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Sentía que se quedaba inerte unos minutos, hasta que escuchaba como las
uñas rasgaban las tejas de zinc, mientras caminaba de esquina de la casa
junto al Mirto y el Guayabo, hasta el cuarto en el que nosotros dormíamos.
Era una camita pequeña, apenas cabíamos los dos, pero no necesitábamos
más. Yo me acostaba bien a la horilla y amanecía en el mismo lugar y forma
como me acostaba. Una cosa es que siempre me gusta dormir sin almohada y
tapado de pies a cabeza, solo dejo el huequito de la nariz para respirar, y
siempre me duermo boca abajo, pues si me quedo dormido boca arriba ronco
mucho y su mamá empieza a moverme.
Eran las dos de la mañana del 26 de septiembre cuando Luz me dijo “ahí viene
ese bicho”. Yo había dejado la puerta medio abierta, afilado y puesto el
machete y la linterna debajo de la cama. Me puse el escapulario de la virgen
del Carmen en la boca y me senté en la cama.
Cuando escuché que el Mirto se movió cogí el machete y salí, olvidé la linterna,
pero no la necesité porque era luna llena. Con el machete en mano y
mordiendo la virgen, dije entre mí, este malparido no nos va a joder más. Al
llegar a la esquina, en el tronco del Guayabo había un pisco parado, se le veían
las plumas negras y brillantes, pero no le vi la cara. Le quería preguntar qué
quería pero no me aguanté y le mandé un machetazo, no le corte ni una pluma.
Alzó vuelo y se fue. Lo vi hasta donde me dio la ceguera y la luz de la luna
llena.