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Defensa de la Fe
El Papa San Pío V, en la Bula Quo primum tempore, del 19 de julio de 1570,
promulgaba el Misal Romano por el que establecía, como ley de la Iglesia uni-
versal, la celebración de lo que hoy suele llamarse Misa tradicional, o Misa de
San Pío V. Ofrecemos aquí un resumen del tenor de esta Bula, y lo completamos
con algunas observaciones y comentarios.
de una pregunta teórica, puesto eso es lo que pretendió hacer el Papa Pablo VI
hace ya exactamente 50 años, al promulgar el Novus Ordo Missæ con su Consti-
tución Missale Romanum, del 3 de abril de 1969. La respuesta es que no, tanto si
se considera la validez como la licitud de la abrogación de la Bula de San Pío V.
• Para la validez de la abrogación, haría falta que Pablo VI hiciera uso de su Autori-
dad apostólica con la misma solemnidad y firmeza con que lo hizo San Pío V, cosas
todas ausentes de la Constitución «Missale Romanum».
• Para la licitud de la abrogación, esto es, para que Pablo VI pudiera desligar lo
que un predecesor suyo había ligado con tanta firmeza, haría falta que se valiera de
esta facultad por razones gravísimas, las mismas que habrían hecho que su prede-
cesor volviera sobre sus pasos. Ahora bien, San Pío V, al garantizar la Misa de siem-
pre con su privilegio perpetuo, quería salvaguardar la Misa de los ataques que ya
sufría en tiempo del protestantismo, y que se agravarían ciertamente en el futuro. Pa-
blo VI, en cambio, pretendía exactamente lo contrario: acercar a los protestantes el
rito de la Misa, para que con un mismo rito pudieran celebrarla católicos y protes-
tantes, con la finalidad ecuménica de «restaurar la unidad perdida».
Conclusiones.
1º Es evidente que el Misal promulgado por San Pío V no podía ser «jurídica-
mente abrogado, y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permi-
tido», como expresamente lo reconocía el Papa Benedicto XVI en su Motu pro-
prio Summorum Pontificum, del 7 de julio de 2007. Lo que sí hubo es un abuso
de autoridad por parte del Papa Pablo VI, que no pudiendo abolirlo jurídica-
mente, impuso esta abolición por vía de hecho.
2º Por lo mismo, siguen plenamente vigentes las tres libertades inscritas en
la Bula de San Pío V: • la libertad, para todo sacerdote, de seguir usando el pri-
vilegio a perpetuidad que contiene la Bula; • la libertad, para todo sacerdote, de
dejar de lado el Misal de Pablo VI, y de usar el Misal tridentino, autorizado y
garantizado por la costumbre quince veces secular que lo ha precedido y cuatro
veces secular que lo ha seguido; • y la libertad para los religiosos y religiosas
dotadas de un Misal propio de su Orden, de conservar su uso o de pasarse, si así
lo prefieren, al Misal de San Pío V.
3º Por vía de consecuencia, todo fiel tiene derecho a beneficiarse de estas mis-
mas libertades, a través de los sacerdotes a quienes les han sido directamente con-
cedidas, y que el privilegio de San Pío V convierte en verdadera propiedad suya.
Pueden, por lo tanto, pedir a su párroco y aun a su Obispo que les asegure la
celebración regular de misas según este rito.
4º Finalmente, todo Superior que se atreviera a negar a sacerdotes, religiosos,
religiosas o fieles, el ejercicio de estos derechos, cometería un abuso de poder e
infringiría formalmente la Bula de San Pío V.1
Este año se cumplen los 50 años de la promulgación del nuevo rito de la Misa
por parte del Papa Pablo VI; rito al que la Fraternidad Sacerdotal San Pío X le
cuestionó siempre la legitimidad, esto es, el carácter de verdadera ley, por
cuanto se opone al bien común de la Iglesia, y a la expresión íntegra de la fe
católica en el Santo Sacrificio que en ella se renueva.
