto de exhibición, entre las que se cuentan la legitimidad, la neutralidad y –si bien
de manera distinta para Barr y Hitler– una modernidad decididamente occidental. Este
último punto podría parecer contradictorio, en tanto aquello que podía ser considerado
“occidental” era muy distinto para ambos hombres y sus respectivas instituciones. Por otra
parte, sería posible sostener que el arte exhibido en la Grosse deutsche Kunstausstellung
estaba, al igual que la monumental estructura neoclásica de Albert Speer,
insalvablemente atrapado entre el pasado y el presente, mucho más orientado hacia el
pasado que “moderno”, en el sentido en que hemos llegado a entender el término. Sin
embargo, para Hitler la presentación de obras de arte recién hechas en la Haus der Kunst
(las únicas que podían representar legítimamente su tiempo) contrastaban con las de la
vanguardia y las que se reunían en la muestra Entartete Kunst, inadmisibles por
degeneradas y esencialmente no occidentales, y en algunos casos incluso degeneradas
por ser no occidentales (el discurso que acompañaba la muestra fue suficientemente
explícito, así como la escritura “africana” y primitiva de los afiches de la muestra Entartete
Kunst buscó subrayar la cuestión).
9. Carlos Basualdo, “The Unstable Institution”, en MJ – Manifesta Journal 2, invierno
2003-primavera 2004, p. 57.
10. Ibídem, p. 60. Para una discusión acerca del grado en que los museos han sido
históricamente instituciones occidentales fundadas en principios imperialistas, véase
Preziosi, The Brain of the Earth’s Body, pp. 116-36.

11. En varios textos, desde la declaración curatorial de su exhibición The Structure of


Survival en la décimoquinta Bienal de Venecia, 2003, hasta su ensayo para el catálogo de
Documenta 11, Basualdo ha analizado de manera interesante las estrategias discursivas
y expositivas de las muestras internacionales de gran escala. Si señalo aquí aquello que
olvidara en su tratamiento más explícito de la cuestión en “The Unstable Institution”, lo
hago en parte porque su ensayo es un raro ejemplo de análisis serio acerca del fenómeno
de las bienales, y resulta notorio que no reconozca de qué manera la incesante
reproducción del cubo blanco en las bienales se relaciona con el modelo de museo
occidental que analiza.

12. Marc Augé, Non-lieux: Introduction à une anthropologie de la surmodernité, París,


Editions du Seuil, 1992. (Título en español: Los no lugares. Espacios del anonimato.
Antropología sobre la modernidad.)
13. Este argumento es una premisa central de Documenta 10 y es discutido en extenso
en la introducción de David en Documenta X: Short Guide (Ostfildern-Ruit: Hatje Cantz,
1996), como así también en Robert Storr, “Kassel Rock: Interview with Curator Catherine
David”, en Artforum 35, nº 9, mayo de 1997, p. 77.

14. O’Doherty, Inside the White Cube, p. 14. Igor Zabel discute astutamente las
ambivalentes lecturas posibles del uso del cubo blanco en exhibiciones recientes (“The
Return of the White Cube”, en MJ – Manifesta Journal 1, primavera-verano 2003, pp. 12-
21), y estoy de acuerdo con él en que los sentidos de un concepto de exhibición
difícilmente se mantengan unívocos a lo largo del tiempo. No obstante, me gustaría
señalar que este formato que “regresa” parece estar más históricamente
sobredeterminado que lo que admite la mayoría, y que su proliferación como estándar
ideal en bienales y otras megaexhibiciones merece ciertos cuestionamientos.
15. Ibídem, p. 70; e Igor Zabel, “We and the Others”, en Moscow Art Magazine 22, 1998,
p. 29.

16. Henri Lefebvre, The Production of Space, trad. al inglés de Donald Nicholson-Smith,
Oxford, Blackwell, 1991, p. 11. (Título en español: La producción del espacio.)

17. Mi ko uvaković, “The Ideology of Exhibition: On the Ideologies of Manifesta”, en


Platforma SCCA, nº 3, enero de 2002, p. 11, disponible en
http://www.ljudmila.org/scca/platforma3/suvakovicengp.htm.

18. Robert Fleck (“Art after Communism?”, en Manifesta 2, European Biennial of


Contemporary Art, Luxemburgo, Casino Luxembourg-Forum d’art contemporain, 1998, p.
195, reimpreso en este volumen), uno de los curadores de la muestra, empleó este
término en el catálogo de Manifesta 2. De manera provocativa, sostuvo que después de la
caída del Muro y que se estableciera un mismo acceso a cosas tales como videojuegos y
la Coca-Coca, las diferencias esenciales entre la producción artística del Este y el Oeste
desaparecieron para ser reemplazadas por lo que denomina un “estilo internacional”.
19. Juego de palabras intraducible entre el trastorno límite de la personalidad (o
borderline) y la preocupación de Europa por sus fronteras [N. del T.]

