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Catherine Gallagher

“Tiempos difíciles y la somaeconomía de los primeros victorianos”*

No hay alegría en la ciudad de Coketown de Tiempos difíciles. Su gente es infeliz,


como los habitantes de la ciudad en otras novelas industriales, pero la fuente de su
miseria es atípica. Su sufrimiento no parece derivar de las condiciones de vida y de
trabajo poco comunes. Nuestra primera caminata por la mortífera regularidad de
Coketown contrasta de forma reveladora con, por ejemplo, el constantemente obstruido
paso por la caótica suciedad de Manchester en uno de los primeros capítulos de Mary
Barton de Elizabeth Gaskell. Mientras que el narrador de Gaskell nos presenta una
completa pesadilla sanitaria –una calle empapada de orina, llena de montones de basura
y cenizas, y revestida de fétidas y supurantes viviendas en sótanos–, el narrador de
Dickens nos muestra una seca y esquemática premisa en el lugar de un ambiente
humano. Coketown está hecha de figuras casi tan abstractas como las de los odiados
estadísticos, y están expuestas en un párrafo clave con una estructura de frases repetitiva
tan monótona como la de un libro de contabilidad:

[Era] una ciudad de rojo y negro como la cara pintada de un salvaje. Era una ciudad de
maquinaria y altas chimeneas, de las que salían interminables serpientes de humo que se
arrastraban constantemente y nunca se desenrollaban. Tenía un canal negro, y un río que
corría púrpura con un tinte maloliente, y grandes montones de edificios… donde los
pistones de la máquina de vapor trabajaban monótonamente arriba y abajo como la cabeza
de un elefante en un estado de locura melancólica. Contenía varias calles anchas, todas
muy parecidas entre sí, y muchas calles pequeñas aún más parecidas, habitadas por
personas igualmente parecidas entre sí, que entraban y salían a las mismas horas, con el
mismo sonido en las mismas aceras, para hacer el mismo trabajo, y a las que cada día era
igual que ayer y mañana, y cada año la contrapartida del anterior y del siguiente...
No se veía nada en Coketown, salvo lo que fuese rigurosamente productivo.1

En esta novela, el problema más generalizado del industrialismo no son las horas
de trabajo en las fábricas, los bajos salarios, el trabajo infantil, la maquinaria peligrosa, las
viviendas y vecindarios insalubres, la contaminación, el desempleo, el conflicto de clases,
los amos antipáticos o incluso el nexo del dinero. Muchos de estos se mencionan, pero el
problema más generalizado es, simplemente, el trabajo en sí mismo, en su invariabilidad
repetitiva. En Tiempos difíciles, el trabajo, monótono por sí mismo, hace a la gente infeliz.
A diferencia de los economistas políticos, Dickens no hace distinción entre trabajo y labor;
todos los esfuerzos tocados por el trabajo son igualmente desagradables.

Como gran parte de la prosa de Tiempos Difíciles, este párrafo clave lleva el punto
estilísticamente. Es una pieza melancólica de escritura y su melancolía está creada por el
laborioso tedio de los ritmos del párrafo. Además, la uniformidad del modelo de las

* “Hard Times and the Somaeconomics of Early Victorians”, en Catherine Gallagher, The Body Economic. Life, death
and Sensation in Political Economic and the Victorian Novel, Princeton, New Jersey, Princeton University Press, 2008,
pp. 62-85. Traducción de Emilio Bernini, para uso interno de docentes y estudiantes de Literatura del Siglo XIX.
Facultad de Filosofía y Letras. UBA. Segundo cuatrimestre de 2020. [Gallagher llama “somaeconomía” a un tipo de
trama propio de los textos orgánicos de economía política: “[…] las tramas somaeconómicas [son aquellas en las que]
sus narraciones de cómo el placer y el dolor, la felicidad y la infelicidad, el deseo y el agotamiento, estimulan la
actividad económica y son a su vez modificadas por ella” (p. 35). Gallagher diferencias las tramas somaeconómicas de
las “bioeconómicas” [bioecomic plot]: aquellas en las que “la economía hacer circular la Vida”. Véase el cap. 2 de Body
Economic, ibid, pp. 35-61.Nota E.B.]
1
Hard Times, eds. George Ford y Sylvere Monod (New York: W. W. Norton, 1966, 17). Todas las citas que siguen son
de esta edición, cuyos números de página estarán en el cuerpo del texto. [Sigo, en parte, modificándola, la traducción de
Armando Lázaro Ros, revisada por Fernando Galván: Tiempos difíciles, Madrid, Cátedra, 1994; así como la de José
Méndez Herrera, también modificándola: Tiempos difíciles, en Obras Completas IV, Madrid, Aguilar, 2003. Nota E.B.].
oraciones no es sólo un ejemplo de forma imitativa, aunque Dickens seguramente
utilizaba ese dispositivo en las construcciones gramaticales repetitivas (“It was”, “It was”,
“It had”, “It contained” ["Era", "Era", "Tenía", "Contenía"]) y en el asentamiento gradual de
la palabra “like” ["como"] para marcar de semejanzas "fantasiosas" (“like the painted face
of a savage”, “like the head of an elephant” ["como la cara pintada de un salvaje", "como la
cabeza de un elefante"] en un indicador de lo meramente iterativo: “like one another,” “like
one another,” “like one another” ["parecidas”, "parecidas", "parecidas"] (tres veces en una
oración). La prosa no sólo mimetiza la monotonía del ambiente, sino que también anuncia
que la novela es a la vez producto y productora del duro trabajo que parece criticar.
Tiempos difíciles crítica implacablemente con su prosa esforzada y en sus infelices (en
ambos sentidos de la palabra) alegorías. El duro trabajo no es sólo un atributo de la gente
en esta novela; es un modo de representación y un ángulo de visión sobre el mundo en
general.

El narrador establece la conexión entre el trabajo y la melancolía tan plenamente


como dada que nunca siente la necesidad de explicarla. Los casos de personas que son
infelices porque trabajan muy duro se acumulan. ¿Por qué las manos de Coketown están
descontentas? Porque, se nos dice repetidamente, están trabajando incesantemente.
¿Por qué los hijos de Thomas Gradgrind son infelices? Porque están constantemente
forzados a ser "algoológicos" [somethingological]. "La gente no puede eztar ziempre
trabajando; no eztán hechoz para ezo” [“Folkth can’t be alwayth working, thquire. They
mutht be amutht]", dice el Mr. Sleary, el propietario del circo, pero la gente del circo es
extremadamente trabajadora y a menudo debidamente pesimista. Los jinetes, como se los
llama, no son vagabundos ociosos (y por lo tanto potencialmente felices), como imagina el
dueño de la fábrica, Bounderby, sino personas en un oficio regular, de las que los niños
son aprendices a edades muy tempranas, con resultados cómicamente melancólicos:
Josephine, según el narrador, era "una hermosa muchacha de dieciocho años, que había
sido atada a un caballo a los dos años y había hecho un testamento a los doce, que
siempre llevaba consigo, expresando su deseo moribundo de ser llevada a la tumba por
los dos ponis piadosos" (28). El Signor Jupe, el padre de Sissy Jupe, es un ejemplo más
serio de la miseria que se encuentra en el negocio de la diversión. Después de años de
trabajo para entretener a los demás, ya no puede realizar sus trucos sin esfuerzo; cuanto
más duro tiene que trabajar, más infeliz se vuelve, hasta que casi enloquece por la
miseria. Incluso James Harthouse, el diputado vividor, que trabaja en la indolencia e
intenta una de las seducciones más denodadamente determinadas de la literatura inglesa,
encuentra que el trabajo de aparentar no esforzarse nunca causa un considerable
aburrimiento.

Los primeros escritores victorianos que normalmente asociamos con Charles


Dickens rara vez retrataron el trabajo –el trabajo en abstracto– como una actividad que
induce a la miseria y a la que no se debe permitir que domine la vida. Si los románticos,
como vimos en el capítulo 1, afirmaban buscar la autoexpresión y la autorrealización a
través del trabajo, los literatos de la primera época victoriana perseguían ese fin con un
fervor casi religioso. Elogiaron el trabajo como fuente de bienestar y grandeza espiritual,
como atestiguan los numerosos himnos al trabajo, especialmente en los escritos sobre el
industrialismo. “Qui laborat, orat",2 dice la heroína epónima de Sybil, de Disraeli. Y
continúa preguntando a un personaje que sospecha que no trabaja (como en tantas
novelas victorianas, dicho personaje es un abogado): "¿Es suya esa vida de trabajo sin
quejas en la que hay tanta belleza y bondad, que… se considera que incluye la fuerza y la
eficacia de la oración?".3 La heroína de Disraeli se hace eco de un famoso pasaje del Past
2
[N. del T. “El que trabaja, reza”].
and Present, de Thomas Carlyle: "El verdadero trabajo es la religión. . . Admirable fue el
[dicho] de los antiguos monjes, "Laborare est Orare, Trabajar es Rezar".4 Y ni siquiera la
lista más corta de himnos al trabajo estaría completa sin la exhortación de Carlyle en
Sartor Resartus, que a menudo se cita como una expresión definitiva del productivismo
victoriano: "¡Produce! ¡Produce! Si es la fracción infinitesimal más lastimosa de un
producto, ¡prodúcelo, en nombre de Dios! Es lo máximo que tienes dentro de ti: sácalo,
entonces. ¡Arriba, arriba! Lo que sea que tu mano encuentre para hacer, hazlo con todas
tus fuerzas. Trabaja mientras en lo que llamamos Hoy; porque viene la Noche, en la que
ningún hombre puede trabajar".5

Sin duda, Carlyle, el corista victoriano más influyente y entusiasta de los primeros
tiempos en elogio del trabajo duro, nunca afirmó que el disfrute fuera uno de sus efectos.
Mientras que la mayoría del coro, que consistía en voces de todas las clases,
denominaciones, profesiones y persuasiones políticas, cantaba sobre sus felices
consecuencias –la prosperidad, el bienestar y la autonomía que traería–, Carlyle
despreció ese cobarde eudemonismo: "¿No es cierto que toda la miseria, todo el Ateísmo,
como yo lo llamo, de los caminos del hombre, en estas generaciones, se ensombrece
para nosotros en esa indecible filosofía de vida suya: la pretensión de ser lo que llama
'feliz'?".6 Recomendando un "Principio de Mayor Nobleza" en lugar del "Principio de Mayor
Felicidad" del utilitarismo, exhorta a sus lectores a buscar el sufrimiento del trabajo:

Todo trabajo, incluso el de hilado de algodón, es noble; el trabajo es noble por sí solo: sea
eso dicho y afirmado una vez más. Y de la misma manera, también, toda dignidad es
dolorosa; una vida de comodidad no es para ningún hombre, ni para ningún dios. La vida
de todos los dioses se nos presenta como una sublime tristeza –entusiasmo de la batalla
infinita contra el trabajo infinito. Nuestra más alta religión se llama "Adoración del dolor"
(158).

