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OPINIÓN

América Latina en la nueva bipolaridad emergente

La conformación de una nueva bipolaridad entre Estados Unidos y China no


resulta indiferente para América Latina. Estados Unidos muestra malestar ante el
coqueteo y el beneplácito de los países de la región hacia la expansión de la
influencia china. Mientras tanto, el gigante asiático avanza en sus relaciones con
América Latina a partir del Cinturón Económico de la Ruta de la Seda.
Dependiendo de cómo se estructure el vínculo bilateral entre China y Estados Unidos, el
mundo podría dirigirse hacia una «bipolaridad flexible» o hacia una «bipolaridad
rígida».

Por Esteban Actis / Nicolás Creus


Octubre 2018

América Latina no necesita un nuevo poder imperial que solo busque beneficiar a su
propia gente (…) China ofrece la apariencia de un camino atractivo para el
desarrollo, pero esto en realidad implica a menudo el intercambio de ganancias a
corto plazo por la dependencia a largo plazo.

(Discurso del secretario de Estado de Estados Unidos, Rex Tillerson, el 1º de febrero de


2018, Universidad de Texas, Austin).

Los países de América Latina y el Caribe forman parte de la extensión natural de la


Ruta de la Seda Marítima y son participantes indispensables de la cooperación
internacional de la Franja y la Ruta.

(Fragmento del documento final de la Segunda Reunión Ministerial Celac-República


Popular de China, 22 y 23 de enero de 2018, Santiago de Chile).

El reconocido académico chino Minxin Pei ha señalado que si la Guerra Fría


terminó en diciembre de 1991 con la desintegración de la Unión Soviética, la era de
la post-Guerra Fría parece haber finalizado en noviembre de 2016 con el triunfo
de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Después de
25 años, el orden internacional regresa a su «normalidad» histórica, en la medida
en que la potencia hegemónica vuelve a identificar como principal amenaza a su
primacía global a otro Estado que cada día tiene mayores atributos de poder e
influencia: China.

En esta línea argumentativa podemos enmarcar las reflexiones de importantes analistas


de las relaciones internacionales. En un artículo reciente, Henry Kissingerseñaló que
«tanto para Estados Unidos y China, así como para el resto del mundo, la
coevolución de Washington y Beijing es la experiencia determinante del periodo
actual». En consonancia, el periodista y editor del Financial Times Martin
Wolfdestacó que «la rivalidad entre China y Estados Unidos moldeará el siglo
XXI». Por último, Walter Russell Mead indicó que Estados Unidos ha decidido
empezar una «segunda Guerra Fría» al poner todos sus esfuerzos en contener la
influencia de China en el plano global, siendo el aspecto comercial la primera gran
manifestación.

En tal sentido, es posible observar un bipolarismo emergente –con características


particulares y diferentes respecto de aquel imperante durante la Guerra Fría–, con
las dos potencias mencionadas como centros de poder. Un dato insoslayable –y
ciertamente explicativo de la bipolaridad– es que ambos países son los únicos Estados
en la actualidad del sistema internacional con capacidad de sostener y propagar
proyectos estratégicos de alcance global. En la jerga de los internacionalistas, ambos
países son los únicos capaces de proveer «bienes públicos» a escala planetaria.
Washington y Beijing no solo tienen la voluntad política, sino que además cuentan
con los instrumentos necesarios para hacerlo, en tanto disponen de bancos
multilaterales y estructuras de financiamiento, agencias gubernamentales de
cooperación y empresas transnacionales múltiples y diversificadas, entre otros atributos
de poder. En síntesis, hoy el mundo parece circunscrito al debate entre
el atlantismo y la nueva Ruta de la Seda.

Desde este enfoque analítico, en un artículo recientemente publicado en la


revista  Foreign Affairs Latinoamérica señalamos los aspectos centrales de esta
nueva bipolaridad, al tiempo que reflexionamos sobre la dinámica y las
implicancias que podrían derivarse de ella dependiendo de cómo se estructure el
vínculo bilateral entre China y Estados Unidos, que podría oscilar y devenir en
una «bipolaridad flexible» o en una «bipolaridad rígida». Este último escenario es
el que identificamos como el más problemático y desfavorable para los países de
América Latina, postura que puede justificarse por dos razones: 1) en un contexto
de tales características, aumentarían los niveles de aversión al riesgo y el mundo se
tornaría más restrictivo, con una consecuente contracción en los flujos comerciales y de
capital (tanto financieros como de inversión extranjera directa), precisamente lo
contrario a lo que necesitan la mayoría de los países de la región; y 2) cuanta mayor
rigidez adquiera la bipolaridad, menor será la posibilidad de construir agendas positivas
con ambas potencias al mismo tiempo.

De este modo, la conformación de esta nueva bipolaridad no resulta indiferente


para América Latina y ya comienza a mostrar algunos coletazos. El citado discurso
de Rex Tillerson en la Universidad de Texas muestra el malestar norteamericano
ante el coqueteo y el beneplácito de los países de la región hacia la expansión de la
influencia china. El ex-secretario de Estado mostró una inusitada retórica,
reconociendo a Estados Unidos y a China como «poderes imperiales», aunque
identificando al país asiático como menos conveniente, en respuesta al grado de
cooperación alcanzado en febrero de este año en la cumbre entre la Comunidad de
Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) y China, celebrada en Santiago de
Chile.

A lo largo de 2018, dos aspectos merecen destacarse como notas salientes del
devenir político de América Latina en el contexto analizado: 1) la fuerte retracción
del diálogo interamericano evidenciado en la VIII Cumbre de las Américas
celebrada en Lima –por primera vez, sin la presencia del presidente de Estados
Unidos–; y 2) la consolidación de la cooperación birregional sino-latinoamericana.
Cabe destacar, asimismo, que la aproximación de la región al gigante asiático no solo se
da en el plano de la retórica, sino que también discurre en el de las acciones.

En el propio «patio trasero» de Estados Unidos, Panamá y China, que mantienen


relaciones diplomáticas desde hace un año, cuando el país centroamericano rompió
relaciones con Taiwán, acaban de llegar a un acuerdo sobre el capítulo de
propiedad intelectual en el marco de la tercera ronda de negociaciones para un
acuerdo de libre comercio entre ambos Estados. Es destacable que China sea el
segundo mayor usuario del Canal de Panamá después de Estados Unidos y que un
consorcio chino opere los puertos en ambos extremos de la vía interoceánica.

En cuanto al Cono Sur, el canciller de Uruguay, Rodolfo Nin Novoa, viajó a


Beijing en agosto pasado para suscribir un Memorándum de Entendimiento sobre
Cooperación en el marco del Cinturón Económico de la Ruta de la Seda (OBOR,
por sus siglas en inglés). Uruguay se transformó en el primer país de América Latina
en incorporarse oficialmente a esta iniciativa china.

