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Reina el vallenato y el café

Algunas personas deciden vivir del oro, el lulo o la coca. José Livio Reina
eligió el café como fuente de vida y subsistencia. Un viaje a
tierra caliente para contar la historia de un padre que cosecha café entre
vallenatos y sonrisas.

Por: Walter Reina Parra

“Yo aprendí a trabajar desde pelao/ por eso es que yo estoy


acostumbrado/siempre a vivir con plata y con toda la plata/que he ganado cuantos
problemas no he solucionado pero nunca me alcanza/ para pagarle a mi viejo la
crianza que me dio con esmero. Porque en la vida hay cosas del alma que valen
mucho más que el dinero/por eso yo quiero dejarte dicho en esta canción/que si te
inspira ser zapatero sólo quiero que seas el mejor/porque de nada  sirve el doctor
si es el ejemplo malo del pueblo/y el ejemplo mío es mi viejo, y el ejemplo tuyo
yo soy”.
 
Reiterando la frase de Mi muchacho, canción de Diomedes Díaz, José Livio
Reina deja de cantar y por un momento se escucha al viento sacudir el palo de
mirto y el guayabo que se encuentran a su lado. Es la brisa, propia de los meses
de octubre, la que desprende algunas hojas de los árboles para hacerlas caer con
tal lentitud, parece detenerse el tiempo para que ellas duerman su peso sobre la
tierra recién barrida. Simultáneamente se desgajan unas guayabas maduras que
rebotan en el piso gris de cemento, en el que se despliegan grandes grietas como
ramificaciones, tan parecidas a las de un río. El piso pide cambio por los 32 años
que lleva soportando los pasos fuertes de José Livio, un campesino poco
sonriente, que comparte sus alegrías y tristezas con su “vieja Luz”, como le dice
a Lucela Parra Cruz, su esposa.
Son las 5 y 40 de la tarde del domingo. La temperatura en la vereda San Gerardo,
una de las 94 veredas, del municipio de Garzón (Huila), ha descendido
notablemente como una fiel muestra de que José debe estar preparado para un
clima que es impredecible, temperatura que puede ir desde la más calidad a la
rivera del Rio Magdalena, al frío que emerge de la cordillera oriental de los
Andes.
“El tiempo ha cambiado mucho. Hay días en que el sol calienta tanto que debo
hacerme a la sombra de las hojas de las matas de plátano, pues no lo aguanto, y
otros días que no se le ve la cara; como dice el vallenato de “El Cacique de la
Junta”, (Diomedes Díaz), en El verdadero culpable, “El cielo se ve pardo y
oscuro”, sostiene Reina.
Los árboles de café en los que se mezclan los colores rojo, verde y amarillo
evidencian la multiplicidad de frutos que ofrece una de las cinco variedades del
café arábigo que se cultivan en Colombia. El Caturra es el café que cultiva José,
esa variedad a la que le da roya (enfermedad que afecta las hojas del árbol), pero
que según él, es la que mejor crece y la que más produce en la zona.
Mira el firmamento y dice, “esta noche va hacer frío, ¡mire!, la luna está bien
redonda, es luna llena y corre un brisa muy helada”, asegura. De entre las
montañas sale brillante e imponente el astro que ilumina la tierra del café, el
mismo del que dependen todos los cultivos.
“El café se siembra en menguante, cuando la luna está como una cejita mirando
hacia abajo, para que cargue más y crezca menos. Eso se hace ahora porque
cuando yo trabajaba con mi viejo Jorge, hacíamos contratos sembrando café pero
no nos poníamos a ver nada de eso.”, asegura José sonriente, cierra los ojos y
suspira recordando. “Yo trabajé como jornalero hasta el 95, recuerdo bien que un
miércoles llegué al tajo (lugar dispuesto para recolectar el café) y dije: yo sí soy
huevón teniendo tierra y trabajándole a otro. Tiré el coco y desde ese día trabajo
en la finca que tenemos con Luz”. En ese instante, al interior de la casa se
escucha una voz que lo llama.
– ¡Mijo!, ya puede calentar el horno para asar el pan.

Se enciende el fuego

“Espéreme un momento. Ya le metemos candela a eso, ojalá que esta noche no se


queme, pues la vez pasada que preparamos el pan de cuajada le metí mucha
candela al horno. Se quemó todo, quedó negro y por eso a cada rato Luz me dice:
‘¡Haga lo de la vez pasada viejito terco!’”.
En ese momento se levanta de la silla de plástico blanca, que tiene las patas
rayadas de tanto recibir los balonazos de Alexander y Cristian, dos de sus nietos
que las usan como canchas de banquitas.
 