El duro trabajo en Coketown y la concomitante indiferencia por la felicidad, objetos


aparentes de la sátira de Dickens, parecerían estar totalmente de acuerdo con el ideal de
vida humana de Carlyle.7 Por lo tanto, es extraño que Tiempos difíciles, que se presenta
como una sátira explícitamente carlyleana sobre el benthamismo y la economía política,
culpe del culto victoriano al trabajo a la misma gente que era la más inocente de tales
mistificaciones rimbombantes. Acusar a los utilitaristas de celo por el trabajo, como lo
hace esta novela, es especialmente inapropiado, porque Jeremy Bentham, como he
señalado en capítulos anteriores, negó rotundamente que el trabajo poseyera cualquier
gloria intrínseca. En Bentham, de hecho, se encuentran claras anticipaciones del
escepticismo crítico de Tiempos difíciles respecto de las maravillas espirituales del
trabajo. En 1817, Bentham publicó A Table of the Springs of Action, donde afirma
inequívocamente que las personas no obtienen la felicidad del trabajo en sí mismo (sino
sólo de la riqueza que éste crea) y que, por lo tanto, no se puede decir que amen, deseen

3
Sybil or The Two Nations (London: Oxford University Press, 1970, 252).
4
Past and Present, introd. G. K. Chesterton (London: Oxford University Press, 1960, 206).
5
Sartor Resartus: the Life and Opinions of Herr Teufelsdrockh (London: Chapman and Hall, 1871, 136).
6
Past and Present, 159.
7
Para una breve y útil historia de la “felicidad” como el objetivo profesado de la ética y el acuerdo social, véase Darrin
M. McMahon, “From the Happiness of Virtue to the Virtue of Happiness: 400 B.C–A.D. 1780,” Daedalus 133, no. 2
Primavera, 2004: 5–17. Para discusiones filosóficas sobre las posiciones utilitaristas y eudemonistas, véase J. L. Cowan,
Pain and Pleasure: A Study in Philosophical Psychology (New York: St. Martin’s Press, 1968), y Elizabeth Telfer,
Happiness (London: MacMillan, 1980).
u obtengan satisfacción directamente del trabajo: "El deseo de trabajar por el trabajo –el
trabajo considerado como un fin, sin tener en cuenta ninguna otra cosa, es una especie
de deseo que parece apenas tener lugar en el corazón humano".8 Los que elogian el amor
a la riqueza, explica Bentham, dicen amar la "Industria"… y así es como, bajo otro
nombre, el deseo de riqueza ha sido provisto con una especie de carta de
recomendación, que bajo su propio nombre, no se podría haber tenido" (104). Para el
fundador del utilitarismo, el elogio del trabajo era mera palabrería e hipocresía. En su
opinión, además, el trabajo no era simplemente algo neutral, que se promovía
indebidamente a través del elogio. En el gran libro de contabilidad que tenía en mente,
donde equilibraba los dolores con los placeres para calcular la felicidad neta de cualquier
fenómeno, el trabajo se introducía automáticamente en la columna del dolor: "La aversión
–no el deseo– es la emoción, la única emoción, que el trabajo tomado en sí mismo está
capacitado para producir. De cualquier emoción como el amor o el deseo, la comodidad,
que es la negativa o la ausencia de trabajo, la comodidad, no el trabajo, es el objeto"
(104).

Como, según Bentham, somos naturalmente reacios al trabajo, dosis prolongadas


de él resultan inevitablemente, no en el santificado "Dolor" de la imaginación de Carlyle,
sino en una infelicidad mucho menos significativa. Bentham, por lo tanto, parece una
mejor guía que Carlyle para la lógica detrás de la alegoría del melancólico elefante loco
en Hard Times, una imagen para el incesante movimiento de las máquinas de vapor. Estar
trabajando es ser infeliz. Ser trabajador es trabajar continuamente y por lo tanto estar en
una condición sostenida de infelicidad: es decir, de melancolía. Ser trabajador de buena
gana es elegir ser melancólico y por lo tanto estar loco. Cuando Dickens culpa de la
infelicidad de Coketown a su intensa actividad, cuando imagina que el espíritu de la
ciudad es la vitalidad animal torcida en un incesante movimiento rítmico, se adhiere
inconscientemente a la visión de Bentham.

Cuando Carlyle contravino el énfasis utilitario en la felicidad al declarar que sería


más noble abrazar el trabajo, transformando la infelicidad en una imitatio Christi, que
evitar el trabajo en la búsqueda de la comodidad, al menos entendió a Bentham y a Adam
Smith; sabía que el utilitarismo y la economía política, cualquiera cosa que fueran, no eran
evangelios del trabajo. De hecho, la ruptura definitiva de Carlyle con el eudemonismo lo
convirtió en uno de los más consistentes y efectivos anti-benthamitas del período
victoriano temprano. Fue mucho más allá de las quejas comparativamente leves de
Coleridge y Southey acerca de que los utilitaristas confundían la comunidad
[commonwealth] con el bien común [commonweal], quejas que, como vimos en los
capítulos anteriores, a veces invocaban un principio-de-mayor-felicidad-como-mayor-
satisfacción. Nacido en 1795, Carlyle perteneció tanto temperamental como
cronológicamente a la generación más joven de los románticos y compartió su actitud a
menudo despectiva hacia los Poetas del Lago. Coleridge, el primer escritor inglés en
anglicanizar la tradición romántica alemana, fue claramente su antepasado más
importante, y probablemente por esa razón se volvió el objeto de la crítica implacable de
Carlyle: "La charla y especulación de Coleridge fueron el emblema de sí mismo: en ellas
como en él, un rayo de inspiración celestial luchó en un grado trágicamente ineficaz".9
Según Carlyle, Coleridge fue incapaz de llevar luz a Inglaterra, porque no pudo vencer el
deseo afeminado de la comodidad: "El duro dolor, el peligro, la necesidad, el trabajo servil,
formaban parte de todo lo que le resultaba aborrecible" (322). En otras palabras, a pesar

8
Deontology, Together with a Table of the Springs of Action, and the Article on Utilitarianism, ed. Amnon Goldworth
(Oxford: Clarendon Press, 1983, 104).
9
The Life of John Sterling, en Thomas Carlyle’s Works (London: Chapman and Hall, 1885, 4:50–51).
de su aparente anti-utilitarismo, Coleridge siguió siendo un hedonista, hundido en
"indolencias y codicias" (322). Coleridge no estaba a la altura de la tarea de sacar el
Principio de la Gran Felicidad de su dominio en la mente de los británicos porque lo
consintió en la conducta misma de su vida. Irónicamente, evitar el dolor produjo su propia
miseria final, demostrando ser no sólo innoble sino también autodestructivo,

Porque el dolor, el peligro, la dificultad, el trabajo constante y otras desagradables acciones


del destino no pueden ser eludidas por ningún mortal brillante que apruebe su lealtad a su
misión en este mundo; y precisamente cuanto más alto esté, más profundo será lo
desagradable y lo detestable a la carne y la sangre de las tareas que se le han
encomendado; y más pesadas y más trágicas serán sus penas si las descuida (322).

Claramente, Carlyle no las descuidaba. Había reconsiderado la felicidad como una


mera quimera efímera ("La noche viene, nuestra felicidad, nuestra infelicidad –todo ha
sido abolido, ha desaparecido, se ha ido"), y había elevado el trabajo a un principio eterno
("Pero nuestro trabajo… para los infinitos Tiempos y Eternidades, permanece").10

¿Se perdió todo esto en Dickens cuando torció tan notoriamente la lógica del
benthamismo y del carlylismo de modo tal que atribuyó el evangelio del trabajo y el
desprecio por la felicidad del último al primero? ¿Se equivocó Dickens al no prestar
atención a los detalles de la controversia, como han afirmado varios comentaristas? En
1877, E. P. Whipple, por ejemplo, escribió que Dickens era inocente de cualquier
conocimiento de economía política o de utilitarismo, una opinión que ha sido secundada
por muchos.11 Pero, más que conformarse con una mera declaración de ignorancia,
debemos recordar también que entre la muerte de Bentham, en 1834 y la composición de
Tiempos Difíciles, en 1854, el utilitarismo sufrió cambios. Fundamentalmente, en las ideas
de Dickens debe haber sido central el hecho de que la pieza más importante de la
legislación utilitarista, la Nueva Ley de los Pobres (New Poor Law), que entró en vigor con
la muerte de Bentham, produjera miseria a propósito (como un freno a la falta de
previsión), por lo que el supuesto énfasis del radicalismo filosófico en el máximo placer
podría fácilmente haber parecido una cruel ironía. Para el satírico Dickens, siempre en
busca de la hipocresía, las ideas benthamitas sobre la felicidad sólo habrían hecho que
sus políticas punitivas parecieran más atrozmente crueles.