Ante la innegable avanzada global de China, en los primeros días de octubre el


Senado estadounidense aprobó un paquete de 60.000 millones de dólares para
proyectos de infraestructura en el exterior. El plan representa más del doble de los
recursos disponibles hasta ahora y propone la creación de una nueva agencia
gubernamental para su vehiculización e implementación, la US International
Development Finance Corp. El consenso bipartidista sobre la necesidad de no
perder terreno ante el financiamiento chino en la infraestructura regional es
total. Según el Boston University´s Global Development Policy Center, las
instituciones financieras de China ya proveen más financiamiento al mundo en
desarrollo que el Banco Mundial.

Si bien para América Latina la mayor disponibilidad de fondos para financiar el


desarrollo puede ser una buena noticia, es esperable que en un contexto como el
actual, signado por una bipolaridad que tiende hacia una mayor rigidez, la política
de alianzas desplegada por las grandes potencias se torne más rigurosa. De este
modo, se podría eliminar la posibilidad de alternar entre las potencias o, en el mejor de
los casos, aumentarían los costos de hacerlo. El costo que habría que pagar por los
acuerdos sería más alto y exigiría además definiciones estratégicas.
En el plano comercial, comienzan a verse indicios claros de esta dinámica. El nuevo
acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá (USMCA, por sus siglas en inglés)
especifica que si uno de los miembros firma un acuerdo comercial con un país que
no tiene «economía de mercado» (la Organización Mundial del Comercio todavía
no reconoce a China como tal), los demás pueden abandonarlo en seis meses. El
nuevo acuerdo le pone un freno a la carta mexicana de apostar a China para
diversificar sus relaciones económicas. Por su parte, en la negociación que llevaron
adelante las autoridades de Argentina y Brasil para evitar la imposición de aranceles
al aluminio y el acero, habría existido el pedido por parte de la administración
Trump de presionar a China para que termine con su política de subsidios a la
producción de esos bienes.

La disputa global por mayores espacios de poder e influencia entre Estados Unidos
y China también resulta evidente en la dimensión financiera. La región dejó de
tener como prestamistas de última instancia ante episodios de vulnerabilidad
externa únicamente a los tradicionales acreedores occidentales (Fondo Monetario
Internacional, Club de París, banca privada internacional). En los últimos años,
China comenzó a jugar lentamente su rol de gran acreedor internacional. El caso
venezolano es paradigmático, dado que la deuda con China asciende a 23.000
millones de dólares por préstamos del gobierno dirigidos a la estatal Petróleos de
Venezuela (Pdvsa). Estados Unidos es consciente de que cualquier salida a la crisis
del país caribeño deberá matizar los intereses del gobierno y la banca de China,
quienes en términos concretos se han trasformado en los nuevos dueños de la industria
petrolera venezolana.

Por su parte Argentina, en el contexto de crisis económico-financiera que atraviesa


actualmente, intentó jugar la «carta china» para la obtención de oxígeno
financiero mediante la ampliación del swap vigente desde 2014, como complemento
a la ayuda financiera dispensada por el FMI. Según trascendidos, el gobierno
argentino esperaba lograr una ampliación del citado instrumento por una cifra de
alrededor de 19.000 millones de dólares. No obstante, el acuerdo todavía no se ha
firmado. Dado el firme apoyo que ha recibido Argentina desde Washington, vital
para rubricar los dos acuerdos recientemente negociados con el FMI, es menester
sospechar la reticencia norteamericana a que China amplíe su influencia en uno de
los países más importantes de la región. En otras palabras, el fuerte apoyo
estadounidense parece ser al mismo tiempo un elemento amortiguador del avance de
China.

En conclusión, si se entiende el concepto de poder como la capacidad de un actor


para ejercer influencia (moldear acontecimientos y resultados) y se ponderan sus
recursos (duros y blandos), así como su capacidad y voluntad para ofrecer bienes
públicos globales, resulta plausible la tesis de que somos testigos de la
conformación de una nueva «bipolaridad». En los últimos meses se pudieron
observar los primeros coletazos en América Latina de esta nueva dinámica del orden
internacional.

La agenda internacional de la región se verá cada vez más condicionada por la


«bipolaridad emergente», más aún si esta aumenta en su grado de rigidez,
producto de una mayor escalada en las tensiones entre Estados Unidos y China.
Para los países latinoamericanos, que históricamente han debido adaptarse a un entorno
internacional que les es dado y que poco han podido hacer para modificarlo, se vuelve
indispensable contar con interpretaciones precisas del orden internacional y su
dinámica, en pos de lograr maximizar oportunidades y reducir amenazas.

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 La democracia latinoamericana en cuestión/noviembre del 2018

LUIS PÁSARA


Los datos disponibles confirman la tendencia: la ciudadanía
latinoamericana se está volviendo desafecta a la democracia . Y, con cierto
tono de sorpresa, llevado a agudo por la elección de  Jair Bolsonaro, se
pregunta por qué .
En efecto, los resultados del Latinobarómetro  muestran que, en la región, el
“apoyo a la democracia” ha pasado del 44% de los entrevistados en 2009
al 24% en 2018. La representación gráfica no es una curva sino una
pendiente, que acaso se prolongue en los próximos años. La instauración de
regímenes autoritarios con origen electoral – Chávez en Venezuela, Correa
en Ecuador, Morales en Bolivia, Ortega en Nicaragua , los que más han
durado– ha sido coronada con la elección de Bolsonaro en Brasil. Una
discusión algo descaminada desde el comienzo escogió debatir si aquellos
regímenes eran de izquierda o de derecha, y todavía se pregunta si los
“giros” manifestados en cada elección llevan hacia un lado o el otro.
Probablemente, el asunto es distinto y corresponde a esa pregunta importante
que hizo Guillermo O’Donnell hace ya mucho, tras la resonancia alcanzada
por su texto  sobre la democracia delegativa: ¿es esto democracia, o un
animal distinto? Acaso no estábamos entonces en condiciones de profundizar
en la pregunta. El para-qué-la-democracia recibió poca atención de parte
de las élites, que pensaban la democracia como un fin en sí, mientras los
ciudadanos se esperanzaban en ella como un medio para alcanzar un país
y una vida mejores. Aquí, tal vez, se encuentra una de las expresiones de
nuestra característica distancia entre los sectores cultivados y la plebe
mayoritaria.

Entre los análisis académicos, el enfoque de “calidad de la democracia” y


el uso de indicadores condujo a ver “insuficiencias” en aquellos gobiernos
elegidos en los últimos cuarenta años para reemplazar a las dictaduras
militares. Esta visión apuntaba al señalamiento de “carencias” en los
regímenes analizados y se esperanzaba en que su evolución “completaría”
aquellos componentes del Estado de derecho que se hallaban
flagrantemente ausentes. Desde esa óptica, los “socialismos del siglo XXI”
fueron vistos con indulgencia, pese a que cada vez más se revelaron como
caricaturas del “animal distinto” que entrevió O’Donnell, parientes muy
lejanos del régimen democrático, del que solo han mantenido la periódica
realización de elecciones, frecuentemente en condiciones sesgadas.

En América Latina no puede hablarse, pues, de “regresiones” de la


democracia –como en Estados Unidos o en algunos países europeos–
debido a los límites propios de la región . Uno de ellos está en la
desigualdad, tanto objetiva como la subjetiva (esto es, el percibirse
desigual); el otro reside en la falta de hábitos democráticos, que se
explica por la carencia de experiencia democrática. Por eso nuestras
“democracias” han sido –siempre o casi siempre– “iliberales”, como lo
son varias en Europa del Este, simulacros de democracia para los que se
ha inventado esta denominación.