20. Jordan Kantor, “Manifesta 5”, en Artforum 43, nº 1, septiembre de 2004, p. 259. Véase
también Susan Snodgrass, “Manifesta 5: Turning Outward”, en Art in America 92, nº 12,
diciembre de 2004, pp. 68-73. La muestra evitaba casi por completo− y tal vez fuera
comprensible− abordar de manera directa las profundas tensiones políticas de la región,
la particularidad más notoria del lugar. En vez de ello, los curadores se decidieron por
construir analogías tácitas de la situación local exhibiendo distintas obras de arte que
trataban sobre cuestiones tales como la construcción de identidad, los conflictos
geopolíticos y las fronteras territoriales en otras partes del mundo. No obstante, la
incapacidad de la exhibición de comprometerse de manera más activa o inventiva con la
compleja especificidad de su localización, sobre todo dado que esta bienal “nómade”
había elegido una ciudad vasca claramente por estos motivos, dejó en muchos
espectadores la sensación de que las analogías eran demasiado pocas, demasiado
distantes o demasiado abstractas para encontrar resonancias en la realidad local.
21. David, Documenta X, p. 11.
22. Ibídem.

23. Ibídem, pp. 11-12.


24. La enorme publicación que acompañó a Documenta 10, Documenta X: The Book,
Ostfildern-Ruit, Hatje Cantz, 1997, un proyecto en colaboración entre David y Jean-
François Chevrier, desarrollaba conceptualmente esta premisa, pero de ninguna manera
procuraba reproducir sobre la página la exhibición o los eventos o representar de alguna
otra forma las distintas obras de arte. En vez de ello, ofrecía una antología intelectual,
política, histórica y cultural paralela de Europa que atravesaba varios momentos clave de
su historia.

25. Las cuatro plataformas de conferencias –Democracy Unrealized (que tuvo lugar en
Viena y Berlín), Experiments with Truth: Transitional Justice and the Processes of Truth
and Reconciliation (que tuvo lugar en Nueva Delhi), Creolite and Creolization (organizada
como un taller cerrado al público que tuvo lugar en Santa Lucía) y Under Siege: Four
African Cities: Freetown, Johannesburg, Kinshasa, Lagos (que tuvo lugar en Lagos)– son
más conocidas gracias a la publicación de sus actas en cuatro volúmenes epónimos por
Hatje Cantz en 2002 y 2003.
26. Véase Okwui Enwezor, “The Black Box”, en Documenta 11, Platform 5: Exhibition
(Ostfildern-Ruit: Hatje Cantz, 2002), pp. 42-55. Para un análisis minucioso y convincente
de las distintas plataformas, véase Stewart Martin, “A New World Art? Documenting
Documenta 11”, en Radical Philosophy: A Journal of Socialist and Feminist Philosophy
122, noviembre-diciembre 2003, pp. 7-19.

27. Los críticos advirtieron en reiteradas ocasiones que los espacios eran “de
proporciones excepcionalmente elegantes” y “contenidos”, lo que Peter Schjeldahl (“The
Global Salon: European Extravaganzas”, en The New Yorker 78, nº 17, 1 de julio de 2002,
p. 94) describió como un “salón global”. Otro crítico (Jens Hoffman, “Reentering Art,
Reentering Politics”, en Flash Art 34, nº 231, julio-septiembre 2002, p. 106), la elogió
como “casi perfecta, al menos en los términos de lo que suele ser una exhibición de arte
tradicional”. En una de las pocas reseñas que abordaron las contradicciones inherentes a
la estética de las estrategias de exhibición de Documenta 11 en relación con el contenido
de las obras, Massimiliano Gioni (“Finding the Center”, en Flash Art 34, nº 231, julio-
septiembre 2002, p. 106-107) sostuvo que: “todo está presentado de una manera casi
clínica, bordeando un aparente profesionalismo. El desorden constituye el núcleo de la
exhibición, pero la propia muestra habla en un tono muy claro, por momentos didáctico…
El problema de esta edición de Documenta reside también en su actitud, ya que renueva
temas, artistas y lenguajes, pero no reformula el formato de exhibición ni cuestiona
verdaderamente nuestro papel como espectadores”. Tal vez sea necesario señalar que mi
posición crítica en relación con el formato casi uniforme de muchas megaexhibiciones,
ejemplificado en la versión ultrarrefinada de Documenta 11, no supone que la alternativa
sea necesariamente una presentación caótica, desordenada, abrumadora o fetichizada,
sino una que resulte singularmente adecuada a las obras y formulada en diálogo con
ellas, sus temas, la ubicación y el momento histórico de la exhibición.

28. Bataille Monument, de Thomas Hirschhorn, creada para Documenta 11, fue una
[[[FALTA PÄGINA SIGUIENTE CON EL RESTO DE LAS NOTAS, NO ESTÄ EN EL
PDF]]]

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