La versión de Bentham del principio de la mayor felicidad había encontrado otros


críticos además de Carlyle, incluso algunos dentro de las filas de los utilitaristas y los
economistas políticos mismos. Mill censuró las limitaciones del cálculo de la felicidad de
Bentham12 en un artículo de 1838:

El hombre nunca es reconocido por [Bentham] como un ser capaz de perseguir la


perfección espiritual como un fin…
El sentido del honor y la dignidad personal, ese sentimiento de exaltación y degradación
personal que actúa independientemente de la opinión de los demás, o incluso
desafiándola; el amor a la belleza, la pasión de los artistas… el amor a la acción, la sed de
movimiento y actividad, un principio apenas de menor influencia en la vida humana que su

10
Past and Present, 161–62.
11
E. P. Whipple, “On the Economic Fallacies of Hard Times”, The Atlantic Monthly, 233, nº. 29 (1877): 353–59.
12
[El felicific calculus de Bentham es un algoritmo para calcular el grado de felicidad que causa una acción específica y
por lo tanto de rectitud moral. Forma parte del objetivo de tratar científicamente las normas morales. Se lo conoce como
cálculo utilitario o cálculo hedonista; la acción más correcta, la más ética, será la que dé un total más alto de puntos. Las
unidades de medida utilizadas en el felicific calculus se denominaban hedons y dolors. Véase, Jeremy Bentham, An
Introduction to the Principles of Morals and Legislation, London, 1789. Nota E. B.]
opuesto, el amor a la comodidad: ninguno de estos poderosos constituyentes de la
naturaleza humana son considerados dignos de un lugar entre las "Fuentes de la
Acción".13

El punto de Mill no es que el principio de la mayor felicidad de Bentham esté


totalmente equivocado,14 sino que su comprensión de los dolores y placeres humanos, los
componentes de la felicidad y la infelicidad, era deficiente; y debemos notar
especialmente que Mill hace espacio aquí para un deseo activo de esforzarse –quizás de
trabajar– en lugar de buscar siempre la "comodidad".

En la década de 1850, entonces, incluso si Dickens sabía que Bentham había


proclamado la felicidad general como la meta de su sistema, podía ignorar ese hecho
sobre la base de que los benthamitas no tenían una comprensión adecuada de lo que
realmente hacía feliz a la gente. O, más precisamente, podría satirizar "la mayor felicidad
para el mayor número" (una formulación que Bentham tomó de Priestley) 15 como una
abstracción sin sentido, asociada con la quimera estadística que a Sissy Jupe le cuesta
tanto comprender:

"Y [Mr. M'Choakumchild] dijo, Ahora, este salón de clases es una Nación. Y en esta nación,
hay cincuenta millones de dinero. ¿No es una nación próspera? Chica número veinte, ¿no
es esta una nación próspera, y no estás en un estado próspero?"…
"Dije que no lo sabía. Pensé que no podía saber si era una nación próspera o no, y si
estaba en un estado próspero o no, a menos que supiera quién había conseguido el
dinero, y si algo de ello era mío. Pero eso no tuvo nada que ver. No estaba en las cifras en
absoluto”, dijo Sissy, enjugándose los ojos (44).

En 1854 ya era un cliché señalar que la prosperidad general dependía de la


distribución de la riqueza, y no de su mera acumulación. 16 De hecho, el propio Bentham
se preocupó por el tema y decidió eliminar la frase final "para el mayor número", de su
formulación del principio de la mayor felicidad, cuando se dio cuenta de que "distribuir una
minoría de 2000 hombres como esclavos entre la mayoría de 2001 promueve la felicidad
del mayor número, pero no la mayor felicidad para el conjunto".17 Pero cuando Sissy
pregunta si alguna de las riquezas eran suyas, señala algo ligeramente diferente a lo
planteado por el principio de la mayor felicidad: ¿por qué los individuos deben identificar

13
“Bentham”, Dissertations and Discussions: Political, Philosophical, and Historical (New York: Henry Holt and
Company, 1874, 1:385).
14
En su ensayo de 1863, “Utilitarismo”, Mill se esfuerza por defenderlo como el único principio moral coherente.
15
En su introducción al Bentham Political Thought (New York: Barnes and Noble, 1973), Bhikhu Parekh explica que
Bentham usó la frase de Priestly en 1776, pero luego la dejó por cuarenta años. Reaparece frecuentemente en sus
escritos entre 1816 y 1829, cuando quitó la frase "el mayor número". [Aunque la frase que Bentham le atribuye a
Priestley no se halló en sus textos, Bentham fue influido por The First Principles of Government and the Nature of
Political, Civility and Religious Liberty, de 1768, de Priestley. Bentham mismo atribuye la frase se atribuye al jurista
italiano Cesare Becaria, que la habría tomado del sensualista Helvétius. Pero está expresada en Francis Hutcheson, en
su Inquiry into the Origins of ours Ideas of Beauty and Virtue (1725) De hecho, prefigurando el felicific calculus de
Bentham, Hutcheson propone una “aritmética moral” para calcular las mejores consecuencias de una acción. Véase,
www.utilitariansm.com. Nota E.B.].
16
Una forma de ver las objeciones de Malthus a la teoría del valor de Smith y más tarde a la despreocupación de
Ricardo sobre el precio de las provisiones es que pensaba que la riqueza podría aumentar sin hacer más feliz a la
mayoría de la gente. Véase, Donald Winch, "Higher Maxims: Happiness versus Wealth in Malthus and Ricardo", en
That Noble Science of Politics: A Study in Nineteenth-Century Intellectual History, Stefan Collini, Donald Winch, John
Burrow eds. (Cambridge: Cambridge University Press, 1983, 63-89).
17
Bentham, Bentham’s Political Thought, 16–17.
su bienestar con el de alguna entidad corporativa, o, para usar los términos de Bentham,
por qué su interés propio debe ser "ilustrado"? Sissy se acerca aquí peligrosamente a
sonar como su supuesto contraste, el joven Bitzer, que enfrenta a Mr. Gradgrind con su
credo benthamita en el final de la novela:

Estoy seguro de que usted sabe que todo el sistema social es una cuestión de interés
propio. A lo que siempre se debe apelar es al interés propio de una persona. Es lo que
usted ha sostenido siempre. Así estamos constituidos. Aprendí ese catecismo cuando era
muy joven, señor, como usted sabe (218).

Bentham nunca planteó con éxito la brecha psicológica entre los cálculos
particulares y los generales, por lo que llegó a confiar en el gobierno para cerrarla. Los
legisladores, argumentó, deberían procurar que los intereses propios particulares tiendan
al bien general, ya que no convergen naturalmente. Dickens no necesita –y como
numerosos críticos de la novela han demostrado, no lo hace– llegar a su propia solución
de este dilema, sino que se conforma con exponer la intraducibilidad tanto de la
prosperidad agregada en la felicidad individual (Sissy) como del bienestar individual en el
bien general (Bitzer).

Además, en el decenio de 1850, como mencioné en el capítulo anterior, muchos


economistas políticos se habían desentendido del principio de la mayor felicidad en su
intento de lograr un enfoque disciplinario. Nassau Senior fijó los "Limits of Science” en
1836, y lo publicó en las tres ediciones posteriores de 1850 de An Outline of the Science
of Political Economy. El pasaje merece una extensa cita aquí porque parece resonar en
toda la sátira de Dickens:

El tema tratado por el economista político… no es la felicidad, sino la riqueza… La tarea de


un economista político no es ni recomendar ni disuadir sino establecer principios generales
que es fatal descuidar, pero que no es aconsejable ni quizá practicable utilizar como única
guía, ni como guía principal, en la conducción real de los asuntos. Mientras tanto, el deber
de cada escritor individual es claro. Empleado como está en una ciencia en la que el error
o incluso la ignorancia pueden producir intensos y extensos daños, está obligado, como un
jurado, a dar la solución verdadera según la evidencia y a no permitir simpatía con la
indigencia, ni repugnancia a la profusión o a la avaricia, ni reverencia a las instituciones
existentes, ni detestación de los abusos existentes… para disuadirlo de declarar lo que
cree que son los hechos, o de sacar de esos hechos lo que le parecen ser las conclusiones
legítimas.18

La búsqueda de Senior de la modestia disciplinaria debía protegerlo de los


"prejuicios desfavorables" que habían surgido contra la ciencia por parecer preferir la
riqueza a la felicidad o la virtud: "Debe admitirse que un autor que al declarar que una
conducta determinada es productiva de riqueza, debe sólo por eso recomendarla… sería
culpable de lo absurdo de implicar que la felicidad y… la riqueza son idénticas. Pero su
error consistiría no en limitar su atención a la riqueza, sino en confundir la riqueza con la
felicidad" (4).

Y, sin embargo –Tiempos difíciles puede ser una indicación de esto– este tipo de
descargas parece haber fracasado, ya que dio la imagen de un esfuerzo para el que eran
requisitos la completa indiferencia moral y la supresión del sentimiento: ni la simpatía ni la
repugnancia, ni la reverencia ni la detestación disuadirán al economista político de

18
An Outline of Political Economy, with Appendices, en The Library of Economics (New York: Farrar and Rinehart,
1938, 2–3).
declarar "los hechos".19 "Ahora, lo que quiero es, Hechos. Enseñad a estos niños y niñas
nada más que hechos", exige Thomas Gradgrind en las palabras iniciales de Tiempos
difíciles, y aunque la siguiente frase –"En la vida sólo se desean hechos”– dice lo contrario
del punto de vista de Senior (esto es, se desea mucho más de lo que la economía política
puede proporcionar), la sátira de Dickens encuentra una garantía en la disposición del
economista político para disociar los hechos y los valores, en primer lugar. En Tiempos
difíciles, las ambiciones disminuidas de la ciencia, que, según Senior, debe "hacer caso
omiso de toda consideración de la felicidad o la virtud" (3), reducen ineluctablemente la
capacidad de sus practicantes para la comprensión humana, restringiendo su inteligencia
a esos estrechos límites.