Advierte Marta Lagos  que “usar los conceptos del pasado no clarifica los
fenómenos, más bien confunde y simplemente muestra la lentitud y/o
pobreza de la academia”. Desde el análisis estudioso a menudo se pone un
acento quizá excesivo en la correlación –que las cifras confirman– entre
desaceleración o crisis económica y desafección de la democracia. Quizá
la clave está, más bien, en que los bajones en la economía precipitan, o
hacen más perceptible, la desigualdad. Una desigualdad que,
según Verónica Amarante y Maira Colacce , en los últimos años ha dejado de
reducirse en la región. Se adopta así el mismo curso del resto del mundo,
donde Ronald Inglehart  ha notado que el alza en el apoyo a los partidos
autoritarios en las tres últimas décadas corre en paralelo con el
incremento de la desigualdad. Se desvanece la promesa democrática de la
igualdad.
Pero, más allá de los vaivenes de la economía, la pobreza y la desigualdad, en
América Latina resulta crítico el peso –que los otros factores ayudan a
poner de manifiesto– de una cultura y unos hábitos políticos que no son
los democráticos. Y no lo son debido a la falta de experiencia democrática
sostenida. Como argumenta Anne Appelbaum , la democracia no es algo
natural en las sociedades; no hay algo así como un instinto humano
innato favorable a la democracia, que simplemente debe desenvolverse .
La democracia, sostiene, “es más bien un hábito adquirido. Como la mayor
parte los hábitos, la conducta democrática se desarrolla lentamente a lo
largo del tiempo, mediante la repetición constante”. Eso no ha ocurrido
en América Latina. No hemos vivido la práctica democrática durante un
lapso suficiente sino solo en periodos cortos, interrumpidos por gobiernos
autoritarios –elegidos o no– que han crecido desde la decepción temprana
respecto de alguna intentona democrática.

Es en la atmósfera de una cultura democrática –donde se respetan las


reglas también cuando uno pierde y donde el adversario no es un
enemigo– que el estado de derecho puede prosperar . La trampa
latinoamericana consiste, entonces, en que la democracia no se robustece
porque carecemos de los componentes que, precisamente, la democracia
haría posibles.

En el paisaje de América Latina, donde pasta ese “animal distinto”, las


demandas sociales hoy no reciben atención de los partidos –que no son los
que concibió la teoría sino simples aparatos para cada oportunidad
electoral–, ni de las autoridades, elegidas pero crecientemente capturadas
por la corrupción. Los dirigentes políticos pretenden perpetuarse en el
poder. Y el papel de los tribunales solo excepcionalmente es el que les
corresponde en un Estado de derecho.

Mirar al mundo hoy tampoco abona el entusiasmo democrático. El


modelo del mercado como motor del crecimiento económico –que puede
facilitar la atención de demandas sociales– no va más de la mano de la
democracia. Lo sustituye la idea de que el capitalismo liberal puede ser
deseable pero no necesita ser democrático . David Runciman, en How
Democracy Ends, identifica un autoritarismo del siglo XXI que atiende la
demanda popular de prosperidad económica y reconocimiento político:
China. Un gigante que, bajo control de un partido político, incrementa el
producto per cápita, reduce la pobreza y aumenta la esperanza de vida de la
población, al tiempo que robustece en la población el orgullo de pertenecer a
un país exitoso. Es lo que hubiera querido lograr el dúo Chávez-Maduro
y, mientras el régimen bolivariano pudo distribuir, no les fue mal en
cuanto a respaldo popular.

Sin duda, desde América Latina se mira no solo a China sino también a
Trump. Y, frente a esos desarrollos, en nuestros países no hay propuestas .
Hubo épocas en la región cuando había ideas y con ellas se dibujaban –
ilusoriamente en muchos casos– proyectos de país o, cuando menos,
proposiciones de reformas. En los años ochenta las ideas no solo
perdieron vigencia sino que dejaron de producirse . Los cambios
ocurridos en el mundo, que desembocaron en la globalización y la
sociedad de la información, dejaron atrás al pensamiento
latinoamericano. La idea de cambiar el país no está en la agenda porque no
existe. Nadie sabe a ciencia cierta cómo debe ser la escuela de hoy, ni
cómo combatir al crimen organizado con eficacia, por mencionar dos
preocupaciones importantes de los latinoamericanos.

En ese contexto, la competencia electoral, ritualmente llevada a cabo cada


cierto número de años, es una disputa entre figuras que solo ofrecen
imágenes para su propio marketing que, como en otros tiempos, ofrece
salvar al país. Generalmente, no hay nada detrás de la imagen. No hay
respuestas para muchos de los viejos problemas no resueltos y tampoco para
los nuevos. Y las construcciones levantadas sobre esa aridez, gracias a las
tecnologías de la comunicación, están repletas de fake news distribuidas
por los trolls. El juego de imágenes es ocupado por mentiras que se
repiten para desatar emociones irracionales con las cuales acaso se pueda
ganar la siguiente elección.
Mientras ese es el juego de la democracia realmente existente en América
Latina, como señala Lagos , se suceden resultados electorales que
sorprenden, se multiplican las acusaciones de corrupción, ex presidentes
van a prisión o huyen para evitarla, grandes empresas corruptas quedan
al descubierto y se desatan migraciones masivas de aquellos que –en
Centroamérica y en Venezuela– han llegado a la conclusión de que, pese a
esta democracia, no pueden vivir en sus países . Esa democracia es,
precisamente, la que está en cuestión.

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El estado de la democracia en América Latina


Daniel ZovattoDomingo, 14 de septiembre, 2014


El año pasado, América Latina celebró el 35 aniversario del inicio de la “tercera
ola” democratizadora en la región. Asimismo, y en un clima de bastante
normalidad, se inició la segunda fase (2013-2016) de una inédita maratón electoral,
que determina que en un periodo de tan solo ocho años (2009-2016) se llevarán a
cabo 34 comicios presidenciales, de los cuales a la fecha ya se han celebrado 26.
Nunca antes la región había experimentado una agenda electoral tan intensa e
importante en un lapso tan corto.

Mañana, lunes 15 de setiembre, se celebra el Día Internacional de la Democracia


(Res. A/62/7 de la Asamblea General de la ONU, 2007), cuyo tema central de este
año es la “participación de los jóvenes en la política”, y se convierte en una ocasión
propicia para hacer un balance sobre la situación actual de la democracia en la región y
sus perspectivas.

LOS JÓVENES Y LA DEMOCRACIA

El tema de este año escogido por la ONU es el de los retos y oportunidades que conlleva
una mayor participación de los jóvenes en los procesos democráticos. Los jóvenes (de
entre 15 y 25 años) constituyen alrededor de 20% de la población mundial, y en
numerosos países (incluidos varios de nuestra región) el porcentaje es incluso
mayor.

