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Richard Adams
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Título original: Tales from Watership Down
Richard Adams, 1996
Traducción: Encarna Quijada
Diseño de cubierta: Ripoll Arias
Ilustración de cubierta: «El conejo», de Alberto Durero
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A Elizabeth, con amor y gratitud
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Agradecimientos
Deseo expresar mi agradecimiento a mi secretaria, Elizabeth Aydon, que no solo
mecanografió el manuscrito de este libro con eficacia y paciencia, sino que también
me ayudó enormemente al mencionarme las incoherencias y ofrecerme valiosas
sugerencias durante nuestras conversaciones.
Nota
Han sido tantas las personas que me han preguntado por la correcta pronunciación
del nombre El-ahrairah que me ha parecido oportuno incluir una nota.
Las primeras dos sílabas se pronuncian como el nombre inglés «Ella» (Éla).
Viene a continuación la sílaba «hrair», cuya pronunciación para un español vendría a
ser hrer. Y por último está la sílaba «rah».
Todas las sílabas son tónicas, con la excepción de la la de Ela. Las dos erres se
pronuncian ligeramente enlazadas.
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Introducción
Los relatos que forman este libro se han dividido en tres partes. Primero se
incluyen cinco cuentos tradicionales que todos los conejos conocen sobre el héroe
El-ahrairah (el príncipe de los mil enemigos) y algunas de sus aventuras. Dos de
ellos, «El agujero en el cielo» y «El zorro en el agua», se mencionan de pasada hacia
el final del capítulo 30 de La colina de Watership, y en el capítulo 47, durante su
enfrentamiento con el general Vulneraria, Pelucón oye a sus espaldas cómo Diente de
León les explica a las hembras el cuento de «El zorro en el agua». Otra de las
historias incluidas en esta primera parte, «La historia de Verónica», se ha escogido
con la intención de ilustrar el tipo de cuento simplón de los que gustan los conejos.
La segunda parte consta de cuatro de las muchas historias que corren sobre las
aventuras de El-ahrairah y su incondicional Rabscuttle, durante el camino de regreso
después de su terrible encuentro con el Conejo Negro de Inlé.
En la tercera parte se narran algunas de las aventuras que vivieron Avellano y sus
conejos durante el invierno, la primavera y principios del verano que siguieron a la
derrota del general Vulneraria.
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Primera parte
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El sentido del olfato
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Hizo una pausa para frotarse la nariz con las patas delanteras. Nadie apremió al
maestro narrador, que con aquella pausa parecía reafirmar su posición entre ellos.
Una leve brisa agitó la hierba. Una alondra que había terminado su canción descendió
para posarse cerca de ellos y, tras unos instantes, volvió a elevarse. Diente de León
empezó.
Tiempo atrás hubo una época en que los conejos no tenían olfato. Vivían como
ahora, pero no tener olfato suponía un terrible lastre. Buena parte del placer de las
mañanas de estío se perdía para ellos, y no podían descubrir su comida hasta que la
tenían encima. Peor aún, no podían oler a sus enemigos, y por esta causa muchos
morían bajo las zarpas de armiños y zorros.
Pues bien, lo cierto es que El-ahrairah se dio cuenta de que, aunque sus conejos
no tenían olfato, sus enemigos y las otras criaturas, incluso los pájaros, sí lo tenían, y
se hizo el propósito de encontrarlo al precio que fuera. Empezó a buscar consejo por
todas partes y por doquier preguntaba dónde podía encontrar aquel sentido, pero
nadie supo darle una respuesta. Hasta que un día preguntó a un conejo muy viejo y
sabio de su madriguera, llamado Trinitaria.
—Recuerdo que, cuando era joven —le dijo Trinitaria—, dimos cobijo en nuestra
madriguera a una golondrina herida, una golondrina que había viajado a lo largo y
ancho del mundo. Nos compadecía por no tener olfato, y dijo que el camino que
conduce a ese sentido se encuentra en una tierra de perpetua oscuridad, bajo la
custodia de unas criaturas fieras y peligrosas, conocidas como ílipos, que viven en
una cueva. Más no supo decirnos.
El-ahrairah le dio las gracias y, tras deliberar largamente, fue a ver al príncipe
Arco Iris. Expuso ante el príncipe su deseo de viajar a aquella tierra, y solicitó
después su consejo.
—Harías mejor en no intentarlo, El-ahrairah —le dijo el príncipe—. ¿Cómo
supones que podrás encontrar el camino hacia un lugar que no conoces a través de
una tierra de perpetua oscuridad? Ni siquiera yo he estado allí, y no desearía hacerlo
por nada del mundo. Echarás a perder tu vida tontamente.
—Es por mi gente —replicó El-ahrairah—. No puedo seguir contemplando
impasible cómo los matan día tras día por culpa del olfato. ¿No tienes ningún consejo
que pueda ayudarme?
—Solo puedo decirte una cosa. Si encuentras a alguien en tu camino, no reveles
bajo ningún concepto el motivo de tu viaje. Son extrañas las criaturas que pueblan
aquel país, y si se difundiera la noticia de que no tienes olfato podría ser peligroso.
Inventa algún otro propósito. Espera… te daré este collar astral para que lo lleves
alrededor de tu cuello. Es un presente del Señor Frith. Tal vez te sea de ayuda.
El-ahrairah dio las gracias al príncipe Arco Iris y partió al día siguiente. Y llegó
por fin un día a la frontera del país de perpetua oscuridad, una frontera de luz
crepuscular que iba oscureciéndose hasta que la negrura resultaba impenetrable. No
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sabía hacia dónde tenía que ir, ni tenía manera de orientarse, por lo que hubiera
podido muy bien suceder que estuviera andando en círculos. Oía a su alrededor a
otras criaturas que se movían en la oscuridad y se le antojaba que sabían lo que
hacían. Pero ¿serían amigas, sería prudente hablarles? Al cabo, lleno de
desesperación, se sentó en la oscuridad y aguardó en silencio hasta que oyó a una
criatura que andaba cerca. Entonces dijo:
—Estoy perdido. ¿Puedes ayudarme?
La criatura se detuvo y, tras unos momentos, le respondió en una lengua que le
era extraña pero podía comprender.
—¿Por qué estás perdido? ¿De dónde vienes y adónde te diriges?
—Vengo de una tierra donde brilla el sol, y estoy perdido porque no puedo ver y
no estoy acostumbrado a esta oscuridad.
—Pero supongo que podrás oler, ¿no es cierto?
El-ahrairah a punto estuvo de decir que no tenía olfato, pero recordó el consejo
del príncipe Arco Iris. Así es que dijo:
—Aquí los olores son diferentes. Me confunden.
—Entonces, ¿no tienes idea de qué clase de criatura soy?
—Ni la más remota. Pero no pareces peligroso, eso es bueno.
El-ahrairah oyó que la criatura se sentaba. Y al poco dijo:
—Soy un glanbrin. ¿Hay glanbrin en el lugar de donde vienes?
—No. Nunca he oído hablar de los glanbrin. Yo soy un conejo.
—Nunca he oído hablar de los conejos. Deja que te huela.
El-ahrairah permaneció tan quieto como pudo mientras el glanbrin, que era
peludo y parecía tener más o menos el mismo tamaño que él, olisqueaba su cuerpo de
arriba abajo. Finalmente dijo:
—Bueno, yo diría que nos parecemos bastante. No eres un animal de presa y
tienes un oído muy agudo. ¿Qué comes?
—Hierba.
—Aquí no hay. La hierba no crece en la oscuridad. Nosotros comemos raíces.
Pero de todos modos creo que nos parecemos mucho. ¿No quieres olerme?
El-ahrairah hizo ver que lo olisqueaba de arriba abajo y, mientras lo hacía, se dio
cuenta de que aquel animal no tenía ojos; es decir, que lo que debían ser los ojos
estaban duros, eran pequeños y estaban muy hundidos, casi perdidos en el interior de
la cabeza. Pero a pesar de ello pensó: «Si esto no es un conejo, yo soy un tejón». Y
dijo:
—No me parece que seamos muy diferentes. Con la excepción del… —iba a
decir olfato, pero se detuvo a tiempo y concluyó—: de que yo me siento
completamente desorientado y perdido en esta oscuridad.
—Pero si tu lugar está en el país de la luz, ¿por qué has venido?
—Quiero hablar con los ílipos.
El glanbrin pegó un bote del susto.
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—¿Has dicho los ílipos?
—Sí.
—Pero nadie se acerca nunca a los ílipos. Te matarán.
—¿Por qué?
—Te matarán porque comen carne, y son muy fieros. Pero incluso si no fuera así,
son las criaturas más temidas de estas tierras. Tienen poderes malignos y oscuros
conjuros. ¿Por qué quieres hablar con ellos? Sería como tirarse de cabeza al río
Negro.
Entonces El-ahrairah, no viendo qué otra cosa podía hacer, explicó al glanbrin por
qué había venido a la Tierra Oscura y qué era aquello que tanto necesitaba su gente.
El glanbrin escuchó en silencio y después dijo:
—Eres valiente y bondadoso, lo reconozco. Pero lo que pretendes es imposible.
Harías mejor en volver a tu casa.
—¿Puedes guiarme hasta los ílipos? —dijo El-ahrairah—. Estoy determinado a ir
de todos modos.
Tras una larga discusión, el glanbrin accedió finalmente a conducir a El-ahrairah
tan cerca de los ílipos como pudiera. Eran dos días de viaje por parajes donde nunca
antes había estado.
—Entonces, ¿cómo sabrás el camino? —le preguntó El-ahrairah.
—Por el olor, por supuesto. Estas tierras están impregnadas del olor de los ílipos.
¿No hueles nada de nada?
—Nada —dijo El-ahrairah.
—Bueno, ahora sé que de verdad no puedes oler. Si yo no oliera estaría tan
tranquilo como tú. Por lo menos no tendrás que aguantar el tufo.
Y, con esto, se pusieron en marcha. Por el camino, el glanbrin le explicó muchas
cosas sobre las costumbres de su gente que, así se lo pareció a El-ahrairah, no diferían
mucho de las de sus conejos.
—Por lo que veo, vivís como nosotros —le dijo—. Vivís en grupos. ¿Cómo es
que estabas solo cuando me encontraste?
—Es triste —le respondió el otro—. Había escogido a una compañera, una
hermosa hembra. Su nombre es Flairdora, y todo el mundo la admira. Íbamos a cavar
una conejera para tener nuestra camada, pero entonces llegó un extraño, un glanbrin
grande y corpulento que se hace llamar Camorro. Dijo que lucharía conmigo y
tomaría a Flairdora para sí. Luchamos y él ganó, así es que tuve que marcharme. Mi
corazón está roto. Mi vida ya no tiene sentido. No sé qué hacer. Cuando nos
encontramos, iba vagando de un lado a otro. Por eso he accedido a guiarte. En estos
momentos, tanto me da hacer una cosa como otra.
El-ahrairah le dijo que lo sentía.
—Conozco esa historia. En el lugar de donde procedo eso sucede continuamente.
Si te sirve de consuelo, no eres el único.
El glanbrin había dicho dos días, pero en aquel terrible lugar, El-ahrairah era
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incapaz de contar los días. Trastabillaba continuamente y se lastimaba, pues ni podía
ver ni podía oler. Su cuerpo se llenó de magulladuras y moratones. El glanbrin se
mostraba paciente y comprensivo, pero El-ahrairah intuía que hubiera deseado poder
ir más deprisa. Estaba visiblemente nervioso y ansiaba terminar aquel viaje lo antes
posible.
Después de recorrer un largo camino, durante lo que a El-ahrairah le parecieron
muchos días, el glanbrin se detuvo en un lugar donde había varios montones de
piedras diseminadas. El-ahrairah no las veía, pero sabía que estaban allí.
—No me atrevo a aventurarme más allá —dijo el glanbrin—. A partir de ahora
deberás encontrar el camino tú solo. Podrás orientarte por el viento. Normalmente
sopla siempre en la misma dirección.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Aguardaré aquí dos días, por si vuelves. Aunque sé que no lo harás.
—Sí, sí volveré. Encontraré estas piedras de nuevo, con oscuridad o sin ella.
Adiós, amigo glanbrin.
Partió de nuevo en medio de las tinieblas, procurando orientarse por la brisa
ligera. Pero era difícil ir siempre en una misma dirección, y avanzaba muy despacio.
La oscuridad resultaba agobiante. Estaba agotado y, a pesar de lo que le había dicho
al glanbrin, empezaba a preguntarse si sería capaz de soportar aquello el tiempo
suficiente para poder volver a casa. La imposibilidad de ver lo que le rodeaba hacía
que se sobresaltara continuamente, y no dejaba de tropezar y caer. Era terrible. Pero
lo más terrible era el silencio. Era como si la oscuridad densa y profunda que lo
rodeaba estuviera viva y le odiara; y nunca se alteraba, nunca dormía, ni hablaba. Se
limitaba a esperar que perdiera el juicio, a que se desmoronara y se diera por vencido.
Si eso sucedía, estaría perdido.
Y al miedo y la incertidumbre se sumaban el hambre y la sed. No había probado
una sola brizna de hierba desde que llegara a aquel terrible lugar. Cierto es que con la
ayuda del glanbrin no había pasado hambre pues, cuando le explicó que su pueblo se
alimentaba básicamente de lo que llamaban «brirs», una suerte de zanahoria silvestre,
se puso a olfatear y desenterró algunas. Eran carnosas, y saciaron su hambre y su sed.
Pero sabía que él solo sería incapaz de encontrarlas. Rogó al Señor Frith que le diera
valor, aunque sospechaba que ni siquiera Él podría imponerse en medio de una
oscuridad tan profunda.
El-ahrairah siguió su camino con determinación, pues era consciente de que si se
rendía aquello sería su muerte. Pero se sentía solo, y hubiera dado cualquier cosa por
tener a su lado a su fiel Rabscuttle. No había querido aceptar cuando este le suplicó
que le permitiera acompañarle.
Las horas pasaban. El viento soplaba aún en la misma dirección, pero El-ahrairah
ignoraba si aún le quedaba un largo camino por recorrer. Y tan malo le parecía volver
atrás como seguir avanzando.
Rondaba esta idea pesimista por su cabeza, cuando oyó en la oscuridad que
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alguna criatura se acercaba. Por el sonido debía de ser grande, mucho más grande que
él, y avanzaba con decisión y seguridad. El-ahrairah se quedó petrificado, apenas se
atrevía a respirar. Que pase de largo, pensó, que pase de largo.
Pero no hizo tal cosa. Sin duda lo había olido mucho antes de que él reparara en
su presencia. Fue directamente hacia él, se detuvo unos instantes y entonces lo apresó
bajo una zarpa enorme y suave, con las uñas retraídas. Se dirigió a otra criatura que
había cerca en un lenguaje extraño, pero de nuevo pudo El-ahrairah comprenderlo.
—Lo tengo, Zhuron.
Otras criaturas similares se acercaron. En unos momentos lo rodearon. Todos lo
olían y lo tocaban con sus grandes zarpas.
—Es una especie de glanbrin —dijo uno de ellos.
—¿Qué haces aquí? —dijo otro—. Responde. ¿A qué has venido?
—Señor —consiguió murmurar El-ahrairah sobreponiéndose al terror que le
invadía—, vengo del país del sol y estoy buscando a los ílipos.
—Nosotros somos los ílipos. Y matamos a los extraños. ¿Nadie te lo ha dicho?
Otro de los ílipos habló entonces.
—Espera. Parece que lleva una especie de collar.
Uno de ellos acercó el hocico a su cuello y olfateó el collar que le diera el
príncipe Arco Iris.
—Es un collar astral. —El-ahrairah sintió que las criaturas retrocedían.
—¿Dónde lo has conseguido? —preguntó el primer ílipo—. ¿Lo has robado?
—No, señor. Es un regalo que el Señor Frith me hizo como prenda de nuestra
amistad antes de iniciar mi viaje, para que me protegiera.
—¿Del Señor Frith, dices?
—Sí, señor. El mismísimo príncipe Arco Iris me lo puso alrededor del cuello.
El silencio se prolongó un rato. El ílipo que lo tenía apresado lo soltó y otro le
dijo:
—Y dinos, ¿por qué has venido? ¿Qué quieres de nosotros?
—Señor —replicó El-ahrairah—, mi gente, los «conejos», no tienen sentido del
olfato, y eso hace que siempre estén en peligro y sufran terriblemente, como podréis
suponer. Llegó a mi conocimiento que solo vosotros tenéis el poder de otorgar ese
don, y he venido a suplicaros que lo concedáis a los míos.
—Entonces, tú eres el jefe de esas criaturas, los conejos, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿Y has venido solo?
—Sí, señor.
—Realmente, no te falta el valor.
El-ahrairah no respondió, y de nuevo se hizo el silencio. Estaba rodeado, y el
aliento abrasador de aquellas criaturas le asfixiaba. Al cabo, el último que había
hablado dijo:
—Es cierto que durante largos años hemos sido los guardianes del olfato. Pero no
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le encontrábamos ninguna utilidad, pues no parecía haber ninguna criatura que lo
necesitara. Era una carga, de modo que lo regalamos.
—¿A quién? —preguntó El-ahrairah tembloroso.
—Al rey del Ayer, por supuesto. ¿A quién íbamos a regalarlo, si no?
El-ahrairah se sintió amargamente mortificado. Después de un viaje tan largo,
después de conseguir que los ílipos le perdonaran la vida, y ahora le decían que ya no
tenían aquello que buscaba. Trató de serenarse.
—Señor —dijo—, ¿dónde está ese rey, adónde debo ir para encontrarlo?
Deliberaron entre ellos y, tras largo rato, el primero dijo:
—Está demasiado lejos para que puedas llegar caminando. Te perderías y
morirías de hambre. Puedes venir conmigo. Te llevaré sobre mi espalda.
Lleno de agradecimiento, El-ahrairah se postró ante los ílipos y les dio
repetidamente las gracias. Al fin, uno de ellos dijo:
—En marcha, pues —lo cogió entre los dientes y lo colocó sobre la espalda de
otro. Tenía un pelaje espeso y áspero, y no le resultó difícil agarrarse.
Partieron a una velocidad que a El-ahrairah se le antojó enorme. Por el camino le
habló al ílipo del amigo glanbrin que le esperaba junto a las rocas y preguntó si
podían pasar por allí.
—Por supuesto que podemos —replicó el ílipo—. Nos pilla de camino. Pero en
cuanto tu amigo me huela saldrá huyendo.
—Si me bajáis un poco antes de llegar, yo lo buscaré y se lo explicaré. Entonces
podréis venir y llevarnos a los dos.
El ílipo estuvo conforme. Y así, El-ahrairah marchó y encontró al glanbrin, que al
principio pareció aterrorizado ante la idea de viajar a lomos de un ílipo. Sin embargo,
El-ahrairah logró persuadirlo y el ílipo partió de nuevo llevándolos a los dos a su
espalda.
A lomos del ílipo, tardaron apenas un instante en llegar al lugar donde el glanbrin
y El-ahrairah se habían encontrado. Una vez allí, le explicó al ílipo cómo su amigo
había perdido a su hermosa hembra.
—¿Está muy lejos tu madriguera? —preguntó el ílipo.
—Oh, no, señor. Es aquí mismo.
Guiado por el glanbrin, el ílipo los llevó hasta allí. Y cuando Camorro, el conejo
que le había arrebatado a Flairdora, olió al ílipo, salió de la madriguera y se alejó
como alma que lleva el Conejo Negro. El glanbrin se lo explicó todo a Flairdora,
quien se mostró encantada de volver a tenerlo por compañero, pues aunque odiaba a
Camorro, no había tenido más remedio que aceptarlo.
El glanbrin y El-ahrairah se despidieron dando sinceras muestras de gratitud y
amistad. Y con esto el ílipo partió con El-ahrairah sobre su espalda hacia la corte del
rey del Ayer.
Pronto alcanzaron la frontera de luz crepuscular. Jamás se había sentido
El-ahrairah tan contento de ver la luz. El ílipo lo bajó en el lindero del bosque.
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—La corte del rey está por allí —dijo—. Ahora debo dejarte. Me alegra haber
podido ayudar a un amigo del Señor Frith —y desapareció en el bosque.
Al salir de entre los árboles, El-ahrairah se encontró en un campo lleno de
malezas. Al otro lado había un seto de espinos algo descuidado y una verja vieja y
medio rota. El-ahrairah, al pasar la verja, se encontró con una criatura que tenía más o
menos su estatura y largas orejas, como él, pero con una larga cola. Lo saludó
cortésmente y le preguntó dónde podía encontrar la corte del rey del Ayer.
—Puedo llevarte hasta él —le dijo este—. ¿No serás por casualidad un conejo
inglés? Bueno, siempre pensé que esto tenía que suceder.
—¿Y tú qué eres? —preguntó El-ahrairah.
—Soy un ualabí. Iremos por aquí, hasta el río. El rey probablemente esté en el
gran jardín.
Bajaron por el campo hasta la orilla de un río tranquilo que a El-ahrairah se le
antojó que apenas si se movía. Su compañero se dirigió pausadamente a una especie
de garza de plumaje marrón y cabeza negra que caminaba por los bajíos. El pájaro
dio unos pasos en dirección a ellos y le dedicó a El-ahrairah una mirada escrutadora
que le incomodó mucho.
—Es un conejo inglés —dijo el ualabí—. Acaba de llegar. Voy a llevarlo a
presencia del rey.
La garza nada dijo y se limitó a seguir caminando por el agua con aire indiferente.
El-ahrairah y su acompañante siguieron la orilla del río. El sendero desembocaba
entre unos sombríos arbustos de tejo y laurel, y tras de ellos se alzaban unos viejos
cobertizos que formaban los tres lados de algo parecido a un patio. La tierra que
formaba el suelo era muy compacta y había allí diversos animales desconocidos para
El-ahrairah. En medio de todos ellos había una bestia grande y con cuernos, una
especie de vaca gigante y desaliñada. Cuando entraron en el patio, el animal alzó su
cabeza grande y barbuda y se dirigió lentamente hacia ellos. El-ahrairah tuvo miedo y
a punto estuvo de echar a correr.
—No debes tener miedo —le dijo su compañero—. Él es el rey. No te hará daño.
El-ahrairah, aún temblando, se tendió en el suelo mientras el gran animal lo
hocicaba con sus cálidas narices y lo dejaba cubierto de babas. Al cabo, con una voz
profunda y amable, dijo:
—Por favor, levántate y dime qué clase de animal eres.
—Soy un conejo inglés, Majestad.
—¿Es posible que ya no quede ninguno?
—Lo siento, Majestad, no os comprendo.
—¿Tu gente se ha extinguido?
—No, por cierto, Majestad. Me alegra decir que somos muy numerosos. He
hecho un viaje largo y peligroso para llegar hasta vos, pues deseo solicitar un favor
para mi gente.
—Pero este es el reino del Ayer. ¿Acaso no lo sabías cuando iniciaste tu viaje?
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—He oído el nombre, Majestad, pero desconozco su significado.
—Todas las criaturas que hay en mi reino están extinguidas. ¿Cómo es posible
que hayas llegado hasta aquí si vosotros no lo estáis?
—Un ílipo me trajo sobre su lomo a través de un bosque de sombras. La
oscuridad casi me hizo enloquecer.
El rey asintió con su inmensa cabeza.
—Comprendo. De otro modo no hubieras podido llegar hasta aquí. Pero, por lo
que dices, los ílipos no te mataron. ¿Tienes alguna clase de poder mágico?
—Algo así, Majestad. Tengo la bendición y protección del Señor Frith y, como
veis, llevo un collar astral. ¿Puedo preguntar qué clase de criatura sois?
—Soy un bisonte de Oregón. Yo gobierno este país por designio del Señor Frith.
Cuando has llegado me disponía a dar un paseo por mis dominios. Puedes
acompañarme si lo deseas.
Salieron del patio y caminaron por campos en los que se concentraban miles y
miles de animales diferentes, y de pájaros que volaban sobre sus cabezas. A
El-ahrairah aquel lugar se le antojó triste y desolado, pero nada dijo al rey. Se detuvo
a admirar a un pájaro con el cuerpo moteado de negro y las alas, la cola y los
abazones rojos, un ave muy similar a un pájaro carpintero que estaba concentrada en
su tarea en un árbol próximo. Preguntó por su nombre.
—Es un carpintero de Guadalupe —dijo el rey—. Ay, tenemos demasiados
carpinteros por aquí. Ojalá no fueran tantos.
A medida que avanzaban iban apareciendo más y más animales, y algunos de
ellos se dirigían al rey y se interesaban por la procedencia de El-ahrairah. Vio
diversas especies de leones y tigres, y una suerte de jaguar que restregó su cabeza
contra la pata del rey y caminó junto a ellos un rato.
—¿Tenéis aquí algún conejo? —preguntó El-ahrairah.
—No —replicó este—, no todavía.
Y al oír aquello El-ahrairah se sintió profundamente agradecido y hasta triunfal.
Tiempo atrás Frith le había prometido que, aunque tuvieran mil enemigos, jamás
serían destruidos, y había mantenido su promesa. Le habló al rey sobre ello.
—Todos los especímenes que se encuentran aquí han sido destruidos por los
humanos —dijo el rey, cuando se detuvieron a hablar y a admirar a un espléndido oso
pardo con un pelaje de un marrón pálido que aparecía salpicado de plata—. A
algunos, como el amigo mexicano que tenemos aquí, les disparaban deliberadamente,
los capturaban y los envenenaban, hasta que acababan por exterminarlos. Pero otros
desaparecieron porque el hombre destruyó sus hábitats naturales y no pudieron
adaptarse a la vida en otros lugares.
Estaban acercándose a un bosque. Sus árboles, altos y cubiertos de enredaderas,
ocultaban prácticamente el cielo. El-ahrairah se inquietó. Ya había visto suficientes
bosques. Pero al parecer, al rey lo único que le interesaba era observar los pájaros de
los alrededores. Y eran ciertamente espléndidos: pinzones, reinitas comunes, molokai
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de oscuro plumaje, guacamayos y muchos otros que convivían en paz y rendían
tributo al rey.
—Este bosque es inmenso —dijo el rey—, y cada día crece más. Si te adentraras
en él, pronto te perderías y serías incapaz de encontrar la salida. Lo forman todos los
bosques que los hombres han destruido. Ha crecido tanto en los últimos años que el
Señor Frith está pensando nombrar un segundo rey para que lo gobierne. —Sonrió—.
Y ese rey podría muy bien ser un árbol, El-ahrairah. ¿Qué te parecería?
—Me parecería que todas las decisiones del Señor Frith son sabias, Majestad.
El rey rio.
—Buena respuesta. Ven, es hora de regresar. Hay una asamblea a la puesta de sol,
entonces podrás pedirme ese favor que deseas para tu gente. Te prometo que te
ayudaré si está en mi mano.
Cuando volvieron, pasaron por el río, donde el rey le mostró diversos peces: un
tímalo de Nueva Zelanda, un cacho de cola ancha, un blackfin cisco y otros muchos
que se habían extinguido. Cuando llegaron al patio, vieron que ya había varios
animales y aves que aguardaban y, cuando el sol se ponía, el rey anunció el inicio de
la reunión.
Empezó presentando a El-ahrairah, diciendo que había venido a la corte del Ayer
para solicitar un don que beneficiaría enormemente a sus conejos, de los que era el
líder. Entonces pidió a El-ahrairah que ocupara su lugar, en medio de todas las
criaturas allí reunidas, y les contara cuál era ese don que solicitaba.
El-ahrairah les habló de su gente, de su fuerza, su rapidez y su astucia, y de la
carencia de algo que podía convertirlos en rivales de todos los otros animales, el
sentido del olfato. Cuando concluyó, sabía que todos los animales estaban de su parte
y deseaban ayudarle.
Entonces habló el rey.
—Buen amigo —dijo—, conejo bravo y valeroso, con qué placer concedería tu
petición. Pero, ay, me temo que en este reino ya no se custodia el sentido del olfato.
Es cierto que los ílipos nos lo regalaron hace muchos años, pero aquí, en la tierra del
Ayer, no podíamos darle ninguna utilidad. Un día, llegó una gacela emisaria del rey
del Mañana, y solicitó que les prestáramos el sentido del olfato. La gacela prometió
que pronto lo devolverían. Así que se lo dejamos. Pero ya sabes cómo son estas
cosas, a menudo uno no recupera lo que presta. Como a nosotros no nos servía de
nada, lo olvidamos, e imagino que otro tanto les sucedió a ellos. Estoy convencido de
que aún está en la corte del rey del Mañana; me temo que lo único que puedo hacer es
aconsejarte que vayas allí a buscarlo. Lamento haberte decepcionado.
