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Psicología de las nuevas tecnologías

De la adicción a Internet a la convivencia con robots

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En ella encontrará el catálogo completo y comentado

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Psicología de las nuevas tecnologías

De la adicción a Internet a la convivencia con robots

Helena Matute
Miguel Á. Vadillo

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Reservados todos los derechos. Está prohibido, bajo las sanciones penales y el resarcimiento civil previstos en las
leyes, reproducir, registrar o transmitir esta publicación, íntegra o parcialmente, por cualquier sistema de
recuperación y por cualquier medio, sea mecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o por
cualquier otro, sin la autorización previa por escrito de Editorial Síntesis, S. A.

© Helena Matute
Miguel Á. Vadillo

© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A.
Vallehermoso, 34. 28015 Madrid
Teléfono 91 593 20 98
http://www.sintesis.com

ISBN: 978-84-995867-2-4

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A Juan Ángel
A Marta

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Índice

Prólogo

1. ¿Adicción a Internet o uso problemático?


1.1. Posicionamiento oficial
1.1.1. Organismos oficiales, 1.1.2. Asociaciones profesionales y DSM-IV,
1.1.3. Psiquiatras y psicólogos ante el DSM-V, 1.1.4. Revistas científicas
1.2. El origen de la adicción a Internet
1.3. La importancia de las definiciones y la terminología
1.4. El problema de la medida de la adicción a Internet
1.5. Las cifras: el carácter incipiente de la investigación
1.6. Problemas asociados al uso de Internet
1.7. Necesidad de relación social
1.8. Sexo, juegos y control de los impulsos
1.9. Propuesta de clasificación y posibles soluciones
1.9.1. Internautas noveles, 1.9.2. Condicionamiento: sugerencias para
vencerlo, 1.9.3. Cuando el problema no es Internet

2. Internet y salud mental


2.1. Efectos de Internet sobre la salud mental
2.1.1. El estudio Pittsburg, 2.1.2. Investigaciones actuales, 2.1.3. Efectos
beneficiosos del uso de Internet
2.2. El uso de Internet para mejorar la salud mental
2.2.1. Terapia online basada en la evidencia, 2.2.2. Miedos, fobias y
ansiedades, 2.2.3. Realidad virtual y realidad aumentada, 2.2.4. Internet y
el futuro de la psicología
2.3. El sexo en Internet

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3. Impacto psicológico de los videojuegos
3.1. Motivación y rasgos de personalidad de los jugadores habituales
3.2. Efectos del juego sobre los procesos cognitivos
3.3. Interacciones sociales en los juegos multijugador
3.4. Juegos violentos y agresión
3.5. Juego excesivo y problemas de juego
3.6. Videojuegos terapéuticos
3.7. Los videojuegos en la investigación psicológica

4. Procesos de aprendizaje en el e-learning


4.1. De las máquinas de Skinner a la plataforma Moodle
4.2. Actitudes hacia los sistemas educativos online
4.3. Búsqueda de información en Internet
4.4. Videojuegos educativos
4.5. Aprendizaje colaborativo en la Red
4.6. Evaluación del aprendizaje online: ¿es el e-learning eficaz?

5. Aspectos psicológicos de las redes sociales y la “web 2.0”


5.1. Animales sociales
5.2. Quién usa la web social y para qué
5.3. Consecuencias del uso de las redes sociales
5.4. Imagen, identidad y anonimato
5.5. Atracción en la Red
5.6. Del amor al odio: ciberbullying
5.7. Investigación en la Web social

6. Conviviendo con androides y robots


6.1. Androides y robots en los albores del siglo XXI
6.1.1. Algunas preguntas que debemos hacernos
6.2. Roboética
6.3. El aspecto físico del robot
6.4. La personalidad del robot
6.5. Teoría de la mente o la capacidad de ponerse en el lugar del otro
6.6. Las emociones en la toma de decisiones

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6.6.1. Robots que aprenden a interpretar y manejar emociones
6.7. Electrodos, cerebro, mente e Internet
6.7.1. Ciborgs, 6.7.2. El problema mente-cuerpo y la ilusión de la mano de
goma, 6.7.3. Embodiment (Corporización),
6.8. El robot psicoterapeuta

Nota bibliográfica

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Prólogo

Este libro está dirigido a todas aquellas personas que tengan curiosidad por saber lo que
significa vivir conectados a la tecnología, tener amigos a los que nunca se ha visto en
persona, convivir con androides y robots de los que andan ya por Internet y también de
los que vendrán en los próximos diez o veinte años, o bien ponernos implantes cerebrales
para acelerar la comunicación telepática, entre nosotros y con las propias máquinas.
Ingenieros que sueñen con lograr que su robot se desenvuelva bien en las redes sociales,
maestros que deseen sacar el máximo partido en sus clases al tutor virtual, adolescentes
buscando argumentos para cuando los tachen de adictos a Internet, padres preocupados
por unos hijos a los que parece que les van a crecer cables y conexiones directamente
desde las neuronas, biólogos que investiguen cómo hacer que las neuronas usen el wifi
para mover un robot situado en el otro extremo del mundo, asesores políticos interesados
en sacar el máximo partido a la próxima campaña, filósofos y juristas preocupados por
las cuestiones éticas que se nos vienen encima. La red Internet es cada día un lugar más
social y la sociedad está cada día más tecnificada, ya no es posible abordar la tecnología
sin la mente o viceversa. Vivir conectados es un modo de vivir, es nuestro modo de vivir.
No hay vuelta atrás. Pero cabe estudiarlo y conocerlo para poder adaptarnos.
Los capítulos del libro pueden leerse en cualquier orden. Nosotros comenzamos
con un capítulo dedicado a la adicción a Internet. En él mostramos que hay cada día
menos indicios de que exista algo que pueda llamarse adicción a Internet, pero no
negamos que pueden darse problemas de abuso; explicamos por qué adicción y abuso no
son lo mismo, y proponemos cómo abordar los casos problemáticos que puedan darse a
pesar de todo. El Capítulo 2 está dedicado a la salud mental en Internet. Cuáles son los
principales problemas que se asocian al uso de Internet y hasta qué punto debemos
tomarlos en serio; también abordamos en él el uso de Internet para mejorar la salud
mental de la población y el desarrollo de técnicas de salud mental que han de llegar a
través de la Red a muchas más personas que a las que actualmente llega la terapia
personalizada. Nos adentramos también en este capítulo en aspectos de la sexualidad
online y del condicionamiento de preferencias sexuales a través de la Red, hablamos de
los pedófilos y Psicología de las nuevas tecnologías otros peligros. En el Capítulo 3 nos
centramos en los videojuegos y discutimos sus ventajas e inconvenientes, su función en
el desarrollo cognitivo y emocional, mostramos que mejoran la atención pero también

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que en algunos casos pueden generar agresividad; discutimos cuándo y en qué
circunstancias conviene potenciarlos o tratar de prevenir su uso. En el Capítulo 4
tratamos el tema del e-learning, la enseñanza a distancia a través de Internet. Analizamos
sus ventajas e inconvenientes y discutimos hasta qué punto es eficaz. El Capítulo 5 está
dedicado a las redes sociales, cada día más en boga. Discutimos las ventajas para los
usuarios, pero también algunos problemas nuevos que se están detectando en este medio,
como el ciberbullying y el abuso de las relaciones virtuales frente a las relaciones cara a
cara. Finalmente en el Capítulo 6 nos adentramos en el mundo de los robots y androides
con los que convivimos y habremos de convivir a partir de ahora en la Red y en los
hogares. Robots de compañía, robots maestros, robots psicoterapeutas, todos ellos
necesitan una personalidad y hemos de dársela. Debemos decidir cómo queremos que
sean. Es importante averiguar cómo nos relacionamos con ellos, así como el grado en
que somos capaces de colocarnos mentalmente en su lugar y ellos en el nuestro. Hay
peligros, pero también grandes horizontes que se abren ante nosotros. Es hora de morir,
dijo Roy, en Blade Runner. Es el inicio, decimos nosotros, hagámoslo bien.
Escribir un libro como este es una tarea que se inicia con mucha ilusión y con los
ojos cerrados. Se continúa después con mucho trabajo mientras surgen interminables
ocupaciones y problemas que hacen peligrar el proyecto a cada paso. Pero se avanza,
porque hay personas cerca que nos empujan a seguir. Se cierra finalmente el libro con
alegría, con esperanza, y sobre todo con gran agradecimiento. Agradecimiento a todas las
personas que durante estos años nos han apoyado con su sonrisa, con sus críticas, con
sus ánimos, con sus revisiones, con sus discusiones, con su paciencia. Queremos dar las
gracias a Editorial Síntesis por su confianza. Por tener la idea del libro y pedírnoslo,
casualmente, a nosotros. Por insistir, además, en que lo retomáramos cuando lo
abandonamos. A nuestros compañeros de Labpsico, por estar ahí, por sus críticas
siempre duras pero amables, por sus tormentas de ideas sobre otros temas, nada que ver,
pero siempre vivas y enriquecedoras, por su trabajo diario. Por leerse algunos de ellos
algunos de los capítulos y destrozarlos, amablemente. A todos nuestros amigos, qué
decirles. En este y en otros proyectos han aguantado tantos días de “hoy no puedo salir”,
y tantas y tantas chapas filosóficas después de cenar, a la luz de las copas. Gracias. A
nuestras familias, que siguen llamando a pesar de todo. A Juan Ángel, no hay palabras.
Por aguantar a Helena. Tiene gran mérito. A Marta, por aguantar a Miguel, que también
se las trae. A ambos, por empujarnos a terminar el libro y proporcionarnos todo el apoyo
del mundo. Sin ellos no habría sido posible. Lo saben, no es un tópico. Y para terminar,
un deseo: que cuando seamos viejos nos dejen jugar con uno de esos avatares que
describimos en el último capítulo y viajar con él por valles y montañas, sin problemas de
movilidad, virtuales.

Una buena teoría de la mente debe abarcar por lo menos tres escalas
diferentes de tiempo: una lenta, para los miles de millones de años de
evolución de nuestro cerebro; otra rápida, para las fugaces semanas y
años de nuestra niñez; y entre ambas, los siglos de desarrollo de nuestras

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ideas a lo largo de la historia.
(Marvin Minsky, La sociedad de la mente, 1986)

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¿Adicción a Internet o uso problemático?

Todos los grandes inventos han suscitado algo de miedo en sus inicios, alzándose voces
alarmistas durante un tiempo, hasta que nos vamos acostumbrando. Sucedió con el
ferrocarril y está sucediendo ahora con Internet. A pesar de que empieza a ser ya algo
habitual en nuestras vidas, a pesar de que todos utilizamos la Red en el trabajo y en el
ocio, y a pesar de que lógicamente ha perdido ya ese gran halo de novedad y peligro que
tenía hace solo 15 años, esas voces alarmistas se siguen alzando, aunque ya con menos
frecuencia: Internet provoca, según muchos, adicción, depresión, ansiedad y toda una
serie de problemas psicológicos. Dicen los defensores de esta idea que la Red es tan
adictiva como cualquier otra droga. Hay también, sin embargo, muchos profesionales que
insisten en que no se trata de una adicción sino de un mal uso de Internet, que el término
“adicción” debe reservarse para la adicción a las sustancias, incluso que puede ser muy
peligroso confundir los términos. Peligroso para los verdaderos adictos a la cocaína o al
alcohol u otras sustancias adictivas, pues podrían tender fácilmente a minimizar sus
síntomas si creen que lo que les pasa es similar al mero abuso de Internet. Peligroso
también para los niños y adolescentes que no siendo aún adictos puedan iniciarse en el
consumo de las drogas por considerar que al fin y al cabo las drogas no pueden ser tan
malas si su efecto lo comparamos con el que produce la Red en los adultos. Puede ser
peligroso finalmente para las personas que abusan de Internet, pues el diagnóstico de
adicción podría esconder y quizá tergiversar su verdadero problema, culpabilizando de
éste a las supuestas propiedades adictivas de la Red en vez de a las propias decisiones y
acciones del usuario.
No obstante, si dejamos a un lado la discusión sobre las posibles propiedades
adictivas de la Red, existe bastante consenso entre los profesionales: sí hay acuerdo en
que el uso excesivo e incontrolado de Internet puede acarrear muchos problemas. De
todo esto nos ocuparemos en el presente capítulo. Analizaremos los principales
argumentos de quienes abogan por hablar de adicción a Internet y quienes advierten del
peligro que esta clasificación puede suponer. Describiremos también los problemas que
existen para poder medir adecuadamente el abuso de Internet así como las diferentes

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estrategias que se pueden utilizar para lograr un uso saludable de la Red.

1.1. Posicionamiento oficial

No cabe duda de que es realmente apremiante llegar a un adecuado posicionamiento


oficial sobre la existencia o no de la adicción a Internet, pues es el consejo experto y
autorizado lo que el ciudadano busca cuando necesita ayuda en estos temas, y los
profesionales, junto con los medios de comunicación, estamos enviando mensajes muy
contradictorios a la ciudadanía. Incluso a nivel oficial existe también bastante confusión
sobre si Internet debe considerarse o no algo similar a una droga. Es lógica esta confusión
entre las autoridades y los medios de comunicación dada la disparidad de opiniones que
estamos publicando los psicólogos y psiquiatras, que somos quienes deberíamos
investigar el tema en profundidad y ofrecer respuestas rigurosas y sin ambigüedades. El
verdadero problema es que también desde dentro de la psicología y de la psiquiatría ha
habido, hasta muy recientemente, una enorme tendencia a sumarse a la corriente
alarmista y a opinar, a menudo sin el apoyo de datos ni de investigación rigurosa sobre el
tema. Todo parece indicar sin embargo que podemos ser optimistas y que en los
próximos años se van a observar importantes avances en la investigación y por tanto
habrá un mayor consenso sobre estos temas, dada la ya imparable inclusión de la
adicción a Internet y los temas relacionados con ella en el ámbito de la investigación
científica. Veamos, de momento, cuál es el posicionamiento oficial (o la ausencia de
posicionamiento) en diferentes ámbitos.

1.1.1. Organismos oficiales

A modo de ejemplo, utilizaremos el sitio web www.lasdrogas.info, por ser uno de los más
reputados a la hora de conseguir información oficial sobre drogas y adicciones. Está
auspiciado por el Ministerio de Sanidad y Consumo, la Generalitat Valenciana, y el
Gobierno de Canarias. Cuenta además en sus comités científico y honorario con
personalidades del más alto nivel científico y político a nivel local, nacional, europeo y
mundial, y está declarado de Interés para la Delegación del Gobierno para el Plan
Nacional sobre Drogas. Este sitio web de referencia sobre las adicciones en Internet de
habla hispana resalta, en su menú principal, únicamente tres grandes tipos de adicciones:
sustancias, ludopatía e Internet (véase Figura 1.1). Este dato habla por sí mismo:
podríamos transmitir a periodistas y ciudadanos que el posicionamiento oficial en España
es a favor de la existencia de la adicción a Internet.

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Figura 1.1. Página web de lasdrogas.info, el sitio oficial de referencia sobre drogodependencias en español.
Como puede verse en el menú de la izquierda, reconoce únicamente 3 tipos de adicciones. Internet es una de
ellas. Consulta realizada el 1 de septiembre de 2011.

Pero la situación no es tan sencilla como parece. Otro ejemplo muy distinto a nivel
oficial en nuestro país es el ocurrido en Baleares. Existen numerosas noticias en Internet
entre los años 2004 y 2005 relativas a la Ley sobre las adicciones que estaba preparando
el Parlamento de las Islas Baleares en aquella época. Esta ley estaba destinada a ser,
según sus propulsores, la más innovadora y la primera de España en incluir de forma
explícita la adicción a Internet en una ley de adicciones, como la ley antitabaco y otras
leyes de drogodependencias (véase por ejemplo la edición de las Islas Baleares del diario
El Mundo, del día 20 de marzo de 2005). Efectivamente, si Internet fuera adictiva, lo
mejor que podrían hacer las autoridades sería tratar el uso de Internet de la misma
manera en que tratan el consumo de otras drogas. La ley sobre drogodependencias y
otras adicciones en las Illes Balears que se publicó finalmente en el Boletín Oficial del
Estado (Ley 4/2005, de 29 de abril) no menciona de forma explícita la adicción a
Internet, aunque sí que es verdad que deja la puerta abierta al considerar adicciones no
solo a las sustancias sino también a “instrumentos adictivos” (definidos como
“dispositivos que pueden generar dependencia psicológica”, véase artículo 2). Siguiendo
esta política de indefinición general, de la que, como veremos enseguida, no podemos

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culpabilizar exclusivamente a los políticos, no es del todo extraño que existan clínicas
como la que mostramos en la Figura 1.2, que equiparan en su web la adicción a Internet
con la de las drogas de diseño.

Figura 1.2. Página web de la Clínica Capistrano, ubicada en Palma de Mallorca y especializada en la adicción al
alcohol, a las personas e Internet, entre otras. Consulta realizada el 1 de septiembre de 2011.

1.1.2. Asociaciones profesionales y DSM-IV

Quizá el posicionamiento oficial más importante en cuanto a las repercusiones que tiene
la adicción a Internet a nivel mundial es el de las asociaciones de psiquiatras y psicólogos,
y dentro de éstas la Asociación Americana de Psiquiatría y la Asociación Americana de
Psicología, pues son éstas las que más miembros aglutinan en todo el mundo. Los
dictados de estas asociaciones son seguidos, además, muy de cerca por las asociaciones
más pequeñas de otros países, y es el DSM-IV, el manual de diagnóstico de las
enfermedades mentales editado por la Asociación Americana de Psiquiatría, el más

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utilizado a nivel global. La inclusión de una nueva categoría diagnóstica en este manual
requiere, como es lógico, un enorme consenso entre los profesionales, algo que a día de
hoy todavía no se ha logrado con respecto a la adicción a Internet. Mientras escribimos
estas líneas, ninguna de estas dos grandes asociaciones de referencia ha aceptado aún el
abuso de Internet como un tipo de adicción.

1.1.3. Psiquiatras y psicólogos ante el DSM-V

Son muchos los profesionales de la psicología y la psiquiatría que abogan por considerar
el abuso de Internet como una adicción (p. ej., Alonso-Fernández, 2003; Bai y cols.,
2001; Echeburúa, 1999; Young, 1998b). Recientemente se están debatiendo incluso
algunas propuestas (p. ej., Block, 2008) para incluir la adicción a Internet en el DSM-V,
la nueva versión del manual de diagnóstico que está preparando la Asociación Americana
de Psiquiatría. Sin embargo, también son muchos profesionales los que han presentado
buenos argumentos en contra de la inclusión de esta categoría diagnóstica en la nueva
edición del DSM. Pronto se inclinará definitivamente la balanza hacia uno u otro lado.
Mientras tanto, por nuestra parte, solo podemos recomendar prudencia pues el
hecho de que uno (o muchos) psiquiatras y psicólogos aboguen por incluir la enfermedad
en el DSM-V no significa, como se puede leer actualmente en muchos sitios, que el
“DSM-V incluirá la adicción a Internet”. Es evidente que, mientras se alcanza algún
consenso, muchas clínicas seguirán defendiendo la existencia de la adicción a Internet y
tratando muchos casos de adicción (véase, a título ilustrativo, el artículo de Bai y cols.,
2001). Sin embargo, la ciencia y las asociaciones científicas solo pueden avanzar si lo
hacen con cautela y sopesan rigurosamente todos los datos, lo que hace que a menudo su
progreso sea mucho más lento de lo que nos gustaría: al ciudadano no le queda más
remedio que tener paciencia, informarse lo mejor posible, y estar prevenido ante posibles
consejos interesados. De hecho, la propia revista de la Asociación Americana de
Psiquiatría que publica la sugerencia de Block de incluir la adicción a Internet en el
DSM-V avisa al final del artículo de que el propio Block tiene la patente de una nueva
tecnología para reducir el tiempo de uso de ordenadores. Es posible que finalmente haya
que dar la razón a Block, pero no conviene precipitarse, esperemos datos más
concluyentes.
Para bien o para mal, como decíamos, existirá pronto una respuesta oficial,
consensuada entre los principales profesionales y argumentada con más datos y
conocimiento de causa que los disponibles en la actualidad. Esto traerá por fin toda una
suerte de repercusiones legales, terapéuticas, sociales, empresariales, y educativas que se
están echando mucho en falta en la actualidad. ¿Imaginan cómo podría cambiar todo si
se decidiera que efectivamente Internet es adictivo? Por mencionar solo algunos posibles
ejemplos: ¿sería ético seguir fomentando el uso de Internet en la escuela? ¿Y en el puesto

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de trabajo? ¿Podría alguien alegar adicción si pierde el puesto de trabajo por abusar de
Internet en horario laboral? ¿Podríamos demandar a la propia empresa que nos obligaba
a pasar 8 horas al día conectados o al proveedor que nos proporciona el servicio de
Internet en casa, como ocurre con las demandas a las empresas proveedoras de tabaco
en algunos países?
¿Imaginan también cómo deberían cambiar muchas otras cosas si se confirmara
que no es adictivo? ¿Qué ocurriría con todas las clínicas que llevan años cobrando cifras
astronómicas por tratamientos para una adicción inexistente? ¿Les exigiríamos
responsabilidades? ¿Se verían obligadas a cerrar? ¿A pagar indemnizaciones? ¿Qué
ocurriría con esos jóvenes a los que se les ha dicho una y otra vez que son adictos y se
les ha dificultado su integración social o escolar? Son solo algunos ejemplos.

1.1.4. Revistas científicas

El debate y la confusión se observan todavía hoy en todos los órdenes y niveles. No son
únicamente los organismos oficiales y las asociaciones profesionales quienes debaten
sobre si considerar la adicción a Internet como un problema real o ficticio. La cuestión se
ha debatido, y se sigue debatiendo, en el único lugar en el que, si hay respuesta, la
encontraremos algún día: las revistas científicas.
La prestigiosa revista médica The Lancet publicaba ya en el año 2000 un pequeño
artículo cuyo título refleja claramente el debate que todavía hoy sigue dominando las
discusiones de los profesionales: “Internet addiction: Genuine diagnosis or not?”
(Mitchell, 2000). Lo mismo ocurre con Science, la revista científica por excelencia, que
en noviembre de 2001 publicaba el artículo “‘Behavioral’ addictions: Do they exist?”
(Holden, 2001).
Tal y como veremos a lo largo del libro es muy poca todavía la investigación
rigurosa que podemos encontrar en relación no solo con la adicción a Internet sino
incluso con los posibles efectos psicológicos de Internet en general. Es lógico que sea así,
teniendo en cuenta la juventud de la Red y la historia tan reciente a la que nos
enfrentamos. A lo largo de este capítulo, y también del libro, trataremos de exponer
aquellas investigaciones que parezcan arrojar algo más de luz sobre los problemas que
estamos debatiendo, en un intento, sobre todo, de motivar a las nuevas generaciones de
estudiantes de psicología y de psiquiatría a profundizar en estos temas con la seriedad y
el rigor científico que merecen.
Pero veamos primero a grandes rasgos cuál fue el origen del (quizá mal) llamado
síndrome de adicción a Internet: conocer su corta historia nos ayudará sin duda a
comprender mejor la investigación contemporánea, y lo que es más importante, a
desarrollar mejores y más rigurosas investigaciones en el futuro.

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1.2. El origen de la adicción a Internet

Si tenemos en cuenta que el 6 de agosto de 1991 es la fecha del nacimiento de la World


Wide Web (WWW) como un servicio público en la red Internet, y que no fue hasta el 30
de abril de 1993 que la WWW se hizo gratuita para cualquier ciudadano, y que, además,
y como es lógico, no fue hasta bastante más tarde cuando se popularizó su uso, resulta
hoy en día bastante curioso realizar una búsqueda en antiguos grupos y listas de correo
electrónico y comprobar lo mucho que se hablaba y se bromeaba sobre la adicción a
Internet entre los años 1991 y 1993. Existe incluso algún mensaje anterior al 6 de agosto
de 1991 para dejar constancia de que el origen de la adicción a Internet es incluso
anterior al nacimiento de la WWW. (Para quien desee hacer una búsqueda: durante los
primeros años la red Internet era solo una de las muchas redes que se utilizaban; por
tanto, es el término adicción a la Red, Net addiction, y no adicción a Internet, el que
podemos encontrar en los primeros mensajes.)
En aquella época, principios de los noventa, las plantillas de las universidades y
centros de investigación tenían acceso a una Internet sin WWW y con un correo
electrónico bastante primitivo (sin menús, sin documentos adjuntos, sin imágenes, sin
formato) que funcionaba por medio de una serie de comandos complicados que había
que aprenderse de memoria y teclear correctamente, así como a otra serie de servicios ya
en desuso basados en texto (gopher, finger, etc.). Era posible acceder de esta forma a
diversas bases de datos, a grupos de noticias, listas de correos, y toda otra serie de
servicios que resultaban tremendamente novedosos e interesantes para la época, aunque
al menos en España no era aún muy habitual en facultades que no fueran de ámbito
tecnológico, pues su complicado funcionamiento, y su utilización exclusiva en grandes y
costosas máquinas que solían estar ubicadas casi siempre en las facultades de informática
era realmente disuasorio para la mayoría de los profesores e investigadores de otras
facultades. La World Wide Web no se había generalizado aún. Sin embargo, ya
empezaban los primeros pobladores de la Red a estar deslumbrados con sus inmensas
posibilidades y bromeaban entre ellos sobre el peligro que tenían de volverse en adictos:
probablemente reflejaban con esas bromas la misma sensación que casi cualquier usuario
habrá podido experimentar en sus primeras incursiones en la Red.
No es, sin embargo, hasta 1995 cuando el término adicción a Internet se populariza
realmente, aunque curiosamente, sigue todavía entonces siendo una broma de esas que
dan la vuelta al mundo por correo electrónico. Proviene de un mensaje enviado por Iván
Goldberg el 16 de marzo de 1995 a unas cuantas listas de correo en las que se reunían
profesionales de la psicología y la psiquiatría. Este mensaje puede verse aún en Internet
gracias a las antiguas listas de correo electrónico y grupos de noticias recopilados por
Google Groups (es lo que tiene Internet, todo lo que escribimos queda ahí por los siglos
de los siglos; véase Cuadro 1.1). En el mensaje, Goldberg comentaba en tono irónico a
sus colegas que había descubierto un nuevo síndrome, el Síndrome de Adicción a
Internet. La gracia del mensaje estaba en que utilizaba el mismo estilo de redacción y

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estructura en la descripción de los síntomas que se utiliza en el DSM-IV. Tal vez esto
hizo que muchos pensaran que era un mensaje oficial; a otros, probablemente les
encantó la broma y también la reenviaron a sus amistades. Como ya comentábamos
anteriormente, en el DSM-IV solo se introducen nuevos síndromes cuando hay un muy
elevado consenso sobre su existencia y sus características entre los profesionales. Sin
embargo, Goldberg redactaba el mensaje como si el síndrome de adicción a Internet
hubiera sido ya aceptado y formara parte del manual, lo que también contribuyó con toda
seguridad a que muchos lo tomaran en serio sin haber siquiera consultado la fuente
original. Pero lo mejor del mensaje era la sugerencia de Goldberg de crear un grupo
virtual de ciberadictos anónimos que se reuniera en Internet para curar la adicción.
Equivalente a la creación de un grupo de alcohólicos anónimos que se reuniera todas las
tardes en el bar. No es de extrañar que la broma tuviera éxito.
Si los profesionales que había en aquel foro se dedicaron a reenviar el mensaje a
todos los foros a los que estaban suscritos porque les hizo gracia, o porque lo tomaron en
serio, o porque vieron la posibilidad de aumentar sus ingresos tratando el nuevo síndrome
de adición antes de que se decidiera su aceptación o rechazo en la siguiente edición del
DSM es algo que no podemos saber. Sin embargo, gracias a los Grupos recopilados por
Google sí podemos conocer el enorme número de foros que recibieron copias del
mensaje de Goldberg en aquellos primeros años. En la Figura 1.3 hemos representado la
evolución que siguieron estos primeros mensajes sobre adicción a Internet que nos puede
dar una buena idea del origen del término. Los mensajes enviados por Goldberg a listas
públicas y disponibles en Google a día de hoy son exactamente 13, todos ellos enviados
durante el año 1995. El primero de ellos, enviado el día 16 de marzo, lo reproducimos en
el Cuadro 1.1. Veinticinco años después, haciendo una búsqueda en Google utilizando
únicamente el idioma inglés e introduciendo únicamente el término Internet addiction
encontramos más de 20.700.000 referencias.

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Figura 1.3. Nacimiento y evolución del síndrome de adicción a Internet en las listas de correo electrónico de los
años noventa. La figura muestra el número de mensajes que contienen los términos Internet addiction o net
addiction (en color más oscuro) según búsqueda que realizamos en listas antiguas de correo electrónico
disponibles ahora en Google Groups. El primer mensaje que utiliza la expresión net addiction lo localizamos en el
mes de julio de 1991. En 2001 empieza a decrecer el número de mensajes que contienen estos términos, aunque
es muy posible que se deba a la progresiva sustitución de los grupos y listas de correo electrónico por los blogs y
otras formas de comunicación a partir de esa fecha, puesto que si realizamos una búsqueda genérica, no solo en
listas de correo, se superan las 20.700.000 referencias (solo en inglés).

Cuadro 1.1. Mensaje de Goldberg

Newsgroups: sci.psychology
From: psydoc@netcom.com (Ivan Goldberg)

Subject: Internet Addiction Support Group


Date: Thu, 16 Mar 1995 06:42:42 GMT

As the incidence and prevalence of Internet Addiction Disorder (IAD) has been increasing exponentially, a
support group. The Internet Addiction Support Group (IASG) has been established. Below are the official
criteria for the diagnosis of IAD and subscription information for the IASG.

Internet Addiction Disorder (IAD) - Diagnostic Criteria A maladaptive pattern of Internet use, leading to
clinically significant impairment or distress as manifested by three (or more) of the following,occurring at
any time in the same 12-month period:

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(I) tolerance, as defined by either of the following:
(A) A need for markedly increased amounts of time on Internet to achieve satisfaction
(B) markedly diminished effect with continued use of the same amount of time on Internet

(II) withdrawal, as manifested by either of the following


(A) the characteristic withdrawal syndrome
(1) Cessation of (or reduction) in Internet use that has been heavy and prolonged.
(2) Two (or more) of the following, developing within several days to a month after Criterion 1:
(a) psychomotor agitation
(b) anxiety
(c) obsessive thinking about what is happening on Internet
(d) fantasies or dreams about Internet
(e) voluntary or involuntary typing movements of the fingers
(3) The symptoms in Criterion B cause distress or impairment in social, occupational or other important
other area of functioning
(B) Use of Internet or a similar on-line service is engaged into relieve or avoid withdrawal symptoms
(III) Internet is often accessed more often or for longer periods of time than was intended

(IV) There is a persistent desire or unsuccessful efforts to cut down or control Internet use

(V) A great deal of time is spent in activities related to Internet use (e.g., buying Internet books, trying out
new WWW browsers, researching Internet vendors, organizing files of downloaded materials

(VI) Important social, occupational, or recreational activities are given up or reduced because of Internet
use.

(VII) Internet use is continued despite knowledge of having a persistent or recurrent physical, social,
occupational, or psychological problem that is likely to been caused or exacerbated by Internet use (sleep
deprivation, marital difficulties, lateness for early morning appointments, neglect of occupational duties,
orfeelings of abandonment in significantothers)

Subscribe to the Internet Addiction Support Group by e-mail:

Address: listserv@netcom.com
Subject: (leave blank)
Message: Subscribe Internet-addiction-support-group

- ivan -

Nota. Disponible en http://groups.google.com/groups?selm=psydocD5ItB6.DA4%40netcom.com&output=gplain

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Resulta bastante clarificador comprobar que en ese mismo año, 1995, se crearon
ya las primeras clínicas virtuales para curar a los ciberadictos: Netaddiction.com, el
Centro para la Recuperación de la Adicción a Internet, de la Dra. Kimberly Young fue
probablemente la primera, tal y como puede apreciarse en la captura de pantalla que se
muestra en la Figura 1.4. Otras clínicas virtuales donde tratar la adicción a Internet no
tardaron en proliferar. La investigación sobre estos temas no existía aún, llegaría mucho
más tarde. Es más, las primeras investigaciones publicadas sobre la adicción a Internet
vinieron, como es lógico, de la mano de aquellas primeras clínicas virtuales que vivían de
ella. La fundadora de netaddiction.com, Kimberly Young, fue quien en 1996 publicó los
primeros artículos al respecto y en 1998 el primer libro, junto con otra serie de materiales
que popularizó y comercializó rápidamente a través de su propia web (Young, 1996,
1998a, 1998b).

Figura 1.4. Página web del Centro para el Tratamiento de la Adicción a Internet, netaddiction.com, donde se
muestra que este sitio fue creado en 1995, el mismo año en que empezó a popularizarse el término por medio de
bromas de correo electrónico, y mucho antes de que la comunidad científica se interesara por investigarlo.
Consulta realizada el 1 de septiembre de 2011.

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El famoso síndrome de adicción a Internet no nace por tanto de la investigación
científica como cabría esperar, sino de una broma, y posteriormente de un negocio. Se
crean clínicas para curarlo y ellas mismas se encargan de publicar los libros y artículos
que defienden su existencia. Se trataba de algo muy novedoso y la prensa en búsqueda
de noticias sensacionalistas (véase, por ejemplo, el reportaje de A. Harmon que llegó a la
portada del The New York Times en 1998) se convierte en el mejor aliado de estas
propuestas, hasta que, muy paulatinamente, y con el paso de los años, la proliferación de
noticias sobre el tema va obligando a la psicología científica a posponer otros temas
importantes de investigación y dedicar tiempo y dinero a investigar este asunto. Todo el
proceso es muy poco común, muy diferente a como funcionan normalmente y como
deben funcionar la psicología y la psiquiatría. Que haya algo de cierto en todo ello es
muy posible. Pero si algo nos enseña esta historia es la necesidad de recuperar el
escepticismo que, como científicos, jamás debíamos haber perdido los psicólogos. Quizá
nos ayude también conocer el origen del síndrome de adicción a Internet a abordar con
mucho mayor rigor la investigación científica que la sociedad nos está demandando para
los próximos años. Quizá sea mucho menos glamuroso, quizá venda menos, pero si
queremos avanzar debemos hacerlo con rigor aunque esto nos obligue a que en ocasiones
haya que volver a empezar desde cero. Sin embargo, la única conclusión que realmente
podemos sacar de todo esto es que de momento no hay datos que indiquen que exista la
adicción a Internet. Si queremos hacer las cosas bien, habrá que tener paciencia, empezar
la casa por los cimientos, y conformarnos con ir aportando pequeños granitos de arena,
pues así es como funciona la ciencia. Y para poder ir avanzando con pequeños granitos
de arena que acabarán produciendo verdadero conocimiento en un futuro, existe una
cuestión previa, sin la cual no es posible el avance científico. Nos referimos al problema
de la terminología y las definiciones.

1.3. La importancia de las definiciones y la terminología

Quizá pueda parecer una discusión entre científicos con poco o ningún calado en la
sociedad, pero la cuestión de la terminología es una de las más prácticas y que más
urgentemente necesitamos abordar. En ciencia, si no partimos de una buena definición,
clara y consensuada por todos, y una terminología que todos interpretemos exactamente
igual, nunca sabremos de qué estamos hablando ni qué estamos investigando ni a qué se
refieren exactamente los resultados que unos y otros estamos obteniendo. Y la
información que podamos transmitir a la sociedad será igualmente confusa.
Desgraciadamente, uno de los problemas que más claramente podemos apreciar en
cuanto nos adentramos un poco en la literatura publicada sobre la adicción a Internet,
incluso sobre las adicciones en general, es que estos términos se están utilizando a
menudo de manera absolutamente laxa y ambigua. Y tanto en medios no científicos

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como en revistas científicas.
Según el DSM-IV, las adicciones están siempre producidas por sustancias químicas
que se introducen en el organismo y le causan daño. Estas sustancias químicas (alcohol,
marihuana, éxtasis, tabaco, barbitúricos) producen siempre una serie de trastornos en el
organismo; además las adicciones se intensifican con el tiempo, produciendo los
conocidos síndromes de tolerancia, dependencia y abstinencia. Éstas son sus principales
características. Cada vez generan más dependencia, la dosis que se necesita es cada vez
mayor, y, además, se producen una serie de reacciones fisiológicas cuando la droga no
está disponible; reacciones que llevan al individuo a la necesidad de conseguir una nueva
dosis, cada vez mayor. Quizá no nos guste esta definición de las adicciones pero es la
única definición sobre la que hay consenso en el momento actual. Si utilizamos el
término para decir otra cosa entonces empezaremos a no hablar de lo mismo y por tanto
a no entendernos. El caso de Internet es realmente muy diferente. La gran mayoría de la
gente utiliza Internet a diario sin que le cause ningún daño; es más, como luego veremos,
suelen ser los usuarios que menos tiempo llevan usando la Red los que tienden a hacer
un uso excesivo, pues el uso de Internet, en vez de aumentar como el de las drogas, se
normaliza con el tiempo. En la última parte del capítulo abordamos en mayor detalle
estos y otros argumentos que indican claramente que el abuso de Internet no puede ser
considerado una adicción (en el sentido de la definición de adicciones consensuada por
las principales asociaciones de psicólogos y psiquiatras); los efectos de Internet son muy
diferentes a los de las drogas. No deberíamos por tanto utilizar la misma palabra para
ambas cosas. Las drogas son adictivas en sí mismas y a toda persona o animal que las
consuma le producirán efectos similares, siempre dañinos, y siempre en aumento. Es
verdad que unas personas tienen el umbral de tolerancia a las adicciones más alto que
otras, sin embargo, a diferencia de Internet, la capacidad adictiva de las drogas es
inherente a las mismas: incluso las personas y animales más resistentes, si continúan
consumiendo la droga durante el tiempo y en la cantidad necesarios para superar su
umbral, acaban adquiriendo la adicción y consumiendo cada vez más (un buen resumen
sobre cómo se producen las adicciones a las sustancias puede encontrarse en el libro de
Gladwell, 2000). Internet, en cambio, usado en exceso, acaba cansando a la mayoría de
las personas; su uso, como veremos enseguida, no aumenta con el tiempo sino que
generalmente disminuye.
Hay quien argumenta que el verdadero problema es únicamente el uso tan
restringido de la palabra adicción que propone el DSM en entornos profesionales,
reservándola para las adicciones a las sustancias. Ciertamente, cada vez se utiliza más en
el día a día la palabra adicción para hablar de cosas como adicción a la lectura, al
deporte, la comida, la pareja o los amigos. Cualquiera que quiera echar un vistazo a las
diferentes acepciones de esta palabra no tiene más que realizar una pequeña búsqueda en
Internet y enseguida encontrará los más variopintos usos, acompañados además, muy
frecuentemente, de recomendaciones para vencer la supuesta adicción a lo que sea. El
ejemplo de la clínica privada de la Figura 1.2, ya comentado anteriormente, nos sirve
también para ilustrar esta cuestión: según consta en la captura de pantalla que

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presentamos en la figura, la clínica se especializa en alcoholismo y otras adicciones como
adicción a las personas, a Internet, al móvil, o a las drogas sintéticas o de diseño. Es
decir, el término adicción a Internet se utiliza como equivalente al de adicción a las
drogas sintéticas o de diseño, pero cuidado, porque también se utiliza como equivalente a
algo que esta clínica denomina adicción a las personas.
Seguro que existen individuos que abusan de la lectura, y si no que se lo pregunten
al pobre Don Quijote, obsesionado con las novelas de caballería. Seguro que hay otros
que dependen demasiado de su madre, ya lo dijo Freud. Pero quizá sea necesario
recordar que los amigos, la lectura, la pareja, la madre o la televisión no son, en sí
mismos, ni adictivos ni nocivos para el organismo ni para las relaciones humanas. Llega
un momento en que ni siquiera los propios psicólogos podemos creer en la existencia de
todas estas adicciones, a no ser que estemos utilizando la palabra adicción para decir algo
que nada o poco tiene que ver con las verdaderas adicciones. Es una pena, porque esta
afición a poner etiquetas y a buscar tratamientos a supuestos problemas antes de
comenzar una investigación científica para saber si existen está haciendo más mal que
bien a la psicología.
También es verdad, sin embargo, que recientemente se está imponiendo cada vez
más la utilización de la palabra adicción, de una forma muy coloquial y con una
connotación positiva, a menudo hasta cariñosa, por los aficionados a la lectura, al
deporte, o al ajedrez, para expresar lo mucho que les gusta la actividad en cuestión, de la
misma manera que los primeros moradores de Internet comentaban entre ellos que se
estaban volviendo adictos, para expresar lo mucho que disfrutaban en la Red.
La cuestión es que cuando hablamos de adicción a Internet es difícil saber dónde
nos encontramos: por una parte está la versión oficial del término adicción, consensuado
por las asociaciones profesionales, y reservado, como ya hemos visto, para las adicciones
a sustancias. Por otra parte, está la utilización amable que hacen muchos internautas de
la palabra adicción para indicar “afición a una actividad altamente gratificante”, de la
misma manera que puede un escritor reconocer sin empacho su adicción a la lectura. Por
último, también es cierto que aquellos que defienden la utilización del término adicción
para indicar dependencia de la madre, o de la comida, defenderán también el uso de la
palabra adicción para indicar uso excesivo o problemático o patológico de Internet. A la
espera de que la Academia ponga orden en este asunto, nos atrevemos a recomendar,
para evitar malentendidos y poder avanzar en la investigación, los términos uso excesivo
o uso problemático de Internet, pues lo que hoy por hoy se entiende oficialmente por
adicción no es dependencia de los amigos ni uso excesivo de la televisión, sino
dependencia de sustancias.
De hecho, uso excesivo y uso problemático de Internet son dos términos que se
encuentran cada vez con mayor frecuencia en la literatura a medida que el uso excesivo
de Internet va siendo objeto de investigación más rigurosa (p. ej., Caplan, 2002;
Demetrovics y cols., 2008; Matute, 2003a; Shapira y cols., 2003; Yellowlees y Marks,
2007). Se trata de términos mucho más neutros que el de adicción; no presuponen una
causa o interpretación del problema. Si hablamos de uso problemático o de uso excesivo

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podemos estar todos de acuerdo, incluso los que interpretan ese uso problemático como
adicción, solo que de esta forma estamos obligados a reconocer que se trata de una
interpretación teórica (y por tanto, sujeta a discusión) y no de un hecho. Admitir que es
una interpretación abre la puerta a la discusión científica y al desarrollo de nuevas
interpretaciones que habrán de ser falsadas. A modo de ejemplo, otra interpretación que
está ganando cada vez más adeptos es la que considera que se trata de un problema del
control de los impulsos, que es otra de las categorías diagnósticas que existe en el DSM-
IV y que según muchos se ajusta mucho mejor al problema del abuso de Internet que la
categoría de las adicciones. Esta y otras interpretaciones posibles, como la propuesta de
que se trata de un condicionamiento instrumental, las abordaremos al final del capítulo.
Quedémonos por el momento con la importancia de utilizar un término que describa el
problema de manera neutral, con el que podamos estar todos de acuerdo cuando lo
utilicemos, y que no esté sujeto a una interpretación, sino que nos permita discutir las
diferentes interpretaciones teóricas a la luz de la evidencia.
Por último, otro argumento importante que se suele mencionar a la hora de sugerir
el uso de términos más neutros es que la expresión adicción a Internet da a entender que
es Internet lo que es adictivo, por lo que desplaza la responsabilidad del individuo al
medio, cuando en realidad deberíamos poner el énfasis en el individuo y en el control de
sus propios impulsos. Internet no es adictiva en sí misma, ni hace ningún daño a millones
y millones de personas que la utilizan a diario en su trabajo y en su tiempo de ocio. Pero
sí hay personas que están haciendo un mal uso de Internet, o un uso exagerado o
abusivo, y se están haciendo daño. Por eso se habla a menudo de trastorno de abuso y
no es deseable suprimir por completo el uso de Internet ni se recomienda en absoluto la
abstinencia.
Estas personas necesitan aprender a utilizar correctamente la Red de manera
provechosa. Esto puede requerir en algunos casos atención psicológica si la persona no es
capaz de modificar por sí misma el uso que está haciendo de Internet. Pero saber que el
problema no es que la Red sea adictiva, sino que está en su mano el aprender a utilizarla
adecuadamente, puede ser el primer paso para que esa persona empiece a poner los
medios necesarios para modificar su comportamiento.
Habrá quien, a pesar de todo, siga defendiendo el uso de la palabra adicción para
todas estas situaciones recién descritas, y lógicamente no podemos nosotros desde aquí
predecir cómo acabará utilizándose el término en el futuro. Lo que sí es claro es que si
acaba triunfando el uso de la palabra adicción para decir afición al deporte o dependencia
de los amigos, entonces habrá que buscar una nueva palabra para las adicciones a las
sustancias. Trivializar el diagnóstico de las verdaderas adicciones haciendo ver a diario a
niños y adolescentes a través de la prensa, televisión o Internet que la adicción a la
heroína o al alcohol o a las drogas de diseño es como quien abusa de Internet puede
resultar peligroso.

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1.4. El problema de la medida de la adicción a Internet

Si antes decíamos que la definición es importante para poder saber si estamos hablando
de lo mismo y poder avanzar así en la investigación, más importante si cabe es el
problema de la medición. Ya desde las primeras publicaciones sobre la adicción a Internet
se hizo evidente la necesidad de desarrollar una forma adecuada de medirla, pues en
realidad, en la forma de medir y diagnosticar una nueva enfermedad va implícita su
definición y su posible existencia, por no mencionar que sin una adecuada herramienta de
medición es imposible hacer investigación cuantitativa y experimental.
Si recordamos aquella broma sobre la adicción a Internet enviada por Ivan
Goldberg al foro de psicólogos y psiquiatras (véase Cuadro 1.1), la característica
principal del mensaje, y posiblemente la razón por la que fue tomado tan en serio por
muchos, era que había adaptado los criterios de diagnóstico y medición de la adicción a
las sustancias, publicados en el DSM-IV, para el diagnóstico y medición del nuevo
síndrome de adicción a Internet. Aquellos fueron los primeros criterios diagnósticos, y
quizá por eso su mensaje dio la vuelta al mundo. También Young en su primer artículo
en 1996 propuso unos criterios diagnósticos basados en la propuesta de Goldberg de
adaptar los criterios de adicción a las sustancias del DSM-IV a la adicción a Internet.
Brenner (1997), en aquella misma época, asumió también un criterio diagnóstico
equivalente al de la adicción a sustancias y publicó incluso un cuestionario para poder
medir el uso excesivo de Internet en términos de adicción. Pronto, sin embargo, publicó
Young (1998b) otro artículo en el que prefirió cambiar el enfoque y equipararlo a los
criterios diagnósticos de la ludopatía (juego patológico), publicando entonces un sencillo
cuestionario que consta únicamente de 8 ítems: si reciben una respuesta afirmativa más
de 5 ítems, el usuario es clasificado como adicto a Internet. Este cuestionario de 8 ítems
se encuentra hoy en día copiado y traducido en prácticamente todos los sitios web que
hablan de la adicción a Internet y es sin duda el más utilizado por los internautas, pues les
permite conocer por sí mismos y en un par de minutos su grado de adicción. Según la
investigación realizada recientemente por Demetrovics y colaboradores (2008), ni el
cuestionario de Brenner ni el cuestionario de Young de 8 ítems han sido nunca puestos a
prueba en una investigación sistemática. No podemos por tanto fiarnos de estos
cuestionarios ni utilizarlos en la práctica profesional, tienen la misma validez que el
horóscopo. Sería necesario para poder utilizarlos disponer de datos sobre su fiabilidad y
validez, y estos solo pueden obtenerse tras investigaciones muy rigurosas.
El que sí se ha puesto a prueba ha sido otro cuestionario de Young (1998a), de 20
ítems, que utiliza tanto criterios de adicción a las sustancias como criterios de juego
patológico (en el sitio web lasdrogas.info se ofrecen ambos cuestionarios, el de 8 ítems y
el de 20, ambos traducidos al español). Una investigación reciente realizada por
Widyanto y McMurran (2004) indica que este cuestionario de 20 ítems muestra una
adecuada consistencia interna. También ha sido investigado recientemente por Chang y
Law (2008), por medio de un análisis factorial confirmatorio. Estos autores extrajeron

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tres dimensiones: problemas sociales, utilización del tiempo, y evasión de la realidad.
Pero por desgracia son quizá demasiados los cuestionarios que se han ido publicando en
estos últimos años y los factores obtenidos en cada estudio suelen ser diferentes (véase
por ejemplo, Beard, 2005; Caplan, 2002; de Gracia y cols., 2002; Demetrovics y cols.,
2008). El consenso obtenido es escaso, y el número de estudios que investigan y analizan
los cuestionarios ya existentes es pequeño, por lo que a menudo los diferentes estudios
proporcionan datos que difícilmente pueden compararse e integrarse con lo publicado
anteriormente, por lo que en general no aportan nuevo conocimiento. Según Demetrovics
y colaboradores (2008), lo que realmente hace falta en el momento actual es crear un
cuestionario “que sea apropiado para medir los problemas asociados al uso de Internet y
que pueda ser utilizado posteriormente como herramienta diagnóstica, sirviendo para
identificar los componentes del uso problemático de Internet” (p. 564).
Con todo esto en mente, estos autores han publicado el PIUQ (“Problematic
Internet Use Questionnaire”), un cuestionario construido a partir del propio cuestionario
de 20 ítems de Young. Realizando las modificaciones oportunas a este último, el PIUQ
arroja algunos resultados interesantes que parece que empiezan a fortalecer algunas de
las conclusiones que existían en los trabajos previos sobre la adicción a Internet y que
comentaremos con mayor detalle en los próximos apartados: son las relaciones online una
de las actividades que más problemas causa; los problemas se dan sobre todo en los
usuarios noveles, y las horas que el individuo pasa en Internet son también un gran
predictor de problemas (siempre que esas horas no sean de trabajo). Finalizan
Demetrovics y colaboradores su informe indicando que el cuestionario que han
desarrollado ha probado ser una buena herramienta para medir problemas asociados al
uso de Internet. Este test ha mostrado según los autores una buena consistencia interna y
una adecuada fiabilidad testretest. Quizá convenga mencionar, no obstante, que los
cuestionarios (o las herramientas de medida, en general) no sirven para confirmar
relaciones de causaefecto; un cuestionario puede indicar qué usuarios tienen más
problemas en Internet, o cuáles son los problemas más habituales, pero nunca nos servirá
para poder saber si tienen más problemas porque usan más Internet o si usan más
Internet porque son más problemáticos. Para poder decir que Internet produce adicción,
o para averiguar otras relaciones de causa-efecto en las que podamos estar interesados
respecto a este u otros problemas, se precisa la intervención (manipulación y control), es
decir, necesitaríamos utilizar el método experimental. De este tema nos ocuparemos más
a fondo en el siguiente capítulo. Por el momento probablemente sea suficiente con
indicar que este cuestionario necesita aún mucha investigación adicional pero es,
probablemente, el primero en ser objeto de una investigación rigurosa, y parece que
puede llegar a ser una herramienta útil. Es importante destacar que los resultados que
presenta coinciden con la investigación previa realizada por Widyanto y McMurran
(2004) sobre el test de Young (1998a) y que los complementa. Pero una cuestión muy
importante es que las pruebas del cuestionario con muestras representativas de la
población general y con información obtenida offline están comenzando ahora, por lo
que habrá que esperar un tiempo para disponer de unos resultados más concluyentes. En

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cualquier caso este cuestionario desarrollado por Demetrovics y colaboradores sí parece
ser una de las herramientas más prometedoras de las desarrolladas hasta la fecha, se
apoya sobre investigaciones anteriores y valida algunas de las conclusiones ya obtenidas.
A pesar de todo, quienes escribimos estas páginas no podemos sino finalizar este
apartado dedicado a la medida de la adicción a Internet preguntándonos si no se trata,
después de todo, de una cuestión circular: si no existe la adicción a Internet no importa
mucho cómo la midamos, ni tiene sentido desarrollar tantos cuestionarios. Por otra parte,
el hecho de que exista o no, como ya hemos visto, depende, en gran medida, de cómo de
laxa queramos hacer la definición de las adicciones. Por tanto, si desarrollamos un
cuestionario que mida “adicción” y la adicción la definimos como “lo que mide mi
cuestionario” entonces la adicción a Internet existe, sin duda. Algo falla.

1.5. Las cifras: el carácter incipiente de la investigación

Suele ser importante al hablar de una enfermedad saber a cuántas personas afecta. La
incidencia de una enfermedad es la tasa de nuevos casos en un periodo de tiempo
determinado; la prevalencia de la enfermedad es la proporción de la población que se
considera caso clínico durante ese periodo de tiempo. En el caso de la adicción o el
abuso de Internet va a ser difícil averiguarlo, al menos por el momento. Como indican
Yellowlees y Marks (2007) casi todos los datos sobre la incidencia y prevalencia de la
adicción provienen precisamente de los que defienden su existencia, incluso a menudo de
los propietarios de las clínicas virtuales que se dedican a tratarla, por lo que en principio
estamos ante datos poco fiables. Si además tenemos en cuenta que generalmente se trata
de estudios muy pobres metodológicamente hablando, meras encuestas colocadas en la
Red, en la mayoría de los casos, probablemente se tratará de datos un tanto sesgados
hacia el grupo de personas que tienden a hacer un uso excesivo de Internet. Es bastante
razonable pensar que se trata de encuestas que difícilmente reflejarán la realidad de todas
las personas que tienen y utilizan Internet de manera habitual, incluso ocasional. A esto
hay que añadir que, como ya comentamos en la sección anterior, sigue sin haber un
consenso en cuanto a cómo definir la adicción a Internet o cómo medirla, por lo que es
difícil saber qué reflejan exactamente los datos (véase también Byun y cols., 2009).
La incidencia y prevalencia de la adicción a Internet varía, en cualquier caso, según
la fuente que consultemos. Encontramos datos que van desde un 3,5% de los usuarios
clasificados como adictos hasta un 18% clasificados como posibles adictos (Whang y
cols., 2003), pasando por el 6% de los estudiantes universitarios de Taiwan que son
adictos según Chou y Hsiao (2000) o el 8,8% de usuarios que son adictos en nuestro
país, según se indica en el sitio web lasdrogas.info (véase Figura 1.1), hasta llegar al 66%
de internautas que, según Young (1998b) son adictos. El propio Block (2008),
responsable de la ponencia que comentábamos anteriormente para incluir la adicción a

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Internet en el DSM-V, reconoce que en Estados Unidos faltan datos sobre la verdadera
incidencia de la adicción, y presenta sin embargo datos del Gobierno de Corea del Sur y
del Gobierno chino, que son, en principio, algunos de los países más afectados por el
abuso de Internet: el 13,7% de los adolescentes chinos serían adictos, así como el 2,1%
de los surcoreanos menores de 19 años. Las cifras son escalofriantes pero siguen
bailando. Además, estos últimos datos son datos presentados en congresos a los que no
hemos tenido acceso, excepto a través del resumen de Block, y que no están siquiera
publicados en revistas científicas, por lo que desconocemos cuál puede ser su fiabilidad.
No obstante lo citamos por formar parte de la argumentación presentada oficialmente por
Block ante la Asociación Americana de Psiquiatría para que se considere la inclusión de
la adicción a Internet en el DSM-V.
Es tan incipiente aún el estado de la investigación en este tema que un solo dato
debería bastar para comprender que efectivamente sabemos muy poco aún: la revista
Computers in Human Behavior, una de las más importantes en este campo, publicó en
2008, un meta-análisis de toda la investigación cualitativa publicada entre los años 1996-
2006 sobre la adicción a Internet (Douglas y cols., 2008). Con este meta-análisis
pretenden los autores reflejar el estado de la investigación sobre adicción a Internet. Es
de destacar que hayan decidido centrarse en la investigación cualitativa, que normalmente
no permite llegar a conclusiones tan claras como las de la investigación cuantitativa, a no
ser que nos encontremos aún en un campo de estudio muy preliminar, en el que todavía
hay que clarificar y describir muchas cosas. Este es, de hecho, el planteamiento de los
autores del estudio, que indican la necesidad de realizar un meta-análisis cualitativo como
medio para lograr la integración de los resultados de investigaciones previas en “un nivel
más abstracto, a través de un proceso de traducción y síntesis, identificación de
consenso, desarrollo de hipótesis, e investigación de las contradicciones en los patrones
de los diferentes estudios [previos]” (Zimmer, 2006, p. 1; citado por Douglas y cols.,
2008). Efectivamente se trata de un primer paso realmente importante que hace posible
la posterior teorización a niveles más abstractos, con el consiguiente desarrollo de
hipótesis cuantitativas y falsación de las mismas.
Veamos, por tanto, en un poco más de detalle, este estudio. El primer dato que nos
sorprende es que la búsqueda que realizaron en las bases de datos de literatura científica
arrojó únicamente 140 artículos en total sobre adicción a Internet y temas relacionados
(tales como web addiction, problematic Internet use, y otros términos similares). Solo
140 artículos científicos sobre el tema fueron el resultado inicial de la búsqueda. A partir
de ahí, los investigadores eliminaron todos aquellos que eran cuantitativos así como las
investigaciones cualitativas que no cumplían una serie de requisitos. Mantuvieron en el
estudio únicamente aquellos trabajos cualitativos (a) que habían sido publicados en una
revista que garantizara que el artículo había sido revisado por otros investigadores antes
de publicarse, y (b) que hubieran obtenido los resultados a partir de técnicas tales como
la observación, la entrevista en profundidad, y otras técnicas cualitativas. La muestra
final estuvo compuesta únicamente por 10 artículos. Es por tanto a partir de solo 10
estudios, elaborados cada uno de ellos a partir de unas pocas entrevistas con unos pocos

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internautas, que se realiza el metaanálisis sobre la investigación cualitativa de la adicción
a Internet publicada por Douglas y colaboradores en 2008. Esto debería darnos una idea
bastante clara del estado actual y de la provisionalidad de todos los datos que podamos
encontrar sobre adición a Internet. Según Douglas y sus colaboradores el objetivo de
estos estudios cualitativos no es, en ningún caso, el de generalizar a toda una población a
partir de la entrevista en profundidad con uno o unos pocos individuos, sino proporcionar
ideas para, a partir de ahí, desarrollar hipótesis y teorías que más adelante habrán de ser
puestas a prueba en una investigación cuantitativa. A continuación resaltaremos algunas
de las conclusiones a las que llegaron estos autores, pero antes trataremos de definir un
poco mejor nuestros términos.

1.6. Problemas asociados al uso de Internet

Como ya hemos indicado anteriormente, uno de los datos que mejor refleja el cambio de
mentalidad que está teniendo lugar en la investigación que se realiza sobre estos temas,
con un mucho mayor predominio en la actualidad de escepticismo científico y de
investigación rigurosa frente al sensacionalismo, es el hecho de que en lugar de la
expresión “adicción a Internet” que se hizo famosa en la década de los noventa, se
utilizan en la literatura científica términos mucho más cautos, y libres de preconcepción
diagnóstica, como son “abuso de Internet”, “uso problemático” o “uso excesivo” de
Internet (p. ej., Caplan, 2002; Demetrovics y cols., 2008; Shapira y cols., 2003;
Yellowlees y Marks, 2007), lo que facilita el desarrollo de programas de investigación
mucho más neutrales y abiertos a la contrastación de las diferentes hipótesis y propuestas
teóricas que puedan surgir, basadas, ahora sí, en general, en la evidencia empírica.
Recordemos, además, que una de las principales razones por las que muchos
profesionales son contrarios a utilizar la expresión adicción a Internet es que este
diagnóstico podría enmascarar el verdadero problema del paciente. A modo de ejemplo,
una persona con problemas del control de los impulsos, o con algún tipo de desviación
sexual, que estuviera haciendo un uso excesivo de Internet y acudiera a terapia podría ser
diagnosticada como adicta a Internet quedando su problema real en un segundo plano.
Otros muchos problemas, algunos tan comunes como puede ser una deficiente
comunicación con la familia o una simple dificultad de concentración o de hábitos de
estudio podrían hacer que una persona invierta en Internet más horas de las que desea. Si
esto se diagnostica como adicción a Internet, el verdadero problema queda oculto.
Además, está también cada vez más asumido otro de los problemas que hemos
venido comentando en las páginas previas, a saber, que en la gran mayoría de los casos
no conocemos cuál es la causa y cuál el efecto. La expresión “adicción a Internet” es una
expresión muy sesgada que hace suponer que la Red tiene propiedades adictivas y es la
causa de los problemas del internauta. Sin embargo, no conocemos un solo estudio que

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haya demostrado tal direccionalidad causal. Incluso los estudios que puedan mostrar una
asociación entre el uso de Internet y, pongamos por caso, la depresión, no pueden
mostrar que la depresión sea debida a Internet, sino que podrían estar mostrando
igualmente que una depresión previa del internauta ha podido llevarle a refugiarse en
Internet. Por esta razón hoy en día ya casi ningún investigador dirá tampoco “problemas
causados por el uso de Internet” sino, simplemente, “problemas asociados al uso de
Internet”.
Evidentemente no siempre se hace de esta forma, y a menudo puede ser
interesante hipotetizar relaciones causales, pero cuando esto ocurre hay que tomar esta
información como lo que es: una hipótesis de trabajo. Así lo proponen Douglas y sus
colaboradores (2008) en el meta-análisis de estudios cualitativos que comentábamos
anteriormente. Según su propuesta, los antecedentes de la adicción a Internet son la
soledad y el aislamiento, así como la baja autoestima. Los síntomas son el excesivo
tiempo que pasan los adictos online y la negación del problema, además de mal humor e
irritación cuando están desconectados. Por último los efectos negativos que produce el
abuso de Internet incluyen problemas de estudios, de trabajo, interpersonales,
financieros, o físicos, según estos autores. La distinción que hacen estos autores entre
antecedentes, síntomas, y efectos negativos, puede ser muy útil a la hora de planificar
investigaciones cuantitativas de más calado, pero recordemos que se trata de un estudio
cualitativo, cuyo objetivo es el de proporcionar ideas e hipótesis a partir de la
observación y las entrevistas realizadas a unos pocos internautas; ideas que
posteriormente es necesario contrastar empíricamente. A modo de ejemplo, la sugerencia
que hacen de que la soledad es un antecedente y no un efecto del abuso de Internet es
contraria al estudio cuantitativo que publicaron en su momento Kraut y colaboradores
(1998) al indicar, en uno de los primeros estudios y que más repercusiones tuvo sobre los
efectos de Internet, que Internet produce soledad y aislamiento. La metodología de este
último estudio, sin embargo, ha sido objeto de numerosas críticas que discutiremos en el
siguiente capítulo, por lo que sus conclusiones no invalidan en principio la hipótesis
propuesta por Douglas y sus colegas.
Pero tratando de ceñirnos por tanto al mucho mayor consenso que podemos hallar
cuando hablamos de problemas asociados al abuso de Internet, diversos autores han
mostrado que las personas que abusan de Internet suelen ser personas deprimidas, con
baja autoestima, introvertidas, solitarias, y tímidas (Amichai-Hamburger, y Ben-Artzi,
2003; Chak, y Leung, 2004; Whang, y cols., 2003; Yuen y Lavin, 2004). Se sabe
también que suelen tener problemas en sus relaciones personales, familiares y de pareja
(Kraut y cols., 1998; Lin y Tsai, 2002; Young, 1998b) acusan por lo general falta de
sueño, tienen problemas con los estudios o el trabajo, y a menudo muestran desórdenes
en las comidas (Chang y Law, 2008; Young, 1998b). Depresión, ansiedad social y
adicción a las sustancias son algunos más de los problemas generalmente asociados al
abuso de Internet (Bai y cols., 2001; Kraut y cols. 1998; Shapira y cols., 2000; Whang y
cols., 2003). Curiosamente, no siempre se ha hipotetizado como necesaria una adicción,
o un uso excesivo de Internet, para la aparición de estos trastornos, sino que a menudo

34
ha sido el mero uso de Internet lo que se ha relacionado con ellos (p. ej., Kraut y cols.,
1998). Por tanto, al no tratarse de problemas asociados exclusivamente a una posible
adicción o abuso de Internet, la investigación sobre los efectos psicológicos del uso de
Internet la abordaremos también en el siguiente capítulo.

1.7. Necesidad de relación social

Los estudios meramente descriptivos sobre las actividades que realizan en la Red los
supuestos adictos cuando están conectados pueden aportar también bastante luz, pues
nos permiten saber, como primer paso, a quiénes califica la literatura psicológica como
adictos o como individuos que abusan de Internet. En general lo que buscan en Internet
estas personas es mera comunicación social. Son las actividades de relación interpersonal
las que más se asocian a lo que se ha venido a llamar generalmente adicción a Internet.
Según Young (1998b), las actividades preferidas de los adictos son los chats, los juegos
online y otros servicios interactivos. En esto coinciden también Douglas y colaboradores
(2008) que afirman que los adictos juegan, socializan e intercambian ideas en los chats,
foros, blogs y juegos online. Todo lo que requiera interacción social se convierte en
actividad adictiva, siendo el desarrollo de relaciones virtuales, el cibersexo, todas las
formas de comunicación instantánea, así como las apuestas, las actividades que más
autores indican como adictivas (Demetrovics y cols., 2008; Young 1998a, 1998b;
Griffiths, 2000; Kraut y cols., 1998; Ng y Wiemer-Hastings, 2005; Quayle y Taylor,
2003). Es más, cuando hablamos de uso problemático o uso excesivo de Internet, se ha
observado también que el tiempo de uso de Internet como medio de trabajo no es
relevante. Es el uso de Internet como medio de ocio y de relación social lo que es un
factor asociado a problemas (Demetrovics y cols., 2008).
Pero volviendo al escepticismo científico en el que creemos necesario insistir una y
otra vez dada la falta de rigurosidad que tradicionalmente ha acompañado al estudio de la
adicción a Internet, deberíamos al menos hacernos algunas preguntas: si no estuvieran
estos supuestos adictos comunicándose a través de Internet sino en una cafetería o en un
parque, ¿llamaríamos también adictas a las personas que buscan comunicación personal,
entretenimiento y juegos con otros usuarios? ¿Quizá más que un problema de adicción
deberíamos decir que tienen necesidad de relación social y tiempo para ella?
Posiblemente, la enorme capacidad de gratificación social inmediata que
encontramos en la Red contribuye a crear esa sensación de dependencia. La persona que
publica algo en un blog o en un foro, o que manda un mensaje a sus amistades, es lógico
que desee saber lo antes posible qué reacciones ha causado su mensaje. Tal y como ya
hemos mostrado en otro lugar, influyen innumerables factores, como la capacidad de
llegar a quien no se puede llegar de otra manera, la capacidad de influir en la toma de
decisiones importantes creando opinión, pero sobre todo, el poder recibir de manera

35
inmediata el apoyo de tanta gente. Este apoyo social recibido de manera inmediata es una
elevada recompensa para lo que, al menos en principio, parece tener un coste muy bajo:
publicar la propia opinión y estar pendiente de posibles respuestas (Matute, 2003a). Un
ejemplo bien claro lo tenemos en el sistema de recompensa en forma de karma que
utilizan algunas de las webs de mayor éxito, como Menéame, en las que se observa cómo
el karma, una especie de moneda, hace que la gente modifique incluso sus opiniones para
amoldarse a lo que más beneficios producirá. Se trata de una aplicación muy directa de
los principios de aprendizaje y de modificación de conducta (p. ej., Domjan, 2003;
Martin y Pear, 2007; Skinner, 1953): cuanto más tangible, clara e inmediata sea la
recompensa, más hábito producirá. Los foros antiguamente se hicieron populares por la
inmediatez de la recompensa; lo mismo ocurrió con el correo electrónico, la mensajería
instantánea y los blogs. El sistema karma ha añadido a esa inmediatez de la recompensa
la posibilidad de hacerla tangible y cuantificable aunque sea virtual. El éxito está
asegurado.
En este sentido, Demetrovics y colaboradores (2008) insisten también en el mayor
peligro de los chats precisamente por su mayor capacidad de proporcionar gratificación
inmediata. Así como el correo electrónico comparado con el correo tradicional ofrece una
capacidad de recompensa mucho más rápida, si lo comparamos con los chats se
convierte en una actividad muy lenta, y es sabido que la cercanía temporal entre una
conducta y la consecuencia que de ella se sigue es una de las variables que más influyen
en la creación de hábitos (p. ej., Dickinson 1985; Skinner, 1953). Tal y como veremos
más adelante, es fácil crear hábitos condicionados cuando la conducta va seguida de
manera inmediata por la recompensa. En esos casos, y sabiendo que es esto lo que está
ocurriendo, también será relativamente sencillo romper el hábito, con un pequeño
esfuerzo: la mera sustitución del chat por el correo electrónico añadirá demora a la
recompensa, con lo que el hábito disminuirá. Cuantas más medidas adoptemos para
demorar más aún la recompensa y lograr que sea menos tangible más disminuirá la
necesidad de conectarse. En las últimas páginas del capítulo nos centraremos en las
estrategias de solución que más claramente se derivan de la investigación sobre la
adquisición y mantenimiento de hábitos y resumiremos brevemente lo que a nuestro
juicio serían las mejores formas de reducir el abuso de Internet.
En cualquier caso, e independientemente de que se trate de un problema de
adicción o de necesidad de relación social sí que es verdad que hay personas que acaban
invirtiendo en estas actividades mucho más tiempo del que quisieran. Si esto acaba
interfiriendo con otras facetas de su vida, su afición por la comunicación online puede en
algunos casos acabar convirtiéndose en un verdadero problema que no debemos
menospreciar. Y en ese caso, decir que charlar es adictivo, o que el medio que utilizan
para charlar lo es, podría no ser la mejor forma de orientar el problema.

