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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA


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CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES

CONSEJO EDITORIAL

Luis Aguiar de Luque


José Álvarez Junco
Paloma Biglino Campos
Bartolomé Clavero
Luis E. Delgado del Rincón
Elías Díaz
Santos Juliá
Francisco J. Laporta
Clara Mapelli Marchena
Francisco Rubio Llorente
Joan Subirats Humet
Joaquín Varela Suanzes-Carpegna

Colección: Estudios Políticos


Director: JOAN SUBIRATS HUMET
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XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS


FRANCISCO SEVILLANO CALERO
(eds.)

LOS ENEMIGOS
DE ESPAÑA
Imagen del otro, conflictos bélicos
y disputas nacionales (siglos XVI-XX)

Actas del IV Coloquio Internacional


de Historia Política
5-6 de junio de 2008

Jaime CONTRERAS CONTRERAS José Javier RUIZ IBÁÑEZ


Àngel DUARTE I MONTSERRAT Pedro RÚJULA
Daniel FERNÁNDEZ DE MIGUEL Antonio SÁEZ ARANCE
Pablo MARTÍN ASUERO M.ª Pilar SALOMÓN CHÉLIZ
Eloy MARTÍN CORRALES Peer SCHMIDT
Fernando MOLINA APARICIO Francisco SEVILLANO CALERO
Xosé Manoel NÚÑEZ SEIXAS Andreas STUCKI

CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES


Madrid, 2010
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Catálogo general de publicaciones oficiales:


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de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes,
la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio
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De esta edición, 2010:


© XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS y FRANCISCO SEVILLANO (eds.)
© CENTRO DE ESTUDIOS POLÍTICOS Y CONSTITUCIONALES
Plaza de la Marina Española, 9
28071 Madrid
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NIPO: 005-10-011-5
ISBN: 978-84-259-1489-8
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Realización: GRÁFICAS/85, S.A.


Gamonal, 5. 28031 Madrid
Impreso en España - Printed in Spain 100%
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ÍNDICE

Págs.

Relación de autores .................................................................. 9


INTRODUCCIÓN. Las Españas y sus enemigos ........................ 28
por XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS y FRANCISCO SEVILLANO.

SECCIÓN I
Los enemigos del Imperio (siglos XVI-XVIII)

La presentación de las amenazas exteriores como sustento


de la Monarquía hispana ................................................... 31
por JOSÉ JAVIER RUIZ IBÁÑEZ.
El protestante. Martin Lutero, el luteranismo y el mundo
germánico en el pensamiento e imaginario españoles de
la época moderna ............................................................... 53
por PEER SCHMIDT.
El judío en España: la construcción de un estereotipo ........ 77
por JAIME CONTRERAS CONTRERAS.
La lucha contra el turco: de los almogávares a Lepanto ...... 91
por PABLO MARTÍN ASUERO.
El rebelde flamenco, ¿«enemigo de España»? Sobre los orí-
genes y la persistencia de un estereotipo ......................... 119
por ANTONIO SÁEZ ARANCE.

SECCIÓN II
Los enemigos exteriores de la nación (siglos XIX-XX)

El francés invasor de 1808 ...................................................... 141


por PEDRO RÚJULA.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Págs.
El «moro», decano de los enemigos exteriores de España:
una larga enemistad (siglos VIII-XXI) ................................. 165
por ELOY MARTÍN CORRALES.
La Iglesia y el Vaticano, enemigos de la España liberal ....... 183
por M.ª PILAR SALOMÓN CHÉLIZ.
El peligro viene del Norte: la larga enemistad de la España
conservadora a los Estados Unidos .................................. 207
por DANIEL FERNÁNDEZ DE MIGUEL.
Del ruso virtual al ruso real: el extranjero imaginado del na-
cionalismo franquista......................................................... 233
por XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS.

SECCIÓN III
Los enemigos internos de la nación (siglos XIX-XX)

¿Guerra entre hermanos en la Gran Antilla? La imagen del


rebelde cubano (1868-98) .................................................. 269
por ANDREAS STUCKI.
El vasco o el eterno separatista: la invención de un enemigo
secular de la democracia española, 1868-1979 ................ 293
por FERNANDO MOLINA APARICIO.
El ‘rojo’. La imagen del enemigo en la ‘España nacional’ .... 325
por FRANCISCO SEVILLANO.
«Son los catalanes aborto monstruoso de la política».......... 341
por ÀNGEL DUARTE.

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RELACIÓN DE AUTORES

JOSÉ JAVIER RUIZ IBÁÑEZ (Yecla, 1968). Doctor en Historia por la


Universidad de Murcia (1994) y profesor titular de Historia del
Pensamiento y los Movimientos Sociales y Políticos en la mis-
ma Universidad. Entre sus últimas publicaciones destacan: Fe-
lipe II y Cambrai: el consenso del pueblo (Madrid, 1998, y Ro-
sario, 2003); (con R. Descimon), Les ligueurs de l’exil. Le refuge
catholique français après 1594 (París, 2005); (con B. Vincent) e
Historia de España, política y sociedad. Siglos XVI-XVII (Madrid,
2007), además de varios artículos en revistas españolas e in-
ternacionales.
PEER SCHMIDT (1958-2009) estudió Historia, Ciencias Políticas y
Lenguas Románicas en las universidades de Tübingen, Colonia
y Sevilla, doctorándose en la Universidad de Hamburgo en 1989
y habilitándose en la de Eichstätt (1996), donde fue catedrático
de Historia de España y Latinoamericana hasta 1999, en que
ocupó la cátedra de la misma materia en la Universidad de Er-
furt. Sus líneas de trabajo principales fueron la Historia de la
Nueva España en el período colonial, así como el estudio de
la Guerra de los Treinta Años y el Imperio español. Entre sus
libros destacan Desamortitationspolitik und staatliche Schul-
dentilgung in Hispanoamerika am Ende der Kolonialzeit (Saar-
brücken/Fort Lauderdale, 1988) y Spanische Universalmonar-
chie oder «teutsche Libertet». Das spanische Imperium in der
Propaganda des Dreissigjährigen Krieges (Stuttgart, 2001; edi-
ción española en México, 2010).
JAIME CONTRERAS CONTRERAS es catedrático de Historia Moderna de
la Universidad de Alcalá. Ha sido presidente de la Fundación
de Historia Moderna de España, director del Centro Interna-
cional de Estudios Sefardíes y Andalusíes y vicerrector de Pos-
tgrado de la Universidad de Alcalá. Es autor o coordinador de
diez monografías y numerosos artículos publicados en obras
colectivas y revistas científicas. Ha dirigido doce proyectos de

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

investigación financiados en convocatorias competitivas y, asi-


mismo, ha participado en otros de universidades europeas. En
su trayectoria académica ha trabajado sobre diversos aspectos
de la historia de la cultura religiosa y de las minorías étnicas
en la historia de España y de los países mediterráneos. Ha sido
profesor visitante en la École des Hautes Études, así como en
las universidades de la Sorbona (París III y París IV), East An-
glia, Northern Illinois y Agdall de Rabat, entre otras.

PABLO MARTÍN ASUERO (San Sebastián, 1967) estudió en las Univer-


sidades de Deusto y del País Vasco, donde se doctoró en 1997.
Entre 2002 y 2008 fue director del Instituto Cervantes de Es-
tambul, y en la actualidad dirige el Instituto Cervantes de Da-
masco. Además de cultivar la faceta literaria como autor, se ha
interesado por la historia y cultura sefardíes y por las relacio-
nes entre el mundo hispánico y el Imperio Otomano. Entre sus
últimas obras destacan Viajeros hispánicos en Estambul (2005)
y Descripción del Egipto otomano, según las crónicas de viajeros
españoles, hispanoamericanos y otros textos (2007).

ANTONIO SÁEZ ARANCE (Madrid, 1966). Estudios de Geografía e His-


toria en la Universidad Autónoma de Madrid y la Universidad
de Bielefed (RFA), donde se doctoró con un trabajo sobre Hu-
manismo y Confesionalización en España y los Países Bajos.
Desde 2001 es profesor adjunto del Instituto de Historia Ibéri-
ca y Latinoamericana de la Universidad de Colonia (RFA). Prin-
cipales intereses investigadores: Historia Política y Cultural del
Mundo Ibérico entre los siglos XVI y XIX, Nacionalismo, Histo-
ria de Chile e Historiografía Alemana.

PEDRO RÚJULA es profesor titular de Historia Contemporánea de la


Universidad de Zaragoza. Sus investigaciones se han dirigido
a estudiar los fenómenos políticos, sociales y culturales en los
orígenes del mundo contemporáneo, especialmente el naci-
miento de la política durante la Guerra de la Independencia y
las guerras civiles del siglo XIX. Entre sus obras pueden citar-
se Ramón Cabrera, la senda del tigre (1996), Contrarrevolución.
Realismo y Carlismo en Aragón y el Maestrazgo (1820-1840)
(1998) o Constitución o muerte (1820-1823) (2000), así como
las ediciones de las obras de Antonio Pirala, Vindicación del ge-
neral Maroto (2005), los diarios de Faustino Casamayor (2008),
Los Sitios de Zaragoza del barón Lejeune (2009) y de las Me-
morias del mariscal Louis-Gabriel Suchet (2010).

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RELACIÓN DE AUTORES

ELOY MARTÍN CORRALES es profesor titular del Departamento de Hu-


manidades de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). Sus
investigaciones se han dirigido hacia el estudio de las relacio-
nes entre España y el Norte de África en la Edad Moderna y
Contemporánea. Entre sus últimos libros destacan (ed.), Ma-
rruecos y el colonialismo español (1859-1912). De la guerra de
África a la penetración pacífica (Barcelona, 2002); La imagen del
magrebí en España. Una perspectiva histórica, siglos XVI-XX (Bar-
celona, 2002) y (con J. A. González Alcantud, ed.), La Conferen-
cia de Algeciras en 1906: Un banquete colonial (Barcelona, 2007).

M.ª PILAR SALOMÓN CHÉLIZ es profesora titular de Historia Con-


temporánea en la Universidad de Zaragoza. Coautora del libro
colectivo El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón,
1936-1939 (Madrid, 1992), es especialista en la movilización an-
ticlerical española contemporánea e investiga la visión de Es-
paña que defendían los sectores laicistas republicanos y obre-
ros, temas sobre los que ha publicado numerosos trabajos, entre
ellos el libro Anticlericalismo en Aragón. Protesta popular y mo-
vilización política (1900-1939) (Zaragoza, 2002).

DANIEL FERNÁNDEZ DE MIGUEL (1978) es doctor en Ciencias Políti-


cas por la Universidad Complutense de Madrid, tras realizar su
tesis doctoral sobre la historia del antiamericanismo conserva-
dor español. Ha realizado estancias en la Universidad de Cali-
fornia y en la École des Hautes Études en Sciences Sociales.
En la actualidad es colaborador honorífico en el Departamen-
to de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales
y Políticos de la Universidad Complutense.

XOSÉ MANOEL NÚÑEZ SEIXAS (Ourense, 1966) es doctor en Historia


Contemporánea por el Instituto Universitario Europeo de Flo-
rencia y catedrático de la misma materia en la Universidad de
Santiago de Compostela. Se ha especializado en el estudio com-
parado de los nacionalismos europeos e ibéricos, así como en
estudios migratorios y en la historia cultural de la guerra. Au-
tor de una docena de libros y de numerosos artículos en revis-
tas y volúmenes colectivos de ámbito español e internacional,
entre sus últimos libros destacan ¡Fuera el invasor! Nacionalis-
mos y movilización bélica durante la guerra civil española, 1936-
1939 (Madrid: Marcial Pons, 2006); Imperios de muerte: la
guerra germano-soviética, 1941-1945 (Madrid: Alianza Editorial,
2007), e Internacionalitzant el nacionalisme. El catalanisme po-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

lític i la qüestió de les minories nacionals a Europa (1914-1936)


(Catarroja/Valencia: Afers/PUV, 2010).

ANDREAS STUCKI ha estudiado en la Universidad de Berna, donde


se doctoró en 2010, y ha sido becario del Fondo Nacional Sui-
zo para la Investigación Científica, así como investigador aso-
ciado de la Universidad Complutense de Madrid y del Institu-
to de Historia de Cuba. Trabaja como asistente en el Instituto
de Historia (Sección Historia Contemporánea e Historia Ac-
tual) de la Universidad de Berna. Autor de diversos artículos
en volúmenes colectivos y revistas internacionales, en la ac-
tualidad está preparando un libro sobre la historia social de las
guerras de Cuba (1868-98).

FERNANDO MOLINA APARICIO es investigador Ramón y Cajal en la


Universidad del País Vasco. Tiene artículos en libros como La
autonomía vasca en la España contemporánea (Madrid, 2009)
o Nationhood from below. Europe in the long nineteenth century
(Londres, 2010), y en revistas como Claves, Ayer, Historia del
Presente, Historia Social, Historia y Política, Nations and Na-
tionalism, Ethnic and Racial Studies, European History Quaterly
o Social History. Es autor, entre otros, de La tierra del martirio
español. El País Vasco y España en el siglo del nacionalismo (Ma-
drid, 2005), y editor de Extranjeros en el pasado. Nuevos histo-
riadores de la España contemporánea (Bilbao, 2009).

FRANCISCO SEVILLANO CALERO, doctor en Historia, es profesor titu-


lar de Historia Contemporánea de la Universidad de Alicante.
Ha publicado diversos artículos y trabajos de colaboración so-
bre la guerra civil y la dictadura franquista. Entre sus libros
hay que citar Propaganda y medios de comunicación en el fran-
quismo (Alicante, 1998), Ecos de papel. La opinión de los espa-
ñoles en la época de Franco (Madrid, 2000), Exterminio. El te-
rror con Franco (Madrid, 2004), «Rojos». La representación del
enemigo en la guerra civil (Madrid, 2007) y Franco, Caudillo por
la gracia de Dios (Madrid, 2010).

ÀNGEL DUARTE I MONTSERRAT (Barcelona, 1957). Catedrático de His-


toria Contemporánea en la Universidad de Girona. Ha centra-
do su investigación, de forma prioritaria, en el análisis del re-
publicanismo y el federalismo, las emigraciones y los exilios en
la Cataluña y la España de los siglos XIX y XX. Sus dos libros
más reciente son Republicans. Jugant amb foc (Barcelona, 2006)
y El otoño de un ideal (Madrid, 2009).

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INTRODUCCIÓN
LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS


FRANCISCO SEVILLANO

España tuvo también sus enemigos como comunidad política


e identidad imaginada, como construcción cultural y ámbito de re-
presentación del poder. Y más aún los tuvo el nacionalismo espa-
ñol, aunque su propia existencia en España durante los siglos XIX
y XX (y XXI) sea todavía objeto de algún debate conceptual entre
los científicos sociales y los propios políticos e intelectuales espa-
ñoles en general.
En el caso español es indudable que existe una comunidad po-
lítica compartida con antelación a la irrupción del nacionalismo
como nuevo principio legitimador de esa comunidad. La nación, y
el nacionalismo que la propugna en el espacio público, heredó los
enemigos del imperio, de la religión y del rey, y al mismo tiempo
los reformuló. Y las distintas maneras de entender la nación adop-
taron diversas combinaciones para definir al otro o a los otros ne-
cesarios para formular la imagen del yo nacional. Definimos aquí
nacionalismo de forma amplia, es decir, como la ideología y el mo-
vimiento sociopolítico que defiende y asume que un colectivo terri-
torial definido es una nación y, por tanto, depositario de derechos
políticos colectivos que lo convierten en sujeto de soberanía, inde-
pendientemente de los criterios (cívicos, étnicos o una mezcla de
ambos) que definan quiénes son los miembros de pleno derecho
de ese colectivo. Esta definición supone aceptar que nacionalismo
es toda defensa y asunción de que un territorio determinado cons-
tituye el ámbito en el que un colectivo humano, definido como una
nación, ejerce su soberanía y que, por lo tanto, es sujeto de dere-
chos políticos colectivos. A partir de ahí, y según los criterios por
los que se defina quién forma parte de la nación y quién no, ha-
brá nacionalismos cívicos o étnicos, aunque en la gran mayoría de
los casos lo que el historiador encuentra es una combinación de
ambos tipos ideales, más o menos predominantes1.
1 Vid., sobre este argumento, D. BROWN, Contemporary Nationalism. Civic,

Ethnocultural & Multicultural Politics, Londres/Nueva York: Routledge, 2000, pp.


50-69.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Optar por esta definición supone también aceptar que la pre-


sencia del nacionalismo, y muy particularmente del nacionalismo
de Estado, es detectable incluso en programas y tendencias políti-
cas que asumen y defienden como un hecho indiscutido e indis-
cutible cuál es la nación a la que pertenecen. Ello no implica que
ese componente ideológico sea visible, que ocupe necesariamente
el centro de su agenda política y sus prioridades estratégicas. Por
el contrario, el componente nacionalista (definir qué nación es la
que se defiende o asume) jugará un papel protagonista en la agen-
da de aquellos partidos o movimientos sociopolíticos cuya nación
de referencia no goza de un reconocimiento institucional conside-
rado suficiente y, sobre todo, de soberanía. En los nacionalismos
de Estado, que dan la nación por naturalmente preexistente, el na-
cionalismo aparece como un componente visible en tres supuestos
básicos: a) amenaza o agresión exterior, pero también el desafío de
nacionalismos alternativos en el interior de sus fronteras; b) irrup-
ción –aunque sea pacífica– en su territorio de poblaciones consi-
deradas extranjeras; y c) elevación del vínculo comunitario nacio-
nal a categoría central de su cosmovisión, por encima de otras
formas de identidad colectiva (lo que, en el último caso, suele lle-
var aparejada una preferencia por ideologías antidemocráticas)2.
El nacionalismo español contemporáneo se ha caracterizado por
una amplia diversidad interna. Bajo el común denominador de la
defensa de la continuidad de España como nación se hallaron pro-
gramas políticos y cosmovisiones sociales y culturales muy dife-
rentes; y, por lo tanto, con adversarios también muy distintos.
Una discusión recurrente en el ámbito historiográfico español
desde hace ya tres lustros gira alrededor de la existencia o no de
una «débil nacionalización» española durante el largo siglo XIX. Pero
a menudo se ha ignorado en esa discusión la influencia que la
guerra, y consecuentemente de la falta o no de un «otro» nacional
externo definido y duradero, pudo jugar en esa nacionalización de
las masas, desde arriba o desde abajo. Las guerras patrióticas, sin
embargo, han contribuido enormemente a la consolidación de los
diversos procesos de construcción nacional que se sucedieron en
Europa durante los siglos XIX y XX. Ciertamente, las guerras no crean
una nueva conciencia nacional allí donde ésta previamente no exis-
tía. Pero pueden incidir decisivamente sobre su configuración, sus
características y su difusión social en tres aspectos. Primero, en su
difusión social y su capacidad de impregnación capilar de la vida
de una comunidad, pasando a otorgar sentido a amplias dimensio-

2 Vid. M. CANOVAN, Nationhood and Political Theory, Cheltenham: Edward El-

gar, 1996, pp. 83-96.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS - F. SEVILLANO INTRODUCCIÓN. LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

nes de la experiencia vivida, tanto individual como colectiva. Segun-


do, en la reformulación de algunas de las características ideológi-
cas, culturales o simbólicas fundamentales de la identidad nacio-
nal, proceso que se refuerza por la propia capacidad de penetración
social de las imágenes y discursos nacionalistas combinados con
los lemas movilizadores de toda guerra: de un patriotismo de guerra,
subproducto específico y componente a su vez de una trama de sig-
nificados y un repertorio de movilización más amplios, la cultura de
guerra3, cuyo fin último es galvanizar a los connacionales mediante
el abuso de la estereotipia, de la simplificación discursiva y la ela-
boración de imágenes nítidas del nosotros y del ellos. Y tercero, de
modo relacionado con lo anterior, en la transformación de naciona-
lismos cívicos –o de base predominantemente cívica– en nacionalis-
mos de carácter etnocultural, al apelar más directamente a la emo-
ción, la cultura, el origen compartido, la historia o la etnicidad.
Hablar de enemigos implica asimismo abordar el papel de la
guerra como generador y reforzador de identidades nacionales, y
como factor que opera sobre los procesos de construcción y difu-
sión social del nacionalismo y la identidad nacional en al menos
dos direcciones. Por un lado, la movilización bélica, al igual que
su rescoldo de rivalidad, duelo y resentimiento, que se prolonga
mediante el culto de la nación en armas, crea o fortalece la cohe-
sión social interna del cuerpo nacional, minimiza el disenso y con-
solida fuertes lazos comunitarios –preexistentes o creados en el
curso de la movilización bélica– basados en vínculos emocionales
fuertes, sellados a su vez por valores revestidos de sacralidad. En-
tre esos valores característicos del discurso y la práctica simbóli-
ca de todo nacionalismo de guerra se encuentran la exaltación de
valores emocionales de gran efectividad, como la sangre derrama-
da y el sacrificio común en el frente y la retaguardia; la idealiza-
ción del destino compartido entre los combatientes y el conjunto
de la comunidad nacional, entre la madre patria y sus hijos en las
trincheras; la sublimación del sentimiento de camaradería, del gru-
po de hombres que comparten la experiencia del combate; y el cul-
to a los héroes y los caídos en general, cuya sangre simboliza la
continuidad de la nación, al introducir paradójicamente un ele-
mento de ligazón en el relato cronológico de la comunidad4.

3 Para una discusión del concepto de cultura de guerra, vid. A. PROST, «La gue-

rre de 1914 n’est pas perdue», Le Mouvement Social, 199 (2002), pp. 95-102, así
como S. AUDOIN-ROUZEAU y A. BECKER, 14-18, retrouver la guerre, París: Gallimard,
2000, y el volumen colectivo de J.-J. BECKER (ed.), Histoire culturelle de la Grande
Guerre, París: Armand Colin, 2005.
4 Vid. una reflexión reciente, desde el mundo historiográfico español, en J. CAS-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

La reiteración y difusión social de esos relatos de sangre y su-


frimiento que se transforman en memoria social, de constructos
discursivos y simbólicos, socializados además entre amplias capas
de la población mediante una política conmemorativa5, halla a su
vez un soporte inmejorable en la profusión de memorias y recuer-
dos familiares sobre la guerra, traída por la evocación de los caídos
en la propia familia o por la vuelta de los veteranos a su hogar –al
regazo de la madre, la nación–. La difusión de una narrativa histo-
riográfica y un relato público acorde con esos valores contribuye
a elaborar con materiales nuevos y viejos la memoria de la nación
en armas, que a su vez consolida y dota de nuevos significados a
la conciencia nacional y a la narrativa de la patria heredadas6. Así,
introduce de modo a veces traumático la memoria individual y fa-
miliar en la del colectivo, contribuyendo a interrelacionar ambas
esferas de la experiencia vivida.
Por otro lado, y es el aspecto que aquí más nos interesa, la con-
frontación violenta (real o a veces imaginada, sublimada más que
basada en una violencia real, continua o masiva) entre dos colec-
tivos supone la consagración definitiva de una imagen estereoti-
pada de un otro, que se convierte en la contraimagen necesaria
para consolidar una representación propia del yo nacional, ex novo
o bien a partir de los rasgos previamente fijados por el proceso de
construcción nacional en la esfera cultural desarrollado previamen-
te por instituciones, élites intelectuales y movimientos sociales.
La dialéctica entre amigo y enemigo como principio básico de
la confrontación política, según la conocida teorización de Carl
Schmitt, se traslada así al terreno de las caracterizaciones de los
adversarios de la comunidad nacional, y de la comunidad política
en general7. Cabe especificar, según hiciera Schmitt, que «el enemi-
go es, en sentido singularmente intenso, existencialmente, otro dis-
tinto, un extranjero, con el cual caben, en caso extremo, conflictos

QUETE y R. CRUZ (eds.), Políticas de la muerte. Usos y abusos del ritual fúnebre en la
Europa del siglo XX, Madrid: Los Libros de la Catarata, 2009.
5 Vid., por ejemplo, J. R. GILLIS (ed.), Commemorations. The Politics of Natio-

nal Identity, Princeton (N.J.): Princeton UP, 1994. Para el papel de los rituales con-
memorativos, véase igualmente el ya clásico P. CONNERTON, How Societies Remem-
ber, Cambridge (Mass.): Harvard UP, 1989.
6 Vid. U. ÖZKIRIMLI, Contemporary Debates on Nationalism. A Critical Engage-

ment, Houndmils: Palgrave Macmimllan, 2005, pp. 51-53; y C. MARVIN y D. W. IN-


GLE, Blood Sacrifice and the Nation: Totem Rituals and the American Flag, Cambridge:
CUP, 1999.
7 C. SCHMITT, «El concepto de la política», en Estudios políticos, Madrid, Cul-

tura Española, 1941 (reed. en El concepto de lo político: Texto de 1932 con un pró-
logo y tres corolarios, Madrid: Alianza, 1991).

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS - F. SEVILLANO INTRODUCCIÓN. LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

existenciales»8. Esta imagen del enemigo, sobre todo interno, teni-


do por «absoluto» hasta su desvalorización moral y su deshuma-
nización, es objetivada a manera de estereotipo en el discurso y la
iconografía mediante pautas de «extrañamiento» respecto a lo pro-
piamente patrio (generalmente por su connivencia y servilismo a
la injerencia extranjera) y de «estigmatización» por su misma per-
sonalidad (incluso sus rasgos) y su vil conducta. Esta representa-
ción del «enemigo absoluto» se sustanció como imagen de lo que
a menudo se denominó la Antiespaña, que había que combatir,
cuando no que redimir y, en ocasiones, aniquilar9.
El otro que impregnaba la Antiespaña podía ser aquél ya se-
ñalado por la narrativa nacional(ista) anterior, podía convertirse
en un nuevo oponente, o –el fenómeno más usual– incardinarse en
un continuum de amenazas exteriores (y, a veces, interiores), cuya
sucesión prueba la capacidad de la patria para renovar su exis-
tencia mediante el sacrificio de sus hijos ante amenazas perma-
nentes. En esa narrativa de la alteridad combatida, los viejos ene-
migos se convierten en nuevos, y los nuevos en viejos. Y los
enemigos de la nación retoman caracteres arquetípicos que habían
sido atribuidos a los enemigos del imperio, de la Monarquía o de
la libertad según los casos.
España también tuvo una historia guerrera mucho antes de su
configuración como proyecto nacional moderno. La Monarquía,
desde la unificación peninsular, y el Imperio católico libraron nu-
merosas contiendas en varios continentes en nombre del rey y de
la fe. La revolución liberal española nació envuelta en el manto de
ambigüedades y contradicciones que acompañaron a una guerra
contra un invasor extranjero –las tropas de Napoleón–, que a su
vez también cosechó adhesiones entre la población española, y que
estimuló el estallido de reivindicaciones sociales. Los procesos de
independencia americanos reforzaron el papel de la guerra en la
génesis del nacionalismo español contemporáneo. El segundo im-
perio colonial, que conservó Cuba, Puerto Rico y Filipinas e in-
corporó de modo esporádico y poco decidido algunas posesiones
africanas a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, no libró gue-
rras exteriores en la misma medida que lo hicieron otros imperios
europeos. Pero no por ello dejó de existir una continuidad notable
en la cultura de guerra hispánica. Así, las cortas guerras empren-
didas en la década de 1860 por el Gobierno de la Unión Liberal,
particularmente la campaña de África de 1859-1860, fueron capa-

8 Ibídem, p. 111.
9 Vid. Las observaciones contenidas en F. SEVILLANO, Rojos. La imagen del ene-
migo en la guerra civil, Madrid: Alianza Editorial, 2007.

17
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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

ces de generar entusiasmo y movilización popular, al igual que las


manifestaciones de patriotismo popular que acompañaron a la
guerra contra los EE.UU. en 189810. Fueron conflictos, sin embar-
go, de corta duración, que tuvieron lugar fuera del territorio es-
pañol, y cuyos efectos en la formación de una memoria patriótica
basada, por ejemplo, en el culto a los muertos en la guerra difun-
dido socialmente hacia abajo, es discutible que tuviesen un impac-
to real y masivo a medio y largo plazo, más allá del más limitado
y elitista culto a los muertos de la guerra de la independencia, a
los héroes del Imperio o a los hombres ilustres durante la España
del siglo XIX. Algo semejante se podría afirmar de la Guerra de Áfri-
ca, librada con diversos intervalos entre 1907 y 1925, pues la mo-
vilización patriótica que pudo generar se vio fuertemente lastrada
por la creciente impopularidad entre las clases subalternas de una
guerra que pocos consideraron como vital para la patria.
A pesar de todos estos antecedentes, que configuraron un ciclo
específico de experiencias y culturas de guerra en la España con-
temporánea, es objeto de discusión que España experimentase en
medida significativa un auténtico nacionalismo de guerra, una mo-
vilización popular duradera y apoyada por la mayoría de los acto-
res político-institucionales en liza alrededor del lema de la unión
sagrada contra un invasor o un enemigo externo, como sí experi-
mentaron otros nacionalismos de Estado europeos de los siglos XIX
y XX11. Pero ello no excluye que la limitada movilización alrededor
de arquetipos e imágenes estereotipadas de España y los otros haya
dejado rastros perdurables en el imaginario popular hasta al me-
nos 1936, perceptibles en la pervivencia de iconos, discursos y mi-
tos diversos de alteridad nacional y étnica, que fueron reutilizados,
y cuyo significado fue ampliado y reformulado, durante la guerra
civil. Por otro lado, las guerras carlistas, y muy particularmente la
tercera (1872-1876), también fueron interpretadas por los conten-
dientes, sobre todo por los liberales, como un conflicto nacionali-
zador frente a un territorio (las provincias vascas y Navarra) con-
templado como un cáncer para la patria, una tierra de martirio para
la nación donde la reacción había plantado sus raíces, y que sólo ex-
tirpándolas quirúrgicamente sería posible completar el proceso de

10 Vid. J. ÁLVAREZ JUNCO, «El nacionalismo español como mito movilizador:

Cuatro guerras», en R. CRUZ y M. PÉREZ LEDESMA (eds.), Cultura y movilización en


la España contemporánea, Madrid: Alianza, 1997, pp. 35-67.
11 Para una reflexión sobre el papel de la «cultura de guerra» en la España

contemporánea, vid. E. GONZÁLEZ CALLEJA, «La cultura de guerra como propuesta


historiográfica: una reflexión general desde el contemporaneísmo español», Histo-
ria Social, 61 (2008), pp. 69-87.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS - F. SEVILLANO INTRODUCCIÓN. LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

creación de una auténtica nación de ciudadanos libres. Se trataba,


en parte, de una nación en guerra contra sí misma –o una parte de
sí misma– para así pasar por una necesaria purga, como ha expre-
sado acertadamente, también en este volumen, Fernando Molina12.

II
En el caso español, como puede apreciarse a través de las di-
versas contribuciones de este volumen, se observa una continui-
dad más que notable de imágenes y discursos acerca de los ene-
migos de España como comunidad política y cultural. Una
continuidad que nace con los enemigos del rey y la religión, con-
tinúa con los adversarios de la nación y que se desdobla en ene-
migos externos e internos, categoría que deviene en un híbrido. La
divisoria entre enemigos históricos y nuevos adversarios, así, se ve
claramente relativizada. Al mismo tiempo, la diferenciación rígida
entre enemigos externos e internos pierde su razón de ser a medida
que los primeros se convierten en excusa para anatematizar y ex-
cluir de la comunidad a sectores de población u opinión interio-
res. El enemigo interno es un traidor por ser ajeno a la comunidad
imaginada y por servir a credos en última instancia foráneos13.
Al mismo tiempo, y si la división entre enemigo externo e in-
terno se torna problemática, incluso en coyunturas de invasión y
guerra exterior –como bien señala Andreas Stucki, por ejemplo, los
rebeldes cubanos eran «separatistas» de la nación, pero al mismo
tiempo contagios de una rebelión «de raza» surgida fuera de Cuba–,
es difícil el establecer barreras nítidas entre los enemigos del rey
y de la religión, entre el otro definido como un hereje y el otro cons-
truido desde la elaboración de una alteridad étnica. Así lo desta-
can Peer Schmidt para el caso de los luteranos «alemanizados» en
la propaganda hispánica, o Antonio Sáez Arance para los rebeldes
protestantes y flamencos. El enemigo puede tornarse en un otro
confesional o ideológico, cuyo carácter extraño se ve reforzado por
el argumento de su dependencia de un poder exterior. Así lo ilus-
tra el caso del anticlericalismo y la vinculación del catolicismo a
un poder externo, el Vaticano, según expone Pilar Salomón. Pero

12 Vid. F. MOLINA APARICIO, La tierra del martirio español. El País Vasco y Espa-

ña en el siglo del nacionalismo, Madrid: CEPC, 2005.


13 Vid. F. CANTÙ, G. DI FEBO y R. MORO (eds.), L’immagine del nemico. Storia,

ideologia e rappresentazione tra età moderna e contemporanea, Roma: Viella, 2009.


Sobre las estrategias icónicas complementarias para la definición del enemigo, vid.
también S. KEEN, Faces of the Enemy. Reflections on the Hostile Imagination, San
Francisco (Ca): Harper & Row, 1986.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

su alteridad se refuerza a través de la etnificación consciente del


estereotipo ideológico, en cuyos orígenes ambos elementos se fun-
den. La imagen del «rojo» (F. Sevillano) y su carácter intercam-
biable con el «ruso» (Núñez Seixas) constituyen, igualmente, bue-
nos ejemplos de ese proceso en el período 1936-39 y posterior.
De ahí que toda propuesta de tipologización atemporal y esque-
mática de la imagen del enemigo, al menos contemplada en pers-
pectiva diacrónica, sea relativa, incluyendo la propia estructura-
ción por secciones que ha adoptado en esta obra. Hay enemigos,
de hecho, que podrían figurar perfectamente en cualquiera de las
tres secciones. La periodización que aquí proponemos, de raíz cro-
nológica, solamente pretende ser tentativa.
En la Edad Moderna, había enemigos del «Imperio»: los pro-
testantes y luteranos, los turcos, Francia e Inglaterra. Enemigos
que tenían categoría para serlo, con los que la Monarquía hispá-
nica negociaba y luchaba según las circunstancias, como bien
muestra José Javier Ruiz Ibáñez. A todos ellos se les atribuían ar-
quetipos literarios e icónicos que reforzaban la alteridad: pseudo-
barbarie, falta de civilización, encarnación del Mal, depravación de
costumbres y extrañeza de hábitos, a veces rasgos étnicos y psico-
somáticos. El discurso que oponía el Bien al Mal, de raíz religio-
sa, se unía y se complementaba con el discurso clásico de estig-
matización del enemigo que enfrentaba civilización a barbarie. Y,
a su vez, el enemigo interior también se trasponía en enemigo ex-
terior, en la medida en que se podía convertir en un traidor aga-
zapado al servicio de aquél, fuesen protestantes o erasmistas, como
muestra Peer Schmidt; fuesen judíos, como señala Jaime Contre-
ras en su contribución; o fuesen moriscos posibles aliados del tur-
co, como describe con buena pluma Pablo Martín Asuero. Tam-
bién devenía en un ente ajeno a la catolicidad/españolidad por su
sumisión a credos antitéticos a la tradición y a la fe profundamente
ligadas a lo español, aunque la definición de qué era español fue-
se cambiante, más territorial y «protopatriótica» que plenamente
nacional. Los enemigos internos y externos eran intercambiables,
y la alteridad y la barbarie étnica también se podían superponer a
la religiosa, del mismo modo que podía cambiar de escenario.
Como muestra igualmente Antonio Sáez-Arance, el rebelde fla-
menco lo era por hablar una lengua incomprensible, por bárbaras
costumbres y por luterano; y las rebeliones en Indias daban lugar
así en ocasiones a la recurrente metáfora del «Flandes indiano».
Con el advenimiento de la nación moderna en el siglo XIX, el
francés se convirtió en un sinónimo de liberal, al que se le suma-
ron arquetipos literarios y, a su vez, devino en un otro detrás del
que se escondían los enemigos de la Fe, reencarnación de los ad-

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS - F. SEVILLANO INTRODUCCIÓN. LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

versarios del rey y de la monarquía, empezando por los luteranos,


como bien muestran en sus contribuciones Pedro Rújula y Peer
Schmidt. Pero esta imagen del francés era sólo parcialmente com-
partida por el liberalismo español y, desde mediados del siglo XIX,
por el republicanismo, que a su vez encontró otro antagonista: el
Vaticano y su «imperialismo» antiespañol, como igualmente nos
muestra Pilar Salomón.
También emergieron adversarios compartidos por todas las va-
riantes del nacionalismo español, si bien con argumentos y carac-
terizaciones distintas. Por un lado, el moro, reelaboración de la an-
tigua idea de la construcción de España frente al invasor árabe,
ahora devenido en enemigo de la civilización y el progreso para los
liberales, republicanos, e incluso los obreristas barceloneses (para
quienes el moro era indigno de ser un pueblo libre por tener alma
esclava y sumisa)14; pero también como un nuevo enemigo de la
fe española, que como el turco de otrora era igualmente bárbaro,
en la intepretación de católicos y liberales moderados. El moro,
como señala Eloy Martín Corrales, siguió ocupando un lugar pro-
minente durante el primer tercio del siglo XX en las guerras de Ma-
rruecos. Lo que se combinaría más adelante con la admiración por
el moro «lejano» (que después sería el palestino o el saharahui), y
la relación paternal de raíz colonial, muy típica de algunos pode-
res imperiales con sus rebeldes de frontera: el moro como deposi-
tario de las virtudes arcaicas del buen español, una suerte de mues-
tra de que también existía un destino africano para el imperialismo
español, postergado desde el cardenal Cisneros y la conquista de
Orán a favor del destino americano, pero que la guerra contra el
Turco recordaba antaño.
Igualmente, como aborda Andreas Stucki en su aportación a
esta obra, hay que destacar la imagen del mambí, del rebelde cu-
bano, estigmatizado con rasgos raciales añadidos (el «negro»), y
que se extendieron en 1895-1898 al rebelde filipino, que sin em-
bargo apenas fue capaz de generar una imagen propia. Este este-
reotipo se traspuso, tras 1898 y el despegue de los nacionalismos
periféricos en suelo español (en especial vasco y catalán), a los «se-
paratistas» de la península. Para adjetivar a estos últimos había,
sin embargo, iconos de alteridad previos que provenían de las gue-
rras civiles pasadas: la imagen del vasco carlista, fanático, parti-
dario del Antiguo Régimen, bárbaro y primario por rural y hablante

14 A. GARCÍA-BALAÑÁ, «Patria, plebe y política en la España isabelina: La Guerra

de África en Cataluña (1859-1860)», en E. MARTÍN CORRALES (ed.), Marruecos y el


colonialismo español (1859-1912): De la Guerra de África a la «penetración pacífica»,
Barcelona: Eds. Bellaterra, 2002, 13-77.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

de un idioma «extraño», como enemigo de la nación liberal y como


contraimagen de la Madre España constitucional (F. Molina); o la
imagen del catalán rebelde de 1640, insolidario por no aceptar la
Unión de Armas, «aborto de la política» como escribía Quevedo.
Los separatistas nacían así en los flamencos, seguían en los cata-
lanes y portugueses de 1640, continuaban en los cubanos y aca-
baban en catalanes y vascos (trasunto de carlistas), como bien ana-
liza de manera ágil en su ensayo de longue durée Àngel Duarte.
Había asimismo otro enemigo compartido por todas las ten-
dencias del nacionalismo español, aunque en un principio fuese
un blanco preferido del nacionalismo tradicionalista y conserva-
dor, como bien destaca Daniel Fernández de Miguel en este volu-
men: el yanqui norteamericano, produciéndose una combinación
de antinorteamericanismo de derechas (costumbres liberales, en-
carnación de los males de la Revolución Francesa, después liqui-
dador del imperio español, civilización atea y materialista…) y otro
de izquierdas (imperialismo en Latinoamérica desde 1898, anti-
hispanismo, después: solidaridad con la izquierda latinoamerica-
na y Cuba, actitud prosoviética…).
Durante la Guerra Civil española, la apelación al otro como
enemigo exterior de España se combinó con la percepción del es-
pañol oponente como ajeno al cuerpo nacional, por compartir ideas
«foráneas» o, simplemente, por ayudar a invasores extranjeros. Los
dos bandos en disputa utilizaron patrones discursivos, iconos y
símbolos sorprendentemente similares en forma y, hasta cierto
punto, en fondo. Pues se trataba de un repertorio común que ha-
bía puesto en bandeja con anterioridad la historiografía española,
los pintores y los intelectuales de todo signo desde al menos el si-
glo XVIII, y que en buena parte había sido difundido por las políti-
cas públicas15.
Desde el bando insurgente la apelación a los enemigos «rusos»,
al comunismo invasor, a la masonería y al judaísmo constituían
una reelaboración de viejos enemigos: el francés invasor (guerra
antinapoleónica), el yanqui (guerra hispano-norteamericana de
1898); el marroquí, ahora desdoblado entre la imagen del moro
bueno y los atributos de la «barbarie» del contrario, traspuestos a
los republicanos y tropas de brigadistas internacionales. A eso se
añadían arquetipos literarios que incidían en la alteridad, la bar-
barie y el atraso de las poblaciones africanas y los estereotipos de
lo ruso y lo «asiático», ahora combinados en una representación
del «rojo»; y el separatista, cuya imagen aglutinaba varios rasgos

15 Para los precedentes decimonónicos, vid. J. ÁLVAREZ-JUNCO, Mater dolorosa.

La idea de España en el siglo XIX, Madrid: Taurus, 2001.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS - F. SEVILLANO INTRODUCCIÓN. LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

de los anteriores y adquiría un contenido si cabe más negativo: el


negar la patria se convertía en un acto antinatura (negar a la ma-
dre) y, por lo tanto, merecedor del más alto castigo.
Por parte de los republicanos también se aludía al otro como
un invasor extranjero. Se recordó la guerra antinapoleónica y la
resistencia frente al invasor romano de tiempos pretéritos. Ahora
era el fascismo internacional, nueva encarnación de la autocracia
(de raigambre supuestamente napoleónica), del militarismo pru-
siano, y de la barbarie. Los moros eran presentados como enemi-
gos del pueblo, bárbaros e incivilizados. Y los italianos eran ene-
migos que databan de los tiempos del Gran Capitán Gonzalo
Fernández de Córdoba. En la tradición del nacionalismo liberal y
de izquierda estaban presentes algunos enemigos compartidos con
la derecha, como el propio Napoleón, a los que ahora se les atri-
buía, del mismo modo que en el pasado, significados cambiantes.
Valencias que también cambiaban intramuros del propio bando re-
publicano: los anarquistas, por ejemplo, apelaban a sus héroes y a
su tradición de herederos del indómito carácter español como
muestra, junto con su federalismo «intrínseco» a los pueblos his-
pánicos, de que el suyo era un modelo revolucionario autóctono y
no imitación del soviético. La Antiespaña eran ahora las clases po-
seedoras (antinacionales por estar sujetas al capitalismo interna-
cional y al interés crematístico, opuesto al amor a la patria), los
militares traidores, el clero (sujeto al poder del Vaticano), y el fas-
cismo internacional, encarnación de viejos enemigos, incluso de
los del Imperio. Durante la larga dictadura de Franco, la oposición
de izquierda, en particular la comunista y en parte también la so-
cialista, resucitó igualmente el antiamericanismo, por ejemplo al
denunciar los pactos secretos entre Franco y los EE.UU. y la con-
siguiente cesión de soberanía que significaba la instalación de ba-
ses militares norteamericanas en suelo español. La política de re-
conciliación nacional del PCE incluía la condena de la sumisión
de Franco al poder norteamericano, lo que tuvo continuidad has-
ta la Transición, al menos.
Para el nacionalismo franquista, los enemigos de España venían
a ser los siempre, de larga tradición en el imaginario del naciona-
lismo conservador y tradicionalista, y que se habían manifestado
durante la Guerra Civil16. Desde 1945, sin embargo, el franquismo
se vio constreñido a redefinir de modo paulatino el papel de las
potencias occidentales en su imaginario, así como a invocar la de-
fensa del catolicismo y a exaltar el anticomunismo, diluyendo el

16 Vid. I. SAZ, España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid:

Marcial Pons, 2002.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

antiliberalismo, aunque sólo fuese cuando convenía. La apelación


retórica a la masonería como enemiga de España, sin embargo, se
mantuvo viva hasta el final, aunque sólo brotase en coyunturas es-
pecíficas. Una larga pervivencia que demostró el propio Franco en
su última alocución pública el 1 de octubre de 1975, cuando alu-
dió una vez más al «contubernio» de izquierdistas y masones con-
cubinados contra España. Pero el enemigo más temido era ahora
el «interior»: la Antiespaña de los valores opuestos a la tradición
(demócratas, izquierdistas), cual fue el «separatismo». En este as-
pecto, el franquismo tuvo que convivir con su fantasma: existió un
cierto «regionalismo franquista», como en otros regímenes fascis-
tas, que anidaba en el alma menéndezpelayiana y tradicionalista
del nacionalismo conservador, sintetizada en su momento por Víc-
tor Pradera. Pero que siempre hallaba un freno en el temor a des-
pertar al separatismo «latente», cuyas causas (como muestran, por
ejemplo, los informes del Consejo Nacional del Movimiento en las
décadas de 1960 y 1970) se atribuían a factores casi psicosomáticos,
y a la actuación de agentes perturbadores llegados del extranjero.
Tal era la teoría, por ejemplo, de Maximiano García Venero: el ca-
talanismo o el nacionalismo vasco eran vistos en su origen, en úl-
tima instancia, como instrumentos promovidos por el interés im-
perialista francés o británico en disgregar España17. Pero, al mismo
tiempo, había que afirmar lo vasco y lo catalán, y lo gallego, como
parte integrante de la más pura y noble tradición española.
Durante los años de la Transición y de la consolidación demo-
crática, es posible afirmar que el europeísmo de la izquierda es-
pañola, en particular de la izquierda socialdemócrata, contribuyó
a diluir de forma progresiva en el nacionalismo liberal y de izquier-
da español la idea de un enemigo exterior. Salvo, quizás, en el anti-
americanismo por reacción que se sigue manifestando en la déca-
da de 1990 y principios del siglo XXI, y que se expresa a través de
la oposición a la política exterior norteamericana, en particular en
América Latina; pero que ya no es contemplado como una ame-
naza a la existencia de España como nación. Para la mayoría de la
izquierda, sin embargo, el adversario contradictorio, en la medida
en que también era contemplado como un aliado frente a la Es-
paña conservadora e implícitamente continuadora del franquismo,
seguían siendo en buena medida los nacionalismos subestatales, o
al menos importantes sectores de ellos. Desde la década de 1980
empezaron asimismo a reverdecer las críticas al mismo por inso-

17 M. GARCÍA VENERO, Historia del nacionalismo catalán (1793-1936), Madrid:

Editora Nacional, 1944 y, del mismo autor, Historia del nacionalismo vasco, Ma-
drid: Editora Nacional, 1945.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS - F. SEVILLANO INTRODUCCIÓN. LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

lidario, por negar principios como la igualdad de oportunidades


sociales y de distribución de recursos: de ahí la soterrada pero per-
manente oposición a los privilegios forales y la recurrente conti-
nuidad del icono del vasco (carlista) y de la guerra del Norte, como
bien muestra Fernando Molina en su contribución a este volumen.
La derecha democrática, por su parte, también ha enarbolado
el mismo argumento, aunque con mayor fuerza y vehemencia, pues
se basa en un repertorio más amplio de presupuestos culturales y
organicistas, tales como la consideración del idioma castellano
como marcador étnico irrenunciable de la españolidad; la denun-
cia de la situación de discriminación lingüística –idea esta también
compartida por sectores de la izquierda, no obstante– en la peri-
feria; la convicción de que España dejará de existir como comuni-
dad política si deja de ser una única nación; y la idea subyacente,
aunque implícita, de que todo nacionalismo periférico supone una
traición a la patria, al negar la identidad reflejada en el vínculo que
se supone natural, el paternofilial con la comunidad sublimado e
implícito en el propio concepto de patria. Los discursos de la dere-
cha radical van más allá y se sintetizan en el temor a la «triple ame-
naza» a la soberanía nacional española que supondría la conjun-
ción de un enemigo interior (separatismos) y de dos enemigos
exteriores: la cesión de soberanía a la Unión Europea y la invasión
de inmigrantes inasimilables, como le gustaba recordar a Gonzalo
Fernández de la Mora18. La inmigración extraeuropea desde prin-
cipios del siglo XXI ha ofrecido, sin duda, nuevos chivos expiatorios.
Ahora bien, y como bien destacan en sus contribuciones F. Mo-
lina y A. Duarte, ¿hasta qué punto son enemigos exteriores? ¿Dón-
de se acaba la división entre adversarios u otros internos y externos,
también en este caso? Por otro lado, ¿hasta qué punto reverdece
en ellos, sobre todo en el caso de los inmigrantes musulmanes, la
tradicional oposición al moro? ¿Acaso no reproduce la tan mani-
da teoría de la conspiración del 11-M, que atribuye a una inteli-
gencia entre terroristas integristas islámicos y la ETA el atentado
del 11 de marzo de 2004 en Madrid, en el fondo la ya clásica co-
lusión entre el enemigo interno y el externo, ahora eficazmente re-
presentado por el integrismo islámico y a menudo generalizado al
conjunto del mundo musulmán?
Este amplio repaso de la imagen del enemigo muestra, así, la
continuidad de los estereotipos divulgados a lo largo de los últi-
mos siglos para la categorización del otro, y la ambigüedad de sus
usos propagandísticos (del enemigo externo e interno, aun espa-

18 G. FERNÁNDEZ DE LA MORA, «La desnacionalización de España», Razón Es-

pañola, 118 (2003), 149-62.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

ñol, e incluso entre bandos enfrentados). Pero toda historia cultu-


ral de la política y toda historia de las representaciones, en cuyo
ámbito se encuadran sin duda la mayoría de las contribuciones re-
cogidas en este volumen, no puede eludir plantearse una cuestión
básica: ¿hasta qué punto esos imaginarios calaron? ¿Cuál fue su
difusión social?
Los avances historiográficos en este sentido, fuerza es recor-
darlo, son más modestos, aunque aquí se ofrecen pistas en varias
de las contribuciones. Ciertamente, algo sabemos sobre la Guerra
de Cuba, y la difusión de lo que algunos autores denominaron pa-
triotismo «popular» a través de funciones de teatro, zarzuelas pa-
trióticas donde la xenofobia a menudo era corriente, y otras ma-
nifestaciones. Sabemos, sin embargo, bastante menos acerca del
papel de la larga Guerra de Marruecos en generar imágenes del
otro de cierta difusión popular, pues la historiografía ha tendido a
acentuar los momentos de máxima impopularidad de las campa-
ñas de Marruecos, en coyunturas como la Semana Trágica de 1909
o el Desastre de Annual de 1921, pero ha tenido más dificultades
en rastrear el poso persistente de estereotipos e imágenes genera-
das por esa misma guerra, y que alcanzó también, probablemen-
te, más de lo que creemos, a quienes no comulgaban con el régi-
men de la Restauración. Podía generar desapego hacia el régimen
entre amplios sectores de las clases populares; pero también con-
tribuía a difundir estereotipos sobre los enemigos externos de la
nación. Los «mahometanos», a los que los agraristas de Salceda de
Caselas (Pontevedra) aludían en sus cartas en 1917 no eran sino
los odiados caciques locales19. Tampoco, pese a los avances regis-
trados, es demasiado lo que sabemos de la guerra civil de 1936-
1939 en este aspecto, si bien algunas calas en memorias y en car-
tas de combatientes permiten aventurar que muchos de ellos creían
estar en efecto luchando contra un oponente que era extranjero en
una proporción significativa, y en cuyo seno los «compatriotas»
dejaban de serlo por someterse a dictados extranjeros, aunque aquí
a veces emergía un discurso de la común virilidad española en am-
bos bandos)20. No deja de ser interesante, con todo, cuán distinta

19 Correspondencia del Centro de Protección Agrícola de Salceda de Caselas,

1913-1936, Casa Tui-Salceda, Buenos Aires.


20 Vid. X. M. NÚÑEZ SEIXAS, ¡Fuera el invasor! Nacionalismo y movilización bé-

lica durante la guerra civil española, 1936-1939, Madrid: Marcial Pons, 2006; e ÍD.,
«Fighting for Spain? Patriotism, War Mobilization and Soldiers’ Motivations (1936-
1939)», en Martin BAUMEISTER y Stefanie SCHÜLER-SPRINGORUM (eds.), «If You Tole-
rate This…». The Spanish Civil War in the Age of Total War, Frankfurt a. M./Nueva
York: Campus, 2008, 47-73.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS - F. SEVILLANO INTRODUCCIÓN. LAS ESPAÑAS Y SUS ENEMIGOS

es la reacción de muchos de esos mismos protagonistas al con-


frontarse un enemigo virtual con un enemigo «real». Ese fue el
caso cuando, por ejemplo, los soldados españoles de la División
Azul experimentaron el contacto con rusos de verdad en el frente
del Wolchow y de Leningrado en 1941-1943, y comprobaron que
la temida bestia asiática y bolchevique se tornaba en míseros cam-
pesinos y soldados atemorizados y poco motivados, como muestra
X. M. Núñez Seixas.
Quizás esto último sea una indicación, con todo, de que para
la gente de a pie, y para muchos de los anónimos protagonistas de
la Historia, convivir con el enemigo suele ser tarea más fácil que
para las élites. En parte porque sus propias percepciones de qué es
el enemigo son mucho más difusas de lo que la propaganda y los
discursos culturales y políticos sugieren. Y para buena parte de
aquellas élites, como se muestra en varias de las contribuciones so-
bre la Edad Moderna, pactar con el hereje acostumbraba a ser más
sencillo que hacerlo con los adversarios que en teoría defendían la
misma religión, aunque rivalizasen en poder y gloria con el Impe-
rio español. La Realpolitik sólo cedió ante el peso de las cosmovi-
siones excluyentes y la etnificación del adversario que introdujo el
nacionalismo moderno desde el siglo XIX.
En este volumen se recoge una muestra que entendemos muy
significativa de los enemigos de España en el pasado y en el presen-
te. No están todos los que son. Por diversas razones no ha sido po-
sible contar con contribuciones específicas acerca del papel de In-
glaterra o Francia como enemigos del Imperio español –aunque es
un aspecto abordado en el artículo de J. J. Ruiz Ibáñez–. Pero sí
son todos los que están. Al público lector le corresponde juzgar el
resultado. Por nuestra parte, sólo nos queda agradecer a todos los
autores su colaboración, así como al Centro de Estudios Políticos
y Constitucionales la buena acogida dispensada a este proyecto,
posibilitando primero la celebración en su sede del IV Coloquio In-
ternacional de Historia Política los días 5 y 6 de junio de 2008, que
da origen a este libro, y después aceptando el manuscrito para su
publicación. Queremos por ello dejar constancia de nuestro espe-
cial agradecimiento tanto a los antiguos director y director de pu-
blicaciones del CEPC, José Álvarez Junco y Javier Moreno, como
a los actuales, Paloma Biglino y Luis A. Delgado del Rincón, por
su apoyo y generosidad.

Santiago de Compostela/Alicante, julio de 2009.

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SECCIÓN I

Los enemigos del Imperio


(siglos XVI-XVIII)
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LA PRESENTACIÓN
DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO
DE LA MONARQUÍA HISPANA*

JOSÉ JAVIER RUIZ IBÁÑEZ


Universidad de Murcia

1. Introducción: contextos de enemistad


La definición de un poder político que se pretende o se repre-
senta como hegemónico se articula en muchos casos mediante la
afirmación de una naturaleza que justifica dicha preeminencia1,
pero generalmente se explicita con la insistencia de a quién debe
combatir y qué antimodelo representa. La Monarquía Hispánica
no fue une excepción, pero por su duración en época de los Habs-
burgo (casi dos siglos) y por la diversidad de las situaciones polí-
ticas que debió enfrentar hubo una notable plasticidad a la hora
de identificar dónde residían y de dónde provenían las principales
amenazas que atenazaban el poder del rey católico y la tranquili-
dad de sus súbditos. Precisamente la maleabilidad en la construc-
ción de la jerarquía de amenazas es una muestra evidente de la ca-
pacidad de esa Monarquía por adaptarse al cambio de coyuntura
y contexto internacional, algo que contradice de manera palmaria
la ya vetusta concepción de un poder inmóvil con que se solía iden-
tificar la España Barroca.
El cambio de focalidad a la hora de localizar al enemigo no im-
plicó su plena sustitución por otro; al contrario, lo que se produ-
jo fue la revisión de prioridades siempre dentro de unas bases cul-
turales estables que definían a los adversarios. La coexistencia entre
continuidad fundamental y plasticidad coyuntural permitió, no sin
tensiones o contradicciones, anclar el modelo de autodefinición de
la Monarquía sobre una enemistad genérica que justificaba el or-

* El presente trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto «‘Par le mi-


nistère de la saincteté du pape & du Roy Catholique’. Los católicos radicales fran-
ceses, la Liga y la Monarquía Hispánica (1585-1610)», Ministerio de Educación y
Ciencia-FEDER, HUM2005-04125. Las abreviaturas utilizadas en el texto son las
siguientes: AGS (Archivo General de Simancas) E (Estado).
1 Para el caso español se remite a Anthony PAGDEN, Señores de todo el mundo.