Como bien señala las Naciones Unidas, numerosos estudios, tanto relativos a
democracias consolidadas como emergentes, ponen de manifiesto la falta de confianza
de los jóvenes en la política clásica, así como la disminución de su participación en
elecciones, partidos políticos y organizaciones sociales tradicionales en todo el
mundo.

Sin embargo, los mismos estudios evidencian un aumento de los movimientos


juveniles de carácter informal a favor del cambio democrático en muchos países,
conectados y movilizados por vías no tradicionales, sobre todo a través de las redes
sociales, cuyos efectos sobre la calidad de la democracia y la gobernabilidad aún no son
totalmente claros.

OPORTUNIDADES Y DESAFÍOS

Tanto en el plano global como en el ámbito latinoamericano, asistimos a un


“cambio de época” que viene acompañado de oportunidades, pero también de
nuevos desafíos y amenazas para la calidad de la democracia.

La revista The Economist publicó recientemente el ensayo titulado “¿En qué ha


fallado la democracia?”, en el cual se señala que, si bien en nuestros días más
personas que nunca antes viven en países que celebran regularmente elecciones
libres y justas, el avance global de la democracia podría haber llegado a su fin, e
incluso parece que algunos países van en reversa. Según la prestigiosa revista
inglesa, la democracia está pasando por momentos difíciles. Donde se ha sacado a
autócratas del poder, en la mayoría de los casos los oponentes han fracasado en
crear regímenes democráticos viables. Incluso en las democracias establecidas, las
fallas en el sistema se han hecho preocupantemente visibles y la desilusión con la
política se ha generalizado. Y agrega que muchas democracias nominales han migrado
hacia la autocracia, manteniendo una apariencia democrática externa a través de la
celebración de elecciones, pero sin los derechos y las instituciones que la sustentan.
Por su parte, América Latina es hoy radicalmente diferente a la de hace tan solo
tres décadas y media. En nuestros días, y pese a todas sus carencias y déficits, la
democracia es la forma mayoritaria de gobierno que se practica en la región,
aunque con un alto grado de heterogeneidad. Hoy contamos con democracias más
consolidadas, mayores y mejores políticas públicas en materia de protección social y
economías más fuertes e integradas. Durante la última década, 60 millones de
personas escaparon de la pobreza, expandiendo la clase media en más de 50%. El
gran desafío pasa ahora por cómo seguir avanzando y hacer sostenible este
proceso, a medio y largo plazo, en un contexto global volátil, plagado de retos e
incertidumbre.

Sin embargo, Latinoamérica presenta una paradoja: es la única región del mundo que
combina regímenes democráticos en la casi totalidad de los países que la integran,
con amplios sectores de su población viviendo por debajo de la línea de la pobreza
(27,9% en el 2013, según la Cepal), con la distribución del ingreso más desigual del
planeta, con altos niveles de corrupción y con las tasas de homicidio más elevadas del
mundo. En ninguna otra región, la democracia tiene esta inédita combinación que
repercute en su calidad.

En efecto, nuestras democracias exhiben importantes déficits y síntomas de


fragilidad, así como serios desafíos. Las asignaturas pendientes abarcan los
problemas institucionales que afectan la gobernabilidad y el Estado de derecho, la
independencia y la relación entre los poderes del Estado, el fenómeno de los
hiperpresidencialismos y de las reelecciones, la corrupción, las limitaciones a la
libertad de expresión, el funcionamiento deficiente de los sistemas electorales y del
sistema de partidos políticos, la falta de equidad de género, así como graves problemas
de inseguridad ciudadana, factores que generan malestar con su funcionamiento.

Lo anterior explica que, si bien 56% de los ciudadanos apoya a la democracia,


únicamente 39% está satisfecho con su funcionamiento (Latinobarómetro, 2013,
promedio regional). “El descontento del progreso” resume muy bien el sentimiento
particular que atraviesa América Latina. No obstante los importantes avances
logrados, los latinoamericanos están insatisfechos con la situación que rige en la
actualidad, y exigen cada vez más de sus democracias, de sus instituciones y de sus
Gobiernos. Hay una demanda creciente de mayor transparencia, mejor liderazgo y de
políticas públicas que funcionen.

Como vemos, existen razones para ser moderadamente optimistas, pero no


autocomplacientes.
CALIDAD DE LA DEMOCRACIA

En un contexto latinoamericano de anémico crecimiento económico (según el FMI,


este año la región crecerá por debajo de 2%) e intensa maratón electoral, los
Gobiernos deberán hacer frente a las expectativas y demandas ciudadanas en
condiciones de mayor austeridad.

Como bien señala Augusto de la Torre, economista jefe del Banco Mundial para
América Latina: “Se acabó la década dorada en la que la región creció,en
promedio, 5% y 6%, y con equidad social. Se prevé que este año crecerá, cuando
más, en 2%, lo que podría implicar un posible estancamiento del progreso social”.

Como consecuencia de todo ello, los conflictos sociales seguirán presentes (o,
incluso, aumentarán) con reclamos que, si bien no pondrán en juego la continuidad
democrática, seguramente harán más compleja la gobernabilidad.

Autor

Daniel Zovatto
Nonresident Senior Fellow - Foreign Policy, Iniciativa para América Latina
Zovatto55

De ahí, la importancia de estar atentos frente a la irrupción de nuevos fenómenos y


tendencias que emergen en la región, entre ellas la presencia de dos modelos de
democracia: uno republicano y el otro autoritario, como consecuencia de haberse
roto el consenso sobre el concepto de democracia que fue plasmado en la Carta
Democrática Interamericana (CDI) en el 2001.

MI OPINIÓN

La compleja y heterogénea realidad de la democracia latinoamericana demanda


un nuevo tipo de debate, no ya sobre las tradicionales regresiones autoritarias, sino
acerca de los nuevos tipos de desafíos (procesos de estancamiento,
“amesetamiento” o erosión) y de las nuevas modalidades de autoritarismos, más
sofisticados y difíciles de controlar, como son las “democracias iliberales” o los
“autoritarismos competitivos”.
Un debate que esté centrado en la calidad de la democracia; en cómo garantizar no
solo la legitimidad de origen, sino también la legitimidad de ejercicio, y que ambas
estén sometidas al Estado de derecho (como lo prescribe el articulo 3 de la CDI);
en cómo transitar de una democracia electoral a una democracia de ciudadanos y
de instituciones; en cómo conciliar democracia con desarrollo económico en el
marco de sociedades con mayores niveles de cohesión social, menor desigualdad y
pobreza, y mayor equidad de género; en cómo buscar una relación más estratégica
entre el mercado y el Estado, y una más funcional entre el Estado y la sociedad; en
cómo lograr que la democracia entregue respuestas eficaces a nuevos tipos de demandas
provenientes de sociedades más complejas, más modernas, más urbanas y mas jóvenes.

Esta es la agenda que la democracia latinoamericana necesita debatir de manera urgente


e inteligente.

Este artículo fue publicado inicialmente por La Nación.