Muchos problemas se le resolverían a la Fraternidad si al menos fuera indiferente a
la Nueva Misa. Roma no le pide otra cosa. De tantos católicos perplejos por la re-
forma litúrgica del Concilio Vaticano II, muchos han creído que lo malo del nuevo
rito venía sólo de la manera de celebrarlo, y peregrinan por las parroquias buscando
sacerdotes que celebren con piedad y no den la comunión en la mano. Otros saben
que la diferencia no está en los modos del sacerdote, sino en el mismo rito, y reclaman
la Misa tradicional arguyendo el enriquecimiento que implica la pluralidad de ritos:
el nuevo es bueno, pero el antiguo también: ¡mejor entonces los dos! Aunque en Roma
no hay tontos, han dejado correr esta excusa para los grupos tradicionales que se
ampararon en la Comisión «Ecclesia Dei». Pero en Roma molesta nuestra Fraterni-
dad porque no sólo no dice que es buena, sino que la combate como perversa. Si al
menos guardáramos indiferencia –¡que los demás recen como quieran!–, Roma nos
dejaría en paz. Pero ahí está precisamente la cuestión: ¿Podemos ser indiferentes a
la Misa Nueva?
tiva para nosotros sino gracias al Sacrificio de la Misa. Ahora bien, así como no
cabe indiferencia ante la Cruz de Cristo, tampoco la cabe ante el rito que renueva
su Sacrificio. «Quien no está conmigo está contra Mí» (Mt. 12 30), dijo Nuestro
Señor, y esta ley se impuso por la Pasión.
Puedo pasar al lado de un vendedor si pienso que lo que ofrece no lo necesito; pero
no puedo pasar al lado de un hombre herido, porque él me necesita a mí. No es patente
pecado la indiferencia ante el Jesús de los Milagros, pues puedo decir con San Pedro:
«Aléjate de mí, que soy un pecador»; pero ante el Jesús Crucificado es horrible trai-
ción decir: «No conozco a ese hombre». Es la Cruz de Nuestro Señor la que nos urge
a tomar partido: ¡no me es lícito dejar de lado a Aquel que muere por mis pecados!
Conclusión.
El alma de la Nueva Misa es un alma perversa. Los católicos que se esfuer-
zan en mirar en ella sólo los materiales de demolición, tratando de recomponer
en su cabeza la figura del rito tradicional, pueden no percibirla y atenuar los
daños que produce su presencia. Pero así como no se puede frecuentar las dis-
cotecas sin erosión de la honestidad, tampoco se puede frecuentar un ritual mo-
dernista sin desgaste de la fe.
Téngase también en cuenta que los ritos tradicionales son «sacramentales»,
es decir, formas sensibles con un alma santa, que transmiten gracias actuales si
se los recibe con fe. Si la Iglesia prescribió bajo pecado la asistencia dominical
a la Santa Misa, es justamente por la eficacia santificadora de sus ritos, que
predisponen al alma para unirse más eficazmente al santo Sacrificio. Por haber
suprimido el rito tradicional, la fe de los católicos languidece; por haber insta-
lado un ritual modernista, se propaga eficazmente un espíritu carismático pro-
fundamente contrario al auténtico catolicismo.
Por eso, no podemos ser indiferentes a la Nueva Misa. Asistir al drama de la
Pasión sin reacción es pecado. No se puede asistir callado a una Misa que ignora
al Crucificado, que canta alegre ante su dolor, que permite que unas manos sin
consagrar toquen lo que hay de más sagrado: altar, misal, sagrario y hasta el di-
vino Cuerpo. El manoseo que sufrió Jesucristo en su Vía Crucis no es muy dis-
tinto del que ahora sufre con la comunión en la mano.
Nosotros no dejaremos de luchar contra la Nueva Misa hasta que no cese la abomina-
ción desoladora en los lugares santos. Por esta razón, en una serie de Hojitas de Fe,
señalaremos el espíritu que preside el nuevo rito, y defenderemos las verdades cató-
licas que, por motivos ecuménicos, este rito silencia.1
Conclusión.
«Las ovejas siguen al pastor, porque reconocen su voz; mas a un extraño no
lo siguen, sino que huyen de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn.
10 4-6). El nuevo rito que Pablo VI promulgaba es extraño para un católico, que
ya no reconoce en él el testamento sagrado de Nuestro Señor; y por eso, no podía
el Papa indignarse de que hubiera pastores y fieles que se negaran a aceptarlo,
ni imponerlo con su autoridad –como de hecho lo hizo–. Es un rito que no tiene
nada que ver con el santo sacrificio que San Pío V quiso legar y proteger por su
Bula Quo primum tempore, concedida a perpetuidad. Es lo que demostraremos
en unas siguientes Hojitas de Fe.1
2º ¿Que es la Misa?