—¿Está muy lejos? —preguntó El-ahrairah, aunque para sus adentros pensó que
si tenía que ir a algún otro sitio se moriría del disgusto. Pero ¿qué otra cosa podía
hacer?
—Me temo que está muy lejos, sí —replicó el rey—. Para un conejo deben de ser
muchos días de camino. Y son muchos los peligros que acechan.
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—Majestad —intervino un lobo gris, abigarrado y con un gran morro—. Lo
llevaré sobre mi espalda. Para mí no supone un gran esfuerzo.
El-ahrairah aceptó encantado y partieron aquella misma noche, pues el lobo de
Kenai dijo que prefería viajar de noche y dormir de día.
Viajaron durante tres noches, y recorrieron un largo camino, pero El-ahrairah
poco pudo ver de los parajes que atravesaban a causa de la oscuridad. El lobo le contó
que, antaño, su gente se contaba entre los más grandes de los lobos. Vivían en un
lugar llamado la península de Kenai, un lugar lejano y terriblemente frío donde se
dedicaban a cazar unos ciervos grandes llamados alces.
—Pero los humanos nos mataron a todos —dijo.
Al final de la tercera noche de viaje, cuando el alba ya casi despuntaba, el lobo
puso a El-ahrairah gentilmente en el suelo y le dijo:
—No puedo llevarte más lejos, amigo conejo. Yo estoy extinguido, y no puedo
llevarte a la tierra del Mañana. A partir de ahora tendrás que preguntar el camino.
¡Buena suerte! Espero que todo te vaya bien y puedan darte aquello que buscas tan
valientemente.
Así que El-ahrairah penetró en la tierra del Mañana y empezó a preguntar por
dónde se iba a la corte del rey. Preguntó a mapaches, ardillas listadas, marmotas y a
muchos otros. Todos fueron amables y le ayudaron gustosos, y el viaje fue fácil. Al
cabo, una mañana oyó a lo lejos un clamor atemorizador, como si todos los animales
del mundo estuvieran luchando.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó a un koala que estaba reposando en un árbol
cercano.
—¿Eso? Es solo una reunión en la corte del rey, amigo —le respondió el koala—.
Qué escandalosos, ¿verdad? Ya te acostumbrarás. Algunos son un poco bastos, pero
en realidad son inofensivos.
El-ahrairah continuó su camino, hasta que llegó a un seto cobrizo de cerezo en
flor donde había dos grandes puertas ornamentales de oro. Cuando estaba echando un
vistazo por entre las puertas al jardín que había del otro lado, un pavo real, con la cola
completamente desplegada, se acercó y le preguntó qué quería. Había hecho un largo
y peligroso viaje para solicitar una audiencia del rey. Eso fue lo que dijo El-ahrairah
al pavo real.
—Te dejaré entrar encantado —dijo el pavo real—, pero te resultará difícil
acercarte al rey y hablarle. Hay miles de criaturas que desean hacer lo mismo. El rey
celebra una reunión cada día. La de hoy empezará dentro de muy poco. Es mejor que
te apresures —y dicho esto le abrió una de las puertas.
Al entrar en los jardines, El-ahrairah se encontró aprisionado entre una multitud
de animales, aves y reptiles que hablaban todos a la vez, determinados a hablar con el
rey. Se sintió abatido. ¿Cómo podría arreglárselas para llegar hasta el rey con tanta
gente? Empezó a abrirse paso entre los animales.
Al otro lado del lugar por donde había entrado encontró un prado que descendía
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suavemente y se allanaba en un césped. Había ya unos pocos animales aguardando en
la bajada y El-ahrairah preguntó a un gato que pasaba qué iba a suceder.
—Pues que el rey va a venir para escuchar las peticiones de los animales.
—¿Hay muchos? —preguntó El-ahrairah.
—Sí, siempre hay muchos —replicó el gato—. Muchos más de los que el rey
podría atender en un día. Muchos han viajado durante días para llegar hasta aquí, y
aun así no consiguen una audiencia.
La pendiente se llenaba por momentos, y al ver a tantos animales, El-ahrairah se
desinfló. Jamás podría llegar hasta el rey con tantos contendientes. A menos, claro
está, que pudiera idear algún truco ingenioso. Empezó a devanarse los sesos. Un
truco, un truco de conejos. Un truco de conejos, Señor Frith.
De pronto reparó en una vasija ornamental que había en la cima de la pendiente,
una vasija oval, el doble de larga que él, colocada sobre un pedestal de piedra. Al
acercarse vio que no estaba llena de agua, sino de un líquido plateado y brillante que
nunca había visto antes. Tampoco era transparente, como el agua, y no podía ver lo
que había debajo, pues su superficie reflejaba como un espejo la luz del sol y los
animales que pasaban.
—¿Para qué sirve esto? —le preguntó a otra criatura que había por allí y que
parecía también una especie de gato.
—No sirve para nada —le respondió el animal en un tono muy desagradable—.
Se llama mercurio. Es un regalo que le trajeron al rey hace un tiempo, y lo puso ahí
para que todos lo admiren.
El-ahrairah no perdió el tiempo. Apoyando las patas delanteras en el borde de la
vasija se dio impulso y saltó al interior. Pero el mercurio no era como el agua. Era
más espeso, y flotaba encima de él. Por más que lo intentaba, no conseguía hundirse.
Había ahora muchos animales alrededor de la vasija.
—¿Quién es ese?
—¿Qué se cree que está haciendo?
—Hay que sacarlo de ahí. No tiene ningún derecho a…
—Oh, es uno de esos estúpidos conejos.
—Eh, tú, sal de ahí.
El-ahrairah salió dificultosamente. No había logrado empaparse como quería,
pero con lo poco que se había pegado a su pelaje parecía cubierto de gotitas de plata
que se agitaban cuando se movía. Algunos intentaron agarrarlo, pero él se soltó y
corrió al pie de la pendiente, donde se sentó el primero entre la multitud justo cuando
el rey llegaba desde un lado, junto con tres o cuatro acompañantes, y se ponía a
observar a sus súbditos.
Era un ciervo imponente. Su piel suave relucía a la luz del sol como la de un
caballo recién cepillado. También relucían sus pezuñas negras y llevaba su soberbia y
ramificada cornamenta con tal grandeza y majestad que al verlo la muchedumbre
ruidosa guardó silencio. Caminó hasta el centro del césped, se volvió y paseó su
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agradable mirada sobre la concurrencia.
Cuando reparó en la figura reluciente de El-ahrairah, que estaba a poco más de un
metro de él, lo observó con curiosidad.
—¿Qué clase de animal eres? —preguntó con una voz profunda y suave, la voz
de alguien que nunca tiene prisa y a quien siempre se obedece.
—Majestad —replicó El-ahrairah—, soy un conejo inglés y vengo de muy lejos
para solicitar vuestra gracia.
—Acércate.
El-ahrairah así lo hizo, y se sentó a la manera de los conejos ante las pezuñas
relucientes del rey.
—¿Qué quieres? —le preguntó el rey.
—He venido para interceder en favor de mi gente, Majestad. No tienen sentido
del olfato, y eso no solo los limita terriblemente a la hora de buscar alimento, sino
que los deja indefensos ante sus enemigos, los predadores, pues no pueden olerlos
cuando se acercan. Noble rey, ayudadnos, os lo suplico.
De nuevo se hizo el silencio. El rey se dirigió a uno de su séquito.
—¿Tengo ese poder?
—Lo tenéis, Majestad.
—¿Lo he usado alguna vez?
—Nunca, Majestad.
El rey pareció reflexionar, hablando pausadamente para sí mismo.
—Pero conferir a una especie una facultad de la que carece sería asumir el poder
del Señor Frith.
De repente El-ahrairah gritó:
—Majestad, concedednos ese sentido y os prometo a vos y a todas las criaturas
que hay aquí presentes que mi gente se convertirá en la mayor tribulación de la raza
humana. En todas partes seremos para ellos un látigo, una plaga indestructible y una
aflicción. Destruiremos sus verduras, cavaremos bajo sus verjas, arruinaremos sus
cosechas, los acosaremos día y noche.
Al oír esto, la alegría estalló entre todas las criaturas que formaban la audiencia.
Alguien gritó: «Dádselo, Majestad. Dejad que se conviertan en los peores enemigos
de los humanos, igual que los humanos son nuestros peores enemigos».
Aquella confusión babélica se prolongaría aún un rato, hasta que finalmente el rey
paseó su mirada por la muchedumbre para que se hiciera el silencio. Entonces bajó su
hermosa cabeza y apretó su hocico contra El-ahrairah. Su inmensa cornamenta
pareció abrazarlo, como una empalizada invencible.
—Que así sea. Lleva mi bendición a tu pueblo, y que el sentido del olfato sea
vuestro para siempre.
En ese mismo momento El-ahrairah supo que podía oler. La hierba húmeda, la
multitud de animales que le rodeaban, el aliento cálido del rey. Estaba tan abrumado
por la gratitud y la alegría que apenas pudo encontrar palabras para darle las gracias
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al rey. Todas las criaturas le aplaudieron y le desearon lo mejor.
Un águila real lo llevó a casa. Cuando lo dejó en el suelo, el primer animal que
encontró a su paso no fue otro que Rabscuttle, y varios más de su fiel Owsla.
—¡Lo conseguisteis, lo conseguisteis! —Exclamaban a su alrededor—. ¡Podemos
oler, todos podemos oler!
—Venid, señor —dijo Rabscuttle—. Debéis de estar hambriento. ¿No oléis esas
espléndidas coles que hay en aquella cocina? Venid y ayudadnos a comerlas. Ya he
excavado un túnel bajo la verja.
De modo que, todos los que hayáis escuchado esta historia debéis recordar que,
cuando robáis flayrah a los hombres, no solo os estáis llenando la panza, también
estáis cumpliendo la solemne promesa que El-ahrairah le hizo al rey del Mañana,
como debe ser.
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2
La historia de las tres vacas
Dicen que, hace mucho tiempo, El-ahrairah vivió durante una época en estas
mismas colinas. Y vivía como nosotros, tan plácidamente como podía, comiendo
hierba y haciendo expediciones ocasionales al huerto de la casa grande que hay en el
llano para robar flayrah. Su felicidad hubiera sido completa si con el paso del tiempo
no hubiera empezado a sentir que algo cambiaba en él. Sabía muy bien lo que eso
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significaba. Se estaba haciendo viejo. Lo percibía sobre todo en su oído, que
empezaba a resentirse, y en sus patas delanteras, que estaban como agarrotadas y ya
no eran tan ágiles como acostumbraban.
Un día, cuando estaba comiendo junto a su conejera bajo el rocío de la mañana,
vio un verderón que revoloteaba veloz entre los enebros y los espinos. Al cabo
comprendió que el pequeño pájaro intentaba hablarle, pero era muy tímido y se
limitaba a ir y venir entre los arbustos. El-ahrairah esperó pacientemente hasta que al
fin, o así al menos se lo pareció, el pájaro cantó lo siguiente:
El-ahrairah no envejecería
si su mente fuera fuerte y su corazón valeroso.
El-ahrairah no envejecería
si su mente fuera fuerte y su corazón valeroso.
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cuando encuentres el secreto que guardan las tres vacas.
Y con esto, la vieja liebre se fue a dormir.
El-ahrairah iba por todas partes preguntando por las tres vacas, pero no recibía
sino respuestas divertidas o burlonas. Tanto era así que empezaba a sentirse ridículo.
En ocasiones, le enviaban maliciosamente en alguna dirección y, tras varios días de
viaje, descubría que le habían tomado el pelo. Pero no se dio por vencido.
Una tarde, a principios de mayo, cuando estaba tumbado bajo un arbusto de
endrino y el sol desaparecía bajo el cielo de plata, oyó de nuevo a su amigo el
verderón, que cantaba muy cerca, entre las ramas bajas.
—Ven, amigo —lo llamó—, ¡ven y ayúdame!
El verderón cantó.
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arbustos y zarzas que no hubiera podido pasar por allí ningún animal mayor que un
escarabajo. Solo había una pequeña abertura, en el lugar donde la vaca estaba
sentada, y esta lo taponaba por completo. Tal vez podría hacer que se moviera, pensó
El-ahrairah, aunque si era cierto lo que decía, no serviría de nada.
Llegó la noche, pero la vaca seguía sin moverse. Y tras la noche llegó la mañana.
Entonces El-ahrairah comprendió que debía de ser una vaca sobrenatural, pues no
parecía tener necesidad de comer ni de beber. Tendría que idear algún truco. Se
levantó, bajo la atenta mirada de la vaca, y empezó a alejarse lentamente siguiendo el
lindero del bosque hasta que llegó a un lugar donde los árboles y las matas formaban
una especie de curva. Había albergado la esperanza de que el bosque acabaría en
algún sitio y podría rodearlo, pero no era así. De modo que desapareció tras la curva
y al poco salió rápidamente y corrió hacia la vaca.
—¿Estás segura de que nadie puede entrar en este bosque, madre? —le preguntó.
—Nadie puede entrar. Es un lugar sagrado para el Señor Frith y está bajo el
hechizo de la luz del sol y la luz de la luna.
—Yo no sé nada de luces —dijo El-ahrairah—. Pero detrás de aquella curva hay
dos tejones que parecen tener la intención de entrar. Están escarbando como locos, y
no tardarán.
—No tienen ninguna posibilidad —replicó la vaca—. El encantamiento es
demasiado fuerte. De todos modos, es mejor que vaya a detenerlos —y, tras
incorporarse con dificultad, se alejó caminando torpemente.
En cuanto la vio desaparecer por la curva, El-ahrairah se tiró de cabeza por la
abertura y se encontró inmerso en la extraña luz del bosque.
Era diferente a todos los bosques que había visto. Estaba lleno de extraños
sonidos, sonidos atemorizadores que tal vez procedieran de los propios árboles o tal
vez de animales que no conocía. Pero, además, no pudo encontrar un solo camino ni
sendero. A veces le parecía percibir el olor o el sonido del agua, pero cuando
intentaba avanzar en aquella dirección, todo se volvía confuso. Antes de entrar en el
bosque había imaginado que para un conejo con su saber y experiencia sería fácil
atravesarlo, pero ahora se daba cuenta de su error. No dejaba de andar en círculos. Y
estaba seguro de que, a pesar de los ruidos, no había un solo pájaro, ni una sola
criatura viviente por donde pasaba.
Durante cuatro días, y más, hrair días, El-ahrairah erró por aquel espantoso
bosque muerto de hambre, pues allí no había hierba. Hubiera querido volver atrás,
pero ignoraba qué camino debía tomar, del mismo modo que ignoraba el camino que
debía seguir. Finalmente, un día llegó a una pendiente pronunciada, a cuyos pies
corría un pequeño arroyuelo cubierto de malezas y, como supuso que tarde o
temprano saldría del bosque por algún lado, decidió seguirlo.
Durante dos días El-ahrairah caminó junto al arroyuelo, pero estaba tan débil que
llegó un momento en que ya no pudo continuar. Se tumbó en el suelo y durmió, y al
despertar le pareció que, más abajo, la luz era más intensa. Fue hacia allá dando
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traspiés y llegó por fin a un lugar pantanoso, donde el bosque daba paso a una pradera
verde que se extendía hasta donde le alcanzaba la vista. La hierba era de la mejor que
había probado nunca, y había prímulas en abundancia. Comió cuanto quiso, encontró
un agujero en un terraplén y durmió un día y una noche enteros.
Cuando despertó empezó a caminar por la pradera. Estaba llena de flores.
Ranúnculos, margaritas, cincoenrama, orquídeas y pimpinelas. Cuando recuperó las
fuerzas, empezó a considerar qué camino debía seguir en su extraño viaje. Y mientras
descansaba en un terraplén, entre olorosas matas de valeriana, se sorprendió al ver
que su amigo el verderón revoloteaba por el seto y cantaba:
¡El-ahrairah, El-ahrairah!
¡El-ahrairah está sano y salvo,
y ahora debe buscar al gran toro albo!
El-ahrairah estaba perplejo. Había supuesto que debía buscar a la segunda vaca,
de la que no veía señal alguna. Pero confiaba en el verderón, y continuó su viaje por
el llano. No encontró ningún otro animal en su camino y se sentía tan seguro que,
durante dos noches, durmió al raso.
Al tercer día llegó a un lugar donde la hierba estaba comida y pisoteada, y vio
delante de él al toro blanco. Jamás había visto criatura más noble. Sus ojos eran
grandes y azules como el cielo, sus largos cuernos eran del color del oro puro y su
piel era suave y blanca como las nubes de estío.
El-ahrairah saludó al toro amigablemente, pues estaba seguro de que no le haría
daño. Se sentaron juntos entre la hierba y conversaron… de nimiedades como las
flores y el sol.
—¿Vives solo? —le preguntó El-ahrairah.
—¡Ay, sí! Estoy solo —replicó el toro—, y cómo ansío tener una compañera. En
tiempos pasados, Frith me prometió a aquella que se conoce como la segunda vaca,
pero no puedo llegar a ella, porque está rodeada por una gran extensión de rocas
grandes y puntiagudas que hieren mi carne y parten mis pezuñas. Llevo aquí muchos
meses, pero no encuentro la forma de salvar ese cruel desfiladero.
—Muéstrame el camino —dijo El-ahrairah—. Tal vez sea más fácil para un
conejo.
El toro blanco lo guio por el llano durante un largo camino, hasta que llegaron al
límite del desfiladero del que había hablado. Una enorme masa de rocas, hirientes
como el tojo y gruesas como zarzales que, al parecer, se extendía kilómetros y
kilómetros.
—No hay toro que pueda pasar por ahí —suspiró el toro con voz lastimera—.
Pero es el único camino que hay para llegar a la segunda vaca.
—Bueno, bien podría ser que un conejo pueda pasar por donde un toro no pasa —
replicó El-ahrairah—. Amigo toro, yo iré y te traeré noticia de lo que encuentre.
Entonces El-ahrairah partió, y se deslizó por entre las rocas afiladas y ásperas. Era
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un camino difícil hasta para un conejo, y en más de una ocasión tuvo que detenerse a
considerar por dónde podía continuar. Durante tres días avanzó sobre piedras que
cortaban sus patas y rocas que magullaban su piel cuando intentaba escurrirse entre
ellas. Al tercer día, cuando el sol se estaba poniendo, las rocas terminaron por fin y se
encontró en un llano, frente a la segunda vaca.
Era una vaca flaca y huesuda, y tenía un aire tan melancólico que en cuanto la vio
sintió lástima de ella. La saludó alegremente, pero la vaca apenas respondió. Dijo tan
solo que allí era bienvenido, y que era libre de comer aquellos pobres hierbajos y
dormir en el terraplén más cercano. Por la mañana le habló a la vaca como a una
amiga. Le habló de su viaje y del toro blanco, pero ella parecía tan ausente y
desdichada que no hubiera sabido decir si le estaba escuchando o no.
El-ahrairah permaneció varios días con la pobre vaca, pero no encontró forma de
disipar su melancolía. Un día, mientras la seguía por la parca hierba, vio que de
debajo de sus pezuñas brotaban rocas afiladas. ¡Eso es! ¡Ahí estaba el secreto del
encantamiento! La tristeza de aquel lugar, y el desfiladero desolado e impenetrable
eran reflejo de la desolación de su corazón.
El-ahrairah se hizo el propósito de reconfortarla y animarla. Le habló de los
bajíos de las corrientes al atardecer, donde los pececillos nadaban y la hierba centella
crecía en densas matas junto a los pequeños estanques. Le habló de la acedera y los
ranúnculos de las praderas en las que las vacas pasaban las largas tardes de junio y
julio agitando sus colas. De los terneros recién nacidos que saltaban y jugaban en la
hierba. Le habló de todo lo que a su juicio hubiera podido alegrar su corazón.
Al principio la vaca no parecía escuchar lo que decía, pero a medida que los días
pasaban y la lluvia caía y el sol brillaba en aquel lugar inhóspito, su corazón empezó
a iluminarse poco a poco. Finalmente, una noche, le pidió que le enseñara el camino,
y ella haría lo posible por cruzar el desfiladero. Pero, cuál sería su sorpresa cuando, a
la mañana siguiente, al acercarse a las rocas, vieron que se resquebrajaban y entre
ellas brotaba hierba. Era que su corazón aturdido empezaba a reaccionar.
Con cautela y gentileza, El-ahrairah guio a la segunda vaca hasta el desfiladero,
que se transformaba ante ellos. Después de un día y una noche de camino, treparon
por lo que se había convertido en un herboso lindero, cubierto de hiedra y salpicado
de ayuga azul, y allí vieron esperándolos al toro blanco.
De los días que siguieron solo puedo decir que fueron de una gran felicidad.
El-ahrairah se quedó con sus amigos en la gran llanura. Habría de permanecer con
ellos todo el invierno y más aún. Después, cuando el verano tocaba ya a su fin y se
acercaba el otoño, la vaca dio a luz una hermosa ternera, a la que puso por nombre
Espino Blanco.
Espino Blanco y El-ahrairah se hicieron buenos amigos. Cada atardecer la ternera
se sentaba a escuchar sus historias sobre la madriguera y sobre las aventuras que le
habían acontecido antes de que iniciara su búsqueda. Un día, cuando le estaba
explicando el truco con el que había engañado a Rowsby Woof, el verderón se posó
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en el enebro y cantó:
El verano languidece,
El-ahrairah debe continuar su viaje.
—¡Oh, pequeño pájaro! —dijo El-ahrairah—. ¡No me pidas que deje a mis
amigos! Soy tan feliz aquí…
Pero el verderón volvió a cantar:
Así que El-ahrairah se dirigió con triste semblante a sus amigos y les dijo que
había llegado la hora de partir en busca de la tercera vaca.
—Ten cuidado, El-ahrairah —le dijo el toro blanco—. Ten mucho cuidado, pues,
según he oído, esa vaca no es como las otras. Vive al final del mundo, y podía
tragarse al mundo entero con todo lo que hay en él. ¿Por qué tienes que buscar
semejante peligro? Quédate con nosotros y sé feliz.
El-ahrairah estuvo tentado de hacerlo pero, aunque meditó largamente, siempre
llegaba a la misma conclusión, que el verderón había dicho la verdad y había llegado
realmente el momento de que partiera en busca de la tercera vaca.
—Entonces lleva a Espino Blanco contigo —le dijo la segunda vaca—. Será tu
compañera y tu guardiana. Por favor, cuídala bien. Es lo que más queremos en el
mundo, pero no hay cosa que no hiciéramos por ti, querido amigo conejo.
De modo que partieron los dos juntos y, según cuenta la leyenda, esta fue la parte
más dura del viaje de El-ahrairah, pues hubieron de pasar por grandes montañas y
regiones espantosas cubiertas de gruesas capas de hielo. El invierno seguía su curso.
Pasaban hambre y frío, y de no ser porque tenía a Espino Blanco a su lado y podía
acurrucarse contra ella para resguardarse del frío, El-ahrairah hubiera muerto
congelado. Incluso el pequeño pájaro se vio forzado a dejarlos, pues aquellas gélidas
noches eran más de lo que podía soportar.
Pasaron muchos meses antes de que el invierno acabara, pero por fin, un día,
El-ahrairah y Espino Blanco, escuálidos como comadrejas, descendieron lentamente
las colinas más bajas y se encontraron en el territorio de la tercera vaca.
En realidad, la tercera vaca es el fin del mundo. No hay nada en aquella tierra que
no sea la tercera vaca: cuernos, pezuñas, cola y orejas. Hubieran podido seguir
viajando y viajando, y aun así seguir estando sobre el cuerpo de la tercera vaca,
porque llena el mundo y es el mundo. Durante largos días anduvieron buscando la
cabeza de la vaca hasta que por fin la encontraron, una gran figura con ojos que
observaban y narices, y con una enorme boca que se abría como una cueva. Cuando
la vaca les habló, su voz resonó también cavernosa.
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—¿Qué quieres, El-ahrairah? ¿Qué buscas?
—Estoy buscando mi juventud —respondió El-ahrairah.
—Me la he tragado —le dijo la tercera vaca—. Me la he tragado, al igual que
trago todo cuanto hay en el mundo. Mi nombre es Tiempo, y ninguna criatura puede
escapar de mí. —Y dicho esto bostezó y se tragó la mitad del día.
El-ahrairah se volvió hacia Espino Blanco, que permanecía a su lado y temblaba.
—Voy a buscar mi juventud —le dijo.
—No vayas, El-ahrairah —le suplicó Espino Blanco—. Estarás perdido, lo sé.
Quédate conmigo. Volvamos con mi amable padre y con mi madre y vivamos felices
en la pradera.
El-ahrairah no dijo más. Cuando la boca de la tercera vaca se abrió en un inmenso
ronquido, se arrojó hacia delante y desapareció en el interior de la caverna roja.
Nadie sabe a ciencia cierta lo que aconteció a El-ahrairah en el corazón y el
estómago de la tercera vaca, pues la leyenda nada dice sobre ello. Ni existen palabras
que puedan describir las aventuras tenebrosas e informes como sueños que cayeron
sobre él, porque se encontraba entre todo aquello que ya había pasado, todo lo que la
tercera vaca se había tragado con el correr de los años. ¿Qué peligros le acecharon?
¿Qué espantosas criaturas encontró y evitó en su camino? ¿Qué comió allí dentro?
Nunca lo sabremos. El-ahrairah mismo se convirtió en un sueño, una sombra errante
del pasado. Tampoco sabemos si recordaba quién había sido en tiempos. La tercera
vaca está mucho, mucho más allá de la comprensión de los conejos.
Finalmente, cuando estaba agotado y exhausto por su largo deambular en las
entrañas de la vaca, llegó a una pendiente que descendía hacia una tenue luz. Había
allí un lago de reluciente leche dorada. Era la ubre de la tercera vaca, por supuesto, y
en su leche están contenidas todas las bendiciones y el calor de todos los soles que
han brillado desde el principio de los tiempos. Era el lago de la juventud.
El-ahrairah se quedó mirando asombrado aquel lago maravilloso, tan embobado
que casi perdió la noción del tiempo. Sus patas resbalaron y cayó de cabeza en la
leche dorada.
Luchó y pataleó en vano, pero no pudo encontrar ningún asidero. Poco a poco las
fuerzas le fueron abandonando. Se hundía, se ahogaba. Se moría.
Al cabo, sintió que algo lo arrastraba hacia un tubo suave, y de allí a una boca
húmeda y cálida. Lo siguiente que supo es que estaba fuera, tosiendo y escupiendo
sobre unas matas de hierba, y que Espino Blanco estaba inclinada sobre él. Muy cerca
se elevaba la curva de la ubre de la vaca. Espino Blanco lo había sacado chupando de
una de las tetas de la vaca.
Un halo de fuerza y juventud llenaban a El-ahrairah. Bailó sobre la hierba. Brincó
sobre las piedras. Le cantó a Espino Blanco sin saber lo que cantaba. Y Espino
Blanco cantó con él y, cantando los dos, emprendieron el camino a casa.
El camino de vuelta fue corto, porque era verano, y podían viajar el triple de
rápido con la seguridad de que su aventura había tenido un buen final. De su regreso
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lo único que sé es una cosa bien curiosa. Cuando llegó al lugar donde estuviera el
bosque encantado de la primera vaca ya no estaba allí. Se desvaneció de forma tan
misteriosa como había aparecido, y nadie ha vuelto a verlo desde entonces. Allí solo
estaba el verderón, que cantaba desde el espino:
El-ahrairah ha encontrado
el secreto de la eterna juventud.
—Bueno —dijo Pelucón—. Aquellas no eran vacas normales, claro. Qué tonto.
No podían ser vacas normales tratándose de una aventura de El-ahrairah. Y ¿qué pasó
con Espino Blanco? ¿Tampoco ella envejece?
—La leyenda no dice nada más sobre ella —dijo Diente de León—. Pero estoy
seguro de que El-ahrairah nunca olvidará a una amiga tan especial.
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3
La historia del rey Piel de Rocío
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aquí.
El-ahrairah miró al conejo de arriba abajo.
—¿Y tú quién eres? ¿Cuál es tu nombre?
—Soy el rey Piel de Rocío —replicó el conejo—, y no solo soy señor de los
conejos, sino también de las ratas, las comadrejas y los armiños. Debes entregarme a
todos tus conejos.