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Antiprogresismo Un fantasma que recorre América Latina

Lejos de ser solo «un Trump», Jair Messias Bolsonaro es un candidato con tintes
fascistas en un país con mucha menos solidez institucional que Estados Unidos y que ya
vive altas dosis de violencia política. Los resultados de ayer expanden el ya existente
bloque parlamentario BBB (buey, biblia, bala) hacia dimensiones hasta hoy
desconocidas. Pero el antiprogresismo no se limita a Brasil. Se expande por toda la
región y pone en riesgo los avances democráticos de las últimas décadas.

Por Pablo Stefanoni
Octubre 2018/Nueva Sociedad

Sí, ayer en la primera vuelta ganó, como escribía un corresponsal, un político


autoritario, racista, machista, homófobo; una persona que encarna los valores más
retrógrados acaricia la Presidencia de Brasil. Obtuvo más votos de los que anticipaban
las encuestas, arañó un triunfo en la primera vuelta y tiñó con sus colores casi todo el
país, salvo el nordeste. Brasil y América Latina se enfrentan, así, a un nuevo escenario
que ya no es solamente el fin del ciclo progresista y su eventual reemplazo por fuerzas
de derecha o centroderecha en el marco de la democracia, sino un corrimiento de las
fronteras hacia otro terreno: el potencial triunfo en segunda vuelta de un candidato que,
mediante una campaña llena de biblias y balas, reivindica abiertamente la dictadura,
hace alarde de la violencia y desprecia todos los valores que fundamentan el sistema
democrático.

No es solo «un Trump», es un candidato con tintes fascistas en un país con mucha
menos solidez institucional que Estados Unidos y que ya vive altas dosis de violencia
política. Los resultados de ayer expanden el ya existente bloque parlamentario BBB
(buey, biblia, bala, en referencia a terratenientes, pastores evangélicos y ex-integrantes
de fuerzas de seguridad) hacia dimensiones hasta hoy desconocidas. Como dice
un periodista de  El País, la «B» de Bolsonaro los terminó articulando a todos ellos. Y
los dejó a las puertas del poder.

La principal razón del crecimiento de Bolsonaro está ligada, para la historiadora Maud
Chirio, «a la construcción de la hostilidad hacia el Partido de los Trabajadores (PT) y a
la izquierda en general. Esta hostilidad recuerda el anticomunismo de la Guerra Fría:
teoría del complot, demonización, asociación entre taras morales y proyecto político
condenable. Bolsonaro se apropió de este simbolismo de rechazo, que se sumó a las
implicaciones del PT en casos de corrupción. No se trata solo de un desplazamiento de
los conservadores hacia la extrema derecha, sino de una adhesión rupturista». Como ya
advirtiera el historiador Zeev Sternhell, el fascismo no solo era reacción, sino que era
percibido como una forma de revolución, de voluntad de cambio frente a un statu
quo en crisis.

No es posible, desde el progresismo, rehuir las responsabilidades por estos años de


gobiernos «rosados». Que tanta gente esté dispuesta a votar a un Bolsonaro para evitar
que vuelva el PT es en sí mismo un llamado a la reflexión, más aún cuando eso ocurre
en las zonas más «modernas» de Brasil, donde nació un partido que enamoró a toda
América Latina y hace años que viene perdiendo apoyos. Como expresión de este
rechazo, Dilma Rousseff, contra todas las encuestas preelectorales, quedó fuera del
Senado en Minas Gerais. Y el PT hizo mucho por debilitar su épica originaria, su
integridad moral y su proyecto de futuro. Pero no solo a eso se debe el rechazo.

Como hemos señalado en otra oportunidad, la lucha de clases soft que durante su


gobierno mejoró la situación de los de abajo sin quitarles a los de arriba terminó por ser
considerada intolerable para las elites. El caso de Brasil confirma que las clases
dominantes solo aceptan las reformas si existe una amenaza de «revolución», y la
llegada al poder del PT estuvo lejos de la radicalización social; al mismo tiempo,
impulsó políticas en favor de los «de abajo» en un país tradicionalmente desigual. En
todo caso, la experiencia petista terminó exhibiendo relaciones demasiado estrechas
entre el gobierno y una opaca «burguesía nacional (como frigoríficos o constructoras),
que socavaron su proyecto de reforma ética de la política y terminaron por debilitar la
moral de sus militantes.

Es decir, el actual rechazo a los partidos progresistas que gobernaron tiene una doble
dimensión. En toda América Latina está emergiendo también una nueva derecha que
articula un voto que se opone a los aciertos. El racismo como rechazo a una visión
racializada de la pobreza, y el conservadurismo contra los avances del feminismo y las
minorías sexuales. El crecimiento del evangelismo político y la popularidad de políticos
y referentes de opinión que declararon la guerra a lo que llaman «ideología de género»
son algunos de los vectores para la expresión política de un antiprogresismo
crecientemente virulento.

«Estamos en guerra, estamos a la ofensiva. Ya no a la defensiva. La Iglesia por mucho


tiempo ha estado metida en una cueva esperando ver qué hace el enemigo, pero hoy está
a la ofensiva, entendiendo que es tiempo de conquistar el territorio, tiempo de tomar
posición de los lugares del gobierno, de la educación y de la economía», exclamó en el
Centro Mundial de Adoración el pastor evangélico Ronny Chaves Jr. durante la
campaña presidencial de Costa Rica, en la que un candidato evangélico pasó a la
segunda vuelta en abril de este año. Es cierto, también hay que decirlo, que Rousseff se
alió con ellos, pero ahora muchas de estas iglesias, como la Universal, parecen «ir por
todo» sin necesidad de pragmáticas alianzas con la izquierda.

Las nuevas extremas derechas atraen, además, parte del voto joven y construyen líderes
de opinión con fuerte presencia en las redes sociales. Estos movimientos se presentan
incluso como antielitistas, aun cuando –como ocurre con Bolsonaro– su propuesta
económica sea ultraliberal y sea apoyada con entusiasmo, en la última fase, por los
mercados. Como ha señalado Martín Bergel, ha venido siendo muy eficaz un relato que
asocia a la izquierda con los «privilegios» de ciertos grupos, que pueden incluir hasta a
los pobres que reciben planes sociales, frente al pueblo que «realmente trabaja y no
recibe nada».

El progresismo continental se encuentra así frente a una crisis profunda –política,


intelectual y moral–. La catastrófica situación venezolana –difícil de procesar– viene
siendo de gran ayuda para las derechas continentales. Por no hablar de los silencios
frente a la represión parapolicial en Nicaragua. En este contexto, el reciente llamado de
Bernie Sanders a constituir una nueva Internacional progresista–que tenga como ejes el
rechazo al creciente autoritarismo alrededor del mundo y la lucha contra la desigualdad–
resulta tan oportuno como difícil de pensar en una América Latina donde gran parte de
las izquierdas se entusiasma con figuras como Vladímir Putin, Bashar al-Asad o Xi
Jinping como supuestos contrapesos al Imperio.