Sabido es de todos que la Misa tradicional no ha sido siempre tal como la
conocemos hoy. Mantiene, por supuesto, lo esencial de las celebraciones hechas
por los Apóstoles según el orden instituido por Cristo; pero, además, se vio en-
riquecida con oraciones nuevas, alabanzas y precisiones hechas en un largo pe-
ríodo de tiempo, a fin de expresar mejor el misterio eucarístico y preservarlo de
errores y herejías. De este modo, la Misa se elaboró progresivamente en torno a
un núcleo primitivo que nos legaron los Apóstoles, testigos directos de la insti-
tución de Cristo.
Al igual que una piedra preciosa se encierra en un estuche, el tesoro de la Misa quedó
confiado a la Iglesia, que lo meditó, ajustó y adornó como una obra musical o de orfe-
brería. Ella conservó lo mejor de este tesoro, y explicó con sabiduría lo que estaba
como implícito en dicho misterio, de modo semejante a como la semilla de mostaza
hace crecer sus ramas, pero todo el árbol resultante estaba contenido ya, de hecho, en
la semilla.
Esta lenta y progresiva elaboración o explicación acabó sustancialmente en la
época del papa San Gregorio, a fines del siglo VI. Sólo se le añadieron posterior-
mente algunos complementos secundarios. Este trabajo de los primeros siglos del
cristianismo ha sido una obra de fe para exponer a la inteligencia de los hombres
la institución de la Eucaristía hecha por Cristo, a fin de que sea una verdad mejor
comprendida. De esta forma la Misa es la expresión y explicación del misterio
eucarístico, y su misma celebración.
Estas tres verdades las expresa con suma claridad la Misa tradicional, mile-
naria, latina y romana, sin suprimir nada al misterio que en ella se realiza. ¿Su-
cederá lo mismo con la Misa nueva? Es lo que cabe preguntarse.
Conclusión.
¿Acaso podrá negarse la evidencia de estos hechos? Con todo, para mayor
cúmulo de pruebas, iremos mostrando, en tres Hojitas de Fe sucesivas, cómo
la Misa nueva silencia cada una de estas tres verdades. Séanos lícito por ahora
señalar lo que intentaremos demostrar claramente: que esta Misa nueva y ecumé-
nica ya no es expresión clara de la fe católica. En su súplica al papa Pablo VI, los
cardenales Ottaviani y Bacci no temieron hacer la siguiente observación, que
hasta ahora nadie ha podido contestar en rigor: «El Novus Ordo Missae se aleja
de manera impresionante, tanto en su conjunto como en sus detalles, de la teo-
logía católica de la santa Misa». 1
Conclusión.
Basten estas consideraciones para probar que, en torno a la idea de sacrificio,
«el Novus Ordo Missæ se aleja de manera impresionante, tanto en su conjunto
como en sus detalles, de la teología católica de la santa Misa»; ya que deja en el
abandono y en el olvido, en el acto mismo de la celebración, la doctrina católica
sobre el carácter sacrificial de la Misa, definido por el Concilio de Trento, ha-
ciendo que acabe luego siendo negada por omisión. 1
Fácil es probar esta atenuación y silenciamiento, con citas de las Nuevas nor-
mas de la Misa y de los comentarios que de las mismas hace el Padre Martín
Patino en la edición de la Biblioteca de Autores Cristianos, 1969.
1º Cristo está presente en el seno de la Iglesia.
Empecemos señalando que las nuevas rúbricas, en vez de insistir en la pre-
sencia real de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, hacen más bien hinca-
pié en la presencia de Cristo en medio de los fieles, o en la Palabra, o en el
sacerdote que preside la celebración. Y así nos dicen:
«El sacerdote, por medio de un saludo, manifiesta a la asamblea reunida la presen-
cia del Señor» (nº 28). «Cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, es
Dios mismo quien habla a su pueblo, y Cristo, presente en su Palabra, quien anuncia
el Evangelio» (nº 9). «En las lecturas… Dios habla a su pueblo… y le ofrece el ali-
mento espiritual; y el mismo Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de
los fieles» (nº 33). «Los fieles… con sus aclamaciones reconocen y profesan la pre-
sencia de Cristo que les habla» (nº 35). «El presbítero que celebra… manifiesta a
los fieles, en el mismo modo de comportarse y de enunciar las divinas palabras, la
presencia viva de Cristo» (nº 60).