Ideologías de Imperio en España, Inglaterra y Francia (en los siglos XVI, XVII y XVIII),
Barcelona, Península, 1997 [1995], cap. 2.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

den que se buscaba reproducir, aunque ésta hostilidad encontrara


una identificación específica resultado de la necesidad política. Una
serie de supuestos gozaron de una gran durabilidad en la autode-
finición de la Monarquía: la Cruzada contra los enemigos de la
Iglesia, el deber de expandir la Cristiandad, la defensa de la Reli-
gión frente a contaminaciones diversas y todo tipo de desviaciones,
y el resguardo de los intereses patrimoniales de la dinastía; ele-
mento este último que se sumaba de forma desordenada a la su-
puesta la existencia de emulaciones naturales entre territorios y
personas. El principal logro, si logro se puede considerar, de la Mo-
narquía fue mantener en su discurso como categorías de un todo
pretendidamente coherente todos estos supuestos, pero desarrollar
una política concreta. De esta manera los vaivenes de la política
no afectaban a la autodefinición, de forma que las bruscas varia-
ciones en la orientación exterior no se tradujeron en cambios ra-
dicales en la política interior, ni a sus mecanismos de disciplina2.
Desde luego, la coherencia en la persecución de la homogenei-
dad confesional tenía poco que ver con una continuidad en la orien-
tación global de la política exterior. Hasta la década de 1540 (y es-
pecialmente hasta la de 1560) las operaciones militares europeas
de la Monarquía se limitaron, grosso modo, en el enfrentamiento
con el poderoso rey de Francia, con alguna que otra distracción
otomana o magrebí. Sin embargo, en los años siguientes se dio una
concentración de recursos en conflictos que resultaban mucho más
sencillo identificar como Guerras por la Religión. Esto no significa-
ba que se hubiera abandonado la lógica patrimonialista; los gobier-
nos de Felipe II, su hijo y nieto no dudaron en apoyar o financiar
a soberanos y facciones protestantes3, lograr acuerdos con prínci-
pes norteafricanos musulmanes e incluso contra el sultán otoma-
no4, aparte de justificar sus acciones expansionistas en la existen-
cia de derechos jurídicos previos de naturaleza hereditaria y no

2 Sobre el desarrollo de estas instituciones en el mundo de la Monarquía se

remite, entre una bibliografía infinita, a Aline GOOSENS, Les Inquisitions modernes
dans les Pays-Bas Meridionaux, 1520-1633, Bruselas, Éditions de l’Université de Bru-
xelles, 1997; Francisco BETHENCOURT, La Inquisición en la época moderna. España,
Portugal e Italia, siglos XVI-XIX, Móstoles, Akal, 1997 [1995]; Ricardo GARCÍA CÁRCEL y
Doris MORENO MARTÍNEZ, Inquisición: Historia Crítica, Madrid, Temas de Hoy, 2000.
3 La política de ayudas de Felipe II en el Imperio se puede seguir en Friedrich

EDELMAYER, Söldner und Pensionäre. Das Netzwerk Philippe II. In Heiligen Römis-
chen Reich, Viena, Verlag für Geschichte und Politik, Oldenbourg, Verlag für Ges-
chichte und Politik Manchen, 2002.
4 María José RODRÍGUEZ SALGADO, Felipe II, el «Paladín de la Cristiandad» y la

paz con el turco, Universidad de Valladolid, Valladolid.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

tanto en un proyecto confesional5. Cierto, es difícil encontrar en la


realidad ideales tipo actuando, pero sí se puede identificar tenden-
cias genéricas, y desde luego la política hispana entre 1565 y 1635
se apoyó fuertemente en la afirmación que la defensa de la Fe era
su principal motor6. La guerra contra el Turco, la intervención en
Francia, el conflicto con Inglaterra y el apoyo a los irlandeses re-
beldes, se podía presentar, y concebir, como el ejercicio de una mi-
sión mística que dignificaba al rey como servidor de la divinidad
y era, a fin de cuentas, un deber religioso que imponía el destino
reservado por el mismo Dios a la Monarquía. De manera comple-
mentaria también resultaba mucho más eficaz en la obtención de
un consenso fiscal por parte de la población y de los poderes lo-
cales ante las crecientes demandas regias. La identificación de las
prioridades geopolíticas de la Monarquía resulta una operación tra-
bajosa pero factible. Quizá no hay que fijarse tanto, o no al menos
únicamente, en los discursos oficiales y dar una mayor atención,
en la vía abierta por Parker7, a los frentes en los que se gastaron
los recursos disponibles como resultado de elecciones estratégicas
y disponibilidades crediticias. No parece lo mismo destinar pen-
siones de varios miles de escudos (o decenas de miles) para neu-
tralizar un territorio que gastar millones de escudos y emplear el
ejército en intervenir en otro8.
El punto de cambio fue 1635, fecha en la que culminó la polí-
tica de confrontación que el gobierno del cardenal-duque de Riche-
lieu venía desarrollando con la Monarquía Hispánica. A partir de
ese momento y hasta casi 1700, el principal enemigo directo de la
misma volvía a ser el rey cristianísimo, un soberano católico con-

5 Lo que sucedió respecto a las reclamaciones de Isabel Clara Eugenia a los

tronos de Francia e Inglaterra, v. José María IÑURRITEGUI RODRÍGUEZ, «‘El intento


que tiene S. M. en las cosas de Francia’. El programa hispano-católico ante los Es-
tados Generales de 1593», Espacio, tiempo y forma. IV, Historia Moderna, 7 (1994),
pp. 331-348; Valentín VÁZQUEZ DE PRADA, Felipe y Francia (1559-1598). Política, Re-
ligión y Razón de Estado, Pamplona, Eunsa, 2002, cap. XIII; José Javier RUIZ IBÁ-
ÑEZ, Felipe II y Cambrai: El Consenso del Pueblo. La soberanía entre la teoría y la
práctica política (Cambrai, 1595-1677), Rosario, Prohistoria, 2003, pp. 64-69.
6 Esta interpretación del tempo de la Monarquía hispánica aparece desarro-

llada en Bernard VINCENT y José Javier RUIZ IBÁÑEZ, Historia de España. Política y
Sociedad, siglos XVI y XVII, Madrid, Síntesis, 2007, cap. 4.
7 Es la idea que subyace en varios artículos de la década de 1980 que cristali-

zan en la introducción de su La gran estrategia de Felipe II, Madrid, Alianza Edito-


rial, 1998.
8 Parker ha sido igualmente pionero en el análisis práctico del uso de los re-

cursos disponibles en uno u otro frente, v. El ejército de Flandes y el Camino Espa-


ñol, 1567-1659, Humanes, Alianza universidad, 1896 [1972], esp. Parte 2.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tra el que resultaban inoperativos los discursos confesionales de


amenaza exterior que habían prevalecido en las décadas anterio-
res, salvo quizá en la acusación de maquiavelismo que con tanto
entusiasmo, y limitado efecto, los intelectuales ibéricos señalaron
al ministro de Luis XIII9. Las operaciones militares y las rebelio-
nes internas confirmaron ese cambio y tras poco más de una dé-
cada la Monarquía se vio forzada a lograr un acuerdo con uno de
sus enemigos tradicionales, los rebeldes holandeses, y dirigir sus
esfuerzos a la defensa contra los ejércitos franceses10. Las décadas
que siguieron vieron que dicha tendencia se mantuvo e incluso se
reforzó: entre los enemigos directos de la Monarquía se encontra-
ba sistemáticamente el rey de Francia y de forma ocasional (hasta
mediados de la década 1660) el reino rebelde de Portugal, ambos
poderes católicos. Para enfrentarlos, la Monarquía se vio forzada
a buscar una alianza desventajosa, humillante y particularmente
onerosa con potencias protestantes. Lo que podía ser visto como
el mundo al revés, bien se podría resumir como el efecto de la po-
litización de las relaciones internacionales.
Si la cronología es decisiva para considerar hacia quién se
orientaron los discursos de confrontación, la geografía jugó un pa-
pel igualmente considerable. Los diversos territorios que formaban
parte de los dominios del rey católico tenían situaciones militares
específicas que en muchos casos conllevaban guerras permanen-
tes de baja intensidad en sus fronteras, conflictos que en parte po-
dían ser heredados de un tiempo anterior a la propia formación de
la Monarquía. La existencia de un enemigo real y físico, de una
amenaza cotidiana e inmediata contribuía a la construcción y re-
producción de discursos de identidad y oposición plenamente
adaptados a la cultura política local: las incursiones musulmanas
en el Mediterráneo11, los ataques irregulares de los rebeldes en los
Países Bajos, de los franceses sobre el Rosellón, las razzias de los

9 Hay que recordar la aproximación a este momento realizada en su estudio

clásico por José María JOVER ZAMORA, 1635. Historia de una polémica y semblanza
de una generación, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2004
[1949]; un trabajo que merece ser revisado integrando la explosión panfletaria de
los escritores castellanos, tanto con el contexto general de la reflexión sobre la ra-
zón de estado, como con la aparición de programas propagandísticos similares en
otros ámbitos de la Monarquía, sobre todo Flandes e Italia.
10 La situación en los Países Bajos en la década de 1640 se puede seguir en

René VERMEIR, En estado de guerra. Felipe IV y Flandes (1629-1648), Córdoba, Uni-


versidad, 2006, parte V.
11 Miguel Ángel DE BUNES IBARRA, La Imagen de los musulmanes y del Norte de

África en la España de los siglos XVI y XVII: los caracteres de una hostilidad, Madrid,
CSIC, 1989; y el texto de Eloy Martín Corrales en este mismo volumen.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

mapuches sobre el territorio de la capitanía general de Chile12 o de


las poblaciones amerindias seminómadas en el centro del virrei-
nato de Nueva España contribuyeron a definir políticamente a las
poblaciones afectadas, que identificaron su pertenencia a la Monar-
quía con el servicio a la cristiandad y a la civilidad13. Por supuesto,
a la hora de expresar quiénes eran los enemigos del rey cada una
de las poblaciones agredidas buscaría anteponer a los suyos como
la quintaesencia de la hostilidad hacia la Monarquía, ponderando
así la necesidad que el soberano reconociera lo heroico de sus es-
fuerzos defensivos. Lo que debía traducirse en el envío de recur-
sos, la exención fiscal y la concesión de premios y gracias14.
Desde el centro de la Monarquía se construyeron discursos para
definir la globalidad de estas amenazas, pero no se puede disociar,
a riesgo de distorsionar la realidad histórica, la producción-recep-
ción de los mismos, con la existencia de culturas políticas locales
propias15. La historia intelectual que limita su análisis a la genea-
logía de los grandes textos tiene serias dificultades para captar una
realidad política global que dependía de forma extrema de su plas-
mación concreta y de las tradiciones específicas (regionales, urba-
nas…). Esto no quiere decir que haya que desagregarlos el análi-
sis de la Monarquía, sino realizar uno que incluya su enorme
complejidad.

12 Este tema lo he desarrollado en el texto «Vivir en el campo de Marte. Po-

blación e identidad en la frontera entre Francia y los Países Bajos (siglos XVI-XVII)»
presentado a Las Sociedades fronterizas del Mediterráneo al Atlántico (ss. XVI-XVII),
Casa de Velázquez, 2006, que será publicado en el 2009.
13 Una adaptación, y apropiación del discurso anterior, que se puede ver en los

frescos de los otomíes del antiguo señorío de Xilotepec conservados en la iglesia


de Ixmiquilpan (Estado de México); vid. Serge GRUZINSKI, L’Aigle et la Sibylle. Fres-
ques indiennes du Mexique, París, Imprimerie Nationale, 1994, cap. 2.
14 Juan Francisco Pardo Molero, en sus trabajos sobre la Valencia del Renaci-

miento, muestra cómo las autoridades regnícolas en su diálogo con el poder central
recalcaban la presencia de «turcos» en lugar de «moros» para dignificar y resaltar
la agresión que sufrían, y de paso, urgir a que llegaran las galeras lo antes posible,
vinculando la defensa de la costa con el mismísimo socorro de Viena; vid. La defen-
sa del imperio. Carlos V, Valencia y el Mediterráneo, Madrid, 2001, pp. 36-50 y 278-279.
15 El estudio de las culturas políticas locales, o de la percepción local de la cul-

tura política, es una de las líneas de trabajo más innovadoras del estudio sobre las
formas de integración territorial de la Monarquía hispánica, vid. Xavier GIL PUJOL,
«Del Estado a los lenguajes políticos, del centro de la periferia. Dos décadas de His-
toria política sobre la España de los siglos XVI y XVII», en José Manuel de Bernar-
do Ares (ed.), El Hispanismo Anglonorteamericano. Aportaciones, problemas y pers-
pectivas sobre Historia, Arte y Literatura españolas (siglos XVI-XVIII). Actas de la
I Conferencia Internacional ‘Hacia un nuevo Humanismo’, Córdoba, 9-14 de sep-
tiembre de 1997, Córdoba, CajaSur, 2001, pp. 883-919.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Por ello, hay que reflexionar sobre los mecanismos de difusión


y las formas de percepción social de esas enemistades. Las cere-
monias de información, el ejercicio público de la justicia y los cas-
tigos, las predicaciones, el ritual urbano y religioso, la fiesta, el arte
sacro, el teatro místico o profano, la gestión física del territorio
contribuían a reforzar una identidad colectiva que se fundaba en
mecanismos de inclusión y rechazo16. Se trató de un mundo tre-
mendamente vivo en el que lo global y lo local compartían tiempo
y competían por el espacio cultural mientras se complementaban.
La historia de la Monarquía Hispánica como mera adición de his-
torias nacionales o territoriales ha dado paso a una concepción
mucho más orgánica de la misma en la que la circulación y la adap-
tación de discursos a realidades ajenas han atraído cada vez más
la atención de los académicos. Se ha constatado que con la ex-
pansión del poder del rey católico también se proyectaron sobre
las nuevas conquistas las caracterizaciones de la realidad político-
social europea. El peligro musulmán, expresión cultural clásica del
archienemigo17, iba a ser válido para superponerse a otros con-
flictos locales, incluso a la propia conquista española a la hora de
activar discursos de identificación18.
No hay que reducir la reflexión sobre las amenazas sufridas por
parte del rey católico a un ámbito ni puramente ibérico, ni siquiera
limitado al de sus súbditos naturales. Al igual que sucedió con otras
grandes potencias, la Monarquía Hispánica fue reclamada por alia-
dos externos para que movilizara sus recursos en defensa de la cau-
sa que proclamaba defender. Estas llamadas implicaban la formula-
ción, generalmente escatológica, de una visión del mundo en la que
el rey tenía una función y un liderazgo claramente místico, que po-
día resultar útil a su política global. Ingleses, franceses, suizos, ale-
manes, irlandeses, japoneses, italianos, norteafricanos, albaneses e
incluso georgianos construyeron su propia visión de las enemista-
des que amenazaban a la Monarquía de los Habsburgo y preten-
dieron dictar, con diferente suerte, las prioridades de la política re-
gia. Cuanto fueron vencidos, muchos se refugiaron en los dominios
de la Monarquía y reforzaron su acción política con el fin de una
mayor implicación política del rey en sus territorios de origen con

16 José Jaime GARCÍA BERNAL, El fasto público en la España de los Austrias, Se-

villa, Universidad de Sevilla, 2006; David GARCÍA HERNÁN, La cultura de la guerra y


el teatro del Siglo de Oro, Madrid, Sílex, 2006, cap. V.
17 Ver los textos de Pablo Martín Asuero y Eloy Martín Corrales en este mis-

mo volumen.
18 Ana DÍAZ SERRANO, «La figure de l’ennemi musulman dans les Indes occi-

dentales et orientales aux XVIe et XVIIe siècles», Siècles, 26 (2007), pp. 67-80.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

el fin de restablecer allí la religión y la justicia19. Hay generalmente


un cambio en la naturaleza de los discursos de estos exiliados, ya
que frente a la identificación genérica de la política internacional
y del liderazgo político-confesional, ahora se iba a hacer mucho
más hincapié en la amenaza objetiva (y en los peligros políticos)
que para los intereses concretos del soberano tenía tal o cual hos-
tilidad.
Hablar de los enemigos del rey20 es una operación que debe
considerar los diversos elementos expuestos hasta ahora y de las
tradiciones intelectuales de las que provenían, así como la opor-
tunidad y la operatividad de dichos discursos en términos políti-
cos y sociales. Lejos de ser una realidad estable, la autodefinición
por la enemistad se vio fuertemente condicionada por el contexto,
pero estuvo sustentada en los principios que podían ser contra-
dictorios aunque en ocasiones pudieran ser complementarios en la
realidad práctica: la defensa de la religión y el interés político. Des-
de estas dos ópticas se puede analizar tanto la formulación de una
hegemonía global, como la salvagurda de unos intereses muy lo-
calizados en términos geográficos.

2. Enemigos de Dios y ¿enemigos del rey?


La identificación de la Monarquía Hispánica con el catolicis-
mo experimentó cambios a finales del siglo XV al intensificarse la
imagen de la función pastoral del soberano21. Frente a las formas

19 Un caso típico de estos grupos de presión es el de los irlandeses, muy pre-

sentes en la corte y en la península desde finales del siglo XVI y que han atraído un
creciente interés por parte de la historiografía española reciente; una visión global
para el siglo XVII, con un completo aparato bibliográfíco, en el trabajo de Igor PÉ-
REZ TOSTADO, Irish Influence at the Court of Spain in the Seventeenth Century, Bod-
min, Tour Court Press, 2008, esp. cap. 4. Sobre el exilio musulmán en la Monar-
quía v. Beatriz ALONSO ACERO, Sultanes de Berbería en tierras de la cristiandad,
Barcelona Ediciones Bellaterra, 2006, pp. 243-260. También los franceses exiliados
al final de las guerras de religión intentaron, bien que con poco éxito, incidir en la
política española o, al menos, aportarle sus redes de contactos e información; Alain
HUGON, Au service du roi catholique. ‘Honorables ambassadeurs’ et ‘divins espions’.
Représentation diplomatique et service secret dans les relations hispano-françaises de
1598 à 1635, Madrid, Casa de Velázquez, 2004; Robert DESCIMON y José Javier RUIZ
IBÁÑEZ, Les ligueurs de l’exil. Le refuge catholique français après 1594, Champ Vallon,
Seyssel, 2005, cap. 3.
20 Por recuperar el título del meritorio libro de Raffele PUDDU, I nemici del re:

il racconto della guerra nella Spagna di Filippo II, Roma, Carocci, 2000.
21 Pablo FERNÁNDEZ ALBALADEJO, «El pensamiento político: perfil de una polí-

tica propia», en Ernest BELENGUER CEBRIÀ y José ALCALÁ-ZAMORA y J. QUEIPO DE LLA-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

de pluriconfesionalidad que se habían dado desde la plena Edad


Media, ahora su nuevo carisma religioso traía consigo una afir-
mación mucho más radical de la intolerancia interior y la belige-
rancia externa por la Fe22. Esta transformación ligaba aún más la
defensa del orden político-social y del prestigio del príncipe con el
desarrollo de una acción positiva por la, desde la Reforma, vieja
religión. La primera consecuencia fue una notable capitalización
política de la propia figura del soberano que quedó al amparo de
las veleidades nobiliarias tan características del período de la di-
nastía Trastamara. Al unir lealtad a Dios con lealtad al rey, la fide-
lidad a uno se convertía en expresión necesaria de la sumisión al
otro, y confundían el crimen de lesa majestad (divina o humana)
en un todo unitario que potenciaba la estabilidad del entramado
político-social. Pero si el rey convertía a sus enemigos en los ene-
migos de Dios, la operación también traía consigo la asunción ex-
plícita, cuando no militante, de la defensa de la Fe como principal
motor de la política regia.
En este marco, se van a definir dos tipos de enemistades. Las
primeras son las que amenazan con la disolución del cuerpo polí-
tico, con la contaminación del mismo a través de prácticas reli-
giosas que fragilizan, si no destruyen, el fundamento oeconómico
de la sociedad. No es casual que las referencia a la herejía estén
presididas por un lenguaje de diagnosis médica; la herejía se con-
tagia, contamina, sus portadores son pestíferos que pueden hacer
caer en el pecado, ergo apartar de la comunidad socioreligiosa, a
las personas. Un lenguaje que se suma en ocasiones a otro bien co-
nocido por los teólogos medievales: el de la concupiscencia; la he-
rejía seduce para destruir con promesas de una abominable liber-
tad de conciencia23. Frente al mundo ordenado se impone así un
desorden voluntarista e individualista, nocivo para la salud del
alma y para la tranquilidad del reino. La amenaza judía, musulma-
na, herética24, y el mantenimiento de los cultos prehispánicos son
particularmente dolosas porque fragilizan la base de afecto mutuo
fundado en la lealtad entre Dios, el rey y el súbdito/fiel. El bautis-
mo de musulmanes, judíos, esclavos africanos, filipinos o indios

NO (coord.), Calderón de la Barca y la España del Barroco, Madrid, Centro de Estu-


dios Políticos y Constitucionales, 2003, vol. 1, pp. 675-692.
22 Gilberto SACERDOTE, Sacrificio e sovranità. Teologia e política nell’Europa di

Shakespeare e Bruno, Turín, Enaudi, 2002.


23 José A. FERNÁNDEZ SANTAMARÍA, Razón de Estado y Política en el pensamien-

to español del Barroco (1595-1640), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Consti-


tucionales, 1986, cap. 2.
24 Ver el trabajo de Peer Schmidt en este mismo volumen.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

no es sólo un acto de entrada en la Iglesia, sino que para aquellos


que eran súbditos del rey, también era una acción conducente a la
plena, bien que desigual, participación en una comunidad política
fundada sobre la Religión25. Cualquier retorno personal o familiar
a prácticas rituales de sus antiguas creencias era a la vez un peca-
do contra la Fe y un delito contra el rey. Minar la constancia de los
súbditos era la vía más directa para destruir esta nueva Monar-
quía, o al menos así lo vieron los gobiernos y las instituciones en-
cargadas de salvaguardar la pureza de la Religión.
A principios del siglo XVII la Monarquía Hispánica podía iden-
tificarse con una entidad cuya naturaleza esencial era la falta de
contaminación por el pecado. Los juramentos de defensa de la pu-
reza inmaculada de la Virgen María realizados por Cortes, reinos
y ciudades desde el final del reinado de Felipe III26, son elocuen-
tes de esta autoidentificación que veía a la constancia de los reyes
ibéricos desde la conversión de Recaredo como el baluarte de la
Iglesia y, consecuentemente, poseedores del liderazgo natural de la
Cristiandad27. La reciente expulsión los moriscos contribuía mu-
cho a dar esa imagen. La base religiosa de la dominación Monar-
quía reforzaba el poder del rey al dotarlo de medios extraordina-
rios de intervención sobre la sociedad para garantizar el orden y
la justicia.
La alternativa era vista como una Monarquía débil y una socie-
dad corroída por el desorden. La lectura que se hizo de la Pacifi-
cación de Habsburgo (1555) o de las Guerras de Religión en Fran-
cia (1560-1594), era elocuente: la pluralidad religiosa imponía la
guerra civil, destruía la fidelidad al rey y devolvía a la sociedad al
mundo del pecado. Frente al caos, la intolerancia confesional no
era una opción; era un deber regio contra la amenaza de fuerzas
que buscaban disolver la sociedad y abrir la puerta al pecado. Las
personas contaminadas por éste se convertían inmediatamente en
agentes e instrumentos de dicha disolución. Por muy extraño que
resulte esta formulación para nuestra sensibilidad contemporánea,
hay que considerar que fue mayoritaria en el siglo XVI tanto en ám-

25 Pablo FERNÁNDEZ ALBALADEJO, «Católicos antes que ciudadanos: gestación de

una política española en los comienzos de la Edad Moderna», en José Ignacio FOR-
TEA PÉREZ (ed.), Imágenes de la diversidad: el mundo urbano en la Corona de Casti-
lla (ss. XVI-XVIII), Santander, Universidad de Cantabria/Asamblea Regional de Can-
tabria, 1997, pp. 103-127.
26 VINCENT y RUIZ IBÁÑEZ, Historia de España…, 2007, p. 226.
27 Esta identificación no fue exclusiva de los ámbitos propiamente hispánicos,

el propio Jean Boucher la evocaba para justificar la primacía de los monarcas ibé-
ricos.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

bitos católicos, como en el mundo reformado28, cuya modernidad


es más una imagen historiográfica que una realidad histórica.
Desde la propia Monarquía (no sólo la corte, sino también por
las élites locales) se podía identificar, al menos hasta 1640, los pro-
cesos de disidencia política armada con la perseverancia en la he-
rejía: la rebelión de los musulmanes del reino de Valencia29, la
guerra de las Alpujarras, los desórdenes de Flandes, o el apoyo dado
por los criptojudíos a las tropas holandesas en Brasil eran otras
tantas expresiones de cómo había algo bestial y particularmente
destructivo en la disidencia religiosa. El caos y el sufrimiento con-
secuente tenía pues dos naturalezas, por un lado era el efecto de
la locura de quien tendía a destruir una sociedad que asumía ser
armónica, por otro, según el viejo lugar común cristiano muy pre-
sente en la tratadística de la época, era el correctivo que daba la
divinidad a una población que había sido demasiado laxa en el
seguimiento de sus preceptos y que había permitido la extensión
del pecado en los propios territorios o su hegemonía sobre otros
ámbitos.
No sólo se trataba de una concepción orientada a la gran polí-
tica exterior, pues la definición de la guerra de baja intensidad en
las fronteras de la Monarquía era presentada, bien que de forma
confusa, como la expresión de la hostilidad de unos agresores que
sumaban a su condición de bárbaros su naturaleza de infieles y
paganos. Civilidad y Cristiandad necesaria se sumaron en la mayor
parte de las ocasiones, pese al éxito de Bartolomé de Las Casas,
para justificar y convertirse en motores de la expansión territorial.
La explicación de la contumacia del enemigo en su error y su bruta-
lidad eran dos evidencias de la aversión satánica hacia las formas
propias del mundo católico, lo que implicaba una hostilidad par-
ticular contra los súbditos del rey de España30.
La justificación de una política regia «por la religión» implicó
una definición del enemigo externo como algo más que un rival
político. El famoso cuadro de Tiziano La religión sostenida por Es-
paña, readaptado para conmemorar la batalla de Lepanto es elo-

28 David EL KENZ, y G. GANTET, Guerres et Paix de Religion en Europe, 16e-17e siè-

cles, París, Armand Colin, 2003.


29 Juan Francisco PARDO MOLERO, La guerra de Espadán (1526), Una Cruzada

en la Valencia del Renacimiento, Segorbe, Excmo. Ayuntamiento de Segorbe, 2001,


cap. 4.
30 En este sentido resultan muy interesantes los gravados que ilustran la obra

de Thomas SAILLY, Guidon et practicque espirituelle du soldat chrestien. Reveu & aug-
menté pour l’armee de sa Mte Catholique au Pays-Bas, Amberes, Imprenta Plantine-
nese, 1590.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

cuente de esta acepción31. El deber, y la gloria, de la Monarquía


era proteger a la Iglesia contra sus enemigos, no sólo ya identifi-
carse con la religión, sino ir más allá y asumir su defensa en aque-
llos lugares donde ésta fuera amenazada. Esta política estaba lejos
de una expansión global en la práctica, ya que la Monarquía Ca-
tólica entre 1565 y 1635 no incorporó por la fuerza, salvo excep-
ción, a territorios en los que había un príncipe no-católico por la
simple razón de la confesión diferente; de hecho, Felipe II mantu-
vo relaciones diplomáticas correctas durante gran parte de su rei-
nado con Isabel de Inglaterra o el rey de Dinamarca32, al tiempo
que se establecían, no sin dificultad, contactos con China o Japón33.
Sin embargo, a lo largo del reinado se fue escorando, por múlti-
ples razones, una política de naturaleza cada vez más confesional
que terminó por cristalizar hacia la década de 1580 en una fuerte
polarización de la política europea. En este contexto el rey católi-
co podía presentarse, o ser imaginado desde algunos sectores, como
el campeón de la Cristiandad tanto contra la herejía como contra
paganos e infieles. Este estatus se tradujo en una intervención ac-
tiva, y costosísima, en los diversos conflictos civiles que desgarra-
ban el Continente. Dicha injerencia se justificaba en una política
defensiva del catolicismo ante el carácter tiránico de unos gober-
nantes, bien por su origen, como Enrique IV de Francia a quien
Felipe no reconoció como rey cristianísimo hasta 1598, o por su
ejercicio, como Isabel de Inglaterra, excomulgada por el Papa y
perseguidora de católicos, o las Ligas Grises, que desarrollaban una
política cada vez más intolerante hacia sus súbditos católicos en
la Valtelina34. Esta política defensiva se fundaba en el argumento
que allí donde fueran perseguidos los seguidores de la vieja fe, el
rey católico tenía el derecho, sino el deber escatológico, de correr
en su auxilio.
A diferencia de la política exterior de Carlos V, este giro confe-
sional implicaba que los enemigos de la Monarquía no eran tanto

31 Fernando CHECA CREMADES, Tiziano y la Monarquía española. Uso y función

de la pintura veneciana en España (siglos XVI y XVII), Madrid, Nerea, 1994, pp. 58-60.
32 María José RODRÍGUEZ SALGADO, «Paz ruidosa, guerra sorda: Las relaciones

de Felipe II e Inglaterra», en Luis Antonio RIBOT GARCÍA (coord.), La monarquía de


Felipe II a debate, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Cente-
narios de Felipe II y Carlos V, 2000, pp. 63-120.
33 Cf. Manel OLLÉ, La empresa de China. De la Armada Invencible al Galeón de

Manila, Barcelona, 2002, Acantilado, cap. 7 al 10, y Antonio CABEZAS, El siglo ibé-
rico del Japón: la presencia hispano-portuguesa en Japón (1543-1643), Valladolid,
Universidad de Valladolid, 1995.
34 Davide MAFFI, «Confesionalismo y razón de estado en la Edad Moderna. El

caso de la Valtellina (1637-1639)», Hispania Sacra, 116 (2005), pp. 467-490.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

una serie de príncipes celosos de la gloria del rey católico, sino los
elementos religiosos que estaban hiriendo y debilitando a la Cris-
tiandad. Esto es, que la solidaridad de credo constituía el elemen-
to determinante verdadera comunidad política en detrimento de
cualquier característica feudal, étnica o histórica. El enemigo no
era ya, no podía serlo, el francés, el inglés o el alemán; dado que
había aliados de todas estas naturalezas, sino la herejía que bus-
caba destruir a esos reinos. Este discurso dejó indiferentes a gran
parte de los miembros de la administración hispana que vieron con
recelo a unos aliados poco fiables y poco eficaces; pero sí fue muy
presente en la política activa de Felipe II en el final de su reinado
y sostuvo los deseos de expansión indirecta del rey y su entorno.
Por lo demás, hay que conceder que no era una concepción ex-
temporánea, ya que la solidaridad confesional había sido esgrimi-
da desde hacía décadas por las comunidades y potencias protes-
tantes, sobre todo calvinistas, a la hora de apoyar la acción de los
hugonotes en Francia, la implantación del régimen presbiteriano
en Escocia o la propia rebelión de los Países Bajos. Entre las bur-
guesías católicas de este último territorio35, en Italia o en la Pe-
nínsula Ibérica se podía identificar dicha solidaridad con la exis-
tencia de un complot contra la vieja Fe; algo que también sucedería,
en sentido inverso, desde los ámbitos reformados.
La situación de conflicto confesional se tradujo en un esfuer-
zo positivo por reidentificar a los enemigos europeos, un esfuerzo
que se construyó sobre dos bases: la caridad hacia quienes eran
perseguidos y la definición de los perseguidores como el verdade-
ro enemigo que amenazaba no sólo los territorios externos, sino
que, caso de triunfar allí, llevaría la guerra a los dominios del rey
católico. La función ilustrativa que tuvieron los martirologios36 se
completaba con la puesta en marcha de una propaganda activa ba-
sada en el teatro y las celebraciones. No se trató de un fenómeno
ni exclusivo ni original del mundo ibérico o de los dominios del
rey católico; una de las expresiones más contundentes al respecto
es el esfuerzo hecho por los más radicales de la Liga católica fran-
cesa por mostrar que el enemigo natural de Francia no era el es-
pañol sino la herejía, o, en el mejor de los casos, el inglés y el ale-

35 José Javier RUIZ IBÁÑEZ, «La Guerra Cristiana. Los medios y agentes de la

creación de Opinión en los Países Bajos Españoles ante la intervención en Francia


(1593-1598)», en Ana CRESPO SOLANA y Manuel HERRERO SÁNCHEZ (eds.), España y
las 17 provincias de los Países Bajos. Una revisión historiográfica, Córdoba, Univer-
sidad de Córdoba, 2002, pp. 291-324.
36 Perfectamente ilustrados y divulgados como sucedió con el convento fran-

ciscano, actual catedral, de Cuernavaca con los frescos sobre los mártires japoneses.

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mán. A fin de cuentas, puestos a elegir más valía ser español, ale-
mán o italiano pero católico que hereje, ya que el humor natural
de los franceses era ser católicos37.
Este discurso no se puedo mantener en su práctica exterior más
allá de 1604-1609, cuando la Monarquía no sólo logró acuerdos di-
plomáticos con Inglaterra y las Provincias Unidas, sino que ni si-
quiera pudo salvaguardar la posición de los católicos en este últi-
mo territorio durante las negociaciones de la Tregua de los Doce
Años38. Aunque dejara de ser el principal motivo de actuación ex-
terior, y de categorización de los enemigos, lo cierto es que sub-
sistió durante mucho tiempo la idea de motivación confesional de
la política regia. Un anacronismo evidente tras 1635, pero que jus-
tificó la recepción continuada, aunque de ritmos diferentes, de los
exilios políticos que huían de tierras protestantes o del Norte de
África. Hay que recordar que las solidaridades confesionales se-
guían pesando mucho en la política europea mucho más tarde del
final de la Guerra de los Treinta Años. Se puede detectar sin difi-
cultad una reconfesionalización de la beligerancia continental des-
pués de 1685-1688 que estuvo muy presente, aunque no fue deter-
minante, en la formación de bloques militares a finales de siglo y
durante la Guerra de Sucesión Española. En este conflicto, se vol-
vieron a utilizar hacia la población peninsular las viejas antipatías
hacia la Reforma con el fin de movilizarla contra uno u otro ban-
do39. La eficacia de dichos discursos muestra cómo, pese a más de
medio siglo de haber pasado a segundo plano en la política inter-
nacional, éstas seguían contando con una importante audiencia en-
tre los castellanos y catalano-aragoneses-valencianos. Es bien sa-
bido que la defensa de la Fe iba a tener una larga duración en la
definición de la identidad política ibérica durante los dos siglos y
medio siguientes.
En el momento culminante de la Monarquía, al postularse que
la definición de amistad/enemistad residía en la homogeneidad re-
ligiosa, se actualizaba y reutilizaba toda la batería de afirmaciones

37 DESCIMON y RUIZ IBÁÑEZ, Les Ligueurs…, 2005, pp. 135-153.


38 Bernardo GARCÍA GARCÍA, La Pax Hispánica. Política exterior del duque de Ler-
ma, Lovaina, Universidad, 1996, cap. 2.2.
39 La propaganda borbónica hizo énfasis en el carácter de guerra de Religión

que tenía el enfrentamiento como consecuencia del pacto de los Habsburgo viene-
ses con las potencias protestantes, lo cual era en grande parte contradictorio con
la afirmación de continuidad con el reinado de Carlos II que mantenían al mismo
tiempo; por su parte, los austriacistas, ligaron la intervención francesa con una su-
puesta alianza con el Turco de Luis XIV; David GONZÁLEZ CRUZ, Guerra de religión
entre príncipes católicos. El discurso del cambio dinástico en España y América (1700-
1714), Madrid, Ministerio de Defensa, 2001, pp. 27-35.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

teológicas acumuladas desde la Tardoantigüedad para justificar la


centralidad política del poder imperial y la supervivencia agónica
de la Iglesia. Si, con todas las reservas necesarias, se consideraba
que el rey católico luchaba por Dios y que sus enemigos eran los de
la Fe, la consecuencia parecía clara: en este tipo de combates los
enemigos eran expresión contingente de una enemistad aún más
profundad e inquietante. Estos enemigos eran vehículos de las ac-
ciones que emprendía el Enemigo contra la Iglesia y la Redención
de los hombres. Esto no quiere decir necesariamente que en la es-
catología política del siglo XVI se considerara la inminencia del Fin
de los tiempos, pero sí la presencia del combate iniciado por el Mal
contra el esfuerzo redentor de la Iglesia. Al igual que los antecris-
tos eran un adelanto del que habría de venir, las diversas amena-
zas que pendían sobre la vieja religión formaban parte de una ca-
dena e integraban una conspiración que tuvo como primer eslabón
al propio Judas Iscariote. Desde semejante perspectiva es fácil en-
tender la visión tan propia de finales del siglo XVI de la soledad de
una Monarquía asediada sobre la que se acumulaban amenazas di-
versas (turcos, norteafricanos, mapuches, holandeses, ingleses…)
que no eran sino Una, la del mismísimo Satanás. Una visión se-
mejante elevaba a combate místico la defensa de la política del rey
católico, no como la acumulación de combates particulares de na-
turaleza territorial, sino como una lucha agónica contra una po-
tencia casi, pero no invencible, coordinada en sí misma40.
El combate por la vieja religión, sin embargo, no era un comba-
te desesperado. Incluso entre los agoreros que preveían la inminen-
te caída de la Monarquía, se anunciaba la necesaria segunda res-
tauración de España41. Los sufrimientos que conllevaba la guerra
se debían de traducir en un triunfo final, el de la verdadera Fe, que
ligaba el destino último de la Monarquía con el de la propia Igle-

40 Resulta significativo que uno de los escritores que más claramente identifi-

có la agresión contra la Iglesia (y subsecuentemente contra el rey católico, su prin-


cipal valedor) fue un sulfuroso exiliado francés en un libro que tomando prestados
argumentos, y título, a sus rivales calvinistas interpretaba la historia como La Mystè-
re d’infidélité comencé par Judas Iscarioth premier sacramentaire renouvelé et aug-
menté d’impudicité par les hérétiques ses successeurs et principalement par ceux de
ce temps… (Julien Baussan, 1614). Sobre este libro y su autor, el cura Jean Bou-
cher, v. mi trabajo «Una Monarquía sin razón… de Estado: los escritos tardíos de
Jean Boucher», Res Publica. Revista de filosofía Política, 19, 11 (2007), pp. 157-176.
Sobre los antecendentes polémicos de este texto Marie-Madeleine FRAGONARD, «Eru-
dition et polémique: le Mystère d’iniquité de Du Plessi Mornay», en Les Lettres au
temps d’Henri IV, Biarritz, J&D, 1991, pp. 165-169
41 Richard KAGAN, Los sueños de Lucrecia. Política y Profecía en la España del

siglo XVI, Madrid, Nerea, 2005 (2.ª ed.), pp. 94-105.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

sia en una alianza indisociable que iba mucho más allá de los fre-
cuentes problemas puntuales que enfrentaban al rey católico con
el sumo pontífice. Esta concepción del mundo, por limitada o intui-
tiva que fuera, permitía identificar en el enemigo todas las cuali-
dades negativas que se habían depositado sobre los perseguidores
de la Iglesia desde la época clásica: poco fiables, traidores, concu-
piscentes, insaciables y pestíferos. La amenaza que se combatía era
a fin de cuentas la del pecado, por lo que en este combate místico
la demonización del contrario no era sólo una figura retórica sino
que se constituía en elemento medular del discurso. No es casual
si en plena crisis de la Monarquía, Felipe IV buscara en 1644 re-
forzar el patronazgo de Santiago Matamoros (una advocación por
lo demás singularmente ibérica y americana) con el de San Miguel,
general del ejército celeste.
El discurso de confrontación mítica iba a subyacer, con mayor
o menor potencia, en la concepción de las amenazas internas o ex-
ternas que pesaron sobre la Monarquía de los Habsburgo, pero no
iba a agotar la reflexión sobre la enemistad que se padecía. De he-
cho, ya se ha indicado cómo la preeminencia de ese discurso fue
limitada en el tiempo al menos en lo que se refiere a su conver-
sión en motor político exterior. Ya en el siglo XVII los reyes tuvie-
ron que sufrir la presencia de embajadores protestantes en su cor-
te42, comerciantes en sus puertos43 y, desde mediados de siglo, de
tropas reformadas en sus ejércitos de los Países Bajos44. Hubo que
buscar medios para coexistir con este enemigo en casa, pues si bien
ya no se mantenía la hostilidad (militar, judicial…) la vieja belige-
rancia, el temor a una contaminación religiosa y la propia afir-
mación de homogeneidad confesional hacían imposible la exis-
tencia de una verdadera convivencia entre comunidades. Vivir con
el enemigo fue un paso impuesto por la política real, sobre todo
ante el retorno de un rival más inmediato y amenazador: Francia.
La operación para identificar a este poderoso reino como la fuen-
te de enemistad y amenazas sobre la Monarquía se insertaba en
un tipo de reflexión diferente, dado que no había diferencia reli-
giosa.

42 Como queda reflejado en Gerónimo Gascón de Torquemada, Gaçeta y Nue-

vas de la corte de España desde el año 1600 en adelante…, Madrid, Real Academia
Matritense de heráldica y genealogía, 1991, p. 26.
43 Igor PÉREZ TOSTADO, «Marchands anglais en Espagne au XVIIe siècle: une

communauté hétérogène», Siècles, 26 (2007), pp. 97-115.


44 El contexto global de las relaciones con las Provincias Unidas en Manuel

HERRERO SÁNCHEZ, El acercamiento hispano-neerlandés (1648-1678), Madrid, Con-


sejo Superior de Investigaciones Científicas, 2000.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

3. Una enemistad política: adversarios hereditarios


y razón de estado
Aceptar la posibilidad que había una motivación de la enemis-
tad distinta, o al menos complementaria, a la religiosa era entrar
en un campo en teoría movedizo en la edad moderna, ya que si se
admitía la autonomía de lo político respecto a la moral se podía
caer en la explícita y universalmente abominada razón de estado
gentil45. Por supuesto, es bien conocido el esfuerzo por moralizar
esa razón de estado propio sobre todo de finales del siglo XVI y
principios del XVII, lo que no deja de ser significativo si se conside-
ra que en ese momento estaba fracasando la aplicación práctica
de la razón de Religión. Aunque el derecho natural aún no se había
escindido plenamente del derecho revelado46, era en la compren-
sión de la naturaleza humana, naturaleza caída a fin de cuentas,
donde se iba buscar las razones de la enemistad persistente contra
la Monarquía Hispánica. La batería de explicaciones se ampliaba
al recoger toda la tratadística clásica revisada por el humanismo
sobre el origen, desarrollo y caída de los Imperios, y mezclarla con
los lugares comunes xenófobos construidos a lo largo de la Edad
Media.
Por supuesto, se asumía que existía una antipatía natural en-
tre quienes deseaban alcanzar la mayor gloria47. La emulación ca-
balleresca era asumida como consustancial al propio mundo del
segundo orden, por lo que no era difícil considerar que los propios

45 Sobre el efecto del medular del antimaquiavelismo en el pensamiento his-

pano se remite al clásico de FERNÁNDEZ SANTAMARÍA, Razón de Estado…, 1986, pp.


18-43. Sobre la recepción de la buena razón de estado es imprescindible el trabajo
de Xavier GIL PUJOL, «Las fuerzas del príncipe. La generación que leyó a Botero»,
en Mario RIZZO, José Javier RUIZ IBÁÑEZ y Gaetano SABATINI (eds.), Le Forze del prin-
cipe. Recursos, instrumentos y límites en la práctica del poder soberano en los terri-
torios de la Monarquía Hispánica. Actas del Seminario Internacional, Pavía, 22-24
septiembre del 2000, Murcia, Universidad, 2004, pp. 969-1022.
46 La evolución de la concepción política del derecho natural durante el si-

glo XVII en relación con el derecho revelado se puede seguir en Marie-France RE-
NOUX ZAGAMÉ, Du droit de Dieu au droit de l’homme, París, PUF, 2003.
47 El término procede del título del famoso libro de Carlos García publicado

en 1617 en el que mostraba los rasgos diferentes que caracterizaban, y condena-


ban a la confrontación, a españoles y franceses. Aunque no hay que olvidar que
precisamente ese texto formaba parte del programa propagandístico a favor del
acercamiento hispanofrancés y planteaba que sólo el eje confesional podía, y de-
bía, convertir dicho enfrentamiento en complementariedad; Jean-Frédéric SCHAUB,
La Francia española. Las raíces hispanas del absolutismo francés, Madrid, Marcial
Pons, 2004 [2003], pp. 148-158.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

éxitos de la Casa de Austria, su propia grandeza, traían consigo la


envidia y el rencor por parte de sus adversarios, prontos a buscar
todas los medios a su alcance para desterrar la ventaja acumula-
da por los reyes de España.
Esto hacía que, pese a que era posible la amistad entre prínci-
pes48, iba a ser entre las dos principales luminarias de la tierra en-
tre las que se luchara un combate inconstante pero, al menos en
la teoría, incesante. Junto con la comprensión de la realidad polí-
tica como la expresión de los deseos humanos de precedencia, se
activó una importante reflexión sobre si había una oposición na-
tural fundada en los diversos humores entre españoles y franceses.
Por parte de los propagandísticas politiques afines a Enrique IV
que escribieron en la bisagra entre los siglos XVI y XVII los prime-
ros eran soberbios, sin fe, de origen social discutible (a mitad de
camino entre musulmanes y judíos) y ferozmente ambiciosos49;
para los cronistas militares ibéricos la nobleza francesa era in-
constante, veleidosa e interesada50; además los franceses, aunque
católicos, practicaban una religión pretridentina que provocaba el
desprecio o la mofa de algunos soldados españoles51. Esta imagen
pasaría en parte a la literatura del siglo de Oro junto al desprecio

48 En la práctica dicha amistad era vista como el medio para garantizar la exis-

tencia de un eje hispanofrancés católico que hiciera bascular la política europea


hacia la vieja religión; por supuesto, ambas potencias católicas recurrieron a este
discurso en el momento de querer intervenir políticamente, o asimilar, a su vecino;
Jean-Frédéric SCHAUB, La Francia española. Las raíces hispanas del absolutismo fran-
cés, Madrid, Marcial Pons, 2004 [2003], cap. 4. El estudio específico de la amistad
como forma política se puede seguir en Bertrand HAAN, Les rélations diplomatiques
entre Charles Quint, Philippe II et la France au temps de la paix du Cateau-Cambré-
sis (1555-1570). L’expérience de «l’amitié», Université de Versailles-Saint-Quentin-
en-Yvelines, tesis doctoral inédita, 2006.
49 SCHAUB, La Francia española…, 2004, pp. 127-131.
50 Se remite a las referencias indicadas en mi texto, «Alimentar a una hidra:

la ayuda financiera española a la Liga Católica en el Norte de Francia (1586-1595)»,


Carmen SANZ AYANZ y Bernardo José GARCÍA GARCÍA (eds.), Banca, crédito y capital.
La monarquía hispánica y los antiguos Países Bajos (1505-1700), Madrid, Funda-
ción Carlos de Amberes, 2006, pp. 181-204.
51 En su crónica sobre la guerra de Flandes, el sargento mayor de milicias

Alonso de Vázquez dejó ir su pluma para expresar su opinión sobre sus aliados
franceses utilizando como excusa el conflicto de la guarnición española francesa
en París con «Un clérigo francés (que francés había de ser para ser un idiota e ig-
norante) como los que desta nacion andan derramados por España pidiendo li-
mosna con un diurno o breviario debajo del brazo, impreso antes del concilio de
Trento (porque jamas en Francia lo admitieron) y con tan pocas letras como se vie-
ron en este; predicó en una iglesia, a los 18 de agosto [de 1591], que la causa de
no haber dado la batalla al Bearnés ni socorrido Noyon era por no haber querido

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

que se sentía por el trabajador inmigrante francés tan presente en


todo el Levante peninsular52.
En cierto sentido la hostilidad contra Francia era una hostili-
dad no sólo natural, sino incluso deseable en el imaginario mili-
tar, ya que se traducía en una guerra digna y que ennoblecía a quien
la practicaba, pues el adversario era identificado con la caballería
y con un rey poderoso. Nada que ver con las mezquinas burgue-
sías de los Países Bajos, los corsarios del Mediterráneo o las in-
cursiones de partidas de cazadores-recolectores en América. La
guerra llevada contra el rey de Francia era una guerra que honra-
ba tanto por la potencia de aquel como por toda la carga históri-
ca que acumulaba este enfrentamiento. Así, los soldados de fina-
les del siglo XVI o los de mediados del XVII se podían ver como los
continuadores de las empresas desarrolladas por Gonzalo Fernán-
dez de Córdoba (el Gran Capitán), el emperador o, de forma más
fugaz, su propio hijo en 1557. Enemigos temibles, los franceses
eran dignos de ser combatidos y, por supuesto, merecedores de ser
derrotados. Quizá este estatuto sólo lo alcanzaran los otomanos,
por quienes se sentía un respeto profesional nada contradictorio
con la confrontación confesional.
De hecho, los franceses eran presentados en los Países Bajos
como enemigos hereditarios del territorio, en una secuencia atem-
poral cuyas raíces en realidad no llegaban mucho más allá del si-
glo XIV. Aquí más que tratarse sólo de una cuestión de reyes y rei-
nos, era una enemistad anclada en la vida cotidiana y en la
memoria de las comunidades. Una confrontación alimentada por
el desarrollo brutal de la guerra irregular que acompañaba a las
grandes campañas y que resultaba particularmente devastadora
para las poblaciones rurales. El françoie era el enemigo natural del
borgoñón y al menos un par de veces por generación este conflic-
to se traducía en estados de enorme inseguridad por las incursio-
nes de la caballería del rey de Francia que saqueaba o ponía bajo
contribución al territorio. Una parte muy importante del ritual po-
lítico de las ciudades del sur de los Países Bajos (en Saint Omer,
Lille, Arras…) se centrada en la afirmación de rechazo a lo fran-

las naciones extranjeras que así llamaban a los soldados del ejército español [del
príncipe de Asculi, que estaba operando en ese momento en el norte de Francia],
porque sólo querían dar a entender lo que no hacian y entretenerse y que no aca-
be la guerra». Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnesio,
Madrid, 1880, 3 vol. III, p. 6.
52 La imagen del «francés» en el Siglo de Oro cuenta con una importante lite-

ratura entre la que destaca el excelente trabajo de Asensio GUTIÉRREZ, La France et


les Français dans la littérature Espagnole. Un aspect de la xénophobie en Espagne
(1598-1665), Saint-Étienne: Publications de l’Université de Saint-Étienne, 1977.

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J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

cés y de adhesión a lo borgoñón, bien mediante procesiones o ce-


lebraciones de victorias contra estas incursiones. No es de extrañar
que cuando las enormes fuerzas del ejército de Luis XIV impusie-
ron una conquista gradual de las ciudades de Artois, Hainaut y
Flandes las poblaciones sometidas no vieran precisamente con bue-
nos ojos a sus ocupantes53. La identificación de un enemigo por
las acciones de guerra irregular no se limitaba sólo a frentes esta-
bles o tiempos relativamente largos, como muestra la afirmación
política de las élites católicas en los Países Bajos Católicos después
de 1580, ante el incremento de las incursiones de saqueo de los
vrijbrutes holandeses. Su violencia y extorsión sobre la población
civil facilitó enormemente la identificación de la causa de los Es-
tados y del protestantismo con un desorden satánico que buscaba
descomponer la sociedad. Si estas razzias pretendían debilitar los
fundamentos del régimen español sobre el territorio, resulta para-
dójico que contribuyeran precisamente a todo lo contrario54.
En apenas una generación, la que vivió bajo los Archiduques,
sus súbditos pudieron identificar que no sólo tenían un enemigo
hereditario al Sur (los franceses), sino que tenían otro igual de con-
tumaz y aún más peligroso y perverso al Norte (los holandeses).
Cuando en 1634 una movimiento de tenaza del ejército de las Pro-
vincias Unidas y del de Luis XIII tomó y saqueó brutalmente (no
ahorrando saqueos sacrílegos) la villa de Tirlemont, las élites lo-
cales no entendieron que tal acción era la muestra de la debilidad
que venía experimentando el régimen posarchiducal en Flandes y
que convenía llegar a un acuerdo con los invasores o incluso reti-
rar su lealtad del frágil poder ibérico. Por el contrario, con apoyo
de gran parte de la población resistieron a fuerzas superiores cuan-
do éstas asediaron la ciudad de Lovaina, lo que dio tiempo al ejér-
cito del rey a reorganizarse y expulsar a los saqueadores de Tirle-
mont55.
La guerra alimentaba así la compleja identidad local y reper-
cutía sobre la posibilidad de residencia de quienes eran conside-
rados como enemigos naturales; siendo indiferente que dicha natu-
raleza naciera de su deber como súbditos de un príncipe emulador
del rey de España, de una incompatibilidad esencial, de la confron-
53 Alain LOTTIN y Philippe GUIGNET, Histoire des Provinces françaises du Nord.

De Charles Quint à la Révolution française (1500-1789), Arras, Artois Presses Uni-


versité, 2006, pp. 213-221.
54 Este tema lo he desarrollado en el texto «Vivir en el campo de Marte. Po-

blación e identidad en la frontera entre Francia y los Países Bajos (siglos XVI-XVII)»
presentado a Las Sociedades fronterizas del Mediterráneo al Atlántico (ss. XVI-XVII),
Casa de Velázquez, 2006, que será publicado en el 2009.
55 VERMEIR, En estado de guerra…, 2006, pp. 124-127.

49
029-52 EnemiEspa-1C 1/6/10 09:02 Página 50

LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tación religiosa o de todos estos aspectos combinados. Así las per-


sonas individuales, o las comunidades, dejaban de ser fiables y era
preciso vigilarlas por su peligrosidad. Estas reservas se tradujeron
en medidas de control del avecindamiento o incluso de prohibición
de residencia, pero también en confiscaciones de bienes y expulsio-
nes en caso de guerra o de aplicación estricta de la legislación. En
circunstancias extremas se podía hacer pagar a los residentes las
acciones desarrolladas por sus países de origen, como la matanza
de franceses perpetrada en la costa levantina como vendetta por el
feroz bombardeo de Alicante por la marina de Luis XIV en 169156.
Situar la animadversión mutua en el campo de la naturaleza,
la cultura y la emulación era una invitación a considerar que el
mundo del conflicto podía ser pensado en tales términos y dar lu-
gar a una reflexión sobre él que se ajustara a las reglas de la polí-
tica, cuya indagación había sido central en las últimas décadas del
siglo XVI. La realización de una ciencia en parte autónoma de la
moral para justificar la política exterior iba a ser un elemento ne-
cesario para poder reflexionar sobre la situación de Europa y de
la Monarquía Hispana después de 1640. Esta operación intelectual
permitía anteponer la urgencia y la necesidad de defenderse de la
agresión francesa al imperativo de defender la religión hacia fue-
ra de la Monarquía57. La razón, frente a la locura, era la que debía
identificar cuáles eran, más allá de las cesuras confesionales, las
amenazas mayores, y cómo debían de ser combatidas y cómo los
enemigos de ayer podían ser los aliados de mañana. ¿Hasta qué
punto tuvieron influencia los cambios en el discurso y su malea-
bilidad para las poblaciones de la Monarquía? Ésta es una cuestión
abierta que merecería una aproximación comparada, pero que se-
guramente pesó mucho en la toma de partido de las élites territo-
riales en los primeros años de la guerra de Sucesión Española58.
La representación de la esencialidad del enemigo es común en
el arte moderno donde se hace una clara distinción entre aquellos

56 Matthieu BONNERY, «Les opérations navales en Méditerranée (1672-1697) une

lutte européenne au détriment de l’Espagne», Francisco Javier GUILLAMÓN ÁLVAREZ,


Julio MUÑOZ RODRÍGUEZ y Domingo CENTENERO DE ARCE (eds.), Entre Clío y Casan-
dra. Política y Sociedad en la Monarquía Hispánica. Cuadernos del Seminario Flori-
dablanca, n.º 6, Murcia, Universidad, 2005, pp. 187-210, esp. p. 195.
57 La situación se había agravado aún más desde las rebeliones emprendidas

contra Felipe IV en Cataluña y Portugal, que traían la guerra a la propia Penínsu-


la; por lo que en ese momento se abrió camino la idea de la paz con los holande-
ses y la guerra contra las potencias católicas.
58 Francisco Javier GUILLAMÓN ÁLVAREZ y Julio MUÑOZ RODRÍGUEZ, «La lealtad

castellana en la Guerra de Sucesión: movilización social y representación del po-


der en una sociedad en guerra», Revista de historia moderna, 24 (2006), pp. 513-536.