El-ahrairah sabía que si se enfrentaba al rey Piel de Rocío, no tendría ninguna
posibilidad, así es que dio media vuelta y se marchó para tener ocasión de pensar qué
debía hacer. No había ido muy lejos cuando oyó el sonido de pasos apresurados a su
espalda y vio que Rabscuttle venía tras él.
—¡Oh, señor! —exclamó Rabscuttle—. ¡Ese miserable rey Piel de Rocío ha
tomado a vuestra hembra favorita, Nur-Rama, y dice que piensa quedársela!
—¡¿Qué?! ¡¿A Nur-Rama?! Lo voy a hacer pedazos, ya lo verás.
—No veo cómo —replicó Rabscuttle—. Sus conejos están por toda la colina, y
tiene incluso ratas y comadrejas como prisioneros. Me temo que las perspectivas no
son muy buenas, El-ahrairah.
Al oír esto, el corazón de El-ahrairah se ensombreció, pues no era propio de
Rabscuttle decir semejante cosa. Decidió que lo mejor que podía hacer era acudir al
príncipe Arco Iris, que tiempo atrás les había dicho que eran libres de vivir en la
colina y quedársela para ellos.
Llegó a presencia del príncipe poco después de ni-Frith, y le contó su triste
historia.
—Me temo que no puedo ayudarte, El-ahrairah —le dijo el príncipe Arco Iris
cuando escuchó todo lo que tenía que decirle—. Tendrás que derrotar a ese rey Piel
de Rocío tú solo. No hay otra solución.
—Pero ¿cómo? —dijo El-ahrairah—. Tiene más conejos que margaritas hay en la
colina y, de hecho, creo que no tardarán en acabar con toda la hierba.
—Te daré un consejo, El-ahrairah. A los tiranos suele odiarlos mucha gente
diferente. Seguramente ese Piel de Rocío tiene otros enemigos, aparte de conejos.
Necesitarás amigos y aliados.
El consejo no hizo que El-ahrairah se sintiera mejor, pero se sentía tan furioso por
lo de su hermosa Nur-Rama que estaba decidido a derrotar al rey Piel de Rocío o
morir en el intento. Así es que emprendió el camino de regreso a la madriguera.
Mientras caminaba, se encontró con un gato que estaba tendido al sol. Aunque
parezca raro, el gato parecía inofensivo y El-ahrairah ya pasaba de largo cuando el
gato dijo:
—¿Adónde vas, El-ahrairah?
—Voy a sacarle las entrañas a ese podrido del rey Piel de Rocío —respondió
El-ahrairah— y haré que me devuelva a mi coneja.
—Iré contigo —le dijo el gato—. He oído que el rey Piel de Rocío ahoga muchas
veces a las crías de gato.
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—Salta a mi oreja entonces —dijo El-ahrairah, y el gato saltó a su oreja y se puso
a dormir mientras este seguía su camino.
Un poco más allá se encontró con algunas hormigas.
—¿Adónde vas, El-ahrairah? —Le preguntaron las hormigas.
—Voy a hacer picadillo a ese sucio rey Piel de Rocío —respondió El-ahrairah—,
y haré que me devuelva a mi coneja.
—Iremos contigo —le dijeron las hormigas—. Ese rey Piel de Rocío no merece
vivir. Sus conejos destruyen los hormigueros sin ningún motivo.
—Bien, pues saltad a mi oreja —dijo El-ahrairah—. ¡Vamos allá!
Así es que las hormigas saltaron a la oreja de El-ahrairah.
Al cabo de un rato se encontró con un par de cuervos grandes y negros.
—¿Adónde vas, El-ahrairah? —Le preguntaron los cuervos.
—Voy a dar buena cuenta de ese desagradable rey, Piel de Rocío —dijo
El-ahrairah—, y haré que me devuelva a mi coneja.
—Iremos contigo —dijeron los cuervos—. No hemos oído más que cosas malas
del rey Piel de Rocío. Es un matón y un tirano.
—Pues saltad a mi oreja —dijo El-ahrairah—. Me irá bien tener amigos como
vosotros.
Entonces, aún más adelante, El-ahrairah llegó hasta una corriente.
—¡Hola, El-ahrairah! —le dijo la corriente—. ¿Adónde vas? Tienes un aire muy
fiero.
—Me siento fiero —respondió El-ahrairah—. Voy a destrozarle el hígado a ese
apestoso rey Piel de Rocío y haré que me devuelva a mi hembra.
—Iré contigo —le dijo la corriente—. He oído hablar del rey Piel de Rocío y no
me gusta nada. Se cree demasiado importante.
—Bien, pues salta a mi oreja —dijo El-ahrairah—. No, a la otra. Sé que no me
voy a arrepentir de tenerte conmigo.
Poco después, El-ahrairah llegó a la colina. Y allí estaba el rey Piel de Rocío,
rodeado por sus grandes conejos y comiéndose su hierba.
—¡Ah, El-ahrairah! —dijo el rey Piel de Rocío con la boca llena—. Te vi salir
esta mañana. ¿Qué te trae por aquí?
—¡Conejo despreciable y apestoso! —dijo El-ahrairah—. Devuélveme a
Nur-Rama y márchate de mi colina.
—¡Prended a este animal insolente! —gritó el rey—. Prendedlo y encerradlo con
las ratas locas esta noche. Ya veremos si queda algo de él por la mañana.
Así es que encerraron a El-ahrairah con las ratas locas.
En cuanto anocheció, El-ahrairah cantó:
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El gato salió al instante. Las ratas corrieron en todas direcciones, pero él se movió
entre ellas como el rayo y las mató por miles, hasta que no quedó ni una viva.
Entonces volvió a meterse en la oreja de El-ahrairah y se durmió.
Cuando llegó la mañana, el rey Piel de Rocío les dijo a sus conejos:
—Id y traedme la carcasa de ese insolente El-ahrairah, y arrojadla sobre la hierba.
Pero cuando entraron, encontraron a El-ahrairah sentado entre las ratas muertas y
cantando.
—¿Dónde está ese rey abominable? —dijo El-ahrairah—. Decidle que me
devuelva a mi hembra.
—No la tendrás —dijo el rey—. Lleváoslo y encerradlo con los gatos monteses.
Ya veremos en qué quedan las exigencias de este insolente.
De modo que encerraron a El-ahrairah con los gatos monteses.
En mitad de la noche El-ahrairah cantó:
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caminando por propio pie y le dijo:
—¡Tú, rey sucio y mugriento, devuélveme a mi hembra!
«No entiendo cómo se las arregla este desgraciado —pensó el rey—. Tengo que
averiguarlo como sea».
—Esta noche ataréis a este conejo junto al lugar donde duermo. Así sabré qué
trama y pondré fin a sus tretas de una vez por todas.
De modo que por la noche ataron a El-ahrairah junto al lugar donde dormía el rey
Piel de Rocío. Y en mitad de la noche cantó:
Desde uno de los corredores les llegó sonido de pasos y, al cabo de un momento,
apareció Zarzamora, con el pelaje lleno de gotitas que destellaban.
—¡Avellano-rah, ya ha escampado! —dijo—. Ha dejado de llover, y va a hacer
una tarde estupenda.
Unos instantes más tarde, ya no quedaba en el Panal más que Campanilla, que
estaba limpiándose la espalda y recobrándose después de la historia.
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4
El zorro en el agua
—Los zorros —decía en ese momento Diente de León mordisqueando una ramita de
pimpinela y tendiéndose bajo el sol del atardecer—, los zorros pueden causar muchos
problemas si viven cerca de donde uno vive. Nosotros no hemos tenido ningún
problema desde que estamos aquí, gracias a Frith, y espero que siga así.
—Pero tienen un olor muy fuerte —dijo Pelucón—, y además, por muy astutos
que sean, es fácil verlos por el color.
—Lo sé. Pero es malo que un zorro se instale cerca de una madriguera, porque es
difícil para los conejos permanecer todo el tiempo alerta. —Y continuó:
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—Yo te lo diré —le respondió El-ahrairah—. Están en los huertos de esta ciudad.
Los huertos están llenos de verduras y flores, y eso las atrae. Si quieres babosas, entra
en los huertos de los humanos.
—Pero me matarán —dijo Yona.
—No, al contrario. Ahora lo veo. Te recibirán con los brazos abiertos, porque
saben que vienes a comerte las babosas. Harán lo que sea para que te quedes. Ya lo
verás.
Así es que Yona se introdujo en los huertos de los humanos y prosperó, tal como
había dicho El-ahrairah. Y desde aquel día, los erizos han frecuentado los huertos y
han sido bien recibidos por los hombres.
El-ahrairah siguió deambulando, con la mente enturbiada. Dejó la ciudad y pronto
se encontró en tierra de cultivos. Y había allí conejos. Él no los conocía, pero ellos sí
sabían quién era él y solicitaron su consejo.
—Mirad —le dijo su conejo jefe—, aquí hay un bonito campo de verduras. Pero
el granjero sabe que somos muy listos, y por eso lo ha rodeado con un alambre, y lo
ha enterrado tan hondo que no podemos llegar hasta él. Mirad todo el trabajo que han
hecho nuestros mejores excavadores, y sin embargo no pueden llegar al fondo del
alambre. ¿Qué debemos hacer?
—No vale la pena seguir intentándolo —dijo El-ahrairah—. Sería una pérdida de
tiempo.
En ese momento una bandada de grajos llegó volando desde el cielo. Su jefe se
posó junto a El-ahrairah y le habló.
—Vamos a caer sobre ese campo y lo haremos pedazos. ¿Quién nos va a detener?
—El hombre os espera —le dijo El-ahrairah—. Está escondido entre los arbustos
con su escopeta. Si entráis ahí os matará.
Pero el jefe de los grajos no le hizo caso y voló con su bandada sobre la
alambrada. En cuanto entraron en el campo de verduras, dos escopetas empezaron a
disparar, y no pudieron escapar sin perder antes a cuatro de los suyos. El-ahrairah
aconsejó a los conejos que no se metieran en aquel lugar y así lo hicieron.
Dicen que después de esto El-ahrairah se alejó más y más en su búsqueda, y allá
adonde iba, siempre daba buenos consejos y ayudaba a los pájaros y a los otros
animales. En su camino encontró ratones, ratas de agua e incluso una nutria, que no le
hizo daño. Pero seguía sin encontrar la respuesta.
Por fin, un día llegó a una gran extensión de terreno comunal, donde el suelo de
turba negra aparecía cubierto durante kilómetros y kilómetros de brezo, enebros y
abedules de los cánoes. En aquella zona pantanosa había plantas que comían insectos
y murajes de las marismas, y los culiblancos que revoloteaban de un lado a otro no le
decían nada a El-ahrairah, porque no lo conocían. Pasó por aquellos parajes como
extranjero, hasta que al fin, agotado, se tumbó en un lugar donde daba el sol, sin
pararse a pensar que algún armiño o alguna comadreja descarriados pudieran pasar
por allí.
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Mientras dormitaba sintió la presencia de alguna criatura muy cerca de él, y al
abrir los ojos vio que una serpiente lo observaba. No tuvo miedo de la serpiente, por
supuesto; la saludó y esperó para ver qué le decía.
—¡Qué frío! —dijo por fin la serpiente—. ¡Qué frío hace!
El día era cálido y soleado y a El-ahrairah casi le sobraba la piel. Cautelosamente,
alargó una pata y tanteó con ella el cuerpo de la serpiente. Realmente estaba muy frío.
Reflexionó sobre este hecho, pero no pudo encontrar ninguna explicación.
Estuvieron tendidos sobre la hierba durante largo rato, hasta que El-ahrairah
reparó en algo que no se había parado a pensar.
—Tu sangre no es como la nuestra —le dijo a la serpiente—. No tienes pulso,
¿verdad?
—¿Qué es pulso?
—Ven y sentirás el mío.
La serpiente se pegó a El-ahrairah y sintió cómo latía su corazón.
—Ese es el motivo de que estés fría. Tu sangre es fría. Serpiente, tienes que yacer
bajo el sol todo el tiempo posible. Cuando no lo hagas, estarás adormecida. Pero
cuando estés bajo el sol, este calentará tu sangre y te sentirás más activa. Esa es la
respuesta a tu problema, el calor del sol.
Siguieron tendidos bajo el sol algunas horas más, hasta que la serpiente empezó a
revivir y sintió ganas de cazar.
—Eres un buen amigo, El-ahrairah —le dijo la serpiente—. Había oído antes que
has ayudado a muchas criaturas con tu consejo. Quiero ofrecerte un regalo. Te daré el
poder hipnótico que tengo en mis ojos. Pero si alguna vez lo utilizas, ten cuidado,
porque no dura mucho. ¡Mírame fijamente!
El-ahrairah miró directamente a los ojos de la serpiente y sintió que su voluntad
se esfumaba, no podía moverse. Al cabo, la serpiente apartó la mirada.
—Ya está —le dijo, así es que El-ahrairah se levantó y se despidieron.
El-ahrairah emprendió el camino de regreso. Era larga la distancia que le separaba
de su madriguera, y no fue sino hasta la tarde siguiente que la avistó.
Según se cuenta, para llegar a la madriguera, El-ahrairah debía cruzar un pequeño
puente que pasaba sobre un arroyuelo. El-ahrairah se detuvo en el puente y esperó,
pues en su corazón sabía lo que iba a suceder.
Poco después, el zorro salió del bosque. El-ahrairah lo vio venir y su corazón
titubeó, pero se quedó donde estaba hasta que el zorro llegó junto a él y empezó a
relamerse.
—¡Un conejo! —dijo el zorro—. ¡Por mi vida! Un conejo fresco y regordete.
¡Qué suerte!
Y entonces El-ahrairah le dijo al zorro:
—Puede que huelas a zorro y que seas un zorro, pero yo puedo leer tu destino en
el agua.
—¡Ja, ja! —dijo el zorro—, ¿que puedes leer mi destino? ¿Y qué es lo que ves en
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el agua, amigo mío? ¿Conejos rollizos que corren por la hierba?
—No —replicó El-ahrairah—, no son conejos lo que veo, sino rápidos sabuesos
que siguen un rastro, y a mi enemigo que corre para salvar su vida.
Y con esto se volvió y miró al zorro fijamente a los ojos. El zorro lo miró también
y se dio cuenta de que no podía apartar la mirada y fue como si empequeñeciera y se
encogiera ante él. A El-ahrairah, como en un sueño, le pareció que veía grandes
perros que corrían colina abajo, y hasta pudo oír débilmente sus ladridos.
—¡Vete! —le susurró al zorro—. ¡Vete y no vuelvas jamás!
El zorro, como hechizado, se levantó y fue tambaleándose hasta el borde del
puente e intentó saltar, pero cayó. El-ahrairah lo vio flotar con la corriente. Consiguió
salir por la orilla más alejada y se escabulló entre los arbustos.
El-ahrairah, exhausto por el terrible encuentro, volvió a la madriguera, donde
todos sus conejos se alegraron de verle. El zorro y su hembra desaparecieron, y
seguramente explicaron lo sucedido, porque nunca vino ningún otro zorro a ocupar su
sitio y la madriguera tuvo por fin paz, igual que nosotros, loado sea Frith.
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5
El agujero en el cielo
Dicen que El-ahrairah solía visitar otras madrigueras. Se quedaba unos días con el
conejo jefe y con la Owsla y les daba consejo sobre los problemas que pudieran tener.
Incluso los conejos más ancianos y experimentados le respetaban y aceptaban
gustosos su consejo. No era conejo al que le gustara hablar de sí mismo, al contrario,
era un oyente comprensivo, y siempre estaba dispuesto a escuchar las dificultades y
las aventuras de los demás y a elogiar a quien lo mereciera. Muchas veces he deseado
que viniera por aquí, y creo que deberíamos estar alerta, pues dicen que no siempre es
fácil reconocerlo. Como veréis, tiene buenas razones para obrar así.
Dicen que había en otro tiempo una madriguera llamada Parda-rail, y que sus
conejos se creían los mejores del mundo. Para ellos, no había nadie tan pulcro, tan
osado y tan veloz como los conejos de Parda-rail. Y en cuanto a los extranjeros,
bueno, se necesitaba poco menos que una recomendación personal del mismísimo
príncipe Arco Iris para entrar allí. El conejo jefe se llamaba Henthred y, para hablar
con él, tenías que ser presentado por un miembro de la Owsla. Su compañera,
Anflellen, ¡oh!, era un sueño, hasta que la conocías lo bastante para saber que carecía
prácticamente de todas las cualidades de un conejo honesto y que eran otros los que
hacían todo el trabajo por ella.
Bien, pues una tarde, Hallion y Thyken, dos conejos de aquella insigne
madriguera, volvían a casa después de un asalto triunfal al huerto de una casa
bastante alejada cuando, en las proximidades de Parda-rail, se encontraron con un
conejo. Era un hlessi, eso saltaba a la vista, un vagabundo. Estaba tendido de costado
bajo un espino, respiraba agitadamente y parecía bastante maltrecho. Tenía una oreja
desgarrada que sangraba, sus patas delanteras estaban cubiertas de barro seco y había
perdido la mitad del pelo de la cabeza. Al oírlos acercarse, el conejo intentó
incorporarse, pero, después de dos intentos fallidos, se dejó caer donde estaba. Se
detuvieron para mirarlo y asegurarse de que no era de Parda-rail y, cuando lo estaban
olfateando, el conejo le dijo a Hallion:
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—Señor, me temo que no estoy en buena forma. Estoy agotado y no puedo correr.
Sé que si me quedo aquí, tarde o temprano me encontrará alguno de los Mil. ¿Podéis
darme cobijo en vuestra madriguera por esta noche?
—¡¿Que te demos cobijo?! —respondió Hallion—. ¡¿A un conejo sucio y
repugnante como tú?! ¿Por qué…?
—Ah, pero ¿es un conejo? —intervino Thyken—. Nunca lo hubiera dicho.
—Mejor será que te largues de aquí —prosiguió Hallion—. No queremos que
ronden por Parda-rail tipos como tú. Alguien podría pensar que eres de los nuestros.
El hlessi les suplicó desesperado que le permitieran refugiarse en su madriguera,
solo eso podría salvarle. Pero ninguno de ellos quiso ayudarle, pues decían que un
sucio vagabundo como él mancharía el buen nombre de Parda-rail. Lo dejaron allí,
suplicándoles, y volvieron a su casa sin darle mayor importancia.
Dos o tres días más tarde, El-ahrairah pasó por la madriguera, como tenía por
costumbre hacer durante los largos días del verano. Henthred lo recibió
respetuosamente, con la esperanza de que se quedara con ellos varios días y disfrutara
del trébol, pues ya había empezado la temporada. El-ahrairah aceptó la invitación y
dijo que le gustaría ver a los Owsla, a los que no había visto desde hacía tiempo.
Todos se presentaron orgullosos ante él, con sus pieles impecables y las colas
blancas relucientes. El-ahrairah elogió su apariencia y le dijo a Henthred que
formaban un grupo excelente. Entonces, quiso dirigirse a ellos, y los fue observando
uno a uno.
—Sois los conejos más hermosos que he visto en mi vida. Y estoy seguro de que
vuestros corazones y vuestros espíritus son tan hermosos como vuestra apariencia.
Por ejemplo —dijo, dirigiéndose a un conejo grande que llevaba por nombre Frezail
—, ¿qué harías tú si una tarde volvieras a casa y te encontraras por el camino a un
hlessi herido que te suplicara que lo llevaras a tu madriguera y le dieras cobijo?
—Le ayudaría, por supuesto —replicó Frezail—, y permitiría que se quedara con
nosotros tanto como quisiera.
—¿Y tú? —preguntó El-ahrairah al siguiente conejo.
—Le ayudaría, señor.
Y lo mismo dijeron todos los demás.
Entonces, ante sus propios ojos, El-ahrairah empezó a transformarse en el
lastimoso hlessi que Hallion y Thyken habían encontrado unas noches antes. Se
tendió de costado y miró a Hallion y a Thyken.
—¿Y vosotros? —preguntó, pero ellos no respondieron, y se limitaron a mirarlo
consternados.
—¿No me reconocisteis? —inquirió.
El resto de los Owsla no dejaban de mirarlos a los tres. No comprendían qué
estaba pasando, pero imaginaban que algo malo había sucedido entre El-ahrairah y
aquellos dos.
—No parecíais vos —balbuceó Thyken por fin—. ¿Cómo íbamos a imaginar…?
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—¿Cómo ibais a imaginar que era un conejo? ¿Es eso? —preguntó—. ¿Estáis
seguros ahora?
Entonces, antes de volver a recobrar su aspecto normal, hizo que todos se
acercaran y lo miraran bien, «Para asegurarnos de que la próxima vez me reconocen».
Hallion y Thyken pensaban que El-ahrairah los castigaría de alguna forma, pero lo
único que hizo fue explicarle a Henthred, delante de todos, lo que había sucedido la
tarde que lo encontraron bajo el espino. En su corazón todos sabían que no hubieran
obrado de modo diferente y nadie dijo una palabra; nadie excepto Henthred y un
anciano conejo de pelaje grisáceo, que le fue presentado como Themmeron, el más
anciano de la madriguera.
—Todo lo que puedo decir, mi señor —dijo Themmeron con voz trémula—, es
que, si yo os hubiera visto aquella tarde, hubiera sabido que no erais lo que parecíais,
aunque ignoro si hubiera adivinado que erais nuestro príncipe de los Mil enemigos o
no. Pero hubiera sabido ver que estabais disfrazado.
—¿Cómo? —inquirió El-ahrairah algo molesto, pues estaba convencido de que
no había conejo que pudiera parecer más lastimero de lo que él lo había hecho.
—Pues porque hubiera notado que no teníais el aspecto de un conejo que ha visto
el agujero en el cielo, mi señor. Ni lo tenéis ahora.
—¿El agujero en el cielo? —preguntó—. ¿Y eso qué es?
—No puedo decirlo —replicó Themmeron—. No puedo decirlo. Y no es mi
intención ofenderos, mi señor…
—Oh, eso no importa. Solo quiero saber qué significa eso del agujero en el cielo.
¿Cómo es posible que haya un agujero en el cielo?
Pero el viejo conejo actuó como si él no hubiera dicho nada de aquello. Asintió
con la cabeza mirando a El-ahrairah, se dio la vuelta y se alejó cojeando lentamente.
—Normalmente lo dejamos tranquilo, señor —dijo Henthred—. Es bastante
inofensivo, aunque a veces me pregunto si sabe distinguir la noche del día. Dicen que
en sus tiempos era todo un caballero en la Owsla.
—Pero ¿qué significaba eso del agujero en el cielo?
—Si vos no lo sabéis, señor, lo que está claro es que yo tampoco —replicó
Henthred, a quien le había irritado enormemente que hiciera quedar a dos de sus
Owsla como unos desalmados.
El-ahrairah no volvió a mencionar el incidente. Se quedó con ellos dos o tres días
más y se comportó como si nada hubiera ocurrido, y cuando partió, deseó a la
madriguera buena suerte y prosperidad, como siempre hacía.
El-ahrairah no dejaba de pensar en lo que había dicho Themmeron. Allá adonde
iba, preguntaba a los otros conejos qué podían decirle sobre el agujero en el cielo.
Pero nadie sabía nada. Al cabo, se dio cuenta de que empezaban a considerar un poco
estrambótica esa preocupación suya, de modo que dejó de preguntar. Sin embargo,
para sus adentros, no dejaba de pensar en ello. ¿Qué había querido decir el viejo
Themmeron? Y llegó a la conclusión de que, a pesar de ser el Príncipe de los
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Conejos, se estaba perdiendo algo, algo espléndido y gratificante, alguna suerte de
secreto. Sin duda, algunos a los que había preguntado lo sabían perfectamente, pero
no pensaban decírselo. Debía de ser extraordinario el agujero en el cielo. Si pudiera
encontrarlo y conseguir, de alguna forma, pasar al otro lado, seguro que encontraría
allí mil maravillas. No se daría por satisfecho hasta que lo encontrara.
Bien. Como todos sabéis, los viajes de El-ahrairah lo llevan mucho más lejos que
a cualquier conejo normal, como nosotros, por ejemplo, que nos contentamos con los
campos verdes, los saúcos o los helechos y la aulaga. Pero él estaba acostumbrado a
las altas colinas y los bosques profundos, y podía atravesar un río a nado con tanta
facilidad como una rata de agua. Y como es natural, en sus viajes encontraba a veces
criaturas extrañas que podían ser peligrosas. Cuenta la leyenda que, una tarde, cuando
anochecía, El-ahrairah caminaba por un estrecho sendero sobre una colina solitaria
cuando se topó con una criatura llamada timbleer, una criatura de la que nosotros
nada sabemos, gracias a Frith, salvo que es fiera y agresiva.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntó el timbleer en tono poco amistoso—.
Vuelve al lugar de donde vienes, sucio conejo.
—No estoy haciendo nada malo —replicó El-ahrairah—. Yo solo voy por el
camino, y no te molesto ni a ti ni a ninguna otra criatura.
—Aquí no se te ha perdido nada —dijo el timbleer—. ¿Te vas a marchar o qué?
—No, no me voy. Y tú no tienes derecho a decirme que me vaya.
Entonces el timbleer se abalanzó sobre El-ahrairah y rodaron entre la hierba cana
y las ortigas, y la batalla que libraron en el sendero fue terrible. El timbleer era fuerte
y ágil, y le causó tantas heridas a El-ahrairah que perdió mucha sangre. Pero
El-ahrairah no quedó a la zaga y, al final, el timbleer tuvo que contentarse con
escapar cojeando y lanzando maldiciones.
El-ahrairah se sentía débil y mareado. Se dejó caer en el camino e intentó
descansar, pero las heridas le dolían tanto que no estaba cómodo en ninguna posición.
La noche seguía su curso, y él seguía agitándose y revolviéndose en medio de
horribles dolores. Debió de dormirse al fin porque, cuando abrió los ojos y miró a su
alrededor, ya estaba amaneciendo y un tordo cantaba desde un abedul cercano.
Intentó incorporarse, pero, una vez más, se desplomó en el suelo. El dolor era
horrible y, como no podía caminar, se vio forzado a quedarse allí, en medio del
camino. Empezaba a pensar que moriría en aquel lugar.
Permaneció tendido todo el día, y pronto empezó a delirar, ajeno al paso de las
horas. A veces se dormía, pero incluso en sueños sentía el dolor. Imaginaba que
Rabscuttle estaba con él y le suplicaba que le ayudara. Pero Rabscuttle se desvanecía
lentamente y se transformaba en un enebro achaparrado que había en la colina en la
que creía estar. Entonces se le antojaba que era Avellano, que le decía a Hyzenthlay
que cuidara de la madriguera mientras él estaba fuera con Campeón en una patrulla
amplia especial. Pero también estas ficciones se desvanecían, o se fundían con otras
en las que le parecía ver elil por el rabillo del ojo. Se pasó el día entero volviendo la
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cabeza a un lado y a otro, tratando de verlos con claridad. Y mientras tanto, un conejo
le susurraba chistes al oído, aunque no acababa de entender sobre qué iban. El dolor y
el miedo lo consumían. Oyó a un conejo que le suplicaba a Rabscuttle que viniera y,
al rato, se dio cuenta de que era él mismo.
Tendido como estaba, cogió una brizna de hierba, pero no podía comer. «Es una
hierba especial, señor —decía Rabscuttle desde algún lugar detrás de él—. Una
hierba especial para que os curéis pronto. Dormid ahora».
A la mañana siguiente vio perfectamente a un zorro verde que se acercaba por el
camino. De nuevo intentó incorporarse pero, en el mismo momento en el que el zorro
desaparecía, sus patas cedieron y cayó sobre su espalda. Quedó tendido boca arriba,
mirando estúpidamente al cielo.
Entonces empezó a temblar de miedo. En la curva azul del cielo vio una
hendidura, una grieta que, según advirtió, era una herida abierta. Los bordes
irregulares parecían haber sido hechos con algo contundente, algo que primero había
cortado y después desgarró. Por algunos sitios había jirones de carne que colgaban
aún de la herida e impedían ver con claridad lo que había debajo. Lo único que pudo
distinguir en la profundidad supurante de la herida era sangre y pus, una superficie
reluciente y viscosa, irregular, como una marisma. También los bordes estaban
sucios, ribeteados de sangre y de una sustancia amarilla llena de moscas. Mientras
observaba aquello horrorizado, el cuerpo de un conejo cayó desde la herida, pero se
evaporó también mientras caía.
