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Vigilad, orad, resistid 11.

Defensa de la Fe

El Papa San Pío V, en la Bula Quo primum tempore, del 19 de julio de 1570,
promulgaba el Misal Romano por el que establecía, como ley de la Iglesia uni-
versal, la celebración de lo que hoy suele llamarse Misa tradicional, o Misa de
San Pío V. Ofrecemos aquí un resumen del tenor de esta Bula, y lo completamos
con algunas observaciones y comentarios.

1º Tenor de la Bula de San Pío V.


1º San Pío V promulgaba su Bula –como dice al comienzo de la misma– en
cumplimiento de lo exigido por el Concilio de Trento: después de haberse hecho
ya, a pedido del mismo Concilio, la corrección y edición de la Sagrada Biblia, del
Catecismo Romano y del Breviario, sólo faltaba realizar la edición del Misal.
Esta edición del Misal la hacía el Papa San Pío V, no inventando un nuevo rito, sino
«conforme a la regla y a los ritos de los Santos Padres», esto es, mirando hacia los
ritos que siempre había observado la Santa Iglesia, sin innovar nada, tan sólo «co-
rrigiendo los manuscritos y expurgándolos de toda alteración».
2º Una vez revisado y corregido –seguía diciendo el Papa–, había ordenado
que el Misal así dispuesto fuera impreso y publicado en Roma,
«para que los sacerdotes sepan con certeza qué oraciones deben utilizar, cuáles son
los ritos y cuáles las ceremonias que deben bajo obligación conservar en adelante
en la celebración de las Misas, a fin de que todos observen por todas partes lo que les
ha sido transmitido por la Iglesia Romana, Madre y Maestra de todas las demás Igle-
sias, y para que en adelante y para el tiempo futuro perpetuamente, en todas las
iglesias, patriarcales, catedrales, colegiatas y parroquiales de todas las provincias
de la Cristiandad…, no se canten ni se reciten otras fórmulas que aquellas confor-
mes al Misal que hemos publicado».
La única excepción a la regla, importante de notar, eran aquellos ritos que,
«aprobados debidamente por la Sede apostólica o establecidos por la costum-
bre, hayan sido observados sin interrupción durante más de doscientos años».
En tal caso no se suprimían tales formas de celebrar la Misa, pero sí se dejaba a
las iglesias que así la celebraban el permiso de adoptar el rito de la Misa tal como
el Papa lo promulgaba en su Bula.
Hojitas de Fe nº 320 –2– DEFENSA DE LA FE
Decimos que es importante notar esta excepción, porque la costumbre inmemorial
–esto es, la que cuenta ya por lo menos con doscientos años de antigüedad– tiene en
la Iglesia fuerza de ley, y así la Iglesia no la suprime. Si eso vale para ritos como el
ambrosiano o el mozárabe, ¡cuánto más vale para el rito codificado por San Pío V,
que contaba ya, no con dos, sino con quince siglos de antigüedad! Un rito así no pue-
de ser suprimido, por el peso que le da la tradición.
3º Una vez que se obligaba a todas las iglesias a dejar sus Misales particulares,
y a celebrar la Misa según el Misal nuevamente codificado, el Papa San Pío V
determinaba
«que a este Misal nada se le añada, quite o cambie en ningún momento; y en esta
forma lo decretamos y lo ordenamos a perpetuidad, bajo pena de nuestra indigna-
ción, en virtud de nuestra constitución».
4º Y para dar pleno vigor a las disposiciones de la presente Bula, obligaba a
todos los Pastores de la Iglesia, así fueran Patriarcas, Cardenales o de cualquier
otra dignidad, y ello «en virtud de la santa obediencia»,
«a abandonar enteramente en el futuro todos los demás ritos provenientes de otros
misales, por antiguos que sean…, y cantar o decir la Misa siguiendo el rito, la manera
y la regla que Nos enseñamos por este Misal; y que no podrán permitirse añadir, en la
celebración de la Misa, otras ceremonias o recitar otras oraciones que las contenidas
en este Misal. Es más…, en nombre de nuestra Autoridad apostólica, concedemos y
acordamos que este mismo Misal podrá ser seguido en su totalidad en la Misa can-
tada o leída en todas las iglesias, sin ningún escrúpulo o censura, y que podrá váli-
damente usarse libre y lícitamente, y esto a perpetuidad. De manera análoga, hemos
decidido y declaramos que ningún sacerdote o religioso, de cualquier condición u
orden que sea, puede ser obligado a celebrar la Misa de otra manera diferente a
como Nos la hemos fijado; y que jamás nadie, quienquiera que sea, podrá contra-
riarles o forzarles a cambiar de Misal o a anular la presente instrucción o a modi-
ficarla, sino que ella estará siempre en vigor y válida con toda su fuerza».
5º A continuación el Papa dictaba normas para los impresores del Misal, obli-
gándolos a publicarlo con la más estricta fidelidad al ejemplar recibido de Roma,
y ello bajo pena de excomunión:
«Para que en todo lugar de la tierra [este Misal] sea conservado sin corrupción y
exento de faltas y de errores, prohibimos por nuestra Autoridad apostólica… a todos
los impresores…, bajo pena de excomunión latæ sententiæ y de otras sanciones en
nuestro poder, tomarse la libertad o arrogarse el derecho de imprimir este Misal…
sin que se haya comparado con el Misal impreso en Roma… que le sirva de mo-
delo…, ni sin que primeramente se haya establecido que concuerda con el dicho
Misal y no presenta absolutamente ninguna divergencia en relación con éste».
6º Finalmente, San Pío V concluía su Bula en términos de la mayor solemni-
dad y volviendo a hacer uso de su Autoridad apostólica:
«Que absolutamente nadie, por consiguiente, pueda anular esta página que expresa
nuestro permiso, nuestra decisión, nuestra orden, nuestro mandamiento, nuestro
precepto, nuestra concesión, nuestro indulto, nuestra declaración, nuestro decreto
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 320
y nuestra prohibición, ni ose temerariamente ir en contra de estas disposiciones. Si,
sin embargo, alguien se permitiese una tal alteración, sepa que incurre en la indig-
nación de Dios Todopoderoso y de sus bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo».

2º Observaciones sobre esta Bula de San Pío V.


1º San Pío V, con la Bula Quo primum tempore, no promulga un nuevo Misal,
sino que restaura el primitivo después de haberlo restituido debidamente. Para
ello, como lo deja consignado en la Bula, mira hacia atrás, hacia «la regla y los
ritos de los Santos Padres», lo cual le permite mirar también hacia adelante y
dejar ese mismo Misal como un privilegio perpetuo para toda la Iglesia, y para
todos los sacerdotes del mundo entero.
El rito que la Iglesia ha celebrado durante quince siglos ha de poder seguir cele-
brándolo con toda seguridad y tranquilidad hasta el fin de los tiempos.
2º Por eso mismo, la Bula Quo primum tempore se presenta a nosotros como
una verdadera ley. En efecto, no es una imposición personal de San Pío V, ya
que obra según «los decretos del Sacrosanto Concilio de Trento», el cual le dejó
encomendada la restitución y edición del Misal romano.
De ahí su título de «Misal romano restituido por decreto del Sacrosanto Concilio de
Trento y publicado por orden de San Pío V», que figuraba en la primera página de
todos los Misales de altar.
3º Esta ley presenta dos características: • ante todo es universal, dejando sólo
como excepción aquellos ritos debidamente aprobados por la Iglesia y que ya te-
nían, en el momento de promulgarse la Bula, más de doscientos años de uso; • y
luego, ofrece a todo sacerdote, con plena tranquilidad de conciencia, un privile-
gio a perpetuidad, como claramente lo prueba la voluntad expresa del legislador,
y lo confirman tres rasgos característicos:
• El primero es el fin perseguido por la Bula, que es el de asegurar en la Iglesia, en
la medida de lo posible, un Misal idéntico para todos, a fin de que, por la unidad de
la oración pública, se proteja y manifieste la unidad de la fe.
• El segundo es el modo de proceder a su edición: no es ni una fabricación artificial
de un rito nuevo, ni una reforma radical de un rito ya existente, sino la pura restitu-
ción del Misal romano primitivo, de un rito pasado probado ya por el uso de los si-
glos, y que ofrece todas las garantías deseables para el futuro.
• El tercero son los autores de la codificación de este Misal: un Papa que obra con
toda la fuerza expresa de su Autoridad apostólica, en conformidad exacta con los
votos igualmente expresos de un Concilio ecuménico, en conformidad con la tradi-
ción ininterrumpida de la Iglesia Romana, y en conformidad, por lo que a las partes
principales se refiere, con la Iglesia universal.
4º Una pregunta se plantea entonces a todo católico, y es la siguiente: ¿Podría
un Papa abolir esta Bula, prohibir el rito garantizado por San Pío V con un privi-
legio perpetuo, y reemplazarlo en toda la Iglesia por un rito nuevo? No se trata
Hojitas de Fe nº 320 –4– DEFENSA DE LA FE

de una pregunta teórica, puesto eso es lo que pretendió hacer el Papa Pablo VI
hace ya exactamente 50 años, al promulgar el Novus Ordo Missæ con su Consti-
tución Missale Romanum, del 3 de abril de 1969. La respuesta es que no, tanto si
se considera la validez como la licitud de la abrogación de la Bula de San Pío V.
• Para la validez de la abrogación, haría falta que Pablo VI hiciera uso de su Autori-
dad apostólica con la misma solemnidad y firmeza con que lo hizo San Pío V, cosas
todas ausentes de la Constitución «Missale Romanum».
• Para la licitud de la abrogación, esto es, para que Pablo VI pudiera desligar lo
que un predecesor suyo había ligado con tanta firmeza, haría falta que se valiera de
esta facultad por razones gravísimas, las mismas que habrían hecho que su prede-
cesor volviera sobre sus pasos. Ahora bien, San Pío V, al garantizar la Misa de siem-
pre con su privilegio perpetuo, quería salvaguardar la Misa de los ataques que ya
sufría en tiempo del protestantismo, y que se agravarían ciertamente en el futuro. Pa-
blo VI, en cambio, pretendía exactamente lo contrario: acercar a los protestantes el
rito de la Misa, para que con un mismo rito pudieran celebrarla católicos y protes-
tantes, con la finalidad ecuménica de «restaurar la unidad perdida».

Conclusiones.
1º Es evidente que el Misal promulgado por San Pío V no podía ser «jurídica-
mente abrogado, y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permi-
tido», como expresamente lo reconocía el Papa Benedicto XVI en su Motu pro-
prio Summorum Pontificum, del 7 de julio de 2007. Lo que sí hubo es un abuso
de autoridad por parte del Papa Pablo VI, que no pudiendo abolirlo jurídica-
mente, impuso esta abolición por vía de hecho.
2º Por lo mismo, siguen plenamente vigentes las tres libertades inscritas en
la Bula de San Pío V: • la libertad, para todo sacerdote, de seguir usando el pri-
vilegio a perpetuidad que contiene la Bula; • la libertad, para todo sacerdote, de
dejar de lado el Misal de Pablo VI, y de usar el Misal tridentino, autorizado y
garantizado por la costumbre quince veces secular que lo ha precedido y cuatro
veces secular que lo ha seguido; • y la libertad para los religiosos y religiosas
dotadas de un Misal propio de su Orden, de conservar su uso o de pasarse, si así
lo prefieren, al Misal de San Pío V.
3º Por vía de consecuencia, todo fiel tiene derecho a beneficiarse de estas mis-
mas libertades, a través de los sacerdotes a quienes les han sido directamente con-
cedidas, y que el privilegio de San Pío V convierte en verdadera propiedad suya.
Pueden, por lo tanto, pedir a su párroco y aun a su Obispo que les asegure la
celebración regular de misas según este rito.
4º Finalmente, todo Superior que se atreviera a negar a sacerdotes, religiosos,
religiosas o fieles, el ejercicio de estos derechos, cometería un abuso de poder e
infringiría formalmente la Bula de San Pío V.1

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Vigilad, orad, resistid 11. Defensa de la Fe

Este año se cumplen los 50 años de la promulgación del nuevo rito de la Misa
por parte del Papa Pablo VI; rito al que la Fraternidad Sacerdotal San Pío X le
cuestionó siempre la legitimidad, esto es, el carácter de verdadera ley, por
cuanto se opone al bien común de la Iglesia, y a la expresión íntegra de la fe
católica en el Santo Sacrificio que en ella se renueva.
Muchos problemas se le resolverían a la Fraternidad si al menos fuera indiferente a
la Nueva Misa. Roma no le pide otra cosa. De tantos católicos perplejos por la re-
forma litúrgica del Concilio Vaticano II, muchos han creído que lo malo del nuevo
rito venía sólo de la manera de celebrarlo, y peregrinan por las parroquias buscando
sacerdotes que celebren con piedad y no den la comunión en la mano. Otros saben
que la diferencia no está en los modos del sacerdote, sino en el mismo rito, y reclaman
la Misa tradicional arguyendo el enriquecimiento que implica la pluralidad de ritos:
el nuevo es bueno, pero el antiguo también: ¡mejor entonces los dos! Aunque en Roma
no hay tontos, han dejado correr esta excusa para los grupos tradicionales que se
ampararon en la Comisión «Ecclesia Dei». Pero en Roma molesta nuestra Fraterni-
dad porque no sólo no dice que es buena, sino que la combate como perversa. Si al
menos guardáramos indiferencia –¡que los demás recen como quieran!–, Roma nos
dejaría en paz. Pero ahí está precisamente la cuestión: ¿Podemos ser indiferentes a
la Misa Nueva?