50
029-52 EnemiEspa-1C 1/6/10 09:02 Página 51

J. J. RUIZ IBÁÑEZ LA PRESENTACIÓN DE LAS AMENAZAS EXTERIORES COMO SUSTENTO

que son dignos de combatir y que forman parte, si no de la misma


Cristiandad, al menos sí de la misma Civilidad. La separación res-
pecto a musulmanes y bárbaros es mucho mayor y se puede ver
que en el orientalismo con que son representados los primeros hay
una clara continuidad con las imágenes religiosas sobre la pasión
de Cristo o los Santos. Esta traslación icónica sólo se da, signifi-
cativamente, en la representación del enemigo europeo, cuando
éste ha abdicado de su condición humana al no sólo verse seduci-
do por el pecado, sino en convertirse en ejecutor de martirios con-
tra religiosos o en destructor de imágenes sagradas59.

4. Conclusiones: enemistades y operatividad política


En un momento de máxima beligerancia militar de la Monar-
quía, un exiliado inglés escribió al rey católico recomendándole
que reuniera todos los recursos y diera un golpe decisivo a la In-
glaterra de Isabel. Su argumento era claro «… no ay naçion, no ay
vasallo, no ay pariente, no ay ecclesiastico ni seglar que sea ami-
go a V.magd, por mas pensiones, por mas merçedes que V.magd
les haga y todos a una tienen enristradas las lanças no solo contra
la grandeza y monarchia de V.magd la qual siempre ha sido enbi-
diada en todos siglos de los inferiores, pero particularmente lo tie-
nen contra su xptiano animo de V.magd en parte y en parte tam-
bien contra el proçeder de los ministros de V.magd… y
considerando lo susodicho por mas poderoso que sea V.magd de
oro y plata, es muy pobre pues tiene tan pocos amigos…»60. Por
supuesto, no se trataba sólo de una visión un tanto paranoide de
la realidad política occidental. Una año antes se habían acuñado
diversas medallas y jetones uno de los cuales encabeza este texto
para reafirmar el deseo expresado en el tratado de Greenwich de
combatir juntos de franceses, neerlandeses e ingleses contra la «in-
soportable» tiranía de los españoles. No sólo Quevedo vio con or-
gullosa alarma que la grandeza de la Monarquía Hispánica impo-
nía una alianza de sus émulos61. El problema era que el lema que se
atribuye Felipe IV la conocida imagen del libro de Juan Antonio

59 Una iconografía católica que iba más allá del propio mundo ibérico, como

se puede ver respecto al mundo católico inglés v. Anne DILLON, The Construction of
Martyrdom in the English Catholic Community, 1535-1603, Ashgate, Louth, 2002,
cap. 4 y 5.
60 AGS E 178, sn, 17 de enero de 1597, Bruselas, el padre Vicente de Zelandre

a Felipe II.
61 Especialmente significativo en La hora de todos y en otros escritos satíricos

donde presenta la presenta la alianza entre araucanos y holandeses; William H. CLA-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

de Vera El Fernando… de 1632, en el que el rey aparece dispuesto


a defender a la Eucaristía contra todos sus enemigos, pues «por
vos i con vos son pocos»62, era ya obsoleto cuando se formuló. La
Monarquía no podía continuar categorizando a las demás poten-
cias como sus adversarias (por emulación y religión) y emprender
una guerra contra ellas. Se hacía preciso redefinir las reglas por
las que marcar una jerarquía de las amenazas y, ante el peso de
Francia, no podían ser sino políticas, dolorosamente políticas.
Al igual que en otras situaciones y entidades políticas, la ca-
racterización de un enemigo constante, implacable y taimado tuvo
un claro efecto en la estabilidad política y social de la Monarquía.
La dicotomía entre los enemigos exteriores y los que amenazaban
desde dentro a la sociedad con la disolución permitió establecer
una situación sólo paradójica en apariencia de modernidad-anti-
modernidad, que era la que presidió el desarrollo de una política
interior sobre supuestos diferentes de la política exterior. El mo-
mento de consolidación, en cierto sentido no sería exagerado de-
cir de normalización, de esta dicotomía tan eficaz en términos de
reproducción del sistema político se debió de producir en las dé-
cadas de 1640-1660 coincidiendo con la reflexión sobre la razón
de Estado de pensadores como Diego de Saavedra Fajardo63. En-
tonces la Monarquía Hispánica y las sociedades que la sustenta-
ron fueron capaces de organizarse con notable éxito en relación
con los enemigos reales o ficticios que sostuvieron su existencia.
Se dio la curiosa conjunción entre una enemistad externa presidi-
da por la agresión del rey de Francia y la persistencia de la consi-
deración de la enemistad confesional como la principal amenaza
interna. La diversa coyuntura y la diferente manera en que se per-
cibieron estas enemistades a escala local construyó una tensión que
nutrió las relaciones entre sus componentes fundando una dialéc-
tica política que, por lo general, tendió a reforzar los lazos que los
unían; pero también sentó las bases y los límites del desarrollo po-
lítico en el dramático comienzo del siglo XVIII.

MURRO, «La Hora de todos y la geografía política de Quevedo», en Actas del X Con-
greso de la Asociación Internacional de Hispanistas, Barcelona, PPU, 1992, pp.
841–847.
62 Sobre este grabado v. Víctor MÍNGUEZ, «Héroes clásicos y reyes héroes en el

Antiguo Régimen», Manuel CHUST, Víctor MÍNGUEZ y Germán CARRERAS DAMAS (eds.),
La construcción del héroe en España y México (1789-1847), Valencia, Universitat de
València, 2003, pp. 51-70, p. 66.
63 Sin duda la expresión más acertada de esta reflexión que imponía una ra-

cionalidad sobre la Civilitas y no la Cristianitas fue su Locuras de Europa, Sala-


manca, Anaya, 1973.

52
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EL PROTESTANTE.
MARTIN LUTERO, EL LUTERANISMO
Y EL MUNDO GERMÁNICO
EN EL PENSAMIENTO E IMAGINARIO ESPAÑOLES
DE LA ÉPOCA MODERNA

PEER SCHMIDT*
Universidad de Erfurt

«… el dogma católico es el eje de nuestra cultura, y católicos


son nuestra filosofía, nuestro arte y todas las manifestaciones del
principio civilizador en suma, no han prevalecido las corrientes
erradas doctrinas, y ninguna herejía ha nacido en nuestra tierra,
aunque todas han pasado por ella… El genio español es eminen-
temente católico: La heterodoxia es entre nosotros accidente y rá-
faga pasajera… Desengañémonos: nada más impopular en Espa-
ña que la herejía y de todas las herejías: el protestantismo»1.

La Reforma y el cisma en la cristiandad provocado en el si-


glo XVI por el profesor alemán de teología y ex monje agustino Mar-
tin Lutero causaron un impacto tan grande que, hasta bien entra-
do el siglo XX, la imagen del protestante sirvió de espejo de alteridad
y –más aún– de enemigo en España, como lo subrayan las citas de
Marcelino Menéndez Pelayo. Y tal grado alcanzó el rechazo dura-
dero al mundo protestante, que en 1880 este autor santanderino
publicó su vasta obra sobre todas las españolas y españoles que a
lo largo de la historia se habían apartado –según este polígrafo–
del «buen» camino del pensamiento católico ortodoxo. Este elenco
de heterodoxos conoció varias ediciones en el siglo XX y hasta el día
de hoy, mostrando así la vigencia y el atractivo de su enfoque, así
como, también, la trascendencia del repudio que la cultura espa-
ñola sintió por las Iglesias evangélicas. Para caracterizar lo castizo
y para a afirmar la españolidad, según Menéndez Pelayo, era im-
portante no sólo la alteridad morisca o judía, sino en particular la
profunda oposición al mundo protestante2.

* Estando en pruebas este libro, nos llegó la triste noticia del fallecimiento del
profesor Peer Schmidt, acaecido el 26 de diciembre de 2009. Sirva la publicación
póstuma de su artículo como homenaje a su memoria y a su obra.
1 Marcelino MENÉNDEZ PELAYO, Historia de los heterodoxos españoles, aquí la

edición de Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1998, vol. I, Prólogo, de 1880,


pp. 45-48.
2 Si bien el autor en la segunda edición no deja de olvidar que había sabios

autores protestantes, su captatio benevolentiae se queda corta ante la magnitud de


autores romano-católicos citados.

53
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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Que el eco de la Reforma protestante iniciada por Martín Lu-


tero haya llegado hasta el siglo XX nos puede dar una idea del ni-
vel de la repercusión que tenía el cisma con Roma en el propio si-
glo XVI. La trascendencia de la Reforma provocada por este ex
monje alemán agustino fue tal que, en el mundo católico en gene-
ral y en el mundo hispánico en particular, Martín Lutero se convir-
tió rápidamente en el arquetipo del «protestante». Aunque también
se podría recordar, y de hecho fueron mencionados a menudo y en
numerosos textos, a otros reformadores como Wyclif, Hus, Calvi-
no y Zwinglio, era el profesor de Wittenberg quien representaba el
prototipo del teólogo protestante. Lutero y protestante: ambos tér-
minos se mezclaron. Con su rechazo de los concilios, Lutero puso
en cuestión la jerarquía católica existente. El dogma de la Iglesia
de Roma se vio desafiado con su teología de la justificación, con
la negación de las «buenas obras» y del mundo de los santos, así
como con la lectura personal de la Biblia en lengua vernácula, apos-
tando por una teología más individualizada e interiorizada. Ese
concepto evangélico de ecclesia chocaba con las formas comunita-
rias del mundo católico. Con toda su obra, este homo religiosus de
Wittenberg constituía aún en los albores del siglo XIX, en plena épo-
ca napoleónica, el modelo de reformador por excelencia, como se
expresaba bien en la frase del tradicionalista francés de Maistre:
«Luther paraît, Calvin le suit»3.
La obra de Menéndez Pelayo no era sino un eco de este senti-
miento. Pero, como veremos a continuación, esta interpretación de
una oposición contundente al protestantismo y luteranismo en Es-
paña no era sino la construcción de una imagen nacional y cultu-
ral, ya que el rechazo no fue la única reacción experimentada por
la sociedad hispánica durante la primera mitad del siglo XVI. Por
el contrario, el luteranismo y las corrientes evangélicas también
gozaron de cierta simpatía4.
3 Joseph DU MAISTRE, «Du Pape», en ÍDEM, Œuvres complètesm, 2. Lyon, Libr.

Générale Catholique et Classique, 2.ª ed., 1892, p. 529.


4 Aparte del trabajo clásico de Marcel Bataillon sobre las corrientes erasmis-

tas, alumbrados y protestantes en la España de la primera mitad del siglo XVI, Mar-
cel BATAILLON, Erasmo y España. Estudios de Historia Espiritual. Reimpresión Mé-
xico, Fondo de Cultura Económica, 1996, véase Jaime CONTRERAS, «The impact of
protestantism in Spain, 1520-1600», en Stephen HALICZER (ed.), Inquisition and So-
ciety in Early Modern Europe. London, Croom Helm, 1986, pp. 47-63. Veáse re-
cientemente los exhaustivos estudios del historiador belga Werner THOMAS, La re-
presión del protestantismo en España, 1517-1648. Lovaina, Leuven UP, 2001, y del
mismo autor, Los protestantes y la Inquisición de España en tiempos de Reforma y
Contrarreforma. Lovaina, Leuven UP, 2001. Una breve sintesis en Irene NEW, «Die
spanische Inquisition und die Lutheraner im 16. Jahrhundert», Archiv für Refor-
mationsgeschichte, 90 (1999), pp. 289-320.

54
053-76 EnemiEspa-2C 8/6/10 12:43 Página 55

P. SCHMIDT EL PROTESTANTE. MARTIN LUTERO, EL LUTERANISMO

La Reforma constituye uno de los procesos centrales en la for-


mación de la época moderna. Pero el alborear de esta época no
sólo asistió a la división entre las confesiones cristianas que arras-
traba, a su vez, a sus alianzas internacionales, sino también a un
mayor intercambio económico de escala global, así como a más
amplios movimientos migratorios protagonizados por lansquene-
tes y por refugiados religiosos. Además, debido al surgimiento de
un nuevo medio de comunicación, la imprenta, el intercambio de
ideas también se vio favorecido. Todos estos procesos y factores se
plasmaron en la creación de estereotipos sobre las religiones, que
se combinaron con la construcción de caracteres nacionales. Huel-
ga decir que como elemento especial de intercambio entre nacio-
nes en el caso de España y su naciente imperio y el Sacro Impe-
rio Germánico, ambos imperios se encontraron, por mor de la
contingencia histórica, bajo la égida de un mismo monarca: Car-
los V. En lo que se refiere a la longevidad de la percepción del pro-
testantismo combinado con el mundo germánico, hay que señalar
que todavía hoy los alemanes se asocian, para los españoles, con
estereotipos protestantes. A la pregunta sobre con qué países eu-
ropeos los alemanes comparten más rasgos en común, los espa-
ñoles nombran, además de los franceses, sobre todo a los pueblos
escandinavos y a Inglaterra, es decir: a naciones protestantes5.
Pero antes de escudriñar el imaginario de los españoles sobre
el mundo protestante, cabe hacer una observación adicional. Re-
sulta mucho más fácil rastrear la imagen del enemigo protestante
entre el público culto y semiculto (es decir, los que sabían leer y/o
recibir en parte informaciones escritas) que indagar en qué medi-
da la imagen de los reformadores llegó a la gente común, al espa-
ñol «corriente». Sabemos bien poco sobre la recepción de esa ima-
gen a través de diversos medios de comunicación, como el teatro,
las representaciones en entradas reales, y, por supuesto, los autos
de fe. Además, resta decir que el empleo de los canales de comu-
nicación y de la propaganda se intensifica en tiempos de crisis y
guerra. Con excepción de corsarios protestantes, desde la perspec-
tiva bélica, España no experimentó en su propio suelo peninsular
batallas con tropas extranjeras y no-católicas, como fue el caso de
Alemania en varias ocasiones, ni tampoco libró guerras de religión
como Francia. Aunque nos encontremos ante un discurso esen-
cialmente literario (culto o semiculto), es razonable suponer que,

5 Juan DÍEZ NICOLÁS, «La aportación de la sociología empírica: Imágenes en

las encuestas y su influencia», en Miguel Ángel VEGA CERNUDA/HENNING WEGNER


(eds.), España y Alemania. Percepciones mutuas de cinco siglos de historia. Madrid,
Editorial Complutense, 2002, pp. 243-259, esp. p. 256, gráfico 11.

55
053-76 EnemiEspa-2C 8/6/10 12:43 Página 56

LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

a través de las representaciones visuales y orales del hereje pro-


testante en la España Moderna, «algún» conocimiento sobre la doc-
trina protestante pudo llegar a la gente común por vía de actos pú-
blicos, sermones y amonestaciones eclesiásticas6. Además las
relaciones de sucesos del siglo XVI se referían de vez en cuando al
luteranismo, propagando así entre los españoles noticias sobre esta
forma del cristianismo7.
Con todo, huelga constatar que, aunque dispongamos de estu-
dios sobre luteranos y protestantes en España en la primera mitad
del siglo XVI, y más recientemente sobre los luteranos hasta 1648,
el enfoque de esta contribución se centra más bien en la construc-
ción de la imagen del protestante y de Martín Lutero. Hay que se-
ñalar que, con excepción de los primeros decenios del luteranismo
y protestantismo, apenas existen estudios hasta la fecha sobre el
imaginario español respecto del mundo protestante y del mundo
luterano y en particular a lo largo de la época moderna8. Mientras
que la historiografía germanohablante se ha ocupado de la imagen

6 En este sentido, THOMAS, La represión, p. 54, advierte que la Inquisición y las

autoridades eclesiáticas con sus constantes controles de libros de contenido lute-


rano no hicieron sino provocar el interés de la gente: «Como los edictos y acciones
inquisitoriales se dirigían en esta fase sobre todo en contra de la posesión lectura
de libros prohibidos, las clases más humildes se percataban perfectamente de que
algo estaba sucediendo. La información que les dio el propio Santo Oficio les cau-
só una codicia de saber más del conocimiento prohibido. Debido al alto grado de
analfabetismo, fue la comunicación oral la principal y casi única vía de acceso a
este conocimiento prohibido». Tambien lo supone para la época de Olivares John
ELLIOTT una escueta nota en The Count-Duke of Olivares, The statesman in an Age
of Decline, New Haven, Yale University Press, 1986, p. 61. Valdría la pena seguir las
discusiones en las Cortes y entre los procuradores, en el momento de deliberar los
subsidios a la monarquía en su política extranjera.
7 Juan Carlos IZQUIERDO VILLAVERDE, «El luteranismo en las relaciones de su-

cesos del siglo XVI», en María Cruz GARCÍA DE ENTERRÍA et al. (ed.), Las relaciones
de sucesos en España: 1500-1750: actas del primer Coloquio Internacional (Alcalá de
Henares, 8, 9 y 10 de junio de 1995), París, Publications de la Sorbonne/Alcalá de
Henares, Servivio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 1996, pp. 217-226.
8 Llama la atención, así, que el simposio hispano-alemán celebrado en Espa-

ña con motivo del 500 centenario del nacimiento de Martin Lutero en 1983 no con-
tiene ninguna aportación acerca de la percepción de Lutero en la Península Ibéri-
ca, cf. Dieter KONIECKI y Juan Manuel ALMARZA-MENICA (eds.), Martín Lutero,
1483-1983. Jornadas Hispano-Alemanas sobre la personalidad y la obra de Martin Lu-
tero en el V centenario de su nacimiento. Salamanca, Universidad Pontificia/Funda-
ción Friedrich Ebert, 1984. Como obras de autores españoles sobre Lutero cabe
señalar Ricardo GARCÍA VILLOSLADA, Martin Lutero, 2 vols. Madrid, La Editorial Ca-
tólica, 1973, así como Teofanes EGIDO (ed.), Martín Lutero, Obras, Salamanca, Sí-
gueme, 1977 (reimpresión en 2001), e ÍD., «Introducción a los factores epocales de
Lutero», en VV.AA., Actas del III Congreso Luterano-Católico sobre cuestiones de ecle-

56
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P. SCHMIDT EL PROTESTANTE. MARTIN LUTERO, EL LUTERANISMO

de España en el Reich y los territorios germanófonos9, la historio-


grafía española, por el contrario, ha mostrado escasa inclinación
a indagar el imaginario sobre Europa y los países europeos en la
España moderna10.
Las primeras reacciones españolas frente al mundo protestan-
te surgen de modo inmediato y desde el principio mismo de la Re-
forma, cuando Martín Lutero empezaba a elaborar y difundir su
teología. Desde un primer momento se detectó cierta simpatía en-
tre los españoles por el ímpetu reformador del monje agustino, cu-
yas obras llegaron a la Península Ibérica ya en 1519-20 tanto por
obra del impresor Froben de Basilea como a través de traduccio-
nes castellanas promovidas por los judíos de Amberes11. Pero a par-
tir del momento en que Lutero tuvo que comparecer ante Carlos V
en la dieta de Worms se produjo una bifurcación entre la actitud
oficial de la Corte y la jerarquía eclesiástica, por un lado, y una
parte considerable de la sociedad española, por el otro. Así, en el
séquito que acompañaba al emperador por tierras germánicas ha-
bía españoles que reaccionaron de inmediato de manera violenta.
Según el testimonio del delegado papal Aleander, los españoles pre-
sentes en Worms saludaron a Lutero y sus seguidores con el grito
de «al fuego, al fuego»12. De este evento crucial en Worms arriba-
ron noticias de manera prácticamente inmediata a la Península
Ibérica. Conocemos por lo menos dos relaciones que llegaron a Es-

siología y la teología de Martín Lutero, Salamanca, 23-30 de septiembre de 1983, pu-


blicado en Diálogo Ecuménico, XVIII (1983), pp. 261-288.
9 Este no es lugar para reflejar esta vasta bibliografía. Para citar tan sólo las

publicaciones más recientes en el campo de la historia y de la percepción: Peer


SCHMIDT, Spanische Universalmonarchie oder «teutsche Libertet». Stuttgart, Franz
Steiner Verlag, 2001 (traducción española en preparación por Fondo de Cultura
Económica, México bajo el título La monarquía universal española y América. La
imagen del imperio hispánico en la Guerra de los Treinta Años). Holger KÜRBIS, His-
pania descripta. Von der Reise zum Bericht. Deutschsprachige Reiseberichte des 16.
und 17. Jahrhunderts über Spanien. Ein Beitrag zur Struktur und Funktion der früh-
neuzeitlichen Reiseliteratur. Frankfurt a. M., Peter Lang, 2004. Elmar MITTLER y Ul-
rich MÜCKE (eds.), Die spanische Aufklärung in Deutschland. Katalog zur Ausstellung
in der Niedersächsischen Staats – und Universitätsbibliothek Göttingen. Göttingen,
Niedersächsische Staats – und Universitätsbibliothek, 2005.
10 Incluso los trabajos sobre la leyenda negra en Europa se concentran más en

la imagen de España en Europa que en la percepción que tenían los españoles de


los demás europeos.
11 José GOÑI GAZTAMBIDE, «Lutero visto por los españoles», Arbor, 114 (1983),

pp. 75-87, aquí p. 76; Augustin REDONDO, «Luther et l’Espagne de 1520 à 1536», Mé-
langes de la Casa de Velázquez, 1 (1965), pp. 111-165, aquí pp. 115-116.
12 Ludwig PFANDL, «Das spanische Lutherbild des 16. Jahrhunderts. Studien

und Vorarbeiten», Historisches Jahrbuch, 50 (1930), pp. 464-494.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

paña: la de un autor anónimo13, y la del futuro secretario Alfonso


de Valdés, quien escribió a Pedro Mártir de Anglería14. Al poco
tiempo, y bajo los auspicios de Adriano de Utrecht, la Inquisición
se preocupó por el control de la importación de obras impresas de
contenido luterano15. Por estas mismas fechas, Lutero iba convir-
tiéndose oficialmente en la amenaza religiosa, según recogía fray
Francisco de Osuna en su Ley de Amor (1530):
El hombre apóstata es varón inútil, anda con boca perversa,
hace del ojo, patea, habla con el dedo, con mal corazón piensa
males y todo el tempo siembra discordias. Estos siete males se
hallan juntos en Martin Lutero, capitán de los apóstatas16.

A ojos de los cronistas de la época de Carlos V –si bien algu-


nos textos no fueron publicados hasta los siglos XIX y XX, y sólo
circularon en forma manuscrita–, Lutero no tuvo una imagen más
favorable. Según el cronista Mexia, el profesor de Wittenberg era
un «maldito y poderoso hereje», y su doctrina se erigía en «la ma-
yor plaga y persecución, o una de las mayores, que la Iglesia ca-
tólica ha padecido después de Cristo padeció»17. Para otro histo-
riador y cronista contemporáneo, Prudencio de Sandoval, era
evidente que «Comenzó a sembrar la ponzoña más dañosa que ha
tenido el mundo Martín Lutero, fraile indigno de los Ermitaños de
San Agustín…»18.
Entre los autores que refutaron la doctrina de Lutero no sólo
había teólogos hispánicos como Jaime de Olesa, el dominico Ci-
priano Benet19, fray Francisco de Osuna o el franciscano Luis de
Maluenda, sino que también figuraba el jurisconsulto real Juan
Ginés de Sepúlveda, con su De fato et libero arbitrio (1526). A me-

13 «Relación de lo que pasó al Emperador en Bormes con Luthero en 1521»,

Copia publicada en la documentación de la Dieta Imperial, Deutsche Reichstagsak-


ten unter Kaiser Karl V, II, Gotha, Perthes, 1896, p. 632, no. 88. Cf. también, A. MO-
REL-FATIO, «Le premier témoignage espagnol sus les interrogatoires de Luther à la
diète de Worms en avril 1521», Bulletin Hispanique, 16 (1914), pp. 35-45.
14 Vid. PFANDL, «Das spanische Lutherbild«, pp. 479 y ss.
15 José MARTÍNEZ MILLÁN, La Inquisición española. Madrid, Alianza, 2007, p. 87;

José Ignacio TELLECHEA IDÍGORAS, «La reacción española ante el luteranismo (1520-
1559)», Arbor, 79, n.os 307-308 (1971), pp. 5-19.
16 Francisco DE OSUNA, Ley de Amor y quarta parte del Abecedario espiritual

[1530]. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1948, p. 680.


17 Pero MEXÍA, Historia del Emperador Carlos V, Madrid, Espasa-Calpe [1945],

pp. 100-1.
18 Prudencio DE SANDOVAL, Historia del Emperador Carlos V, Madrid, La Ilus-

tración, 1846-47, 9 vols. I, p. 318.


19 Melquiades ANDRÉS MARTÍN, «Adversarios españoles de Lutero en 1521», Re-

vista de Teología Española, 19 (1959), pp. 175-185, aquí pp. 182-184.

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diados del siglo XVI dos monjes dominicos, Cristobál de Mansilla


con su Invectiva contra el heresiarca Lutero (Burgos, 1552) y Domin-
go de Valtanás con la más antigua biografía en castellano de Lu-
tero, La vida del venenoso heresiarca Martín Lutero (Sevilla, 1555),
demuestran la persistente condena de la figura y teología del ex
fraile agustino20. En lo que se refería a los datos sobre la vida y
personalidad de Lutero, muchos autores españoles se basaron en
el retrato transmitido por el autor católico Cochlaeus, quien pintó
al reformador alemán con los tonos más siniestros que podía21. A
su vez, el gran escolástico Francisco de Vitoria aludió sólo de modo
breve a Lutero, pero siempre con un tono despectivo, en sus Re-
lectiones22.
Aunque la Inquisición se preocupó desde muy pronto por con-
trolar la importación de libros heterodoxos, vigilando las fronteras
españolas, la teología de Martin Lutero llegó a España, encontran-
do un ambiente favorable. Así, en 1534 y en 1539 un inglés encar-
celado por el Tribunal de Valladolid fue considerado adepto de la
«secta mala de Luterio» y respecto a este caso se habló de que «to-
dos los Ingleses soys luteranos»23. Pero muchas veces no estaba del
todo claro si se trataba de alumbrados, de erasmistas o estricta-
mente de adeptos de la teología de Lutero. Como ya hemos afir-
mado, el luteranismo se convirtió en un término genérico que de-
signaba toda una serie de expresiones religiosas que no siempre
concuerdan con la doctrina del reformador alemán strictu sensu,
sino que de manera más general se hacían eco de una religiosidad
discrepante con la dictada por Roma. Así, en Sevilla se sospechó de

20 GOÑI GAZTAMBIDE, «Lutero», pp. 76-78. Es llamativo que no nos fuese posible

localizar dichos textos en la Biblioteca Nacional de Madrid, lo cual arroja una luz
sobre su limitada circulación.
21 José GOÑI GAZTAMBIDE, «La imagen de Lutero en España: su evolución his-

tórica», Scripta Theologica, 15 (1983), pp. 469-528.


22 Francisco DE VITORIA, Vorlesungen I + II. (Relectiones) Völkerrecht – Politik –

Kirche. Ed. por Ulrich Horst, Heinz-Gerhard Justenhoven y Joachim Stüben. Stutt-
gart, Berlín, Colonia: Verlag W. Kohlhammer, 1995-97.
23 John E. LONGHURST, Luther and the Spanish Inquisition: the case of Diego de

Uceda, 1528-1529, Albuquerque, University of New Mexico, 1953; ÍD., «Los prime-
ros luteranos ingleses en España (1539). La inquisición en San Sebastián y Bilbao»,
Boletin de Estudios Históricos sobre San Sebastián, 1 (1967), pp. 13-32, aquí pp. 18
y 20, e ÍD., «Luther in Spain, 1520-1540», Proceedings of the American Philosophi-
cal Society, 103:1 (1959), pp. 66-93. Un eco de esa percepción en MENÉNDEZ PELA-
YO, Historia, p. 660: «El hacha fue Lutero, que vino a traer no la reforma, sino la
desolación; no la antigua disciplina, sino el cisma y la herejía: y que, lejos de corre-
gir ni reformar nada, autorizó con su ejemplo el romper los votos y el casamiento
de los clérigos y sancionó en una consulta, juntamente con Melanchton y Bucero,
la bigamia del landgrave de Hesse».

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la existencia de un círculo luterano, que luego se reveló más bien


como erasmista24. Con el rechazo de las buenas obras, su negación
de la importancia de los santos y de la confesión oral, muchos es-
pañoles vieron similitudes con la doctrina luterana en su afán por
encontrar formas de religiosidad vividas de manera más interiori-
zada. Un ejemplo de esta búsqueda religiosa lo constituye el hu-
manista Juan de Valdés, quien se interesaba por la teología de Mar-
tín Lutero, leyendo sus textos, y quien a la vez integraba ciertos
aspectos de ella en su Dialogo de Doctrina christiana25.
Aparte de ser, desde el punto de vista católico, una herejía re-
ligiosa, la doctrina de Lutero revestía otro aspecto fundamental.
También fue considerada como una doctrina disolvente en el terre-
no sociopolítico. Incluso con anterioridad al estallido de la guerra
campesina en Alemania (1525), en la propia España cundió el te-
mor de que la rebelión de las Comunidades pudiese estar instiga-
da por la doctrina luterana, aunque se trató más bien de una ame-
naza virtual que de un peligro real, ya que la influencia luterana
en esta contienda entre las ciudades castellanas y la Corona fue
nula26. Muy diferente fue la situación pocos años después en Ale-
mania. No faltaron voces que relacionaron de inmediato la rebe-
lión de los campesinos alemanes de 1525 con la doctrina del lute-
ranismo, ya que la población reclamaba la elección de los curas y
la reforma de una Iglesia moralmente corrupta. Pero a los adver-
sarios de Lutero no parecía importarles que el propio reformador
hubiese condenado de forma tajante el levantamiento rural que sa-
cudió a Alemania meridional.
A pesar del primer enfrentamiento entre Carlos V y su séquito
español con los luteranos, el emperador no actuó –pues no podía
actuar– contra la teología protestante por mor de las circunstancias
24 Klaus WAGNER, «Los maestros Gil de Fuentes y Alonso de Escobar y el círcu-

lo de ‘luteranos’ de Sevilla», Hispania Sacra, 28 (1975), pp. 239-247; Alvaro HUER-


GA TERUELO, «¿Luteranismo, erasmismo o alumbradismo sevillano?», Revista Es-
pañola de Teología, 44 (1984), pp. 465-514.
25 Carlos GILLY, «Juan de Valdés, traductor y adaptador de escritos de Lutero

en su ‘Dialogo de Doctrina christiana’», en Miscelánea de estudios hispánicos. Mon-


serrat, 1982, pp. 85-106 [versión alemana: «Juan de Valdés, Übersetzer und Bear-
beiter von Luthers Schriften in seinem Diálogo de doctrina, Archiv für Reforma-
tionsgeschichte, 74 (1983), pp. 257-306]. Daniel A. CREWS, «Juan de Valdés and the
Comunero Revolt: An Essay on Spanish Civic Humanism», The Sixteenth Century
Journal XXII, 2 (1991), pp. 233-252.
26 Melquiades ANDRÉS MARTÍN, «Lutero y la guerra de las Comunidades de Cas-

tilla», Norba, 4 (1983), pp. 317-323. Cf. el juicio sobre la escasa importancia del lu-
teranismo en el movimento comunero en Ludlof PELIZAEUS, Dynamik der Macht.
Städtischer Widerstand und Konfliktbewältigung im Reich Karls V, Münster, Aschen-
dorff, 2007, p. 281.

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políticas. Entretanto, comenzaron a autodesignarse como protes-


tantes todos los señores y ciudades imperiales del Reich que discre-
paban con las severas medidas adoptadas contra Lutero y su teolo-
gía, «protestando» (de ahí su nombre) en la dieta de Spira de 1529.
Hasta la Guerra de Esmalcalda en 1546-47 Carlos V no reaccionó
con plena energía contra la Liga protestante de Esmalcalda, for-
mada por el landgrave de Hesse Felipe el Magnánimo, así como
contra el elector de Sajonia Juan Federico. En esa campaña mili-
tar desarrollada en el Sur de Alemania, Turingia y Wittenberg, Car-
los llegó al sepulcro de Lutero, acompañado de varios españoles
que querían exhumar los restos del reformador para mayor des-
honra del mismo. En la batalla de Mühlberg Carlos V derrotó a los
nobles luteranos rebeldes, humillando al landgrave de Hesse y al
elector de Sajonia con el arresto. Eso simbolizó la victoria sobre
los señores rebeldes tanto en lo religioso como en lo político. A ojos
del cronista Santa Cruz:
De esta manera compuso el Emperador todas las cosas de
Alemania que estaban en la cumbre de la soberbia y de la pre-
sunción sin tener razón, obligando a todos los príncipes que es-
tuvieran por la determinación de la Iglesia27.

Todos estas revueltas sociales y políticas contribuyeron a crear


la imagen un protestantismo rebelde28. Y aunque el triunfo fue efí-
mero en el territorio del Reich, pues al poco tiempo tuvo lugar la
segunda «rebelión de los señores» instigada por Mauricio de Sa-
jonia junto con el rey galo, la propaganda imperial sabía explotar
la derrota protestante de Mühlberg29. Las representaciones gráfi-
cas y en estampas de la victoriosa batalla de Mühlberg, así como
de los señores vencidos y arrestados, figuraron entre los decorados
cortesanos más apreciados por los monarcas y cortesanos españo-
les del siglo XVI y XVII30. De acuerdo con Carl Justi, biógrafo de Ve-

27 Santa Cruz (1920), t. V, p. 43.


28 Otro de los motivos más reproducidos en escenarios públicos fue el arresto
de los nobles protestantes que lideraban la Liga de Esmalcalda (Felipe, landgrave
de Hesse y Juan Federico, elector destituido de Sajonia). Ambos fueron represen-
tados por dos doncellas presas y atadas «vestidas a la alemana», es decir, de Sajo-
nia y de Hesse. Así se simbolizó la victoria política del emperador en esa contien-
da. Cf. Juan Christóval CALVETE DE ESTRELLA, El felicíssimo viaje del muy alto y muy
poderoso Príncipe don Phelippe (ed. de Paloma CUENCA), Madrid, Sociedad Estatal
para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, p. 252.
29 El mismo motivo también aparecía en la villa de «Bins», CALVETE DE ES-

TRELLA, El felicíssimo viaje, p. 315.


30 Veáse el catálogo LOS AUSTRIAS. Grabados de la Biblioteca Nacional. Madrid

1993, esp. «Reinado de Carlos», ilustraciones serie 80 a 84. El número 80 muestra

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lázquez, aún bajo el reinado Felipe III se colgaron en las paredes


del Alcázar de Madrid el retrato de Felipe de Hesse y un cuadro
con la batalla de Mühlberg31.
De manera casi coetánea a esa campaña militar y a la lucha de
Carlos V contra el luteranismo tanto en Alemania como en Espa-
ña, tuvo lugar el viaje de presentación del príncipe de Asturias y
futuro rey Felipe II a través de una Alemania política y religiosa-
mente dividida. En Flandes, destino de aquel viaje, se erigieron ar-
cos de triunfo a Carlos V y a su hijo representando a Lutero como
hereje y enemigo32. Claro está que con ello no se mejoró el clima
existente entre los alemanes y el futuro rey de España. Ya con oca-
sión del enfrentamiento de Carlos V con Lutero, el legado papal
Aleander había constatado que gran parte de Alemania se había
adherido a la causa Lutheri, y estimaba que nueve de cada diez ale-
manes seguían su doctrina. De hecho, después de Worms una par-
te considerable de los señores del Reich, como los electores de Bran-
denburgo y Sajonia o el duque de Württemberg, apoyaron o,
cuando menos, se mostraron tolerantes con la teología disidente.
Para los españoles que formaban parte del séquito del prínci-
pe Felipe, el protestantismo y, en particular, el luteranismo revis-
tieron una tercera dimensión, además de su contenido religioso y
político. Los cronistas que relataron los sucesos de este viaje de
presentación por el Reich resaltaron también el protestantismo
como un rasgo cultural del ser germánico. Un miembro de la de-
legación española por tierras germánicas resumía así sus impre-
siones sobre los habitantes del Reich, mezclando los aspectos reli-
giosos, políticos y culturales, al yuxtaponer las costumbres tudescas
con su forma de vivir. En un relato de viaje redactado en 1551, Vi-
cente Álvarez describía del siguiente modo el mundo germánico:
No se dan nada por bien vestir ni calçar ni ajuar de casa, que
toda su gloria es comer y bever, y mientras los tura el vino no se
dan de alçar de mesa, que con solo pan a secas he visto muchas

un grabado de Lutero proveniente de Melchior Lorck de 1548, dos años después de


la muerte del reformador.
31 De creer al biógrafo de Velázquez, Carl Justi, el tema del arresto de los dos

señores rebeldes en la batalla de Mühlberg, así como la propia batalla, se convir-


tieron en los motivos más frecuentes de obras pictóricas hasta la época de Feli-
pe IV. Rubens pintó retratos de Felipe de Hesse y de Juan Federico para el Palacio
Real de Felipe IV, cf. Carl JUSTI, Diego Velazquez und sein Jahrhundert, Essen, Phai-
don-Verlag, 1997, p. 246.
32 CALVETE DE ESTRELLA, El felicíssimo viaje, pp. 256-258 (templos, junto con

Apóstata Juliano, Nerón, Tarquino Superbo, Emperador Valente, Arrio y Lutero,


p. 255).

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vezes sentarse y estar hablando y beviendo tres horas y más. Y


no parezca a nadie que me alargo mucho, que quatro testigos que
vieron en aquellas partes estar un día y aun parte de la noche
siempre a mesa, y a ratos comer y a ratos dormir y a ratos vailar
y siempre bever. Y por la desorden con que tan libremente usan
de todos los vicios huelgan más de sufrir toda la subjectión que
tengo dicho a los señores y superiores que gozar de la libertad
que tendrían siendo de un supremo bien governados, que ningún
peccado ay entr’ellos castigado con rigurosa execución sino ma-
tar y hurtar, porque es necessario para conservación de la repu-
blica. Y llega a tanto su desvergüença que algunos han dicho qu’es
buen señor el Turco, que dexa bivir a cada uno en la ley que quie-
re y pienso que si tomassen el parecer de todos los más, serían
de opinión de recebille por señor antes de bolver alö jugo de la
Sancta Madre Yglesia porque están ya tan derramados y vezados
a bivir sin ley, que ay entre ellos tan diversas opiniones, que los
más biven como gentiles, que no tienen de christianos más que
el nombre si no son los que tengo dicho desde Italia hasta Au-
gusta y algunos particulares que son pocos. Y al mejor d’ellos que-
marían en España porque ninguno dexa de tener alguna roña,
poco o mucho. Y antes de dar en esta mala secta, no devían de
ser muy cathólicos porque es gente bárbara. Y del pecado de la
gula aun creo que del de la luxuria no se haze más caso que si no
lo fuesse. Y no creáys más saber de su locura y desatino sino que
me han certificado que los judíos que fueron de Portugal huydos
a Ynglaterra que allá acogieron y dieron en que biviessen han con-
vertido a algunos de aquella provincia, donde todos los luthera-
nos, a su ley y que aguardan al Mexias33.

El hecho de que algunos publicistas luteranos y difusores de la


controvertida teología protestante declarasen su preferencia por el
régimen turco antes que el gobierno de un poder católico dio mo-
tivo, a su vez, a Vicente Álvarez para mostrar su condena del mun-
do germánico. De modo indisoluble, se mezclaban argumentos teo-
lógicos, sociales y culturales. Todo ello conformaba un conjunto de
estereotipos sobre la esencia germánica, en el que la religión ac-
túa como un espejo de las costumbres. Y no faltaba la advertencia
de que la barbarie impide la formación de una cultura verdadera-
mente cristiana. La imagen del otro siempre refleja el propio ser.
Y por ello Álvarez contraponía los españoles al mundo germánico:

33 Vicente ÁLVAREZ, «Relación del camino y buen viaje que hizo el príncipe de

España Don Phelipe Nuestro Señor, año del nascimiento de nuestro salvador y re-
demptor Jesuchristo de 1548 años, que passó de España en Italia y fue por Ale-
mania hasta Flandres donde su padre el emperador y rey don Carlos nuestro señor
estava en la villa de Bruselas. 1551». Transcripción y edición por José María DE
FRANCISCO OLMOS y Paloma CUENCA MUÑOZ, en CALVETE DE ESTRELLA, El felicíssimo
viaje, pp. 597-681, aquí pp. 669-70.

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¡O españoles!, alabá a Dios que os hizo tales y señores de tan


buena provincia, y os dio Rey que os tiene en tanta justicia, y os
defiende haziendo la guerra fuera de vuestra tierra. ¡Quán poco
sentiría el labrador en España el pecho que paga si supiese lo que
en otras partes pasa! Y las sisas y pechos y grandes derechos que
pagan sin ser señores de sus haziendas, ni osar comer un pollo,
aunque estén con la candela en la mano. Solo para offender a
Dios tienen libertad, que no puede ser mayor cautiverio. Buen si-
glo aya quien puso en España la Sancta Inquisición, y muchos
años viva quien la conserva y favorece con tanto cuydado, en to-
das las cosas del servicio de Dios y buena governación de todos
sus reynos y señoríos. Amén34.

De modo paralelo a este rechazo del protestantismo y con él


de la cultura alemana subsistieron en la propia Península Ibérica
algunos círculos luteranos, aunque muy contados. Respecto a la
presencia del protestantismo y del luteranismo en particular, la his-
toriografía es prácticamente unánime en señalar que los movi-
mientos evangélicos vivieron su momento de auge desde los años
treinta del siglo XVI. Netamente luteranos fueron los círculos que
se detectaron en Sevilla y Valladolid en 1559. En ambas ciudades
mercantiles, la Inquisición reaccionó de manera contundente con-
tra los seguidores de Lutero, celebrándose autos de fe aquel mis-
mo año. Son de destacar los antecedentes conversos de no pocos
de los condenados. Desde muy pronto, la historia de estos márti-
res luteranos despertó el interés de la historiografía protestante,
que renació en el siglo XIX35.
Estos procesos indudablemente marcaron un hito en la histo-
ria del luteranismo en España. Fue a partir de este momento que
Felipe II, retornado de Inglaterra y de los múltiples viajes que em-
prendió como príncipe, concentró la represión en los movimientos
alumbrados, erasmistas y protestantes de todo tipo. Ante la fuerte
oposición política a que se enfrentaba, el luteranismo no podía
prosperar. Pues al contrario que el calvinismo, que sabía sobrevivir
aun en condiciones políticamente difíciles, el luteranismo necesita-
ba de un marco político favorable para desarrollar su estructura
eclesiástica, condición que no encontró en España.

34 Ibídem, p. 671.
35 Ya en el siglo XIX se puede citar a Adolfo CASTRO Y ROSSI, La historia de los
protestantes españoles y de su persecución por Felipe II. Cádiz, Revista Medica, 1851.
(trad. alemana Sauerländer, Frankfurt, 1866). Ernst SCHÄFER, Beiträge zur Geschichte
des spanischen Protestantismus und der Inquisition im sechzehnten Jahrhundert. Gü-
tersloh, C. Bertelsmann, 1902, 3 vols. Una historia reciente, aunque de corte un tan-
to positivista, también en Jesús ALONSO BURGOS, El luteranismo en Castilla durante
el siglo XVI. Autos de fe de Valladolid de 21 de mayo y de 8 de octubre de 1559. San
Lorenzo de El Escorial, Swan, 1983.

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A partir de este momento se forjó de modo definitivo la ima-


gen de una España católica que desde el inicio de la Reforma ha-
bía estado en oposición al protestantismo. La imagen del enemigo
era la de un adversario remoto y apenas presente en la Península
Ibérica. Desde 1580 pocas veces hubo procesos contra «el luteranis-
mo», y las sospechas de simpatizar con él se dirigieron sobre todo
hacia comerciantes o impresores36. Como elemento central de la
construcción de una España siempre fiel a Roma, es de destacar
el antagonismo entre Ignacio de Loyola y Martín Lutero. El fun-
dador de la Societas Jesu fue interpretado, según Pedro de Riba-
deneira, como la respuesta española a la teología de Lutero. Otra
autoimagen hispánica consistió en la antítesis de Lutero y Hernán
Cortés, muy celebrada en la literatura. Se afirmó que ambos na-
cieron en el mismo año de 1485 (lo que es falso, ya que el refor-
mador alemán había nacido en 1483). Y mientras en 1521 Lutero
se aprestó a socavar el poder de la Iglesia de Roma, Hernán Cor-
tés se esforzaba en conquistar nuevas tierras y almas para el mun-
do católico37.
Tanto para España como para los reinos americanos de Casti-
lla es válida la afirmación de que el rechazo al protestantismo era
contundente e intensivo; sin embargo, llama la atención al mismo
tiempo la escasa presencia de protestantes en los reinos hispanos.
Poquísimos fueron los casos de reos protestantes que comparecie-
ron ante los tribunales de Inquisición, tanto en España como en
América. Tampoco había una inminente amenaza militar para la
península, si descontamos algunas operaciones corsarias en las cos-
tas. No obstante la ausencia de luteranos, la imagen del reforma-
dor en el discurso criollo de la Nueva España jugó un papel im-
portante como alter ego a lo largo de toda la época virreinal38. Por
citar un ejemplo de imagen del enemigo protestante en el virreina-
to del Perú, en la Iglesia jesuita de Cuzco se conserva un cuadro
barroco de San Ignacio enseñando sus «Ejercicios Espirituales» y
dando así una lección a católicos y herejes, entre ellos Lutero.

36 José Luis GONZÁLEZ NOVALIN, «Luteranismo e Inquisición en España (1519-

1561): bases para la periodización del tema en el siglo de la Reforma», Annuario


dell’Instituto Storico Italiano per l’Età Moderna e Contemporanea, XX (1986), pp.
X-V; Miguel JIMÉNEZ MONTESERÍN, «Los luteranos ante el tribunal de la Inquisición
de Cuenca, 1525-1600», en Joaquín PÉREZ VILLANUEVA (ed.), La inquisición españo-
la, Madrid, Siglo XXI, 1980, pp. 698-736.
37 W. A. REYNOLDS, «Martin Luther and Hernán Cortés: their confrontation in

Spanish Literature», Hispania, 42 (1959), pp. 66-69.


38 Alicia MAYER, Lutero en el paraiso. La Nueva España en el espejo del refor-

mador alemán. México, Fondo de Cultura Económica, 2008. Veáse también la bi-
bliografía en la nota 58.

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La constante presencia del protestantismo en los discursos so-


bre la identidad hispánica es todavía más llamativa cuando se con-
trasta con las escasísimas imágenes existentes, y la visualización
prácticamente nula del mundo «hereje». Tal vez los incendios y
destrucciones de iglesias durante los siglos XIX y XX fueron respon-
sables de que apenas se hayan conservado imágenes pictóricas
mostrando, por ejemplo, la carroza de una Iglesia triunfante. Pe-
ter Paul Rubens pintó este tipo de cuadros, en los que una Eccle-
sia triumphans machacaba en su marcha triunfal a los herejes, y
entre ellos nunca faltaban Lutero y Calvino. Tampoco se han con-
servado muchas estampas con el retrato de Lutero u otros refor-
madores. Mientras que en el Reich existía un sinfín de caricaturas
representando a los adversarios religiosos de manera muy grosera
–impresos que por su bajo coste circulaban entre un público muy
amplio–39, la imaginería hispánica apenas conocía este tipo de pro-
paganda y de imprentas. Aquí podemos apreciar que existía un ma-
yor control del mercado y circulación de impresos en los reinos
hispánicos, lo que, a su vez, condicionaba la conformación una es-
fera pública. Entre los poquisimos grabados de que disponemos
hasta hoy en las colecciones de estampas españoles se cuenta un
retrato de Lutero, obra de Lorck. Y no faltaba, como ya mencio-
namos, el triunfo de la Guerra de Esmalcada. Pero esta serie de
grabados mostrando las victorias de Carlos V sobre los protestan-
tes en Alemania, como por ejemplo la humillación del Duque elec-
tor de Sajonía y la del landgrave de Hesse, sólo se encuentra en un
número limitado de colecciones de bibliotecas españolas. Además,
estos grabados destacaban por su valor artístico (eran obra de He-
emskreck), lo que contribuía a restringir el público que tenía ac-
ceso a ellos. Por el contrario, brillaban por su ausencia en las co-
lecciones de estampas españolas ilustraciones de carácter vulgar y
grotesco que representasen a los vencidos, que tal vez habrían po-
dido tener una mayor difusión entre la gente «común».
Empero, a partir del reinado de Felipe II se instauró un control
aún mayor de la vida intelectual. Se sospechaba también, por ejem-
plo, de los seguidores de Erasmo. Felipe II prohibió a los españo-
les que cursasen estudios en universidades europeas. Frente a este
control ideológico no surgieron muchas voces en favor de una co-
existencia pacifica de las religiones cristianas. Es de destacar que
uno de los pocos momentos donde se menciona la tolerancia es en
el Quijote de Miguel de Cervantes. Hablando con Sancho, el moris-
co Ricote cuenta de sus viajes por Europa. Cervantes se sirve de este

39 Robert SCRIBNER, For the Sake of the Simple Folk. Popular Propaganda for the

German Reformation. Oxford, Clarendon Press 1994.

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último personaje «sospechoso» para expresar una opinión sobre


la tolerancia y la libertad de conciencia. Ricote también pasó por la
ciudad de Augsburgo (en latín: Augusta Vindelicorum), donde se ha-
bía celebrado un compromiso religioso para el Reich en 1555:
Pasé a Italia y llegué a Alemania, y allí me pareció que se po-
día vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en
muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la ma-
yor parte della se vive con la libertad de conciencia. Dejé toma-
da casa en un pueblo junto a Augusta40.

Lejos de abogar por alcanzar compromisos en el campo de la


religión, Francisco Suárez y Pedro de Ribadeneyra, por mencionar
tan sólo a dos autores destacados de la segunda mitad del siglo XVI,
preconizaron una actuación cambativa de los españoles frente al
mundo protestante. A través de la teología de la controversia los
españoles crearon a su vez una leyenda negra española sobre Eu-
ropa, por lo menos de la Europa protestante. Sus comentarios re-
portaron a Ribadeneyra y a otros autores españoles de la teología
de la controversia respuestas no menos polémicas por parte de los
escritores alemanes del siglo XVI y XVII, quienes desconfiaban de la
buena voluntad de los españoles41. En un último intento por pre-
servar la hegemonía española, Madrid intentó hacer frente a los
protestantes y a Francia en la Guerra de los Treinta Años. Con mo-
tivo de la guerra abierta contra Francia en 1635, el cortesano Gui-
llén de la Carrera expresaba una autopercepción de España a tra-
vés de su papel de luchadora contra los herejes:
Nadie ignora cuán gloriosamente ha empleado y emplea Vues-
tra Majestad sus tesoreos, la gangre y vidas de sus vasallos en de-
fensa y propagación de la fe y verdadera relgión católica y que la
Casa de Austria es la firme columna y principal propugnáczulo
de la Iglesia; y que si no fjuera por ella, con la ayuda del duque
de Baviera y su hermando el elector de Colonia y otros príncipes
ctólicos, no hubiera en Alemania un pequeño ángulo donde se ve-
nerara el nombre del Vicario de Cristo…42.

Mientras que en la Europa del siglo XVII se pudo llegar a una


situación de convivencia, y en algunos casos incluso a una tole-
rancia mutua, la coexistencia de varias religiones cristianas no se

40 Miguel DE CERVANTES, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ed. de

Luis Andrés Murillo. Madrid, Castalia, 1978, tomo I, p. 451. De manera general so-
bre Cervantes, cf. BATAILLON, Erasmo y España, pp. 777-801.
41 SCHMIDT, Spanische Universalmonarchie, passim.
42 Guillén DE LA CARRERA, Manifiesto de España y Francia, Biblioteca Nacional

(Madrid), Ms. 2366, f. 314.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

podía alcanzar en la España moderna. Tan sólo los extranjeros pu-


dieron contar con la tolerancia religiosa. Era el caso de los co-
merciantes y marineros de la ciudades de la Hansa y de Inglaterra,
a quienes la Corona española garantizó el ejercicio de su religión
alrededor de 1600, siempre que los extranjeros respetasen la con-
fesión católica. De esta tolerancia se aprovecharon igualmente los
holandeses a partir de 1609, y nuevamente a partir de la Paz de
Westfalia de 164843.
La historiografía reciente ha interpretado la política religiosa
de la época moderna a la luz del concepto de «confesionalización»,
término también empleado por los historiadores españoles. Según
los partidarios de este concepto, la confesionalización significaba
ante todo que las tres grandes religiones cristianas –catolicismo,
luteranismo y calvinismo– conformaron de modo paralelo tanto
sus dimensiones organizativas como sus postulados teológicos. Y
que, por lo tanto, no es sostenible la interpretación clásica según
la que primero tuvo lugar un avance de las Iglesias protestantes en
la formación de su dogma, y más tarde se registró una «Contrarre-
forma» por parte de la Iglesia de Roma reaccionando a estos avan-
ces. De hecho, Roma se lanzó a una reforma coetánea e inmediata
de sus estructuras y se afanó en la afirmación de su doctrina teo-
lógica, al igual que el luteranismo tardó un par de decenios en con-
formarse como Iglesia y teología. Otro aspecto no menos impor-
tante de la confesionalización radica en el objetivo de una
«racionalización» de la vida religiosa, en el sentido de conseguir
una fe más interiorizada44. También el catolicismo postridentino
participó de esta nueva tendencia a «racionalizar» algunos aspec-
tos de la vida religiosa, patente en un mayor disciplinamiento en
las expresiones de vivencia de la fe y una menor importancia de
las prácticas públicas y oficiales. Esta interpretación ha suscitado
bastante críticas, ya que en ella prevalece una visión de la religio-
sidad de la Iglesia Católica como una especie de Iglesia protestan-
te. En vez de tratarse de una mayor «racionalización», se puede
apreciar de forma indudable una mayor uniformización y control,
lo que no forzosamente debe desembocar en una religiosidad pu-
ramente interiorizada. La religiosidad hispánica de los siglos XVI

43 Antonio DOMÍNGUEZ ORTIZ, «El primer esbozo de tolerancia religiosa en la

España de los Austrias», en ÍDEM, Instituciones y sociedad en la España de los Aus-


trias. Barcelona, Ariel, 1985, pp. 184-191.
44 Heinz SCHILLING, «Die Konfessionalisierung von Kirche, Staat und Gesells-

chaft – Profil, Leistung, Defizite und Perspektiven eines geschichtswissenschaftli-


chen Paradigmas», en Heinz SCHILLING y Wolfgang REINHARD (eds.), Die katholische
Konfessionalisierung. Münster, Aschendorff, 1995, pp. 1-49.