A los ojos enloquecidos de El-ahrairah, la hendidura entera pareció moverse,
como unos labios abiertos que descendían para cerrarse sobre él y tragarlo. Cayó
chillando por el lado del sendero y rodó por la pendiente hasta perder el
conocimiento.
Cuando volvió en sí, tenía la cabeza despejada y las heridas parecían menos
dolorosas. Se sintió con fuerzas para volver por propio pie a casa, donde su hembra,
Nur-Rama, y su fiel Rabscuttle lo cuidarían hasta que se recuperara. Recorrió una
corta distancia muy despacio y se tumbó al sol para limpiarse un poco.
Y cuando estaba allí descansando, se dio cuenta de que el Señor Frith le estaba
hablando a su corazón.
«El-ahrairah, no deberías emprender más aventuras arriesgadas, al menos por el
momento. No hay necesidad de que sigas impresionando a tu gente con más grandes
batallas y viajes. Ya has hecho suficiente, y ellos te aman y te admiran. Disfruta del
verano ociosamente como un buen conejo. Ya has demostrado que estás a la altura de
cualquier criatura que encuentres en tu camino».
—Mi señor —replicó El-ahrairah—, nunca he cuestionado vuestros caminos, por
oscuros y misteriosos que sean. Pero… ¿cómo podéis permitir que en vuestra
creación exista algo tan terrible, un horror tan insoportable?
—No lo permito, El-ahrairah. Mira el cielo. No está ahí, ¿no es cierto?
El-ahrairah miró temeroso hacia arriba. El agujero ya no estaba en el cielo.
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—Aunque solo sea por un momento, mi señor…
—Nunca ha estado ahí, El-ahrairah.
—¿Nunca? Pero yo lo vi con mis propios ojos.
—Lo que viste fue producto de tu mente delirante. No era real. Y no tenía el
poder de detenerlo.
—Y el viejo Themmeron, en Parda-rail…
—Él sabía que tú nunca habías visto el agujero en el cielo. Nunca hables de ello.
Los conejos que lo han visto, como tú, no quieren hablar de ello, y los que no lo han
visto te considerarán un tipo raro.
El-ahrairah aprendió la lección y se sintió más sabio. Nunca más volvió a ver el
agujero en el cielo, ni habló de ello con nadie, sobre todo con conejos que intuía
habían pasado por un sufrimiento similar al suyo.
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6
La historia del conejo fantasma
De los cuatro efrafanos que se rindieron en el ruinoso Panal ante Quinto la mañana de
la derrota de Vulneraria, tres llegaron pronto a ser muy apreciados por Avellano y sus
amigos.
Hierba Cana, que poseía incluso mejores dotes de patrullero que el mismo
Negroso, fue, a pesar de su devoción por el general, una valiosa incorporación a la
madriguera. Mientras que Cardo, por su parte, libre de la disciplina de Éfrafa, resultó
ser un conejo divertido y agradable.
La excepción fue Tusílago. Nadie sabía qué pensar de él. Era un conejo austero y
silencioso, cortés con Avellano y Pelucón, pero decididamente brusco en sus tratos
con los demás. Y tampoco parecía hacerse mucho con sus compañeros de Éfrafa.
Durante silflay, siempre se le veía a muchos metros de los demás y, ciertamente, a
nadie se le hubiera ocurrido pedirle que contara una historia.
Un día, cuando Pelucón se quejaba de «ese tipo apestoso con una cara más larga
que el pico de un grajo», Avellano aconsejó que lo dejaran tranquilo, pues eso era lo
que parecía querer, y que esperaran a ver qué pasaba más adelante, cuando se
acostumbrara a la nueva madriguera.
Campanilla, al cual se pidió que dejara de hacer chistes a su costa, hizo notar que
su mirada plañidera le recordaba a una vaca en medio de la lluvia.
Durante la primera parte del invierno que siguió a aquel trascendental verano, el
tiempo fue muy benigno. Noviembre trajo consigo muchos días de sol. Aparecieron
las diminutas florecillas de la pamplina y el pan y quesillo, e incluso aquí y allá,
colina abajo, se abrieron los brotes de los fresnos y pudieron verse los estilos de color
rojo oscuro en las ramas de las juncias.
Kehaar apareció un día, para regocijo general, y trajo consigo a un amigo, un tal
Lekkri, cuya manera de hablar, según palabras de Plateado, estableció un récord de
ininteligibilidad. Por supuesto, Kehaar no sabía nada de lo sucedido desde la mañana
que siguió a la fuga de Éfrafa. Escuchó la historia de labios de Diente de León una
tarde ventosa y nublada, mientras las hojas de las hayas volaban en remolinos y la
hierba se agitaba. Cuando concluyó, dijo al perplejo narrador que el gato de
Nuthanger era «muy ruin que mucho cormorán», opinión con la que Lekkri se mostró
de acuerdo con un graznido chirriante que hizo que un conejo joven que había por allí
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diese un bote y corriera en busca de su agujero.
A menudo, en las mañanas despejadas, podía verse desde la pendiente norte de la
colina la figura blanca de las dos gaviotas, que bajaban a buscar comida y resaltaban
bajo la luz del sol sobre los campos arados, en los que el trigo de la siguiente
temporada empezaba a madurar.
Una tarde, hacia fin de mes, Negroso se llevó con él a Escabiosa y Threar (el hijo
de Quinto) a un asalto de entrenamiento al huerto de Laddle Hill House, alrededor de
un kilómetro y medio hacia el oeste. («A dar un pequeño toque», como dijo él). A
Avellano le inquietaba que los más jóvenes fueran tan lejos, pero dejó que fuera
Pelucón, como capitán de la Owsla, el que tomara la decisión (y no difirió mucho del
«Que l’enfant gagne ses éperons», de Enrique III en Crécy, por cierto). No habían
regresado aún cuando el sol empezó a ponerse. Avellano escudriñó el paisaje en
compañía de Pelucón hasta que la oscuridad impidió que pudieran ver nada, y bajó al
Panal inquieto.
—No te preocupes, Avellano-rah —le dijo Pelucón alegremente—. A lo mejor
Negroso ha decidido hacerles pasar la noche fuera para que conozcan la experiencia.
—No es eso lo que dijo —respondió Avellano—. No recuerdas que dijo que…
Justo en ese momento oyeron ruido de pasos que venía del corredor de Kehaar y,
tras unos instantes, aparecieron los tres expedicionarios, cubiertos de barro y
cansados, pero por lo demás, ilesos.
Todos se sintieron aliviados y complacidos. Sin embargo, Escabiosa, que parecía
bastante abatido, se limitó a tenderse en el suelo allí mismo.
—¿Por qué habéis tardado tanto? —preguntó Avellano con brusquedad.
Negroso no dijo nada. Tenía la expresión de alguien reacio a hablar mal de sus
subordinados.
—Fue culpa mía, Avellano-rah —dijo Escabiosa sacudiéndose—. He tenido…
una mala experiencia en la colina, cuando volvíamos. No sé qué pensar de lo que me
ha pasado. Negroso dice…
—Jovenzuelo estúpido —le interrumpió Negroso—. Lo que pasa es que ha
escuchado demasiadas historias. Mira, Escabiosa, ya estás en casa, ¿no? ¿Por qué no
lo dejamos ahí?
—¿Qué ha pasado? —preguntó Avellano con un tono más afable.
—Cree que ha visto el fantasma del general en la colina —dijo Negroso con
impaciencia—. Le he dicho…
—¡Pero es que lo he visto! —insistió Escabiosa—. Negroso me ordenó que me
adelantara para inspeccionar unos arbustos, y cuando estaba allí solo lo vi. Una figura
completamente negra… enorme, grande… igual que en los cuentos…
—Y yo te digo que era una liebre —volvió a interrumpirle Negroso algo molesto
—. ¡Frith en una vaca! Yo mismo lo vi. ¿Es que crees que no sé el aspecto que tiene
una liebre? No conseguí hacer que se moviera hasta que le di una patada —le susurró
a Pelucón—. Estaba tharn…
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—Era un fantasma —insistió Escabiosa, aunque con menos convicción—. El
fantasma de una liebre, quizá…
—Yo nunca he visto el fantasma de una liebre —terció Campanilla—, pero la otra
noche casi veo el fantasma de una pulga. Digo yo que sería un fantasma, porque me
levanté más picado que una pimpinela y por más que busqué, no pude encontrarla.
Imaginaos, esa horrible pulga fantasma, toda blanca y reluciente…
Avellano se había acercado a Escabiosa y estaba hocicándole el hombro
gentilmente.
—No era un fantasma, Escabiosa, ¿lo entiendes? No he conocido en mi vida un
solo conejo que haya visto un fantasma.
—No es cierto —dijo una voz desde el otro lado del Panal. Todos se volvieron
sorprendidos. Era Tusílago el que había hablado. Estaba solo, sentado en un hueco
que había entre dos raíces. Su acostumbrado silencio y aquella posición parecían
darle un aire diferente, le conferían una especie de distancia, de autoridad, y hasta
Avellano, que había querido tranquilizar a Escabiosa, calló, esperando a que
continuara.
—¿Quieres decir que tú sí has visto un fantasma? —preguntó Diente de León,
que podía oler una historia. Pero no había necesidad de que insistieran. Ahora que
había encontrado la ocasión, Tusílago habló. Al igual que el antiguo marinero,
Tusílago conocía a su audiencia, y sabía que era menos reacia, pues, bajo aquel
oscuro impulso, el Panal entero guardó silencio y escuchó sus palabras.
—No sé si todos sabéis que no soy de Éfrafa. Yo nací en el bosquecillo de Nutley,
en la madriguera que el general destruyó. En aquel entonces formaba parte de la
Owsla, y hubiera luchado como el que más. Pero da la casualidad de que estaba
silflay bastante lejos cuando el ataque se inició, y me hicieron prisionero en seguida.
Me asignaron a la marca del Cuello, como podéis ver, y el último verano me
escogieron para el ataque a la colina de Watership.
»Aunque todo esto no tiene nada que ver con lo que le he dicho a vuestro conejo
jefe hace un momento —dijo, y calló.
—Bueno, ¿y? —preguntó Diente de León.
—Había un lugar al otro lado de los campos, no muy lejos del bosquecillo de
Nutley —continuó Tusílago—, una especie de valle arbolado, pequeño y cubierto de
malezas y espinos… eso nos decían siempre, y lleno de viejos agujeros de conejo.
Estaban vacíos y fríos, y ningún conejo de la madriguera se hubiera acercado allí ni
aunque le hubieran perseguido hrair comadrejas.
»La historia había ido pasando de generación en generación durante sabe Frith
cuánto tiempo, y lo único que sabíamos era que algo muy malo les había sucedido a
los conejos de aquella madriguera hacía mucho tiempo, algo relacionado con
hombres, o chicos, y que el lugar estaba encantado y lleno de espíritus malignos.
Todos los que estaban en la Owsla lo creían, y el resto de los conejos también, por
supuesto. Que nosotros supiéramos, ningún conejo había agitado la cola allí en vida
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de nadie, ni mucho antes, aunque algunos decían que al anochecer o en las mañanas
en que bajaba la niebla podían oírse chillidos que venían de allí. La verdad es que no
era algo que me quitara el sueño. Yo me limitaba a hacer como los demás, me
mantenía alejado.
»Durante mi primer año, cuando aún era considerado un vagabundo en la
madriguera, lo pasé bastante mal, igual que dos o tres amigos que tenía. Y el caso es
que un día decidimos marcharnos y buscar un sitio mejor. Había otros dos machos
conmigo, mi amigo Estelaria y un conejo muy tímido llamado Festuca. También
había una hembra. Creo que se llamaba Mian. Partimos un día bastante frío de abril,
alrededor de ni-Frith.
Tusílago hizo una pausa. Estuvo un rato mascando sus bolitas, como si meditara
sus palabras, y entonces continuó:
—Aquella expedición fue un desastre. Antes del anochecer, el frío se hizo
insoportable y empezó a llover a mares. Nos topamos con un gato que iba de caza y
suerte tuvimos de escapar. Éramos muy inexpertos, no teníamos ni idea de adónde
queríamos ir, y no tardamos mucho en perder toda orientación. No podíamos ver el
sol, claro, y cuando llegó la noche tampoco pudimos guiarnos por las estrellas. Y
luego, por la mañana, un armiño nos descubrió, un armiño muy grande.
»No sé cómo lo hacen, no he vuelto a ver ningún otro desde aquel día, pero lo
cierto es que allí nos quedamos los tres, sentados, indefensos, mientras aquel animal
mataba a Mian. La pobre no hizo el menor ruido. Conseguimos salir de allí de alguna
forma, pero Festuca estaba muy mal, y no dejaba de llorar, pobre tipo. Al final, poco
antes de ni-Frith del segundo día, decidimos volver a la madriguera.
»Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Supongo que estuvimos andando en
círculos mucho tiempo. El caso es que, para cuando empezó a anochecer, seguíamos
tan perdidos como antes, y avanzábamos con dificultad, completamente
desesperados. Entonces, de pronto, me encontré en una pendiente, atravesé un zarzal
y vi que había un conejo delante de mí, muy cerca, un extraño. Estaba silflay,
comiendo entre la hierba, y vi su agujero y varios otros más atrás, al otro lado del
pequeño valle en el que estábamos.
»Me sentí contento y aliviado, y estaba a punto de hablarle cuando algo me
impulsó a detenerme. Fue entonces cuando me detuve y lo miré, cuando comprendí
dónde debíamos de estar.
»El poco viento que había me daba de cara. Mientras pacía, el conejo se detuvo a
hacer hraka, a pocos metros de mí, pero no me llegó ningún olor, nada, ni la más
ligera señal. Habíamos aparecido delante de él, abriéndonos paso a trompicones entre
las zarzas, y no levantó siquiera la vista, no hizo el menor ademán de habernos visto.
Y entonces vi algo que me asusta incluso ahora. Una moscarda muy grande se le puso
en un ojo, pero él no parpadeó ni agitó la cabeza. Siguió comiendo tranquilamente, y
la moscarda… la moscarda desapareció, se desvaneció. Un momento después el
conejo brincó un poco más adelante y vi a la moscarda en el suelo, donde había
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estado el conejo.
»Festuca estaba junto a mí, y le oí dar un pequeño gemido. Y en ese momento
reparé en que no había ruidos en aquel lugar. Era una tarde agradable, soplaba una
ligera brisa, pero no se oía cantar a ningún mirlo, no se agitaba ninguna hoja, nada.
La tierra que rodeaba aquellos agujeros estaba fría y dura, no había ni arañazos ni
marcas. Supe entonces con seguridad lo que tenía ante mis ojos y, con los sentidos
enturbiados, me recorrió el cuerpo un profundo temblor. El mundo entero pareció
tambalearse y abandonarme en aquel lugar terrible y silencioso donde no había
olores. Estábamos en la Nada. Miré a Estelaria, que estaba a mi lado, y tenía el
mismo aspecto que un conejo que se está ahogando atrapado en una trampa.
»En ese momento vi al chico. Se arrastraba entre los arbustos, un poco más allá
de donde nosotros estábamos, y también tenía el viento de cara, de modo que el otro
conejo no hubiera podido olerle. Era un chico corpulento, y lo único que puedo decir
es que tal vez hubo un tiempo en que los hombres tenían ese aspecto, pero ahora no
son así. Parecía como sucio, y había en él algo salvaje, igual que en todo cuanto había
en aquel sitio. Llevaba unas botas viejas demasiado grandes para él. Su expresión era
cruel y estúpida, y tenía los dientes en muy mal estado y una verruga grande en una
mejilla. Tampoco él hacía ruido, ni olía.
»En una mano llevaba un palo ahorquillado con una especie de cordel colgando y,
mientras lo observaba, cogió una piedra, la puso en el cordel y lo estiró hacia atrás,
casi hasta el ojo. Entonces lo soltó y la piedra salió volando y le dio al conejo en una
de las patas traseras, en la derecha. Oí cómo el hueso se rompía, y el conejo saltó y
gritó. Sí. Aún me parece oírlo, y sueño con él. ¿Podéis imaginar un grito sin aire, sin
respiración? Era como si el grito procediera del mismo aire y no del conejo que
estaba pataleando sobre la hierba. Como si fuera el lugar entero quien había gritado.
»El chico se levantó, con una risa chillona. De pronto la hondonada pareció
llenarse de conejos que corrían en busca de los agujeros vacíos y fríos.
»Era evidente que al chico le divertía lo que había hecho. No era solo haberle
acertado al conejo lo que le hacía reír, sino verlo allí, sufriendo y gritando. Fue hasta
donde estaba, pero no lo mató. Se quedó allí, mirando cómo pataleaba. La hierba
estaba cubierta de sangre, pero sus botas no dejaron ninguna huella, ni en la hierba ni
en el barro.
»Gracias a Frith, no sé qué tenía que suceder después, y nunca lo sabré. Creo que
el corazón se me habría parado, me habría muerto. Pero de pronto oí voces de
hombres que se acercaban y me llegó el olor de un palito blanco, como cuando estás
bajo tierra y te llega un sonido del exterior, muy distante. Y de verdad, me alegré, me
alegré como un jilguero en la hierba de oír aquellas voces y oler el palito blanco. Un
momento después aparecieron abriéndose paso entre los espinos, y un sinfín de
pétalos cayeron por el suelo. Eran dos hombres grandes, y olían a carne. Vieron al
chico, sí, lo vieron, y lo llamaron.
»No sabría cómo explicar lo diferentes que se veían aquellos hombres de todo lo
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demás. Cuando aparecieron ruidosamente entre los espinos tuve la sensación de que
el conejo y el chico…, y todo lo que había allí, eran como bellotas que caen de un
roble. En una ocasión vi un hrududu que rodaba por una pendiente. El hombre lo
había dejado en la pendiente y supongo que hizo algo mal, porque el hrududu empezó
a bajar lentamente y no se paró hasta que se metió en el arroyo que había al fondo.
»Con ellos era así. Estaban haciendo lo que tenían que hacer, no tenían
elección… ya lo habían hecho antes… una y otra vez… no había luz en sus ojos… no
eran criaturas que pudieran ver o sentir…
Tusílago se detuvo, asfixiándose. En medio de un silencio sepulcral, Quinto dejó
el lugar donde estaba y se tendió junto a él, y le habló en voz baja con unas palabras
que nadie más pudo oír. Tras una larga pausa, Tusílago se incorporó y prosiguió:
—Aquellas… aquellas… visiones… aquellas cosas… se desvanecieron cuando
los hombres hablaron, se derritieron como la escarcha en la hierba cuando echas el
aliento sobre ella. Y los hombres…, no parecieron notar nada raro. Creo que vieron al
chico y le hablaron como parte de una especie de sueño y que cuando él y su pobre
víctima se desvanecieron, no recordaban nada. Sea como sea, si habían acudido a
aquel sitio era porque habían oído gritar al conejo, y no costaba mucho saber por qué.
»Uno de ellos llevaba el cuerpo de un conejo muerto de la ceguera blanca. Le vi
los ojos, pobrecillo, y el cuerpo todavía estaba caliente. No sé si sabréis cómo hacen
los hombres ese trabajo tan asqueroso, pero lo que hacen es meter el cuerpo todavía
caliente del conejo en el agujero de otra madriguera antes de que las pulgas hayan
salido de las orejas. Y a medida que el cuerpo se enfría, las pulgas van pasando a los
otros conejos, que enferman de la ceguera blanca. Lo único que puedes hacer es
huir… si es que consigues descubrir a tiempo dónde está el peligro.
»Los hombres seguían allí, y no dejaban de mirar y señalar los agujeros
abandonados. El granjero no estaba con ellos, todos sabíamos qué aspecto tenía.
Seguramente les había pedido que vinieran y trajeran el cuerpo del conejo y luego no
había tenido ganas de acompañarlos, sí, seguro que fue eso, porque aquellos hombres
no parecían muy seguros del lugar exacto. Se veía por la manera en que miraban de
un lado a otro.
»Al cabo de un rato uno de los hombres pisó el palito blanco y empezó a quemar
otro, se acercaron a un agujero y metieron el cuerpo del conejo con un palo largo.
Después se fueron.
»También nosotros nos fuimos, aunque no recuerdo cómo fue. Festuca estaba
como loco. Cuando volvimos al bosquecillo de Nutley se tendió tharn en la primera
conejera que encontró y ya no salió, ni al día siguiente, ni al otro. No sé qué fue de él,
porque después de aquello no volví a verlo. Estelaria y yo nos las arreglamos para
hacernos con una conejera más adelante, aquel mismo verano, y la compartimos
durante mucho tiempo. Nunca hablábamos de lo que habíamos visto, ni siquiera
cuando estábamos solos. Él murió cuando los efrafanos atacaron la madriguera.
»Sé que pensáis que soy muy poco sociable, que no me gusta nadie aquí, y que
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estoy en contra vuestro. Pero no es eso, ahora sabéis que no es eso… Oh, lo que… lo
que me atormenta es pensar en ese conejo… ese pobre conejo, ¿tiene que pasar por
eso una y otra vez, para siempre? ¿La piedra, el dolor…? ¿Y nosotros también…?
Tusílago, fuerte y corpulento como era, empezó a sollozar como un cachorro.
También Puchero lloraba, y en la oscuridad del Panal, Avellano sintió que Zarzamora
temblaba junto a él. Entonces Quinto habló, con una serenidad que atravesó el horror
que sentían como la llamada de un chorlito atraviesa los campos desnudos en medio
de la noche.
—No, Tusílago, no tiene que ser así. Es cierto que hay muchas cosas terribles y
peligrosas en esa región del más allá donde estuvisteis tú y tus amigos aquella noche,
pero al final, por muy lejano que pueda parecer, Frith mantiene la promesa que le
hizo a El-ahrairah. Lo sé, puedes creerme. Las criaturas que viste no eran reales. Es
solo que a veces, en los lugares donde han sucedido cosas malas, persiste una especie
de fuerza extraña, como los charcos que quedan después de la tormenta, y de vez en
cuando alguien tiene que caer en el charco. Lo que viste no era real, convéncete; lo
que oíste era un eco, no una voz. Y recuerda, eso fue lo que salvó tu madriguera
aquella tarde. ¿A qué otro sitio iban a llevar aquel cuerpo si no… y quién puede
entender todo lo que Frith sabe y lo que permite que suceda?
Guardó silencio y, aunque Tusílago no respondió, no dijo más. Evidentemente,
pensaba que Tusílago debía convencerse por sí mismo, sin necesidad de que
insistieran o intentaran convencerlo con más argumentos. Poco después los conejos
empezaron a dispersarse, cada uno se fue a su conejera para dormir, y en el Panal
quedaron solo Tusílago y Quinto.
Tusílago lo entendió. Después de aquello, durante varios días se le pudo ver
silflay con Quinto, comiendo hierba, hablando y escuchando a su nuevo amigo.
A medida que el amargo invierno pasaba, su espíritu se fue iluminando y para la
primavera ya se había convertido en un conejo alegre y hablador, al cual podía
encontrarse con frecuencia en el terraplén, narrando historias a las crías.
—Quinto —dijo Campanilla una tarde de principios de abril, cuando el perfume
de las primeras violetas se dispersaba bajo las hojas nuevas de las hayas—, ¿crees
que podrías conseguirme un fantasma bueno y agradable? Es que he estado
pensando… y parece que a la larga los fantasmas son beneficiosos.
—Muy a la larga —respondió Quinto—, y solo para aquellos que son capaces de
seguir corriendo[1].
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7
La historia de Verónica
—¡Oh, siempre me estáis pidiendo que cuente una historia! —dijo Diente de León,
una tarde en la que todos habían bajado al Panal para resguardarse de la lluvia de
abril—. ¿Por qué no se lo pedís a otro? A Verónica, por ejemplo. Cuenta casi tantos
chistes como Campanilla, pero nunca le he oído explicar una historia. Estoy seguro
de que todos esos chistes podrían formar una buena historia, siempre y cuando los
enlace con un poco de gracia. ¿Qué me dices, Verónica?
—¡Sí, sí! —Corearon todos—. ¡Cuéntanos una historia, Verónica!
—Muy bien —dijo Verónica tan pronto como pudo hacerse oír—. Os explicaré
una historia sobre una aventura que tuve el pasado verano. Pero no quiero que nadie
me interrumpa ni empiece a hacer preguntas. El primero que me interrumpa va a
tener que salir a la lluvia. ¿De acuerdo?
Todos estuvieron de acuerdo, más que nada, por la curiosidad que sentían por
escuchar lo que iba a contarles. Cuando todos estuvieron cómodamente instalados,
empezó:
—Un día, a finales del verano pasado, el tiempo era terriblemente caluroso y seco
y decidí ir a refrescarme la piel. Siempre me ha parecido una pena que los conejos no
podamos quitarnos la piel cuando hace calor, pero por lo menos nos queda el
consuelo de poder ir al refrigerador.
A Pico de Halcón estuvo a punto de escapársele una pregunta. Verónica se detuvo
y Pico de Halcón se tragó lo que iba a decir. Verónica retomó la historia.
—Bueno, pues el caso es que bajé por la colina, hacia el prado en el que está el
árbol de hierro. Pero cuando llegué allí vi que alguien lo había cubierto de mariposas,
mariposas azules, y no conseguí convencerlo de que hiciera lo que yo quería. De
modo que reuní a las mariposas más grandes que pude encontrar y les dije que
volaran conmigo sobre la granja.
»No os lo vais a creer, pero cuando llegamos a la granja, antes de que
empezáramos a descender, vi un zorro sentado en el patio y comiéndose las lechugas.
Les dije a las mariposas que lo atacaran, pero tenían miedo, así es que salté al suelo y
fui a buscar un cubo para meter al zorro dentro. Encontré el cubo colgado del
tendedero, pero unos estorninos lo habían estado utilizando como nido y tuve que
llevármelo con los pajaritos y todo, que no dejaban de piar pidiendo comida. Les dije
que allí había un zorro rico y fresco esperándolos, pero cuando saltaron para
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atraparlo, lo asustaron tanto que salió huyendo y los pajaritos salieron corriendo
detrás de él. Dejé que se fueran y me quedé con el cubo.
»Bien. El caso es que luego me puse a jugar con el cubo, haciéndolo rodar arriba
y abajo por el patio, y de pronto un tejón asomó la cabeza desde dentro y me
preguntó por qué rayos le había despertado. Yo le dije que no creía que llevara allí
mucho rato, porque acaba de verlo vacío hacía muy poco, pero él se limitó a
responderme: «Eso ya lo veremos» y salió del cubo y empezó a perseguirme. Solo
había una cosa que pudiera hacer. Me quité la cabeza y la eché rodando por la
carretera, y el tejón corrió tras de ella. Entonces me senté y la pequeña del granjero
me trajo un plato enorme lleno de zanahorias.
En este punto, Campanilla dijo «Pero…». Verónica esperó, pero Campanilla hizo
ver que carraspeaba, y continuó:
—Cuando ya me había acabado las zanahorias, me di cuenta de que había un
enorme jaleo de pisotones y alguien escarbaba, de modo que fui a ver qué pasaba. Y
en la zanja me encontré a un montón de erizos que discutían para ver quién era el que
más pinchaba. Les dije que el que más pinchaba era yo y todos vinieron a por mí,
berreando como un rebaño de ovejas. Corrí tan rápido como pude pero, si no me
hubiera encontrado a mi cabeza sentada en un charco, me hubieran atrapado. Me la
puse rápidamente y les lancé una mirada muy fiera a esos erizos, y del miedo que les
dio, empezaron a chocarse unos con otros intentando escapar. Los dejé tranquilos y
me senté un rato a descansar.
»Y ¿a qué no os imagináis lo que pasó después? Pues que en dos patadas llegó
Kehaar volando con tres de sus compañeras, preguntando dónde estaban y qué le
había pasado a Pelucón. Les dije que Pelucón estaba ocupado subiendo a un árbol
para refrescarse, y entonces todos se acercaron y me rodearon y no dejaban de
preguntarme si estaba seguro de que aquello era la verdad. Cuando oí aquello me
enfadé muchísimo, y les dije que podían estar seguros de que nunca en mi vida había
dicho la verdad.
»No tenía más ganas de estar con ellos, así es que me levanté a mí mismo
cogiéndome de las orejas y trepé a un árbol lechuga que tenía a mi espalda. Me
escondí detrás de las lechugas y esperé hasta que las gaviotas se fueron. Luego me
comí todas las lechugas que encontré y tres que no había encontrado, solo para
asegurarme.