1º No cabe indiferencia ante la Cruz de Cristo.


La víspera de su Pasión, llegada la hora de ofrecer a su Padre el sacrificio re-
dentor, Nuestro Señor hizo un pacto con su Iglesia: Hæc quotiescumque feceritis,
in mei memoriam facietis: «Acordaos de que he muerto por vuestros pecados, y
Yo me acordaré de vosotros en la presencia de mi Padre». Y como Dios que es,
nos dejó el inmenso misterio de la Misa, por la que su Sacrificio sigue siempre
vivo, permitiéndonos asistir como ladrones arrepentidos: Memento, Domine, fa-
mulorum famularumque tuarum: «Acuérdate de nosotros, Señor, ahora que estás
en tu Reino». La memoria viva de la Pasión que se renueva por la doble consa-
gración gracias a los poderes del Sacerdocio, y la unión misteriosa con la Víctima
divina que se realiza por la comunión, es la única vía que tiene el duro corazón
del hombre para volver al amor de Dios, porque nada llama tanto al amor como
el saberse muy amado, y la Pasión de Nuestro Señor fue la máxima demostración
de amor: «Nadie ama más que aquel que da la vida por su amigo» (Jn. 15 3). Por
eso la obra de la Redención, que Cristo llevó a cabo en la Cruz, no se hace efec-
Hojitas de Fe nº 321 –2– DEFENSA DE LA FE

tiva para nosotros sino gracias al Sacrificio de la Misa. Ahora bien, así como no
cabe indiferencia ante la Cruz de Cristo, tampoco la cabe ante el rito que renueva
su Sacrificio. «Quien no está conmigo está contra Mí» (Mt. 12 30), dijo Nuestro
Señor, y esta ley se impuso por la Pasión.
Puedo pasar al lado de un vendedor si pienso que lo que ofrece no lo necesito; pero
no puedo pasar al lado de un hombre herido, porque él me necesita a mí. No es patente
pecado la indiferencia ante el Jesús de los Milagros, pues puedo decir con San Pedro:
«Aléjate de mí, que soy un pecador»; pero ante el Jesús Crucificado es horrible trai-
ción decir: «No conozco a ese hombre». Es la Cruz de Nuestro Señor la que nos urge
a tomar partido: ¡no me es lícito dejar de lado a Aquel que muere por mis pecados!

2º La Nueva Misa suprime el «escándalo de la Cruz».


El nuevo rito creado bajo Pablo VI para sustituir el bimilenario rito romano de
la Santa Misa, ha suprimido el escándalo de la Cruz: «Evacuatum est scandalum
crucis!» (Gal. 5 11). La intención inmediata que guió la reforma de la Misa fue
el ecumenismo: crear un rito suficientemente ambiguo como para ser aceptado
por los protestantes más «cercanos» al catolicismo; pero la intención última ha
sido suprimir la espiritualidad dolorista de la Cruz, porque su negatividad re-
pugna al «hombre moderno».
Es asombroso, pero si a nuestra religión le quitamos el escándalo de la Cruz, cesa
la persecución, y los judíos son los primeros en aceptar el diálogo ecuménico. Ya
San Pablo señalaba este misterio a los Gálatas, tentados de judaizar creyendo ne-
cesario circuncidarse: «Si aún predico la circuncisión, ¿por qué soy todavía perse-
guido? ¡se acabó ya el escándalo de la cruz!» (Gal. 5 10-11).
La teología que subyace tras la Misa de Pablo VI escamotea la Pasión de Nues-
tro Señor y se queda solamente con las alegrías de la Resurrección; pretende su-
perar el Misterio de la Cruz con la nueva estrategia del Misterio Pascual. Se repite
lo que pasó cuando Jesús anunció por primera vez su Pasión: «Pedro, tomándole
aparte, se puso a amonestarle diciendo: No quiera Dios, Señor, que esto suceda»
(Mt. 16 22). Visto con ojos muy humanos, con Cristo resucitado la Iglesia puede
entrar en el mercado de este mundo con un producto de lujo: la esperanza de la
resurrección. Pero ¿cuál fue la reacción de Nuestro Señor ante el cambio de estra-
tegia que le proponía su Vicario? «Retírate de mí, Satanás, que tú me sirves de es-
cándalo, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres» (Mc. 8 33).
En todos estos años de resistencia a las transformaciones litúrgicas, de entre las filas
de los perplejos han salido muchos paladines que, echando mano a la buena teología,
han defendido que la reforma no es tan mala como se la pinta; pero lo que en realidad
sucedió es que quedaron perplejos por no estar muy al tanto de las corrientes subte-
rráneas de la teología modernista que, aunque condenada y perseguida por los Papas
anteriores al Concilio, fue ganando terreno hasta instalarse en el Vaticano gracias al
apoyo de Juan XXIII y Pablo VI.
El pensamiento que ha guiado las reformas, en su raíz y coherencia interna,
es verdaderamente satánico, sin exageración. Es cierto que los materiales con
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 321

los que se construyó el nuevo rito provienen, en su mayor parte, de la demolición


del antiguo; y por eso, ante una mirada superficial, parecen semejantes: acto pe-
nitencial, lecturas, repetición de las palabras de Cristo, comunión, bendición fi-
nal, todo en castellano y con más lío; pero, en fin, ¿acaso es tan distinto? Sí, es
totalmente distinto. Si tantos católicos vieran claramente cómo es, y por qué, el
rito de la Misa Nueva, dejarían ciertamente la indiferencia bajo la que se han
estado escudando, y se sumarían al clamor para que los altares de nuestras igle-
sias vuelvan a ser Calvarios.
1º El primer satánico principio es que Dios, siendo inmutable, no recibe
daño por nuestros pecados, de manera que, por más que pequemos, no dejamos
de ser hijos queridos, y basta que nos arrepintamos para que todo quede olvi-
dado, sin exigírsenos reparación ni satisfacción alguna por daños y perjuicios.
Este pequeño sofisma hace desaparecer de inmediato la necesidad de la Cruz, y
también de la misma Encarnación, porque el Verbo se hizo hombre y murió por
nosotros para reparar por nuestros pecados.
El rito tradicional está profundamente marcado por la deuda de justicia que tenemos
con Dios: es una liturgia de publicanos siempre necesitados de redención: «¡Oh Dios,
ten compasión de mí, que soy un pecador!» (Lc. 18 13). El nuevo rito, en cambio, ha
quitado todas las expresiones con finalidad propiciatoria, considerando que los fie-
les, después de pedir el perdón inicial, ya quedan santificados, pudiendo hacer suya
la oración del fariseo: «¡Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hom-
bres!» El que mira el nuevo rito con temor de verlo malo, puede fácilmente negar esta
intención, porque la liturgia no predica su doctrina en lenguaje científico, sino encar-
nada en gestos e imágenes; pero váyase a los libros de los liturgistas y teólogos que
la hicieron, y podrá comprobarse con cuánta advertencia han dirigido estos cambios.
2º Como la pasión y muerte de Cristo pierden todo sentido si el pecado no
exige reparación, se las ha ocultado bajo el concepto de Pascua o «paso»: la
muerte no sería más que el paso a la Resurrección. La consecuencia litúrgica es
que la Misa no es ya un rito sacrificial que renueva el Calvario, sino un doble
banquete que anticipa el gozo de los resucitados.
El rito tradicional tiene una parte preparatoria o ante-misa, que termina en el Credo,
y tres partes integrales: el ofrecimiento u ofertorio, la inmolación por la doble con-
sagración y la comunión con la divina Víctima. El nuevo rito, en cambio, desarrolla
algo absolutamente distinto: consta de dos partes paralelas, la liturgia o «mesa» de
la Palabra, y la mesa de la Eucaristía, de las cuales la primera no es la menos impor-
tante. Ya esto es una novedad absoluta: ¿cómo puede una simple preparación reem-
plazar en importancia a lo que era propiamente la Misa? Y las tres partes de la litur-
gia de la Eucaristía ya no son las de un sacrificio, sino las de una comida: presenta-
ción de los alimentos, acción de gracias y comida propiamente dicha. ¿Qué tiene de
semejante al santo Sacrificio de la Misa? Sólo los materiales de demolición. Las «pa-
labras de la consagración» ya no son consideradas tales, sino que ahora son sólo el
recordatorio de los gestos y palabras de Cristo, por cuya «memoria», en virtud del
poder evocativo del memorial, se haría objetivamente presente el «Kyrios», el Señor
de la gloria con sus misterios. ¿Cuesta creerlo? Pues bien, valga como ejemplo el que
en Roma se ha considerado válida una anáfora (el equivalente del Prefacio y del Ca-
Hojitas de Fe nº 321 –4– DEFENSA DE LA FE
non en la liturgia griega), la anáfora de Addai y Mari, que carece de palabras de la
consagración.
3º La nueva teología, disfraz del camaleónico modernismo condenado por San
Pío X, asume el pensamiento moderno para reinterpretar la Revelación al gusto
del «hombre de hoy». Para ello utiliza el confuso simbolismo de los pensadores
modernos, según los cuales todo es «símbolo»: lo es Cristo sacramento, lo es la
Iglesia sacramento, y la Escritura se transforma en puro signo de un misterio in-
definible. La realidad de la transustanciación, de la unión hipostática, del carácter
sacerdotal, de la gracia santificante, todo se desvanece ante esta forma de pensar.
Es el pensamiento que anima la Misa Nueva. Cristo está presente en la asamblea de
los fieles, en la Sagrada Escritura, en el ministro que preside, en el Pan eucarístico;
pero todas estas presencias se confunden en una misma, tan difusa e indefinible que
se desvanece: si Cristo está en todas partes, ¡no está en ninguna! Y ya los fieles no
lo encuentran más en las iglesias que en la calle.

Conclusión.
El alma de la Nueva Misa es un alma perversa. Los católicos que se esfuer-
zan en mirar en ella sólo los materiales de demolición, tratando de recomponer
en su cabeza la figura del rito tradicional, pueden no percibirla y atenuar los
daños que produce su presencia. Pero así como no se puede frecuentar las dis-
cotecas sin erosión de la honestidad, tampoco se puede frecuentar un ritual mo-
dernista sin desgaste de la fe.
Téngase también en cuenta que los ritos tradicionales son «sacramentales»,
es decir, formas sensibles con un alma santa, que transmiten gracias actuales si
se los recibe con fe. Si la Iglesia prescribió bajo pecado la asistencia dominical
a la Santa Misa, es justamente por la eficacia santificadora de sus ritos, que
predisponen al alma para unirse más eficazmente al santo Sacrificio. Por haber
suprimido el rito tradicional, la fe de los católicos languidece; por haber insta-
lado un ritual modernista, se propaga eficazmente un espíritu carismático pro-
fundamente contrario al auténtico catolicismo.
Por eso, no podemos ser indiferentes a la Nueva Misa. Asistir al drama de la
Pasión sin reacción es pecado. No se puede asistir callado a una Misa que ignora
al Crucificado, que canta alegre ante su dolor, que permite que unas manos sin
consagrar toquen lo que hay de más sagrado: altar, misal, sagrario y hasta el di-
vino Cuerpo. El manoseo que sufrió Jesucristo en su Vía Crucis no es muy dis-
tinto del que ahora sufre con la comunión en la mano.
Nosotros no dejaremos de luchar contra la Nueva Misa hasta que no cese la abomina-
ción desoladora en los lugares santos. Por esta razón, en una serie de Hojitas de Fe,
señalaremos el espíritu que preside el nuevo rito, y defenderemos las verdades cató-
licas que, por motivos ecuménicos, este rito silencia.1

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Todo fiel cristiano tiene en su Catecismo un compendio acabado y fidelísimo


de su fe, de esa fe de la Iglesia católica que, como Dios, «no se muda», sino que
permanece siempre inalterable. Pues bien, ese mismo Catecismo, al tocar el tema
de la Santa Misa, le habla como sigue:
¿Qué es la Santa Misa? – La Santa Misa es el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Nues-
tro Señor Jesucristo, ofrecido en nuestros altares en memoria del Sacrificio de la Cruz.
¿El sacrificio de la Misa es el mismo sacrificio de la Cruz? – Sí, el sacrificio de la
Misa es el mismo sacrificio de la Cruz, porque en él se ofrece y sacrifica el mismo Je-
sucristo, aunque de un modo incruento, es decir sin padecer ni morir como en la Cruz.
Por eso mismo, cuando el Papa Pablo VI promulgaba en 1969 el Novus Ordo
Missæ, todo católico habría podido esperar que el nuevo rito manifestase esta
realidad sacrificial de la Misa, y afirmase su identidad con el sacrificio de la
Cruz. Ahora bien, ¿es eso lo que el nuevo rito nos presentaba? Parece que no,
sino algo muy distinto y, lo que es peor, en el más genuino sentido protestante:
nos ofrecía el rito de una cena, ofrecido no por el sacerdote consagrado sino por
todo el pueblo de Dios, reunido para un memorial festivo en el que Nuestro
Señor se hace espiritualmente presente en virtud de la promesa hecha a sus dis-
cípulos congregados.
No se trata de afirmaciones gratuitas, sino de la explicación que daba de las
nuevas rúbricas el Padre José María Martín Patino, director en España del Se-
cretariado Nacional de Liturgia, y encargado de comentar las «Nuevas normas
de la Misa» (Biblioteca de Autores Cristianos, 1969). A través de sus comenta-
rios, veamos cuál es el espíritu que preside la nueva Misa.

1º El nuevo rito, una novedad revolucionaria.