1.8. Sexo, juegos y control de los impulsos

36
Todo esto ha llevado a muchos autores a afirmar que lo peligroso no es Internet, sino
algunas de las actividades que la gente realiza en Internet, como pueden ser por ejemplo
los chats. Es más, muchos de estos comportamientos compulsivos, y muy especialmente
los más peligrosos, son actividades que se realizan igualmente fuera de Internet y ya
disponen de categorías diagnósticas y procedimientos terapéuticos, por lo que no
tenemos necesidad de catalogarlos como casos especiales cuando la actividad se realiza a
través de Internet. Hablamos de los comportamientos compulsivos asociados con las
compras, el juego o el sexo, por lo que muchos autores hablan de un problema del
control de impulsos antes que de adicción (p. ej., Yellowlee y Marks, 2007; Tsai y Lin,
2003). El tratamiento de las conductas compulsivas debería ser el mismo tanto si ocurren
en Internet como fuera de Internet.
Vemos por tanto, que incluso aunque decidamos que no es adicción convendría
distinguir entre lo que puede ser el uso abusivo de Internet, por sí mismo, y el uso
abusivo de algún aspecto concreto de Internet (sexo, juego, compras, chats). El problema
es muy diferente según en qué esté invirtiendo el internauta su tiempo (p. ej., Davis,
2001). Es más, quizá no tiene nada que ver el hecho de que una persona pase mucho
tiempo charlando (esto quizá pueda indicar soledad más que adicción), con el hecho de
que pase mucho tiempo en juegos online (podría quizás indicar necesidad de evasión y
entretenimiento; quizá problemas más serios) con el hecho de que pase muchas horas en
sitios de contenido sexual (podría indicar desde una mera necesidad de entretenimiento o
de evasión hasta una profunda insatisfacción sexual). Meerkerk y sus colegas (2006) van
incluso más allá al indicar que al final todo es una cuestión de sexo: según ellos es posible
incluso, si conocemos que un individuo hace un uso excesivo del sexo virtual en un
momento dado, predecir que un año más tarde será un “adicto a Internet”. A una
conclusión similar llegan Chang y Law (2008) cuando encuentran que los mayores
niveles de abuso de Internet se dan entre las personas que se involucran en relaciones
virtuales, así como en las que se dedican a las apuestas y el juego online (véase también
Li y Chung, 2006).
Al hablar de los juegos, además, debemos probablemente hacer una distinción
entre lo que son los tradicionales juegos de apuestas y el desarrollo de ludopatías, tanto
en casinos reales como virtuales, y lo que son los juegos como entretenimiento, los
tradicionales videojuegos, que en los últimos años están siendo objeto de un enorme
auge, dadas las posibilidades que hoy en día incorporan para jugar en red, junto con
otros usuarios. Se trata de una actividad de mero entretenimiento que, sin embargo,
muchos insisten en etiquetar como adictiva. Así como Internet parece cada vez más claro
que es un mero medio de comunicación, de ocio, de trabajo, sin características adictivas
de ningún tipo, hay estudios que indican que las posibles propiedades adictivas de los
juegos online habría que considerarlas un poco más en serio, pues es verdad que el uso
de juegos online se está observando que va asociado a la liberación de determinadas
sustancias en el cerebro que provocan sensaciones placenteras (p. ej., dopamina; véase
Mitchell, 2000; Yellowlees y Marks, 2007). Desde ese punto de vista, podríamos decir
que quizá los videojuegos sí que tienen algún componente que puede motivar al individuo

37
a volver una y otra vez en busca de esas reacciones fisiológicas agradables. Las
adicciones, sin embargo, debemos matizar una vez más que son algo más que eso. Si
solo fuera necesario para definir una adicción el ver que se produce una reacción
placentera que el individuo busca y persigue una y otra vez, nos encontraríamos con que
otras muchas cosas son también adictivas (la pareja, el sexo –tanto real como virtual–, el
cacao, el azúcar, el perfume, las amistades, la comida, la música, por poner solo algunos
ejemplos).
No obstante, diversos autores están incidiendo en la similitud de este patrón
producido por los videojuegos, el sexo, las compras, los casinos, con el que se produce,
como decíamos, en otra categoría diagnóstica, diferente de las adicciones, llamada en el
DSM-IV problemas del control de los impulsos. En esta categoría se engloban todas
aquellas situaciones en que un individuo no es capaz de controlar sus impulsos, tales
como las compras compulsivas, la cleptomanía, o el comer en exceso y de forma
descontrolada: todas estas actividades parece que actúan a través de patrones
dopaminérgicos. Algunas de estas actividades se pueden realizar también en Internet,
pero esto sugeriría, una vez más, que no es que Internet produzca estos efectos, sino que
el embarcarse en actividades tales como el juego o las compras compulsivas podrían
resultar muy gratificantes a nivel cerebral debido al mecanismo de acción de la dopamina,
lo cual podría producir problemas del control de los impulsos (véase Yellowlees y Marks,
2007).

1.9. Propuesta de clasificación y posibles soluciones

Se han propuesto todo tipo de tratamientos, desde los más convencionales, basados en la
terapia cognitivo-conductual (Davis, 2001; Orzack, y Orzack, 1999), pasando por la
mejora de la educación y las campañas informativas sobre el uso adecuado de Internet
(Matute, 2003a), hasta los tratamientos farmacológicos (Shapira y cols., 2000). Como el
lector habrá podido ya intuir, aquí abogaremos por el uso cauto y racional de las posibles
soluciones, teniendo muy en cuenta el estado absolutamente incipiente de la investigación
en el ámbito de la adicción a Internet, la falta de consenso sobre cómo se define o en qué
consiste o cómo medirla, incluso la falta de estudios clínicos que hayan mostrado la
eficacia de algún tratamiento (véase, por ejemplo, Chou y cols., 2005).
Son muchos los autores que opinan que la gran mayoría de las personas con
problemas de abuso de Internet no están tan mal como para requerir atención
psicológica, y pueden solucionar por sí mismas el problema, que normalmente es
pasajero (Demetrovics y cols., 2008; Griffiths, 2000; Matute, 2001; 2003a). Teniendo en
cuenta además que muchos usuarios pueden ser reacios a iniciar una terapia psicológica,
y que numerosos autores coinciden en afirmar que no es necesaria en la gran mayoría de
los casos, nuestra recomendación será por tanto comenzar de la manera más sencilla y

38
menos traumática posible para el individuo: buscando la mejora en la información y
educación sobre estos problemas así como el autotratamiento informado siempre que sea
posible (estadio conocido en terapia cognitivo-conductual como psicoeducación). Para
ello indicaremos una serie de pautas sencillas a continuación, que pueden seguirse en un
primer momento por el propio usuario desde su domicilio, aunque en ocasiones puede ser
conveniente el apoyo del profesional, especialmente en casos de niños y adolescentes que
necesiten ayuda para llevar a la práctica las ideas que aquí planteamos. Solo en aquellos
casos en los que nada de esto funcione recomendaríamos la terapia psicológica
propiamente dicha. Y por supuesto recomendaríamos en esos casos una terapia en
persona, nunca una terapia online que haga aumentar las horas de conexión para poder
asistir a grupos virtuales de ciberadictos anónimos. De hecho, la abstinencia inicial suele
ser muy recomendada. A continuación planteamos por tanto las diferentes tipologías con
las que podemos encontrarnos, así como nuestra recomendación para cada una de ellas.
Empezaremos por los casos más habituales y menos problemáticos.

1.9.1. Internautas noveles

Existen muchísimos datos, tanto conductuales como neurológicos, que indican que el
deseo de buscar experiencias nuevas y desconocidas es una tendencia fundamental tanto
en la especie humana como en otras especies animales. Parece, además, que tiene un
gran valor de supervivencia, pues al elegir la opción más novedosa por lo general se
incrementan las probabilidades de encontrar recompensas importantes. Esto hace que
todos nosotros hayamos desarrollado evolutivamente la preferencia por explorar sitios
nuevos (véase p. ej., Wittmann y cols., 2008). En la misma línea, es curioso cómo,
siendo la comida y las drogas algunos de los estímulos que más eficazmente activan las
áreas cerebrales del placer, se ha observado que esto puede ser alterado si manipulamos
su predictibilidad: cuanto más novedoso e impredecible sea algo, mayor será la respuesta
de placer que provocará, incluso a nivel cerebral (Berns y cols., 2001).
Por tanto, y como ya hemos comentado con anterioridad, es muy importante tener
en cuenta que, uno de los datos mejor conocidos sobre el abuso de Internet es que son
precisamente las personas que menos tiempo llevan utilizando la Red las que más
fácilmente pueden tener problemas de uso excesivo, y las que con mayor frecuencia han
sido clasificadas como adictas. Todas las investigaciones que hemos revisado sobre el
tema coinciden en afirmar que el tiempo online es un factor crítico, siendo los usuarios
más expertos los menos adictos; es decir, el uso de Internet se normaliza con el tiempo
(Demetrovics y cols., 2008; Douglas y cols., 2008; Griffiths, 2000; Kraut y cols., 2002;
Young, 1998b). En la Figura 1.5 se muestran datos de Young (1998b), uno de los
primeros estudios que levantó la voz de alarma sobre el peligro de Internet para los recién
llegados. Sin embargo, como ya hemos comentado anteriormente, este dato es

39
precisamente uno de los que más claramente indica que no se trata de una adicción
(véase Matute, 2003a). Las adicciones no se curan solas, sino que normalmente
aumentan con el tiempo. Realmente, es como si dijéramos que aquellos que llevan menos
años drogándose son los más adictos. No tiene sentido. Si a un alcohólico le decimos que
cuanto más tiempo siga bebiendo más probabilidades habrá de que se su adicción deje de
ser un problema pensará que no sabemos lo que es una adicción.
Un dato muy relacionado con éste y que también ha sido verificado en numerosos
estudios y con el que debemos además tener especial cuidado indica que son los niños y
adolescentes, es decir, los que menos tiempo llevan en la Red y están aún explorándola,
los más proclives a desarrollar la supuesta adicción, aunque quizá convenga también
añadir que se trata de un problema que se pasa con la edad o con el tiempo de uso de
Internet (Chou y cols., 2005; Demetrovics y cols., 2008; Tsai y Lin, 2003). Sin embargo,
una vez más, este dato debería estar alertándonos de que no se trata de una adicción. Las
adicciones que se dan en la adolescencia no se pasan solas con la edad; normalmente se
agravan y son muy serias.

Figura 1.5. Duración del síndrome de adicción a Internet según la fundadora del Centro para el Tratamiento de la
Adicción a Internet, netaddiction.com. La figura muestra datos adaptados a partir del estudio original de Young
(1998b), donde puede observarse que los usuarios que fueron clasificados como dependientes de Internet eran en
un 83%, personas que llevaban unos pocos meses en la Red. De hecho, la gran mayoría de los usuarios con
menos de un año de experiencia en la Red eran considerados dependientes. Por el contrario, al aumentar el tiempo
de uso disminuía el número de usuarios clasificados como adictos. Los datos de otros autores son aún más

40
claros en cuanto a que, a diferencia de otras adicciones, la supuesta adicción a Internet se pasa sola en la gran
mayoría de los casos.

Debemos concluir, por tanto, que la gran mayoría de los casos diagnosticados
como adicción son simplemente personas recién llegadas al mundo virtual y obnubiladas
con las posibilidades infinitas que éste ofrece. Son personas que están aún explorando
todas las posibilidades de la Red, deslumbradas por todas las novedades que están
descubriendo cada día: nuevas formas de comunicarse, informarse, entretenerse: tienen
el mundo entero por descubrir. Nuevas formas de obtener recompensas sociales.
Además, no manejan aún bien la Red, tardan mucho en encontrar lo que quieren,
necesitan seguir jugando y explorando y perdiéndose por la Red mientras van
descubriendo cosas nuevas. Posteriormente, una vez se cansen de explorar y ya la Red
sea un sitio más o menos predecible para ellos, su valor disminuirá, empezarán a utilizarla
con la cabeza y sin ningún problema.
Consideramos por tanto que cualquier persona que lleve menos de un año en la
Red debería pensar que probablemente se encuentra en este grupo y no debería en
principio preocuparse mucho más (a no ser que tenga motivos para pensar en un
problema más serio, claro está). Si el uso que hace de Internet le ocasiona trastornos por
pérdida de sueño o por bajo rendimiento en los estudios o en el trabajo, deberá hacer un
pequeño esfuerzo por reducir el número de horas que pasa en Internet, pero sabiendo
siempre que se trata de un problema absolutamente normal. La atracción por lo nuevo y
por explorar el terreno desconocido está en nuestros genes.

1.9.2. Condicionamiento: sugerencias para vencerlo

Como acabamos de ver, una de las pocas cosas que están claramente comprobadas en
torno al problema del abuso de Internet es que se normaliza con el tiempo. Ahora bien, si
pasados uno o dos años el usuario sigue invirtiendo en la Red más tiempo del que le
gustaría, si esto le hace daño a sí mismo o a las personas que le rodean, si necesita
aprender a controlar mejor el impulso de entrar en Internet constantemente, podría ser
recomendable, en algunos casos, asistir a una terapia psicológica en su propia ciudad.
Pero también es verdad que muchos de estos usuarios todavía pueden beneficiarse de
una serie de consejos muy sencillos que están publicados en diversas webs y que, ya que
pasan de todas formas mucho tiempo en Internet, quizá les pueda merecer la pena probar
estas estrategias y reducir por sí mismos, o quizá con ayuda de un profesional, el
consumo que hacen de Internet antes de pensar en situaciones más complicadas que
puedan requerir una verdadera terapia.
Lo primero que deberá preguntarse el usuario es si tiene algún problema adicional

41
al uso de Internet y que quizá sea la causa de que esté invirtiendo tanto tiempo en la Red:
¿está tratando de escapar de algo, quizá una depresión, quizá un problema de pareja,
quizá un problema de soledad? Si así fuera, es evidente que no se trata de un problema
de adicción, ni siquiera un problema relacionado con Internet. El hecho de reconocerlo
debería ayudarle a decidir si puede solucionarlo por sí mismo o debe buscar la ayuda de
un psicólogo de su ciudad. No nos ocuparemos aquí de estos casos por ser en principio
ajenos al tema que nos ocupa: su problema no es Internet, es otro. Nos ocuparemos sin
embargo de esas otras personas, muy pocas, que aseguran que no tenían antes ningún
otro problema en su vida, que el único problema que tienen es la supuesta adicción a
Internet, que está acabando con todas sus horas y todos sus proyectos. ¿Son posibles
realmente estos casos?
Profundizando sobre nuestras anteriores propuestas (Matute, 2003a), elaboramos
aquí en mayor detalle la tesis de que se trata de casos sencillos de condicionamiento
instrumental, casos en los que la capacidad normal de aprendizaje de una persona le lleva
a desarrollar una serie de hábitos que, en este caso, no resultan saludables, pero que sin
embargo son el resultado de un proceso absolutamente normal. A continuación
reproducimos un extracto de la propuesta de Matute en el que se describe cómo el
condicionamiento instrumental se traduce en el aprendizaje de conductas que a veces
pueden parecer adictivas a primera vista pero que desde luego no lo son. La buena
noticia, por tanto, es que si se trata de comportamientos aprendidos, de la misma forma
en que los aprendemos podemos desaprenderlos. Seguidamente elaboramos las
principales estrategias que, desde nuestro punto de vista, serían recomendables en estos
casos. Al final del apartado presentaremos un resumen de los principales consejos a tener
en cuenta para solucionar estos problemas.

Es fácil observar el funcionamiento de la Ley del Efecto en ratas de laboratorio, al igual


que en voluntarios humanos que participan en experimentos. El ejemplo más clásico es el de una
rata de laboratorio que se encuentra en una caja de Skinner y recibe comida por presionar una
palanca. Al principio la rata presionará la palanca por puro azar, pero al observar que esta
conducta va seguida por la consecución de comida, tenderá a repetirla la próxima vez que se
encuentre cerca de una palanca y tenga hambre. Y llegará a hacerlo con una frecuencia
realmente elevada si el programa de reforzamiento ha estado bien aplicado. Algunos dirían que la
rata es adicta a presionar palancas, pero lo que ha ocurrido es un sencillo aprendizaje o
condicionamiento instrumental: la conducta de presionar la palanca queda condicionada al ir
seguida ocasionalmente por la comida y, por lo tanto, tiende a repetirse […]
El funcionamiento de estos principios en Internet, al igual que en todas las demás áreas de
nuestra vida, es evidente. La diferencia entre una persona que pasa muchas horas en Internet y
aquella que pasa pocas horas hay que buscarla, más que en las propiedades adictivas de la Red
que, como ya he comentado, no existen, en el valor del reforzador que cada persona espera
obtener en la Red comparado con el que obtiene fuera de ella. ¿Son mayores y de mayor calidad
los reforzadores sociales, personales, económicos, profesionales etc., que obtiene fuera de la
Red? En ese caso no utilizará Internet de manera excesiva. ¿Obtiene mayores reforzadores
sociales, personales, profesionales, sexuales, artísticos, o de cualquier otro tipo en la Red que
fuera de la Red? En ese caso sí lo hará. Y puede que esto interfiera con otras áreas de su vida, o
puede que no. Pero si esa persona pasa tantas horas en Internet que acaba descuidando la
obtención de otros reforzadores que solo puede obtener en el mundo físico y que también son

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importantes para ella, entonces será necesario plantearse en serio la necesidad de reducir el
tiempo en Internet… (Matute, 2003a).

Existe una ley en psicología que no debemos menospreciar, pues se cumple en


todas las especies animales y en todo tipo de situaciones. Es muy sencilla: “una conducta
que va seguida por consecuencias agradables, tenderá a repetirse” (Thorndike, 1898).
Esta ley predice tanto la adquisición de hábitos saludables como la de hábitos
perjudiciales. Y realmente el caso del abuso de Internet puede explicarse también de esta
forma: las conductas que van seguidas por consecuencias agradables tienden a repetirse.
Si tenemos esto muy presente conseguiremos entender buena parte de lo que ocurre a
nuestro alrededor (no solo en Internet), y conseguiremos también, muy probablemente,
controlar mejor nuestros hábitos, nuestros impulsos, y el tiempo que dedicamos a
Internet.
Explicar por tanto cómo una persona podría adquirir un condicionamiento a
Internet a partir de aquí, resulta bien sencillo: esta persona obtiene consecuencias más
gratificantes en Internet que fuera de Internet. Un claro ejemplo lo tenemos en el
fenómeno de los hikikomori en Japón: adolescentes que no salen de su habitación
(literalmente) durante meses y que consumen y generan gran cantidad de información en
la Red. Quizá algunos de ellos tengan problemas de personalidad o de otro tipo, pero el
hecho de que esto ocurra de manera tan focalizada en un país concreto y a una edad
determinada nos indica que tiene grandes connotaciones culturales y aprendidas: se ha
puesto de moda entre los adolescentes de aquel país, está bien visto entre ellos, obtienen
su identidad y el necesario reconocimiento social entre sus iguales formando parte del
fenómeno hikikomori. El condicionamiento está garantizado.
Sin embargo, como ya indicábamos también, si algo se puede condicionar, también
podrá contracondicionarse y podrá extinguirse (dos palabras muy técnicas que lo que
quieren decir es que puede eliminarse ese condicionamiento). Cualquier buen libro de
psicología del aprendizaje o de modificación de conducta nos muestra en detalle qué
variables influyen en el condicionamiento instrumental y cómo podremos reducir la
respuesta, que en este caso sería el número de horas conectado (p. ej., Domjan, 2003;
Martin y Pear, 2007; Pellón y Huidobro, 2004; Pineño y cols., 2007). Nosotros
recomendamos muy especialmente un texto de Benjumea (2007), por su clara, a la vez
que completa, exposición de los principios del condicionamiento instrumental, que
pensamos que puede ser de gran ayuda a quien desee profundizar en estos temas. En
nuestro anterior libro sobre los aspectos psicológicos de Internet (Matute, 2003a),
proponemos a su vez algunas ideas sencillas y situaciones en las que estos principios
generales del condicionamiento podrían ser aplicados por el propio usuario para disminuir
el tiempo en Internet. Por muy intenso que sea el condicionamiento, si conocemos su
dinámica y la manejamos adecuadamente podremos eliminar la conducta problemática o
reducir muchísimo su intensidad. En la mayoría de los casos podrá hacerlo el interesado
por sí mismo, si conoce bien estos principios y si sigue las recomendaciones que
proponemos, aunque también es verdad que a menudo es el profesional de la psicología
el que mejor podrá orientarle sobre cómo aplicarlo mejor a su caso particular.

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Una de las cuestiones fundamentales es que el usuario desee realmente reducir su
tiempo en Internet y se autoimponga unos límites. De hecho, se ha observado por
ejemplo que los límites autoimpuestos pueden resultar eficaces a la hora de reducir el
tiempo online de los jugadores compulsivos: estudios recientes muestran que las personas
con problemas de juego que se autoimponen límites a través de una funcionalidad que los
casinos están obligados a proporcionar reducen de forma eficaz el tiempo que dedican al
juego (Nelson y cols., 2008). Quizá la pregunta es cómo autoimponerse esos límites
cuando el problema del abuso de Internet acecha al usuario a todas horas y en cualquier
lugar; cómo y de qué manera concreta lograrlo, en el caso específico de cada uno.
Entre los consejos que deseamos destacar están los que proporciona Nacho
Madrid (s/f), uno de los primeros psicólogos que difundieron con seriedad y rigor estos
temas en la Internet hispana, o los que proporciona Grohol (1999), probablemente uno
de los psicólogos que más ha defendido la idea de que no se trata de una adicción, y de
que hay que ser más rigurosos con los tratamientos que se proponen. Y por supuesto,
también la web de netaddiction.com, la clínica virtual de Kimberly Young: con todo lo
que hemos criticado la postura de esta psicóloga en estas páginas no deja de ser
recomendable leer con atención muchas de las sugerencias que ofrece en su web. Al fin y
al cabo es probablemente la psicóloga que más adictos ha tratado.
Recopilando la información proporcionada por estos y otros muchos autores, éstos
son los consejos que nos parecen más valiosos para este grupo de usuarios que han sido
condicionados a utilizar Internet de manera excesiva y que, como ya hemos indicado, son
los únicos que a nuestro entender tienen un problema de abuso de Internet que deberían
corregir.
Dado que a menudo es un solo sitio, quizá dos, los que hacen que la persona siga
entrando todos los días en Internet, los que le hacen pasar mucho más tiempo conectada
del que le gustaría, en fin, los que están causándole daño, puesto que el resto de la Red
después de todo no le interesa más que a cualquier otra persona, el remedio deberá ir
dirigido a romper los vínculos creados con ese sitio web, y especialmente con las demás
personas o avatares que visitan a diario ese sitio web: despedirse de ellas, decirles que
pasará una temporada sin poder entrar será de gran ayuda. Ahora, aunque visite el sitio y
observe, tendrá un buen motivo para no participar. Como ya se ha despedido no debería
hablar. Si durante una temporada el usuario se limita a entrar en ese sitio solo como
observador, la fuerza del condicionamiento deberá disminuir. ¿Por qué? Porque se
reducirá la contingencia entre sus intervenciones en el sitio y los contenidos interesantes
que allí encuentra (contingencia es otra de esas palabras muy técnicas pero muy
importantes, puesto que el condicionamiento se reduce cuando la respuesta y el premio
ocurren independientemente el uno del otro, es decir, cuando reducimos el nivel de
contingencia entre ambos). El lector interesado podrá encontrar información sobre las
investigaciones realizadas sobre ello en cualquier buen libro de psicología del aprendizaje
(p. ej., Domjan, 2003), pero básicamente, la idea es que si los mensajes interesantes del
foro ocurren con la misma o similar frecuencia, tanto si el usuario participa como si no lo
hace, empezará a perder sentido el estar todo el día pendiente de lo que han dicho unos y

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otros en el foro y de tener que intervenir a todo correr sin dejar escapar una oportunidad.
De lo que se trata es de romper la asociación respuesta-reforzador. El reforzador seguirá
ocurriendo, pero el usuario ya no podrá atribuirlo a su propia conducta. La ilusión de
control, el creer que las cosas buenas que nos ocurren se deben a algo que hemos hecho
nosotros para conseguirlas es otro efecto que está muy bien documentado en la literatura
psicológica, en general, y también en Internet (Langer, 1975; Matute y cols., 2007). Para
reducir esta percepción ilusoria de control, nada mejor que dejar que el reforzador ocurra
cuando no hacemos nada por conseguirlo (Matute, 1996; Blanco y cols., 2011).
Es muy importante también, por supuesto, hacer lo posible por adquirir unos
hábitos diferentes (en realidad, seguimos con lo mismo: lograr que el reforzador ocurra
cuando no lo provocamos y se asocie, por tanto, a otras causas). A menudo puede ser
suficiente con cambiar aspectos poco o nada costosos. Por ejemplo, un usuario que tiene
la costumbre de conectar Internet cuando llega a casa, podría empezar a hacerlo después
de cenar para romper el hábito (Madrid, s/f). Y si suele visitar siempre los mismos sitios
web, y en un orden más o menos fijo, cambiar el orden le ayudará también a romper esa
relación que ha creado y que casi le obliga a dar la respuesta siguiente de la cadena sin
preguntarse siquiera el porqué de cada uno de sus actos. Una vez más, de lo que se trata
es de ir disminuyendo la fuerza de las asociaciones que se han ido formando y que
producen hábitos, conductas automatizadas. Estas cadenas de respuestas automatizadas
las conocen bien los terapeutas que tratan las conductas compulsivas. A menudo sus
pacientes suelen advertir que están realizando la conducta una vez que ésta ya ha
empezado. La labor del terapeuta a menudo consiste en identificar las conductas que las
preceden para poder detener la cadena a tiempo. En el caso que nos ocupa, el usuario (o
su terapeuta, según el caso) tendría que detectar el inicio de la cadena que lleva al usuario
a esa urgencia por conectarse. Una vez rota la cadena la conducta final ya no es tan
deseada, ni tan necesaria para el paciente; el problema era que la realizaba sin meditarla y
se daba cuenta demasiado tarde.
Y para lograr romper los hábitos de conexión todo vale. Los foros de Internet
donde los usuarios comparten los trucos que ellos han usado para lograrlo son muy
variados y ofrecen interesantes consejos. Uno de los más drásticos consiste en cambiar la
contraseña tecleando letras y números al azar; después, cuando el programa pide
confirmación de la nueva contraseña, hacemos copiar y pegar, y asunto arreglado. Será
imposible volver a entrar a ese foro con esa identidad (con otra sí, por supuesto, pero
entonces el hábito ya estará roto y será necesario incluso volver a crearse una nueva
reputación, desde cero). Por supuesto, para poder lograrlo, habrá que cambiar también al
azar la dirección de correo electrónico y la “pregunta secreta” que utilizarán en el sitio
web para recordarnos la contraseña, pues de lo contrario no habremos hecho nada. En el
fondo, seguimos en lo mismo que comentábamos anteriormente: buscando formas de
romper los hábitos, romper la contingencia respuesta-reforzador, y también romper la
cercanía temporal respuesta-reforzador. Esto es algo que no debemos perder de vista,
pues aunque en los últimos párrafos nos hemos centrado más en el concepto de
contingencia, algo más complicado, es muy importante también lo que comentamos

45
anteriormente sobre la inmediatez de la recompensa en la creación y mantenimiento de
hábitos. Si además de reducir la contingencia logramos reducir también la contigüidad
temporal entre la respuesta y la recompensa (sustituyendo, por ejemplo, el chat y la
mensajería instantánea por el correo electrónico), tendremos casi toda la batalla ganada.
Son ciertamente la contingencia y la inmediatez de la recompensa las dos
cuestiones básicas a tener en cuenta, además de, como ya indicábamos, el hecho de
poder cuantificar esa recompensa e ir aumentando su valor. Pensemos de nuevo en los
sitios web tipo Menéame, que como ya comentábamos son los que más éxito tienen en
fidelizar usuarios: la reputación se cuantifica tangiblemente en forma de karma, y es
realmente costoso conseguir un karma alto, lleva meses lograrlo. Renunciar a esa
identidad es una forma excelente de romper el vínculo, lo que significaría empezar de
nuevo desde cero. ¿Tendría sentido e interés para el usuario volver a empezar? Lo
mismo ocurre con los juegos de rol online, que tienen fama de ser realmente adictivos y
consisten en personajes que van acumulando experiencia (a mayor experiencia, más
fortaleza, mayores habilidades). La experiencia es tan importante que se vende incluso
por dinero real. Renunciar a la identidad lograda tras tanto trabajo es romper el vínculo
de manera dramática y definitiva.
Además de todo lo que podamos hacer con relación al uso de Internet (cambiar
hábitos, contraseñas, entrar en horarios diferentes), será importante complementar todas
estas acciones con un programa de actividades gratificantes de tiempo libre fuera de la
Red: salir con amigos, ir al cine, hacer excursiones… Se trata de conseguir que los
reforzadores de la Red pierdan valor frente a los que empezarán a redescubrirse en la
vida real. Esto es equivalente a lo que en los libros de psicología del aprendizaje y de
modificación de conducta se conoce como reforzamiento de conductas alternativas (p.
ej., Domjan, 2003; Martin y Pear, 2007). En terapia, estas conductas alternativas se
pactan con el usuario, y se suelen seleccionar para ello aquellas actividades que eran más
gratificantes para el usuario antes de que comenzara a tener problemas.
En resumen, y aunque cada persona encontrará diferentes formas de llevar todo
esto a la práctica, las ideas básicas podemos resumirlas en estas tres: “(1) reduzca la
contigüidad temporal entre su respuesta y el reforzador (en el peor de los casos, sustituya
al menos el chat por el correo electrónico, que funciona más lentamente); (2) haga que el
reforzador no dependa de su conducta (no haga nada, no participe, y observe que sigue
habiendo comentarios interesantes en el foro aunque usted no escriba); (3) haga que
pierda valor el reforzador (reste importancia a lo que se dice en ese foro, busque otros
similares, esfuércese por encontrar otros reforzadores valiosos fuera de la Red)” (Matute,
2003a).
De hecho, Douglas y colaboradores (2008) han mostrado que algunos usuarios
intentan aumentar el tiempo que dedican a actividades de la vida diaria, tales como salir
de compras, leer novelas, hacer la colada, y visitar o telefonear a los amigos. Estos
autores sugieren, al igual que nosotros, mejorar los programas educativos, pues indican
también que la meta de los supuestos adictos no debe ser dejar de usar Internet sino
aprender a utilizarlo adecuadamente. Buenos programas educativos que hagan consciente

46
al usuario de los posibles peligros y de las formas más efectivas para prevenirlos son
probablemente la mejor arma que desde aquí, y una vez revisada una parte sustancial de
la literatura sobre el tema, podemos proponer para prevenir los problemas de abuso de
Internet.

1.9.3. Cuando el problema no es Internet

Si de verdad estamos ante un usuario que ha probado todo lo anterior y no le funciona, si


de verdad se lo ha planteado y desea utilizar menos Internet pero no puede, si ha
trampeado las contraseñas y ha cambiado de identidad y cambiado sus horarios y todos
sus demás hábitos, y sigue teniendo problemas con la Red, igual debe empezar a
preguntarse en serio qué tipo de gratificación está obteniendo en Internet que no obtiene
fuera. Todo parece indicar que tiene algún problema adicional al mero uso de Internet:
hay algo importante en su vida que no logra obtener fuera de la Red.
Esto podría averiguarlo asistiendo a una terapia personal, pero quizá se trata de
preguntas que puede hacerse previamente a sí mismo y que le ayudarán incluso a decidir
si necesita (y desea) ver a un terapeuta: ¿Se trata de un problema de pareja? ¿De
amistades? ¿De soledad? ¿A qué dedica realmente su tiempo en Internet? ¿Es un
problema de depresión? ¿De autoestima? ¿De intereses? Con estas y otras muchas
preguntas podrá decidir el usuario si desea una terapia. Lo más probable es que el
terapeuta, una vez le ayude a averiguar cuál es el problema decida proponerle una terapia
para tratar la depresión, o quizá un entrenamiento en habilidades sociales para mejorar
sus relaciones familiares y laborales, o quizá una terapia para superar problemas del
control de impulsos. Todo dependerá de cuál sea el verdadero diagnóstico.

47
2
Internet y salud mental

En el capítulo anterior hemos abordado la posible adicción a Internet, el uso excesivo y


sus posibles efectos perjudiciales sobre la salud y el bienestar psicológico de las personas.
Pero hay que tener en cuenta que no todas las alarmas que circulan sobre los efectos
nocivos de la Red requieren que exista adicción. El mero uso de Internet,
independientemente de factores cualitativos o cuantitativos, ha sido asociado en
ocasiones a problemas como la depresión, la soledad, o la enfermedad mental. Se ha
argumentado que Internet genera estos problemas, y también que las personas con
problemas mentales se refugian a menudo en Internet. Es importante, en consecuencia,
abordar la relación entre Internet y salud mental en un capítulo independiente,
diferenciándolo de la discusión sobre la posible adición. En principio, según algunos
autores, podrían ser suficientes unas pocas horas de uso para causar problemas (p. ej.,
Kraut y cols., 1998). Hay que tener en cuenta, por otro lado, que al estudiar las
relaciones entre Internet y salud mental no todo son, ni mucho menos, efectos
perjudiciales. Los efectos beneficiosos de Internet están también, aunque más
lentamente, comenzando a ser objeto de investigación sistemática. Abordaremos también
aspectos del cibersexo que a menudo preocupan a padres y educadores.
En este capítulo nos centraremos por tanto en las relaciones entre Internet y salud
mental, de una manera mucho más amplia que las cuestiones de la posible adicción que
ya abordamos en el Capítulo 1. Hablaremos de los posibles problemas de salud mental
causados por Internet y hablaremos de Internet como refugio de la enfermedad mental,
pero también abordaremos cuestiones como la terapia online, y los aspectos positivos de
Internet sobre la salud mental y el bienestar psicológico de las personas.

2.1. Efectos de Internet sobre la salud mental

Como ya hemos comentado en más de una ocasión, los estudios sobre los problemas

48
psicológicos de Internet no son siempre todo lo rigurosos que debieran, y no siempre han
sido criticados abiertamente y sus problemas puestos en evidencia. El lector debería
acercarse a todos estos trabajos sobre los efectos de Internet con el máximo sentido
crítico y escepticismo, dos cualidades siempre necesarias en ciencia pero quizá más
cuando abordamos temas que están de moda y venden bien. Nótese que esta actitud que
estamos pidiendo al lector es justo la contraria a la que se promueve desde los medios de
comunicación, que por defecto tienden a reflejar los resultados de cualquier estudio
siempre que sea noticia, lo que hace que a menudo sean los estudios más alarmistas y
menos rigurosos los que, como veremos enseguida, saltan a las primeras páginas.
Es bastante común la publicación, incluso en medios técnicos y científicos, de
estudios que, tras haber trabajado con una muestra de internautas a los que se les ha
administrado una serie de cuestionarios concluyen que los internautas están deprimidos, o
estresados, o que un porcentaje determinado de los internautas tiene problemas
personales. Pero si leemos estos estudios lo suficientemente despacio nos daremos
cuenta de que estos datos pueden llevarnos a error si no tenemos en consideración el
valor de referencia: decir que los estudiantes internautas tienen tal nivel de depresión no
nos dice nada sobre los efectos de Internet si no sabemos cuál es el nivel de depresión de
los estudiantes no internautas (suponiendo que aún exista tal cosa). En todo caso, quizá
haya que contrastar al menos el nivel de depresión con relación al número de horas de
utilización de la Red, aunque por otro lado, esto sería también metodológicamente muy
pobre. Al menos por dos motivos. Primero, porque no es lo mismo utilizar la Red ocho
horas diarias en el trabajo que utilizarla para juegos online durante ese mismo tiempo
cada día. Y segundo porque incluso aunque se detectara algún tipo de correlación, ¿qué
implicaría esto, que un mayor uso de Internet produce más depresión o que quienes más
deprimidos están por otros motivos acaban usando más Internet? Lo que queremos
indicar, en cualquier caso, es que habrá que tener mucho cuidado con las comparaciones
que realizamos y esto no siempre resultará sencillo. Y sin embargo este tipo de datos mal
contrastados se utilizan con excesiva frecuencia para dar idea de los muchísimos
problemas que causa y causará Internet a nuestra generación y a las que están por venir.
Ejemplos de este tipo de investigaciones hay muchos, y somos conscientes de que
no es justo citar solo unos pocos. No obstante, conviene detenerse un poco en alguno,
aunque solo sea a título ilustrativo (p. ej., Kraut y cols., 1998; Véase Matute, 2003a,
para una revisión). El famoso estudio Pittsburg, realizado por Kraut y colaboradores a
mediados de los años noventa, fue uno de los primeros y el que sembró la alarma en que
se basan aún hoy en día muchos de los sectores más negativos y alarmistas en cuanto a
los efectos de Internet. Será por tanto nuestro punto de partida en este capítulo.

2.1.1. El estudio Pittsburg

49
Este estudio es paradigmático del tratamiento que ha recibido la investigación sobre los
aspectos psicológicos de Internet a lo largo de su corta historia. Fue realizado por Robert
Kraut y sus colegas de la Universidad Carnegie Mellon en 1995. Se publicó en el número
de septiembre de 1998 del American Psychologist, pero el día 30 de agosto ya ocupaba
la portada de The New York Times. El titular de The New York Times, “Un mundo triste y
solitario descubierto en el ciberespacio”, no podía pasar desapercibido. “En el primer
estudio centrado en los efectos psicológicos y sociales del uso de Internet en el hogar,
investigadores de la Universidad Carnegie Mellon han demostrado que las personas que
pasan incluso solo unas pocas horas a la semana conectadas a Internet experimentan
mayores niveles de depresión y soledad …”, continuaba informando el periódico, por si
cabía alguna duda.
Inmediatamente se hicieron eco de la notica los principales periódicos del mundo y
todavía a día de hoy mucha gente, y muchos medios de comunicación, siguen
difundiendo y manteniendo viva la cara negativa y alarmista de Internet, según la cual la
utilización de Internet reduce las relaciones sociales y causa soledad y depresión (para
una revisión véase Castellana Rosell y cols., 2007; Matute, 2003a). Es necesario, por
tanto, analizar con cautela cuáles eran los datos que motivaron estas alarmas, qué había
de cierto en ellos y, sobre todo, qué sigue habiendo de cierto a día de hoy.
Lo primero que debemos tener en cuenta, independientemente de los errores
metodológicos concretos que puedan achacarse a este estudio en particular, es lo mucho
que ha cambiado Internet en estos años. Desde 1995, año en que se realizó el estudio en
Estados Unidos, hasta la actualidad, ha llovido mucho. Internet se utiliza hoy en día,
fundamentalmente, para actividades de relación social. Los programas de mensajería
instantánea, las redes sociales o el correo electrónico son todos ellos herramientas de uso
diario para cualquier niño que se acerca por primera vez a la Red. En 1995, sin embargo,
la única de estas herramientas que se utilizaba era el correo electrónico. Y eso teniendo
en cuenta que normalmente no había acceso a Internet en los hogares. Por tener una
referencia de lo que ocurría en esa época en España, según los datos del Estudio General
de Medios utilizaban Internet en España en 1997 –primer año sobre el que constan los
datos– el 0,9% de los individuos; en 2011 son el 42% las personas que al ser encuestadas
manifiestan haber utilizado Internet el día anterior, y el 56,2% las que indican haber
utilizado la Red durante el último mes (véase Asociación para la Investigación de Medios
de Comunicación, 2011). Además, tal y como veremos en el Capítulo 5, dedicado a las
redes sociales, la utilización de Internet para actividades sociales está cada vez más
extendida.
El correo electrónico era en 1995, por lo general, una herramienta de trabajo en las
universidades americanas (en España aún eran pocas las facultades que lo utilizaban), y
los programas de mensajería instantánea comenzaban entonces a implantarse, pero
comparar los programas que había entonces con los que hay ahora es como comparar el
aeroplano de los hermanos Wright con el último modelo de Boeing o de Airbus. Desde
este punto de vista quizá pueda entenderse que una de las conclusiones del estudio de
Kraut y colaboradores fuera que Internet aislaba a las personas y empobrecía las

50
relaciones humanas. Las pocas relaciones humanas que tenían lugar vía Internet tenían
lugar a través del correo electrónico (complicadísimo de utilizar en aquella época, lleno
de comandos extraños y utilizado solo en algunas facultades), y los incipientes programas
de mensajería instantánea, como el ICQ, eran una pesadilla muy prometedora, pero una
pesadilla al fin y al cabo, que casi nadie usaba y que no servían por tanto para
comunicarse con los amigos sino con algunos colegas del trabajo y con algunos frikis
conocidos a través de Internet.
La situación objetiva no era, por tanto, la más idónea para poder anticipar los
efectos del uso de Internet sobre las relaciones sociales. Merece la pena, a pesar de todo,
echar un vistazo a los detalles del estudio Pittsburg para que podamos ser más críticos y
cautelosos en el futuro de lo que fuimos entonces con las alarmas (o conclusiones, en
general) que pueden derivarse de este tipo de estudios.
Kraut y colaboradores utilizaron una muestra de 256 personas que al comienzo del
estudio no tenían conexión a Internet (recordemos que esto era lo normal en 1995,
cuando se realizó el estudio). Su participación en el estudio les granjeó un ordenador
personal con conexión a Internet gratuita. A cambio, toda su actividad en Internet
quedaría registrada para uso de los investigadores. También rellenaron una batería de
tests psicológicos tanto al comienzo como al final del estudio. No hubo grupo control.
Además, el grupo de personas que componía la muestra había sido elegido expresamente
por su alto nivel de participación social (pertenecían a asociaciones de barrio, a la junta
del instituto local, etc.) pues recordemos que el objetivo fundamental del estudio era
comprobar los efectos de Internet sobre la posible disminución de las relaciones sociales
y el bienestar psicológico. El estudio se mantuvo abierto y recopilando datos durante dos
años.
Entre los resultados obtenidos cabe destacar que ya en aquella época en que la
web social no había aún comenzado se empezaba a detectar que el uso fundamental que
la gente hacía (o quería hacer) de Internet era un uso social. Curiosamente, incluso en
ausencia aún de redes sociales, de amigos y familiares con los que poder mantener
contacto fluido a través del email o de la mensajería instantánea (debido a que muy poca
gente contaba con estas herramientas en el hogar), el uso que los participantes del estudio
hacían de Internet en el hogar era esencialmente social. Utilizaban Internet para
comunicarse con otras personas. Podía tratarse en ocasiones de personas con las que ya
tenían vínculos previos antes de conectarse a Internet, pero en ocasiones eran también
personas nuevas, conocidas a través de Internet. Esto era uno de los aspectos que más
preocupó a los investigadores (y que sigue preocupando aún a algunas personas): la
posible frialdad y lejanía de las relaciones exclusivamente virtuales.
Es en este contexto que estamos describiendo donde observaron también Kraut y
colaboradores que el uso de Internet producía una disminución de la sociabilidad y de la
comunicación cara a cara con la familia y las personas del entorno, así como un
incremento de la depresión y de los síntomas de soledad. En las demás variables que
registraron, tales como el estrés, o el apoyo social, no se observaron cambios en el
tiempo de duración del estudio.

51
Según Kraut y sus colegas, existe una paradoja en cuanto a los efectos psicológicos
de Internet. Internet es, según ellos, similar a otras actividades pasivas, tales como ver la
televisión, leer, o escuchar música, y conlleva aislamiento social. Esto explicaría, según
ellos, esa pequeña pero significativa disminución de la sociabilidad y del bienestar
psicológico que encontraron en su estudio: cuanto más tiempo dediquemos a Internet
menos dedicaremos a actividades sociales. Pero la paradoja de esta explicación, según los
propios autores, es que el uso que la gente hace de Internet es fundamentalmente social:
los participantes del estudio utilizaban Internet sobre todo para comunicarse con
familiares y amigos, así como para conocer gente nueva. Un dato interesante que
corrobora esta última afirmación es que ya entonces los participantes usaban más el
correo electrónico que la búsqueda de información o cualquier otro servicio de Internet.
¿Cómo explicamos por tanto esta paradoja? La explicación que proponen Kraut y
colaboradores es que probablemente la gente que utiliza Internet acaba sustituyendo lazos
afectivos tradicionales, fuertes y duraderos, por amistades superficiales, por conocidos
ocasionales con los que no se establecen verdaderos lazos afectivos ni pueden
proporcionar el mismo apoyo social que una persona que se encuentra en el mismo
entorno físico y con la que podemos comunicarnos cara a cara.
Pero no deberíamos fiarnos de estas conclusiones. El estudio Pittsburg, a pesar de
la cantidad de veces que ha sido citado por la prensa y por los profesionales para
enfatizar los posibles riesgos de Internet, cuenta con numerosos problemas
metodológicos bien conocidos. Probablemente las críticas más demoledoras fueron las
publicadas por Shapiro (1999), especialmente la que hace referencia a la ausencia de una
condición de control en el estudio. Kraut y sus colaboradores trabajaron, como ya hemos
comentado, con un grupo de personas especialmente sociables, todas ellas de la misma
ciudad. Les aplicaron una serie de tests psicológicos, les dieron acceso a Internet durante
dos años, y al finalizar ese tiempo volvieron a aplicarles los mismos tests que al principio.
Cualquier disminución observada en su bienestar psicológico y su nivel de sociabilidad
tras los dos años de utilización de Internet puede deberse a innumerables factores que
poco o nada tienen que ver con el uso de Internet. Una posible crisis económica, una
climatología adversa, o un exceso de ruido y obras en la ciudad, por mencionar solo
algunas posibles causas, podrían ser responsables de que los resultados de unos tests
psicológicos que se administran en un segundo momento sean peores que los
administrados en el primer momento. Además, es bien sabido que todo grupo de
personas que se selecciona por su alto nivel en una determinada variable tenderá, con el
paso del tiempo, a regresar a los valores normales de esa variable (es lo que se conoce
como regresión a la media). Este factor también podría explicar, por sí solo, los
resultados encontrados. La única forma en que podríamos estar seguros de que el cambio
psicológico observado se debía al uso de Internet y no a cualquier otro factor era haber
utilizado una condición de control. A modo de ejemplo, podríamos haber dejado a la
mitad de los participantes del estudio sin acceso a Internet durante esos dos años y
comparar después los cambios psicológicos acaecidos en ambos grupos. El estudio habría
resultado más barato y habría tenido validez científica.

52
Figura 2.1. Número de usuarios que afirma reducir el tiempo que dedican a otras actividades para usar Internet.
La figura ha sido realizada a partir de los datos publicados por la Asociación para la Investigación de Medios de
Comunicación (2010). El número total de usuarios que contestan la pregunta es de 36.000, aunque el total de
respuestas es superior debido a que era posible elegir más de una alternativa. Las actividades de relación social no
son precisamente las que más sufren por el uso de Internet.

2.1.2. Investigaciones actuales

Estudios realizados posteriormente han mostrado datos diferentes a los del estudio
Pittsburg. En la Figura 2.1 mostramos algunos datos recientes publicados por la
Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (2010). El tiempo que las
personas dedican a utilizar Internet no se resta, por lo general, del tiempo que utilizan
para actividades sociales sino del tiempo que utilizan para actividades más pasivas y
menos sociales como ver la televisión o escuchar música. Es más, no cabe duda de que
con el tiempo los mayores éxitos de Internet han sido precisamente las plataformas de
comunicación e intercambio social. Entre las personas que al ser encuestadas manifiestan
haber utilizado Internet durante el último mes, el 87,8% ha utilizado el correo electrónico,
el 47,7% alguna aplicación de mensajería instantánea y el 43,5% las redes sociales
(Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación, 2011). En general, por
tanto, y a día de hoy, podemos concluir que las personas no se aíslan en Internet, sino
que utilizan Internet, entre otras cosas, para sus actividades de relación social.
Posiblemente los datos serían muy diferentes si la investigación realizada por Kraut y

53
colaboradores que mencionábamos en el apartado anterior se hiciera ahora. En el
Capítulo 5, dedicado a las redes sociales, abordaremos con mayor detalle este tema.
Estos datos que acabamos de describir de la Asociación para la Investigación de
Medios de Comunicación no son, en cualquier caso, del todo nuevos o inesperados.
Diversos estudios han mostrado, hace ya años, que las personas utilizan Internet para
comunicarse con familiares y amigos, no para aislarse de ellos (Wellman y Gulia, 1999),
que forman nuevas relaciones sociales a través de Internet (Parks y Roberts, 1998), y
que Internet, y muy especialmente el correo electrónico, puede servir para disminuir, más
que para aumentar, el aislamiento y la depresión (LaRose y cols., 2001; McKenna y
Bargh, 2000). De hecho, el propio grupo de Kraut realizó una segunda investigación unos
años más tarde en la que volvieron a tomar medidas de bienestar psicológico en una
submuestra de los participantes originales del estudio Pittsburg y observaron que los
efectos perjudiciales de Internet que habían registrado en aquel primer estudio habían
desaparecido después de tres años (Kraut y cols., 2002). Además, en este segundo
estudio empezaron a informar ya, incluso estos autores que habían sido los mayores
defensores de los peligros de Internet, de resultados positivos y de la mejora de la
sociabilidad y bienestar psicológico de los usuarios de Internet. Este nuevo artículo lo
titularon “La paradoja de Internet revisitada” y fue publicado en el Journal of Social
Issues de 2002, una revista que no puede compararse en impacto con la que publicó los
datos negativos del primer estudio, el American Psychologist. Tampoco recibió ya este
segundo estudio la atención de la prensa que recibió y sigue recibiendo el primero.
Otro aspecto que es ya bien conocido hoy en día, y que ya adelantábamos en el
primer capítulo, es que los usuarios noveles se comportan y reaccionan en la Red de
manera muy diferente a como lo hacen los usuarios experimentados. Por ejemplo, se ha
observado que los usuarios noveles y poco experimentados sufren más estrés en Internet
que los usuarios que llevan tiempo usando la Red (LaRose y cols., 2001). Esto podría
deberse a que los usuarios poco experimentados tienen pocos recursos, no saben cómo
comportarse ni qué temer ni cómo desenvolverse adecuadamente en el mundo virtual.
Dado que Kraut y colaboradores trabajaron únicamente con usuarios sin experiencia, sus
conclusiones nunca podrían ser extendidas a lo que ocurre cuando la exposición a la Red
se hace más prolongada. Es muy posible que esos niveles de estrés y malestar psicológico
que ellos detectaron se debieran, entre otras cosas, a la falta de experiencia de sus
voluntarios en una Red primitiva en la que era realmente complicado desenvolverse bien.

2.1.3. Efectos beneficiosos del uso de Internet

Desde el año 2000 son numerosos los estudios que han indicado que el uso de Internet
puede tener un efecto beneficioso sobre la salud mental y el bienestar (véanse p. ej.,
Katz y cols., 2002; Valkenburg y Peter, 2009). De hecho, buena parte de la investigación

54
actual ya no se centra en estudiar cuáles son los riesgos asociados al uso de Internet, sino
en determinar cuándo y por qué Internet resulta tener efectos positivos. Nos interesa
saber si el carácter crecientemente social de Internet (con las nuevas redes sociales,
aplicaciones de mensajería, además del cada vez mayor acceso de la población a la Red)
está detrás de estos efectos positivos. Además, es necesario estudiar cuáles son los
mecanismos a través de los que Internet produce estos efectos. Un conocimiento
detallado de estos procesos nos puede dar información muy valiosa para optimizar su
utilización, ya que nos indica, entre otras cosas, para quién puede tener efectos más
beneficios y cuáles son los patrones de uso más asociados al bienestar psicológico.
El debate actual sobre los efectos positivos de Internet se ha cristalizado en dos
posiciones teóricas opuestas. Una de ellas es la llamada hipótesis rich-get-richer (se trata
de la versión psicológica de lo que los sociólogos llaman el efecto Mateo, por la frase del
evangelio que lleva su nombre: “Los ricos se harán más ricos y los pobres se harán más
pobres”). Según esta hipótesis, el uso de Internet tiene efectos beneficiosos sobre todo
para las personas extravertidas y con habilidades sociales que ya poseen una red social
amplia en la vida real. Desde este punto de vista, las personas con más habilidad y con
mayor nivel de bienestar por defecto pueden utilizar estas habilidades también en sus
interacciones a través de Internet, lo que todavía mejorará más su situación. Sin
embargo, las personas con problemas de ajuste, o con excesiva ansiedad social,
arrastrarán sus problemas también a este nuevo medio de comunicación y eso hará que
apenas puedan extraer mayores beneficios de él.
La hipótesis alternativa ve el uso de Internet como un mecanismo de
compensación social con el cual las personas introvertidas, ansiosas o con pocas
capacidades sociales pueden neutralizar el efecto de estos problemas usando Internet. La
Red proporciona un medio protegido con en el cual estas personas pueden expresarse
con más seguridad y menos riesgo. Muchos de los cauces de comunicación que
proporciona la Red (entre ellos, las redes sociales) son marcadamente asincrónicos; es
decir, que la comunicación no tiene lugar en tiempo real, sino que un usuario envía un
mensaje y otro puede responder mucho más tarde. A las personas ansiosas y tímidas esto
les puede dar la ventaja de “diseñar” sus mensajes con más detenimiento, de modo que
puedan proyectar una imagen relativamente favorable de sí mismos. La Red también
permite muchas veces ocultar la propia identidad y el aspecto físico, aunque ciertamente
no es este el uso más frecuente que se hace de las redes sociales en particular. Pero aún
así, es posible exhibir aquellos aspectos de la propia identidad que pueden resultar más
atractivos y ocultar o atenuar los aspectos que generan más preocupación. Además de
estas posibilidades de refugiarse en el anonimato o de presentar el “lado bueno” de uno
mismo, la Red también puede ser de una gran ayuda para encontrar personas que se
parezcan a nosotros y que compartan nuestros intereses. Por todas estas razones, la Red
podría proporcionar un espacio idóneo para que quienes tienen dificultades con las
relaciones cara a cara puedan no obstante crearse una red de amigos y conocidos a través
de Internet.
Por desgracia, los resultados de los estudios que han puesto a prueba estas ideas

55
no han sido por el momento completamente consistentes. Tal vez ambas hipótesis,
aparentemente contrarias, resulten ser parcialmente correctas. El estudio de Kraut y
colaboradores (2002), en el que se plantearon estos dos enfoques teóricos por primera
vez, parecía respaldar la hipótesis rich-get-richer. Sus datos mostraban que con el paso
del tiempo las personas extravertidas se beneficiaban del uso de Internet en varios
aspectos, pero los introvertidos no. Estos resultados, sin embargo, contrastaban con otros
previos de McKenna y Bargh (revisados en McKenna y Bargh, 2000; véase también
Sheeks y Birchmeier, 2007) que sugerían que las personas con ansiedad social preferían
la comunicación por ordenador. Por otra parte, otros estudios muestran que las personas
tímidas, introvertidas o ansiosas no son ni las que más usan Internet ni las que más
amigos hacen usándolo (p. ej., Madell y Muncer, 2006).
En cualquier caso, las contradicciones entre estos resultados podrían ser pura
apariencia. Es perfectamente posible que sean los extravertidos y las personas con
buenas habilidades sociales quienes más se beneficien de Internet y quienes mejor lo
usen para consolidar sus relaciones. No es extraño entonces que sean las personas
extravertidas quienes prevalezcan en este medio. No obstante, esto no es óbice para que
las personas con mucha ansiedad social, aun siendo minoría dentro de Internet, prefieran
comunicarse virtualmente a tener que hacerlo cara a cara y que además se beneficien en
cierto grado de ello, aunque tal vez estos beneficios no lleguen a veces a ser tan
manifiestos como los que se observan en personas con habilidades sociales.
Uno de los estudios que mencionábamos anteriormente (McKenna y Bargh, 2000)
plantea un marco teórico dentro del cual se podría interpretar mejor la aparente
divergencia de estos resultados. Según estos autores, no tiene sentido plantearse si los
efectos netos de Internet son positivos o negativos, ni si unas personas lo usan mejor que
otras. Más bien, los efectos de Internet, como los de cualquier otra tecnología, dependen
de una compleja interacción entre las características de esa tecnología, las características
de quien lo usa, y la motivación que tiene esa persona al usarlo. De la misma forma que
la energía nuclear se puede utilizar para fabricar una bomba atómica o para tratar a
pacientes de cáncer, las tecnologías de la comunicación podrían tener efectos positivos o
negativos según para qué se usen y cuáles sean las características de quienes las usan.
Guiados por este marco teórico, un equipo de investigadores (Peter y cols., 2005)
pusieron a prueba un modelo explicativo que tenía en cuenta las interacciones entre
tecnología, usuarios y motivaciones. Según sus resultados, los extravertidos tienden a
revelar más información sobre sí mismos y a comunicarse más, y esto hace que hagan
más amigos en Internet. Pero por otra parte, las personas introvertidas suelen usar
Internet con el propósito explícito de compensar sus propias limitaciones y esa variable
también correlaciona positivamente con el número de amigos. Además, esa motivación
de compensación predice también una tendencia a hacer más información y a
comunicarse online, lo que de nuevo da lugar a formar más amistades, por los mismos
mecanismos que esto sucede en el caso de los extravertidos que comparten esa forma de
actuar. Resumiendo, a la hora de predecir cuál es el efecto positivo o negativo que tiene
el uso de Internet, no es tan importante si el usuario en concreto es extravertido o

56
introvertido como cuál es su motivación para utilizar Internet y hasta qué punto revele
información sobre sí mismo y se muestre abierto a comunicarse como consecuencia de
esa motivación. Las personas extravertidas hacen esto de forma más espontánea, pero
muchos introvertidos lo hacen también con el objetivo de compensar su falta de
habilidades sociales.
Una revisión reciente de la literatura sobre los efectos del uso de Internet para los
adolescentes realizada por estos mismos autores confirma y extiende estos resultados
(Valkenburg y Peter, 2009). Según esta revisión, la clave de los efectos positivos del uso
de Internet es que anima a los usuarios a revelar información personal. Esta apertura a
los demás favorece que se creen relaciones de calidad y esto, a su vez, es un factor clave
para el bienestar. Estos efectos positivos tienen lugar, sobre todo, cuando los
adolescentes usan Internet para estar en contacto con personas que ya conocen fuera de
Internet. Cuando lo usan para conocer a extraños o para hacer nuevas amistades, la
correlación entre uso de Internet y bienestar psicológico desaparece, aunque no por ello
se convierte necesariamente en negativa: es decir, usar Internet para mantener el contacto
con conocidos genera bienestar; usarlo para establecer contacto con desconocidos, en
principio ni beneficia ni perjudica.

2.2. El uso de Internet para mejorar la salud mental

2.2.1. Terapia online basada en la evidencia

Otro uso cada vez más extendido de Internet es el de las psicoterapias virtuales. Las
intervenciones en psicología clínica y de la salud a través de la Red pueden lógicamente
llegar a muchas más personas que las terapias cara a cara. Personas más desfavorecidas
y con menos recursos pueden beneficiarse de una terapia a través de Internet que puede
ser aplicada simultáneamente a muchas personas con el mismo coste. Esta terapia puede
además llegar a zonas rurales y aisladas, lejos de las grandes poblaciones donde los
pacientes pueden acudir a terapias personalizadas. Pero la cuestión que quizá hasta hace
muy poco no se había planteado en serio es si realmente funciona.
La terapia online surgió, como casi todo lo que está surgiendo al abrigo de Internet,
como una visión prometedora de unos pocos, con muy pocos datos y muy pocas
investigaciones rigurosas en su haber, al menos hasta muy recientemente. Ha sido
frecuentemente criticada en círculos profesionales y numerosos psicólogos clínicos y
psiquiatras han expresado sus reticencias y cautela ante este tipo de tratamiento
psicológico (Lester, 2006; Wells, y cols., 2007), siendo la ausencia de comunicación no
verbal con el terapeuta uno de los aspectos más criticados (Fenichel y cols., 2002). La

57
opinión de los posibles clientes, por otro lado, suele ser bastante favorable, y esgrimen
para ello razones como el anonimato, la confidencialidad y la comodidad de la aplicación
y del horario (Young, 2005), aunque también suelen preocuparles los aspectos
relacionados con la privacidad y la seguridad online.
En cualquier caso, como ya demostró Forer en su clásico artículo de 1949 sobre la
falacia de la validación personal, la opinión de los posibles clientes o pacientes no puede
ser usada como sustituto de un buen índice de validez científica. Tras inventarse un
nuevo test psicológico y pedir a sus alumnos que contestaran las preguntas, volvió una
semana más tarde con los informes de personalidad que arrojaba el test para cada uno de
ellos. Lo que los estudiantes no sabían es que el sobre que estaban recibiendo contenía
exactamente el mismo informe para todos ellos, redactado, eso sí, en términos vagos, y
haciendo uso de una serie de generalidades que todo ser humano aceptaría como buenas
descripciones de su personalidad. Cuando se les preguntó posteriormente hasta qué punto
el test había sido capaz de reflejar adecuadamente su personalidad todos ellos
respondieron con un alto índice de validación personal. Desde entonces el test se ha
utilizado en muchísimas ocasiones para demostrar que el índice de validación personal no
puede ser utilizado en ningún caso para pretender validar de manera científica un test
psicológico. También se ha utilizado a menudo para demostrar la falsedad del horóscopo
y las cartas astrales, siempre redactados como los informes de Forer, en términos tan
genéricos y vagos que el usuario medio suele estar dispuesto a validarlos personalmente
como buenas descripciones de su personalidad y circunstancias vitales. No parece por
tanto descabellado aplicar la misma medicina cuando hablamos de cómo validar terapias
psicológicas, ya sean éstas offline u online: el índice de validez personal no nos sirve.
Existen muy buenos vídeos del efecto Forer en YouTube (véase p. ej. Brown, s/f) que el
lector encontrará entretenido consultar y seguro le convencerán, si no lo hemos logrado
nosotros aún, de que a la hora de garantizar la fiabilidad y validez de un test, una carta
astral, o una terapia online, la validez personal es un índice del que siempre hay que
desconfiar.
Necesitamos índices más fiables, investigaciones más rigurosas. En la actualidad
están apareciendo cada vez más trabajos científicos en los que se analizan no solo las
dificultades, sino también las posibles soluciones y ventajas de la terapia online, así como
su efectividad y la evidencia empírica que la avala como tratamiento eficaz de según qué
problemas psicológicos. Existe cada vez más literatura especializada que puede animar a
los terapeutas a adentrarse en este campo (p. ej., Botella y cols., 2009; Chester y Glass,
2006). Además, los estándares de la terapia basada en la evidencia (Nathan y Gorman,
2007) están siendo cada vez más aceptados y generalizados en psicología (véase, p. ej.,
Labrador y cols., 2000; 2003; Nathan y cols., 2002; Pérez y cols., 2003). Cabe esperar
por tanto que las nuevas técnicas de terapia online se desarrollen desde sus inicios dentro
de este ámbito de la terapia basada en la evidencia, lo que contribuiría sin duda a una
rápida y eficaz implantación de las mismas, compitiendo fácilmente con muchas de las
terapias tradicionales que no están siendo validadas empíricamente.
A modo de ejemplo, Ricardo Muñoz y sus colegas de la Universidad de California

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en San Francisco realizaron un estudio con 4.000 personas en 74 países diferentes tanto
de habla inglesa como de habla española, que se inscribieron en un programa para dejar
de fumar a través de Internet (Muñoz y cols., 2006). Después de un año, las
intervenciones online habían conseguido un porcentaje de éxito de entre el 20 y el 23%.
Teniendo en cuenta que el éxito de los parches de nicotina suele estar entre el 14 y el
22% no está nada mal lo conseguido por la mucho más barata intervención online.
Muñoz y colaboradores han desarrollado, además, sistemas como el envío automático de
mensajes de email para mejorar la eficacia de esta terapia (Lenert y cols., 2004).
Este tipo de investigaciones son un primer paso importante para lograr acercar la
intervención psicológica a las comunidades que anteriormente no podían tener acceso a
ella. Pero sobre todo, lo propio de la psicología sería el contrastar su eficacia, el liderar
un proceso de implantación de la terapia online que esté siempre basada en la evidencia.
El poder disponer de datos sobre la eficacia de los diferentes tratamientos a través de
Internet proporciona una excelente ventaja a estos procedimientos frente a algunos de los
tratamientos que se utilizan en la terapia tradicional.
La terapia online ha recibido numerosas denominaciones entre las que destacan
términos como terapia online, eTerapia, ciberterapia, telepsicología, telepsicoterapia,
psicoterapia virtual, o terapia basada en web. Hay autores que intentan asociar las
diferentes denominaciones con diferentes tipos de terapia, pero a menudo se utilizan los
diferentes términos de manera bastante equivalente. No obstante, y con vistas a poder
organizar adecuadamente la evaluación de los diversos procedimientos de terapia online,
algunos autores han señalado la conveniencia de diferenciar los diversos tipos de terapia
en función del nivel de interacción y de comunicación que se establece con el paciente.
Podríamos distinguir por ejemplo entre webs estáticas informativas (en cuyo caso
estaríamos hablando de webs de autoayuda o informativas, más que de terapia online), y
webs interactivas. Dentro de estas últimas podríamos asimismo distinguir entre webs en
las que existe comunicación con el terapeuta y aquellas en las que se interactúa por
ejemplo con otros usuarios, o incluso con un robot (véase Capítulo 6). Y una vez más,
dentro de aquellas en las que existe comunicación con el terapeuta podríamos a su vez
diferenciar entre aquellas en las que la comunicación se realiza en tiempo real y aquellas
en las que se realiza en diferido (Barak y cols., 2008).
En un muy recomendable meta-análisis en el que incluyeron 92 estudios
publicados sobre los diferentes tipos y la efectividad de la terapia online, Barak y
colaboradores (2008) pudieron establecer que la terapia online es, por término medio, tan
efectiva como la terapia presencial, y que de entre los diferentes tipos de terapia online,
la terapia basada en web es tan efectiva como la eTerapia administrada por el terapeuta.
En este sentido hay que matizar que tal y como ya advierten los propios autores, esto no
significa que ambas terapias sean igualmente efectivas en cualquier paciente y ante
cualquier problema. Existen problemas que se solucionan adecuadamente por medio de
una información rigurosa y bien presentada en una página web, así como por medio de
ejercicios y actividades preparados convenientemente por el terapeuta para ser
autoejecutados vía Internet. Hay otros problemas que requieren de un mayor contacto e

59
interacción con el terapeuta. Lo que puede estar ocurriendo es que las personas que
requieren de un menor contacto con el terapeuta son de alguna manera conscientes de
ello y eligen ellas mismas ese tipo de tratamiento más anónimo y flexible que pueden
administrarse ellas mismas a través de Internet, por lo que este resultado sobre la
equivalente eficacia de ambos tipos de terapia podría estar quizá reflejando una
confusión de variables. Aún es demasiado pronto para poder disponer de los estudios que
serían necesarios para contestar a estas preguntas adicionales, pero no cabe duda de que
este tipo de análisis está arrojando de momento una visión bastante prometedora en
cuanto a las posibilidades futuras de la terapia online.
Barak y sus colaboradores (2008) pudieron detectar también que hay diversos
aspectos que pueden ser incorporados y pueden mejorar la efectividad de la terapia.
Entre ellos destaca por ejemplo la utilización de recordatorios enviados por correo
electrónico para los pacientes que utilizan la terapia autoadministrada a través de una
página web. Otra conclusión del meta-análisis realizado por estos autores es que resulta
más eficaz la terapia online cuando es individual que cuando es en grupo. Por último,
otra conclusión del meta-análisis de Barak y colaboradores es que la terapia online resulta
especialmente efectiva y duradera con los problemas de ansiedad y estrés. En el siguiente
apartado nos detendremos en ellos.