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P. SCHMIDT EL PROTESTANTE. MARTIN LUTERO, EL LUTERANISMO

y XVII tuvo una fuerte impronta «barroca», es decir, se siguió prac-


ticando cierta ostentación al vivir la fe. Mas, ¿acaso los reforma-
dores borbónicos y jansenistas españoles del siglo XVIII no critica-
ron la religión practicada en la Península después de Trento,
precisamente, como una forma de expresión dominada por las
practicas públicas? No vamos a entrar aquí en esta discusión. Tan
sólo quisiera señalar que el término debería usarse con mucho más
cautela de lo que se ha hecho hasta la fecha en la bibliografía his-
pánica45. Más que hablar de «confesionalización», sería preferible
caracterizar la época que va de 1517 a 1648 como «una época de
configuración de confesiones».
En lo que se refiere a la política exterior, también se ha postu-
lado la existencia de una política internacional confesionalizada,
ya que las alianzas a nivel europeo estuvieron dominadas supues-
tamente por el peso determinante de la confesión religiosa. Aquí
también cabe formular un interrogante, sobre todo si recordamos
la difícil posición de la monarquía hispánica en la Italia católica y,
en particular, sus complicadas relaciones con el Papado. Respecto
a la política europea de la monarquía hispánica y de cara a Viena
y al Reich triconfesional, los españoles sin duda quisieron crear su
clientela. Por ejemplo, con la constitución de un «partido español»
en la Corte de Rofolfo II en Praga, en contra de los hermanos de
Bohemia y de los adeptos a otras Iglesias protestantes.
Pero es igualmente llamativo que Felipe II también tuvo que
reconocer las realidades políticas del Reich. A pesar de una pro-
paganda que presentaba a la monarquía hispánica como católica,
y de la autoimagen de España como baluarte del catolicismo, el
rey prudente se vio forzado a ganarse la buena voluntad de uno de
los mayores defensores del luteranismo en el Reich, como era el
elector de Sajonia. El rey español intentó mantener una buena re-
lación con la dinastía de Wettin de la que había surgido Federico
el Sabio, el protector de Lutero, y con el territorio de Sajonia, re-

45 Para una breve discusión crítica del concepto de confesionalización para Es-

paña, cf. Peer SCHMIDT, «Inquisitoren – Mystikerinnen – Aufklärer. Religion und Kul-
tur in Spanien zwischen Barock und Aufklärung», en Peter Claus HARTMANN (ed.),
Religion und Kultur im Europa des 17. und 18. Jahrhunderts. Frankfurt a. M. et al.,
Peter Lang, 2004, pp. 143-166. También los retratos religiosos de otros países eu-
ropeos, obra de historiadores germanófonos en ese volumen, cuestionan en mu-
chos casos la validez del concepto del concepto de confesionalización. Cf. también
Anton SCHINDLING, «Konfessionalisierung und Grenzen von Konfessionalisierbar-
keit», en Anton SCHINDLING y Walter ZIEGLER (eds.), Die Territorien des Reichs im
Zeitalter der Reformation und Konfessionalisierung. Land und Konfession 1500-1650.
Bd. 7: Bilanz–Forschungsperspektiven–Register, Münster, Aschendorff, 1997, pp. 9-44,
aquí pp. 12 y ss.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

gión natal de la Reforma. Según el propio Felipe II, el elector de


Sajonia «… hasta agora, aunque es protestante, se ha conocscido
en él estar bien inclinado a mis cosas»46. Además del contacto con
la dinastía sajona de Wettin, el rey prudente intentó mantener bue-
nas relaciones con el otro gran elector protestante del Reich, el de
Brandenburgo. Y entre los demás señores del bando protestante
cuyas amistades procuró el rey español, se contaron los señores de
Braunschweig y de Holstein, a quienes ofreció favores y regalos47.
A pesar de la existencia de un discurso hostil a los protestantes, y
de la propia imagen del enemigo protestante, el hecho de que los
políticos españoles quisiesen llegar a acuerdos con aquéllos tam-
bién nos muestra los límites del concepto de confesionalización a
nivel internacional. Así, en la Paz de Westfalia España llegó a un
compromiso con los «herejes» de Holanda, pero no con la monar-
quía católica de Francia. Todo apunta a que la imagen del protes-
tante conoció límites cuando tuvo que enfrentarse con la realidad
y el trato directo con el «enemigo». Inevitablemente se tuvo que
buscar y encontrar un modus vivendi con él. Resta aún por ver la
imagen del mundo germánico después de la ola protestante que
termina más o menos alrededor de 158048. En particular, la Guerra
de los Treinta Años, que constituye un claro vacío de la investiga-
ción, ya que habría que conocer el modo en que los diplomáticos
españoles que actuaban en el Reich, y por tanto sobre el terreno,
evaluaban los problemas político-confesionales del mismo.
Por el contrario, todo parece indicar respecto a la propia Pe-
nínsula Ibérica que la imagen negativa de Lutero, del luteranismo
y del mundo germánico mantuvo su vigencia a lo largo de la época
moderna. Los acontecimientos y la confrontación de los primeros
tres decenios de la existencia del protestantismo dejaron una im-
pronta muy profunda en la esfera pública, culta y semiculta, que no
pudo borrarse de la memoria, conciencia y autoimagen españolas.
A pesar de esta continuidad del imaginario a ojos de los refor-
madores borbónicos, la imagen del mundo protestante también fue
cambiando en un sentido favorable. Por encargo de Fernando VI,
entre 1750 y 1754 Bernardo Ward viajó por Europa para analizar
los progresos económicos de otros países. En su Proyecto econó-
mico de 1760 Ward hizo hincapié en los logros de las naciones de
confesión protestante. Al igual que, por ejemplo, los católicos en el

46 Felipe II, 29 de abril de 1573, citado en Friedrich EDELMAYER, Söldner und

Pensionäre: das Netzwerk Philipps II im Heiligen Römischen Reich, Viena, Verlag für
Geschichte und Politik, 2002, p. 218.
47 EDELMAYER, Söldner und Pensionäre, pp. 203-224.
48 THOMAS, La represión, esp. pp. 271-284.

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P. SCHMIDT EL PROTESTANTE. MARTIN LUTERO, EL LUTERANISMO

Reich, los reformadores ilustrados españoles hubieron de recono-


cer que Inglaterra, las Provincias Unidas o Prusia iban cobrando
un peso económico cada vez mayor49. En este contexto, la Corte
del rey prusiano Federico II atrajo el interés de los españoles de la
época, y muy en particular fue el ejército de esta potencia alema-
na lo que captó su atención50. La presencia de comerciantes de paí-
ses protestantes, como en Sevilla, no constituía ningún fenómeno
novedoso, pero el imperio español del siglo XVIII cobró conciencia
cada vez mayor de la existencia de esos circuitos comerciales nór-
dicos, con sus conexiones con los reinos americanos de la Corona
española. En este contexto se discutieron una serie de medidas des-
tinadas a agilizar las estructuras económicas, en detrimento de las
formas religiosas tradicionales. La reducción del número de días
festivos figuraba entre las propuestas de los «reformadores» del si-
glo XVIII para revitalizar la economía. Y no faltaba una ardua dis-
cusión sobre la limitación de los derechos de manos muertas en
posesión de corporaciones eclesiásticas51. La preocupación se di-
rigía ahora a lograr una religiosidad más «sobria» en España, pro-
ceso que los partidarios de la tesis de la confesionalización retro-
traen al siglo XVI.
En la medida en la que los reformadores siguieron discutien-
do el papel de la Iglesia en la sociedad española, subió el tono del
enfrentamiento entre los regalistas y el clero. Con todas las pro-
puestas de reestructuración eclesiástica los burócratas, imbuidos
de los principios de la Ilustración, abogaron por dar mayor im-
portancia al individuo en la vida económica52. Frente a esta «eco-

49 Bernardo WARD, Proyecto económico, en que se proponent varias providen-

cias, dirigidas á promover los intereses de España, con los medios y fondos necesa-
rios para su plantificación [1760], Madrid, 1784 [4.ª ed.]. Sobre el interés español
por Europa, vid. Horst PIETSCHMANN, «Das ‘Proyecto económico’ von Bernardo
Ward. Zur Auslandsorientierung der bourbonischen Reformpolitik, en: Siegfried
JÜTTNER (ed.), Spanien und Europa im Zeichen der Aufklärung. Frankfurt/Main, Lang
Publishers, pp. 211-227.
50 María ANGULO EGEA, «La recepción en España de la imagen de Federico II –

Prensa, biografías y teatro», en Hans-Joachim LOPE (ed.), Federico II de Prusia y los


Españoles. Actas del coloquio hispano-alemán organizado en la Biblioteca Ducal de
Wolfenbüttel (24 de septiembre – 26 de septiembre de 1999), Frankfurt, Peter Lang,
2000, pp. 1-27.
51 Peer SCHMIDT, Die Privatisierung des Besitzes der Toten Hand in Spanien. Die

Säkularisation unter König Karl IV in Andalusien (1798-1808), Stuttgart, Steiner Ver-


lag, 1990, esp. pp. 23-43.
52 Sobre esta «economización» del pensamiento en el siglo XVIII bajo Carlos III,

cf. Alexandra GITTERMANN, Die Ökonomisierung des politischen Denkens. Neapel und
Spanien im Zeichen der Reformbewegungen des 18. Jahrhunderts unter der Herrschaft

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

nomización» y a la acentuación del individualismo, los miembros


del clero se distinguieron por su oposición a un espíritu que cada
vez se difundía más en su época. En la búsqueda por los orígenes
de estas nuevas concepciones y de la Ilustración –cuyos logros no
fueron admirados por todos los españoles–, los críticos se remitie-
ron a la Reforma. Y para muchos opositores a este nuevo espíritu
y a la libertad individual que preconizaban los reformadores bor-
bónicos sólo había una raíz del mal: Lutero. Como principio de
esta tendencia a reforzar el papel del individuo y de la libertad, los
críticos apelaron a la tradición de la lectura individual de la Biblia,
así como a una religiosidad interiorizada que no se dejaría con-
trolar.
Así, en el siglo XVIII o «de las Luces», la imagen del «archiene-
migo» cambia de matiz: de fenómeno religioso se convierte en fe-
nómeno filosófico. Para los críticos antiprotestantes, la Ilustración
y parte del reformismo borbónico olían a ciertos aspectos de la Re-
forma. De esta forma, no sorprende que en varias ocasiones los re-
formadores borbónicos, que se ocuparon en particular de temas
eclesiásticos, se tuviesen que enfrentar a la acusación de seguir pre-
ceptos luteranos. Al asistente de Sevilla, Pablo de Olavide, se le acu-
só de ser luterano y francmasón53. Es de sobra conocida la suerte
de Olavide, quien fue encarcelado por la Inquisición como reac-
ción a su obra reformista en el Reino de Sevilla. Otro gran prota-
gonista del regalismo que se enfrentó a una fuerte reacción ecle-
siástica fue Pedro de Campomanes cuando compuso su Juicio
Imparcial, en el que trataba el tema de la relación entre el altar y
el trono. La reacción de muchos clérigos a este texto fue furibun-
da. Sus ideas fueron acusadas de ser afines a los reformadores: a
Lutero, pero también a Wyclif, Jan Hus o Calvino54. El francisca-
no fray Josef Fullana tachó a Jovellanos de ser francmasón por el
Informe sobre la Ley Agraria. Frente a la limitación de los derechos
de manos muertas, preconizada por el ilustrado asturiano, Fulla-
na destacó la evolución positiva de los señoríos eclesiásticos, ci-
tando los ejemplos de los pequeños estados-obispados alemanes de
Fritzlar, Salzburgo y Eichstätt55.

Karls III, Stuttgart, Franz Steiner Verlag, 2008, particularmente sobre las resisten-
cia a esta «nueva política» a partir del motín de Esquilache, pp. 235-259.
53 Javier HERRERO, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid,

Alianza, 1988, p. 64.


54 Laura RODRÍGUEZ DÍAZ, Reforma e Ilustración en la España del siglo XVIII. Pe-

dro Rodríguez de Campomanes, Madrid, Fundación Universitaria Española, Semi-


nario Cisneros, 1975, pp. 102-103.
55 Fray Josef FULLANA, Dictamen [sobre la Ley Agraria], 7 de marzo de 1797,

Archivo Histórico Nacional, Madrid, Estado 3215, s.f.

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P. SCHMIDT EL PROTESTANTE. MARTIN LUTERO, EL LUTERANISMO

Una vez más, la alteridad española también se reflejaba en el


icono del reformador alemán. Entre las reacciones registradas en
el seno del clero no sólo figuraron las actividades de predicadores
como fray Diego de Cádiz56. Entre los escépticos a la idea de liber-
tad se contaba el autor eclesiástico Fernando de Zevallos con su
Falsa Filosofía –la perniciosa corriente de ideas en su época–, que
según él no sólo se remontaba a Espinoza o Bayle, sino que se re-
trotraía de modo directo a Martín Lutero y la Reforma57. Para de-
mostrar los peligros a los que llevaría una libertad no católica, sino
puramente filosófica, también citaba las rebeliones de los señores
protestantes alemanes del siglo XVI. Fernando Zeballos, y otros mu-
chos autores a lo largo del último tercio del siglo XVIII, se remitie-
ron a la guerra de los campesinos alemanes de 1525, instigada su-
puestamente por Lutero, así como a la Guerra de Esmalcalda, para
advertir de los peligros de la disolvente doctrina protestante: «le-
vantó la bandera Lutero contra la Iglesia de Jesucristo, y una infi-
nidad de libertinos, de filósofos y de impíos vieron la ocasión de
declararse»58.
La reacción frente a la Ilustración, no sólo en España sino en
toda la Europa católica, se nutrió de esta interpretación nociva de
la Reforma y de la doctrina de Lutero con anterioridad a la Revo-
lución Francesa. En el mismo sentido, ya en la fase de la guerra
antinapoleónica, otro autor como el franciscano Rafael de Vélez
en su Preservativo contra la irreligión evocaba junto con Wyclif y
Hus las figuras de los reformadores Calvino y Lutero. Vélez, quien
a su vez citaba a Zeballos, evocaba en 1812 las consecuencias ne-
gativas de la Reforma y las guerras de los señores contra Carlos V,
con lo que también daba una imagen negativa del mundo germá-
nico:
Alemania toda se pone en combustión: sus electores unos se
declararon por la nueva doctrina, otros firmes en la fé que habían
recibido de sus padres, se ven en precision de armarse, para re-
peler con la fuerza la violencia que se les hacia… La Holanda, la
Dinamarca, la Polonia fueron envueltas por el torrente que deso-
laba Alemania: hasta la Suecia que parecia por su localidad ser

56 Charles C. NOEL, «The Clerical Confrontation with the Enlightenment in

Spain», European Studies Review, V (1975), pp. 103-122.


57 Fernando DE ZEBALLOS, La falsa filsosofía, o el ateísmo, deísmo, materialismo

y demás nuevas sectas convencidas de crimen de Estado contra los soberanos y sus
regalías, contra los magistrados y potestades legítimas. Madrid, 1773-76. Vgl. Javier
HERRERO, Los orígenes del pensamiento reaccionario español. Madrid, Alianza, 1988,
pp. 91-104.
58 ZEBALLOS, La falsa filsosofía, I, p. 103.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

excéntrica al torbellino se vió también envuelta é imperiosamen-


te arrastrada59.

Todos los miembros del clero español compartían esta visión,


ya que apenas había, al contrario que en Francia, clérigos que hu-
biesen abandonado el orden religioso. Como en los inicios de la
propia Reforma, aquella impronta de consecuencias negativas no
se borró en España. Por cierto, como paralelismo cabe señalar que
la imagen cambiante del protestante como amenaza filosófica y del
orden político y social se proyectó a los territorios americanos de
la monarquía hispánica, y, a saber, a la Nueva España de finales
de la época colonial y de los tiempos de la independencia60.
En cierta manera, el impacto del rechazo al mundo protestan-
te se detecta aún en las discusiones acerca de las libertades indi-
viduales en la España del siglo XIX. No parece exagerado postular
que se podría escribir una historia de la idea de libertad tomando
como espejo la imagen de Lutero y del protestante en España. A
comienzos de la época contemporánea, el principio de la libertad
individual se reflejó en muchos países europeos en el reconoci-
miento de la libertad de cultos. Pero los liberales españoles del si-
glo XIX todavía fueron reticentes a conceder la plena libertad de
cultos y de religión como faceta de los derechos individuales, pri-
vilegiando claramente a la religión católica como religión oficial
del Estado. Aunque falta todavía un estudio pertinente sobre el si-
glo XIX, sí podemos constatar que la imagen negativa del protes-
tante se fue superando de forma muy tímida. Poco a poco, el princi-
pio de la tolerancia fue ganando terreno, como se expresó en 1876,
cuando el Estado español reconoció constitucionalmente, aunque
de forma algo tentativa, este derecho61. No deja de ser notorio que

59 Rafael DE VÉLEZ, Preservativo contra la irreligion ó los planes de la filosofía

contra la religion y el estado. Cádiz 1812, p. 24.


60 Peer SCHMIDT, «‘Der Rabe aus Deutschland’. Luther, Mexiko und die Entste-

hung ‘Lateinamerikas’ (c. 1808-c. 1860)», en Hans MEDICK y Peer SCHMIDT (eds.),
Luther zwischen den Kulturen. Zeitgenossenschaft – Weltwirkung. Göttingen, Van-
denhoeck und Ruprecht, 2004, pp. 141-163. ÍDEM, «Against ‘False Philosophy’: Bour-
bon Reforms and Counter-Enlightenment in New Spain under Charles III (1759-
1788)», en Renate PIEPER y Peer SCHMIDT (eds.), Latin America and the Atlantic
World – El mundo atlántico y América Latina (1500-1850). Essays in honor of Horst
Pietschmann, Viena/Colonia, Böhlau, 2005, pp. 137-156; ÍD., «Una vieja élite en un
nuevo marco político: El clero mexicano y el inicio del conservadurismo en la épo-
ca de las Revoluciones Atlánticas (1808-1821)», en Sandra KUNTZ FICKER y Horst
PIETSCHMANN (eds.), México y la economía atlántica (siglos XVIII-XX). México, El Co-
legio de México, 2006, pp. 67-105.
61 Ana BARRERO, «La libertad religiosa en la historia constitucional española»,

Revista Española de Derecho Constitucional, 61 (2001), pp. 131-185; Juan María LA-

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P. SCHMIDT EL PROTESTANTE. MARTIN LUTERO, EL LUTERANISMO

los sectores que abogaban por una mayor libertad religiosa fuesen
vinculados no sólo a los liberales, sino en particular un grupo que
simpatizaba con una filosofía de origen germánico: el krausismo.
A pesar del combate por una mayor tolerancia religiosa, el artícu-
lo 11 de la Constitución de 1876 estipulaba la tolerancia de otros
cultos (siempre que permanecieran en el ámbito privado), y tam-
bién reconocía la confesionalidad del Estado. A los intelectuales
que abogaron por una mayor apertura religiosa se les tildó inme-
diatamente de «anticlericales». Contra esta tendencia liberalizado-
ra se pronunció Marcelino Menéndez Pelayo a fines del siglo XIX
y comienzos del siglo XX, como ya hemos visto.

BOA, «La libertad religiosa en la historia constitucional española», Revista de Estu-


dios Políticos, 30 (1982), pp. 157-173; Manuel SUÁREZ CORTINA, «Intelectuales, Reli-
gión y política en el krausoinstitucionalismo español», en Carolyn P. BOYD (ed.), Re-
ligión y política en la España contemporánea, Madrid, CEPC, 2007, pp. 107-137.

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EL JUDÍO EN ESPAÑA:
LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESTEREOTIPO

JAIME CONTRERAS CONTRERAS


Universidad de Alcalá

¿Qué son los judíos? Cuando en múltiples circunstancias se


plantea el viejo y gastado asunto del antijudaísmo, esta pregunta,
tan reiterativa como disimétrica, siempre está presente en discur-
sos y en debates. Sea cual sea la respuesta, se adivinan en ella dos
elementos complejos y difíciles de ser razonados: uno el de la iden-
tidad, el otro el de la alteridad. Ambos dos hacen referencia a los
complejos sistemas de representación que conducen a «inventar-
se» el otro desde la construcción imaginaria del yo o del nosotros.
Porque, en efecto, todo sistema cultural, construido sobre el ima-
ginario, requiere necesariamente la referencia de una alteridad. Y
es precisamente por la referencia de dicha alteridad por lo que ese
sistema se reconstruye. Los procesos de reconocimientos identita-
rios se reafirman en la oposición entre el yo y el otro. El imagina-
rio está engarzado en los registros de lo simbólico y con éste cons-
truye la identidad; y ésta, por definición, es excluyente. ¿Por qué
tenemos miedo al extranjero? Se pregunta la escritora marroquí
Fátema Mernisi: «Porque tenemos miedo a que nos agreda».

1. De los componentes principales de la identidad judía


Está bien recordar, como constante histórica, que dos o más
identidades, que se reconocen entre sí con gran densidad de es-
tructuras simbólicas, expresan profundas hostilidades. Hay una
historia de Europa, desventurada e inevitable, que demuestra cómo
en momentos de crisis cuando alguien expresa su deseo de refor-
mar la sociedad con métodos autoritarios, la exclusividad identi-
taria de la mayoría, se torna extremadamente violenta con las mi-
norías. La minoría judía, igual que otras identidades semejantes,
ha sido sometida mediante métodos coercitivos y siempre en fun-
ción de contenidos imaginarios y simbólicos, contenidos que, en
las sucesivas coyunturas han construido las estructuras sociales y
políticas mayoritarias. Pueden ponerse nombre a tales estructuras:

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

órdenes, estamentos, iglesias, monarquías, imperios, naciones o es-


tados.
¿Qué son, pues los judíos? La respuesta, que tradicionalmente
han dado las identidades mayoritarias a esta pregunta ha sido siem-
pre abstracta y siempre, también, ahistórica. Porque, en efecto la
clave de la identidad judía, si es que alguna vez la hubo, no pue-
de ser comprendida como sustancia en si misma, sino como pro-
ducto de una experiencia en el tiempo1. Si se hace referencia a los
momentos en los que en Europa dominaban las sociedades confe-
sionales, entonces los judíos fueron entendidos como una unidad
abstracta y sin historia. Así los percibió la identidad cristiana; y re-
sulta interesante indicar que así también han sido percibidos en
momentos posteriores con regímenes liberales o autoritarios. Para
el espacio cristiano, católico, reformado u ortodoxo, los elementos
principales de la identidad judía fueron: la raza, la comunidad re-
ligiosa y la entidad de pueblo. Obvio es que ni ahora, ni en el pa-
sado los judíos son ni fueron una raza en el sentido biológico del
término; ni tampoco han sido nunca una comunidad religiosa, en-
tendiendo que el concepto de judío puede incluir a personas de di-
ferentes creencias religiosas o a quienes no tienen ninguna. Y en
cuanto a la idea de pueblo, resulta ser ésta una percepción, que
dentro de la propia tradición judía, tiene diferentes acepciones se-
gún escuelas y doctrinas.
Empecemos con un juicio elemental: los judíos son o constitu-
yen una comunidad que ha compartido una particular experiencia
histórica. Tal experiencia se ha ido construyendo por principios in-
herentes a dicha comunidad y también por los efectos indirectos
que han procedido del exterior.
Para la doctrina codificada por el «universalismo» judío, no tan-
to por los actuales particularismos laicos, esta comunidad fue es-
cogida por Dios para comunicar su mensaje a toda la humanidad.
Se dice que tal mensaje fue anunciado por un único y sólo Dios,
en lo que se ha dado en llamar la singularidad premonoteísta, a
una personalidad singular Abraham, concebido como el origen pri-
mero de una descendencia genealógica. El mensaje es descrito con
precisión en el Génesis (17, 6-9). En este mensaje Dios propone
una alianza con el Patriarca y su descendencia, por ella el líder re-
conocerá a Yaveh como su único Dios y renunciará al politeísmo
imperante. A cambio de esta fidelidad, el Dios único le ofrece todo
el país de Canaan para él y su descendencia. Clara manifestación
de una excluyente identidad filogenética. Para reforzar la identi-
dad de este discurso imaginario Yaveh y Abraham acuerdan esta-

1 Nicholas DE LANGE, Judaísmo, Ed. Riopiedras, Barcelona, 1996, p. 1.

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J. CONTRERAS CONTRERAS EL JUDÍO EN ESPAÑA: LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESTEREOTIPO

blecer entre los dos un símbolo visible y testigo de tal alianza: la


circuncisión. Conviene precisar, sin embargo, que tal vinculación
no es estrictamente genética y puede, en ocasiones muy determi-
nadas, hacerse extensiva también «al extranjero que mora contigo
y desea celebrar la Pascua del Señor»2; eso sí, en tal caso éste de-
berá ser también circuncidado.
Pero esta alianza primera, con ser elemento principal en la
construcción del imaginario judío, no fue con todo determinante;
faltaba el paso decisivo que vinculó, sustancialmente, en la comu-
nidad judía, la religión y la justicia. Ese paso tuvo lugar en el en-
cuentro del Sinaí cuando Moisés recibió la Ley, y él «monoteísmo»
convirtió la justicia en un asunto de Dios, es decir la teologizó y la
elevó al rango de verdad religiosa3. En esto consistió principal-
mente la distinción mosaica.
Lo que Dios reveló en el Sinaí fue la Ley, que habría de regular
la justicia entre los hombres, que debería fijar el gobierno de los
mismos y administraría además las cosas. Tal es el contenido y na-
turaleza de la Torah. La justicia de Dios es la suprema verdad de
fe y el principal mandato de esta justicia es la imposición del mo-
noteísmo y, por ello, la exclusión violenta y radical de la iconolo-
gía politeísta. Los dioses fueron, desde entonces, declarados ído-
los y el panteón de los mismos fue un espacio proscrito. El odio
religioso comenzó a hacerse preciso y firme y las religiones, desde
tal perspectiva, comenzaron a definirse como verdaderas y falsas.
Apareció un Dios que era Uno y además todo y separado también
del mundo; frente a este Dios la estructura anterior de divinidades
que había conseguido hacer partícipes a los espacios celestes del
mundo y de los hombres, quedó marginada4. Yaveh no aceptaba
competencia alguna. La Torah es pues la Ley; y Moisés la entregó
después a Josué y a los ancianos, quienes, no sólo la guardaron
sino que también la interpretaron.
Una Ley que es el principio de una creencia religiosa, por fuer-
za debe ser «desarrollada», puesto que de ella se ha de derivar una
ética, una moral y una determinada sociología. Fueron los escri-
bas y los herederos de Esdras quienes paulatinamente codificaron
los preceptos contenidos en la Torah. Este complejo espacio legal
codificado está contenido en el Talmud y constituye la gran aven-
tura preceptista que la estructura de los rabinos ha ido determi-
nando en el judaísmo. Fue la victoria de los doctores la que deter-

2Exodo, 12, 47, 49.


3LANGE, op. cit., p. 61.
4 Jang ASSMANN, La distinción mosaica o el precio del monoteísmo, Ed. Akal,

Madrid, 2006, p. 78.

79
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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

minó que la Torah como doctrina revelada, quedase «atrapada» en


la normativa social, doctrinal y ética que imponía el Talmud. De-
cían los rabinos: «Esta es la voluntad de Dios: la Torah es agua, la
Misná es vino»5.
Las consecuencias principales de tal codificación normativa, ya
expresada en la época del Talmud de Babilonia, fueron dos: 1) La
necesidad obligada para todo judío de practicar los rituales tal-
múdicos independientemente de la situación social y política de la
comunidad. 2) La voluntad decidida de que la dicha comunidad
judía habría de ser reconocida en su propia identidad y, por lo mis-
mo, entendida como comunidad política propia.
Son dos consecuencias difíciles de conseguir, porque expresan
una exigencia de singularidad y de diferenciación que, sólo median-
te el otorgamiento, por parte de los poderes políticos mayoritarios
de cartas de privilegio, podían ser obtenidas. La historia de la co-
munidad judía, durante todo el largo período de sus diásporas, se
ha caracterizado principalmente por la obtención de estatutos de
entidad religiosa y política privilegiados. Lo que en coyunturas his-
tóricas determinadas provocaba hostilidades evidentes.
Debe añadirse a estas características singulares la particular sa-
cralización que, de la tierra prometida, determinó el Rabinato. La
tradición judía, mantenida por los sabios escribas, supuso una es-
pecial vinculación entre tierra y comunidad; una vinculación ex-
cluyente y confesional. En tal tradición judía Yaveh, la Torah y el
suelo de Israel son tres entidades entretejidas en las que «… ningu-
no de los tres elementos puede eliminarse sin dañar al conjunto»6.
Durante muchos siglos la diáspora fue entendida como exilio,
es decir como tiempo y espacio de un pueblo desterrado por una
culpa primera. El retorno a la tierra prometida actuó siempre, en
la tradición de los doctores, como esperanza escatológica, al tiem-
po que subrayaba la transitoriedad temporal en espacios políticos
ajenos: «No cultives el suelo extranjero, pronto cultivarán el tuyo;
no te ligues a ninguna tierra, ya que serías infiel al recuerdo de tu
patria; no te sometas a ningún rey pues no tienes más soberano
que el del país santo, Jehová»7.

5 Bernard LAZARRE, L’antesimitisme, son histoire et ses causes, Paris, 1984, p. 6.


6 LANGE, op. cit., p. 168.
7 LAZARRE, op. cit., p. 33.

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J. CONTRERAS CONTRERAS EL JUDÍO EN ESPAÑA: LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESTEREOTIPO

2. La construcción histórica del estereotipo judío


Tales son los componentes esenciales de la tradición judía más
ortodoxa y constituyen también el entramado conceptual sobre el
que se apoya, estereotipándola, la argumentación antijudía más
tradicional. Existe pues una ideología hostil que ha de ser enten-
dida como «un sistema de representaciones» que individuos y gru-
pos sociales mayoritarios establecen cuando contactan, desde su
realidad social, con la alteridad del espacio judío. Ese sistema de
representaciones interpreta imaginariamente la realidad de ese
otro judío y lo suele hacer con argumentaciones en las que lo ima-
ginario y lo simbólico interactúan entre si. Naturalmente interpre-
tar imaginariamente una realidad supone optar por una precisa de-
terminación para actuar, según las coyunturas, en consonancia con
lo interpretado8.
En los espacios culturales que nos son propios, la ideología an-
tijudía se ha venido elaborando sobre una tradición de identidad
cristiana; desde tal identidad se han organizado las relaciones, clá-
sicas en nuestra historia entre cristianos y judíos. Relaciones que,
tras los procesos posteriores de secularización, han ido sustitu-
yendo estos actores por otros de entidad más laica pero no menos
antagónica.
Cristianos y judíos pertenecen a culturas que participan de un
mismo tronco monoteísta y que, incluso, comparten una misma
raíz en su origen. Para los cristianos la Biblia judía ha sido en-
tendida como fuente precristiana y, de hecho, el judaísmo ha sido
visto como un «precristianismo». Esto ha significado que los cris-
tianos, como ocurre en el mundo islámico, se consideran protago-
nistas de una religión nacida en un tiempo preciso y por lo tanto,
de un tiempo divinizado por la voluntad de Dios. De este modo el
cristianismo, como cultura dominante, durante los últimos casi dos
mil años entendió su vinculación con el judaísmo conforme a una
doble concepción antitética. La primera concepción supone que el
judaísmo, como tradición precristiana, no tiene otro sentido his-
tórico sino el que el permite definir su desarrollo futuro en el seno
del cristianismo. De esta concepción surge la persistente tenden-
cia cristiana que ve al judío como un necesario convertido.
En la historia de España esta visión fue dominante y se institu-
cionalizó hasta el punto que la figura del converso fue un protago-
nista singular en el sistema cultural de nuestra historia moderna.

8 José María MONSALVO ANTÓN, Teoría y evolución de un conflicto social. El an-

tisemitismo en la Corona de Castilla, Ed. Siglo XXI, Madrid, 1985, p, 107 y ss.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

La segunda concepción, mucho más minoritaria históricamente,


comprende al judaísmo como una tradición religiosa necesaria en
el proceso de gestación del cristianismo. En tal sentido, para mu-
chos cristianos el judaísmo es «el hermano mayor en la fe», según
la visión institucional de la Iglesia católica hoy día. Esta visión no
tiene reparos en afirmar, que la tradición judía es consustancial a
la tradición cristiana, porque el hecho de que la Iglesia sea hija de
la sinagoga reafirma el principio de entidad cristiana.
Estas concepciones han definido con su característica propia,
la ideología antijudía que el cristianismo, ofrece como sistema de
representación sobre esa realidad. La deformación de estas con-
cepciones vienen definidas por la diferencia entre el nivel de la rea-
lidad en sí y la conciencia que los sujetos públicos tienen sobre esa
misma realidad. A esta deformación es a lo que llamamos estere-
otipo, es decir, una deformación que describe rasgos simplificados
del objeto de referencia, o que pretende asimilar o confundir lo
que es una parte con el todo o viceversa. La argumentación del
cristianismo en relación con la tradición judía fue por lo general
un marcado estereotipo que deformó, por lo general, los valores
del otro judío9. Caro Baroja describió con precisión que en este
punto del estereotipo la «… leyenda y la realidad histórica se her-
manan, y el arquetipo se repite una y otra vez en sociedades dis-
tintas»10.
Históricamente este estereotipo se fue consolidando a lo largo
de varios siglos y cristalizó en la Baja Edad Media. Se puede afir-
mar que la codificación de los estereotipos estaba ya plenamente
configurada. Los principales estereotipos fueron de naturaleza re-
ligiosa; el más determinante de ellos hace referencia a la condición
deicida de la comunidad judía, lo que conlleva, para el cristiano,
que los judíos no quieren reconocer esta fe ni tampoco la misión
salvífica de ella. De este primer estereotipo se siguen las acusacio-
nes sobre reiteradas profanaciones de la eucaristía y los no menos
dramáticos testimonios sobre crímenes rituales que los judíos co-
menten en las fiestas cristianas más importantes.
Se trata de acusaciones estereotipadas que se extendieron por
toda Europa, en evolución paralela a la configuración institucio-
nal de la bruja demoníaca a la que también se le acusaba de par-
ticipar en la sinagoga de Satán. La fuerza de estos discursos, con
sus dramatismos simbólicos, provocó situaciones de violencia ex-
trema por la reiteración de supuestos crímenes de niños perpetra-

09MONSALVO, op. cit., p. 117.


10Julio CARO BAROJA, Los judíos en la España Moderna y Contemporánea, Ed.
Istmo, Madrid, 1978, vol. I, p. 121.

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J. CONTRERAS CONTRERAS EL JUDÍO EN ESPAÑA: LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESTEREOTIPO

dos por judíos en el día de Viernes Santo. El famoso suceso del


Santo Niño de la Guardia, crimen ritual «ocurrido» en la década
de 1480, es el arquetipo de esta ritualidad que conllevó, entre otras
cosas, la estabilización definitiva del Santo Oficio en los Reinos
hispánicos. Previamente la ley II de la Partida VII del Rey Sabio
ya establecía un conjunto de penas muy precisas para este tipo de
criminalidad: «… hemos oido decir que en algunos lugares los ju-
díos ficeron et facen el dia Viernes Santo remembranza de la pa-
sión de nuestro Señor Jesucristo en manera de escarnio furtando
niños e poniendolos en la cruz e faciendo imágenes de cera e cru-
cificándolos cuando los niños non pueden haber»11.
De esta guisa, el judío quedó ritualizado como sacrílego muy
próximo al carácter demoníaco que, la ideología dominante le vino
reiteradamente atribuyendo. Y de este imaginario deicida el este-
reotipo judío para la tradición cristiana fue desgranando un con-
junto de tópicos que la propaganda divulgó convenientemente en
distintas coyunturas.
Algunos de estos tópicos constituyen resortes inamovibles en
la tradición clásica: que los judíos eran usureros, hábiles con el di-
nero, acomodados a oficios de gran medro que le separaba de los
trabajos honrados como escribía, por ejemplo A. Bernáldez: «… que
estaban heredados en las mejores ciudades, villas e lugares e en las
tierras más gruesas e mejores e todos eran mercaderes e vendedo-
res e arrendadores de alcabalas e rentas de achaques»12. Rentas,
dice el texto, que causaban la humillación y el desprecio del vulgo
cristiano. Judíos que eran soberbios, perversos y traidores, como
explicaba con violencia el arcediano de Écija, en pleno asalto a las
juderías andaluzas a finales del siglo XIV: «… e pues a Dios hurta-
ron el maná en el desierto no obedeciendo su mandamiento e le
mentían, non es maravilla que furten e roben e mientas a los re-
yes y príncipes de las tierras onde ellos viven»13.
Como epílogo de todo esto se seguía que los grandes males de
los Reinos habían de ser atribuidos a las acciones de los judíos.
Así en el imaginario identitario del cristianismo hispano se fue
asentando la idea de que fueron éstos, los judíos, quienes entrega-
ron muchas ciudades a los musulmanes cuando éstos invadieron
la península. Judíos fueron los que por ejemplo provocaron la
derrota del rey Alfonso en la batalla de Alarcos (1195); y también
eran judíos los que mal aconsejaban a los reyes para que éstos hi-
cieran recaer todo el peso sobre los trabajadores cristianos.

11 MONSALVO, op. cit., p. 133.


12 Ibídem, p. 121.
13 Ibídem, pp. 121-133.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

De todo esto se deducía que esa minoría, según el pensamien-


to dominante, no sólo gozaba de privilegios notorios en aquella so-
ciedad en la que ser cristiano era la condición primera para ser
súbdito, sino que de esos mismos privilegios maquinaban con ma-
licia para destruir esa sociedad que tanto les favorecía. En este
punto alcanzó notoriedad, por el significado de cristalización ju-
día que supone, el famoso texto propagado en fechas próximas a
la expulsión de 1492 y atribuido a los «príncipes» de la sinagoga
de Constantinopla. Estos «príncipes» aconsejaban a los judíos de
España lo que sigue: «… y pues decis que los dichos cristianos os
quitan vuestras haciendas, haced vuestros hijos abogados y mer-
caderes y quitarles estos a los suyos sus haciendas. Y pues decis
que os quitan las vidas, haced vuestros hijos médicos y cirujanos
y boticarios y quitarles han ellos a sus hijos descendientes las su-
yas. Y pues decis que los dichos cristianos os han violado y profa-
nado vuestras ceremonias y sinagogas, haced vuestros hijos cléri-
gos los cuales con facilidad podrán violar sus templos y profanar
sus sacramentos y sacrificios»14.
Fue Quevedo quien, hacia 1630, manipuló hasta el extremo este
discurso, cuando dirigiéndose directamente a S. M. Felipe IV le co-
menta: «Yo Señor no estoy tan cierto de que les dieran este con-
sejo los judíos de Constantinopla a los de España como de que los
judíos de España lo han ejecutado»15.

3. La paradoja española: el converso


Este texto paradigmático consolida una tradición y resulta ser
importante porque hace referencia explícita, no sólo al judío sino
al convertido quien, como nuevo cristiano (converso), formará en
adelante, también parte del estereotipo. Ocurrió que en la larga
tradición antijudía española se estaba produciendo una profunda
paradoja. Cuando Quevedo hablaba de esta manera, en España ya
no había judíos, desde que fueron expulsados en 1492 hacía ya casi
medio siglo; pero Quevedo hablaba de ellos como si estuviesen de
verdad despachando, con quipá incluida, en los salones del Conde
Duque.
Aquellos a los que se refería Quevedo eran los ascendientes de
estos cristianos nuevos portugueses que despertaban su inquina
antijudía. La paradoja del antijudaísmo hispano consistió en per-

14 Francisco DE QUEVEDO, Execración contra los judíos, Ed. Crítica, Barcelona,

1996, p. 10.
15 Ibídem, p. 12.

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J. CONTRERAS CONTRERAS EL JUDÍO EN ESPAÑA: LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESTEREOTIPO

petuar la presencia de una comunidad expulsada. La paradoja fue


obsesiva, porque hizo posible una cultura de la expulsión social
muy particular. Se excluía a alguien que era recreado como cris-
tiano nuevo, y esto se hizo contra todo principio doctrinal, contra
la propia enseñanza de la Iglesia, con una exaltación dramática de
la limpieza de sangre.
Desde entonces, mediados del siglo XV (Estatuto de Limpieza
de Sangre de Toledo de 1449) el antijudaísmo hispano vivió pen-
diente de una obsesión que Américo Castro trató de interpretar
desde posiciones metahistóricas. Esto, sin embargo, debe ser ma-
tizado: España, es cierto, impuso desde el imaginario antijudío cris-
tiano tradicional, un reiterado sentido exclusivista de la sociedad,
basado en la mística de la sangre que se añadía a los elementos
clásicos de diferenciación de estatus: nobleza, riqueza, prestigio. Y
aunque es verdad que, como indicaba el pragmatismo de Teresa de
Jesús lo importante en la sociedad era: «el tener y el no tener», no
cabe duda que la distinción entre cristiano viejo-cristiano nuevo
fue la causante de una forma de expresión particular y de una for-
ma traumática de las relaciones sociales y de la determinación de
una singular lenguaje antijudío16.
La aventura de los estatutos de limpieza de sangre se desarro-
lla sobre una dicotomía en el transcurrir de su discurso; institu-
cionalmente los estatutos no fueron nunca elevados a categoría
normativa, y ni siquiera el Tribunal del Santo Oficio los instituyó,
sin embargo no cabe duda que lograron imponer una particular
manera, peligrosa en muchas ocasiones, de realizar el proceso de
ascenso social.
Si el honor y la nobleza constituían un binomio complementa-
rio al que se debía aspirar, aquella España precisó, a diferencia de
otros espacios europeos, que, en esa aspiración, además de la ri-
queza y de la estima, debía entrar en consideración la variable de
la sangre, es decir una manera peculiar de determinismo genético.
Para sectores de la población del tercer estamento, es decir de
villanos más o menos enriquecidos, los cristianos de origen judío
debían renunciar a su deseo de ascenso social, porque su propio
origen se lo impedía; esto era así, se decía, porque en ese origen
judío se condensaban todos los elementos característicos del este-
reotipo: perversidad, soberbia, deslealtad e … inclinación inevita-
ble a la herejía. Los moralistas ortodoxos decían que la igualdad,

16 Albert A. SICROFF, Los estatutos de limpieza de sangre, Ed. Siglo XXI, Madrid,

1985, p. 42-43 y Jean P. DEDIEU, «¿Pecado original o pecado social? Reflexiones en


torno a la constitución y a la definición del grupo judeo-converso en Castilla». Ma-
nuscrits, 10, Barcelona, 1992, p. 75.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

en aquella república de cristianos no era suficiente ni para elimi-


nar ni para disminuir la infamia de un mala generación. Debían,
pues, los cristianos nuevos abstenerse de competir; y así entre el
rústico honrado y la nobleza linajuda no podía interponerse la ri-
queza de un linaje manchado.
No podía interponerse, pero de hecho lo hacía, como demos-
traban los cientos de miles de personas de las que se sabía que ha-
bían escalado posiciones de alcurnia de modo subrepticio. ¿Cómo?:
inventado tradiciones, nublando recuerdos, generando blasones
falsos y… sobre todo, falsificando informaciones de limpieza a tra-
vés del dinero. Sea como fuere durante los siglos largos de nues-
tra historia moderna la sospecha y la corrupción cohabitaron como
una norma social que tuvo tanto o más fuerza que la propia ley.
La construcción de este imaginario anticonverso se insertó en
el seno de instituciones y de cabildos y con él, arma en ristre, se
estigmatizó al desdichado que no había sabido encubrir suficien-
temente una genealogía que le designaba la ideología del otro cris-
tiano viejo. Y así, el estigma antijudío pervivió en una sociedad que
no tenía judíos; por eso durante varios siglos por el escenario es-
pañol deambularon los desenterradores de huesos y los manipula-
dores de memorias. Y todo ello porque los judíos de España, que
ya no existían, fueron inventados con pánico exacerbado por ju-
ristas, moralistas e ideólogos al servicio de aquella Monarquía que
se llamaba Católica.

4. Los designios de España: contradicciones


de una paradoja
Decían los moralistas, que aquella Monarquía tenía enemigos,
los que maquinaban contra sus altos designios; y éstos se oponían
a los designios de Dios. Esto era así en pleno siglos XVI expansivo;
entonces las armas de España imponían su ley en Europa y, mu-
chos creían que Dios había hecho ya la elección de escoger a esta
Monarquía como su favorita. Ya había ocurrido algo de esto cuan-
do, según afirmaban muchos moralistas, el Altísimo otorgó a los
Reyes Católicos la facultad de ser los superiores a todos los prín-
cipes de la Cristiandad. Tal superioridad fue un don divino y, ade-
más, un don justo, porque ninguna otra cabeza coronada de Eu-
ropa podía llevar sus orígenes cristianos hasta los viejos tiempos
del esplendor visigodo. El argumento era sencillo: Dios había es-
tablecido una alianza con la Monarquía de España; el objetivo de
esta alianza era garantizar el primado de la fe cristiana. No hay
tratadista de los siglos XVI y XVII que no indague, con éxito, en el

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J. CONTRERAS CONTRERAS EL JUDÍO EN ESPAÑA: LA CONSTRUCCIÓN DE UN ESTEREOTIPO

Antiguo Testamento los anuncios de esta ya satisfecha realidad. Así


lo escribe Juan de la Puente, citando un versículo de David, y así
lo relata también Gregorio López, un ponderado jurista, que re-
cuerda el espíritu hispano que rodea al salmo XLIV, 6: «Gracias a
ti Señor derrotamos a nuestros enemigos y por tu nombre aplas-
tamos a los agresores»17.
El agresor había sido el Islam, y por la gracia de Dios se había
culminado la Reconquista y se había conseguido una España nue-
va que era también una nueva tierra prometida; un compromiso
de Dios con esta Monarquía como lo había hecho a lo largo del
Antiguo Testamento. Argumentos curiosos y atrevidos; porque
ocurría que reivindicar políticamente tales textos conllevaba la apa-
rición en escena del constante personaje incómodo: otra vez los ju-
díos. La promesa Abrahamica y los mandatos de la Ley Mosaica
habían sido otorgados a la comunidad judía… ¿cómo hacerla com-
patible con la elección divina de España? ¿Quiénes era verdadera-
mente los elegidos, los judíos o los españoles?
Fuera como fuese, parecía evidente que, en la construcción del
discurso sobre la elección divina de España, la identidad judía re-
sultaba incómoda. Y por eso ocurrió que frente a personalidades
de tan furiosa pluma como Quevedo, aparecieron otros tratadis-
tas, más académicos, que desempolvaron discursos más retóricos
y más políticos. Juan de la Puente inventó un discurso en el que
el espacio judío español no fue responsable del deicidio judío. Es-
cribía De la Puente que cuando nuestro Señor murió en el Gólgo-
ta ya había judíos en España, judíos escindidos de los de Jerusa-
lén y que, por ello, estaban exentos de las culpas derivadas de aquel
crimen. ¿Quiere decirse que los judíos expulsados en 1492 eran
descendientes de aquellos primeros judíos españoles? No por cier-
to, dice de la Puente. Aquellos judíos primeros se convirtieron rá-
pidamente al oír las palabras cristianas del apóstol Santiago, de
modo que nadie ahora puede avergonzarse de tal semejante des-
cendencia.
Tal argumentación cumplía varios objetivos: mantenía la hos-
tilidad contra los judíos y conversos, salvaba el problema de la pre-
eminencia española en el asunto de la elección divina y, por últi-
mo, pretendía defenderse de la argumentación antiespañola que
elaboraba ya, la incipiente Leyenda Negra, según la cual los espa-
ñoles eran también semitas, tan judíos como moros. «Qué ver-
güenza para Francia, tronaba Antoine Arnaud cuando criticaba a
los príncipes de los Guisa franceses que apoyaban al partido es-

17 Henry, MECHOULAN, El honor de Dios. Indios, judíos y moros en el siglo de

oro», Ed. Argos-Vergara, Madrid, 1981, p. 118.

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pañol en París, ese nuevo rey cristiano que hemos sacado del Co-
rán y de la Sinagoga y que sin nosotros sería todavía sarraceno o
judío»18. Ese tal judío o sarraceno era, obviamente, Felipe II.
La posición, pues, de De la Puente estaba condicionada por la
fuerza emocional del momento19; pero no fue el único, porque en
efecto, hubo un nutrido número de eclesiásticos y hombres de pen-
samiento y acción que frente al estereotipo antijudío mayoritario
expresaron un raciocino crítico. Crítico fue fray Hernando de Ta-
lavera cuando a finales del siglo XV pedía a las autoridades más
tiempo y más paciencia para conseguir la cristianización del judío
convertido; crítico fue también Furió Ceriól que, frente al mesia-
nismo político que dividía el mundo en buenos católicos y en ma-
los judíos, moros y herejes, argumentaba, dirigiéndose directa-
mente a Felipe II, que ni la afiliación religiosa ni la pertenencia
étnica determinaban ninguna conducta moral20.
Y tan crítico como Furió Ceriól fue el jesuita padre Mariana,
enemigo declarado de la discriminación racial, o el valiente domi-
nico fray Agustín de Salucio que se atrevió, en plena marejada de
la discriminación, a escribir un discurso muy crítico sobre las gra-
ves injusticias de los famosos estatutos21.
¿Cómo puede justificarse la segregación a causa de la sangre
se preguntaba, fray Agustín? Si los judíos fueron los culpables de
la crucifixión… ¿cómo negar entonces que fueron también ellos los
fundadores de la Iglesia primitiva? ¿No eran María, los apóstoles
y los primeros cristianos también judíos? Y críticos, en fin, hubo
muchos más; porque no se podían ocultar las evidencias: aquella
sociedad forzaba a muchos hombres y mujeres a vivir enmascara-
dos. Justo es reconocer que hubo algunos que optaron por arrojar
la máscara, pero eso conllevaba la elección del exilio, y no siem-
pre tal elección fue una solución.
Joseph Kaplan ha escrito que la diáspora de cristianos nuevos,
salidos de la península Ibérica hacia Ámsterdam y otras juderías
europeas, constituye «una de las mutaciones de identidad más fas-
cinante de la temprana Edad Moderna»22. Mutación, porque aque-
llos cristianos exilados nuevos, se tornaron en nuevos judíos en

18 Ibídem, p. 134.
19 Juan DE LA PUENTE, Conveniencia de dos Monarquías, Madrid, 1612, p. 85.
20 Furió CERIÓL, El consejo y el consejero de príncipes, Amberes, 1559, p. 178.
21 Fray Agustín DE SALUCIO, Discurso acerca de la justicia y buen gobierno de

España en los estatutos de limpieza de sangre, Madrid, 1588, citado en A. SICROF, op.
cit., p. 222.
22 Joseph KAPLAN, «La diáspora judia-española y portuguesa en el siglo XVII.

Tradición, cambio y modernización», Manuscrits, n.º 10, p. 77, Barcelona, 1992.

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Ámsterdam. Y si en España la exclusión les venía por la novedad


de su bautismo, allí, en Ámsterdam, la voluntad de ser judíos nue-
vos otra vez, les causó graves problemas con los doctores de sus
comunidades.
Sucedía que bastantes de estos inmigrante formados en escue-
las y universidades católicas de la península en las que ejercitaron
un esfuerzo crítico, no dudaron en oponerse, igualmente, a los cri-
terios rígidos de la ortodoxia que los rabinos de aquellas comuni-
dades, recientemente fundadas, imponían.
El resultado fue, en muchos casos, otra suerte de marginación
provocada ahora por la autoridad de los doctores de la ley. Drama
redoblado. «Judíos sin sinagoga», se les ha llamado; «judíos sin
ley», «judíos sin judaísmo», «almas en litigio» como las denominó
Van Praag. De aquel grupo de marginados sobresalen algunos nom-
bres muy importantes en la historia heterodoxa de España y en la
historia del judaísmo sin sinagoga: Juan de Prado, Daniel de
Barrios y Uriel de Acosta, los tres deambulando por complejas
corrientes religiosas, entre el providencialismo cristiano y el rigo-
rismo rabínico; entre el materialismo ateísta y el deísmo materia-
lizado; un complejo y fascinante tamiz del que surgió, tal vez como
producto de síntesis, la figura majestuosa de Baruch Spinoza23.
Nuevos judíos en la diáspora sefardí europea para los cuales el
orden cultural español fue omnipresente. En Europa continuaron
hablando español y en esta lengua escribieron, negociaron y reza-
ron. Odiaban la Inquisición, pero muchos de ellos, asumiendo ries-
gos, volvieron otra vez a su patria originaria; los que quedaron allí
dieron prueba de fidelidad a sus orígenes y mantuvieron manifes-
taciones simbólicas del honor nobiliario. Eran sefardíes y, por ello
mismo, se creían legitimados a expresar la nobleza de su origen y
de su linaje. Los asquenazíes europeos se sintieron entonces, mi-
nusvalorados por este hecho.
Y así todo, en la Península, quedó permanentemente encena-
gado y… en silencio. Los estereotipos continuaron existiendo aun-
que las tensiones sociales, por este motivo rebajaron su intensidad.
Conversos y no conversos se fueron acomodando en sus conduc-
tas cada vez más burocráticas y formales. Durante todo el siglo XVIII
las cédulas de limpieza eran exigidas en todas las instituciones del
reino, pero todas ellas estaban ya redactadas en un lenguaje ritual
y eran calcos de otras anteriores que habían certificado la limpie-
za de padres y abuelos. Muchas de ellas fueron falsificadas, de
modo que el error se perpetuaba en medio de una indiferencia ri-

23 Ibídem, p. 79.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tual, aunque necesaria, porque cerraban el cinturón de una buena


posición social. Por entonces, ya los conflictos en los diversos ni-
veles de la escalera social no se solucionaban acudiendo a la ma-
ledicencia de la sangre.
Después la historia del antijudaísmo hispano durante todo el
siglo XVIII y XIX fue una corriente subterránea, perenne pero oculta
en el horizonte cultural español. Hubo intentos de tolerancia reli-
giosa como los que se produjeron con el doctor Pulido; pero siem-
pre se mantuvo la paradoja: una persistencia arcaica del estereoti-
po, por un lado, y la atracción que suponía el judío hispano, por el
otro. En consecuencia el tantas veces repetido contubernio judeo-
masónico no era sino un discurso tan dominante y creído como
burocrático y negado. Ello no impedía que el judío internacional
sefardí, sobre todo durante la II Guerra Mundial y luego también
en años posteriores, se sintiese confortado por un liderazgo que en
el exterior los apoyaba, a la vez que en el interior les marginaba.
Haz y envés. Historia de una paradoja24.

24 Rosa María MARTÍNEZ DE CODES, «La libertad religiosa en la época de Cas-

tiella: una visión pionera (1957-1969)», en VV.AA., Entre la Historia y la Memoria.


Fernando María Castiella y la política exterior de España (1957-1969), Madrid, 2007,
pp. 413-447.

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LA LUCHA CONTRA EL TURCO:


DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

PABLO MARTÍN ASUERO


Instituto Cervantes de Damasco

Si bien el enfrentamiento entre los turcos y los españoles mar-


ca buena parte de la Edad Moderna, los orígenes hay que buscar-
los en la Edad Media, cuando el emperador bizantino Andrónico II
Paleólogo pidió ayuda a los almogávares a principios del siglo XIV
para que combatieran contra los turcos y los selyuquíes asentados
en la orilla asiática del mar Mármara y en la costa del Egeo1. Se
trataba de unas tropas de choque de infantería ligera propias de la
corona de Aragón que se habían curtido realizando razias contra
los reinos hispanoárabes a lo largo del siglo XIII. Posteriormente
participaron en las contiendas en el sur de Italia junto a Federi-
co II de Aragón que, tras la paz de Castabellota de 1302, había vis-
to reconocer sus derechos sobre Sicilia. A partir de este momento
la corona catalano-aragonesa se convierte en un poder emergente
en el Mediterráneo oriental, con territorios en la actual Grecia y
buenas relaciones con los mamelucos de Egipto y el imperio Bi-
zantino.
Así, cuando Andrónico II se vio en la necesidad de buscar tro-
pas mercenarias les llamó para que frenaran el avance turco por
la península de Anatolia. Hay que tener en cuenta que en ese mis-
mo año, 1302, Osman, primer sultán otomano, se había hecho con
un territorio en Asia Menor con el beneplácito de los sultanes sel-
yuquíes, que como él procedían de Asia Central y que necesitaban
aliados contra los mongoles. De esta manera Osman conquistó Dor-
yalion2 a los bizantinos y llegó muy cerca de Nicea, Nicomodea y
de Bursa, ciudad que tras su conquista en 1326 será la primera ca-
pital otomana, convirtiéndose en un peligroso vecino de Andróni-
co3. La propuesta del emperador bizantino fue bien acogida, tan-

1 Sobre este tema hay una abundante bibliografía. Véase de José M.ª MORENO

ECHEVARRÍA, Los Almogávares. Barcelona, Círculo de Lectores, 1973, p. 49, o de Er-


nest MARCOS, Almogavèrs. La història. L’Esfera dels Llibres, Barcelona, 2005.
2 La actual Eskişehir.
3 Robert MANTRAN (dir.), Histoire de l’Empire Ottoman. Poitiers, Fayard, 1989.

pp. 15-21.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

to por el dinero que recaudaron como por las simpatías de la Coro-


na aragonesa hacia una Constantinopla enemiga de Roma que ha-
bía apoyado a Carlos de Anjou en las Vísperas Sicilianas contra
Federico II de Aragón.
Roger de Flor y los almogávares lograron reconquistar Fila-
delfia, Magnesia y Efeso, en Asia Menor, haciendo retroceder a los
turcos hacia los montes Tauro y Cilicia. Las gestas de los almogá-
vares contra los turcos vieron la luz de la mano de uno de sus in-
tegrantes, Ramon de Muntaner, con el título de Crònica, que com-
prende desde el reinado de Jaime I hasta el de Alfonso IV de Aragón
y se imprimió en Barcelona en 1562 en catalán. Desde entonces y
hasta ha actualidad ha conocido numerosas ediciones y traduc-
ciones, siendo fuente de inspiración para cuadros, poemas épicos,
dramas históricos o novelas históricas4, siendo una de las más co-
nocidas Bizancio de Ramón J. Sender (1956). Como se verá en el
presente artículo, el enfrentamiento entre españoles y turcos tiene
también una dimensión literaria, tan importante como la política,
especialmente a la hora de la creación de la imagen del turco que
tenemos los españoles, la cual aparece en la época de los almogá-
vares, se desarrolla en el Siglo de Oro y se mantiene en buena me-
dida hasta la actualidad.