No se sabe, pues, a ciencia cierta, cuál es la presencia de Cristo que se realiza
en la Eucaristía, ya que parece presente en todas partes: en la Palabra, en el cele-
brante, en la asamblea, en la Eucaristía. El Padre Martín Patino, al comentar las
Nuevas normas, apunta siempre en el mismo sentido:
«Los primeros cristianos se reunían en las casas, conscientes de que la presencia de
Jesús se acentuaba cuando dos o más estaban reunidos en su nombre» (p. 61). «La
liturgia del rito de entrada tiene por fin descubrir la presencia de Dios en la asam-
blea» (p. 34). «El saludo del celebrante, el Kyrie y el Gloria actualizan la fe en la
presencia del Señor en la asamblea» (p. 103). «Las otras partes presidenciales… tie-
nen la misma finalidad de subrayar la estructura de la Iglesia como cuerpo de Cristo
y la presencia del Señor en el seno de la Iglesia en oración» (p. 87). «Una conciencia
más viva de la presencia del Señor en la asamblea debe animar ahora la celebración
eucarística» (p. 173).
Se llega hasta el punto de comparar varias veces la presencia de Cristo en la
Comunión con su presencia espiritual en la Palabra; comparación ambigua, por
cuanto parece sugerir que la presencia de Nuestro Señor en el Sacramento no es
de un orden distinto al de su presencia en la Palabra:
«La Misa consta… de dos partes: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística,
tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un solo acto de culto, ya que en la
Misa se dispone la mesa, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, en
la que los fieles encuentran formación y refección» (nº 8).
real. Y así las genuflexiones, signos expresivos más que otros de la fe católica,
han desaparecido como tales. Para dar un ejemplo, aunque se ha conservado la
genuflexión después de la elevación, puede comprobarse que ha perdido su sig-
nificado peculiar de adoración de la presencia real de Jesucristo.
En la Misa tradicional, después de las palabras de la Consagración, el sacerdote
hace inmediatamente una primera genuflexión, que significa –sin ningún equívoco
posible– que Cristo se halla en el altar, realmente presente, en virtud de las palabras
de la Consagración que acaba de pronunciar. Después de la elevación hace una se-
gunda genuflexión, que tiene el mismo sentido que la primera y añade la insistencia
en la presencia real.
En la nueva Misa, en cambio, se ha suprimido la primera genuflexión, pero se ha con-
servado la segunda. Y aquí está la trampa para las personas poco avezadas en las
astucias del progresismo. En efecto, esta segunda genuflexión, separada de la pri-
mera, puede ahora ser interpretada en sentido protestante, ya que, aunque el protes-
tante no admite la presencia física y real de Cristo en la Eucaristía, sí reconoce una
cierta presencia espiritual del Señor, debida a la fe de los creyentes allí presentes.
Así, en la Misa nueva, el celebrante no adora en primer lugar la Hostia que acaba de
consagrar, sino que la eleva y la presenta a la asamblea de los fieles, para que éstos
con su fe hagan espiritualmente presente a Cristo; sólo luego se arrodilla y adora.
Esto lo puede aceptar cualquier protestante, interpretándolo de una presencia de
Cristo puramente espiritual.
El rito exterior se adapta así a la fe de cada uno y tiene, por lo tanto, un significado
equívoco. Puede acomodarse a una fe exclusivamente subjetiva, aun negando el
dogma católico de la presencia real. Es evidente que un rito semejante ya no es la
expresión clara de la fe católica.
En el mismo sentido cabe señalar: • la reducción de las genuflexiones a tres:
«después de la elevación de la hostia, después de la elevación del cáliz, y antes
de la comunión» (nº 233), mientras que en la Misa tradicional el sacerdote hace
genuflexión antes y después de manipular la sagrada Forma, porque en ella está
Cristo; • y la disminución de las incensaciones, que sólo se hacen «en la procesión
de entrada, al inicio de la Misa para incensar el altar, en la proclamación del
Evangelio y en el ofertorio para incensar las ofrendas» (nº 235), pero no ya en
el momento augusto de la elevación, para incensar a Nuestro Señor, como señal
inequívoca de su presencia real.