2.2.2. Miedos, fobias y ansiedades

Son las terapias de ansiedad, miedos y fobias lo que más se ha utilizado y lo que mejor
está funcionando vía Internet. No es de extrañar, si tenemos en cuenta que son también
los problemas que fuera de Internet tienen mejor pronóstico terapéutico. En realidad, es
la evolución más lógica del tratamiento de las fobias. Desde el experimento original de
Watson y Rayner (1920) con el pequeño Albert, y los estudios más básicos de
contracondicionamiento en el laboratorio humano y animal (véase p. ej. Martin y Pear,
2007; Wolpe, 1958) las técnicas desarrolladas por la psicología del aprendizaje y la
psicología clínica cognitivoconductual para el tratamiento de las fobias han solido hacer
buen uso de la imaginación como técnica terapéutica, por lo que proponer ahora su uso
vía Internet no es sino la consecuencia más natural posible. Esto permite, además,
aprovechar las ventajas de ambos mundos. Pero veamos primero cómo funciona la
técnica básica para el tratamiento tradicional de las fobias.
La idea básica es bien sencilla. Las fobias se deben al condicionamiento del miedo.
Éste se produce cuando un estímulo condicionado inicialmente neutro se asocia con un
estímulo incondicionado que provoca dolor u otra sensación física desagradable. Tras
producirse juntos los dos estímulos en unas cuantas ocasiones llega un momento en que
el estímulo que inicialmente era neutro se condiciona, convirtiéndose en un predictor de
dolor o de sensaciones desagradables y produce, por tanto, la reacción de miedo. En el

60
experimento de Watson y Rayner (1920) el estímulo inicialmente neutro que se
condicionó como estímulo de miedo fue una ratita blanca a la que el pequeño Albert no
mostraba ningún miedo sino que en todo caso le gustaba jugar con ella. El estímulo
incondicionado fue un ruido fuerte que hacía llorar a Albert. Tras presentar a Albert los
dos estímulos emparejados durante varios ensayos llegó un momento en que Albert
sentía miedo y comenzaba a llorar nada más ver la rata blanca. Además, este llanto se
generalizaba a otros estímulos similares como el algodón o los peluches.
Una vez creada la fobia en el laboratorio y demostrado su mecanismo de
generación se hacía necesario crear una técnica de contracondicionamiento, es decir, una
técnica que creara el condicionamiento contrario, de modo que, los estímulos que habían
sido asociados con eventos dolorosos o desagradables pudieran asociarse ahora con
estímulos apetitivos, tales como juguetes o situaciones relajantes y placenteras, y
pasaran, por medio de esta técnica de contracondicionamiento, a provocar una respuesta
contraria al miedo, es decir, una respuesta de relajación y agradable (o al menos, neutra).
Se han realizado experimentos de contracondicionamiento en numerosos laboratorios de
todo el mundo y todavía hoy es un procedimiento con numerosas implicaciones y
ampliamente utilizado, tanto con humanos como con animales (Jones, 1924; Martin y
Pear, 2007; Wolpe, 1958).
En pocas palabras, el contracondicionamiento consiste en que, una vez que un
estímulo se ha condicionado como estímulo de miedo (o de otro tipo) posteriormente lo
asociamos con un estímulo de signo contrario. Se trata, por una parte, de extinguir el
miedo que causa el estímulo (para esto es necesario únicamente exponer al individuo al
estímulo condicionado en ausencia del incondicionado), y por otra, si podemos además
asociarlo a un estímulo de valencia contraria, es decir, apetitiva, tanto mejor. Como
estímulo incondicionado de valencia contraria suele utilizarse la relajación. Al quedar
ahora asociada la relajación con el estímulo condicionado que provocaba miedo, esto
hará que el estímulo condicionado pase a provocar relajación en lugar de miedo. Este
proceso de contracondicionamiento del miedo se ha mostrado sumamente efectivo en
laboratorio y lo que es más importante, también en terapia, donde es conocido con el
nombre de desensibilización sistemática (Wolpe, 1958).
A la hora de realizar una desensibilización sistemática se utilizan normalmente
estímulos imaginarios. Por ejemplo, a una persona que tiene fobia a los perros podríamos
en principio situarla frente a un perro de verdad para que se extinga su miedo, pero
también podemos enfrentarla a situaciones imaginarias que le provoquen la reacción de
miedo. Para ello, después de haberle enseñado a relajarse, y mientras se encuentra
cómodamente tumbada y relajada, podríamos decirle algo como, “imagínese que está
ante la casa de un amigo que le ha invitado a cenar y oye ladrar al perro dentro de la
casa”. Imaginar esta escena provocará los síntomas de miedo en el paciente, por lo que
inmediatamente le ayudaremos a volver al estado de relajación, hasta que poco a poco
logre asociar esa escena imaginaria con la relajación fisiológica en lugar de con el miedo.
De manera paulatina, iremos enseñándole a asociar el estímulo que le produce miedo (en
este caso los perros) con sensaciones de relajación en lugar de sensaciones de ansiedad.

61
Poco a poco, y según vaya aprendiendo a dominar la ansiedad ante cada una de las
situaciones que le presentemos de manera imaginaria, iremos planteándole nuevos
episodios imaginarios, aumentando lentamente el nivel de ansiedad que producen, pero
sin pasar nunca a un nivel superior de imágenes productoras de ansiedad sin haber
dominado previamente el nivel inmediatamente inferior en la jerarquía de miedos del
paciente. Es decir, ahora ya no se trataría de imaginar el ladrido del perro dentro de la
casa de un amigo, sino de pedirle, por ejemplo, que se imagine que está ante la casa de
un cliente y que el perro sale corriendo a recibirle. Con cada nueva situación imaginada
iremos aumentando la intensidad del miedo que queremos producir pero también iremos
enseñando paulatinamente al paciente a relajarse mejor en presencia de la nueva imagen
de miedo. Siguiendo con el ejemplo anterior, solo cuando nuestro paciente sea
perfectamente capaz de asociar el ladrido imaginario del perro de su amigo con el estado
de relajación podremos pedirle que imagine que el perro de un cliente sale a recibirle
mostrándole los dientes y gruñendo. Normalmente dejaremos para el final situaciones
como la del perro que está guardando el rebaño en mitad del camino rural por el que el
paciente no tiene más remedio que pasar para lograr volver al caserío antes de que se
haga de noche y estalle la tormenta que se avecina por el horizonte.
Evidentemente, esta terapia a base de peligros imaginarios y técnicas de relajación
es mucho más sencilla y cómoda que la terapia con los estímulos reales: no necesitamos
ir a un hotel canino para quitar el miedo a los perros, ni montarnos en un avión con el
paciente para quitarle el miedo a volar. Pero esta terapia suele hallar siempre sus mayores
dificultades en la fase de transferencia y nunca podrá ser tan efectiva como puede ser
tomar el avión con el paciente o pasear con él por un camino rural donde los perros
anden sueltos cuidando sus rebaños. ¿Podemos estar seguros de que tras terminar la
terapia exitosamente en la consulta del psicólogo ese paciente va a ir al campo y no va a
sentir miedo al ver a un perro? ¿Será capaz de tomar un avión? La solución podría estar
en aplicar una desensibilización en vivo, pero esto siempre será mucho más costoso y
complicado, si no imposible en cantidad de situaciones.
El lector probablemente habrá imaginado ya fácilmente cuál es por tanto el
siguiente eslabón lógico y natural en la evolución de estas terapias. Si el uso de técnicas
basadas en la imaginación es efectivo pero poco generalizable, y el uso de técnicas en
vivo generaliza mejor pero es costoso y difícil de aplicar, en el término medio es donde
estará, como siempre, la virtud. Efectivamente, a día de hoy disponemos de todo un
universo de tecnologías de la información que pueden situarse a medio camino entre la
imaginación y el mundo real. Estas técnicas pueden facilitarnos mucho la terapia
haciendo que situaciones ficticias e imaginarias sean mucho más reales y vívidas. Podrían
llegar a ser tan baratas y sencillas de utilizar como las técnicas basadas en la imaginación,
y al mismo tiempo tan efectivas como la exposición al estímulo real, en campo abierto. Y
si la terapia la hiciéramos además vía Internet ni siquiera necesitaríamos que el paciente
se desplazara hasta la consulta, ni contar con una sala habilitada para la terapia.
Hablamos por supuesto de las técnicas de realidad virtual, realidad aumentada, y
videojuegos en 3D que producen una la sensación bastante real y que generan reacciones

62
emocionales que son reales. Además, una alternativa bastante practica y efectiva consiste
en realizar parte de la terapia en Internet (con estímulos imaginarios y realidad virtual) y
parte de la terapia en la consulta del psicólogo, con lo cual nos aseguramos las ventajas
de ambos mundos y se reducen al máximo los costes.

2.2.3. Realidad virtual y realidad aumentada

La realidad virtual es un mundo creado por ordenador en el que el usuario tiene la


sensación de estar inmerso, y sin embargo conscientemente sabe que ese mundo no es
real. Por tanto, un paciente con miedo a los aviones que se encuentre dentro de uno de
estos mundos virtuales podrá sentir miedo, incluso pánico, y todos los síntomas físicos
del mismo, y sin embargo le resultará relativamente sencillo tranquilizarse y recordarse a
sí mismo una y otra vez “no es real, es solo una ilusión”. Podrá por tanto, experimentar
la respuesta condicionada de miedo como si estuviera en contacto con el estímulo real, y
sin embargo podrá recuperar mucho más rápidamente la respuesta de relajación, tan
necesaria para la terapia, al ser consciente de que se trata de una vivencia imaginaria.
La realidad virtual no resultó demasiado efectiva como técnica terapéutica en sus
orígenes y fue abandonada durante algunos años (véase Riva, 2002, para una revisión).
Posiblemente los estímulos no eran aún suficientemente realistas o no estaban adaptados
al contexto terapéutico, pero las cosas están mejorando enormemente, especialmente si
nos referimos al tratamiento de las fobias, que como ya hemos indicado es uno de los
problemas que tienen mejor pronóstico. En nuestro país, el equipo de investigación
formado por Cristina Botella, Rosa Baños, y sus colegas, ha realizado numerosas
experiencias clínicas utilizando con éxito estas tecnologías para tratar miedos y fobias de
lo más diversos (véase Botella y cols., 2007, para una revisión en español). Utilizan para
ello software que han diseñado e implementado en el contexto de sus investigaciones y
que incluye, desde una habitación con las puertas y ventanas cerradas para tratar la
claustrofobia, hasta una playa paradisiaca para fomentar las sensaciones de relajación o
un ascensor al que podemos añadirle la simulación de una avería con solo pulsar un
botón. Podemos además añadir efectos tales como tormenta o arco iris, y en definitiva
preparar ambientes “a medida” para numerosos tipos de pacientes y problemas
diferentes.
En sus diferentes publicaciones este equipo de investigadores ha mostrado, por
ejemplo, que las personas con miedo a las arañas suelen preferir la terapia con realidad
virtual a la terapia en vivo (esta última siempre impone más respeto; García-Palacios y
cols., 2002), y han mostrado también la efectividad de la realidad virtual para tratar
problemas como la claustrofobia (Botella y cols., 1999; 2000), y el miedo a volar (Baños
y cols., 2001). Algunos de estos procedimientos están disponibles en la página web del
grupo de investigación para su utilización vía Internet, como el procedimiento

63
“Háblame”, desarrollado para el tratamiento online del miedo a hablar en público (véase
Labpsitec, s/f). Además, la autoadministración de este programa vía Internet por el
propio usuario ha resultado ser tan eficaz como cuando lo administra el terapeuta, lo cual
abarata enormemente el tratamiento de este tipo de problemas (p. ej., Botella y cols.,
2008a, 2008b, 2009; véase también Slater y cols., 2006, para otro ejemplo de
tratamiento del miedo a hablar en público utilizando realidad virtual). Otros trastornos en
los que se han utilizado con éxito terapéutico las técnicas de realidad virtual son los
trastornos de la alimentación, tales como la anorexia y la bulimia (Gutiérrez-Maldonado y
cols., 2006; Perpiñá y cols., 2000; 2003), el tratamiento del dolor agudo (Hoffman y
cols., 2003), la ansiedad ante los exámenes (Alsina-Jurnet y cols., 2007) y el tabaquismo
(Lee y cols., 2003).
Los diferentes estudios realizados por este grupo de Valencia y por otros muchos
laboratorios en el resto del mundo (p. ej., Anderson y cols., 2004) están mostrando que
la utilización de la realidad virtual en terapia es efectiva. Cuando se compara este tipo de
terapia con uno de los controles más clásicos para evaluar la eficacia de un tratamiento,
el control de lista de espera, se observa que la realidad virtual mejora significativamente
las variables críticas en el grupo sometido al tratamiento frente al grupo de personas,
idéntico en todos los demás factores, que constituye la lista de espera (p. ej., Botella y
cols., 2007). Aunque resulte sorprendente a día de hoy, no todas las terapias que se
utilizan en la consulta tradicional cara a cara están avaladas por condiciones mínimas de
control científico como lo están siendo estas nuevas aplicaciones web (véase Nathan y
Gorman, 2007).
Por último, cabe destacar a favor de estas técnicas de terapia a distancia basadas
en la realidad virtual que no solo empiezan a ser ya una realidad de la que pueden
beneficiarse colectivos rurales y aislados, sino que también evidentemente favorecen a
personas con pocos recursos económicos o con poca disponibilidad de tiempo para
acercarse a la consulta del terapeuta. Esto contribuye a llevar la salud mental allá donde
existe la necesidad, y contribuye también a la detección temprana de los problemas, con
lo que el beneficio final para la sociedad no solo en términos de bienestar psicológico,
sino incluso en términos económicos y de ahorro para la sanidad pública y privada es
considerable. En el último capítulo, dedicado a la convivencia con robots, veremos
también algunos ejemplos sobre cómo puede utilizarse la realidad virtual para el cambio
de actitudes en la sociedad, tales como campañas de concienciación ciudadana contra la
violencia machista (Slater y cols., 2010).
Y si somos capaces de seguir imaginando el desarrollo de estas técnicas solo un
pequeño paso más allá en el futuro inmediato, y visualizar los próximos avances en
investigación y desarrollo, podremos hacernos una idea de las numerosas aplicaciones y
situaciones nuevas a las que pueden aplicarse y a las que la psicología nunca antes había
soñado con poder llegar. Cabe destacar a este respecto, por su extraordinaria novedad y
por sus implicaciones para el futuro de la psicología, los avances que a día de hoy se
están logrando con la preparación mental de las misiones espaciales a Marte vía Internet
y con técnicas de realidad virtual. El proyecto EARTH (Emotional Activities Related to

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Health using Virtual Reality), forma parte del programa internacional Mars500, que
simula un viaje espacial a Marte de 500 días de duración. Tal y como se muestra en el
sitio web de la Agencia Espacial Europea, uno de los principales problemas del viaje a
Marte es el psicológico (véase Figura 2.2). El proyecto EARTH, está liderado por los
investigadores Rosa Baños, de la Universidad de Valencia, Cristina Botella, de la
Universidad Jaime I de Castellón, y Mariano Alcañiz, de la Universidad Politécnica de
Valencia. Su objetivo será mantener la salud mental de los astronautas durante los 500
días que deberán permanecer aislados en esta simulación de un viaje de ida y vuelta al
planeta rojo (más información sobre este proyecto en la página web del grupo de
investigación, Labpsitec, s/f).
La realidad aumentada, por otro lado, presenta ventajas similares y que pueden ser
incluso superiores a las de la realidad virtual en algunos casos. Por ejemplo, así como
para tratar el miedo al avión puede ser muy conveniente la utilización de un mundo
virtual en el que el usuario puede llegar a creer que se encuentra dentro del avión, para
tratar el miedo a las arañas o a las cucarachas podríamos tener al usuario sabiendo que se
encuentra en el despacho del terapeuta, viendo los muebles reales, los objetos, las
personas, todo, e introducir de pronto una araña virtual en mitad de la escena, tal y como
se muestra en la Figura 2.3. Se trataría de realidad aumentada, una técnica en pleno
desarrollo en la actualidad que consiste en que, por medio de una serie de cámaras que
combinan el escenario real en el que se encuentra el usuario y las imágenes y efectos
especiales creados por ordenador, el usuario vive una realidad aumentada en la que se
mezcla realidad y fantasía. Se añaden lo mismo muebles que insectos que precipicios o
personas al contexto real en el que se encuentra el usuario. Esto a menudo produce una
sensación más real que la realidad virtual, puesto que el hecho de que el contexto en el
que se desarrolla la escena sea real magnifica el efecto. Dentro de muy poco tiempo será
posible que el paciente viva esta realidad aumentada incluso en su casa, cuando estas
técnicas estén ya lo suficientemente extendidas como para ser explotadas vía Internet.

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Figura 2.2. Página web del proyecto Mars500, de la Agencia Espacial Europea. El proyecto cuenta con
psicólogos españoles para asegurar la salud mental de los astronautas durante los 500 días de duración del viaje.
Consulta realizada el 3 de junio de 2011.

66
Figura 2.3. Realidad aumentada para tratar la fobia a las cucarachas. La imagen pertenece al trabajo de Botella y
colaboradores (2005).

Ejemplos de cómo este tipo de técnicas pueden engañar al cerebro humano


haciéndole creer que vive realidades que son solo imaginarias hace tiempo que se
comercializan en parques temáticos como Epcot, uno de los principales parques
temáticos de Disney en Orlando (Estados Unidos). Subir a una cápsula espacial rodeados
de controles, mandos y palancas, y con los correspondientes arneses de seguridad
sujetándonos fuertemente al asiento, sentir cómo nos van inclinando con cápsula incluida
hasta alcanzar la posición horizontal y pasar por toda la cuenta atrás del lanzamiento
mientras vemos “el exterior” a través de una pequeña ventanita en la que se proyectan
imágenes en vertical, de la torre de lanzamiento, a velocidad de vértigo, para observar
después cómo la tierra a nuestros pies se aleja sin remedio, marea. Marea físicamente a
muchas personas. Y produce vértigo. Y hace cerrar los ojos. Pero al mismo tiempo el
usuario sabe que se trata de una simulación y vuelve a abrirlos finalmente, para
encontrarse con una nueva visión. Una visión que es la más bella y estremecedora que el
ser humano puede llegar a imaginar. Aquel punto azul pálido que tan bien describió Carl
Sagan se va desvaneciendo. Pero estamos jugando con técnicas que mezclan realidad y
ficción de una forma cada vez más creíble, por lo que basta con que en la pantalla que

67
hace de ventana al mundo exterior aparezca un meteorito, o que el aterrizaje en la luna
sea menos dócil y pausado de lo que nos hubiera gustado, para que volvamos a cerrar los
ojos y a agarrarnos fuertemente al arnés de seguridad.
Como el lector habrá podido suponer, el simulador que se utiliza en Epcot no es
aún tan real como lo hemos dibujado aquí. La realidad ha sido también “aumentada” en
estas páginas para dar al lector una idea de cómo las capacidades imaginativas de su
cerebro podrían ser aprovechadas al máximo con este tipo de técnicas. Supongamos por
tanto que han pasado ya unos pocos años, las técnicas de realidad virtual y de realidad
aumentada que estamos describiendo en estas páginas han sido mejoradas y
perfeccionadas al máximo, pueden además ser utilizadas vía Internet y resultan
prácticamente indistinguibles de la realidad. ¿Existe mejor forma de aplicar una
desensibilización sistemática contra el miedo a volar que introducirnos en un simulador
de realidad virtual una y otra vez hasta que logremos dominar nuestros miedos?
Imaginemos una adaptación sencilla y asequible de estos artilugios que acabamos de
describir y empezaremos a vislumbrar el tipo de aparatos que se utilizan ya hoy en día en
la consulta psicológica para tratar el miedo a volar (uno de los más comunes), el miedo a
las arañas, a los ascensores, a hablar en público, y otros muchos miedos. Imaginemos
que además tenemos al paciente conectado desde su casa y tendremos ya el ejemplo
perfecto de teleterapia, o como prefiramos llamarla, y en condiciones óptimas de
funcionamiento. Cucarachas de realidad aumentada campando a sus anchas por el sofá
de la sala, un ascensor de realidad virtual en el descansillo de la escalera (previo permiso
de la comunidad), o un aula magna universitaria con 200 o 300 alumnos de primero de
carrera, aumentados y bien ruidosos, para quitar el miedo a hablar en público. ¿Miedo?
¿Quién dijo miedo?

2.2.4. Internet y el futuro de la psicología

No en vano se prepara la mayoría de edad de estas técnicas de realidad virtual y


aumentada en un momento en que el modelo tradicional de terapia personalizada ha sido
puesto en tela de juicio y ha quedado patente que no va a poder jamás dar respuesta al
objetivo para el que fue creado, léase, reducir la incidencia de la enfermedad mental en la
población. En un artículo que está logrando un gran impacto y un impresionante revuelo
en todos los círculos psicológicos, el que fuera presidente de la American Psychological
Association, la mayor asociación de psicólogos del planeta, Alan Kazdin, junto con la
psicóloga investigadora Stacey Blase (Kazdin y Blase, 2011), proponen “resetear” (o
“rebootear”, si se prefiere este otro término informático) la psicología clínica. En el
artículo analizan los autores cómo el número de psicoterapeutas existentes es
manifiestamente insuficiente para hacerse cargo de todos los problemas y personas a los
que la psicología aplicada, en general, dice dar (o querer dar) respuesta.

68
Basta leer unas pocas estadísticas sobre la incidencia de los problemas mentales
más comunes y realizar unos pocos cálculos matemáticos para tener que reconocer, con
Kazdin y Blase, que no cuadran los números. Solo en Estados Unidos hay actualmente
unos 75 millones de personas al año que cumplen alguno de los criterios diagnósticos
para requerir asistencia psicológica. El número de terapeutas registrados en la actualidad
es de 700.000. Incluso aunque las estadísticas que utilizan los autores no sean 100%
certeras, es evidente que las cifras no cuadran. A estas cifras además hay que sumar que
el porcentaje de gente que puede beneficiarse de una terapia personalizada se limita a
aquellos que viven en grandes ciudades y tienen recursos económicos holgados. Las
diferentes razas y culturas son también fuente de diferencias sociales a la hora de poder
acceder a la psicoterapia personal, por no hablar de aspectos adicionales como la edad, la
cantidad de tiempo libre o la disponibilidad de automóvil o transporte público para poder
desplazarse hasta la consulta del terapeuta. Hay que “resetear” la psicoterapia, dicen
Kazdin y Blase (2011). Como hacemos con el ordenador cuando no queda más remedio
que pulsar “reiniciar” y comenzar desde cero, así hemos de hacer con la psicología
clínica.
La psicoterapia tradicional, cara a cara, y personalizada, solo puede llegar a un
porcentaje ínfimo de las personas que necesitan ayuda. No estamos cumpliendo los
psicólogos el objetivo que prometemos cumplir a la sociedad. Es necesario buscar
soluciones. Una de ellas, no la única, pero sí una que se prevé pueda dar respuesta a
muchos de estos problemas pasa por el uso de las nuevas tecnologías, como Internet y
los smartphones, para mejorar el bienestar psicológico de la sociedad, y es esta la
solución que, como es lógico, queremos enfatizar en estas páginas (recomendamos muy
encarecidamente al lector profundizar también en las demás posibles soluciones que
aportan Kazdin y Blase, todas ellas altamente interesantes). Las nuevas tecnologías van a
ser, sin duda alguna, uno de los principales contextos terapéuticos del futuro. En el
Capítulo 6, dedicado a los robots, discutiremos alguna otra posibilidad.
Así como cuando alguien que quiere invitar a los amigos a una cena en casa puede
elegir entre comprarse un libro de cocina, comprar unos pinchos y unas tapas en el bar
de abajo, o encargar el catering de una empresa especializada, así también cuando
alguien desea solucionar un problema de ansiedad, o de insomnio, o de tabaquismo, o de
tantas otras cosas, deberíamos ser capaces los psicólogos de poder ofrecerle diferentes
servicios, según los casos y situaciones. Si quiere terapia personalizada, de acuerdo, pero
si quiere unos consejos de autoayuda que sepamos que funcionan, ¿por qué no? Por
poner un ejemplo que ya introducíamos en el Capítulo 1, no todos los casos de uso
excesivo de Internet requieren una consulta personalizada. Más bien, la mayoría no la
requieren. Muchos problemas sexuales, como veremos en el siguiente apartado, y
especialmente la prevención de muchos de ellos, puede también (y probablemente debe)
tener lugar a través de Internet y a través de información que hagamos llegar a la
sociedad utilizando todos los medios a nuestro alcance. Escribiendo libros, produciendo
vídeos, formando a maestros, a periodistas, a jueces, a asociaciones de padres para que
ellos, a su vez, puedan ser artífices de la prevención y el cambio, podremos lograr una

69
sociedad que, en general, sea menos vulnerable a la enfermedad mental.
Y por qué no, ya que reseteamos la psicología clínica, atrevámonos a resetear toda
la psicología educativa, deportiva, organizacional… de igual manera. Existen cada vez
más programas de autoayuda basados en la evidencia científica que sabemos que
funcionan y que podrían administrarse por Internet sin ningún problema (para una
revisión crítica de estos procedimientos véase Harwood y L’Abate, 2010). Hay
reticencias (como es lógico) entre los terapeutas más tradicionales, pero en esto Internet
deberá jugar, sin duda, un gran papel en el próximo futuro. Si logramos desarrollar
buenas técnicas de prevención y de terapia para ser administradas a través de Internet, tal
y como se ha mostrado, por ejemplo, con los casos de realidad virtual y realidad
aumentada que hemos descrito en las páginas precedentes, estaremos a un paso de lograr
lo que Kazdin y Blase (2011) están vislumbrado, tan convincentemente, como el futuro
de la psicología.
El hecho de que se administren las terapias y la autoayuda a través de Internet no
debería reducir su calidad. Al contrario, es importante demostrar que el tratamiento o
programa que planteamos funciona, y aportar la evidencia científica necesaria para no
seguir causando el escepticismo que tan a menudo han generado (y siguen generando) las
intervenciones psicológicas en la sociedad (véase Lilienfeld, 2012). No es cuestión, por
supuesto, de promover la autoayuda en contra de la terapia personalizada, sino las
terapias basadas en la evidencia, sean del tipo que sean, frente a las que no están
avaladas por la evidencia científica. Una vez logremos esto solo será cuestión de
atrevernos a pulsar “reiniciar” para poder avanzar hacia una sociedad tecnológica a la vez
que mentalmente sana.
Martin Seligman, el padre de la psicología positiva, sugiere incluso que no nos
conformemos con librarnos de la depresión, la ansiedad, las fobias, los problemas
mentales. El objetivo de la psicología no es lograr una sociedad que no esté enferma, sino
lograr una sociedad feliz. Seligman y sus colegas (2005) han puesto a prueba
recientemente la posibilidad de aplicar diversos procedimientos de psicología positiva a
través de Internet, sin intervención de terapeuta humano. Y el resultado es que funcionan
perfectamente, funcionan mejor que el placebo, lo cual significa que funcionan mejor que
muchas de las terapias tradicionales. Y sirven para hacer a la gente más feliz. ¿Qué más
se puede pedir?
Es evidente que la psicología está en este momento en una posición inmejorable
para, aprovechando las ventajas que le ofrece la tecnología, lograr por fin un verdadero
impacto positivo en nuestra sociedad y llegar además a todos los rincones del planeta. En
esta empresa están embarcados, como estamos viendo, no solo Seligman y Kazdin, sino
también otro de los grandes gurús de la psicología actual, Daniel Gilbert. Aunque Gilbert
se ha centrado más por el momento en las aplicaciones móviles para smartphones que en
Internet como tal, estas variantes en la tecnología que utilizan los grandes líderes de la
psicología actual no son sino pequeñas variaciones en la forma que toma la misma idea
de fondo, que no es otra que el empeño en lograr llevar la ciencia psicológica allá donde
haya una necesidad.

70
La apuesta de Gilbert es el proyecto Track your happiness. Consiste en evaluar y
promover la felicidad de la gente en tiempo real, a través de una mini-encuesta para
iPhone a la que los voluntarios contestan varias veces al día, y en la que indican cosas
tan sencillas como qué están haciendo en ese momento, cómo de felices se sienten en ese
preciso instante, y en qué están pensando (Killingsworth y Gilbert, 2010). Curiosamente,
lo que más determina la felicidad de la gente no es lo que está haciendo sino lo que está
pensando. Más concretamente, lo que más correlaciona con la felicidad es el estar
centrado en el aquí y ahora. El estar disperso, pensando en otras cosas, nos hace
infelices. O, tomando el propio título del artículo que publicaron Killingsworth y Gilbert
en la revista Science con los primeros resultados del proyecto, “una mente dispersa nos
hace infelices”. Lo bueno además es que la felicidad se puede potenciar bastante con
aplicaciones para smartphones ya que, al preguntarnos qué hacemos en cada momento y
en qué pensamos y cuál es nuestro grado de felicidad, la propia aplicación nos hace ser
conscientes y nos ayuda a fomentar aquellas actividades y pensamientos que más
contribuyen a nuestra propia felicidad (véase Figura 2.4).
A la vez que estas técnicas están surgiendo muchas otras relacionadas, como el
enviar mensajes en tiempo real al fumador que lucha por abandonar su hábito, al
agorafóbico que se adentra solo en la ciudad con la única compañía de su smartphone, al
estudiante que necesita apoyo para adquirir unos buenos hábitos de estudio, al depresivo
que se hunde en un momento dado. El proceso funciona en tiempo real y el hecho de
enviar mensajes preparados en respuesta a las sensaciones de estrés, ansiedad, malestar,
que indique el usuario pinchando en los respectivos iconos en un momento u otro puede
ser bastante automatizado y puede también combinarse con mensajes más personalizados
en determinados momentos (p. ej., Boschen, 2009; Morris y cols., 2010). En cualquier
caso lo que estamos mostrando son únicamente ejemplos de cómo las nuevas tecnologías
van a resetear la psicología (si es que aún no lo han hecho). Autores de la talla de
Kazdin, Seligman o Gilbert están ya en ello.

71
Figura 2.4. Página web del catedrático de Harvard Daniel Gilbert, donde podemos apuntarnos para formar parte
con el iPhone del proyecto Track your happiness. Consulta realizada el 18 de agosto de 2011.

2.3. El sexo en Internet

En el momento en que comenzamos a hablar de Internet y salud mental surge siempre un


tema recurrente y que es sinónimo del miedo que produce generalmente Internet en
círculos psicológicos y de asociaciones de padres, terapeutas y maestros: el sexo online.
¿Hasta qué punto debemos preocuparnos?
En una revisión muy completa de la literatura sobre el impacto de Internet en la
sexualidad realizada recientemente, se ha observado que la sexualidad online se ha
convertido en algo relativamente rutinario para amplios sectores de la población
occidental (Döring, 2009), algo que viene a confirmar datos de estudios previos que ya
mostraban por ejemplo que para el 92% de los usuarios de sitios sexuales online, el
cibersexo no pasa de ser un entretenimiento similar al que tradicionalmente han
proporcionado las revistas pornográficas (Cooper y cols., 1999). Las actividades sexuales
online no son, como podríamos esperar, una especie de pseudo-sexualidad pasiva e
independiente de la sexualidad normal, sino que están íntimamente relacionadas con el
sexo “de verdad”. La gente utiliza las webs de contenido sexual para conocer a posibles
contactos sexuales reales de manera rápida y eficaz, para dar a conocer negocios sexuales

72
offline, aprender sobre sexualidad, probar experiencias nuevas o conocer a personas con
orientación sexual minoritaria, o para masturbarse, utilizando para ello tanto imágenes
como vídeos o chats erótico-pornográficos con otro usuario o con profesionales del sexo.
Según Döring (2009), utilizada adecuadamente, Internet puede proporcionar al usuario la
satisfacción de sus necesidades sexuales de manera constructiva, puede facilitar las
habilidades de comunicación sexual en una relación de pareja, permite mejorar los
conocimientos sobre sexualidad y sexo seguro, y permite discutir asuntos delicados con
otras personas de manera anónima. A menudo se utiliza incluso en terapia sexual. Sin
embargo, resulta muy importante recordar también que “el compromiso socialmente
responsable con la sexualidad online que enfatiza el crecimiento personal y no causa
daños ni a uno mismo ni a los demás es algo que no podemos dar por sentado, sino que
demanda la adquisición de una serie de competencias que no todos los usuarios de
Internet poseen igualmente” (Döring, 2009, p. 1091).
Solía ser bastante frecuente hace unos años, pero incluso hoy en día sigue
existiendo también una corriente de opinión bastante generalizada, según la cual el sexo
virtual es siempre patológico. Esta postura plantea algunos problemas desde el punto de
vista científico. Incluso en el supuesto de que alguien descubriera una correlación entre
cibersexo y patología, sería necesario demostrar que la relación causal es “cibersexo
produce patología” y no la contraria o una tercera variable que influya en las dos. Hay
muchos factores que podrían provocar esa correlación; por ejemplo, que personas con
alguna patología recurran al cibersexo porque tienen más problemas para conocer a una
pareja en la vida real.
Pero quizá haya incluso un problema más básico aún. Lo primero que tendríamos
que hacer para poder defender esta postura, y que sorprendentemente no siempre se
hace, es definir muy claramente qué entendemos por patológico y proporcionar pruebas
que avalen esta opinión. Desgraciadamente, la definición de patología muy a menudo
depende de valores culturales más que de valores científicos. No es lo mismo lo que la
gente considera patológico en un país o en otro, ni un momento u otro, ni lo que
consideran patológico ciertos sectores de una misma sociedad o país, comparados con
otros sectores de esa misma sociedad o país. Estos criterios no son criterios científicos
sino criterios que están definidos en función del lugar, el momento, y la cultura concreta
en la que nos encontramos. No podemos utilizarlos para saber cuándo una persona
necesita tratamiento psicológico y cuándo no. Sería en realidad una forma de
pseudociencia el asumir que porque un determinado comportamiento sexual nos parezca
escandaloso en una sociedad determinada y en un tiempo determinado eso significa que
sea patológico. Curiosamente, existen investigaciones que indican que los diagnósticos de
patología sexual a menudo dependen de los valores del terapeuta (Hecker y cols., 1995).
Algo está funcionando realmente mal si los diagnósticos de patologías dependen de
variables del terapeuta más que de variables del paciente.
Para paliar en lo posible este tipo de problemas, el consenso alcanzado dentro de la
psicología científica suele ser el de clasificar una conducta como patológica cuando hace
daño al individuo o a otras personas. En consonancia con esto, la definición que la

73
mayoría de los investigadores están poco a poco adoptado para considerar patológico o
no el sexo virtual es la siguiente: si la conducta sexual online deteriora aspectos de la vida
del individuo o de las personas con las que se relaciona, entonces debemos considerar
que se trata de una patología. Por el contrario, cuando el individuo utiliza Internet para
satisfacer una curiosidad, para informarse de cuestiones sexuales de manera anónima y
desinhibida, para poner en práctica alguna fantasía que sería peligroso llevar a la práctica
en el mundo real, o como simple entretenimiento… y si nada de esto interfiere con otras
áreas de la vida del individuo ni hace daño a terceras personas, no debemos hablar de
patología sino de curiosidad y exploración, casi siempre sana, de la sexualidad. Muchos
autores proponen por tanto considerar el comportamiento sexual online no como algo
bueno o malo en sí mismo, sino como un continuo que puede ir desde la simple
curiosidad hasta el comportamiento verdaderamente patológico (p. ej., Cooper y cols.,
1999; Döring, 2009).
Hemos encontrado, en relación con esto, un dato de lo más curioso que nos
resistimos a omitir. De la misma manera que la gente suele verse a sí misma con ojos
mucho más benévolos que a otras personas (Pronin, 2008), o que tiende a creer, por
ejemplo, que el libre albedrío de que disfruta es mayor del que disfrutan los demás
(Pronin y Kugler, 2010), resulta que también la mayoría de nosotros solemos dar por
sentado que determinados aspectos de Internet que no percibimos como perjudiciales
para nosotros mismos, sí creemos que son, sin embargo, peligrosos y perjudiciales para
los demás (p. ej., Lee y Tamborini, 2005). Extraiga el lector sus propias conclusiones.
No pretendemos decir con esto que no existan casos de sexualidad patológica,
tanto online como offline, que puedan requerir tratamiento. Las disfunciones sexuales
han sido de hecho documentadas en numerosas ocasiones (véase p. ej. Cáceres, 2001;
Cooper y cols., 1999), pero son los manuales de psicología clínica los que deben
ocuparse de ellas. No hay, en principio, motivo alguno para abordarlas al hablar de
Internet.
Hay sin embargo, un colectivo que nos preocupa bastante, y que sí deberíamos al
menos considerar con relación a Internet y a los criterios que hemos mencionado, puesto
que sí podría estar siendo víctima de algunos de los posibles efectos perjudiciales de la
Internet sexual. Es, como cabe suponer, el colectivo de los más jóvenes, los niños y
adolescentes que están aún formando su personalidad, sus preferencias y actitudes,
modelando su futuro, y lo están haciendo mientras navegan por la Red. ¿Hasta qué punto
está Internet en estos casos influyendo en el resultado? ¿Hace daño el sexo virtual a los
adolescentes?
Antes de profundizar en cómo podría afectar Internet a la futura salud sexual de
las generaciones más jóvenes, quizá merezca la pena detenernos un momento en
comentar algunos datos adicionales de la revisión de Döring (2009) que mencionábamos
al principio del apartado y que nos servirán para situar la posible problemática del sexo en
Internet en su dimensión real. En primer lugar constatamos que las páginas pornográficas
suponen aproximadamente el 1% del contenido de Internet. Es decir, son muchos
millones de páginas, pero son en realidad muy poco representativas de lo que es Internet

74
en general. Estos datos contrastan muy marcadamente con todos los informes alarmistas
publicados a mediados de los noventa en los que se afirmaba que Internet estaba
“inundado de pornografía” (Rimm, 1995). No sembremos alarmas innecesariamente. Los
términos sex y pornography son muy buscados en los motores de búsqueda pero
tampoco son, ni mucho menos, los más buscados, tal y como pretenden hacernos creer
algunos medios. Constatamos también que uno de los aspectos que más nos preocupan
habitualmente, como es la existencia de pederastas que operan en Internet, es grave, pero
está sin embargo más controlado de lo que a primera vista puede parecer. Hay que tener
en cuenta en primer lugar que es difícil que la gente se encuentre sin querer con
pornografía infantil mientras navega por la Red. En realidad, tal y como indica Döring
(2009) es difícil de encontrar por usuarios sin experiencia, dado que es ilegal en la
mayoría de los países. Comentarios igualmente tranquilizadores a este respecto podemos
encontrar en entrevistas a miembros de la Brigada de Investigación Tecnológica de la
Policía Nacional (Sánchez Vallejo, 2002), o del FBI estadounidense (Curry, 2000). En
general parece haber bastante consenso en que no hay ahora más pederastas que antes,
sino que son mucho más visibles y por tanto también están más controlados y resulta
más fácil dar con ellos. La falsa sensación de anonimato que proporciona la Red hace
que muchos individuos que antes mantenían su pedofilia en secreto se aventuren ahora a
comunicarse con otras personas que tienen inclinaciones similares. Según la policía esto
es bueno, puesto que así es mucho más fácil saber quiénes son.
Otro dato importante a tener en cuenta es que, además, los porcentajes de uso de
sitios pornográficos en Internet están bajando con el tiempo: en 1997 el 17% de las
búsquedas de Internet estaban relacionadas con el sexo pero en 2001 este porcentaje
había bajado al 9%. En 2004 se situaba ya en el 4% (Spink y cols., 2006). Es un dato
conocido hace tiempo que sigue confirmándose: la mayoría de la gente, aunque lo
pruebe, se aburre del cibersexo (Manning y cols., 1997).
Como ya comentábamos en el Capítulo 1, la novedad es un aliciente importante en
todo ser humano y no es de extrañar en absoluto que los primeros años en los que se
generalizó el uso de Internet estuvieran regidos por ella. No hay duda de que este mismo
principio ha de aplicarse también al sexo online. El sexo virtual en los años noventa era
algo que nunca antes había conocido el ser humano; había incluso quien asociaba
Internet casi exclusivamente con cibersexo. Pero con el tiempo es absolutamente normal
también que vaya perdiendo interés y que su uso vaya descendiendo hacia niveles mucho
más modestos. Las principales razones que esgrime la gente a la hora de explicar su
utilización de pornografía en Internet son curiosidad, estimulación sexual, masturbación y
enriquecimiento de la vida sexual con su pareja real (Goodson y cols., 2001).
Por todo ello, pero sobre todo por el atractivo que ejerce en los más jóvenes la
novedad y la curiosidad, es de esperar que siempre haya alguna generación de jóvenes
probando el sexo virtual mientras la generación anterior empieza a aburrirse de él. No
deberíamos, por tanto, despreciar del todo los posibles efectos de Internet sobre los más
jóvenes, pues serían precisamente ellos la generación expuesta al mayor riesgo y
podríamos preguntarnos incluso si puede estar influyendo Internet en la formación de las

75
preferencias sexuales de las nuevas generaciones. A continuación abordaremos esta y
otras cuestiones relacionadas. Existen aún muy pocos datos fiables al respecto pero
empiezan a publicarse ya algunos estudios longitudinales, por ejemplo, en los que se
observa que la exposición temprana a sitios web de contenido sexual predice el grado de
permisividad y de prácticas sexuales de los adolescentes (Brown y L’Engle, 2009).
Son muchos los autores que han alertado del posible peligro que pueden correr los
niños en Internet. Si bien el uso de Internet es positivo para ellos en general, y puede
favorecer su integración tanto en la escuela como en diferentes actividades sociales y de
ocio, siempre conviene recordar que en la Red, al igual que fuera de ella, es necesario
que los padres estén atentos a lo que hacen sus hijos, con quién se relacionan y en qué se
entretienen (García-Piña, 2008). No pretendemos aquí indicar con esto que la Red sea
más peligrosa que el mundo real, pero seguro que tampoco lo es menos. En realidad el
tipo de peligros que les esperan en el mundo real y el virtual son muy diferentes pero
nunca deberíamos bajar la guardia en Internet (tampoco en la calle).
A modo de ejemplo, cuando nos preocupa el tipo de amistades con las que se
juntan los adolescentes en la calle estamos probablemente preocupados por el hecho de
que un amigo pueda iniciarlos en el consumo de drogas o prestarles una motocicleta que
conducirán de forma temeraria. En Internet lógicamente nos preocupan otras cosas. Hay
por ejemplo datos que indican que el 25% de los adolescentes afirma haberse encontrado
con material pornográfico en la Red en alguna ocasión sin buscarlo (Mitchell y cols.,
2003). Deberíamos por tanto charlar con ellos e interesarnos por los sitios de Internet
que visitan, lo que encuentran, lo que les interesa… y también por sus conversaciones
con otros usuarios que quizá pudieran introducir a nuestro hijo o hija en relaciones
pornográficas, sacarle datos, fotografías, o secretos adolescentes que podrían costarle
después serios problemas. La existencia de filtros y programas educativos que ayudan al
adolescente a defenderse de todos estos posibles problemas constituye sin duda un gran
apoyo (Dombrowski y cols., 2007) pero no debería ser el único.
Diversos autores se han preguntado si la desinhibición que impera en determinados
sitios de Internet (p. ej., utilización de lenguaje obsceno) puede estar influyendo sobre el
estilo verbal de los jóvenes en la vida real, o si la visualización de fotografías y vídeos
eróticos podría influenciar sus actitudes hacia el sexo, haciéndoles incluso que
determinadas desviaciones que se muestran en Internet les parezcan un aspecto normal
de la sexualidad (p. ej., Chou, 2005). ¿Puede haber algo de cierto en ello?
No deseamos sembrar ninguna alarma y queremos, antes que nada, dejar muy
claro que los datos que tenemos son muy escasos. Internet es relativamente nueva, está
cambiando mucho, y es ahora cuando empiezan a investigarse con rigor los efectos del
cibersexo. Sin embargo, y teniendo en cuenta principios generales de la psicología
observados y demostrados en numerosos laboratorios independientemente de Internet,
podemos suponer que sería bastante sencillo que se estuvieran condicionando
preferencias sexuales en niños, adolescentes, incluso en adultos por medio de Internet.
Diversos experimentos ya clásicos en la historia de la psicología han mostrado, por
ejemplo, que basta asociar una serie de fotografías neutras con fotografías eróticas para

76
que las fotografías neutras acaben provocando reacciones de excitación sexual en las
personas que han pasado por la experiencia asociativa (p. ej., Rachman y Hodgson,
1968). Es relativamente fácil provocar así, por ejemplo, que una persona se excite ante la
imagen de unos zapatos, algo que en principio no es un objeto erótico (excepto para las
personas que lo han asociado con excitación sexual) y que sin embargo es frecuente
encontrarlo como objeto erótico en numerosos casos de fetichismo. Para otra persona,
en cambio, el objeto de deseo que se condiciona podría ser cualquier otro, totalmente
diferente de los zapatos, con tal de que haya sido asociado a la excitación sexual. En
algunos casos esto puede dar problemas. Los experimentos que han mostrado este
proceso de desarrollo de fetichismo se han servido de personas normales como sujetos
experimentales, lo que indica que se trata de una reacción aprendida, no innata, y que se
puede producir en cualquier persona que se exponga a una situación similar.
En principio no parece implausible que se puedan estar condicionando de manera
parecida a través de Internet estas y otras desviaciones sexuales, o parafilias, como los
expertos prefieren llamarlas (p. ej., Cáceres, 2001). No parece en realidad nada
descabellado asumir que ese tipo de condicionamiento se pueda estar produciendo hoy en
día en muchos sitios web de manera bastante incontrolada y con consecuencias
imprevisibles. Es un simple condicionamiento lo que se necesita para ello, algo que es
absolutamente general y que se produce en todas las especies animales, incluida la
humana. Recuerden cómo salivaba el perro de Pavlov al escuchar un sonido que a nadie
más le hacía salivar; el perro, sin embargo, había pasado por la experiencia del
condicionamiento en la que el sonido se asociaba con comida, exactamente igual que el
humano que en el experimento del fetichismo que describíamos hace un momento
asociaba zapatos con excitación sexual, o incluso el protagonista de novela que asocia el
sabor de una magdalena con la felicidad de la infancia y, años después, cuando toma una
magdalena que no había tomado desde entonces se siente el hombre más feliz de la
Tierra y ni siquiera sabe por qué. El condicionamiento siempre se produce. Pavlov lo
sabía, y Proust también, es una de las formas más básicas de aprendizaje de cualquier
humano o animal (Matute, 2003b; Matute y Vadillo, 2009). Es conveniente que los
internautas también lo sepan.
Hay otro experimento en el que quisiéramos también detenernos un poco.
Realizado recientemente, sobre los efectos de la Internet sexual, y más concretamente
sobre los efectos de la exposición a pornografía infantil en estudiantes universitarios (Paul
y Linz, 2008), tiene el valor de ser uno de los pocos experimentos (no investigaciones
correlacionales o de campo, sino experimentos de laboratorio) sobre este tema, lo que
significa que en este caso sí podemos conocer el orden y la relación causal existente entre
los factores implicados. No debería sorprendernos el resultado obtenido, debido a todo lo
que ya hemos comentado, pero lo cierto es que nos asusta comprobar cómo se cumplen
algunas de las predicciones que hacíamos hace un momento a partir de investigaciones
clásicas y con tan pocos datos en la mano.
Los participantes del grupo experimental fueron estudiantes universitarios
normales, hombres y mujeres, a los que se les expuso a imágenes pornográficas de chicas

77
con aspecto de ser menores de edad. El grupo control fue otro grupo de universitarios,
equivalentes a los primeros pero que recibieron exposición a pornografía adulta.
Posteriormente se les administró a todos ellos una tarea de decisión léxica, de uso
habitual en psicología experimental (p. ej., Rubenstein y cols., 1970). En esta tarea se
van presentando grupos de letras y los participantes deben indicar rápidamente si son o
no una palabra. En este experimento algunas de las palabras eran de contenido sexual. Lo
interesante es que inmediatamente antes de las palabras (p. ej., tejado) y de las pseudo-
palabras (p. ej., tudebi) se mostraban imágenes neutras. Algunas de las imágenes eran
fotografías neutras de niñas, otras de flores o de violines, otras de mujeres adultas. Los
participantes del grupo experimental, pero no los del control, reconocían mucho más
rápido las palabras sexuales, tales como “excitación” o “erótica”, cuando venían
precedidas de imágenes de niñas.
Da la impresión, por tanto, de que se ha formado en poco tiempo una asociación
entre sexo e imágenes de niñas. Es probable que no se trate de un condicionamiento
duradero sino de una asociación episódica que desaparecerá nada más terminar el
experimento, pero sería bueno investigar si los efectos se mantienen después de una o
dos semanas. Si así fuera, podríamos estar quizá ante un inicio de condicionamiento
pedófilo, aunque en principio parece poco probable que una intervención tan breve pueda
tener consecuencias más allá del tiempo de duración del experimento. Los datos deben
invitar no obstante a cierta cautela. Podría ser conveniente investigar la duración de este
efecto para poder estar seguros de su inocuidad.
Independientemente de los posibles efectos de Internet en el condicionamiento de
parafilias, podemos preguntarnos cómo afecta Internet, y el posible condicionamiento, en
la puesta en práctica de diversos comportamientos. Tenemos muy pocos datos aún. No
podemos estar seguros, por ejemplo, de cómo la facilidad de información y de acceso a
todas las desviaciones y delitos sexuales que proporciona Internet puede estar influyendo
en los adultos actuales y en las personas más jóvenes que se acercan a la Red antes de
haber desarrollado sus propios hábitos y preferencias sexuales. No pretendemos decir
que todas las personas que se acercan al sexo virtual, o las que condicionan fantasías
potencialmente peligrosas inducidas por determinados sitios web vayan a sufrir
necesariamente problemas o vayan a llevar a la práctica comportamientos violentos,
delictivos, o peligrosos para ellos o para otras personas. En principio deberían ser
capaces de contracondicionar ellas mismas esas fantasías o al menos de evitar llevarlas a
la práctica. Por el momento al menos no se ha observado correlación entre el consumo
de pornografía y la práctica de las actividades delictivas (Frei y cols., 2005; Popovic,
2007), lo cual es un dato que tranquiliza bastante. Sabemos que existe y que se produce
el condicionamiento sexual, pero el condicionamiento y la fantasía son una parte integral,
y en principio sana, de la sexualidad humana, que no tiene por qué llevarse a la práctica
cuando es dañino. En la mayoría de los casos, el miedo al peligro (o vergüenza o culpa)
que conlleva poner en práctica determinadas fantasías y condicionamientos es suficiente
motivación para que la persona implicada haga esfuerzos por extinguir ese tipo de
preferencias y condicionar en cambio otro tipo de hábitos sexuales más saludables en la

78
vida real. No obstante, diversos autores han advertido también de que el caso de Internet
podría ser diferente, dado que se encuentra a medio camino entre la fantasía y la
realidad. La ausencia de peligro real en la Red permite mantener y alargar la fantasía,
intercambiar fantasías con otras personas que las comparten y las complementan, lo que
podría quizá dar origen a hábitos y preferencias más fuertemente condicionados que
aquellos adquiridos en solitario (véase p. ej., Durkin y Bryant, 1995). Es importante que
los psicólogos logremos hacer llegar a estas personas que se trata de un comportamiento
y unas preferencias aprendidas (condicionadas), y que, como tales, se pueden
desaprender e incluso contracondicionar si resultan problemáticas. De lo contrario
podrían pensar que son así, o que se trata de un “defecto de nacimiento” contra el que
no pueden hacer nada.
A veces el disponer de esa información podría ser suficiente para que puedan
lograrlo por sí mismos, y esto puede ser muy positivo, ya que como decíamos
anteriormente es necesario empezar a hacer una psicología que pueda llegar a la
sociedad, diversificando los métodos y procedimientos de aplicación y que complemente,
siempre que sea posible, a la terapia individualizada de la que solo unos pocos se
benefician en la actualidad (véase Kazdin y Blase, 2011). En otros casos, sin embargo,
será necesario buscar la ayuda de un terapeuta profesional. En cualquier caso, el hecho
de hacerles conscientes a estas personas de que se trata de un aprendizaje de
preferencias y hacerles llegar la información sobre cómo se condicionan estas
preferencias y hábitos debería ayudarles a poder detectar el posible problema por sí
mismos y a buscar la solución más conveniente en cada caso.
Para finalizar este capítulo sobre Internet y salud mental, nos parece importante
mencionar también que, independientemente de cómo pueda influir Internet en la
sexualidad y el desarrollo de preferencias sexuales de los más jóvenes, se han publicado
también numerosos estudios acerca de los posibles problemas de salud mental que podría
estar provocando la utilización del sexo online en los adolescentes, ya que la utilización
de sitios de contenido sexual parece estar asociada con mayores índices de ansiedad e
inseguridad, así como actitudes negativas hacia el matrimonio y la familia (Lam y Chan,
2007; Peter y Valkenburg, 2008).
Pero como recordará el lector, cuando en las páginas precedentes discutíamos si el
mero uso de Internet puede causar soledad, depresión, y otra serie de problemas
psicológicos ya comentábamos que incluso aunque llegara a demostrarse una correlación
perfecta entre Internet y cualquiera de estas variables, esto no nos permitiría establecer el
sentido de la causalidad. No sabríamos si Internet produce depresión y soledad o si las
personas deprimidas y solitarias se refugian en Internet (en el supuesto, claro, de que se
demostrara que el número de personas deprimidas y solitarias es mayor en Internet que
fuera de la Red, algo muy difícil de demostrar en el mundo actual en el que la mayoría
de la gente de los países occidentales, y excepto situaciones concretas debidas a la edad,
falta de recursos económicos, o algún otro factor debilitante, utiliza Internet). Nos
encontramos por tanto en una situación parecida cuando hablamos de los efectos de la
sexualidad online sobre la salud mental de los adolescentes. Si se demuestra claramente la

79
asociación entre ambos factores, ¿es la sexualidad online la que produce los problemas o
son los adolescentes con problemas los que más utilizan el sexo virtual? Por desgracia no
lo sabemos. Incluso como comentábamos anteriormente, es posible que un tercer factor
esté provocando estos dos. Desde esta falta de información preferimos dejar la pregunta
abierta y destacar, como casi siempre, la necesidad de más investigación rigurosa sobre
estos temas.

80
3
Impacto psicológico de los videojuegos

Si se pregunta al ciudadano medio acerca de los principales cambios que Internet y las
nuevas tecnologías han provocado en su vida, es probable que responda mencionando
cómo el email u otras aplicaciones telemáticas han alterado su forma de trabajar, de
realizar trámites administrativos, hacer compras y un largo etcétera. Sin embargo,
posiblemente sea el ocio, y no el trabajo o los servicios, el ámbito de nuestras vidas que
más profundamente se ha visto alterado como resultado de estas tecnologías. De hecho,
mucho antes de que surgieran la web y el correo electrónico, antes incluso de que se
popularizara la compra de ordenadores personales, la industria del ocio ya comercializaba
con éxito todo tipo de videojuegos, videoconsolas y máquinas diversas para salones
recreativos. No cabe duda de que la disponibilidad de esta alternativa de ocio ha calado
en nuestras vidas con efectos positivos, en algunos casos, y probablemente negativos en
otros. En cualquier caso, la investigación psicológica realizada durante los últimos años
permite ya dar respuesta a algunas cuestiones de interés en relación con el impacto de los
videojuegos: ¿Por qué jugamos? ¿Elegimos diferentes juegos en función de nuestra
personalidad, cogniciones o sentimientos? ¿Qué efectos tienen los videojuegos sobre
nuestra forma de pensar, sentir y actuar?
Con el desarrollo de la World Wide Web y el creciente acceso de la población
general a Internet, el mundo de los videojuegos ha experimentado un crecimiento aún
mayor. El juego deja de ser una actividad solitaria y se convierte en un lugar de
encuentro con otros jugadores, a menudo de diferentes contextos sociales y culturales. El
entorno virtual en que estos juegos tienen lugar se convierte así en una suerte de segunda
realidad en la que los jugadores se relacionan con otras personas de formas diversas que
van de la competición a la más desinteresada colaboración. Como se verá a lo largo del
presente capítulo esta modalidad de juegos presenta sus propias particularidades y
merece un estudio psicológico detallado. Precisamente, durante los últimos cinco años el
estudio de los procesos psicosociales involucrados en los juegos se ha convertido en
objeto de un gran interés, convirtiéndose en una de las áreas de investigación más
prometedoras de cara a los próximos años.

81
3.1. Motivación y rasgos de personalidad de los jugadores habituales

Antes de pasar a detallar cuál es el impacto que los videojuegos tienen en nuestras vidas,
cabría preguntarse por qué estos juegos tienen tanto éxito en la actualidad. En otras
palabras, ¿qué buscamos en los videojuegos? ¿Cuál es nuestra motivación para dedicarles
una parte tan grande, a veces incluso excesiva, de nuestro tiempo libre? ¿Qué rasgos de
un juego son los que lo hacen más atractivo para sus usuarios? La respuesta a estas
preguntas y otras similares reviste un especial interés para los psicólogos y para otros
profesionales, no siempre con fines altruistas. En primer lugar, muchos de los estudios
realizados en este ámbito son fomentados por las propias empresas de software que se
dedican a diseñar los videojuegos. En nuestra sociedad de consumo, la industria de los
videojuegos es una importante fuente de riqueza. No es casualidad que, junto a los
tradicionales anuncios de juguetes y perfumes, la publicidad navideña de los últimos años
nos haya sorprendido con una profusión de anuncios sobre juegos para ordenador y
videoconsolas. En este contexto, es normal que las compañías de software estén
interesadas en conocer cuáles son los factores motivacionales que llevan a la gente a
comprar un videojuego y a recomendarlo a sus familiares y allegados. Igualmente
importantes son los datos demográficos que revelan qué tipo de personas (en términos de
edad, género, nivel sociocultural o económico e incluso personalidad) son los principales
consumidores de cada tipo de juego (Grifftiths y cols., 2004) y cuáles son las estrategias
comerciales (anuncios, demos gratuitas, etc.) que mejor se ajustan a cada tipo de cliente
potencial (Teng y cols., 2007).
Esta necesidad de detectar rápidamente cuáles son los intereses de los
consumidores es aún más apremiante en la actualidad debido al auge de los juegos online
multijugador, tales como el conocido World of Warcraft, ya que parte del atractivo de
estos videojuegos reside en el hecho de que cuenten con muchos jugadores, a menudo
millones. De ahí que se los conozca habitualmente con el nombre de “juegos online
masivamente multijugador”. Cuantos más jugadores tenga un juego de este tipo más fácil
es que otros jugadores se adhieran a él; por tanto, conseguir un éxito relativamente rápido
y una respuesta masiva se convierte en una meta importante para las empresas que
diseñan estos juegos. Cualquier estudio empírico sobre las razones que llevan al jugador
a dedicar su tiempo a uno u otro juego (véase, p. ej., Lin y cols., 2007) es
extremadamente valioso para las empresas que los comercializan.
Afortunadamente, no todos los estudios psicológicos relacionados con los
videojuegos tienen una orientación tan comercial. Como se verá en el Capítulo 4,
dedicado al e-learning y al aprendizaje asistido por ordenador, muchos educadores,
psicólogos e ingenieros están realizando un esfuerzo ímprobo por desarrollar programas
educativos que permitan a los alumnos aprender mediante el uso de videojuegos que
puedan resultarles entretenidos, de forma que aprendan con un esfuerzo menor que el
necesario en la actualidad o que simplemente se sientan más motivados y entusiasmados
con el estudio de algunas asignaturas. Sin embargo, muchos de estos proyectos fracasan

82
a menudo sencillamente porque los estudiantes no se divierten con estos juegos. Sin
duda, el hecho de conocer con detalle cuáles son los aspectos de un videojuego que lo
hacen divertido y entretenido, ayudará a diseñar mejores programas educativos en el
futuro (Karakus y cols., 2008).
En los estudios que se han realizado sobre las razones que llevan a las personas a
utilizar un videojuego se han propuesto diversos listados de motivos. En el Cuadro 3.1
puede encontrarse un resumen de varios ejemplos representativos de este tipo de
listados. Entre los motivos más frecuentemente citados como razones para comprar y
utilizar juegos se encuentran la diversión, la evasión de la monotonía y de los problemas
cotidianos, la competitividad, la superación de retos, la búsqueda de emociones y la
simple curiosidad. Contra los estereotipos que sugieren una imagen de los jugadores
como personas solitarias, tímidas y patológicamente introvertidas, la necesidad de
afiliación y la interacción social parecen ser un factor fundamental entre los aficionados a
los juegos online multijugador (Griffiths y cols., 2003; Jansz y Tanis, 2007).

Cuadro 3.1. Motivos para el uso de videojuegos según diversos autores

Por supuesto, los factores más relevantes difieren dependiendo del tipo de juego
específico: los motivos para jugar a videojuegos de acción pueden ser muy diferentes de
los motivos para participar en juegos de rol o en juegos de estrategia. Por ejemplo, en el
caso de los first-person shooter (juegos de acción como Doom o Quake en los que el
jugador tiene que abatir al enemigo viendo la escena desde la perspectiva del
protagonista) la competición y el deseo de superarse parecen ser, junto con la simple
necesidad de diversión, los principales motivos que subyacen al juego (Jansz y Tanis,
2007). Algunos estudios también parecen indicar que este tipo de videojuegos resulta
especialmente atractivo para personas agresivas (Lemmens y cols., 2006). Sin embargo,
entre las personas que juegan a los first-person shooters por Internet y que pertenecen a
comunidades de jugadores (generalmente, jugadores semi-profesionales) uno de los
principales motivos para jugar es la propia interacción social (Jansz y Tanis, 2007).

83
Las razones para jugar también son notablemente diferentes en función del sexo, lo
que hace que hombres y mujeres suelan consumir juegos diferentes. El Cuadro 3.2
muestra los resultados de un estudio (Karakus y cols., 2008) en los que los participantes
tenían que marcar a qué categoría pertenecían sus tres juegos favoritos. Al parecer las
mujeres valoran que los juegos tengan valor instructivo, mientras que los hombres
valoran más que un juego sea entretenido, competitivo y que permita jugar con otras
personas. Esto les lleva a utilizar diferentes juegos: mientras que entre los hombres
predominan los juegos de carreras de coches, los first-person shooters y los juegos de
deportes, entre las mujeres son más populares los juegos de aventuras, especialmente
Super Mario y Zelda, y los juegos de tipo puzle, tales como Tetris o Brain Training.
Finalmente, otra serie de estudios pretende descubrir no ya cuáles son las razones
que llevan a las personas a jugar, sino más bien cuáles son los aspectos del videojuego
que determinan el grado de satisfacción del usuario. Algunos de estos estudios se centran
en características muy generales de los videojuegos que los hacen especialmente
atractivos. Por ejemplo, un determinante fundamental del éxito de un videojuego es su
nivel de complejidad. En general, los videojuegos más motivantes son aquellos que
presentan un nivel de dificultad intermedio: el juego ideal no puede ser ni demasiado fácil
ni demasiado difícil, ya sea en términos de carga cognitiva o de esfuerzo físico (Lin y
cols., 2007).
También resulta crucial el grado en el que los usuarios pueden imbuirse en el
mundo artificial del videojuego (es decir, hasta qué punto tienen la impresión de estar
dentro del juego) y el grado en el que el entorno responde a sus acciones; es decir, el
grado en el que el jugador se percibe como un agente causal relevante de los
acontecimientos que tienen lugar en el videojuego (Weibel y cols., 2008). Es muy posible
que todos estos factores influyan en el nivel de diversión aumentando lo que los
estudiosos de la motivación llaman experiencia de flujo (Csikszentmihalyi, 1990): se
trata de un estado en el cual uno se siente atrapado por una tarea que supone un reto
óptimo, que plantea unas exigencias altas pero no demasiado elevadas, y que invita a
perder la noción del tiempo. Los juegos que responden clara y rápidamente a las
intervenciones del jugador y que tienen lugar en entornos virtuales creíbles favorecen
esta experiencia de flujo.

Cuadro 3.2. Videojuegos preferidos por hombres y mujeres

84
En este sentido, los nuevos dispositivos de juego, pensados para mejorar la
interactividad, brindan unas posibilidades de inmersión que habrían sido impensables
hace tan solo unos años. Actualmente, hay muchos videojuegos que responden
directamente a los movimientos de los jugadores sin necesidades de utilizar controles
complicados (p. ej., los mandos de la consola Wii) e incluso dispositivos que reconocen
el movimiento de los usuarios sin que éstos tengan ningún aparato en sus manos (por
ejemplo, el EyeToy, que utiliza una pequeña cámara de vídeo para identificar los
movimientos del jugador). A la vista de la información anterior, es muy probable que a
medida que se eliminen los aparatos intermediarios entre el jugador y el entorno virtual se
irá mejorando progresivamente el potencial de los juegos para favorecer la experiencia de

85
flujo.
En el caso de los juegos multijugador, un elemento motivacional excepcionalmente
importante es la presencia de otros jugadores humanos en el entorno del videojuego. La
evidencia disponible muestra que los jugadores disfrutan más del juego si creen que se
enfrentan con un adversario humano que si creen que se enfrentan a un personaje
controlado por el ordenador (Weibel y cols., 2008). Probablemente, el enorme éxito de
los actuales juegos online masivamente multijugador se debe, al menos en parte, a que
suponen un espacio social en el que contactar (y competir) con otras personas y no con
simples programas de ordenador. Como podrá comprobar el lector al llegar al Capítulo 6,
dedicado a la interacción con robots, muchos estudios confirman que las personas nos
comportamos de forma diferente cuando creemos que al otro lado hay una persona que
cuando creemos que hay un robot.
Frente a este tipo de estudios que se centra en aclarar el papel que juegan algunas
características muy generales de los videojuegos, otras investigaciones se dirigen más a
estudiar el efecto de pequeños detalles del juego. Por ejemplo, la iluminación general del
entorno virtual o incluso el color de los personajes parece jugar cierto papel en la
motivación de los participantes. En concreto, los participantes se sienten más a gusto con
el videojuego (y juegan mejor) si la iluminación es cálida que si tiene un tono azulado
(Knez y Niedenthal, 2008). De la misma forma, por alguna razón los jugadores cuyos
personajes van vestidos con ropa de color rojo ganan con más frecuencia que aquellos
cuyos personajes van vestidos de azul (Ilie y cols., 2008). Aunque estos estudios, más
específicos y especializados que los anteriores, puedan parecer menos interesantes y sean
relativamente anecdóticos, resultan muy relevantes para la industria del ocio, interesada
en optimizar cada pequeño detalle del videojuego que pueda influir en su aceptación por
parte del público. Dado su interés comercial, cabe esperar que este tipo de investigación
experimente un gran crecimiento en los próximos años.