Para el Padre Martín Patino, la Constitución Missale romanum, que promul-
gaba el nuevo Misal, «constituye una novedad, casi revolucionaria, dentro de la
historia de la legislación litúrgica» (p. 28). La novedad consiste en haber sus-
traído la celebración de la Misa a la Iglesia jerárquica para dársela a los fieles, a
quienes incumbiría propiamente la acción sagrada:
Hojitas de Fe nº 323 –2– DEFENSA DE LA FE
«Hasta ahora, el código de rúbricas se dirigía al celebrante y a los ministros que le
ayudan. La Misa aparecía así como una acción propia únicamente de la Iglesia je-
rárquica. El principio conciliar que recoge la INSTITUTIO es que “las acciones litúr-
gicas pertenecen a todo el Cuerpo de la Iglesia”, que es “pueblo santo congregado
y ordenado bajo la dirección de los Obispos”» (p. 30).
De hecho, el Padre Martín Patino, examinando la evolución de las rúbricas a
lo largo de la historia, imagina la celebración de la primitiva Iglesia como «ges-
tos que realiza la comunidad entera, y no sólo algún ministro» (p. 24); luego, lo-
grada ya la paz de la Iglesia, las rúbricas empiezan a poner énfasis en los aspec-
tos más solemnes de la liturgia papal, aunque «son aún comunitarias» (p. 25). A
partir del siglo XII, debido a la multiplicación de las Misas rezadas, y a la impo-
sibilidad de contar en todas estas Misas con los ministros necesarios, el cele-
brante empezó a «acaparar» los diferentes elementos de la celebración, «reali-
zando todos los papeles aun en el caso de que los respectivos ministros estuvie-
ran presentes» (p. 26). Finalmente,
«por esta época empezaron a divulgarse tratados de rúbricas para uso exclusivo casi
del celebrante, entre los cuales es especialmente conocido… el ORDO MISSÆ de Bur-
ckard. Solamente un paso más, y el Misal de San Pío V, en 1570, adoptará como
oficial un ORDO MISSÆ copiado casi literalmente del de Burckard, y con ello se ca-
nonizará oficialmente la MISSA A SOLO, como si esta forma de celebración fuera la
Misa típica del cristianismo, o como si el simple hecho de la ordenación hiciera del
ministro de Jesucristo, para el bien y servicio de la comunidad sacerdotal, una
especie de “hombre-orquesta” a quien correspondería como “su oficio” el “decir
la Misa”, a la que el pueblo simplemente debe “asistir” u “oír”» (p. 26).
Esta forma de celebrar, por lo tanto, «reducía la Misa a lo que hace el que de
hecho sólo debería presidir», y «perdía todo carácter comunitario» (p. 26). Pero,
en el nuevo rito, «la comunidad, servida por los ministros, vuelve a ser lo central,
y no se reduce a ser simplemente “representada” por los sacerdotes» (p. 27).

2º El celebrante es el pueblo de Dios.


La explicación del Padre Martín Patino responde, de hecho, a la definición
de la Misa tal como se la encuentra en las nuevas normas de la Misa, en el fa-
moso nº 7 de la Constitución Missale romanum, que dice así:
«La Cena del Señor, o Misa, es la asamblea sagrada o congregación del pueblo de
Dios, reunido bajo la presidencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor.
De ahí que sea eminentemente válida, cuando se habla de la asamblea local de la
Santa Iglesia, aquella promesa de Cristo: “Donde están reunidos dos o tres en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt. 18 20)» (p. 83).
Notemos sobre este número: • primero, que se define la Misa, no como un
sacrificio, sino como «la Cena del Señor»; • segundo, que, aun así, no se dice
tampoco que la Misa sea la Cena del Señor; la Misa es en realidad la asamblea
sagrada, el pueblo congregado bajo la presidencia del sacerdote; la Misa somos
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 323

nosotros; • tercero, que la única presencia de Cristo que se realiza en la Misa, en


esa congregación del pueblo, es la presencia espiritual de estar El en medio de
los fieles reunidos. Sí, razón tenía el Padre Patino de presentar este documento
como revolucionario. Y comentaba:
«De la Eucaristía –principal manifestación de la Iglesia, según el Concilio Vatica-
no II– se dice, no que sea la acción del sacerdote a quien se une el pueblo –así se
presentaba con frecuencia la Misa hace algún tiempo–, sino más exactamente como
acción de este pueblo, servido por los ministros, que precisamente a través de su mi-
nisterio dan al pueblo la presencia sacramental de su Señor… Es importante, pues,
que la pastoral realce esta afirmación y no se caiga así en el escollo de presentar la
participación de los fieles en la Misa como una participación menor de lo mismo
que hace el ministro… La participación del pueblo es algo que le corresponde por-
que la Iglesia toda es cuerpo de Cristo que se une a su Cabeza en la celebración; en
cambio, el ministerio del celebrante… tiene sólo una acción ministerial: a través de
él los fieles se unen a Cristo y con Cristo celebran la Eucaristía. Por ello se afirma
que “la Eucaristía es acción de Cristo y acción del pueblo de Dios”» (p. 70-71).
Dicho en otras palabras, el sacerdocio que importa en la celebración de la
Eucaristía es el sacerdocio común del pueblo de Dios, mientras que el sacerdocio
del celebrante tiene sólo una acción ministerial: es ministro, no ya de Cristo,
como lo enseñaba «la teología clásica de los últimos siglos» en su visión «pira-
midal» de la Iglesia (p. 71), sino del pueblo de Dios, que lo delega para realizar
a través de él la acción sagrada. Y por eso mismo,
«en la medida que sea posible, conviene tender a la distribución de las funciones,
quedando ya desautorizada la tendencia acaparadora a que estábamos acostumbra-
dos» (p. 31).

3º La iglesia, lugar de reunión cristiana.


Evidentemente, tanto el rito como el lugar debían reflejar «esta nueva y más
exacta visión… de la Eucaristía, no como acto del celebrante, sino como acción
del pueblo de Dios» (p. 71). Por eso nos dice el Padre Patino:
«Los primeros cristianos se reunían en las casas, conscientes de que la presencia de
Jesús se acentuaba cuando dos o más estaban reunidos en su nombre… Así, toda reu-
nión, en cualquier sitio que fuese, era la vez la Iglesia y el templo, porque Jesucristo,
verdadero y glorioso templo, estaba entre ellos. De este sentido originario de Iglesia
pasó la palabra a los lugares de reunión, a las “iglesias”. Porque pronto hicieron
falta locales adecuados y especiales de reunión. Estos locales tienen, si se nos permite
la comparación, un poco de gran comedor para banquetes; de sala de conferencias,
donde se escucha la sabiduría de Dios; de escenario, donde se asiste al gran espec-
táculo de la teofanía; de locutorio, donde se dialoga con Dios, y de sala de fiestas,
donde los creyentes celebran sus alegrías… Esta idea de reunión cristiana debe estar
en la raíz de toda la estructura del templo: una asamblea de Jesucristo con sus
hermanos para escuchar la Palabra de Dios, para responder a esas palabras con
su gratitud, sus cánticos y sus súplicas, así como para expresarse mutuamente el
amor que Jesús pedía en la cena como distintivo de sus discípulos. Todo lo que ayude
Hojitas de Fe nº 323 –4– DEFENSA DE LA FE
a expresar esta realidad y en la medida en que lo exprese, será laudable; todo lo que
la estorbe y dificulte, será deplorable. Toda la INSTITUTIO está animada por este
espíritu; toda ella da por supuesta esta concepción del templo como un lugar en el
que la Iglesia de los bautizados se congrega para adorar al Padre, con Cristo, en el
Espíritu» (p. 61).
Uno se queda patidifuso. Ninguna mención de altar, ni de sacrificio, ni de
cruz, ni de presencia real de Nuestro Señor, en la idea misma del templo cris-
tiano. Nuestras catedrales e iglesias de antaño fueron edificadas para el sacrificio
de Nuestro Señor, y su estructura misma reflejaba tanto la realidad sacrificial
como la presencia real del divino Sacramentado. Ahora, con este nuevo concepto
de iglesia, nos encontramos con los mamotretos que se pueden observar en tantas
partes, porque han sido concebidos como lugares polivalentes, aunque básica-
mente como salas de fiesta.

4º La nueva Misa se presenta como una cena.


Para terminar esta breve reseña, digamos que el nuevo rito no nos presenta
ya un sacrificio, el sacrificio de Nuestro Señor, sino una cena. Prueba de ello el
nº 48 de Missale romanum:
«La última Cena, en la que Cristo instituyó el memorial de su Muerte y Resurrección,
se hace continuamente presente en la Iglesia cuando el sacerdote, que representa a
Cristo Señor, realiza lo que el mismo Señor hizo y encargó a sus discípulos que hicie-
ran en memoria de El, instituyendo así el sacrificio y banquete pascual» (p. 123).
Según este número, lo que se hace presente en la Misa no es el sacrificio de
Nuestro Señor en la Cruz, sino la última Cena. ¿La del cordero pascual, que
Cristo comió con sus apóstoles, acompañado de los panes ácimos que eran de
rigor en la Pascua, y de las lechugas amargas? En todo caso, eso es lo que se nos
deja entender, para gozo y alivio de todo protestante.

Conclusión.
«Las ovejas siguen al pastor, porque reconocen su voz; mas a un extraño no
lo siguen, sino que huyen de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn.
10 4-6). El nuevo rito que Pablo VI promulgaba es extraño para un católico, que
ya no reconoce en él el testamento sagrado de Nuestro Señor; y por eso, no podía
el Papa indignarse de que hubiera pastores y fieles que se negaran a aceptarlo,
ni imponerlo con su autoridad –como de hecho lo hizo–. Es un rito que no tiene
nada que ver con el santo sacrificio que San Pío V quiso legar y proteger por su
Bula Quo primum tempore, concedida a perpetuidad. Es lo que demostraremos
en unas siguientes Hojitas de Fe.1

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La Misa nueva tiene ya 50 años; razón por la cual un sinfín de católicos no


han conocido otra Misa en su vida, y tal vez ni siquiera saben que antes había
otra Misa, una Misa radicalmente distinta; razón también por la cual nuestra crí-
tica a la Misa nueva puede parecerles escandalosa, como si fuera un ataque con-
tra el culto que la Iglesia rinde a Dios y a Jesucristo.
Para otros católicos, tal vez más leídos, la Misa nueva se acercaría más que la
Misa tradicional a las antiguas celebraciones de la Iglesia primitiva, y sería así,
en realidad, una vuelta a la tradición antigua de los primeros cristianos; pero esa
creencia se funda totalmente en la confianza depositada en las ficciones litúrgicas
de los teóricos del MOVIMIENTO LITÚRGICO, que imaginan cómo habrían sido las
antiguas celebraciones, en base a postulados comunitarios y democráticos, para
poder justificar luego su innovación litúrgica, más acorde con la mentalidad del
hombre moderno, pero sin precedente alguno en la historia de la Iglesia.
Se impone, pues, un cotejo o confrontación entre las dos Misas, tomando co-
mo criterio único de este cotejo la doctrina constante de la Iglesia. Justifiquemos
primero por qué es ese el criterio a cuya luz debe realizarse dicha confrontación,
y procedamos luego a la misma.

1º La doctrina inmutable de la Iglesia,


criterio para examinar cualquier novedad.
La Iglesia de Cristo ha sido instituida con una doble misión: una misión de fe
y una misión de santificación de los hombres redimidos por la sangre del Salva-
dor. Debe llevar a los hombres la fe y la gracia: la fe por medio de su enseñanza,
y la gracia por medio de los Sacramentos que le confió Nuestro Señor Jesucristo.
Su misión de fe consiste en transmitir a los hombres la revelación de las ver-
dades sobrenaturales que Dios ha hecho al mundo, y en conservarlas a través de
los siglos sin ningún tipo de alteración. Por eso la Iglesia católica es, ante todo,
la fe inalterable; es, como dice San Pablo, «la columna y firmamento de la ver-
dad» (I Tit. 3 15) que, a lo largo de los siglos, es siempre fiel a sí misma e infle-
xible testigo de Dios, en medio de un mundo envuelto en perpetuos cambios y
contradicciones.
Hojitas de Fe nº 325 –2– DEFENSA DE LA FE
Pues bien, a través de los siglos, la Iglesia católica enseña y defiende su fe ci-
ñéndose a un solo criterio: lo que siempre se ha creído y enseñado, según el cé-
lebre adagio: «Quod semper, quod ubique, quod ab omnibus» (lo creído siempre,
en todas partes y por todos). Todas las herejías con las que la Iglesia ha tenido que
enfrentarse constantemente, han sido siempre juzgadas y rechazadas por no ser
conformes con este criterio. El primer principio observado desde tiempos primi-
tivos por la jerarquía de la Iglesia, especialmente la de Roma, ha sido el de man-
tener sin cambios la verdad recibida de los Apóstoles y de Nuestro Señor.
La doctrina del Santo Sacrificio de la Misa pertenece a este tesoro de verdades
de la Iglesia. Y si en nuestra época, sobre este tema en particular, aparece una
especie de ruptura con el pasado de la Iglesia, tal novedad debería alertar a toda
conciencia católica, como en los tiempos de las grandes herejías en los siglos
pasados, y provocar universalmente un deseo de confrontar esta ruptura con la
fe de la Iglesia, que no cambia nunca.