BAC 1969, p. 27). Por eso mismo, no hay que pensar que «la ordenación haga
del ministro de Jesucristo… una especie de “hombre-orquesta” a quien corres-
pondería como “su oficio” el “decir la Misa”, a la que el pueblo simplemente
debe “asistir” u “oír”» (p. 26). No; en realidad, «la Cena del Señor, o Misa, es
la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios, reunido bajo la presi-
dencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor» (nº 7).
¡Cuántas cosas aprende uno! En la Misa tradicional, lo central era Nuestro Señor
inmolándose por la redención de nuestras almas, justamente porque la Misa es un
sacrificio, el mismo sacrificio de Cristo en el Calvario; pero en la Misa nueva, cam-
biada la perspectiva y considerada ahora como una cena, nada más normal que lo
central pase a ser la asamblea invitada y servida por el sacerdote, que le brinda de
varias maneras la presencia de Nuestro Señor.
Al hablar así, el Padre Martín Patino no hace más que comentar el espíritu de
las Nuevas normas de la Misa, en las que el sacerdote aparece constantemente
como «el presidente de la asamblea»:
«Entre las atribuciones del sacerdote ocupa el primer lugar la plegaria eucarís-
tica…, las oraciones…, la oración sobre las ofrendas y la poscomunión. Estas ora-
ciones las dirige a Dios el sacerdote –que preside la asamblea representando a
Cristo– en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes. Con razón
se denominan “oraciones presidenciales”» (nº 10). «Igualmente toca al sacerdote,
que ejercita el cargo de presidente de la asamblea reunida, hacer algunas monicio-
nes y fórmulas de introducción y conclusión previstas en el mismo rito: explicar la
Palabra de Dios y dar la bendición final» (nº 11). «La naturaleza de las interven-
ciones “presidenciales” exige que se pronuncien claramente y en voz alta, y que
todos las escuchen atentamente» (nº 12).
de las «órdenes menores» –grados del Sacramento del Orden que sólo se confie-
ren a los clérigos–, convertidas a partir de entonces en «ministerios» –esto es,
en cargos otorgables a simples laicos–.
Estipula el papa Pablo VI que «era conveniente conservar y acomodar aquellos ele-
mentos más estrechamente relacionados con los ministerios de la Palabra y del Al-
tar, esto es, los de Lector y Acólito». Para ello establece: • que en adelante ya no se
conferirá la primera tonsura, y la incorporación al estado clerical se hará por el
Diaconado; • que las «órdenes menores», se llamarán en adelante «ministerios»;
• que tales ministerios pueden ser confiados a seglares, y ya no deben considerarse
como algo reservado a los candidatos al sacramento del Orden; • que al Lector le
incumbe como función propia leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica, aun-
que no el Evangelio; • que el Acólito tiene como función propia cuidar el servicio
del altar, asistir al diácono y al sacerdote en las funciones litúrgicas, distribuir la
Sagrada Comunión como ministro extraordinario, exponer públicamente el Santí-
simo Sacramento a la adoración de los fieles y hacer después la reserva; • que estos
ministerios de Lector y de Acólito, con todo, se reservan a los solos varones.
Como consecuencia, los laicos invaden el altar y se atribuyen funciones cle-
ricales, como las lecturas, la misma predicación y la distribución de la comunión
a los fieles. Y puesto que tales ministerios los realizan en cuanto Pueblo de Dios,
y las mujeres no son menos Pueblo de Dios que los varones, no carece de cohe-
rencia el Sínodo de la Amazonía cuando pide que los ministerios de Lector y de
Acólito sean conferidos también a las mujeres.
Conclusión.
Coré, Datán y Abirón se amotinaron contra Moisés y Aaron por su «preten-
sión» de ejercer ellos solos el sacerdocio: «Moisés y Aarón, todo este Pueblo es
de santos, y en medio de ellos está el Señor; ¿por qué, pues, os ensalzáis sobre el
Pueblo del Señor?» (Num. 16 3). Esta misma es la pretensión de los artífices de
la Misa nueva: reivindicar para todo el Pueblo de Dios la función sacerdotal que
Dios reserva exclusivamente a la tribu de Leví, esto es, a los miembros del clero.