3.2. Efectos del juego sobre los procesos cognitivos

Hasta fechas muy recientes, las investigaciones de psicología rara vez alcanzaban un gran
impacto en la comunidad científica general. Solo muy de vez en cuando los psicólogos
conseguían publicar los resultados de sus estudios en las dos revistas científicas más
importantes del mundo, Nature y Science. Aún hoy, las contadas ocasiones en las que
eso sucede despiertan siempre un gran interés. Así sucedió en el año 2003, cuando Green
y Bavelier consiguieron publicar en Nature los resultados de una serie de estudios en los
que se demostraba que las personas que juegan habitualmente a videojuegos de acción
presentan una serie de ventajas cognitivas, sobre todo en el procesamiento de la
información visual. Desde entonces se han multiplicado los esfuerzos por entender qué
tipo de funciones cognitivas pueden verse beneficiadas por el uso de videojuegos y cómo

86
tiene lugar este cambio.
Una de las pruebas utilizadas en el estudio de Green y Bavelier (2003) era el efecto
de compatibilidad de flancos, representada en la Figura 3.1. En esta prueba, la tarea de
los participantes es decir si en alguno de los círculos que aparece alrededor del centro
aparece un cuadrado o un rombo. Aparte de la figura crítica que se presente en estos
círculos, se presenta otra figura fuera de los círculos (un distractor) que también puede
tener la forma de un cuadrado o de un rombo. La tarea de los participantes es ignorar
este distractor externo. Sin embargo, normalmente dicho estímulo no se consigue ignorar
completamente, ya que su presentación interfiere con la tarea de detectar el estímulo que
se presenta en los círculos: si el distractor tiene la misma forma que el estímulo a
identificar, la tarea resulta fácil (p. ej., si dentro de uno de los círculos aparece un
cuadrado, es más fácil detectarlo si fuera también aparece un distractor con forma
cuadrada); pero si el distractor y el estímulo crítico tienen diferente forma, entonces la
tarea resulta más difícil. En otras palabras, existe un efecto de compatibilidad entre la
forma del estímulo distractor y la forma del estímulo crítico. Esto demuestra que, a pesar
de que los participantes deberían ignorar el distractor, lo están procesando igualmente y
su presentación está influyendo en cómo se realiza la tarea principal: identificar qué
estímulo aparece dentro de los círculos.
Lo interesante es que este efecto desaparece si la tarea se hace más difícil. Si
dentro de no uno sino varios de los círculos aparece una figura, la tarea de decir si dentro
de ellas hay algún cuadrado o algún rombo deja de verse influida por la presencia de
distractores fuera de los círculos. Lo más probable es que esto se deba a que la tarea
complicada requiere tantos recursos atencionales que ya no es posible prestar atención al
estímulo distractor, con lo cual éste ya no puede interferir ni positiva ni negativamente en
la tarea.
Utilizando esta tarea Green y Bavelier (2003) demostraron que en el caso de los
jugadores habituales el efecto de compatibilidad entre el distractor y el estímulo crítico
seguía presentándose incluso cuando la tarea era compleja. Esto sugiere que los
jugadores poseen una mayor capacidad de atención visual, lo que les permite resolver la
tarea compleja y a la vez prestar atención al distractor irrelevante, algo que resulta muy
difícil para los no jugadores.

87
Figura 3.1. Prueba de compatibilidad de flancos. La tarea de los participantes consiste en decir si dentro de
alguno de los seis círculos aparece un cuadrado o un rombo (estímulo crítico). En el exterior puede aparecer
también un cuadrado o un rombo, pero este estímulo es un distractor que en principio debe ignorarse. En algunas
ocasiones (ensayos compatibles), el estímulo distractor y el crítico coinciden. En otros casos (ensayos
incompatibles), el estímulo distractor y el crítico son diferentes. En general, resulta más fácil y rápido identificar
el estímulo crítico en los ensayos compatibles que en los incompatibles. Sin embargo, si además del estímulo
crítico se presentan otros estímulos en los círculos, entonces el estímulo distractor externo suele dejar de influir
en el tiempo de reacción de los participantes, lo que indica que al aumentar la dificultad ya no se poseen recursos
atencionales suficientes para procesar también el distractor. Sin embargo, Green y Bavelier (2003) demostraron
que esto no sucede en los jugadores habituales, que poseen capacidades atencionales superiores.

Otra de las tareas utilizadas en estos experimentos era la prueba de campo visual
útil, que aparece representada en la Figura 3.2. En cada ensayo, se presenta al
participante un punto de fijación en el centro de la pantalla seguido de un estímulo crítico
que aparece muy brevemente en uno de los ocho brazos que se extienden desde el centro
de la pantalla a los bordes. El estímulo crítico puede aparecer a mayor o menor distancia

88
del punto central. La tarea de los participantes es simplemente decir en qué brazo ha
aparecido el estímulo crítico. Aunque pueda parecer una tarea sencilla, la brevedad con
que se presenta el estímulo crítico (entre 6 y 12 milisegundos) hace que se trate de una
prueba complicada con un nivel de aciertos relativamente bajo. Green y Bavelier (2003)
demostraron que los jugadores acertaban más veces que los no jugadores,
independientemente de la distancia a la que se presentara el estímulo crítico con respecto
al centro. Este resultado es interesante porque el hecho de que los jugadores detectaran
mejor el estímulo crítico incluso cuando aparecía muy lejos del centro sugiere que la
atención de los jugadores mejora en general, incluso en zonas del campo visual que no
suelen utilizarse en los videojuegos de acción.
Tanto en estas como en otras pruebas de atención visual, Green y Bavelier (2003)
observaron que los jugadores habituales superaban sistemáticamente a los no jugadores.
Sin embargo, el problema de estos estudios reside en que no se trata de pruebas
experimentales de la eficacia de los videojuegos para mejorar la atención visual. Aunque
observemos que los jugadores rinden más que los no jugadores, nunca podremos estar
seguros de que es el hecho de jugar lo que hace que los primeros sean superiores. De
hecho, es muy probable que suceda lo contrario: podría darse el caso de que las personas
con mejores habilidades visuales se sintieran más atraídas por los videojuegos y que eso
explicara la aparente relación entre el uso de videojuegos y el mayor rendimiento en las
pruebas de atención visual. Para asegurarse de que el hecho de jugar habitualmente es la
causa (y no el efecto) del mejor rendimiento en estas pruebas es necesario realizar un
estudio experimental. Idealmente, este estudio debería consistir en tomar a un grupo de
participantes que no suelan utilizar videojuegos y dividirlos en dos grupos tan semejantes
como sea posible. A uno de ellos (grupo experimental) se le debería hacer jugar y al otro
(grupo de control) se le propondría una actividad alternativa. Si tras cierto tiempo de
entrenamiento, los participantes del grupo experimental desarrollan su capacidad de
atención visual y los participantes del grupo de control no, entonces podemos estar
seguros de que es el uso de videojuegos el que provoca la mejoría.
Precisamente, en su último experimento Green y Bavelier (2003) realizaron esta
manipulación experimental y demostraron que el hecho de jugar 10 horas a un juego de
acción (Medal of Honor) hacía que mejorase la atención visual del grupo experimental
con relación al grupo de control (que había jugado la misma cantidad de tiempo al
Tetris). Además, el grado de mejoría en las tareas de atención correlacionaba
significativamente con el grado de progreso realizado en el videojuego: los que aprendían
a jugar mejor también veían más aumentada su capacidad de atención visual. Tomados
en su conjunto, estos datos junto con los proporcionados por una serie de estudios
adicionales realizados posteriormente (por ejemplo, Dye y cols., 2009) constituyen una
prueba bastante sólida de que la utilización de videojuegos de acción favorece el
desarrollo de la atención visual.

89
Figura 3.2. Prueba de campo visual útil. En cada ensayo los participantes ven primero un punto de fijación,
seguido de un patrón de cuadrados organizados en ocho aspas que se presenta durante tan solo algunos
milisegundos. Uno de los cuadrados de este patrón contiene un estímulo crítico. Esta pantalla va seguida de un
estímulo máscara (incluido para evitar el posible efecto de cualquier post-imagen). Finalmente, aparecen
representadas las ocho aspas, momento en el cual el participante debe señalar en cuál de las aspas se ha
presentado el estímulo crítico.

Desde la publicación de estos trabajos, muchos otros autores se han interesado por
poner a prueba la generalidad de este fenómeno utilizando otras pruebas cognitivas. En
casi todos estos estudios se observa recurrentemente que los jugadores superan a los no
jugadores en todo tipo de medidas de procesos cognitivos (p. ej., Bartlett y cols., 2009;
Castel y cols., 2005; Feng y cols., 2007). En algunos casos, los resultados son
francamente impresionantes. Por ejemplo, Feng y colaboradores (2007) demostraron que
el mero hecho de jugar 10 horas a un first-person shooter (Medal of Honor) producía
también una mejora significativa de la atención espacial y que, sorprendentemente, esta
mejoría se mantenía incluso 5 meses después. Además, esta pequeña experiencia con el
videojuego servía para eliminar una de las diferencias de género más ampliamente
documentadas en el terreno cognitivo. En general, en los estudios sobre habilidades
visoespaciales suele encontrarse que el rendimiento medio de las mujeres es ligeramente

90
inferior al rendimiento medio de los hombres. Sin embargo, los resultados del
experimento de Feng y colaboradores demostraron que esta diferencia de género
desaparecía completamente después de esas 10 horas de juego.
Aunque la mayor parte de los experimentos se centran en investigar la relación
entre juegos de acción y capacidades perceptivas y motoras, también ha habido intentos
de estudiar los efectos de otro tipo de videojuegos (p. ej., juegos de estrategia o juegos
de puzle) sobre otras capacidades cognitivas, tales como procesos de control ejecutivo,
responsables de funciones tales como la planificación, la activación de información
relevante o la inhibición de procesos distractores. La evidencia disponible parece mostrar
que efectivamente estos juegos podrían tener efectos igualmente beneficiosos en otras
capacidades mentales. Por ejemplo Boot y colaboradores (2008) observaron que los
jugadores habituales podían cambiar de una tarea a otra con más facilidad, eran mejores
al rotar objetos mentalmente, o podían seguir más objetos visualmente al mismo tiempo.
Sin embargo, muchos de estos datos eran puramente correlacionales. En un estudio
relacionado, Basak y colaboradores (2008) observaron que jugar algunas horas a juegos
de estrategia, como Rise of Nations, producía mejoras en varias pruebas psicológicas que
miden funciones ejecutivas. También existe cierta evidencia de que los jugadores
expertos parecen tener mejor pensamiento estratégico (Blumberg y cols., 2008). En
cualquier caso, estos estudios no han arrojado resultados tan claros y consistentes como
los que han estudiado la mejora de la atención visual. Aunque estos resultados parecen
prometedores, es necesario acumular más datos antes de poder afirmar con seguridad
que los videojuegos pueden producir mejoras en procesos psicológicos diferentes de la
atención visual.
Toda esta evidencia sugiere que los videojuegos podrían utilizarse para desarrollar
determinadas destrezas mentales, lo que plantea grandes posibilidades en diferentes
ámbitos de intervención. Por ejemplo, los videojuegos podrían utilizarse como ejercicio
en personas que presentan algún tipo de deficiencia cognitiva, tales como personas de
edad avanzada, enfermos de Alzheimer, pacientes con daños cerebrales adquiridos o
niños con trastornos cognitivos (Clark y cols., 1987; Larose y cols., 1989; Lynch, 1983).
Los videojuegos también podrían utilizarse para mejorar las capacidades perceptivas de
personas cuya profesión requiere unas habilidades excepcionales. Por ejemplo, Gopher y
colaboradores (1994) observaron que los pilotos de aviación israelíes que jugaban a
Space Fortress, un videojuego de naves espaciales, también pilotaban mejor que sus
compañeros, lo que sugiere que la práctica con el videojuego podría utilizarse como
entrenamiento cognitivo de los pilotos aéreos. También hay cierta evidencia de que los
cirujanos que juegan habitualmente a videojuegos operan mejor que los que no juegan
tanto o los que juegan peor. La mayor parte de esta evidencia es correlacional, pero
también hay algún dato experimental que confirma la relación causal entre jugar y ser
mejor cirujano (véase Kato, 2010).
Recientemente se han popularizado diversos juegos, como Brain Training o Big
Brain Academy, que explotando esta idea se anuncian como una especie de “gimnasia
mental” para el desarrollo de las capacidades cognitivas y el mantenimiento general de la

91
salud del cerebro. Aunque no existen pruebas claras de que este tipo de juegos permita
realizar avances significativos, la evidencia revisada anteriormente sugiere que estas
actividades podrían ser beneficiosas. De hecho, como veremos en la sección sobre
videojuegos terapéuticos, están ya en marcha algunos programas de intervención que
pretenden favorecer el desarrollo de habilidades cognitivas o complementar la formación
escolar con estos videojuegos. A pesar de ello, sería deseable que las afirmaciones que
realizan las compañías que comercializan este tipo de productos acerca de su eficacia
como estimulante cognitivo estuvieran respaldadas por pruebas empíricas más sólidas
que las actualmente disponibles. Los escasos datos existentes no arrojan resultados
concluyentes o bien muestran solo pequeñas mejoras, similares a las que podrían lograrse
resolviendo problemas lógicos y matemáticos de lápiz y papel (Sage, 2009). De hecho,
algunas revisiones concluyen que no hay a día de hoy evidencia de que este tipo de
juegos de lógica den lugar a mejorías muy generales. Por supuesto, los jugadores
mejoran en estos juegos; lo hacen cada vez mejor. Pero no parece que esas habilidades
se transfieran fácilmente a otros dominios (Green y Bavelier, 2008).

3.3. Interacciones sociales en los juegos multijugador

Con el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, el mundo de los


videojuegos ha experimentado un cambio radical. La mayor parte de los videojuegos
tradicionales permitía alguna modalidad de juego multijugador, en la que dos o más
personas podían enfrentarse entre sí o bien colaborar en la consecución el algún objetivo.
Sin embargo, el nivel de interactividad que podía lograrse con estos videojuegos era
relativamente limitado: en general, solo se permitía la participación simultánea de un
número pequeño de jugadores y además estos jugadores tenían que participar desde el
mismo terminal o, en el mejor de los casos, desde diferentes terminales pertenecientes a
una misma red doméstica.
Gracias a Internet, los videojuegos multijugador de hoy en día poco o nada tienen
que ver con estas versiones relativamente primitivas. Los juegos actuales permiten que
miles de personas ubicadas en los lugares más remotos participen a la vez en el mismo
videojuego. Como se mencionó en la primera sección de este capítulo, esta modalidad de
juegos online presenta algunas características únicas que la diferencian del resto de
videojuegos. Tanto los factores motivacionales que impulsan a la utilización de este tipo
de juegos como las consecuencias psicológicas de su uso (tanto positivas como negativas)
son marcadamente diferentes, lo que hace que estos videojuegos merezcan un
tratamiento aparte.
Sin duda alguna, los juegos de este tipo más populares en la actualidad son los
conocidos con el poco agraciado nombre de juegos de rol online masivamente
multijugador (MMORPG, por las siglas de su nombre en inglés, massively multiplayer

92
online role-playing games). Probablemente, el ejemplo más exitoso de este tipo de
videojuegos en el momento en que escribimos estas líneas sea World of Warcraft. Sin
embargo, existen multitud de videojuegos con características más o menos similares
(EverQuest, Ogame y un largo etcétera). En general se trata de videojuegos que tienen
lugar en un entorno fantástico y en los que el objetivo principal de los jugadores es
desarrollar el potencial de sus personajes adquiriendo nuevas habilidades o acumulando
recursos. Para lograrlo, deben superar una serie de pruebas, tales como vencer a
monstruos o encontrar objetos perdidos. Lo interesante de estos juegos es que en el
mismo entorno pueden participar miles de personajes a la vez, cada uno de ellos
controlado por un jugador diferente que participa en el juego desde su propio ordenador
conectado a Internet. Los juegos están diseñados para que algunas de las tareas deban
realizarse en equipo entre varios personajes, lo que obliga a los jugadores a establecer
lazos entre sí. En estos equipos, cada uno de los jugadores desempeña un papel
característico, lo que hace que se trate de un entorno muy rico en todo tipo de dinámicas
grupales.
Es este carácter social de los MMORPG, lo que los convierte en un objeto de
estudio muy interesante no solo para la psicología, sino también para otras ciencias de la
conducta humana tales como la sociología o la economía. Por ejemplo, dentro de estos
juegos, los personajes pueden adquirir dinero virtual y utilizarlo para adquirir bienes, lo
que hace que dentro del juego se desarrollen pautas de intercambio que pueden ser
dignas de estudio por parte de los especialistas en economía y de los psicólogos que
estudian el comportamiento financiero. Además, estas economías virtuales interactúan de
forma curiosa con la economía real. Por ejemplo, algunas personas pagan a otras con
dinero real a cambio de bienes o servicios “virtuales” en el mundo del videojuego. De
hecho, existe un tipo de jugadores, los llamados gold-farmers, que se dedica
“profesionalmente” a acumular bienes valiosos dentro del mundo del videojuego
(generalmente, la moneda del videojuego, que suele ser oro; de ahí su nombre) para
después venderlos a otros jugadores a cambio de dinero real.
Desde un punto de vista psicológico, lo interesante de este tipo de videojuegos es
que a diferencia de los tradicionales juegos solitarios que se utilizan sobre todo por
diversión o por el desafío que supone ir superando retos, los MMORPG se utilizan sobre
todo como forma de conocer a otras personas e interactuar con ellas. Según un estudio
de Cole y Griffiths (2007) un 70% de los jugadores habituales dice que suele hacer
buenos amigos en el juego y muchos de ellos (el 55% de las mujeres y el 37% de los
hombres) dice haber conocido en la vida real a personas con las que había contactado
originalmente en el mundo virtual del videojuego. Casi un tercio de los jugadores incluso
reconoce haberse sentido atraído por otro jugador o jugadora.
Dado el anonimato que reina en estos videojuegos, cada jugador puede sentirse
libre de adoptar el rol que desee y de interactuar con los demás jugadores de formas
diferentes. Esto permite que estos entornos sean un medio excelente para experimentar
con nuevas formas de identidad e interacción social, lo que puede ser especialmente
beneficioso para personas que debido a su timidez o pobre autoestima tienen dificultades

93
para relacionarse con los demás. Precisamente, Bessière y colaboradores (2007) han
observado que los jugadores que tienen poca autoestima perciben más atributos positivos
en sus personajes virtuales que en sí mismos. Estas personas pueden utilizar sus
personajes como una versión “mejorada” de sí mismos, más cercana a su yo-ideal, con
la que poder relacionarse con los demás de forma más efectiva y segura. De hecho,
algunos jugadores dicen sentirse más genuinamente “ellos mismos” cuando juegan que
cuando interactúan con otras personas en el mundo real (Cole y Griffiths, 2007). La
relación psicológica entre el jugador y su personaje virtual es tan relevante que están
empezando a diseñarse pruebas psicológicas para medir, por ejemplo, grado de apego
que cada jugador tiene hacia su avatar (Lewis y cols., 2008) o el grado de identificación
con el mismo (Smahel y cols., 2008).
Estos juegos también resultan interesantes para los psicólogos porque en su seno
tienen lugar todo tipo de conductas sociales que pueden ser estudiadas como modelo de
las relaciones interpersonales que tienen lugar en el mundo real. La interacción social
suele ser difícil de estudiar en el laboratorio, lo que hace que la mayor parte de
experimentos de psicología social tenga lugar en contextos muy artificiales. Sin embargo,
es posible utilizar los MMORPG como un laboratorio virtual en el que estudiar las pautas
de interacción de los personajes. Este entorno permite medir muchos de los aspectos más
importantes de la dinámica social, ya que los servidores guardan datos tales como el
número de grupos que se forman o el número y tipo de interacciones que tiene lugar
entre los jugadores. Mediante el análisis de estos datos pueden obtenerse interesantes
ideas sobre la conducta social humana. Por ejemplo, se ha estudiado cómo se integran
los participantes en grupos más o menos grandes según sus intereses puntuales (Chen y
cols., 2008), la respuesta de los jugadores ante las tareas que requieren cierta
interdependencia con el resto de jugadores (Choi y cols., 2007) o incluso las conductas
prosociales que tienen lugar en el ciberespacio (Wang y Wang, 2008).
A pesar de que los MMORPG tienen un gran potencial como medio de interacción
social, algunos investigadores se han preocupado también por las posibles consecuencias
negativas de su uso y sobre todo de su abuso. Si hay aplicaciones que favorezcan el uso
patológico de Internet, seguramente este tipo de videojuegos se encuentra entre los más
peligrosos. El estudio de Cole y Griffiths (2007) anteriormente citado muestra que los
jugadores de MMPORG dedican al videojuego casi 23 horas a la semana de media. Un
3,6% de ellos incluso dice jugar más de 60 horas semanales (véase la Figura 3.3). El
número de horas de juego tiende a ser mayor entre los jugadores más jóvenes, lo que
hace que este colectivo pueda ser tal vez más proclive al juego excesivo. Los propios
jugadores son conscientes de los peligros que esta alta dedicación al juego supone para
sus vidas “reales”, ya que un 20% de los mismos dice que el juego tiene un impacto
negativo sobre sus relaciones fuera del videojuego.
Aunque los datos de Cole y Griffiths (2007) provienen de un estudio correlacional,
un estudio experimental de Smyth (2007) también muestra que los juegos de rol online
pueden tener efectos negativos. En dicho estudio se observó que los participantes a los
que se les asignó jugar a un MMORPG jugaron más tiempo y vieron más afectada su

94
salud (especialmente las horas de sueño). Al finalizar el estudio, estos participantes
opinaban que el videojuego había interferido con sus vidas cotidianas más que los
participantes que habían sido asignados a otro tipo de videojuegos. También hay que
decir que no todos los resultados del experimento fueron negativos: los que jugaron a
MMORPG también dijeron haber disfrutado más con el juego y haber hecho más
amigos.
Estos datos nos invitan a ser conscientes del doble impacto, positivo y negativo,
que tienen este tipo de videojuegos. Aunque desde un punto de vista social pueden ser
una buena herramienta para conocer gente y experimentar con nuevas formas de
relacionarse, también pueden dar lugar a un uso excesivo que interfiera con el resto de
actividades cotidianas de los jugadores. Todo ello sugiere que bien utilizados y haciendo
lo posible por evitar excesos, estos videojuegos pueden resultar beneficiosos. En esta
situación, la investigación futura sobre el tema debería centrarse en determinar de qué
forma pueden potenciarse los aspectos positivos de estos videojuegos a la vez que se
minimiza su impacto negativo en la vida de los jugadores.

Figura 3.3. Horas medias de juego a la semana. El presente gráfico, adaptado de Cole y Griffiths (2007), muestra
el número medio de horas que juegan a la semana los usuarios de juegos MMORPG. Como puede verse, la mayor
parte de los participantes del estudio jugaban entre 0 y 30 horas. Sin embargo, existe un importante número de
participantes que dice jugar más de 40 horas a la semana. Puede observarse que un pequeño porcentaje de
jugadores llega a pasar más de 60 horas semanales jugando.

95
3.4. Juegos violentos y agresión

Como de costumbre, el 20 de abril de 1999 Eric Harris y Dylan Klebold asistieron


al instituto del que eran alumnos, el Columbine High School, en el condado de Jefferson,
Colorado. Aquel día, sin embargo, decidieron cambiar sus apuntes y libros de texto
habituales por dos escopetas y varias armas semiautomáticas con las que mataron a doce
compañeros y a un profesor. Cuando se supo que ambos asesinos eran fanáticos del
conocido juego Doom se desató la polémica con respecto al efecto de la violencia de los
videojuegos. Cada vez que tiene lugar un asesinato múltiple de estas características, se
reabre el debate.
Desde hace décadas, los psicólogos han hecho grandes esfuerzos por entender
cómo influye la violencia que transmiten los medios de comunicación en el
comportamiento de su audiencia. Gracias a este trabajo, se sabe que las agresiones que
vemos en la televisión y en el cine dejan su huella en el espectador, aumentando su
tendencia a la violencia (véase, p. ej., Anderson y Bushman, 2001). El terreno de los
videojuegos se ha desarrollado tan recientemente que el volumen de investigación es
lógicamente mucho más reducido. Sin embargo, algunas características de estos juegos
hacen que su posible impacto sobre la agresividad pueda ser tal vez aún más preocupante
que en el caso de la televisión y las películas. En primer lugar, en el caso de la televisión,
los espectadores pueden observar cómo se cometen actos violentos, pero a diferencia de
lo que sucede en los videojuegos, nunca son ellos mismos quienes ejercen la violencia.
Es probable que el papel activo que desempeña el jugador en un videojuego facilite que
durante el mismo se desarrollen actitudes violentas, más allá de las que se desarrollarían
con la simple observación pasiva de escenas agresivas. En segundo lugar, los análisis de
los videojuegos actuales indican que en ellos se experimentan niveles de violencia mucho
mayores de los que pueden verse en las series o películas habituales.
Algunos de los videojuegos que en su momento han despertado cierto alarmismo
son, por ejemplo, Mortal Kombat, un videojuego clásico de lucha en el que el ganador
puede matar al personaje del oponente al terminar el combate (sacar corazones, arrancar
cabezas y atravesar con todo tipo de pinchos metálicos son solo algunas formas de
hacerlo), o Carmageddon, un videojuego de carreras de coches en el que el jugador debe
atropellar a peatones y destrozar el coche de sus adversarios. Entre los videojuegos más
controvertidos actualmente, destaca el Grand Theft Auto (en sus diversas versiones y
ampliaciones), un juego de acción en el que el personaje principal obtiene puntos
cometiendo delitos y crímenes diversos, desde accidentes de tráfico hasta asesinatos de
policías, pasando por todo tipo de trabajos para la mafia.
Para controlar el posible impacto negativo de estos videojuegos, se han creado
diversas entidades cuyo cometido es evaluar los videojuegos y proponer una edad
mínima que debería tener un jugador para poder usar el videojuego en función de su
nivel de violencia (algo parecido a lo que se hace con las películas con contenidos
violentos). Sin embargo, a menudo las empresas que desarrollan estos productos tratan

96
de quitar hierro al asunto alegando que no hay pruebas convincentes de que los
videojuegos provoquen conductas violentas. De lo contrario, ¿Por qué solo algunas de las
personas que usan estos juegos realizan actos agresivos? En el otro extremo están
quienes simplemente prohibirían este tipo de videojuegos para evitar la “corrupción” de
la juventud. Argumentan que el mero hecho de que algunos delincuentes juveniles sean
aficionados a estos juegos prueba que son dañinos y que, por tanto, su comercialización
debería ser tan ilegal como la de las drogas. En medio de estas posiciones tan airadas y
contrapuestas, ¿a quién debemos creer? Como de costumbre, lo mejor en estas
situaciones es remitirse a la evidencia empírica y a la investigación científica.
Los estudios psicológicos realizados sobre el tema han utilizado diversas
metodologías, cada una de ellas con sus ventajas e inconvenientes. Muchos de ellos se
basan en análisis correlacionales, en los que se observa si el hecho de que una persona
utilice o no juegos violentos está relacionado estadísticamente con su agresividad. Estos
estudios tienen la ventaja de basarse en información del contexto natural (normalmente
recogida por medio de cuestionarios), pero plantean el problema de que no prueban que
exista una relación causal. El hecho de que los jugadores de videojuegos violentos sean
más agresivos, ¿se debe a que los videojuegos violentos provocan agresividad o a que las
personas agresivas prefieren los videojuegos violentos? El segundo tipo de estudios utiliza
una metodología longitudinal: se trata de medir el uso de videojuegos y la agresividad en
diferentes momentos para comprobar si el hecho de jugar en un momento predice el
nivel de agresividad en las siguientes medidas. Esta metodología es una pista mejor para
detectar las relaciones de causalidad porque tiene en cuenta la idea de que las causas
deberían aparecer antes que sus efectos, pero también plantea problemas. En concreto,
no es posible saber si hay un tercer factor (p. ej., las crisis familiares) que esté
provocando tanto el consumo de videojuegos violentos (en un primer momento) como la
agresividad (en momentos posteriores). Para estar seguros de que existe una relación
causal no queda más remedio que realizar un experimento en el que un grupo de
personas debe jugar a un videojuego violento y otro grupo de personas (tan similar al
primero como sea posible) debe jugar a otro tipo de videojuego, sin contenido violento.
Si posteriormente el primer grupo muestra una mayor agresividad que el segundo,
podemos estar seguros de que ha sido el uso del videojuego lo que ha provocado la
agresividad (siempre que todos los demás factores estén bien controlados).
Aunque no todos los estudios realizados con las diversas metodologías han
encontrado una relación positiva entre el uso de videojuegos y la agresividad, la mayor
parte de ellos sí que ha encontrado tal conexión. De hecho, cuando se realiza un meta-
análisis teniendo en consideración conjuntamente toda la evidencia disponible, los
resultados indican que la utilización de videojuegos violentos está relacionada con la
agresividad (Anderson, 2004; Anderson y Bushman, 2001). Este resultado parece
mantenerse tanto en los estudios experimentales como en los no experimentales. La
conclusión de los meta-análisis es que la exposición a videojuegos violentos provoca
cogniciones relacionadas con la agresividad, sentimientos agresivos, conductas agresivas
y activación fisiológica (que puede facilitar la comisión de actos violentos). Además el

97
uso de estos videojuegos también reduce la empatía, es decir, la sensibilidad hacia el
sufrimiento ajeno. Los estudios realizados por otros grupos de investigación dan lugar a
resultados similares (p. ej., Funk y cols., 2004; Gentile y cols., 2004).
Al menos un estudio reciente muestra que algo parecido puede estar sucediendo
con otro tipo de videojuegos. En concreto, parece que los videojuegos de carreras de
coches también provocan mayor agresividad al volante y cierta insensibilidad ante los
riesgos de la conducción temeraria (Fischer y cols., 2007). Esto sugiere que el impacto de
los videojuegos sobre la conducta agresiva no se limita solo a los videojuegos más
agresivos, tales como los first-person shooter, que suelen ser los videojuegos más
estudiados en relación con la conducta violenta.
La situación resulta aún más compleja. No solo se da el caso de que los
videojuegos violentos provocan conductas agresivas, sino que la relación también
funciona a la inversa: las personas más violentas también utilizan estos videojuegos más
(Lemmens y cols., 2006) y de una forma más agresiva (Peng y cols., 2008). Esto sugiere
que puede existir una especie de círculo vicioso entre el uso de videojuegos violentos y el
desarrollo de una personalidad agresiva: cuanto más se usan los videojuegos tanto más
violento se vuelve el jugador, y cuanto más violento es el jugador tanta más violencia
busca en estos juegos.
Para entender exactamente de qué forma el uso de videojuegos influye en la
aparición de conductas agresivas, Anderson y sus colegas han propuesto un modelo
general de agresión que se basa también en los estudios previos sobre la relación entre la
conducta agresiva y la exposición a la violencia en los medios de comunicación (véase
Anderson y Bushman, 2001). Según este modelo, la exposición a la violencia en los
medios o en los videojuegos tiene efectos diferentes a corto y a largo plazo (véase la
Figura 3.4). A corto plazo, la exposición a la violencia fomenta actitudes violentas,
sentimientos violentos e incrementa la activación fisiológica. Si estos estados se activan
de forma recurrente por la exposición prolongada a actos violentos se cristalizan ciertas
estructuras de conocimiento: creencias y actitudes agresivas (p. ej., la confianza en el uso
de la violencia como forma de resolver problemas), esquemas de percepción de la
agresividad (un evento ambiguo puede percibirse más fácilmente como violento),
expectativas agresivas (la impresión de que los demás podrían comportarse de forma
agresiva), guiones de conducta agresiva (esquemas muy detallados sobre qué hacer en
situaciones violentas) y desensibilización hacia los daños producidos por la agresión.
Finalmente, estas estructuras de conocimiento darían lugar a la aparición de una
personalidad agresiva, más proclive a ejercer la violencia y a buscar situaciones
conflictivas.
Esta evidencia sobre la relación entre videojuegos agresivos y conducta agresiva es
muy difícil de reconciliar con un viejo (y obsoleto) concepto promulgado por la escuela
psicoanalítica: la catarsis. Hace unas décadas, los psicólogos solían pensar, siguiendo a
Freud, que era malo que las personas se guardaran los sentimientos (sobre todo los
negativos) para sí mismas, en lugar de expresarlas abiertamente y darles salida. La idea
de fondo es que si las emociones fuertes no se expresan, poco a poco se va acumulando

98
una energía que tarde o temprano tendrá que estallar, de una u otra manera. Desde este
punto de vista, realizar pequeños actos de agresión (como por ejemplo, jugar a uno de
estos videojuegos) podría ayudarnos a evitar realizar conductas mucho más agresivas en
el futuro. Toda la evidencia que hemos repasado en esta sección muestra que esto es
sencillamente falso: la violencia genera más violencia. Sin embargo, aún hay gente
(incluidos muchos psicólogos) que dan crédito a las viejas ideas sobre la catarsis.
Sorprendentemente, las personas que creen en la catarsis tienden a utilizar videojuegos
violentos cuando están enfadadas (Bushman y Whitaker, 2010), tal vez asumiendo que
esto las ayudará a recuperar la calma.

Figura 3.4. Representación gráfica del Modelo General de Agresión de Anderson y Bushman (2001). El modelo
distingue entre efectos a corto plazo de la exposición a un episodio violento aislado (p. ej., jugar media hora a un
videojuego violento) y los efectos a largo plazo de la exposición repetida a ese tipo de episodios (p. ej., jugar a ese
juego una hora todos los días). La exposición repetida genera una serie de estructuras de conocimientos sobre la
agresividad que finalmente desembocan en la consolidación de la agresividad en un rasgo de personalidad estable.

Sabiendo que hay una relación directa entre utilizar videojuegos violentos y ser
más violento ¿qué debemos hacer? Obviamente, la solución a estos problemas no reside
en prohibir este tipo de videojuegos. Pueden ser una fuente de diversión para muchas
personas que no por ello se harán agresivas y violentas. Sin embargo, el hecho de que
exista un nexo causal claro entre la utilización de videojuegos violentos, por un lado, y la
aparición de conductas y cogniciones agresivas, por otro, sí debería invitar a reflexionar
sobre cómo se utilizan estos videojuegos en la actualidad. Sobre todo, parece

99
especialmente importante que los padres sean conscientes del tipo de videojuegos con los
que pasan el rato sus hijos y que pongan límites respecto al contenido de los videojuegos
y al tiempo que pueden pasar jugando a los mismos. En este sentido resultan muy
significativos los estudios que muestran que la mayor parte de los padres ignora cuáles
son los videojuegos que prefieren sus hijos, y por tanto el contenido de los mismos (Funk
y cols., 1999), o bien no ponen límite alguno al tiempo que pasan con los videojuegos
(Gentile y cols., 2004). Estos mismos autores han observado que los niños cuyos padres
ejercen mayor control sobre los programas que ven en la televisión o los juegos que
utilizan son también los que tienen menos conflictos en la escuela (con los profesores y
con los compañeros) y obtienen mejores resultados académicos (Gentile y cols., 2004). A
la luz de esta evidencia, parece que el mejor plan de acción para minimizar los posibles
efectos negativos de los videojuegos violentos pasa por un mayor control parental y una
política de valoración de la agresividad de los videojuegos que les ayude a realizar esta
tarea con éxito.
En cualquier caso, aunque la evidencia disponible invita a realizar un uso prudente
(y supervisado, en el caso de los niños) de los videojuegos violentos, también es
necesario recalcar que los resultados de estas investigaciones no son completamente
concluyentes. Como ya hemos señalado, aunque los metaanálisis parecen indicar una
relación clara entre videojuegos y violencia, no todos los estudios individuales en los que
se basan estos meta-análisis obtienen ese resultado. En algunos de ellos no se observa
relación alguna entre violencia y uso de videojuegos agresivos. Esta aparente
contradicción podría estar indicando que la relación existe pero es relativamente débil o,
lo que es más probable, que la relación existe pero está modulada y mediada de forma
compleja por otra serie de variables. Dicho de otra forma, la relación entre videojuegos y
violencia podría ser más estrecha en ciertas situaciones y para ciertas personas,
dependiendo de toda una serie de factores aún por descubrir. Estas consideraciones no
deben llevarnos a minimizar el posible impacto negativo que puedan tener los
videojuegos violentos, pero sí deben concienciarnos sobre la necesidad de avanzar en la
investigación de este fenómeno.
La relación entre videojuegos y violencia no está exenta de implicaciones positivas:
si el uso habitual de juegos violentos favorece la conducta violenta, ¿no podría darse
también la situación contraria? ¿No se sigue de esto que usar juegos prosociales o
colaborativos debería fomentar la conducta prosocial? Resulta curioso que se hayan
dedicado tantísimas investigaciones a estudiar los efectos negativos de los videojuegos y
que sin embargo se haya hecho tan poco por descubrir sus posibles efectos positivos, a
pesar del enorme potencial aplicado que esto podría tener. Frente a los cientos de
estudios publicados sobre la relación entre videojuegos y violencia, existe apenas un
puñado de artículos que explora los efectos prosociales de los videojuegos. Sin embargo,
los resultados de estos pocos estudios son igualmente claros. Por ejemplo, en una serie
de experimentos se ha comprobado que tras jugar unos pocos minutos a los Lemmings
(un juego en el que hay que salvar a un grupo de criaturas ayudándolas a sortear
obstáculos para llegar al final de una pantalla) las personas son más proclives a ayudar a

100
un investigador, recogiéndole unos lápices que se le han caído, prestándose voluntarios
para ayudarle en otro experimento o incluso ofreciéndose para ayudar al investigador en
una violenta disputa con su ex pareja (Greitemeyer y Osswald, 2010). Jugar a los
Lemmings también reduce la accesibilidad de pensamientos agresivos (Greitemeyer y
Osswald, 2009). Como en el caso de la agresividad, hay evidencia tanto correlacional,
como longitudinal y experimental a favor de los efectos beneficiosos de los videojuegos
prosociales y todo parece indicar que se trata de un efecto que aparece en países tan
diferentes como Estados Unidos, Singapur o Japón (Gentile y cols., 2009).
De estos resultados se sigue que en teoría debería ser posible utilizar videojuegos
prosociales para solucionar o al menos paliar problemas de agresividad. Basándose en
estos datos sobre la relación entre videojuegos, violencia y conducta prosocial, Hobbs y
Yan (2008) ha diseñado un videojuego que pretende educar a los niños para que
aprendan a evitar conflictos. En este juego, los niños son expuestos a situaciones en las
que dos personas interactúan entre sí y algún malentendido da lugar a un suceso negativo
(p. ej., que un niño golpea a otro con un balón). Los niños deben inferir cuáles son los
motivos que han llevado a una de esas personas a hacer daño a la otra. Si en los niños
agresivos hay una tendencia a percibir intenciones hostiles en los demás, este juego
permite observar tal tendencia. Además, el juego enseña al usuario que en muchas
situaciones estos altercados no se deben a intenciones malévolas, sino a simples
malentendidos, lo que invita a corregir el estilo atribucional responsable de la agresividad.
Los resultados de Hobbs y Yan no son aún concluyentes ya que su estudio se ha
realizado con muy pocos sujetos y los resultados son un tanto ambiguos. Sin embargo, la
idea de utilizar este tipo de videojuegos para corregir comportamientos problemáticos y
actitudes violentas resulta prometedora.

3.5. Juego excesivo y problemas de juego

Tal y como se ha argumentado en el primer capítulo, es discutible la idea de que el


término “adicción” pueda aplicarse al uso excesivo de Internet sin perder al menos parte
de las connotaciones que la palabra tiene en su uso tradicionalmente aceptado, cuando
nos referimos al abuso de sustancias. Sin embargo, de lo que no cabe duda es de que
algunas personas dedican una cantidad de tiempo exagerada a Internet y que este uso
excesivo puede tener repercusiones negativas más o menos severas en diversos dominios
de su vida cotidiana.
En el caso de los videojuegos resulta aún más obvio que existe un perfil de jugador
caracterizado por el uso abusivo y problemático de este recurso de ocio. En un estudio
reciente, Gentile (2009) diseñó una escala destinada a medir el abuso de los videojuegos
adaptando, como punto de partida, los criterios diagnósticos del DSM-IV para la
ludopatía. Sus resultados indican que algunos de estos criterios se cumplen con

101
frecuencia también para los videojuegos. Por ejemplo, un 33% de su muestra confesó
que abandonaba las tareas del hogar para jugar, un 25% ha utilizado el juego para
escapar de problemas y emociones negativas, un 23% ha dejado los deberes sin hacer
por los videojuegos, y un 20% dice haber rendido poco en la escuela por su culpa. Si nos
fijamos en cuántas personas cumplen con al menos 6 del total de criterios diagnósticos,
un 9% de los participantes parecen mostrar un uso patológico. Este dato coindice con los
resultados de un estudio español que arrojaba una cifra de casi un 10% de jugadores
patológicos entre los adolescentes (Tejeiro y Bersabé, 2002). Según los datos de Gentile,
las personas que cumplen con 6 o más criterios tienen peores notas en sus estudios, más
problemas de atención en la escuela y más problemas de salud, entre otros resultados
negativos.
Los datos anteriores se refieren al uso de videojuegos, en general, sin hacer
distinciones entre ellos. Sin embargo, la evidencia indica que los juegos que tienen más
probabilidades de provocar problemas de uso excesivo son los juegos de rol masivamente
multijugador. No en vano, algunos usuarios habituales de estos videojuegos los califican
con el revelador nombre de “heroinware”, haciendo una versión moderna de las bromas
que, como ya vimos en el primer capítulo, solían hacer los primeros pobladores de la
Red sobre las propiedades adictivas de la misma. Los mismos motivos han llevado a los
jugadores de Everquest, uno de los juegos de rol más populares en la actualidad, a
referirse al mismo con el nombre de Evercrack (véase Ng y Wiemer-Hastings, 2005).
Los datos parecen demostrar que los videojuegos online acaparan una gran
cantidad de tiempo de un segmento pequeño, aunque importante, de la población general.
Como podía verse en la Figura 3.3, un nada desdeñable 3,6% de las personas
encuestadas por Cole y Griffiths (2007) decían pasar más de 60 horas a la semana
jugando a MMORPG. Los datos de otros estudios sugieren cifras similares. Por ejemplo,
Ng y Wiemer-Hastings (2005) observaron que un 11% de sus participantes decía jugar
más de 40 horas semanales, valores parecidos a los encontrados Grifftiths y
colaboradores (2004). Los datos existentes muestran además que el tiempo dedicado a
estos videojuegos online es mucho mayor que el dedicado a los videojuegos offline
tradicionales (Ng y Wiemer Hastings, 2005).
A pesar de la perseverancia a la que inducen estos videojuegos, muchos autores se
resisten a utilizar el concepto de adicción para referirse al patrón de juego excesivo que
provocan en algunas personas. Sin lugar a dudas, estas conductas pueden tener a veces
algunas de las características del comportamiento adictivo, tales como la falta de control.
Pero muchos profesionales insisten en que, al igual que la supuesta adicción a Internet, el
abuso de los videojuegos no es un problema de adicción, sino de control de los impulsos,
que puede ser debido a muchos factores diferentes (véase Capítulo 1). Además, muchos
de los jugadores que abusan de estos juegos dicen que serían capaces de pasar tiempo sin
jugar a ellos si fuera necesario (Ng y Wiemer-Hastings, 2005), algo que sería
completamente imposible en el caso de existir una verdadera adicción.
Los juegos de rol tienen muchas características atractivas que los hacen
especialmente aptos para suscitar este uso excesivo. Estos juegos provocan un grado tal

102
de involucración por parte de los jugadores que es muy probable que estos pierdan la
noción del tiempo, sumergiéndose en una experiencia de flujo muy motivante (Chou y
Ting, 2007). Según los propios jugadores, la complejidad del juego, el afán por ir
subiendo de nivel y logrando nuevas metas y muy especialmente la interacción con otros
jugadores reales son algunas de las características de estos videojuegos que invitan a
seguir jugando de forma continuada (Wood y cols., 2007b).
Aunque este carácter tan absorbente de los videojuegos puede tener algunas
consecuencias positivas (tal y como veremos en la última sección de este capítulo),
también puede ser fuente de todo tipo de problemas para aquellos jugadores que sean
incapaces de limitar el tiempo dedicado al videojuego (Smyth, 2007). Uno de los
inconvenientes más importantes es que con frecuencia el tiempo necesario para el juego
se obtiene reduciendo la dedicación a otras tareas que pueden ser más importantes, tales
como los estudios y el trabajo. Lo más preocupante de esto es que son precisamente los
adolescentes y los adultos más jóvenes quienes más tiempo dedican a los videojuegos
online (véase Griffiths y cols., 2004; Smahel y cols., 2008). Además, se ha visto que
mientras que los adultos sacan tiempo para los videojuegos renunciando a participar en
otros eventos de ocio, los adolescentes suelen obtener ese tiempo sacrificando sus
obligaciones escolares (Griffiths y cols., 2004). En esta situación, no resulta extraño que
el tiempo dedicado a los videojuegos correlacione negativamente con los resultados
académicos (Gentile y cols., 2004; Jackson y cols., 2011).
Afortunadamente, muchos jugadores suelen utilizar estrategias para limitar la
cantidad de tiempo dedicado a los videojuegos, de modo que estos no interfieran
excesivamente con sus obligaciones. Por ejemplo, Wood y colaboradores (2007b)
observaron que los jugadores solían utilizar la alarma del reloj para controlar cuánto
tiempo dedicaban al juego o ponían un CD de música para que el final del mismo les
alertara del tiempo transcurrido. Para aquellos que no consiguen controlar el tiempo que
dedican al videojuego y caen en el juego excesivo, los investigadores están empezando a
trabajar en técnicas terapéuticas que permitan desarrollar una actitud más responsable
hacia los videojuegos.
A modo de ejemplo, Chiou y sus colaboradores (Chiou, 2008; Chiou y Wan, 2007)
proponen que los principios de la teoría de la disonancia cognitiva podrían utilizarse
como forma de despertar en los jugadores un estado de incongruencia que les motivara
para reducir su dedicación al juego. En uno de estos estudios se pidió a un grupo de
jugadores habituales que escribieran un ensayo con ideas para reducir el juego excesivo.
A algunos participantes se les dio libertad para escribir el ensayo desde diversos puntos
de vista, mientras que otros participantes se vieron obligados a escribirlo de determinada
manera, siguiendo las preferencias dictadas por el experimentador. Por otra parte,
algunos sujetos recibieron un buen premio por redactar el ensayo, mientras que otros
recibieron un premio más modesto. Tal y como cabría predecir desde la teoría de la
disonancia cognitiva, los resultados del estudio mostraron que el hecho de escribir contra
el juego excesivo produjo una sensibilización de los jugadores hacia este problema, pero
solo en aquellas personas que tuvieron libertad para elegir el enfoque y que además

103
recibieron un premio modesto por redactar el informe. Quienes podían atribuir su
intervención en esta “campaña” contra el juego excesivo a los deseos del investigador o a
la magnitud del premio que recibían apenas vieron cambiadas sus actitudes hacia el
problema.
De la misma forma, un grupo de terapeutas parece estar aprovechando el propio
entorno de los videojuegos para ayudar a los usuarios a controlar el número de horas que
dedican al juego (Beaumont, 2009). Se trataría de infiltrar psicoterapeutas en el juego y
formar grupos de ayuda para enseñar a los usuarios a hacer un uso más responsable del
videojuego. Aunque recurrir a una terapia online para tratar precisamente un problema de
uso excesivo de Internet no deja de resultar un tanto paradójico, sí que es cierto que
introducir “psicoterapeutas” en el seno de un juego online puede ser una buena forma de
identificar a aquellas personas que puedan estar teniendo algún problema de juego
excesivo y brindarles una primera ayuda.
En cualquier caso, si se trata de estudiar la relación entre el uso de Internet y
verdaderos problemas de juego (y no una simple dedicación excesiva a los mismos) tal
vez habría que cambiar nuestro enfoque hacia un tipo de juegos bien diferente de los
juegos de rol multijugador. Es de sobra sabido que los juegos de azar suponen una fuente
de problemas para muchas personas. No se trata de nada nuevo: la ludopatía y los
problemas relacionados con ella son tan antiguos como los propios juegos de azar, muy
anteriores a la propia aparición de casinos y salones de juego. Sin embargo, esta cuestión
es objeto de un renovado interés en la actualidad debido a la aparición en Internet de
todo tipo de sitios comerciales dedicados a las apuestas. Si dichos juegos pueden
provocar verdaderos problemas del control de los impulsos y la Red, como hemos visto,
tiene cierto potencial para despertar el juego abusivo en muchas personas, los juegos de
azar online tienen todos los ingredientes necesarios para atrapar a los cibernautas
incautos.
Son varias las características de Internet que la hacen especialmente peligrosa con
relación a su posible impacto sobre la ludopatía (Griffiths, 2003). A diferencia de los
casinos “reales”, los salones de juego online son fácilmente accesibles, están siempre al
alcance de un clic y disponibles 24 horas al día, siete días por semana. Son (en principio)
más económicos que los casinos reales, ya que no es necesario entrar en ellos con la
intención de pasar mucho tiempo allí o de gastar mucho dinero. En ellos reina el
anonimato: el jugador es un perfecto desconocido para las personas con las que juega o
para el propio casino, al que salvo el número de tarjeta de crédito pocos más datos
personales le importan. Estos y otros muchos rasgos de los salones de juego virtuales
hacen pensar que podría tratarse de lugares especialmente aptos para desatar los
problemas de juego.
Además, muchos de estos casinos virtuales ofrecen a sus jugadores no solo la
posibilidad de apostar, sino también la posibilidad de familiarizarse con otros juegos o
simplemente entrenar en ellos sin hacer apuestas. Frente a los casinos reales, en los que
uno no entraría sin saber cómo se juega, los virtuales tienen todo tipo de recursos
destinados a animar a sus clientes a aprender fácilmente cómo jugar a toda una variedad

104
de juegos de azar. Lo más problemático de estos sitios de práctica o de juego simulado es
que con frecuencia están trucados para dar premios con más frecuencia de lo normal
(véase Monaghan, 2009), lo que hace que la gente que practica en estas webs gratuitas se
habitúe a una tasa de éxitos que después no va a repetirse cuando se animen a apostar
dinero de verdad. Para mayor desgracia, el hecho de que en estos casinos de prácticas no
se apueste dinero real supone que pueden estar (y de hecho están) abiertos a todo tipo de
personas, incluidos niños y adolescentes.
Desafortunadamente (o tal vez, por suerte, según cómo se mire), estos casinos
virtuales tienen una vida relativamente corta. Aunque han existido durante más de una
década, su verdadero auge no ha llegado hasta hace pocos años. Esto hace que sea
relativamente poca la investigación que se ha realizado sobre el efecto de Internet sobre
los problemas de juego o simplemente sobre su prevalencia. Un trabajo de Wood y
colaboradores (2007a) nos proporciona algunos datos sobre los jugadores de póker online
en el Reino Unido (véase también LaPlante y cols., 2009). De acuerdo con este estudio,
al menos un tercio de los jugadores encuestados dijo participar en el juego virtual con
frecuencia. Cerca la mitad de los jugadores dijo ganar o perder entre 10 y 50 libras al
mes, una cifra relativamente modesta y poco preocupante. Sin embargo, existía un
pequeño número de personas que reconocía ganar o perder más de 500 libras mensuales.
Según los autores, cerca de un 18% de los participantes cumplía con los criterios
diagnósticos del DSM-IV para el juego patológico.
Para compensar los riesgos que suponen las webs de juegos de apuestas, es
necesario desarrollar medidas que permitan prevenir el desarrollo de patrones de juego
patológico. Algunos países obligan a sus casinos a cumplir con ciertos requisitos éticos
tales como impedir, hasta donde sea posible, que menores de edad puedan entrar y jugar,
y alertar a los jugadores sobre los peligros del juego y sobre los recursos que tienen para
superarlos, si es que ya han caído en ellos. Sin embargo, otros países no tienen
normativa alguna. E incluso en aquellos que sí la tienen, los casinos virtuales las cumplen
en su mínima expresión; por ejemplo, ponen la información sobre los riesgos en páginas
difíciles de encontrar o en lugares de la página que apenas se ven.
Algunos autores están comenzando a proponer medidas fundamentadas en las
teorías psicológicas sobre el juego patológico que puedan ser más eficaces para combatir
los problemas de juego. Por ejemplo, dado que el juego excesivo se debe en parte a que
las personas pierden la noción del tiempo y concentran demasiado su atención en el juego
(ignorando todo lo demás), se ha propuesto que sería conveniente que las webs de juegos
de azar lanzaran ocasionalmente ventanas emergentes (pop-ups) cuyo contenido ayudara
a los jugadores a ser más conscientes del tiempo que llevan jugando o de la cantidad de
dinero que han ganado o perdido (véase Monaghan, 2009). Sin embargo, es necesaria
aún mucha más investigación para desarrollar un paquete efectivo de medidas y para
probar su eficacia en la prevención de los problemas de juego online.

105
3.6. Videojuegos terapéuticos

Saber es poder. Como resultado de nuestro conocimiento cada vez mayor de los efectos
cognitivos, afectivos y conductuales de los videojuegos, empieza a ser posible utilizar
estos juegos como herramienta terapéutica con la que ayudar a la gente a solucionar sus
problemas. Como veremos a continuación, toda la evidencia revisada con relación al
impacto de los videojuegos sobre las capacidades cognitivas invita a pensar que es
posible utilizarlos para paliar los déficits cognitivos que suelen ir asociados a
determinados cuadros clínicos o al simple envejecimiento. Con un poco de ingenio,
incluso los efectos negativos de los videojuegos, tales como su carácter supuestamente
adictivo, podrían utilizarse como fuente de inspiración para solucionar algunos
problemas.
Con respecto a los efectos cognitivos de los videojuegos, es obvio que existen
grandes expectativas acerca de su potencial para mantener y entrenar diversas habilidades
cognitivas, tales como la atención o la memoria. Actualmente, son muchos los
videojuegos que se anuncian precisamente como técnicas para el entrenamiento mental.
Es el caso, por ejemplo, de juegos como Big Brain Academy o Brain Training. Algunos
estudios han tratado de dilucidar si juegos electrónicos similares a estos pueden utilizarse
para paliar déficits cognitivos producidos por diversos trastornos clínicos, generalmente
con resultados esperanzadores. Por ejemplo, un estudio reciente de Álvarez y
colaboradores (2008) muestra que dos juegos de este tipo (realizar operaciones
aritméticas y continuar series lógicas) sirven para paliar los déficits cognitivos que suelen
observarse en los pacientes con depresión severa. También hay pruebas de que se
pueden utilizar programas de ordenador para mantener las capacidades de búsqueda
visual e identificación visual en la tercera edad, a pesar del natural declive de estas
capacidades que tiene lugar con el paso del tiempo (Willis y cols., 2005). Otros autores
están poniendo a prueba tratamientos parecidos para pacientes con déficits de atención e
hiperactividad (Kotwal y cols., 1996; Slate y cols., 1998) y de esquizofrenia (Sartory y
cols., 2005). Estos datos son ciertamente prometedores. Es muy probable que la
investigación al respecto avance en los próximos años y que pronto dispongamos de
tratamientos basados en este tipo de videojuegos para toda una serie de trastornos
relacionados con déficits cognitivos.
Los videojuegos también se han utilizado como apoyo en el tratamiento de
enfermedades orgánicas, con fines muy diversos. Una revisión reciente de Kato (2010)
nos proporciona algunos ejemplos especialmente significativos. Por ejemplo, el hecho de
que los videojuegos ayuden a distraerse y a pasar el rato les ha llevado a algunos
investigadores a usarlo como forma de reducir las náuseas y los vómitos en niños
tratados con quimioterapia o para reducir su ansiedad antes de una intervención
quirúrgica. En muchos casos, los efectos que se consiguen con los videojuegos son
comparables a los que se obtienen con ansiolíticos. En un estudio similar, se diseñó un
videojuego para distraer a los niños que estaban en tratamiento por quemaduras severas.

106
Las heridas de estos niños tienen que ser curadas y vendadas de nuevo cada día, en un
proceso bastante doloroso. Para distraer su atención mientras las enfermeras realizaban
esta tarea todos los días, se diseñó un videojuego que el niño podía controlar con un
joystick sin apenas moverse (para no interferir con el trabajo de las enfermeras) en el que
el personaje principal tenía que avanzar por la pantalla patinando sobre hielo y
disparando bolas de nieve a los enemigos. Los resultados de ese estudio mostraron que
este videojuego producía una reducción del dolor un 20% mayor que las estrategias
utilizadas habitualmente en su lugar.
Algunos videojuegos tienen la rara capacidad de mantenernos la mente ocupada no
solo mientras estamos jugando, sino también después. Si el lector ha jugado
habitualmente al Tetris, conocerá la experiencia de no poder evitar pensar en el juego,
imaginar las fichas caer, girarlas mentalmente, incluso cuando no está jugando. De hecho,
muchas personas confiesan que este tipo de imágenes les llega a quitar el sueño de vez en
cuando. Basándose en esta característica del Tetris, un grupo de investigadores se ha
planteado la posibilidad de que este juego podría ser útil para combatir las experiencias de
flashback que sufren muchas personas que acaban de estar expuestas a imágenes
traumáticas, tales como accidentes de coche con muertos (Holmes y cols., 2009). En su
estudio, los participantes tenían que ver una película con escenas muy violentas y
después tenían que informar a los investigadores de cuántas veces habían experimentado
flashbacks de imágenes de esa película durante la siguiente semana. Los resultados
muestran que este número de flashbacks se reducía a la mitad en los participantes que
justo después de haber visto la película habían jugado al Tetris durante 30 minutos.
El hecho de que los videojuegos nos ayuden a distraernos y nos hagan perder la
noción del tiempo también puede ser útil para personas con problemas más cotidianos.
Por ejemplo, se han utilizado para paliar el sufrimiento de personas con dolor crónico
(Hoffman y cols., 2002; Kolko y Rickard-Figueroa, 1985) o para reducir la ansiedad de
personas que están intentando dejar de fumar (Woods y cols., 2007b). Los videojuegos
podrían ser útiles incluso en personas que no tienen ninguna patología, pero que
simplemente necesitan liberarse del estrés provocado por el trabajo y la vida cotidiana.
Un estudio reciente de Reinecke (2009) muestra que muchas personas lo utilizan con tal
fin, muy especialmente si tienen un enfoque de afrontamiento basado en las emociones
(es decir, que se centran más en los sentimientos que generan sus problemas que en las
posibles soluciones al mismo) y si carecen de una red social a su alrededor que les
proteja de este tipo de estrés.
Cuando uno piensa en ejemplos de videojuegos, los primeros que se nos vienen a
la cabeza suelen ser juegos que no requieren más movimientos que los realizados con el
joystick o el teclado. Sin embargo, cada vez es más habitual encontrar videojuegos que
requieren una actividad física relativamente intensa. Tal es el caso de muchos juegos
deportivos o de baile diseñados para algunas consolas domésticas, como la Wii, o para
algunas máquinas de salones recreativos. Este tipo de juegos no solo puede ser útil para
personas sedentarias que necesiten una buena excusa para moverse, sino también para
personas con problemas de movilidad, ya sea por una minusvalía física o porque están en

107
algún proceso de rehabilitación (Holden, 2005). Jannink y sus colegas han demostrado,
por ejemplo, que EyeToy (un videojuego en el que el participante puede verse a sí mismo
en la pantalla de televisión mediante una pequeña cámara de vídeo) puede utilizarse para
entrenar el movimiento de brazos y manos en niños cuyas capacidades motoras se han
visto afectadas por la parálisis cerebral (Jannink y cols., 2008). También se han diseñado
intervenciones para favorecer el ejercicio en niños minusválidos adaptando videojuegos
deportivos de tal forma que puedan ser controlados moviendo una silla de ruedas
conectada al ordenador (Kato, 2010).
Una característica interesante de los videojuegos es que resultan atractivos a casi
todos los niños, independientemente del tipo de problemas físicos o psicológicos que
puedan tener. Resulta sorprendente que niños con problemas de desarrollo diversos, tales
como autismo, trastorno de déficit de atención o trastornos severos del lenguaje, a pesar
de sus claras limitaciones cognitivas, estén extremadamente interesados en los juegos de
ordenador, incluso cuando se trata de videojuegos que plantean retos cognitivos muy
importantes. No hay evidencias muy firmes que demuestren que estos niños se
beneficien del juego, aunque todo parece apuntar en esa dirección (Durkin, 2010). Por
ejemplo, se observa que las capacidades de niños con este tipo de problemas parecen ser
mejores cuando se evalúan por medio de programas similares a videojuegos que cuando
se evalúan con tests tradicionales. Como mínimo, este resultado puede tener interés
metodológico para aquellos investigadores interesados en estudiar procesos psicológicos
en personas con estos problemas. Pero también podría ser un indicador de que los juegos
en sí mismos favorecen el desarrollo de estas capacidades y pueden ser utilizados para
paliar los déficits cognitivos que se observan en este colectivo. En cualquier caso, es
necesario realizar más investigación al respecto antes de poder recomendar su uso
terapéutico sobre una base empírica firme.

3.7. Los videojuegos en la investigación psicológica

Como ya hemos mencionado, el uso generalizado de los videojuegos está teniendo un


fuerte impacto en la sociedad. Sin embargo, la relación entre la psicología y los
videojuegos va más allá del estudio de los efectos psicosociales de los videojuegos. La
psicología actual no se limita a estudiar el impacto de las nuevas tecnologías, sino que
también las utiliza como nueva herramienta de investigación. Y en este sentido, la
utilización de videojuegos como instrumento para la investigación psicológica (y no como
objeto de investigación) es una de las novedades más interesantes en las ciencias del
comportamiento.
El hecho de que los videojuegos puedan utilizarse como instrumento de
investigación tal vez resulte menos sorprendente si se llama la atención sobre el hecho de
que desde hace aproximadamente unos veinte años la mayor parte de los experimentos

108
sobre los procesos psicológicos se realiza utilizando ordenadores personales. Cualquier
estudio psicológico (del tipo que sea e independientemente de la escuela psicológica en la
que esté inspirado) no consiste sino en presentar a uno o varios participantes cierta
información y registrar después su respuesta a dicha información. En algunos casos, los
estímulos a presentar o las respuestas a observar pueden ser extremadamente complejos
y requerir la utilización de material muy sofisticado (p. ej., polígrafos o aparatos de
neuroimagen). Sin embargo, en la mayor parte de las ocasiones, los experimentos solo
requieren presentar materiales simples y las variables a registrar son también respuestas
relativamente sencillas de observar. En estos casos, un simple programa de ordenador
correctamente diseñado puede ser suficiente para presentar al participante todo tipo de
información (textos, imágenes o sonidos) y registrar sus respuestas a dicha información
(entre otras, respuestas verbales, pulsaciones de tecla y tiempos de reacción). La enorme
versatilidad de los ordenadores y la abundancia de software con el que programar
experimentos hacen que en la actualidad la mayor parte de los experimentos se realicen
con este procedimiento.
A pesar de todo, los experimentos de psicología, incluso cuando se realizan
mediante un ordenador, inevitablemente presentan algunos inconvenientes. Por una
parte, las tareas que los participantes deben realizar suelen ser relativamente monótonas y
repetitivas. Por ejemplo, en un experimento clásico de priming afectivo un participante
puede pasarse más de media hora diciendo si las palabras que aparecen en la pantalla del
ordenador tienen valor afectivo positivo o negativo. Claramente, no se trata de una tarea
que los participantes deseen realizar, salvo que tengan algún interés personal o que se les
pague por ello. Por otra parte, las tareas que realizan los participantes son muy diferentes
de las que tienen lugar en su vida cotidiana, sobre todo en lo que a motivación se refiere.
Los procedimientos no solo son tediosos, sino que además los materiales que se utilizan
carecen de significado y valor para el participante, lo que conduce inevitablemente a que
los participantes presten poca atención a la tarea, se vean escasamente involucrados en
ella o sencillamente no se presten voluntarios. Afortunadamente, todos estos y otros
inconvenientes pueden solventarse, al menos parcialmente, camuflando el estudio bajo el
aspecto de un juego de ordenador. En lugar de pedirle al participante que resuelva una
tarea aburrida y sin incentivos, se hace lo posible por incrustar la tarea en una situación
de juego en la que los materiales tengan algún atractivo y los participantes puedan ganar
o perder puntos en función de su desempeño.
Esta estrategia ya es habitual en muchas áreas de investigación. Por ejemplo, los
experimentos sobre aprendizaje asociativo humano, que tratan de extrapolar a la especie
humana los principios del condicionamiento clásico e instrumental generalmente
estudiados con ratas y palomas, suelen pedir a los participantes que interactúen con un
juego de ordenador en el cual se pueden ganar puntos si se aprenden correctamente las
relaciones entre los estímulos del juego. Uno de los procedimientos más habituales
consiste en insertar el experimento en un juego de matar marcianos, en el que los
participantes pueden ganar más puntos si aprenden que ciertos estímulos (p. ej., el color
de fondo de la pantalla o la forma de las naves invasoras) predicen ciertas maniobras de

109
ataque del enemigo (Arcediano y cols., 1996; Franssen y cols., 2010; Matute y Pineño,
1998). En otras tareas, los participantes deben imaginar que están en un país en guerra y
que pueden salvar refugiados prestando atención a ciertos estímulos del entorno que
predicen posibles peligros (Dieussaert y cols., 2002; Pineño y cols., 2000; Vadillo y cols.,
2006). Estos videojuegos se están utilizando muchísimo en la investigación psicológica de
los últimos 20 años, siendo uno de los primeros el publicado por David Shanks en 1985:
consistía en un tanque que iba atravesando la pantalla en mitad de un campo de minas; el
participante disparaba al tanque pero debía averiguar si el tanque explotaba debido a su
disparo o debido al campo de minas (Shanks, 1985). De esta forma era posible estudiar
no solo la atribución causal en función de diferentes manipulaciones, sino también la
competición entre las diferentes posibles causas de un evento. Se trata en todos los casos
se camuflar una simple tarea de aprendizaje asociativo bajo la forma de un videojuego en
la que solo se puede tener éxito si se han aprendido las contingencias relevantes. En
todos estos procedimientos, el grado de aprendizaje del participante puede medirse a
través de su desempeño y su progresiva mejoría en el “videojuego”.
Una ventaja adicional de esta estrategia de investigación es que nada impide
adaptar las tareas experimentales para que puedan ser ejecutadas mediante un navegador
estándar de Internet, lo que permite que estos experimentos puedan realizarse online y
ganar así acceso a muestras mucho mayores y más representativas (Matute y cols.,
2007). Aunque la realización de experimentos por Internet no es aún una práctica
habitual en los laboratorios de psicología, los resultados disponibles hasta el presente
muestran que esta modalidad de investigación puede resultar un complemento muy
interesante de la experimentación tradicional (Birnbaum, 2004; Reips, 2002).
Además de ayudar a hacer los experimentos más entretenidos, el uso de
videojuegos en la investigación psicológica permite obtener datos con mayor validez
ecológica. La tendencia general en la investigación psicológica suele ser desarrollar
métodos de investigación en los que todas las variables relevantes estén perfectamente
controladas, de modo que el investigador pueda estar seguro de que es cierto proceso
mental y no otro el responsable de los resultados observados. Aunque esta estrategia es
necesaria en la investigación científica, en la mayor parte de los casos supone recurrir a
situaciones experimentales muy artificiales, que poco o nada tienen que ver con la vida
cotidiana de los participantes. El precio que se paga por el control experimental es la
artificiosidad de la tarea que deben realizar los voluntarios. Esto plantea el inconveniente
de que uno nunca puede estar seguro de hasta qué punto los resultados pueden
generalizarse fuera de las condiciones de laboratorio en las que se realizó el estudio.
Además, dificulta considerablemente el que otro tipo de procesos mentales, más
relacionados con contextos cotidianos, puedan ser estudiados en el laboratorio.
Por suerte, los videojuegos pueden utilizarse para reducir esta distancia entre el
control del laboratorio y las condiciones naturales de la vida cotidiana. En el entorno
artificial de un juego de ordenador es posible exponer a los participantes a problemas
similares a los que tienen lugar en su entorno, a la par que se pueden controlar
perfectamente todos los eventos que tienen lugar en el videojuego. Mather y

110
colaboradores (2009) nos brindan un ejemplo reciente en el que se utiliza un juego de
conducción para comprobar si las personas mayores son más o menos arriesgadas
cuando conducen y para indagar también en los efectos del estrés sobre esta variable.
Por motivos obvios, es imposible o muy difícil realizar este tipo de experimentos en
carreteras reales. Sin embargo, los videojuegos permiten que este tipo de estudios pueda
realizarse sin perder el realismo necesario para que los resultados sean generalizables a la
vida cotidiana.
En este sentido, es muy probable que las posibilidades de realizar estudios
psicológicos y sociológicos con alta validez ecológica se vean enormemente
incrementadas con el auge de los juegos de rol online. El entorno virtual en el que los
jugadores de rol interactúan constituye una especie de segunda realidad en la que tienen
lugar todo tipo de dinámicas sociales que, por una parte son similares a las que se
observan en la vida cotidiana, pero al mismo tiempo son más fáciles de definir, observar
y, si es necesario, controlar experimentalmente. Algunos autores proponen, por ejemplo,
que las encuestas o la observación participante, dos métodos ampliamente utilizados por
los antropólogos y sociólogos para estudiar la cultura y la organización social de un
colectivo, podrían utilizarse sin problemas en el seno de estos videojuegos (Wood y cols.,
2004).
Como en los juegos de rol tienen lugar interacciones sociales reales, pero en un
mundo ficticio es posible utilizar este entorno para realizar estudios que serían inviables
en el mundo real. Un conocido incidente relacionado con el juego World of Warcraft
permite intuir hasta dónde pueden llegar las posibilidades de este tipo de estudios. En
septiembre de 2005, Blizzard, la empresa responsable del juego, estrenó una ampliación
del mismo que incluía, como parte de las novedades, un enemigo que podía invocar un
hechizo denominado Sangre Corrupta. Se trataba de una especie de enfermedad
infecciosa que podía trasmitirse de unos jugadores a otros, siempre que estuvieran cerca.
Aunque al parecer los diseñadores del juego pretendían que este hechizo tuviera efectos
menores, la enfermedad pronto se propagó a otros escenarios del juego, dando lugar a
una verdadera epidemia, similar en muchos aspectos a las epidemias que tienen lugar en
el mundo real. La propia Blizzard intentó combatir la enfermedad instando a los
jugadores a someterse a una cuarentena voluntaria. Ante el fracaso de estas medidas,
finalmente la compañía se vio obligada a reiniciar los servidores del World of Warcraft
(Lofgren y Fefferman, 2007).
Lo más interesante de este incidente es que dio lugar a una serie de interacciones
sociales que, como se ha comentado, se parecían enormemente a la respuesta habitual de
las personas a las epidemias reales. Por ejemplo, muchos jugadores intentaron evitar la
enfermedad retirándose a lugares del juego con menor densidad de población. El hecho
de que muchas personas ignoraran cuál era la naturaleza de la enfermedad o cómo se
transmitía hizo que los infectados la propagaran involuntariamente. Incluso los personajes
que trataban de combatir la epidemia utilizando sus poderes curativos no conseguían con
sus prácticas sino mantener vivos a los enfermos el tiempo suficiente para que pudieran
infectar a más personas, con lo cual su altruismo solo servía en realidad para facilitar la

111
propagación de la enfermedad. Tampoco faltaron jugadores maliciosos que, una vez
infectados, trataron de contagiar la enfermedad al mayor número de personas posible.
El gran paralelismo entre este incidente y la reacción de la población ante las
epidemias reales pronto llevó a algunos autores a sugerir que estos sucesos podrían
utilizarse para estudiar los mecanismos de propagación de las enfermedades infecciosas
(Balicer, 2007). Gran parte de la investigación actual sobre epidemiología se basa en el
desarrollo de modelos informáticos que intentan predecir el curso de la epidemia a partir
de unas pocas variables tales como la capacidad de transmisión de la enfermedad, su
mortalidad, la densidad de población o la movilidad de la misma. Aunque estos modelos
pueden en ocasiones realizar predicciones muy precisas, a menudo fracasan porque no
consiguen tener en cuenta las pautas de conducta humana que de una forma imprevisible
terminan afectando al ritmo de propagación de la enfermedad. Debido a estas
limitaciones, algunos autores proponen complementar estos modelos con el estudio de la
difusión de enfermedades en los juegos de rol online (Lofgren y Fefferman, 2007). De
hecho, introduciendo intencionalmente este tipo de enfermedad en los videojuegos se
podría llegar a realizar experimentos de epidemiología relativamente naturales con los que
comprobar empíricamente el efecto de diversos parámetros de las enfermedades (p. ej.,
su grado de mortalidad) y de las sociedades en las que tienen lugar (p. ej., el grado de
movilidad o la disponibilidad de medicinas).
Las posibilidades de los MMORPG para realizar estudios de epidemiología a gran
escala son solo un ejemplo del valor que pueden tener estos videojuegos para la
investigación psicológica y social. De la misma forma que puede estudiarse la
propagación de enfermedades, nada impide utilizar estos entornos como lugar de
investigación sobre el altruismo, la xenofobia, el desempleo, las burbujas bursátiles o
inmobiliarias, la inflación y una larga lista de temas en los que tradicionalmente ha sido
imposible o muy difícil realizar observaciones precisas, por no hablar de experimentos
controlados. Aún es pronto para valorar la viabilidad de estas investigaciones y prever su
impacto real en las ciencias sociales. Sin embargo, no cabe duda de que suponen una
gran oportunidad para los investigadores que acepten el reto de sumergirse en ellas.