Toda esta historia discursiva está hecha para trasladarnos a la década de 1850 y
para excusar a Dickens por no parecer darse cuenta de que los benthamitas, más que los
carlylianos, se suponía que se preocupaban por la felicidad. En los años treinta y
cuarenta, el eudemonismo parece haberse fugado de ambos campos. Carlyle se quejó,
distinguiéndose de Coleridge; y Nassau Senior, así como McCulloch, declararon su
irrelevancia para la economía política, distinguiéndose así de Bentham. Estos primeros
victorianos no participaron exactamente en la misma controversia que había ocupado a
sus predecesores inmediatos. El principio de la mayor felicidad era demasiado
insignificante para los propósitos de Carlyle y demasiado ambicioso para los de los
economistas políticos; estaba por debajo de Carlyle y más allá de Senior. Y así, por
razones opuestas, ambos volvieron irrelevante la cuestión de la felicidad.

Esta peculiar convergencia puede, en parte, explicar la melancólica falta de


objetivos de Tiempos Difíciles, su casi completa falta de esperanza narrativa. No se pone
en marcha ni una sola trama que tenga la posibilidad de un resultado agradable o que
prometa alguna gratificación del deseo de placer del lector. A pesar de su estricto
consecuencialismo (sus tres libros, por ejemplo, se titulan "Sembrar", "Cosechar" y
"Acopiar"), no nos da nada que esperar. Nuestras expectativas no se ven frustradas, se
cumplen sombríamente. Parafraseando la propia sátira de Dickens de la literatura
didáctica de su época, todos los pequeños utilitaristas crecen para ser egoístas,
criminales, para morir o para ser estériles. Cualquiera sea el lugar en que hayan
comenzado las tramas matrimoniales (en la historia de Sissy Jupe, por ejemplo, o en la de
Stephen Blackpool y Rachel), se suprimen. En las notas para el capítulo 16, Dickens se
pregunta: "¿Amante para Sissy?" y luego responde, con doble subrayado, "No. Decidir
que no hay amor en absoluto" (236, Norton). En lugar del enfático rechazo de la trama
amorosa, sólo tenemos sus negativos: la fijación incestuosa de Luisa con su hermano, la
disolución del matrimonio Louisa-Bounderby y la amenaza simultánea de una trama de
adulterio. El “Tiempo, el gran fabricante”, para usar la metáfora de la novela sobre su
maquinaria argumental, "sin importar lo que nadie dijera" (69), pone en marcha las
historias de vida con una regularidad mortal y una total indiferencia. A pesar de la sátira de
la novela sobre el trabajo sin sentido y anestesiado, parece impotente para producir o
incluso anticipar el placer al final de su propio proceso. Mi punto no es sólo que Tiempos
difíciles carece de un final feliz, sino incluso que no hace ningún intento de articular los
engranajes de la esperanza y el miedo, la evasión del dolor y la anticipación del placer. En
cambio, se basa en un movimiento inercial, indetenible e inmotivado, para el cual las
metáforas apropiadas son el mero paso del tiempo y la molienda del molino. La economía

19
Para una historia general de la separación entre hechos y valores en el discurso social británico, véase Mary Poovey,
A History of the Modern Fact: Problems of Knowledge in the Sciences of Wealth and Society (Chicago: University of
Chicago Press, 1998). Para una historia del concepto de hecho que enfatiza, como lo hace Senior en la cita, la necesidad
de ponderarlos e interpretarlos como un proceso legal, véase Barbara Shapiro, A Culture of Fact: England, 1550–1720
(Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 2000).
de la lectura, paralelamente a la economía del trabajo, no está impulsada por ninguna
expectativa de placer, y de allí que practique una economía afectiva en la que el impulso
de señalar el paso del tiempo se ha vuelto totalmente independiente de cualquier otro
objetivo.

Sin embargo, la denigración ambiente de la satisfacción como objetivo final,


aunque invadiera la visión subyacente de Dickens, no tiene por qué haber dado lugar a
una narración tan poco comprometida. Después de todo, J. R. McCulloch 20 produjo la
perfecta predisposición afectiva para el lector de novelas victorianas después de
abandonar la idea de que nuestros esfuerzos en la vida económica son recompensados
por conclusiones felices. Su descripción, examinada en el capítulo anterior, de nuestra
motivación a trabajar para acumular más de lo que razonablemente esperamos disfrutar
puede aplicarse fácilmente a la lectura de la novela: "Los vuelos naturales de la mente
humana no son de placer en placer, sino de esperanza en esperanza". Al redefinir el
deseo como un bien en sí mismo y como el estado "natural" de la mente civilizada, y al
insistir en que normalmente nos gratifica más la anticipación que el logro, McCulloch
afirmó que no trabajamos sólo para alcanzar el objetivo del consumo. Tampoco, por
extensión, la gratificación de la lectura se experimenta sólo al final de la narración. En
lugar de una economía impulsada por la simple dialéctica del dolor y el placer, el trabajo y
el consumo, McCulloch imaginó una en la que la sensación del deseo domina y encuentra
objetos meramente temporales para su continuación, descartándolos una vez que se han
ganado, de manera muy parecida a como un lector de novelas se mueve de un episodio a
otro, tan pronto como se resuelve uno se impulsa hacia el siguiente.

Reflexiones de este tipo, que hacen paralelos el deseo insatisfecho en la vida y en


la lectura, estaban ciertamente a disposición de Dickens; desde la publicación de Vanity
Fair [La feria de las vanidades], de Thackeray (1847), habían sido el sustrato de la
compleja ironía de la novela victoriana, y Dickens las exploraría a fondo sólo cuatro años
más tarde en Great Expectations [Grandes expectativas]. Y sin embargo, Tiempos difíciles
se acerca a lo que un victoriano llamó la falacia del "sisifismo", la visión de que las
condiciones industriales modernas imponen "trabajo incesante e inútil", que no admite
ninguna anticipación placentera.21 Esta representación del trabajo no es de ninguna
manera típica de las novelas de Dickens pero, en Tiempos difíciles, parece haber tomado
la idea de que la riqueza depende de una proporción muy alta de no goce para el goce, o
de dolor productivo para un placer improductivo, y la extendió a una trama sobre la
futilidad. ¿Por qué tanta desesperación solo en este libro?; ¿por qué semejante rechazo a
reconocer o a explotar las operaciones del deseo moderno? Dada la necesidad de
Dickens, y de su esfuerzo novelístico, de distanciarse de la dinámica del capitalismo
industrial, ¿por qué ha enfatizado su futilidad y la ha imitado en su modo narrativo?

Podemos empezar a responder a esta pregunta reconociendo primero lo que los


lectores han reconocido desde hace mucho tiempo: Tiempos difíciles es una revelación
transparente del negocio del entretenimiento, el negocio al que supuestamente
pertenece.22 Este proyecto de auto-legitimación –que justifica la "fantasía", la

20
[Economista escocés de la escuela de Ricardo que la autora estudia en el cap. 2 del libro. Nota E.B.]
21
En "Sísifo", el OED [Oxford English Dictionnary] cita a G. R. Porter, Bastiat’s Popular Fallacies (1846): "Rogamos
al lector que nos disculpe si, en adelante, designamos este sistema con el nombre de Sísifo"; y cita a Reade, Never Too
Late (1846), I, 231: "Los antiguos imaginaban torturas particularmente cuando se ocupaban de la naturaleza, la de Sísifo
a saber. . . Hemos hecho que el sisifismo sea vulgar".
22
El trabajo más informativo y mejor desarrollado sobre este tema es el de Paul Schlicke, Dickens and Popular
Entertainment (Londres: Allen y Unwin, 1985, 137-89). Schlicke sitúa el retrato del circo de Dickens en Tiempos
difíciles en los contextos tanto de los cambios en el entretenimiento popular en la Gran Bretaña del siglo XIX como de
"imaginación" y la "diversión"– tiende, en efecto, a anular los otros compromisos
ideológicos de la novela. Sin embargo, lo que no se ha notado es que la novela, en un
movimiento particularmente audaz, monta su defensa de la actividad imaginativa en el
propio territorio del enemigo, desarrollando así su propia razón de ser en términos
político-económicos.23 Aparentemente incapaz de validar la diversión por sí misma,
Tiempos difíciles representa la somaeconomía de la provisión de placer, y al hacerlo
retoma y trabaja dos de los conceptos cuya historia he estado rastreando: (1) la
expansión teórica de la categoría de trabajo [labor]; y (2) las implicaciones afectivas de la
teoría del valor-trabajo. La novela de Dickens imagina la melancólica confluencia de estas
dos ideas. Mientras que economistas políticos como McCulloch trataban esos conceptos
por separado, sin parecer darse cuenta de las implicaciones que tenían entre sí, Dickens
los unió narrativamente, y su novela es, en consecuencia, una visión profunda de los
paradójicos pronunciamientos de la disciplina sobre las sensaciones económicas.

Todos los personajes de Tiempos Difíciles trabajan; no hay excepciones. La novela


se adhiere así a una de las innovaciones de la economía política, introducida –como
hemos visto– por Adam Smith en el mismo acto de distinguir entre trabajo productivo e
improductivo: todo el mundo es una especie de trabajador, desde "el soberano… con
todos los oficiales tanto de la justicia como de la guerra que sirven bajo su mando", hasta
las profesiones e incluso "jugadores, bufones, músicos, cantantes de ópera, bailarines de
ópera, etc.".24 Antes del auge de la economía política, no era normal ver cada ocupación
como trabajo. Ciertamente, se suponía que todo el mundo tenía un puesto y un deber, tal
vez incluso una vocación, pero muchos eran considerados exentos de trabajo per se.
Aquellos que gobernaban, planificaban, dirigían, invertían, así como aquellos que se
ganaban la vida, se contrastaban generalmente con aquellos que trabajaban; no se
pensaba en los primeros como tipos diferentes, es decir, tipos improductivos de
trabajadores.