Dios ya no la castiga como entonces, haciendo que la tierra se abra y se trague a
los rebeldes; pero no por ello deja de causar una profunda alteración en la fe y en
la práctica de la Iglesia, en el carácter sagrado de la Misa, en la doctrina sobre el
Sacramento del Orden.
De este modo la Misa nueva, en vez de llevar a los protestantes a hacerse ca-
tólicos –cosa que, por otro lado, nunca se pretendió–, lleva a los católicos a ha-
cerse protestantes de mentalidad, de religión y de costumbres. Ahí, en los hechos
tal vez más que en los dichos, podemos ver cómo «la Misa nueva se aleja de ma-
nera impresionante, tanto en su conjunto como en su detalle, de la teología ca-
tólica de la Santa Misa», tal como fue definida dogmática, infalible y definiti-
vamente por el Concilio de Trento.1
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Vigilad, orad, resistid 11. Defensa de la Fe
blia, seguida de la traducción de la Misa del latín al alemán. Mas como Lutero no
creía que la Misa fuese un sacrificio, ni tampoco en la transustanciación, esto es,
en la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, redactó su
Formula Missae, en la que decía:
«Debemos declarar en primer lugar que nuestra intención no ha sido abolir la adora-
ción a Dios, sino únicamente purgar su rito de todas las adiciones que la habían man-
cillado. Me refiero a ese abominable Canon, verdadera cloaca de lagunas fétidas, que
ha hecho de la Misa un Sacrificio, y le ha añadido ofertorios. La Misa no es un sacri-
ficio, no es el acto de un sacerdote supremo ofreciendo un sacrificio. Considéresela
como un sacramento o un testamento; llamémosla bendición, o eucaristía, o mesa
del Señor, o memorial del Señor, o de cualquier otro modo que nos guste, a condi-
ción de no mancillarla con el nombre de sacrificio. Al descartar el Canon, descarte-
mos todo lo que implica oblación, y nos quedaremos así con lo que es puro y santo».
Según esto, en la nueva Misa en lengua vernácula se preservaron muchas par-
tes de la Misa tradicional, pero se eliminó el Ofertorio y la Consagración. Tam-
bién se insertaron más lecturas de la Biblia. Luego se abolieron los altares, por
representar el carácter sacrificial de la Misa, y en su lugar se pusieron mesas, de
modo que los sacerdotes estuvieran cara al pueblo. También se quitaron todos los
crucifijos, que recordaban el Sacrificio del Calvario. Después de Lutero, aparecie-
ron en escena otros sacerdotes con cambios más drásticos: abolieron los ornamen-
tos sagrados, permitieron a la gente recibir la Comunión en la mano, descartaron
el canto gregoriano y el uso del órgano, y en su lugar promovieron el uso de mú-
sica folclórica con trompetas e instrumentos de cuerdas. Estos sacerdotes y mon-
jes católicos, infectados de un fiero entusiasmo por los cambios, destruyeron alta-
res, quemaron imágenes, hicieron añicos las estatuas y abandonaron sus hábitos.
La Misa se transformó así, de renovación del Sacrificio del Calvario que era,
en una reunión comunal del pueblo de Dios. Y esta profanación fue realizada por
sacerdotes, usando templos, monasterios y conventos católicos. La mayoría de
la gente, que seguía siendo católica en sus ideas y tradiciones, fue perdiendo la
fe a medida que asistía a los servicios pervertidos en sus iglesias «católicas», y
acabó cayendo en la apostasía. Y, por supuesto, sus hijos, expuestos a los nuevos
servicios desde temprana edad, crecieron sin un conocimiento real de la única y
verdadera Iglesia fundada por Cristo.