112
4
Procesos de aprendizaje en el e-learning

Si el lector es una persona medianamente sensible al sufrimiento ajeno, alguna vez se


habrá sorprendido apiadándose de los pobres niños que cada día van a la escuela
cargando con entre 3 y 6 kilos de libros. Ya hace unos años, los estudiantes solían ir a
clase pertrechados con mochilas gigantescas, abarrotadas de libros, lápices y pantalones
cortos para la clase de gimnasia. La cosa ha debido ir a peor durante los últimos años,
porque ahora caminan arrastrando tras de sí pequeñas maletas de ruedas que solo se
diferencian en sus vivos colores de las que la mayor parte de los adultos usamos
regularmente para viajar en avión. Al menos en el mostrador de facturación del
aeropuerto tienen la gentileza de asegurarse de que no viajamos demasiado lastrados.
¿Cuántas futuras lesiones de espalda se evitarían si estas azafatas se prestaran a vigilar el
peso de las mochilas a la entrada de los colegios e institutos?
La imagen es una perfecta metáfora de la carga que supone la educación en
nuestras vidas. Convertirnos en profesionales competentes y útiles para la sociedad pasa
hoy por hablar con soltura en tres idiomas, manejar la última versión de Windows a nivel
de usuario y, claro, tener un máster en algo (las antiguas licenciaturas y actuales grados
de poco sirven ya). Quienes dijeron aquello de que el saber no ocupa lugar obviamente
no estaban pensando en la educación de principios del siglo XXI. La necesidad de
aprender cada vez más y más no termina cuando uno llega a los 25 años (con su máster
terminado y su fluidez en tres idiomas) y obtiene su primer trabajo mileurista. Cada vez
que una empresa decide cambiar su estrategia comercial, establecer relaciones con el
mercado chino, cambiar su software de contabilidad o pasarse a un nuevo sistema
operativo, los futuros y presentes empleados de esa empresa deben adaptarse a la nueva
situación obteniendo toda la formación necesaria.
Y, por supuesto, las necesidades educativas no terminan cuando uno sale del
trabajo. Cualquier persona que tras cumplir con sus 8 horas de trabajo no sea capaz de
relajarse pintando, haciendo tai-chi, bailando mambo o jugando al golf nos parece sosa,
aburrida y superficial. Pero nadie nace sabiendo hacer manualidades, crítica literaria o
croquetas de gamba. Son otras tantas cosas que hay que aprender o que se añaden a la

113
infinita lista de tareas pendientes. Ser una persona útil e interesante se está convirtiendo
en una tarea casi imposible.
En la famosa película Matrix, los humanos que “despertaban” de la realidad virtual
creada por las máquinas obtenían junto con la libertad un premio nada desdeñable: la
posibilidad de aprender sin esfuerzo cualquier habilidad. En las escenas centrales de la
película, el protagonista, Neo, aprende todo tipo de artes marciales sin más dificultad que
la de enchufarse a un ordenador y “bajarse” un curso acelerado. En una escena que
todos habríamos querido emular, Trinity le pide a su compañero que le envíe un curso
para pilotar helicópteros y pocos fotogramas después aparece dirigiendo uno. ¡Quién
pillara el programa para aprenderse todos los phrasal verbs! A lo mejor un día la ciencia
avanzará tanto que esto dejará de ser ciencia-ficción. Tal vez podamos tomarnos una
pastilla verde y adquirir así las competencias de un contable experimentado o bien
aprender chino mandarín enchufándonos al puerto USB de una máquina de tamaño no
superior al de una tostadora. No necesariamente será un mundo mejor. Cuando la
tecnología permita obtener el grado de máster conectándose dos horas a una máquina, las
empresas insistirán en la importancia de tener una formación mínima de doctor.
Paralelamente, las universidades crearán un título académico superior al de doctor que se
convertirá en requisito indispensable para la siguiente generación. Pero al menos suena
prometedor e interesante.
Hoy por hoy estamos a años luz de eso, si es que alguna vez llega a ser posible
algo parecido. Sin embargo, hemos llegado a un punto en el que las nuevas tecnologías
pueden hacer una contribución valiosa al mundo de la educación. Todos hemos oído
cómo los centros educativos y las universidades quieren subirse al carro de la innovación
y aprovechar sus ventajas. Pero el fenómeno es mucho más amplio que eso. Desde hace
unos pocos años, se ha hecho habitual escuchar a nuestros amigos decir que están
aprendiendo a tocar la guitarra con unos vídeos que han encontrado en YouTube o que
están siguiendo un curso de árabe que se han bajado de una web. Aprender no es fácil y
cualquier ayuda es bienvenida. Afortunadamente, Internet y las nuevas tecnologías
pueden ser de gran ayuda. A lo mejor está cerca el día en que esos niños vayan a clase
con una tableta de 400 gramos y no necesiten ir cargados con tanto libro. En cualquier
caso, la relación entre la educación y las nuevas tecnologías comienza mucho antes y
tiene una historia muy anterior a la Red de redes. Vayamos poco a poco…

4.1. De las máquinas de Skinner a la plataforma Moodle

La utilización de máquinas con fines educativos es cualquier cosa menos nueva. Al


parecer, la idea se le ocurrió por primera vez a un tal Sidney Pressey en los años veinte,
mucho antes de que los ordenadores e Internet fueran siquiera una posibilidad teórica.
Pressey diseñó varias máquinas que permitían realizar pruebas de inteligencia y obtener

114
la puntuación de forma automática e inmediata. Aunque estos dispositivos no eran,
propiamente hablando, material educativo, en opinión de Pressey podían utilizarse no
solo para medir la inteligencia sino también para enseñar habilidades a los niños en las
aulas escolares (véase Skinner, 1958). El hecho de que su nombre sea desconocido para
la mayoría de quienes hoy trabajan en el mundo educativo es buena prueba del olvido en
el que cayó su propuesta.
La posibilidad de diseñar dispositivos mecánicos con fines educativos no volvió a
discutirse con seriedad hasta que Skinner la replanteara en los años cincuenta,
asentándola firmemente en los fundamentos teóricos del análisis experimental de la
conducta (Skinner, 1958). En sus escritos, Skinner se lamentaba por la escasa conexión
que parecía haber entre los principios de aprendizaje que se descubrían en el laboratorio
y las técnicas de enseñanza que se utilizaban en los centros educativos. Mientras que la
investigación básica mostraba la importancia de administrar los reforzadores positivos
conforme a pautas precisas, la realidad de los centros educativos era que los alumnos
raramente eran recompensados por sus logros y, cuando lo eran, el premio se
administraba tarde y mal. En la mayor parte de los casos, observaba él, la motivación de
los niños no se derivaba tanto del logro de reforzadores, sino de la evitación de los
castigos que podían sufrir si no prestaban atención en clase o no seguían las órdenes del
profesor. Además, el sistema educativo obligaba a toda la clase a avanzar al mismo ritmo,
independientemente de las capacidades de cada alumno, lo que en realidad suponía un
castigo tanto para los alumnos más atrasados (que se veían incapaces de seguir el ritmo
de las clases) como para los alumnos más adelantados (que se aburrían en clase
estudiando cosas que ya sabían). La clase avanzaba de tal forma que era imposible
terminar el curso asegurándose de que todos los alumnos habían asimilado los
contenidos, lo que a su vez generaba problemas en el siguiente nivel educativo.
En su opinión, la solución a estos y otros problemas era utilizar máquinas de
aprendizaje que permitieran avanzar al alumno a su ritmo mediante preguntas
relativamente sencillas, que casi siempre pudieran ser acertadas al primer intento, de
modo que siempre resultaran reforzadas. En el fondo, la idea de utilizar máquinas para
enseñar a los alumnos no era muy diferente de la práctica habitual de su laboratorio de
utilizar máquinas para modificar la conducta de los animales mediante reforzadores. Las
máquinas de enseñanza venían a ser una especie de caja de Skinner para humanos.
En la época de la psicología cognitiva y las neurociencias en la que estamos ahora
inmersos, los fundamentos conductistas en los que se basan las máquinas de aprendizaje
de Skinner pueden parecer obsoletos. Sin embargo, la idea en sí mostró ser muy
fructífera. El propio Skinner, junto con sus colaboradores, diseñó máquinas para enseñar
varias asignaturas y, lo que es más importante, puso a prueba su validez (algo que, por
desgracia, raramente se hace hoy en día cada vez que cambia alguna práctica educativa o
los planes de estudios en su conjunto). Las máquinas no solo resultaron funcionar bien,
sino que era extremadamente fácil mejorarlas aún más. Utilizándolas, los profesores
podían registrar qué contenidos les resultaban más difíciles a los niños, qué preguntas
resultaban ambiguas, en qué puntos se quedaban atascados. Toda esta información podía

115
luego aprovecharse para mejorar el diseño de los materiales progresivamente.
Hoy en día existen algunos libros de texto que están estructurados conforme a las
ideas de Skinner sobre la enseñanza programada (véanse, p. ej., Holland y Skinner,
1980; Sidman y Sidman, 1978). Y gracias al desarrollo de los ordenadores personales
actuales, relativamente económicos y fáciles de programar, el diseño de este tipo de
máquinas es hoy más fácil que nunca. Desafortunadamente, su utilización es poco
habitual en la actualidad. A lo largo de la segunda mitad del siglo XX el conductismo fue
cayendo en el olvido de la comunidad investigadora y fue siendo sustituido por el
cognitivismo, un enfoque mucho más potente desde el punto de vista teórico y
experimental. Como sucede en tantas ocasiones, al criticar al conductismo, los
investigadores no solo se desvincularon de sus principios teóricos, sino que también se
desmarcaron de todas las prácticas psicológicas que se basaban en esos principios…
¡aunque funcionaran! Aunque aún hay unos pocos libros y programas de ordenador que
se basan en los principios del aprendizaje programado, estos métodos pertenecen a la
historia de la psicología y de la educación. Como veremos más adelante, la idea de
Skinner de que los métodos de aprendizaje debían ser evaluados constantemente y
revisados a la luz de la evidencia, tan importante para el avance de la educación,
tampoco se ha convertido en una práctica habitual.
La verdadera revolución tecnológica en el ámbito educativo no empieza hasta la
aparición de Internet. En la última década, el acceso cada vez mayor a la Web ha
alterado radicalmente tanto el proceso de aprendizaje en los centros educativos como los
propios objetivos de la educación. Tradicionalmente, la meta de la educación siempre ha
sido adquirir y asimilar información. Los estudiantes acudían a las aulas para que los
profesores les transmitieran dicha información. Tampoco era otro el propósito de las
bibliotecas, hasta hace poco los únicos verdaderos almacenes de cultura. Sin embargo, en
la actualidad ni los profesores ni las bibliotecas pueden competir con la Red como fuente
de información. Desde la receta de una buena paella hasta los criterios diagnósticos de la
esquizofrenia, pasando por el tiempo que hará mañana, casi toda la información que uno
pueda necesitar puede encontrarla en Internet. Los centros educativos se están adaptando
como pueden a esta nueva realidad. En parte enseñando a sus alumnos a utilizar la Web
como un recurso didáctico más. Pero también desarrollando nuevas aplicaciones
informáticas que permitan explotar el potencial didáctico de los ordenadores e Internet.
Una buena prueba de que se trata de un tema en boga es la enorme diversidad de
términos que se han propuesto para describir al aprendizaje asistido por ordenador.
Probablemente, el término más general de todos ellos sea el de e-learning o aprendizaje
electrónico. Pero también hay quien habla de blended learning o b-learning (para
referirse a la combinación de la enseñanza tradicional, cara a cara, con la educación
basada en las nuevas tecnologías), de mobile learning o m-learning (haciendo énfasis en
que el aprendizaje no está ligado a una ubicación física concreta), o de t-learning (para
referirse al aprendizaje mediante la televisión). A lo largo de este libro utilizaremos
normalmente el término e-learning ya que es uno de los primeros que comenzó a
utilizarse y es además relativamente general: abarca cualquier modalidad de aprendizaje

116
que utilice dispositivos electrónicos. Sin embargo, el lector interesado que desee ahondar
en el tema deberá familiarizarse con esta diversidad de terminologías. En nuestra opinión,
se trata de una característica muy poco afortunada de esta literatura. En muchas
ocasiones, el objetivo que un autor persigue al utilizar un nuevo término no es tanto
hacer una clarificación conceptual como transmitir la sensación de que está hablando de
algo completamente nuevo e innovador cuando, sin embargo, se trata de cuestiones para
las que la terminología anterior es perfectamente válida. Los efectos de esta estrategia
son funestos para el avance de la disciplina ya que impide que los investigadores y
profesionales de la educación utilicen un lenguaje común, hace que la investigación sea
más fragmentaria y dificulta el acceso a las publicaciones más relevantes en las bases de
datos académicas.
Desde hace algunos años, cualquier centro educativo que se precie (muy
especialmente en el ámbito universitario) utiliza algún tipo de plataforma pedagógica
virtual en la que los profesores pueden colgar materiales didácticos y a través de la cual
los estudiantes pueden acceder a ellos y ponerse en contacto con el profesor y entre sí.
Se trata de los llamados sistemas de gestión del aprendizaje o LMS (por las siglas de
learning management systems). Algunas de estas herramientas han sido diseñadas por las
propias universidades que las utilizan. Las más populares, sin embargo, son aplicaciones
informáticas específicamente diseñadas por expertos que después las venden a los
centros educativos o bien las distribuyen gratuitamente. Probablemente, una de las más
famosas sea Moodle, un entorno virtual educativo completamente gratuito y cuyo código
fuente está disponible para cualquiera que desee descargarlo. Las estadísticas disponibles
sobre este software transmiten una imagen muy clara de las dimensiones que el e-
learning está tomando a lo largo y ancho del globo. Según las estadísticas que ofrece la
propia Moodle, el servicio cuenta actualmente con unos 45 millones de usuarios en todo
el mundo. La Figura 4.1 muestra la evolución del número de sitios web que están
registrados como usuarios de Moodle. Estas cifras probablemente subestiman la cantidad
real, puesto que los usuarios no están obligados a registrarse.

117
Figura 4.1. Estimación de sitios web registrados que utilizan la plataforma Moodle, según los datos que ofrece el
proveedor en la sección de estadísticas de su web. Consulta realizada el 28 de diciembre de 2011.

Pero las nuevas tecnologías de la educación no terminan con plataformas virtuales.


Desde hace unos años, sobre todo desde el auge de las redes sociales y la web 2.0 se
observa una fuerte tendencia a incorporar también estos recursos sociales al conjunto de
herramientas de e-learning que utilizan los profesores y los estudiantes (véase, p. ej.,
Garaizar, 2009). Muchos profesores utilizan redes sociales como Facebook o Twitter en
sus asignaturas y desde luego son también muchos los estudiantes que las utilizan para
facilitar su trabajo en grupo. De hecho, algunos equipos de investigación incluso están
desarrollando nuevos entornos para Facebook que favorezcan el trabajo en grupo (p. ej.,
Charlton y cols., 2009).
Las plataformas educativas y las demás herramientas informáticas diseñadas con
fines didácticos son especialmente útiles para hacer frente a algunas de las necesidades
más apremiantes del sistema educativo actual. Tradicionalmente, se entendía que la
formación de una persona terminaba con la educación recibida en la juventud. Pero ya
hemos visto que la sociedad moderna requiere una formación continua en casi todos los
gremios. Es extraño encontrar un trabajo que no requiera el dominio de idiomas o de los
programas informáticos más recientes, por ejemplo. Resulta imposible cumplir con las
demandas profesionales que plantea nuestra sociedad sin un esfuerzo continuado por
seguir aprendiendo. Pero no todo el mundo puede encontrar tiempo para asistir a un
curso presencial con el que actualizar sus conocimientos. En este contexto la posibilidad

118
de realizar estudios desde casa, a través de Internet, facilita sustancialmente el que
incluso personas muy ocupadas puedan acceder a una formación de calidad y
relativamente económica.
Estas herramientas también han supuesto una revolución para las instituciones que
ofrecen formación a distancia. Hasta hace pocos años, los únicos recursos que existían
para apoyar este tipo de educación eran los libros y las tutorías presenciales. Actualmente
es posible distribuir entre los alumnos todo tipo de materiales, incluyendo vídeos o
archivos de sonido, recibir trabajos y entregar sus correcciones por email, realizar
tutorías online, dar clase por videoconferencia… todo ello sin que ni profesor ni alumno
salgan de sus propias casas.
Durante los últimos años se ha hecho un gran esfuerzo por entender tanto el
impacto psicológico de esta nueva forma de educación como las actitudes que despierta
en quienes voluntaria o involuntariamente recurren a ella. A modo de ejemplo, en el
presente capítulo se describen algunas investigaciones recientes sobre las actitudes de los
estudiantes hacia el e-learning, las dificultades que plantea la necesidad de buscar
información en Internet, el diseño y utilización de videojuegos educativos, y la utilización
de la Red como herramienta de aprendizaje colaborativo. Finalmente, se presentan
algunos datos de interés con los que evaluar críticamente la contribución que estos
recursos pueden hacer al correcto desarrollo del proceso educativo.

4.2. Actitudes hacia los sistemas educativos online

El uso de tecnologías se ha convertido en un requisito ineludible en los programas


educativos de todos los niveles, desde la educación primaria hasta la educación
universitaria superior. Lógicamente, las reacciones ante esta nueva realidad son
enormemente variadas. Uno de los retos de las nuevas investigaciones psicopedagógicas
reside precisamente en tener una imagen clara del panorama de actitudes que despiertan
estas tecnologías entre sus usuarios, ya sean estos profesores o estudiantes. Por muchas
bondades que prometan los recursos de e learning, si las personas que se ven obligadas a
lidiar con estas tecnologías no están contentas, poco será el beneficio que puedan extraer
de ellas. Algunas de las preguntas más importantes a las que se trata de dar respuesta
son: ¿Cómo pueden medirse las actitudes hacia el aprendizaje online? ¿Qué factores
determinan que los usuarios tengan una actitud positiva?
Por supuesto, una de las principales razones por las que nos interesan las actitudes
hacia el uso educativo de Internet es que dichas actitudes son un factor fundamental de la
disposición a utilizar estas herramientas. Si no hay una actitud favorable, lo más probable
es que los estudiantes no utilicen las plataformas educativas o bien reduzcan su uso al
mínimo imprescindible para cumplir con los requisitos del programa de la asignatura. Por
tanto, una última pero no menos importante cuestión a tratar a este respecto es dilucidar

119
cuáles son los factores que determinan, no ya que exista una actitud positiva, sino que los
usuarios lleguen realmente a utilizar los recursos online.
Los estudios que tratan este asunto revisten un especial interés debido al carácter
colaborativo de muchas de las herramientas educativas online actualmente disponibles.
Como veremos más adelante en este capítulo, una de las grandes ventajas de las
plataformas educativas es que suelen disponer de medios para poner en contacto a los
estudiantes y para resolver tareas en grupo (p. ej., wikis, foros y tablones de anuncios).
Sin embargo, para que estas tecnologías aporten algún valor es necesario que intervenga
un número suficiente de alumnos; si no se alcanza una masa crítica de participantes en
los foros, es poco probable que allí surjan ideas interesantes para la comunidad de
usuarios. Por esta razón, entre otras, es interesante conocer cuáles son los factores que
determinan que los estudiantes se impliquen con estas tecnologías y las utilicen con
frecuencia.
Las herramientas psicométricas actualmente disponibles para medir las actitudes
hacia el uso de las plataformas educativas suelen centrarse en cuantificar lo importante
que son para los usuarios ciertas características de estos sistemas. Por ejemplo, el test
CILES, una escala desarrollada por autores taiwaneses, plantea a los aprendices una serie
de preguntas sobre la importancia que dan a elementos como la facilidad de uso del
sistema, la relevancia del mismo, la disponibilidad de muchas fuentes de información e
interpretaciones, el desafío que suponga la utilización de la plataforma, etcétera (Chuang
y cols., 2008; Tsai, 2008). Otros estudios han utilizado herramientas que pretenden
medir la importancia concedida a otro tipo de características, tales como la facilidad del
acceso, la estructura social del sistema, el contenido diseñado por los profesores, el
impacto positivo sobre el aprendizaje y la calidad de las relaciones sociales que tienen
lugar dentro de la plataforma (Chen y Tsai, 2007). Como se muestra en la Figura 4.2, la
mayor parte de estos factores podría agruparse fácilmente en tres categorías: técnicos (si
el sistema funciona bien, es fácil, accesible), pedagógicos (cantidad y calidad de los
contenidos, contribución al proceso de aprendizaje) y sociales (estructura social de los
foros, calidad de las relaciones sociales entre iguales y entre el profesor y los alumnos).

120
Figura 4.2. Clasificación de los determinantes de las actitudes hacia el e-learning. El cuadro presenta una
propuesta de clasificación de los distintos factores que pueden influir en la actitud de un usuario hacia los
programas de e-learning y en su decisión final de utilizarlos o no.

Estos estudios sobre los factores que determinan la opinión de los usuarios hacia
un sistema de aprendizaje online son interesantes porque, entre otras cosas, permiten
medir cómo de contento está un grupo de usuarios con su plataforma y en qué aspectos
podrían hacerse cambios para mejorarla. Por desgracia, las investigaciones de este tipo
que se han realizado indican también que las plataformas educativas actualmente
existentes podrían no estar cumpliendo con las expectativas que inicialmente despiertan
en sus usuarios (Chuang y cols., 2007). Estos resultados sugieren que aún es necesario
realizar un gran esfuerzo por mejorar los recursos existentes.
La evidencia disponible muestra que al analizar las actitudes de los usuarios hacia
las plataformas de aprendizaje online pueden distinguirse varios tipos de usuarios. Como
señalan, por ejemplo, Liaw y sus colaboradores (2007) algunos estudiantes valoran estas
herramientas sobre todo en la medida en la que proporcionan oportunidades para el
aprendizaje autónomo. Otros las valoran especialmente como un espacio adecuado para

121
la solución de problemas (p. ej., contrastando información con otras personas).
Finalmente, hay quien simplemente valora más estos sistemas de aprendizaje porque
permiten la utilización de recursos didácticos multimedia.
Este tipo de investigaciones sobre las actitudes generales hacia el e-learning, junto
con el desarrollo de escalas psicométricas como las anteriormente mencionadas, tienen la
ventaja de que permiten estudiar si existen diferencias entre diversos colectivos en lo que
se refiere a sus actitudes hacia el e-learning. En este sentido, tal vez las diferencias más
ampliamente documentadas sean las de género. La mayor parte de las investigaciones
iniciales sobre el uso de Internet (no solo en el contexto educativo) parecían revelar la
existencia de una amplia diferencia entre hombres y mujeres, conocida como gender
gap. Al parecer, las mujeres se sentían menos motivadas para utilizar estas nuevas
tecnologías y hacían un uso más limitado de ellas (p. ej., Durndell y Haag, 2002). Sin
embargo, la evidencia disponible muestra que estas diferencias se están reduciendo
drásticamente o son incluso inexistentes (Tsai y Lin, 2004), aunque se observa que, en
general, los hombres tienen aún mayor facilidad en el manejo de estas herramientas de e-
learning (Chuang y cols., 2008). Donde sí parece haber ciertas diferencias es en los
aspectos de la Red que más valora cada sexo. Por ejemplo, parece que en general las
mujeres son más favorables a los contenidos educativos de la web, pero sin embargo
prefieren las relaciones cara a cara antes que las relaciones que se dan en las plataformas
virtuales (Chen y Tsai, 2007). Los hombres por su parte parecen apreciar más que el
sistema de e-learning proponga problemas que supongan un desafío o un reto (Tsai,
2008).
Aunque menos estudiadas, resultan tal vez más interesantes las diferencias que no
se deben al género, sino al nivel académico en el que se utiliza el e-learning o a la
experiencia en su manejo (Tsai, 2008). Por ejemplo, en el caso de los estudiantes de
postgrado es importante que la plataforma virtual de aprendizaje permita negociar ideas
entre el profesor y los alumnos, expresar las opiniones de los estudiantes y también que
dé información sobre las fuentes en las que se basan los contenidos, de modo que pueda
estimarse mejor el valor de las ideas allí tratadas. De la misma forma, parece que los
estudiantes con más experiencia en el e-learning son más exigentes que sus compañeros
más inexpertos a la hora de valorar la calidad de un sistema de aprendizaje online.
Sabiendo que en función de factores como el género, la formación o la experiencia
cada usuario plantea diferentes demandas a su plataforma de aprendizaje, lo ideal sería
diseñar algún tipo de software educativo que evaluara directa o indirectamente estas
actitudes y adaptara automáticamente sus contenidos y estrategias didácticas a las
características personales del alumno. La enseñanza individualizada siempre se ha tenido
como un ideal en muchos sistemas educativos y aún hoy a la hora de evaluar la calidad
de un centro educativo, pocos índices son tan significativos como la ratio profesor-
alumno. Sin embargo, por mucho que se haga énfasis en la necesidad de adaptar los
contenidos y el ritmo de la formación a los intereses y características de cada alumno
particular, lo cierto es que se trata poco menos que de una utopía que puede cumplirse en
pocos o tal vez ningún centro. Afortunadamente, los avances en el diseño de software

122
educativo permiten aventurar que en el futuro será posible diseñar programas didácticos
que se adapten a las características del aprendiz. Por ejemplo, existen actualmente
programas de este tipo que permiten “diagnosticar” las capacidades de aprendizaje del
usuario a partir de la forma en que éste interactúa con el programa en cuestión. El
software registra datos tales como cuánto tiempo se detiene el usuario en un punto
concreto, cuántas veces necesita volver atrás en el temario o cuántos temas lee
demasiado rápido como para haberles prestado la atención necesaria. A partir de estas y
otras pautas en el comportamiento el programa “infiere” cuáles deben ser las capacidades
cognitivas del usuario en lo que se refiere a capacidad de la memoria operativa, de
razonamiento inductivo o de simple aprendizaje asociativo (véase Graf y cols., 2008). El
siguiente paso, obviamente, consiste en hacer que el propio programa de ordenador
utilice estos datos para proponer al aprendiz las actividades y temas que más se ajustan a
su estilo de aprendizaje ideal.
Una cosa es que los sistemas de aprendizaje online puedan gustar más o menos a
sus usuarios y otra que realmente los utilicen con asiduidad. Aunque lógicamente, hay
una relación estrecha entre ambas cosas, hasta cierto punto también pueden ser
relativamente independientes: aunque no les guste, los estudiantes de un centro pueden
utilizar una plataforma educativa con frecuencia simplemente porque es un requisito
obligatorio de alguna asignatura; y viceversa, por mucho que un estudiante pueda
disfrutar con el e-learning, si resulta poco accesible o si no se siente lo suficientemente
capacitado, es posible que no llegue a utilizar estas tecnologías. Son muchos los factores
que se han propuesto en la literatura como posibles determinantes de la decisión de
utilizar las plataformas de aprendizaje online: la experiencia previa, el grado de
competencia que uno tiene con estos sistemas, la utilidad previsible del e-learning, el
posible “terror” o ansiedad ante las nuevas tecnologías y un largo etcétera (p. ej., véanse
Bates y Khasawneh, 2007). Entre los muchos factores cuya influencia se ha estudiado,
tal vez el más repetidamente citado en la literatura sea la auto-eficacia percibida que tiene
el estudiante al interactuar con el programa de e-learning: los estudiantes están dispuestos
a utilizar estos recursos en la medida en la que crean (correcta o incorrectamente) que
tienen las capacidades necesarias para desempeñarse con éxito en dicha tarea. De hecho,
parece que muchos de los otros factores mencionados anteriormente influyen en la
intención final de utilizar el e-learning precisamente mejorando autoeficacia percibida del
usuario (Bates y Khasawneh, 2007).
Un elemento que se haya ausente en muchos de estos estudios y que no obstante
juega un papel crucial en el desarrollo de una actitud positiva hacia el e-learning y en su
utilización fructífera es, sin duda, el profesor. Que los alumnos de un centro utilicen o no
los ordenadores e Internet en el proceso de aprendizaje depende casi al 100% de si el
profesor les induce a hacerlo y de la calidad de las actividades que les proponga. La
importancia del profesor en la utilización de estas tecnologías es tan obvia que cuesta
creer que no haya recibido una atención mucho mayor por parte de los psicólogos y
psicopedagogos interesados por el e-learning. Afortunadamente, existen algunos estudios
que rompen esta tendencia, haciendo del profesor el centro de su atención. Por ejemplo,

123
un estudio reciente de Tondeur y colaboradores (2008) muestra que la “filosofía”
constructivista y/o tradicional del profesor influye en la forma en que utiliza los
ordenadores en sus clases. En general los educadores han tendido a ver ambas filosofías
como algo enfrentado: o se es un profesor tradicional (centrado en los contenidos a
estudiar) o se es un profesor constructivista (centrado en los intereses del alumno). Sin
embargo, estos investigadores observaron que los profesores que tienen actitudes
favorables tanto hacia las estrategias de enseñanza tradicionales como a los principios de
enseñanza más constructivistas utilizan más el ordenador como instrumento básico, como
fuente de información y como herramienta de aprendizaje.

4.3. Búsqueda de información en Internet

Las tecnologías de la información son ante todo eso, tecnologías de la información.


Ponen a nuestra disposición una infinita cantidad de documentación sobre las fuentes
más diversas, desde consejos para que la declaración de la renta nos salga a devolver
hasta información médica que nos ayude a decidir si esa tos matutina que nos tiene tan
preocupados podría ser algo más que la secuela de un catarro traicionero. Si a la gente le
preguntamos para qué utiliza Internet, algunos nos dirán que es para participar en juegos
online, otros que para chatear con sus amigos… Pero seguro que una gran cantidad de
personas utiliza Internet única y exclusivamente para encontrar información (que no es
poco). La Web es, por tanto, la prueba definitiva de que los seres humanos somos
verdaderos “informávoros”.
El hecho de que la Red proporcione un acceso directo a una cantidad tan ingente
de información requiere, según mucha gente, un cambio radical en las metas del proceso
educativo y tal vez en el propio concepto de educación. Antaño, el objetivo de la
formación era dotar al alumno de los conocimientos que pudiera necesitar para adquirir
una cultura básica o para poder desempeñar un trabajo concreto. Sin embargo, en la
actualidad es poco lo que un profesor pueda enseñar a sus alumnos que éstos no puedan
encontrar por sí mismos en Internet. En una época en la que toda la información que uno
pueda querer conocer está al alcance de un clic, ¿sigue teniendo sentido un sistema
educativo cuyo fin sea transmitir conocimientos? La información se ha hecho tan
accesible a través de los buscadores que algunos incluso sospechan que está cambiando
la forma en la que las personas decidimos si merece la pena memorizar o no cierta
información (véase, p. ej., Sparrow y cols., 2011). Además, con el continuo avance
científico y tecnológico de las últimas décadas ya es no es fácil decidir cuáles son los
contenidos que deben enseñarse en las escuelas y universidades. Lo que vale para hoy no
tiene por que valer para mañana.
En un contexto así, en el que los conocimientos a transmitir cambian
constantemente y la formación continua se convierte en requisito indispensable en casi

124
cualquier ámbito laboral, muchos opinan que el verdadero objetivo de la educación ya no
debe ser tanto dotar al estudiante de conocimientos como desarrollar su capacidad para
encontrar la información que pueda necesitar por sus propios medios. El nuevo reto es
enseñar a los alumnos a defenderse por su cuenta en los océanos de información que
contiene la Red. No se trata de una tarea fácil. Ciertamente en Internet se puede
encontrar muchísima información, pero no toda ella es de la misma calidad ni las fuentes
más valiosas son siempre las más fácilmente accesibles. En medio de tanta información,
encontrar la información deseada puede llegar a ser como buscar una aguja en un pajar.
A pesar de la creciente importancia que se concede a la correcta utilización de
Internet en el sistema educativo, la forma en la que se desarrollan estas capacidades
resulta un tanto paradójica. Por una parte, ya no existe casi ninguna asignatura de
educación secundaria o superior en la que no sea necesario utilizar Internet para buscar
documentación con la que realizar algún trabajo. Sin embargo, los estudiantes no reciben
ningún entrenamiento formal en el uso de estas metodologías. Es decir, se asume que los
estudiantes deben aprender a utilizar estas herramientas y, por tanto, se les obliga a
familiarizarse con ellas, pero se da por sentado al mismo tiempo que el uso de las mismas
es tan sencillo que no requiere aprendizaje alguno. Obviamente, estamos ante una
contradicción: si el uso de las tecnologías no requiere ningún tipo de formación, no hay
razón para obligar a los estudiantes a utilizarlas; y si por el contrario estas tecnologías
plantean algún tipo de dificultades, es necesario que estas se aborden explícitamente, en
lugar de asumir que se superarán con el mero hecho de inducir a los estudiantes a que se
familiaricen con Internet, el correo electrónico o las bases de datos.
De hecho, la búsqueda de información en Internet (o incluso la tradicional
búsqueda de documentos en las bibliotecas) constituyen una habilidad compleja que
requiere utilizar varias capacidades cognitivas. La búsqueda de información no es sino un
caso específico de solución de problemas, proceso ampliamente estudiado por los
psicólogos cognitivos en las últimas décadas (Newell y Simon, 1972). Al igual que
cuando se trata de resolver un problema, al buscar cierta información tenemos un punto
de partida (la necesidad de encontrar cierta información junto con la indisponibilidad
inmediata de la misma), un estado meta (en este caso, poseer dicha información) y una
serie de operadores que nos permiten llegar del punto de partida al estado meta
(Wopereis y cols., 2008).
En el caso concreto de la conducta de búsqueda de información, los investigadores
han propuesto diversas clasificaciones de los procesos mentales que deben realizarse para
realizar la tarea con éxito (para una revisión, véase Lazonder y Rouet, 2008). A modo de
ejemplo, en la Figura 4.3 se presenta la clasificación de capacidades y subcapacidades
propuesta por Walraven y colaboradores (2008). Según este modelo, cuando una persona
necesita encontrar cierta información en Internet o en una biblioteca, lo primero que debe
hacer es definir correctamente el problema en cuestión. No es lo mismo buscar
información para realizar un trabajo académico que buscar cierta información médica
para entender cómo funciona la medicación que nos ha recetado el médico. Muy
especialmente si se trata de un trabajo, es importante, entre otras cosas, que el alumno

125
lea bien qué tipo de trabajo se le está solicitando, que sepa cuáles son las preguntas a las
que debe responder su trabajo, o que se pare a pensar qué conocimientos posee ya sobre
el tema. Una vez definido el problema, el segundo paso sería buscar la información
relevante, lo que requiere decidir qué estrategia se va a utilizar (p. ej., dónde se va a
buscar la información), cuáles son los términos de búsqueda que se van a emplear y,
finalmente, evaluar críticamente si la información que se ha encontrado es relevante y
creíble. A continuación es necesario ojear la información para poder evaluarla con más
detenimiento y posteriormente leerla con más detalle. El último paso, especialmente
relevante en el caso de trabajos académicos, sería organizar toda la información recabada
e integrarla de modo que pueda presentarse al profesor.
Se trata por tanto de un proceso muy complejo en el que son varios los momentos
en los que pueden cometerse errores. De hecho, no es extraño que los profesores se
quejen con frecuencia de la mala calidad de los trabajos que reciben de sus alumnos.
Muchos de ellos no responden a los objetivos reales del trabajo, otros se basan en
fuentes inadecuadas (p. ej., páginas poco fiables o bien demasiado técnicas), y finalmente
hay quienes a la hora de organizar la información y redactar el producto final se limitan a
“cortar y pegar” la información que han encontrado en diversas páginas web. La
investigación realizada hasta el momento nos permite intuir al menos cuáles son los
errores más frecuentes en cada edad. A pesar de que los jóvenes han tenido más
oportunidades de familiarizarse con las nuevas tecnologías desde la más tierna infancia, la
evidencia disponible muestra que son los niños y los adolescentes quienes más problemas
encuentran en varios de los pasos que se muestran en la Figura 4.3 (Walraven y cols.,
2008). Habida cuenta de que los más jóvenes son tal vez quienes más necesitan utilizar
estas herramientas para su labor cotidiana, es necesario cambiar esta situación
desarrollando estrategias de intervención que nos permitan dotar a los niños y
adolescentes de las estrategias que necesitan dominar para realizar estas tareas con éxito.

126
Figura 4.3. Procesos necesarios para la búsqueda de información. Se muestran los procesos que es necesario
realizar para poder solucionar exitosamente un problema de búsqueda de información según Walraven y
colaboradores (2008). A su vez, cada uno de estos procesos puede dividirse en varias subtareas. Este tipo de
clasificaciones ayudan a guiar la investigación para detectar en qué partes del proceso pueden cometerse errores
y qué estrategias de formación pueden adoptarse para evitar que eso suceda.

La mayor parte de las técnicas formativas que se han desarrollado intentan hacer
que los estudiantes sean más conscientes de los pasos que hay que dar para resolver
satisfactoriamente estos problemas. En otras palabras, se trata de hacer que los usuarios
se den cuenta de que es necesario definir correctamente el problema, elegir una estrategia
de búsqueda óptima, ser críticos con las fuentes y con la información encontrada,
organizar la información de la forma adecuada, etcétera. Dado que se trata, en definitiva,
de controlar y regular conscientemente cómo se están desempeñando estas tareas
cognitivas, el tipo de habilidades que trabajan estos programas de intervención suelen
recibir el nombre de habilidades metacognitivas (Lazonder y Rouet, 2008).
Son varias las técnicas que se han propuesto para entrenar estas habilidades (puede
encontrarse un breve resumen en Brand-Gruwel y Gerjets, 2008). Algunas de las
técnicas más utilizadas consisten en dar a los estudiantes hojas de trabajo en las que se
les obligue a buscar la información siguiendo todos los pasos que deberían dar idealmente

127
(p. ej., véase Gerjets y Hellenthal-Schorr, 2008). Otra posibilidad, utilizada especialmente
con niños pequeños, consiste en crear un portal de Internet reducido que solo dé acceso
a unas pocas páginas web específicas (véase, p. ej., De Vries y cols., 2008). Al limitar el
número de páginas al que se tiene acceso se hace que el problema de manejar la
información encontrada sea considerablemente más fácil.
Casi todas estas estrategias de intervención hacen mucho énfasis en que el
entrenamiento de las capacidades de búsqueda de información en Internet nunca debería
darse en el vacío, sino que siempre debería estar integrada en el seno de alguna
asignatura en la que se transmitiera algún conocimiento o capacidad, aparte del propio
entrenamiento en búsqueda de información. En otras palabras, no sirve con dar un curso
sobre utilización de Internet, ya que es necesario que estas capacidades se desarrollen al
realizar una tarea completa con cierta relevancia para el aprendiz. Por eso la mayor parte
de estos cursos se integra en alguna asignatura o cursillo sobre materias que nada tengan
que ver con el uso de Internet (p. ej., Wopereis y cols., 2008). Sin embargo, hasta donde
nuestro conocimiento alcanza, la idea de que es mejor integrar el entrenamiento en la
búsqueda de información en Internet con la docencia de otros contenidos es un supuesto
que se basa en la intuición de que esta forma de enseñanza es más significativa para los
alumnos, pero que no se ha probado empíricamente. Sería interesante que los estudios
futuros contrastaran explícitamente la eficacia de los programas de intervención
integrados y no integrados para valorar su valor relativo.
Curiosamente, uno de los factores que más ayuda a buscar información de forma
eficaz es el conocimiento previo de que se disponga sobre la materia: aquellas personas
que más saben sobre algo son también quienes más fácilmente pueden encontrar la
información que aún no tienen sobre el tema (Walraven y cols., 2008). Esta evidencia
sugiere que el nuevo enfoque pedagógico, que afirma que es mejor enseñar estrategias de
búsqueda de información que transmitir conocimientos a la antigua usanza, podría estar
equivocado. Son precisamente quienes más saben sobre algo los que mejor pueden
encontrar información nueva sobre un tema. Visto de la otra forma, quienes no saben
nada sobre algo difícilmente serán capaces de encontrar buena información sobre ese
asunto. Esto supone que la educación de calidad no debe favorecer la formación en la
capacidad de buscar información a costa de la formación en contenidos, sino que debe
fomentar ambas cosas por igual.

4.4. Videojuegos educativos

En el capítulo anterior, dedicado a los efectos psicológicos de los videojuegos, se


describió cómo el uso continuado de juegos de diverso tipo puede afectar a nuestras
capacidades cognitivas y también a nuestras reacciones emocionales ante la violencia.
¿No sería posible utilizar este potencial de los videojuegos para lograr cambios

128
psicológicos más “constructivos”? Parte de este potencial ya lo abordamos al hablar de
los posibles usos terapéuticos que se podían hacer de los videojuegos. Pero tal vez sea en
el terreno de la educación donde más se esté trabajando por hacer un uso socialmente
relevante de los videojuegos. En realidad, los juegos educativos no son precisamente una
novedad. Si hacemos una visita a un aula de educación primaria, el material didáctico que
nos vamos a encontrar no son calculadoras ni cartabones, sino simplemente juguetes y
puzles con los que los niños pueden ir adquiriendo sus primeros conocimientos en la
escuela, tales como el nombre de los colores, el abecedario o los números. Pero, ¿acaso
no podrían utilizarse también juegos para formar a los adultos?
Las ventajas de la unión entre educación y juegos son obvias. La formación es
fundamental en nuestra sociedad, pero el proceso de aprendizaje suele ser largo y
muchas veces tedioso. Los juegos, por el contrario, se caracterizan por ser
extremadamente motivantes, haciendo olvidar cualquier cosa ajena a los mismos. El
avance educativo que supondría añadir la diversión que producen los videojuegos a la
relevancia social de la formación es inimaginable. De hecho, algunas empresas del
entretenimiento están empezando ya a lanzar videojuegos con un marcado carácter
educativo. Entre los más destacados de este género, podemos encontrar algunos juegos
populares dedicados al aprendizaje del inglés (English Training y Practise English) o a
la adquisición de vocabulario (Mi Experto en Vocabulario). A pesar de todo, aún quedan
muchos avances por hacer antes de que el uso de videojuegos educativos pueda
generalizarse a las diversas materias del currículo y a todos los niveles del sistema
educativo.
Un problema de muchos de los juegos educativos disponibles en la actualidad es
que aquellos que son divertidos resultan poco educativos y, por el contrario, los que
tienen mayor potencial educativo son también los más aburridos. En este sentido,
Moreno-Cer y sus colaboradores (2008) nos ofrecen una valiosa clasificación de
software educativo, que puede contemplarse en la Figura 4.4. El primer tipo de juegos
educativos serían aquellos conocidos con el nombre de edutaiment (desafortunado
neologismo que surge de combinar las palabras anglosajonas education y entertainment).
A pesar de su nombre, se trata posiblemente de los videojuegos educativos menos
divertidos. La mayor parte de estos “juegos” se elaboran simplemente tomando una serie
de contenidos educativos a enseñar y cubriéndolos de una coraza informática similar a un
videojuego.

129
Figura 4.4. Tipos de videojuegos educativos. Según Moreno-Cer y colaboradores (2008) los tipos de videojuegos
educativos actualmente disponibles pueden organizarse en un continuo que va de los juegos más centrados en el
contenido pedagógico y menos en la diversión (edutaiment) a los más entretenidos pero menos centrados en el
valor educativo (videojuegos comerciales). El punto intermedio representa el ideal entre ambos extremos.

Chang y colaboradores (2007, 2008) nos ofrecen dos ejemplos recientes de las
potencialidades de los juegos del primer tipo, basados en el edutaiment. El primero de
ellos (Chang y cols., 2007) es un programa dedicado al aprendizaje de formas
geométricas en el cual los niños deben ir realizando una serie de pequeñas actividades,
similares a juegos tradicionales de ordenador, con las cuales van avanzando en los
diversos niveles de conocimiento de las formas geométricas (primero aprenden a
reconocerlas, luego a entender sus características básicas, etcétera). El segundo programa
(Chang y cols., 2008) utiliza un entorno similar, pero esta vez para el aprendizaje de la
multiplicación. En ambos casos, el estudio experimental realizado por Chang y sus
colegas muestra que estos métodos pueden ser mejores que las formas tradicionales de
enseñar formas geométricas y matemáticas, sobre todo para los niños que parecen tener
más dificultades con estas materias. Sin embargo, una mirada atenta al tipo de
actividades que contienen estos juegos muestra que es poco probable que lleguen a dar
lugar a una motivación tan fuerte como la que suscitan los videojuegos comerciales.
Como complementos a la formación en el aula pueden ser valiosos, pero no dejan de ser
simples actividades didácticas, en el fondo muy semejantes a las tradicionales de lápiz y
papel, que probablemente no van a “enganchar” a los alumnos fuera del aula.
En el extremo opuesto estaría la utilización de los videojuegos comerciales estándar
con fines educativos. En este caso, el profesor recurriría a cierto videojuego con el fin de
llamar la atención sobre algún aspecto de una asignatura que se ve reflejado en dicho

130
videojuego. Por ejemplo, un profesor de historia podría recurrir a juegos como
Civilization o Age of Empires para ilustrar la caída del Imperio Romano de una forma
más atractiva. En realidad, esta utilización de los videojuegos no sería muy diferente del
uso que desde hace años viene haciéndose de películas o novelas en el seno del aula.
Ciertamente, resulta un recurso interesante y añade algo de variedad al tipo de
herramientas educativas que pueden utilizar los profesores. Pero tampoco aprovecha
todos los potenciales educativos que podrían tener los videojuegos, ya que, al fin y al
cabo, estos juegos fueron diseñados para ser entretenidos y venderse bien, no para ser
instructivos. Por ejemplo, estos juegos no pueden avanzar más rápido o más despacio
según cuál sea el nivel de conocimiento del usuario. Tampoco pueden añadir más o
menos explicaciones teóricas sobre los escenarios del juego. De la misma forma, el
profesor no es libre de quitar o añadir “temas”. Por tanto, por muy divertidos que
puedan resultar, presentan carencias insalvables en el terreno de lo propiamente
educativo.
Lo ideal, según Moreno y colaboradores (2008), sería diseñar una generación de
juegos educativos que quedara de alguna forma a medio camino entre estos dos
extremos. Podría tratarse, por ejemplo, de programas que utilizaran los mismos motores
que los videojuegos comerciales y su misma calidad de gráficos, pero rediseñados para
dotarles de un contenido educativo más valioso y, sobre todo, para dotarlo de las
funcionalidades que requiere un programa educativo (es decir, que permita realizar algún
tipo de evaluaciones, que se adapte al ritmo del aprendiz, que pueda integrarse en una
plataforma de aprendizaje, etcétera). Lo más importante sería que existiera algún tipo de
comunicación bidireccional entre el videojuego y la forma que avanza y el resto de
materiales que se utilizan dentro del programa educativo, cosa que no sucede en los
videojuegos comerciales al uso (Burgos y cols., 2007). El gran problema en esta
estrategia es que los motores que suelen utilizar los videojuegos comerciales suelen
presentar una gran complejidad técnica, lo que hace que sean muy difíciles de modificar
por quienes no posean una sólida formación profesional en el terreno de la informática.
El futuro de los videojuegos educativos probablemente pasa por el desarrollo de otros
motores que mantengan buena parte de las potencialidades de los juegos comerciales
pero que sean más fáciles de adaptar por los profesionales de la enseñanza. Moreno-Cer
y sus colaboradores trabajan precisamente en la elaboración de un motor de estas
características.
Hasta el momento se ha tratado el tema de los videojuegos educativos como si
simplemente sirvieran para trabajar los contenidos tradicionalmente abordados en el aula.
Sin embargo, de la misma forma que la educación no consiste solo en enseñar
matemáticas, lengua e historia, el potencial de estos programas tampoco termina aquí.
Otras habilidades tal vez no tan académicas, pero no por ello menos valiosas, también
pueden entrenarse mediante los videojuegos. Sin ir más lejos, los típicos first-person
shooter, ampliamente comentados en el capítulo anterior, pueden utilizarse como
software educativo en todas aquellas instituciones (policía, ejército) que necesiten
mejorar la puntería de sus empleados o su atención visual. De hecho, comienzan a

131
estudiarse las características de estos videojuegos que los hacen especialmente atractivos
o útiles para la formación (p. ej., Orvis y cols., 2008). En este ámbito, es referencia
obligada America’s Army, un first-person shooter creado por el Departamento de
Defensa de EE.UU. con la intención de ayudar en la formación de los adolescentes en las
tareas de infantería y también de facilitar el reclutamiento de los jóvenes americanos.
Otros autores han intentado estudiar la utilidad de estos juegos para enseñar a sus
usuarios ciertas actitudes o ciertas capacidades de trabajo en grupo. Por ejemplo,
Ciavarro y colaboradores (2008) han desarrollado un juego de hockey en el que, sin que
los jugadores se den cuenta, el estilo de juego pacífico da más oportunidades de ganar
puntos que el estilo violento. Al parecer este videojuego tiene la capacidad de cambiar la
forma de jugar de sus usuarios implícitamente, es decir, sin que sus usuarios tengan
conciencia de ello, lo que permite utilizarlo como software educativo sin que los
jugadores tengan la impresión de estar utilizándolo como herramienta de educación y no
como un simple juego. De la misma forma, Hämäläinen y colaboradores (2008) han
diseñado un entorno virtual semejante al de un juego de rol multijugador en el que los
usuarios aprenden cómo enfrentarse en equipo a peligros en el puesto de trabajo como,
por ejemplo, un posible incendio.
Los temas tratados en esta breve sección sobre los videojuegos educativos
representan solo una pequeña fracción de los avances que se están haciendo en la
explotación didáctica de estos recursos. El panorama que nos presentan resulta
ciertamente alentador. A pesar de todo, es muy probable que los éxitos reales que
alcancen los juegos educativos sean finalmente mucho más modestos que las
expectativas que están generando. Es posible que la dificultad de muchos de los
contenidos actualmente impartidos en las aulas pueda “suavizarse” bastante y que la
motivación de los estudiantes se vea mejorada en cierta medida con la utilización de estas
herramientas. Pero en cualquier caso, parece poco probable que de la noche a la mañana
pueda convertirse en fácil y divertido lo que antes era oscuro y árido. Pensar que estos
videojuegos educativos puedan llegar a ser una suerte de panacea con la que solucionar la
crisis por la que actualmente pasa nuestro sistema educativo no es muy diferente de creer
a quienes anuncian dietas milagro con las que perder veinte kilos sin pasar hambre y sin
hacer ejercicio. Independientemente de que los videojuegos puedan ayudar algo en el
proceso, la educación, y muy en especial la superior, siempre requerirá algún esfuerzo y
alguna motivación intrínseca para afrontarlo.

4.5. Aprendizaje colaborativo en la Red

Uno de los cambios más importantes en el enfoque teórico de la educación a lo largo de


las últimas décadas ha sido el giro de las técnicas docentes tradicionales, centradas en la
figura del profesor, a una educación más centrada en el estudiante, su conocimiento

132
previo y sus intereses particulares. La idea de fondo es que el aprendizaje no es algo que
puede introducirse en el alumno desde fuera, sino que es algo que debe ser construido
por él mismo. Desde este enfoque constructivista, el papel del profesor no es tanto
transmitir los conocimientos que él posee como servir de guía en el proceso que lleva a
los alumnos a construir su propio conocimiento.
Esta nueva perspectiva afecta a la dinámica social en la que tienen lugar las clases.
En general se asume que ese proceso de construcción de aprendizaje debe llevarse a
cabo mediante la colaboración en grupo de los alumnos. Debido al rol central del trabajo
en grupo y la cooperación, las nuevas tecnologías de la información (que entre otras
cosas sirven para eso, trabajar en grupo y cooperar) brindan grandes oportunidades para
el desarrollo de este tipo de aprendizaje.
Muchas de las herramientas online más conocidas, tales como el correo
electrónico, los programas de mensajería instantánea o los foros, pueden utilizarse
fácilmente en el contexto de una relación de aprendizaje colaborativo. Recientemente se
han desarrollado otros recursos más específicamente diseñados por su potencial para
favorecer el proceso de aprendizaje. Tal es el caso de los wikis, sitios web sociales, en
cierta forma similares a los foros, que son fácilmente editables por múltiples usuarios,
pero guardando cierto control sobre los cambios que se producen. El ejemplo más
ampliamente conocido de wiki sería precisamente la Wikipedia, toda una enciclopedia
multilingüe creada por miles de autores trabajando cooperativamente. Otro servicio con
grandes posibilidades para el trabajo en equipo sería GoogleDocs, concebido como un
conjunto de aplicaciones de ofimática (con procesador de textos, hoja de cálculo y editor
de diapositivas, integrados con el servicio de email de Google, un sistema de mensajería
instantánea y una agenda electrónica) al que puede accederse a través de cualquier
ordenador conectado a la Red y que permite guardar archivos también en un espacio
virtual al que pueden acceder múltiples usuarios desde lugares remotos.
Un primer factor que determina la utilidad de este tipo de recursos en el contexto
educativo es la adecuación entre la técnica utilizada y el tipo de contenidos y problemas
que deben tratarse. En general, todas las herramientas para el trabajo colaborativo
pueden dividirse, grosso modo, en dos tipos: herramientas sincrónicas y herramientas
asincrónicas. Las primeras serían programas que permiten una interacción relativamente
directa y en tiempo real. Sería el caso de los sistemas de mensajería instantánea o de los
programas diseñados para conversar mediante micrófono, auriculares y webcams (p. ej.,
Skype). El segundo tipo de herramientas, las asincrónicas, serían aquellas en las que las
personas que se comunican no necesitan estar simultáneamente conectadas para poder
intercambiar mensajes. Sería el caso, por ejemplo, del email, los foros o los wikis. La
utilización de uno u otro tipo de recursos depende del tipo de tarea que se quiera llevar a
cabo. En general, los programas de comunicación asincrónica son los ideales cuando se
trata de resolver problemas educativos sencillos y bien definidos, mientras que suele ser
mayor el potencial de las herramientas sincrónicas cuando se trata de afrontar problemas
más abiertos y complejos (Overbaugh y Casiello, 2008). Eso sugiere que en los niveles
inferiores e intermedios del sistema educativo, el email y los foros pueden ser suficientes

133
para resolver la mayor parte de los problemas que puedan plantearse en el contexto
educativo. Sin embargo, en los niveles superiores, y muy especialmente en los de
postgrado, puede ser preferible un sistema que permita intercambiar ideas rápidamente.
En muchos casos, también es importante que el medio de comunicación elegido
tenga una estructura inicial que se adecúe a los contenidos que se van a tratar (George y
Labas, 2008). Por ejemplo, si en un curso de biología va a utilizarse un foro para que los
estudiantes discutan las ideas tratadas en las clases presenciales, es importante que el foro
presente una estructura similar a la del curso. Es decir, las entradas en el foro deben estar
agrupadas y ordenadas con los mismos títulos que se usen en el curso general y los
comentarios sobre temas similares deben estar unidos entre sí.
Probablemente la contribución más importante que la psicología puede
proporcionar al desarrollo de estos sistemas de aprendizaje colaborativo tiene que ver con
el estudio de las dinámicas grupales que tienen lugar en el seno de los mismos. Se trataría
de estudiar las herramientas disponibles para comprobar empíricamente qué factores de
las mismas y de las relaciones a las que dan lugar son las más adecuadas para lograr
ciertos resultados de aprendizaje. ¿Qué tipos de grupos son mejores? ¿Grandes o
pequeños? ¿Es mejor que sean grupos de iguales o que haya cierta jerarquía entre los
integrantes? ¿Qué papel juega la asignación de roles en la realización de tareas
educativas? La experiencia acumulada por la psicología social y de grupos en el estudio
de estas cuestiones la sitúa en una situación privilegiada para dar respuesta a estas
cuestiones.
En primer lugar, la cuestión de si formar grupos de iguales o grupos con ciertas
asimetrías depende obviamente de la tarea en cuestión que se desee realizar. Algunas
tareas requieren forzosamente la presencia de alguna asimetría entre las personas que
colaboran. Sería el caso, por ejemplo, del llamado e-mentoring, en el que una persona
con relativa experiencia en algún campo se hace cargo de uno o varios “protegidos” a los
que presta ayuda o consejo a través de Internet (Shpigelman y cols., 2008). Sin embargo,
la mayor parte de las tareas académicas que se realizan en el contexto escolar suelen
realizarse con grupos de iguales. Curiosamente, la evidencia disponible parece indicar que
cuando dentro del grupo se designa a algún “tutor”, este miembro se beneficia más de la
experiencia de aprendizaje que sus compañeros. Este resultado ha llevado a algunos a
sugerir que el sistema ideal de trabajo en equipo debería consistir en que todos los
miembros del grupo hagan de tutores en algún momento del proceso. Aunque los
resultados de esa estrategia de aprendizaje colaborativo no son del todo claros, en
cualquier caso parecen sugerentes (véase, p. ej., Cheng y Ku, 2009). Se ha observado
también que el hecho de adjudicar a los miembros de un equipo algún tipo de rol
funcional mejora la opinión que el propio grupo tiene de su eficiencia trabajando, si bien
no está claro hasta qué punto esto puede ayudar a mejorar los resultados del grupo en
términos de otros indicadores, como por ejemplo las notas académicas (Strijbos y cols.,
2007). De la misma forma, es bueno que el propio sistema de e-learning imponga ciertas
normas o pautas que guíen cómo se construyen las bases del propio grupo y de su
espacio común (Kirschner y cols., 2008).

134
Estos estudios y otros similares sugieren que las estructuras sociales perfectamente
simétricas e igualitarias que suelen utilizarse en los trabajos en grupo que se hacen en las
escuelas e institutos podrían no ser las mejores para lograr un buen trabajo en equipo.
Introducir cierto grado de diferenciación funcional en el grupo (p. ej., nombrar a un
miembro del grupo responsable del proyecto, a otro editor, a otro buscador de
información, etc.) y también algunas asimetrías (p. ej., nombrar a alguien tutor del resto
del equipo) puede resultar provechoso.
Los estudios disponibles sugieren además que en el contexto del aprendizaje
colaborativo los grupos trabajan mejor si son pequeños y si se les solicita la elaboración
de un único trabajo en equipo, en lugar de invitarles a realizar varios trabajos individuales
(Dwiyanti y cols., 2007). El funcionamiento del equipo también se ve afectado por el
grado de familiaridad que tienen sus integrantes: cuando los individuos se conocen
previamente el grupo tiene un espíritu más crítico consigo mismo y ve más aspectos
positivos en el trabajo en equipo (Janssen y cols., 2009).
Otro tema de investigación de vital importancia para el desarrollo del e-learning
colaborativo es el de los factores que determinan si los miembros de una comunidad
virtual participan o no en los canales de comunicación del grupo. Uno de los mayores
problemas de algunos grupos, sobre todo cuando se trata de colaborar en foros de
Internet, es que muchos de sus integrantes sencillamente no participan en los mismos.
Consultan el foro, están atentos a las nuevas intervenciones… pero no dejan ningún
mensaje ellos mismos. En otras palabras, son miembros de la comunidad virtual, pero
con un rol absolutamente pasivo. En algunos casos, este comportamiento puede deberse
a una simple falta de interés o motivación. Sin embargo, también es posible que en otros
casos los individuos no contribuyan con sus ideas simplemente porque sus creencias
acerca de sí mismos o del medio de comunicación les disuaden de hacerlo (Bishop,
2007). Por ejemplo, algunas personas pueden creer que sus comentarios son malos o
irrelevantes, o que nadie tendrá interés en leerlos. La futura investigación psicológica de
estos factores puede ser extremadamente interesante no solo porque los psicólogos
cuentan con las herramientas adecuadas para estudiar este comportamiento, sino también
porque existen múltiples técnicas de intervención psicológica que permitirían modificar
las conductas y cogniciones responsables de esta escasa participación.
La investigación empírica sobre el aprendizaje colaborativo online está en sus
inicios. No podría ser de otra forma, ya que el propio e-learning colaborativo es aún una
tendencia emergente. A pesar de ello, los estudios aquí revisados sugieren que son
muchas las contribuciones que pueden hacerse a este ámbito desde el mundo de la
psicología. La metodología de investigación de las ciencias de la conducta proporciona
unas herramientas muy valiosas para estudiar qué factores afectan a la eficacia de estos
medios y la amplia experiencia de la psicología clínica y social en la modificación de
conducta, la reestructuración cognitiva y la dinámica de grupos puede proporcionar ideas
interesantes para mejorar la participación en estas comunidades de aprendizaje. A la luz
de estos datos, cabe esperar grandes avances en estas áreas de investigación en los
próximos años.

135
4.6. Evaluación del aprendizaje online: ¿es el e-learning eficaz?