2º ¿Que es la Misa?
Sabido es de todos que la Misa tradicional no ha sido siempre tal como la
conocemos hoy. Mantiene, por supuesto, lo esencial de las celebraciones hechas
por los Apóstoles según el orden instituido por Cristo; pero, además, se vio en-
riquecida con oraciones nuevas, alabanzas y precisiones hechas en un largo pe-
ríodo de tiempo, a fin de expresar mejor el misterio eucarístico y preservarlo de
errores y herejías. De este modo, la Misa se elaboró progresivamente en torno a
un núcleo primitivo que nos legaron los Apóstoles, testigos directos de la insti-
tución de Cristo.
Al igual que una piedra preciosa se encierra en un estuche, el tesoro de la Misa quedó
confiado a la Iglesia, que lo meditó, ajustó y adornó como una obra musical o de orfe-
brería. Ella conservó lo mejor de este tesoro, y explicó con sabiduría lo que estaba
como implícito en dicho misterio, de modo semejante a como la semilla de mostaza
hace crecer sus ramas, pero todo el árbol resultante estaba contenido ya, de hecho, en
la semilla.
Esta lenta y progresiva elaboración o explicación acabó sustancialmente en la
época del papa San Gregorio, a fines del siglo VI. Sólo se le añadieron posterior-
mente algunos complementos secundarios. Este trabajo de los primeros siglos del
cristianismo ha sido una obra de fe para exponer a la inteligencia de los hombres
la institución de la Eucaristía hecha por Cristo, a fin de que sea una verdad mejor
comprendida. De esta forma la Misa es la expresión y explicación del misterio
eucarístico, y su misma celebración.

3º Doctrina católica definida sobre la Misa.


La Iglesia siempre poseyó pacíficamente las verdades referentes a la Misa,
hasta el tiempo de la herejía luterana. Mas, frente a las negaciones de Lutero, el
Concilio de Trento, llevado de verdadera solicitud pastoral hacia las almas, de-
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 325
fendió a las ovejas contra el lobo que arremetía contra el rebaño, y reafirmó la
doctrina invariable de la Iglesia católica, definiendo en particular, sobre el Santo
Sacrificio de la Misa, los tres dogmas siguientes:
1º La Misa es un verdadero sacrificio, y sacrificio propiciatorio o expia-
torio para el perdón de los pecados; ya que es sustancialmente el mismo sacrifi-
cio de la Cruz, perpetuado en los altares, y en la Cruz Nuestro Señor se inmoló
para «salvar a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1 21). Por ello, no es sólo un me-
morial, o un sacrificio de alabanza o de acción de gracias, aunque también en-
globa esos aspectos.
Enseña el Concilio de Trento que la Misa es «verdadero y propio sacrificio»; ahora
bien, sólo lo sería metafóricamente o por modo de figura si el mismo rito de la Misa no
tuviese una estructura sacrificial: es el rito de un sacrificio, y no el de una cena o ban-
quete. En la Misa todo nos recuerda esta realidad sacrificial: • se celebra en un altar,
que no es apto para cenas, sino sólo para sacrificios, y no en una mesa, que no es apta
para sacrificios, sino sólo para cenas; • se hace en ella mención continua de una Víc-
tima inmolada, Víctima inmaculada, y nadie pretenderá que el pan pueda ser esa hos-
tia inmaculada; • se requiere en el altar la presencia de reliquias de mártires, que se
han unido por su muerte al sacrificio de Cristo; • la misma comunión tiene el aspecto,
no de un banquete, sino de una manducación sacrificial, la de la Víctima inmolada.
2º En la Misa, la presencia de Cristo es real, esto es, en Cuerpo, Sangre,
Alma y Divinidad, como siempre lo enseñaron nuestros catecismos, y no una sim-
ple presencia espiritual, como la que se da «donde dos o tres están reunidos en
mi nombre» (Mt. 18 20), como se atreve a decirlo el nº 7 de Missale romanum. Es
evidente que, si la Misa es un verdadero y propio sacrificio, la Víctima debe estar
verdadera y propiamente presente.
Se hace mención del Cuerpo, Sangre y Alma de Cristo, porque la inmolación recae so-
bre su santa humanidad, la única que puede ser sacrificada; asimismo, porque la in-
molación de la Víctima reclama la separación de Cuerpo y Sangre, que se realiza por
la Consagración de ambos por separado. Todo, en el rito de la Misa, nos recuerda esa
presencia real, desde las genuflexiones del sacerdote cada vez que ha de manipular la
sagrada Hostia después de la Consagración, hasta las prescripciones para cuando una
Hostia cae en el suelo, la comunión de rodillas y en la boca, la reserva del Santísimo en
el Sagrario, la genuflexión que se hace al Santísimo cuando se ingresa en una iglesia.
3º En la Misa, el papel del sacerdote es esencial y exclusivo: el sacerdote,
y sólo él, ha recibido, a través del sacramento del Orden, el poder de consagrar
el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Es dogma de fe que el sacerdote, en la Santa Misa, obra «in persona Christi», esto es,
haciendo las veces de Cristo, a título de instrumento suyo; y así su sacerdocio es mi-
nisterial, sí, pero ministerial respecto de Cristo, no respecto de la comunidad cris-
tiana. Los Sacramentos, entre los que la Eucaristía ocupa el lugar central, son así la
acción exclusiva de la jerarquía de la Iglesia; de modo que hasta las funciones se-
cundarias del sacrificio reclaman ministros sagrados, que hayan recibido órdenes
sagradas para realizar tales ministerios, y que sólo actúan como ayudantes del sa-
cerdote o del obispo.
Hojitas de Fe nº 325 –4– DEFENSA DE LA FE

Estas tres verdades las expresa con suma claridad la Misa tradicional, mile-
naria, latina y romana, sin suprimir nada al misterio que en ella se realiza. ¿Su-
cederá lo mismo con la Misa nueva? Es lo que cabe preguntarse.

4º ¿Qué es la Misa nueva?


Sabido es, por desgracia, que la Misa nueva fue impuesta al mundo católico
por conveniencias ecuménicas. Fue enteramente concebida y elaborada en un
sentido ecuménico, para ser acogida por las diferentes confesiones protestantes,
cada una de las cuales tiene su fe propia. La Misa antigua, en cambio, era un gra-
ve obstáculo para «reconstruir la unidad» con los reformadores del siglo XVI,
ya que afirmaba con precisión, y sin dejar ningún lugar a dudas, la fe católica que
niegan los protestantes, y que se resume en los tres puntos esenciales arriba ex-
puestos: 1º la realidad del sacrificio; 2º la realidad de la presencia real; 3º la reali-
dad del poder sacerdotal.
Muy significativa en esta línea fue la presencia de seis teólogos protestantes, debi-
damente capacitados para participar en la elaboración de los nuevos textos; como
lo fue también la aceptación del nuevo rito por parte de prestigiosas autoridades
protestantes, entre ellas la de la comunidad protestante de Taizé, cuando declaró
que, «teológicamente hablando, las comunidades protestantes pueden celebrar su
Cena con las mismas oraciones que la Iglesia católica».
¿Cómo lograr un rito común a católicos y protestantes en una óptica ecumé-
nica, sin negar la fe católica, pero a la vez sin «ofender» a los «hermanos separa-
dos»? Simplemente, poniendo sordina a las tres verdades católicas sobre la Misa.
De este modo, la Misa nueva es indiferente al dogma, y puede acomodarse a la
fe protestante y servir incluso como punto de encuentro, en el mundo de la unidad
ecuménica, para una misma celebración, en la que los dogmas discutidos, sin ne-
garlos, han sido prudentemente silenciados, y sólo se han conservado los gestos,
expresiones y actitudes capaces de ser interpretados según la fe de cada uno.

Conclusión.
¿Acaso podrá negarse la evidencia de estos hechos? Con todo, para mayor
cúmulo de pruebas, iremos mostrando, en tres Hojitas de Fe sucesivas, cómo
la Misa nueva silencia cada una de estas tres verdades. Séanos lícito por ahora
señalar lo que intentaremos demostrar claramente: que esta Misa nueva y ecumé-
nica ya no es expresión clara de la fe católica. En su súplica al papa Pablo VI, los
cardenales Ottaviani y Bacci no temieron hacer la siguiente observación, que
hasta ahora nadie ha podido contestar en rigor: «El Novus Ordo Missae se aleja
de manera impresionante, tanto en su conjunto como en sus detalles, de la teo-
logía católica de la santa Misa». 1

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Ya es un tópico decir, al hablar de la Misa tradicional, que se celebraba «de


espaldas al pueblo», mientras que la Misa nueva se dice «de cara al pueblo», lo
cual parece una mejora; cuando, en realidad, es uno de los indicios del cambio
de la noción de Misa: de sacrificio que era, ha pasado ahora a ser una cena.
En efecto, si la Misa es un sacrificio ofrecido a Dios, nada más normal que el sacer-
dote, encabezando el acto sacrificial (y no «dando la espalda»), y el pueblo fiel que
a él se une, estén todos mirando hacia el altar, hacia la Cruz, hacia Dios; mientras
que si la Misa es una cena ofrecida a la asamblea, nada más maleducado que vol-
verle la espalda a los comensales.
Así pues, la Misa, ¿es un sacrificio o una cena? El Concilio de Trento definió
la realidad sacrificial de la Misa, diciendo que es la renovación del sacrificio del
Calvario, y que nos aplica los frutos de salvación para la remisión de los pecados
y nuestra reconciliación con Dios. Citemos los textos:
«El Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a Sí mismo a Dios
Padre en el altar de la cruz, con la interposición de su muerte, a fin de realizar la
eterna redención de las almas…, en la última Cena quiso dejar a su esposa amada,
la Iglesia, un sacrificio visible… por el que se representara aquel suyo sangriento
que había de consumarse en la cruz…, ofreciendo a Dios Padre su cuerpo y su san-
gre bajo las especies de pan y de vino, para que su eficacia saludable se aplicara
para la remisión de los pecados que diariamente cometemos» (Dz. 938).
«En este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente
se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció a Sí mismo cruentamente en
el altar de la cruz…; sacrificio que es verdaderamente propiciatorio…, por el que
conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno, si contritos y pe-
nitentes nos acercamos a Dios; pues aplacado el Señor por la oblación de este sacri-
ficio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados,
por grandes que sean. Una sola y misma es, en efecto, la Víctima, y uno mismo es el
que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes y el que entonces se ofreció a
Sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse» (Dz. 940).
«Si alguno dijere que en el sacrificio de la Misa no se ofrece a Dios un verdadero y
propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos a comer Cristo, sea
anatema» (Dz. 949).
Hojitas de Fe nº 326 –2– DEFENSA DE LA FE
«Si alguno dijere que el sacrificio de la Misa sólo es de alabanza y de acción de gra-
cias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciato-
rio…; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas,
satisfacciones y otras necesidades, sea anatema» (Dz. 950).
La Misa es, pues, un sacrificio. También es una comunión, pero una comunión
al sacrificio previamente celebrado, una comida sacrificial, un convite en el que
se come la Víctima inmolada del sacrificio. Ahora bien, toda la estructura de la
Misa nueva acentúa el aspecto de la celebración como comida, en detrimento de
su aspecto sacrificial; y ello, agravado más aún, en el sentido protestante, que es
herético. Señalemos, si no, cuatro hechos.

1º Reemplazo del altar por una mesa.


La sustitución del altar del sacrificio por una mesa cara al pueblo indica ya de
por sí una orientación en este sentido; pues si la Misa es una simple comida, es
natural que los invitados se reúnan alrededor de una mesa, como comúnmente se
hace, y que carezca de sentido el altar de cara a la cruz del Calvario.
Por lo demás, la Liturgia de la Palabra (que más bien se podría llamar también
«mesa de la Palabra», como lo hacen los números 8, 34 y 316 de las Nuevas
Normas de la Misa) ha tomado tal amplitud que ocupa la mayor parte de la nueva
celebración y, por lo mismo, disminuye la atención debida al misterio eucarístico
y a su sacrificio.

2º Supresión del Ofertorio de la Víctima.


Esencialmente, debe señalarse en esta línea la supresión del Ofertorio de la
Víctima del sacrificio, reemplazado por la presentación de los dones. Lutero
reaccionó de modo violento contra el Ofertorio de la Misa católica; y desde su
punto de vista herético no se engañaba: la sola ofrenda de la Víctima era una in-
negable afirmación de que se trataba de un verdadero sacrificio, y de un sacrifi-
cio expiatorio para la remisión de los pecados.
El Ofertorio de la Misa católica era, pues, un obstáculo para el ecumenismo
con los protestantes. No se tuvo miedo entonces de hacer una caricatura del
mismo, violentando la fe católica. El antiguo Ofertorio precisaba la oblación del
sacrificio mismo de Cristo: «Recibe, oh Padre Santo, esta hostia inmaculada»
(«hanc immaculatam hostiam»); «te ofrecemos, Señor, el cáliz de salvación»
(«calicem salutaris»). Es evidente que esta hostia inmaculada y este cáliz de sal-
vación no son ni el pan ni el vino, sino el cuerpo y la sangre de Cristo, en la
perspectiva de la inminente Consagración.
En la Misa nueva, en cambio, se ha suprimido el Ofertorio de la Víctima, y se
lo ha reemplazado por una simple presentación de los dones, que en la ocurren-
cia son pan y vino, y no ya el cuerpo y la sangre de Cristo. Escuchemos, si no, al
Padre Martín Patino, en su comentario a las Nuevas normas de la Misa (Biblio-
teca de Autores Cristianos, 1969):
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 326
«Tanto el gesto [de la presentación de los dones] como la fórmula, quieren ser un
equilibrio en el que, recogiendo lo que de valor tenga la aportación humana al sacri-
ficio a través de la materia del mismo, se evita, sin embargo, el pleno concepto de
ofrenda. No es una elevación, sino una mostración. Es preciso mantenerse en ese
equilibrio…, preparando a los fieles para entender las fórmulas nuevas en su autén-
tico sentido. Es decir: ya el tener pan y vino que ofrecer es un don de Dios a nosotros.
El hombre pone esto poco que tiene como signo de su trabajo, de su corazón y de su
vida entera. Pero todavía es insuficiente si Dios no santifica estas ofrendas.
Nótese, de paso, por lo que se relaciona con las bendiciones de la Misa, que, vol-
viendo a la primitiva bendición judía, no se bendice A LOS ALIMENTOS, sino que se
bendice A DIOS POR LOS ALIMENTOS, con lo cual, al tomarlos en esta disposición de
espíritu, quedan santificados» (p. 168).
Esta sustitución viene a ser algo propiamente grotesco, pues significa la pre-
sentación de unas migajas de pan y de unas gotas de vino, frutos de la tierra y del
trabajo del hombre, que el hombre se atreve a presentar al Dios soberano. Los
paganos, por cierto, lo hacían mucho mejor, pues ofrecían a la divinidad, no unas
migajas, sino cosas más importantes: un toro u otro animal, cuya inmolación
suponía para ellos un verdadero sacrificio.