Incluso mucho después del auge de la economía política, la descripción de Smith


de casi todo el mundo como una especie de trabajador era inusual. Para muchos
victorianos, su lista deliciosamente ecléctica habría parecido una lista de vagos, parásitos
y vagabundos. En efecto, los críticos de la economía política, que eran los más
entusiastas de las ventajas espirituales del trabajo, eran especialmente aptos para
definirlo de manera más exclusiva. Carlyle, por ejemplo, divide el mundo en trabajadores y
no trabajadores (unworkers),25 una categorización que seguramente debe algo a la
distinción de Adam Smith entre trabajo productivo e improductivo y, sin embargo, niega
que casi todos trabajan. John Ruskin, por nombrar otro de los críticos de la economía
política ortodoxa, abarcó todas las actividades en un continuo que iba desde la mejora de
la muerte a la mejora de la vida, o desde el trabajo negativo al positivo. El trabajo
negativo, escribe en Unto This Last, produce la muerte, el trabajo positivo produce la vida,
y la ociosidad es neutral respecto a la vida y la muerte. Los asesinos y las madres son,
por lo tanto, sus típicos ejemplos de trabajadores negativos y positivos (ciertamente no es

la trayectoria de la carrera novelística y periodística de Dickens. Suscribe la idea recibida de que "Dickens presenta el
circo en oposición polar a las perversidades de la escuela y de la fábrica" (143), aunque advierte el aspecto comercial de
la empresa.
23
Se ha observado que la recomendación dickensiana del entretenimiento es una respuesta inadecuada a los problemas
de la sociedad industrial. Véase, por ejemplo, John Holloway, “Hard Times: A History and a Criticism”, en Dickens and
the Twentieth Century, ed. John Gross and Gabriel Pearson (London: Routledge and Kegan Paul, 1962, 159-74).
24
Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations (Oxford: Clarendon Press, 1976, 1:331).
25
Past and Present, especialmente libro 3, capítulo 8.
una forma normal de pensar sobre el tema). Aunque no da ejemplos de holgazanes,
insiste en que existen teóricamente, ya que cualquier continuo negativo-positivo debe
tener un punto cero. En suma, los críticos victorianos de la economía política parecen
haberse inspirado en, y haber sido desafiados por, el carácter inclusivo de la categoría de
trabajo, inspirados para llegar a sus propias redefiniciones idiosincrásicas y desafiados a
imponer algún orden moral en esta clasificación económica.

Sin embargo, en Tiempos difíciles, Dickens no cruza la categoría de trabajo con


distinciones éticas ni la adapta para excluir determinadas ocupaciones, clases o géneros.
La novela se hace eco de la inclusión casi cómica iniciada por Smith, en Wealth of
Nations, al representar a Mrs Sparsit, los niños de Gradgrind, Stephen Blackpool y los
jinetes, todos como una especie de trabajadores, y esta coherencia ayuda a explicar la
famosa unidad de visión de la novela. En opinión de Adam Smith, ni los reyes ni los
mendigos escapan al destino del trabajo; y lo mismo podría decirse de los habitantes de
Coketown. Mrs. Sparsit, por ejemplo, ejemplifica graciosamente el punto de vista de Smith
trabajando incluso siendo aristócrata, recreando su pedigree por un salario anual (por
consentimiento mutuo no reconocido como tal), pagado por Mr. Bounderby. Así, la
"aristocracia no trabajadora" de Carlyle es presionada al servicio de una "aristocracia
trabajadora". Además, en lugar de hacer distinciones morales entre los tipos de trabajo,
Dickens parece decidido a establecer paralelismos: Bounderby y Sleary, y Stephen
Blackpool y Mrs. Sparsit son sólo dos de los improbables pares que la novela une,
imaginativa y temáticamente, sobre la base de las similitudes en sus relaciones laborales
y económicas. Ciertamente hay distinciones morales que separan a los dos personajes en
cada uno de estos pares, pero los personajes son, en un caso, igualmente laboriosos en
su propio trabajo y en el de los demás, y en el otro caso, igualmente laboriosos en el
servicio de su empleador. En resumen, el sentido de Dickens de la capacidad y
neutralidad moral de la clasificación "trabajador" se asemeja más a la de Adam Smith que
a la de Carlyle.

Además, su aparente reticencia a establecer incluso la distinción que Smith elaboró


en su famoso pasaje –la diferenciación productiva/improductiva que era crucial, como
vimos en el último capítulo, para las consideraciones de la sensación económica– no
representa una ruptura con la economía política sino más bien una alineación con el
mismo pensador al que una vez se refirió como "ese gran magnate de los impostores,
Master McCulloch".26 De hecho, si no fuera tan inverosímil que Dickens pudiera haber
leído los Principles of Political Economy, de McCulloch, se podría especular que su crítica
de las categorías de Smith inspiró Tiempos difíciles. Argumentando a favor de "la
productividad del trabajo de los actores, cantantes, bailarines de ópera, bufones, etc.", el
economista político explica:

El gusto por los entretenimientos que se ofrecen tiene exactamente el mismo efecto en la
riqueza nacional que el gusto por el tabaco, el champán o cualquier otro lujo. Deseamos
estar presentes en sus exhibiciones; y, para conseguir la entrada, pagamos el precio o el
equivalente que ellos exigen por sus servicios. Pero este precio es… el resultado de la
industria. Y de ahí que los entretenimientos que estas personas se permiten –aunque
parezcan insignificantes para los cínicos y los soi-disant moralistas–, crean nuevos deseos,
y al hacerlo, necesariamente estimulan nuestra industria para procurar los medios para
gratificarlos. Por lo tanto, son incuestionablemente una causa de producción; y es muy

26
“A John Forster”, 12–14/8/1855, The Letters of Charles Dickens, eds. Madeline House, Graham Storey, Kathleen
Tillotson (New York: Oxford University Press, 1965, 7:687).
parecido a una perogrullada decir que lo que es una causa de producción debe ser
productivo.27

Perogrullada o no, Tiempos difíciles se esfuerza por demostrar un punto similar,


aunque el énfasis de la novela es ligeramente diferente:

Exactamente en la proporción en que trabajaron larga y monótonamente [dice el narrador],


el deseo creció dentro de ellos por algún alivio físico –algún tipo de esparcimiento, que
fomente el buen humor y el buen espíritu, y que les dé un desahogo, algunas vacaciones
reconocidas..., alguna ligera torta ocasional… este anhelo debería ser satisfecho sin
tardanza o de lo contrario sobrevendrían inevitablemente conflictos (19).

La equitación es menos un estímulo explícito al deseo de los trabajadores en este


pasaje que una liberación de la frustración acumulada por el exceso de trabajo, pero la
“torta ligera" en la diversión de Sleary, sin embargo, complementa y recompensa el trabajo
y, según el argumento implícito, debe por lo tanto formar parte de su reproducción. El
contraste que este pasaje presagia ("este anhelo debería ser satisfecho sin tardanza o de
lo contrario sobrevendrían inevitablemente conflictos") entre el entretenimiento
"estimulante" y la desalentadora reunión sindical que sigue a su salida de Coketown,
refuerza además el papel estimulante que el circo desempeña en el proceso productivo.
Cuando Sleary llega a la ciudad, la gente trabaja; cuando sindicalista llega, hacen huelga.

Tiempos difíciles se alinea con otras redistribuciones de la frontera


productivo/improductivo también. La compleja discusión de Mill en sus Principles of
Political Economy pone como ejemplo la acumulación de habilidades como un tipo de
trabajo productivo porque, "debemos considerar como productivo todo el trabajo que se
emplea en la creación de utilidades permanentes, ya sea encarnado en seres humanos, o
en cualquier otro objeto animado o inanimado".28 Y Mill también se dirige a los artistas
para ilustrar su punto. El jugador que aprende su oficio, escribe, trabaja de forma
productiva. Como vimos en el último capítulo, Mill finalmente se aleja de esta posición, en
parte porque parece absurdo afirmar que mientras que el jugador practica para adquirir su
habilidad se dedica a un trabajo productivo, mientras que su demostración de esa
habilidad en una actuación pública (porque "no deja nada atrás") es improductivo. Pero
Mill no da una razón convincente para esto; se podría concluir fácilmente de su discusión
que tanto la adquisición como la exhibición remunerada de su habilidad en una actuación
son un trabajo productivo.

Al menos un lector contemporáneo de economía política concluyó que la distinción


debe basarse en si el trabajo produce o no una ganancia, además de un salario, es decir,
si aumenta o no el capital. Las copiosas notas de Karl Marx sobre lo que otros
economistas políticos dijeron sobre el trabajo productivo e improductivo, cuyo fruto sería
El Capital, señalan numerosas inconsistencias en los economistas políticos cuando
intentan fundamentar la diferencia en alguna cualidad intrínseca del trabajo o su producto.
La única manera de hacer que su teoría sea consistente, señala Marx, es admitir que la
distinción depende de la situación en la que se realiza la actividad: "Un actor, por ejemplo,
o incluso un payaso… es un trabajador productivo si trabaja al servicio de un capitalista
(un empresario) al que devuelve más trabajo del que recibe de él en forma de salario". 29

27
J. R. McCulloch, Principles of Political Economy (London: Ward, Lock, 1886, 215).
28
John Stuart Mill, Principles of Political Economy in Collected Works of John Stuart Mill (Toronto: University of
Toronto Press, 1963–91, 2:48).
29
Theories of Surplus Value, vol. 1 (Moscow: Progress Publishers, 1968, 157).
Tiempos difíciles está igualmente interesado en transformar a los que se dedican a
actividades de entretenimiento en trabajadores, aunque recomienda ostensiblemente que
sus trabajadores se diviertan. Convertir a los primeros en trabajadores en principio parece
un error de categoría de Gradgrind:

"Veamos, Cecilia Jupe: ¿qué es tu padre?" "Se dedica a la equitación, si le parece, señor".
Mr. Gradgrind frunció el ceño, e hizo un gesto con la mano rechazando esa objetable
profesión. "No queremos saber nada de eso aquí. No debe hablarnos de eso aquí. Tu
padre doma caballos, ¿no?". "Si le parece, señor, cuando pueden conseguir algo para
domar, doman los caballos en el escenario, señor". "No debe hablarnos aquí del escenario.
Muy bien, entonces. Describe a tu padre como un jinete. Me atrevo a decir que es un
médico de caballos enfermos". "Oh, sí, señor". "Muy bien, entonces. Es veterinario,
herrador y jinete" (2-3).