Las herramientas de aprendizaje asistido por ordenador resultan tan prometedoras que en
los últimos años la mayor parte de las instituciones educativas se han lanzado a la carrera
del e-learning. La presencia de ordenadores en la escuela resulta ya un requisito
imprescindible para el correcto desarrollo de muchas actividades. De la misma forma,
cuesta encontrar una universidad que no disponga de algún tipo de plataforma educativa
virtual diseñada por ella misma o bien contratada a un proveedor externo. Sin embargo,
resulta extraño que este repentino entusiasmo por el e-learning no haya ido parejo a un
estudio profundo de las ventajas e inconvenientes de esta modalidad de aprendizaje. En
la mayor parte de los casos los centros se han aventurado en esta empresa con la
convicción (a veces ciega) de que los sistemas de aprendizaje online no pueden sino
mejorar la calidad del aprendizaje. En otros casos, es probable que la decisión de
implantar este tipo de técnicas ni siquiera se haya tomado en función de la supuesta
eficacia de estos métodos, sino más bien en la necesidad de mostrar a sus clientes
potenciales (padres y alumnos) que el centro dispone de la tecnología educativa más
innovadora que puede encontrarse en el mercado. En esta situación no es extraño que
muchos de los centros que implantan técnicas de e-learning en su formación muestren
poco interés en evaluar con seriedad la eficacia de las mismas. Esta situación contrasta
bastante con el proceso de comprobación experimental y mejora continua de los
materiales educativos (siempre basada en la evidencia) que defendía Skinner en los años
cincuenta que creemos necesario recuperar.
Incluso en el panorama más general de la comunidad investigadora resulta
preocupante que los estudios sobre la eficacia del e-learning están experimentando un
giro hacia metodologías de investigación que no permiten extraer conclusiones claras
acerca del tema. Feldon y Yates (2007), por ejemplo, destacan que el estudio de la
eficacia de las tecnologías para la educación a distancia se caracteriza por un progresivo
abandono de las metodologías experimentales a favor de estudios correlacionales,
observacionales y cualitativos. La causa de este cambio es que, en opinión de algunos
investigadores, los “experimentos educativos” solo pueden realizarse en condiciones muy
artificiales y alejadas de la realidad educativa, lo que limitaría el alcance y valor de sus
conclusiones. Desde este punto de vista, los estudios naturalistas, dedicados a observar el
comportamiento natural del aula y a analizarlo, en general mediante técnicas cualitativas,
serían supuestamente más valiosos porque proporcionan información basada en
observaciones más representativas de la realidad que pretenden estudiar.
No es el objetivo del presente capítulo negar la utilidad que pueden tener este tipo
de estudios. Ciertamente, en algunas circunstancias los estudios cualitativos y
observacionales pueden proporcionar ideas muy interesantes con las que comenzar a
indagar procesos que resultarían inabordables de otra manera. Sin embargo, en
condiciones ideales la información así obtenida debería corroborarse mediante la
realización de estudios experimentales bien controlados que demostraran la eficacia de las

136
técnicas de aprendizaje. Si queremos demostrar que un medicamento es eficaz para curar
la gripe, nunca podríamos conformarnos con dárselo a diez personas enfermas y ver que
todas ellas se han curado. Le exigiríamos (o deberíamos exigirle) a la empresa
farmacéutica que proporcionara pruebas más sólidas de su eficacia. Sin embargo, en el
caso del e-learning no es extraño que la supuesta eficacia de alguna de sus técnicas se
sustente en pruebas así de pobres. Algunos de estos recursos se consideran eficaces
simplemente porque un pequeño grupo de usuarios ha mostrado aprender algo con ellos,
sin utilizar un grupo de control que demuestre que la utilización de estas herramientas ha
supuesto alguna ventaja en comparación.
Para poder asegurar con ciertas garantías que una técnica concreta de aprendizaje
ha sido eficaz no queda más remedio que realizar un estudio experimental que lo
demuestre (véase Matute y Vadillo, 2007). Efectivamente, estos métodos a menudo
cuentan con el inconveniente de realizarse en condiciones poco naturales, tal y como
observan los defensores de métodos alternativos. Pero esto no es necesariamente así.
Queda en manos de la pericia de los investigadores afinar sus estrategias de investigación
de modo que el estudio experimental sea lo más natural posible. Al fin y al cabo, en
muchas áreas de la psicología (p. ej., en psicología social), resulta extremadamente difícil
realizar experimentos en situaciones naturales y creíbles, y no por ello se renuncia al ideal
de realizar estudios experimentales. Lo que hay que hacer es presionar a los
investigadores para que se rompan la cabeza buscando procedimientos con los que
garantizar la naturalidad de la situación experimental.
Incluso cuando se realizan estudios experimentales en el ámbito de las tecnologías
educativas, muchas veces las variables dependientes medidas no permiten extraer
conclusiones sólidas sobre la eficacia del aprendizaje asistido por ordenador. Es frecuente
que los estudios sobre e-learning muestren que los estudiantes que cuentan con algún
apoyo tecnológico digan estar más contentos, o que se perciben a sí mismos como más
eficaces, acompañados o interesados. Sin embargo, muchos de estos estudios no nos
dicen nada sobre los datos realmente interesantes. ¿Aprenden más y mejor? ¿Sacan
mejores notas? ¿Puntúan mejor en las pruebas estandarizadas, como los populares
exámenes PISA? Volviendo al ejemplo del medicamento para la gripe, esto sería como
valorar su eficacia preguntando a los participantes del estudio si les gusta el sabor de la
medicina, en lugar de preguntarles si se han curado o no. Es cierto que en algunos casos
no es fácil medir qué es un buen aprendizaje y detectar cuándo tiene lugar. En el caso del
e-learning puede resultar difícil, por ejemplo, detectar si los mensajes que se dejan en un
foro revelan si está teniendo lugar aprendizaje o no. Sin embargo, esto no es razón para
renunciar a medir el mismo, sino para diseñar con paciencia métodos que permitan
hacerlo (véase Dennen, 2008). Por tanto, no solo es importante que la valoración de la
eficacia del e-learning utilice las técnicas experimentales adecuadas, sino también que se
centre en medir las variables dependientes más relevantes para poder confirmar su
contribución al proceso de aprendizaje.
Afortunadamente, siguen siendo muchos los investigadores que exploran el valor
real de las herramientas de e-learning mediante métodos experimentales y midiendo las

137
variables más importantes, muchos de ellos con resultados satisfactorios (p. ej., véase
Taylor y cols., 2007). Sin embargo, en la literatura también abundan ejemplos de cursos
en los que el aprendizaje online ha resultado en un fracaso (véase Martínez y cols.,
2007). La investigación disponible muestra además que muchas de las supuestas ventajas
del e-learning no lo son en realidad o bien dependen de que se haga un uso cauteloso de
sus potencialidades.
A modo de ejemplo, una de las ventajas más ampliamente citadas del aprendizaje
asistido por ordenador es que permite utilizar todo tipo de recursos audiovisuales. Frente
a los tradicionales libros y apuntes que solo permiten utilizar textos y a lo sumo
fotografías, las actuales plataformas educativas son verdaderos centros multimedia que
admiten la utilización de vídeos, archivos de sonido, presentaciones en diapositivas y un
largo etcétera. En principio, la intuición nos dice que si el aprendizaje con un único
recurso (p. ej., texto) es bueno, el aprendizaje con varios recursos debería ser
doblemente bueno. Sin embargo, la investigación empírica muestra que con frecuencia
sucede lo contrario: a veces más recursos didácticos dan lugar a menos aprendizaje. Por
ejemplo, los estudios sobre la utilización de vídeos como material didáctico muestran que
estos materiales producen una sobrecarga cognitiva que podría ser potencialmente
perjudicial para algunas personas, dependiendo de su estilo de aprendizaje (véase, p. ej.,
Homer y cols., 2008). En el caso del aprendizaje de vocabulario extranjero, también
parece que disponer de más información puede ser contraproducente. Un estudio de
Acha (2009) muestra que los niños aprenden el vocabulario con mayor facilidad si las
palabras a aprender van acompañadas de su traducción a la lengua materna del alumno
que si dichas palabras van acompañadas de un dibujo del objeto que representan, además
de dicha traducción. Estos estudios indican que la abundancia de medios audiovisuales
puede tener un efecto distractor que impida que se preste la atención debida a la
información que debe procesarse para que tenga lugar un correcto aprendizaje. Ante esta
evidencia, sería deseable que los cursos que utilicen estrategias de e-learning fueran
acompañados de algún tipo de apoyo que ayudara a utilizar los recursos multimedia de
forma eficaz (para un ejemplo del tipo de ayudas que pueden proporcionarse, véase
Moos y Acevedo, 2008).
Otra de las supuestas ventajas de Internet como herramienta educativa es la
posibilidad de insertar hipervínculos. Las páginas web están diseñadas de tal manera que
es posible interconectar partes de un documento con otros documentos. Por ejemplo, es
posible vincular ciertas palabras de un texto con otras páginas en las que se proporciona
información adicional sobre dichos conceptos. Es esta característica de Internet
precisamente la que nos permite “surfear” la Red. En el ámbito educativo, resulta de
nuevo intuitivo pensar que este recurso proporciona ventajas. Vinculando cada concepto
de un texto con otras páginas donde se ofrezca más información sobre el mismo se
podría ayudar a los estudiantes a buscar datos sobre los conceptos que aún no conocen
bien. Sin embargo, estos hipervínculos también añaden complejidad al texto que se está
estudiando. El alumno que se sumerge en un documento de estas características se ve
obligado en avanzar y retroceder constantemente del texto original a las páginas web que

138
proporcionan explicaciones adicionales. En este constante ir y venir resulta fácil perderse
y sentirse confuso. De nuevo, la evidencia disponible indica que algunos tipos de
hipervínculos (p. ej., hipervínculos en forma de red, conectando muchos documentos en
una maraña sin estructura clara) pueden resultar complicados, sobre todo para personas
que no tengan muchos conocimientos en la materia que están intentando aprender
(Calisir y cols., 2008).
También se suele citar como ventaja de las plataformas educativas el hecho de que
pueden ser consultadas desde cualquier lugar que disponga de una conexión a Internet, lo
que favorece la accesibilidad de las mismas y reduce la dependencia que el estudiante
pueda tener del aula y de la presencia del profesor. Pero esta característica es un arma de
doble filo: es posible que el hecho de poder acceder a los materiales desde cualquier lugar
invite a los alumnos a trabajar en contextos que no son los más adecuados para el
estudio. En el aula docente hay pocos estímulos que puedan distraer al estudiante de las
explicaciones del profesor y de sus compañeros. Pero en el propio hogar del estudiante
son muchos los eventos que pueden acaparar su atención. Es posible que mientras
intenta asimilar los materiales didácticos esté escuchando música, comprobando su email
de vez en cuando… De hecho, un estudio reciente realizado por nosotros mismos
(Vadillo y Matute, 2009) muestra que incluso una sencilla tarea de aprendizaje asociativo
(supuestamente una de las formas de aprendizaje más elementales y rudimentarias) se
realiza mejor en condiciones de laboratorio (similares a las de un aula tradicional) que por
medio de Internet, lo que sugiere que el nivel de atención que se presta a la tarea o la
motivación con la que se realiza es inferior cuando los participantes la realizan desde sus
hogares, sin la supervisión adecuada.
A pesar de todos estos y otros resultados, no cabe duda de que las herramientas de
aprendizaje asistido por ordenador, y muy en especial las que hacen uso de Internet,
brindan enormes posibilidades para mejorar el proceso de aprendizaje. Lo que es
importante, en cualquier caso, es no perder de vista que la eficacia de todos estos
recursos nunca debe darse por supuesta; debe siempre evaluarse empíricamente
utilizando los procedimientos científicos más rigurosos. La discusión anterior tampoco
debe hacernos perder de vista que la eficacia del e-learning es solo uno de los factores
que deben tenerse en cuenta a la hora de implantar este tipo de sistemas. Tal vez el más
importante, pero en cualquier caso no el único. En igualdad de condiciones, el hecho de
que estos recursos permitan tal vez motivar más a los alumnos o llevar la educación a
más estudiantes son también aspectos que deben tenerse en cuenta. Pero, en cualquier
caso, parece insostenible que estos sistemas se instauren únicamente como forma de
demostrar el carácter innovador de un centro educativo, sin prestar atención a sus efectos
reales sobre el proceso de aprendizaje, como por desgracia suele ser habitual en muchas
instituciones.

139
5
Aspectos psicológicos de las redes sociales y la
“web 2.0”

Hubo una época en la que tener un teléfono móvil parecía un lujo superfluo, más
destinado a presumir en playas y discotecas que a satisfacer una necesidad real. Quince
años después, cualquier país desarrollado se caracteriza por tener más teléfonos móviles
que habitantes, nos da miedo salir de casa sin llevarlo, “por lo que pudiera pasar”, y tener
el primer móvil se ha convertido en un rito de paso similar a la primera comunión, al
menos en lo que a edad se refiere. Cuando dentro de unos años se relate cómo se
hicieron populares las redes sociales, tal vez se podrá contar una historia parecida.
Hace tan solo 5 o 6 años la mayor parte de la gente jamás había oído hablar de
Facebook o MySpace. Quienes usaban Internet para estar en contacto con sus amigos lo
hacían recurriendo principalmente al correo electrónico, los chats, los programas de
mensajería instantánea y a veces los juegos online. Sin embargo, en poco más de un
lustro tener un perfil en alguna de estas redes sociales, o en alguno de sus análogos
nacionales y visitarlo con frecuencia se ha convertido en algo tan habitual y cotidiano
como leer el periódico cada mañana o ver el pronóstico del tiempo tras las noticias.
Decir que las redes sociales han revolucionado nuestra forma de relacionarnos con
los demás es probablemente una exageración. Pero es cierto que para mucha gente es
algo más que una simple forma de llenar el tiempo. Sobre todo para quienes viven lejos
de sus familias y de sus amigos de siempre, las redes sociales se han convertido en una
herramienta valiosa, a veces imprescindible, para permanecer en contacto con los suyos.
Relaciones y amistades que hace años se perdían inevitablemente cuando uno se mudaba
a una nueva ciudad hoy en día pueden mantenerse con facilidad gracias a Internet.
Algunos hasta descubren el amor de su vida navegando entre las fotos y los mensajes
que encuentran en los perfiles de amigos y de amigos de amigos. Tampoco falta quien lo
pierde.
También en el mundo profesional, en los negocios, en política, las redes sociales
han pasado a la primera plana. Hoy no se concibe una campaña política que no incluya
un programa de difusión en las redes sociales. Son muchas las empresas que las utilizan

140
para publicitarse y también para obtener información valiosa. Como veremos a lo largo
de este capítulo, en ocasiones, se nutren de información que los usuarios cuelgan
cándidamente en sus páginas web y perfiles personales, confiando en que solo sus
amigos y familia le prestarán atención.
Aunque apenas ha pasado media década desde que las redes sociales comenzaron
a ganar popularidad, el volumen de investigación psicológica que se ha generado es ya
considerable. Los datos bibliométricos sobre estas publicaciones muestran que se trata de
un tema que la comunidad investigadora encuentra relevante, o al menos atractivo. En las
siguientes páginas ofrecemos una breve revisión de algunos temas en los que la psicología
puede hacer una contribución fundamental para entender mejor por qué, para qué y
cómo usamos las redes sociales. Por otra parte, las redes sociales son una buena fuente
de información con la que los psicólogos pueden poner a prueba sus hipótesis sobre
cómo piensan y sienten las personas, y sobre todo sobre cómo se relacionan unas con
otras. En la última sección del capítulo intentamos abordar también la cuestión de cómo
la investigación psicológica puede beneficiarse de las redes sociales.
Antes de avanzar en este capítulo tal vez convenga hacer una distinción entre
conceptos relacionados que pueden resultar fácilmente confundibles. En castellano se ha
hecho habitual utilizar indistinguiblemente las expresiones “red social” y “web social”. Sin
embargo, habitualmente, y sobre todo en la literatura anglosajona, se utilizan con
significados diferentes que conviene diferenciar. Cuando nos referimos a sitios webs
destinados a estar en contacto con amigos, familia o compañeros, sitios en los que uno
tiene un perfil que los demás pueden ver y que permiten intercambiar mensajes u otra
información, generalmente nos estamos refiriendo a lo que en inglés se suele denominar
SNSs o social networking sites. A lo largo de este capítulo utilizaremos siempre la
expresión castellana “red social” para referirnos a este tipo de servicios web. Por otra
parte, la expresión “web social” tiende a utilizarse como sinónimo de “web 2.0”. Esta
web 2.0 sería el nuevo conjunto de tecnologías que permiten hacer de la web un espacio
más flexible e interactivo de lo que venía siendo habitual en el pasado, cuando la mayor
parte de las páginas web eran simples documentos escritos en un código HTML muy
sencillo y con poco potencial tecnológico. Las redes sociales se basan en los avances de
la web 2.0, pero hay otros servicios que también recurren a esta nueva tecnología. Los
populares blogs, por ejemplo, fueron una de las primeras señas de identidad de la web
2.0 y continúan siendo uno de sus principales atractivos. También muchas herramientas
para el trabajo colaborativo, como GoogleDocs, los wikis y otras que hemos discutido en
el Capítulo 3 dedicado al e-learning, pertenecen a esta misma categoría. Buena parte de
las ventajas de las tecnologías web 2.0 es que permiten hacer de la Red un lugar más
social, más interactivo. La web deja de ser un lugar donde unos pocos cuelgan
información y la gran mayoría se limita a navegar por ella y se convierte en un espacio
donde todo el mundo puede participar más fácilmente. Por eso a la web 2.0 con
frecuencia se la llama también web social, haciendo así más énfasis en este uso dinámico
de la Red que en la tecnología subyacente. A lo largo del capítulo, nos referiremos tanto
a las redes sociales como a la web social, aunque con un claro énfasis en las primeras.

141
5.1. Animales sociales

El nacimiento de casi todas las tecnologías de la comunicación ha venido


tradicionalmente marcado por el escepticismo, la desconfianza y todo tipo de malos
presagios. Cuando se comenzó a utilizar masivamente el teléfono, surgieron voces de
alarma, preocupadas por el efecto deshumanizador que este nuevo medio podría tener
sobre las relaciones humanas, incluyendo las familiares. Suerte parecida le aguardaba a la
radio. Se cuenta que cuando Marconi se bajó del barco que le llevaba a Inglaterra para
presentar allí la recién inventada radio, los agentes de la aduana destruyeron el prototipo
que traía, temiendo que pudiera inspirar una revolución. La televisión, por su parte, es un
invento lo suficientemente moderno como para que todos los lectores estén
familiarizados con las expectativas negativas que ha generado a lo largo del pasado siglo
(Bargh y McKenna, 2004).
No es de extrañar que Internet, que permite hacer simultáneamente todo lo que se
puede hacer con cada una de estas tecnologías y mucho más, haya despertado también
todas las alarmas y sea fuente de preocupación para muchos sectores, incluido el
académico. Solo hace falta seguir con cierta continuidad las noticias de la televisión para
estar al tanto de los intentos de muchos países por poner filtros a su uso, intentando así
evitar el potencial impacto “subversivo” de Internet. También los primeros investigadores
que abordaron el estudio de los efectos psicológicos de Internet trataron de concienciar a
las masas del potencial peligro social que esta tecnología podría acarrear. Como ya
hemos comentado en los capítulos previos, el famosísimo estudio Pittsburg (Kraut y
colaboradores, 1998) despertó todas las alarmas al indicar que el uso de Internet tenía un
impacto claramente negativo. Según este estudio, las personas que la utilizaban con más
frecuencia tenían lazos más débiles con sus familias, se involucraban menos en la vida
social de la comunidad; se sentían más solos y más deprimidos. Estos efectos se
mantenían incluso cuando se controlaban estadísticamente otros factores que también
podrían influir en cada una de estas variables (tales como el sexo, la edad, el poder
adquisitivo y otras variables socioeconómicas). Otros estudios publicados poco después
confirmaban estos resultados (Mesch, 2001; Nye, 2001).
Como el lector recordará del Capítulo 2, donde abordábamos la relación entre
Internet y salud mental, la mayor parte de los estudios actuales arrojan resultados
completamente contrarios. Nadie duda de que un mal uso de Internet puede tener efectos
adversos. Pero por lo general, los estudios más recientes suelen encontrar que el impacto
positivo de estas tecnologías supera claramente al negativo (véase Valkenburg y Peter,
2009). ¿A qué se debe esta discrepancia de resultados? Hemos visto que podría deberse
en parte a algunos fallos metodológicos en los primeros estudios y al hecho de que la
población estaba aún poco acostumbrada a usar esta tecnología a mediados de los
noventa. Pero no menos importante es el hecho de que la propia Red ha cambiado
considerablemente a lo largo de esta década (Kraut y cols., 2002). Cuando se realizaron
aquellos estudios, era muy difícil utilizar la Red para estar en contacto con alguien

142
conocido, porque era relativamente poca la gente que estaba conectada. La web era en
general un medio para buscar información, pero no para relacionarse con los demás. Las
pocas relaciones que podían surgir tenían que ser casi forzosamente entre extraños y
personas con relativamente poco en común. No solo la escasez de conexiones, sino
también la tecnología existente en aquel momento, hacían muy difícil la utilización
“social” de Internet.
Pasada la primera década del siglo XXI la situación no puede ser más diferente, y
las redes sociales tienen mucho que ver en ello. Las estadísticas muestran que en todos
los países occidentales disponer de una conexión a Internet se está convirtiendo poco a
poco en algo tan elemental como tener teléfono en casa. En el caso de España, que
probablemente no figure entre los países europeos más avanzados al respecto, los datos
más recientes del Instituto Nacional de Estadística (2010) muestran que un 57% de los
hogares dispone de una conexión de banda ancha a Internet y un 87% de las personas
utiliza Internet de forma regular. Estas cifras coinciden sorprendentemente con las que
Eurostat arroja para la media de la Unión Europea en su conjunto: cerca de un 65% de
los hogares europeos disponían de conexión de banda ancha en 2009 (Eurostat, 2011).
Dadas estas cifras, lo raro es tener algún amigo que no sea fácilmente accesible a través
de la Red. Al mismo tiempo, las tecnologías web 2.0 permiten un uso más variado,
flexible y social de la Red. Las redes sociales son precisamente el resultado natural de
estas nuevas tecnologías y del creciente acceso de la población a Internet.
De acuerdo con boyd y Ellison (2008), las principales características que definen a
las redes sociales o SNSs frente a otros servicios online son: (a) que permiten al usuario
crear un perfil personal de acceso público o semipúblico, (b) que muestran un listado de
otros usuarios con los que uno está conectado o vinculado de alguna manera, y (c) que
permiten navegar por este listado de contactos y a veces por los contactos de contactos.
Qué tipo de personas se conectan y cuáles son los vínculos que las unen puede cambiar
ampliamente de una red a otra, dando lugar a una enorme variedad de tipos de redes
sociales que van de las redes profesionales (como LinkedIn), a las populares redes de
“amigos” (Friendster, Facebook, MySpace), pasando por las no menos famosas redes de
encuentros (Match.com, Meetic) y todo tipo de redes especializadas en colectivos
específicos, como por ejemplo, las redes de investigadores (Mendeley, ResearcherID).
Estas redes también difieren notablemente en cuanto a cómo se establecen los vínculos,
qué información podemos ver de otras personas (y qué información nuestra pueden ver
ellas) y qué servicios proporcionan.
Las primeras redes sociales que contaban con estas características comenzaron a
surgir a partir de 1997, la mayoría de ellas con nombres que a pocos de nosotros, salvo
tal vez algunos internautas precoces, nos resultan hoy en día familiares: SixDegrees,
AsianAvenue, BlackPlanet, MiGente, LiveJournal… De entre todas ellas, la más popular
red de amigos fue Friendster, que de alguna forma se convirtió en el modelo que después
siguieron las redes sociales más populares de la actualidad. Según relatan boyd y Ellison
(2008), Friendster se creó inicialmente como una alternativa a las redes de encuentros.
En lugar de intentar emparejar a completos extraños, como hacían y siguen haciendo la

143
mayor parte de las redes de encuentros, los creadores de Friendster intuyeron que podría
ser más interesante facilitar a los usuarios información sobre amigos de sus amigos (y
amigos de amigos de amigos, y amigos de amigos de amigos de amigos…), personas con
las que era más probable que compartieran intereses y afinidades. La idea tuvo tanto
éxito que la demanda pronto desbordó las capacidades de los servidores de Friendster.
Los problemas técnicos junto con otros problemas de carácter más social que la red no
fue capaz de gestionar adecuadamente provocaron su paulatino declive.
Entre las muchísimas redes sociales que se crearon a continuación, las que con el
tiempo habrían de convertirse en las más famosas pasaron completamente inadvertidas
en sus comienzos. Tal fue el caso de MySpace, que se planteó inicialmente como una
alternativa para los usuarios descontentos con Friendster. MySpace se hizo especialmente
popular entre los grupos de rock de Los Ángeles (algunos de los cuales habían sido
expulsados de Friendster) y todo el mundillo que los rodeaba, incluyendo, por supuesto,
a sus numerosos fans. Solo era cuestión de tiempo que los fans comenzaran a invitar a
sus amigos, lo que al final la convirtió en un fenómeno de masas. La red pasó a la
primera plana de todos los medios cuando en julio de 2005 se vendió por 580 millones de
dólares (boyd y Ellison, 2008).
Facebook, posiblemente la red social más famosa en la actualidad, de la que se ha
llegado a hacer una película, tuvo unos orígenes igualmente modestos. Inicialmente
concebida como una red abierta únicamente a alumnos de Harvard y más adelante a
otras universidades de la Ivy League, Facebook abrió sus puertas al público general en
2005 y desde entonces no ha parado de crecer. Como otras tantas empresas de software,
fue creada por un pequeño grupo de estudiantes, liderado por el ahora famoso magnate
Mark Zuckerberg. A día de hoy genera unos beneficios de alrededor de 2.000 millones
de dólares al año. Parte de su éxito se debe a que Facebook proporciona un entorno de
programación propio que permite desarrollar software específicamente diseñado para su
funcionamiento en la plataforma. Esto permite que otros desarrolladores programen
juegos o cualquier otro tipo de aplicaciones, lo que enriquece considerablemente el
contenido de la red y la hace más atractiva para muchos usuarios. Hasta tal punto llega
su popularidad que se ha convertido en habitual que muchos teléfonos móviles, los
llamados smartphones, permitan conectarse directamente a Facebook y hacer
comentarios en los perfiles o colgar fotos desde cualquier lugar con cobertura telefónica o
conexión wifi.
Según las estadísticas oficiales que ofrece la propia compañía, a día de hoy
Facebook cuenta con más de 750 millones de usuarios. Asumiendo que cada usuario
tenga solo un perfil, cosa poco probable, esto representaría más del 10% de la población
mundial. Algunas estadísticas (ya obsoletas) de 2007 la ubicaban como la sexta web con
más visitas de Estados Unidos y la más visitada de Canadá (Tong y cols., 2008). A día
de hoy, lo más probable es que haya escalado posiciones (no en Canadá, claro). El
usuario medio (incluyendo a la infinidad de usuarios que probablemente tienen un perfil
creado pero apenas lo usa) tiene unos 130 contactos. La mitad de los usuarios se conecta
todos los días. En total, los usuarios de Facebook pasan unos 700.000.000.000 minutos

144
conectados al mes. Divididos entre los 750 millones de usuarios, suponen una media de
algo más de 15 horas de conexión a Facebook al mes por usuario. Pero, como veremos
más adelante, esta cifra parece poco representativa de algunos colectivos específicos. En
el caso de adolescentes y jóvenes, el uso real de Facebook puede triplicar o cuadruplicar
fácilmente esa cantidad.
A nivel nacional, Tuenti se ha convertido en la red social de referencia, sobre todo
entre adolescentes y estudiantes universitarios. Creada en 2005 por un estudiante
norteamericano de intercambio, actualmente es en su mayor parte propiedad de
Movistar, que compró una participación del 85% por aproximadamente 72 millones de
euros, lo que no está nada mal para una plataforma creada por un estudiante. Este
“Facebook made in Spain” cuenta con cerca de 11 millones de usuarios, la mayor parte
de ellos en la franja de edad entre 14 y 28 años. Como en el caso de Facebook, Tuenti es
perfectamente accesible desde dispositivos móviles, tales como el iPhone, así como
desde aparatos que funcionan con el sistema operativo Android de Google. Se espera que
en los próximos años dé el salto al mercado latinoamericano y también a otros países
europeos.
Mención aparte merece Twitter, cuyo estatus como red social es discutible en
algunos sentidos. A diferencia de las redes comentadas hasta ahora, Twitter se caracteriza
por que no existen relaciones de “amistad” recíprocas entre sus usuarios. Si dos usuarios
de Facebook, por ejemplo, deciden hacerse “amigos” esta relación es mutua y
bidireccional. Sin embargo, en Twitter unos usuarios pueden convertirse en “seguidores”
de otros sin que se dé la relación inversa. También cambia la naturaleza de los mensajes
intercambiados. En concreto, los usuarios de Twitter solo pueden publicar mensajes de
un máximo de 140 caracteres, lo que obliga a reducir al máximo el contenido de cada uno
de estos mensajes o tweets (literalmente “pío” o “gorgeo”). Precisamente por este
carácter ultra-abreviado y concentrado de los tweets, a la actividad de este tipo de red se
la denomina habitualmente microblogging.
Aunque tal vez no sea una red social al uso de MySpace, Facebook o Tuenti, el
éxito de Twitter no les va a la zaga. Creada en 2006, tan solo unos años después cuenta
con unos 200 millones de usuarios en todo el mundo. Según datos de la compañía,
actualmente, cada semana se generan aproximadamente mil millones de tweets. El día de
la muerte de Michael Jackson, el 25 de junio de 2009, se alcanzó la que por entonces fue
la tasa máxima de “tweeteo”: 495 tweets por segundo. Sin embargo, el record actual de
Twitter se alcanzó en Japón con el año nuevo de 2011, en el que se publicaron tweets a
un ritmo de 6.939 por segundo.
Parte del atractivo de todas estas redes sociales consiste en que no solo permiten
acceder al perfil de otros amigos y enviarles mensajes, sino que además incorporan
muchos de los servicios que anteriormente requerían utilizar otras webs externas o bien
programas completamente independientes. Por ejemplo, la mayor parte de estas redes
incorpora algún tipo de servicio de envío de mensajes privados que funciona de manera
similar al correo electrónico. También cuentan con aplicaciones de mensajería
instantánea que permiten chatear con otros amigos que están conectados en ese mismo

145
momento. De la misma forma, el tipo de información compartida públicamente no se
limita a textos, sino que con frecuencia incluye también imágenes y vídeos. Todo esto
hace que las redes sociales se hayan convertido poco a poco en verdaderas suites de
aplicaciones que permiten hacer casi cualquier cosa. Los usuarios ya no necesitan tener
perfiles abiertos en multitud de sitios webs para poder intercambiar diversos tipos de
información o para hacer uso de diferentes servicios, ya que estas webs proporcionan un
servicio integral. De modo que muchos usuarios acaban utilizando estas webs
prácticamente para todo lo que puede hacerse por Internet. Teniendo en cuenta la
enorme cantidad de gente a la que uno puede permanecer conectado mediante estas
redes y la cantidad de servicios que proporcionan, no es extraño que muchas personas
acaben conectándose a la red social nada más despertar, con el primer café del día en la
mano, y permanezcan conectados durante el resto del día, ya sea para cotillear, subir
fotos o incluso trabajar y realizar reuniones virtuales. Para muchos, se ha convertido
simplemente en un sustituto del email.

5.2. Quién usa la web social y para qué

La investigación sobre qué tipo de personas son más proclives a utilizar las redes
sociales, qué les lleva a hacerlo y qué efectos tiene esto se enfrenta a varios problemas.
Uno de ellos es el rápido cambio en el patrón de uso. Hace poco más de 6 años, la
mayor parte de la población ignoraba la existencia de estas redes y hoy en día su uso
llega al 90% de la población en algunos colectivos. De la misma forma, estas redes están
introduciendo constantemente innovaciones tecnológicas que cambian radicalmente sus
potencialidades. Por ejemplo, desde hace dos o tres años es perfectamente habitual que
los usuarios accedan a sus cuentas mediante dispositivos móviles, como smartphones o
tabletas. A diferencia de hace unos años, hoy en día es posible permanecer conectado
casi en todo momento, incluso mientras uno da un paseo por la calle o viaja en autobús,
publicando online todo tipo de comentarios o fotos que se saquen con esos mismos
dispositivos móviles. También las aplicaciones que funcionan dentro de las redes y sus
configuraciones básicas están evolucionando constantemente. Esta vorágine de
innovaciones hace que sea muy difícil mantener la investigación psicológica y social al
día. Tan pronto como se realiza un estudio y se publica, ya están comenzando a surgir
cambios en la Red que hacen obsoletos los resultados de esos estudios. Como ya hemos
mencionado más arriba, buena parte de la divergencia de resultados entre los primeros
estudios sobre los efectos de Internet y los resultados de los estudios actuales podría
deberse a este tipo de desfases.
Un segundo problema, no menos importante, es que se hace muy difícil estudiar
diferencias entre usuarios y no usuarios cuando la inmensa mayoría de la población son
ya usuarios de alguna red social. Cualquier investigación científica en la que se pretendan

146
inferir relaciones de causalidad depende siempre de la comparación de dos grupos: un
grupo experimental, en el que la “causa” a estudiar está presente, y un grupo de control,
tan similar al experimental como sea posible, excepto en que la “causa” en cuestión está
ausente. Si quisiéramos saber a ciencia cierta, si la utilización de redes sociales tiene
efectos positivos sobre la ansiedad, por poner un ejemplo, necesitaríamos un grupo
experimental que utilizara las redes sociales y un grupo de control, idéntico al primero,
pero sin acceso a las redes. Solo comparando los niveles de ansiedad de ambos grupos y
sabiendo que no difieren en nada, salvo en la utilización de las redes, podríamos
asegurarnos de que hay diferencias y que se deben al uso de las redes y nada más.
Por desgracia hoy en día sería imposible o muy difícil plantear dicho experimento,
ya que las estadísticas muestran que la inmensa mayoría de la población ha tenido
contacto con alguna de las redes sociales más populares. El problema se agrava si
tenemos en cuenta que la mayor parte de estudios psicológicos se realizan con muestras
de conveniencia, es decir, con las personas que los investigadores tienen más cerca, léase
“estudiantes universitarios”. Sin embargo, como veremos más adelante, la mayor parte
de los estudios muestran que la tasa de uso de las redes sociales entre la población
universitaria oscila entre el 80% y el 90%, y muchos de estos datos podrían estar
obsoletos ya o no aplicarse a nuestra sociedad. Con los recursos que tiene el investigador
medio, intentar hacerse con una muestra lo suficientemente grande de personas que no
hayan tenido nunca un perfil en estas redes para realizar un experimento con ellas resulta
muy difícil. E incluso si los consiguiera, es poco probable que este grupo de gente fuera
comparable a la población general en términos socioeconómicos y culturales.
La alternativa más pragmática es realizar estudios correlacionales en los que se
comprueba si la cantidad de uso de estas plataformas está relacionada con otras variables
de interés para el psicólogo, como rasgos de personalidad, patologías, o datos
socioeconómicos. De hecho, se trata de la solución de compromiso por la que optan la
mayor parte de los estudios publicados. Desde luego, se pueden obtener datos muy
valiosos con estas metodologías y, además, las técnicas estadísticas más recientes
permiten no solo medir correlaciones sino también indagar en los posibles mecanismos
que explican estas correlaciones. Pero como ya hemos mencionado en capítulos previos,
no es la manera ideal de poner a prueba si existen relaciones de causalidad. Si el uso de
una red social correlaciona con extraversión, puede deberse tanto a que los extravertidos
usan más las redes, como a que el uso de las redes desarrolla la extraversión o incluso a
que haya algún factor adicional que esté influyendo simultáneamente en ambas variables.
El uso de técnicas estadísticas avanzadas y de cierto tipo de diseños (p. ej., estudios
longitudinales) permite descartar a veces algunas explicaciones alternativas. Pero nunca
hay garantías de que una relación así descubierta sea genuinamente causal. Sirvan estos
párrafos para mantener al lector alerta acerca de las posibles limitaciones de los estudios
que mencionaremos a continuación.
Uno de los estudios más citados sobre las características socioeconómicas de los
usuarios de las redes sociales es el de Hargittai (2008). Entre su muestra, formada por
algo más de 1.000 estudiantes de la Universidad de Illinois, la cantidad de tiempo medio

147
que dedicaban a estar conectados a Internet era de cerca de 15 horas y media a la
semana, pero con una gran varianza, tal y como muestra la desviación típica de 10 horas.
El 88% de los participantes decía ser usuario de alguna red social. Incluso entre el 12%
que no utilizaba las redes, todas ellas eran ampliamente conocidas (solo 1 estudiante de
los 1.000 que participaron en el estudio dijo no conocer ninguna de las seis redes sociales
que se mencionaban explícitamente en el estudio). Los datos mostraron que Facebook y
MySpace eran las redes más utilizadas (véase la Figura 5.1).

Figura 5.1. Porcentaje de participantes que utilizan cada red social. Adaptado de Hargittai (2008).

Curiosamente la mayor utilización de una u otra de estas redes dependía del


entorno étnico de los participantes. Como puede verse en la Figura 5.1, a nivel global el
78% de la muestra usaba Facebook y el 54% utilizaba MySpace. Pero si se distinguía
entre estudiantes de raza blanca y estudiantes latinos los datos mostraban que los blancos
tendían a usar más Facebook que MySpace (87% vs. 57%) mientras que entre los latinos
se invertía completamente la tendencia (60% vs. 73%). Otra fuente de diferencias fue el
nivel educativo de los padres: Facebook era más popular entre los hijos de personas que
habían tenido estudios universitarios, mientras que MySpace era más frecuente cuando
los padres no habían tenido educación superior. Estos resultados no son tan extraños si se
tiene en cuenta que Facebook nació originalmente como una web universitaria y que
cuando se realizó el estudio apenas había pasado tiempo desde que su uso se abrió a la
población general. En cualquier caso, esta heterogeneidad en el uso de las redes sugiere

148
que puede ser arriesgado tratar de extraer conclusiones generales sobre el usuario medio
a partir de datos agregados que no distinguen en función de factores demográficos. Sobre
todo, hay que tomar precauciones al interpretar los datos de una red social en concreto y
extrapolarlos al conjunto de los usuarios de otras redes sociales.
Otros resultados curiosos fueron que las mujeres tenían más probabilidades de ser
usuarias de alguna red social y que los estudiantes que vivían con sus padres tenían
menos probabilidades de ser usuarios, lo cual tal vez indique que los usuarios tendían a
ser estudiantes que vivían lejos de sus hogares y lo utilizaban para permanecer en
contacto con los suyos. Y, por supuesto, las personas que utilizaban las redes sociales,
pasaban más tiempo conectadas a Internet. Sin embargo, cuántos años de experiencia
tenía alguien como usuario de Internet no resultó ser un buen predictor del uso de las
redes sociales.
En lo que a motivación para usar las redes se refiere, son varios los estudios que
nos proporcionan información valiosa. Por ejemplo, Cheung y colaboradores (2011)
midieron varios posibles predictores de la intención de utilizar Facebook y encontraron
que el mejor de ellos era lo que llamaron “presencia social”; básicamente, el grado en el
que los usuarios encontraban la red como un espacio donde se puede sentir un contacto
humano genuino, donde se nota la presencia, sensibilidad y calidez de los demás. Lo que
no influía en absoluto en la intención de usar las redes sociales era la identidad social que
generaba su uso. En otras palabras, los usuarios no sienten esta red como parte de su
identidad social, tal vez porque la red no es un grupo en sí mismo, sino un espacio en el
que permanecer en contacto con personas. O, si la sienten como parte de su identidad,
en cualquier caso esto no predecía su intención de utilizar Facebook. Esto no es muy
diferente de lo que sucede con cualquier dispositivo que utilicemos para estar en contacto
con los demás. Cuesta pensar que cualquier persona que se compre un móvil de una
marca determinada vea esa marca como parte de su identidad. Lo que sí podemos
percibir como parte de nuestra identidad es, en todo caso, el grupo con el que nos
comunicamos a través de ese móvil.
Estos resultados coinciden con los de otro estudio de Reich (2010), que concluye
que las redes sociales online no pueden ser calificadas como verdaderas comunidades, en
el sentido de que generen una sensación de identidad en sus miembros, o de que haya
valores y necesidades compartidos que los usuarios traten de satisfacer a través de la red.
Todo esto, sin embargo, no excluye la posibilidad de que estas plataformas, sin ser
comunidades en sí, sirvan de soporte para la consolidación y mantenimiento de otros
grupos que sí que constituyan verdaderas comunidades, tales como asociaciones, grupos
profesionales, grupos de ocio y un largo etcétera.
Otra motivación para utilizar las redes con frecuencia puede ser la simple presión
por amoldarse a las expectativas de los demás. Por ejemplo, los resultados de un estudio
realizado por Pelling y White (2009) muestran que uno de los principales predictores de
la intención de utilizar redes sociales es hasta qué punto las amistades y personas
relevantes que nos rodean aprobarían o no que realizáramos muchas visitas diarias a la
red social en cuestión. Claro que la dirección de la relación causal no queda nada clara en

149
este estudio. ¿Es la presión social de los demás la que genera el uso? ¿O bien es el uso
continuado de la red social lo que al final genera cierta presión por parte de los demás
para que sigamos estando presentes en ese medio?
Un estudio de Sheldon (2008) proporciona información tanto de las características
generales de los usuarios como de sus motivaciones para utilizar este tipo de redes. En su
muestra (de nuevo, estudiantes universitarios), el 93% tenía un perfil en Facebook, el
81% se conectaba a Facebook todos los días y la media de tiempo diario conectado era la
nada despreciable cifra de 47 minutos. La mayoría de los usuarios tenían entre 250 y 300
“amigos” en la red social, la mayor parte de ellos, personas con las que ya estaban en
contacto en su vida diaria, fuera de Internet. Todos estos datos confirman la creciente
generalidad del uso de estas redes entre los estudiantes universitarios, proporcionando
cifras muy similares a las que arrojan el resto de estudios empíricos de este tipo. Según
sus resultados, uno de los motivos más importantes para utilizar Facebook es la simple
necesidad de pasar el rato y de entretenerse, lo que vendría a demostrar que las redes
sociales vienen a satisfacer las mismas necesidades que la televisión o la música, solo que
dando un peso más importante a las relaciones sociales.
Ya hemos mencionado en capítulos previos que hoy en día Internet se utiliza sobre
todo para permanecer en contacto con los amigos y familia cercana, más que para
conocer a gente nueva. Este patrón de uso parece especialmente claro en el caso de las
redes sociales. No solo se contempla en el estudio de Sheldon (2008) que acabamos de
mencionar más arriba, sino también en otros muchos. Tal es el caso de un estudio del
mismo año de Subrahmanyan y colaboradores (2008), realizado con una muestra de 131
estudiantes universitarios del área de Los Ángeles, todos ellos con una edad de entre 18 y
29 años. Al contrario que en el estudio de Hargittai (2008), en esta muestra prevalecía el
uso de MySpace sobre el de Facebook, dato no demasiado extraño teniendo en cuenta
que el estudio se realizó en la costa oeste de Estados Unidos, lugar en el que MySpace
fue creado y donde ganó popularidad antes de hacerse conocido en otras zonas.
El resultado más interesante de este estudio es que cuando se interrogaba a los
participantes acerca de sus motivos para utilizar las redes sociales, los estudiantes citaban
los siguientes, en orden de importancia: que permitía estar en contacto con amigos que
no ven a menudo, que casi todos sus amigos tenían un perfil, que lo usaban para pasar el
rato, para estar en contacto con la familia y para hacer planes con amigos a los que veían
con frecuencia. Solo en torno a un 29% decía usarlo también para hacer nuevos amigos.
La conclusión de los autores es que existe un gran solapamiento entre las redes sociales
online y offline o, en otras palabras, que las redes sociales son sobre todo una forma de
continuar en contacto e intercambiar información con las personas más allegadas en la
vida real. Como veremos más adelante, este dato es interesante, entre otras cosas,
porque el tipo de uso que se hace de las redes (para estar en contacto con conocidos o
para establecer nuevas amistades) parece ser un determinante de sus efectos sobre el
bienestar y la autoestima.
Cuando se preguntó a estos estudiantes acerca de los efectos que pensaban que
Internet había tenido en sus relaciones, el 73% decía que no había tenido impacto

150
alguno, ni positivo ni negativo. Un 20% decía que les había acercado más a sus amigos.
Solo un 2,5% tenía la sensación de que había tenido un impacto negativo en sus
relaciones. Aún así, un 28% mencionaba que habían tenido alguna experiencia negativa
como, por ejemplo, haber descubierto infidelidades en los perfiles de sus amigos o de su
pareja.

5.3. Consecuencias del uso de las redes sociales

En los primeros capítulos de este libro hemos presentado los resultados de muchos
estudios que ponían a prueba si el uso de Internet tenía efectos positivos o negativos
sobre nuestra salud y bienestar. Por desgracia para los objetivos del presente capítulo,
gran parte de esa investigación empírica se realizó antes de que se hicieran habituales las
redes sociales. Sin embargo, algunos estudios posteriores a 2006 sobre este tipo de temas
que contemplan ya explícitamente el papel de las redes sociales confirman sus efectos
positivos en diversos indicadores.
En primer lugar, la literatura específicamente centrada en el efecto de las redes
sociales muestra que esta tecnología es muy útil para mantener las amistades que uno
establece fuera de Internet (Johnstone y cols., 2009), que como hemos visto en
secciones anteriores es de hecho una de las principales razones por las cuales la gente las
usa. Un conocido estudio de Ellison y colaboradores (2007) muestra que las redes
sociales como Facebook son especialmente útiles para conservar cierto tipo de “capital
social”, como ellos lo denominan. Según estos autores, una parte de nuestro capital social
consiste en ese conjunto de relaciones estrechas y afectuosas que tenemos con nuestra
familia directa y los amigos más cercanos. Usar Facebook más o menos horas no
correlaciona con cuánto capital social de este tipo se tiene. Sin embargo, existe un
segundo tipo de capital social que está formado por relaciones más débiles y
afectivamente menos intensas, pero que no obstante puede proporcionar apoyo y ayuda
en muchas circunstancias. Ellison y colaboradores encontraron que el volumen de este
segundo tipo de capital social sí que correlacionaba con el uso de Facebook. Esto sugiere
que las redes sociales ayudan a conservar relaciones que tal vez no tengan la suficiente
intensidad o cercanía como para conservarse sin un poco de ayuda extra. Aunque se trata
de relaciones algo más débiles que las anteriores, no por ello son menos útiles y
necesarias. Piense el lector en cuántas veces ha accedido a información valiosa a través
de este tipo de relaciones, desde ofertas de trabajo, hasta hacer de puente con nuevos
amigos, pasando por consejos para solucionar todo tipo de problemas domésticos.
En segundo lugar, los estudios disponibles muestran que las personas tímidas y con
ansiedad social suelen preferir comunicarse a través de las redes sociales que hacerlo cara
a cara. Algunos estudios indican que este tipo de personas pasa más tiempo conectado a
las redes sociales (Orr y cols., 2009) y en concreto parece que lo utilizan más para evitar

151
sentirse solos (Sheldon, 2008). Sin embargo, los resultados de estos estudios indican que
estas personas no hacen más contactos en las redes que el resto de la población. Esto no
es demasiado sorprendente si tenemos en cuenta que, como se ha mencionado
anteriormente, la gente suele utilizar las redes sociales sobre todo como apoyo para
mantener las relaciones que tiene fuera de la red. Asumiendo que las personas tímidas e
introvertidas tengan también menos amigos offline, es casi una necesidad lógica que
también tengan menos contactos en su red social online.
Tampoco parece que el número de amigos en sí sea una variable excesivamente
importante para predecir los efectos positivos o negativos de las redes sociales. Según los
resultados de un estudio de Valkenburg y colaboradores (2006) realizado con
adolescentes holandeses, de entre todos los factores relacionados con el uso de las redes
sociales, el que más correlaciona con un incremento de la autoestima no es la cantidad de
“amigos” ni la cantidad de reacciones a la información que uno pone en la red, sino el
tono de estas reacciones. Afortunadamente, los participantes de su estudio estimaban que
alrededor del 78% de las reacciones tenían un tono positivo, lo que implica, de nuevo,
que manteniendo todo lo demás constante, el uso de las redes tiene efectos más positivos
que negativos sobre la autoestima y, a través de ella, sobre el bienestar.

5.4. Imagen, identidad y anonimato

Imagine que alguien entrara a hurtadillas en su habitación y se dedicara a observar con


calma todo lo que allí encuentra: sus fotos de la infancia, los libros que ha leído, los
discos de música en su estantería, el trofeo de aquel campeonato de mus en el que quedó
el segundo y tal vez algo de ropa tirada por el suelo. ¿Cuánto cree que esta persona
podría aprender sobre usted? La respuesta es que mucho. De hecho, tal vez más de lo
que imagina. En un estudio muy popular sobre personalidad y psicología social, Gosling y
colaboradores (2002) pidieron a un grupo de participantes que observara el puesto de
trabajo de otras personas (Estudio 1) o su habitación personal (Estudio 2). Después de
pasar un rato allí se les pidió que rellenaran un cuestionario de personalidad como creían
que lo rellenaría la persona que trabajaba o vivía allí. Los resultados mostraron que las
estimaciones de los participantes correlacionaban significativamente con las respuestas
que daban a ese mismo cuestionario las personas en cuestión. La correlación era
especialmente marcada en el caso de la habitación. Para uno de los rasgos de
personalidad, apertura a la experiencia, la correlación llegó a ser 0,65.
Para los objetivos del presente libro, la impresión que produzcan los puestos de
trabajo y las habitaciones en las que uno vive nos traen más o menos sin cuidado. Pero
¿ocurrirá algo parecido con la información que vamos dejando a nuestro paso por
Internet? ¿Cómo de verídicos son los datos sobre nosotros que queriendo o sin querer
van quedando desperdigados por la Red? ¿Permiten hacerse una idea clara de cómo

152
somos realmente? La respuesta a estas preguntas tiene implicaciones muy interesantes,
útiles y, en algunos casos, tal vez preocupantes. Por una parte, nos permite saber hasta
qué punto las personas utilizan la red para lanzar a los demás una imagen positiva y tal
vez mejorada sobre sí mismas. Incluso si intentan hacerlo, nada garantiza que lo
consigan. Dado que las redes sociales son un importante espacio para consolidar lazos
con conocidos y hacer nuevas amistades, esta cuestión es particularmente interesante en
este contexto. Por otra parte, la cuestión de cómo de veraz y rica es la información que
puede encontrarse sobre nosotros en la red tiene profundas implicaciones con respecto al
problema de la privacidad en la red.
El estudio probablemente más relevante al respecto es de nuevo una publicación
reciente de Gosling y sus colaboradores (Back y cols., 2011). Estos autores, presentaron
a sus participantes los perfiles de Facebook de diferentes personas y después les pidieron
que rellenaran un cuestionario de los cinco grandes factores personalidad como creían
que lo haría el propietario de ese perfil. A su vez, se pidió a estos usuarios de Facebook
que rellenaran también ese mismo cuestionario dos veces: una dando respuestas que
describían cómo eran ellos realmente y otra con las respuestas que daría su yo ideal, es
decir, si fueran como querrían ser más que como realmente son. La idea de fondo era
comprobar si la impresión que provocan los perfiles en el observador se ajusta más a la
personalidad real del propietario del perfil o a su personalidad ideal. Los resultados
fueron claros: las respuestas de los observadores correlacionaban más con la personalidad
real que con la personalidad ideal de la persona retratada en el perfil. De hecho, al
introducir tanto la personalidad real como la ideal en una regresión múltiple, la
personalidad real seguía prediciendo las impresiones del observador incluso cuando se
controlaba por el efecto de la personalidad ideal. Según los datos de Back y
colaboradores, los rasgos de personalidad que mejor se pueden inferir a partir del perfil
de Facebook son la extraversión y la apertura a la experiencia, lo que al parecer se suma
a otros estudios que muestran que estos dos rasgos son particularmente fáciles de estimar
también en otros contextos. Por el contrario, el rasgo que peor se estima es el
neuroticismo, aunque incluso para esta variable hay una correlación estadísticamente
significativa entre la personalidad real y la percibida por el observador.
Estos resultados contrastan con la impresión general de que la gente intenta
proyectar una imagen favorable de sí misma en las redes sociales. De hecho, un estudio
cualitativo de Manago y colaboradores (2008), realizado a partir de entrevistas con
usuarios de MySpace, parecía demostrar que los usuarios crean perfiles que intentan
transmitir una imagen idealizada de uno mismo. Una posible explicación de esta
discrepancia de resultados es que el estudio de Manago y colaboradores se fijó en lo que
los participantes decían que intentaban hacer al crear sus perfiles, mientras que en el
estudio de Back y colaboradores lo que se medía es qué efecto real tenían los perfiles en
el observador. Se trata de cuestiones muy diferentes y no es extraño que den lugar a
patrones de resultados contradictorios. Es muy probable que los usuarios de las redes
intenten ocultar información negativa sobre sí mismos y recalcar cualquier dato positivo.
Pero otra cosa es que lo consigan. Es posible que los observadores perciban esta

153
maniobra y ajusten sus impresiones a la baja siempre que tengan la sensación de que el
propietario del perfil está intentando presentar una imagen idealizada de sí mismo.
También es posible que la personalidad de un usuario se pueda inferir
correctamente a partir de elementos de perfil cuyo contenido es difícil de controlar por
parte del propietario. En la mayor parte de las redes, el perfil de un usuario no solo
contiene la información que ese usuario decide ofrecer, sino también información sobre
sus amigos (número de amigos, edad, sexo, fotos, intereses…) y además, los
comentarios de los propios amigos y las respuestas que el usuario da a esos comentarios.
Cabe pensar que cualquier intento de manipular la información que uno ofrece sobre sí
mismo es inmediatamente neutralizado por los comentarios de los amigos que confirman
o no esa información.
En apoyo a esta hipótesis, la investigación disponible muestra que la información
sobre los amigos que tenemos en las redes sociales influye mucho en la impresión que
produce nuestro perfil en los observadores. Por ejemplo, el número de amigos que uno
tiene en Facebook influye en cómo de atractivos (física y socialmente) nos ven los demás
y en cómo de extravertidos les parecemos (Tong y cols., 2008). De todas formas, una
nota de alerta para quienes intentan parecer más extravertidos de lo que realmente son a
base de añadir contactos a su perfil de Facebook: el tiro puede salir por la culata
fácilmente. Según los resultados de Tong y colaboradores el máximo de atracción social
se consigue con unos 300 amigos y el máximo de extraversión percibida con unos 500.
Tanto por encima como por debajo de esos niveles, el número de contactos puede tener
efectos negativos. Probablemente, cuando un usuario tiene más de 400 contactos, los
observadores empiezan a sospechar que ese usuario está intentando hinchar
artificialmente su lista de “amigos” para producir cierto tipo de impresión. Un aspecto
muy interesante de este resultado es que en un estudio complementario los autores
pidieron a un grupo de participantes que hicieran la misma tarea (juzgar el atractivo de un
usuario de Facebook viendo su perfil) diciendo abiertamente en qué factores se estaban
fijando a la hora de hacer sus juicios. Casi ninguno de estos participantes mencionó el
número de amigos como una variable importante. Sin embargo, los resultados del estudio
previo muestran que este factor influye, lo que sugiere que el mecanismo por el cual esto
sucede podría actuar de forma completamente inconsciente.
En esta misma línea, también parece que el atractivo físico de nuestros contactos y
lo que dicen sobre nosotros influye igualmente en las impresiones que provoca nuestro
perfil. En un estudio del mismo equipo de investigadores (Walther y cols., 2008) se
manipuló experimentalmente el atractivo físico de los contactos que aparecían en varios
perfiles de Facebook. Los resultados muestran que el atractivo físico de los “amigos”
influye también en el atractivo del propietario del perfil: los propietarios que tienen
amigos físicamente atractivos se perciben como más atractivos, tanto social como
físicamente, que los que tienen amigos menos atractivos. Este mismo resultado se ha
observado también en estudios clásicos de psicología social fuera de Internet: en general,
aquellas personas que tienen amigos más atractivos parecen también más atractivas
(Melamed y Moss, 1975). (Antes de que el lector se decida a añadir a su perfil solo a

154
personas atractivas, una nota de advertencia. El estudio de Melamed y Moss muestra que
este efecto solo funciona si se trata de personas con las que se tiene alguna relación
personal. Si no, puede suceder el efecto contrario: estar al lado de personas más
atractivas que nosotros puede resaltar nuestra “fealdad”.)
En el estudio de Walther y colaboradores (2008), también se manipuló el contenido
de los mensajes que estos amigos dejaban en el “muro” del propietario: algunos
comentarios eran claramente positivos y otros aludían a conductas moralmente
cuestionables (p. ej., sugiriendo que el propietario había bebido mucho en una fiesta
reciente o insinuando que podía ser sexualmente promiscuo). Por desgracia, siguiendo la
doble moral tan habitual en el mundo occidental en todo lo que a cuestiones de género se
refiere, esta variable resultó tener efectos contrarios dependiendo de si el propietario del
perfil era hombre o mujer. Si el usuario es un hombre, los comentarios negativos sobre la
bebida y la promiscuidad le hacen parecer más atractivo. Si es mujer, sucede justo lo
contrario.
Estos estudios confirman, por tanto, que una de las razones por las cuales los
perfiles de las redes sociales ofrecen información realista es que las impresiones que
producen se basan en parte en información sobre los amigos de los usuarios, información
que es poco probable que el usuario pueda manipular a su antojo. Sin embargo, otro tipo
de evidencia sugiere que incluso en contextos en los que los amigos no pueden influir,
sencillamente porque no aparecen por ningún lado, aun así la información online que uno
muestra refleja su verdadera personalidad. Por ejemplo, se han hecho estudios similares
a los de Back y colaboradores pero estudiando el impacto no de los perfiles de Facebook,
sino de páginas web personales, en la mayor parte de las cuales no aparece ninguna
información sobre las relaciones sociales del usuario (Vazire y Gosling, 2004). De nuevo,
los observadores de estas webs fueron capaces de juzgar la personalidad del propietario
de la web con relativa precisión. Por tanto, incluso en contextos en los que tenemos todo
el control sobre la información que se muestra, la imagen que proyectamos sobre los
observadores de nuestras páginas web y perfiles personales es nuestra verdadera
personalidad y no una idealización de la misma.
Quienes nunca han tenido duda de que los perfiles de las redes sociales contienen
información útil son las empresas que recurren a ellos para obtener información sobre
nosotros que seríamos reacios a mencionar abiertamente, pero que vamos dejando
incautamente a nuestro paso por Internet, a disposición de cualquiera que se moleste en
buscarla. Cada red social difiere en cuáles son los niveles de privacidad que se establecen
por defecto para cada perfil. Por ejemplo, en el caso de Facebook, salvo que el usuario
introduzca modificaciones en el nivel de seguridad, los datos de su perfil son visibles a
sus amigos y a los amigos de sus amigos. Sin embargo, estos niveles de seguridad por
defecto no siempre han sido tan restrictivos e incluso hoy no son raros los casos de
usuarios que deciden hacer sus perfiles completamente públicos o casi. Esto supone que
en muchos casos no solo nuestros amigos, sino también desconocidos, pueden acceder a
la información que aparece en nuestros perfiles, con consecuencias que a veces pueden
ser dramáticas.

155
Imagine que asiste a una entrevista de trabajo vestido con su mejor traje,
estrenando peinado y llevando bajo el brazo una flamante copia de su currículum, en
cuyo diseño ha invertido literalmente horas, cuidando minuciosamente cada detalle: desde
el tipo de letra, hasta las referencias profesionales, pasando por la cuidadosa selección de
su foto más favorecedora (toda su familia y amigos han contribuido con su experta
opinión en este último y crucial asunto). Finalmente, llega la hora de entrar en el
despacho de quien podría ser su futuro jefe. Se siente nervioso al principio, pero, tras las
primeras preguntas de protocolo sobre sus intereses, motivaciones… empieza a ganar
seguridad. Mientras habla y habla, cada vez con más soltura, se da cuenta de que entre
las hojas que su interlocutor lleva en su portafolios asoma un documento con una imagen
vagamente familiar. ¡Su perfil de Facebook, impreso a todo color! Mientras empieza a
recordar que el pasado sábado colgó algunas fotos comprometedoras (sí, sí, justo esas)
su discurso poco a poco va perdiendo fluidez y buenas maneras. Nota cómo la corbata
aprieta algo más de lo normal y mientras hace un ademán poco elegante de aflojarla cae
en la cuenta de que aquella frase tan graciosa que puso en el espacio dedicado a su
filosofía de vida tal vez no se corresponda con la imagen que le gustaría proyectar ahora
mismo. Como buenamente puede, consigue llegar al final de la reunión y se despide con
un apretón de manos un poco más flojo y sudoroso de lo normal en usted, sabiendo que
lo único que le puede salvar es que el pobre ingenuo que está ahora en la sala de espera
haya sido aún más incauto.
¿Realidad o ficción? Lo cierto es que la situación que describe el párrafo anterior
está más cerca de la realidad de lo que el lector pueda (y seguramente quiera) creer. Son
ya muchas las empresas que recurren a este tipo de información cuando les es posible
(véase Kluemper y Rosen, 2009). De hecho, existe toda una literatura sobre este asunto.
Hay, por ejemplo, estudios que muestran que si una solicitud de empleo va acompañada
de una copia del perfil del candidato en una web social, esta información influye no solo
en la decisión de contratarlo, sino también en la decisión de cuánto pagarle (Bohnert y
Ross, 2010). Por supuesto, la peor de las situaciones viene dada cuando el candidato ha
sido lo suficientemente descuidado como para dejar en su perfil información sobre
conductas poco apropiadas, sobre todo relacionadas con el alcohol. Curiosamente, esta
información pesará sobre él incluso si tiene la fortuna de que su entrevistador también
haya colgado información similar en su propio perfil. Por desgracia, hasta un 20% de las
personas entrevistadas en otro estudio (Peluchette y Karl, 2008) confiesa que en su perfil
hay información comprometedora que no les gustaría que fuera accesible para un posible
jefe. El lado bueno de estos resultados es que, sabiendo que esto sucede, un candidato
astuto puede construirse un perfil relativamente serio y bien diseñado, que muestre su
lado más familiar, cálido y sereno (aunque hará falta que sus contactos no echen a perder
su bien medida maniobra).
En cualquier caso, es casi seguro que las empresas empezarán a usar masivamente
esta información para evaluar a sus candidatos siempre que esté accesible. Como hemos
visto más arriba, los perfiles de las redes sociales dan información relativamente precisa
sobre la personalidad de los usuarios. Además otros estudios muestran que rasgos muy

156
interesantes para las empresas (inteligencia, estabilidad emocional…) también pueden
estimarse con relativa precisión a través de estos datos (Kluemper y Rosen, 2009). Es
poco probable que las grandes empresas ignoren esta valiosa fuente de información
cuando los candidatos se lo pongan fácil para acceder a ella.
El mundo de la selección de personal es solo un ejemplo de los muchos que nos
permiten advertir el precario equilibrio que se da en las redes sociales entre la natural
tendencia a compartir información personal con amigos y familiares, por una parte, y la
necesidad de estar alerta ante el uso y abuso de esa información por parte de terceras
personas. El ámbito de la psicología profesional, muy especialmente la psicología clínica,
nos proporciona otro ejemplo. Imagine que es usted un psicoterapeuta y que un buen
día, al visitar su red social favorita, se encuentra una solicitud de “amistad” de uno de sus
clientes (o “pacientes”). Si es usted como la mayor parte de los psicólogos entrevistados
en un estudio reciente (Taylor y cols., 2010), lo más probable es que rechace esa
solicitud. Sin embargo, actuar así también puede traer problemas. Es muy posible que el
cliente lo interprete como un rechazo personal y que sus intentos por convencerle de lo
contrario no sirvan sino para confirmar sus sospechas. La relación terapéutica podría
ponerse completamente en peligro como consecuencia de este episodio poco afortunado.
A medida que el uso de las redes sociales se generalice más y más, estas situaciones
problemáticas se repetirán inevitablemente. Los estudiantes entrevistados en el estudio de
Taylor y colaboradores (2010), sobre todo los más jóvenes, opinaban que lo mejor sería
que las asociaciones de psicólogos profesionales, como la American Psychological
Association o el Colegio Oficial de Psicólogos en España, acordaran unas pautas de
actuación para estos casos en las que los terapeutas se pudieran amparar para justificar
sus decisiones. Sin embargo, como reconocen los propios autores del estudio, es poco
probable que esto suceda, ya que las grandes asociaciones como la APA son reacias a
regular prácticas relacionadas con nuevas tecnologías, precisamente porque estas
tecnologías cambian tan rápidamente que sería imposible mantener la normativa al día.
Durante algún tiempo, al menos, los terapeutas tendrán que decidir por sí mismos qué
hacer en estos casos, confiando en su mejor criterio y en la información de que
dispongan.

5.5. Atracción en la Red

La primera comunidad online, formada por personas que se “hablaban” regularmente


pero sin conocerse nunca cara a cara, no se formó en el siglo XX con la llegada de
Internet, como el lector podría suponer. En el siglo XIX todas las grandes (y pequeñas)
ciudades del mundo comenzaron a estar conectadas por un sistema de telégrafos que,
como el actual Internet, traspasaba fronteras, ríos, valles, e incluso océanos. El
ciudadano medio solo podía utilizar este servicio puntualmente y previo pago. Pero los

157
operadores del telégrafo tenían muchas ocasiones de utilizarlo a su antojo. Cuando no
tenían mucho trabajo, contactaban con operadores de otras ciudades y hablaban con
ellos de cualquier cosa para pasar el rato: el tiempo, la familia, los amigos, aficiones…
Por lo visto, algunas de estas amistades terminaron en bodas y romances. De hecho,
nada menos que Thomas Edison, que fue telegrafista de joven, se declaró a su futura
mujer, Mina, por telégrafo (Bargh y McKenna, 2004).
Es inevitable que cualquier medio de comunicación que favorezca el contacto entre
personas desconocidas acabe dando lugar a noviazgos, matrimonios y aventuras. Con
Internet no podía suceder menos. Ya hemos comentado anteriormente que muchas de las
primeras redes sociales se concibieron en realidad como webs de encuentros, o bien se
inspiraron en ellas. Hoy en día, estas redes de encuentros son un negocio próspero, con
millones de suscriptores, y unas cifras de beneficios que dan vértigo. Según los datos
públicos que ofrece Meetic, una de las compañías más importantes en este sector, tiene
actualmente más de 42 millones de usuarios en toda Europa y genera unas ganancias de
más de 160 millones de euros. Solo en España, cuenta ya con unos 8,5 millones de
usuarios. Existen incluso aplicaciones para dispositivos móviles como el iPhone. Y
Meetic solo es uno de los muchos portales de este tipo que existen. Entre los más
conocidos, destacan también Match.com (que en realidad pertenece también a la
corporación Meetic), eHarmony, OkCupid, PlentyofFish y Zoosk.
La mayor parte de estas webs tienen un formato muy similar al del resto de redes
sociales. Cada usuario crea un perfil en el que incluye toda la información personal que
desee hacer constar, desde el peso y la altura, hasta su plato favorito, pasando, cómo no,
por sus ingresos económicos. Y, por supuesto, una foto. En algunos casos, el usuario no
solo introduce su descripción en la base de datos, sino que también rellena algún
cuestionario de personalidad o de aficiones que luego el sistema utiliza para buscar
compatibilidades entre diferentes personas. Estos perfiles se ponen a disposición del resto
de los usuarios, que pueden navegar por ellos o hacer búsquedas selectivas en las bases
de datos introduciendo los criterios de búsqueda que consideren más oportunos. Tal vez
resida aquí la principal diferencia con respecto al resto de redes sociales: las búsquedas y
contactos no se limitan a los amigos y a los amigos de amigos, sino que en general están
abiertas a todos los usuarios de la red. Hemos visto anteriormente que la mayor parte de
la gente utiliza las redes sociales para mantenerse en contacto con gente que ya conoce.
Sin embargo, la motivación que lleva a usar estos sitios de encuentros es obviamente
diferente. Se trata de conocer a gente completamente nueva. De ahí que se pueda
navegar con relativa libertad entre todos los perfiles de usuarios. Cuando finalmente se
tiene la suerte de encontrar a una persona interesante, generalmente el sistema permite
enviarle algún tipo de mensaje. Y después quién sabe.
Son varios los motivos que llevan a la gente a utilizar este tipo de webs. En un
estudio cualitativo de Couch y Liamputtong (2008), los participantes entrevistados solían
citar circunstancias vitales cambiantes como las principales causas de su decisión de
inscribirse en estas páginas. Por ejemplo, cuando los amigos cercanos se casan o
empiezan a tener hijos, quienes se quedan solteros o se divorcian pierden ocasiones de

158
salir y conocer gente nueva. A esto se suma el exceso de trabajo de algunas personas,
que les impide tener relaciones sociales con las que pasar el rato. O la simple necesidad
de desplazarse a una nueva ciudad, donde uno no conoce a nadie y puede ser difícil
hacer nuevos lazos. También varían enormemente los objetivos que tiene la gente al
recurrir a estos servicios y qué tipo de personas buscan en ellos. Muchos buscan un alma
gemela, incluso alguien con quien pasar el resto de sus vidas, si resulta ser la persona
adecuada. Otros simplemente buscan amigos, gente con la que divertirse y pasar el rato.
Finalmente, muchos confiesan que usan las redes para buscar sexo y nada más, a veces
de una noche.
Estas redes tienen características que las pueden hacer especialmente interesantes
para algunas personas. Por ejemplo, algunos usuarios mencionan que el rechazo que a
veces se encuentran al contactar por primera vez con alguien es mucho más fácil de
asumir cuando tiene lugar por Internet que en un encuentro cara a cara. También es
posible que personas muy tímidas o con cierta ansiedad social puedan vencer sus miedos
más fácilmente si realizan el primer contacto mediante email o chateando.
Sorprendentemente, algunos estudios clásicos sobre la comunicación por ordenador
indican que las personas se llevan mejor si hacen un primer contacto por Internet, antes
de conocerse en persona (McKenna y cols., 2002). Así que no andan mal encaminados
los que intentan romper el hielo mediante un primer contacto virtual; tal vez estén
facilitando que el primer encuentro en persona sea mucho más positivo. Estos datos
podrían hacer pensar que en estas redes prevalecen las personas ansiosas o con pocas
habilidades sociales. Pero nada más lejos de la verdad: los datos indican que en general
estas redes las usan más bien personas sociables y extravertidas (Kim y cols., 2009;
Valkenburg y Peter, 2007). Esto no quiere decir que algunas personas introvertidas no
puedan utilizarlas como un apoyo, pero sí que no es un medio dominado por personas
poco sociables, tímidas o, en general, con problemas de habilidades sociales.
A pesar de las ventajas que puedan tener estas redes, tampoco están exentas de
problemas. Y casi todos los usuarios coinciden en que el principal de ellos es el engaño.
Como el lector se puede imaginar, al hacer estos perfiles muchos usuarios que acaban de
comprar su primer CD de la Deutsche Grammophon se definen como melómanos
eruditos de gran sensibilidad y buen gusto. Algunos hombres caen en la cuenta de que
hace años ganaron una paga extra un poco más abultada de lo normal y no dudan en
tomarla como referencia para describir sus ingresos regulares. Y, como dice Dan Ariely
en su best-seller Predictably irrational, muchas mujeres recuerdan sorprendentemente
bien cuánto pesaban en el primer año de carrera. En buena medida, este tipo de engaño
no es muy diferente del que tiene lugar fuera de la Red en contextos similares. Pero el
anonimato que reina en la Red facilita mucho que estas verdades a medias sean algo más
frecuentes de lo normal. Y no es extraño que así sea. Los usuarios tienen que ofrecer lo
mejor de sí mismos, “venderse” luciendo su mejor perfil y callando o maquillando lo que
no conviene que se sepa “aún”. En algunos casos, se trata en realidad de un autoengaño
más o menos inocente. Pero también hay evidencia de que muchos usuarios mienten a
sabiendas. En este sentido es muy ilustrativa una famosa viñeta humorística de Steiner

159
que circula por Internet en la que dos perros están sentados frente al ordenador y uno le
recuerda al otro que en Internet nadie sabe que son perros.
Aunque esto pueda parecer reprobable, son muchas las situaciones que se plantean
en este tipo de redes que invitarían a faltar a la verdad a la persona más honesta. Imagine
que acaba de cumplir 51 años y que al crearse un perfil la base de datos le solicita que
introduzca su edad utilizando las siguientes categorías: 35-50 y 50-65. ¿No se sentiría un
poco inclinado a “equivocarse” de respuesta? ¡Bastante tiene con haber cumplido un año
más! Reconocer que tiene entre 50 y 65 supone que mucha gente (gente que de hecho
está muy cerca de su edad) le excluirá de todas las búsquedas. De hecho, ni siquiera
llegarán a ver su perfil. El ejemplo no es ficticio. Muchas webs de encuentros registran la
edad con categorías cerradas de este tipo que invitan tan claramente al engaño.
Obviamente, si las compañías que las diseñan quieren minimizar el engaño (y deberían
querer, porque de lo contrario minan la confianza de sus clientes) este tipo de detalles
deben diseñarse con un poco más de sentido común.
En otros casos, el engaño se debe a que el propio dato que solicita el perfil puede
ser variable de un momento a otro o ambiguo y los usuarios se sienten inclinados,
inevitablemente, a darle el valor que parece más ventajoso. Si alguien engorda unos kilos
después de las comidas navideñas, es ingenuo esperar que cambie su perfil para
“corregir” este dato. De hecho, al introducir el peso, el usuario ligeramente entrado en
carnes se sentirá más inclinado a poner el número que marcaba la báscula aquel día que
apenas comió y salió del gimnasio después de una hora de spinning. Y quien se vea
demasiado delgado se pesará completamente vestido, después de comer el menú Obélix
de la hamburguesería de la esquina, y correrá a escribir en su perfil lo que marque la
báscula antes de que haya empezado a metabolizar la primera patata frita. Este tipo de
información también se falsea a veces porque muchos usuarios que están preocupados
por su peso o que están siguiendo algún tipo de dieta introducen el peso que creen que
van a tener cuando se produzca la primera cita, en lugar del peso que realmente tienen.
Por cierto, que esto no siempre es del todo malo. Hay quien lo utiliza a propósito para
obligarse a perder peso. Si un usuario se ha “quitado” 5 kilos al rellenar los datos del
perfil y sabe que va a conocer a alguien en un mes, esto puede proporcionar una
excelente motivación para a ir al gimnasio un día más a la semana o tomarse la dieta más
en serio (Ellison y cols., 2006).
El principal problema del engaño es que con él se inicia una senda de la que no es
fácil salir. Cuando el engaño, aunque sea pequeño, es tan generalizado y se empieza a dar
por supuesto, cualquier intento de reducirlo resulta castigado inmediatamente. Si el
usuario medio tiende a quitarse uno o dos años de edad, cualquier persona que decida ser
honesta con su verdadera edad se coloca en una clara desventaja, porque aunque sea
sincero, el resto de usuarios dará por sentado que miente y que en realidad es uno o dos
años mayor de lo que dice ser. Otro tanto se aplica al peso, la altura, los ingresos y todos
los datos imaginables. Una vez que comienza a minarse la confianza de los usuarios,
aunque sea mínimamente, se hace extremadamente difícil corregir esa tendencia.
Conscientes del problema que esto supone, algunas de las compañías que dirigen estos

160
negocios se han planteado comprobar sistemáticamente la veracidad de la información
que proporcionan sus clientes (Ellison y cols., 2006).
En cualquier caso, el nivel de engaño en estos servicios nunca llega a ser
demasiado alto. Aunque no conocemos ningún estudio que nos permita hacer la
comparación, es poco probable que el nivel de engaño sea superior al que podría
observarse fuera de Internet en cualquier contexto en el que la gente busque pareja, tales
como bares o discotecas. Según un estudio reciente, cerca de un 80% de los usuarios
falsean algún dato al crear sus perfiles, pero se trata generalmente de pequeñas
distorsiones de la realidad. El “error” en los datos es de un 2% para la altura, un 5% para
el peso y un 1% en la edad (Toma y cols., 2008). La palabra “error” no está puesta entre
comillas en balde. En este mismo estudio de Toma y colaboradores observaban que los
usuarios son conscientes de que están falseando información. Por tanto, no se trata de un
autoengaño ni de imprecisiones por simple desconocimiento. Parece además que se trata
de sesgos sistemáticos. También Hitsch y colaboradores (2010a) encuentran que el peso
y la altura son los datos sobre los que más se miente (a juzgar por la diferencia entre los
pesos y alturas que se registran en estas bases de datos y las medias de la población
general). Además, hay diferencias de género muy marcadas. Según el estudio de Toma y
colaboradores, las mujeres mienten más sobre el peso y los hombres sobre su altura.
También hay diferencias entre ambos sexos con relación a cómo de tolerables les parecen
estas y otras mentiras. Por ejemplo, es muy interesante que mentir sobre el estatus social
y sobre la existencia de otras relaciones les parece más tolerable a los hombres que a las
mujeres. Sin embargo, mentir sobre el atractivo físico y la edad les parece más tolerable
a las mujeres. Como veremos más adelante, estos resultados son perfectamente
consistentes con las teorías evolucionistas sobre las diferencias de género.
No es extraño que aunque el engaño esté muy generalizado, casi siempre se trate
de distorsiones relativamente menores. El objetivo último de estas redes es facilitar
encuentros posteriores cara a cara. Es decir, que cualquier mentira escandalosamente
exagerada va a detectarse tan pronto como se produzca el primer contacto real. Esta
situación recuerda a una famosa escena de El diario de Bridget Jones en la que antes de
una cita la protagonista duda entre ponerse una faja reductora o un tanga. Llegado cierto
momento, el tanga resultará sin duda mucho más atractivo, pero con la faja es más
probable que llegue dicho momento. De la misma forma, las mentiras en las redes de
encuentros facilitan que se puedan producir más contactos, pero minan las probabilidades
de que ese primer encuentro genere confianza y atracción. De hecho, a veces el engaño
se detecta incluso antes de que se produzca una cita. Muchos usuarios, conscientes de
que los demás mienten, toman medidas para contrastar la información sobre las personas
con las que han decidido acordar una cita (Couch y Liamputtong, 2008). Por ejemplo,
para sortear mentiras sobre el aspecto físico o la edad, muchos usuarios insisten en verse
por videoconferencia antes del primer encuentro, además de intercambiar fotos, emails y
chatear. Precisamente porque cualquier mentira es susceptible de ser detectada antes o
después si se prosigue con el plan de conocerse en persona, se ha observado que las
personas que más presente tienen las futuras interacciones cara a cara tienden a ser más

161
honestas en sus perfiles, a pesar de que ser honesto correlaciona lógicamente con tener
menos expectativas subjetivas de éxito (Gibbs y cols., 2006).