Los años antes del enfrentamiento: la expansión


de los reinos de Castilla, Aragón y el sultanato Otomano
Volviendo a las posesiones de la corona de Aragón en el Medi-
terráneo Oriental, los ducados de Atenas y Neopatria pasaron a ser
propiedad de la familia florentina de los Acciajuoli en 1388 y 1390.
Por aquel entonces los otomanos se habían hecho con buena par-
te de Anatolia, habían cruzado el estrecho de los Dardanelos y
derrotado a los serbios en la batalla de Kosovo en 1389, dominando
así los Balcanes; y estaban concentrando sus esfuerzos en conver-
tirse en los nuevos señores de Constantinopla. Si no la conquista-
ron entonces fue por la aparición de Tamerlán al frente de un ejér-
cito turco-mongol en el Este, que derrotó a los turcos en la batalla
de Ankara en 1402.
Fue en ese momento cuanto desde la Corte de Castilla se tuvo
noticias de los turcos y de los mongoles a través de las crónicas de

4 Antoni RUBIO I LLUCH, El record dels catalans en la tradició popular, històrica

i literària de Grècia (introducció, edició i apèndix a cura d’Eusebi AYENSA I PRAT).


Publicacions de l’Abadia de Monserrat, 2001, pp. 42-45.

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P. MARTÍN ASUERO LA LUCHA CONTRA EL TURCO: DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

dos de sus enviados, Rui González de Clavijo en 1403 y Pero Tafur


entre 1435 y 1439. Este último visitó la ciudad de Adrianópolis5, la
capital otomana en Tracia desde donde preparaban el ataque final
a Bizancio, es allí donde vio al sultán Murad II y su corte. Pero Ta-
fur lo describe haciendo hincapié en su poderío militar, con una
mezcla de fascinación y asombro ante lo que un siglo más tarde
se convertiría en el principal azote de la cristiandad:
[…] yo vi su persona é casa é gentes; é sería de edat de qua-
renta é çinco años, é de buena estatura é assaz fermoso de gesto,
é paresçía en su continente persona discreta, de gesto grave, é es-
tava tan bien acompañado qual yo nunca vi otro, porque allí te-
nía consigo todo su exérçito, el qual aunque paresca que yo digo
mucho, refiérome á aquellos que me lo dixeron que tenía seys-
çientos mil de á caballo; é á buena fé, yo me temo mucho de de-
cir tanto como me dixeron, pero no ay peon en toda la tierra, é
todos andaban a caballo, é muy menudos é flacos caballos6.

En poco más de una década el sucesor de Murad, Mehmed II,


hacía su entrada triunfal en la Roma de Oriente. Constantino IX
no logró que llegara la ayuda solicitada, entre otros a Alfonso V El
Magnánimo, rey de Aragón, Cataluña y Nápoles; aunque, hubo un
barco de catalanes que colaboró en la defensa de Constantinopla
en el Cuerno de Oro, así como voluntarios catalanes liderados por
su cónsul Pere Julià, el cual fue decapitado un día después de la
conquista7. El eco de la caída de Constantinopla se extendió como
un reguero de pólvora por el Mediterráneo llegando a Barcelona8,
donde se convocó un certamen poético para premiar la mejor obra
sobre el tema9. Será precisamente de estas tierras de donde surja
Tirant lo Blanc, alter ego de Roger de Flor, en un intento de salvar
la ciudad en el que se puede apreciar el remordimiento de los ca-
talanes, cuyas galeras, a pesar de las promesas, no llegaron a zar-
par de Barcelona10.
A lo largo de la segunda mitad del siglo XV, turcos y españoles
consolidan sus posesiones. Con el matrimonio de Isabel y Fernan-
do en 1469 se produce la unión de los dos reinos, lo cual hizo po-

5 Hoy Edirne.
6 Pero TAFUR, Andanzas y viajes de un hidalgo español. Madrid, Miraguano y
Polifemo, 1995, pp. 87-88.
7 Robert MANTRAN (dir.), o. c., p. 85.
8 A. PERDUSI, La caduta di Costantinopoli. Milán, L’eco del mondo, 1976.
9 Isabel RIQUER I PERMANYER (ed.), Poemes catalans sobre la caiguda de Cons-

tantinoble. Barcelona, Eumo, 1997.


10 Agradezco a mi colega y amigo Eusebi Ayensa la información sobre los ca-

talanes y el asedio de Constantinopla.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

sible que las fuerzas castellanas ayudaran a las aragonesas en la


conquista del reino de Nápoles, en la campaña de Milán y de la cos-
ta de Toscana o que juntaran sus esfuerzos en la guerra de Gra-
nada de 1492.
Ese mismo año, el Decreto de Expulsión hace que se endurez-
can las medidas contra los musulmanes de la península y los con-
versos. En estas circunstancias, a finales del siglo XV llegó a Espa-
ña una delegación del sultán de Egipto para entrevistarse con los
Reyes Católicos, amenazando con tomar represalias contra los cris-
tianos de sus dominios en el caso de que persistieran en el inten-
to de conversión de los moriscos de Granada. A pesar de este tipo
de presiones, en 1501 se dio la orden de conversión y es en este
momento cuando los moriscos envían una carta a Bâyezîd II, sul-
tán de Turquía, pidiendo socorro11, y rebelándose un año más tar-
de. Detrás de esta campaña de asimilación estaba el cardenal Cis-
neros, confesor de la reina, que ya había protagonizado un episodio
de quema de libros en árabe en Granada, y que habría de ser más
tarde responsable de una nueva ola de expansión hispana en el sur
del Mediterráneo como la toma de Orán en 150912, realizada gra-
cias a las sumas aportadas por el arzobispado de Toledo, a la cual
seguirían las de Bujía y Trípoli.
En el otro extremo de este mar, los turcos continuaron su ofen-
siva en Europa, apoderándose de Bosnia y del kanato de Crimea,
al norte del mar Negro, en la segunda mitad del siglo XV. Poco des-
pués logran un nuevo impuso en Asia y el norte de África con Se-
lim I, que conquista Siria y Egipto entre 1516 y 1517. Tierra Santa
pasaba a estar bajo el control de los otomanos. En estas circuns-
tancias, uno de los primeros en darse cuenta del peligro que su-
ponían fue el Papa León X, que decretó la cruzada contra los tur-
cos, solicitando la ayuda de todos los príncipes cristianos, una
alianza que contó con el apoyo de Carlos I en 1519. Sin embargo
este posicionamiento no fue secundado por las Cortes reunidas en
Valladolid, Zaragoza o Barcelona, más preocupadas por problemas
internos como la rebelión de las Comunidades en Castilla o las Ger-

11 Mercedes CARCÍA ARENAL, Los Moriscos. Madrid, Editora Nacional, 1975.


12 No hay que olvidar la cláusula del testamento de Isabel la Católica de 1504
que dice «no cesen de la conquista de África e de pugnar por la fe contra los in-
fieles», y que reafirma la necesidad de extender la frontera hispana hasta los terri-
torios norteafricanos. Citado por Paulino Toledo en «La campaña de Argel de 1516:
documentos sobre la importancia geoestratégica de Argel en el marco del enfren-
tamiento turco-español en el primer cuarto del siglo XVI». En Pablo MARTÍN ASUE-
RO, Mukkader YAYCIOGLU y Paulino TOLEDO (eds.), Cervantes y el Mediterráneo His-
pano-otomano. Estambul, Isis, 2006, p. 29.

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P. MARTÍN ASUERO LA LUCHA CONTRA EL TURCO: DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

manías en Valencia y Baleares. Lo cierto es que todavía no esta-


ban dispuestos a pagar los diezmos exigidos por el pontífice para
luchar contra los turcos y recuperar los Santos Lugares. Durante
los confusos primeros años del reinado de Carlos V los españoles
tenían en la Francia de Francisco I un enemigo mucho más cer-
cano, con el cual estaban en litigio los territorios en el norte de Ita-
lia, Navarra, Borgoña y la sucesión al Imperio alemán.
Con la llegada al trono de Solimán el Magnífico en 1520 el Im-
perio Otomano conocerá su máximo esplendor, teniendo también
un Siglo de Oro que coincide con el nuestro13. Así, mientras las
tropas españolas permanecían en Italia y algunos enclaves del Nor-
te de África, las otomanas continuaban extendiendo sus fronteras
en los dos frentes que tenían abiertos: el del norte de África a tra-
vés de la ribera sur del Mediterráneo y el del cauce del Danubio.
A los españoles les afectaba más el del Mediterráneo, al tenerlos
en Argelia y Túnez. El segundo frente se situaba en Centroeuro-
pa, donde los turcos, siendo ya dueños de los Balcanes, amenaza-
ban Hungría y Austria, solar de la monarquía de los Habsburgo.
Es en este momento cuando los dos imperios se encuentran fren-
te a frente.

Los asedios de Viena


Donde el emperador se vio herido y humillado no fue en el Me-
diterráneo oriental, sino en el curso del Danubio, ya que las tro-
pas de Solimán, tras haber tomado Belgrado, se adentraban en el
corazón de Europa, enfrentándose a las húngaras en la batalla de
Mohàcs de 1526, donde murió el rey Luis II, cuñado de Carlos V,
y adueñándose de la capital de este reino: las ciudades de Buda y
Pest14. Carlos V reunió las Cortes en Valladolid un año más tarde
para intentar convencerles del peligro del turco, no logrando con-
mover ni a las órdenes militares, ni a la nobleza ni a los diputados
de las provincias. Para los españoles los ejércitos turcos en Cen-
troeuropa estaban demasiado lejos15. A pesar de ello el Emperador
aprovechó la situación para sentar en el trono de Hungría a su her-

13 Sobre este tema véase de Francisco VEIGA, El Turco, diez siglos a las puertas

de Europa, Barcelona, Debate, 2006, o STANFORD y Ezel KURAL SHAW: History of the
Ottoman Empire and Modern Turkey. Vol. II, Reform, Revolution and Republic, the
rise of Modern Turkey 1808-1975. Cambridge University Press, 1977
14 La capital la trasladaron a Bratislava.
15 Abert MAS, o. c., vol. I, p. 18.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

mano el archiduque Fernando, haciendo valer los derechos que te-


nía al ser hermano de la viuda de Luis II16.
El avance turco parecía imparable y tres años más tarde un
ejército compuesto de 150.000 hombres, 300 piezas de artillería y
20.000 camellos asediaba Viena, defendida por austriacos, húnga-
ros, españoles y alemanes17. Como era de esperar, la llegada de los
otomanos a la capital de Austria conmocionó a las Cortes europeas,
empezando por las llamadas en auxilio de los cristianos del Papa
Clemente VII, con el que se firmó un tratado de paz en junio de
1529 en Barcelona, al cual siguió otro en agosto con Francisco I
de Francia. Incluso Erasmo y Lutero alzaron sus voces para ad-
vertir de los peligros de la suerte de los cristianos y solicitar su de-
fensa por parte del que también era su Emperador18.
Era demasiado tarde, y el manifiesto de Fernando del 28 de
agosto dirigido a toda la cristiandad no obtuvo ni tropas ni dinero,
tal y como vaticinaba el obispo de Sigüenza al Emperador: «Aquí
anda el Embajador del serenísimo Rey de Ungría buscando con-
tribuciones de príncipes contra el turco; yo le he dicho que si es-
pera sacar dineros de Francia y de Inglaterra que se engaña y que
pierde tiempo y de los potentados de Italia como los más estén per-
didos pienso que será poco y tarde»19.
Los turcos se habían convertido en el azote de la cristiandad,
tanto para Austria como para Italia, al ocupar la costa oriental del
Adriático. Así lo trasmitía el Obispo de Osma al Comendador Ma-
yor de León los preparativos que se veían en el ámbito romano:
«Las nuevas del turco aquí cada hora se esfuerzan por parte del
rey de los romanos; pero el veneciano persiste que no verná este
año. El papa hace dineros, y se apareja para resistirle si acudiere
a Italia, y para ayudar al Rey de Hungría cuando le viere en nece-
sidad»20.
En menos de un mes los turcos comenzaban un asedio que no
duró mucho, ya que se retiraron en octubre21, antes de que comen-

16 Paralelamente los húngaros eligieron a Juan Zapolyaí, que contó con el be-

neplácito del Sultán.


17 Özlem KUMRULAR, El duelo entre Carlos V y Solimán el Magnífico (1520-135).

Estambul, Isis, 2005, pp. 96-116.


18 En 1528 LUTERO escribió Vom Kriege wider die Türken (Sobre la guerra con-

tra los turcos), y durante el asedio también escribió Eine Heerpredigt wider den Tür-
ken (Un sermón de campaña contra el turco). KUMRULAR, o. c., p. 115.
19 Ib., p. 163.
20 Ib., p. 164.
21 Xavier SELLÉS, «Carlos V, el primer cerco otomano de Viena y su repercu-

sión en la literatura hispana del siglo XVI», en Pablo MARTÍN ASUERO (ed.): España-
Turquía, del enfrentamiento al análisis mutuo. Estambul, Isis, 2003 p. 65.

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P. MARTÍN ASUERO LA LUCHA CONTRA EL TURCO: DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

zaran los rigores del invierno. Sin embargo, Viena se convirtió en


una ciudad de frontera entre el imperio de Carlos V y el de Soli-
mán, cuyas tropas se acercaron a un centenar de kilómetros en
1532 sin entrar en combate, pero que en 1541 se apoderaron defi-
nitivamente de Hungría, que permanecerá en el Imperio Otomano
hasta finales del siglo XVII, teniendo que pagar el archiduque Fer-
nando de Habsburgo un humillante tributo a la Sublime Puerta, el
cual tuvo que ser firmado por el emperador.
Como solía suceder en esos casos, la noticia del cerco de Vie-
na y la posterior retirada se extendió por toda Europa, en ocasio-
nes en forma de romances anónimos:
En el templo estaba el turco,
el turco en el templo estaba;
Haziendo la zalá está,
y a Mahoma suplicaba,
que le quiera dar victoria
contra Carlos, rey de España;
Que si esta vez le venciera
la cristiandad es ganada22.

O en obras firmadas por autores muy conocidos como Lope de


Vega en El cerco de Viena, ya que esta segunda ofensiva turca a Vie-
na había contado por primera vez con participación de la nobleza
española, pudiéndose apreciar un cambio en la postura de los es-
pañoles frente a los turcos. Un autor que estuvo presente en Aus-
tria durante los sucesos del segundo asedio fue Garcilaso de la Vega,
quien había caído en desgracia ante el emperador y tuvo que su-
frir un corto exilio en una isla danubiana. En estas circunstancias,
para ganarse los favores de su protector, un joven duque de Alba,
que posteriormente dejaría un recuerdo atroz en los Países Bajos,
compuso unas églogas laudatorias de la defensa de Viena en 1532:
Resplandeciente y clara, de su gloria
pintada, la Victoria se mostraba;
a César abrazada y no parando,
los brazos a Fernando echaba al cuello.
El mostraba d’aquella sentimiento
por ser el vencimiento tan holgado23.

22 Ib., p. 76.
23 Ib., p. 75.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Los turcos se convierten en los enemigos de los españoles


Fue en el segundo cerco de la capital austriaca cuando por pri-
mera vez los españoles se unen a los esfuerzos del Emperador con-
tra el peligro otomano. De hecho, algunos de los militares y cro-
nistas que participaron en la defensa de Viena habían alcanzado
anteriormente la gloria como Alfonso de Valdés, autor de una obra
sobre el saco de Roma, Luis Vives que escribió De Europa dissidis
et bello turcico o Juan Ginés de Sepúlveda con Oratio ad Carolum
Quintum ut bellum susciperet in Turcas (Bolonia 1529) y Cohorta-
tio ad Carolum V Impertatorem Invictissimum ut, facta cum Chris-
tianis pace, bellum suspiciat in Turcas (Amberes, 1535)24.
Como antes expuse, para los españoles el azote del turco se ha-
cía sentir sobremanera en el Mediterráneo, especialmente desde
que un corsario otomano, Barbaros Hayrettin Pachá, Barbarroja,
fuera reconocido en 1519 como gobernador en Argel por Estam-
bul, con el privilegio de poder reclutar soldados en Anatolia para
poder así atacar a las naves españolas, proteger a los moriscos y
llegar incluso a asolar las costas de Valencia en 1532, llevándose
consigo miles de cautivos y derrotando a la flota de ocho galeras
genovesas que Carlos V mandó contra él, de las cuales tan sólo dos
volvieron a buen puerto25. Aunque Carlos V lograra tomar la Gole-
ta y Túnez, restaurando en el trono al soberano Abasida, paseán-
dose en triunfo por el Reino de Nápoles y colmando de honores a
su virrey, Don Pedro de Toledo, cuya flota había participado en la
campaña de Túnez26, poco después Barbarroja asolaba Mahón en
Menorca, y tres años más tarde la liga cristiana compuesta de es-
pañoles, venecianos y las huestes del Papa Pablo III fue derrotada
en Prevesa. De nada sirvió la flota de Andrea Doria. El avance de
los otomanos por el norte de África era imparable, logrando ex-
pulsar a los españoles del peñón de Vélez, del de Argel, o la isla de
Djerva (los Gelves en textos españoles). Tan sólo se salvó Malta,
donde se habían refugiado los caballeros de San Juan expulsados
del Dodecaneso.
Algunas de las ofensivas de los turcos han perdurado a través
de las fiestas populares barrocas, como la celebrada en Pollensa

24 Albert MAS, o. c., vol. I, p. 19.


25 Paulino TOLEDO, «La campaña de Argel de 1516: documentos sobre la im-
portancia geoestratégica de Argel en el marco del enfrentamiento turco-español en
el primer cuarto del siglo XVI», en Pablo MARTÍN ASUERO, Mukkader YAYCIOGLU y
Paulino TOLEDO (eds.), o. c., p. 23.
26 José María DEL MORAL, El virrey de Nápoles Don Pedro de Toledo y la lucha

contra el turco. Madrid, CSIC, 1966.

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P. MARTÍN ASUERO LA LUCHA CONTRA EL TURCO: DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

(Mallorca) el 2 de agosto, que conmemora la victoria cristiana con-


tra el corsario otomano Dragut, gracias a la intervención de la pa-
trona de la villa, la Mare de Déu dels Angels, en mayo de 1550.
Como en muchas otras fiestas de moros y cristianos se escenifica
el combate y la posterior victoria de los seguidores de Jesucristo.
Aunque en la mayoría de estas fiestas los protagonistas son los mo-
ros, los turcos también tienen su presencia, especialmente tras la
batalla de Lepanto.
Como era de esperar, el enfrentamiento hispano-otomano se vio
reflejado en numerosos textos sobre el tema, literarios y políticos27.
Dos de los más importantes son las de Francisco López de Gó-
mara, el cronista oficial, y otros firmados por Prudencio de San-
doval o Paolo Giovio28. Paralelamente a los acontecimientos, la in-
formación sobre los movimientos de los turcos circulaba por toda
Europa. Por una parte Polonia y Francia habían firmado acuerdos
de paz con Turquía y, por otra, algunas naciones como Venecia
actuaban de mediadores entre los otomanos y los españoles29. El
Mediterráneo se convierte en un mar de cautivos, renegados30, se-
fardíes, moriscos, espías31 y comerciantes, puesto que por mucho
que los papas o los monarcas lo prohibiesen hubo intercambios
comerciales entre Cataluña y las regencias berberiscas en los siglos
de máximo enfrentamiento hispano-otomano32. Mucha de la infor-

27 Albert MAS, Les Turcs dans la Littérature Espagnole du Siècle d’Or, París,

CNRS, 1967, vol. I, p. 18. otro autor que ha tratado este tema es Miguel Angel TEI-
JERIRO FUENTES, Moros y turcos en la narrativa aúrea. Universidad de Extremadura,
1988.
28 Miguel Ángel DE BUNES IBARRA, «Guerra contra los turcos en los textos his-

tóricos de la España carolina», en Encarnación SÁNCHEZ GARCÍA, Pablo MARTÍN ASUE-


RO y Michele BERNARDINI (eds.) España y el Oriente islámico entre los siglos XV y XVI.
Estambul, Isis, 2007, p. 119. La obra de LÓPEZ DE GÓMARA, Guerras del mar del Em-
perador Carlos V ha sido editada por Miguel Ángel DE BUNES y Nora EDITH JIMÉNEZ
en Madrid el año 2000.
29 Özlem KUMRULAR, Las relaciones entre el Imperio Otomano y la monarquía

católica entre los años 1520-1535 y el papel de los estados satélites. Estambul, Isis,
2003.
30 Sobre este tema véase de Bartolomé y Lucile BENNASSAR: Los cristianos de

Alá. La fascinante aventura de los renegados. Madrid, Nerea, 1989, y de Emilio SOLA:
Un Mediterráneo de piratas: Corsarios, renegados. Madrid, Tecnos, 1988.
31 Uno de los más conocidos es Martín de Acuña, a quién se le encargó la mi-

sión de quemar las atarazanas otomanas en el Cuerno de Oro de Estambul, cuan-


do la flota otomana realizaba la invernada. Javier Marcos RIVAS y Carlos CARNICER
GARCÍA, Espionaje y traición en el reinado de Felipe II. La historia del vallisoletano
Martín de Acuña. Diputación de Valladolid, 2001.
32 Eloy MARTÍN CORRALES, Comercio de Cataluña con el Mediterráneo musulmán

[siglos XVI y XVII]. El comercio con los «enemigos de la fe». Barcelona, Bellaterra, 2001.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

mación recibida procedía de los cautivos que habían logrado libe-


rarse y volver a España. Tampoco es de extrañar que Barbarroja
tuviera agentes en el virreinato de Nápoles, su principal amenaza,
o que los turcos organizaran de vez en cuando expediciones a las
costas italianas o españolas para luego interrogar a los prisioneros.
La información fluía de un lado a otro, no sólo a través de los
diplomáticos, los mercaderes o de los espías, sino también a través
de los llamados «avisos de levante», a bordo de fragatas, faluchos,
barcos, navíos o bergantes, y se distribuía en los puertos. Se trata
de toda una serie de textos más o menos breves donde predomina
todo lo que tiene que ver con el ejército, y con datos, algunos de
ellos muy precisos, sobre los movimientos de la flota otomana, nú-
mero de galeras en determinado puerto –como el caso de la llega-
da de una galera otomana a un puerto francés–, armamento y mu-
nición, guarnición de las fortalezas y castillos, estado moral de las
tropas, etc.; junto con otro tipo de avisos de carácter político con
nuevas sobre las relaciones diplomáticas de la Corte de Solimán
con el Papa, el Dux de Venecia o, el más peligroso de todos, Francis-
co I de Francia. Como afirma José María del Moral: «Es sorpren-
dente cómo la red de agentes napolitanos se extendía en todas las
direcciones de Francia a Hungría y de Alemania a Berbería»33.

Los prisioneros españoles y la creación de la imagen


de los turcos
En este contexto, la información proporcionada por los cauti-
vos era de primera mano, y aportaban un interesante testimonio
sobre el enemigo. Uno de los textos más importantes es el Viaje de
Turquía, redactado a mediados del siglo XVI y dedicado a Felipe II.
Este libro narra la odisea de Pedro de Urdemalas, capturado por
la flota otomana cuando iba de Génova, nación aliada de España,
a Nápoles en un barco de la armada del Emperador. Hay que te-
ner en cuenta que no todos los cautivos terminaban remando en
las galeras; algunos se convertían y hacían carrera en el ejército.
El problema para los renegados era la vuelta, ya que debían con-
vencer al tribunal de la Inquisición de que su conversión era sola-
mente fingida, y, a las autoridades civiles de que no eran espías.
Pues bien, Pedro de Urdemalas no se convierte pero logra un cier-
to ascenso social al ser nombrado médico de Sinan pachá, al cual
acompaña a Estambul una vez terminada la campaña. El autor de-

33 DEL MORAL, o. c., p. 78.

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dica la segunda parte de su obra a la vida y costumbres de los tur-


cos, empezando por la religión y por el hecho de que los musul-
manes tenían como precepto la circuncisión. Este dato es impor-
tante, ya que servía para identificar a los cautivos y saber si se
habían convertido al Islam o no. Las conversiones son un tópico
literario representativo de una situación en que la religión estaba
omnipresente en el enfrentamiento hispano-otomano:
JUAN.–Pero, ¿no se dicen algunas palabras ni nada? (Pues no)
estamos muy ocupados al presente (quiero que) me saquéis de
una duda en que me tiene puesto mi entendimiento, y es que
quando un turco pide a un cristiano que se vuelva a su perversa
seta [secta], de qué modo se lo pide y el orden que tienen, que es-
tarán seguro de él para le tomar y la legalidad y juramento que
con conforme a su seta le toman.
PEDRO.–Toda su secta consiste en que, alzando el dedo, diga
tres veces estas palabras; aunque no se circuncidase queda atado
de manera que si se volviese atrás le quemaran: La Ila he Hilda
da Mahamed resulula34.

En efecto, la apostasía estaba castigada con la vida en el Islam,


de manera similar a las persecuciones del Santo Oficio contra los
falsos cristianos. En este contexto tanto la monarquía hispánica
como la otomana utilizan la fidelidad a la religión dominante como
un arma política. Es por ello que el tema de la conversión de los
cautivos se convierte en un tópico literario que también aparece
en el testimonio de Diego Galán, apresado y conducido a Estam-
bul en 1591. Así, este toledano que habría podido ser un pícaro,
renegar de su fe y medrar entre los turcos, no lo hace, permane-
ciendo como un hombre fiel a sus principios frente a los antihé-
roes de la novela picaresca.
Hay que tener presente que la sociedad otomana permitía la
movilidad entre clases sociales, y que un cautivo cristiano que se
convertía al Islam podía llegar a ser jefe de la marina otomana
como era el caso de su jefe, Sinan Cagaloglu, un siciliano anterior-
mente conocido como Scipione Cigala. De hecho, varios compa-
ñeros de infortunio en Argel se volvieron musulmanes, como un tal
Luis, nativo de Granada, que adopta el nombre de Mostafá. El bajá
de Argel intentó también la conversión del toledano, siendo con-
testado de la siguiente manera «Yo le respondí que mi padre era
cristiano y mi madre cristiana y que yo no había de ser moro»35.

34 Viaje de Turquía, Madrid, Cátedra, 1985. Edición de Fernando García Sali-

nero, p. 388.
35 Relación del cautiverio y libertad de Diego Galán. Diputación Provincial de

Toledo, 2001. Edición de Miguel Angel de Bunes y Matías Barchino, p. 53.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Como es natural Galán sopesa las ventajas de una conversión fin-


gida que le liberaría de la esclavitud del remo y le permitiría es-
capar, explicándolo de la siguiente manera:
Fue Dios servido por su bondad de darme fortaleza, aunque
muchacho, para resistir, tanto que el bajá, y los renegados se can-
saron de persuadirme y el demonio de tentarme, porque Dios me
tuvo en su mano y el santo ángel de la guardia, que cuando el de-
monio me tentaba que renegase fingidamente, el ángel me ponía
por delante la honra de mis padres y que no había cosa secreta
en este mundo, y apenas hube llegado a mi lugar y a Toledo, cuan-
do hallé quien me había conocido en Argel y en Constantinopla,
y hubiera quedado muy feo, aunque más viene a importar la ofen-
sa a Dios que todas las honras del mundo […]36.

Volviendo a El Viaje de Turquía, el diálogo de Juan y Pedro pro-


sigue sobre las prácticas religiosas, especialmente aquellas que son
diferentes entre cristianos y musulmanes, como las abluciones an-
tes de la oración, el ayuno en el ramadán, la pascua, la limosna o
el hecho de que las mezquitas carezcan de santos, altar o campa-
nario, sino que están dotadas de alminares y almuédanos. Este tipo
de descripciones cimentan la imagen del turco como un ser dife-
rente e indigno de confianza, por mucho que su religión y la nues-
tra tuvieran un sistema de valores bastante similar.
JUAN.–¿Qué contiene en sí aquel Alcoram?
PEDRO.–Muchas cosas de nuestra fe, para mejor poder enga-
ñar. Ocho mandamientos: amar a Dios, al próximo, los padres,
las fiestas onrrarlas, casarse, no hurtar ni matar y ayunar el ra-
mazán y hazer limosna. Ansí mismo todos los siete pecados mor-
tales les son a ellos pecados de su Coharam. Y dize también que
Dios jamás perdona a los que tienen la maldición de sus padres.
Tienen una cosa, que no todos pueden entrar en la mezquita como
son: omiçidas, borrachos y hombres que tienen males contagio-
sos, logreros y, lo principal las mugeres37.

La administración de justicia y el ejército son otros dos capí-


tulos del Viaje de Turquía. El cuerpo de los jenízaros, formados con
jóvenes cristianos esclavizados por el sistema del devsirme y con-
vertidos al Islam, permitía al Sultán contar con un ejército fiel, sin
la presencia de clanes nobiliarios que podían convertirse en un gru-
po de presión contra el sultán. El Imperio otomano se caracteriza-
ba por ser una meritocracia, donde los cautivos o soldados podían
llegar al Gran Visirato e, incluso, casarse con una esposa de la fa-
milia del Sultán. Esta información está presente en los diálogos de
36 Ib., p. 54.
37 Ib., p. 392.

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este libro, donde Pedro de Urdemalas trata un retrato donde se


combina el desprecio por los enemigos, con la admiración por ha-
ber logrado los turcos convertirse en una potencia militar capaz
de tener a raya tanto a españoles como a persas:
JUAN.–Hartas veces duermen en el campo sin cama.
PEDRO.–Será por no la tener.
MATA.–¿Llevan putas?
PEDRO.–En todo el exérçito de ochenta mil hombres que yo
vi, no había ninguna. Es la verdad que, como son buxarrones y
llevan pajes hartos, no hazen caso de mugeres.
JUAN.–¿Ordenan bien su exérçito como nosotros?
PEDRO.–¿Por qué no? Y mejor. No son jente bisoña los que
gobiernan sino soldados viejos, y no tienen neçesidad de hazer
jente ninguna como acá, sino embía a llamar al beglerbei que ven-
ga luego a tal parte; luego éste llama sus santjaquesbaís, y los
santjaques sus capitanes; y en paz están tan aperçibidos como en
guerra, de manera que dentro de terçero dia que el beglerbey res-
çibe la carta del emperador tiene allegados veinte mil hombres
pagados, que no tiene que hazer otro sino partirse, y el que den-
tro de terçero día no paresçiere le sería cortada sin remisión la

IMAGEN 1. Anónimo, Turco fumando su pipa y acariciando a su paje.

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cabeza, diçiendo que a tantos años el señor le paga y el día que


le ha menester se esconde. Ochenta mill hombres vi que se jun-
taron dentro de quince días de como el Gran Turco determinó la
ida de Persia38.

La descalificación del enemigo es una práctica constante, en


este caso por tener prácticas homosexuales, un dato que aparece
también en el capítulo dedicado a las bodas, las mujeres y la indu-
mentaria, donde Pedro se mofa de que, a pesar de que velen a sus
esposas o incluso los altos cargos de la corte dispongan de harenes,
aquéllas sean capaces de salir de su encierro para engañarles: «La
mas çelosa jente son de quanta hay y con gran razón porque como
por la mayor parte todos son buxarrones ellas buscan su reme-
dio»39. La práctica de la sodomía es un tópico literario que aparece
también en las memorias de embajadores, viajeros, cautivos o his-
toriadores40. Se trata de un pecado contra Dios que les acercaba al
diablo en la tierra, siendo por tanto un crimen que llevaba a una
condena a muerte en las hogueras de la Inquisición41. De esta ma-
nera se demoniza al enemigo, a sus huestes y a su soberano, al que
a veces se le representa adquiriendo información del infierno.
Otro rasgo propio de la imagen del turco es la lascivia, la cual
paradójicamente será considerada a veces de manera positiva en
el Romanticismo, pero que en el Siglo de Oro era vista casi como
un rasgo de brutalidad, especialmente el hecho de tener varias mu-
jeres en un harén, convertidas en esclavas y sin que existiera con
ellas el vínculo de un contrato matrimonial. Ya en el Siglo de Oro
abundan las imágenes del turco encerrado en su harén, ávido de
placeres y de dinero. Este último aspecto tenía origen en el lucra-
tivo comercio que habían logrado a través de la venta de cautivos,
en el que los religiosos que servían de intermediarios se quejaban
de los chantajes, sobornos y mala fe por parte de las autoridades
otomanas en la redención de los prisioneros42.

38Ib., pp. 421-422.


39Ib., p. 440.
40 Sobre los testimonios de observadores europeos en Turquía puede consul-

tarse de Stephane YERÁSIMOS, Les voyageurs dans l’Empire Ottoman (XIVe-XVIe siècles)
bibliographie, itninérarires et inventaire des lieux habités, Ankara, Societé Turque d’-
Histoires, 1991; Jean EBERSOLT, Constantinople Byzantine et les Voyageurs du Levant,
París, Ernest Leroux, 1918 el capítulo III dedicado a los viajeros durante la segun-
da mitad del siglo XVI, pp. 93-115, y de Erhan AFIONCU, Osmanlı Tarihi Araştirma
Rehberi [Guía de estudios sobre la historia otomana antes del Tanzimat]. Estam-
bul, Yeditepe Yayınevi, 2007.
41 Albert MAS, o. c., vol. II, p. 327.
42 Ib., p. 312.

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IMAGEN 2. Selim II ve en sueños a la Guerra


que le aconseja que ataque Chipre.
Biblioteca Nacional de París.

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Como era lógico en el marco del enfrentamiento hispano-oto-


mano, la imagen que se creó en España de los turcos es bastante
negativa, desaconsejando el trato con ellos, al ser gente sin pala-
bra. Aquí se superponen las acusaciones a los bizantinos con las
de los otomanos, de ser tramposos, bribones y falsos43. Esto no es
todo. La altanería, el orgullo y la soberbia eran también cualida-
des que les caracterizaban, especialmente a su soberano, cuya mo-
narquía llevaba varios siglos sin querer emparentar con ninguna
otra de Europa, al no considerarlas de su mismo nivel. De todos
ellos sobresale Solimán el Magnífico, el gran rival de Carlos V44,
convertido en personaje de algunas comedias del Siglo de Oro como
en El cerco de Viena de Lope de Vega.
Legítimo descendiente
soy de la casa otomana
la más antigua del mundo,
la más venturosa en armas,
la más rica, la más fuerte
la más noble, la más alta,
la más llena de virtudes,
la más llena de alabanza,
sucesor soy de esta sangre,
Sultán Solimán me llaman,
el que rige más imperios,
que otros reinos tienen casas
África y Europa es mía
América tengo y Asia,
a Egipto llegan mis leyes
y hasta al Gran Cairo alcanzan
a Chipre gané y sus costas
Hungría me rinde parias
y desde el reino de Túnez
a lo más franco de Italia…
Cuanto tiene el mundo es mío
nada por ganar me falta:
España se me revela
Y vengo a ganar España45.

A lo largo del siglo XVI se consolida una imagen de los turcos


en España, fruto de las experiencias de los cautivos, memorias de
embajadores o traducciones de textos franceses o italianos. La
prueba está en que irrumpieron en nuestro imaginario colectivo

43Ib., pp. 324-325.


44Las vidas del Sultán y del Emperador tienen muchos datos en común, como
el hecho de que nacen, llegan al trono y mueren en fechas similares. Leopoldo RAN-
KE, Los imperios otomano y español en los siglos XVI y XVII, Madrid, Ducaznal, 1857.
45 Citado por Albert MAS, o. c., vol. II, p. 323.

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IMAGEN 3. Daniel Hopler (1470-1536). Retrato ecuestre de Solimán.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tanto a través de la literatura como de las fiestas populares del ba-


rroco. Los turcos eran para los españoles personas robustas, vigo-
rosas, de estatura alta, piel blanca y algunas veces dotados de ras-
gos físicos armoniosos, como recoge el Nuevo tratado de Turquía:
«Los turcos comúnmente son hombres de buen talle (no morenos
como los Moros sino blancos y de buenos rostros)»46. Aunque a ve-
ces aparecen turcos negros, color que se relacionaba con el diablo.
La imagen de los turcos estaba íntimamente relacionada con
la forma que tenían de afeitarse la barba y la cabeza, dejándose los
soldados un mechón en lo alto del cráneo, las barbas de los reli-
giosos y los bigotes que les daban un aspecto terrible en la con-
tienda como dice Sempere del asedio de Viena:
[…] D’allí las gentes turcas, fuertes, feas
qu’en boca sus mostachos apretavan
menazan la ciudad
Cargaron denodados tantos d’ellos
Mordiendo sus mostachos furiosos […]47.

La crueldad es otro rasgo que caracteriza al turco, algo natu-


ral teniendo en cuenta que en todo enfrentamiento se atribuyen re-
cíprocamente acusaciones de crímenes, atrocidades y toda clase de
actos violentos. En este contexto, ya desde la llegada a los Balca-
nes circulaban relatos de príncipes cristianos decapitados, a los
que habían arrancado los ojos o los prisioneros griegos que tras la
conquista de Constantinopla fueron despedazados y servidos en
bandejas, tal y como lo describe Vasco Díaz Tango en su Palino-
dia48. A todo ello hay que añadir un elemento propio de la mo-
narquía otomana: la llamada ley del fratricidio, por la cual tras la
muerte de un sultán se eliminaba a todos los posibles candidatos
al trono, dejando tan sólo al heredero. Entre el siglo XVI y el XVII
sesenta príncipes otomanos fueron asesinados de esta manera49,
llegando rápidamente estas noticias a las Cortes europeas a través
de los avisos de Levante, lo que hacía las delicias de los amantes
del morbo.
Los españoles sufrieron la violencia de los turcos en las islas
Baleares y en costa levantina, lugar frecuentado por los piratas de
las regencias berberiscas, por lo que muchos pueblos del litoral de
Valencia se encuentran a una distancia prudencial del mar. El mie-

46Citado por Albert MAS, o. c., vol. II, p. 299.


47Citado por Albert MAS, o. c., vol. II, p. 300.
48 Albert Mas, o. c., vol. II, p. 301.
49 Robert MANTRAN, Istanbul au siècle de Soliman le Magnifique. Mesnil sur l’Es-

trée, Hachette, 1994, p. 84.

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do a los turcos ha pasado al imaginario español, tal y como prue-


ban expresiones de todos conocidas como «Moros en la costa», por
el terror que había a ser esclavizado y terminar remando en las ga-
leras, en el harén como esclava o, peor aún, como eunuco. Algu-
nas de las creaciones literarias que inspiraron este miedo siguen
presentes en nuestra memoria:
Amarrado al duro banco
de una galera turquesa,
ambas manos en el remo
y ambos ojos en la tierra,
un forzado de Dragut
en la playa de Marbella
se quejaba al ronco son
del remo y de la cadena:

«¡Oh sagrado mar de España,


famosa playa serena,
teatro donde se han hecho
cien mil navales tragedias!,
pues eres tú el mismo mar
que con tus crecientes besas
las murallas de mi patria,
coronadas y soberbias,
tráeme nuevas de mi esposa,
y dime si han sido ciertas
las lágrimas y suspiros
que me dice por sus letras,
porque si es verdad que llora
mi cautiverio en tu arena,
bien puedes al mar del Sur
vencer en lucientes perlas.
Dame ya, sagrado mar,
a mis demandas respuesta,
que bien puedes, si es verdad
que las aguas tienen lengua,
pero, pues no me respondes,
sin duda alguna que es muerta,
aunque no lo debe ser,
pues que vivo yo en su ausencia.
¡Pues he vivido diez años
sin libertad y sin ella,
siempre al remo condenado
a nadie matarán penas!».

La Santa Liga y la batalla de Lepanto


La llegada al trono de Felipe II en 1555 supone una continua-
ción de la política de su padre contra Francia, la Reforma y los tur-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

cos, aunque, al no ser reconocido como Emperador de Alemania,


se abandona el frente de centroeuropa para concentrarse en el Me-
diterráneo50. Así, tras poner fin a la contienda con Francia en 1559,
una serie de pactos con el Papa, Génova y Venecia hacen que se for-
me la Santa Liga que, al mando de su hermanastro Don Juan de
Austria, acabó con la flota otomana en Lepanto el 7 de octubre
de 1571. Según los cálculos más prudentes, los turcos tuvieron
25.000 hombres muertos y 500 prisioneros. Doce mil cautivos en-
cadenados al remo recobraron la libertad. Las pérdidas de los alia-
dos no llegaron a 8.000 hombres; de ellos 2.000 españoles, 800
romanos y los demás venecianos, lo cual se explica por la supe-
rioridad de los cristianos en las armas de fuego y por el exclusivo
uso que de ellas hacían sin servirse de arcos ni de flechas. La ar-
mada otomana estaba destruida. De las 250 galeras que habían to-
mado parte en la acción, solamente 32 lograron escaparse; 130 fue-
ron capturadas y repartidas entre los vencedores, y las demás
echadas a pique o quemadas. Los aliados sólo perdieron quince ga-
leras, aunque serían en mayor número las que sufrieron grandes
averías. A bordo de las naves turcas se halló inmenso botín de oro,
joyas y brocado, y se afirma que la galera capitana contenía la con-
siderable suma de 70.000 cequíes de oro.
La victoria de Lepanto levantó la moral de los españoles, cu-
yos ejércitos se habían llevado la peor parte en la mayoría de los
enfrentamientos contra los otomanos. En este contexto Suárez de
Figueroa recuerda a sus compatriotas que los turcos solamente ha-
bían sido derrotados por Tamerlán y Don Juan de Austria. Al mis-
mo tiempo, cuando llegaron los trofeos de Lepanto pudieron ad-
mirar el estandarte de Alí Pachá, bordado en letras de oro, cuyo
significado fue traducido y expuesto a Felipe II, así como sus ves-
tidos, un farol de la galera capitana otomana, armas, armaduras y
otros objetos exóticos y de lujo que se exhibieron como demostra-
ción del poderío español. Muchos de estos objetos se distribuyeron
por la Península Ibérica sirviendo de adorno, como es el caso de
la colegiata de Villagarcía de Campos en Valladolid, el pueblo don-
de Magdalena de Ulloa educó a Don Juan de Austria, de cuya bó-
veda cuelgan todavía los pendones de la flota otomana. Otro ejem-
plo es la túnica escarlata de Ali Pachá, ofrecida a la Virgen de los
Remedios de Valencia y reutilizada como pie de altar. La historia
no termina aquí, ya que un siglo más tarde sirvió de fuente de ins-
piración de obras de poesía religiosa:

50 Este tema ha sido tratado de manera magistral por Ferdinand BRAUDEL en

El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II. México, FCE, 1976.

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P. MARTÍN ASUERO LA LUCHA CONTRA EL TURCO: DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

Por eso aquí de Alí Bajá vencido,


Clámide, aljuba o militar vestido,
Agradecida ofrenda, fiel memoria
Al Virgíneo esplendor de esta victoria
frontal de rayos de oro, en cielo rojo,
y hace el pie de altar como despojo51.

Sin embargo, tres años después de la gesta de la Santa Liga,


los turcos se habían recuperado y logrado la cesión de la isla de
Chipre por parte de Venecia, que no dudó en volver a hacer las pa-
ces con la Sublime Puerta para disgusto del Papa y del Empera-
dor. Tal y como se mantiene en la tradición turca Lepanto fue como
si les cortaran la barba, la cual vuelve a crecer más fuerte; pero
Chipre fue como la amputación de un brazo, que ya no vuelve a
crecer52.
Lo cierto es que la batalla de Lepanto tuvo un gran impacto en
la sociedad española e italiana. Por su parte, la Iglesia instituyó la
fiesta del Santo Rosario el mismo día de la victoria, el 7 de octu-
bre, atribuyendo el éxito de la Santa Liga a un milagro de esta prác-
tica religiosa, y añadió a la letra de su letanía el Auxilium Chris-
tianorum. El pintor Tiziano, al final de sus días y casi ciego, cogió
de nuevo sus pinceles para consagrase a su última obra, y son mu-
chos los tapices que muestran al turco derrotado en Lepanto. La
contienda produjo también sus frutos literarios. Torcuato Tasso
compuso la Jerusalén liberada, en una clara referencia a la Santa
Liga como continuación del espíritu de cruzada. Rufo Gutiérrez,
poeta cordobés, dedicó al triunfo de Lepanto el poema La Austría-
da; y Herrera compuso la más hermosa de sus canciones y una oda
a D. Juan de Austria53. En el teatro, los turcos aparecen en nume-
rosos autos sacramentales de Pedro Calderón de la Barca o en co-
medias de Lope de Vega, quien dedicó entre 1588 y 1611 una aten-
ción especial al tema del saqueo de pueblos cristianos por corsarios
otomanos en obras como El Grao de Valencia, La pobreza estima-
da, La Santa Liga, Los esclavos libres, La doncella Teodor y otras.
Donde literatura y realidad se juntan es en la obra de Miguel
de Cervantes, uno de los participantes de la batalla de Lepanto y
que, a pesar de ser herido en el brazo, posteriormente acompañó

51 Albert MAS, o. c., vol. I, pp. 509-510.


52 Véase de Halil INALCıK, «El imperio Otomano y España en el Mediterráneo
(1551-1571). Lepanto en los documentos otomanos», en Pablo MARTÍN ASUERO, Muk-
kader YAYCIOGLU y Paulino TOLEDO (eds.), o. c., pp. 11-22.
53 Sobre los turcos en la literatura española del Siglo de Oro el mejor estudio

sigue siendo el de Albert Mas, sobre la versión poética véase de José LÓPEZ DE TORO,
Los poetas de Lepanto, Madrid, CSIC, 1950.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

IMAGEN 4. Regreso de Don Juan de Austria a Mesina


tras la victoria de Lepanto.
Grabado de la Felicísima victoria de Jerónimo de Corterreal.

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P. MARTÍN ASUERO LA LUCHA CONTRA EL TURCO: DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

IMAGEN 5. Paolo Veronese, Batalla de Lepanto, 1572.


Academia de Venecia.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

a Don Juan de Austria en la toma de Túnez54. Si bien Miguel de


Cervantes no escribió sobre sus experiencias en tales combates, sí
lo hacen sus personajes, como se puede apreciar en el Quijote:
Digo, en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada [7
de octubre de 1571] ya hecho capitán de infantería, a cuyo hon-
roso cargo me subió mi buena suerte, más que mis merecimien-
tos. Y aquél día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque
en él se desengañó el mundo y todas las naciones del error en que
estaban, creyendo que los turcos eran invencibles por la mar, en
aquel día, digo, donde quedó el orgullo y la soberbia otomana
quebrantada, entre tantos venturosos como allí hubo –porque más
ventura tuvieron los cristianos que allí murieron que los que vi-
vos y vencedores quedaron– yo sólo fui el desdichado, pues, en
cambio de lo que pudiera esperar, si fuera en los romanos siglos,
alguna naval corona, me vi aquella noche que siguió a tan famo-
so día con cadenas a los pies y esposas en las manos55.

Sin embargo, poco después de Lepanto la situación geopolíti-


ca cambia y la llamada del Papa a favor de la unidad de los cris-
tianos queda sin respuesta en naciones como Francia, Polonia o
Portugal, que ven como la monarquía hispánica se fortalece y Fe-
lipe II se podía convertir en el árbitro de Europa. En este contex-
to, Don Juan de Austria volvió a la península y Miguel de Cervan-
tes decidió poner fin a su carrera militar y regresar a casa con tan
mala fortuna de que la nave en la que retornaba fue capturada y
los turcos encontraron entre sus pertenencias cartas de recomen-
dación firmadas por importantes personalidades de la Corte. De
esta manera se convertía en un rico botín y tuvo que pasar cinco
años en Argel hasta que se reunió la suma convenida. Su estancia
en el Norte de África y su conocimiento de la realidad otomana es
un rasgo frecuente en su obra, donde turcos, renegados, moriscos
y cautivos aparecerán en comedias como La Gran Sultana, Los Tra-
tos de Argel, Los Baños de Argel y en novelas como Los Trabajos de
Persiles y Segismunda o El Quijote. Esta última obra contiene la
narración de un cautivo de León, un renegado de Murcia y una
mora, Zaida, que enamorada del cristiano leonés terminará abju-
rando de su fe musulmana.

54 Fernando FERNÁNDEZ LANZA, «Estancias Italianas de Cervantes (1569 1575),

El Mediterráneo en tiempos de Selim II y Felipe II», en Pablo MARTÍN ASUERO, Muk-


kader YAYCIOGLU y Paulino TOLEDO (eds.), o. c., pp. 165-186.
55 CERVANTES, Don Quijote de la Mancha, 2 vols. Madrid. Cátedra, 1981 edición

de John JAY ALLEN, pp. 455-456. El tema de Cervantes y su cautiverio ha sido tra-
tado por Emilio SOLA y José Javier DE LA PEÑA, Cervantes y la Berbería. Madrid, FCE,
1995.

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IMAGEN 6. Cesare Vecelio, Azape o arquero de galera


en Degli habiti arntichi et moderni, Venecia 1590.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Los dos imperios tras Lepanto


A partir de los sucesos de los años de 1570 la situación queda
en un status quo en la que turcos y españoles no vuelven a en-
frentarse ni a ampliar sus fronteras cada uno a costa del otro. Pero
no todo fue guerra contra los turcos. Hubo una tregua firmada en
Estambul en 157856, donde se negoció el intercambio de los pri-
sioneros de Lepanto, que durará hasta 158457. La guerra turco-per-
sa y el hecho de que Felipe II se hiciera con el trono de Portugal
en 1580, cambia la orientación del Mediterráneo al Atlántico mar-
cado con algún que otro episodio nefasto como el intento de con-
quistar Gran Bretaña con la Armada Invencible en 1588.
La lucha contra los musulmanes vuelve a surgir con la expul-
sión de los moriscos a principios del siglo XVII, desapareciendo de
la poesía y la novela en las siguientes décadas y manteniéndose en
el teatro, aunque más por tratar de episodios de la historia como
el cerco de Viena o Tamerlán que por ser representativos de acon-
tecimientos contemporáneos. También persisten en las fiestas po-
pulares del barroco como las de 1622, con ocasión de la canoni-
zación de San Ignacio de Loyola y de San Francisco Javier, que
contaron con una batalla naval entre galeras españolas y otoma-
nas; o los desfiles donde personajes ataviados de turcos causaban
admiración por el lujo de las indumentarias58; y en las anterior-
mente mencionadas fiestas de moros y cristianos, las cuales tenían
lugar tanto en la península como en Hispanoamérica59.
Ambos imperios inician su declive en el siglo XVII, en el que no
lograrán ampliar sus territorios ni serán capaces a veces de some-

56 José Manuel FLORISTÁN, «Vacilaciones de la política española frente a Tur-

quía en la época de Felipe II: entre el sabotaje encubierto y la tregua vergonzan-


te», en Pablo MARTÍN ASUERO (ed.), o. c., pp. 207-227.
57 Véase de M. J. RODRÍGUEZ SALGADO, Felipe II, el «Paladín de la Cristiandad»

y la paz contra el Turco. Universidad de Valladolid, 2004.


58 Albert MAS, o. c., vol. I, pp. 510-511.
59 Ese es el caso de las de la isla de Quenac en Chile, donde los cristianos se

enfrentaban a los moros que, tras robar el Madero de la Cruz, este estaba en po-
sesión de su rey, el cual no era otro que el Sultán Turco Solimán, por lo que se en-
frentaban a él para recuperarlo. Los moros terminan por reconocer la supremacía
de la fe cristiana, abjuran y se bautizan. Al final todos se abrazan y entonan cán-
ticos a Dios y a la Virgen del Socorro, patrona de la villa. Fiestas con argumentos
similares tenían lugar en Cuzco, en el carnaval de Ouro en Bolivia y otros lugares
de Venezuela, Guatemala, Colombia y Ecuador. Constantino CONTRERAS, «Teatro fol-
klórico: una representación de moros y cristianos», en Estudios Filológicos, Uni-
versidad Austral de Chile, C. I, 1965, pp. 81-89. Agrdezco a Paulino Toledo esta re-
ferencia.

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P. MARTÍN ASUERO LA LUCHA CONTRA EL TURCO: DE LOS ALMOGÁVARES A LEPANTO

ter o defender sus posesiones. La guerra entre España y Turquía


se mantuvo en el mar a través del corso y de la piratería, habrá
que esperar a que se produzca un cambio de dinastía en España y
que Turquía sufra un importante derrota naval, esta vez contra Ru-
sia, para que Carlos III logre en 1782 la paz con el Imperio Oto-
mano, acabando así con un enfrentamiento que había durado más
de dos siglos y medio. A partir de este momento, España y Turquía
se acercaron a la órbita de las potencias liberales que reconocie-
ron a Isabel II, la reina niña, y apoyaron a los turcos en Crimea
contra los rusos. España cumplió lo firmado en sus tratados con
la Sublime Puerta a lo largo de la cuestión de Oriente y, dada su
neutralidad en la I Guerra Mundial, sirvió de mediadora a los paí-
ses en conflicto. Es más, San Sebastián fue el lugar elegido para
que el Encargado de Negocios turco entregara en nombre del Go-
bierno otomano una nota para que el Gabinete español la trasmi-
tiera al presidente de los Estados Unidos solicitando el restableci-
miento de la paz 14 de septiembre de 1918; un mes más tarde se
reunían en Modros y firmaban el armisticio60.

60 Pablo MARTÍN ASUERO, Viajeros hispánicos en Estambul, de la cuestión de

Oriente al reencuentro con los sefardíes (1784-1918). Estambul, Isis, 2005, p. 29.

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EL REBELDE FLAMENCO, ¿«ENEMIGO DE ESPAÑA»?


SOBRE LOS ORÍGENES
Y LA PERSISTENCIA DE UN ESTEREOTIPO

ANTONIO SÁEZ ARANCE


Universidad de Colonia

En 1970, el entonces joven historiador británico Geoffrey Par-


ker publicó un artículo en la revista Past and Present que habría
de revolucionar en cierta medida el panorama de la investigación
acerca de las relaciones entre España y los Países Bajos en la épo-
ca de los Austrias. El artículo se titulaba, coincidiendo parcialmen-
te con este volumen, «España, sus enemigos y la Revuelta de los
Países Bajos, 1559-1648», y suponía un primer intento, desde fue-
ra del ámbito académico de las «naciones» implicadas (España,
Bélgica, Holanda) y de sus respectivas tradiciones historiográficas,
de des-esencializar la narrativa sobre las llamadas «Guerras de
Flandes» e inscribirla en una dinámica secular de polarización de
la política europea1. Una polarización, según Parker, en la que con-
fluían factores dinásticos, confesionales y, muy fundamentalmen-
te, logístico-estratégicos, y en la que el sentimiento de pertenencia
nacional, lejos de ser premisa de los diversos conflictos planteados,
se presentaba más bien como (posible) resultante de los mismos.
Los «enemigos de España» a los que se refería Parker no eran pre-
cisamente los «flamencos» o, para ser históricamente más correc-
tos, los habitantes de los Países Bajos, o «neerlandeses», sino el
Rey de Francia, la Reina de Inglaterra y la Sublime Puerta, es de-
cir, las potencias europeas y/o mediterráneas que tuvieron la ha-
bilidad de integrar en sus estrategias político-militares el comple-
jísimo tema de los Países Bajos, conscientes de las limitaciones
materiales de una Monarquía programática, pero también fáctica-
mente universal, como la de Felipe II. Y, viceversa, la política del

1 Geoffrey PARKER, «Spain, her Enemies and the Revolt of the Netherlands,

1559-1648», Past and Present, 49 (1970), pp. 72-95, publicado en castellano en dos
traducciones distintas: como «España, sus enemigos y la rebelión de los Países Ba-
jos, 1559-1648», en John H. ELLIOTT (ed.), Poder y sociedad en la España de los Aus-
trias, Barcelona, Crítica, 1982, pp. 115-144, y como «España, sus enemigos y la re-
vuelta de los Países Bajos, 1559-1648», en el volumen recopilatorio de Geoffrey
PARKER, España y los Países Bajos, 1559-1659, Madrid, Rialp, 1986, pp. 17-51, con
el añadido de una breve introducción del autor.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Rey Católico en Flandes, incluyendo sus aspectos más represivos,


deviene algo más inteligible en el contexto de una «grand strategy»
filipina que trasciende la mera disputa entre potencias religiosa y
políticamente enemistadas2.
La línea de investigación abierta por Parker en 1970, que ten-
dría su continuidad en otros artículos y sobre todo en su «clásico»
The Dutch Revolt de 1977, se ha consolidado definitivamente como
la única viable, tanto más en un panorama disciplinario cada vez
más abierto a enfoques transnacionales3. Y en este tema, cierto es,
por su propia naturaleza se supone que no puede caber ningún
otro enfoque que aquél que integre las diversas perspectivas de los
actores. Sin embargo, la misma historia de la recepción de sus tra-
bajos demuestra la extraordinaria perdurabilidad y resistencia de
los esquemas interpretativos de las historiografías nacionales sur-
gidas en el siglo XIX. En la España de los años setenta, con una in-
vestigación mayoritariamente volcada en temas de Historia Social
y Económica, y diseñada a menudo a escala regional, las noveda-
des aportadas por el autor británico tampoco podían causar de-
masiada conmoción, y de hecho la traducción castellana de The
Dutch Revolt se demoró nada menos que doce años, hasta 1989,
coincidiendo con una cierta recuperación del interés por la historia
política de la Monarquía Hispana, entendida ésta en su pluralidad
de reinos y territorios4. En los Países Bajos, por el contrario, las
reacciones a la interpretación de Parker fueron inmediatas y mu-
cho más controvertidas, y no faltaron historiadores, especialmen-
te holandeses, que lo acusaron de mantener posiciones excesiva-
mente comprensivas, incluso empáticas, con el bando español5.