A diferencia de encuentros anteriores, cuando las izquierdas constituían fuerzas


expansivas en la región, la última reunión del Foro de San Pablo en La Habana en julio
pasado estuvo marcada por los discursos centrados en la «resistencia» y el
atrincheramiento. El lugar elegido –La Habana– y la presencia de figuras históricas del
ala más conservadora del gobierno cubano contribuyeron a un repliegue ideológico en
un discurso antiimperialista cargado de nostalgia hacia la figura del fallecido
comandante Fidel Castro y sin espacios para un análisis reflexivo de las experiencias –y
retrocesos– de estos años. La defensa cerrada de Nicolás Maduro y Daniel Ortega fue la
consecuencia lógica de esa deriva. Pero recuperar las capacidades expansivas
requiere salir de las zonas de confort ideológicas y de la autovictimización.
Parafraseando una expresión francesa respecto a su propia extrema derecha, Bolsonaro
logró «desdiabolizarse». Y de ganar el balotaje, no estará solo en el mundo. Al mismo
tiempo, nadie en la región –en medio de los retrocesos integradores– será capaz de
ponerle límites. Un triunfo del ex-capitán sería uno de los mayores retrocesos
democráticos desde las dictaduras militares de los años 70, sin que hoy podamos
anticipar las consecuencias. La imagen de un votante que se filmó apretando los botones
de la urna electrónica con el cañón de un revólver –obviamente votando en favor de
Bolsonaro– fue una de las postales de una jornada que no anticipa nada bueno para
Brasil ni América Latina.

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América Latina se queda sin mujeres presidentas: ¿cuánto cambió realmente la


región en machismo, sexismo y poder?
Gerardo Lissardy BBC Mundo, Nueva York

 19 diciembre 2017

 América Latina está a punto de volver a una situación que le era ajena
desde hace más de una década: todos los países de la región estarán en breve
presididos por hombres.

Esto es lo que marca el triunfo electoral en Chile del empresario multimillonario


Sebastián Piñera, quien sucederá a la actual presidenta Michelle Bachelet a partir de
marzo.

Cuando Bachelet asumió su primer mandato en 2006, América Latina parecía cambiar
su historia de domino masculino absoluto en los cargos más altos de poder.
Al año siguiente ocurrió la victoria de Cristina Fernández de Kirchner en las
presidenciales de Argentina y en 2010 la tendencia se afianzó con la elección de
Dilma Rousseff en Brasil y de Laura Chinchilla en Costa Rica.

De pronto, la región sorprendía al mundo como un lugar donde la igualdad de género en


la política se volvía algo más que un simple eslogan, pese a su vieja tradición machista.
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Pero ahora que América Latina se quedará de un día para el otro sin presidentas por un
tiempo desconocido, algunos advierten que podría desandarse al menos parte del
camino recorrido para apoderar a las mujeres.
por un tiempo indefinido.

"Hay un problema muy serio en la región: tratar de avanzar y no permitir que haya
retrocesos", dice Carmen Moreno, secretaria ejecutiva de la Comisión Interamericana de
Mujeres.
"Es una realidad que tiene que ver con que de pronto las mujeres avanzaron mucho y
asustaron a todos: hay una reacción en los partidos políticos que dicen '¿y por qué tienen
que ser mujeres?'", agrega Moreno en declaraciones a BBC Mundo.

La pregunta entonces es si América Latina ha cambiado realmente en cuanto a


machismo, sexismo y poder.

Fin de un ciclo
La historia de mujeres presidentas en países latinoamericanos se inició bastante antes de
la última década: la argentina Isabel Martínez fue la primera en llegar al cargo en
la región, en 1974 tras la muerte de su esposo Juan Domingo Perón.

Luego hubo otras mujeres que encabezaron los gobiernos de países como Bolivia,
Nicaragua, Ecuador y Panamá, ya sea como mandatarias electas o interinas.

Pero los ascensos al poder de Bachelet, Fernández de Kirchner y Rousseff fueron


especiales porque, en pocos años, hicieron que una porción significativa de la población
y la economía de Sudamérica pasara a estar presidida por mujeres.

No obstante, este primer ciclo de mandatarias contemporáneas en grandes países de la


región concluye de un modo que parece lejos de lo ideal.

Rousseff fue destituida el año pasado por el Congreso, en un juicio político por
manipulación presupuestal y en medio de un colosal escándalo de corrupción que
involucró a su partido y a la clase política brasileña en general.
En Argentina, tras concluir su mandato y ser sucedida por su opositor Mauricio Macri
hace dos años, Fernández de Kirchner enfrenta un procesamiento con prisión
preventiva y pedido de desafuero como senadora por presunto encubrimiento de Irán
en el atentado contra la mutual israelita AMIA, que dejó 85 muertos en 1994.

Ambas expresidentas rechazan los cargos y se reunieron este mes en Buenos Aires para
conversar sobre "la utilización del aparato judicial como arma para destruir a la política
y a los líderes opositores", indicó Fernández de Kirchner tras el encuentro.

En Chile, la popularidad de Bachelet se ha recuperado parcialmente tras desplomarse


por un caso de venta de terrenos que involucró a su hijo, pero sigue más de 40 puntos
abajo del 80% que tenía al final de su primera presidencia en 2014.
El claro triunfo en la segunda vuelta electoral de Chile del opositor Piñera, quien en la
campaña y durante su primera presidencia fue criticado por realizar bromas
"machistas", supuso un revés para Bachelet el domingo, aunque ella no era
candidata.

La mandataria había dicho que no le gustaría pensar en el hecho de que el continente se


quede sin mujeres presidentas como un paso atrás en la lucha por la igualdad de género.
Pero, en una entrevista con la BBC en octubre, pidió "analizar más a fondo qué está
pasando: en muchas partes del mundo, las mujeres están abandonando la política
porque no les gusta el rumbo que la política está tomando".

Y coincidió con Rousseff en que "se hacen diferencias sexistas en cómo se percibe a
hombres y mujeres en posición de liderazgo", al evaluar si son duros o débiles.

"Fundamentalistas"

Las estadísticas muestran que la incorporación de mujeres a cargos de gobierno en


Latinoamérica dista bastante de ser un fenómeno parejo y sostenido.
Ocho países del subcontinente han registrado una reducción de la cantidad de
ministras respecto a sus períodos presidenciales previos, según cifras del
Observatorio de Igualdad de Género de América Latina y el Caribe.

En los congresos nacionales, tras la adopción de cuotas de género en varios países, la


región destaca a escala mundial por su alto nivel de mujeres legisladoras: el promedio es
de 29% incluyendo al Caribe, según datos de la Unión Interparlamentaria.
Pero Moreno afirma que en América Latina existe actualmente "un movimiento
fuerte que quiere que las mujeres se regresen a su casa a cuidar a sus niños y nada
más".
"Son gente que está en contra de los derechos de las mujeres. En algunos casos se han
unido algunas iglesias a esos fundamentalistas. Pero no es que se pueda decir que es la
izquierda o la derecha. Son fuerzas conservadoras (…) que están contra la igualdad
entre hombres y mujeres", afirma.

La última encuesta regional Latinobarómetro mostró un aumento importante del


porcentaje de latinoamericanos que opinan que el conflicto entre hombres y mujeres es
fuerte o muy fuerte: pasó de 51% en 2008 a 66% en 2017.
Esto puede explicarse "por el aumento de demanda de igualdad y la lenta velocidad
de cambio", sostuvo el informe anual de esa encuesta divulgado en el mes pasado.

