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Testimonios del proletariado industrial (s.

XIX)

Testimonio 1

«Nº 116. Sarah Goode, 8 años de edad.

Soy una trapper [niños que tiraban de vagonetas cargadas con carbón, con guarniciones
fijadas a los hombros y la cintura, como las caballerizas] en la mina Gawber. Eso no me
cansa, pero debo tirar de la carretilla sin luz y tengo miedo. Voy al trabajo a las cuatro y a
veces a las tres y media de la mañana, y salgo a las cinco y media de la tarde. Nunca me
duermo. A veces canto cuando tengo luz, pero no cuando está oscuro. No me atrevo a
cantar entonces. No me gusta estar en la mina. A veces, cuando voy al trabajo por la
mañana, tengo mucho sueño. Voy a la escuela dominical y leo Reading made Easy [cartilla
de alfabetización, popular en Inglaterra]. (…) He oído hablar de Jesús en muchas
ocasiones. No sé por qué vino a la Tierra, ni por qué murió, pero sé que descansaba con
piedras bajo su cabeza. Me gustaría estar en la escuela mucho más que en la mina»

Testimonio referido a la Lord Ashley’s Mine Commission, 1842

Testimonio 2

«Trabajaba en una fábrica de camisas baratas (…). Trabajando todos los días desde las
cinco de la mañana hasta medianoche podía hacer siete camisas en una semana. Esto
significaba 17 peniques y medio por una semana completa de trabajo. De ahí hay que
descontar el algodón, que me costaba dos peniques semanalmente, con lo que me
quedaban 15 y medio para pagar con ellos el alquiler, la comida y las velas. Estaba soltera
y recibía un poco de ayuda de mis amigos, pero ni aún así me era posible sobrevivir.
Estaba obligada a salir por las noches a buscarme las habichuelas. Tenía un hijo que
lloraba a menudo pidiendo comida. Por eso, dado que no podía conseguir lo mínimo para él
ni para mí misma con mi trabajo, tuve que echarme a las calles y ganarme la vida de esa
manera. Mi padre era un predicador de la iglesia independiente, y juro que fue el bajo
salario que recibía por mi trabajo lo que me llevó a la prostitución. A menudo luchaba
contra ello y muchas veces fui con mi hijo por las calles pidiendo limosna (…). Más tarde
conseguí los papeles para el asilo, y estuve allí durante dos años. En cuanto traspasamos
la puerta me separaron de mi hijo y no me permitían verlo más que una vez al mes.»

Testimonio recogido en el periódico Crónica de la mañana, 13 de noviembre de 1849.


Testimonio 3

«El algodón entonces era siempre entregado a domicilio, crudo como estaba en bala, a las
mujeres de los hiladores, que lo escaldaban, lo repulían y dejaban a punto para la hilatura,
y podían ganar ocho, diez o doce chelines a la semana, aun cocinando y atendiendo a la
familia. Pero en la actualidad nadie está empleado así, porque el algodón es abierto por una
máquina accionada a vapor, llamada el “diablo”; por lo que nuestras mujeres están
desocupadas, a menos que vayan a la fábrica durante todo el día por pocos chelines,
cuatro o cinco a la semana, a la par que los muchachos. En otro tiempo, si un hombre no
conseguía ponerse de acuerdo con el patrono, le plantaba; y podía hacerse aceptar en otra
parte. Pero pocos años han cambiado el aspecto de las cosas. Han entrado en uso las
máquinas de vapor y para adquirirlas y para construir edificios para contenerlas junto con
seiscientos o setecientos brazos, se requieren grandes sumas de capitales. La fuerza-vapor
produce un artículo más comerciable (aunque no mejor) que el que el antes éramos
capaces de producir al mismo precio: la consecuencia ha sido nuestra ruina. Yo, que antes
era maestro, ahora vivo en la misma miseria que todos esos campesinos pobres que vienen
a la ciudad huyendo de las poor houses».

Recuerdos de un hilador (1820). Citado por Valerio Castronovo: La revolución industrial.