3º Tono narrativo de la Consagración.


La realidad misma de la Misa como renovación del sacrificio del Calvario se
esfuma de este modo en sus expresiones concretas, llegando incluso al corazón
mismo de la celebración, ya que en el nuevo rito se le pide al sacerdote que pro-
nuncie las palabras mismas de la Consagración en tono narrativo, como si se tra-
tara del relato de un acontecimiento ya pasado, y no ya en el tono conminatorio
de una acción, la Consagración, que se realiza en el presente en nombre de la Per-
sona cuyas veces hace y en cuya autoridad actúa el sacerdote. Y esto es gravísimo.
De hecho, en las Nuevas normas de la Misa, la Consagración recibe el nombre de
«narratio institutionis» (nº 55), esto es, «relato de la institución»; y así, lo único que
esas nuevas normas reclaman del celebrante es que haga un relato.
¿Qué intención tendrá el sacerdote dentro de esta nueva perspectiva, intención
necesaria para consagrar válidamente, pero que ya no se halla expresada en las
ceremonias del rito? El sacerdote podrá, sin duda, suplirla por su propia voluntad,
y la Misa será entonces válida; pero ¿qué sucederá con los sacerdotes innovado-
res, preocupados ante todo por romper con la antigua Tradición? La duda se hace
legítima. Y, en ese caso la nueva Misa en nada se distinguiría, en su estructura
general, de la cena protestante.

4º Modificación del Canon romano.


Algunos dicen que en el nuevo rito se ha conservado el Canon romano. Es
cierto, pero se deja a elección del celebrante junto a otras tres Plegarias Eucarís-
ticas. ¿Qué significa esta elección?
Hojitas de Fe nº 326 –4– DEFENSA DE LA FE

El Canon romano conservado ya no es el antiguo Canon, puesto que ha sido


mutilado de varios modos: en la misma Consagración, presentada como un sim-
ple relato; por la supresión de los signos de cruz, antes tan numerosos, y de las
genuflexiones, expresiones de la fe en la presencia real; por la libre mención o
supresión de la lista de los Santos invocados en el mismo; y ya no está presigni-
ficado por el Ofertorio del sacrificio. Y, además, ha perdido su carácter propio de
«canon», esto es, de oración fija e inmutable, ya que se lo ha hecho intercambia-
ble: se lo puede reemplazar por otra Plegaria eucarística, según la preocupación
o creencia de cada cual. Ahí está la gran astucia del ecumenismo innovador.
Oficialmente, el celebrante puede escoger entre tres nuevas «Plegarias euca-
rísticas» en vez del Canon romano; pero, de hecho, la puerta ha quedado abierta
a toda innovación, hasta el punto de que hoy en día es imposible hacer una lista
exhaustiva de todas las Plegarias eucarísticas que se han introducido y que se
emplean en las diversas diócesis. Tan es así que nos hemos de limitar a analizar
brevemente las tres nuevas Plegarias eucarísticas introducidas en la nueva Misa
al lado del Canon romano.
La segunda Plegaria Eucarística, que algunos presentan como el «Canon de San Hi-
pólito» y como más antiguo que el Canon romano, es en realidad el canon que el an-
tipapa Hipólito compuso en el momento de su rebeldía, que duró hasta su martirio,
por el cual regresó a la unidad de la Iglesia. Este canon, que sólo conocemos por una
reseña incompleta, probablemente no se usó jamás en la Iglesia de Roma, y no fue
nunca recogido por la Tradición de la Iglesia. Es un canon sumamente breve, y fuera
del relato de la última Cena, sólo contiene algunas oraciones de santificación de las
ofrendas, de acción de gracias y de súplica de la eterna salvación, pero sin ninguna
mención del sacrificio.
La tercera Plegaria Eucarística hace referencia al sacrificio, pero sólo en el sentido
de un sacrificio de acción de gracias y de alabanza. No se menciona para nada el
sacrificio expiatorio renovado en la realidad presente del Sacramento, y que nos
alcanza la remisión de los pecados.
La cuarta Plegaria Eucarística narra los beneficios de la Redención operados por
Cristo, pero sin aludir tampoco explícitamente a la idea de sacrificio propiciatorio,
renovado en el momento presente.

Conclusión.
Basten estas consideraciones para probar que, en torno a la idea de sacrificio,
«el Novus Ordo Missæ se aleja de manera impresionante, tanto en su conjunto
como en sus detalles, de la teología católica de la santa Misa»; ya que deja en el
abandono y en el olvido, en el acto mismo de la celebración, la doctrina católica
sobre el carácter sacrificial de la Misa, definido por el Concilio de Trento, ha-
ciendo que acabe luego siendo negada por omisión. 1

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Una de las verdades más asentadas en el corazón de todo católico, e íntima-


mente ligada a la realidad del sacrificio de la Misa, es la referente a la presencia
real de Nuestro Señor Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, sacramentado bajo las
especies de pan y vino, e inmolado por nosotros en la Misa mediante la consa-
gración en el altar de ambas especies por separado.
Por este motivo se inculca con cierta insistencia al niño, en su preparación a la pri-
mera Comunión: • que «la Eucaristía es el Sacramento que contiene verdadera, real
y substancialmente el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor Jesucristo»;
• que «en la Sagrada Comunión recibimos a Nuestro Señor Jesucristo, verdadero
Dios y verdadero hombre»; • que «la hostia antes de la consagración es pan», pero
«después de la consagración no hay en la hostia pan ni en el cáliz vino, sino única-
mente los accidentes o apariencias de pan y vino, como el olor, el color y el sabor».
Pues bien, esta verdad brillaba con poderosa luz en la liturgia de la Misa tra-
dicional, a través de una serie de actitudes y de gestos, tales como:
• la genuflexión que todos hacen al entrar en una iglesia –dado que en el lugar central
del santuario reside Nuestro Señor Jesucristo–, y la reverencia y silencio que se
guarda por ello en el lugar santo; • las actitudes de reverencia del sacerdote, que
mantiene los dedos juntos después de la Consagración, hace la genuflexión cada vez
que ha de manipular la Hostia santa –antes y después–, y distribuye la comunión a
los fieles con la bandeja de comunión para que no se pierda una sola partícula; • las
actitudes de reverencia de los fieles, que comulgan en la boca y de rodillas, y acuden
previamente al sacramento de la confesión en caso de hallarse en faltas graves.
En cambio, en la Misa nueva, toda referencia a la presencia real queda difu-
minada y casi del todo eliminada, a causa del nuevo concepto de la Eucaristía
como cena memorial del Señor.
En efecto, si la Misa es un sacrificio, es necesario que la Víctima esté presente; mien-
tras que, si la Misa pasa a ser una simple cena o memorial del Señor, no hace falta
ninguna presencia real, y basta una presencia puramente espiritual, como la que su-
gieren las Nuevas normas de la Misa en su famoso nº 7, al decir que «cuando se ha-
bla de la asamblea local de la Santa Iglesia, es eminentemente válida aquella pro-
mesa de Cristo: Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en me-
dio de ellos (Mt. 18 20)».
Hojitas de Fe nº 328 –2– DEFENSA DE LA FE

Fácil es probar esta atenuación y silenciamiento, con citas de las Nuevas nor-
mas de la Misa y de los comentarios que de las mismas hace el Padre Martín
Patino en la edición de la Biblioteca de Autores Cristianos, 1969.
1º Cristo está presente en el seno de la Iglesia.
Empecemos señalando que las nuevas rúbricas, en vez de insistir en la pre-
sencia real de Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento, hacen más bien hinca-
pié en la presencia de Cristo en medio de los fieles, o en la Palabra, o en el
sacerdote que preside la celebración. Y así nos dicen:
«El sacerdote, por medio de un saludo, manifiesta a la asamblea reunida la presen-
cia del Señor» (nº 28). «Cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, es
Dios mismo quien habla a su pueblo, y Cristo, presente en su Palabra, quien anuncia
el Evangelio» (nº 9). «En las lecturas… Dios habla a su pueblo… y le ofrece el ali-
mento espiritual; y el mismo Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de
los fieles» (nº 33). «Los fieles… con sus aclamaciones reconocen y profesan la pre-
sencia de Cristo que les habla» (nº 35). «El presbítero que celebra… manifiesta a
los fieles, en el mismo modo de comportarse y de enunciar las divinas palabras, la
presencia viva de Cristo» (nº 60).
No se sabe, pues, a ciencia cierta, cuál es la presencia de Cristo que se realiza
en la Eucaristía, ya que parece presente en todas partes: en la Palabra, en el cele-
brante, en la asamblea, en la Eucaristía. El Padre Martín Patino, al comentar las
Nuevas normas, apunta siempre en el mismo sentido:
«Los primeros cristianos se reunían en las casas, conscientes de que la presencia de
Jesús se acentuaba cuando dos o más estaban reunidos en su nombre» (p. 61). «La
liturgia del rito de entrada tiene por fin descubrir la presencia de Dios en la asam-
blea» (p. 34). «El saludo del celebrante, el Kyrie y el Gloria actualizan la fe en la
presencia del Señor en la asamblea» (p. 103). «Las otras partes presidenciales… tie-
nen la misma finalidad de subrayar la estructura de la Iglesia como cuerpo de Cristo
y la presencia del Señor en el seno de la Iglesia en oración» (p. 87). «Una conciencia
más viva de la presencia del Señor en la asamblea debe animar ahora la celebración
eucarística» (p. 173).
Se llega hasta el punto de comparar varias veces la presencia de Cristo en la
Comunión con su presencia espiritual en la Palabra; comparación ambigua, por
cuanto parece sugerir que la presencia de Nuestro Señor en el Sacramento no es
de un orden distinto al de su presencia en la Palabra:
«La Misa consta… de dos partes: la liturgia de la Palabra y la liturgia eucarística,
tan estrechamente unidas entre sí, que constituyen un solo acto de culto, ya que en la
Misa se dispone la mesa, tanto de la Palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, en
la que los fieles encuentran formación y refección» (nº 8).

2º Supresión de gestos y signos de la presencia real.


No deja de sorprender también que se hayan suprimido o alterado gravemente
los signos y gestos con que se expresaba espontáneamente la fe en la presencia
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 328

real. Y así las genuflexiones, signos expresivos más que otros de la fe católica,
han desaparecido como tales. Para dar un ejemplo, aunque se ha conservado la
genuflexión después de la elevación, puede comprobarse que ha perdido su sig-
nificado peculiar de adoración de la presencia real de Jesucristo.
En la Misa tradicional, después de las palabras de la Consagración, el sacerdote
hace inmediatamente una primera genuflexión, que significa –sin ningún equívoco
posible– que Cristo se halla en el altar, realmente presente, en virtud de las palabras
de la Consagración que acaba de pronunciar. Después de la elevación hace una se-
gunda genuflexión, que tiene el mismo sentido que la primera y añade la insistencia
en la presencia real.
En la nueva Misa, en cambio, se ha suprimido la primera genuflexión, pero se ha con-
servado la segunda. Y aquí está la trampa para las personas poco avezadas en las
astucias del progresismo. En efecto, esta segunda genuflexión, separada de la pri-
mera, puede ahora ser interpretada en sentido protestante, ya que, aunque el protes-
tante no admite la presencia física y real de Cristo en la Eucaristía, sí reconoce una
cierta presencia espiritual del Señor, debida a la fe de los creyentes allí presentes.
Así, en la Misa nueva, el celebrante no adora en primer lugar la Hostia que acaba de
consagrar, sino que la eleva y la presenta a la asamblea de los fieles, para que éstos
con su fe hagan espiritualmente presente a Cristo; sólo luego se arrodilla y adora.
Esto lo puede aceptar cualquier protestante, interpretándolo de una presencia de
Cristo puramente espiritual.
El rito exterior se adapta así a la fe de cada uno y tiene, por lo tanto, un significado
equívoco. Puede acomodarse a una fe exclusivamente subjetiva, aun negando el
dogma católico de la presencia real. Es evidente que un rito semejante ya no es la
expresión clara de la fe católica.
En el mismo sentido cabe señalar: • la reducción de las genuflexiones a tres:
«después de la elevación de la hostia, después de la elevación del cáliz, y antes
de la comunión» (nº 233), mientras que en la Misa tradicional el sacerdote hace
genuflexión antes y después de manipular la sagrada Forma, porque en ella está
Cristo; • y la disminución de las incensaciones, que sólo se hacen «en la procesión
de entrada, al inicio de la Misa para incensar el altar, en la proclamación del
Evangelio y en el ofertorio para incensar las ofrendas» (nº 235), pero no ya en
el momento augusto de la elevación, para incensar a Nuestro Señor, como señal
inequívoca de su presencia real.