2 Geoffrey PARKER, The Grand Strategy of Philip II, New Haven, Yale UP, 1998

(versión castellana: La gran estrategia de Felipe II, Madrid, Alianza, 1998); ÍDEM, The
World is Not Enough: The Imperial Vision of Philip II of Spain, Waco (Texas), Bay-
lor UP, 2000.
3 Geoffrey PARKER, The Army of Flanders and the Spanish Road (1567-1659),

the Logistics of Spanish Victory and Defeat in the Low Countries’ Wars, Cambridge,
CUP, 1972 (versión castellana: El Ejército de Flandes y el Camino Español 1567-1659,
Madrid, Alianza Editorial, 1985); ÍDEM, «The Dutch Revolt and the Polarization of
the International Politics», Tijdschrift voor Geschiedenis, 39 (1976), pp. 429-444, in-
cluido en Geoffrey PARKER y L. SMITH (eds.), The General Crisis of the XVIIth Century,
Londres, Routledge, 1978, pp. 57-82, y traducido en ÍDEM, España y los Países Ba-
jos, 1559-1659, pp. 81-111; ÍDEM, The Dutch Revolt, Londres, Allen Lane 1977.
4 Geoffrey PARKER, España y la rebelión de Flandes, Madrid, Nerea, 1989.
5 Vid. al respecto Simon GROENVELD, «Image and Reality: The Historiography

of the Dutch Revolt against Philip II» (1984), en Hugo DE SCHEPPER y Peter J. A. N.
RIETBERGEN (eds.), España y Holanda. Ponencias de los coloquios hispano-holande-
ses de historiadores / Handelingen van de nederlands-spaanse historische colloquia,

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A. SÁEZ ARANCE EL REBELDE FLAMENCO, ¿«ENEMIGO DE ESPAÑA»?

Para poder entender estas críticas hay que remontarse al si-


glo XIX, cuando se produjo el nacimiento de la ciencia histórica
con una clara funcionalidad legitimadora respecto a los incipien-
tes estados nacionales europeos, una circunstancia de la que los
Países Bajos participaron de forma harto compleja, debido a la co-
existencia en su seno de realidades políticas y socioculturales (lin-
güísticas, confesionales) muy distintas. Es éste el contexto que con-
diciona decisivamente la formulación de los grandes relatos
nacionales y la atribución de papeles más o menos convenciona-
les a sus protagonistas6. Así, en los Países Bajos meridionales, muy
mayoritariamente católicos, tras la independencia del Reino de Bél-
gica en 1831, los historiadores no tardaron en emprender la bús-
queda, más o menos infiltrada de romanticismo, de «les Belges
avant la Belgique», si bien es cierto que este desarrollo, que se plas-
mó especialmente en un muy patriótico interés por los logros «na-
cionales» en el terreno de la cultura y las artes, no se caracterizó
particularmente por el cultivo de un discurso antiespañol7. Muy
distinta se presentaba la situación en el Norte, no total, pero sí pre-
dominantemente protestante. Desde la perspectiva de la historia
nacional del Reino de los Países Bajos, la llamada «vaderlandse ges-
chiedenis» (literalmente «Historia de la Patria»), la revuelta, el
«Opstand», y la subsiguiente «Guerra de los Ochenta Años» («Tach-
tigjarige Oorlog») contra «España» poseían un valor eminente
como fundamentos históricos de la autoconciencia nacional8. Los
distintos modelos interpretativos vigentes allí hasta la década de

Madrid/Nimega, Comité Español de Ciencias Históricas, 1993, pp. 37-80, 65 y ss.,


n. 31; Guido DE BRUIN, «De geschiedschrijving over de Nederlandse Opstand», en
W. W. MIJNHARDT (ed.), Kantelend geschiedbeeld. Nederlandse historiografie sinds
1945, Utrecht/Amberes, Spectrum, 1984, pp. 48-82.
6 En general, sobre la genesis histórica y plasmación literaria de estereotipos

y caracteres nacionales, vid. Manfred BELLER y Joep LEERSSEN (eds.), Imagology:


The Cultural Construction and Literary Representation of National Characters. A Cri-
tical Survey, Amsterdam/Nueva York, Rodopi, 2007; también Joep LEERSSEN, Na-
tional Thought in Europe: A Cultural History, Amsterdam, University Press, 2006.
7 Sobre cómo esta búsqueda llega a alcanzar el estatus de programa político-

cultural de la nación belga vid. Hans-Joachim LOPE, «Zur Diskussion um die Iden-
tität der Belgier im Umfeld der Revolution von 1830», en Bernhard GIESEN (ed.),
Nationale und kulturelle Identität, Studien zur Entwicklung des kollektiven Bewuss-
tseins in der Neuzeit 1, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1991, pp. 426-450. Del mis-
mo autor, un caso ejemplar: «Gottfried von Bouillon und die Belgier des 19. Jahr-
hunderts», en Helmut BERDING (ed.), Mythos und Nation. Studien zur Entwicklung
des kollektiven Bewusstseins in der Neuzeit 3, Fráncfort del Meno, 1996, Suhrkamp,
pp. 185-197.
8 Ellen KROL, «Dutch», en Manfred BELLER y Joep LEERSSEN (eds.), Imagology,

pp. 142-145.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

1960 podían diferir en el énfasis otorgado al factor religioso o al


político como causa última del levantamiento antiespañol, pero
coincidían en cualquier caso en extender su validez a la totalidad
de una «nación neerlandesa» históricamente ficticia9. Y además, al
prescindir de cualquier consideración transnacional en sus plan-
teamientos, contribuían indirectamente a la continuidad de imá-
genes estereotípicas sobre la época, cuando no las integraban di-
rectamente en el relato10. Una diferencia significativa respecto al
caso belga fue en todo caso la posibilidad mucho más inmediata
de los historiadores holandeses de recurrir a un surtido arsenal et-
nosimbólico, originado en la misma época de la Revuelta, que in-
cluía desde pasquines y panfletos antiespañoles a las canciones de
los llamados «mendigos del mar» (watergeusen), y que, lejos de ser
funcionalmente degradable al papel de mera «propaganda», aca-

9 Las raíces de esta interpretación se hallan en parte fuera de las fronteras de

los Países Bajos, concretamente en la elaboración historiográfico-literaria de Frie-


drich von Schiller (Geschichte des Abfalls der vereinigten Niederlande von der spa-
nischen Regierung, Weimar, 1788). Sobre su carácter aún dominante en la investi-
gación vid. Dirk M ACZKIEWITZ , Der niederländische Aufstand gegen Spanien
(1568-1609). Eine kommunikationswissenschaftliche Analyse, Münster, Waxmann
2005, pp. 9 y ss. Los tres principales modelos interpretativos dentro de la historio-
grafía neerlandesa podrían resumirse de la siguiente manera: a) una corriente fuer-
temente influida por el calvinismo, fundada por G. Groen van Prinsterer (1801-
1876), y que implicaba a su vez una línea de continuidad con las pautas históricas
de legitimación de la protesta contra la dominación católica y española durante los
siglos XVII y XVIII («revuelta haec religionis ergo»); b) una corriente liberal, liderada
por R. C. Bakhuizen van den Brink (1810-1865), para la que la causa última de la
lucha contra España habría sido la resistencia de una supuesta «burguesía» neer-
landesa contra el feudalismo y el absolutismo encarnado por Felipe II («revuelta
haec libertatis ergo»); c) una interpretación genuinamente nacional de la Revuelta,
que la entiende como respuesta a una dominación extranjera (en el sentido espe-
cíficamente nacionalista de «Fremdherrschaft»), y ejemplificada por las obras de
Robert Fruin (1823-1899). Elementos nacionalistas se encuentran también, si bien
con otros matices, en la obra de Pieter Geyl (1887-1966), el historiador de la Re-
vuelta más influyente durante el siglo XX, cuya comprensión culturalista del hecho
nacional, sin embargo, ampliaba la perspectiva más allá de las fronteras del Reino
de los Países Bajos. Vid. GROENVELD, «Image and Reality», especialmente pp. 37-45.
Un ejemplo de la pervivencia de este paradigma en la historiografía neerlandesa:
Anton van der Lem, Opstand! Der Aufstand in den Niederlanden. Egmonts und Ora-
niens Opposition, die Gründung der Republik und der Weg zum Westfälischen Frie-
den, Berlín, Wagenbach, 1996.
10 Una reconstrucción del sugimiento de estas imágenes mutuas en Marijke

MEIJER-DREES, Andere landen, andere mensen. De beeldvorming van Holland versus


Spanje en Engeland omstreeks 1650, La Haya, Sdu uitgevers, 1997; Yolanda RODRÍ-
GUEZ PÉREZ, De Tachtigjarige Oorlog in Spaanse ogen: de Nederlanden in Spaanse his-
torische en literaire teksten (circa 1548-1673), Nimega, Vantilt, 2003.

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A. SÁEZ ARANCE EL REBELDE FLAMENCO, ¿«ENEMIGO DE ESPAÑA»?

baría constituyendo el sustrato de una emergente conciencia na-


cional11.
La constelación descrita no sólo ha condicionado, tanto en Es-
paña como en los Países Bajos, las prioridades temáticas de la in-
vestigación histórica, sino que ha determinado también los contor-
nos de un imaginario política y culturalmente relevante. Cualquiera
que piense en la historia de los Países Bajos en la Edad Moderna,
como español, y probablemente mucho más aún como belga u ho-
landés, se topará con un conjunto de escenas, predominantemen-
te violentas, transmitidas e interiorizadas durante su formación es-
colar, escenas entre las que sin duda destacan la decapitación de
los aristócratas Hoorn y Egmont en la Grande Place de Bruselas en
junio de 1568, la ejecución secreta de Montigny en el castillo de
Simancas o la «spaanse furie», es decir, el saqueo de la ciudad de
Amberes por parte de los tercios amotinados en noviembre de 1576.
Y en el centro del escenario, sin ninguna duda, se halla la figura
siniestra de don Fernando Álvarez de Toledo, tercer Duque de
Alba12.
Desde España, si bien es cierto que sólo las generaciones de
mayor edad tuvieron contacto intenso con el modelo de historia
escolar practicado durante el Franquismo, con su glorificación de
los momentos imperiales de la historia patria y su impregnación
genuinamente nacional-católica en el tratamiento de los conflictos
interconfesionales de los siglos XVI y XVII, también se sigue presu-
poniendo hasta hoy la existencia de un sentimiento antiespañol en

11 Hasta el punto de que algunos especialistas como Hans-Ulrich Wehler lle-

gan a considerar a los Países Bajos, en el contexto de la revuelta contra Felipe II,
como ejemplo de un incipiente nacionalismo moderno. Vid. Hans-Ulrich WEHLER,
Nationalismus. Geschichte, Formen, Folgen, Múnich, Beck, 2001, pp. 18-19. Sobre
las distintas formas de propaganda vid. Pieter A. M. GEURTS, De Nederlandse Ops-
tand in de pamfletten 1566-1584, Nimega, Centrale Drukkerij, 1956; Daniel R. HORST,
De Opstand in zwart-wit. Propagandaprenten uit de Nederlandse Opstand (1566-1584),
Zutphen, Walburg Pers, 2003, así como los trabajos incluidos en el número mono-
gráfico de la revista De zeventiende eeuw (10/1 (1994)), dedicado al tema de la Re-
vuelta de los Países Bajos desde la perspectiva de la Historia Cultural.
12 Por ejemplo, el escritor holandés Cees Nooteboom, buen conocedor de la

realidad española, se ha referido a la perdurabilidad y a las implicaciones políticas


de estas imágenes: Cees NOOTEBOOM, «Könige und Zwerge» (1983), en ÍDEM, Der
Umweg nach Santiago, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1996, pp. 142-154, 148 y ss.
El juicio sobre el monarca español, percibido como una suerte de «araña en su
red», no puede ser más claro: «para nosotros los holandeses, Felipe fue [conside-
rado siempre] un tirano cruel, y punto». Más allá del caso neerlandés, un análisis
de los tópicos antiespañoles de la práctica escolar en Jesús TRONCOSO GARCÍA, «En-
fatemática del antiespañolismo en los textos de historia en países europeos y ame-
ricanos», Ámbitos, 6 (2001), pp. 143-169.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

los Países Bajos, y ello sin excesiva diferenciación entre los diver-
sos estados surgidos de éstos. Pero esta presuposición se funda-
menta en buena parte en la proyección de los «demonios familia-
res» propios. En términos generales, es cierto que la Leyenda Negra
española ha servido durante un tiempo como seña de identidad na-
cional para belgas y holandeses13. Pero no lo es menos que sus efec-
tos inmediatos sobre las «imágenes del otro» resultan a estas altu-
ras casi inapreciables. En Bélgica, por ejemplo, un examen de los
manuales de historia utilizados en la enseñanza desde mediados
del siglo XIX muestra efectivamente cómo los acentos negativos su-
peran ampliamente a los positivos en cuanto a la caracterización
de la presencia española en los Países Bajos y, sobre todo, de su fi-
gura más señera, el Duque de Alba14. Sin embargo, esta insisten-
cia en los aspectos más polémicos de la relaciones hispano-fla-
mencas se concentra en las décadas inmediatamente posteriores a
la independencia del estado belga y queda muy matizada por el
trabajo de la historiografía y el hispanismo del siglo XX15. La anéc-

13 K. W. SWART, «The Black Legend during the Eighty Years War», en John

SELWYN BROMLEY y Ernst HEINRICH KOSSMANN (eds.), Britain and the Netherlands,
Volume V. Some Political Mythologies, Papers delivered to the Fifth Anglo-Dutch His-
torical Conference, La Haya, Nijhoff, 1975, pp. 36-55; Judith POLLMANN, «Eine na-
türliche Feindschaft: Ursprung und Funktion der schwarzen Legende über Spanien
in den Niederlanden, 1560-1581», en Franz BOSBACH (ed.), Feindbilder. Die Darste-
llung des Gegners in der politischen Publizistik des Mittelalters und der Neuzeit, Co-
lonia/Weimar/Viena, Böhlau, 1992, pp. 73-93; Werner THOMAS, «1492-1992: hero-
pleving van de ‘Zwarte Legende’»?, Onze Alma Mater, 46/4 (1992), pp. 394-414; Dirk
MACZKIEWITZ, Der niederländische Aufstand, pp. 256-264.
14 Acerca de la imagen del Duque de Alba en los Países Bajos meridionales vid.

Lieve BIEHELS, «El duque de Alba en la conciencia colectiva de los flamencos», Foro
Hispánico, 3 (1992), pp. 31-43.
15 Sobre la situación de partida vid. Jacobus WILHELMUS SMIT, «The Present

Position of Studies Regarding the Revolt of the Netherlands», en John SELWYN BROM-
LEY y Ernst HEINRICH KOSSMANN (eds.), Britain and the Netherlands, Volume I. Pa-
pers Delivered to the Oxford-Netherlands Historical Conference 1959, Londres, Chat-
to & Windus, 1960, pp. 11-28; Guido DE BRUIN, «De geschiedschrijving over de
Nederlandse Opstand», in: Historiografie sinds 1945, Utrecht/Amberes, 1983, pp. 48-
82; Groenveld, «Image and Reality«; A. F. MELLINK, «De Nederlandse Opstand in de
geschiedbeoefening door buitenlanders 1885-1985», Bijdragen en mededelingen be-
treffende de geschiedenis der Nederlanden, 100 (1985), pp. 606-617; Henk F. K. VAN
NIEROP, «De troon van Alva. Over de interpretatie van de Nederlandse Opstand»,
Bijdragen en mededelingen betreffende de geschiedenis der Nederlanden, 110 (1995),
pp. 205-223; Jan LECHNER, «L’image de l’Espagne aux Pays Bas, 1824-1945», en Hugo
DE SCHEPPER y Peter J. A. N. RIETBERGEN (eds.), España y Holanda, pp. 93-106, es-
pecialmente 104ss. Werner THOMAS, «La historiografia belga y el mundo hispáni-
co», en Robin LEFERE (ed.), Memorias para el futuro: I Congreso de Estudios Hispá-
nicos en el Benelux, Bruselas, Vrij Universiteit, 2005, pp. 159-183.

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A. SÁEZ ARANCE EL REBELDE FLAMENCO, ¿«ENEMIGO DE ESPAÑA»?

dota recurrente de la invocación al Duque de Alba cual «coco» asus-


taniños roza el estatus de «leyenda urbana» y, caso de tener algún
trasfondo real, éste se reduce más bien al ámbito de los Países Ba-
jos septentrionales («Holanda»), y especialmente a las regiones más
fuertemente impregnadas de tradición calvinista16. En la actuali-
dad, un análisis somero de la imagen de los españoles en Bélgica
y Holanda, factible por ejemplo a partir de las encuestas periódi-
cas del Eurobarómetro, permite constatar la importancia relativa-
mente marginal de los prejuicios hispanófobos, y ello seguramen-
te no tanto por un mejor conocimiento mutuo a través del turismo
o del intercambio cultural, sino sobre todo debido a la forma ex-
traordinariamente efectiva en que los alemanes, desde la II Guerra
Mundial, han sustituido a los españoles como principal referente
negativo de autoafirmación identitaria17.
Desde la perspectiva inversa, es precisamente la continuidad
en la percepción, si no necesariamente negativa, sí en todo caso
conflictiva, de los habitantes de los Países Bajos desde España la
que pone sobre la mesa la cuestión de en qué medida la moderni-
zación del discurso historiográfico no siempre va de la mano de

16 El ejemplo más característico de tradición popular con reminiscencias an-

tiespañolas es la figura del «Zwarte Piet» («Pedro el Negro»), el acompañante de tez


oscura de Santa Claus («Sinterklaas») en época prenavideña, que no asusta en este
caso por «traer» carbón a los niños traviesos, sino por llevárselos directamente a
España. En todo caso, y como en otras tradiciones de este tipo, la investigación an-
tropológica confirma que su popularización, sobre la base de rituales paganos muy
anteriores, sería producto del siglo XIX, y no tendría relación inmediata con los
acontecimientos históricos a los que hace referencia. Para los detalles, vid. John
HELSLOOT, «Sich verkleiden in der niederländischen Festkultur. Der Fall des ‘Zwar-
te Piet’», Rheinisches Jahrbuch für Volkskunde, 36 (2006), pp. 137-153. En otro pla-
no, el del «nacionalismo trivial» (Michael Billig) tan asociado al deporte, se pro-
duce un fenómeno muy similar: en España pocos comentaristas (y, probablemente,
aún menos aficionados) conocen el origen del concepto «furia española» como si-
nónimo del equipo nacional de fútbol. Tan belicosa denominación surgió en los
Juegos Olímpicos de Amberes en 1920, en los que debutó oficialmente la «selec-
ción», como referencia, mitad patriótica, mitad irónica, de la prensa local al saqueo
de 1576. Con el tiempo y la añoranza del éxito competitivo de los Zamora, Belauste,
Pichichi y compañía, la fórmula pasaría a formar parte hasta hoy del repertorio de
latiguillos del periodismo deportivo en España.
17 Si bien esto es válido en mucha mayor medida para Holanda que para Bél-

gica. Una buena síntesis sobre el tema en Horst LADEMACHER, Nederland en Duits-
land. Opmerkingen over een moeizame relatie, Nimega, Faculteit der Letteren Ka-
tholieke Universiteit, 1995; ÍDEM, Die Niederlande. Politische Kultur zwischen
Individualität und Anpassung, Berlín, Propyläen, 1993, pp. 568-569, con una com-
paración implícita de de la situación mental y de las actitudes de la población ne-
erlandesa ante la represión alemana en el período 1940-1945 y la acción del Tri-
bunal de los Tumultos en tiempos del Duque de Alba.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

una necesaria revisión de las imágenes y los mitos tradicionalmente


asentados en la conciencia colectiva. Mientras que la Historia Polí-
tica de la Monarquía Hispana puede presentar desde mediados de
los ochenta un balance altamente satisfactorio en cuanto a la di-
ferenciación de sus enfoques y, más concretamente respecto a nues-
tro tema, también en cuanto a la asunción de la complejidad de la
Revuelta, de su desarrollo muy heterogéneo en el plano regional y,
sobre todo, confesional18, resulta en cierta medida sorprendente
cómo algunos viejos tópicos vuelven a ponerse de moda. La razón
principal es que el rearme argumental del nacionalismo español
desde principios de los noventa no se ha caracterizado precisa-
mente por una renovación del discurso historiográfico, sino bien
al contrario por la renuncia expresa a distanciarse de los motivos
tradicionales del nacionalcatolicismo y de los paradigmas inter-
pretativos heredados del siglo XIX19. Es por ello que al socaire de
la coyuntura conmemorativa del cambio de milenio (centenarios
de Felipe II y Carlos V) ha podido promocionarse la recuperación
del panteón de glorias «imperiales» de los siglos XVI y XVII, aunque
sólo fuese en obras de divulgación de muy discutible valor, pero
sorprendente éxito comercial20.
Los tercios y sus campañas se han convertido incluso, gracias
a las publicaciones literarias de Arturo Pérez-Reverte y a su recrea-

18Como referencia básica para la historia política de la Monarquía: Pablo FER-


NÁNDEZ ALBALADEJO, Fragmentos de monarquía: Trabajos de historia política, Madrid,
Alianza Editorial, 1992. Sobre los Países Bajos, Jan JULIAAN WOLTJER, Tussen vrij-
heidsstrijd en burgeroorlog: over de Nederlandse opstand 1555-1580, Amsterdam, Ba-
lans, 1994; vid. también, concentrado en una biografía «ejemplar» del período, An-
tonio SÁEZ ARANCE, Humanismo entre la Teología y la Política. Benito Arias Montano
y sus «amigos» en España y los Países Bajos (1527-1598), Huelva, Universidad (en
prensa).
19 Antonio SAÉZ ARANCE, «Auf der Suche nach einem neuen ‘demokratischen

Zentralismus’? Nationalkonservativer Geschichtsrevisionismus im Spanien der


Jahrtausendwende», en Krzysztof RUCHNIEWICZ/Stefan TROEBST (eds.), Diktaturbe-
wältigung und nationale Selbstvergewisserung. Geschichtskulturen in Polen und in
Spanien im Vergleich, Wroclaw: Wydawnictwo Uniwersytetu Wroclawskiego 2004,
pp. 267-273; sobre el trasfondo ideológico de estas posiciones Xosé M. NÚÑEZ SEI-
XAS, «Conservadores y patriotas: el nacionalismo de la derecha española ante el si-
glo XXI», en Carlos TAIBO ARIAS (ed.), Nacionalismo español: esencias, memorias e
instituciones, Madrid, Los Libros de la Catarata, 2007, pp. 159-192, esp. 177 y s.
20 José Antonio VACA DE OSMA, El Imperio y la Leyenda Negra, Madrid, Rialp,

2004, amén de los correspondientes capítulos en recopilaciones de material perio-


dístico distribuídas en los circuitos editoriales del neonacionalismo español, v. gr.,
entre las más recientes, José Javier ESPARZA, La Gesta Española, Barcelona, Altera,
2007; Fernando DÍAZ VILLANUEVA, Nosotros los españoles. De los fenicios a la Guerra
de Cuba: 3000 años no es nada, Barcelona, Altera, 2008.

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ción cinematográfica reciente, en inusitado objeto de interés po-


pular21, con el resultado de que la reivindicación del heroico y ho-
norable combatiente español en la ficción conlleva inevitablemen-
te el recuerdo de su contraparte: un enemigo despiadadamente
consecuente en su resistencia, cruel, artero y guiado mucho más
que el capitán Alatriste y sus camaradas por el interés puramente
material22. Esto es: el prototipo del rebelde flamenco, precisamen-
te. Y no es casual que se vuelva a generalizar en este contexto, aho-
ra desde España, el concepto de «Guerra de Flandes (1568-1648)»,
enmascarando las obvias discontinuidades entre unas fases y otras
del conflicto. Con todo, la orientación apologética, más o menos
consciente, de esta narrativa neonacionalista se contrapone no tan-
to a la visión que belgas u holandeses puedan tener de los Tercios,
sino, más genéricamente, a la de una supuesta «historia oficial»

21 De ahí la abundancia de nueva literatura sobre el tema, recluido durante

mucho tiempo en el ámbito de la historiografía militar en sentido más estricto:


René QUATREFAGES, Los tercios, Madrid, Edición Ejército, 1983; ÍDEM, La revolución
militar moderna: el crisol español, Madrid, Ministerio de Defensa, 1996. Vid. ahora
Julio ALBI DE LA CUESTA, De Pavía a Rocroi. Los Tercios de infantería española en los
siglos XVI y XVII, Madrid, Balkan, 1999; Juan GIMÉNEZ MARTÍN, Tercios de Flandes,
Madrid, Falcata Ibérica, 1999; Fernando MARTÍNEZ LAÍNEZ y José María SÁNCHEZ DE
TOCA, Tercios de España. La infantería legendaria, Madrid, Edaf, 2006; Fernando
MARTÍNEZ LAÍNEZ, Una pica en Flandes. La epopeya del Camino Español, Madrid,
Edaf, 2007.
22 Las connotaciones nacionalistas de este acercamiento literario eran ya bien

patentes cuando aparecieron los primeros volúmenes de la serie. Describiendo a


los soldados de los Tercios, protagonistas y héroes de El sol de Breda, Pérez-Rever-
te apuntaba en 1998 que «… eran gente muy dura. Cuando España se va al diablo,
son los únicos que aguantan» (El País, 14-11-98). Curiosamente, el interés histo-
riográfico por los testimonios de los soldados españoles en Flandes surge por pri-
mera vez en el seno del hispanismo neerlandés, ya antes de 1936, si bien dentro del
propio esquema de comprensión nacional («Guerra de los Ochenta Años»), que aho-
ra se reimporta a España: Johan BROUWER, Kronieken van Spaansche soldaten uit
het begin van den Tachtigjarigen Oorlog, Zutphen, Thieme, 1933, reimpr. 1980. La
no muy abundante investigación sobre la percepción hispana del «carácter nacio-
nal» neerlandés se basa tanto en fuentes literarias (teatro, sobre todo), como en
este tipo de crónicas y «memorias»: J. C. M. BOEIJEN, «Een bijzondere vijand. Spaan-
se kroniekschrijvers van de Tachtigjarige oorlog over de Nederlandse volksaard»,
en Tussen twee culturen. De Nederlanden en de Iberische wereld 1550-1800, Nimega,
Nijmeeegse Publicaties Nieuwe Geschiedenis, 1988, pp. 1-10; Yolanda RODRÍGUEZ
PÉREZ, De Tachtigjarige Oorlog in Spaanse ogen; así como, de la misma autora, «Le-
ales y traidores, ingeniosos y bárbaros. El enemigo de Flandes en el teatro español
del Siglo de Oro», en AA.VV., Hazañas bélicas y leyenda negra. Argumentos escéni-
cos entre España y los Países Bajos/Hauts faits de guerre et légende noire. Mise en scè-
ne sur des thèmes entre l’Espagne et les Pays-Bas, Madrid, Fundación Carlos de Am-
beres, 2004, pp. 94-115.

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que se juzga acomplejada e ingrata con los logros de la propia na-


ción. Dejando aparte las implicaciones ideológicas de este fenó-
meno, su principal consecuencia historiográfica es la simplifica-
ción abusiva de un complejo secular de comunicación y relaciones
que van mucho más allá de lo puramente bélico.
En realidad, en el contexto de una larguísima tradición de con-
tactos entre ambos ámbitos culturales23, cuyo inicio se remonta a
los siglos XII-XIII, se suceden situaciones de conflicto entre flamen-
cos y castellanos (más que entre flamencos y «españoles»), en las
que se solapan líneas de adscripción identitaria muy diversas: las
dinásticas, las confesionales y las (proto)nacionales, de forma muy
variable en el tiempo y en cierto modo asimétrica. En primer lu-
gar, es importante recordar que el inicio de la percepción negati-
va de los flamencos en España es bastante anterior al estallido de
la revuelta y a la llegada del Duque de Alba a Flandes en 1567.
Fue el acceso de Carlos I al trono de Castilla, medio siglo an-
tes, el que marcó una cesura al respecto. El hecho de que el joven
Habsburgo (nacido en Gante y por tanto «flamenco» en el sentido
más estricto), actuase secundado por una «camarilla» de conseje-
ros originarios de los Países Bajos, y que éstos se comportasen de
modo arrogante y poco respetuoso con las instituciones locales, ge-
neró un enorme malestar entre los castellanos, cuyas consecuen-
cias son sobradamente conocidas. Sin necesidad de asumir en su
totalidad la interpretación de José Antonio Maravall, según la cual,
en el estallido de la rebelión de las Comunidades de Castilla, el mo-
mento de afirmación protonacional habría sido decisivo24, sí es
muy cierto que la actuación de «flamencos» como Chièvres, em-
peñado en el control, para sí mismo y su facción cortesana, de to-
dos los cargos, prebendas y sinecuras posibles, dio pie a la crista-
lización de una imagen negativa del grupo y a su caracterización
por parte de los contemporáneos como verdaderamente rapaz. Las
quejas acerca de la avaricia del personal político flamenco-borgo-
ñón se habían escuchado ya durante el brevísimo reinado de Feli-

23 Werner THOMAS y Eddy STOLS, «Vlaanderen en Castilië: Twee eeuwen ge-

kruiste levenswegen», en: AA.VV., Vlaanderen en Castilla y León. Op de drempel van


Europa, Amberes, Kathedraal, 1995, pp. 1-23; Werner THOMAS y Robert A. VERDONK
(eds.), Encuentros en Flandes: relaciones e intercambios hispanoflamencos a inicios
de la Edad Moderna, Lovaina, Leuven University Press, 2000; Miguel Ángel ECHE-
VARRÍA, Flandes y la monarquía hispánica, 1500–1713, Madrid, Sílex, 2000; Ana CRES-
PO SOLANA y Manuel HERRERO SÁNCHEZ (eds.), España y las 17 provincias de los Paí-
ses Bajos: una revisión historográfica (XVI-XVIII), Córdoba, Universidad de Córdoba,
2002.
24 José Antonio MARAVALL, Las comunidades de Castilla: una primera revolución

moderna, Madrid, Revista de Occidente, 1963, passim.

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pe I, pero se incrementaron exponencialmente en 1517-1520, cuan-


do Jean de Witte, Barbier o Gorrevod, criaturas todos ellos de Chiè-
vres o del canciller Le Sauvage, comenzaron a ocupar cargos civi-
les y eclesiásticos en las recién descubiertas Indias25. Ahora ya no
se criticaba sólo el ejercicio de una influencia nociva sobre el jo-
ven Carlos, que hacía de él, a ojos castellanos, un príncipe extran-
jero o, en el mejor de los casos, extranjerizante. Se denunciaba,
más allá de esto, el saqueo sistemático de los recursos del reino y
el aprovechamiento en beneficio propio de los logros de la ideali-
zada Reina Católica26.
Esta carga política fue la que permitió que un descontento con-
creto degenerase en actitud prácticamente xenófoba, y que se acti-
vasen estereotipos latentes sobre el carácter de los flamencos como
grupo y su incompatibilidad de principio con las tradiciones cas-
tellanas. Elementos para ello no faltaban, y ni siquiera eran priva-
tivos del espacio ibérico. Por ejemplo en la Inglaterra de los si-
glos XIV y XV, altamente dependiente de sus vecinos flamencos en
el plano económico (exportaciones de lana para la manufactura de
textiles de calidad), abundaron ya desde Geoffrey Chaucer las re-
presentaciones denigrantes de Flandes y sus gentes: Flandes era no
sólo el lugar donde se hablaba una lengua prácticamente incom-
prensible, sino también, sobre todo, un país cuyos pendencieros
habitantes bebían y comían sin freno27. Este motivo de los excesos

25 Joseph PÉREZ, La revolución de las comunidades de Castilla (1520-1521), Ma-

drid, Siglo XXI, 1977, esp. pp. 121-126.


26 Este motivo será difundido a su vez, con especial fruición, por la historio-

grafía nacionalista española del siglo XIX. A modo de ejemplo, vid. Antonio FERRER
DEL RÍO, Decadencia de España. Primera parte. Historia del levantamiento de las Co-
munidades de Castilla, 1520-1521, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Mellado,
1850, passim: los flamencos consideraban España como «su América» y trataron a
los españoles como «sus indios». Una buena introducción sobre los mecanismos de
competencia interfaccional de la Corte en los que se integraron los consejeros fla-
mencos de Carlos, en José MARTÍNEZ MILLÁN, «Las élites de poder durante el reina-
do de Carlos V a través de los miembros del Consejo de Inquisición (1516-1558)»,
Hispania, 48 (1988), pp. 103-167.
27 Vid. Dorothy MACBRIDE NORRIS, «Chaucer’s Pardoner’s Tale and Flanders»,

Publications of the Modern Language Association of America, 48/3 (1933), pp. 636-
641. Los versos de Chaucer dejan poco lugar a dudas sobre su antipatía por los fla-
mencos: «In Flanders, once, there was a company / Of young companions given to
folly, / Riot and gambling, brothels and taverns; / And, to the music of harps, lutes,
gitterns, / They danced and played at dice both day and night. / And ate also and
drank beyond their might» («En Flandes, había un grupo de jóvenes compañeros da-
dos a la locura, / El tumulto y el juego, los burdeles y tabernas; / Y, acompañados por
la música de arpas, laúdes y vihuelas, / Bailaban y jugaban a los dados día y noche. /
Y comían y bebían más allá de lo posible»).

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etílicos y gastronómicos de los flamencos se encuentra presente en


casi todos los textos de viajeros castellanos e italianos a lo largo de
la primera mitad del siglo XVI, y no falta por cierto en la Relación
de Vicente Álvarez sobre las jornadas flamencas del príncipe Felipe
en 1549. Llamaban la atención especialmente al séquito principes-
co el desmedido consumo de cerveza y la extrema desinhibición de
los anfitriones, tan borrachos en ocasiones, que se veían forzados
a orinar in situ, para gran escándalo de sus comensales ibéricos28.
Sin embargo, no serían estas divergencias, de interés digamos
primariamente «etnológico», las que más enturbiaron las relacio-
nes entre flamencos y españoles. Los mismos observadores referí-
an con asombro no sólo el desarrollo material, económico y téc-
nico, de los Países Bajos, sino sobre todo el altísimo grado de
alfabetización de sus habitantes. El tema no era en absoluto ba-
nal, porque la existencia de amplios sectores de población letrada,
en combinación con los problemas estructurales del protocapita-
lismo imperante en la región (crisis de abastecimiento, pauperis-
mo) y las relaciones muy fluidas con los territorios vecinos, hicie-
ron de los Países Bajos, y en especial de las provincias meridionales
más urbanizadas, un entorno ideal para la recepción y difusión de
ideas, textos y experiencias comunitarias de corte protestante (pri-
mero luterano y anabaptista, después calvinista). Desde la óptica
española, y en un ambiente de polarización confesional creciente
a nivel europeo, el problema de la herejía, ya fuese real o poten-
cial, se constituyó a partir de mediados del siglo XVI en la auténti-
ca piedra de toque de las relaciones hispano-neerlandesas29.

28 Vicente LÓPEZ, Relación del camino y buen viage que hizo el Príncipe de Es-

paña don Phelipe nuestro señor (Bruselas, 1551), citado aquí por la edición crítica
de M.-T. DOVILLÉE (Relation du beau voyage que fit aux Pays-Bas, en 1548, le prince
Philippe d’Espagne, Bruselas, Presses Académiques Européennes, 1964, pp. 123-
129); Cristóbal CALVETE DE ESTRELLA, El felicíssimo viaie del mvy alto y mvy pode-
roso príncipe don Philippe, hijo del emperador don Carlos Quinto Máximo, desde Es-
paña a sus tierras de la baxa Alemaña: con la descripción de todos los Estados de
Brabante y Flandes, Amberes, 1552; posteriormente Luigi GUICCIARDINI, Descrittione
di Lodovico Guicciardini patritio fiorentino di tutti i Paesi Bassi, altrimenti detti Ger-
mania inferiore, Amberes, 1567, citado aquí por la traducción francesa: Description
de touts les Pais-Bas, autrement appelés. la Germanie inférieure ou basse Allemagne,
Amberes, 1582, pp. 48-57. Edición española moderna del Viaje de Calvete, con di-
versos estudios y apéndices (entre otros, el texto de Álvarez), a cargo de Paloma
CUENCA: Juan Cristóbal CALVETE DE ESTRELLA, El felicíssimo viaje del muy alto y muy
poderoso Príncipe Don Phelippe, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración
de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001.
29 Paradójicamente, la percepción de la diferencia confesional también podía

tener, según fuese la perspectiva, efectos radicalmente distintos sobre los estereo-
tipos. Desde Inglaterra, por ejemplo, y especialmente después del fracaso de la Ar-

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Lo verdaderamente interesante es que, en un primer momen-


to, no preocupó tanto la desviación de la ortodoxia de los propios
flamencos, sino el peligro de que su perniciosa influencia pudiese
afectar al corazón de la Monarquía Católica. El denso tejido de
vínculos personales (comerciales, académicos, artísticos) generado
entre los Países Bajos y España desde mediados del siglo XV se ha-
bía afianzado durante el reinado del Emperador, y las relaciones
institucionales entre el centro político y los dominios septentrio-
nales de los Habsburgo encontraron desde 1548 un marco acepta-
ble con la creación del círculo imperial de Borgoña y las sucesivas
regencias. Por todo ello, las desconfianzas de comienzos de siglo
habían dado paso a un contacto cultural floreciente, que desper-
taba ahora gran recelo en las instancias religiosas españolas. Los
ámbitos de relación se habían diversificado notablemente desde
1520, no sólo por la creciente presencia de comerciantes de origen
ibérico en Flandes (especialmente en Amberes), y flamenco en Es-
paña30, sino también por la intensificación de los intercambios en
el plano educativo y cultural. La Universidad de Lovaina atraía a
estudiantes y docentes hispanos, y el constante trasiego del perso-
nal cortesano entre los diversos centros de poder imperial daba
también ocasión a influencias consideradas perniciosas por la auto-
ridad eclesiástica.
Tampoco es que faltasen razones objetivas para esta preven-
ción. Ya en los primeros intentos de formación de una comunidad
protestante en Sevilla, puede mostrarse la existencia de una comu-

mada en 1588, «Flandes» vino a convertirse en el «corazón oscuro» del catolicis-


mo habsbúrgico. La combinación de elementos aparentemente contradictorios,
como la liberalidad de las costumbres, de un lado, y las limitaciones impuestas por
la contrarreforma triunfante, de otro, siguieron ejerciendo una cierta fascinación
sobre los observadores isleños en el XVII, si bien con un claro predominio de los as-
pectos negativos. Éstos resultarían definitivamente reforzados, en el largo plazo,
con las experiencias de decenas de miles de británicos durante la Gran Guerra. Si
bien Bélgica y Flandes se constituyeron en valor simbólico fundamental dentro del
discurso bélico de los liberales británicos en 1914-1918, lo cierto es que los «Flan-
ders fields» (el título del famoso poema de John McCrae) se convirtieron a lo largo
del siglo XX en eminente lugar de memoria sobre todo de caídos y ex combatien-
tes. Vid. Sophie DE SCHAEPDRIJVER, «Champion or Stillbirth: The Symbolic Uses of
Belgium in the Great War», en Tony JUDT et al., How can One not be Interested in
Belgian History? War, Language and Consensus in Belgium since 1830, Dublín/Gan-
te, Trinity College/Academia Press, 2005, pp. 55-83, y, más en general, Tom VERS-
CHAFFEL, «Belgium», en Manfred BELLER y Joep LEERSSEN (eds.), Imagology, pp.
108-113.
30 Werner THOMAS, «Los flamencos en la Península Ibérica a traves de los do-

cumentos inquisitoriales (siglos XVI-XVII)», Espacio, Tiempo y Forma, serie IV, 3


(1990), pp. 167-195.

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nicación intensa con la colonia española en Amberes y en otras


ciudades de los Países Bajos. Así, por ejemplo, las actas de los in-
terrogatorios inquisitoriales de Julián Hernández, uno de los he-
rejes sevillanos, contienen referencias a la participación de espa-
ñoles en «ayuntamientos» evangélicos en Amberes31. Entre éstos se
encontraban por cierto personajes de cierto rango en la vida de la
corte. Así, por ejemplo, el aragonés Felipe de la Torre, capellán real
y profesor de la Universidad de Lovaina, el cual había publicado
en 1554, también en Amberes, una «Institución de un rey christia-
no, colegida principalmente de la Santa Escritura y de sagrados Doc-
tores»32. Otro caso es el del humanista sevillano Sebastián Fox Mor-
cillo, hermano de uno de los «luteranos» quemados en Sevilla33. Fox
Morcillo pereció al naufragar la nave en la que viajaba de Flandes
a España, a fin de asumir el encargo de Carlos V de enseñar latín
al heredero Felipe. Tanto De la Torre como Fox aparecen menciona-
dos en una denuncia del dominico Fray Baltasar Pérez acerca de
las actividades de los profesores y estudiantes españoles en la Uni-
versidad de Lovaina a finales de la década de 1550: participación
en coloquios teológicos altamente sospechosos, comunicación con
herejes de Alemania y Francia, lectura de libros prohibidos de Me-
lanchthon, Calvino y otros, crítica abierta a los métodos de la Inqui-
sición…; todas ellas llevaban a la petición final de que los estudian-
tes españoles en Flandes debían regresar a casa lo antes posible:
… porque, aunque la doctrina de la Universidad es buena y ca-
thólica, todos los que siguen estos monipodios y conciliábulos se
gastan y acostumbran sus oidos oyr suciedades: y benidos acá,
que se mire por todos a su conbersación, porque yo tengo espi-
riencia que privadamente por rincones hazen estos más mal que
públicamente. Y si se pudiese dar horden que no fuese nadie a
estudiar por allá, lo tendría por cosa sustancial para la conserva-
ción de la religión de estos Reynos… Y torno a dezir que en En-
beres ay mucho mal. En la Corte ay menos34.

31 Archivo Histórico Nacional, Madrid, Inquisición 4442/47. Sobre Hernández

vid. John E. LONGHURST, «Julián Hernández, Protestant Martyr», Bibliothèque Hu-


manisme et Renaissance, 22 (1960), pp. 90-118; Eugene DROZ, «Note sur les im-
pressions genevoises transportées par Hernández», ibíd., pp. 119-132; en general
Werner THOMAS, Los protestantes y la Inquisición en España en tiempos de Reforma
y Contrarreforma, Lovaina, UP Leuven, 2001.
32 José Antonio MARAVALL, «La oposición político-religiosa a mediados del si-

glo XVI: el erasmismo tardío de Felipe de la Torre», en La oposición política bajo los
Austrias, Barcelona, 1972, pp. 53-92.
33 Gustaaf JANSSENS, «Españoles y portugueses en los medios universitarios de

Lovaina (siglos XVI y XVII)», Foro Hispánico, 3 (1992), pp. 13-29, aquí 17.
34 Real Academia de la Historia, Proceso de Carranza, vol. IX, pp. 350-60, ci-

tado aquí por la edición de Tellechea Idígoras: vid. José Ignacio TELLECHEA IDÍGO-

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La relativa apertura de la vida universitaria en Lovaina, lo mis-


mo que la de la sociedad de Amberes, pudieron ser el caldo de cul-
tivo idóneo para aquellas corrientes intelectuales y sociorreligio-
sas, cuya represión se inició en la Península Ibérica a finales de la
década de 1550. Es éste el caso, por ejemplo, de la integración re-
lativamente poco problemática de la población de origen judío,
algo casi impensable en la España de estos años35. Y esto es tanto
más relevante, teniendo en cuenta el que una suerte de «marranis-
mo» internacional, articulado a partir de las redes judeoespañolas
en el Norte de Europa, podía jugar indirectamente un papel im-
portante como incubadora de posiciones nicodemistas, cuando no
directamente de movimientos de disidencia confesional.
El estallido del levantamiento iconoclasta en 1566 y el fanatis-
mo desplegado por los líderes calvinistas confirmaron no sólo los
prejuicios hispanos sobre la escasa fiabilidad religiosa de la pobla-
ción neerlandesa, sino también las peores expectativas de la Corte
respecto al posible encaje político de los Países Bajos en la estra-
tegia continental del Rey Prudente. Por ello, la drástica interven-
ción del Duque de Alba a partir de 1567 estuvo planteada como
paso previo a una normalización institucional, que necesariamen-
te pasaba por la imposición efectiva de la ortodoxia católica, y cuya
culminación ideal habría sido, también según los deseos de los pro-
pios flamencos, la visita de Felipe II, señor natural de las provincias.
Como es sabido, problemas de índole tanto dinástica (la muerte
del Príncipe don Carlos) como política (rebelión morisca en Gra-
nada, recrudecimiento del problema hugonote en Francia, peligro
turco) impidieron la realización de estos planes. La consecuencia
fue la creciente desafección flamenca respecto a una administra-
ción insuficientemente dotada y, en su orientación predominante-
mente militar, claramente disfuncional; una administración que
desconfiaba por un lado de las autoridades autóctonas y a la que
le faltaban, por el otro, suficientes españoles cualificados, capaces
de asegurar a largo plazo un gobierno eficiente en todo el territo-
rio36. El problema estructural no resuelto de las relaciones (y comu-
nicaciones) institucionales entre el centro y la periferia de la Mo-

RAS, «Españoles en Lovaina 1551-1558. Primeras noticias sobre el bayanismo», Re-


vista Española de Teología, 23 (1963), pp. 21-45, esp. 34-45, aquí 41 y ss.
35 B. A. VERMASEREN, «Senequismo español. Opiniones político-religiosas de

los marranos de Amberes», Cuadernos de Investigación Histórica, 9 (1986), pp.


91-135.
36 Sobre el gobierno de Alba vid. William S. MALTBY, Alba. A Biography of Fer-

nando Alvarez de Toledo, Third Duke of Alba. 1507-1582, Berkeley, University of Ca-
lifornia Press, 1983, citado aquí por la traducción castellana: El Gran Duque de Alba.

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narquía era además causa de bloqueos adicionales en la toma de


decisiones37. La ausencia del monarca y la falta de directivas polí-
ticas claras provocaron un rápido desprestigio del gobierno espa-
ñol incluso entre los sectores más adictos de la población. La ad-
ministración de Alba era vista únicamente como maquinaria
represiva, como una suerte de dictadura militar insatisfactoria para
todos, incluido el propio duque38.
En todo caso, el régimen de Alba debía buena parte de su co-
herencia interna a la decidida concentración de la política en la
persecución del protestantismo39. Hasta su relevo definitivo en
1573, el duque ignoró sistemáticamente cualquier otro aspecto de
la revuelta. Las quejas de los estados relativas a las cargas fiscales
(el odiado tiende penning), a los excesos de los militares a su man-
do o a la corrupción de los actos de gobierno merecieron en el
mejor de los casos una atención secundaria. Con ello, el estrecha-
miento de la perspectiva propia acabó aparejándose con una po-
larización real de las posiciones religiosas. En la época de la pri-
mera rebelión de 1566/67, el paisaje religioso de los Países Bajos
había sido mucho más diferenciado de lo que Alba era capaz de
apreciar. Junto a una minoría de calvinistas activos, reducida fun-
damentalmente al ámbito urbano, en la mayoría de las provincias
seguían predominando corrientes irenistas o vagamente «evangé-
licas», y en todo caso mucho más moderadas40. Pero para el Du-
que, obsesionado por imponer la ortodoxia católica, la situación
de ciudades como Amberes era la de «una Babilonia, confusión y
recipiente de todas las sectas por igual», por lo que no cabía mira-

Un siglo de España y de Europa, 1507-1582, Madrid, Turner, 1986, pp. 171-191 y


passim; Gustaaf JANSSENS, Brabant in het verweer. Loyale oppositie tegen Spanje’s be-
wind in de Nederlanden van Alva tot Farnese 1567-1578 (=Standen en Landen/An-
ciens pays et assemblées d’états, 89), Courtrai/Heule, UGA, 1989, pp. 137-203; ÍDEM,
«Het oordeel van tijdgenoten en historici over Alva’s bestuur in de Nederlanden»,
Belgisch tijdschrift voor philologie en geschiedenis, 54/2 (1976), pp. 474-488; ÍDEM,
Don Fernando Álvarez de Toledo, derde Hertog van Alva en de Nederlanden, Ma-
drid/Bruselas, Ministerio de la Comunidad Flamenca = Ministerie van de Vlaamse
Gemeenschap, 1993; Henry KAMEN, The Duke of Alba, New Haven, Yale UP, 2004,
especialmente pp. 75-105.
37 Análisis detallado de estos problemas en PARKER, La gran estrategia, pp.

103-144.
38 MALTBY, El Gran Duque de Alba, p. 179.
39 Sobre las dimensiones de la represión vid. Gerhard GÜLDNER, Das Toleranz-

Problem in den Niederlanden im Ausgang des 16. Jahrhunderts, Lübeck/Hamburgo,


Matthiesen, 1968, pp. 32 y ss.
40 El análisis más convincente de este relevante grupo de «indecisos» confe-

sionales sigue encontrándose en Jan JULIAAN WOLTJER, «De Vrede-makers», Tijdsch-


rift voor Geschiedenis, 89 (1976), pp. 299-321.

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A. SÁEZ ARANCE EL REBELDE FLAMENCO, ¿«ENEMIGO DE ESPAÑA»?

miento alguno respecto a la población local41. Como señalaban ob-


servadores de la realidad neerlandesa con contactos tanto flamen-
cos como hispanos, por ejemplo diplomáticos como Francés de
Alava o humanistas como Benito Arias Montano y Federico Furió
y Ceriol, la generalización de las protestas y el incremento de aqué-
llos percibidos como «rebeldes» por parte de los ocupantes espa-
ñoles fueron en buena parte la consecuencia y no tanto la causa de
la actuación del Duque. Una política de integración de las élites
neerlandesas y de modulación del celo represor en lo religioso sin
duda hubiese restado apoyos a Guillermo de Orange42.
Por el contrario, el tozudo mantenimiento del Consejo de los
Tumultos y la negativa regia a otorgar una amnistía a los prota-
gonistas de la primera revuelta proporcionaron al líder rebelde ar-
gumentos y adeptos, y contribuyeron a la radicalización del ele-
mento calvinista entre sus filas. El credo reformado quedó
impuesto en el Sínodo de Emden de 1572 como principal apoya-
tura ideológica del bando rebelde. Los inesperados progresos mi-
litares de ese año y, sobre todo, el deterioro de la hacienda espa-
ñola, con la consiguiente sucesión de motines entre las tropas,
condujeron a la cristalización de un foco de resistencia estable y
crecientemente institucionalizado. A comienzos de la década de
1580, con un área de dominio español reducida prácticamente a
las provincias francófonas del sur, incluso los más intransigentes
consejeros de Felipe II tuvieron que acabar percatándose de que,
por muy importante que hubiese sido el problema religioso quin-
ce años antes, la naturaleza del conflicto era ahora fundamental-
mente política. La lenta asunción de esta realidad llevaba implíci-
ta también una cierta variación en el estereotipo del enemigo: del
«hereje rebelde», que con tanta saña persiguió Alba, se pasó al «re-
belde hereje», o al menos potencialmente hereje, como había mos-
trado la disposición de numerosas ciudades de Flandes y Braban-
te a secundar la Unión de Utrecht de 1579. También entre los
cronistas más personalmente implicados en el conflicto –desde el
capellán Pedro Cornejo, en torno a 158043, al contador militar An-

41 La cita en una carta de Alba a Felipe II, 29-2-1568 (Bruselas), en Epistola-

rio del III duque de Alba don Fernando Álvarez de Toledo, Madrid, Real Academia de
la Historia, 1952, vol. 2, pp. 32-36.
42 Albert W. LOVETT, «Some Spanish Attitudes to the Netherlands 1572-1578»,

Tijdschrift voor Geschiedenis, 85 (1972), pp. 17-30.


43 Pedro CORNEJO, Historia de las civiles guerras y rebelion de Flandes, recopila-

da, emendada y añadida en este ultima edicion hasta la fin del anno de ochenta, Pra-
ga, 1581.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tonio Carnero, cuatro décadas después44– se fue imponiendo pro-


gresivamente la percepción de que éste era también una «guerra
civil», amén de una rebelión contra el Rey Católico, y no faltaron
los intentos de contrarrestar argumentativamente las posiciones
rebeldes, yendo más allá de la simple descalificación desde la or-
todoxia religiosa45.
El acuciante déficit de legitimidad al que había conducido la
política del Duque de Alba en los años inmediatamente anteriores
sólo llegaría a ser compensado satisfactoriamente tras el reinado
de Felipe II bajo el gobierno de los archiduques Alberto e Isabel
(1599-1621). El régimen archiducal buscaba asegurar la aceptación
local de la unión a España mediante la concesión de una amplia
autonomía política a aquellas provincias que se apartasen del ca-
mino independentista abierto por Holanda y Zelanda. La tregua
firmada con las Provincias Unidas en 1609 supuso el reconoci-
miento de facto de la independencia del territorio rebelde y abrió
paso a una nueva fase en el conflicto, que cada vez tenía menos de
rebelión, y más, como ha subrayado Jonathan Israel, de guerra glo-
bal entre imperios, una guerra que se libraba lo mismo en Maas-
tricht o en Breda que en Brasil o en el Caribe46. También este cam-
bio en la lógica del enfrentamiento se tradujo en una paulatina
corrección de los estereotipos. La guerra reanudada en 1621 no re-
flejaba ya el despliegue de un ideario hegemónico y confesional-
mente homogeneizador por parte española, sino era más bien un
último intento de garantizar la supervivencia económica de los Paí-

44 Antonio CARNERO, Historia de las gverras civiles qve ha avido en los Estados

de Flandes des del año 1559. hasta el de 1609. y las cavsas de la rebelión de dichos
estados, recopilada y escrita por el contador Antonio Carnero, que lo ha sido de los
exércitos de dichos Estados, Bruselas, 1625, publicado parcialmente en neerlandés
por Johan Brouwer, Kronieken van Spaansche soldaten uit het begin van den Tach-
tigjarigen Oorlog. Sobre el texto, vid. también Gustaaf JANSSENS, «De Historia de las
guerras civiles […] en Flandes y las causas de la rebelión de dichos estados van An-
tonio Carnero (1625)», De Zeventiende eeuw, 10/1 (1994), pp. 65-72.
45 Así, por ejemplo, el propio CORNEJO: Anton VAN DER LEM y Bahar TURKOGLU,

«L’anti-apologie, 1581, de Pedro Cornejo», Lias. Sources and Documents Relating to


the Early Modern History of Ideas, 31 (2004), pp. 185-237. A este respecto vid. tam-
bién Yolanda RODRÍGUEZ PÉREZ, «The Pelican and his Ungrateful Children. The Cons-
truction and Evolution of the Image of Dutch Rebelliousness in Golden Age Spain»,
The Journal of Early Modern History, 11/4-5 (2007), pp. 285-302, con especial énfa-
sis en el motivo de la ingratitud de los súbditos flamencos respecto a la función
protectora de su señor natural.
46 Jonathan IRUINE ISRAEL, The Dutch Republic and the Hispanic World 1606-

1661, Oxford, OUP, 1986; ÍDEM, The Dutch Republic: Its Rise, Greatness, and Fall,
1477-1806, Oxford, OUP, 1995.