La ironía de este intercambio es que, en nombre de la descripción de los hechos, al


describir al padre de Sissy Jupe en términos apropiados para la escuela (el "aquí" tan
frecuentemente enfatizado), Mr. Gradgrind inventa un Signor Jupe improbable. Lo hace
quitando todo lo que podría haber sido pensado como lúdico en la equitación y traduce lo
que queda en una serie de vocaciones relacionadas con los caballos. La redefinición
funciona temáticamente para establecer un contraste obvio: el circo es realmente lúdico,
pero los habitantes de Coketown intentan adecuarlo a su propia imagen del trabajo.

Sin embargo, este contraste se derrumba pronto cuando el utilitarista entra en la


guarida de los jinetes, y la novela se vuelve un intento de convertir a los que viven en el
circo en trabajadores productivos como lo había intentado antes Gradgrind. El diálogo en
la escena paralela posterior destaca que todos los circenses habían sido aprendices
desde el principio, y que sus cuerpos están formados por su trabajo. Mr. Childers parece
ser la mitad superior de un centauro, con piernas cortas y musculosas y rodillas rígidas,
expresando así el hecho de que siempre estuvo a caballo. La voz de Sleary es, según
explica él mismo, "un poco ronca y difícil de entender por los que no me conozen; pero, si
uzted de joven hubiera pasado tantaz vezes del frío al calor, del calor al frío y del frío al
calor en el escenario, como yo lo hize a menudo, zu voz se habría apagado, zeñor, no
menos que la mía" (28). El impedimento del habla de Sleary, que el novelista parece
explotar cuando se da cuenta de que no estamos ante un libro muy entretenido, se nos
presenta aquí como una malformación vocacional. Todos los miembros de su troupe
trabajan, maridos y esposas, padres e hijos. Incluso los niños hacen "el espectáculo de
las hadas cuando es necesario" (27). Y lo hacen para beneficio de Mr. Sleary, a quien
vemos por primera vez como "una robusta estatua moderna con una alcancía en su
costado, en un nicho eclesiástico de la temprana arquitectura gótica".

Tiempos difíciles refuerza la idea de que lo que se considera trabajo productivo


cambia con la situación en la que se realiza una actividad, cuando hace un paralelo entre
la escena de la escuela de Sissy y la de Gradgrind. Así como Sissy tuvo que aprender un
nuevo vocabulario en la escuela para describir el trabajo de su padre, Gradgrind tiene que
aprender uno nuevo para entender qué habilidades componen el aparente juego del
payaso, es decir, su trabajo entre los jinetes.

"Jupe [explica uno de ellos] no ha dado pie con bola muy seguido, últimamente."
"Que no ha dado… ¿qué?", preguntó Mr. Gradgrind…
"Anoche intentó cuatro veces la soga y no lo logró ni una sola", dijo Master
Kidderminster. “Tampoco dio pie con bola con las banderas y estuvo flojo en su
salto." "No hizo lo que debía hacer. Era corto en sus saltos y malo en sus caídas",
interpretó Mr. Childers. "¡Oh!" dijo Mr. Gradgrind, "eso es no dar pie con bola,
¿verdad?" (23).

Ciertamente este intercambio es carnavalesco; la jerarquía social normal se invierte


y Mr. Gradgrind se siente humillado por tener que hablar la jerga divertida del circo. Pero
la jerga también es una señal de que la equitación es una ocupación regular, con su
propio vocabulario profesional y estándares de éxito y fracaso que podrían ser impuestos
con bastante dureza. La descripción posterior de Sissy de la humillación de su padre
implica que sus compañeros lo acosaron por su incompetencia.

El paralelismo sugerido entre el ostracismo y la eventual huida de Jupe y el del


héroe de la clase trabajadora de la novela, Stephen Blackpool, subraya las similitudes
entre la equitación de Sleary y la fábrica de Bounderby. Lejos de ser más imaginativos y
comprensivos que los hilanderos de algodón, los trabajadores de la empresa de Sleary
parecen estar más cruelmente decididos a proteger los beneficios de su amo expulsando
las manos improductivas. La fábrica puede obtener mayores beneficios, pero no porque
los artistas de circo sólo estén jugando.30

Dickens, en suma, está tan empeñado en representar a los jinetes como


verdaderos trabajadores que sacrifica la oposición trabajo/diversión: los artistas de circo
se reconfiguran como trabajadores y el contraste entre la fábrica y el circo se convierte en
un paralelo. Puesto que es inverosímil que Dickens intentara, como Harriett Martineau,
ilustrar un principio de economía política en este episodio, y puesto que no glorificaba el
trabajo en sí, ¿por qué transformó a los artistas de circo en trabajadores? La respuesta es
fácil de dar: los transformó porque suscribió, como casi todos los demás victorianos, la
proposición de que el valor deriva del trabajo, que el trabajo hace la riqueza de las
naciones. Probablemente no consideró que esta asunción era un reflejo de un principio
fundamental de los economistas políticos. Se basó en ella espontáneamente, como si
fuese un elemento autoevidente de sentido común, para sustentar su propósito polémico.
Dickens deseaba demostrar que el trabajo de los entretenedores (como él mismo) es una
contribución positiva, más que un drenaje, a la riqueza de Inglaterra. Para mostrar que los
productos y servicios de esta empresa son valiosos, Dickens asume que debe sostener
que son el resultado del trabajo, al igual que los productos y servicios de cualquier otra
empresa, y por lo tanto llega a confiar en el concepto más fundamental de sus supuestos
adversarios: la teoría del valor-trabajo.

Si tenemos presente que se pensaba que el trabajo producía valor no a pesar de,
sino por su displacer, podemos ver por qué Tiempos Difíciles debe penetrar en la dura
realidad del trabajo de los jinetes de circo, detrás de sus placenteras ilusiones. Como he
señalado en capítulos anteriores, la teoría del valor-trabajo puede parecer indiferente al
estado subjetivo del trabajador, pero sin embargo supone un cálculo en el que los dolores
de la producción se contraponen a los placeres de la remuneración y el consumo. Si el
trabajo fuera en sí mismo un placer, los cálculos económicos no estarían motivados; los

30
Otros han argumentado que los victorianos generalmente justificaban el juego en términos de trabajo. Por ejemplo,
Peter Bailey, en Leisure and Class in Victorian England (Nueva York: Methuen, 1987), aporta muchas pruebas de la
racionalización y la disciplina del juego en el período. Sin embargo, J. Jeffrey Franklin señala de manera convincente,
en Serious Play: The Cultural Form of the Nineteenth-Century Realist Novel (Philadelphia: University of Pennsylvania
Press, 1999), que los victorianos simplemente tenían un modelo de juego diferente al de sus antepasados. Ve la
teatralidad y la escritura de novelas como formas de "juego serio", pero desafortunadamente no trata las novelas de
Dickens. Como observa Jeffrey, si el siglo XIX tuvo dificultades con el juego, fue sin embargo el siglo en el que el
juego fue "puesto en discurso" (19) y en el que fue vinculado al arte y la cultura por personas como Schiller, Kant,
Nietzsche y Matthew Arnold, en una tradición que culminó en Homo Ludens: A Study of the Play-Element (1938) de J.
Huizinga.
productores no se preocuparían de ser eficientes o de registrar las horas de trabajo que
entran en un producto, porque el telos de la producción-placer se lograría en el hacer
mismo.

En su intento de hacer respetable el negocio del entretenimiento, Tiempos Difíciles


vuelve a trazar esta lógica familiar. Para ser estimable, una empresa debe contribuir a la
riqueza de la nación; para contribuir, debe emplear trabajadores productivos, cuyo trabajo
es una fuente de valor; para ser artistas trabajadores, no sólo deben esforzarse sino
también registrar, como señaló Mill, "todos los sentimientos de tipo desagradable, todos
los inconvenientes corporales o molestias mentales relacionados con el empleo de [sus]
pensamientos o músculos, o ambos, en [su] ocupación particular" (25). El pequeño
performer Master Kidderminster, por ejemplo, trabaja representando a un niño en una
obra; sin embargo, en su tiempo real de ocio, no se dedica a dar volteretas sino a
pavonearse con un cigarro en la boca, vestirse de dandy y apostar en carreras de
caballos. El desenmascaramiento de Kidderminster como un adulto duro y bastante
belicoso, que tiene poco parecido con el adorable, saltarín cupido que personifica,
demuestra que el trabajo en sí, por muy alegre que parezca, no es una realización
placentera de la propia naturaleza.

Sin embargo, al defender la legitimidad del circo a través de esta invocación de la


teoría del valor-trabajo, Dickens hace más que repetir una lección de economía política: la
extiende hasta que sus rarezas y sus paradojas se hacen evidentes. McCulloch había
visto a los aficionados como trabajadores productivos porque sus esfuerzos estimulaban
la industria de otros, pero Dickens va más allá para explicar las implicaciones afectivas de
clasificar a los artistas de circo como trabajadores, y en el proceso revela algo acerca de
la teoría del valor-trabajo que de otra manera podría haber permanecido oculta. Si vemos
el circo desde el hogar, se puede notar que el trabajo está definido circunstancialmente y
no tiene (a pesar del énfasis en el sufrimiento) atributos intrínsecos. La misma actividad
es un juego o una diversión en un conjunto de circunstancias, y en otro, es un trabajo.
Incluso, cuando la actividad se inscribe en el marco de las relaciones económicas que la
hacen un trabajo, su valencia emocional cambia, y cruza un límite en la imaginación
cultural, pasando de un reino llamado libertad a otro llamado necesidad. Esta línea de
pensamiento da un giro inesperado a la teoría. En lugar de descansar sobre un lecho
estable de sensaciones, en Tiempos difíciles, la diferencia entre el trabajo y el ocio parece
en realidad producir esas sensaciones: cualquier esfuerzo particular sería agradable o
desagradable dependiendo de sus relaciones económicas contextuales. El dolor y el
placer, parece insinuar la novela, no son los datos en bruto de un cálculo de felicidad, sino
que permanecen latentes en las actividades y despiertan en respuesta a un contexto
económico. La conciencia de la productividad de la actividad de uno, en otras palabras,
intensifica la sensación de dolor y la convierte en la emoción de la infelicidad.