¿Cómo no escandalizarse entonces de la declaración de L’Osservatore Romano del
13 de octubre de 1967? En ella podía leerse: «La reforma litúrgica ha dado un nota-
ble paso al frente en la senda del ecumenismo, acercándose más a las formas litúr-
gicas de la Iglesia luterana». La intención confesada de Lutero era la destrucción
de la Misa, y hete aquí que el periódico del Vaticano se jacta de que con la Misa nue-
va nos hayamos acercado más a la forma luterana de dar culto a Dios.
lico. ¿Cuánto duraría, empero, ese dique? Con la llegada del modernismo, muchos
católicos, y entre ellos muchos sacerdotes y obispos, deseosos de «reconciliar» a
la Iglesia con el mundo moderno, empezaron a sentir fastidio de ese Maná sustan-
cial de la Misa, y a suspirar por las codornices (Num. 11). Sí, muchos sacerdotes
dejaron de comprender y de vivir su Misa, y desearon un cambio radical de la li-
turgia de la misma, que la devolviera a su supuesta «pureza primitiva». Por su-
puesto, el demonio, que era el que insuflaba esos anhelos de cambio, sabría apro-
vechar la ocasión, con motivo del concilio Vaticano II, para hacer un jaque mate
al Sacrificio perpetuo, y reemplazarlo por una cena, un rito de corte protestante.
También aquí es triste comprobar cómo el demonio estaba detrás de esta re-
forma, puesto que coincide de manera sorprendente con la notable predicción
del sacerdote apóstata y ocultista Paul Roca (1830-1893), que, conocedor de los
planes de su secta, auguraba en pleno siglo XIX:
«El culto divino en la forma actual de la liturgia, el ceremonial, el ritual y los
cánones de la Iglesia romana, pronto experimentarán una transformación en un
Concilio ecuménico, que los restaurará a la verdadera simplicidad de la edad de
oro de los Apóstoles de acuerdo con los dictados de la conciencia y la civilización
moderna».
«Si non é vero, é ben trovato», dicen los italianos. El paralelo entre la «profe-
cía» de Roca y la reforma de Pablo VI no deja de ser sorprendente:
• Es un Concilio ecuménico, el concilio Vaticano II, el que, en su constitución Sacro-
sanctum Concilium, pone los fundamentos para una revisión general del Misal ro-
mano. • Pablo VI declara, en su Constitución Missale Romanum, que esta revisión se
hace «de acuerdo con la primitiva norma de los Santos Padres», «sacando a la luz
sus riquezas doctrinales y espirituales», para iluminar y nutrir a los fieles en conso-
nancia con la mentalidad contemporánea.
Conclusión.
Lutero y los enemigos de la Iglesia no erraban el tiro, por la sencilla razón de
que detrás de ellos se movía el demonio. No se equivocaban: la Iglesia entera se
apoya, como sobre una Roca, en el Santo Sacrificio de la Misa. Por eso no te-
memos afirmar que toda la actual decadencia y corrupción de la vida cristiana
encuentra su causa en la Misa nueva, o en la ausencia y abolición de la Santa
Misa tradicional entre el pueblo fiel. Donde este sacrificio desaparece, desapa-
rece la civilización genuinamente cristiana.
Al contrario –¡cristiano, a tus armas!–, con la Santa Misa y el Santo Rosario,
que son las dos columnas que San Juan Bosco vio emerger del mar en su famoso
sueño, es posible reconstruir una vida cristiana auténtica en toda su amplitud y
en todos sus frentes, y con ella una verdadera Cristiandad.1
Conclusión.
«A confesión de partes, relevo de pruebas». Lutero mismo es quien afirma
haber recibido del diablo –¡si al menos dijera del ángel Gabriel, como Mahoma!–
la argumentación con que luego él mismo rechazaría e impugnaría la Misa cató-
lica. Poco nos importa si esa conferencia tuvo lugar o es sólo, como afirma el Pa-
dre Villoslada, un recurso literario de Lutero: ¿quién puede recriminarnos el estar
conformes –por una vez– con los propios dichos de Lutero, y reconocer al diablo,
según él mismo dice, como inspirador de todo su odio contra la Misa?
La cosa, sin embargo, no queda ahí. La reforma litúrgica de la Misa, llevada a
cabo por Pablo VI, pretendió reconciliarse, por razones claramente ecuménicas,
con las grandes directrices de la liturgia luterana… ¿Luterana, o diabólica?
¿Quién fue el verdadero inspirador de esta reforma? Tampoco aquí se nos puede
recriminar el que abriguemos legítimas dudas.
Los católicos, en cambio, tenemos la gran dicha y la absoluta seguridad de
que el inspirador de nuestra Santa Misa fue el Espíritu Santo en persona. A fin
de cuentas, esa es toda la diferencia entre la Misa de Lutero –o la Misa nueva de
Pablo VI–, y la Misa tradicional de San Pío V. 1