José Livio enciende el horno y canta Te Necesito.
“Esa morena que me entusiasma cuando me mira/ ha despertado en mí un
sentimiento para cantar/ con toda el alma le cantaré a la mujer más linda/ en una
noche de luna llena en Valledupar”
Afirma que no hay nada mejor que trabajar con la música de Diomedes y que al
igual que “El Cacique”, él es un devoto de la Virgen del Carmen porque ella
nunca lo desampara.
La casa de Reina está hecha de paredes de ladrillo y bahareque, José tararea Mi
muchacho, la canción que, en palabras de su esposa, es la que más le gusta
porque le hace recordar lo que vivió cuando joven. Él no quería que sus hijos
repitieran su historia, deseaba que ellos estudiaran y con esfuerzo uno de los tres
que tiene se encuentra terminando la Universidad. Armando, su segundo hijo, es
vigilante y Adriana, la hija mayor, le ayuda a su esposa con el hogar de bienestar
comunitario, que Lucela lidera hace 24 años.
Livio con machete en mano inicia a cortar unas guaduas secas para avivar el
fuego del horno. Mientras corta dice que cultivar café es cómo tener un hijo.
“Toca quererlo, cuidarlo, alimentarlo, tenerlo limpio y llevarlo de la mano
cuando dé los primeros pasos. Después de la siembra, se limpia a mano la
maleza, para no dañarlo. 
Se abona dos veces con 10 gramos de DAP (Fosfato Diamónico), todo el día me
toca andar de rodillas por el lote. Si yo me canso de la espalda con tres mil palos
que tengo, ¡imagínese los que tienen más de diez mil”, añade mirando al cielo,
como recordando esos momentos en los que el firmamento es el único testigo.
“Páseme ese sombrero”, dice Reina, señalando con su dedo grueso y manchado
por la baba que suelta el café a la hora de lavarlo, un palo de eucalipto seco que
sirve como perchero, luego añade, “cuando uno se calienta metiéndole candela al
horno no es bueno serenarse y mucho menos mojarse, eso es lo peor para el
reumatismo”, comenta con tanta propiedad, como si fuera médico.
El horno es una antorcha en medio de la noche. En la casa suenan las tapas de las
ollas que se utilizan como latas en donde se asa el pan. Adriana se acerca con un
pocillo lleno de tinto y le ofrece a su papá. Él asienta sin decir ni una sola
palabra, toma un sorbo de café y sostiene, “anteriormente nosotros tostábamos el
café que bebíamos, ahora yo compro un cuarto para la semana”. Don Lino,
reconocido tendero de la vereda, vende un cuarto de libra de café Sello Rojo
aproximadamente entre $2.000 y $2.600.
La Federación Nacional de Cafeteros de Colombia tiene un acuerdo de conducta
firmado con 64 tostadores que a su vez tienen 166 marcas registradas para la
comercialización de café 100% colombiano.
Livio, por su parte, no hace parte de ese grupo de tostadores. Anteriormente
procesaba artesanalmente el café que consumían en su familia, pero de un tiempo
para acá ya no realiza esa labor. “Labrar el campo y el paso de los años cobran
energía y vida”, señala. Por eso, hoy prefiere comprarlo a estar todo un día
pelando, tostando, moliendo y remoliendo el grano. En ocasiones, en su familia,
compran el café que procesan otros cafeteros del pueblo “porque es más sano” y
probablemente es el que ellos cultivan.

Herencia aprendida

Dando vueltas como un remolino, quizás para suavizar el lugar donde se van a
acomodar, Marconi, Mateo, Sacha y Tony, los cuatro perros que acompañan a
Reina en el cafetal, buscan arroparse con el calor que emana la brasa que está a
punto de extinguirse en el horno. Entonces José le dice a Luz que barrerá el
horno tan pronto se termine de apagar. Segundos después Alexander aparece con
dos latas repletas de pan.
Cristian irrumpe el silencio tarareando. “Esos ojos negros tan divinos que se
clavan en mi alma /cada vez que tú me miras/ son dos angelitos en tu cara que se
mueven lentamente/como el que cura una herida/”
Luego, calla y le dice:
–¡Abuelo tome más tinto!– y le alcanza otro pocillo lleno de café.– “Esa canción,
dice mi abuela, que usted se la dedicó cuando eran novios”, José sonríe y se pone
a cantar con su nieto.
“Es como llover en el desierto/ Y como nacer ahorita mismo/”
 Toma un sorbo de tinto y concluye:
“Y si volviera a nacer/ no lo haría en otro lugar./ Esta es nuestra tierra, la tierra
del café”.

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