»Cuando bajé del árbol me sentía mucho más pesado, y vi que había una hermosa
corriente de agua clara que corría junto a un lecho de rosas y azafrán. Cogí un
azafrán, uno amarillo, muy mono, y salté al interior, y me encontraba flotando por el
agua, sin una sola preocupación, cuando recordé que había salido para refrescarme la
piel.
»No estaba muy lejos del refrigerador, así que me estampé con el azafrán contra
la orilla, le dije que me esperara y corrí de vuelta por el campo. Había allí dos
caballos paciendo, uno verde y otro azul celeste, de modo que le pedí al verde si
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tendría la amabilidad de llevarme hasta el refrigerador y el azul celeste dijo que
encantado.
En ese momento, a Pico de Halcón le dio un ataque de tos, durante el cual
pudieron oírse algunas palabras sueltas: «disparate»…, «quién»…, «un caballo azul
celeste». Verónica esperó cortésmente hasta que Pico de Halcón dejó de toser y
entonces comentó: «¿Dónde estaba? Ah, sí, por supuesto».
—Realmente tenía un aspecto maravilloso sobre aquel caballo azul celeste. Todos
los pájaros que había en kilómetros a la redonda se acercaron a mirarnos. Llegamos al
refrigerador en un momento, y le pedí a mi caballo azul celeste que me esperara
fuera.
»Se estaba fenómeno en el refrigerador y pronto me sentí mucho mejor. Tan
pronto como me hube quitado el hielo de la piel salí y, ¿a que no sabéis qué es lo que
vi? Pues al zorro y al tejón, que estaban sentados, diciendo las cosas más feas que os
podáis imaginar sobre mí.
»Los agarré a los dos e hice chocar sus cabezas, que sonaron como un cuco en
abril. Salté de nuevo sobre mi caballo azul celeste y nos fuimos galopando. «¿Dónde
vamos, amo?», me preguntó el caballo. «Creo que deberíamos ir a ver cómo está mi
bote de azafrán», le dije yo, «si no está muy lejos». «¿Muy lejos, amo?», me dice
entonces el caballo. «Pero si ya hemos llegado».
»Y sí que estábamos allí, claro, lo que pasa es que habíamos ido cabalgando de
espaldas y por eso no me había dado cuenta.
»Y allí estaba mi bote, sano y salvo. El caballo subió y luego subí yo también y
nos fuimos corriente arriba, valle abajo. Por supuesto, la pequeña hija del granjero
nos estaba esperando en la orilla, y la llevé a dar un paseo sobre mi caballo azul
celeste.
»Fuimos al encuentro de los conejos, miles y miles de conejos, y cuando nos
vieron, todos empezaron a decir: «Hagámosle nuestro jefe, nuestro rey, y la pequeña
Lucy será su reina».
»Y allí estábamos los dos, el rey y la reina de los conejos, y Lucy estaba cubierta
de flores, y yo de hojas de diente de león. Cavé un bonito agujero para que
pudiéramos dormir juntos y estuve explicándole cuentos hasta que se durmió.
»Mi caballo también se durmió, pero entonces llegó su dueño buscándolo, y el
granjero vino a buscar a su Lucy. Llevaba una bala entera de paja, para que el caballo
no pasara hambre, y mi querida Lucy galopó sobre él hasta la granja, y yo le prometí
que iría a verla cada vez que lloviera. Llovió miel para ella y hojas de lechuga para
mí, y vivimos como el rey y la reina que éramos.
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Tú coge la mano derecha,
yo cogeré la izquierda.
Tú serás la reina negra,
yo seré la blanca reina.
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Segunda parte
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8
La historia del campo cómico
Esta (decía Diente de León) es una de las muchas historias que corren sobre las
aventuras de El-ahrairah y Rabscuttle durante su largo viaje de regreso desde la
madriguera de piedra del Conejo Negro de Inlé.
Avanzaban muy despacio, pues ambos estaban exhaustos y trastornados por
aquella terrible experiencia. Sin embargo, el tiempo era agradable. Los días se
sucedían cálidos y soleados. El-ahrairah solía dormir después del mediodía, y
mientras, Rabscuttle permanecía alerta por si aparecía algún elil. Pero no hubo nada
que los perturbara, ni alarmas, ni huidas precipitadas, y poco a poco El-ahrairah
empezó a recuperar su antigua energía y su fuerza. Las alondras cantaban en las
alturas, los mirlos cantaban también, más abajo, y parecía como si el propio Frith
estuviera disponiéndolo todo para que pudieran reencontrarse con el ritmo plácido
propio de la vida de los conejos.
Una tarde clara y despejada, cuando estaba próximo el crepúsculo, iban los dos
con paso torpe por la cima de una colina, buscando un lugar resguardado donde pasar
la noche. Cuando llegaron al otro lado de la cima se detuvieron a observar los
alrededores para decidir por dónde debían bajar.
Era exactamente el terreno de cultivo al que estaban acostumbrados. Corrían los
primeros días del verano. Los campos estaban verdes y el paisaje aparecía salpicado
de pequeñas parcelas de bosque en las que las hojas destellaban al sol. A lo lejos se
veía a un hombre traqueteando en un hrududu. Todo parecía perfectamente normal,
excepto por una cosa que nunca antes habían visto.
No muy lejos de una carretera solitaria había una casa grande: chimeneas sin
humo, ventanas sin cristales y tejados rotos. Como cualquier conejo hubiera sabido
ver, estaba abandonada, en ruinas, porque no se veían hombres por ningún sitio.
Desde donde estaban podían divisar el jardín y los senderos, enmarañados y cubiertos
de malezas. Había algunos cobertizos por las inmediaciones y El-ahrairah estaba
pensando que uno de ellos podía muy bien servirles de refugio para pasar la noche
cuando percibió algo bastante inusual.
En el lado más próximo del jardín, y separado de este por un muro bajo, había
una parcela de terreno del tamaño de una pradera. En realidad, hubiera podido muy
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bien ser una pradera, de no ser porque estaba dividida por senderos verdes que
corrían de un lado a otro y que estaban bordeados por gruesos setos. La luz del oeste
iluminaba los senderos vacíos y, aunque El-ahrairah estuvo observándolo largo rato,
no percibió allí señal alguna de la presencia de animales o pájaros.
—¿Tú qué crees que es? —le preguntó a Rabscuttle—. Es evidente que lo han
hecho los hombres, pero no había visto nunca nada igual. ¿Y tú?
—Yo no sé más que vos, señor —replicó Rabscuttle—. Pero no puede ser bueno
para nosotros, estoy seguro. Haríamos mejor ignorándolo.
—No, quiero verlo más de cerca. Bajemos por ese lado. No creo que pase nada, y
me gustaría averiguar para qué demonios sirve. Desde aquí no parece que pueda ser
de ninguna utilidad, ni siquiera para los hombres.
Descendieron lentamente por el lado de la colina, se detuvieron a tomar unos
bocados de hierba, pasaron junto a una pareja de erizos y pronto se encontraron cerca
de lo que El-ahrairah había decidido llamar «el campo cómico». No vieron ninguna
puerta ni entrada por ningún sitio, así es que El-ahrairah, algo confuso, se puso a
seguir el lado de aquella cosa.
—Tiene que haber una entrada —le dijo a Rabscuttle—. Si no, ¿qué sentido
tendría?
Rabscuttle seguía pensando que no debían acercarse, pero lo cierto es que le
alegró ver que su amo recuperaba la ilusión y se animaba ante la perspectiva de correr
una nueva aventura o hacer alguna travesura, pues, en los largos días transcurridos
desde que dejaran al Conejo Negro, había permanecido abatido. De modo que no dijo
nada y siguió obedientemente a El-ahrairah por el lado del seto, hasta que llegaron al
extremo y volvieron la esquina.
Lo primero que vieron al volver la esquina fue un solitario conejo que comía en
unas matas de hierba corta. Estaba de espaldas a ellos y no los vio acercarse. Tan
pronto como advirtió su presencia, pegó un bote y los miró visiblemente alterado. Sin
embargo, no escapó. Se quedó donde estaba y, cuando lo saludó y le deseó buenos
días, El-ahrairah vio que temblaba. Era muy viejo, tenía el pelo canoso y ojos
perspicaces, y sus movimientos eran lentos. De alguna manera, el aspecto de aquel
conejo le resultaba desagradable, pero eso, pensó, se debía seguramente a alguno de
esos raros y confusos arrebatos que le daban de vez en cuando desde su encuentro
con el Conejo Negro. Sabía que todavía no era del todo él, y se había acostumbrado a
prestar poca atención a aquellos sentimientos intermitentes.
El viejo conejo dijo que se llamaba Hierba Verde. Llevaba mucho tiempo
viviendo en aquel lugar, y no había ningún otro conejo con él, estaba solo.
El-ahrairah le preguntó si no tenía miedo de los elil viviendo solo, pero él respondió
que los elil no le molestaban. «Supongo que soy demasiado viejo y duro —dijo—.
No les gustaría mi carne». Y El-ahrairah no supo decidir si lo había dicho en broma o
en serio.
Después de la puesta de sol, cuando se preparaban para la noche, El-ahrairah
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preguntó a Hierba Verde por la gran casa en ruinas, si se acordaba de cuando los
hombres vivían allí.
—Por supuesto que me acuerdo —replicó Hierba Verde—. En otra época había
muchos hombres aquí.
—Y ¿por qué se fueron? —preguntó El-ahrairah.
—No sabría decirlo —dijo él—. Por lo que recuerdo, no se fueron todos a la vez.
Se fueron yendo poco a poco, hasta que no quedó ninguno.
—Y ese lugar tan extraño, ese campo tan cómico de senderos verdes, ¿sabes para
qué servía? ¿Qué utilidad podía tener?
—No tenía ninguna utilidad práctica —respondió Hierba Verde—. Los hombres
entraban e iban dando vueltas de un lado a otro hasta que llegaban al centro. Y
entonces intentaban encontrar la salida otra vez. Lo hacían para divertirse. Era una
especie de juego. Ya que estáis aquí, tal vez os gustaría visitarlo.
El-ahrairah parecía desconcertado.
—¿Un juego? Qué tontería.
—Bueno —replicó Hierba Verde—. No más que las otras cosas que suelen hacer
los hombres para entretenerse. Si hubieras vivido tan cerca de ellos como yo, lo
sabrías. De todos modos, vale la pena entrar.
—¿Tú has entrado alguna vez? —preguntó El-ahrairah.
—Oh, sí, muchas veces. Cuando era joven. Pero no tiene ningún sentido para un
conejo.
—Bueno —dijo El-ahrairah—, tal vez mañana le echemos una ojeada antes de
irnos, siempre y cuando haga buen tiempo y no llueva.
El día siguiente amaneció hermoso como nunca y El-ahrairah y Rabscuttle
empezaron la jornada comiendo en el huerto desierto y lleno de malas hierbas. Tenían
la esperanza de encontrar algo bueno que comer, pero nada hallaron que fuera
apetecible, ni siquiera en el huerto.
—Parece como si hubiera pasado por aquí un montón de conejos antes que
nosotros —dijo Rabscuttle—. Para lo que queda, bien podemos dejarlo para los
ratones y los pájaros.
—Sí. Volvamos, a ver qué encontramos en ese campo cómico.
—No acaba de gustarme ese lugar —dijo Rabscuttle—, aunque no sabría decir
por qué.
—Es algo desconocido —respondió El-ahrairah—. Y es natural que desconfíes.
De todos modos, no estaremos mucho. Tenemos que seguir nuestro camino.
Hierba Verde les esperaba. Les mostró dónde estaba la entrada al campo cómico y
los acompañó unos metros.
—¿Tenemos que seguir algún camino en particular para llegar al centro? —
preguntó El-ahrairah.
—No que yo sepa —respondió Hierba Verde—. Por lo que pude entender, eso era
lo que los hombres encontraban divertido. Tenían que buscar el camino para entrar y
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el camino para salir. Perderse era parte del juego.
Después de que Hierba Verde los dejara, permanecieron sentados un rato, sin
saber muy bien qué camino tomar. Finalmente decidieron que tanto daba el camino
que eligieran, así es que empezaron a caminar por uno de los muchos senderos que
corrían entre los setos. Estuvieron un buen rato dando vueltas de un lado a otro, hasta
que empezaron a aburrirse, y casi estaban por volverse atrás cuando, de pronto, se
encontraron en el centro. En medio de un cuadrado de hierba había una piedra grande
puesta en pie, y a un lado había un banco de madera.
—Supongo que esto es el centro —dijo El-ahrairah—, porque no hay más que
una entrada. Podemos tumbarnos al sol un rato antes de volver.
Durante un rato pacieron entre la hierba y entonces se pusieron a dormir al sol.
Todo estaba tranquilo y callado y, aunque El-ahrairah despertó una o dos veces,
pronto volvió a dormirse.
Cuando por fin se levantaron, el sol ya se había ocultado. Estaba atardeciendo y
empezaba a refrescar.
—Será mejor que volvamos cuanto antes —dijo El-ahrairah—. Ese Hierba Verde
debe de estar preguntándose dónde nos hemos metido. Pasaremos la noche con él y
nos iremos mañana.
Habían supuesto que sería fácil salir, pero pronto comprendieron que se
equivocaban. No tenían idea del camino que debían seguir y estuvieron dando vueltas
y más vueltas por los senderos verdes, completamente desorientados.
Fue en una de las ocasiones en que se detuvieron sin saber por dónde ir, cuando
El-ahrairah supo con certeza algo que llevaba presintiendo desde mucho antes. Había
otra criatura en el campo cómico… alguien que les seguía los pasos. Podía oírla, no
muy lejos. Aquello lo perturbó, pues los conejos, como todos sabéis, tienden por
naturaleza a asustarse de cualquier cosa desconocida, sobre todo si se trata de una
criatura extraña que anda cerca pero a la que no pueden ver ni oler claramente. Él y
Rabscuttle se quedaron completamente inmóviles, mirándose el uno al otro. Los dos
estaban espantados.
—¿Crees que debemos ir a su encuentro? —preguntó El-ahrairah al cabo—. Tal
vez pueda indicarnos la salida.
—No os equivoquéis, señor —replicó Rabscuttle—. No sé quién o qué es, pero
nos está buscando a nosotros, y tiene intención de matarnos si nos encuentra. Nos
está persiguiendo.
Entonces, los dos echaron a correr presas del pánico, de un lado a otro, sin saber
adónde iban. Era como una pesadilla, una huida sin sentido, sin una dirección
concreta, contraria a la naturaleza del conejo. Porque es lo normal que el conejo sepa
dónde está el peligro o el enemigo, y corra en la dirección contraria. Pero allí, en los
senderos del campo cómico, no sabían dónde estaba el peligro, no podían escapar de
su enemigo, porque cada sendero se retorcía y se perdía en otro sendero, o terminaba
en un punto muerto. Podría muy bien suceder que estuvieran corriendo directamente
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hacia ese enemigo desconocido, y el miedo se agarraba a sus corazones con más
fiereza a cada minuto que pasaba. Corrían y corrían. Arriba, abajo, abajo, arriba. Y no
solo se sentían indefensos y aterrorizados, sino que cada vez estaban más cansados.
Al final, cuando las sombras empezaban a extenderse, se dejaron caer el uno junto
al otro en un lugar donde uno de los setos terminaba y daba paso al siguiente sendero.
—No puedo seguir —jadeó Rabscuttle—. Estoy agotado. Y mirad, no dejamos de
correr en círculos. Hemos pasado antes por aquí. Ahí está la hraka que hice antes.
Mientras escuchaba a su fiel Rabscuttle, El-ahrairah comprendió la futilidad de su
huida. Volvió la cabeza para mirar el camino por donde habían venido y fue entonces
cuando por vez primera pudo ver a su perseguidor.
En los años que siguieron, El-ahrairah no quiso describir nunca lo que vio y solo
habló de ello en una ocasión. Fue una vez que un conejo le dijo: «Pero si vos visteis
al Conejo Negro y hablasteis con él. ¿Cómo es posible que aquello fuera peor?».
—El Conejo Negro —replicó El-ahrairah— inspiraba reverencia, una sensación
terrible de indefensión, y el miedo a la perpetua oscuridad. Pero no es perverso, ni
cruel. —Y no quiso decir una palabra más.
Cuando la criatura espantosa y maligna apareció por el sendero y los vio,
El-ahrairah se lanzó al siguiente sendero, y Rabscuttle corrió detrás. La salida estaba
allí. Sin duda no la habían visto cuando pasaron antes por aquel lugar.
—Estoy convencido de que esa salida cambiaba de sitio —solía decir Rabscuttle
—. Creería cualquier cosa de aquel lugar.
Una vez fuera, corrieron por la hierba, pero instintivamente sabían que ya no los
perseguirían más.
—No saldrá del lugar al que pertenece —dijo El-ahrairah.
No tardaron en ver a Hierba Verde silflay solo bajo las últimas luces del día.
Cuando los vio acercarse, pegó un salto y les lanzó una mirada de incredulidad y de
horror. Intentó escapar, pero El-ahrairah lo atrapó.
—Así que por una vez no ha funcionado, ¿eh? —dijo—. Criatura despreciable y
mentirosa. Ahora lo entiendo. Ese ser perverso te ha permitido vivir y te ha protegido
de los elil para su propio provecho. Tú tenías que mostrarte amistoso con cualquier
conejo que pasara por aquí y animarlo a que entrara en ese sitio, «para divertirse». Y
entonces, cuando entraban, se lo decías a tu amo.
El miserable de Hierba Verde no dijo una palabra. A todas luces, pensaba que
El-ahrairah iba a matarlo.
—Ya no podrás volver a hacerlo nunca más —dijo El-ahrairah al cabo del rato—.
Mañana te llevaremos con nosotros y buscaremos un lugar donde puedas pasar el
resto de tu vida como un conejo decente.
Hierba Verde partió con ellos al día siguiente, y lo dejaron en la primera
madriguera que encontraron. El-ahrairah nada dijo al conejo jefe de la despreciable
actuación de Hierba Verde, dijo simplemente que era demasiado viejo para viajar con
ellos. Nunca volvieron a saber de él.
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La historia de la gran marisma
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—Prácticamente no tenemos problemas con los elil —les dijo—, y por el
momento los hombres no nos han molestado. Supongo que venís de muy lejos, ¿no es
así? Que yo sepa, no hay ninguna otra madriguera en las inmediaciones. Podéis
quedaros tanto tiempo como queráis, desde luego.
El-ahrairah y Rabscuttle se instalaron en la madriguera, y se encontraban tan a
gusto allí que no sentían una prisa especial por marcharse. Los conejos se mostraban
muy sociables y amistosos. Y Bardana, particularmente, parecía sentir un gran
aprecio por los visitantes y por tener la oportunidad de aprender cosas sobre su
mundo. Al atardecer, él y algunos de sus Owsla solían salir a silflay con ellos y les
pedían que les explicaran sus aventuras «fuera del más allá».
En sus relatos, El-ahrairah tenía siempre mucho cuidado de no mencionar al
Conejo Negro y, dado que sus anfitriones eran demasiado educados para preguntar
por sus orejas, podía eludir la cuestión de por qué estaban vagando y si se dirigían a
algún sitio en particular. Las historias de los dos conejos, que habían viajado a lo
largo y ancho del mundo y habían sobrevivido a toda clase de peligros, les granjearon
el profundo respeto de todos.
—Yo no hubiera sido capaz de hacer todo lo que tú has hecho —le dijo Celidonia,
el capitán de la Owsla, una tarde soleada, cuando estaban tendidos en la pendiente—.
A mí, personalmente, me gusta sentirme seguro. Nunca he tenido el deseo de ir a
ningún otro sitio.
—Bueno, ninguno de vosotros ha tenido necesidad de hacerlo, ¿no? —replicó
Rabscuttle—. Habéis tenido mucha suerte, por cierto.
—¿Y vosotros sí habéis tenido esa necesidad? —preguntó Celidonia.
Rabscuttle, consciente de la mirada de advertencia que le lanzó El-ahrairah, se
limitó a contestar:
—Bueno, algo así —y como Celidonia no insistió, no dijo más.
Pocos días más tarde, cuando ya el sol se había puesto y la mayoría de los conejos
estaban terminando de silflay y se disponían a bajar para dormir, otro hlessi
desconocido apareció cojeando por la pendiente, pidiendo que lo llevaran a presencia
del conejo jefe. Cuando le sugirieron que descansara y comiera un poco, se puso
frenético, e insistió en que traía noticias muy urgentes, en que era cuestión de vida o
muerte. Entonces se desplomó sobre la hierba, visiblemente agotado. Alguien fue a
avisar a Bardana, el cual se presentó en seguida con El-ahrairah, Rabscuttle y
Celidonia. Al principio no pudieron reanimar al extraño, pero al cabo abrió los ojos,
se sentó y preguntó quién era el conejo jefe. Bardana le dijo afablemente que se
tomara su tiempo antes de hablar, pero aquello solo hizo que alterarlo más.
—¡Ratas! —jadeó—. ¡Vienen las ratas! Miles de ratas asesinas.
—¿Quieres decir que vienen hacia aquí? —preguntó Bardana—. ¿De dónde? ¿Y
dices que estamos en peligro? Normalmente las ratas no nos asustan.
—Sí —respondió el hlessi—. La madriguera entera peligra. Una masa enorme de
ratas vienen en esta dirección. No estarán a más de un día de aquí. Matan a cualquier
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criatura que encuentran en su camino. Ha sido esta mañana, mucho antes del
amanecer… en mitad de la noche, en realidad… y todos… en la madriguera nos
despertamos y las teníamos encima. Nadie las olió ni las oyó. Algunos intentamos
luchar, pero era imposible. Había mil ratas por cada conejo. Solo podíamos tratar de
escabullirnos y correr, pero creo que yo he sido el único que lo ha logrado. Con la
oscuridad no podía ver gran cosa, pero cuando por fin logré salir, no se oía a ningún
otro conejo. Estaban por todas partes, como si se hubieran reunido allí todas las ratas
del mundo. No había tiempo para buscar a otros conejos. Simplemente, corrí. Y tuve
que pasar entre miles de ellas. Tengo las patas llenas de mordeduras. No sé cómo
conseguí salir de allí. Yo no dejaba de morder y patalear, frenético y aterrorizado, y
de pronto me di cuenta de que me habían dejado solo en la hierba. Me temo que no
me paré a buscar a nadie, vosotros tampoco lo hubierais hecho. Pero después, mucho
después, miré hacia abajo desde el lugar adonde había llegado y vi que las ratas,
miles y miles de ratas, venían por el mismo camino. Había tantas que no se podía ver
la hierba. Yo diría que estarán aquí mañana. La única posibilidad que tenéis es
escapar, y deprisa.
Bardana se volvió hacia Celidonia con mirada de espanto e incertidumbre.
—¿Qué crees que debemos hacer?
Pero Celidonia parecía tan desorientado como él.
—No lo sé. Lo que decida el conejo jefe.
—¿Crees que deberíamos convocar a la Owsla y exponer el problema ante ellos?
El-ahrairah, que se había mantenido al margen, sintió que debía intervenir.
—Conejo jefe, no podéis perder tiempo con una reunión. Con toda seguridad,
esas ratas estarán aquí mañana antes de ni-Frith. Debéis escapar cuanto antes.
—No sé si los otros querrán venir —dijo Bardana—. Es posible que se nieguen.
Ellos no saben nada de las ratas todavía.
—No tenéis elección —dijo El-ahrairah.
—Pero ¿adónde podemos ir? —preguntó Celidonia—. Un río bordea la
madriguera por dos lados, y es demasiado ancho para que podamos cruzarlo a nado.
Las ratas atraparían a nuestros conejos en la orilla. Y por el lado de poniente están las
marismas.
—¿Son muy grandes? —preguntó El-ahrairah.
—No lo sabemos. Nadie las ha cruzado nunca. Sería imposible. No hay senderos,
y están llenas de pozos y ciénagas. Nosotros nos hundiríamos en el cieno, y las ratas
no. Son mucho más ligeras.
—Sí, pero, por lo que dices, creo que tendremos que intentarlo. Conejo jefe, yo os
guiaré por la marisma si me respaldáis y les decís que tienen que seguirme.
—¡Por el amor de Frith! Pero ¿qué sabes tú de marismas? —preguntó Celidonia
furioso—. Un hlessi tonto que no lleva más que un par de días aquí.
—Como queráis —dijo El-ahrairah—. Pero tú no has sugerido nada mejor, y yo
estoy dispuesto a hacer lo que pueda por salvaros.
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Bardana y Celidonia empezaron a discutir sin otro motivo que su miedo, con la
extraña y aterrorizada idea de que, si seguían hablando, algo sucedería. El-ahrairah lo
comprendió en seguida.
—Rabscuttle —dijo con calma—. Ve por la madriguera y explica a los conejos lo
de las ratas. Diles que tú y yo vamos a guiarlos por las marismas y que partiremos
fu-Inlé. Nos encontraremos junto a aquel plátano, ¿lo ves?, no hay tiempo que perder.
Si alguno dice que no quiere venir, no pierdas tiempo intentando convencerlo.
Tendremos que dejarlo aquí. Y, sobre todo, no dejes que vean que tienes miedo.
Actúa con tanta calma y confianza como puedas.
Rabscuttle restregó su nariz contra la de El-ahrairah y partió en seguida.
El-ahrairah se volvió hacia Bardana y Celidonia, los interrumpió y les dijo lo que
había hecho, convencido de que iban a acusarle y a insultarle, y hasta puede que
incluso le atacaran pero, para su sorpresa, no hicieron nada parecido. Estaban
resentidos y no pensaban darle su aprobación, pero El-ahrairah sabía que en el fondo
se alegraban de haber podido librarse de la responsabilidad por aquel inquietante
asunto. Si salía mal, como ellos creían, siempre podrían culparle. Y si al final
resultaba que salía bien, dirían que ellos le habían dado autoridad para hacer lo que
pudiera.
Las noticias tardaron un siglo en difundirse por la madriguera. Y entonces
llegaron más problemas. De todas partes llegaban conejos que querían hablar con
Bardana, con Celidonia y con él mismo. Algunos no creían que hubiera peligro y se
negaban a marcharse. Algunas hembras no sabían qué hacer, porque tenían a sus
camadas en las conejeras. Lo único que pudo decirles era que, si querían salvar la
vida, tendrían que abandonar a sus crías y seguirle, y eso las enfureció. Otros
preguntaban si la marisma era muy grande, y si se tardaría mucho en atravesarla y,
aunque no lo sabía, les dijo que estaba decidido a hacer cuanto estuviera en su mano
por salvarles.
Después de un rato se reunió con Rabscuttle y fueron hasta el plátano, donde
descubrieron con asombro que ya había bastantes conejos esperándole, entre ellos
Bardana y Celidonia. Intentó darles ánimos y los alabó por haber sabido tomar la
decisión acertada. Entonces, cuando la luna empezaba a elevarse a sus espaldas, se
adentró sin la menor vacilación en las marismas.
Lo cierto es que El-ahrairah sabía sobre marismas más que la mayoría de los
conejos, pues en otro tiempo había vivido en las tristes marismas de Kelfazin. Sabía
que la única posibilidad que tenían aquellos conejos de salvar la vida estaba en las
marismas y, dado que su conejo jefe parecía incapaz de ayudarlos, tendría que hacerlo
él. Aun así, pidió a Bardana que fuera detrás de él, pues así los conejos tendrían la
sensación de que era su jefe el que los guiaba. El-ahrairah no se había parado a
considerar lo que significaba realmente entrar en las marismas, pero iba a descubrirlo
muy pronto. Apenas habían entrado en la marisma, cuando sus patas delanteras se
hundieron de repente en un trecho donde la tierra estaba desnuda. Retrocedió justo a
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tiempo y chocó contra Bardana. Se detuvo y reflexionó. Intentó dar unos pasos hacia
la izquierda. Volvía a hundirse. Retrocedió. ¿Y la derecha? Aunque estaba
convencido de que no sería mucho mejor, se obligó a intentarlo. Esta vez pudo
avanzar un poco más antes de que el suelo cediera. Salió de nuevo, se tumbó en el
suelo. Rodó por el suelo, una vez, y luego una vez más, antes de levantarse. El suelo
era firme.
Esperó a que Bardana y Celidonia se reunieran con él y entonces empezó a rodear
el lugar donde había empezado a hundirse. Después de haber recorrido cierta
distancia, volvió de nuevo hacia la izquierda, tanteando el suelo a cada paso. Esta vez
no se hundió. Tal vez ya habrían rodeado aquella ciénaga. Si era así, podría avanzar
de nuevo hacia el frente, con la luna a sus espaldas.