La singularidad de la gente del circo en Coketown, por lo tanto, proviene no de su


carácter lúdico sino de la forma en que tienen una conciencia especial de esta naturaleza
situacional del trabajo. Si una de las cosas necesarias para la infeliz sensación de trabajo
es la comprensión de que se está trabajando, el trabajo de los artistas de circo exige una
doble dosis de esa conciencia; se debe sentir que, en primer lugar, se está trabajando, y
luego sentir la necesidad de controlar cualquier manifestación externa del sentimiento.
Para plantearlo en forma menos abstracta, lo que es cómico pero sin embargo
conmovedor acerca de los artistas de circo es que, a diferencia de otros trabajadores,
deben trabajar aparentando que se divierten. Ya que su trabajo proporciona el ocio del
público, debe ser presentado bajo el aspecto de la diversión. Master Kidderminster
jadeando y chorreando sudor difícilmente podría constituir "el principal deleite de la
porción materna de los espectadores". La perfomance competente de un artista, insiste la
novela, parecerá no sólo sin esfuerzo sino también feliz. Sólo los fracasos como el de
Signor Jupe manifiestan el trabajo; sólo los entretenedores incompetentes manifiestan el
signo seguro del trabajo: la infelicidad. El miserable payaso, el padre de Sissy, a quien
nunca encontramos directamente pero que parece rondar los márgenes de la novela, es
un emblema adecuado del verdadero pero oculto estado de quien trabaja para divertir. El
payaso llorón –cuyos descendientes, como el Pagliacco de Leoncavallo, iban a asumir la
condición de héroes existenciales a principios de siglo– expresa la tristeza endémica,
oculta y por lo tanto profunda, de quienes trabajan para hacer reír a la gente. Manifiesta el
cansancio de la alegría impuesta y la disonancia afectiva que resulta de figurar
incesantemente el trabajo en la diversión y la diversión en el trabajo. No es de extrañar,
entonces que, en Tiempos Difíciles, el payaso, como el metafórico elefante de la fábrica,
se vuelva "melancólicamente loco".31

***

"Estoy loco en tres partes, y la cuarta es delirante, con perpetuo apuro en Tiempos
difíciles", escribió Dickens cuando se acercaba al final de la composición de la novela.
¿Podría el payaso triste y medio loco ser un emblema para algún entretenedor específico
que también frecuenta los márgenes de Tiempos Difíciles?32 En numerosas cartas de la
primera mitad de 1854, Dickens se queja de la severa carga de trabajo de su vida. Está
"aplastado" desde el principio del escrito (febrero de 1854), "aturdido por el trabajo"
mientras continúa (14 de julio de 1854), y "agotado" (17 de julio de 1854) al final. Incluso
los intentos de fuga tienen un espantoso propósito utilitarista: "Pero vayamos a algún
lugar, digamos al lugar público junto al Támesis, donde esos perros actores van por la
noche. Creo que el travesti puede serme útil y que puedo sacar algo de tal expedición"
(junio de 1854; énfasis añadido).

Sin embargo, la incesante infelicidad es, después de todo, un signo de trabajo


productivo; así, aunque la piedad de Dickens parece haberse reservado casi
exclusivamente para él durante estos meses, su ira se enciende contra aquellos que dan
a entender que su actividad no es laboriosa. En una carta a Peter Cunningham, que había
sugerido, en Illustrated London News, que Dickens tuvo la idea de Tiempos difíciles
durante una visita a Preston a finales de enero, insiste indignado en que tal afirmación
acorta el tiempo de planificación de la novela: "Alienta al público a creer en la posibilidad
de que los libros se produzcan de esa manera tan repentina y arrogante (como el pobre
Newton solía fingir que producía los elaborados dibujos que hacía en su locura, guiñando
el ojo a su mesa)" (275). Sea cual sea el proceso, la planificación requiere tiempo y
esfuerzo. Aunque se hiciera en un estado de frenesí insano, la analogía de Dickens insiste
en que –aunque más tarde pareciera inexplicable a la mente lúcida y consciente– no
obstante era un trabajo, un trabajo de buena fe que lo hace a uno tan auténticamente
miserable como cualquier otro tipo de trabajo: "Estoy en un estado lúgubre", atestigua en
otra carta, "planeando y planificando la historia de Tiempos difíciles" (18 de abril de 1854).

31
De las pruebas aportadas por Paul Schlicke se podría concluir que el payaso secretamente miserable ya era una figura
tradicional a principios del siglo XIX: "Los payasos son casi invariablemente descritos en su vida privada como el más
taciturno y sobrio de todos los actores, y John Ducrow, al igual que Jupe, tenía dos personajes totalmente distintos: el
juguetón chiflado del anillo que estaba destrozado por la enfermedad y murió prematuramente" (167).
32
En la edición crítica de Norton, la infelicidad del autor está registrada en las cartas que figuran como apéndice. Todas
las cartas que siguen, están citadas en 274-77.
Entre la locura de Newton y la pesadumbre de Dickens, parecería que, especialmente, el
trabajo creativo de los más grandes genios fue un trabajo "alienado", tanto en el sentido
arcaico de estar más allá de la voluntad y la razón como en el sentido más moderno de
ser coaccionado.

Como sugiere la alusión de Dickens a Newton, su propia filiación con el payaso


llorón, su imagen de sí mismo como un sombrío esclavo en el negocio del
entretenimiento, fue reforzada por una tradición de pensamiento mucho más antigua que
la economía política: una tradición que se remonta al menos a Aristóteles, que identificó la
melancolía como la enfermedad característica de los autores. “¿Por qué es, preguntó
Aristóteles, que todos los hombres que se han destacado en la filosofía… la poesía o las
artes son melancólicos?". El hecho de que las ocupaciones literarias resulten infelices fue
también el estribillo de la satírica Anatomy of Melancholy de Burton, que fue retomada y
elaborada por numerosos médicos y escritores del siglo XVIII. Ninguno de los principales
novelistas varones del siglo XVIII escapó al diagnóstico. “La fatiga de la mente y el gran
esfuerzo de sus poderes a menudo dan origen a esta enfermedad, y siempre tienden a
aumentarla. Los espíritus más finos se desperdician por el trabajo del cerebro: el filósofo
se levanta de su estudio más agotado que el campesino cuando deja su trabajo; sin el
beneficio que tiene del ejercicio", explica un médico del siglo XVIII.33 El ensayo de Isaac
D'Israeli sobre "The Maladies of Authors” llevó esta tradición al período victoriano, por lo
que no es sorprendente que cuando la rutina semanal de Household Words comenzó a
parecer opresiva para Dickens y sobrevino la melancolía, describió su condición en el
lenguaje del siglo XVIII: "Los susurros hipocondríacos me dicen que estoy bastante
sobrecargado de trabajo", informó a su amigo y biógrafo Forster a finales de 1853. 34

Antes del siglo XVIII, se imaginaba que el autor melancólico sufría de estrés
intelectual (la actividad intelectual aún no se identificaba como trabajo) y de demasiada
soledad. Se le aconsejaba que se dedicara al comercio con otros para no pensar en sus
propias necesidades. Pero la conversión de la autoría en un trabajo comercial
ampliamente reconocido (que tuvo lugar lentamente durante el siglo XVIII) y su posterior
transformación en un trabajo socialmente funcional, destruyeron este remedio. Para
Dickens la autoría seguía siendo fatigosa, pero como también era una empresa comercial
rodeada de una red de consideraciones sociales y económicas, la sociabilidad por sí
misma no podía servir de contrapeso. En efecto, el peso de la responsabilidad social y
comercial, la nueva laboriosidad de la autoría, se convirtió en una miseria añadida, no en
una fuerza compensatoria. En Tiempos difíciles, gracias a la deplorable ciencia, la
melancolía se democratiza y la enfermedad del autor se vuelve incurable.

Probablemente Dickens haya visto su melancolía como una marca de distinción


intelectual y una prueba de su productividad; paradójicamente eso era tanto lo que lo
diferenciaba de la masa como lo que lo vinculaba a la gran masa trabajadora de la nación.
El relato político económico del trabajo y la antigua tradición de la melancolía del escritor
se encuentran en Tiempos difíciles para crear un personaje autoral virtuoso y miserable.
Nuestro sentido de que se trata de un autor no feliz se verifica en la correspondencia de
Dickens, pero inicialmente está producido en los ritmos de las frases, en la eficacia inútil
de la narración, en la repetición de las alegorías, en la monotonía de la motivación, en
suma, en la notoria falta de diversión en la novela. Esa falta está estrechamente ligada a
la apología del entretenimiento que enfatiza su (fallido) objetivo recreativo. Dickens se

33
John Hill, Hypochondriasis, A Practical Treatise, introd. G. S. Rousseau (Los Angeles: Williams Andrews Clark
Memorial Library, 1969, 6). Publicado por primera vez en 1766.
34
The Life of Charles Dickens (London: Chapman and Hall, 1874, 443).
presenta en esta novela como alguien que ha descubierto que, al tratar los temas de la
novela responde, no a las necesidades de su propia imaginación, sino a las de otros que
"deben ser entretenidos", y la omnipresente melancolía registra y resiste la imposición.
Alguna parte de este usualmente exuberante autor parece estar en huelga en Tiempos
difíciles, y sin embargo los mismos signos de su rebelión son una revelación sobre la
experiencia victoriana del trabajo.