5.6. Del amor al odio: ciberbullying

Todas las tecnologías nos hacen más poderosos. Y como cualquier lector de Spiderman
sabe, un gran poder conlleva una gran responsabilidad. La mayor parte de las personas
que utilizan Internet lo hace porque potencia su capacidad de trabajar, porque le permite
estar siempre cerca de los suyos, porque simplifica su vida diaria o porque le divierte.
Pero tampoco faltan desaprensivos que lo usan para hacer daño a quienes les rodean.
Con la diferencia de que ahora, gracias a Internet, ese “quienes les rodean” es un grupo
de personas más grande que nunca. De la misma forma que crece nuestra capacidad de
mantener amistades o formar relaciones nuevas, aumenta el círculo de víctimas
potenciales de los agresores, los violentos y los rencorosos. De hecho, la alarma de
mucha gente ante Internet en general y las redes sociales en concreto tiene mucho que
ver con la cobertura mediática que se da, lógicamente, a estos casos de abuso de la Red
y en la Red. Durante los últimos años, los informativos nos han hecho testigos de
multitud de casos de distribución de pornografía infantil (tratados en el Capítulo 2), de
organización de grupos racistas o terroristas, y de acoso sexual en Internet, por
mencionar solo algunos. A modo de ejemplo, en esta sección nos centraremos en el
tristemente popular ciberbullying, es decir, el uso de las tecnologías de la información
dirigido a dañar a otras personas.
Uno de los primeros casos que lanzaron el ciberbullying a la primera plana de los
medios de comunicación en 2004 fue el de una niña australiana de 9 años que recibía
numerosos emails de un desconocido con elevado contenido sexual. Cuando los padres
pusieron el caso en conocimiento de la policía se descubrió, contra todo pronóstico, que
el autor de esos correos no era un adulto pervertido, sino en realidad un compañero de
clase de la niña (Li, 2007). En el mismo año, unos adolescentes canadienses colgaron en
YouTube un vídeo en el que un compañero de clase imitaba a uno de los populares Jedis
de La Guerra de las Galaxias. En poco tiempo se editaron cientos de versiones del
vídeo que le añadían efectos especiales y comentarios humillantes (como llamarle el “Jedi
borracho” o el “Jedi gordo”). El vídeo tuvo un “éxito” que pocas veces alcanzan las
grandes superproducciones: millones de personas lo vieron desde sus ordenadores a lo
largo de las siguientes semanas. Profundamente avergonzado, el niño dejó la escuela y
sus padres se embarcaron en una batalla legal contra los compañeros que habían colgado
el vídeo (Li, 2007). En algunos casos, las consecuencias son aún más graves. Tal fue el
caso de un chico de 13 años del estado de Vermont, en Estados Unidos, que se suicidó
en 2006 tras soportar el ciberacoso de sus compañeros de clase durante meses (Aricak y
cols., 2008). Por desgracia, no es el último episodio de ciberbullying que ha terminado en

162
suicidio.
Este tipo de acoso no tiene lugar específicamente en las redes sociales, sino que se
nutre de todo tipo de tecnologías web e incluso de los teléfonos móviles, que todavía hoy
son uno de los principales medios a través de los cuales se realizan más actos de
ciberbullying. Pero es cierto que los avances técnicos que supone la web 2.0 pueden
hacer de la Red un lugar más peligroso para las víctimas de estas agresiones. En muchos
sentidos, este ciberacoso no es muy diferente del acoso que tradicionalmente tenía lugar
en las aulas. Pero sí puede ser más rápido, más generalizado y más difícil de solucionar.
Hace unos años, los niños que sufrían este tipo de humillaciones siempre tenían, como
último recurso, la posibilidad de cambiar de escuela o incluso de barrio. Pero con las
nuevas tecnologías no hay forma de escapar de la influencia del material comprometedor.
Hoy en día resulta más fácil que nunca colgar en Internet material de este tipo, como
vídeos o fotografías. También es extremadamente sencillo distribuirlo a una gran
velocidad y a un gran número de personas. Un adolescente puede pasar de la noche a la
mañana de ser un estudiante más a ser señalado con el dedo por todos sus compañeros
por su “actuación estelar” en un vídeo o en una secuencia de fotos. Por desgracia, el uso
generalizado de las redes sociales es tan reciente que apenas hay investigación sobre las
características precisas de las agresiones que tienen lugar en este medio. La mayor parte
de los estudios incluye agresiones que tienen lugar en todo tipo de medios informáticos
(chats, mensajería instantánea…), incluyendo a las redes sociales solo como un medio
más. Por tanto, gran parte de lo que sigue debe interpretarse teniendo en cuenta que la
mayor parte de los estudios disponibles nos dice poco sobre cuáles son los riesgos
específicos asociados a las redes sociales frente a otro tipo de tecnologías.
El listado de conductas agresivas que pueden encontrarse entre los internautas es
casi infinito. Muchas de estas conductas vienen a ser simplemente el equivalente “virtual”
de otros actos de agresión que suelen tener lugar fuera de Internet. Por las redes sociales
pueden circular todo tipo de rumores, bromas pesadas, mentiras, y amenazas. Pero
además, Internet permite realizar otras formas de agresión que no tienen su equivalente
fuera de la Red. El nombre anglosajón de happy slapping tal vez no les diga mucho a
algunos lectores, pero es improbable que nunca haya oído hablar de cómo algunas
personas, sobre todo adolescentes, graban a personas indefensas mientras las agreden o
las obligan a hacer algo vergonzoso e inmediatamente cuelgan las imágenes en Internet.
Afortunadamente, muchos de estos individuos añaden la estupidez a la mezquindad y
aparecen en sus propias grabaciones, lo que permite que la policía los identifique y
denuncie. Las personas con más habilidades tecnológicas también pueden tratar de
propagar virus informáticos o incluso hackear las cuentas de correo de otras personas
para enviar mensajes insultantes desde ellas. Y por supuesto, el envío masivo de vídeos o
imágenes comprometedoras sobre una persona se hace especialmente peligroso dadas las
potencialidades de la web 2.0 y las redes sociales.
Independientemente de cuánto se parezca la violencia online a la violencia
tradicional, las agresiones en Internet tienen algunas características peculiares. Para
entender bien las causas y efectos de estas agresiones no nos vale con recurrir a los

163
estudios que ya tenemos sobre violencia en general, sino que necesitamos hacer
investigaciones más detalladas y centradas en este nuevo ámbito. Salvo en contadas
ocasiones, como las mencionadas más arriba en referencia al happy slapping, y
contrariamente a lo que sucede en los casos tradicionales de agresión, en el ciberbullying
el agresor puede permanecer indefinidamente en el anonimato. De hecho, es muy
habitual que las víctimas de este tipo de acoso ignoren quién ha sido el agresor (Li,
2007). Este anonimato favorece enormemente que el agresor pierda el sentido de la
responsabilidad. Otra peculiaridad de estas conductas es que no tienen lugar cara a cara,
lo que implica que no existe ninguna clave social que permita al agresor ser testigo de los
efectos que está teniendo su agresión ni a la víctima tener una impresión exacta de qué es
lo que pretendía el agresor. De hecho, en algunas ocasiones la víctima puede recibir
como un ataque personal lo que para el agresor no era más que una broma de mal gusto
o de efecto mal calculado.
La mayor parte de los escasos estudios disponibles sobre ciberbullying que se han
realizado han intentado proporcionar datos descriptivos sobre la prevalencia de este tipo
de agresiones, tanto desde el punto de vista de las víctimas (cuántas personas las han
sufrido) como de los propios acosadores (cuántas personas han agredido a otras por
Internet o por el teléfono móvil). El colectivo más estudiado son los estudiantes de
secundaria, sobre todo entre los 12 y los 18 años. Los datos son extraordinariamente
variables de un estudio a otro, tal vez porque cada uno de ellos se basa en diferentes
definiciones operativas de qué es ciberbullying y qué no (Vandebosch y Van Cleemput,
2008). En cualquier caso, incluso los resultados más benignos son ciertamente
preocupantes. Por ejemplo, en un estudio de Dehue y colaboradores (2008) el 16% de
los participantes reconocía haber sido agresor alguna vez y el 22% había sido víctima a lo
largo de ese año. En el estudio de Li (2007), los porcentajes son similares: 14,5% y
24,9%, respectivamente. La evidencia disponible muestra además que esta forma de
agresión está muy ligada con la violencia que tiene lugar fuera de Internet. Muchos de los
ciberacosadores son adolescentes que también cometen agresiones cara a cara y muchas
de las cibervíctimas son también víctimas de agresiones fuera de la Red (Li, 2007; Smith
y cols., 2008). Otro resultado a tener en cuenta es que muchos ciberacosadores son
también cibervíctimas y viceversa (Li, 2007).
A nivel nacional, tenemos la fortuna de contar con los datos de un excelente
estudio realizado por Calvete y colaboradores (2010) con más de 1.400 estudiantes de
educación secundaria. A diferencia de otros estudios previos que simplemente
preguntaban a los participantes si habían cometido agresiones a través de Internet o el
teléfono móvil, estas autoras plantearon preguntas sobre conductas específicas. Según los
resultados que obtuvieron, algo más de un 44% de los participantes dijeron haber
cometido al menos uno de los actos mencionados en el cuestionario. Este porcentaje es
sensiblemente mayor entre los chicos (47,8%) que entre las chicas (40,3%). También
observaron que el porcentaje de adolescentes que habían cometido ciberbullying es
mayor en estudiantes de segundo y tercero de la ESO que en primero o cuarto, lo que
sugiere que, al menos a nivel nacional, el pico de ciberbullying se alcanza en torno a los

164
13-15 años. Las agresiones que resultaron ser más comunes fueron excluir a alguien de
un grupo online (20,2%), escribir comentarios humillantes sobre algún compañero de
clase en Internet (20,1%), hackear la cuenta de alguien para enviar mensajes
comprometedores desde ella (18,1%) y enviar vínculos a páginas que contienen
comentarios embarazosos sobre alguien (16,8%).
Ante la prevalencia de este tipo de conductas, resulta vital que la gente tenga
estrategias para evitar que sucedan o bien para minimizar sus efectos cuando ya hayan
ocurrido. Cuando se pregunta a los propios adolescentes sobre cuáles son los pasos a
seguir cuando alguien es víctima de este tipo de ataques, sus respuestas más habituales
son que hay que bloquear a los usuarios que envían estos mensajes, contárselo a alguien,
guardar esos mensajes, contárselo a la policía, ignorar esos mensajes o informar al
proveedor de Internet (Smith y cols., 2008). Un patrón que se observa en varios estudios
es que, por lo general, los adolescentes son más reacios a contarles estos problemas a sus
padres (Aricak y cols., 2008) y a los profesores (Dehue y cols., 2008) que a sus amigos.
Por lo visto, bien se sienten avergonzados por ser víctimas de este tipo de acoso, o bien
tienen poca confianza en la capacidad de sus padres y profesores para entender el
problema y hacer algo al respecto.
Tal vez la principal razón por la que las víctimas no buscan apoyo en sus padres es
que éstos no tienen los conocimientos básicos sobre Internet que serían necesarios para
poder hablar con sus hijos de estos temas y para poder tomar medidas cuando surjan
problemas. De hecho, es probable que muchos padres ni siquiera sean conscientes de
que estos problemas pueden surgir y de qué se puede hacer para evitarlos. Por ejemplo,
los datos de Dehue y colaboradores (2008) a los que ya hemos aludido muestran también
que cuando se pregunta a los padres qué porcentaje de adolescentes comete estos actos y
qué porcentaje los sufre, sus estimaciones están muy por debajo de las cifras reales que
proporcionan sus hijos. En otras palabras, muchos padres ignoran completamente que
sus hijos están agrediendo a otras personas o bien que están siendo acosados por otros.
Este desconocimiento es particularmente desafortunado, porque la prevención de estos
problemas pasa forzosamente por involucrar más a los padres. Un estudio reciente de
Mesch (2009) muestra que el hecho de que los padres tomen medidas para controlar lo
que sus hijos hacen en Internet puede actuar como factor protector ante el ciberbullying.
Por ejemplo, en los hogares de los adolescentes que no sufren ciberbullying es más
probable que el ordenador esté en un espacio común de la casa (no en el dormitorio del
adolescente) y es más probable que los padres pongan normas sobre qué páginas web se
pueden visitar, qué información se puede compartir o cuánto tiempo pueden usar
Internet. Cuando todos estos factores se introducen simultáneamente en una regresión
múltiple como posibles predictores del ciberbullying la mayor parte de estas relaciones
deja de ser estadísticamente significativa. Pero aún así se mantiene la importancia de
algunos factores, como que los padres mantengan reglas sobre qué páginas web se
pueden visitar y cuáles no. Aunque estos datos son poco concluyentes, parecen
confirmar que los padres pueden contribuir a minimizar el riesgo que corren sus hijos en
la Red.

165
5.7. Investigación en la Web social

La mayor parte de este libro se centra en presentar qué sabemos sobre los efectos
psicológicos que está teniendo en nuestras vidas el acceso cada vez más generalizado y
más frecuente a Internet y a las tecnologías de la información en general. Pero el interés
de la psicología y otras ciencias sociales también funciona en la dirección contraria. Los
psicólogos no solo se pueden nutrir de Internet para abordar nuevos temas de
investigación, sino también para continuar investigando (solo que en un nuevo contexto)
los mismos problemas científicos que les venían interesando desde antes de la llegada de
estas tecnologías. De hecho, a día de hoy la investigación psicológica en Internet es
cualquier cosa menos nueva. Los primeros manuales sobre cómo realizar experimentos
psicológicos (de los de toda la vida) en Internet se remontan como mínimo al año 2000
(p. ej., Birnbaum, 2000; véase también Vadillo y cols., 2002). Hoy en día son muchos
los laboratorios en los que se realizan este tipo de experimentos. A modo de ejemplo,
véase la página web de Labpsico, el laboratorio virtual de nuestro propio equipo de
investigación en la Figura 5.2.
En cuanto el uso de la Red empezó a generalizarse en los años noventa, los
psicólogos enseguida se dieron cuenta de que muchas de las tareas experimentales que
utilizaban en sus estudios podían insertarse fácilmente en páginas web, de tal forma que
los internautas pudieran acceder a ellas y participar en estos experimentos desde sus
hogares. Por supuesto, esta forma de hacer investigación planteaba muchos problemas de
control experimental. Básicamente, que el investigador no tenía ni idea de en qué
condiciones se realizaban los experimentos, ni siquiera cómo eran las personas que
estaban participando en ellos. Sin embargo, este método tenía también numerosas
ventajas. Entre ellas, tal vez la más importante es que en el laboratorio rara vez es
posible contar con una muestra de más de 100 o 200 personas, pero en Internet es fácil
atraer a nuestro estudio a una muestra mucho más grande, variada y representativa de la
población general. Utilizando los canales de comunicación adecuados se puede llegar
fácilmente a miles de personas, si es necesario.
Hay circunstancias en las que obtener muestras de este tamaño y heterogeneidad
puede ser extremadamente importante para los propósitos de un estudio en particular.
Por ejemplo, a menudo se critica a los investigadores por intentar extrapolar las
conclusiones de un estudio a la población general cuando ese estudio se ha basado
íntegramente en una muestra de estudiantes universitarios. Cuando esta crítica a la
validez externa de un estudio sea un problema, nada mejor que replicar esos estudios con
las muestras variadas y heterogéneas que se pueden encontrar en Internet.

166
Figura 5.2. Página web del laboratorio virtual de Labpsico. Consulta realizada el 20 de diciembre de 2011.

Otra crítica habitual con la que se enfrentan algunos investigadores es que a veces
sus experimentos intentan demostrar que no hay diferencias entre dos colectivos o entre
dos grupos (p. ej., que no hay diferencias de inteligencia entre hombres y mujeres). Sin
embargo, como cualquier estudiante de estadística sabe, nuestras técnicas de análisis de
datos son poco útiles si lo que uno quiere demostrar es que no hay diferencias entre dos
medidas. La estadística tradicional funciona asumiendo a priori que no hay diferencias
entre dos medidas y luego rechaza esa hipótesis cuando los datos en contra son rotundos.
Pero la hipótesis inicial de que no hay diferencias no se puede probar en sí, sino que se
asume de antemano. Incluso cuando realmente hay diferencias entre dos medidas, la
estadística tradicional puede indicar que no hay evidencia suficiente para asumir que
existen esas diferencias. Eso quiere decir que cuando en un estudio nos encontramos con
un “efecto nulo” la interpretación siempre es difícil: ¿se trata realmente de una ausencia

167
de diferencias? ¿O es que sí hay diferencias pero no hemos logrado detectarlas? Hay
varias razones por las cuales podemos no encontrar diferencias. Una de ellas es que a lo
mejor estamos utilizando una muestra demasiado pequeña. La solución a este problema
es sencilla: hay que conseguir tantos datos como sea posible. Si hacemos un estudio con
2.000 hombres y 2.000 mujeres y observamos que no hay diferencias, es muy difícil
achacar esta ausencia de diferencias a que hemos elegido a las personas erróneas.
Este tipo de muestras gigantescas tal vez sean habituales en otras ciencias sociales
que registran datos más descriptivos, pero desde luego son impensables en el tipo de
investigaciones experimentales que se plantean los psicólogos, donde todas las variables
extrañas tienen que estar perfectamente controladas. De hecho, lo habitual es que los
psicólogos trabajen con muestras pequeñas y homogéneas, formadas normalmente por
participantes de conveniencia. Estas muestras pequeñas permiten tener un mayor control
de cualquier variable que pudiera influir en los resultados. Pero también plantean el
problema de cómo interpretar los resultados nulos. Afortunadamente, en Internet es
perfectamente plausible conseguir muestras gigantescas. Así que de unos años a esta
parte, se está haciendo cada vez más habitual recurrir a estas técnicas de investigación
cada vez que alguien quiere demostrar que no hay diferencias entre dos variables (véase,
por ejemplo, Ratliff y Nosek, 2010). También se utilizan cuando se están estudiando
efectos tan sutiles que la estadística tradicional solo puede confirmarlos con muestras
muy grandes. Por ejemplo, si hombres y mujeres tuvieran diferentes niveles de
inteligencia, pero esta diferencia fuera minúscula, a lo mejor necesitaríamos una muestra
de muchos cientos, incluso miles de personas, para poder detectarla. Por tanto, siempre
que el tamaño muestral de un estudio pueda ser una preocupación, recurrir a Internet
para realizar ese estudio es una opción a valorar (véase, por ejemplo, Nosek, 2005).
Con la llegada de la web 2.0 las posibilidades para hacer investigación en Internet
crecen exponencialmente. Primero, porque las tecnologías de la web 2.0 proporcionan
recursos y aplicaciones que hace unos años ni siquiera existían, pero que pueden ser muy
útiles para hacer todo tipo de estudios (p. ej., acceso a bases de datos, aplicaciones para
el diseño de cuestionarios y experimentos, y un largo etcétera). Segundo, porque al
convertirse la Red en un espacio más dinámico y social crecen aún más las posibilidades
que tiene el investigador de llegar a más gente y acceder a más datos sobre su
comportamiento. Y tercero, dado que las personas ya no utilizan Internet solo como un
lugar donde obtener información, sino como un espacio de encuentro, los investigadores
pueden estudiar las interacciones humanas en este nuevo medio, que para el investigador
presenta algunas ventajas con respecto al mundo real. Veamos con más calma algunos
ejemplos que ilustran bien el nuevo tipo de investigaciones psicológicas que se pueden
hacer en la Internet del siglo XXI gracias a la web 2.0 y a las redes sociales.
Imagine que cada uno de nuestros movimientos por el mundo, cada palabra que
pronunciáramos, y cada cosa que sintiéramos y pensáramos quedaran registrados en una
memoria de capacidad infinita. Probablemente no sería un mundo mejor. Algunos se
pasarían tardes muertas rebobinando la “película” de su vida para volver a un lugar o un
momento crucial, para disfrutarlo de nuevo o para torturarse pensando en qué podrían

168
haber cambiado para evitar lo que sucedería a continuación. Muchas personas se
anclarían en el pasado de una forma que les impediría vivir el presente. Sin embargo,
para los científicos sociales las cosas serían mucho más sencillas. Teniendo información
detallada sobre multitud de eventos vitales de millones de personas podrían investigar con
más detenimiento las causas de diversos procesos. Qué lleva a la gente a estar deprimida,
por qué unas personas pueden superar sus crisis y fracasos y otras no, qué eventos
desatan la agresividad humana y qué puede hacerse para contenerla. Éstas y otros cientos
de preguntas más trascendentales se podrían responder con facilidad si tuviéramos
acceso a la base de datos universal de la existencia humana.
Curiosamente, la vida en la Red se parece un poco a este mundo ficticio. Cada
acción de un usuario, cada foto que cuelga en su perfil, cada reacción a un comentario de
sus contactos queda registrada en las bases de datos de la red social. Cada una de estas
interacciones puede ser más sencilla que las que tienen lugar cara a cara, pero no por ello
es menos real. Cuando un usuario decide transmitir una noticia a sus amigos o cuando
encuentra a una persona en la red con la que quiere contactar, los procesos psicológicos
que determinan todas y cada una de estas acciones son los mismos que intervienen en la
vida cotidiana. No es una mente alternativa la que dirige nuestra vida en la Red. Internet
es solo uno más de los muchos contextos en los que nos movemos. De modo que,
estudiando cómo se comporta la gente en Internet y por qué lo hacen así tal vez
podamos aprender algo sobre la naturaleza humana. Para el investigador, frente a la
conducta que tiene lugar en la interacción cara a cara, todos estos comportamientos
online tienen la ventaja de que quedan registrados en la red, lo que facilita su estudio y
análisis. Por supuesto, los científicos no pueden acceder a todos los datos que se generan
en las redes sociales por problemas de privacidad. Incluso si las empresas que dirigen las
redes sociales les permitieran hacerlo, sería inmoral intentarlo. Sin embargo, las redes
sociales sí que permiten normalmente acceder a una parte anónima y pública de los datos
que se generan en ellas. Y estos datos pueden dar información extremadamente valiosa
sobre la psicología humana.
De hecho, las redes sociales más importantes suelen proporcionar lo que los
informáticos llaman APIs (siglas de la expresión anglosajona Application Programming
Interface), protocolos por los cuales otros programas pueden interactuar con ellas para
extraer datos, procesarlos, o darles un nuevo formato. Mediante estas APIs, los
investigadores pueden intentar extraer de la red social algunos tipos de información y
convertirlos a un formato que después puedan utilizar cómodamente en sus
investigaciones para responder a cuestiones de interés psicológico o social (véase
Garaizar y cols., 2012). Por ejemplo, recientemente Reips y Garaizar (2011) han
diseñado una aplicación informática públicamente accesible que permite a los usuarios
hacer búsquedas de términos concretos en los micromensajes que circulan por Twitter y
ver cuál es su distribución geográfica en un momento determinado, o incluso cómo va
cambiando esta distribución a lo largo de un lapso de tiempo. Es decir, esta herramienta
permite ver cómo se van propagando ideas, conceptos, y sentimientos por Twitter. Si un
investigador quiere comprobar cómo se ha propagado una idea por la red (p. ej., después

169
de su difusión inicial por un medio de comunicación) o ver si la distribución de dos
conceptos (p. ej., “crisis” y “Grecia”) está correlacionada en una región y en un
momento determinado, puede hacerlo fácilmente con esta aplicación.
Los millones de datos que proporcionan las redes a través de las APIs pueden
utilizarse para responder a preguntas que han intrigado a los psicólogos durante décadas.
A modo de ejemplo, con el auge de la psicología evolucionista, los investigadores han
estado cada vez más interesados en determinar qué diferencias existen entre hombres y
mujeres y si estas diferencias pueden estar relacionadas con la historia evolutiva del
género humano (para una introducción al tema, véase Pinker, 1997). Es muy posible que
hombres y mujeres hayan tenido que afrontar problemas diferentes a lo largo de su
desarrollo evolutivo y que las estrategias que han adoptado para ello hayan dado lugar a
importantes diferencias psicológicas que se mantienen en la actualidad, incluso si carecen
ahora del sentido evolutivo que tenían en sus orígenes. En efecto, los psicólogos han
visto que hombres y mujeres difieren marcadamente en algunas cuestiones relacionadas
con la búsqueda de pareja y el cuidado de los niños. Por ejemplo, se ha observado que
hombres y mujeres difieren en cuanto a las situaciones que les provocan más celos (Buss
y cols., 1992). Los celos en las mujeres son más intensos si sospechan que sus parejas
podrían estar enamoradas de otra mujer que si sospechan que sus parejas tienen
relaciones sexuales con otras mujeres. Sin embargo, en el caso de los hombres parece
suceder lo contrario. De la misma forma, los hombres tienden a fijarse más en el
atractivo físico y la juventud de sus parejas, mientras que las mujeres se fijan más en el
estatus social y económico (Buss, 1989).
¿Qué mejor lugar que los sitios de encuentro para estudiar estas diferencias? En la
vida cotidiana es muy difícil medir cuáles pueden ser las variables que determinan si dos
personas se sienten atraídas, pero en la Red no. En las redes de encuentros, la
información que tiene una persona sobre otra es limitada y está públicamente accesible.
De modo que podemos registrar todos los datos que tiene una persona en su perfil e
introducirlos como predictores de la decisión de los observadores de pedirle una cita.
Además podemos tener datos de miles de este tipo de decisiones tomadas a su vez por
miles de personas de uno y otro sexo y de diferentes ubicaciones geográficas. Utilizando
este tipo de datos Hitsch y colaboradores (2010b) realizaron un estudio que se basaba en
las decisiones de nada menos que 22.000 usuarios de una red de encuentros. Entre otras
cosas, confirmaron parte de las predicciones de la psicología evolucionista, como por
ejemplo, que efectivamente las mujeres tienden a dar más peso al estatus económico de
sus potenciales parejas que a su atractivo físico. También observaron que tanto hombres
como mujeres tendían a sentirse más atraídos por personas que se les parecían (en edad,
altura, raza, ideas políticas…). Se pueden hacer estudios similares a este en un
laboratorio tradicional, pero tendrían que ser estudios basados en juicios hipotéticos sobre
lo que harían los participantes si se encontraran en esa situación. Por ejemplo, se podría
presentar a cada participante datos de una serie de personas y que estimara en una escala
del 1 al 10 si las encuentran atractivas o no. Pero un estudio como este, con 22.000
participantes y basado en decisiones reales (no en juicios hipotéticos), hoy por hoy, solo

170
puede hacerse en Internet y con este tipo de metodologías.
Resulta sorprende lo fácil que puede ser utilizar las redes sociales adecuadas para
responder a preguntas científicas de interés. En un ejemplo relacionado con el anterior
Lee y colaboradores (Lee y cols., 2008) se preguntaron si nuestra sensibilidad a la belleza
ajena puede verse influida por nuestro propio atractivo. Solo hace falta echar un vistazo a
las parejas que vemos a nuestro alrededor para comprobar que las personas atractivas
suelen tener parejas también atractivas, mientras que las menos agraciadas tienen parejas
también menos atractivas. Al parecer, los cuatros van con los cuatros y los ochos van
con los ochos. Son varias las explicaciones para este patrón; la más plausible entiende la
búsqueda de pareja como una cuestión de oferta y demanda: cada persona intenta
“comprar” lo mejor que hay en el mercado con el “dinero” que tiene. Todos aspiramos a
tener una pareja atractiva dentro de nuestras posibilidades, y cuanto más mejor, y este
mecanismo actuando por ambas partes acaba dando lugar a parejas de belleza similar. La
pregunta que se hicieron Lee y colaboradores es, dado que una persona poco atractiva
probablemente tiene una pareja igualmente poco atractiva, ¿es posible que esto altere su
percepción de la belleza? ¿Puede suceder que ésta se ajuste de tal forma que empiece a
ver a las personas igual de atractivas que su pareja como más atractivas de lo que
realmente son? Y viceversa, ¿percibirá a las personas más atractivas como si fueran
menos atractivas en realidad? La primera respuesta que se nos viene a la cabeza
probablemente sea un no rotundo. Y efectivamente esto es lo que estos investigadores
encontraron: que nuestra forma de evaluar la belleza en los demás no cambia como
resultado de nuestro atractivo físico. Lo interesante es que para obtener este resultado
recurrieron también a una red social llamada HOTorNOT.com, en la que los usuarios
cuelgan fotos suyas y los demás les ponen nota y pueden contactar con ellos si lo desean.
Dar respuestas claras a la pregunta que se planteaban los investigadores es fácil cuando
uno dispone de 2.386.267 decisiones de 16.550 personas sobre el atractivo de un sinfín
de fotos de otras personas.
Por supuesto, los datos que generan las redes sociales pueden utilizarse también
con intereses que van más allá de la mera curiosidad científica, para bien o para mal de
los usuarios y de la población general. Por ejemplo, cualquier marca comercial interesada
en tener información rápida sobre su imagen pública solo tiene que acudir a las bases de
datos de una red social como Twitter para ver qué se está diciendo sobre ella. En un
estudio reciente, Jansen y colaboradores (2009) encontraron que aproximadamente un
20% de los tweets que se publican contiene información sobre alguna marca comercial.
Utilizando un algoritmo automático que clasificaba los mensajes según su tono
emocional, fueron capaces de observar que aproximadamente el 20% de estos mensajes
contenía información afectiva, el 50% de ellos contenía información positiva y el 35%
información negativa. Según las conclusiones de otro estudio relacionado, hasta se
pueden predecir los cambios en el volumen de ventas de una firma prestando atención a
lo que se comenta sobre ella en la Red (Davis y Khazanchi, 2008). Si las empresas
utilizan esta información de forma eficiente, pueden detectar rápidamente si una
determinada campaña comercial está funcionando o si entre la población se está

171
propagando una imagen negativa. También pueden detectar si los usuarios están
insatisfechos con un producto antes de que se formalicen las quejas y se deteriore su
imagen pública. Seguramente, este tipo de metodologías empezará a usarse asiduamente
en los estudios de mercado que se realicen a partir de ahora. Y no resulta extraño pensar
que estas técnicas puedan utilizarse también en campañas electorales para sondear y
cambiar la imagen de un determinado candidato. En un futuro muy cercano es posible
que la elección del próximo presidente o el hundimiento de las acciones de una compañía
en la bolsa dependan de cómo se utilice la información disponible en Internet y las redes
sociales. El dominio efectivo de los aspectos psicológicos de la Red podría acabar
cambiando la sociedad en la que vivimos.

172
6
Conviviendo con androides y robots

Paro, la foca robot, parece un peluche pero mueve la cabeza y los ojos en respuesta a las
caricias, reconoce con cariño la voz de las personas con las que interactúa. Está siendo
utilizada como robot de compañía, especialmente apreciada en residencias de ancianos.
Las personas con enfermedad de Alzheimer son particularmente cariñosas con Paro. Se
abrazan a ella y le cantan o le cuentan cosas. Dicen encontrarse mejor y se relacionan
más unos con otros tras la introducción de Paro en las residencias. También los niños la
adoran (Shibata y cols., 2004; véase Figura 6.1).
Revisando en detalle las investigaciones publicadas sobre Paro observamos que a
veces no utilizan grupo de control (p. ej., Wada y Shibata, 2007), y que otras veces los
resultados obtenidos no permiten realmente mostrar diferencias claras entre el grupo que
interactuaba con Paro y el grupo que interactuaba con un robot control (Shibata y cols.,
2004), o con un Paro desactivado (Wada y cols., 2008), por lo que no podemos saber
cuál es exactamente el potencial terapéutico de Paro, ni si el robot elegido como control
resultó ser también terapéutico. Ni siquiera podemos estar seguros de que el supuesto
componente terapéutico exista si comparamos a Paro con otras terapias, quizá más
efectivas. No entraremos pues en sus propiedades terapéuticas, pero no cabe duda de
que a los usuarios les gusta interactuar con este simpático bebé de foca y no solo con él,
sino con muchos otros que van haciéndose cada vez más habituales en nuestras vidas.
Utilizamos a Paro para introducir el capítulo porque nos gusta. Y porque, al menos en lo
referente a los autoinformes y verbalizaciones, parece que los usuarios tienen interés en
seguir interactuando con él. Comercialmente es un éxito.

173
Figura 6.1. Página web de Paro, la foca robot (http://www.parorobots.com/). Consulta realizada el 10 de agosto
de 2011.

La idea tras este peluche robótico es que las mascotas son beneficiosas para
enfermos y ancianos, les ayudan a reducir sus niveles de estrés y a sentirse mejor, pero
sin embargo, y como es lógico, enfermos y ancianos no suelen normalmente estar en
condiciones de cuidar a perros o gatos. El problema es claro y la solución es sencilla: una
mascota robot hace compañía y no necesita cuidados. ¿Por qué una foca? La respuesta a
esta pregunta es importante, y aquí es donde nos adentramos ya de lleno en las
cuestiones psicológicas de la interacción con robots que queremos abordar en este
capítulo. Paro no es, ni mucho menos, el robot más interesante de los que podemos
encontrar hoy en día interactuando con humanos. Pero nos sirve para introducir muchos
de los temas que en este capítulo queremos abordar. El de cuál debe ser el aspecto
(exterior e interior) del robot es, sin duda, uno de ellos. Pero vayamos por partes. ¿Cuál

174
es el estado actual de los robots?

6.1. Androides y robots en los albores del siglo XXI

No hay consenso a día de hoy entre los desarrolladores de robots en cuanto a cómo
definirlos. Muchos investigadores los definen idealmente como “máquinas de ingeniería
capaces de sentir, pensar y actuar” (Lin y cols., 2011, p. 943). Normalmente este tipo de
definición incluye también el movimiento del robot, o de alguno de sus elementos (p. ej.,
un brazo o una rueda), pero por otro lado esta definición no implica que el robot deba ser
electromecánico. Deja abierta la puerta a los numerosos robots virtuales y de software
que abundan en el mundo actual, siendo finalmente la capacidad de pensar y la capacidad
de interactuar con los humanos lo que normalmente resume más claramente qué aparatos
o programas son considerados robóticos y cuáles no. Cuando además de todo esto el
robot tiene apariencia humana suele llamarse androide, y también robot antropomórfico.
La foca Paro, por tanto, no sería un robot si tenemos en cuenta que no es capaz
de pensar, aunque es verdad que muchos la consideran robot porque interactúa
estupendamente con personas, lo que nos da idea de la disparidad de criterios que
podemos encontrar. Nuestros amigos robóticos de las redes sociales, en cambio, cumplen
generalmente bastante bien el criterio para ser llamados robots, incluso robots
antropomórficos, dado el antropomorfismo psicológico de la mayoría de ellos (véase
Figura 6.2). Aunque muchos no tengan cuerpo físico, sino únicamente virtual, o tengan
aspecto totalmente robótico, su personalidad y la forma de relacionarse tiende a imitar y
a confundirse con la de los humanos. En general estos robots aprenden, piensan y se
relacionan bien a través de la Red.
Fue Allan Turing el primero en preguntarse, en 1950, si las máquinas podrían llegar
a pensar alguna vez. Ideó un test para poder contestar a la pregunta. Cuando una
máquina fuera capaz de engañar a un ser humano haciéndose pasar por otro ser humano,
tendríamos que reconocer que esa máquina es capaz de pensar. El famoso test de Turing
lo realizan actualmente muchas máquinas. Que pasen la prueba o no suele depender de la
cantidad de tiempo que interactuemos con ellas y de muchos otros factores. Existe un
premio anual, el premio Loebner, para aquellos robots que mejor se hagan pasar por
humanos en un chat por ordenador. El lector interesado puede consultar el sitio web
oficial del premio (Loebner, s/f), donde encontrará enlaces a los mejores robots de
conversación de los últimos años y podrá pasar un rato entretenido charlando con alguno
de ellos.
Uno de los primeros programas de inteligencia artificial que sorprendió al mundo
por su capacidad de simular ser una persona fue ELIZA (Weizenbaum, 1966). ELIZA era
(es) un robot de conversación, o chatterbot (se conocen como chatterbots, o bots, los
programas de inteligencia artificial que generalmente carecen de cuerpo físico, pero que

175
se comunican adecuadamente con humanos). Simula ser un psicoterapeuta no directivo y
escucha atentamente a su paciente, animándole a seguir hablando y a desahogarse. A
modo de ejemplo, si el paciente empieza a contarle una disputa que tuvo el día anterior
con su padre, es probable que ELIZA diga algo parecido a “cuénteme algo más de su
padre” o “¿suele discutir a menudo con su padre?”. Ante los silencios del paciente,
ELIZA dirá cosas como “por favor, siga hablando” o “comprendo”. Es un programa que,
especialmente teniendo en cuenta la época en la que fue creado, es bastante
impresionante. El lector interesado podrá encontrar numerosas versiones de ELIZA en
Internet, y puede pasar un rato entretenido conversando con ella, aunque suele ser
conveniente recordar que el programa funciona mejor si asumimos el papel de paciente.
En cualquier caso, hoy en día resulta sin duda más interesante charlar con alguno de sus
descendientes, especialmente con ALICE (Artificial Intelligence Foundation, s/f), uno de
los mejores bots de conversación existentes actualmente, ganador por dos veces del
famoso premio Loebner.
En general, hay cada vez más robots capaces de aprender de manera autónoma.
No vienen programados de fábrica con conocimiento innato, sino con capacidad de
aprender, como los bebés humanos o las crías de cualquier especie animal (p. ej.,
McClelland y Rumelhart, 1988; Meltzoff y cols., 2009; Sutton y Barto, 1981; véase
Cobos, 2005, para una buena revisión en castellano de los mecanismos de aprendizaje
que utilizan estos algoritmos). El estudio del aprendizaje en humanos y animales ha sido
uno de los temas clásicos de investigación psicológica y a lo largo de la historia se han
desarrollado diversos modelos matemáticos del aprendizaje (p. ej., Rescorla y Wagner,
1972). Estos modelos matemáticos pueden utilizarse hoy en día para simular el
aprendizaje en un ordenador, es decir, para desarrollar programas que aprenden. Lo que
aprendan estos robots dependerá, en buena medida, del ambiente en el que les toque
desenvolverse y de las personas y robots y animales con los que interactúen,
exactamente igual que nos ocurre a nosotros y a los demás animales: según nuestras
vivencias aprenderemos unas cosas u otras.
Aprenderán (aprenden) también estos robots en Internet, al igual que nosotros.
Para hacernos una idea de la situación, ya en 1999 se registró el primer robot que, tras
aprender cómo moverse en una determinada zona geográfica, enseñó después por
Internet a otro robot a comportarse de manera similar (Warwick, 2004). Hoy en día, por
supuesto, los robots siguen usando la Red para aprender. Utilizan también las redes
sociales y han sido capaces de infiltrarse en Twitter durante un concurso para robots,
engañando a los usuarios, haciéndose pasar por humanos, y obteniendo numerosas
respuestas a sus tweets (Giles, 2011).
Antes de que nos demos cuenta empezaremos a encontrar habitualmente robots en
los hogares, los aeropuertos, los comercios, escuelas, geriátricos, hospitales, farmacias,
Internet… (p. ej., Koedinger y Aleven, 2007; Meltzoff y cols., 2007). Si la carrera
robótica lleva el mismo ritmo que siguió la introducción del ordenador personal o la
llegada de Internet, podemos estar seguros de que estamos ya en ese momento en que la
tecnología está preparada y solo falta una pequeñita explosión para que su utilización se

176
generalice a todos los estratos de la sociedad occidental. Tal y como han puesto de
manifiesto diversos autores (p. ej., Lin, y cols., 2011), va a ser tan rápido que mejor será
que nos hayamos hecho antes algunas preguntas importantes; preguntas que aún parecen
de ciencia ficción, pero que ya se hacen los psicólogos, ingenieros y militares que
trabajan hoy en día en la construcción de robots. Conviene que los demás empecemos
también a pensar en cómo nos afecta todo esto, pues los robots están ya aquí y nos
interesa preguntarnos cómo queremos que sean, qué queremos que hagan, cuánta
responsabilidad queremos darles y qué queremos seguir haciendo nosotros
personalmente.
Países como Japón anticipan un futuro cercano en que el que, dado el progresivo
envejecimiento de la población, no tendrán mano de obra y tendrán que dar trabajo en
masa a los robots (en el país de la tecnología uno de cada 25 trabajadores es ya, hoy, un
robot; véase Lin y cols., 2011). De hecho, la etimología de la palabra tiene que ver
precisamente con esto, con que sean mano de obra. Según el Diccionario de la Real
Academia Española, la palabra robot viene del checo, robota, que significa trabajo,
prestación personal. Fue el dramaturgo checo Karel Čapek el primero en utilizar el
término en la obra RUR (véase Peirano y Bueno, 2009). Pero los robots serán además,
en un futuro muy próximo, los cuidadores por excelencia en los hogares, atendiendo a
ancianos y niños mientras el pequeño porcentaje de población activa mantiene el sistema
productivo en marcha (junto con otros robots, claro). Estados Unidos avanza también
claramente en la construcción de robots, aunque en este caso uno de los principales
objetivos es militar, para matar personas, no para cuidarlas (Sawyer, 2007). Y no es solo
Estados Unidos. Hay más de 40 países que a día de hoy cuentan con robots militares
(Lin y cols., 2011). Asusta. Recuerda un poco a la película Terminator, donde el
programa que acaba apoderándose del mundo fue diseñado originalmente con propósitos
militares. Según la historia, Skynet tenía que haber tomado consciencia de sí mismo el
pasado 19 de abril de 2011. Ha habido suerte, pero necesitamos pensar ya mismo en las
implicaciones de todo esto.
Junto a estos dos extremos de robots cuidadores y robots militares es fácil imaginar
robots profesores, policías, terapeutas, enfermeras o cocineros, por nombrar solo unos
pocos (estos últimos, por cierto, son ya multitud, pero afortunadamente no han logrado
aún arrebatar a los humanos las famosas estrellas Michelin; quizá solo sea cuestión de
que hagan unas buenas prácticas con Adriá, Aduriz, Atxa, o algún otro de nuestros
excelentes cocineros, para que logren incorporar a sus habilidades culinarias los aspectos
psicológicos de la gastronomía que les permitirían dar el gran salto).

177
Figura 6.2. Perfil de Facebook de Pepexan Muncyt, el robot que trabaja como guía en el Museo Nacional de
Ciencia y Tecnología (MUNCYT). Como podemos observar, amigos no le faltan. Consulta realizada el 10 de
agosto de 2011.

6.1.1. Algunas preguntas que debemos hacernos

El aspecto de un robot no es, como es lógico, lo único a tener en cuenta ni lo único que
los psicólogos que trabajan en los grandes centros de robótica a nivel mundial están
investigando. Cuando hablamos del aspecto que deben tener los robots, además, nos
referimos tanto al aspecto externo como al aspecto interior, su personalidad, su simpatía,
su seriedad, su mayor o menor extraversión o timidez. ¿Qué hace a un robot adorable?
¿Qué lo hace temible? Ejemplos de ambos tipos de robots no faltan en la ciencia ficción.
¿Cuál de los dos tipos queremos para unas tareas o para otras y cómo lograrlos? ¿Qué
ingredientes deben poseer?
Pensemos en los robots que usan Internet. ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a

178
relacionarnos con ellos? ¿De qué depende? ¿Es mejor que se hagan pasar por humanos o
preferimos que nos digan directamente que son robots? ¿Es mejor que nos muestren una
fotografía humana o es mejor que nos muestren su propia fotografía, como hace nuestro
amigo Pepexan Muncyt (véase Figura 6.2)?
¿Y aquellos que andan por las redes sociales sin un cuerpo físico? ¿Preferiríamos
en ese caso que tomaran forma humana esos avatares virtuales habitados por robots de
conversación? ¿O es mejor que se muestren ante nosotros como robots virtuales? Son
robots de conversación que pueden tomar, en principio, cualquier forma, incluso a
demanda, siendo hombre blanco y maduro con un usuario y simultáneamente mujer
negra y joven mientras charlan con otro usuario. En principio todo lo que veamos a
continuación sobre la ética, el aspecto, la personalidad de los robots, se aplica tanto a los
robots virtuales como a los que tienen un cuerpo físico.
¿Y qué podemos decir de su personalidad? ¿Estaríamos dispuestos a relacionarnos
únicamente con un robot sumiso y servicial que hiciera todo lo que le ordenáramos o
preferiríamos uno más independiente que nos diera su opinión y con el que pudiéramos
conversar de tú a tú? ¿Contaríamos nuestros secretos antes a un robot que a una
persona? ¿En qué casos? ¿Cómo debería ser un robot psicoterapeuta? (¿Qué es lo que
hace, por cierto, terapéutica a la terapia? –esto, a modo de inciso, y como luego
veremos, será otra cuestión que necesitaremos resolver, adicional a la del aspecto y
personalidad del robot, antes de lograr que el robot psicoterapeuta pueda funcionar
adecuadamente).
¿Cómo reaccionamos al enterarnos de que alguien con quien estamos charlando en
Internet es un robot? ¿Nos dejaríamos aconsejar en la compra del automóvil familiar por
un robot experto de los que empieza a haber ya en muchos comercios virtuales, sin
forma humana predefinida (excepto por la apariencia de un dibujo animado o una
fotografía), pero que atesoraran todo el conocimiento disponible en el mundo acerca de
los automóviles o de cualquier otro tema?
¿Trataríamos de engañar al robot a la hora de cerrar el trato? ¿Deberá su
constructor dotarlo con instinto antifraude para evitar tentaciones? ¿O será el robot el que
tratará de engañarnos a nosotros con tal de lograr un trato ventajoso para su jefe?
¿Desconfiamos de los robots? ¿Qué decir de los robots militares que construyen los
ejércitos? ¿Pueden llevar incorporado el mismo código ético que los robots cuidadores?
Pensémoslo. ¿Queremos que los robots, en general, tomen decisiones morales? ¿O solo
algunos robots? ¿Y si llegara el día en que pudiéramos ocupar un cuerpo robótico, estilo
Robocop, aunque fuera de forma simulada y a través de Internet, ¿lo haríamos? ¿Podría
servirnos para ponernos en el lugar de otros?
Pero hay más. ¿Qué uso queremos hacer de ellos? ¿Queremos que hagan nuestras
tareas más mecánicas? ¿O también las más creativas? ¿O tal vez incluso que piensen por
nosotros en determinadas situaciones? Y si algún día podemos concluir que los robots
piensan o sienten como nosotros (o de manera comparable), ¿qué derechos morales
tendremos hacia ellos?
Todas estas preguntas podemos agruparlas en dos grandes bloques. Por una parte,

179
¿cómo queremos que sean los robots? (tanto en cuando a su ética, como en cuando a su
aspecto y personalidad). Por otra, qué implicaciones tiene para nosotros, humanos, que
haya robots ahí fuera: cómo podría cambiar nuestra propia percepción del mundo y
nuestras decisiones, cómo podría cambiar nuestro sentido de la responsabilidad, y qué
derechos morales tendríamos hacia ellos. Intentaremos abordar algunas de estas
preguntas a lo largo de este capítulo.

6.2. Roboética

Fue el genial escritor de ciencia ficción Isaac Asimov el primero en vislumbrar la


necesidad de implantar en todo ser robótico unas normas éticas que salvaguardaran a los
seres humanos de los posibles errores, ataques y superioridad de los robots (y de las
personas que los manejan). Las tres leyes de la robótica, postuladas inicialmente por
Asimov en los años cuarenta, han servido de inspiración para numerosas novelas y
películas en las que robots y humanos se enfrentan a complicados dilemas éticos y
situaciones que no siempre acaban bien. “No harás daño a un ser humano ni por inacción
permitirás que un ser humano sufra daño”, es la primera ley de la robótica. “Obedecerás
las órdenes de los humanos, excepto cuando esto contradiga la primera ley” es la segunda
ley. Por último, “protegerás tu propia existencia excepto cuando esto contradiga la
primera o la segunda ley” es efectivamente la tercera ley de la robótica (Asimov, 1950).
Parecen de sentido común estas tres leyes pero ya el propio Asimov anticipó en muchos
de sus relatos las lagunas que dejan sin resolver y las conflictivas situaciones reales que
podrían plantearse. Ideó también a la Dra. Susan Calvin, primera robotpsicóloga de la
historia, y a la que ciertamente no faltaba trabajo en aquellas obras. Con frecuencia
resultaba imposible mantener a los robots a salvo de los innumerables conflictos éticos a
los que debían hacer frente, siendo probablemente uno de los dilemas más terribles aquel
en el que el pobre R. Giskard Reventlov comprende en Robots e imperio (Asimov,
1985) que la humanidad es más importante que la primera ley. Deberá matar a un ser
humano para poder salvar a la humanidad, pero violar la primera ley supondría su propio
sacrificio…
En la vida real se pueden plantear, y se plantearán, seguro, numerosos problemas
éticos del estilo de los que describió Asimov. Pero ni siquiera es necesario plantear casos
complejos como estos para anticipar los problemas con los que nos encontraremos
dentro de muy poco tiempo. Empezando por algunos casos más mundanos e inmediatos,
sería relativamente fácil, por ejemplo, para un experto en informática hackear un
programa determinado, entrar en unas instalaciones o entrar en la mente de un robot vía
Internet, y convencerle para que abra la puerta de la casa o que escanee determinados
documentos. Las instalaciones del Pentágono son muy seguras, pero en un futuro muy
próximo se tratará de robots cuidando bebés y casas particulares y escuelas y consultas

180
médicas en cualquier barrio de cualquier ciudad. Es sabido además que la gente no suele
preocuparse por las medidas de seguridad de sus sistemas informáticos (p. ej., Kumar y
cols., 2008), por lo que parece que la posible vulnerabilidad de estos robots caseros será,
en principio, elevada. Siempre habrá gente con los conocimientos técnicos necesarios
para hacer que los robots actúen contra su propia programación, o para convencer al
robot para que deje entreabierta la puerta de la casa.
En un escenario un poco menos intencionado, sería también bastante plausible
imaginar un robot que falla a la hora de reconocer la cara del padre del niño que está
cuidando porque justo ese día el padre viene mal afeitado y con gorro y gafas de sol.
Reconocer caras es muy difícil y el robot puede fallar. El robot decide, en consecuencia,
no dejar entrar al padre. ¿A quién responsabilizamos en este caso, al ingeniero que hizo
un robot imperfecto, al padre que cambió de aspecto y no se acordó de que el robot tenía
limitaciones, a la empresa que lo vendió sin especificar hasta dónde exactamente era
posible cambiar de aspecto sin causar problemas? Situaciones como esta serán comunes
en los juzgados. ¿Hasta qué punto se trató de un fallo del robot, que actuó por debajo de
lo que podía esperarse, o fue un fallo del padre, que esperó del robot más de lo que era
razonable?
Y por supuesto, el robot, qué duda cabe, puede encontrarse en la vida real ante
complicados dilemas éticos como los que anticipó Asimov, especialmente si tenemos en
cuenta el número de robots militares con los que cuentan ya, y contarán en el futuro, la
mayoría de los países. No debería extrañarnos por tanto que muchos gobiernos e
instituciones empiecen ya a reconocer la necesidad de acordar entre todos una ética
robótica (Sawyer, 2007). A día de hoy proliferan los congresos y encuentros
internacionales para discutir problemas de “roboética” (p. ej., IEEE, 2011) y se publican
cada vez más ensayos y discusiones filosóficas sobre los códigos éticos que deberíamos
implantar en el cerebro robótico (véase, p. ej., Lin y cols., 2011; Wallach y Allen, 2009).
Los psicólogos tenemos mucho que aportar en este campo, sobre todo mucho que
hacer, muchos experimentos por hacer. Se están haciendo ya algunos, pero empieza a ser
bastante urgente ampliar el campo de investigación del razonamiento moral a nuestra
relación con los robots, pues las posibilidades y caminos que se abren ante nosotros
realmente lo demandan.
Empecemos a pensar en serio en posibles experimentos psicológicos que
podríamos hacer para anticiparnos a estos problemas y adelantar soluciones. Podemos
pensar por ejemplo en el conocido dilema moral en el que el maquinista de un tren viaja
sin frenos y debe decidir rápidamente entre continuar por la vía por la que está yendo, y
atropellar a cinco operarios que están trabajando en mitad de la vía, o cambiar
rápidamente de vía, pero en ese caso atropellará a un peatón que empieza a cruzar en ese
preciso instante. Cuando este dilema se plantea a personas, la respuesta es clara (véase
Greene y cols., 2003). La gran mayoría eligen cambiar de vía. Es terrible que muera una
persona pero si no cambiamos de vía morirán cinco. No hay mucho espacio para la
duda.
Existe sin embargo una variante de este dilema ferroviario, en la cual el tren circula

181
vacío y sin maquinista, y el sujeto experimental debe imaginar que observa la escena
desde lo alto de un puente. El tren pasará bajo el puente en un momento, y si continúa
por la vía por la que está circulando atropellará a cinco operarios, como en el caso
anterior. En este caso no existe la opción de una segunda vía a la que desviar el tren.
Pero junto al sujeto experimental se encuentra en el puente un hombre grande, sentado
en el pretil, observando la escena. El participante del experimento sabe que un pequeño
empujón suyo será suficiente para que el hombre caiga a la vía. Morirá un hombre,
descarrilará el tren, y se salvarán los cinco operarios. En términos numéricos el problema
es idéntico al anterior. Si fuéramos un ordenador, lógico, frío y racional, deberíamos
responder exactamente igual a los dos problemas. Pero no lo somos. La mayoría de las
personas no hacemos nada en esta segunda condición del experimento. Dejamos que el
tren siga adelante y mate a los cinco operarios (Greene y cols., 2003). La diferencia
fundamental es que en la situación previa la persona muere como efecto colateral de
salvar a alguien, mientras que aquí se trata de matar a alguien como medio para salvar a
otros. La mayoría de las personas no somos capaces de hacer algo así. Está en nuestros
genes.
La pregunta es, ¿qué haría un robot? O más bien, ¿cómo querríamos que se
comportara el robot antes de permitirle salir al mercado? ¿Queremos que sea lógico y
racional, como correspondería en principio a un robot estándar, y que haga el cálculo de
cinco contra uno que hacemos nosotros en el primer escenario también en el segundo?
¿O preferimos que sea sensible a las diferencias entre ambos escenarios y que en el
segundo reaccione emocionalmente como nosotros hacemos y se quede horrorizado –y
paralizado– viendo lo que está a punto de suceder?
¿Queremos proporcionarle empatía, humanidad, emociones, aún a riesgo de que
esto le haga ser más débil ocasionalmente? Existe una gran discusión actualmente sobre
el papel de las emociones en la toma de decisiones. Tradicionalmente se había pensado
que las decisiones cuanto más frías y calculadoras fueran serían mejores. Pero sin
embargo la evidencia está mostrando que a menudo el componente emocional es
necesario para poder tomar decisiones rápidas, acertadas y adaptativas (Damasio, 1994,
Dijksterhuis y cols., 2006). Tomando prestado el ejemplo de Jonah Lehrer (2009) en su
brillante exposición de este problema, ¿cómo podríamos decidir entre los cientos de
cereales para el desayuno que se muestran en la estantería del supermercado si no
contáramos con emociones para saber cuál nos gusta más? Sin emociones estaríamos
perdidos, tendríamos que comparar todos y cada uno de los factores de cientos de
marcas, sus nutrientes, sabores, precio, tamaño, con chocolate, sin chocolate, más fibra,
menos fibra, más azucarados, menos… cada una de estas pequeñas y triviales decisiones
del día a día resultaría absolutamente desbordante. Las decisiones un poco más serias
nos bloquearían totalmente. ¿Cómo podríamos comprar un automóvil comparando
tamaño, velocidad, precio, maletero, combustible, frenos, iluminación, potencia, tracción,
tapicería, etc., en cientos de modelos diferentes? ¿Y si después de poner todos los
factores de más de 100 vehículos en una hoja de cálculo maravillosa resulta que sale
vencedor en prestaciones justo aquel modelo tan espantoso que llevaba el otro día el

182
trepa de la oficina, envidioso donde los haya, que nos ha puesto la zancadilla tantas
veces? ¡Ni hablar! ¡Sería una de nuestras peores decisiones y jamás lograríamos estar
satisfechos con la compra! ¿Queremos realmente que los robots tengan que hacer el
cálculo perfecto o preferimos que se dejen llevar por sus emociones hasta cierto punto?
(y en ese caso, ¿hasta qué punto?). Recordemos además que el hecho de que los robots
tengan o no emociones va a afectar no solo a la rapidez y eficacia de sus decisiones en
general sino también a su razonamiento ético y moral. No deberíamos dejar esta cuestión
en manos del azar o de los intereses comerciales de las empresas de robótica.
En cualquier caso, existen cada vez más argumentos para el desarrollo de un
sistema emocional en los robots. Por una parte, como veremos a continuación, nos será
mucho más agradable a los humanos relacionarnos con un robot más emotivo, que tenga
una mayor capacidad de empatía para ponerse en el lugar del otro. Por otra, como
estamos viendo, resulta difícil emular la inteligencia humana y la capacidad humana de
relación social y de tomar decisiones rápidas, intuitivas y adaptativas, sin emular el
sistema emocional. De hecho, es en esta dirección de desarrollo emocional en la que más
está avanzando recientemente la construcción de los robots (Arbib y Fellous, 2004;
Brave y cols., 2005; Maria y Zitar, 2007; Muramatsu y Hanoch, 2005). Pero no
deberíamos olvidar que si dotamos de emociones al robot también existe la posibilidad de
que se quede inutilizado en las mismas situaciones en las que a veces nos paralizan
también a nosotros las emociones, como puede ser el caso de unos padres que aún
estando convencidos de la necesidad de castigar a su hijo y de no proporcionarle todos
los caprichos del mundo olvidan sus principios cada vez que el chiquillo hace uso de las
lágrimas o de su mejor sonrisa para conseguir lo que desea. Un robot con componente
emocional en la toma de decisiones podría ser quizá poco fiable en algunas situaciones,
podría no servirnos como robot soldado, quizá tampoco como policía o como juez, y
podría, si no controlara adecuadamente sus emociones, tener problemas en otras
profesiones, tales como la de médico, educador y muchas otras. Pero es posible que
mereciera la pena, teniendo en cuenta todo lo que ganaríamos a cambio. Como luego
veremos, solo sería necesario que el robot incorporara un módulo de aprendizaje para
que, al igual que los humanos, pudiera ser entrenado para controlar sus emociones
cuando fuera necesario. De momento es importante que vayamos pensando cómo
queremos que sean.
Deberemos tener también cuidado con el cálculo deliberado y excesivamente frío
en la toma de decisiones, no solo porque pueda resultar poco eficiente, sino también
porque cada vez está más claro que puede dar lugar a comportamientos peligrosos desde
el punto de vista ético (Zhong, 2011). De una forma o de otra las personas reaccionamos
ante el escenario del tren de forma mucho más humana cuando la decisión es instintiva y
emocional que cuando nos ponemos calculadores. El robot que tomara las decisiones de
manera deliberada y racional tomaría la decisión de cinco contra uno y mataría al hombre
grande que se encuentra sentado en el pretil. Pero si esto vale, ¿qué no vale? Imaginemos
que hay en un hospital una persona que necesita un trasplante de hígado, otra que
necesita un trasplante de corazón y otra que necesita uno de riñón. Matando a una sola

183
persona y extrayendo sus órganos podríamos salvar a tres. Horroriza solo el pensarlo. El
robot cuya toma de decisiones fuera rápida e intuitiva, mediada emocionalmente, no lo
haría, por el mismo motivo por el que nosotros no lo hacemos. Se pondría en el lugar del
otro y evitaría hacerle daño (excepto si hubiera sido entrenado para ello, como lo son los
soldados y terroristas humanos).
Son cuestiones a las que los psicólogos y la sociedad en general no hemos prestado
aún suficiente atención. Filósofos, sociólogos, ingenieros, psicólogos, todos deberíamos
sentarnos a una mesa y trabajarlo, pensarlo, investigarlo. Es evidente que en un
momento en que los robots empiezan ya a ser no solo inteligentes sino también sociables
y emocionables van a surgir pronto problemas de responsabilidad, de confianza, de ética,
de moral; cuestiones legales incluso (Ronald y Sipper, 2001; Wilks, 2005). ¿Qué nivel de
responsabilidad queremos que asuman los robots?
Por muy inteligentes que sean los robots el estar dotados de emociones puede
hacerles tomar decisiones erróneas, como a nosotros… y existe además en este caso el
peligro de que los humanos no nos demos cuenta de que deberíamos vigilar esas
decisiones y nos confiemos en exceso. Algunos investigadores empiezan a preguntarse ya
incluso cómo afecta todo esto a la responsabilidad que asumen las personas cuando
tienen que colaborar en la realización de una tarea con un robot, algo que será muy
frecuente dentro de poco tiempo. Se ha observado, por ejemplo, que cuanto menos
antropomórfico sea el robot y más aspecto tenga de ser una mera máquina más probable
será que el humano asuma la responsabilidad de llevar a buen término la tarea que están
realizando juntos; trabajando con robots antropomórficos, en cambio, los humanos
tendemos más fácilmente a diluir la responsabilidad (Hinds y cols., 2004). Es claro que
cuanto más parecidos sean a nosotros los robots más fácil será que nos sintamos y nos
comportemos con ellos igual que con otros humanos. No deberíamos posponer mucho
más tiempo el debate sobre cómo queremos que sean los robots.

6.3. El aspecto físico del robot

La cuestión del aspecto del robot es muy interesante. ¿Por qué motivo ha de tener Paro
la forma de bebé foca? ¿Por qué no puede ser un perrito, un gato, incluso un bebé
humano? Parece ser que los investigadores probaron al principio otro tipo de robots de
compañía, como perros y gatos, pero los ancianos no los aceptaban igual de bien que a la
foca, conocían demasiado bien los gestos y movimientos de perros y gatos y veían a las
robóticas criaturas como torpes y burdas imitaciones de las mascotas de carne y hueso
(Shibata y cols., 2004). Es curioso pero nos resulta más fácil a las personas aceptar
relacionarnos con un robot si tiene aspecto de bebé foca, del que no sabemos
absolutamente nada, que con uno con aspecto de gato, pues a este último le exigiremos
una calidad mucho mayor y un mayor parecido con su modelo real.