Avanzaba cautelosamente, tanteando cada pedazo de tierra antes de apoyarse en él
con todo su peso. A veces el suelo aguantaba, y a veces sus patas se hundían antes de
que tuviera tiempo de retroceder. Ahora que la luna llena le permitía ver mejor,
observaba con atención lo que tenía delante, intentando percibir alguna diferencia,
por pequeña que fuera, entre el terreno firme y el que no lo era. Pero no encontró
ninguna. Sin embargo, con el olfato era distinto. El olor de la tierra cambiaba y,
gracias a su nariz, pudo conseguir que avanzaran algo hacia el oeste, aunque muy
despacio, pues en la mayoría de los casos tenían que dar largos rodeos a izquierda o
derecha antes de encontrar terreno firme que les permitiera seguir hacia delante. En
una ocasión se encontró frente a una especie de charca, ancha y fangosa, cuyas aguas
estancadas eran lo bastante profundas y tranquilas para reflejar la luna. Dio un largo
rodeo para evitarla, suponiendo acertadamente que los bordes no serían más que
barro líquido.
Después de lo que le pareció la mitad de la noche, empezaba a sentirse cansado.
Tener que sacar constantemente las patas del cieno era agotador, pero además estaba
la continua tensión de oler y tantear cada paso para asegurarse de que el terreno era
firme. ¿Cuánto habrían avanzado realmente? ¿Era muy extensa la marisma?
Comprendió que no habrían podido salir aún para el amanecer y que seguirían allí al
día siguiente, tal vez incluso por la noche. Los conejos tendrían que descansar tarde o
temprano, y tendrían que hacerlo al raso, sin siquiera un seto o un arbusto bajo el que
resguardarse. Eso no les iba a gustar, ni a él tampoco. Y, si conseguían salir de allí,
¿en qué clase de lugar se encontrarían?
Interrumpió estas reflexiones para concentrarse en el siguiente paso. Aquella
seguía siendo su única salida. Un paso, y luego otro y otro, y retroceder una y otra
vez con rapidez. Dos veces molestó El-ahrairah a unas pollas de agua, que echaron a
volar ruidosamente, furiosas. Sin duda, consideraban que iba en contra de la
naturaleza que unos conejos (¡conejos!) estuvieran en un lugar como aquel en mitad
de la noche.
Tiempo después, El-ahrairah solía decir que, de todas sus aventuras, aquella fue la
peor. En más de una ocasión se le pasó por la cabeza que no saldrían con vida. Y, en
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cierta manera, se alegró de no tener otra alternativa pues, de haberla tenido, la hubiera
seguido sin dudarlo. La luna mostraba a sus ojos un paisaje vasto y desolado, lleno de
peligros que acechaban por todas partes y sin un solo lugar donde pudieran
esconderse. Su cuerpo no tardaría en hundirse en el cieno. Y entonces, ¿qué? Si
Rabscuttle tenía que hacerse cargo, sería mejor que le diera algunas instrucciones.
Cuando partieron había colocado a Rabscuttle en la retaguardia, para que se
ocupara de que nadie se quedara atrás. Le envió un mensaje para que se reuniera con
él. Después de lo que se le antojó una eternidad, Rabscuttle apareció por fin y
El-ahrairah le preguntó cómo iban las cosas por la retaguardia.
—¿Cómo lo llevan?
—Mejor de lo que esperaba —dijo Rabscuttle—. Nadie se ha rezagado. Todos
están convencidos de que van a llegar al otro lado, esté donde esté. Y da la casualidad
de que llevan un narrador entre ellos, un conejo llamado Escarola. No ha dejado de
contar historias desde que salimos. Así es que no se quedan atrás porque quieren
saber lo que viene después. Pero bueno, ¿qué puedo hacer para ayudaros, señor?
El-ahrairah le expuso el problema y se quedó con él hasta asegurarse de que lo
había comprendido todo. Entonces dejó que fuera él el que los guiara y se detuvo a
esperar que pasaran los otros conejos. Rabscuttle tenía razón. La mayoría tenían buen
ánimo y, obviamente, no se sentían cansados, pues se habían limitado a ir por donde
les decían. Su desánimo y su fatiga había que atribuirlos sin duda a la responsabilidad
con la que tenía que cargar, y a la tarea agotadora y estresante de tantear el camino.
Aguardó allí hasta que llegó Escarola, y le divirtió comprobar que estaba narrando la
historia de la lechuga del rey. Al final de la columna encontró a un conejo menudo y
joven que tenía dificultades para mantener el ritmo. Lo acompañó durante un rato y le
dio ánimos y luego regresó con Rabscuttle y Bardana.
Tal como había imaginado, Rabscuttle supo estar a la altura de aquella
desagradable tarea y lo hacía incluso mejor que él. Por lo visto le resultaba divertido
ver cómo sus patas se hundían en el cieno. No parecía pensar que estuviera en
peligro, y si lo pensaba, lo disimulaba muy bien. Además, se le veía muy bien
avenido con Bardana y Celidonia, y había permitido incluso que Celidonia le
sustituyera un rato. «Es muy fácil» le decía, y «yépale», cuando Celidonia se hundía
hasta los hombros.
El cielo empezó pronto a iluminarse después de la breve noche de verano.
Cuando el sol salió, El-ahrairah miró al frente con la esperanza de ver lo que sea que
hubiera al otro lado de la marisma, pero delante de ellos solo había la misma
desolación descorazonadora. ¿Cuánto pasaría antes de que empezaran a resentirse por
el hambre y el agotamiento? Si tenían que pasar otro día en las marismas empezarían
a dispersarse, y se dividirían en grupos, los de los más fuertes y los menos fuertes. Y,
peor aún, empezarían a buscar comida cada uno por su cuenta. Eso sería fatal. Les
habló a Bardana y Celidonia de su inquietud y sugirió que se mezclaran con los
conejos para mantenerlos juntos.
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—No sé si me harán caso —dijo Celidonia—. Están acostumbrados a hacer lo
que se les antoja. Lo han tenido todo demasiado fácil hasta ahora.
El-ahrairah no tenía ninguna solución para eso.
Estaba a punto de relevar a Rabscuttle cuando una garza se posó muy cerca y
empezó a caminar con dificultad, con cara de pocos amigos.
—Conejos desgraciados, ¿qué hacéis aquí? —le graznó a Rabscuttle—. Estas
marismas nos pertenecen a mí y mi familia. No queremos conejos por aquí. ¿Por qué
no os vais?
El-ahrairah le explicó que eso era precisamente lo que intentaban hacer. Le habló
a la garza de las ratas y de su huida precipitada por la noche.
—¿Quieres decir que lo que queréis es salir de aquí cuanto antes? —preguntó la
garza—. Si es así, yo os enseñaré el camino con mucho gusto.
—Nos haría muy felices que nos mostraras el camino —dijo El-ahrairah—. Pero
no olvides que nosotros no podemos andar por el cieno, y que lo que a ti te parece
seguro, por lo largas que tienes las patas, es mortífero para nosotros. ¿Tenemos que ir
muy lejos para salir?
—No muy lejos —replicó la garza escuetamente.
—¡Es la mejor noticia que he oído nunca!
El-ahrairah se colocó inmediatamente detrás de la garza y, tal como temía, resultó
bastante arriesgado. A pesar de lo que le había dicho, el pájaro no parecía entender
que los conejos no pueden andar por el agua y, cuando El-ahrairah intentó
explicárselo se impacientó y después se puso furiosa. Al final, después de aguantar
sus insultos durante un rato considerable, logró convencerla de que los llevara por un
suelo en el que no se hundieran y que evitara los lugares que ella no consideraba
peligrosos pero que sí lo eran para los conejos. Cuando por fin comprendió la
diferencia, la garza resultó muy útil, aunque siguió mostrándose brusca y
desagradable. Era evidente que los despreciaba, y seguramente pensaba que unos
cuantos conejos ahogados en la turba no importarían gran cosa, pero a El-ahrairah no
le quedaba otro remedio que contenerse.
Sin embargo, avanzaban mucho más deprisa y tuvo que admitir que caminaban
seguros por trechos por los que él nunca se hubiera atrevido a pasar. A pesar de lo que
había dicho la garza, recorrieron una gran distancia. Para ni-Frith seguían luchando
entre los juncos y las matas de hierba, y no había indicios de que la situación fuera a
mejorar. El-ahrairah no sabía qué hacer. No se atrevía a confiar el liderazgo a nadie,
ni siquiera al casi exhausto Rabscuttle, ni se atrevía tampoco a dejar el frente para dar
ánimos a los otros conejos y ayudarlos a mantenerse juntos. Estaba cansado como
nunca y, a pesar de los esfuerzos que hacía por ocultarlo, sabía que también
Rabscuttle estaba al borde de la extenuación. ¿Cómo estarían entonces los otros
conejos? Le ordenó a Rabscuttle que esperara a que lo alcanzaran los conejos que
iban últimos y después volviera a informar.
Suplicó a la garza que se detuviera para que pudieran descansar, pero esta lo hizo
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tan a disgusto que temió que los dejara.
—¡Condenados conejos! ¿Por qué no podéis volar? —preguntó la garza—.
Saldríais de aquí en un momento si pudierais volar, como cualquier criatura
razonable.
—Ojalá pudiéramos —replicó El-ahrairah—, pero si no volamos es porque Frith
lo ha querido así.
En ese momento vio que Rabscuttle estaba a su lado.
—Señor, faltan dos conejos, y por la retaguardia están todos bastante mal.
¿Se iban a desmoronar ahora? Sería mejor que continuaran antes de que todos se
vinieran abajo. Suplicó a la garza que continuara.
Entonces, en lo que pareció apenas un instante, divisó una franja de castaños de
Indias que coronaban una loma verde, muy por encima del nivel de las marismas.
Pronto se encontraron trepando por ella, sobre tierra seca.
—Ya hemos salido, ¿verdad? —le preguntó a la garza—. ¿Ya estamos fuera de las
marismas?
—Sí —replicó la garza—. Y no volváis nunca más. —Y dicho esto, salió
volando, agitando sus alas pesadas con movimientos lentos y grandiosos, sin esperar
a que le dieran las gracias.
El-ahrairah llegó a la cima de la loma. Sintió bajo sus patas las raíces secas de un
castaño de Indias que sobresalían del suelo. Rabscuttle estaba junto a él. Nunca se
había sentido tan aliviado.
El siguiente conejo que vio fue Bardana, que se había sentado allí cerca para
observar a los conejos que salían de la marisma y trepaban por la loma. Tal vez
Bardana no había sabido estar a la altura de su cargo en un momento de crisis, pero
ahora demostró que había otra faceta en su personalidad. Conocía a todos los conejos
por su nombre, y se encargó de recibirlos uno a uno, felicitándolos y elogiando su
coraje y determinación. Ellos, por su parte, lo apreciaban y respetaban, no cabía duda.
Mencionó también a los dos conejos desaparecidos, visiblemente afectado por su
pérdida.
—Milenrama y Botón de Oro —le dijo a El-ahrairah con tristeza y pesar—. Dos
de los mejores conejos de la madriguera. Hubiera preferido prescindir de cualquier
otro.
Y El-ahrairah, que no se había preocupado mucho por aprender los nombres de
los conejos, se sintió avergonzado.
Al subir aquella loma se encontraron en el lado de una pradera extensa y
exuberante, donde la hierba alta de mitad del verano aguardaba paciente a que la
cortaran. Los conejos estaban exhaustos, y se arrastraron hasta la pradera, comieron y
cayeron dormidos en seguida.
—Dejemos que hagan lo que mejor les parezca —dijo Bardana—. Se lo han
ganado.
El-ahrairah no vio ninguna razón para oponerse.
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La historia de la terrible siega
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siempre están dispuestos a matarlos, pero si tienen conejos en su huerto harán lo que
sea para acabar con ellos, creedme.
—Bueno, no creo que pueda disuadirlos —dijo Bardana con evasivas—. ¿Qué
quieres que haga?
—Escuchadme —le dijo El-ahrairah—. Ni soy conejo jefe ni pretendo serlo. Solo
estoy aquí de paso. Pero si queréis un consejo, creo que deberíais coger a vuestros
conejos y llevároslos bien lejos de la granja. Al lindero de un bosque, a una colina,
algo así. Sé con toda seguridad que habrá muchos problemas si se quedan aquí. De
todos modos —continuó cuando Celidonia se incorporaba al grupo—, será mejor que
vayamos a echar una ojeada y nos hagamos una idea.
Durante la mañana, los cuatro conejos estuvieron recorriendo los terrenos de la
granja de cabo a rabo. Era un lugar próspero. Había un gran prado para las vacas y
otro para las ovejas, con setos y verjas sólidos y cuidados. Había otro campo que ya
habían segado, y sobre él se alzaban los almiares. En el extremo más alejado, los
campos de trigo y cebada se extendían hasta un bosque lejano.
Al volver, pasaron por un jardín de cerezos jóvenes, un poco más allá del huerto.
Bardana estaba buscando un escondrijo conveniente cuando les llegó olor a tabaco y
oyeron que un hombre se acercaba por el otro lado del seto. Tuvieron el tiempo justo
para esconderse entre unos arbustos antes de que apareciera por la verja y se dirigiera
a la pradera donde habían pasado la noche. Cuando arrojó su palito blanco al suelo,
un conejo salió huyendo casi de debajo de sus pies. El hombre se paró y lo vio
desaparecer entre los matorrales que rodeaban el jardín.
—¿Entiendes ahora a qué me refería? —preguntó Bardana—. Los conejos pueden
correr y esconderse.
Aquel mismo día, poco después de mediodía, cuando estaban solos, Rabscuttle le
dijo a El-ahrairah:
—¿Creéis que deberíamos dejar a estos conejos antes de que empiecen los
problemas, señor? Porque si siguen así los problemas van a empezar muy pronto. Es
mejor que no nos veamos involucrados.
—Seguramente tienes razón —respondió El-ahrairah—, pero aún albergo la
esperanza de hacerles entrar en razón. Si no lo consigo, te prometo que nos
marcharemos en seguida.
Pocos días después, la mayoría de los conejos ya habían descubierto el huerto. Se
podía entrar por dos o tres sitios, y empezaban a ser evidentes las señales del paso de
los conejos a ambos lados del seto. El-ahrairah, que había prohibido a Rabscuttle que
arriesgara su vida acercándose al huerto, entró personalmente una tarde, hacia el
crepúsculo, para comprobar en qué estado se encontraba. Encontró mordisqueada
hasta la última hoja de las lechugas, y también las coliflores y las coles mostraban
claramente el efecto de las atenciones de los conejos. Tal como había supuesto, se
habían estropeado muchas más verduras de las que se habían comido. Intentó advertir
del peligro a dos conejos jóvenes que encontró entre las zanahorias, pero no quisieron
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escucharle.
—Bueno, si no me equivoco, Celidonia está también aquí —le dijo uno de ellos
—. Somos perfectamente capaces de escapar corriendo si se acerca algún hombre.
Este lugar es demasiado bueno para ignorarlo. Nunca hubiera imaginado que podía
haber tanta flayrah.
Por la noche, la mayoría de los conejos dormían entre la larga hierba de la pradera
que corría junto a las marismas. El tiempo era excelente, y no había ni rastro de
lluvia, de modo que los únicos conejos que se molestaron en cavar fueron dos o tres
hembras que estaban preñadas. La tierra que habían escarbado y otros signos
evidentes de su trabajo destacaban ostensiblemente sobre la pendiente que bajaba
hasta la marisma, y aquello incrementó la ansiedad de El-ahrairah. Reparó también en
que Bardana y Celidonia ya no buscaban su compañía como antes, y no tenía ninguna
duda sobre la causa. Incluso cuando no hablaba del huerto, sus maneras se veían
forzadas a causa de su continua inquietud, mientras que los demás conejos, con la
única excepción de Rabscuttle, vivían en un estado permanente de desenfreno y
felicidad.
Una tarde, mientras estaba tendido al sol, El-ahrairah vio a dos conejos que se
alejaban con aire determinado en dirección opuesta al huerto. ¿Qué estarían
tramando? Los siguió disimuladamente. Los conejos fueron hasta el extremo más
alejado de la pendiente y entraron en el jardín de los cerezos. Esperó un rato y
entonces entró él también, pero por un lugar diferente. Pronto descubrió lo que
hacían. Estaban arrancando la corteza de la parte inferior de un cerezo. Ya se la
habían arrancado toda a uno o dos cerezos. Y eso no era todo. Al otro lado del jardín
había dos hombres que hablaban y paseaban entre los árboles.
El-ahrairah volvió a la pradera y empezó a preguntar a todos los conejos que
encontraba dónde estaba Bardana. Al final lo localizó durmiendo en uno de los
pequeños refugios que los conejos habían hecho entre la hierba. Lo despertó y le dijo
lo que había visto.
—Bueno —dijo Bardana—, ¿y qué esperas que haga? No podría detenerlos
aunque quisiera. No van a dejar de pelar esos árboles solo porque yo se lo diga.
—¿Pero no os dais cuenta —le preguntó El-ahrairah— de que arrancando la
corteza matarán a los árboles y los hombres acabarán por darse cuenta y harán lo
que…?
Bardana se levantó y le plantó cara a El-ahrairah. Era obvio que había perdido los
estribos.
—¿Crees que voy a permitir que me dé órdenes un hlessi golfo como tú, que ha
perdido la cola y las orejas y se asusta por cualquier tontería? No eres más que un
estorbo. Será mejor que andes con cuidado, porque si no le diré a Celidonia que acabe
contigo. A lo mejor te has creído que solo porque nos guiaste a través de las marismas
ya tienes derecho a decirnos lo que tenemos que hacer y a establecer las normas para
todo.
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—Muy bien —le respondió El-ahrairah con calma—. Ya no os molestaré más.
Y cuando lo dijo, tenía intención de hacerlo de verdad. Aunque eso fue antes de
lo del gato.
El gato, que era blanco y negro y tenía el pelaje muy corto, hizo su primera
aparición unos dos días después, cuando empezaba a atardecer. Llegó paseando
tranquilamente de la granja, deteniéndose de vez en cuando y mirando aquí y allá a
cualquier cosa que atraía su atención momentáneamente. Pronto llegó a la pradera de
los conejos y empezó a caminar lentamente por el margen, sin ninguna dirección en
particular. Llevaba un collar de cuero y tenía un aspecto limpio y nutrido. No iba de
caza, eso saltaba a la vista.
El-ahrairah y Rabscuttle estaban dormitando en la pendiente que bajaba hasta la
marisma cuando advirtieron que el gato se acercaba. Se alarmaron y se prepararon
para huir si se daba el caso. Sin embargo, el gato pasó a unos pocos metros sin
prestarles la menor atención. De todos modos, pensó El-ahrairah, estaremos más
seguros si nos alejamos un poco, y estaba a punto de hacerlo cuando se dio cuenta de
que Celidonia estaba a su lado.
Celidonia estaba muy tenso. Respiraba agitadamente y observaba al gato con una
mirada vigilante y agresiva. Al poco le dijo a El-ahrairah:
—¿Ves a esa bestia?
—Sí, claro —replicó El-ahrairah.
—Pues vamos a matarla —dijo Celidonia.
—¿Este año o el próximo? —le preguntó El-ahrairah, tomándolo por un juego.
—¿No me crees? —le preguntó—. Pues debes saber que no sería la primera vez
que nuestra Owsla mata a un gato.
—Nunca había oído que un conejo atacara a un gato, si no es alguna hembra que
trataba de defender a su camada.
—Cuando vivíamos en la madriguera donde nos encontraste —dijo Celidonia—
había un gato que solía venir por allí a cazar y a molestar, y al cabo de un tiempo
nuestra Owsla lo atacó y lo mató. En aquella época el capitán de la Owsla era
Betónica. Yo aún era muy joven.
—Y ¿qué pasó? —preguntó El-ahrairah.
—¿Cómo que qué pasó?
—¿Vino algún hombre a buscarlo? ¿Se llevó alguien el cuerpo?
—No, no —respondió Celidonia—. Supongo que las ratas dieron buena cuenta de
él. Y si no fueron las ratas, algún otro animal lo hizo.
—¿Y tú quieres demostrar que eres tan bueno como Betónica, y matar al gato?
—Por supuesto. En mi Owsla hay dos o tres que se mueren de ganas de intentarlo.
—Bueno —dijo El-ahrairah—. Te suplico, te imploro que me escuches antes de
hacer nada. Por lo que dices, el gato que mató ese capitán Betónica debía de ser un
vagabundo. No pertenecía a ningún humano. Pero ese gato que acabamos de ver
pertenece a la granja. Lleva un collar, y es obvio que lo alimentan muy bien. Apesta
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tanto a humano que cuando pasó podía olerlo desde aquí. Espántalo si quieres, pero si
lo matas, los hombres de la granja te perseguirán. Desde su punto de vista, sería un
abuso. Ya les habéis destrozado el huerto, y habéis causado considerables daños en su
jardín de cerezos. Me extraña que no hayan hecho nada todavía. Hazme caso,
Celidonia. Deja a ese gato tranquilo, por el amor de Frith.
—Me lo pensaré —dijo Celidonia—. Pero debes admitir que se la está buscando.
Durante los dos o tres días siguientes, Celidonia y tres de sus Owsla aguardaron al
gato pacientemente entre la hierba, pero no apareció. No volvieron a verlo hasta unos
días después, cuando atardecía. El gato llegó deambulando tranquilamente por el
margen del prado, deteniéndose de vez en cuando a mirar aquí y allá, como la vez
anterior.
Era una ocasión inmejorable. El gato se echó al sol casi delante de donde ellos se
habían escondido, se tumbó panza arriba y se puso a limpiarse el estómago. Cuando
los cuatro conejos le saltaron encima, lo cogieron completamente desprevenido.
Sin embargo, luchó, maulló y mordió con fiereza. Sus garras fueron mucho más
efectivas que las de los conejos. De no ser por la temeridad de Celidonia, hubiera
escapado con toda seguridad. Pero cuando se tendió panza arriba, le estaba
ofreciendo al conejo la oportunidad de utilizar su mejor arma: las patas traseras.
Celidonia saltó, aterrizó sobre su pecho y le clavó una de sus patas traseras en el
estómago. Aquello fue decisivo. A pesar de que lo habían abierto en canal y de que
llevaba las entrañas arrastrando, siguió luchando, arañando, clavando sus dientes en
la garganta de Celidonia, hasta el punto de que casi lo tuvo a su merced. Pero en ese
momento, las fuerzas le abandonaron. Se desplomó sobre el costado, jadeando, y
unos momentos después murió. Celidonia y sus conejos, cubiertos con la sangre del
gato y la suya propia, se adentraron en la hierba.
Casi había anochecido cuando una niña de la granja encontró el cadáver y se lo
llevó, llorando amargamente.
El-ahrairah no vio personalmente cómo Celidonia y sus conejos mataban al gato,
pero Rabscuttle sí. Y también vio a la niña que se lo llevaba llorando.
—¿Debemos irnos ahora, señor? —preguntó Rabscuttle—. No desearéis que
sigamos aquí más tiempo, ¿no es cierto, señor? Podrían dispararnos, o… bueno,
hacernos cualquier cosa.
—Sí, nos marcharemos —replicó El-ahrairah—. Pero no todavía. Mantente alerta
y avísame en seguida si ves que los hombres hacen algo fuera de lo normal.
Sin embargo, nada sucedió al día siguiente, ni al otro. Tres días después de la
muerte del gato, Rabscuttle despertó a El-ahrairah muy temprano y le dijo que
muchos hombres se dirigían hacia el prado con palos largos y que uno llevaba una
escopeta. El-ahrairah se arrastró bajo un espino y se situó en un lugar donde pudieran
ver. Por el momento los hombres se limitaban a andar por allí, quemando palitos
blancos en sus bocas y hablando.
Al cabo de un rato, dos de ellos se marcharon y volvieron montados en el
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hrududu, arrastrando la segadora detrás. Lo llevaron hasta el borde exterior del prado
y empezaron a segar el campo entero en círculo. Los otros hombres se dispersaron
por los márgenes del prado, avanzando hacia el interior a medida que la máquina
cortaba la hierba. El-ahrairah no vio salir a ningún conejo, aunque sabía que el prado
estaba lleno. Comprendió entonces que querían seguir escondidos entre la hierba y
que se replegaban hacia el centro mientras la hierba seguía desapareciendo.
Al cabo, el hrududu se detuvo y calló. Había dejado una parcela de hierba sin
cortar, y los hombres la rodearon.
—Ha llegado el momento de que nos marchemos —dijo El-ahrairah, y se puso a
correr lo más deprisa que pudo, para alejarse de aquel prado, de la granja, con
Rabscuttle detrás. No quería oír cómo los hombres gritaban mientras avanzaban y
golpeaban la hierba con sus palos. No quería ver a Bardana y sus conejos correr en
todas direcciones tratando de escapar, mientras los hombres que los rodeaban
descargaban sus palos sobre sus espaldas. Uno o dos consiguieron escapar al cerco,
pero el hombre de la escopeta no falló el tiro.
—No mires atrás —le dijo El-ahrairah a Rabscuttle, que no dejaba de temblar—.
Volvemos a casa, ¿lo recuerdas?, y algo me dice que ya no estamos muy lejos.
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11
El-ahrairah y el lendri
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borde de la zanja.
—Nos gustaría saber si puedes ayudarnos —empezó—. Tenemos que atravesar
ese bosque.
—¿Para qué? —preguntó la rata, moviendo los bigotes de un modo muy
desagradable.
—Para volver a nuestra casa.
—¿Y cómo rayos y truenos habéis llegado hasta aquí? —preguntó la rata.
—Así lo dispuso el Señor Frith —respondió El-ahrairah—. Tuvimos que
emprender un largo viaje por orden suya. Tenemos suerte de estar vivos, pero ahora
volvemos a casa.
—Pues aún no estáis allí —dijo la rata, enseñando sus dientes amarillos en una
mueca espeluznante—. No, todavía no.
El-ahrairah no dijo nada, y durante un rato los dos permanecieron callados.
—Nunca conseguiréis atravesar el bosque —dijo la rata al cabo—. Nadie lo ha
conseguido nunca, que yo sepa.
—Tal vez conozcas a alguien que pueda ayudarnos —preguntó Rabscuttle.
—La única criatura que podría ayudaros, si es que quiere —dijo la rata con una
risa socarrona—, sería el Viejo Tejón. Pero es más probable que os coma que no que
os ayude.
—¿Dónde podemos encontrarlo? —preguntó El-ahrairah.
—No es fácil dar con él —replicó la rata—. Va siempre cavando de un lado a otro
por el margen del bosque. Si vais por el margen, es probable que él os encuentre. Es
una manera de morir tan buena como cualquier otra. ¿Es que no os habéis parado a
pensar que no tiene ningún motivo para ayudaros? —Y, de pronto, pegó un salto y
desapareció tras del seto.
Al día siguiente, cuando la mañana avanzaba hacia ni-Frith, alcanzaron por fin el
lindero del bosque. Era rudo y salvaje. Y mirar hacia el interior resultaba como
mínimo desalentador. No parecía haber grandes árboles, de lo cual dedujeron que
nunca se podaban. El bosque era una jungla. Los árboles crecían tan juntos que,
incluso ahora, en mitad del día, ocultaban buena parte de la luz. La maleza crecía con
exuberancia, tanta que los conejos, acostumbrados como estaban a arrastrarse por
lugares complicados, no pudieron ver ningún hueco por donde meterse. Durante un
rato, siguieron el lindero del bosque, pero no vieron nada. El-ahrairah no se dio por
vencido. Siguió buscando, pero al cabo tuvo que admitir que estaba perdido.
—Supongo que tendremos que buscar a ese viejo tejón del que habló la rata —le
dijo a Rabscuttle.
—Pero ¿y si es cierto que hay tantas probabilidades de que nos coma como de
que nos ayude? —dijo Rabscuttle.
—No le será tan fácil comerme. Y te lo advierto, estoy decidido a atravesar este
bosque. Si solo podemos hacerlo con la ayuda del viejo tejón, lo encontraré. Acaba de
ocurrírseme una cosa. Seguramente es más fácil que encontremos a ese condenado
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por la noche.