Testimonio 4

«Tuve frecuentes oportunidades de ver gente saliendo de las fábricas y ocasionalmente


atenderles como pacientes. El pasado verano visité tres fábricas algodoneras con el Dr.
Clough de Preston y con Mr. Baker de Manchester y no fuimos capaces de permanecer diez
minutos en la fábrica sin empezar a jadear por falta de aire. ¿Cómo es posible que quienes
están condenados a permanecer ahí doce o catorce horas lo soporten? Si tenemos en
cuenta la temperatura del aire y su contaminación no puedo llegar a concebir como los
trabajadores pueden soportar el confinamiento durante tan largo periodo de tiempo».

Declaraciones del Dr. Ward de Manchester en una investigación sobre la salud en las
fábricas textiles en marzo de 1819.

Testimonio 5

«Un niño, por su natural constitución, no puede ni debe exponerse a los rigores del trabajo
de la misma forma que lo hacen los adultos. En nuestras fábricas textiles, los menores de 9
años soportan interminables jornadas laborales, que se extienden de la madrugada más
oscura a la noche cerrada, sin que el confinamiento en la fábrica les permita ver la luz del
sol. Es por eso que proponemos la prohibición de emplear niños menores de nueve años en
fábricas textiles; no así en el ámbito doméstico, donde las tareas se realizan en compañía y
bajo la tutela de sus familiares. Para los mayores de nueve años, de la misma forma,
establecemos como condición que sus jornadas semanales no superarán las 72 horas, así
al menos hasta los 16 años, cuando alcancen la edad adulta y se integren plenamente al
trabajo productivo por el bien de la sociedad».

Resolución del Parlamento británico, 1819.


Testimonio 6

«Muchos estudios debieron preceder a la fundación de la fábrica de mosaicos “Nolla”, para


elegir un sitio apropiado y donde pudieran encontrarse los elementos de trabajo que la
fábrica debía desarrollar. Era preciso reunir para ello varias circunstancias que no siempre
se armonizan fácilmente y que el señor Nolla supo encontrar en medio de la vega
valenciana a cinco kilómetros de la ciudad, junto al camino que une nuestro país con las
provincias de Aragón y Cataluña, y entre los laboriosos pueblo de Meliana y Almácera,
donde una población muy densa se dedica al cultivo de la tierra. Utilizar las fuerzas
excedentes de esa población, que encuentra estrecho el campo para su subsistencia,
uniendo los beneficios de la industria a los que proporciona la agricultura, era una
empresa útil para la riqueza de aquella comarca, en la que las mujeres y algunas veces los
niños no podían cooperar a la producción y al sostenimiento de la familia.»

Artículo de Teodoro Llorente en Las Provincias, 29 de noviembre de 1867.

Testimonio 7

«Al igual que mis padres, y antes mis abuelos, yo también entré joven a trabajar en la
fábrica azulejera del señor Nolla. He de decirles a ustedes que poco más podemos hacer
para sobrevivir, y de eso se aprovecha el patrón. Trabajé desde los diez años más de 14
horas al día, de lunes a sábado, y el domingo nos dispensaban por la mañana para que
fuéramos a misa. Dormía en el suelo de la fábrica, junto a la máquina. Hubo un
compañero de Foyos que una noche se escapó al enterarse de que su mujer había dado a
luz, y cuando regresó al día siguiente, lo corrieron a bastonazos, y esa noche durmió
encadenado a la pata de una mesa de corte. Trabajé allí hasta que una pila de baldosas se
me vino encima, aplastándome la pierna. Con el salario de la semana pagué los mosaicos
rotos, y ese mismo día tuve que volver a casa casi arrastrándome. Desde entonces, vivo de
la caridad cristiana de mis vecinos, a los que nada les sobra».

Testimonio prestado por un obrero azulejero a la Comisión de Reformas Sociales, 1883.

Testimonio 8

«Tenía yo 7 años cuando empecé a hilar lana en una fábrica. La jornada de trabajo duraba
desde las cinco de la mañana hasta las 8 de la noche, con un único descanso de treinta
minutos a medio día para comer. Teníamos que tomar la comida como pudiéramos, de pie
o apoyados de cualquier manera. Así pues, a los siete años yo realizaba catorce horas y
media de trabajo efectivo. En aquella fábrica había alrededor de cincuenta niños, más o
menos de mi edad, que con mucha frecuencia caían enfermos. Cada día había al menos
media docena de ellos que estaban indispuestos por culpa del excesivo trabajo.»