184
Recordemos, no obstante, que los robots no siempre tienen un cuerpo físico y que
no siempre se utilizan, como en el caso de Paro, para ser abrazados y mimados. Quizá
dependiendo del tipo de tarea y actividad en la que deseamos interactuar con el robot, su
aspecto deberá ser diferente. Imaginemos que jugamos a un videojuego contra otro
usuario. ¿Preferimos que el otro usuario sea humano o robot? Y en caso de ser robot,
¿nos gustaría que tuviera forma humana o preferiríamos que no tuviera forma definida?
A este tipo de preguntas intentan hoy en día responder numerosas investigaciones con
objeto de poder perfeccionar la industria, no solo en el sector de los videojuegos sino
también en otras muchas y muy variadas aplicaciones, como la atención al cliente en los
comercios online, los guías de museo (véase Figura 6.2) o los tutores virtuales que
empiezan ya a instalarse en las escuelas.
Es sabido, por ejemplo, que las personas tendemos a contestar preguntas
personales cuando hablamos con los robots comerciales que se emplean cada vez más en
los sitios web, algo que es muy útil para los comerciantes pero ante lo que los usuarios
deberíamos estar alerta para no desvelar demasiados datos personales. Pero sí, la gente
normalmente contesta preguntas personales con más sinceridad cuando se comunica con
un ordenador (incluso con un sistema telefónico de voz interactivo) que cuando responde
a preguntas planteadas por un encuestador humano, tanto cara a cara como por teléfono,
como incluso por medio de los cuestionarios clásicos de lápiz y papel (p. ej., Corkrey y
Parkinson, 2002; Locke y cols., 1992; Turner y cols., 1998). Es un contrasentido, pero
en principio el ordenador nos transmite una mayor sensación de confidencialidad (a pesar
de que, si lo pensamos un poco, sabremos que es un método muy sencillo de entrevista
para que nuestros datos se queden grabados en la base de datos y sean después
procesados y quizás cruzados con otros datos…).
La forma que adopten los robots, tanto en su interior como en su exterior, será por
tanto, bastante determinante, no solo de lo que confiemos en ellos y lo que les contemos,
sino también de si estamos a gusto y decidimos o no volver otro día a charlar con ellos.
Un experimento interesante respecto al aspecto físico que deberían tener los robots es el
realizado por Krach y sus colaboradores (2008). Utilizaron una situación como la que se
muestra en la Figura 6.3, en la que los participantes humanos debían interactuar contra (o
con, puesto que en realidad debían continuamente decidir si colaborar o competir con el
otro “usuario”) un robot antropomórfico, un ordenador personal, un humano y un robot
funcional consistente en un par de brazos de lego que conectados a un ordenador
presionaban las teclas correspondientes durante el juego. Las respuestas de todos estos
contrincantes estaban previamente aleatorizadas y programadas, de modo que el tipo de
respuesta que el sujeto experimental recibía en cada jugada no tenía nada que ver con
quién era su contrincante en cada momento (incluso el contrincante humano era un
aliado del experimentador que simulaba tomar decisiones en cada ensayo pero que se
limitaba sin embargo a seguir la secuencia marcada). Aunque los sujetos no se
comportaron en el juego de manera diferente en función de con quién estuvieran
interactuando (posiblemente debido a las instrucciones que recibieron), lo interesante es
que, como era de esperar, sí dijeron disfrutar más del juego cuanto más humano fuera el

185
contrincante. Como ya vimos en el Capítulo 3, dedicado a los videojuegos, jugar contra
un contrincante humano suele resultar más placentero que jugar contra un ordenador.
Ahora bien, lo interesante de este nuevo experimento es que muestra que incluso ganar al
robot antropomórfico provoca mayores sensaciones placenteras que ganar al ordenador,
algo que teniendo en cuenta la forma en que estaba programado el experimento, solo
podemos atribuirlo al aspecto físico de ambos.
Otros experimentos han mostrado también que los sujetos experimentales sienten
más la presencia humana de un operador cuando éste les habla por medio de un robot
androide controlado a distancia vía Internet que cuando les habla por medio de una
cámara de vídeo u otro sistema de telecomunicación (Sakamoto y cols., 2007). Los
usuarios además tienden a hablar de manera natural con el robot antropomórfico en estos
casos. El rostro está hecho de silicona y contiene numerosos motorcitos, de modo que
muchos de estos robots incluso pueden mover los labios simultáneamente con los del
operador humano que habla a través de ellos para dar así más impresión de presencia
humana. Algunos muestran incluso un significativo índice de contacto visual, lo que
lógicamente facilita la comunicación y la sensación de presencia en el sujeto
experimental. Es fácil imaginar en un próximo futuro este tipo de robots antropomórficos
sustituyendo a las cámaras de vigilancia de los aparcamientos nocturnos, o de las
escuelas, por citar solo unos pocos sitios donde podrían utilizarse.

Figura 6.3. En este experimento el sujeto (S) interactúa con un robot antropomórfico (AR), un ordenador
personal (CP), un contrincante humano (HP) y un robot funcional consistente en un par de brazos de lego que
pulsan las teclas correspondientes en el ordenador (FR). Tomado de Krach y colaboradores (2008).

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Por el momento, uno de sus máximos promotores, y director del trabajo que
describimos, el profesor Ishiguro, de la Universidad de Osaka, en Japón, ha creado un
doble de sí mismo (véase Figura 6.4; Sakamoto y cols., 2007) y lo utiliza, entre otras
cosas, para ver si de esta forma consigue mantener la atención de sus alumnos durante
las clases a distancia. Probablemente no será mejor tener a este robot que a un profesor
de verdad en clase, pero seguro que es mejor que la teleconferencia que se utiliza
tradicionalmente en la enseñanza a distancia. De la misma manera podemos pensar en
cualquiera de las otras aplicaciones para las que suele utilizarse la videoconferencia y nos
damos cuenta de que efectivamente, y a no ser que el precio sea prohibitivo, el poder
disponer de un doble del consejero delegado sentado en la mesa de reuniones y tomando
parte en las discusiones del día siempre será mejor que tener su imagen en una pantalla
de televisión. Estas creaciones de Ishiguro y su equipo no serían considerados en
principio robots si nos atuviéramos a la definición que dimos al principio, ya que quien
piensa es el humano que habla a través de ellos, pero así y todo suelen ser considerados
como robots androides debido al uso que hacen de los gestos, la mirada y la expresividad
para emular la presencia humana.

Figura 6.4. Androides Geminoid junto a sus modelos humanos. Fotografía reproducida con permiso. Geminoid
fue desarrollado por el ATR Hiroshi Ishiguro Laboratory. El Dr. Ishiguro (centro) es ATR Fellow y catedrático de
la Universidad de Osaka, Japón. Geminoid HI-2 (centro) fue desarrollado por el ATR Hiroshi Ishiguro Laboratory.
Geminoid F (izquierda, mujer) fue desarrollada por la Universidad de Osaka y ATR Hiroshi Ishiguro Laboratory.
Geminoid es marca registrada de ATR. Geminoid-DK (derecha, varón) fue desarrollado por Kokoro y Geminoid
Laboratory en la Universidad de Aalborg, Dinamarca, por el Dr. Henrik Scharfe (derecha).

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6.4. La personalidad del robot

Además del aspecto físico, como ya comentamos con anterioridad, es sumamente


importante la personalidad del robot. En este sentido, cuando decimos que un robot es
más o menos antropomórfico no estamos diciendo únicamente que se parece más o
menos a los humanos en su aspecto exterior, sino también en su componente psicológico.
Son muchos los estudios que han mostrado que las personas preferimos interactuar con
robots que se parezcan a nosotros tanto externamente como internamente, incluso en lo
que a comportamiento social se refiere. Por ejemplo, cuanto mayor sea el número de
comportamientos sociales y la capacidad de respuesta de un robot, mayor será el grado
con que los niños desearán jugar y relacionarse con él (Tanaka y cols., 2007). Los
constructores de tutores inteligentes para el ámbito escolar están cuidando hace ya unos
años el aspecto social de sus creaciones (p. ej., Koedinger y Aleven, 2007).
Pero curiosamente algunas investigaciones han mostrado también que el creciente
antropomorfismo psicológico de los robots de charla (que suelen ser los que no tienen
cuerpo físico pero charlan con nosotros vía Internet como si fueran humanos) no
siempre resulta agradable a las personas ¿Hasta qué punto debe un robot de conversación
hacerse pasar por humano? ¿Qué tipo de aspectos deben primar en la personalidad de los
robots? Los constructores de estos robots, está resultando cada vez más claro, deben
cuidar mucho no solo la inteligencia y la capacidad de emular el lenguaje humano en sus
programas, sino también su personalidad.
En un experimento realizado por De Angeli y colaboradores (2001), los
investigadores pidieron a una serie de voluntarios que conversaran con ALICE (Artificial
Intelligence Foundation, s/f), que como ya vimos es uno de los mejores bots de
conversación en la actualidad. Los voluntarios podían instalar el programa en su casa y
probarlo durante una semana mientras se registraban las conversaciones que mantenían
con él. La mayoría de las conversaciones que se registraron fueron correctas y reflejaban
sobre todo curiosidad por parte de los usuarios. Pero lo interesante es que a menudo se
registraban insultos y también expresiones de cortesía. En otras palabras, los usuarios
tendían a tratar a ALICE como si fuera una persona. Y es normal ya que, como veremos
más adelante, todos nosotros tenemos tendencia a inferir e imaginar las intenciones y
sentimientos de las personas (u otros seres) con los que interactuamos. Cuanto más se
parezca a nosotros un robot, por tanto, más propensos seremos a tratarlo como
trataríamos a una persona en situaciones similares.
Según De Angeli y sus colegas (2001), por lo general nos sentimos (y nos gusta
sentirnos) superiores a la máquina. Esperamos y deseamos que el robot nos trate con
respeto y cortesía, y que se comporte incluso de manera sumisa. No queremos herir sus
sentimientos y procuramos tener detalles como despedirnos cuando nos vamos o darle
las gracias cuando se las daríamos a una persona, algo que nunca hacemos con nuestros
ordenadores. Queremos que el robot se muestre servicial y no nos gusta nada que se
coloque en un plano de igualdad con nosotros. Si lo hace nos sentimos ofendidos y

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reaccionamos con agresividad. Deberemos tenerlo en cuenta en su diseño.
Veamos otro experimento realizado también con ALICE (Holtgraves y cols.,
2007). En él se utilizan varias versiones modificadas de ALICE y los participantes son
conscientes de que están charlando con un robot. A pesar de ello, no pueden dejar de
percibir cualidades humanas y personalidad en él. Lo que manipulan los investigadores
son diversas variables que presumiblemente nos afectan en la percepción de la
personalidad de los demás. Y efectivamente observan que existe, por lo general, bastante
acuerdo entre los diferentes participantes a la hora de describir la personalidad de las
distintas versiones de ALICE. Es más, los factores que normalmente influyen en la
percepción de la personalidad de otras personas, como puede ser lo que tarda en
responder, o el hecho de si se dirige al participante por su nombre de pila, influyen
también, como es lógico, en la percepción de la personalidad del robot. Cuando los
robots eran lentos en sus respuestas, los participantes asumían que eran más
introvertidos, cuando eran más rápidos en sus respuestas, asumían que eran más
extravertidos. Además, tal y como indican los propios autores del experimento, varias de
las características que ellos observan que influyen sobre la atribución de una u otra
personalidad al robot, están así mismo imbuidas de factores culturales que es necesario
tener también en cuenta. Por ejemplo, el hecho de que un robot se dirija a nosotros por
nuestro nombre de pila puede ser percibido de manera positiva en el contexto en el que
se realizó la investigación pero podría ser percibido como excesivamente informal y falto
de respeto en otros contextos o culturas.
Realmente lo que se está encontrando en estos experimentos de interacción con
robots es una clara y muy directa extensión de la psicología humana a la psicología
robótica. No son muy diferentes a nosotros los robots y cuanto más similares los
hagamos, más esperaremos que se comporten y piensen y sientan como nosotros. Si algo
afecta a cómo percibimos la personalidad de las demás personas influirá también en
cómo percibimos la personalidad de los robots. Es más, si algún tipo de personalidad nos
resulta más o menos agradable, esto influirá también en cuánto tiempo desearemos
charlar con ese robot. En el caso concreto del experimento de Holtgraves y
colaboradores (2007), el nivel de neuroticismo que percibían los usuarios en el robot
mientras charlaban con él hacía que cortaran antes la conversación, tal y como haríamos
con un ser humano que nos cayera mal al otro lado del chat.
Es evidente por tanto que los robots de charla (y posiblemente con más razón aún
los que posean un cuerpo físico) tienen algo parecido a personalidad (o así lo perciben
quienes interactúan con ellos), y ésta debe ser cuidada y diseñada en función del tipo de
interacción que queramos que mantengan con las personas. Es evidente también que si
en un futuro, y cada vez más, queremos que nuestros robots no se limiten a
comportamientos programados de fábrica, sino que queremos que aprendan libremente
en el mundo, y en Internet, la personalidad que en ellos programemos (para ser percibida
por las personas), influirá también en lo que podrán aprender, pues les permitirá
relacionarse con un tipo u otro de personas. Lógicamente irá también esta personalidad
robótica, como la humana, adaptándose y cambiando en función de las vivencias a las

189
que se vean expuestos haciéndose, por ejemplo, más fríos y distantes si han tenido malas
experiencias en la Red (a no ser que lo impidamos, claro, en su diseño, pero esto también
es algo en lo que deberíamos ir pensando).
Experimentos realizados posteriormente con robots de conversación que
mostraban forma humana a través de una pantalla de ordenador (Rehm, 2008) han
confirmado la tendencia de los usuarios a insultar a los robots que ya habían observado
De Angeli y colaboradores (2001). Como indica Rhem, estos insultos denotan, por una
parte, que efectivamente los usuarios están percibiendo y tratando a los robots como a
humanos; no tiene ningún sentido insultar a una máquina. Pero también denota, según
Rehm, que aunque los perciban como humanos detectan deficiencias. Puede ser un fallo
en la lógica del robot, puede ser un fallo en el sintetizador de voz, o puede ser un fallo en
la comprensión del contexto, o en la incapacidad del robot para interpretar un gesto, un
cambio en el tono de voz, o una mirada. Los usuarios están constantemente probando los
límites del robot, enfocando sus deficiencias. Las encuentran y reaccionan insultando, lo
que significa que están aceptando al robot como un agente conversacional válido. Como
indica el propio autor, es posible que esta agresividad sea un efecto de novedad, y el
usuario acepte con el tiempo al robot, con sus virtudes y defectos. Pero en cualquier caso
es mucho lo que podemos aprender de estos experimentos, pues nos indican cuáles son
los aspectos a mejorar. Algunos de ellos se arreglarían probablemente incorporando un
sistema de seguimiento de la mirada (eye tracking) y de reconocimiento facial en el
robot, de modo que pudieran responder adecuadamente a las miradas y sonrisas irónicas
antes de que se convirtieran en insultos.

6.5. Teoría de la mente o la capacidad de ponerse en el lugar del otro

Otras habilidades que necesitamos incluir en el diseño de los robots requieren profundizar
en las emociones y en la teoría de la mente. La teoría de la mente es un concepto que,
aplicado a humanos (y según muchos autores también a determinados animales) significa
capacidad para entender la mente del otro, tener una teoría sobre cómo funciona y cómo
siente la mente de nuestro interlocutor, poder intuir qué pensará o sentirá el otro en tal o
cual situación. Es, en realidad, la capacidad para ponerse en el lugar del otro y ser capaz
de anticipar sus reacciones (p. ej., Leslie y cols., 2004; Premack y Woodruff, 1978). A
nivel coloquial utilizamos la expresión “ponerse en el lugar del otro” como sinónimo de
empatía, comprensión, altruismo. Aunque es probable que sean efectivamente conceptos
muy relacionados, nótese que ponerse en el lugar del otro no es exactamente lo mismo
que la empatía o el altruismo. Ponerse en el lugar del otro puede significar también, por
ejemplo, saber que si quito la pelota a otro niño, el niño se va a enfadar y en cuanto
pueda me va a quitar a mí la raqueta o me va a hacer otra aún peor. Puede significar
también saber que si hay un niño solo en una habitación en la que hay un tarro de

190
caramelos, lo normal es que se coma alguno. Cada vez más autores están insistiendo de
la necesidad de incorporar en los robots esta capacidad de adquirir una teoría de la mente
y de ponerse en el lugar de los demás, con objeto de que puedan reaccionar (emocional y
conductualmente) de la manera más adecuada posible (p. ej., Scassellati, 2002).
Realmente, se trata de una de las características mentales más necesarias para
poder vivir una vida en sociedad como vivimos los humanos. De manera más o menos
instintiva podemos reconocer las emociones de otras personas cuando interactuamos con
ellas y podemos vislumbrar sus intenciones y sentimientos. Podemos anticipar cómo
reaccionarán a nuestros comentarios y acciones. De hecho cuanto más desarrolladas
tengamos estas capacidades más adaptados estaremos al entorno social en que vivimos.
Lo cierto es que, como ya vimos anteriormente, los sujetos de los experimentos
extienden esta tendencia a atribuir cualidades y características humanas, incluso
personalidad propia, también a los robots (Holtgraves y cols., 2007). En el fondo es
parecido a esa tendencia que tenemos todos a ver caras en todas partes, en las nubes, en
cualquier mancha de tinta que parezca tener dos ojos y una boca (véase p. ej.,
Hadjikhani y cols., 2009; Sagan, 1995). De la misma forma que no podemos evitar ver
caras en estímulos ambiguos, tampoco podemos evitar ver cierta humanidad y
“antropomorfizar” las cualidades de cualquier robot que se parezca levemente a un ser
humano y que actúe, al menos superficialmente, de manera similar.
En una investigación reciente se pedía a los sujetos que observaran un ordenador
mientras participaba en un juego que le permitía ganar dinero para una obra benéfica.
Los sujetos tendían automáticamente a intentar ponerse en su lugar y a atribuirle
intenciones, pero lo más interesante es que esto se reflejaba incluso a nivel cerebral,
activándose las mismas zonas del cerebro que cuando observamos a otras personas
realizar acciones intencionales (Tankersley y cols., 2007). Si las acciones que atribuimos
a un simple ordenador se reflejan a nivel cerebral de la misma forma en que se refleja
nuestra atribución de intenciones a otros seres humanos (aunque presumiblemente más
débil, véase; Krach y cols., 2008), es fácil suponer que cuanto más se parezcan los
robots, tanto física como mentalmente, a los humanos, más fácil será que logremos
ponernos en su lugar y que nuestra teoría de la mente del robot (es decir, nuestra teoría
sobre las intenciones y sobre cómo debe estar pensando y sintiendo el robot que tenemos
delante), se confunda más y más con nuestra teoría de la mente cuando interactuamos
con otros humanos.
En Internet hoy por hoy resulta difícil ponerse en el lugar del robot con el que
charlamos, como también resulta difícil ponerse en el lugar del humano con el que
charlamos vía web o vía correo electrónico. Seguro que el lector tiene experiencia o ha
presenciado conflictos que han crecido como bolas de nieve por correo electrónico y que
sin embargo podrían haberse evitado fácilmente si se hubieran discutido cara a cara. En
la distancia y por escrito carecemos de muchas de las claves visuales y auditivas que nos
ayudan a intuir los sentimientos e intenciones ajenas. Nos faltan a menudo los gestos, la
sonrisa, el tono de voz. Aunque cada vez más se va paliando este problema con la
utilización de cámaras y micrófonos es verdad que siguen faltando muchos detalles,

191
como la proximidad física, y muchos otros, que a menudo siguen produciendo en
Internet numerosos malentendidos. En nuestro trato con robots, por tanto, será necesario
recordar también que podrían darse a menudo estos malentendidos. Teniendo en cuenta
que los humanos vamos a estar siempre buscando intenciones en los robots, será mejor
que sus diseñadores los doten de la capacidad para poder transmitir las correctas.
Para ello deberán dotarlos de los gestos y comunicación no verbal necesarios,
quizá por métodos de movimiento facial similares a los que ya vimos anteriormente que
se están utilizando en los robots de silicona para simular la presencia humana en la
comunicación a distancia (véase Figura 6.4; Sakamoto y cols., 2007). A estos sistemas de
expresión facial y postural podríamos incorporar un mecanismo de seguimiento de la
mirada como los que se utilizan habitualmente en muchos laboratorios de psicología, así
como un módulo de aprendizaje por imitación que les permita imitar gestos, posturas y
comunicación no verbal típicamente humana, aunque probablemente habrá que explorar
también las mejores formas de enseñar a estos robots con capacidad imitativa (de la
misma forma que a un niño no podemos enseñarle a leer antes de que aprenda a hablar,
suele también ser conveniente que las habilidades que han de aprender los robots se
secuencien y programen de manera pedagógicamente adecuada; véase p. ej., Otero y
cols., 2008).
El progreso reciente en el aprendizaje por imitación resulta realmente
extraordinario, habiendo ya incluso robots que son capaces de imitar gestos y expresiones
con bastante soltura (véase Breazeal y Scassellati, 2002, para una revisión de las
habilidades de imitación en robots). Por el momento se trabajan de manera separada
todas estas habilidades, de modo que unos laboratorios se especializan en desarrollar los
módulos de silicona que permiten movimientos faciales realistas, otros laboratorios
diferentes se especializan en los problemas que conlleva la capacidad de aprender por
imitación, y quizá otro laboratorio totalmente independiente se especializa en el
seguimiento de la mirada, en cómo transmitir intenciones creíbles, o en la utilización de
gestos que se adapten y respondan adecuadamente a la comunicación no verbal que se
establezca con los humanos. Es decir, todas estas capacidades avanzadas se están
desarrollando, hoy por hoy, cada una en un laboratorio independiente que se especializa
en cada uno de los múltiples problemas de investigación asociados a ellas. A modo de
ejemplo, hoy en día podemos ver robots de aspecto altamente humanoide pero con poca
o nula capacidad de imitación, o lo contrario, robots con grandes dotes como imitadores
pero que sin embargo tienen un aspecto totalmente robótico y cuyos movimientos
resultan aún tremendamente torpes. El día en que logremos integrar todas estas
habilidades en un solo robot el resultado será escalofriante.
Combinar además todo esto con un módulo de simulación de emociones no
debería de ser especialmente problemático. La simulación de emociones es algo que ya
se está logrando que sea cada vez más realista, al ser posible integrar ya hoy en día
aspectos importantes de la expresión emocional, tales como los gestos, la mirada, la
postura del robot, y el tono de voz en el programa de simulación emocional (véase, p.
ej., Pelachaud, 2009). Pero como veremos a continuación, a la postre vamos a necesitar

192
emociones de verdad.

6.6. Las emociones en la toma de decisiones

Al mismo tiempo que se investiga cómo mejorar los gestos y la simulación de emociones
en los robots para que se comuniquen mejor con los humanos se está investigando
también, y cada vez con más intensidad, cómo dotar a los robots de verdaderas
emociones (o lo más parecido a ellas que sea posible). El motivo para ello es doble. En
primer lugar, porque, continuando con la expresión de emociones que tratábamos en el
apartado anterior, debemos matizar que las emociones, si no son sentidas, pueden
producir a la larga mucha desconfianza en los humanos. En realidad, las personas no
queremos que los robots finjan emociones cuando nos comunicamos con ellos, lo que
queremos es que las sientan de verdad. Pero hay además otro motivo que es casi más
importante y que nos gustaría destacar en esta sección. No solo es cuestión de que si el
robot muestra emociones nos comunicaremos mejor con él, sino que será incluso capaz
de desenvolverse mejor, tomar decisiones más acertadas y nos resultará mucho más útil
su ayuda, que es de lo que realmente se trata. Es decir, un robot no solo nos resulta más
agradable si muestra un poco de empatía, sino que además las emociones le van a
permitir tomar mejores decisiones en la mayoría de los casos.
Como el lector probablemente ya sabe, un ser que no siente está muy limitado. Las
emociones no solo son necesarias para comunicarnos adecuadamente en un contexto
socialmente relevante, sino que cumplen una función importante en la regulación de la
conducta. Cuando un animal o una persona siente miedo no necesita evaluar en detalle el
peligro real que suponen todos y cada uno de los estímulos que le rodean antes de salir
corriendo. Primero reacciona emocionalmente, escapa del peligro y sobrevive. Ya tendrá
tiempo después de mirar atrás y averiguar qué fue exactamente lo que le produjo la
reacción, y de aprender y juzgar posteriormente si ésta estuvo justificada o fue
exagerada. El programa emocional sirve para eso, para poder reaccionar de forma rápida
e intuitiva, tanto en situaciones positivas como negativas, sin necesidad de evaluar
racionalmente y en detalle todo lo que nos rodea.
La emoción (el miedo en el ejemplo anterior) cumple una función de supervivencia
muy intuitiva y eficaz, y además se aprende muy fácilmente por medio del
condicionamiento. Es cierto que el condicionamiento emocional depende de un medio
biológico del que a día de hoy carecen los robots, pero la idea que está detrás de la
implementación de emociones en el cerebro robótico es que si somos capaces de abstraer
los principios fundamentales desde un punto de vista funcional, estos deberán ser
independientes del medio en el que estén implementados; deberíamos ser capaces de
dotar a los robots de emociones que, funcionalmente, fueran como las nuestras (Arbib y
Fellous, 2004). En cualquier caso empiezan ya a entrenarse redes de neuronas cultivadas

193
(utilizando neuronas biológicas) para guiar pequeños robots de investigación (Warwick,
2010). Varios vídeos bastante impresionantes de estas investigaciones pueden encontrarse
en YouTube si buscamos las palabras “robot” y “rata”. Esto da pie incluso a robots con
emociones reales en un futuro bastante cercano.
Es cierto también que no siempre resulta adaptativo el grito, el llanto, la esperanza
injustificada o la alegría extrema, pero no hay ninguna duda del papel crucial que juega el
condicionamiento emocional en la supervivencia de las especies y de que es uno de los
factores que más influye a diario en nuestra conducta, a pesar de que ni siquiera somos
conscientes de ello en numerosas ocasiones (p. ej., Öhman, 2005). Las emociones
juegan un papel muy importante en la cognición humana y animal. Focalizan la atención,
fijan o distorsionan recuerdos, aumentan o disminuyen la capacidad de resolución de
problemas y, como veremos a continuación, agilizan enormemente la toma de decisiones.
De la misma manera, estudios de robótica están comprobando también cómo la
incorporación de módulos emocionales en los robots (y aunque estos módulos sean por el
momento, muy simples) puede mejorar la resolución de problemas (Maria y Zitar, 2007)
y la toma de decisiones, que se tornan, como en el caso humano, mucho más intuitivas y
certeras cuando dejamos que se impregnen y beneficien del componente emocional
(Muramatsu y Hanoch, 2005). Dotar a los robots y a sus equivalentes virtuales de la
capacidad de emociones reales (o su análogo digital) se anticipa sin duda como una de las
áreas fuertes de la investigación en robótica en los próximos años (véase, p. ej., Arbib y
Fellous, 2004; Muramatsu y Hanoch, 2005).
Hay ocasiones en que las emociones parecen tener una influencia nefasta en la
toma de decisiones, pero sin embargo es cada vez más claro que cumplen una función
muy útil y necesaria, al agilizar enormemente el proceso y reducir los recursos que de
otra forma podríamos acabar invirtiendo erróneamente en la decisión. Veámoslo con un
ejemplo. Imaginemos que hacemos a alguien una oferta claramente injusta en un
intercambio comercial. Lo normal es que esa persona no necesite analizar racionalmente
todas y cada una de las ventajas e inconvenientes de aceptar o no nuestra oferta. Gracias
a su sistema emocional probablemente responderá negativamente de forma inmediata y
sin pensarlo dos veces. Ofendida, rechazará nuestra oferta y no perderá más tiempo con
nosotros (a no ser que tenga una necesidad realmente imperiosa por aceptar). La
emoción juega un gran papel en nuestras decisiones, supone un gran atajo a los largos y
complicados cálculos y deliberaciones. Supone un enorme ahorro energético, ganamos
tiempo y fuerzas para otros tratos más ventajosos. A menudo podemos equivocarnos al
rechazar una oferta por mero orgullo, pero en general solemos funcionar de esta manera
porque resulta rápido, intuitivo y eficaz.
Este ejemplo de cómo el componente emocional influye en nuestras decisiones ha
quedado excelentemente reflejado en una investigación realizada por Sanfey y
colaboradores (2003), que muestra, además, las diferencias entre nuestra teoría de la
mente de las demás personas y de los ordenadores. Estos autores realizaron un
experimento en el que los voluntarios jugaban al juego del ultimátum con otras personas
y también con un ordenador. Se trata de un juego muy utilizado en experimentos de toma

194
de decisiones. Estos experimentos muestran normalmente que nuestras decisiones,
incluso las que tendrían que ser aparentemente más frías y racionales, están
absolutamente mediatizadas por aspectos emocionales. En la versión estándar de este
juego tenemos dos voluntarios. El experimentador entrega a uno de ellos una cantidad de
dinero, pongamos 10 euros, y le dice que lo reparta entre los dos de la forma que
prefiera. El otro voluntario puede aceptar la cantidad que reciba o puede rechazar la
oferta. Si lo acepta, cada uno se queda con su parte. Si lo rechaza, los dos se quedan sin
nada.
Como es lógico, la teoría económica estándar predice que todo ser racional deberá
entregar la mínima cantidad posible cuando se encuentra en posición de repartir el dinero,
y que el otro voluntario deberá también, por lógica, aceptar cualquier cantidad, por
pequeña que sea. Pero no es así como los humanos enfocamos este problema. Nuestra
capacidad de razonar está mediatizada por nuestras emociones y también por nuestra
capacidad para inferir y asumir las emociones (y en consecuencia, las decisiones) de los
demás. Por tanto, ¿cuál es el resultado estándar en este juego? Muy sencillo. La gente no
entrega dos o tres céntimos de euro al otro voluntario y se queda con el resto. La gente
entrega algo menos de la mitad, pero tampoco mucho menos. ¿Por qué? Porque sabe
demasiado bien que si entrega mucho menos, la otra persona rechazará el trato y ambos
se quedarán sin nada. Los modelos económicos tradicionales no lo entienden y los robots
tradicionales tampoco. Pero antes de ver cómo se van adaptando los robots a este tipo de
toma de decisiones emocionalmente-mediadas, veamos el resultado del experimento de
Sanfey y colaboradores (2003).
Un aspecto del experimento de Sanfey y colaboradores (2003) que lo hace
especialmente interesante para nuestros propósitos en este libro es que los participantes
humanos del experimento podían aceptar o rechazar las ofertas que les hacían otros
voluntarios humanos y también un ordenador. Todo estaba amañado por los
experimentadores de modo que las ofertas estaban programadas y no dependían de que
el contrincante fuera una persona o un ordenador; tanto los contrincantes humanos como
el ordenador realizaban el mismo número de ofertas justas e injustas al sujeto. ¿El
resultado? Muy curioso: los sujetos experimentales se enfadaban, como era de esperar,
cuando el contrincante humano les hacía una oferta injusta y la rechazaban. Por el
contrario, cuando era el ordenador quien hacía la oferta injusta tendían a aceptarla sin el
más mínimo rencor. ¿Por qué? Todos sabemos que el humano que nos ha hecho una
oferta injusta ha sido capaz de ponerse en nuestro lugar y de anticipar nuestro enfado,
luego si nos hace la oferta injusta a pesar de todo, esto solo puede significar que se está
riendo de nosotros. A un mero ordenador, sin embargo, no le atribuimos (al menos no a
día de hoy) estas mismas capacidades de empatía. Nuestra teoría de la mente del
ordenador nos indica que no tiene, en principio, la capacidad de ponerse en nuestro lugar.
Es una simple máquina, no sabe cómo sentimos, ni se le ocurre pensar que una decisión
tan meridianamente matemática como ésta podemos basarla en emociones y orgullos
heridos. La oferta que nos hace, creemos, se basa en el mero cálculo racional, en meros
principios económicos. Nada que objetar, por tanto.

195
Asumiendo en este experimento que un simple ordenador carece de una teoría de
la mente que le permita intuir nuestra forma de pensar y de sentir somos capaces de
aceptar, por tanto, una oferta claramente injusta. Sin embargo, es de esperar que cuando
los robots tengan un aspecto similar al humano, expresen emociones similares a las
humanas, y nos resulte por tanto lógico, natural, e intuitivo, atribuirles de manera
espontánea intenciones humanas, tal y como estamos viendo a lo largo de estas páginas,
el robot que sea capaz de sentir en estos casos como lo hacemos nosotros tendrá una
clara ventaja sobre los otros. Siendo capaz de colocarse en nuestro lugar nos hará sin
duda una oferta más justa, que aceptaremos con mayor grado de cordialidad, confianza,
incluso sentimiento de reciprocidad y camaradería. Con mayor interés por realizar
futuros tratos con él. Por otra parte, si fuéramos nosotros quienes le hiciéramos la oferta
injusta al robot, él reaccionaría inmediatamente rechazándola, herido, sin gastar excesivas
energías o recursos de cálculo o capacidad de memoria en analizar nuestra oferta, tal y
como hacemos nosotros… Y desconfiando de nosotros en futuras ocasiones. Excepto en
casos de extrema necesidad, en los que, al igual que los humanos, tendría que aprender a
tragarse el orgullo, se encontraría con un sistema de toma de decisiones tan efectivo,
práctico, rápido e intuitivo como el que a día de hoy ya tenemos instalado los humanos.
Luego está, eso sí, la necesidad de afinarlo de la manera más correcta ante los diferentes
roles, empleos, y situaciones a los que nos toca adaptarnos en cada momento. Pero es de
esperar que ellos también puedan ir ajustándolo.

6.6.1. Robots que aprenden a interpretar y manejar emociones

Los robots necesitarán por tanto aprender a interpretar nuestras emociones y nuestras
intenciones, así como a modular y controlar las suyas propias. Esto, en principio, no
parece la parte más difícil, al menos para los que escriben este libro, más expertos en las
cuestiones cognitivas del aprendizaje que en los aspectos emocionales. Y no solo por ello,
sino porque lo cierto es que el aprendizaje es una de las áreas más clásicas de estudio de
la Inteligencia Artificial, muy anterior siquiera a la mera intuición de que las emociones
podrían tener algún interés para la mente robótica. Se trata por tanto de un área, el
aprendizaje, que se encuentra más desarrollada, habiendo a día de hoy robots que
aprenden bastante bien, como ya comentábamos anteriormente (véase Cobos, 2005, para
una revisión). Si lo que queremos en este caso es que los robots aprendan a interpretar y
manejar emociones será cuestión de incorporar en su diseño un módulo de aprendizaje,
probablemente una red de neuronas artificial que, basada en las teorías que explican
cómo aprendemos las personas y los animales (p. ej., Rescorla y Wagner, 1972), sea
capaz de ir aprendiendo y mejorando su interpretación de las emociones e intenciones de
las personas con las que se comunique así como de ir mejorando en la expresión y
control de sus propias emociones. Según vaya adquiriendo más conocimientos y

196
experiencia con el tiempo, el robot tendrá cada vez mejor capacidad de interpretar
nuestras emociones, de ponerse en nuestro lugar y de utilizar adecuadamente sus propias
emociones. Y nos fiaremos también más de ellos cuando muestren mayor empatía y
capacidades emocionales. Los robots necesitarán, sin duda, aprender a manejar e
interpretar emociones, intenciones y sentimientos, si quieren algún día llegar a
desenvolverse adecuadamente.
Pero lo más interesante es que ni siquiera será necesario probablemente que cada
robot aprenda todo esto desde cero, como infante venido al mundo cual tabula rasa. Se
podría enseñar a una única red neuronal y luego implantar esa red (ya educada) en todos
los robots que se fabriquen. Sería lo más lógico. Y por supuesto, esto no impediría el que
luego cada robot se beneficiara de su propio módulo de aprendizaje para ir adaptando
más y más esa red de neuronas al ambiente y circunstancias propias en que le toque
vivir. Por cierto, que es también así como parece funcionar en el caso de los seres
humanos. La posición dominante es que el aprendizaje tiene poco que ver en el
reconocimiento de las emociones, aunque sí parece involucrado en el perfeccionamiento
de su expresión y control. Probablemente buena parte de nuestro sistema emocional y de
interpretación de emociones es algo tan básico que se ha incorporado a nuestro
equipamiento de serie a lo largo de años y años de evolución, pues son las emociones
precisamente el aspecto más ancestral de nuestra toma de decisiones y el que en mayor
medida compartimos con otros animales. La interpretación de emociones no es algo que
aprendemos individualmente, sino que lo hemos aprendido como especie. Lo mismo
ocurre con nuestra capacidad de sentir emociones como el miedo, alivio, orgullo, y tantas
otras, aunque sí que es verdad que el aprendizaje es lo que hace que estas emociones
afloren en mayor o menor medida en unas u otras personas y situaciones. Sería el
equivalente a enseñar las emociones básicas a una red de neuronas artificiales, y
enseñarle también a interpretar las emociones básicas en otros seres y luego implantar esa
red de serie en todos los robots de una gama. A partir de ahí, cada robot podrá sacarle
más o menos partido en función de lo bueno que sea su módulo de aprendizaje, de cómo
aprenda a responder a esas emociones que interpreta en los demás, y cómo aprenda a
utilizar, controlar y manejar sus propias emociones.
A día de hoy se están haciendo ya buenos progresos en robótica en cuanto a
reconocer y responder adecuadamente a las emociones del usuario, especialmente la
frustración, que es una emoción que se da con mucha más frecuencia de la que nos
gustaría cuando las personas interactuamos con la tecnología. Así, se está observando
que aquellos ordenadores o robots que son capaces de responder adecuadamente a la
frustración, incluso que ayudan al usuario a solucionar conjuntamente la fuente del
problema, logran que las personas se queden por más tiempo utilizando el programa o
interactuando con el robot (p. ej., Oatley, 2004). También se ha observado que
funcionan mejor para esto los robots “corporizados” que los que son mero software en el
ordenador, y también que los que adoptan forma femenina son más eficaces reduciendo
la frustración que los masculinos (Hone, 2006). Tal y como han sugerido ya algunos
investigadores, el perfeccionamiento de estas técnicas permitirá probablemente reconocer

197
y responder también de manera adecuada ante muchas otras emociones, en el mismo
grado, al menos, en que lo hacen nuestras mascotas (Picard y Klein, 2002).
Investigaciones recientes están mostrando también que cuanto más empáticos se
muestran con nosotros los robots más nos gustan y más confiamos en ellos (Brave y
cols., 2005).

6.7. Electrodos, cerebro, mente e Internet

Con solo seguir viajando un poco más a través de los más recientes avances científicos
nos encontramos con que hoy en día ya es posible mover el cursor del ordenador con el
pensamiento, utilizando para ello un casco de electrodos que se coloca sobre el cuero
cabelludo y que se conecta al ordenador por medio de un puerto de cableado estándar o
por tecnología wifi o bluetooth. Si es posible mover el cursor con la mente también es
posible, evidentemente, navegar por Internet, chatear, colgar fotografías en las redes
sociales o descolgarlas, escribir informes, o comprar acciones. Y mover el cursor del
ordenador no es diferente de mover el brazo articulado de un robot que se encuentra en
la misma habitación o al otro lado del mundo. Cuánto es ya posible y cuánto lo será en el
próximo futuro depende de la calidad del equipo que compremos y del volumen de
errores que estemos dispuestos a asumir. ¿Y controlar un automóvil o una aeronave
como si se tratara de un par de patines que llevamos puestos con solo pensarlo e
inclinarnos a derecha o izquierda? Lo describió Asimov, en alguna de sus naves
espaciales, pero algunos prototipos de automóviles y motocicletas conducidos por la
mente ya existen (una revisión genérica y asequible de los dispositivos existentes de
interface cerebro-ordenador puede encontrarse en Reyes y Tosunoglu, 2011).
Existen también monos que comen moviendo uno de estos brazos robóticos con la
mente mientras su propio brazo está insertado dentro de un tubo que les impide moverlo
(Velliste y cols., 2008), gran esperanza para personas que han perdido un brazo o una
pierna o los tienen paralizados. La fusión de organismos inteligentes con tecnología punta
está solo empezando. Otro excelente ejemplo si queremos dejar volar un poco la
imaginación hacia el futuro que nos viene son las investigaciones con personas a las que
se les presentan números de dos en dos y deben decidir si sumarlos o restarlos mientras
están conectadas a un ordenador por medio de unos electrodos colocados sobre el cuero
cabelludo: el ordenador sabe, antes de que la persona lo haga realmente, si la persona va
a sumarlos o restarlos (Haynes y cols., 2007).

6.7.1. Ciborgs

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La ciencia ficción ha utilizado diversos nombres para referirse a esos seres mitad humano
mitad ordenador que desde hace ya años vemos a menudo en la gran pantalla. Ciborgs
suele ser el nombre más utilizado, viene del inglés, de los términos cybernetic y
organism. A veces son humanos con órganos robóticos; a veces son robots con células
orgánicas; a veces son avatares virtuales habitados por humanos. ¿Cómo de cerca
estamos de esto?
Existen ya muchas personas con marcapasos cardiacos, con implantes para paliar
deficiencias auditivas, también hay renombrados científicos, como el catedrático de la
Universidad de Reading, Kevin Warwick (2004), que experimentan con estas técnicas en
carne propia, implantándose microchips que un día cambiarán el mundo. Por el momento
Warwick ha comprobado que los nervios de su muñeca toleran bien el microchip que se
ha implantado y no lo rechazan. Experimenta con el implante moviendo brazos robóticos
a través de Internet, sin tocar siquiera el teclado del ordenador, moviendo únicamente su
propia mano (Warwick y cols., 2005). Moviendo la mano transmite también sensaciones
al microchip que lleva implantado su mujer en el brazo. Su siguiente objetivo es la
transmisión del pensamiento vía Internet, con un microchip cerebral.
Existen también cucarachas robóticas autónomas que, impregnadas de feromona,
se infiltran en comunidades de cucarachas reales, haciéndose pasar por auténticas, e
influyendo en la toma de decisiones colectiva, lo que nos proporciona no solo valiosísima
información sino también una poderosísima herramienta para poder controlar los
movimientos del grupo (Halloy y cols., 2007). Existen también ratas ciborg que se
utilizan de momento para investigación y que podrían tener enormes aplicaciones, por
ejemplo, en misiones de salvamento de personas. De la misma manera que podemos
enseñar fácilmente a las ratas (o a cualquier otro animal) a dirigirse a una u otra
localización por medio del condicionamiento operante, proporcionándole comida cuando
se dirige al lugar adecuado (Skinner, 1953), podemos también hoy en día aplicar el
premio estimulando directamente los centros de placer del cerebro, lo que nos permite a
la postre premiar a la rata por girar a derecha o izquierda y dirigir así sus movimientos
por control remoto como si fueran un pequeño robot vivo (Talwar y cols., 2002). La rata
tiene libertad y capacidad de elegir, pero le interesa ir en la dirección que se le indica por
control remoto, a través de los sensores de sus bigotes, si desea recibir la recompensa. El
interés que están despertando estas técnicas en el rescate de personas enterradas entre
escombros, misiones de salvamento tras catástrofes naturales, es muy grande y
posiblemente veremos cómo se multiplican este tipo de experiencias y aplicaciones en el
próximo futuro. Por último, como ya comentamos también anteriormente, los
experimentos en los que neuronas de rata dirigen pequeños cuerpos robóticos (Warwick,
2010) nos dan una idea de hacia dónde podría llegar en poco tiempo la fusión entre la
inteligencia artificial y la materia orgánica.
Pero no quisiéramos detenernos excesivamente aquí en los detalles tecnológicos de
los ciborgs sino en los aspectos psicológicos ¿Hasta qué punto podría una persona sentir
que habita el cuerpo de otro, un avatar virtual o un robot, o sentir incluso ese brazo
externo y ese cuerpo robótico como propios?

199
6.7.2. El problema mente-cuerpo y la ilusión de la mano de goma

Tomemos como punto de partida la ilusión de la mano de goma (Botvinick y Cohen,


1998). Se trata de un efecto muy interesante que muestra lo fácil que es sentir un
miembro externo como propio sin recurrir siquiera a la tecnología. Es solo cuestión de
engañar un poco al cerebro. Existen muchos vídeos en Internet que nos ayudarán a
realizarlo correctamente, pero por el momento el panel derecho de la Figura 6.5 nos
muestra los componentes básicos. Colocamos una mano de goma delante del sujeto
experimental, como si fuera su propia mano, y ocultamos su mano auténtica junto a la de
goma, pero tras una tabla de madera que no deje al sujeto ver su mano auténtica. El
sujeto sabe perfectamente dónde está su mano, pero no la ve, eso es todo. La que ve es
la de goma. Le decimos que vamos a empezar a acariciar con un cepillito las dos manos
simultáneamente y que en poco tiempo notará que la mano que tiene delante, la de goma,
es la suya. No se lo cree pero seguimos adelante. El sujeto ve el cepillo acariciando la
mano, y ve la mano, y siente también la mano (aunque la que siente es la otra, la suya).
El cerebro, que lleva toda la vida integrando la información que recibe de todos los
sentidos, e interpretando lo que ve, oye, siente, toca, saborea y huele, ¿qué hace? Integra
la información.
En unos pocos minutos el cerebro ya no sabe cuál es su mano, si la que se ve o la
que se siente, y acaba confundiendo la mano de goma con la propia. Si en este momento
acercamos un cuchillo, o un martillo, a la mano de goma, el sujeto reaccionará como si
fuera la suya propia, no solo conductualmente sino también fisiológicamente (p. ej.,
Tsakiris y cols., 2007), pudiendo llegar a mostrar una mayor reacción cuando acercamos
el cuchillo a la mano falsa que cuando lo acercamos a su propia mano (Petkova y
Ehrsson, 2008). Experimentos recientes han mostrado incluso una disminución
significativa de la temperatura de la mano “olvidada” (la propia) al cabo de unos minutos
(Moseley y cols., 2008). Y es lógico porque, si el cerebro cree que ya no es suya, ¿por
qué ocuparse de mantenerla cálida?
Este efecto de la mano de goma nos da idea de cómo podría integrarse sin
demasiado problema psicológico un brazo robótico como el que describíamos antes que
ya se utiliza en experimentos con monos, no solo en personas a las que les faltara un
brazo sino incluso en personas que quisieran, o necesitaran por el motivo que fuera,
disponer de un brazo adicional. Quizá más interesante en este momento son los
numerosos experimentos que se están realizando y que van más allá de la ilusión de la
mano de goma, explorando los límites y las posibilidades del cerebro humano de sentir,
por ejemplo, que es una especie de pulpo con varios brazos derechos, lo cual en
ocasiones podría ser realmente útil (Guterstam y cols., 2011; véase el panel izquierdo de
la Figura 6.5). Al parecer, si podemos ver nuestra mano de verdad y también la de goma,
podemos llegar a sentir que tenemos dos manos derechas. Algo que estamos aprendiendo
con este tipo de técnicas e ilusiones mente-cuerpo es precisamente que nuestra imagen
corporal es algo mucho más flexible y modificable de lo que suponíamos. El cerebro

200
humano es el ordenador más adaptativo de toda la evolución: sabe que tiene una mano
derecha, pero dos le vendrían de perlas y tal y como están mostrando las investigaciones
recientes no tiene inconveniente en integrarlas en su esquema corporal.

Figura 6.5. El panel derecho muestra el procedimiento estándar para generar la ilusión de la mano de goma. El
panel izquierdo muestra la ilusión del tercer brazo. Tomado de Guterstam y colaboradores (2011).

Pero vayamos un poco más allá. Una mano de goma, por muchas que nos
pongamos, no nos convierte en un robot gestionado por cerebro humano. ¿Quizá
podamos necesitar con el tiempo y con el envejecimiento de la población hacer uso de
cuerpos robóticos o virtuales completos? No hay problema. Investigaciones recientes
muestran también y sin utilizar grandes despliegues tecnológicos cómo el cerebro humano
puede percibir todo un cuerpo de plástico como propio. En este caso es cuestión no solo
de simultanear el contacto del pincel en ambos cuerpos (propio y ajeno), sino que es muy
importante poder modificar también el punto de vista, de modo que coincida con el de
los ojos del otro ser. Petkova y Ehrsson (2008) describieron esta ilusión del cambio de
cuerpo utilizando para ello un maniquí con dos cámaras de vídeo colocadas a la altura de

201
los ojos y mirando hacia abajo, de modo que mostraban su propio cuerpo (el del
maniquí). El sujeto, colocado enfrente, llevaba unas gafas que eran en realidad una
pantalla de vídeo en la que se mostraban las imágenes desde el punto de vista del
maniquí. Por tanto, el sujeto miraba hacia abajo pero lo que veía era el cuerpo del
maniquí, no el suyo. Tal y como muestra esta investigación se trata de una técnica bien
sencilla que podría ser fácilmente utilizada para ponerse en el lugar del otro, incluso
cuando el otro es un robot, o un avatar virtual, o una persona que está al otro lado de la
Red (tras mostrar la ilusión del cambio de cuerpo con un maniquí los investigadores
repitieron la operación colocándose uno de ellos en el lugar del maniquí y los resultados
fueron aún más espectaculares: el sujeto reaccionaba fisiológicamente más cuando se
atacaba la mano de la experimentadora que cuando se atacaba la suya propia… Incluso
daba igual que el sujeto fuera hombre o mujer).
Jugando con el punto de vista de terceros se han realizado también otra serie de
experiencias muy interesantes en las que el participante cree estar fuera de su propio
cuerpo al verlo desde otro punto de vista desde el que nunca ha podido verlo (Ehrsson,
2007; Lenggenhager y cols., 2007). Esto puede hacerse por ejemplo con cámaras de
vídeo que se colocan detrás del usuario y le muestran su espalda, que se proyecta delante
de él en una imagen tridimensional. A continuación repetimos la operación del pincel que
describimos anteriormente con la mano de goma, pero ahora tocamos con el pincel la
espalda real del sujeto al mismo tiempo que la espalda de la imagen tridimensional
colocada frente a él, y ¡bingo! El sujeto creerá estar fuera de su cuerpo, al sentir la
imagen proyectada como si fuera su propio cuerpo; es decir, creerá estar exactamente
unos pasos por delante de donde está realmente, más o menos en el lugar en el que está
proyectada su propia imagen (Lenggenhager y cols., 2007).
Se nos ocurren innumerables situaciones en las que, con una tecnología sofisticada,
avatares, Internet y cuatro cables, las gentes, jóvenes y ancianas, podrían disfrutar y
beneficiarse de este tipo de tecnología. Juegos infantiles, personas con movilidad
reducida que quisieran habitar un avatar atlético, psicólogos o directivos o negociadores
que necesiten ver el punto de vista del otro, robotólogos, y tantos otros. Mostraremos
solo un ejemplo más; después deje el lector volar su imaginación.
El siguiente ejemplo muestra cómo se está utilizando la realidad virtual para
mejorar la sensación de ponernos en el lugar del otro y así disminuir los casos de
violencia machista, racismo, etc. Investigaciones recientes están mostrando como los
hombres pueden situarse en el papel de una niña pequeña y sentir que habitan su cuerpo
con técnicas de realidad virtual (Slater y cols., 2010). Los hombres jóvenes pueden sentir
en la piel de una pequeña niña en un juego de realidad virtual sin ningún problema,
acepan el personaje, juegan, lo pasan bien… y de pronto todo cambia en el videojuego.
Aparece una mujer grande que abofetea a la niña. El hombre siente de este modo lo que
es estar en la piel de la víctima, lo que es sentirse indefenso y atacado; la próxima vez
que vea a esta mujer sentirá miedo y reaccionará ante ella… Se pretende de esta forma
que comportamientos que tienen lugar hoy en día entre seres humanos por incapacidad
de colocarnos en el lugar del otro puedan ser reducidos. Por tanto, si podemos

202
aprovechar los últimos descubrimientos sobre cómo hacer que el cerebro crea que ha
cambiado de cuerpo haremos que la realidad virtual sea todavía más real y sea más
sencillo aún meterse en la piel del avatar.

6.7.3. Embodiment (‘Corporización’)

Los procesos cognitivos evolucionaron para solucionar problemas concretos en


ambientes concretos y en cuerpos concretos. Una de las tendencias más en boga en
psicología y ciencia cognitiva propone que la mente solo puede ser entendida en el
contexto de un cuerpo físico que se relaciona con el ambiente, lo que se conoce como
embodiment (‘corporización’) (véase p. ej., Varela y cols., 1991).Y como ya
comentamos anteriormente, la psicología robótica está resultando ser una extensión de la
psicología humana. De modo que también la mente robótica se conceptualiza cada vez
más con relación a su cuerpo físico y al contexto en el que se desenvuelve (véase p. ej.,
Pfeifer y cols., 2007; Riva y cols., 2008).
Una de las primeras cosas que aprendemos las personas es a diferenciar nuestro
propio yo del mundo exterior, y a conocer las limitaciones y capacidades de nuestro
propio cuerpo… Y tal y como ya vimos anteriormente con el efecto de la mano de goma,
la propia experiencia consciente de nuestro propio cuerpo proviene de la integración, a
nivel cerebral, de las experiencias que nos proporcionan los sentidos. Utilizando los
sentidos podemos construir una imagen mental de nuestro cuerpo, y esta imagen
habremos de mantenerla actualizada constantemente, de modo que si, por ejemplo, un
día nos da la sensación de que tenemos un brazo adicional, debemos ser capaces de
integrarlo en el esquema corporal de la misma forma que si un día nos rompemos una
pierna debemos ser capaces de recordar que tenemos un punto de apoyo menos y que
tendremos que funcionar durante una temporada sin apoyarnos en ese pie. Y esto
además afectará a muchas de las decisiones que tendremos que tomar a lo largo de
muchos días.
Algunos autores han propuesto que los robots deberían contar con un proceso
similar de desarrollo y actualización constante de su imagen corporal para poder
desenvolverse bien en el mundo. Si la cognición surge con relación a un determinado
cuerpo y contexto, también en los robots será necesario implementar un proceso de
consciencia basado en la corporización y su constante puesta al día.
Según Bongard y sus colegas (2006), por ejemplo, los robots son cada vez más
adaptativos y reaccionan mejor a los cambios del ambiente, aprenden mejor y se adaptan
mejor. Pero hay algo que supone un serio problema para los robots y es que al no tener
una imagen de sí mismos no pueden adaptarse cuando el cambio se produce en su propio
cuerpo. Imaginemos un robot que en un accidente pierde una pierna y no se da cuenta de
que la ha perdido porque no sabe que esa pierna forma parte de su cuerpo. Intentará

203
andar pero inmediatamente caerá al suelo. Por el contrario, si tiene una imagen de su
propio cuerpo y de sus propios límites, y esa imagen la mantiene actualizada, se dará
cuenta de que la estructura de su cuerpo físico ha cambiado, podrá adaptar su conducta a
ese cambio (por ejemplo, utilizando una muleta). Esto produciría robots mucho más
adaptables.
Para eso sería necesario que los robots estuvieran continuamente monitorizando la
imagen de sí mismos y la estructura de su propio cuerpo en función de sus relaciones con
el medio, de las predicciones que ellos derivan sobre su relación con el medio a partir de
su propia imagen corporal, y contrastando estas predicciones con lo que realmente
ocurre. Este proceso puede realizarse por medio de técnicas de aprendizaje por
corrección del error similares a las que utilizamos las personas y los animales
habitualmente, así como también muchos sistemas de aprendizaje artificial (p. ej.,
McClelland y Rumelhart, 1988; Rescorla y Wagner, 1972; Sutton y Barto, 1981), solo
que en este caso el aprendizaje estaría aplicado a la imagen corporal. Cuando un niño
imagina (predice) que va a poder saltar de una terraza a la de enfrente, pero se cae y se
rompe una pierna, se ve obligado a corregir la imagen que tiene de sí mismo. La próxima
vez que vea a Superman volando sabrá que su cuerpo no dispone de esas capacidades (y
que su disfraz de Superman tampoco); por tanto, sabrá que no debe imitarlo. Pero los
otros niños no lo saben aún, y necesitan aprenderlo tras ver la película. Si tienen ya una
imagen adecuada de sí mismos probablemente bastará con que lo prueben mentalmente
para saber que no deberían intentarlo; pero si su imagen corporal aún la están
elaborando, es posible que intenten volar desde una pequeña altura, para ir ajustando
poco a poco los detalles.
Algo parecido a esto es lo que Bongard y colaboradores (2006) proponen realizar
con robots, de modo que los robots puedan también disponer de una imagen corporal e
imaginar las consecuencias que seguirían a las diferentes acciones que podrían realizar en
el supuesto de que tuvieran tal o cual estructura corporal… Así, tras utilizar los
contenidos de la memoria para imaginar qué pasaría si la próxima vez corrigiera el
comportamiento y lo adaptara a tal o cual otra estructura corporal, podría efectivamente
el robot probar (simular) diferentes opciones en la imaginación e ir conociendo cuál de las
posibles imágenes corporales que está simulando es la que mejor se adapta a los datos
que le llegan a través de los sentidos. De esta forma lograría tener una imagen corporal
cada vez mejor ajustada a la realidad y lograría, en consecuencia, adaptarse cada vez
mejor.

6.8. El robot psicoterapeuta

Como estamos viendo a lo largo del capítulo, los robots están ya con nosotros y estamos
logrando que sean cada vez más adaptables, más sociables, más éticos, y hasta más

204
simpáticos y encantadores. Como ya comentábamos también al principio del capítulo, no
cabe duda de que la cantidad y variedad de trabajos que podrán realizar será cada vez
mayor, pero quisiéramos cerrar este libro volviendo a preguntarnos sobre un trabajo que
hasta ahora hemos considerado como específicamente humano y que sin embargo, en
algunas de sus funciones al menos, podría quizá ser realizado o asistido por robots. Nos
referimos claro está al trabajo de psicoterapeuta, que es al fin y al cabo la profesión
fundamental en un libro dedicado a la relación de la mente humana con las nuevas
tecnologías. ¿Serán los robots capaces de ayudar a mantener la salud mental en nuestra
sociedad?
Antes de que se ofendan nuestros colegas psicoterapeutas con lo que vamos a
proponer y decidan cerrar el libro sin acabar esta última parte quisiéramos hacer un
pequeño inciso para recordar cómo el trabajo científico de quienes escribimos estas
páginas será también realizado o al menos enormemente asistido por robots en un futuro
muy próximo. Los robots científicos que sean capaces de hacerse cargo de la ingente
tarea que supone intentar abarcar todo lo que se publica sobre un tema, revisarlo,
relacionar unos conceptos con otros, extraer conclusiones y plantear hipótesis nuevas a
partir del conocimiento acumulado serán una realidad durante la próxima década, según
un artículo publicado recientemente en la prestigiosa revista Science (Evans y Rzhetsky,
2010). Los científicos no somos capaces de abarcar todo lo que debiéramos abarcar para
hacer bien nuestro trabajo, dejamos numerosos artículos sin leer, y los que leemos los
entendemos e interpretamos en función de nuestros propios conocimientos y recuerdos,
siempre limitados e incluso sesgados. Dentro de poco, aspectos importantes y
considerados altamente creativos en este trabajo serán realizados por robots. A cambio la
humanidad saldrá ganando.
Pero volvamos al tema que nos ocupa en estos momentos, el robot psicoterapeuta.
En el Capítulo 2, dedicado a la salud mental, mencionábamos cómo se está haciendo
cada vez más necesario el poder aplicar técnicas de prevención y terapia psicológica a
través de Internet para poder llegar a todos los ciudadanos a los que los psicólogos
decimos dar servicio (véase Kazdin y Blase, 2011). Hablábamos de realidad virtual,
realidad aumentada, técnicas de autoayuda, prevención… No entrábamos entonces a
discutir si efectivamente la psicoterapia ofrecida a través de Internet podría o no sustituir
algún día a la terapia cara a cara en la consulta del terapeuta; la planteábamos allí como
algo adicional y complementario a ella. Tampoco hablábamos allí de la posibilidad de que
un robot (o un androide con apariencia y personalidad humana como los que hemos
dibujado a lo largo de este capítulo) pudiera sustituir al terapeuta humano. Parece, desde
luego, una herejía plantearlo. Pero, ¿por qué? Tal y como ya Kazdin ha puesto de
manifiesto, aunque existen cada vez más terapias basadas en la evidencia tenemos aún
muy pocas teorías sobre cómo funcionan estas terapias. Tenemos muy poca información
sobre cómo y por qué funcionan exactamente las terapias que funcionan (Kazdin, 2007;
Kazdin y Blase, 2011).
¿Existe algún motivo por el que una terapia virtual o una terapia androide no
puedan sustituir a una terapia cara a cara con un psicoterapeuta humano? ¿Qué tiene la

205
terapia personal que la hace especial?, ¿cuál es su “principio activo”, cuál el componente
que funciona? ¿Lo sabemos? No, no lo sabemos. Estamos dando por hecho que la
terapia cara a cara contiene algún componente imposible de imitar, pero no sabemos cuál
es ese componente. Si pudiéramos aislarlo podríamos quizá incorporarlo a la
personalidad y la forma de pensar de los robots-terapeutas que podrían trabajar vía
Internet llegando a muchas más personas.
Como ya mencionamos anteriormente, existen ya robots ocupando numerosos
puestos de trabajo y será normal encontrarlos dentro de poco en las escuelas, en los
hogares, las universidades, y las residencias de ancianos (p. ej., Evans y Rzhetsky, 2010;
Koedinger y Aleven, 2007; Meltzoff y cols., 2009). Dejemos volar un poco la
imaginación y supongamos que los psicólogos hemos logrado para entonces también,
junto con los ingenieros y otros profesionales involucrados, incorporar en los robots
determinados aspectos que hoy parecen una parte central e inimitable de las habilidades
del psicoterapeuta. Imaginemos que podemos disponer de robots que sean más o menos
cálidos (tan cálidos como nos parezca oportuno), con apariencia más humana o menos
(tanto como nuestras investigaciones recomienden teniendo en cuenta los gustos y
preferencias de la gente), con más o menos seguridad y soltura en la voz, más cohibidos
o más extravertidos. Para ello necesitaremos antes conocer bien estos detalles sobre
nuestros gustos y preferencias en cuanto a los robots. Y esto, como ya estamos viendo,
es una de las facetas en las que la investigación actual está haciendo buenos progresos.
Solo nos faltaría entonces aislar el componente crítico de las principales terapias
personalizadas y basadas en la evidencia para poder sustituir muchas de las terapias
personales actuales por terapias virtuales. Seguro que nos sigue pareciendo una herejía,
pero, ¿por qué? ¿Es la calidez de la voz del terapeuta? Eso sería fácil de imitar. Quizá sea
en cambio la calidez de su aspecto, en cuyo caso la idea de un robot-androide de textura
cálida sería un modelo a imitar para determinados problemas: recuerden los famosos
experimentos de Harlow (1958) con bebés de mono que vivían en cautividad, a los que
criaba con una “madre” de trapo o de alambre que sujetaba el biberón; los monitos
mostraban una preferencia clarísima por la madre de trapo y se desarrollaban mucho
mejor con ella.
¿O es quizá el hecho de poder desahogarse con un humano lo importante? No
parece en principio que esto pueda ser la clave. Como ya vimos, muchos datos indican
que las personas nos sinceramos más con los ordenadores que con otros humanos.
Asumimos que el ordenador, y probablemente el robot también, será siempre neutral,
jamás emitirá un juicio negativo sobre nuestra conducta o nuestros deseos; podemos
contarle todo sin miedo, no nos juzgará. ¿Podría ser más bien la sensación de confianza
y de saber qué es lo que más conviene hacer que transmite el terapeuta el principal
ingrediente de la terapia? Esto sería también relativamente fácil de imitar en un buen
terapeuta robótico. Como ya vimos, se intentó con cierto éxito hace ya muchos años con
el programa ELIZA (Weizenbaum, 1966), y lo que han mejorado estas técnicas desde
entonces no deja lugar a dudas de que sería una empresa relativamente sencilla.
¿O es quizá la empatía el componente crítico de la terapia que deberíamos ser

206
capaces de emular antes de poder sustituir al terapeuta-persona por el terapeutarobot?
Sea lo que sea el o los componentes o la interacción de componentes que funcionan en la
solución de unos problemas u otros debemos primero aislarlos, averiguar cuáles son. Una
vez hecho esto, podremos estudiar hasta qué punto algunos de ellos pueden ser
reproducidos por robots y ejecutados a través de Internet, logrando prevenir o curar
determinados trastornos en un número de personas que a día de hoy resulta inimaginable.
El beneficio para la sociedad sería enorme, y para los psicólogos clínicos también, pues
podrían dedicarse de forma mucho más exclusiva a aquellos casos que realmente
requirieran la presencia cara a cara del terapeuta. Si pudieran contar con asistentes
robóticos y asistentes virtuales para aplicar aquellas terapias que hubieran demostrado
funcionar bien por estos medios habríamos dado un paso gigantesco en el avance de la
salud mental y en el camino de asegurar la continua evolución de la mente humana en la
sociedad tecnológica de futuro.

207
Nota bibliográfica

Con el propósito de poner en práctica unos principios ecológicos, económicos y


prácticos, el listado completo y actualizado de las fuentes bibliográficas empleadas por el
autor en este libro se encuentra disponible en la página web de la editorial:
www.sintesis.com.
Las personas interesadas se lo pueden descargar y utilizar como más les convenga:
conservar, imprimir, utilizar en su trabajos, etc.

208
Índice
Portada 2
Créditos 6
Dedicatoria 7
Índice 8
Prólogo 11
1. ¿Adicción a Internet o uso problemático? 14
1.1. Posicionamiento oficial 15
1.1.1. Organismos oficiales, 15
1.1.2. Asociaciones profesionales y DSM-IV, 17
1.1.4. Revistas científicas, 19
1.2. El origen de la adicción a Internet 20
1.3. La importancia de las definiciones y la terminología 25
1.4. El problema de la medida de la adicción a Internet 29
1.5. Las cifras: el carácter incipiente de la investigación 31
1.6. Problemas asociados al uso de Internet 33
1.7. Necesidad de relación social 35
1.8. Sexo, juegos y control de los impulsos 36
1.9. Propuesta de clasificación y posibles soluciones 38
1.9.1. Internautas noveles, 39
1.9.2. Condicionamiento: sugerencias para vencerlo, 41
1.9.3. Cuando el problema no es Internet, 47
2. Internet y salud mental 48
2.1. Efectos de Internet sobre la salud mental 48
2.1.1. El estudio Pittsburg, 49
2.1.2. Investigaciones actuales, 53
2.1.3. Efectos beneficiosos del uso de Internet, 54
2.2. El uso de Internet para mejorar la salud mental 57
2.2.1. Terapia online basada en la evidencia, 57
2.2.2. Miedos, fobias y ansiedades, 60
2.2.3. Realidad virtual y realidad aumentada, 63
2.2.4. Internet y el futuro de la psicología, 68
2.3. El sexo en Internet 72

209
3. Impacto psicológico de los videojuegos 81
3.1. Motivación y rasgos de personalidad de los jugadores habituales 82
3.2. Efectos del juego sobre los procesos cognitivos 86
3.3. Interacciones sociales en los juegos multijugador 92
3.4. Juegos violentos y agresión 96
3.5. Juego excesivo y problemas de juego 101
3.6. Videojuegos terapéuticos 106
3.7. Los videojuegos en la investigación psicológica 108
4. Procesos de aprendizaje en el e-learning 113
4.1. De las máquinas de Skinner a la plataforma Moodle 114
4.2. Actitudes hacia los sistemas educativos online 119
4.3. Búsqueda de información en Internet 124
4.4. Videojuegos educativos 128
4.5. Aprendizaje colaborativo en la Red 132
4.6. Evaluación del aprendizaje online: ¿es el e-learning eficaz? 136
5. Aspectos psicológicos de las redes sociales y la “web 2.0” 140
5.1. Animales sociales 142
5.2. Quién usa la web social y para qué 146
5.3. Consecuencias del uso de las redes sociales 151
5.4. Imagen, identidad y anonimato 152
5.5. Atracción en la Red 157
5.6. Del amor al odio: ciberbullying 162
5.7. Investigación en la Web social 166
6. Conviviendo con androides y robots 173
6.1. Androides y robots en los albores del siglo XXI 175
6.1.1. Algunas preguntas que debemos hacernos, 178
6.2. Roboética 180
6.3. El aspecto físico del robot 184
6.4. La personalidad del robot 188
6.5. Teoría de la mente o la capacidad de ponerse en el lugar del otro 190
6.6. Las emociones en la toma de decisiones 193
6.6.1. Robots que aprenden a interpretar y manejar emociones, 196
6.7. Electrodos, cerebro, mente e Internet 198
6.7.1. Ciborgs, 198
6.7.2. El problema mente-cuerpo y la ilusión de la mano de goma, 200

210
6.7.3. Embodiment (Corporización), 203
6.8. El robot psicoterapeuta 204
Nota bibliográfica 208

211

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