A los conejos no les gusta la oscuridad. Les asusta. El alba y el atardecer son los
momentos del día que prefieren para desempeñar sus actividades. Aquella noche,
incluso El-ahrairah se sentía reacio a deambular de un lado a otro por el lindero del
bosque. La luna menguaba, y apenas iluminaba el lugar. Avanzaban poco, y se
sobresaltaban continuamente. Sin embargo, tuvieron suerte (si es que de la pronta
solución de una búsqueda como esta puede decirse tener suerte). Aún no había
transcurrido la mitad de la noche cuando El-ahrairah, que estaba encogido al pie de
un árbol y escuchaba atentamente, se vio atrapado bajo una enorme zarpa.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó una voz profunda pero baja.
El-ahrairah estaba medio asfixiado y no podía hablar. Y si no salió huyendo en
ese mismo momento fue sobre todo por Rabscuttle. Al cabo respondió:
—Estamos buscando a… al señor Tejón. ¿Sois vos, mi señor?
El gran tejón respondió, aunque no parecía tener intención de soltar a El-ahrairah.
—¿Y qué te importa a ti si lo soy o no? ¿Por qué habéis estado buscándome?
—Tenemos que atravesar el bosque, señor. Para llegar al otro lado. Es el único
camino para llegar a nuestra casa. Nos han dicho que solo vos podéis ayudarnos.
En este punto, el tejón levantó su pata y permitió que El-ahrairah se alejara
arrastrando y se sentara. Observó a los conejos con expresión feroz y hostil.
—¿Y qué os hace pensar que voy a ayudaros?
—Hemos recorrido un largo camino, y son muchos los peligros y dificultades que
hemos tenido que superar. Sabemos que vos sois el señor de este bosque y podéis
perdonar o matar a quien queráis. Os lo ruego, señor, sed paciente, escuchad todo lo
que hemos tenido que pasar y cómo hemos llegado hasta aquí.
Y entonces, acuclillado a los pies del lendri bajo la luz menguante de la luna,
El-ahrairah le habló del rey Darzin y de la difícil situación de sus conejos, de cómo él
y Rabscuttle se habían enfrentado al Conejo Negro de Inlé, y de los peligros que
habían encontrado en su camino desde ese día.
—Os lo suplico, mi señor —dijo finalmente—, concedednos vuestra protección y
ayudadnos a superar este último obstáculo para llegar a casa sanos y salvos. Si de
alguna forma podemos ayudaros o serviros, lo haremos gustosamente. Disponed lo
que queráis y nosotros obedeceremos.
—Tengo mi hura cerca de aquí —dijo el lendri—. Será mejor que vengáis
conmigo.
Lo siguieron como pudieron por el lindero enmarañado, hasta que llegaron a una
especie de hoyo poco profundo. En un extremo del hoyo había un gran agujero y,
delante del agujero, una pila de tierra mezclada con hierba seca y helechos. El lendri
se introdujo en el agujero y los conejos le siguieron.
El lugar resultaba desalentador. Un laberinto de túneles que iban en todas
direcciones y se prolongaban al infinito. Los túneles eran tan largos que los conejos
acabaron agotados, y tuvieron que suplicar al lendri que les dejara descansar un poco.
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Pero el lendri se impacientó en seguida y reanudó la marcha sin decirles una palabra,
así es que tuvieron que levantarse otra vez y seguirle dando traspiés para no quedarse
allí solos.
Por fin, el lendri se detuvo en un lugar que no se distinguía en nada de los otros
lugares por donde habían pasado, salvo por la paja y la hierba seca con los que estaba
recubierto, y por el abrumador hedor a tejón. El lendri se sentó, aguardó a que los
conejos llegaran y entonces dijo:
—¿De qué forma os parece que podéis serme de utilidad?
—Podemos buscaros comida, mi señor —dijo El-ahrairah—. Decidnos lo que
coméis y nosotros lo buscaremos por vos.
—Como de todo, sobre todo gusanos. Escarabajos, orugas, larvas, babosas y
caracoles cuando hay.
—Os traeremos cuantos queráis si prometéis guiarnos a través del bosque cuando
lo consideréis oportuno.
—Pues entonces, ya podéis empezar.
Los condujo de nuevo a la superficie, al lindero del bosque. Y así dio comienzo la
vida más extraña que pueda haber llevado nunca un conejo. Cada noche se
encontraban con el lendri y cazaban junto a él, en el bosque o, más frecuentemente,
en los campos o incluso los huertos de los alrededores de las casas. Era una tarea
terrible para los conejos, larga y fatigosa, pues el lendri era un animal voraz y les
hacía trabajar hasta el alba o incluso más. A veces escarbaban en lugares húmedos
buscando gusanos, o los cogían en la superficie cuando llovía, y entonces se los
llevaban al lendri en la boca. Pero no solo llevaban gusanos, también le llevaban
babosas y caracoles, y cualquier pequeña criatura que encontraban. En ocasiones,
aunque estaban ya a final de temporada, encontraban nidos de faisán, y el lendri hacía
crujir los huevos en su boca con placer. Cazar ratones era fácil también, ya que, por
instinto, no les tienen miedo a los conejos. Al principio les daban náuseas cuando
llevaban los gusanos y los caracoles en la boca, pero en cuanto se acostumbraron dejó
de ser un problema.
Sin embargo, no fue tan fácil sobrellevar el desprecio y el odio con el que
empezaron a observarlos sus compañeros de los bosquecillos y los campos cuando se
enteraron de lo que hacían. Durante varias noches, una ardilla estuvo siguiéndolos de
árbol en árbol, diciendo: «¡Esclavos! ¡Esclavos del lendri! ¡Trabajad más o el amo se
enfadará!». Otra noche, una rata herida e indefensa les espetó con una risa burlona:
«Me alegra poder serles útil a unos conejos cobardes». Los búhos daban la señal de
alarma si los veían acercarse, y los ratones de campo les chillaban insultos desde la
seguridad de sus agujeros. Era algo deprimente y antinatural para los conejos, que por
naturaleza son gregarios, y son las criaturas menos carnívoras del mundo. Se
volvieron ariscos e irritables y con frecuencia se sentían tan mal que hubieran querido
dejar aquel trabajo desagradable y escapar. Y sin embargo, sabían que el lendri era la
única posibilidad que tenían de volver a casa.
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Al principio habían supuesto que cuando se conocieran mejor el lendri los trataría
de un modo más amigable. Pero no fue así. Seguía mostrándose frío y distante.
Apenas hablaba con ellos, si no era para dar órdenes o advertirles de un peligro, o
para encontrar defectos en lo que habían hecho. Jamás elogiaba su trabajo. Durante
los primeros días, El-ahrairah intentó dialogar con él, pero solo encontraba silencio o
indiferencia. Empezaban a volverse descuidados, lentos, y ya no estaban tan al tanto
de las innumerables señales que los conejos sanos perciben en el viento, en los olores,
en los sonidos y los movimientos de su entorno.
Una mañana fría y húmeda, cuando estaban agotados después de haber pasado
una larga noche llevando gusanos, Rabscuttle dijo:
—Señor, ¿creéis que podríamos hacer que el lendri dijera cuándo nos dejará libres
y nos guiará a través del bosque? Porque no sé si seré capaz de soportar esto mucho
más. Y vos tampoco tenéis mejor aspecto, ni olor.
El-ahrairah se armó de valor y aquella noche le preguntó al lendri, pero lo único
que recibió como respuesta fue:
—Cuando esté preparado. Trabajad más y tal vez lo estaré.
Una noche se encontraron con una liebre en los campos. Después de dirigirles las
habituales palabras hirientes y despreciativas, la liebre les preguntó:
—No sé cómo podéis hacer una cosa así, nadie se lo explica.
El-ahrairah le explicó por qué lo hacían.
—¿De verdad creéis que el lendri os dejará marchar y os ayudará a seguir vuestro
camino? —preguntó la liebre—. No lo hará, desde luego. Os hará trabajar hasta que
muráis o escapéis.
Al oír aquello, incluso El-ahrairah estuvo a punto de dejarse llevar por la
desesperación. Ojalá hubiera sabido que el Señor Frith no estaba tan lejos de sus
fieles conejos como él pensaba.
Dos o tres noches después, cuando escarbaban buscando gusanos muy cerca de la
hura, Rabscuttle advirtió que en un lugar cercano habían removido la tierra
recientemente.
—Mirad, señor —dijo—. Mirad toda esa tierra suelta. No deben de haberla
removido hace mucho. No estaba así la otra noche. Es un buen sitio para los gusanos.
¿Qué pensáis, señor?
Empezaron a escarbar en la tierra suelta. No llevaban mucho, cuando El-ahrairah
se detuvo, olfateando con vacilación.
—Rabscuttle, acércate aquí y dime qué piensas.
Rabscuttle también olfateó.
—Aquí han enterrado algo, señor, y no hace mucho. Algo que estaba vivo, pero
ya no lo está. ¿Debemos dejarlo?
—No —replicó El-ahrairah—. Sigamos.
Siguieron cavando.
—Señor, esto es la mano de un humano.
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—Sí —dijo El-ahrairah—, la mano de una mujer. Y si no me equivoco, todo el
cuerpo está ahí debajo. Si no, no olería tanto.
—Es mejor que lo dejemos, señor.
—No —dijo El-ahrairah—, desenterraremos un poco más.
En la oscuridad y el silencio de la noche siguieron escarbando, hasta que se vio
sin lugar a dudas que habían enterrado el cuerpo entero de una persona.
—Ahora dejaremos solo una ligera capa de tierra por encima —dijo El-ahrairah—
y nos iremos a buscar comida a otro sitio. Nos conviene que otros humanos
encuentren este cuerpo, y pronto.
Sin embargo, pasaron dos días antes de que un hombre, que llevaba unas botas
pesadas y una escopeta, apareciera por el lindero del bosque dando un paseo. Los
conejos, apostados en la boca de la hura, lo presenciaron todo. El hombre advirtió que
había un lugar donde habían removido la tierra, se detuvo a mirarlo con mayor
atención y se acercó. Apartó un poco de tierra con los pies. En cuanto estuvo seguro
de lo que había allí, señaló el lugar con una rama rota y se alejó corriendo lo más
deprisa que pudo, con su escopeta y sus botas torpes.
—Ahora iremos y se lo diremos al lendri —dijo El-ahrairah.
Después de escuchar lo que le decían, también el lendri salió a la boca de la hura.
No tuvieron que esperar mucho. Un hrududu lleno de hombres llegó y se detuvo muy
cerca. Los hombres salieron y empezaron a rodear el lugar donde estaba el cuerpo
con postes unidos entre sí con cinta azul y blanca. Luego vinieron más hombres, y
estaban por todas partes, hablando en voz alta.
El lendri, muerto de miedo, se volvió y regresó al túnel lo más deprisa que pudo.
Los dos conejos lo siguieron.
—Tenemos que seguirlo —jadeó El-ahrairah—, vaya donde vaya.
Siguieron al lendri por un túnel lateral donde no habían estado antes, gateando y
dando traspiés. Daba la sensación de que no se había utilizado desde hacía mucho
tiempo. En algunos sitios estaba bloqueado por la tierra que había caído del techo, y
el lendri la echaba a un lado o hacia atrás rápidamente con las patas. Los conejos
recibían una y otra vez una lluvia de tierra, y en ocasiones les acertaba alguna que
otra piedra, pero siguieron luchando para no perder al aterrorizado lendri, que solo
quería alejarse de los hombres.
Después de lo que les pareció mucho rato, el túnel ascendió ligeramente y salió a
la superficie. El lendri se detuvo, olfateando el aire, escuchando y mirando de un lado
a otro. Al final salió cautelosamente, avanzó unos pocos metros y se escondió entre
una espesa masa de arbustos.
—No creo que sepa que le estábamos siguiendo —susurró El-ahrairah—.
Esperaremos hasta que se vaya.
Mientras esperaban, escucharon atentamente, pero el sonido de los hombres les
llegaba muy débilmente.
—Debemos de haber ido muy lejos —susurró El-ahrairah—. Sal arrastrándote lo
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más despacio que puedas. No podemos quedarnos aquí. Si algo asustara al lendri,
correría al túnel otra vez y nos arrastraría con él.
Se las arreglaron para escabullirse sigilosamente, arrastrándose por el suelo
durante un trecho, y no se detuvieron hasta que llegaron a un claro. Cuando lo
estaban rodeando cautelosamente, El-ahrairah descubrió lo que buscaba: marcas de
neumáticos en el barro. Se alejaban por una ligera pendiente, y los conejos las
siguieron hasta que oyeron a los hombres hablando cerca y olieron palitos blancos.
Esperaron un largo rato entre los arbustos, hasta que al final los hombres pusieron en
marcha su hrududu y se fueron.
El sonido fue apagándose en la distancia.
—Vamos —dijo El-ahrairah—. Tenemos que escapar mientras aún haya luz.
—Pero ¿estáis seguro de que estamos en el lado del bosque que queríamos? —
preguntó Rabscuttle—. Porque podría ser que nos haya llevado a otro sitio del mismo
lado.
—Mira el sol —replicó El-ahrairah—. Casi nos da de cara. Y la brisa casi nos
viene de cara también. Estamos en el lado de poniente del bosque.
Y tenía razón. Aquella noche durmieron en un gran arbusto de zarzamora. Nada
hubo que los perturbara, y a la tarde siguiente ya estaban en la madriguera.
—Así que el Conejo Negro ha mantenido su palabra —dijo El-ahrairah mirando a
su alrededor—. No huelo a ningún enemigo, y todos están silflay en esta maravillosa
tarde. Tienen buen aspecto. Bien hecho, Rabscuttle.
—Bien hecho, señor —replicó Rabscuttle, rozando con su nariz la de su señor—.
Mirad, allí hay un poco de trébol. Sentémonos y comamos un poco antes de reunirnos
con los demás.
Sin embargo, como se ha relatado en algún otro lugar, el regreso a casa no fue tan
maravilloso como hubiera cabido esperar.
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Tercera parte
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12
El río secreto
De las hembras que habían escapado con él de Éfrafa, a Pelucón Vilthuril siempre le
había parecido la más extraña y enigmática, la más difícil de entender. Y no porque
fuera poco sociable ni reservada. Al contrario, se llevaba muy bien con todos en la
madriguera, y siempre se apuntaba a una buena charla sobre el tiempo, la hierba y los
caballos que galopaban por la colina; sobre cosas que no pudieran dar lugar a un
desacuerdo y sobre las que nadie pudiera expresar una opinión discordante. Era una
buena madre y amaba con delirio a su compañero, Quinto. De hecho, Quinto y ella
habían descubierto su afinidad antes incluso de volver de Éfrafa; y, durante la noche
del ataque de Vulneraria que, como recordaréis, Quinto pasó inconsciente, tendido en
el suelo del Panal, en medio de los efrafanos, para derrotar a Verbena sin dar un solo
golpe al despertar, Vilthuril casi había enloquecido por la ansiedad de no saber lo que
le había pasado.
Todos percibían en sus tratos con Vilthuril una cierta reserva, y eran conscientes
de que Quinto y ella pasaban buena parte del tiempo en su mundo interior, el mundo
de la mística. Nadie se ofendía por ello, pues instintivamente reconocían la validez de
ese modo de ser y, como decía Campanilla, mientras Quinto pudiera salir el tiempo
suficiente para derrotar a tipos como Verbena, no habría problema.
No se trataba tampoco de que Vilthuril no pudiera hablar en serio ni buscar el
respeto y la atención de los demás. Pero, dado que eso no sucedía muy a menudo,
cuando lo hacía, los otros conejos callaban para no desperdiciar la oportunidad de ver
a la verdadera Vilthuril. Y raramente se arrepentían.
Una tarde, cuando el Panal estaba atestado, para sorpresa de todos, Vilthuril le
preguntó a Avellano:
—¿Te ha hablado Hyzenthlay alguna vez del río secreto de Éfrafa?
—¡¿El qué?! —replicó Avellano, perdiendo por una vez la compostura.
—El río secreto de Éfrafa —repitió, en el mismo tono locuaz y tranquilo.
—No, por cierto —y entonces, en un intento por disimular su perplejidad,
preguntó—: Pelucón, ¿has oído hablar alguna vez del río secreto de Éfrafa? Después
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de todo, tú estuviste allí.
—No, que me caiga en una trampa si he oído hablar de eso. Y no creo que
hubiera tal cosa.
—Pues lo había —dijo Vilthuril—, pero solo tres conejas conocíamos su
existencia.
—Hyzenthlay —preguntó Avellano—, ¿sabías tú algo de eso?
—Oh, claro. Thethuthinnang y yo conocíamos el río muy bien. Lo llamábamos el
río secreto. Continúa, Vilthuril, háblales del río. Ella estaba más cerca. Fue ella la que
lo descubrió, y quien mejor lo entendía. Se trataba, sobre todo, de estar… en sintonía.
Hubo una pausa, como si Vilthuril quisiera ordenar sus pensamientos antes de
empezar.
Al cabo dijo:
—Es imposible que un conejo que nunca ha estado en Éfrafa comprenda
realmente lo que significaba vivir allí. En las conejeras, en el tiempo que quedaba
entre los dos silflay que cada marca tenía al día, era como si no estuvieras vivo, no al
menos en el sentido en el que todos lo entendemos. Bajo tierra podíamos ir adonde
quisiéramos, pero no tenía mucho sentido ir a otras conejeras, porque todas estaban
igual de atestadas y resultaba físicamente imposible moverse. Tampoco nos prohibían
hablar, pero no era algo que hiciéramos con frecuencia. Siempre tuve la sensación de
que lo que los oficiales querían era que no hiciéramos absolutamente nada, que entre
los silflay nos quedáramos quietos, no habláramos ni pensáramos, a menos que nos
llamaran para el apareamiento, y eso era muy poco agradable. Es difícil que un
conejo que no ha estado nunca allí lo comprenda.
»Bien. Un día, o tal vez fuera una noche, no lo sé, estaba dormitando en una de
las conejeras de la marca, en el extremo más alejado del corredor. Y de pronto
empecé a experimentar algo muy extraño. Era como si una corriente estuviera
atravesando la pared. Pero no era una corriente de aire o de agua. No estaba fría, ni
estaba caliente. Atravesaba la pared y fluía a través de la conejera, sin inundarla.
»Me moví un poco y me encontré en medio de esa corriente… de lo que fuera, y
la sentí en mi cara. No había ninguna duda. Estaba allí de verdad, lenta y constante. Y
no parecía que ninguno de los otros la hubiera percibido.
»Permanecí mucho rato allí, tendida, entregada por entero a ese flujo, dejando que
me tomara, por decirlo de alguna manera. Y al final comprendí que lo que llegaba a
través de la pared era una corriente de conocimiento, un conocimiento que no era mío
ni tenía nada que ver conmigo. No era producto de mi imaginación. Era algo que
venía de fuera de Éfrafa y que yo podía percibir. No podías beberlo ni olerlo, ni
tampoco sentirlo en la piel, como el frío o el calor. Pero podías entrar y salir, y así lo
hice varias veces, para asegurarme.
»Estaba tratando de expresar algo, a mí o a cualquier conejo que pudiera
percibirlo. Permanecí en medio de la corriente y traté de quitar de mi mente cualquier
otro pensamiento. Entonces, una idea empezó a surgir con claridad: dos conejas
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adultas estaban solas, muy lejos de Éfrafa. Cuando hube entendido aquello, la
corriente amplió mi saber. Las dos hembras habían dejado su madriguera para fundar
otra nueva en la que las hembras predominarían y llevarían el mando.
»Es imposible que aquella idea se hubiera originado en mi cabeza. No tenía una
imagen visual. Simplemente, supe de la existencia de las dos hembras y de lo que
querían hacer. No podía verlas en mi mente, pero sabía sus nombres, Flyairth y Prake,
y sabía que estaban allí fuera, en algún lugar, y que eran tan fuertes y seguras que
habían convencido a otros machos y hembras para que fueran con ellas. Pero
¿adónde? Lo único que pude averiguar era que estaban en un lugar arenoso, en una
ligera pendiente.
»Supongo que pasé mucho tiempo sumergida en la corriente porque, cuando salí,
estaba exhausta. Dormí profundamente hasta el siguiente silflay, que fue a primera
hora de la tarde. Quería hablar con alguien de lo que había encontrado… o quizá sería
más apropiado decir de lo que me había encontrado a mí. Pero en Éfrafa siempre era
peligroso hablar. Cualquiera podía ser un espía del Consejo o explicar a otros lo que
le habías contado, hasta que al final todo el mundo se enteraba.
»Decidí explicárselo a Hyzenthlay, pues sabía que había caído en desgracia ante
el Consejo después de solicitar permiso para dejar Éfrafa. Hablé con ella aquella
tarde, durante el silflay, y me dijo que me acompañaría para ver si también ella podía
sentir la corriente como yo.
»Vino conmigo, y sintió la corriente, aunque me pareció que no con tanta
intensidad como yo. De todos modos, pronto empezamos a preguntarnos si habría
otros conejos que pudieran descubrirlo por sí solos. Teníamos miedo de lo que
pasaría si los oficiales se enteraban. No habíamos hecho nada malo, pero eso no
bastaba para estar tranquilo en Éfrafa. Teníamos miedo de que nos mataran, porque
seguramente el Consejo querría evitar que los demás lo descubrieran. O dirían que
nos lo habíamos inventado. Y Hyzenthlay ya estaba bajo sospecha. Así es que no se
lo dijimos a nadie.
»El conocimiento que me invadió aquella primera noche en el río secreto me hizo
saber que Flyairth y Prake habían persuadido a varios conejos y conejas para que
dejaran su madriguera y fueran con ellas a un lugar arenoso donde pensaban fundar
una madriguera nueva. Nada más. Pero la segunda noche, sin que yo le dijera nada,
Hyzenthlay se enteró de lo mismo. Así es que tuvimos la certeza de que era verdad.
»La tarde siguiente, Hyzenthlay y yo fuimos de las últimas en bajar después de
silflay, y encontramos a Thethuthinnang en mi sitio habitual, en el extremo más
apartado de la conejera. Sabíamos que podíamos confiarle nuestro secreto, pero
esperamos para ver si era capaz de descubrirlo por sí misma. En seguida notamos que
estaba experimentando algo extraño y misterioso, pero no hablamos con ella hasta el
día siguiente. Entonces, durante el silflay, le dijimos lo que nosotras habíamos
descubierto. Ella también lo había sentido, pero con menos intensidad, y no
comprendió que era un flujo de saber hasta que se lo dijimos.
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»Después de aquello, hacíamos lo posible por introducirnos en el río secreto al
menos una vez al día. Normalmente, ellas no lo percibían con tanta claridad como yo,
pero cuando lo comentábamos más tarde entre las tres, lo comprendían todo.
»Con el tiempo, llegamos a conocer bien a Flyairth y a Prake. Pero ignorábamos
si tenía algún significado especial que solo nosotras recibiéramos aquel
conocimiento, y tampoco sabíamos si llegaba a algún otro sitio aparte de Éfrafa. A
otros conejos. Porque no podíamos responder nada. Nos limitábamos a recibir lo que
el río secreto nos ofrecía y a comentarlo entre nosotras.
»Las tres nos enteramos de que Flyairth y Prake habían establecido su madriguera
como querían. La llamaron Thinial. Y los machos parecían aceptar sin problemas el
mando de las hembras. Los machos a los que no les gustó no intentaron cambiar las
cosas, se marcharon. Y la pequeña Owsla de hembras era muy apreciada. Desde
luego eran conejas listas como pocas, y no se dedicaban a intimidar a los demás.
»Al parecer, varias de ellas tuvieron crías. Elegían un macho que les gustaba y se
apareaban con él. Cuando llegaba la hora de parir, dejaban la Owsla durante el tiempo
que quisieran para criar a sus hijos y enseñarles a cuidar de sí mismos. Y cuando ya
no las necesitaban, se reincorporaban a su puesto.
»Flyairth tuvo dos camadas y, por lo que pudimos saber, salieron muy sanas.
»Durante mucho tiempo no supimos nada más. De modo que supusimos que
Thinial prosperaba y seguía su camino, y que no había nada más que debiéramos
saber, que el río de conocimiento había desaparecido de forma natural. Y no puedo
decir que lo sintiera. Aquel asunto me inquietaba. No dejaba de pensar que el general
nos descubriría. Y sin embargo, cada noche seguía tendiéndome en el río. Me
fascinaba. No podía apartarme de él.
»Entonces, una noche, me vi envuelta en una especie de confusión de la que no
salió nada. Yo por lo menos no pude entender nada. Y las otras estaban tan perdidas
como yo.
»Lo único que teníamos claro era la idea de la ceguera blanca. Ninguna de las tres
había visto morir a un conejo de la ceguera, pero sabíamos lo que saben todos los
conejos: que un conejo enfermo va dando tumbos al descubierto, sin ver nada, y
puede acabar perfectamente en el fondo de un río; y sabíamos cómo se transmite la
enfermedad, que puede acabar con una madriguera entera, y que un conejo infectado
tarda mucho tiempo en morir.
»Aquella noche, las tres recibimos la idea de la ceguera blanca. Solo eso. La idea
estaba allí, como una piedra o un árbol. No tuvimos miedo de que hubiera venido a
infectarnos, pero la sola idea de la ceguera, dominándolo todo en el río secreto con
aquella turbulencia incomprensible, daba bastante miedo.
»Dos noches después, el conocimiento se amplió. Flyairth, cuando andaba sola
por las inmediaciones de Thinial, se había encontrado con un conejo solitario, un
hlessi, que iba dando tumbos y se estaba muriendo de la ceguera blanca. Estaba
horrorizada y se mantuvo lejos, pero vio que el conejo se acercaba a Thinial. Luego,
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según parece, se marchó en otra dirección.
»Eso fue lo único que el río nos trajo aquella noche.
»Después, durante varias noches, el río solo nos habló de la creciente obsesión de
Flyairth por la ceguera. No dejaba de pensar que, si conseguía entrar de alguna forma
en Thinial, la destruiría.
»Fue Hyzenthlay la que supo que Flyairth estaba dispuesta a hacer lo que fuera
para mantener la ceguera lejos de Thinial. Le aterrorizaba pensar que un conejo
infectado pudiera entrar en la madriguera. Porque, como supongo que todos sabréis,
los conejos infectados pueden aparearse y suelen hacerlo.
»Flyairth habló de sus temores con su Owsla, y estuvieron de acuerdo en hacer lo
posible para que no entrara ningún conejo infectado. Durante el día se negaba la
entrada a cualquier extraño, tanto si daba señales de tener la enfermedad como si no.
Pero de noche era más complicado, porque era fácil entrar sin ser visto. De modo que
los machos accedieron a formar turnos de vigilancia. Cuatro conejos cada noche.
»Durante muchos días no supimos nada más. Después, nos enteramos de que un
conejo infectado había entrado una noche y se había apareado con una hembra y la
había dejado preñada. Uno de los machos que estaba de guardia admitió que había
luchado con el extraño, pero este lo había derribado y entró en la madriguera.
Naturalmente, no dijo nada, con la esperanza de que no hubiera pasado nada.
Milmown, la hembra preñada, no tenía un compañero estable e informó ante la Owsla
que el extraño se había apareado con ella y después siguió su camino.
»Si Milmown no hubiera desarrollado la enfermedad, nada habría pasado. Pero
cuando los síntomas empezaron a ser evidentes, Flyairth y Prake fueron implacables.
Había muchos que la compadecían, y aun así, la condujeron fuera de Thinial y le
dijeron que no volviera.
»Pero ella no se fue. Se quedó muy cerca de la madriguera, y suplicaba a unos y a
otros que la dejaran volver. Por alguna razón, la enfermedad no siguió su curso
normal. Milmown escarbó un agujero en la arena y tuvo su camada, cuatro conejos
ciegos, sordos y sin piel. Cuando fueron lo bastante mayores para defenderse solos, la
enfermedad siguió su curso y Milmown murió.
»Durante muchos días, las tres estuvimos recibiendo la misma idea. Los cuatro
conejos de la camada de Milmown sobrevivían como podían, al raso, cerca de Thinial
y, aunque no parecían tener la ceguera, la coneja jefe se negaba a ayudarlos o a darles
cobijo. Nadie decía que se equivocara, pero pocos hubieran podido mostrarse tan
inflexibles.
»Creo que en Thinial muchos pensaban que los jóvenes conejos caerían pronto
víctimas de los Mil. Pero no apareció ningún elil, y a través del río supimos que
seguían vivos.