***

Aunque esta no es una típica novela de Dickens, y Dickens está lejos de ser un
típico autor victoriano, sin embargo Tiempos difíciles nos permite medir la distancia entre
las premisas que los románticos compartían con los economistas políticos que criticaban y
las de los primeros victorianos. El eudemonismo de los discursos anteriores fue
abandonado por algunos de los escritores más influyentes de la época, lo que dificultó a
los economistas políticos o a sus adversarios afirmar que sabían mejor cómo hacer feliz a
la gente. Dickens, sin duda, no encontró ninguna alternativa al principio de la mayor
felicidad, y ciertamente no tuvo el estómago para seguir a Carlyle hasta los extremos de
su lógica, que se explican en el universalmente ofensivo ensayo "On the Negro Question”
[Sobre la cuestión de los negros] (1849).35 Allí, de acuerdo con su declaración de que lo
mejor que podemos hacer es buscar el sufrimiento a través del trabajo, el sabio llegó a
recomendar un sistema de esclavitud masiva. La predominancia de Carlyle sobre el
espíritu de muchos victorianos se quebró con la indicación de hasta adónde podía llevar
su desdén por la felicidad; y aunque Dickens dedicó la edición de un volumen de Tiempos
difíciles a Carlyle diez años después, claramente no suscribió el evangelio del trabajo.
Vemos a Dickens suspendido, más bien, entre querer reconocer la importancia de la
felicidad y no poder imaginar cómo podría proceder del trabajo.

No obstante, el culto victoriano al trabajo hizo también que la teoría del valor-
trabajo fuera prácticamente ineludible. Aquí podemos ver un movimiento que acerca a los
literatos a la economía política desde una perspectiva, pero que se aleja de los
economistas políticos clásicos desde otra. Los románticos fomentaron sueños utópicos de
individuos autónomos que pudieran mantener a sus familias con unas pocas horas de
trabajo al día; aunque tales visiones obviamente ignoraban la cuestión de cómo se podía
generar un excedente para sostener la vida intelectual, también parecían registrar la
suposición básica de los economistas políticos de que todo el mundo desea naturalmente
pasar el menor tiempo posible trabajando. Los escritores victorianos, sin embargo,
generalmente celebraban el aumento de la resistencia de sus compatriotas, y limitaban
sus críticas de las largas horas de trabajo a los casos de mujeres y niños. Como hemos
visto, Tiempos difíciles es una excepción instructiva a esta regla, pero no contradice del
todo el productivismo dominante de la época; simplemente lo desplaza a la persona del
autor, que se convierte en un héroe del sufrimiento.

Los escritores victorianos tendían a medir su propia virtud por su capacidad de


producción, especialmente cuando la tarea parecía desagradable. A veces, como
Thackeray en Pendennis, revivieron la retórica irónica del siglo XVIII de Grub Street; a
veces, como Trollope en su Autobiography, adoptaron un modelo de eficiencia industrial
actualizado:

35
El ensayo de Carlyle se publicó por primera vez en 1849, en Fraser’s Magazine for Town and Country, con el título
“Occasional Discourse on the Negro Question.” Solo cuando se volvió a publicar en un panfleto, en 1853, tuvo el título
“Occasional Discourse on the Nigger Question”. [Nigger es un término racista. Nota E.B.].
Cuando he comenzado un libro siempre he llevado un diario, dividido en semanas, y lo he
llevado durante el período que me he otorgado para la finalización del trabajo. Allí he
anotado, día a día, el número de páginas que escribí, de modo que si en algún momento
caía en la ociosidad durante un día o dos el registro de esa ociosidad ha estado ahí,
mirándome a la cara y exigiéndome un mayor trabajo, para que la deficiencia pueda ser
suplida.36

Tales medidas extremas eran inusuales; y había poco acuerdo sobre qué tipo de
trabajo se requería, pero era común enfatizar la virtud del autor que se ganaba el pan. Por
ejemplo, Marianne Evans, cuando todavía estaba por convertirse en George Eliot en
1856, contrastó, con reproche, las "damas novelistas" amateurs con las escritoras pobres
pero trabajadoras:

Hay algo tan antiséptico en el mero hecho saludable de trabajar por el pan, que no es
probable que la literatura femenina más basura y más podrida se haya producido en tales
circunstancias. “En todo trabajo hay beneficios"; pero las novelas tontas de las damas,
imaginamos, son menos el resultado del trabajo que de la ociosidad ocupada. 37

Más tarde, en la competencia por volverse autor, George Eliot informó que sus
libros iban muy despacio, a lo que Trollope contestó alegremente: "Sí, con un trabajo
imaginativo como el suyo es bastante natural; pero con mis cosas mecánicas, es un
asunto de pura industria. No es la cabeza la que lo hace, ¡es la cera del zapatero en el
asiento y el pegamento en mi silla!".38 En su autobiografía, sin embargo, indica que Eliot
podría haber producido más y mejores novelas si hubiera prodigado menos esfuerzo en
cada página: "Se esfuerza demasiado para hacer un trabajo que será excelente. Le falta
facilidad" (206). Por supuesto, lo que Trollope recomienda es la facilidad de estilo, la
capacidad de ocultar la lucha; y que él logró, presume, exigiéndose simplemente un cierto
número de páginas por día, sin esperar nunca la inspiración: "Para mí no sería más
absurdo que el zapatero esperase la inspiración, o el tendero el momento divino en que el
sebo se funde" (102). Pocos escritores victorianos siguieron el ejemplo de los románticos
al presentar su propio trabajo como un contraste inalienable con el trabajo forzado; y
habría sido muy poco acorde con el tono dominante describir sus obras, en los términos
de Shelley, como registros de "los momentos más felices de los hombres más felices". 39
Por supuesto, la descripción de Shelley no puede resumir la visión de los románticos
sobre la autoría, ya que tenían su propia versión de los peligros, pero rara vez se
centraron tan claramente como estos victorianos en el trabajo de la misma. La melancolía
del escritor implícita en Tiempos difíciles, por lo tanto, es excéntrica sólo en el sentido de
que permite que una autocomprensión común del autor victoriano se acerque
inusualmente a la experiencia del lector de la novela. La mayoría de las veces, como
Trollope insinúa, hicieron el truco del entretenedor, fingiendo aquello mismo que Bentham
contrastaba con el trabajo "cómodo".

36
An Autobiography (Berkeley: University of California Press, 1978, 100–101).
37
“Silly Novels by Lady Novelists,” en Essays of George Eliot, ed. Thomas Pinney (New York: Columbia University
Press, 1963, 323).
38
En “Anthony Trollope’s Place in Literature”, Forum 19 (mayo de 1895: 324–37). Frederic Harrison registra que el
intercambio comienza con la queja de Eliot: “ ‘Hay días y días enteros’, gemía, ‘en los que no puedo escribir una sola
línea’”.
39
Shelley’s Poetry and Prose, eds. Donald H. Reiman and Sharon B. Powers (New York: Norton, 1977, 504).
Finalmente, Tiempos difíciles da una perspectiva de la conexión entre el dolor y el
valor que no estaba totalmente disponible para los románticos pero que estaba en
consonancia con algunos desarrollos en la economía política durante los años 1830 y
1840. En la suposición, en gran parte no examinada, de la economía política –que el
trabajo productivo causa sufrimiento y, por lo tanto, sólo se nos exige por los duros
requerimientos de nuestra existencia física– la dirección precisa de la causalidad no se
había especificado: ¿una actividad es trabajo por ser dolorosa, o es dolorosa por ser
trabajo? Los economistas políticos, incluso los que evitaban el eudemonismo,
generalmente evitaban el tema proponiendo un estado primordial de pereza, una
"aversión natural al trabajo" benthamita, que hacía oneroso todo esfuerzo. Antes de que la
civilización estimule los deseos insaciables, la "necesidad", escribe McCulloch, primero
somete nuestra naturaleza y da "actividad a la indolencia". 40 Tiempos difíciles, sin
embargo, establece una dicotomía trabajo/diversión (no trabajo/comodidad), que varios
economistas políticos también consideraron brevemente como relacionada con el trabajo
productivo e improductivo. Pero al colapsar la misma dicotomía que construyó, Tiempos
difíciles abrió la definición de trabajo a un mayor escrutinio e implicó que cualquier
actividad realizada para ganarse la vida se vuelve dolorosa en virtud de su necesidad.

Cuando Marianne Evans, el proto George Eliot, afirma que hay algo "antiséptico"
en "trabajar por el pan", hace una afirmación relacionada con esto, pero añade un giro
más. La necesidad marca la diferencia entre el trabajo y la "ociosidad ocupada"; la
necesidad purga el producto de la infección de la "vanidad", una palabra que, para Eliot,
combina el egoísmo con la falta de objetivo. Escribir bajo la presión de la necesidad
somete al yo; realizar la misma actividad voluntariamente es una mera autocomplacencia.
Nada en el interior del acto de la autoría indica esta diferencia; de hecho, la ensayista
admite que se limita a imaginar la diferencia en las situaciones de autoría. Eliot parece
asumir, a la manera de Bentham, el intrínseco displacer del trabajo y el disfrute de la
ocupada ociosidad, si no, ¿por qué el primero sería una auto-renuncia y el segundo una
auto-indulgencia? Y sin embargo, redime el trabajo doloroso como "sano", mientras
condena los placenteros pero ociosos garabatos de las damas como "podridos", de modo
que las valencias somáticas moralizadas parecen invertidas: un cuerpo metafórico –el
cuerpo del público lector– se beneficia de la disciplina impuesta del trabajo pero se
descompone bajo la indulgencia de la ociosidad. Para Eliot, por lo tanto, el autor
trabajador también es compensado en sus dolores por una satisfactoria conciencia de
superioridad moral. En los capítulos siguientes tomaré una medida más completa de la
brecha entre Dickens y Eliot a este respecto, pero por el momento quisiera destacar la
similitud de sus puntos de vista en el decenio de 1850: ambos consideraron que la
división entre trabajo y ocio era contextual y presentaron el "poderoso sentimiento" del
autor (para utilizar la frase de Wordsworth), no como un "desbordamiento espontáneo",
sino como las sensaciones externamente provocadas por la vida económica.

40
McCulloch, Principles, 11–12.

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