3º Alteraciones del rito que disminuyen


el respeto y adoración debidos a la presencia real.
Hay otras alteraciones del rito tradicional que, aunque sean menos graves que
las mencionadas, afectan sin embargo al corazón mismo de la Misa y apuntan
todas en una misma dirección, esto es, a disminuir el respeto debido a la sagrada
presencia de Jesucristo. En este orden deben mencionarse las siguientes supre-
siones que, tomadas aisladamente, parecen carecer de importancia, pero que,
consideradas en su conjunto, indican el espíritu que inspira estas reformas. Se
han suprimido:
Hojitas de Fe nº 328 –4– DEFENSA DE LA FE
• la purificación de los dedos del sacerdote sobre y dentro del cáliz; • la obligación
del sacerdote de mantener juntos los dedos que han tocado la Hostia, después de la
Consagración, para evitar cualquier contacto profano; • la palia que protegía el cá-
liz, para preservar la preciosísima sangre de cualquier insecto o impureza; • el do-
rado obligatorio del interior de los vasos sagrados, que deben contener a Nuestro
Señor Sacramentado; • la consagración del altar, si éste era fijo, por ser clara y ex-
presa figura de Cristo; • la piedra sagrada con las reliquias de los mártires en el altar,
si éste era fijo, y también en el ara, si el altar era móvil; • los manteles del altar –cuyo
número ha sido reducido de tres a uno–, para que puedan absorber la preciosísima
sangre si viene a derramarse el cáliz; • las prescripciones para purificar el lugar en
que hubiese caído por accidente una Hostia consagrada.
Todos estos requisitos de la Iglesia estaban inspirados en la grandísima reve-
rencia debida a la presencia real de Nuestro Señor, y su supresión lleva a dismi-
nuir y perder el respeto y la noción de la presencia real de Jesucristo.
Añádanse a estas supresiones otras actitudes que apuntan en el mismo sen-
tido, aprobadas por todas las Conferencias episcopales, y que prácticamente han
sido impuestas a los fieles: • la comunión de pie y con frecuencia en la mano;
• la acción de gracias, muy breve por cierto, que se invita a hacer sentados; • la
postura de pie después de la consagración.
Todas estas alteraciones, agravadas aún por el alejamiento del Sagrario, fre-
cuentemente relegado a un rincón del santuario –«el altar no es un soporte para
el sagrario, sino la mesa del convite eucarístico», explica el Padre Martín Patino
(p. 256)–, van dirigidas en un mismo sentido: poner «en retirada» el dogma de
la presencia real.
Conclusión.
No puede negarse que muchísimos fieles siguen creyendo en la presencia real
de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía; pero tampoco puede negarse que,
después del Concilio, un vendaval de descreimiento en la presencia real ha cun-
dido en la Iglesia.
Son indicios o manifestaciones de ello: • el número cada vez más elevado de sacerdo-
tes que ya no creen en la presencia real, reduciéndola a un puro símbolo o entendién-
dola como la presencia espiritual de Cristo entre los suyos; • las celebraciones con-
juntas de los católicos con luteranos u otras sectas protestantes; • la «hospitalidad
eucarística», por la que los católicos administran la comunión a protestantes –que no
creen en la presencia real– y la reciben de pastores protestantes; • la profanación
de las iglesias, convertidas ocasionalmente en salas de concierto o de exposición, o
en comedores para pobres.
Pues bien, a este descreimiento no se le puede señalar otra causa que la Misa
nueva y el silenciamiento1de la presencia real en sus ritos y rúbricas.

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Además de la realidad sacrificial y propiciatoria de la Santa Misa, y de la pre-


sencia real de Jesucristo en cuerpo, sangre, alma y divinidad, la doctrina católica
ha sostenido siempre el papel esencial y exclusivo del sacerdote en la ofrenda
de este augusto sacrificio. En efecto:
1º La Iglesia ha afirmado siempre la existencia de un sacramento, el Orden sacer-
dotal, que imprime un carácter indeleble en el alma del ordenado, que lo distingue
radicalmente de los demás fieles, y lo inviste del poder de consagrar el cuerpo y la
sangre de Nuestro Señor Jesucristo, de absolver a los fieles de todos sus pecados, y
de administrar los demás sacramentos. Por consiguiente, la celebración de los San-
tos Misterios es una acción estrictamente reservada a la Iglesia jerárquica.
2º Para subrayar mejor esta verdad, en la ordenación sacerdotal el Pontífice procede
a consagrar las manos del ordenado, entregándole luego un cáliz con vino y una pa-
tena con una hostia, y confiriéndole por las palabras que entonces le dice el poder de
celebrar la Santa Misa: «Recibe la potestad de ofrecer el sacrificio a Dios y de cele-
brar Misas, así por los vivos como por los difuntos, en el nombre del Señor». Los
fieles, en cambio, no tienen manos ungidas.
3º Por fin, todos los ministerios referentes a la Santa Misa, como la lectura de la Epís-
tola o del Evangelio, el aporte del agua y vino para el sacrificio, la reglamentación
de la ceremonia, reclaman también ministros sagrados, a los que la Iglesia consagra
en toda una gradación de órdenes: ostiario, lector, exorcista, acólito, subdiácono y
diácono, que ayudan al sacerdote y realizan en la Misa las acciones menores.
De este modo, el papel del sacerdote en la celebración de la Misa queda resal-
tado dogmática y sacramentalmente, y los ritos de la Misa tradicional lo mani-
fiestan con toda la claridad posible. No sucede así con la Misa nueva, en la que
queda atenuado y aun silenciado, como las otras dos verdades.

1º El sacerdote, en la Misa, «preside» la asamblea.


En la Hojita de Fe nº 323 vimos ya que la principal novedad, casi revolucio-
naria, que el Padre Martín Patino señalaba en el nuevo rito de la Misa, era que «la
comunidad, servida por los ministros, vuelve a ser lo central, y no se reduce a
ser simplemente “representada” por los sacerdotes» (Nuevas normas de la Misa,
Hojitas de Fe nº 330 –2– DEFENSA DE LA FE

BAC 1969, p. 27). Por eso mismo, no hay que pensar que «la ordenación haga
del ministro de Jesucristo… una especie de “hombre-orquesta” a quien corres-
pondería como “su oficio” el “decir la Misa”, a la que el pueblo simplemente
debe “asistir” u “oír”» (p. 26). No; en realidad, «la Cena del Señor, o Misa, es
la asamblea sagrada o congregación del pueblo de Dios, reunido bajo la presi-
dencia del sacerdote para celebrar el memorial del Señor» (nº 7).
¡Cuántas cosas aprende uno! En la Misa tradicional, lo central era Nuestro Señor
inmolándose por la redención de nuestras almas, justamente porque la Misa es un
sacrificio, el mismo sacrificio de Cristo en el Calvario; pero en la Misa nueva, cam-
biada la perspectiva y considerada ahora como una cena, nada más normal que lo
central pase a ser la asamblea invitada y servida por el sacerdote, que le brinda de
varias maneras la presencia de Nuestro Señor.
Al hablar así, el Padre Martín Patino no hace más que comentar el espíritu de
las Nuevas normas de la Misa, en las que el sacerdote aparece constantemente
como «el presidente de la asamblea»:
«Entre las atribuciones del sacerdote ocupa el primer lugar la plegaria eucarís-
tica…, las oraciones…, la oración sobre las ofrendas y la poscomunión. Estas ora-
ciones las dirige a Dios el sacerdote –que preside la asamblea representando a
Cristo– en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes. Con razón
se denominan “oraciones presidenciales”» (nº 10). «Igualmente toca al sacerdote,
que ejercita el cargo de presidente de la asamblea reunida, hacer algunas monicio-
nes y fórmulas de introducción y conclusión previstas en el mismo rito: explicar la
Palabra de Dios y dar la bendición final» (nº 11). «La naturaleza de las interven-
ciones “presidenciales” exige que se pronuncien claramente y en voz alta, y que
todos las escuchen atentamente» (nº 12).

2º El «arte de la celebración» en la Misa nueva.


Puesto que el presbítero es el «moderador de la asamblea» (p. 47) y debe di-
rigirse a la misma, es necesario que tenga en cuenta todo un «arte de la celebra-
ción», en el que ha de estar avezado al presidir la asamblea:
«La liturgia ha consagrado un arte propio y necesita de él, si es que quiere que la pa-
labra hablada diga “algo”, que la lectura transmita realmente un mensaje, el salmo
sea una salmodia, la postura corporal exprese una actitud personal y comunitaria,
los movimientos tengan sentido, los ritos sean una celebración religiosa. Todo este
ritmo de armonía y estructuración hará posible celebrar el misterio por toda la
asamblea, y no sólo por el clero o un sector del pueblo» (p. 53-54).
El sacerdote, por lo tanto, ha de ser un verdadero «actor de la palabra» (p. 55)
en el marco de la celebración eucarística; y por lo mismo:
• Ha de tener «la capacidad de atraer la atención de la asamblea desde el primer
momento en que habla y dice “algo”, para lo cual ayudará la utilización de los me-
dios técnicos modernos» (p. 89).
• Para ello, «cuando sea posible, ha de recurrir… a expertos en el arte de leer y de-
clamar…; con un poco de ensayo y corrección, usando los micrófonos y altavoces
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 330
de la iglesia o corrigiendo sobre cinta magnetofónica, conseguirá notables mejoras
de la vocalización, la dicción, el sentido de la frase» (p. 93).
• El celebrante, en este arte de la celebración, debe inspirarse de la intención pasto-
ral que anima toda la Institutio: «El sacerdote celebrante preside en función de la
asamblea, y hacia el bien espiritual de la misma debe dirigir todas las opciones legí-
timas, buscando un equilibrio entre la adaptación y la unidad del rito romano, como
quiere la Iglesia» (p. 53).
El bien espiritual de la asamblea es el que ha de llevar al celebrante a elegir la
plegaria eucarística, las lecturas, las oraciones, la forma de celebración en algu-
nas reuniones especiales, etc. Se abren aquí puertas para abusos que, aunque no
se vislumbren todavía en las Nuevas normas de la Misa, aparecerán necesaria-
mente en los años siguientes al nuevo rito, entre ellos:
• La inculturación del rito de la Misa a las diferentes comunidades creyentes: puesto
que la Misa tiene como centro a la asamblea, el rito de la Misa ha de tener en cuenta
al Pueblo de Dios en su cultura y experiencia religiosa peculiar, para que se le
adapte lo más perfectamente posible. El «rito amazónico» postulado por el último
Sínodo de la Amazonía no es más que una de las tantas inculturaciones del rito rea-
lizadas en todas partes desde el Concilio.
• Las Misas «show» presididas por los Obispos y los mismos Papas en los grandes
encuentros: no son más que formas de hacer sumamente expresivo el mensaje de la
Palabra de Dios, para que diga «algo», sobre todo a los jóvenes.

3º Otras dos novedades litúrgicas en la Misa.


Respondiendo a esta primacía o centralidad de la asamblea en la celebración
de la Eucaristía, nos encontramos con dos novedades litúrgicas importantes, una
expresamente mencionada en las Nuevas normas de la Misa, otra introducida
por el papa Pablo VI en 1972.
1º La primera novedad es la concelebración de la Misa por parte de varios
celebrantes, ya sea de sacerdotes que se unen al Obispo, ya sea de sacerdotes
entre sí; novedad que supone una notable disminución del número de Misas,
merced a la nueva noción de la asamblea como centro de la celebración: si no
hay asamblea, no se justifica decir la Misa.
«La asamblea –dice el Padre Martín Patino, comentando el nº 14 de la Institutio– es
obra de todos. Todos están bautizados y participan del sacerdocio único de Cristo.
Todos están llenos del Espíritu Santo… “Por su propia naturaleza, la celebración de
la Misa es comunitaria” (nº 14)… En nuestra pastoral debemos sacar todas sus con-
secuencias a estas palabras de la Institutio. Por ejemplo: mientras no haya verdadera
necesidad común, no multiplicar las Misas, especialmente las de diario. A estos efec-
tos, ¿no se podría pensar que en un día de entre semana cualquier fiel estará bien
atendido si hay una Misa por la mañana y otra por la tarde, en las horas más cómodas
para la mayoría? Y, en ese caso, si hay más sacerdotes que el número de Misas, ¿por
qué no concelebrar, agrupando así a los fieles dentro de lo posible?» (p. 91).
2º La segunda novedad, introducida por Pablo VI con su Carta Apostólica Mi-
nisteria quædam, del 15 de agosto de 1972, es la supresión del subdiaconado y
Hojitas de Fe nº 330 –4– DEFENSA DE LA FE