De hecho, la lucha por los derechos de la mujer en América Latina aun incluye
demandas básicas como el fin de la violencia de género y los feminicidios, problemas
de la región en general.

Y en cuanto a autonomía económica, pese a contar con más años de estudio que los
hombres en promedio, las mujeres tienen una tasa de ocupación menor y salarios más
bajos en similares condiciones, indicó Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la semana pasada.

Poder y realidad

Otra cuestión es si las presidentas latinoamericanas hicieron todo lo que podían para
reducir la desigualdad entre mujeres y hombres en sus países.
Fernández de Kirchner y Rousseff impulsaron medidas por ejemplo para combatir la
violencia de género, endureciendo las penas previstas para ciertos crímenes.
Pero muchas feministas —incluso quienes coinciden con Rousseff en que su destitución
tuvo factores de misoginia en un Congreso con 90% de hombres— les reprochan
haber evitado el debate sobre el aborto y los derechos reproductivos femeninos.

Bachelet sí libró una batalla en ese sentido y señala como uno de sus logros la
aprobación de una ley que este año despenalizó parcialmente el aborto, por tres
causales: en casos de violación, cuando el feto es inviable o la vida de la madre está en
riesgo.

La presidenta chilena también impulsó en sus dos gobiernos reformas contra la


violencia doméstica y la discriminación laboral, o para aumentar la cantidad de mujeres
en cargos electivos.
"Bachelet usó su poder presidencial más que sus predecesores para promover
políticas pro-mujer", dice Catherine Reyes-Housholder, una científica política e
investigadora del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social en Santiago de
Chile que ha publicado varios trabajos sobre las presidentas.

De todos modos, los expertos advierten que las primeras mandatarias latinoamericanas
tuvieron limitaciones de distinto tipo para gobernar y los fenómenos culturales como el
machismo o sexismo suelen ser difíciles de cambiar.
Tal vez, señalan, el camino haya quedado un poco más despejado para que otras
mujeres vuelvan en el futuro próximo a competir por la presidencia, aunque no la
tengan del todo fácil.

El retorno a viejos estándares puede ocurrir más rápido de lo que muchos creen: Brasil
pasó el año pasado de una presidenta que había nombrado más ministras mujeres en la
historia del país (18), a un mandatario como Michel Temer, que designó al asumir un
gabinete exclusivamente de hombres.

Más allá de todos los errores o aciertos de cada una, Rousseff, Fernández de Kirchner y
Bachelet fueron blancos de críticas, insultos y comentarios sexistas durante sus
gobiernos.
Y si bien las tres lograron ser electas para segundos mandatos, ellas como las
presidentas de Costa Rica y Panamá tuvieron menores índices de aprobación que
los presidentes hombres en los últimos 20 años, señala Reyes-Housholder a BBC
Mundo.

"La pregunta", dice, "podría ser si las presidentas mujeres son juzgadas de manera
diferente en medio de escándalos de corrupción o escándalos que involucran al Poder
Ejecutivo".

¿Fin de ciclo político en América latina?


Un generación está en puertas de dar paso a una nuevo. En este escenario, 2015 es
un año de transición
Manuel Alcántara Sáez/Política Exterior

1 FEB 2015 - 00:00 CET

Hablar de ciclos y agrupar a los países en áreas geográficas es un recurso muy usual
para un mejor conocimiento de la realidad aunque ello oculte la imprecisión de las
fechas y la heterogeneidad regional. Bajo esa premisa, América Latina, un conjunto de
países extremadamente diverso, en 2014 celebró ocho elecciones presidenciales
culminando un ciclo político que había empezado a articularse una década antes.

Estos procesos electorales tuvieron como denominador común la continuidad de los


Gobiernos existentes revalidados por los electorados. Solamente en Costa Rica y en
Panamá se dio el cambio al llegar al poder fórmulas políticas novedosas, mientras que
en Bolivia, Brasil y Colombia se reeligieron sus presidentes y en El Salvador y Uruguay
se revalidó el mandato de los partidos en el gobierno, mientras que en Chile se produjo
una suerte de “continuismo interrumpido”.

A lo largo de la década, en el panorama político latinoamericano se ha dado un alto


grado de permanencia presidencial con el congelamiento de nombres que han hecho que
las fotos de las cumbres presidenciales presenten diferencias mínimas en su
composición. Esto puede explicarse fundamentalmente por cuatro razones.

En primer lugar, este lapso coincide con la década ganada en términos económicos que
ha vivido América latina sobre la que la gran crisis financiera mundial apenas si la
golpeó únicamente en 2009. El incremento en la demanda de materias primas
(minerales y agrícolas), la subida de sus precios (sobre todo del petróleo) y haber
realizado reformas estructurales antes contando con un sector financiero ya saneado,
permitieron superávits fiscales con los que se atendieron amplias políticas de gasto
público con especial atención a su contenido social.

El segundo término, el presidencialismo reinante desde 1994 ha ampliado su fortaleza a


través de cambios constitucionales que han traído consigo la posibilidad de la
reelección. De entre los grandes países, solamente México persiste en la expresa
prohibición permanente de la reelección presidencial.

Una tercera razón tiene que ver con los partidos que se encuentran inmersos en un serio
proceso de desinstitucionalización que trae, como contraparte, que la política siga un
patrón en el que los candidatos se imponen a los partidos. Esto es especialmente obvio
en el mundo andino sin dejar de lado a Guatemala, Panamá o Paraguay y a algunos
casos brasileños.

Muchos continúan mirando hacia otro lado cuando se trata de poner en marcha reformas
fiscales

En último lugar, no hay que desdeñar que América Latina está viviendo una época
política como nunca antes en su historia. Desde la década de 1980, como promedio
general, de manera continuada y afectando a todos los países, con excepción de Cuba, la
región vive un momento en el que la democracia es la única legitimidad plausible. Sus
gobernantes son elegidos mediante procesos electorales periódicos, libres y
competitivos cuyos resultados son aceptados en gran medida por los electores y por
instancias de observación internacional independientes. Esta circunstancia permite
hablar de olas generacionales que se ajustan con los ciclos demográficos de las
sociedades. Pues bien, por razones vegetativas un ciclo generacional está en puertas de
dar paso a uno nuevo.

En este escenario, 2015 es un año de transición. Solamente en el tramo final del mismo,
Argentina y Guatemala tendrán elecciones presidenciales, y El Salvador, México y
Venezuela comicios legislativos. Eso no significa que no se deba prestar atención a
temas que resultan de especial interés a los que la política tiene que confrontar y que
hasta la fecha han sido en gran medida ignorados.

El cuadrado que integra tanto a las principales preocupaciones de la opinión pública


como a las conclusiones de los análisis de organizaciones internacionales y de
académicos está integrado por la corrupción, la desigualdad, la pobreza y la violencia.
Su carácter sistémico requiere que su complejidad deba ser abordada mediante
instrumentos que vienen siendo discutidos desde hace años. La propia estabilidad de la
región y su experiencia de las últimas tres décadas permite ahora más que nunca
ponerles en marcha. Considero especialmente tres.