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A. SÁEZ ARANCE EL REBELDE FLAMENCO, ¿«ENEMIGO DE ESPAÑA»?

ses Bajos meridionales, asfixiados por la presión holandesa. El


tema de los costes materiales del larguísimo conflicto pasó poco a
poco a un primer plano. Y el problema del reparto de esos costes
entre los diversos territorios de la Monarquía, que centraría la dis-
cusión política durante el gobierno de Olivares, llevó, sobre todo
en Castilla, a plantearse la conveniencia de admitir la propia im-
potencia ante los enemigos del norte, antes que permitir el colap-
so total del reino. La sucesión de derrotas en la década de 1630, si
bien reforzó el sentimiento de declinación de la Monarquía, tam-
bién abrió los ojos a muchos castellanos en el sentido de que ca-
recía completamente de lógica comprometer el futuro de toda la
Monarquía para intentar salvar las almas de herejes contumaces47.
Precisamente este atributo, la contumacia, acabaría siendo el
núcleo del estereotipo del «flamenco» en el siglo XVII, una vez que
el resto de elementos de crítica moral o religiosa dejaron de tener
relevancia real. La mejor prueba de este progresivo vaciado se-
mántico es su extrapolación a otras regiones periféricas de la Mo-
narquía, absolutamente ajenas al trasfondo político-confesional del
conflicto de los Países Bajos. Así, en 1674, el jesuita Diego de Ro-
sales escribía, bajo el título Flandes Indiano, una Historia General
del Reino de Chile, que habría de convertirse con el tiempo en un
texto fundamental para la construcción de una identidad nacional
chilena, y en la que el rasgo distintivo de la personalidad del rei-
no venía a ser su carácter de «tierra de guerra», de una guerra apa-
rentemente imposible de ganar a los araucanos o mapuches, tra-
sunto austral de los indomables flamencos48. Independientemente
de la verosimilitud de esta caracterización, de fuerte calado retó-
rico, el simple hecho de que el estereotipo fuese tan fácil y rápi-
damente transportable a otras latitudes invita a plantearse ciertas
dudas sobre su consistencia y vigencia social, al margen de su pre-
sencia frecuente en una producción literaria marcada por la vi-
vencia directa del conflicto49. A la postre, y tomada en su conjun-

47 Central sobre las consecuencias políticas de la creciente «introspección» his-

pana es el artículo de John H. ELLIOTT, «Self-Perception and Decline in Early 17th


Century Spain», Past and Present, 74 (1977), pp. 41-61.
48 Diego DE ROSALES, Historia General del Reino de Chile. Flandes Indiano,

2 vols., edición revisada de Mario Góngora, Santiago de Chile, Ed. Andrés Bello,
1989.
49 Mario GÓNGORA, Ensayo histórico sobre la noción de estado en Chile en los

siglos XIX y XX, Santiago, Universitaria, 1981. Matización de este lugar común sobre
Chile en Alfredo JOCELYN-HOLT, Historia General de Chile, vol. 2: Los Césares perdi-
dos, Santiago de Chile, Editorial Sudamericana, 2004, pp. 209-228. Vid. también
Carlos LÁZARO ÁVILA, Las fronteras de América y los Flandes Indianos, Madrid, CSIC,

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

to la historia de las relaciones entre el mundo ibérico y los Países


Bajos, sólo cabe concluir que el rebelde flamenco pudo acaso ser
«enemigo», sí, pero desde luego no de «España» y, pese al Capitán
Alatriste, no por toda la eternidad.

1997, ampliando incluso la aplicación del concepto a otros casos de conflicto con
grupos étnicos en los márgenes del Imperio (chichimecas, chaqueños, chiriguanos
y pampas); otro ejemplo de traslación conceptual al ámbito colonial, en este caso
ya en clave de competencia entre imperios, en Clicie ADAO, «Chile holandés o Flan-
des indiano en la visión de Gaspar Barléu», en José Manuel SANTOS PÉREZ y Geor-
ge Félix CABRAL DE SOUZA (eds.), El desafío holandés al dominio ibérico en Brasil en
el siglo XVII, Salamanca, Universidad, 2006, pp. 237-254.

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SECCIÓN II

Los enemigos exteriores de la nación


(siglos XIX-XX)
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EL FRANCÉS INVASOR DE 1808

PEDRO RÚJULA
Universidad de Zaragoza

En la primavera de 1808 las cosas sucedieron muy deprisa. El


proceso de identificación del ejército aliado francés como un nue-
vo enemigo se produjo en el transcurso de muy poco tiempo. De
hecho, apenas unas semanas atrás, la perspectiva con la que se mi-
raba a los franceses estaba bastante lejos de ser la de unos ene-
migos1. Más bien todo lo contrario. Los dos partidos que por en-
tonces se disputaban el poder en la Corte, el que tenía a su cabeza
al príncipe de la Paz y el que pretendía imponerse sosteniendo las
aspiraciones del príncipe Fernando, disputaban también por obte-
ner el favor de Napoleón. Godoy había pactado con él a finales de
1807 condiciones secretas en el Tratado de Fontainebleau que no
solo estrechaban la alianza con el emperador francés en su estra-
tegia de bloqueo continental, sino que también daban satisfacción a
sus aspiraciones personales2. En cuanto a Fernando, entre las acu-
saciones que se pudieron demostrar documentalmente en el pro-
ceso del Escorial, estaba su oferta para contraer matrimonio con
una princesa de la familia Bonaparte y así poder fortalecer su po-
sición emparentando con el emperador3. Las viejas estrategias ma-
trimoniales de las monarquías absolutas bien podían seguir sir-
viendo con las nuevas monarquías de estirpe revolucionaria.
Por entonces los dos partidos que se estaban formando en la
disputa por el poder hubieran hecho cuanto se les hubiera pedido
para ganar el favor de Napoleón4. Napoleón era el poder y la ga-
rantía del poder. Contando con su apoyo cualquiera se hubiera sen-

1 Conde DE TORENO, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España,

Imprenta del diario, Madrid, 1839, t. I, pp. 55-56.


2 Vid. Esteban CANALES, La Europa Napoleónica. 1792-1815, Cátedra, Madrid,

2008, p. 99.
3 Vid. Emilio LA PARRA, Manuel Godoy. La aventura del poder, Tusquets, Barce-

lona, 2002, pp. 367-369.


4 Emilio LA PARRA LÓPEZ, «De la disputa cortesana a la crisis de la monarquía.

Godoyistas y fernandinos en 1806-1807», en Cuadernos de Historia Moderna. Ane-


jos, 2007, VI, 255-267.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tido firmemente instalado y con las riendas de la corona en su


mano. Napoleón era un deseo pero, al mismo tiempo, era también
una obligación. En las condiciones en que se hallaba la monarquía
española hubiera resultado casi imposible conseguir hacerse con
las riendas de los asuntos públicos sin contar con el árbitro de la
Europa del momento, de modo que en los intentos por congra-
ciarse con él había también un inequívoco componente de inevi-
tabilidad5. En buena medida el margen de maniobra de los gober-
nantes españoles del momento era muy reducido y tanto Godoy
como Fernando hicieron lo que podían hacer6. El primero aceptar
las condiciones desiguales de un pacto firmado cuando los ejérci-
tos extranjeros ya estaban cabalgando sobre suelo español. Y el se-
gundo, después de haber conseguido acceder al trono tras el mo-
tín de Aranjuez, cabalgar hasta Bayona a la búsqueda de Bonaparte
para tratar de obtener en el último momento su reconocimiento y,
con él, la carga de legitimidad y estabilidad que necesitaba des-
pués de haber conseguido la abdicación de Carlos IV de una for-
ma tan accidentada e irregular para una monarquía que se pre-
tendía defensora del orden y de la tradición.
A pesar de la abrumadora retórica posterior en sentido con-
trario, ni siquiera cambiaron sustancialmente las cosas después del
levantamiento madrileño del 2 de mayo. Tras él las órdenes de las
autoridades estuvieron orientadas a sofocar cualquier intento de
expandir la rebelión. Castro, que había estado entrevistándose con
Fernando VII en Bayona y planteándole un plan insurreccional,
trajo de vuelta «los consejos del rey verbales de someterse a la ne-
cesidad y calmar los ánimos»7. Los hechos fueron considerados
como parte de los roces habituales que suelen producirse entre la
población civil y los militares cuando estos están obligados a per-
manecer en las ciudades en número importante. Para reforzar la
idea se reiteró la condición de aliados de los ejércitos franceses y
la necesidad de poner los medios para hacer posible la conviven-
cia pacífica. «Las consecuencias funestas que produjo en Madrid
la sublevación escandalosa del bajo pueblo contra las tropas del

5 Véase el contexto internacional del momento tras una secuencia imponente

de victorias napoleónicas en Thierry LENTZ, Nouvelle histoire du Premier Empire. I.


Napoléon et la conquête de l’Europe, 1804-1810, Fayard, Paris, 2002, y Jacques-Oli-
vier BOUDON, Histoire du Consulta et de l’Empire, Perrin, Paris, 2004.
6 Richard Hocquellet ha señalado que el comportamiento de los ejércitos fran-

ceses en España ponía de manifiesto una relación desigual. «La nation espagnole
face à Napoléon: résistance et collaboration», en Jean-Clément MARTIN, Napoléon
et l’Europe, Presses Universitaires de Rennes, Rennes, 2002, p. 153.
7 José GARCÍA DE LEÓN Y PIZARRO, Memorias, Centro de Estudios Políticos y

Constitucionales, Madrid, 1998, p. 125.

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P. RÚJULA EL FRANCÉS INVASOR DE 1808

emperador de los franceses el día 2 del presente mes –decía una


circular de la Inquisición a los tribunales del Santo Oficio–, ha he-
cho necesaria la más activa vigilancia de todas las autoridades, y
de todos los cuerpos respetables de la Nación, para evitar la repe-
tición de iguales excesos, y mantener en todos los pueblos la tran-
quilidad que su propio interés dicta, tanto como la hospitalidad a
unos oficiales y soldados amigos que no ofenden a nadie…»8.
Mientras tanto transcurría el mes de mayo. Los intentos de Fer-
nando VII en Bayona por obtener el apoyo de Napoleón fracasa-
ban estrepitosamente9, la dinastía borbónica era destronada y en
su lugar un miembro de la familia Bonaparte, José, era llamado a
venir desde Nápoles para ceñir la corona española10. El panorama
cambió radicalmente, no tanto para la situación del país y la rela-
ción de fuerzas, que seguía siendo la misma, sino para los intere-
ses de Fernando VII y sus partidarios. Abortado el intento de con-
seguir el apoyo del emperador, el fiel aliado se convertía en el
enemigo traidor.

Cambio de rumbo
Pero ¿cómo explicar de manera elocuente tan vertiginoso cam-
bio de actitud? La solución estaba en valerse de un chivo expiato-
rio, que en este caso ya estaba fabricado: Godoy, «el perverso Go-
doy, que abusando de la excesiva bondad de nuestro Rey Carlos IV,
se apropió en diez y ocho años de favor, los bienes de la Corona,
los intereses de los particulares, los empleos públicos, que distri-
buía infamemente, todos los títulos, los honores, y hasta el trata-
miento de Alteza, con las dignidades de Generalísimo y Almirante,

8 «Carta circular del real consejo de la Inquisición a los tribunales del Santo

Oficio en 6 de mayo de 1808», reproducida en Juan NELLERTO [J. A. LLORENTE], Me-


morias para la historia de la Revolución española, con documentos justificativos re-
cogidas y compiladas por d.•••, Imprenta de M. Plassan, Paris, 1814, t. II, p. 177.
9 «Bayona era una trampa en que cayeron al intentar consolidar un trono ad-

quirido en un motín», afirma Miguel ARTOLA en Los orígenes de la España Contem-


poránea, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1975, p. 122.
10 Sobre José I puede verse el reciente libro de Manuel MORENO ALONSO, José

Bonaparte: un rey republicano en España, La Esfera de los Libros, Madrid, 2008,


además de los estudios de Juan MERCADER RIBA, José Bonaparte, rey de España, 1808-
1813. Historia externa del reinado, CSIC-Instituto de Historia «Jerónimo Zurita»,
Madrid, 1971, y José Bonaparte, rey de España, 1808-1813. Estructura del Estado es-
pañol bonapartista, CSIC-Instituto de Historia «Jerónimo Zurita», Madrid, 1983.
También la correspondencia con su hermano editada por Vincent HAEGELE, Napo-
léon et Joseph Bonaparte. Correspondance intégrale 1784-1818, Tallandier, Paris, 2007.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

y con derechos aumentados a inmensas y escandalosas cantidades


que echaban el colmo a nuestra miseria»11. Sobre este personaje,
presentado como ambicioso y depravado, iba a recaer la respon-
sabilidad de haber corrompido al país y de haber traicionado a la
patria. Godoy y los franceses iban a ser lo mismo, los enemigos,
los que defendían intereses extranjeros. «Godoystas y gabaitgs, /
como si tots fóssem lleons, / envestim-los y acabem-los, / no vàl-
gan excepcions»12.
Por su parte, Fernando VII, se proponía encarnar los intereses
nacionales, la imagen misma de la España ofendida y traicionada.
En una operación política de gran habilidad los fernandinos pa-
saban así, mediante esta nada desinteresada interpretación de los
hechos, a ocupar por completo el espacio político español consi-
guiendo un doble efecto que sería determinante en el combate ideo-
lógico que iba a tener lugar durante los meses siguientes: de un
lado se producía la identificación entre monarquía y país, pues los
intereses de la una y el otro se iban a presentar como coinciden-
tes; por otra parte se negaba la condición de buenos españoles a
quienes no defendieran su misma interpretación de los aconteci-
mientos y la solución insurreccional y armada al problema tal como
se había planteado y que ellos mismos abanderaban13.
La definición del francés como enemigo no pudo partir de los
órganos centrales de la monarquía ya que la Junta de Regencia,
que había quedado funcionando en Madrid, se hallaba demasiado
comprometida por la coactiva presencia de las tropas de Murat y
en exceso confusa ante las alternativas que tenía ante sí como para
llevar a cabo esta labor14. No es fácil demostrar documentalmente

11 «Manifiesto o declaración de los principales hechos que han motivado la

creación de esta Junta Suprema de Sevilla, que en nombre del Señor Fernando VII
gobierna los Reynos de Sevilla, Córdoba, Granda, y Jaén», Sevilla, 17 de junio de
1808. Demostración de la lealtad española: colección de proclamas, bandos, órdenes,
discursos, estados de ejército, y relaciones de batallas publicadas por las juntas de go-
bierno, o por algunos particulares en las actuales circunstancias, Imprenta de Re-
pullés, Madrid, 1808, t. I, pp. 100-101.
12 «Segonas coblas de lo fins ara succehit», recogida en Max CAHNER, Litera-

tura de la revolució i la contrarevolució (1789-1849) II*, Curial, Barcelona, 2002,


p. 66.
13 Hemos estudiado esta eliminación del espacio para la discrepancia para el

caso de Zaragoza en «Los años de los Sitios», estudio introductorio a Faustino Ca-
samayor, Años políticos e históricos de las cosas más particulares ocurridas en la Im-
perial, Augusta y Siempre Heroica Ciudad de Zaragoza. 1808-1809, Editorial Comu-
niter-Institución «Fernando el Católico», Zaragoza, 2008, pp. 13-28.
14 Véase, por ejemplo, la carta de la Junta Suprema de Gobierno dirigida al

Emperador el 13 de mayo de 1808 reproducida en Juan NELLERTO [J. A. LLORENTE],


Memorias para la historia de la Revolución española…, op. cit., t. II, pp. 193-196.

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P. RÚJULA EL FRANCÉS INVASOR DE 1808

que en los días que siguieron al fracaso definitivo de las negocia-


ciones de Bayona los emisarios de Fernando VII recorrieran el país
portando órdenes, contrarias a las de unos días atrás, llamando
ahora al levantamiento contra los franceses15. No obstante, de ma-
nera casi unánime, en todas las ciudades importantes libres de pre-
sencia militar francesa comenzaron a producirse reuniones secre-
tas entre miembros de las oligarquías locales afines a Fernando VII
que se posicionaron como contrapoder frente a las autoridades de-
pendientes del poder real. En muy poco tiempo, entre el 24 de mayo
y final de mes tuvieron lugar los levantamientos principales sobre
los que se asienta la insurrección contra Napoleón –Oviedo, Zara-
goza, Valencia y Sevilla–, a partir de los cuales se extenderían a fo-
cos secundarios y al resto del territorio español16. El mecanismo
fue casi idéntico. Después de celebrarse algunas reuniones entre
los notables, se produce un movimiento popular que reclama ar-
mas. Una junta compuesta por miembros representativos de la co-
munidad y las instituciones locales asumirá el poder político, mien-
tras que la población es armada y se reclama la movilización de
aquellos que todavía no se habían alistado extendiendo los bandos
y las órdenes también por el medio rural.
En este contexto de movilización general surgirá, no solo la pri-
mera imagen del enemigo, sino también la más contundente. Así
lo requería la situación. Esta caracterización del otro iba a ser lan-
zada a los cuatro vientos con la intención de causar en todos los
lugares un efecto inapelable que convenciera sin fisuras de las ra-
zones esgrimidas y fuera capaz, al mismo tiempo, de inspirar el
ánimo de quienes iban a ser llamados a tomar las armas y arries-
gar sus vidas frente a él. No era tiempo de matices, la neta defini-
ción del enemigo iba a convertirse en uno de los elementos deci-
sivos para la suerte del movimiento insurreccional. Tenía que
cumplir un papel de contrapropaganda17, ya que se tenía concien-

15 Ya en su día se publicaron algunas comunicaciones directas con la Junta de

Asturias en ibídem, t. I, p. 87. Y se conocen las gestiones de Palafox en Bayona an-


tes de desplazarse a Zaragoza y ponerse al frente del movimiento por las Memorias
de José de Palafox, Comuniter, Zaragoza, 2007, pp. 50-52, y los trabajos de Her-
minio LAFOZ, Zaragoza, 1808. Revolución y guerra, Comuniter, Zaragoza, 2006, José
de Palafox y su tiempo, Diputación General de Aragón, Zaragoza, y El general Pala-
fox, héroe de la guerra de la Independencia, Delsan, Zaragoza, 2006, así como José
DE PALAFOX, Memorias, Comuniter, Zaragoza, 2007.
16 El proceso ha sido estudiado por Richard HOCQUELLET, Resistencia y revolu-

ción durante la Guerra de la Independencia. Del levantamiento patriótico a la sobe-


ranía nacional, Prensas Universitarias de Zaragoza, Zaragoza, 2008, pp. 86-96.
17 Sobre los medios de difusión de los mensajes, véase Emilio DE DIEGO, «La

verdad construida: la propaganda en la Guerra de la Independencia», en Antonio

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

cia de que los franceses contaban con una enorme y eficaz ma-
quinaria a su servicio para el control de la opinión pública. Era
necesario hacer frente a las «falsedades y perpetuas contradiccio-
nes» esparcidas por «miserables autores» a través de los diarios del
mismo Madrid, desmentir a esos «charlatanes gaceteros franceses,
hasta su Monitor», y que se descubran en España y en Europa «sus
mentiras horribles y sus elogios venales»18.
Por otro lado, definir al enemigo operaba también en clave iden-
titaria. En aquel momento de confusión extrema y de enorme des-
concierto, la definición del otro se convirtió en una buena mane-
ra de construir por contraposición los argumentos y los principios
que caracterizaban al bando patriota. Cumplía, en tercer lugar, una
función ideológica, pues a través de su perfil en negativo fue po-
sible caracterizar los valores y principios que representaba el mo-
vimiento de resistencia. Y, finalmente, ya lo hemos anticipado, ser-
vía al objetivo político de apropiarse del movimiento por parte de
los sectores fernandinos pues, identificando a Godoy con el ene-
migo, echaba en manos de los partidarios de Fernando a todo el
país. La guerra iba a ser productiva para este grupo, deseable in-
cluso, porque de ella surgía el liderazgo indiscutible en el campo
español, el fortalecimiento de su posición por la necesidad de con-
vertirse en el referente de la guerra y, si llegaba la victoria, la po-
sibilidad de restaurar por la vía armada lo que se acababa de per-
der por la vía diplomática.
Fruto de la urgencia y de una finalidad eminentemente prácti-
ca19, la construcción del otro no contó ni con el tiempo ni con el
clima reflexivo necesarios para definir ideas, calcular estrategias y
propagar los nuevos mensajes en el cuerpo social. Nada de nuevos
mensajes, nada de nuevas estrategias y muy pocas ideas nuevas.
Para una ocasión como aquella resultaba mucho más práctico re-
currir al arcón de las viejas ideas ya formadas, difundidas e interio-
rizadas por el común de los habitantes de la monarquía20.

MOLINER PRADA (ed.), La guerra de la Independencia, Nabla ediciones, Barcelona,


2007, y Emilio DE DIEGO, España, el infierno de Napoleón. 1808-1814. Una historia
de la guerra de la Independencia, La Esfera de los Libros, Madrid, 2008, pp. 209-254.
18 Son extractos de la décima de las «Prevenciones» que figuran en el edicto

comunicado por la Junta Suprema de Gobierno de Sevilla el 7 de junio de 1808 re-


producido en Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 86.
19 Miguel Artola ya señaló el carácter circunstancial de la mayoría de los es-

critos, su apresurada redacción y su carácter asistemático, por lo que no es extra-


ño, incluso, que su contenido sea contradictorio. Los orígenes de la España Con-
temporánea…, op. cit., pp. 214 y 217.
20 Sobre la fuerza movilizadora de las tradiciones del Antiguo Régimen y la di-

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La Guerra contra la Convención


Para la ocasión bien podían ser actualizadas las ideas forjadas
en otra guerra no del todo distante, apenas 15 años, y contra el
mismo enemigo, Francia. Entonces, la monarquía española había
decidido entrar en guerra contra la Convención francesa (1793-
1795) tras la ejecución de Luis XVI y con la intención de dar un
castigo ejemplar que recondujera a Francia por los caminos del or-
den. La monarquía intentó hacer de aquella guerra una guerra po-
pular. El objetivo inmediato era la movilización de los hombres y
recursos necesarios para afrontar un esfuerzo bélico que superaba
con mucho las fuerzas de que disponía la monarquía en tiempos
de paz. Para estimular la reacción se inició una amplia campaña
propagandística orientada a crear un estado de opinión favorable
a la guerra. El discurso no tardaría en trabarse de manera muy ní-
tida en clave patriótica, es decir, una guerra contra los franceses,
que era el contenido dominante en los mensajes dirigidos a sensi-
bilizar al público popular. Sobre este sustrato construido directa-
mente sobre el sentimiento, se fueron elevando el resto de los men-
sajes de mayor carga política, es decir los que presentaban a los
revolucionarios franceses como amenazas para la monarquía y la
religión. «Uno de los procedimientos corrientes de argumentación
cuando se supera el nivel de la nueva galofobia –afirma Jean-René
Aymes–, es el de la amalgama que permitía convertir a los france-
ses en regicidas, enemigos de Dios, bárbaros y agentes del desor-
den a un mismo tiempo»21. El peso de elaborar y difundir el men-
saje recayó mayoritariamente sobre el clero, lo que hizo que, en el
contexto general, cobraran mayor dimensión los aspectos que ca-
racterizaban a los revolucionarios como destructores de la religión
que los que los presentaban como amenazas para la monarquía.
Galofobia y contrarrevolución fueron la herencia ideológica de la
guerra contra la Convención, un discurso que se concretó en la tría-
da Dios, Patria y Rey y que adquirió una importante dimensión
popular a través de los clérigos como mediadores del mensaje en-
tre las autoridades y la sociedad.
Ahora, década y media más tarde, el viejo discurso construido
en la guerra contra la Convención volvía a ser recuperado. La má-
xima triangular de aquella guerra contrarrevolucionaria sonaba de

ficultad de generar dinámicas a partir de nuevas ideas véase José ÁLVAREZ JUNCO,
Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid, 2001, p. 117.
21 La obra indispensable de referencia sobre esta guerra es Jean-René AYMES,

La guerra de España contra la revolución francesa (1793-1795), Instituto de Estu-


dios «Juan Gil-Albert», Alicante, 1991. La cita en p. 438.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

nuevo en las proclamas. Aparentemente el mismo Dios, la misma


Patria y el mismo Rey de siempre, pero aplicados ahora a una nue-
va situación: contra un emperador que no pretendía acabar con la
Monarquía, contra una nación que había restablecido sus relacio-
nes con la Iglesia y en defensa de una Patria cuyo contenido no es-
taba demasiado claro o, cuanto menos, era susceptible de múlti-
ples interpretaciones. La actualización de unas ideas que flotaban
en el ambiente político popular podían justificarse bien en aras de
la eficacia en medio de aquel agitado ambiente de movilización.
Permitía, ciertamente, generar una amplia corriente de discurso
compartido capaz de mover a la identidad desde la base de un pu-
ñado de ideas comunes a la generalidad de los españoles. Sin em-
bargo la recuperación de aquel discurso no era políticamente neu-
tra. Servía claramente a los intereses de quienes concebían la
guerra contra los ejércitos de Napoleón como un movimiento con-
trarrevolucionario encabezado por los defensores de Fernando VII.
Por eso contó con el apoyo entusiasta de las oligarquías locales an-
tigodoyistas y con la activa colaboración del clero en la labor de
movilizar a la población en la empresa. Esta es la clave en la que
se definió, en la primavera de 1808, la imagen del enemigo contra
el que, antes de haberlo visto, se iban a iniciar la movilización en
los pueblos y ciudades de la monarquía española. «Las juntas […]
–afirma Antonio Moliner para el caso de Cataluña– difundieron
una imagen estereotipada de sus enemigos y justificaron la insu-
rrección en nombre de los valores que podían aglutinar a todos los
catalanes: la defensa de la religión, del Rey, y de la Patria»22.
Los textos que definieron la imagen del francés invasor son de
características muy distintas, de autorías dispares y de las más di-
versas procedencias geográficas. Sin embargo, más allá de las di-
ferencias y tendencias que suelen caracterizar a los distintos focos
insurreccionales, la producción patriótico-propagandística de la
primavera-verano de 1808 en que las juntas tuvieron que definir
con urgencia la imagen del enemigo al que habría que hacer fren-
te poseen un amplio denominador común, tanto en el discurso que
la sustenta como en la lógica general que la articula. Este es ya, en
sí mismo, un elemento definitorio del discurso de combate levan-
tado para inspirar la movilización armada: la amplitud y consis-
tencia del sustrato ideológico compartido sobre el que se apoya.

22 Antonio MOLINER PRADA, «La imagen de Francia y de su ejército en Catalu-

ña durante la guerra del francés (1808-1814)», en Jean-René AYMES y Javier FER-


NÁNDEZ SEBASTIÁN, La imagen de Francia en España (1808-1850), Servicio Editorial
de la Universidad del País Vasco-Presses de la Sorbonne Nouvelle, Bilbao, 1997,
p. 23.

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La línea argumental del discurso se nutrirá, como ya hemos


anticipado, de un sustrato de imágenes y valores compartidos que
eran patrimonio universal en la sociedad española del momento.
Ni siquiera cuando aparecieron expresados en las proclamas de la
guerra contra la Convención eran nuevas, sino que venían a for-
mular de manera concreta e intencionada algunos de los elemen-
tos comunes que definían la relación entre el vasallo y el poder en
el mundo del Antiguo Régimen: la Religión, el Rey y el País o la
Patria. No obstante, cuando estos elementos adquieren presencia
y concreción es a través de los conflictos, puesto que es entonces
cuando las gentes comunes son atraídas hacia la esfera de la polí-
tica en sistemas, como el de la monarquía absoluta, donde esta re-
lación no es constante. Por eso la guerra de 1793 constituyó el pel-
daño necesario en la elaboración del discurso que ahora era
retomado.
Sin embargo, la situación, desde la perspectiva de la imagen
del otro, no era exactamente la misma. La gran diferencia la mar-
caba ahora la figura de Napoleón. La guerra abstracta e imperso-
nal contra la revolución llevada a cabo durante la década anterior
se había convertido ahora en un conflicto claramente personaliza-
do en el Emperador, el hombre cuya popularidad en ese momen-
to no podía compararse a la de ningún otro. La dimensión que por
aquellas fechas había alcanzado la figura de Napoleón en todo el
continente europeo explica bien este proceso de personificación del
enemigo. Su intervención en España se produce poco después de
haber obtenido las victorias de Austerlitz, Jena o Friendlad que
constituyen la cumbre de su poder y de su fama23. En este momen-
to su figura lo ensombrece todo. Los atributos del emperador se
funden con los de su ejército y, en buena medida con los de la
propia Francia. El objetivo daba coherencia a esta estrategia de
identificación: permitía concretar y definir al enemigo y, a partir
de ahí, construir contra él la justificación de la guerra y las razo-
nes para movilizarse en su contra. Napoleón será, por lo tanto, la
encarnación misma del enemigo24. En torno suyo se irán constru-

23 Ricardo García Cárcel ha señalado el brusco tránsito que se produjo entre

los españoles desde la admiración inicial hacia el Napoleón triunfante a su recha-


zo en 1808 como el tirano de Europa, en El sueño de la nación indomable. Los mi-
tos de la guerra de la Independencia, Temas de Hoy, Madrid, 2007, pp. 59-60 y 76.
24 Este fenómeno ya fue señalado por Jean René AYMES en L’Espagne contre

Napoléon. La Guerre d’Indépendance espagnole (1808-1814), Nouveau Monde/Fon-


dation Napoléon, Paris, 2003, p. 47, y subrayado más recientemente por Natalie PE-
TITEAU, «Napoléon et l’Espagne», en Mélanges de la Casa de Velázquez, monográfico
«Actores de la Guerra de la Independencia», t. 38-1, 2008, p. 20.

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yendo los argumentos principales y de él derivarán los de carácter


secundario. Todo era, pues, bien conocido por los destinatarios del
mensaje, las viejas ideas y la imagen del hombre más poderoso de
Europa. Ahora era preciso articularlas de la manera más conve-
niente.

Mentira y traición
Uno de los objetivos prioritarios de los primeros mensajes di-
rigidos a la población fue tratar de explicar qué es lo qué había su-
cedido para que los aliados de ayer fuesen hoy los peores enemi-
gos. Era preciso transmitir la idea de que acababa de producirse
un hecho trascendental que había transformado profundamente la
situación. Conscientes de que unos días antes los franceses habían
sido presentados como firmes aliados, había que esforzarse en co-
municar los motivos de ese cambio radical de actitud. La línea ar-
gumental se apoyaba en dos elementos: la mentira y la traición.
A través de la mentira podía justificarse el tiempo de la admi-
ración y la amistad con el emperador. «Y es verdad que hasta el
presente un gran número de españoles creían que Napoleón era
hombre de bien, ingenuo, amigo y consiguiente»25. Este, para con-
sumar el engaño, había hecho un uso perverso de los instrumen-
tos que permitían formar la opinión, pues «esparce diarios y libe-
los sediciosos para corromper la opinión pública, y en los cuales
protestando el respeto a las leyes y a la religión, atropella, burla,
insulta a las unas y a la otra»26. Había llegado a convertir en su
instrumento tanto la prensa española como la francesa –«calum-
nias y baldones esparcidos, tanto en el sedicioso Diario de Madrid,
como en otros periódicos franceses»–27, un control de lo impreso
que denunciaba una canción del momento y refiriéndose a Murat
decía: «Esparce mil papeles / De horrible seducción, / Y hace ver
con descaro / De su amo la traición»28.
El engaño despojaba el destronamiento de Fernando VII de
cualquier grandeza que permitiera compararlo con las conquistas

25 Manifiesto a los «Españoles, nobles fieles habitantes de la real isla de León»,

Isla de León, 2 de junio de 1808. Suplemento al Diario de Valencia, lunes 6 de ju-


nio de 1808. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 70.
26 Sevilla. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 17.
27 «Manifestación política sobre las actuales circunstancias», Valencia, co-

mienzos de junio. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 69.


28 «Canción marcial, sucesos de España». Demostración de la lealtad españo-

la…, op. cit., t. I, p. 145.

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que en otros lugares y en otro tiempo habían labrado la fama Na-


poleón. Así, «el que pudo con la fuerza y con la astucia erigirse
monarca de su nación misma, ha sabido con el engaño invadir el
suelo español, y destronar la familia real, usurpando la corona al
poseedor. Napoleón, llamado protector, y auxilio de un Príncipe
desgraciado, ha sido el mayor enemigo que atacó su inocencia, cau-
sándole el despojo de su trono contra los más sagrados derechos»29.
La confianza del aliado hace más ominoso el engaño. De ese modo,
«cuando España toda pensaba ver en Bonaparte a un héroe, a un
libertador de la nación, y a un amigo de su Príncipe, solo ha visto
a un usurpador descocado, que con las armas y artificios más mez-
quinos derriba del trono a Fernando VII, sorprende su franqueza,
lo engaña, lo deshonra, lo vilipendia, lo acusa, lo calumnia, y le
arranca de sus sienes aquella corona que miraba la España deplo-
rada como su salvación y su libertad»30.
El engaño fue el vehículo a través del cual se había quebran-
tado la lealtad que debían guardarse dos aliados, es decir, el ins-
trumento de la traición. Como decía una proclama aparecida en
Córdoba, «no el valor, no la fuerza de las armas, le han propor-
cionado lo que ellos llaman triunfo y conquistar la intriga y la trai-
ción de unos viles, que debían ser los protectores de su patria y
vuestra. La insaciable sed de un Monarca grande en irreligión, en
tiranías, en robos y perfidia han sido la causa que iba a ocasionar
vuestra ruina. Cobardes! Traidores!…»31. La denuncia de la trai-
ción proporcionaba la oportunidad de ilustrar al público sobre los
hechos que habían llevado hasta allí. «La Francia, o más bien su
Emperador Napoleón I, ha violado con España los pactos más sa-
grados. Le ha arrebatado sus Monarcas, y ha obligado a estos a ab-
dicaciones y renuncias violentas y nulas manifiestamente. Se ha
hecho con la misma violencia dar el Señorío de España, para lo
que nadie tiene poder. Ha declarado que ha elegido Rey de Espa-
ña. Atentado el más horrible de que habla la historia. Ha hecho
entrar sus ejércitos en España, apoderándose de sus fortalezas y
capital, y esparcídolos en ella, y han cometido con los Españoles
todo género de asesinatos de robos y crueldades inauditas. Y para
todo esto se ha valido, no de la fuerza de las armas, sino del pre-
texto de nuestra felicidad, ingratitud la más enorme a los servicios

29 «Españoles, nobles fieles habitantes de la real isla de León». Isla de León,

2 de junio de 1808. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 31.


30 «Manifestación política sobre las actuales circunstancias», Valencia. De-

mostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 7.


31 «Córdoba a los españoles». Demostración de la lealtad española…, op. cit.,

t. I, p. 37.

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que la Nación Española le ha hecho, de la amistad en que estába-


mos, del engaño, de la traición, de la perfidia más horrible, tales
que no se leen haberlas cometido ninguna Nación, ningún mo-
narca, por ambiciosos y bárbaros que hayan sido, con ningún Rey
ni Pueblo del mundo. Ha declarado últimamente, que va a tras-
tornar la Monarquía y sus leyes fundamentales, y amenaza la rui-
na de nuestra Santa Religión Católica, que desde el gran Recare-
do hemos jurado, y conservamos los Españoles, y nos ha forzado
a que para el remedio único de tan graves males, los manifestemos
a toda la Europa, y le declaremos la Guerra»32.
Finalmente la traición ha sido desenmascarada. Aparece en-
tonces a los ojos de los españoles la auténtica naturaleza de Na-
poleón. Desvelar esta nueva verdad va a ser, junto con la de forjar
un sentimiento patriótico, la voluntad principal de los mensajes.
El levantamiento y movilización patriota se presentan a partir de
aquí como desagravio: «La razón, la justicia y la humanidad piden
el desagravio de su causa ofendida por Napoleón. La Religión, la
ley constitucional de la Patria y el derecho sagrado de las nacio-
nes condenan a este monstruo de la suerte y la perfidia, por el atro-
pellamiento de su inmunidad. El voto del universo, todo ser crea-
do clama por la venganza de su injuria y profanación, contra este
genio destructor de su preciosa existencia. Sea eterno su aborre-
cimiento; implacable su detestación; y hasta la memoria de su nom-
bre sea un delito, un atentado contra la causa divina, contra la na-
turaleza, contra la sociedad, contra el Soberano, y nosotros
mismos»33. Vengar la traición se convierte en una forma de des-
pertar. «Ya despertó de su letargo / De las Españas el León, / Y con
rugidos espantosos, / Cubre la tierra de pavor. / En busca va bro-
tando horrores / Del infernal Napoleón, / Para vengar su tiranía, /
Su iniquidad, y su traición»34. Y así, España despertaba del sueño
del engaño a través de una guerra justa. «No ha habido una guerra
más justa. Ninguna otra ha sido más necesaria que esta. La divi-
na Religión de nuestros padres, el Rey amable, el amable Fernan-
do, Rey legítimo que nos dio el cielo, el honor, la vida, las fami-
lias, la libertad, la independencia, la Patria, y cuantos derechos
tenemos por Dios y por la naturaleza, todo había de ser pasto de

32 Sevilla. Declaración de guerra a Francia. Demostración de la lealtad españo-

la…, op. cit., t. I, pp. 16-17.


33 ARTDALM, «Cargos que el tribunal de la razón de España hace al Emperador

de los Franceses». Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, p. 165.


34 «Marcha Nacional», letra de D. A. S. V. y música de D. P. B. Demostración

de la lealtad española…, op. cit., t. III, pp. 188-190.

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la ambición más fiera, todo lo que había de hollar este usurpador


cobarde, ese Napoleón, ese tirano doble y astuto»35.
La auténtica naturaleza de Napoleón, hechos evidentes el en-
gaño y la traición, había sido desenmascarada. «Napoleón –exhorta
un texto publicado como suplemento al Diario de Valencia–, el velo
que cubría tu criminal perfidia se descubrió. El misterio que ocul-
taba tu hipocresía gigante se declaró. Ya se ha visto con la clari-
dad del medio día, que no tiene límites ni respeta leyes tu ambi-
ción hipócrita y miserable. Esta es el móvil de tus continuos
enredos. Esta quien siempre te hace mentir. Mientes para engañar,
engañas para mandar, mandas para robar, robas para reinar, y rei-
nas para exterminar. Así lo has hecho en Roma, en Nápoles, en
Alemania, en Prusia, en Italia, en Etruria, en Holanda, en Portu-
gal y en España»36. Libre de velos y ocultaciones se ofrece enton-
ces a la contemplación de los españoles el verdadero Emperador.
Los atributos negativos puestos en circulación son interminables.
Imposible dar cuenta de todos ellos. Napoleón es cobarde –«co-
barde fanfarrón Bonaparte», «un hombre más cobarde que pe-
queño en su estatura»–, ambicioso –«hombre lleno de ambición»,
de «insaciable ambición»–, usurpador, pérfido –«tu perfidia»–, «vil,
infame y soez», desleal, débil –«no recurría a engaños viles, si pu-
diese con fuerza armada conquistar nuestra península», traidor
–«el mayor traidor del universo»–, sanguinario –«acostumbrado a
derramar la sangre de los hombres», «se divierte en ver correr la
sangre»–, inhumano –«ha ahogado en su corazón los sentimientos
de humanidad que imprimió el Criador en el hombre», «enemigo
del género humano»–, embustero –«grande embustero», «¿Tu boca
no se abrirá jamás sino para mentir?», «sin palabra»–, inmoral
–«sin fe», «sin conciencia», «hombre fementido», «pérfido cora-
zón»–, ateo –«Despoja los templos, se burla de los altares»– crimi-
nal –«hombre criminal», autor de «execrables crímenes»–, injusto
–«rey inicuo, aborrecido de todo el género humano»–, tirano –«el
tirano de Francia» «el tirano del Norte»–. El listado no se agota
aquí37, pero puede ser una forma oportuna de poner cierre al re-

35 Proclama de Excelentísimo señor don Antonio de Arce al Ejército de su man-

do en Extremadura: «Soldados». Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II,


p. 171.
36 Lunes 6 de junio de 1808. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II,

p. 171
37 Javier Herrero, señala que, en la voz de los predicadores, Napoleón apare-

ce como la encarnación del «mal absoluto». Los orígenes del pensamiento reaccio-
nario en España, Alianza Universidad, Madrid, 1988, p. 379.

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pertorio este texto publicado en Alicante que recoge bien el espí-


ritu de toda esta publicística dirigida contra Napoleón:
«El Anti-cristo del género humano, el delito inexpiable del
usurpador de la Francia, la heces de la miserable isla de Córce-
ga, que se atrevió a vomitar semejante monstruo, el horrendo Na-
poleón Bonaparte, grande en la rapiña, en la maniobra, en la am-
bición, en el saqueo y en la perfidia, acaba de arrebatarnos al más
precioso tesoro de nuestro corazón, y a la prenda más amada de
nuestras esperanzas, Fernando VII. La sofistería, la superchería,
todas las raterías de que es capaz un salteador abandonado, son
el Código de Napoleón que han autorizado tan horrendo sacrile-
gio […]. Romped toda correspondencia con el gobierno francés,
miradle como a un animal ponzoñoso, exterminad de la faz de la
tierra esta raza inquieta y revolucionaria […]. El ejército grande
de Napoleón tan decantado, es ya una quimera. Las batallas de
Tilsit, de Jena, de Austerlitz, fueron su sepultura. Destruyamos
sus miserables reliquias. Sea España el cementerio de Napoleón.
Fenezca aquí ignominiosamente su loca ambición. Los mulada-
res de Madrid recojan los hediondos huesos del infeliz Murat. Y
vosotros soldados franceses de tantos idiomas como sectas, aban-
donad este vil opresor condenado por la conciencia de todos los
pueblos de la Europa moral e ilustrada»38.

Francia y el ejército
Es esta última vertiente citada en el texto anterior, la del tira-
no, la que trató de subrayarse para poder establecer distinciones
entre Francia y Napoleón e intentar dividir las fuerzas del adver-
sario. Para ello, Francia se presentará también como otra víctima
de Napoleón. «La Francia salió ufana de la opresión monárquica,
y se presentó al mundo vestida de galas ensangrentadas, enarboló
la bandera de su libertad e igualad, y vino a ser en poco tiempo es-
clava de un déspota»39. Su economía estaba seriamente dañada por
la insaciable ambición del tirano. «Sabed que la guerra que ha sos-
tenido por tantos años ha debilitado en fin en gran manera a esta
nación. Que el despotismo y desmedida ambición de su tirano han
apurado sus riquezas y población. La agricultura está en manos de
las mujeres, y la miseria y la pobreza reinan en todo este Imperio,
que no puede ya sobrellevar las contribuciones excesivas de hom-
bres y de dinero, y en donde es general en todos los ánimos el des-
contento de su durísimo gobierno»40. La situación ha llegado a tal

38 Alicante. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, pp. 45-46.


39 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, pp. 212.
40 Granada. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 42

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punto que los propios franceses repudian a Napoleón. «Los fran-


ceses mismos detestan la idea de su Emperador. Sí, los franceses
mismos lloran como hermanos la suerte de nuestra nación, y se
avergüenzan de los últimos sucesos de estos días. No aborrezca-
mos, amemos el nombre francés que gime bajo las leyes de un ti-
rano. Nuestro enemigo sea Napoleón en su ambición sin límites,
y solo aquel que defienda su mala causa»41. La guerra es exclusiva-
mente contra el emperador que ni siguiera es uno de ellos. «Fran-
ceses. Ya no tenéis ni leyes, ni libertad, ni bien alguno. Ya se os ha
forzado a hacer esclava a la Europa, haciendo derramar vuestra
sangre y la de vuestros hijos; ya esa familia que no es francesa rei-
na por vosotros en varias naciones de la Europa, sin ningún inte-
rés de la Francia ni de ningún pueblo»42. Paradójicamente, en este
discurso, la vieja máxima revolucionaria que llamaba a combatir
a los reyes y a hermanarse con los pueblos –«guerra en los casti-
llos, paz en las cabañas»– se había vuelto contra los ejércitos fran-
ceses. Ahora el levantamiento español se presentaba como un mo-
vimiento que liberaba al pueblo francés de la tiranía a la que se
había visto sometida por su emperador.
El propio ejército, no es el de aquel país vecino cuya cultura
fue tan admirada el siglo anterior. «No, no son los ilustrados y ge-
nerosos franceses los que nos hacen o auxilian estas viles y abo-
minables perfidias de su tirano. Sus soldados son extraídos de lo
más infame de las Naciones subyugadas»43. Como cantaba una
«Marcha Nacional» compuesta durante estos meses: «No haces, Es-
paña, no la guerra / A un pueblo culto, o gran Nación, / Y sí a unos
Vándalos inicuos / Que no conocen Religión. / Robos, traiciones y
perfidias / Cometen todos sin rubor, / Y donde Quiera que se al-
bergan»44. De hecho, los que forman en los ejércitos enemigos, ni
siquiera son franceses, sino forzados de toda Europa. «Los ejérci-
tos con que nos amenaza, ni son ni pueden ser franceses. Desti-
nados a mantener en la obediencia las vastas usurpaciones hechas
a la Europa, las conscripciones forzadas de una confederación
monstruosa, inútil a cuantos la componen, menos al pretendido
protector, que la aniquila, son las que violentadas y arrastradas han
de transportarse a nuestras fronteras, para consumar los asesina-
tos y los robos, que detestan en su corazón. Los pueblos que ro-

41 Isla de León, 2 de junio de 1808. Demostración de la lealtad española…, op.

cit., t. I, p. 32.
42 Sevilla, 29 de mayo de 1808. Demostración de la lealtad española…, op. cit.,

t. I, p. 19.
43 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, p. 124.
44 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 190

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dean al imperio francés, como antemural, solo esperan el momento


favorable de sacudir el yugo»45. En definitiva, «unos pobres escla-
vos que pelean por puro miedo, sin más interés que el del pilla-
je»46. Francia no es, por lo tanto, el objetivo, sino, fundamentalmen-
te, el tirano de Europa, Napoleón:
«Franceses: el grito universal de los Españoles no se dirige
contra vosotros, ni queremos tomar las armas para ofenderos. Al
contrario, vuestra infelicidad excita nuestra compasión, y no po-
demos contener las lágrimas al considerar, que un isleño desco-
nocido, un hombre que no tenía con vosotros las menores rela-
ciones, ni podía fundar derecho para dominaros, ha desolado
vuestro país, ha destruido el comercio y navegación y ha bebido
y está bebiendo continuamente la sangre que circula en vuestras
venas. Esos campos de Marengo, de Jena y Austerlitz… miradlos,
y por un instante contened vuestro dolor ¡Que montes de cadá-
veres!… todo son conscriptos que van y nunca vuelven, son vues-
tros esposos, vuestros hijos y vuestros hermanos arrancados con
violencia de vuestro seno y conducidos a la muerte como unos
mansos corderos»47.

Quedaba así separada Francia del enemigo que constituían Na-


poleón y sus ejércitos. Era el momento de caracterizar política-
mente lo que este enemigo significaba. Esta construcción intelec-
tual de enemigo se apoyaba sobre las tres ideas básicas del ideario
de la reacción monárquica contra la revolución –Religión, Rey y
Patria– y sobre las implicaciones concretas que iba a tener en las
vidas de los españoles la irrupción de los ejércitos imperiales.

Religión, Trono y Patria


Sin duda la idea que mayor presencia tuvo en la publicística
antifrancesa de los primeros meses, aunque no tenía relación di-
recta con lo que estaba sucediendo, fue la de que el ejército napo-
leónico suponía la destrucción de la religión. «El arrogante orgu-
llo de la Francia, que ha destrozado la religión y la piedad bajo el
velo aparente de su reforma, que impío ha atentado a levantar de
entre sus ruinas a la nación judía contra las maldiciones de Dios»48.
La causa patriótica es la causa de Dios. «Españoles», llamaba una
proclama gallega, «esta causa es del Todo poderoso. Es menester

45 Málaga. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. III, p. 62.


46 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 114
47 Galicia. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. III, p. 35-36.
48 «Córdoba a los españoles». Demostración de la lealtad española…, op. cit.,

t. I, p. 37-39

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P. RÚJULA EL FRANCÉS INVASOR DE 1808

seguirla, o dejar una memoria infame a todas las generaciones ve-


nideras. Bajo el estandarte de la Religión lograron nuestros padres
libertar el suelo que pisamos de los inmensos ejércitos Mahome-
tanos, y nosotros ¿temeremos ahora embestir a una turba de viles
Ateos, conducidos por el protector de los judíos? Nuestros venera-
bles padres, aquellos héroes que derramaron tan gloriosamente su
sangre contra los Agarenos levantarían la cabeza»49. El enfrenta-
miento se plantea así como Cruzada, como guerra de religión, lo
que fortalece el vector contrarrevolucionario del enfrentamiento.
«Esta guerra es un testimonio irrefragable de nuestro catolicismo,
la efusión de nuestro corazón y amor hacia el precioso joven que
por Dios reina sobre nosotros, la defensa de nuestro honor, vida y
libertad, el escudo de nuestras familias y propiedades, el compen-
dio de todos los bienes, y un muro necesario contra todos los ma-
les. Es preciso pelear para vivir. Es preciso morir peleando. No hay
un medio honrado entre la victoria o la muerte […]. La victoria
será un don del cielo […]. La causa es de Dios»50. La Religión como
fundamento del movimiento se muestra con claridad en un texto
que lleva por título «Una española a nombre de todas las de su
sexo», y concluye en estos términos:
«Tirano opresor de Europa, engañoso Napoleón, tiembla.
Dios ampara nuestras armas, la Religión triunfa con ellas, la Cruz
de Cristo tremola en nuestros estandartes, la Purísima Concep-
ción y el Apóstol Santiago son nuestros Patronos. Tiembla impío,
que no siempre te has de burlar de estas españolas confianzas,
que tu llamas preocupaciones. ¡Sacrílego perverso! Demasiado
preocupado es el que no ve y no adora el dedo de Dios en tan rá-
pidos acontecimientos, y quien no prevea por ellos que tocas en
la orilla del abismo, adonde, como a otro Lucifer, te va a preci-
pitar tu soberbia»51.

La importancia de la lectura religiosa del invasor estaba muy


vinculada al papel de los clérigos como ideólogos de la moviliza-
ción. Los propios franceses eran conscientes de ello, como el ba-
rón Lejeune, quien afirmaba: «Los frailes, sobre todo, ejercían so-
bre sus compatriotas la influencia más hostil contra nosotros. El
pueblo español, en general, tiene en mucho estas órdenes religio-
sas que se reclutan entre las familias de las clases pobres»52.

49 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, p. 124.


50 «Soldados», Navalmoral de la Mata, 28 de junio de 1808. Demostración de
la lealtad española…, op. cit., t. II, pp. 171-172.
51 Catalina Maurandy y Osorio, Cartajena, 26 de julio de 1808. Demostración

de la lealtad española…, op. cit., t. III, pp. 120.


52 Barón LEJEUNE, Los sitios de Zaragoza. Historia y pintura de los acontecimien-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

La defensa de la Religión llevaba implícita en la mayoría de los


planteamientos la defensa de su aliado histórico, el Trono. A me-
diados de junio de 1808, los murcianos eran llamados a movili-
zarse en estos términos: «La religión nos llama por el juramento
de fidelidad que tenemos prestado a Fernando VII, cuando le ju-
ramos por nuestros representantes Príncipe heredero. ¿Quién nos
lo ha relajado? ¿Acaso esas viles proclamas extendidas en las im-
prentas de la tiranía y del poder? ¿Las abdicaciones han sido vo-
luntarias? Y aun cuando lo fueran, ¿los Reinos son acaso fincas li-
bres que se dispone de ellos sin la voluntad general legítimamente
congregada? Sepa el mundo que los Murcianos conocen sus debe-
res, y obran según ellos hasta derramar su sangre por la Religión,
por su Soberano, por su conservación, y la de sus amados herma-
nos todos los españoles»53. El desprecio de la religión llevaba apa-
rejado el principio de disolución del poder monárquico. «¿No sa-
béis que Napoleón y los que le siguen desconocen la Religión, la
humanidad y los derechos? ¿Ignoráis que donde quiera han atro-
pellado todos los respetos, todos los estados, toda la felicidad? ¿No
acaba de usurpar el Trono? ¿No ha hecho cautivo al que falsamente
titulaba su aliado, su caro amigo? ¿Ha dejado templos sin profa-
nar, vírgenes y mujeres que perseguir, sacerdocio que envilecer,
propiedades que usurpar? ¿Queremos perder de un solo golpe la
Religión santa, las familias enteras, los frutos del trabajo en que
hemos consumido nuestra vida?»54.
También el patriotismo encontraba un fundamento religioso:
«la religión clama: el amor a la Patria os estimula […] y la lealtad
a vuestro legítimo Soberano debe romper ya los injustos diques en
que se había reprimido […]. Sed fieles a Dios, al Rey y a la Pa-
tria»55. No es de extrañar pues que a los eclesiásticos se les enco-
mendara, y aceptaron con entusiasmo el encargo, no solo la fun-
ción de excitar al amor al rey, sino también la de encender la llama
del patriotismo. «Mandamos igualmente a todos los Párrocos, Con-
fesores y Predicadores –escribiría el obispo de Cádiz– que avivan-
do más que nunca las llamas de su celo en el desempeño de sus

tos que tuvieron lugar en esta ciudad abierta durante los dos sitios que sostuvo en
1808 y 1809, Institución «Fernando el Católico», Zaragoza, 2009, p. 35.
53 «Murcianos», Murcia, 20 de junio de 1808. Demostración de la lealtad espa-

ñola…, op. cit., t. I, p. 37-39


54 «Suscripción que se abre al vecindario de Sanlúcar para las urgencia de la

guerra contra lo franceses…», Sanlucar, 22 junio 1808: Demostración de la lealtad


española…, op. cit., t. I, p. 38.
55 «Córdoba a los españoles». Demostración de la lealtad española…, op. cit.,

t. I, p. 37-39

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P. RÚJULA EL FRANCÉS INVASOR DE 1808

sagrados ministerios, persuadan y amonesten con el ejemplo y los


discursos estas saludables verdades, procurando grabarlas profun-
damente en los corazones de los fieles para que las practiquen, y
debiendo tomar por guía la doctrina sancionada en la Iglesia Ca-
tólica por el unánime consentimiento de los PP., de que el patrio-
tismo verdadero no es una virtud gentílica y vana, sino que se ha-
lla fundado en las Santas Leyes de la Caridad Evangélica y de la
Justicia»56.
No obstante, en el terreno del patriotismo es donde la Religión
pierde algo el control del discurso, puesto que la idea de respues-
ta civil como reacción a la agresión hace aflorar el sentimiento de
algo llamado «nación» que pugna por expresarse. «Sepa esa na-
ción usurpadora –proclama la Junta suprema de Granada–, que no
es lo mismo combatir para robar tesoros, saquear ciudades y echar
las cadenas de la esclavitud a una nación libre, que pelear en de-
fensa de cuanto hay querido y sagrado sobre la tierra»57. Por aquí
se abren puertas de acceso a territorios políticos que no tardarían
en ser explorados en el futuro y que terminarían llevando a las Cor-
tes de Cádiz y a la Constitución. Y también, a través del patriotis-
mo, quienes defendían la necesidad de introducir reformas toma-
ban distancia del proyecto afrancesado que se contemplaba
hipotecado por el expansionismo napoleónico. «La patria está en
peligro –decía una proclama a los alicantinos–, y Ejércitos devas-
tadores ocupan algunas de nuestras provincias con ánimo de in-
vadir las restantes […]. El Tirano del Continente ha destruido los
más florecientes Estados, y erigido su Imperio arbitrario y abso-
luto sobre las ruinas de los antiguos Tronos […]. Españoles, la in-
tegridad e independencia que ha prometido a nuestra Nación, es
una quimera, es un engaño; quiere que sea parte del Imperio fran-
cés, y que esté gobernada por un hermano y Teniente suyo»58.
Sin embargo, de momento, en la primavera-verano de 1808, el
mensaje aparece todavía muy compactado. Los tres elementos ci-
tados integran una misma lógica movilizadora y se proclaman ge-
neralmente unidos, como en un poema que circulaba por aquellas
fechas y decía: Grítese en los Pueblos, Puertos y en Campaña, /
Viva la Religión, viva Fernando, viva España. / Muera el tirano, la
perfidia, falsa opinión, / Y atérrense las Águilas a vista del León. /

56 Cádiz, 20 de junio de 1808. Demostración de la lealtad española…, op. cit.,

t. II, p. 27.
57 «Discurso de la suprema junta de Granada», julio de 1808. Demostración de

la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 102.


58 «Juramento que hacen los alicantinos de defender a su Rey Fernando VII».

Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 140-141.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

A María, Patrona de España y Reina, toca / Sacar triunfante a Es-


paña, que la invoca»59. O como la proclama a los lorqueños que
eran llamados a la movilización de este modo: «Unión y energía
para defender nuestra Religión Santa, sacar de la opresión nues-
tro joven Rey Fernando VII, y a libertar nuestra patria de las ase-
chanzas de nuestros enemigos. Una sola voz, y un mismo senti-
miento anima a toda la Nación Española para mantener nuestra
dignidad e independencia […]. Vencer o morir es nuestro lengua-
je antes que caer en poder del decantado ejército del execrable, in-
digno, irreligioso y déspota Corso Bonaparte»60. O aquella otra que
en Antequera llamaba a hacer frente «al pérfido, que con pie sa-
crílego iba a hollar los sagrados derechos de la Religión, del Rey y
de la Patria»61.