de las «órdenes menores» –grados del Sacramento del Orden que sólo se confie-
ren a los clérigos–, convertidas a partir de entonces en «ministerios» –esto es,
en cargos otorgables a simples laicos–.
Estipula el papa Pablo VI que «era conveniente conservar y acomodar aquellos ele-
mentos más estrechamente relacionados con los ministerios de la Palabra y del Al-
tar, esto es, los de Lector y Acólito». Para ello establece: • que en adelante ya no se
conferirá la primera tonsura, y la incorporación al estado clerical se hará por el
Diaconado; • que las «órdenes menores», se llamarán en adelante «ministerios»;
• que tales ministerios pueden ser confiados a seglares, y ya no deben considerarse
como algo reservado a los candidatos al sacramento del Orden; • que al Lector le
incumbe como función propia leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica, aun-
que no el Evangelio; • que el Acólito tiene como función propia cuidar el servicio
del altar, asistir al diácono y al sacerdote en las funciones litúrgicas, distribuir la
Sagrada Comunión como ministro extraordinario, exponer públicamente el Santí-
simo Sacramento a la adoración de los fieles y hacer después la reserva; • que estos
ministerios de Lector y de Acólito, con todo, se reservan a los solos varones.
Como consecuencia, los laicos invaden el altar y se atribuyen funciones cle-
ricales, como las lecturas, la misma predicación y la distribución de la comunión
a los fieles. Y puesto que tales ministerios los realizan en cuanto Pueblo de Dios,
y las mujeres no son menos Pueblo de Dios que los varones, no carece de cohe-
rencia el Sínodo de la Amazonía cuando pide que los ministerios de Lector y de
Acólito sean conferidos también a las mujeres.
Conclusión.
Coré, Datán y Abirón se amotinaron contra Moisés y Aaron por su «preten-
sión» de ejercer ellos solos el sacerdocio: «Moisés y Aarón, todo este Pueblo es
de santos, y en medio de ellos está el Señor; ¿por qué, pues, os ensalzáis sobre el
Pueblo del Señor?» (Num. 16 3). Esta misma es la pretensión de los artífices de
la Misa nueva: reivindicar para todo el Pueblo de Dios la función sacerdotal que
Dios reserva exclusivamente a la tribu de Leví, esto es, a los miembros del clero.
Dios ya no la castiga como entonces, haciendo que la tierra se abra y se trague a
los rebeldes; pero no por ello deja de causar una profunda alteración en la fe y en
la práctica de la Iglesia, en el carácter sagrado de la Misa, en la doctrina sobre el
Sacramento del Orden.
De este modo la Misa nueva, en vez de llevar a los protestantes a hacerse ca-
tólicos –cosa que, por otro lado, nunca se pretendió–, lleva a los católicos a ha-
cerse protestantes de mentalidad, de religión y de costumbres. Ahí, en los hechos
tal vez más que en los dichos, podemos ver cómo «la Misa nueva se aleja de ma-
nera impresionante, tanto en su conjunto como en su detalle, de la teología ca-
tólica de la Santa Misa», tal como fue definida dogmática, infalible y definiti-
vamente por el Concilio de Trento.1
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Vigilad, orad, resistid 11. Defensa de la Fe

En la Hojita de Fe nº 321 se afirmaba que «el pensamiento que ha guiado las


reformas [de la Misa], en su raíz y coherencia interna, es verdaderamente satá-
nico, sin exageración». En esta presente Hojita de Fe queremos justificar dicho
aserto, completando la crítica fundada de la Misa nueva que hemos hecho en las
anteriores Hojitas de Fe con la consideración de los entresijos del verdadero
drama –porque tal fue– consistente en pretender «abolir el sacrificio perpetuo»
(Dan. 9 7) para reemplazarlo por una cena.

1º Odio del demonio contra la Santa Misa.


Si creemos que el Espíritu Santo asiste a la Iglesia y hace en ella las veces de
alma, no nos costará comprender hasta qué punto fue El quien se cuidó de la
esmerada elaboración del tesoro más grande que Cristo confió a su Esposa, y
que es el Santo Sacrificio de la Misa. El fue, en última instancia, quien se encargó
de que las ceremonias en que se desglosa el Misterio eucarístico fueran la más
cabal expresión de la fe católica y de la realidad augusta que en él se encierra.
Mas si creemos también que Lucifer se aplica con todas sus fuerzas a anular
y neutralizar la obra de redención proseguida por la Iglesia, no nos costará tam-
poco comprender cómo su inteligencia angélica le hace captar al instante hacia
dónde debe dirigir sus principales golpes para lograrlo, a saber, contra el Sacri-
ficio de la Misa.
Lucifer movió a los jefes del pueblo judío a deshacerse de Nuestro Señor, pues era
consciente de una excepcional presencia de Dios en Jesucristo; pero en nada quería
ni pretendía entrar en el plan divino de la Redención. Su orgullo le impidió com-
prender el misterio de un Amor que llegaba hasta la divina locura de una inmolación
en la Cruz. «Si los demonios –dice Santo Tomás– hubiesen estado absolutamente
ciertos de que Nuestro Señor era el Hijo de Dios, y hubieran sabido de antemano los
efectos de su Pasión y Muerte [la restauración del género humano en la vida sobre-
natural de la gracia], nunca hubieran hecho crucificar al Señor de la gloria, como
enseña San Pablo (I Cor. 2 7)».
Así pues, demasiado tarde comprendieron los demonios el sentido del sacrificio del
Calvario; en cambio, están ahora perfectamente enterados del significado y valor de
la Santa Misa. Su rabia se adivina en sus esfuerzos por impedir su celebración. Pero,
Hojitas de Fe nº 333 –2– DEFENSA DE LA FE
no pudiendo suprimirla totalmente, Lucifer intenta al menos reducir su número y li-
mitarla al menor número posible de personas…
De hecho, en la historia se observa que los sacerdotes han sido siempre el blanco pe-
culiar del odio infernal, no sólo por ser los cristianos por excelencia, sino por ser los
hombres de la Misa. Así se explica el odio a la Misa y al sacerdocio mostrado por la
Revolución, masónica o comunista, en España, en Méjico y en otras partes. Todas las
revoluciones, francesas, rusas, españolas o americanas, han cerrado y destruido las
iglesias, perseguido y asesinado a los sacerdotes, con el fin de impedir cuanto más se
pudiera la celebración diaria de la Misa.
Pero «desde el levante hasta el poniente, en todas partes se sacrifica y ofrece
a mi Nombre una oblación pura» (Mal. 1 11). Este es el orden divino, tal como lo
señala el profeta Malaquías: que la Misa sea celebrada, y bien celebrada; que lo
sea de levante a poniente, en todas partes; que para celebrarla haya numerosos
sacerdotes, santos y doctos en la ciencia de Dios; que todo, en este mundo, se
ordene a que los méritos de la Misa se extiendan lo más abundante y totalmente
posible al mayor número de almas. Esa es la finalidad de todos los esfuerzos de
la Iglesia, su más sublime meta. Y eso es lo que Satanás no puede dejar de com-
batir por todos los medios.

2º Odio de Lutero contra la Misa.


Con todo, durante el tiempo de Cristiandad, en que el Misterio de Cristo pre-
valecía sobre el Misterio de iniquidad, no dejó el Espíritu Santo que este tesoro
de la Misa le fuera arrebatado a la Iglesia. Mas debía llegar luego el tiempo en
que, según los planes de Dios, se daría libertad y pujanza al Misterio de iniqui-
dad, y se permitiría al demonio librar un ataque al corazón de la Iglesia, que es
la Misa. Y el instrumento de que para ello se valdría Lucifer sería un sacerdote
católico de Alemania, Martín Lutero, que fue el primero en propugnar la destruc-
ción de la Misa bajo instigación del demonio. Decimos bajo instigación del de-
monio –el mismo Lutero así lo reconocería luego–, pues Lutero enseguida «adi-
vinó» dónde debía golpear para atacar a la Iglesia y al Papado, según su famoso
adagio: «Destruid la Misa, y destruiréis la Iglesia [papista]». Veamos algunas
de sus afirmaciones:
«Cuando hayamos aniquilado la Misa, habremos aniquilado el Papado en su totali-
dad; porque el Papado –con sus monasterios, obispados, colegios, altares, ministros
y doctrinas– se apoya sobre la Misa como sobre una Roca. Todo esto caerá cuando
haya sido reducida a polvo su sacrílega y abominable Misa… Sin embargo, para con-
seguir este fin con éxito y sin peligro, será necesario preservar algunas de las cere-
monias de la misa antigua para la gente de mente débil, que se escandalizaría con
un cambio demasiado brusco».
Así pues, Lutero pretendió destruir la Misa, pero no de manera drástica, para
que el pueblo fiel no se opusiera, sino cambiándola de manera lenta y gradual,
diciendo a la gente que sólo quería simplificar la liturgia para que les fuera más
fácil comprenderla. Su primer paso fue componer una nueva traducción de la Bi-
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 333

blia, seguida de la traducción de la Misa del latín al alemán. Mas como Lutero no
creía que la Misa fuese un sacrificio, ni tampoco en la transustanciación, esto es,
en la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, redactó su
Formula Missae, en la que decía:
«Debemos declarar en primer lugar que nuestra intención no ha sido abolir la adora-
ción a Dios, sino únicamente purgar su rito de todas las adiciones que la habían man-
cillado. Me refiero a ese abominable Canon, verdadera cloaca de lagunas fétidas, que
ha hecho de la Misa un Sacrificio, y le ha añadido ofertorios. La Misa no es un sacri-
ficio, no es el acto de un sacerdote supremo ofreciendo un sacrificio. Considéresela
como un sacramento o un testamento; llamémosla bendición, o eucaristía, o mesa
del Señor, o memorial del Señor, o de cualquier otro modo que nos guste, a condi-
ción de no mancillarla con el nombre de sacrificio. Al descartar el Canon, descarte-
mos todo lo que implica oblación, y nos quedaremos así con lo que es puro y santo».
Según esto, en la nueva Misa en lengua vernácula se preservaron muchas par-
tes de la Misa tradicional, pero se eliminó el Ofertorio y la Consagración. Tam-
bién se insertaron más lecturas de la Biblia. Luego se abolieron los altares, por
representar el carácter sacrificial de la Misa, y en su lugar se pusieron mesas, de
modo que los sacerdotes estuvieran cara al pueblo. También se quitaron todos los
crucifijos, que recordaban el Sacrificio del Calvario. Después de Lutero, aparecie-
ron en escena otros sacerdotes con cambios más drásticos: abolieron los ornamen-
tos sagrados, permitieron a la gente recibir la Comunión en la mano, descartaron
el canto gregoriano y el uso del órgano, y en su lugar promovieron el uso de mú-
sica folclórica con trompetas e instrumentos de cuerdas. Estos sacerdotes y mon-
jes católicos, infectados de un fiero entusiasmo por los cambios, destruyeron alta-
res, quemaron imágenes, hicieron añicos las estatuas y abandonaron sus hábitos.
La Misa se transformó así, de renovación del Sacrificio del Calvario que era,
en una reunión comunal del pueblo de Dios. Y esta profanación fue realizada por
sacerdotes, usando templos, monasterios y conventos católicos. La mayoría de
la gente, que seguía siendo católica en sus ideas y tradiciones, fue perdiendo la
fe a medida que asistía a los servicios pervertidos en sus iglesias «católicas», y
acabó cayendo en la apostasía. Y, por supuesto, sus hijos, expuestos a los nuevos
servicios desde temprana edad, crecieron sin un conocimiento real de la única y
verdadera Iglesia fundada por Cristo.
¿Cómo no escandalizarse entonces de la declaración de L’Osservatore Romano del
13 de octubre de 1967? En ella podía leerse: «La reforma litúrgica ha dado un nota-
ble paso al frente en la senda del ecumenismo, acercándose más a las formas litúr-
gicas de la Iglesia luterana». La intención confesada de Lutero era la destrucción
de la Misa, y hete aquí que el periódico del Vaticano se jacta de que con la Misa nue-
va nos hayamos acercado más a la forma luterana de dar culto a Dios.

3º Plan de las sectas ocultas contra la Misa.


El Concilio de Trento, y la Bula Quo primum tempore de San Pío V, lograron
levantar por fortuna un dique protector de la Santa Misa dentro del mundo cató-
Hojitas de Fe nº 333 –4– DEFENSA DE LA FE

lico. ¿Cuánto duraría, empero, ese dique? Con la llegada del modernismo, muchos
católicos, y entre ellos muchos sacerdotes y obispos, deseosos de «reconciliar» a
la Iglesia con el mundo moderno, empezaron a sentir fastidio de ese Maná sustan-
cial de la Misa, y a suspirar por las codornices (Num. 11). Sí, muchos sacerdotes
dejaron de comprender y de vivir su Misa, y desearon un cambio radical de la li-
turgia de la misma, que la devolviera a su supuesta «pureza primitiva». Por su-
puesto, el demonio, que era el que insuflaba esos anhelos de cambio, sabría apro-
vechar la ocasión, con motivo del concilio Vaticano II, para hacer un jaque mate
al Sacrificio perpetuo, y reemplazarlo por una cena, un rito de corte protestante.
También aquí es triste comprobar cómo el demonio estaba detrás de esta re-
forma, puesto que coincide de manera sorprendente con la notable predicción
del sacerdote apóstata y ocultista Paul Roca (1830-1893), que, conocedor de los
planes de su secta, auguraba en pleno siglo XIX:
«El culto divino en la forma actual de la liturgia, el ceremonial, el ritual y los
cánones de la Iglesia romana, pronto experimentarán una transformación en un
Concilio ecuménico, que los restaurará a la verdadera simplicidad de la edad de
oro de los Apóstoles de acuerdo con los dictados de la conciencia y la civilización
moderna».
«Si non é vero, é ben trovato», dicen los italianos. El paralelo entre la «profe-
cía» de Roca y la reforma de Pablo VI no deja de ser sorprendente:
• Es un Concilio ecuménico, el concilio Vaticano II, el que, en su constitución Sacro-
sanctum Concilium, pone los fundamentos para una revisión general del Misal ro-
mano. • Pablo VI declara, en su Constitución Missale Romanum, que esta revisión se
hace «de acuerdo con la primitiva norma de los Santos Padres», «sacando a la luz
sus riquezas doctrinales y espirituales», para iluminar y nutrir a los fieles en conso-
nancia con la mentalidad contemporánea.