»Entonces empezamos a recibir cosas nuevas. Pero era todo tan confuso y
fragmentario que no conseguíamos sacar nada en claro, hasta que Thethuthinnang
dijo que tenía algo que ver con conejos que empezaban a oponerse a Flyairth. Cuando
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comprendimos eso, las noticias llegaron con más claridad. La raíz de todo aquello
estaba en que Milmown había sido muy apreciada en la madriguera y tenía buenos
amigos, incluyendo dos o tres de la Owsla. Sus amigos no habían podido hacer nada
cuando la expulsaron, porque tenía la ceguera y sabían que tenía que morir. Pero sus
cuatro crías estaban vivas, y no parecían haber contraído la enfermedad, así es que los
antiguos amigos de Milmown empezaron a decir que Flyairth y Prake se estaban
excediendo, que dejar que aquellas crías murieran fuera de la madriguera era una
crueldad innecesaria. Flyairth no quiso reconsiderar su posición. Para ella, la
seguridad y el bienestar de Thinial eran lo más importante.
»Sin embargo, cada vez había más conejos que se apartaban de ella. Veían día tras
día a los jóvenes conejos que habían abandonado, y no había nada que hiciera pensar
que tuvieran la enfermedad. Algunos empezaron a acercarse a las crías de Milmown
para darles su apoyo. Era muy difícil para la Owsla poner fin a este tipo de cosas.
»Una noche calurosa de verano, cuando la conejera estaba hasta los topes y
resultaba difícil respirar, el río me hizo saber que, en Thinial, algunos conejos se
habían reunido y habían llevado a las crías de Milmown a la madriguera y, desafiando
a la Owsla, les habían dado una conejera. Cuando Flyairth fue personalmente a
ordenarles que se marcharan, se encontró con varios conejos que le plantaron cara y
dijeron que no podía expulsarlos. Entre ellos se contaban algunos de los veteranos
que habían fundado la madriguera con ella. Flyairth era una hembra robusta y
corpulenta y peleó con dos o tres, pero no podía enfrentarse con todos.
»Durante muchos días, el río no nos trajo nada más. Solo sabíamos que Flyairth
estaba cada vez más furiosa, y que iba entre sus conejos intentando imponer su
autoridad. Nosotras tres pensábamos que hubiera sido mejor que dejara que el asunto
se enfriara, pero estaba tan obsesionada con la ceguera que no podía ser objetiva.
Mientras hubiera la más mínima posibilidad de que la ceguera volviera a entrar en
Thinial, haría lo que fuera. Y día tras día, sentíamos con fuerza su furia y su
determinación.
»A veces me pasaba la mitad de la noche tumbada contra el muro de la conejera,
sintiendo cómo la furia de Flyairth fluía por todo mi cuerpo. No entendía cómo era
posible que los demás no la sintieran. Era una sensación fuerte y poderosa.
»La posición de Flyairth como conejo jefe se vio considerablemente debilitada
por la cuestión de las crías de Milmown, porque se negaba a ceder.
»Por esa época tuvo su tercera camada y se vio forzada a dejar su cargo
temporalmente para cuidarla. Y eso la limitó aún más.
»En Thinial, algunos consideraban que, si seguía negándose a reconsiderar su
posición, debía renunciar a su cargo.
»Y en este punto perdimos la posibilidad de saber más sobre Thinial y sobre
Flyairth y su desesperación. Pero no tuvo nada que ver con el río secreto. Fue porque
Pelucón llegó a Éfrafa y le hicieron oficial de la marca de la Pata Trasera Derecha,
nuestra marca. Pelucón, ¿cuándo le hablaste por primera vez a Hyzenthlay de
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escapar?
—La noche del día que me incorporé a la marca —replicó Pelucón—, en mi
conejera. ¿Te acuerdas, Hyzenthlay? El plan era que tú eligieras a las hembras que
tenían que escapar, y no les dijeras nada hasta el día que decidiéramos huir. Cuanto
menos tiempo tuvieran para pensar, mejor.
—Pero no pudimos escapar aquella noche porque Vulneraria te entretuvo.
—Y tuvimos que dejarlo para la noche siguiente, la noche de la tormenta; la
noche que arrestaron a Nelthilta.
—Entonces, ¿cuántas noches pasaste en Éfrafa? —preguntó Vilthuril.
—Tres.
—Recuerdo —terció Hyzenthlay— que me aterrorizaba la idea de que todas
aquellas hembras conocieran el plan antes de la fuga. Temía que nos descubrieran. Y
tenía razón. Si hubieran detenido a Nelthilta un poco antes, las cosas hubieran sido
muy diferentes.
—Sí, la última noche que pasé en Éfrafa —dijo Vilthuril—, todas conocíamos el
plan. Y fue la última noche que entré en el río secreto. Yo sola.
—Yo no tuve ánimos. A Thethuthinnang y a mí nos preocupaba terriblemente que
pudieran descubrir el plan.
—Aquella noche no descubrí nada más —dijo Vilthuril—. Nada, aparte de lo que
ya sabía sobre la creciente oposición a Flyairth. Me pregunto cómo habrá acabado
todo aquello.
—Lo que a mí me resulta más extraño —dijo Hyzenthlay— es que no tenemos ni
idea de dónde están Thinial y todos esos conejos. Lo mismo podrían estar a muchos
días de distancia de nosotros que aquí al lado.
—Es la historia más extraña que he oído jamás —dijo Avellano.
No era la idea del río secreto lo que les pareció tan increíble a Avellano y los
otros. Cuando se trataba de fenómenos de este tipo, ninguno pensaba en términos de
verosimilitud o inverosimilitud. Para ellos el concepto de inexplicable no significaba
nada, no lo necesitaban. Había tantas cosas inexplicables a su alrededor —las fases de
la luna, por ejemplo—, que las aceptaban como parte de sus vidas. Es cierto que el
«río» era algo ajeno a su experiencia, pero lo mismo podía decirse de muchas otras
cosas. Lo que les parecía extraordinario era el hecho de que Vilthuril hubiera recibido
aquella información sobre conejos que estaban tan lejos y a los que nunca había visto.
Por la manera en que lo había contado, no fueron los conejos que protagonizaron
aquella historia quienes les comunicaron aquellas cosas. Sencillamente, había llegado
hasta ella, y con tanta certeza como si hubiera estado en Thinial. Y si no hubiera
llegado a través de un río subterráneo —que sin duda debía de haber muchos por el
mundo—, lo hubiera hecho por otros medios. ¿Por qué? Bueno, dijeron algunos, ese
conocimiento seguramente iba a la deriva de un lado a otro, y era pura casualidad que
conejos como Vilthuril y Quinto lo encontraran. Y eso sí que era extraño. No tanto,
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dijeron otros. Todos sabían que Vilthuril y Quinto tenían una sensibilidad poco
común.
No hubo un consenso general, y dejaron que fuera Zarzamora el que sacara una
conclusión que todos pudieran aceptar sin mayores problemas. «Creo que aún no
hemos oído la última palabra».
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13
La nueva madriguera
Kehaar, la gaviota de cabeza negra, volaba hacia el oeste sobre las tierras
comprendidas entre el Cinturón de César y las colinas. Volaba bajo, trazando curvas
irregulares de norte a sur y viceversa y aterrizando de vez en cuando para buscar
comida cuando divisaba algún lugar de aspecto prometedor.
No estaba de muy buen humor. Era un animal agresivo e irritable por naturaleza,
como la mayoría de las gaviotas que viven en competencia con miles de sus
semejantes, y no siempre le gustaba que los conejos de la colina de Watership le
encomendaran misiones. Una cosa era mostrarse beligerante y atacar a sus enemigos.
Pero enviarlo a hacer reconocimientos era otra muy distinta. Cinco meses atrás había
disfrutado al intervenir en su conflicto con Éfrafa y lanzarse contra el formidable
general Vulneraria para cubrir la retirada de Pelucón y las hembras que huían de
Éfrafa, y al ayudarlos a escapar por el río. Le gustaba la acción, la lucha encarnizada.
Y antes aún, después de que los conejos le salvaran la vida cuando estaba herido e
indefenso en la colina, había desempeñado gustoso las tareas de reconocimiento que
culminaron en el descubrimiento de Éfrafa.
Que ahora le pidieran que realizara un vuelo similar le molestaba, aunque no
hasta el extremo de negarse a hacerlo. Porque se lo habían pedido con mucho tacto.
Avellano, que sabía que Pelucón admiraba a Kehaar y era su mejor amigo, había
dejado astutamente que fuera él quien le explicara a la gaviota qué querían
exactamente que buscara.
—Queremos fundar una nueva madriguera —le dijo Pelucón, moviéndose entre
las patas anaranjadas de la gaviota, que no dejaba de pavonearse sobre la escasa
hierba de noviembre— antes de que esta se sature. La mitad de los conejos vendrán
de aquí y la mitad de Éfrafa. Queremos que nos busques un lugar adecuado y que
después vayas hasta Éfrafa y le pidas al capitán Campeón que se reúna allí con
nosotros para echar un vistazo.
—¿Cómo tú quieres sitio? —replicó Kehaar—. ¿Dónde tú quieres?
—Hacia el lado de poniente, un lugar a medio camino entre nuestra madriguera y
Éfrafa. No debe estar cerca de casas ni jardines de los hombres, eso es muy
importante. Y necesitamos que sea seco, para que resulte más fácil cavar. La
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pendiente o el lindero de un pequeño bosquecillo donde no vayan mucho los hombres
sería ideal, y donde haya arbustos para que podamos camuflar los agujeros.
—Yo encuentra —respondió Kehaar escuetamente—. Después yo viene y
ensenyo a ti. ¿También ensenyo al tipo de Éfrafa?
—¡Eso sería estupendo, Kehaar! ¡Eres un pájaro magnífico! ¡Qué buen amigo!
¡Sin ti no podríamos lograrlo!
—Yo no espera. Voy ahora. Yo viene manyana y digo, ¿sí?
—Aquí estaré. Y ten cuidado con los gatos.
—¡Yak! Maldito gato. Él no coge a mí otra vez.
Y con esto partió hacia el sur, volando bajo la luz fría del sol.
Voló sobre la granja de Hare Warren, hacia la franja de bosque conocida como el
Cinturón de César. Allí se detuvo a comer un rato y charló con unas gaviotas de su
misma especie que encontró casualmente.
—Se acerca mal tiempo —le dijo una—. Muy mal tiempo; el peor que hemos
visto nunca. Nieve y un frío terrible que viene del oeste. Si no quieres morir, debes
buscar refugio, Kehaar.
Kehaar, que siguió volando hacia el oeste, no tardó en sentir, a la curiosa e
inexplicable forma de las gaviotas, el frío terrible del que le habían hablado sus
compañeras. Llegó hasta la colina de Beacon maldiciendo («¡Malditos conejo no
vuela!»), y después volvió atrás siguiendo una ruta más hacia el norte. Pronto divisó
el lugar idóneo para una madriguera: una pendiente suave, que daba al suroeste, en el
lindero de un bosque de fresnos y abedules de los cánoes. Delante había un prado
donde pastaban tres o cuatro caballos.
Kehaar aterrizó y miró a su alrededor. Sin duda los hombres iban con frecuencia
por allí para cuidar de los caballos, y por eso precisamente no parecía probable que
segaran el prado. No vio nada que indicara la presencia de otros conejos. Nada de
hraka, nada de agujeros. Difícilmente podría encontrar un lugar mejor. Y, aunque
parecía estar más cerca de Éfrafa que de Watership, aquello no tenía importancia a la
vista de sus evidentes méritos.
Al día siguiente se reunió con Pelucón, Avellano, Hierba Cana y Thethuthinnang
y les habló de su descubrimiento. Avellano, después de elogiarlo calurosamente, le
pidió que fuera a Éfrafa a decírselo a Campeón y averiguara cuándo sería posible que
se reunieran para inspeccionar el lugar.
El asunto del encuentro implicaba sus complicaciones, y peligro. Kehaar tendría
que guiar a Campeón, y recibió el encargo con bastante malhumor. Pero también
habría que guiar a los conejos de Watership. Por lo tanto, una de las partidas tendría
que esperar en el sitio hasta que la otra llegara y arriesgarse a que apareciera algún
elil. Pasó cierto tiempo antes de que todo estuviera dispuesto. Campeón envió un
mensaje diciendo que partiría en cuanto Kehaar le avisara de que Avellano y los otros
habían llegado a la pendiente. Los conejos de Watership tendrían que pasar al menos
una noche al raso.
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—Bueno —dijo Avellano—, no hay otro remedio. Y por lo menos tendremos a
Kehaar. Él atacará a cualquier elil que aparezca. Si podemos llegar en un día, me
gustaría partir mañana mismo.
—Sí, sí, yegas ayí uno día —dijo Kehaar—. Yo ensenyo a ti camino. Luego voy a
Éfrafa y traego senyor Campeón antes de noche.
Llegaron al lugar a primera hora de la tarde y, después de silflay en el prado, se
instalaron entre las altas hierbas para dormir.
Bajo la débil luz de la luna les atacó un armiño macho. Confiaba en hacer una
captura fácil, saltaba a la vista, pero no había contado con Kehaar. Alertada por los
frenéticos chillidos de los conejos, la gaviota se lanzó desde el fresno donde se había
instalado e hirió gravemente al armiño antes de que pudiera zafarse y huir al
bosquecillo.
—Yo no mata —dijo Kehaar con pesar cuando los conejos le dieron las gracias—,
pero él se yeva sorpresa grande. Él no vuelve.
A la mañana siguiente, Hierba Cana consultó con Avellano y Pelucón.
—Los dos sabéis que no me dejo intimidar fácilmente por los elil —dijo—.
Vulneraria lo sabía, por eso me escogió para atacar vuestra madriguera. Pero no me
atrae precisamente la idea de vivir en un lugar infestado de armiños y comadrejas.
—Estaréis perfectamente cuando cavéis los agujeros —dijo Pelucón—. ¿Qué
piensas, Avellano-rah? ¿Crees que deben empezar a cavar en seguida?
Kehaar habló entonces, pues había oído lo que decían.
—Agujeros ahora no —le dijo a Avellano como si fuera una orden—. Tú yeva
conejos a casa corriendo.
—Pero ¿por qué? —replicó Avellano—. Creía que ya estábamos todos de
acuerdo.
—Ahora tú no empieza —dijo la gaviota categóricamente—. Tú empieza ahora,
tú perdes todos conejo.
—¿Por qué?
—Frío. Nieve, yelo. Todo. Viene pronto. Mucho malo.
—¿Estás seguro?
—¡Yak! Pregunta otros pájaro. Aquí conejo si vive fuera, se muere con frío.
Viene viento invierno, senyor Aveyano, mucho, mucho frío. Tú yeva conejos a casa,
hoy.
—Pero tú nos trajiste ayer y no dijiste una palabra de esto.
—Yo no siente frío ayer. Yo piensa tú tiene tiempo. Pero hoy cambio. No hay
tiempo. Frío viene pronto.
Conocían a Kehaar y confiaban en él, así es que los cuatro conejos de Watership
partieron en seguida, mientras la gaviota volaba hasta Éfrafa para avisar a Campeón
de que el proyecto tenía que postergarse. Campeón se mostró escéptico.
—No me parece que vaya a hacer mucho frío.
—Entonces tú va ayí, tú te pones conejo de yelo —le respondió el pájaro, y se
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marchó sin decir una palabra más.
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Flyairth
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estaba cubierta de nieve, y sobre ese manto frágil y suave seguía cayendo más nieve.
Avellano, que hasta ese momento había hecho lo imposible por no perder el
contacto con sus conejos, observaba la nieve y supo que había llegado el momento de
llevarlos a las conejeras de invierno que Campanilla y Puchero habían cavado durante
el otoño. No había bajado a inspeccionarlos ni una sola vez, y se lo reprochaba
duramente. Pero una cosa estaba clara: el suelo estaba duro como la roca, ya no
podrían seguir cavando. Tendrían que instalarse en las conejeras de invierno como
estuvieran.
Sin embargo, decidió bajar a echar un vistazo primero. Después se dio cuenta de
que tendría que llevar a Campanilla, pues le había dicho que los agujeros estaban
muy bien camuflados, y sin él seguramente sería incapaz de encontrarlos. Finalmente,
decidió llevar a Campanilla, Puchero y las hembras que quisieran acompañarlos.
Ya los había reunido y estaba a punto de salir cuando llegó Pelucón y quiso saber
adónde iban y por qué. Avellano se lo explicó. Pelucón pidió permiso para
acompañarlos y Avellano, que se asomó a observar el panorama, se alegró de poder
llevarlo con ellos.
A pesar de la nieve, no tuvieron ningún problema para orientarse, pues se trataba
simplemente de recorrer la corta distancia que les separaba del lado norte de la colina
y descender después la empinada pendiente. Sin embargo, la nieve no les dejaba ver y
Campanilla y Puchero no recordaban dónde estaban los agujeros, ni a qué altura
quedaban del pie de la colina. Después de buscar un rato, Puchero se aventuró a decir
que se habían alejado demasiado y que debían volver atrás. Ahora le parecía recordar
el lugar. Y no se equivocaba. Poco después, subiendo un poco por la pendiente,
Campanilla encontró uno de los agujeros, oculto entre una mata de cardos.
Avellano y Pelucón lo encontraron inclinado sobre la boca del agujero,
observándolo con vacilación, como si estuviera desconcertado.
—Avellano-rah —dijo—, si no me equivoco, alguien ha estado utilizando este
agujero durante un tiempo. Yo diría que aún están ahí dentro. —Se echó a un lado—.
¿Ves a lo que me refiero?
Avellano apoyó sus patas delanteras sobre la nieve y tanteó el suelo. No estaba
seguro pero, ciertamente, le pareció que palpaba una especie de depresión en el suelo
helado, y una ligera irregularidad en la boca del agujero. Había olor fresco de conejo.
Se volvió hacia Pelucón.
—Creo que tiene razón. Hay conejos ahí abajo. Supongo que es mejor que
entremos y averigüemos quiénes son.
Y, sin dudarlo un momento, entró en el agujero. Pelucón iba detrás, y estaba
seguro de que los demás les seguirían también. Era un corredor largo y sin
obstáculos, pero, según le pareció, no había ningún enemigo aguardando al otro lado.
Llegó a la conejera y se detuvo a esperar que Pelucón lo alcanzara.
Fue en ese momento cuando reparó en que frente a él se encontraba una hembra
corpulenta y fuerte, una extraña. Tenía una expresión hostil y detrás de ella se
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apelotonaba un grupito de conejos jóvenes.
—¿Quién te crees que eres para entrar aquí? —dijo la hembra—. ¡Sal
inmediatamente!…
Se detuvo al ver a Pelucón, y vaciló cuando Campanilla y Puchero entraron
también en la conejera, seguidos por las hembras.
—Creo que eres tú el que tendrías que decirnos quién eres y qué estás haciendo
aquí —dijo Avellano, tranquilo pero con firmeza—. Esta madriguera es nuestra,
nosotros la excavamos.
La hembra parecía vacilar y Pelucón, que estaba junto a Avellano, dijo indeciso:
—¿Es posible que… eres… por casualidad no serás… tu nombre Flyairth, de
Thinial?
La hembra se sobresaltó y empezó a temblar como una hoja. Su actitud cambió
por completo. Pelucón no dijo más. Al cabo ella respondió:
—¿Quién eres? ¿Cómo es posible que…? —No pudo seguir.
En un tono más seguro, Pelucón repitió:
—¿Tu nombre es Flyairth?
—Supongo que has venido de Thinial, ¿no? —le preguntó ella.
—No, no. Por tercera vez, ¿te llamas Flyairth?
Avellano intervino.
—Creo que es mejor que nos sentemos cómodamente y nos expliquemos todos un
poco mejor —y, después de sentarse, prosiguió—: Las conejeras en las que vivimos
normalmente están más arriba, no muy lejos de aquí. Cavamos estas conejeras el
pasado otoño, para tener un lugar más confortable donde vivir cuando empezara a
nevar. No tenemos intención de pelearnos contigo, pero comprenderás que es normal
que nos haya sorprendido encontrarte aquí.
La hembra se dirigió a Pelucón.
—¿Cómo sabes mi nombre y el lugar de donde vengo?
—No puedo explicártelo —replicó Pelucón—. Por lo menos no ahora. Nuestro
conejo jefe decidirá si puedes quedarte o no.
Mas ella insistía:
—Pero ¿has estado en Thinial? ¿De qué conoces el nombre?
—Eso no importa ahora —dijo Avellano—. Solo queremos que sepas que no
somos tus enemigos. Puedes quedarte… por el momento. Pelucón y yo vamos a subir
a la colina para traer al resto de los conejos.
—Dejad que vaya con vosotros —dijo la hembra—. No he subido todavía a la
colina, y creo que debo familiarizarme con vuestra madriguera cuanto antes.
—Muy bien. Pero no creo que podamos enseñarte gran cosa esta noche. Quiero
bajar a los conejos lo antes posible para que se instalen hoy mismo y puedan dormir.
—No os molestaré —dijo Flyairth—. Hay luna llena. Podré seguiros sin
dificultad.
—De todos modos, está aquí mismo —le explicó Avellano—. No tardaremos.
—Avellano-rah, está haciendo lo posible por hacerse con el mando —dijo Pelucón—.
En estos momentos está en el Panal, explicándoles a los más jóvenes lo que sucedió
con los hombres la otra noche. Les está diciendo que si se quedan aquí se arriesgan a
contraer la ceguera blanca, y que ella los llevará a un lugar seguro para fundar otra
madriguera. ¿Quieres que vaya y la mate ahora, antes de que cause más daño?
—No, no, nada de eso. Por lo menos, no todavía.
—Lo que pasa es que antes era conejo jefe… ¡Una hembra conejo jefe!… hasta
que la echaron, y ahora que está aquí, pretende hacerse con el mando.
—¿Estaba alguno de los conejos de Sandleford escuchándola?
—No, ni tampoco Fresón ni Negroso. Pero muchos de los jóvenes sí, y algunas de
las hembras de Éfrafa.
—Me gustaría hablar con Quinto y Zarzamora. Y con Hyzenthlay y Vilthuril,
también. Vamos a buscarlos.
Los encontraron apiñados en la conejera de Quinto, dormitando al calor de sus
cuerpos. Thethuthinnang estaba con ellos.
—Pelucón, explícales lo que acabas de decirme sobre Flyairth.
Pelucón así lo hizo, y mientras hablaba se enfureció más si cabe.
—Hay que matarla —concluyó—. Hay que matarla y pronto, antes de que haga
más daño.
—Un momento, un momento —dijo Zarzamora—. Avellano-rah, ¿puedo decir
algo?
—Sí, y que hable Quinto también.
—Si no lo he entendido mal —dijo Zarzamora—, todo este embrollo se debe a la
ceguera. Pelucón cree que lo único que Flyairth pretende es convertirse en conejo
jefe. Y no estoy de acuerdo. Si nunca hubiera sabido de la ceguera pero hubiera
dejado su madriguera de todos modos y hubiera venido aquí, creo que se hubiera
asentado pacíficamente, sin causar ningún problema.
—En ese sitio, Thinial o como se llame, ya era conejo jefe antes de saber nada de
la ceguera —dijo Pelucón—. Y ahora quiere volver a ser conejo jefe. Todo ese rollo
de la ceguera es solo una excusa para conseguir adeptos.
—Bueno, sea como sea, lo que quiere es persuadir a los conejos que pueda para
marcharse de aquí —prosiguió Zarzamora—. Y según ella, el motivo es el peligro de
El tiempo habría de mejorar aún más, los días serían más cálidos. Un día, cuando
caía la tarde, Avellano se tumbó plácidamente al sol junto con sus amigos. También
estaban allí Hyzenthlay, Vilthuril y Thethuthinnang.
—Me pregunto cómo les irá a Flyairth y los otros —dijo Acebo—. ¿Dónde
estarán?
—Kehaar volverá un día de estos —dijo Pelucón—. Él descubrirá adónde han
ido.
Dos o tres días después la pata de Nyreem se había recuperado y la coneja se instaló
en la madriguera sin mayores contratiempos, al igual que el resto de recién llegadas.
Así fue, al menos, hasta que con el tiempo se convirtió en una admiradora de
Arenaria.
Arenaria, un joven conejo de constitución fuerte y terco como una mula, no
tendría más de unos pocos meses cuando empezó a atraer las críticas de varios de los
más ancianos.
—Harías bien en vigilar a ese hijo tuyo —le advirtió un día Plateado a la madre,
una hembra dulce y sosegada que llevaba por nombre Melsa, descendiente de Trébol,
una de las conejas de la granja de Nuthanger—. Se ha mostrado de lo más insolente
esta mañana. He tenido que darle un par de tortas.
—Yo no puedo hacer nada. A mí me respeta tan poco como a los demás. El
problema es que es demasiado grande y fuerte para su edad, y está consiguiendo que
muchos jóvenes de su edad lo admiren y lo vean como una especie de líder.
—Pues será mejor que se le bajen esos humos, porque si no va a ganarse la
enemistad de Avellano y Pelucón, y la mía, por descontado. —Plateado apreciaba a
Melsa, y fue por ello que no quiso insistir en el asunto.
Pero fue Arenaria el que demostró poco después que había que insistir. No pasó
mucho antes de que otros veteranos protestaran por su comportamiento. Desoyó las
palabras de Acebo, que le había advertido que no debía dejarse ver entre la hierba
cuando hubiera hombres cerca. Se negó a obedecer categóricamente a Espino Cerval,
un conejo tranquilo y tolerante como pocos, cuando, una noche, en el Panal, le dijo
que él y sus escandalosos amigos buscaran otro sitio para pelearse.
—Tenemos tanto derecho a estar aquí como tú —le respondió con descaro.
Y Espino Cerval, al verse desafiado por una pequeña cuadrilla de parásitos de
Arenaria, consideró más prudente callar y abandonar el Panal.
En resumen, pronto se vio que Arenaria no se consideraba subordinado a ningún
conejo. En una sociedad tan tolerante como la de Watership, aquello no resultaba
especialmente molesto. Hasta que empezó a convencer a otros jóvenes para que lo
acompañaran en sus expediciones y se negaba a decir adónde iban.
Una tarde, después de regresar con dos o tres conejos de lo que parecía haber sido
una excursión larga y agotadora, Plateado quiso saber dónde habían estado.
Poco después de la salida del sol, en una espléndida mañana de estío, Avellano salió
de su conejera, atravesó el Panal y salió a respirar el aire fresco de la colina. El alba y
el anochecer son los momentos del día en que los conejos se muestran más activos y,
de hecho, ya había algunos paciendo en grupos de a dos y de tres por la pendiente y la
cima, sin prestar atención a nada que no fuera la hierba que comían. Era una escena
plácida. Los conejos sabían que no tenían nada que temer y estaban completamente
absorbidos en la gratificante tarea de alimentarse bajo las primeras luces del día.
Avellano los observó satisfecho. Desde la primavera anterior, cuando las
premoniciones de Quinto los habían llevado colina arriba, a aquel terreno elevado, no
dejaba de decirse lo sabio que era haber escogido para su madriguera aquel lugar
solitario, desde donde se dominaban los alrededores y donde no tenían por tanto nada
que temer de sus enemigos naturales. Los olores, tanto si eran familiares y
tranquilizadores como si eran desconocidos y perturbadores, les llegaban con el
viento, que soplaba normalmente del oeste; y sus grandes orejas detectaban al punto
el sonido de cualquier intruso, hombre o bestia, que se aproximara por la cresta.
Mucho tiempo había pasado desde que alguno de sus conejos cayera por última vez
presa de un enemigo. Pero es que aquel no era un lugar propicio para los hábitos
cazadores de los Mil —zorros, armiños, perros, gatos que merodearan o cualquier
otro— y, lo que era más importante, los hombres no los perseguían. El hombre, a
pesar de que era el enemigo más fácil de detectar, era también el más temido, pues
con sus escopetas podía matar desde lejos y desde la cima de la colina su vista
resultaba tan aguda como la de ellos mismos. Gracias a Frith, pensó Avellano
solazándose feliz bajo el sol, no hemos de temer la presencia de los hombres en
nuestra vida cotidiana. Aquellos jovencitos apenas si saben lo que es un hombre.
De pronto, con un sobresalto, su tranquilidad se esfumó y se puso alerta. Del otro
lado de los árboles más próximos, no muy lejos, le llegaba un sonido de lucha, de
conejos que peleaban, sí, conejos, pues entre los chillidos estridentes y los gruñidos,
su oído no distinguió el sonido de ningún otro animal. Y sin duda no podían ser
machos que estuvieran luchando por una hembra, porque no eran dos conejos lo que
oía, sino tres o cuatro.