Fragmento del relato de un obrero hecho ante una comisión de trabajo en las industrias, que
se realizó en Inglaterra en el año 1832
Testimonio 9

«Los obreros se comportan como bestias embrutecidas por el trabajo duro y la ausencia de
los más mínimos escrúpulos, la más mínima urbanidad. Paseando por las calles de
Manchester un domingo entrada la noche, ves a esos rufianes beber hasta caer redondos
en cualquier esquina, orinarse en los pantalones y fornicar con prostitutas en plena calle a
la vista de los transeúntes. Esas mismas mujeres, inmorales y perdidas, cargan en
ocasiones con su prole, niños desarrapados que juguetean entre la podredumbre mientras
sus madres se venden por unos chelines. Esos animales con aliento a ginebra y ropas
hechas jirones, viven despreocupados de otra obligación que no sea entregarse a sus más
bajos instintos, y por ello considero que ofrecerles cualquier derecho, sin esperar de su
parte un compromiso moral a cambio, resulta un flaco favor a nuestro modo de vida,
nuestras instituciones, nuestra sociedad y la civilización británica».

Discurso de Lord Coleridge ante la Cámara de los Lores, 1842.

Testimonio 10

«Una mujer en la mina trabaja igual que un hombre, tirando a destajo de la vagoneta a
razón de uno o dos francos el día, y eso con suerte. Pero nosotras, cuando el calor aprieta y
nos asfixiamos en el fondo del pozo, hemos de cuidar de ir tapadas hasta el cuello para no
provocar a los hombres. Desde niña he tenido que soportar que los capataces y los
entibadores se tomarán libertades que yo nunca les di. Me han tocado los pechos, se han
restregado contra mí, han tratado de forzarme y he recibido golpes cuando me he negado.
Otras no lo han hecho, no han sido tan fuertes, o no han tenido tanta suerte. Ahora
ustedes quieren que ni nosotras ni los niños bajen al pozo, pero entiendan que sin la mina,
donde ojalá pudiera no volver, sólo nos espera el hambre, porque nada hay distinto para
nosotras ni para nuestros hijos».

Testimonio de una minera escocesa ante la comisión del Parlamento inglés (1842)

Testimonio 11

«Gano 500 francos al año. La renta de mi casa, una habitación estrecha como un ataúd, es
de 300 francos anuales. Pago 50 francos por el carbón, además de otros 20 por el brasero
que al carbonero le cuesta menos de diez céntimos. Al taller debo ir discreta, decente y
limpia, lo que supone otros 100 francos al año en ropa y lavandería. Con lo que me queda
apenas puedo comprar pan y leche para comer, y cuando no me llega ni para eso, paso
hambre. Hace dos años enfermé, y para sobrevivir tuve que pedir prestado a uno de esos
banqueros de las verduleras (usureros que prestan pequeñas cantidades con un interés
muy elevado y vencimientos muy cortos, semanales incluso), y desde entonces sumo a los
gastos regulares los intereses de una deuda que me llevará a la tumba antes que la
enfermedad o el hambre».

Testimonio de Alexandrine Lazot, 1856.


Testimonio 12

«En esta fábrica trabajan mil quinientas personas, y más de la mitad tienen menos de
quince años. La mayoría de los niños están descalzos. El trabajo comienza a las cinco y
media de la mañana y termina a las siete de las tarde, con altos de media hora para el
desayuno y una hora para la comida. Los mecánicos tienen media hora para la merienda,
pero no los niños ni los otros obreros (...). Cuando estuve en Oxford Road, Manchester,
observé la salida de los trabajadores cuando abandonaban la fábrica a las doce de la
mañana. Los niños, en su casi totalidad, tenían aspecto enfermizo; eran pequeños,
enclenques e iban descalzos. Muchos parecían no tener más de siete años. Los hombres en
su mayoría de dieciséis a veinticuatro años, estaban casi tan pálidos y delgados como los
niños. Las mujeres eran las de apariencia más saludable, aunque no vi ninguna de aspecto
lozano (...). Aquí vi, o creí ver, una raza degenerada, seres humanos achaparrados,
debilitados y depravados, hombres y mujeres que no llegarán a ancianos, niños que nunca
serán adultos sanos. Era un triste espectáculo (...)»

Charles Turner Thackrah. Los efectos de los oficios, trabajos y profesiones, y de las
situaciones civiles y formas de vida, sobre la salud y la longevidad. 1832.

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