Conclusión.
Lutero y los enemigos de la Iglesia no erraban el tiro, por la sencilla razón de
que detrás de ellos se movía el demonio. No se equivocaban: la Iglesia entera se
apoya, como sobre una Roca, en el Santo Sacrificio de la Misa. Por eso no te-
memos afirmar que toda la actual decadencia y corrupción de la vida cristiana
encuentra su causa en la Misa nueva, o en la ausencia y abolición de la Santa
Misa tradicional entre el pueblo fiel. Donde este sacrificio desaparece, desapa-
rece la civilización genuinamente cristiana.
Al contrario –¡cristiano, a tus armas!–, con la Santa Misa y el Santo Rosario,
que son las dos columnas que San Juan Bosco vio emerger del mar en su famoso
sueño, es posible reconstruir una vida cristiana auténtica en toda su amplitud y
en todos sus frentes, y con ella una verdadera Cristiandad.1

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Vigilad, orad, resistid 11. Defensa de la Fe

En la anterior Hojita de Fe nº 333 decíamos que Lutero confesaba haber re-


cibido del diablo los argumentos para impugnar la Santa Misa como renovación
del Sacrificio de la Cruz. Lo hace en su célebre Conferencia con el diablo, que se
remonta al año 1521, durante su encierro en el castillo de Wartburg. Ofrecemos
al lector los pasajes más expresivos de dicho texto.

1º Aparición del demonio a Lutero,


y comienzo de la conferencia.
Durante el encierro en el castillo de Wartburg, Lutero sufrió varias alucinacio-
nes o visiones diabólicas; la que él mismo narra en la presente conferencia puede
ser una de las tantas. El mismo Lutero escribe:
«Me sucedió en una ocasión que desperté repentinamente cerca de medianoche, y Sa-
tanás comenzó a disputar conmigo:
–Oye, doctor iluminado. Sabes que por espacio de quince años has celebrado casi
todos los días Misas privadas. ¿Qué dirías si tales Misas fuesen una horrible idola-
tría? ¿Qué sucedería si el cuerpo y sangre de Jesucristo no estuviesen presentes en
ellas, y no hubieses adorado ni hecho adorar a los demás más que pan y vino?
Le respondí:
–Yo fui consagrado sacerdote; recibí la unción y consagración de manos de mi Pre-
lado, y todo lo que he hecho en asuntos de mi ministerio ha sido por mandato de mis
superiores y por la obediencia que les debía. ¿Qué razón hay para que me abstuviese
de consagrar, cuando pronuncié formalmente las palabras de Jesucristo, y siempre
celebré con gravedad y aplomo?»
A esta aseveración el demonio replica negándole a Lutero su condición de
verdadero sacerdote, con poder de consagrar:
«¿Cómo habéis podido consagrar en la Misa, o celebrarla, faltando en ella una per-
sona que tuviese el poder de consagrar, lo que es, según vuestra propia doctrina, un
defecto esencial?»
Sigamos la argumentación con que el demonio llega a esta conclusión.
Hojitas de Fe nº 335 –2– DEFENSA DE LA FE

2º Argumentación del demonio.


• Lo primero que el demonio hace para argumentar su tesis es «probarle» a
Lutero que la Misa es totalmente inválida si la celebra el sacerdote «mascullan-
do», esto es, en privado y a solas, sin asistencia del pueblo:
«Tú has sido consagrado sacerdote, pero has abusado de la Misa, contrariando el
objeto para que la instituyó Jesucristo, quien quiso que el Sacramento fuese distri-
buido entre los fieles que querían comulgar, y que se diera a la Iglesia para que lo
comiese y bebiese… Los antiguos llamaron a este sacramento Comunión, porque no
sólo el sacerdote, sino todos los demás fieles, debían participar de él. Tú, sin em-
bargo, has estado durante quince años aplicándote a ti mismo el Sacramento, cuan-
do has celebrado Misa… Tú solo allí, delante del altar, te imaginas que Jesucristo
ha instituido para ti solo el Sacramento, y que tú no tienes nada más que hacer para
que se realice la consagración que repetir ciertas palabras… Pero ahí falta la Igle-
sia, el resto de los fieles, el pueblo en una palabra… ¿Qué sacerdocio, qué ordenes,
qué Misas y qué consagraciones son éstas?… Si nadie puede darse a sí mismo un
Sacramento, ¿cómo quieres tú aplicarte a ti mismo el de la Eucaristía? Verdad es
que Jesucristo se la administró a Sí mismo, y que los demás sacerdotes no hacen en
esto más que imitarle; mas no lo consagró por Sí solo, sino con los Apóstoles y con
la Iglesia universal».
• De ahí el demonio pasa a decir que la Misa es una cena memorial, mientras
que Lutero la ha celebrado siempre como si fuera un sacrificio:
«El designio de Jesucristo, como lo indican sus propias palabras, es que, al recibir
el Sacramento, anunciemos y confesemos su muerte: “Haced esto –dice– en memo-
ria mía»… Es evidente que el pensamiento y el fin de la institución de Jesucristo son
que los demás cristianos participen también del Sacramento; mas tú, tú no has sido
consagrado para distribuir, sino para sacrificar, para servirte de la Misa como de
un sacrificio. Y si no, ¿qué significan las palabras del Obispo al conferir el sacer-
docio: “Recibe –dice poniendo el cáliz en manos del ordenando– el poder de cele-
brar y sacrificar por los vivos y los difuntos?” ¿Y dirás que no es una cosa siniestra
y perversa esta manera de conferir el orden sacerdotal? Ciertamente que sí: Jesu-
cristo, al instituir la Cena, quiso como convidar y dar un refrigerio a la Iglesia
universal; y esa es la razón por la que el sacerdote presenta la hostia a todos los
que han de comulgar; pero tú, tú sacrificas solo delante de Dios. ¡Oh abominación,
y más que abominación!»
• Al quedar pervertida la intención de Cristo al instituir la Eucaristía, resulta
que el sacerdocio que así le fue conferido es claramente inválido:
«Tú, en consecuencia, no has cumplido los altos fines de la institución cristiana. ¿Y
negarás que has recibido el sacerdocio contra la misma institución cristiana y con-
tra el mismo Jesucristo?… Puesto que el Obispo, al conferirte el sacerdocio, no te
ha dado poder más que para decir tus Misas, al decirlas para ti solo podrá decirse
que estás autorizado para contrariar las palabras terminantes de Jesucristo, el pen-
samiento, la fe y la doctrina de la Iglesia, y que tu sacerdocio nada tiene de sagrado,
y es impío, irreligioso, sacrílego. Y ciertamente vuestro sacerdocio es tan nulo, inútil
y ridículo como el bautismo de una piedra o de una campana… Así, pues, te pruebo
DEFENSA DE LA FE –3– Hojitas de Fe nº 335
y te sostengo que tú no has consagrado en la Misa, y que no has hecho adorar a
los demás más que pan y vino».
• El diablo, después de repetirle machaconamente estas mismas ideas con rei-
terados ejemplos, lanza su estocada final contra Lutero:
«Así, pues, si tú eres incapaz de consagrar; si no debes consagrar; si no puede nadie
recibir el Sacramento en tu Misa; si perviertes completamente la institución eucarís-
tica; si tú, en fin, no has sido ungido más que para contrariar la doctrina y la institu-
ción cristiana, di: ¿Qué es entonces tu sacerdocio? ¿Qué es la Misa sino una blasfe-
mia? ¿Qué haces tú mismo sino tentar a Dios, dejando de ser un verdadero sacerdote
con las especies con que dices consagrar el verdadero cuerpo de Jesucristo?»

3º Actitud de Lutero frente


a los razonamientos del demonio.
Lutero dice en esta Conferencia que intentó replicar al demonio «con los ar-
gumentos que había aprendido de los papistas», pero en vano: viendo que el
demonio volvía a la carga «con más vehemencia», y con una gran habilidad dia-
léctica, quedó como apabullado frente a sus razonamientos y adoptó sus pensa-
mientos en materia de Misa (que no es sacrificio) y de ordenación sacerdotal
(sintiéndose liberado de su sacerdocio):
«Ya veo desde aquí a los Santos Padres, que se ríen de mí, y exclaman: –¡Qué, doc-
tor! ¿Se queda corto y no puede responder a Satanás? ¿Pues no sabes, doctor, que
el demonio es un espíritu de mentira? –Gracias, mis Padres –contesto yo–: hasta
este momento no sabía, doctos teólogos, si vosotros no me lo hubieseis enseñado,
que el demonio es un espíritu engañador; pero estad ciertos de que si vosotros hu-
bieseis disputado con él, no diríais eso ni hablaríais como habláis de las tradiciones
de la Iglesia; pues el demonio es un hábil disputante, y sin una especial gracia del
Señor es imposible resistir su lógica. En un golpe, en un abrir y cerrar de ojos, llena
la mente de tinieblas y falacias, y si por ventura tropieza en un hombre que no sabe
contestarle al momento con la divina palabra, no necesita más para vencerle. En
verdad, es un espíritu falaz; pero no le oiréis en sus acusaciones más que el doble
argumento de la ley de Dios y del testimonio de nuestra conciencia. Así, doctores,
no puedo negarlo: estoy convencido: he pecado; mi pecado es grande, y soy culpable
de muerte y condenación».
Como puede verse, Lutero, en esta aparición, no sólo carece de argumentos,
y de valor e intrepidez para atacar al enemigo, sino que le reconoce al demonio
una argumentación basada en la ley de Dios y en el testimonio de la propia con-
ciencia, de una fuerza irrefutable. Tan es así que uno de los reformados, Dre-
lincourt, se vio obligado a reconocer que en esta lucha Lutero concedió un puesto
ventajoso a Satanás:
«La serpiente atacó a Lutero, prometiéndose la victoria, porque el siervo de Dios
había celebrado su Misa privada por espacio de quince años, y Satán le había pro-
bado con argumentos incontrastables que estas Misas eran contra Dios y contra la
Divina Escritura».
Hojitas de Fe nº 335 –4– DEFENSA DE LA FE
Más tarde, en su tratado De Missa privata, Lutero volvería a reproducir su
visión para ponderar la fuerza con que Satán le argumentaba; tanto, que era im-
posible resistirla mucho tiempo.
A menos que el reformador haya querido ocultar los más fuertes argumentos
con que el diablo le aterró, hay que confesar que en esta ocasión Lutero, al no
saber refutar la tesis satánica, se portó peor que un mal estudiante de teología:
bastaba para confundirle que hubiese abierto uno de los catecismos que se en-
cuentran en todas las casas de Alemania, en la página donde la Iglesia enseña que
el sacerdote, celebrando la Misa, aplica sus frutos a todos los que asisten devo-
tamente. Lutero, en vez de atacarlo, no hizo más que dar fuerzas al enemigo.
Lutero confesaba que esta entrevista contribuyó maravillosamente a los
progresos de la Reforma: todas las dudas que él tenía quedaron aclaradas y re-
sueltas con los argumentos de Satanás. Desde entonces, convencido el monje por
el espíritu de las tinieblas, no vio ya en el sacrificio de la Misa más que una ido-
latría papista, y dejó de celebrarlo. Tanto peso dio Lutero a esta conferencia con
el diablo, que incluso se valió de ella para impugnar las tesis de aquellos refor-
mados que se apartaban de sus puntos de vista:
«¿Sabéis –decía Lutero– por qué los “sacramentarios” Zwinglio, Bucer y Ecolampa-
dio no han entendido jamás una palabra de las Divinas Escrituras? Porque jamás
han disputado con el demonio; porque cuando el diablo no aprieta nuestro cuello,
nosotros no somos más que unos pobres teólogos».

Conclusión.
«A confesión de partes, relevo de pruebas». Lutero mismo es quien afirma
haber recibido del diablo –¡si al menos dijera del ángel Gabriel, como Mahoma!–
la argumentación con que luego él mismo rechazaría e impugnaría la Misa cató-
lica. Poco nos importa si esa conferencia tuvo lugar o es sólo, como afirma el Pa-
dre Villoslada, un recurso literario de Lutero: ¿quién puede recriminarnos el estar
conformes –por una vez– con los propios dichos de Lutero, y reconocer al diablo,
según él mismo dice, como inspirador de todo su odio contra la Misa?
La cosa, sin embargo, no queda ahí. La reforma litúrgica de la Misa, llevada a
cabo por Pablo VI, pretendió reconciliarse, por razones claramente ecuménicas,
con las grandes directrices de la liturgia luterana… ¿Luterana, o diabólica?
¿Quién fue el verdadero inspirador de esta reforma? Tampoco aquí se nos puede
recriminar el que abriguemos legítimas dudas.
Los católicos, en cambio, tenemos la gran dicha y la absoluta seguridad de
que el inspirador de nuestra Santa Misa fue el Espíritu Santo en persona. A fin
de cuentas, esa es toda la diferencia entre la Misa de Lutero –o la Misa nueva de
Pablo VI–, y la Misa tradicional de San Pío V. 1

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C. C. 308 – 1744 Moreno, Pcia. de Buenos Aires
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