Muchos países latinoamericanos continúan obstinadamente mirando hacia otro lado


cuando se trata de poner en marcha reformas fiscales que incrementen la recaudación
gravando de forma significativa además a las rentas mayores. Ello traería consigo no
solo avanzar en la adopción de políticas redistributivas, sino apuntalar estructuras
mínimas de Estado que siguen estando ausentes y que van desde tener una
administración pública profesionalizada reclutada según criterios de independencia,
mérito y competencia, hasta lograr el monopolio de la violencia legítima, sin dejar de
lado su liderazgo fundamental en cuestiones del bienestar donde la educación ocupa un
lugar estelar. Finalmente, es la hora de establecer grandes pactos de Estado en los que
tengan cabida no solo las fuerzas políticas, sino sectores sociales y económicos
mínimamente representativos.

Manuel Alcántara Sáez es profesor de Ciencia Política de la Universidad de


Salamanca y director de Flacso España.

El apoyo a la democracia baja en América Latina, según el Latinobarómetro

El respaldo cae dos puntos en los 18 países analizados con la economía y la


violencia como grandes problemas
Carlos E. Cué

Buenos Aires 2 SEP 2016 - 20:46 CEST


Marcha contra la destitución de Dilma Rousseff en Brasil. EFE

La crisis económica, los escándalos de corrupción y la insatisfacción con los servicios


públicos están causando estragos en la opinión que los latinoamericanos tienen de la
democracia, un régimen que se ha consolidado en prácticamente toda la región pero
cuyo ejercicio no acaba de satisfacer a los ciudadanos. Según el Latinobarómetro, una
prestigiosa encuesta regional que cumple 20 años y analiza 20.000 encuestas realizadas
en los principales 18 países latinoamericanos, el apoyo a la democracia ha vuelto a caer
en 2016. El respaldo ha pasado del 56% al 54%. Y lo que es más grave, los que
contestan que les es “indiferente” si hay un régimen democrático o no han crecido, del
20% al 23%. Es el techo máximo de indiferentes en los 21 años de Latinobarómetro. El
único dato positivo es que no crecen, sino que bajan ligeramente, los que apoyan un
“régimen autoritario” que han pasado de 16% al 15%.

Es el cuarto año consecutivo en que, pese a los teóricos avances y la llegada de nuevas
generaciones que han nacido en democracia, el apoyo a este régimen no mejora. “El
apoyo a la democracia en América Latina tiene tres puntos bajos en estos 21 años en
que Latinobarómetro ha medido este indicador: la crisis asiática en 2001, cuando
alcanzó el 48%; y en 2007 y 2016 con un 54%”, explican las conclusiones. Se podría
decir que “el paciente está delicado con algunas recaídas”, insiste el análisis. Por países,
hay seis en los que la caída de apoyo a la democracia ha sido muy fuerte: Brasil, donde
cae 22 puntos, Chile 11, Uruguay 8, Venezuela y Nicaragua 7 y El Salvador 5.

Los autores de la encuesta, dirigidos por la chilena Marta Lagos, se preguntan por las
causas y encuentran algunas en los datos analizados. “Después de 21 años en que hemos
monitoreado el apoyo a la democracia, la situación es peor que al inicio. ¿Qué le pasó a
la región además de entrar en un período de bajo o nulo crecimiento económico?
¿Acaso el ciclo económico impide que avance el proceso de consolidación de la
democracia? Los datos sugieren algo diferente puesto que el apoyo a la democracia
aumenta durante la crisis subprime, en 2008 y 2009, cuando la economía iba en el
sentido contrario y alcanza un punto más alto en 2010, con el 61%. Recién a partir de
2010 se produce una baja, lo que estaría indicando que la economía no es el único factor
que incide”, señalan.

El estudio busca otro origen de la insatisfacción: "Es posible argumentar como


explicación que mientras no se desmantelen las desigualdades no se logrará esta
consolidación. Los éxitos de Ecuador y Bolivia pueden ser interpretados en ese sentido.
Se puede avanzar bastante en materia de cambios normativos, inclusión y progreso
económico, pero este proceso parece tener un techo en cuanto al desmantelamiento de
las desigualdades".

Hay un dato muy claro. "Entre 2004 y 2011 aumentó del 24% al 36% la percepción que
se gobierna para todo el pueblo, pero desde entonces el indicador viene bajando hasta
llegar a sólo el 22% en 2016, la cifra más baja medida desde hace 12 años. En Brasil,
Paraguay y Chile sólo el 9% y el 10% creen que se gobierna para todo el pueblo. En
2016 alcanzan un máximo del 73% los ciudadanos de la región que creen que se
gobierna para el beneficio de unos pocos grupos poderosos. Esto llega al 88% en
Paraguay, 87% en Brasil y Chile, 86% en Costa Rica, 84% en Perú, 82% en Colombia y
un 80% en Panamá".

El Latinobarómetro analiza la situación país por país. Y ahí detecta que ningún
presidente está fuerte en la región, lo que coincide con esa caída del nivel de apoyo a la
democracia y esa decepción generalizada. “Se podría decir que ningún mandatario
latinoamericano cuenta hoy con capital político acumulado para gastar. En 2009 había 6
presidentes con sobre el 70% de aprobación y sólo 2 con menos de un tercio. Hoy, en
promedio, desde 2010 la aprobación de los gobiernos de la región ha bajado del 60% al
38%, una pérdida de 22 puntos porcentuales. La aprobación de gobierno de 2016 se
parece más a las de 2002 y 2003, cuando América Latina venía saliendo de la crisis
asiática", explica.

En el análisis de los datos se concluye que la sociedad ha cambiado. “Lo que 5 años
atrás era tolerable, hoy no lo es. Las personas aspiran, sobre todo, a que haya soluciones
concretas para problemas concretos, y que se apliquen de inmediato porque no está
dispuesta a esperar las soluciones prometidas para pasado mañana”.

Una prueba de que la democracia tiene problemas en la región es que muchos


latinoamericanos aceptan cierto grado de autoritarismo. Por ejmplo, "un tercio de la
región (30%) opina que está bien que el presidente controle los medios de comunicación
en caso de dificultades". "Nuevamente es en los países centroamericanos donde se
encuentra mayor respaldo a esta afirmación, como por ejemplo en Guatemala (51%), y
otra vez es Chile el país donde existe menos acuerdo con esto (17%)", remata. Otro
elemento en la misma línea es el del apoyo a la "mano dura" frente a la libertad. Aunque
hay muchas diferencias. En países como República Dominicana un 82% apoya la mano
dura mientras en Brasil baja al 42%.

También explica en parte la insatisfacción la lista de los principales problemas. La


delincuencia es el problema más importante para el 22 % de los latinoamericanos,
aunque si se suman los problemas de tipo económico está ligeramente por encima como
primer problema. Pero hay muchos países en los que la inseguridad es el principal
problema: Honduras, Panamá, Guatemala, República Dominicana, Chile, México,
Colombia, Perú, El Salvador y Uruguay. En Brasil, por el contrario, la salud es la
principal preocupación, para los bolivianos es la corrupción y para los argentinos es el
estado general de la economía.

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