El miedo a los ejércitos


Como contrapunto movilizador a los grandes pilares ideológi-
cos del discurso aparecen con profusión los argumentos pragmá-
ticos para el levantamiento apoyados en una imagen del enemigo.
Con mayor o menor precisión va dibujándose un antagonista con-
tra el que mejor será tomar las armas. Aparece con fuerza la idea
de que el objetivo de las tropas francesas es esclavizar al país. «Alar-
ma, alarma, Ciudadanos / Triunfe gloriosa la Nación, / Y antes de
morir que ser esclavos / Del infernal Napoleón», clama el coro de
la composición musical ya citada titulada «Marcha Nacional»62.
Generalmente no hay una separación radical entre los grandes prin-
cipios y las consecuencias prácticas que se derivan de la invasión,
sino que están íntimamente conectados. «Si la religión, el amor a
nuestro Monarca y un deseo justo de libertad han producido en
nosotros los sentimiento más heroicos de valor y patriotismo, ya
desde hoy a presencia de lo que hemos oído, el amor a nuestras,
vidas, y nuestros más caros afectos nos deben arrojar con intrepi-
dez al campo de Marte»63. Situados ante la presencia del enemigo,
planteando que no hay espacio intermedio entre la sumisión y la
resistencia, es inevitable tomar una decisión. Además, la amenaza
de la conscripción, de ser alistados forzosamente para ser envia-

59 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, p. 118.


60 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, p. 117.
61 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, p. 203.
62 Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. III, p. 188.
63 Granada, Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II, p. 118.

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P. RÚJULA EL FRANCÉS INVASOR DE 1808

dos a morir a un rincón perdido del imperio, se presenta como una


de las grandes amenazas. «Soldados: los reinos de Andalucía se ven
acometidos por los asesinos del Norte; vuestra patria va a verse
oprimida bajo el yugo de un tirano; vosotros mismos seréis arran-
cados de vuestros hogares y de vuestras casas […]. ¿Queréis mejor
morir por un traidor alevoso, defendiendo sus latrocinios e irreli-
gión, que derramar vuestra sangre en defensa de la iglesia, del rei-
no y de vosotros mismos? Soldados: llevad a los campamentos la
virtud, religión y costumbres de vuestros abuelos»64.
Poco a poco, el negro horizonte se iba concretando convir-
tiéndose a su vez en uno de los argumentos más elocuentes para
la movilización contra «el horrendo e infame monstruo que la Cór-
cega produjo»: «¿Queréis saber los designios de tan detestable is-
leño? Pues oíd: Destruir la Religión, saquear vuestros caudales, vio-
lentar vuestras doncellas, tiranizar vuestras personas, y amarradas
con cadenas arrastrarlas a los campos enemigos; ved aquí en suma
los vastos designios políticos de este reformador del mundo»65. Fi-
nalmente será la realidad de la guerra la que termine por impo-
nerse como argumento para tomar las armas. Las noticias sobre
las acciones del ejército imperial permitirán definir el negro ros-
tro del enemigo y tratar de convencer a la población de que no hay
otra reacción posible que tomar las armas: «El ejército francés
–proclama uno de los bandos de Palafox–, acostumbrado al robo
y la perfidia, ha empezado a ejercer en nuestro territorio toda su
perversidad. En los lugares por donde ha transitado con el desig-
nio de atacar la capital de Aragón, no hay género de infamia que
no haya cometido. Ha batido con artillería los Templos, ha profa-
nado sus Altares, robado los vasos sagrados, y cuanto ha encon-
trado en los pueblos ha fusilado algunos de sus habitantes por solo
inspirar terror. Viene sembrando proclamas hechas en Bayona o

64 «Proclama del general de la vanguardia del Ejército de Andalucía», Sevilla,

Pedro Agustín de Echavarri. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. II,


p. 118.
65 Orense. Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, p. 108. La cursi-

va en el original. Los mensajes en el mismo sentido se extienden también en im-


presos en catalán, como aquel aparecido en Valencia que, en forma de diálogo ha-
cía referencia a «los proyectes infernals / del cruel Napoleon» y a «esta caterva
infernal / de vàndalos o vandidos / que nos volien robar / lo bo y millor d’este rey-
ne, / y a la França trasportar / los tesors y gent florida, / per a después conquistar /
lo que.ls falta de la Europa. / Este és lo fet intentat / per eixe enemic traÿdor, / que
en la capa de amistat / enganyà al nostre bon rey, / a son tio y sos germans, / y se’ls
emportà a la França». Max CAHNER, Literatura de la revolució i la contrarevolució
(1789-1849) II*, op. cit., pp. 112-113.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

inventadas en España, y aun tiene valor de pretender seducirnos


con engaños. La falsedad y la perfidia son sus armas, las conozco,
y conozco también a los traidores. Tengo documentos originales
que comprueban sus crímenes, y los anunciaré a su tiempo para
vergüenza suya y para desengaño de todos. Estamos pues en el
caso de vengar a nuestros conciudadanos, de conservar nuestra
Santa Religión, la vida de nuestro Rey, y la existencia de nuestra
patria»66. La imagen estereotipada de un enemigo inmoral, sacrí-
lego y corrupto que solo se mueve por las ansias del botín no tar-
dará en extenderse por todos los medios. En un poema titulado
«La táctica nueva» Murat llama cobarde a Lefevbre por sus vaci-
laciones ante Zaragoza y le dice: «Con dos mil franceses / (Y aun
es mucha fuerza) / Puedo saquear / Mil pueblos y aldeas / A robar
me atrevo / Quinientas Iglesias / Tomar cien Ciudades. / Sujetar la
tierra». Y le impele a atacar con la expectativa del botín: «Parte a
toda priesa / Toma la Ciudad, / Roba sus riquezas. / Del Pilar la
Virgen / Las tiene soberbias / Ah! No te retardes. / Marcha, corre,
vuela»67. La realidad de la guerra se terminaba imponiendo sobre
las grandes ideas que aspiraban a sostener el movimiento.

Epílogo
Tras las derrotas francesas del Bruch, Bailén y Zaragoza, José I
tuvo que abandonar Madrid68. La respuesta patriótica había con-
seguido su objetivo. La construcción del enemigo se había revela-
do todo un éxito. La rapidez con la que había tenido que llevarse
a cabo el proceso no había afectado de manera sensible ni a la res-
puesta ni al resultado. El éxito principal residía en haber sabido
extraer los materiales de lo más profundo de la cultura política del
momento y combinarlos de manera conveniente para, a través de

66 Bando de Palafox, 18 de junio de 1808, Herminio LAFOZ (sel.), Manifiestos y

bandos de la Guerra de la Independencia en Aragón. I. Los Sitios de Zaragoza (1808-


1809), Comuniter, Zaragoza, 2005, p. 55.
67 «La táctica nueva». Demostración de la lealtad española…, op. cit., t. I, pp.

144-5.
68 Como obras de referencia sobre el desarrollo militar de la guerra pueden

consultarse las de Charles ESDAILE, La guerra de la independencia, una nueva historia,


Crítica, Madrid, 2003; Emilio DE DIEGO, España, el infierno de Napoleón. 1808-1814.
Una historia de la guerra de la Independencia, La Esfera de los Libros, Madrid, 2008,
o José Gregorio CAYUELA y José Ángel GALLEGO, La guerra de la Independencia. His-
toria bélica, pueblo y nación en España (1808-1814), Ediciones Universidad de Sa-
lamanca, Salamanca, 2008.

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P. RÚJULA EL FRANCÉS INVASOR DE 1808

ellos, proporcionar a los españoles una interpretación eficaz de lo


que significaba la presencia francesa en lo que había sido hasta
esa fecha el solar de la monarquía borbónica.
En los meses siguientes aparecieron algunas obras que recogí-
an muchos de los argumentos barajados hasta entonces cargando
las tintas en distintos aspectos. Las más célebres de ellas fueron el
Centinela contra los franceses69 de Antonio Capmany y Exposición
de los hechos y maquinaciones que han preparado la usurpación de la
corona de España70 de Pedro de Cevallos, pero hubo otros muchos,
como Cartas de un Hotentote, dirigidas a Napoleón, emperador de
los franceses insertas en los diarios de Santiago del 10 y 11 de julio
de 180871, Retrato político del Emperador de los franceses, su con-
ducta y la de sus generales en España, y la lealtad y valor de los es-
pañoles por su soberano Fernando VII72, Bonaparciana, u oración
retórica que, a semejanza en la energía de las que Cicerón dixo con-
tra Catilina, escribió contra Bonaparte un catalán zeloso amante de
su patria73, Sermón que predicó en la catedral de Logroño el nuevo
predicador José Botellas, ex rey de Nápoles, ex rey soñado de Espa-
ña, etc., traducido del italiano por el patriarca de sus Indias y ex-
tractado por un zeloso apasionado de toda la familia de Botellas74,
El día dos de mayo. Elegía por don Juan Nicasio Gallego75, Resumen
de los extraordinarios sucesos de España en estos cinco últimos me-
ses, o sea, conversación instructiva y moral de un padre con su hijo
acerca de la conducta de Bonaparte76, Tragedia burlesca en un acto.
El fin de Napoladron por sus mismos secuaces. Con una carta del
infierno al emperador de los diablos, en que le da quejas de su mal
proceder, por PDJOR77 o Las chinches de la Europa, o comparación
de los franceses con este odioso animal, por el autor del juego de las
provincias78.
Cuando los ejércitos franceses, en octubre de ese mismo año,
volvieron a dirigirse hacia el interior de la península lo hicieron
con el propio Napoleón I al frente. La situación cambió sustan-
cialmente y ya no iba a ser suficiente con la respuesta improvisa-

69 Gómez Fuentenebro, Madrid, 1808.


70 Madrid, septiembre de 1808.
71 Madrid, s.e., 1808.
72 Madrid, Imprenta de D. Eusebio Álvarez, 1808.
73 Luciano Vallin, Madrid, 1808.
74 Imprenta de Repullés, Madrid, 1808.
75 Gómez Fuentenebro y compañía, Madrid, 1808.
76 Repullés, Madrid, 1808.
77 Imprenta de la calle de la Greda, Madrid, 1808.
78 Imprenta de Vega y Compañía, Madrid, 1808.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

da de los primeros días. No, porque la nueva ofensiva iba a ser más
contundente y duradera que la primera. Y no, porque invocar de
nuevo a la fuerza colectiva de la nación contra el enemigo exterior
no iba a ser posible durante mucho tiempo sin ofrecer a cambio
unas contrapartidas políticas que transformarían radicalmente el
escenario ideológico español de la guerra.

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165-182 EnemiEspa-1C 1/6/10 09:28 Página 165

EL «MORO», DECANO DE LOS ENEMIGOS


EXTERIORES DE ESPAÑA:
UNA LARGA ENEMISTAD (SIGLOS VIII-XXI)*

ELOY MARTÍN CORRALES


Universitat Pompeu Fabra, Barcelona

Sin duda alguna, el enemigo más longevo y el más reconocido


como tal por buena parte de la sociedad española es el marroquí.
Aunque, en línea con lo señalado en su día por J. Goytisolo, lo
marroquí debe entenderse en tanto que parte indivisible de la
Umma, la totalidad de los creyentes islámicos; la interpretación co-
loquial usual consiste en establecer como sinónimos musulmanes
y «moros». De ahí que a lo largo de los siglos su representación y
denominación haya sido cambiante, dependiendo de las relaciones
hispanas con el Islam en general y con Marruecos en particular. En
el período medieval (alarbes, árabes, agarenos, sarracenos, maho-
metanos, almorávides, almohades, moros, etc.) fueron englobados
y confundidos en el conjunto de los musulmanes del Mediterráneo.
Algo similar ocurrió entre los siglos XVI al XVIII (berberiscos, otoma-
nos, turcos, africanos, moros). Recuperó la especificidad marroquí
en los siglos XIX y XX (moros, rifeños y marroquíes), aunque en el
último de los citados siglos, y en el actual, volvió a sumergirse en
otros conjuntos no especialmente bien vistos por buena parte de
la sociedad española (musulmanes, magrebíes), cuando no abier-
tamente temidos y rechazados (islamistas, al-qaedistas, y otros).
Lo anterior ha favorecido que a lo largo de los siglos en el ima-
ginario de la mayoría de los españoles se haya ido formando y/o
consolidando una imagen terriblemente negativa tanto del musul-
mán en general, como del marroquí en particular. Desde el siglo VIII
(con la invasión de la península ibérica por los musulmanes) has-
ta la actualidad más reciente, marcada por los terribles atentados
del 11-M en Madrid en 2004 y las repetidas detenciones –algunas
de ellas estrafalarias– de comandos de islamistas radicales. Diver-
sos episodios históricos (de distinto calado e intensidad) que han

* Esta investigación se inscribe en el marco del proyecto «Dinámicas impe-


riales, descolonización y transiciones imperiales. El imperio español (1650-1975)»,
Referencia, HUM2006-07328, financiado por el Ministerio de Ciencia y Tecnolo-
gía(MCYT).

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165-182 EnemiEspa-1C 1/6/10 09:28 Página 166

LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

favorecido que la mayoría de los españoles haya asumido tradi-


cionalmente esa percepción terriblemente negativa de los musul-
manes. En ella convergen toda una variada serie de prejuicios y
clisés (fanatismo, salvajismo, crueldad, lascivia, fatalismo, pereza
y doblez). La citada enemistad se ha mantenido viva a través de los
siglos (en el mejor de los casos latente). Esa lectura es la realiza-
da por el ex presidente del gobierno español, José María Aznar, en
su ya famosas conferencias pronunciadas en la universidad de Ge-
orgetown y otros foros norteamericanos. Consisten básicamente en
afirmar que el Islam ataca continuamente a España desde el si-
glo VIII y que, en consecuencia, los musulmanes deberían pedir dis-
culpas. La misma función cumple en el ámbito académico las du-
rísimas diatribas contra los musulmanes lanzadas por César Vidal.
La lectura simétrica, realizada desde el otro campo, la proporcio-
nan tanto Bin Laden como algunos de sus lugartenientes cuando
proclaman su voluntad de expulsar a los españoles del Norte de
África (léase Ceuta, Melilla, Peñón de Vélez de la Gomera, Peñón
de Alhucemas e islas Chafarinas) y recuperar para el Islam el terri-
torio de Al-Andalus. Sin embargo, el análisis atento de tantos en-
frentamientos entre españoles y musulmanes nos muestra que las
cosas no fueron tan esquemáticas como a menudo se proclama y,
lo que es peor, se acepta.
En el inicio del proceso formativo de una imagen tan negativa
de los musulmanes hay que situar los ocho siglos de Reconquista
cristiana del territorio peninsular. Largo período en el que se ad-
judicaron a los musulmanes todos los prejuicios y clisés citados
con anterioridad (buena parte de ellos elaborados y compartidos
por el conjunto de pueblos y sociedades europeas en los siglos me-
dievales) y en el que se forjó la legendaria y mítica figura del Após-
tol Santiago, especialmente en su vertiente de Matamoros1. Es cier-
to que cristianos y musulmanes combatieron a menudo contra
otros cristianos u otros musulmanes, pero no es menos cierto que
la figura del «moro amigo», del moro caballeroso, no tenía otra fi-
nalidad, en la lógica cristiana, que integrarse/diluirse en la socie-
dad cristiana.
Tras el fin de la Reconquista, en 1492 con la toma de Granada,
a los musulmanes, vencidos, se les concedió un trato aceptablemen-
te respetuoso (que incluía el respeto a su religión), dados los cri-
terios imperantes en la época. Sin embargo, el triunfo cristiano en
la península vino a coincidir (o fue el estímulo necesario) con el
inicio de la expansión castellana por el litoral norteafricano (Me-

1 Ron BARKAY, Cristianos y musulmanes en la España medieval (El enemigo en

el espejo), Madrid: Rialp, 1984.

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E. MARTÍN CORRALES EL «MORO», DECANO DE LOS ENEMIGOS EXTERIORES DE ESPAÑA

lilla en 1497 y, desde 1510 en adelante, Orán, Mazalquivir, Túnez,


Bugía, Cazaza, Trípoli, Peñón de Vélez de la Gomera, Peñón de Al-
hucemas, etc.) y a su inevitable enfrentamiento con el expansio-
nismo occidental del Imperio Otomano (potencia que inició un lar-
go período de lideraje del Islam Mediterráneo). Los musulmanes
vencidos de la península (convertidos en moriscos) se vieron in-
evitablemente envueltos en los enfrentamientos entre españoles y
otomanos. Se convirtieron, o fueron considerados, en quintacolum-
nistas, represaliados por los primeros y alentados desde la lejanía
(pero poco más) por los segundos. Finalmente el conflicto entre los
Austrias españoles y la Sublime Puerta se saldó en tablas, tal como
pusieron de relieve la batalla naval de Lepanto en 1571 y la per-
manencia del Magreb en manos del Islam. Lo terrible fue que la
enemistad entre ambos imperios (salpicada de treguas y períodos
de desentendimiento mutuo) favoreció el crónico enfrentamiento
corsario entre ambas partes a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII2.
Como consecuencia, las costas enemigas fueron periódicamente
razziadas, numerosas poblaciones fueron destruidas, mientras que
las actividades económicas (pesca y tráfico marítimo) fueron no-
toriamente perjudicadas (miles de embarcaciones fueron asaltadas
y hundidas o confiscadas, y lo mismo que sucedió con sus carga-
mentos). Lo peor fue que millares de cristianos (fundamentalmente
españoles e italianos) y musulmanes (fundamentalmente norte-
africanos) fueron reducidos a la condición de esclavos.
La violencia corsaria (complementada por la que tenía lugar
en los continuos episodios bélicos mantenidos entre las guarni-
ciones españolas de los presidios norteafricanos y los magrebíes),
con sus secuelas de esclavos y destrucción explica la recuperación
de Santiago Matamoros representado miles de veces por medio de
pinturas, esculturas y grabados en buena parte de las iglesias his-
panas. Mientras tanto, las órdenes redentoras de cautivos, en su
afán de obtener limosnas para rescatar a aquellos, airearon y exa-
geraron sin comedimiento los viejos estereotipos atribuidos a los
musulmanes (especialmente la crueldad, la lujuria y la sodomía)3.

2 Miguel Ángel BUNES IBARRA, La imagen de los musulmanes y del Norte de Afri-

ca en la España de los siglos XVI y XVII. Los caracteres de una hostilidad, Madrid:
CSIC,1989; Eloy MARTÍN CORRALES, La imagen del magrebí en España. Una perspec-
tiva histórica. Siglos XVI-XX, Barcelona: Bellaterra, 2002.
3 Mercedes GARCÍA-ARENAL y Miguel Ángel BUNES IBARRA, Los españoles en el

Norte de Africa. Siglos XV-XVIII, Madrid: Mapfre, 1992; Emilio SOLA CASTAÑO, Un Me-
diterráneo de piratas, corsarios, renegados y cautivos, Madrid: Tecnos, 1988, y Mi-
guel Ángel TEIJEIRO FUENTES, Moros y turcos en la literatura aúrea (El tema del cau-
tiverio), Cáceres: Universidad de Extremadura, 1987.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

El pánico provocado por el enemigo exterior favoreció que se


hicieran insoportables los roces con los musulmanes que habían
permanecido en la península tras 1492. Los moriscos se convirtie-
ron en el enemigo interior, siendo finalmente expulsados (no en su
totalidad, pero desaparecieron como islámicos), en 1609. Del con-
junto de maldades y vicios que se atribuían a los musulmanes ex-
pulsados desde 1492 hasta 1609, se hizo hincapié en su carácter
vengativo, lo que hizo temer, especialmente en las zonas del lito-
ral, que los moriscos regresaran victoriosamente a la tierra de la
que habían sido, injustamente, expulsados4.
Sin embargo, la enemistad y los temores mutuos no debieron
ser tan hegemónicos como se suele pensar. Los cientos de miles de
renegados que se establecieron para siempre en tierras del Islam
y abrazaron su religión (no faltaron los musulmanes, aunque muy
inferiores en número, que hicieron la misma apuesta aunque en
sentido contrario), las treguas y alianzas de los monarcas españoles
con los musulmanes (como con el Rey de Cuco), la intervención
hispana en las luchas sucesorias en Marruecos (apoyando a unos
pretendientes, que solicitaban ayuda, contra otros), las nunca in-
terrumpidas relaciones mercantiles, etc., nos informan de que la
enemistad no siempre fue absoluta y, además, estuvo matizada por
períodos más o menos largos de entendimiento.
Lo anterior, unido a la paulatina debilidad de la práctica cor-
saria, cada vez menos generadora de beneficios, favoreció un acer-
camiento hispano-musulmán. A mediados del siglo XVIII los mo-
narcas de España, Imperio Otomano, Trípoli, Túnez, Argelia y
Marruecos tenían claro que el continuo enfrentamiento corsario
(verdadera especialización en los países norteafricanos) cosechaba
más pérdidas que beneficios. La hora de los Tratados de Paz y Co-
mercio había llegado, aunque aún se tardaron algunas décadas en
firmarlos: Marruecos (1767), Imperio Otomano (1782), Trípoli
(1784), Argelia (1786) y Túnez (1791)5.
Lo que podía haber sido un largo período de relaciones pacífi-
cas, favorecedoras de un intenso intercambio comercial, cultural
y político entre España y Marruecos, se truncó rápidamente6. El na-

4 Miguel Ángel B UNES I BARRA , Los moriscos en el pensamiento histórico.

Historiografía de un grupo marginado, Madrid: Cátedra, 1983; José María PERCEVAL,


Todos son uno. Arquetipos, xenofobia y racismo. La imagen del morisco en la histo-
riografía española durante los siglos XVI y XVII, Almería: Instituto de Estudios Alme-
rienses, 1997.
5 Manuel CONROTTE, España y los países musulmanes durante el Ministerio de

Floridablanca, Madrid: Publicaciones de la Real Sociedad Geográfica,1909.


6 Eloy MARTÍN CORRALES, Comercio de Cataluña con el Mediterráneo musulmán

(siglos XVI-XVIII). El comercio con los «enemigos de la fe», Barcelona: Bellaterra, 2001.

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cimiento, lento y traumático, del estado liberal español vino a coin-


cidir con los inicios de la conquista francesa de Argelia a partir de
1830. En esa coyuntura, las continuas tensiones con Marruecos, a
propósito de los incidentes en los campos fronterizos de Ceuta y
Melilla (en esta última plaza, y entre 1814 y 1859, hubo que con-
tabilizar unos 500 muertos violentamente entre ambos bandos), de
los ataques a las embarcaciones que se acercaban al litoral rifeño
(que tuvieron un gran impacto emocional en la segunda mitad del
siglo XIX) y de las agresiones (no siempre reales) a los represen-
tantes españoles en el país vecino, hizo nacer en crecientes secto-
res de la sociedad española el deseo de castigar a los marroquíes
al tiempo que el de jugar un papel importante en el Norte de Áfri-
ca en general y en Marruecos en particular7.
En todo caso, el comienzo de la conquista francesa de Argelia
en 1830 fue determinante en la nueva orientación política para con
el país vecino. El miedo a verse rodeado por Francia alimentó el
deseo de participar en la conquista del cercano litoral norteafrica-
no. Sólo así se explica que un incidente con un representante con-
sular español en Mazagán, estuviera a punto de provocar el envío
de tropas españolas a Marruecos en 1844, medida solicitada fre-
néticamente por la prensa madrileña y barcelonesa8. Pocos años
después, en 1848, una expedición naval española tomaba posesión
de las islas Chafarinas, situadas frente a la desembocadura del Mu-
luya, con el objetivo de frenar el avance francés hacia territorio
marroquí. El clima bélico resultante explica el posterior estallido
de la Guerra de África de 1859-1860, conflicto que, lejos de ser un
episodio aislado, vino a culminar varias décadas de continuos in-
cidentes entre los dos países.
Los citados episodios expansionistas no se entenderían sin te-
ner en cuenta los traumáticos inicios del Régimen liberal español.
Marruecos cumplía todos los requisitos para ser declarado objeti-
vo preferente por las diversas corrientes políticas españolas. Para
los liberales (y especialmente para los más radicales y/o revolu-
cionarios), exasperados por los ataques de las fuerzas partidarias
del Antiguo Régimen (concretadas en las tres guerras carlistas a lo
largo del siglo XIX), fue absolutamente prioritaria la lucha por la
libertad y la civilización contra el despotismo y la tiranía fuese don-
de fuese. Si la España liberal representaba lo primero, pensaban
que el Imperio marroquí encarnaba totalmente lo segundo. Para

7 C. R. PENNELL, Morocco since 1830: A History, Londres: Hurts & Co., 2000.
8 Eloy MARTÍN CORRALES, «El patriotismo liberal contra Marruecos (1814-1848).
Antecedentes de la Guerra de África de 1859-1860», Illes i Imperis. Estudis d’histò-
ria de les Societats en el món colonial i postcolonail, 7 (2004), pp. 11-44.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

los partidarios del Antiguo Régimen, especialmente los carlistas,


era una tarea ineludible el asegurar el triunfo cristiano en el eter-
no enfrentamiento entre la Cruz y la Media Luna. Para un sector
de la clase política y capas medias, fundamentalmente interesados
en la paz interior, encontraron un oportuno enemigo exterior que
favorecía la unidad de las distintas facciones y bandos hispanos
tan proclives a enzarzarse en continuas guerras civiles. Además,
Marruecos estaba lo suficientemente cerca como para que pudie-
ra enviarse una expedición naval, teniendo en cuentas la situación
tan precaria de la marina española en la primera mitad del siglo XIX.
Así, pues, la Guerra de África de 1859-1860, fue una nueva oca-
sión para que desde el bando español (autoidentificado con la cau-
sa de la libertad, de la civilización y del progreso) se tiñera con los
tintes más sombríos la ya negativa imagen de los marroquíes, iden-
tificados con la barbarie, el salvajismo y el despotismo9. De ahí que
fueran demonizados, deshumanizados y animalizados (presentado
como monos, perros, etc.)10. Paralelamente, el Orientalismo triun-
fante en Europa favorecía la perpetuación de toda una serie de cli-
sés y estereotipos (fatalismo, lascivia, pereza, crueldad, fanatis-
mo, etc.) atribuidos secularmente a los musulmanes, al tiempo que
incluía al Islam en el ámbito de lo exótico, paso casi necesario para
la posterior conquista de sus territorios. En España, el pintor Ma-
rià Fortuny desempeñó un papel fundamental al respecto: marro-
quinizó el orientalismo. Lo que a esas alturas era tanto como se-
ñalar la única vía de expansión española en el Norte de África.
El despliegue imperialista de Europa en la segunda mitad del
siglo XIX alentó definitivamente en España el deseo de hacerse con
el control de la orilla meridional del Estrecho de Gibraltar. Sin em-
bargo, para evitar que otras potencias (especialmente Francia e In-
glaterra) se adelantaran, se defendió la independencia de Marrue-
cos y se esgrimió el argumento de la amistad y el respeto debido
para con el Imperio; aunque, en paralelo, se hizo campaña en pro
de la imposible «penetración pacífica». Arabistas, orientalistas y
africanistas trabajaron tesoneramente con el objetivo de propor-
cionar unos argumentos «creíbles» a los sectores colonialistas es-
pañoles11.

9 Marie-Claude C. LECUYER y Carlos SERRANO, La guerre d’Afrique et ses réper-

cussions en Espagne, 1859-1904, París: PUF, 1976.


10 Vid. MARTÍN CORRALES, La imagen, capítulos II y III.
11 Bernabé LÓPEZ GARCÍA, Contribución a la Historia del arabismo español (1840-

1917). Orientalismo e ideología colonial a través de la obra de los arabistas españo-


les, Tesis doctoral, Universidad de Granada, 1973. Varios de los capítulos de esta
tesis han sido publicados en forma de artículos en revistas especializadas. Igual-

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Lo característico en el caso hispano fue que la siempre presente


reivindicación del pasado musulmán de Al-Andalus (aunque inco-
herente y desigualmente defendida) fue utilizada como un argu-
mento de peso a la hora de legitimar las aspiraciones españolas de
apoderarse de una parte del territorio norteafricano. De ahí, algu-
nas sorpresas en lo que hace a los planteamientos españoles con
respecto al Islam. En la España liberal existió una clara corriente
de simpatía hacia un debilitado Imperio Otomano, asediado por la
Rusia zarista y el Imperio Austro-húngaro. Se basaba en la creen-
cia en una común y paralela lucha por la libertad, el progreso y la
modernización que llevaban a cabo los liberales españoles y los re-
formistas otomanos, ambas fuerzas enfrentadas a poderosos ene-
migos exteriores. Lo curioso del caso es que no se consideraba que
el Islam fuese un obstáculo capaz de impedir la modernización del
Imperio Otomano. Por el contrario, en el caso marroquí se consi-
deraba que la religión imposibilitaba su modernización12.
Las limitaciones de la citada vía de la «penetración pacífica»
(en la que convergían una imposible penetración económica con
una no menos imposible identidad compartida –por muy parcial-
mente que lo fuera– por españoles y marroquíes) se hicieron pron-
tamente visibles con la respuesta violenta de las poblaciones
marroquíes a las, a menudo, torpes iniciativas españolas para con-
trolarlas. Lo puso de relieve la llamada Guerra de Melilla de 1893,
nueva ocasión en la que se presentó a los marroquíes como salva-

mente, vid. Víctor MORALES LEZCANO, Africanismo y orientalismo español en el si-


glo XIX, Madrid: UNED, 1989. También, España y mundo Árabe. Imágenes cruzadas,
Madrid: AECI, 1993. Es también de destacar el volumen monográfico aparecido en
1990 como anejo al vol. IX, de Awraq. Estudios sobre el mundo árabe e islámico con-
temporáneo, y en el que colaboran Julio CARO BAROJA, Víctor MORALES LEZCANO, Lili
LITVAK, Francesc FONTBONA, Rabia HATIM, Rodrigo DE ZAYAS y Sagrario MUÑOZ CAL-
VO. Por lo que respecta al ámbito estricto de la pintura, vid. el catálogo Pintura
Orientalista Española (1830-1930), Madrid: Fundación Banco Exterior,1988. Igual-
mente, cf. Eduardo DIZY CASO, Los orientalistas de la escuela española, París: ACR,
1997; Jordi CARBONELL I PALLARES, Marià Fortuny i la descoberta d’Àfrica. Els dibui-
xos de la guerra hispanomarroquina, 1859-1860, Barcelona: Columna, 1999, y Vi-
siones del Al-Magrib. Pintores catalanes ochocentistas, Barcelona: Lunwerg,2001.
12 Eloy MARTÍN CORRALES, «Relaciones de España con el Imperio Otomano en

los siglos XVIII y XIX», en Pablo MARTÍN ASUERO (ed.): España-Turquía. Del enfrenta-
miento al análisis mutuo. Actas de las I Jornadas de Historia organizada por el Ins-
tituto Cervantes de Estambul en la Universidad del Bósforo los días 31 de octubre y
1 y 2 de noviembre de 2002, Estambul: Ediciones Isis, 2003, pp. 253-70. Igualmen-
te, vid. nuestro artículo «El Hombre Enfermo de Europa en la literatura de cordel.
Una visión hispana del Imperio Otomano a lo largo del siglo XIX», Illes e Imperis.
Estudis d’història de les societats en el món colonial i postcolonial, 10/11(2008), pp.
133-52.

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jes que aborrecían el progreso, la libertad y la civilización y ama-


ban el despotismo. Como en los casos de la expansión colonial fran-
cesa, inglesa e italiana en tierras del Islam, no hubo reparos en
mostrar en la prensa de la época (grabados a partir de fotografías,
cromos, postales, etc.) castigos ejemplares a tan salvajes enemigos
(me refiero especialmente a fusilamientos y ahorcamientos).
Como es sabido, el imperialismo europeo terminó imponién-
dose al conjunto de países musulmanes que se sucedían desde la
fachada atlántica marroquí hasta la frontera iraní (con la única ex-
cepción de Turquía). En ese contexto, las principales potencias eu-
ropeas se pusieron de acuerdo en el reparto de Marruecos tras un
largo proceso de consultas y negociaciones. Sus hitos fundamen-
tales fueron la Conferencia de Madrid en 1880, la Conferencia de
Berlín en 1885, la Conferencia de Algeciras en 1906 (que dejaba a
Francia y, subsidiariamente a España, el camino libre para que se
apoderara del país) y, finalmente, el establecimiento del Protecto-
rado franco-hispano en 191213.
La paulatina conquista del territorio asignado a España favo-
reció un mejor conocimiento de los marroquíes (costumbres, vesti-
mentas y creencias) que fue utilizado por escritores, periodistas,
pintores y dibujantes para presentar una imagen caricaturesca de
unos «salvajes», un tanto ingenuos y bonachones, a los que, se pen-
saba, la potencia protectora civilizaría con el paso de los años.
Sin embargo, los españoles, al igual que los franceses, se to-
paron con la resistencia de los marroquíes a ser protegidos o tu-
telados, como lo puso de manifiesto el largo período de guerra ne-
cesario para asegurar la total victoria española (1909-1927)14.
Especialmente terrible para los españoles fue la derrota de Annual
y Monte Arruit (con una cifra de víctimas mortales hispanas, a me-
nudo en condiciones terroríficas, que superó con creces las diez
mil) que favoreció el renacimiento y la intensificación de la ima-
gen más negra y peyorativa de los marroquíes, en la que los estig-
mas de crueldad, ferocidad, doblez, lascivia, avaricia, fanatis-
mo, etc., jugaron un papel determinante. Hasta el punto de que la
creciente oposición de la sociedad española a la guerra colonial dio
paso a un claro deseo de venganza contra los marroquíes. Las fo-
tografías, aparecidas en la prensa gráfica y en las postales de la
época, de los cadáveres españoles, muchos de ellos mutilados, es-
parcidos a la largo de una especie de Vía Dolorosa que iba desde

13 Víctor MORALES LEZCANO, El colonialismo hispanofrancés en Marruecos (1898-

1927), Madrid: Siglo XXI, 1976.


14 Andrée BACHOUD, Los españoles ante las campañas de Marruecos, Madrid: Es-

pasa-Calpe, 1988.

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la posición de Igueriben hasta Melilla, tuvo mucho que ver con el


citado deseo de venganza. Como resultado de la contienda, rema-
tada por la victoria hispana, se generó una doble visión del derro-
tado enemigo: el moro amigo, ciudadano con vestimenta impoluta
y fumando cigarrillos europeos, y el moro de cábila lejana, campe-
sino de enorme boca provista de terroríficos dientes neutralizado
gracias al bozal y la jaula (dado que fueron nuevamente conside-
rados como animales).
Desde 1927, fin de la guerra e inicio de la «pacificación» de
Marruecos, hasta 1934-1936, revolución de Asturias y comienzo de
la Guerra Civil española, el país vecino cayó en el olvido al dejar
de ser el origen de noticias de carácter luctuoso. Aunque hay que
tener en cuenta la nueva imagen que el país vecino fue adquirien-
do entre los primeros turistas que lo visitaron, entre algunos sec-
tores de arabistas, colonos, funcionarios (incluidos los militares)
y, especialmente, los andalucistas empeñados en la defensa de la
hermandad entre Andalucía y Marruecos (con Al-Andalus como ne-
cesario telón de fondo) y los primeros berberistas.
Sin embargo, la imagen negativa de los marroquíes resurgió
bruscamente con motivo de la participación de algunos centena-
res de marroquíes en el aplastamiento de la revolución minera de
Asturias en octubre de 1934 y, especialmente, de la de miles de nor-
teafricanos en las filas de los militares sublevados contra el legíti-
mo gobierno republicano. En el bando de los partidarios de la Re-
pública nuevamente emergió, recuperada, la imagen más terrible
del marroquí. Destaca la unanimidad alcanzada al respecto en el
campo republicano (que recuerda la existente con motivo de la
guerra de África de 1859-1860), en el que las izquierdas (socialis-
tas, comunistas y anarquistas), los republicanos de distinta obe-
diencia y los nacionalistas catalanes y vascos (a los gallegos no les
dio prácticamente tiempo) rivalizaron en el cometido de presentar
a los marroquíes como seres fanáticos, sedientos de sangre, asesi-
nos, violadores, borrachos, rapaces, etc. Un catálogo de todas las
vilezas atribuidas a los marroquíes lo proporciona una aleluya,
Auca del moro feixista, editada por el Comissariat de Propaganda
de la Generalitat de Catalunya. Tras la derrota republicana, la terri-
ble experiencia del exilio se concretó para la mayoría de exiliados
en su internamiento en campos de concentración en Francia, Ar-
gelia y Túnez. La brutalidad de sus guardianes senegaleses (en los
campos de alambradas de la metrópolis) y de argelinos y tuneci-
nos (en los aún más terroríficos centros de internamiento en Áfri-
ca del Norte), no hicieron sino reforzar la negativa imagen de los
marroquíes, a los que se asimilaban sus crueles guardianes. Sirva
de ejemplo el que a la sala de partos de la maternidad de Elna (des-

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tinada a las parturientas de los campos de concentración france-


ses) fuese bautizada como «Marruecos», en clara alusión a los as-
pectos peligrosos y dolorosos de los nacimientos.
Por el contrario, los militares sublevados contra la República
dieron un trato respetuoso (naturalmente no exento de paternalis-
mo) a tan valioso aliado en la guerra, presentada como una con-
tienda entre creyentes cristianos y musulmanes contra ateos re-
publicanos15. Posteriormente, en el discurso oficial de los primeros
veinte años del franquismo prevaleció la imagen del marroquí
como fiel aliado, en un contexto en el que se enfatizó en exceso la
«tradicional amistad de España con el mundo árabe»16. La exóti-
ca y temible Guardia Mora del caudillo simbolizó la citada alian-
za (los vencidos la interpretaban en clave de amenaza), mientras
que desaparecieron de la circulación las imágenes caricaturescas
de los marroquíes de los años veinte y treinta (especialmente las
postales) y se intentó aunque sin excesivo esfuerzo hacer desapa-
recer de entre las patas del caballo de Santiago Matamoros a los
musulmanes aplastados y/o mutilados que completaban tan tradi-
cional conjunto. En el período citado se detecta una clara simpa-
tía, a veces un decidido apoyo, a las luchas de liberación de los
países árabes colonizados por franceses e ingleses. El caso más lla-
mativo fue el de convertir la zona del Protectorado español de Ma-
rruecos en un santuario para los nacionalistas del sur enfrentados
a los franceses. La tónica para con las restantes luchas de libera-
ción nacional en África del Norte y Oriente Próximo fue similar
(destacando la persistente denuncia del imperialismo inglés en
Egipto).
Sin embargo, en la periferia del discurso oficial (en las revis-
tas de las distintas unidades militares, de circulación muy corpo-
rativa y en los motivos iconográficos de las salas de bandera) se
fue afianzando una percepción del marroquí que recogía buena
parte de los prejuicios y clisés imperantes hasta 1936. Se produjo,
por tanto, un acercamiento a la negativa imagen que de los norte-
africanos conservaban muy fresca los republicanos, marcados por
el recuerdo de la participación de los Regulares en la Guerra Ci-
vil. El mejor ejemplo lo proporciona la representación iconográfi-
ca de los enemigos musulmanes, berberiscos, árabes, tunecinos y
saharianos de un nutrido grupo de héroes del cómic de aquellos
años (El Capitán Trueno, El Guerrero del Antifaz, El Cachorro, el trío

15Martín CORRALES, La imagen, capítulo VI.


16Josep Lluís MATEO DIESTE, La «hermandad» hispano-marroquí. Política y re-
ligión bajo el Protectorado español en Marruecos (1912-1956), Barcelona: Bellaterra,
2003.

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protagonista de Audaces Legionarios y otros). Conviene tener en


cuenta que buena parte de los ilustradores y guionistas militaron
en el bando derrotado en la contienda española.
En 1956 los marroquíes lograron arrancar del régimen franquis-
ta la independencia, tras haberla conseguido en la zona sur median-
te una áspera lucha contra los franceses. Para los jerarcas del régi-
men, especialmente para el ejército (y para buena parte de los
colonos españoles que tuvieron que repatriarse), el proceso fue vi-
vido como una traición cometida por los marroquíes de los que,
equivocadamente y contra toda lógica, se esperaba que continua-
ran sine die soportando lo que se consideraba suave dominio colo-
nial de los españoles. Franco vivió la pérdida de Marruecos como
la de un hijo, según cuenta el diplomático A. Filali en sus memo-
rias. El recelo y la desconfianza favorecida por la pretendida in-
gratitud marroquí alcanzó mayores cotas con motivo de la Guerra
de Ifni-Sáhara de 1958-1959. El conflicto fue provocado por una
parte del antiguo Ejército de Liberación Nacional de Marruecos
(ELN) que rehusó integrarse en las recién constituidas Fuerzas Ar-
madas Reales (FAR), lo que no impidió que fuera sostenido bajo
mano, financiera y armamentísticamente, por el entonces príncipe
heredero Hassán II. Lo cierto es que, al parecer, contaron con las
simpatías de la mayoría de los saharianos. La victoria española
(apoyada por Francia) obligó a que la monarquía alauíta cortara
definitivamente las alas a los antiguos guerrilleros del ELN, buena
parte de los cuales se enfrentaron a una dura represión. Para los
saharianos fue una amarga experiencia: la mayoría se quedó en la
colonia española y rompió sus lazos con Marruecos, mientras que el
resto se exilió en el sur del país vecino esperando tiempos mejores.
Conviene tener en cuenta que, para el régimen franquista y los mi-
litares españoles, la guerra de Ifni-Sáhara se vivió fundamentalmen-
te en clave antimarroquí, mientras se «perdonaba» a los saharianos,
de los que voluntariamente se olvidaba que habían apoyado abier-
ta y masivamente el ataque contra el ejército colonial hispano17.
Por su parte, la oposición clandestina al franquismo y los exi-
liados (parte de los cuales se hallaban instalados en varias ciuda-
des marroquíes del antiguo Protectorado francés y en las de la Ar-
gelia francesa) observaron con disgusto la rápida decantación de
Marruecos hacia un régimen en el que la monarquía, en realidad
el Majzén, detentaba un poder casi ilimitado y dejaba en suspen-
so la Constitución surgida como fruto de la independencia. Estos
sectores volvieron, como antaño, a considerar a Marruecos como

17 Alejandro GARCÍA GARCÍA, Historias del Sáhara, el mejor y el peor de los mun-

dos, Madrid: Los Libros de la Catarata, 2001.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

país despótico por naturaleza. Por si lo anterior no fuera poco, la


marroquinización de las empresas en 1971 (que arrebataba los ne-
gocios de las manos de sus legítimos propietarios de origen eu-
ropeo, para entregarlos a los marroquíes) terminó de hacer la vida
imposible en Marruecos a la inmensa mayoría de los que se ha-
bían quedado (exiliados o no) en el país vecino tras la independen-
cia (se trató fundamentalmente de pequeñas empresas familiares:
garajes, peluquerías, churrerías, transporte y otras).
Como resultado de los procesos descritos y en lo que se refie-
re a la percepción de los marroquíes se produjo una especie de re-
conciliación de las dos Españas (la oficial franquista y la de la opo-
sición y del exilio) que, aunque venían manteniendo desde 1936
una visión enfrentada de los marroquíes, terminaron uniéndose en
el rechazo y la desconfianza hacia ellos. El caso argelino fue dife-
rente, ya que el régimen se decantó favorablemente por el partido
colonial francés (claro apoyo a la organización terrorista OAS y
tensas relaciones con el gobierno de Paris), las izquierdas lo ha-
cían, aunque acríticamente, con el movimiento independentista ar-
gelino, inmerso en una escalada terrorista.
Mientras tanto, se habían descubierto los ricos yacimientos de
fosfatos del Sáhara. El régimen franquista se apresuró a invertir
en la colonia con el ánimo de rentabilizar sus recursos económi-
cos y atraerse a la población nativa. A partir de entonces comen-
zó a gestarse la figura del noble, leal, democrático y valiente sa-
haraui, claramente contrapuesto al traidor, fanático y déspota
marroquí. Los saharauis fueron representados, con poquísimas ex-
cepciones, con toda la dignidad y majestad posible, hasta el pun-
to de que Ifni y el Sáhara fueron declaradas provincias españolas,
figurando sus habitantes con sus vestimentas típicas en diversas
colecciones iconográficas de trajes regionales españoles. Además,
estuvieron representados en las Cortes franquistas por dos procura-
dores. Mientras tanto, los sectores opositores al régimen franquis-
ta no dudaron en apoyar decidida, aunque también acríticamente,
al incipiente movimiento anticolonialista saharaui (encarnado a
partir de la década de los setenta en el Frente Polisario y su lucha
por la independencia), un valioso aliado en la lucha contra el mo-
ribundo franquismo.
La extrema debilidad de la dictadura, con Franco agonizando,
propició que los que detentaban las riendas del poder político en
esos momentos (amedrentados por la Marcha Verde hacia el Sá-
hara organizada por Hassán II) tomaran la decisión de ceder la co-
lonia a Marruecos y Mauritania, mediante el Acuerdo Tripartito de
finales de 1975. Esa decisión causó no poca división entre los sos-
tenedores de la dictadura, en el seno del ejército y, muy en espe-

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E. MARTÍN CORRALES EL «MORO», DECANO DE LOS ENEMIGOS EXTERIORES DE ESPAÑA

cial, entre buena parte de los oficiales y jefes que habían tenido o
tenían responsabilidades políticas en la colonia (que incluso ha-
bían llegado a negociar con los independentistas saharauis). Sólo
así se comprende el «olvido» de tantos vehículos, armamento y mu-
nición española que, naturalmente, fue a parar a manos de los mi-
litantes del Polisario. Y que en el fuselaje del avión que llevó des-
de el Aaiun hasta Canarias a los últimos militares de la ex colonia
alguien (que no podía ser sino un militar) hubiera escrito «Viva el
Polisario».
Como resultado de lo anterior, la casi totalidad de la sociedad
española, con contadas excepciones, mostró claramente sus sim-
patías para con los saharauis, lo que equivalía casi tanto como a
mostrar antipatía por la postura marroquí18. En una España que,
laboriosamente, iba construyendo un sistema democrático, se es-
tableció una ecuación extremadamente simplista: saharaui igual a
libertad y democracia, marroquí igual a dictadura y despotismo19.
Por si lo anterior no fuera poco, los conflictos en torno a los
caladeros saharianos contribuyeron a enturbiar aun más las rela-
ciones entre España y Marruecos y a hacer aun más negativa la
imagen de los marroquíes. No debe sorprender (atendido que los
pescadores españoles llevaban faenando en la zona desde la Edad
Media) que se instara al gobierno español a denunciar el Acuerdo
Tripartito y se apoyara a los saharauis, así como que en algunas
de las manifestaciones de pescadores gallegos afectados por el
cierre de los caladeros saharianos por los marroquíes, surgieran
gritos que exigían al gobierno el envío de buques de guerra a los
caladeros saharianos. Coincidiendo con lo anterior, la intensifica-
ción de la reivindicación marroquí sobre Ceuta y Melilla, con cla-
ras alusiones también a las islas Canarias, contribuyó a deteriorar
la imagen de Marruecos en España (las alusiones caricaturescas a
la II Reconquista de la península, lideraba por Hassan II, menu-
dearon en la prensa del momento).
Las tensas relaciones hispano-marroquíes debidas a la desco-
lonización del Sáhara y a la actividad pesquera en los caladeros
saharianos, se solaparon temporalmente con las consecuencias de
las derrotas árabes frente a Israel en 1967 y 1973, con la espec-
tacular irrupción en Occidente del denominado «terrorismo ára-
be» y con las repercusiones de la primera crisis del petróleo (una
portada del semanario humorístico El Jueves, mostraba a un eu-
ropeo temblando a la hora de llenar el depósito de gasolina de su
vehículo al ser literalmente asaltado por un jeque árabe que esgri-

18 Martín CORRALES, La imagen, especialmente capítulo VIII.


19 Vid. GARCÍA GARCÍa, Historias.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

mía socarronamente la manguera del surtidor). La irrupción de los


petrodólares provocó no pocos rechazos debido a la ostentación de
riqueza que hacían los jeques multimillonarios.
El abanico de posiciones en España ante estos fenómenos no
pudo ser más diverso, aunque lo más importante a destacar fueron
las simpatías de buena parte de las izquierdas y de los nacionalis-
mos periféricos radicales hacia diversas causas que hicieron suyo
el recurso a la violencia. El inicial apoyo incondicional a la lucha
armada argelina fue reemplazado por las simpatías para con los
palestinos, explicadas en buena parte por la situación de práctica
indefensión de estos y por el desvanecimiento del espejismo «socia-
lista» de los kibutz israelíes y el evidente déficit democrático que
vivían los árabes-israelíes. Desde entonces, su banderas y pañue-
los forman parte del paisaje de las manifestaciones celebradas en
las ciudades españolas, sea cuales sean los motivos de las protes-
tas. Algo similar ocurrió con las luchas mantenidas por saharauis,
kurdos, amagizes, etc. La simpatía con tales causas se caracteriza-
ban por la ausencia de cualquier atisbo crítico hacia la lucha arma-
da, lo que favoreció que se fueran debilitando, aunque no desapa-
recieran totalmente, a medida que se consolidaba la democracia
española. También es cierto que los jeques multimillonarios, a pe-
sar del rechazo que provocaron, sedujeron a muchos que soñaban
con conseguir algún tipo de beneficio (inversiones y empleo).
Hacia la segunda mitad de la década de los setenta, se «descu-
brió» en España la presencia de un número de cierta importancia
de inmigrantes marroquíes. En todo caso, superaban con mucho
las modestas cifras de estudiantes norteafricanos, jordanos, ira-
quíes y de otros países árabes que tradicionalmente estudiaban me-
dicina, farmacia y otras carreras en las universidades españolas en
las décadas anteriores. La prensa de la época no dudó en utilizar
a modo de espantajo una supuesta «invasión» que tendría como
consecuencia la «apropiación» de trabajo por los marroquíes en
detrimento de los numerosísimos parados españoles20.
No obstante, la transición que desembocó en el establecimien-
to de un sistema democrático favoreció el surgimiento de nuevos
valores que tenían que ver con la solidaridad y con la tolerancia
para con aquellos que llegaban a España con la intención de reha-
cer su vida. En los medios de comunicación (prensa, radio y televi-
sión), en las tribunas universitarias, en los programas de las dife-
rentes organizaciones políticas, en los actos y conferencias públicas

20 Bernabé LÓPEZ GARCÍA (dir.), Atlas de la inmigración magrebí en España, Ma-

drid: UAM, 1996; Jordi Moreras, Musulmanes en Barcelona, Barcelona: CIDOB,


1998.

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E. MARTÍN CORRALES EL «MORO», DECANO DE LOS ENEMIGOS EXTERIORES DE ESPAÑA

se impuso totalmente un discurso «políticamente correcto» para


con los inmigrantes en general y para los musulmanes y magrebíes
en particular. Desde entonces viene siendo constante la denuncia
de los peligros que suponen para los inmigrantes llegar a las ori-
llas andaluzas o canarias en pateras (el Estrecho de Gibraltar des-
crito como Tanatorio, guardias civiles cuidando bebés ateridos y
ayudando a entrar en calor a inmigrantes con hipotermia), de las
duras condiciones que deben soportar en la península (vivienda,
laborales, sanitarias, etc.) y de las agresiones xenófobas de que son
víctimas (que tienen un amplio eco en los medios de comunica-
ción). Al mismo tiempo son frecuentes los recordatorios al hecho
de que cientos de miles de españoles tuvieron que emigrar en los
años cincuenta y sesenta. Y, como colofón, proliferan extraordina-
riamente los actos políticos, culturales y festivos, que tienen como
objetivo dar a conocer la cultura de los inmigrantes. En los últi-
mos treinta años y en paralelo con el triunfo del discurso políti-
camente correcto se ha impulsado una educación ciudadana en los
niveles primarios de enseñanza (por muy parcial e incompleta que
haya sido) basada en la tolerancia y solidaridad (por muy ambi-
guo que pueda ser el primer concepto) que ha contribuido en al-
guna manera, aunque difícilmente evaluable, a «blanquear» la ima-
gen del Islam y de los musulmanes. Naturalmente, no hay que
confundir el discurso políticamente correcto, todavía imperante en
los medios públicos, con la sincera asunción de los valores de res-
peto, solidaridad y afines.
Las posiciones y voces xenófobas fueron, práctica aunque tem-
poralmente, expulsadas de los medios de comunicación, lo que ex-
plica su difícil localización (al amparo del casi anonimato de mu-
ros y paredes e internet). Ahora bien, todo permite suponer que un
sector mayoritario de la población no asimila, no comprende, no
comparte, o acepta de mala gana, valores tales como la solidari-
dad o la tolerancia. Así se explicaría, al menos parcialmente, que
los estallidos de violencia contra los inmigrantes que han prolife-
rado en los últimos años (Can Anglada en Terrassa, El Ejido y el
goteo de agresiones más anónimas, pero no menos reales) suelan
ser arropados (antes, durante o después de acontecidos) por las de-
claraciones de carácter marcadamente xenófobo de individuos e
individuas anónimas en la barra de un bar, en la cola de la pana-
dería, en la piscina pública, etc. También son justificadas, más o
menos ladinamente, por algunos políticos como Heribert Barrera
(ex dirigente histórico de Ezquerra Republicana de Catalunya y ex
presidente del Parlament de Catalunuya), Marta Ferrusola (esposa
del ex presidente de la Geralitat de Catalunya Jordi Pujol y activa
militante de Convergència i Unió), Rafael Centeno (diputado so-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

cialista en el Parlamento andaluz) y Fernando Rodríguez (ex se-


cretario general de la Dirección Insular del Gobierno en Lanzaro-
te). A menudo, las organizaciones en las que militan estos políti-
cos suelen justificar sus declaraciones en el sentido de que, al fin
y al cabo, lo que expusieron públicamente es lo que piensa buena
para de la sociedad española y/o andaluza y/o catalana. Los en-
cendidos debates acerca de la apertura de mezquitas y el asunto
del velo son indicativos de hasta que punto el discurso más into-
lerante para con la inmigración esta ganando terreno en el espa-
cio público.
La división de la sociedad española también se observa en otros
conflictos que tienen que ver con el mundo árabo-islámico. Como
ya se ha señalado, es evidente que existe una importante corrien-
te de simpatía hacia la causa palestina (provocada especialmente
por la brutalidad de que hace gala el ejército israelí que práctica
abiertamente el terrorismo de estado) y que la Guerra del Golfo de
1991 no fue bien recibida por la sociedad española. Finalmente, el
apoyo incondicional del gobierno español a la guerra declarada por
el ejército anglo-norteamericano a Irak en 2003, así como el pos-
terior envío de un contingente hispano al territorio iraquí en cali-
dad de fuerzas de ocupación, tuvo como respuesta el que en nu-
merosas ciudades españolas se llevaran a cabo espectaculares
movilizaciones contra el intervencionismo del gobierno español,
cuyo presidente fue parte integrante del Trío de las Azores.
Sin embargo, no es menos cierto que una parte también muy
importante de la sociedad española piensa y actúa de manera di-
ferente, aunque su posicionamiento sea pasivo o no se manifieste
públicamente, sino a través del voto a organizaciones políticas
como el Partido Popular. Lo anterior explicaría la ola de patriote-
rismo que sacudió a buena parte de la sociedad española con mo-
tivo de la «batalla de la isla del Perejil» en el verano del 200221.
También hay que se conscientes de que el discurso política-
mente correcto encubre muchas ambigüedades y no pocas tram-
pas ideológicas. Sirva de ejemplo el hecho de que los sectores de
las izquierdas y de los nacionalismos periféricos que hacen gala de
su solidaridad para con determinadas causas (la de los bereberes
o amaziges, la de los kurdos y la de los saharahuis) se cuidan muy
bien, no se sabe porqué, de hacer mención de la religión que pro-

21 Inmaculada SZMOLKA VIDA, El conflicto del Perejil, Ceuta: Archivo Central

Ciudad Autónoma,2005. También Eloy MARTÍN CORRALES, La imagen, especialmen-


te capítulo IX. Del mismo autor, «Del moro al inmigrante y del inmigrante al moro:
entre la maurofobia y la maurofilia en España en las tres últimas décadas (1975-
2003)», Anuari de Filologia, XXIX: 12 (2002), pp. 47-56.

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E. MARTÍN CORRALES EL «MORO», DECANO DE LOS ENEMIGOS EXTERIORES DE ESPAÑA

fesan tales movimientos o pueblos. Sirva de ejemplo el que se sue-


le silenciar que la Constitución de la República Árabe Saharaui De-
mocrática proclama que el Islam es la religión oficial.
De todo lo anteriormente planteado, y siempre teniendo en
cuenta las posiciones contrapuestas adoptadas por distintos secto-
res de la sociedad española frente a los conflictos con el mundo
musulmán, o acontecidos en dicho ámbito, se deduce que sigue
siendo dominante la sensación de desconfianza y recelo ante los
musulmanes. Sin embargo, no es menos cierto que el Islam es con-
templado sin ningún tipo de acritud por importantes sectores de
la sociedad hispana, seducida o atraída por sus valores.
En realidad, la relación entre la imagen negativa y la respe-
tuosa para con los musulmanes no ha sido nunca estática, ya que
siempre ha variado en función de la coyuntura política española,
de la de los países árabo-musulmanes y de la internacional. No hay
que olvidar que a la tradicional maurofóbia española se ha opues-
to, aunque intermitente y de manera guadianesca, la no menos tra-
dicional maurofília. Un largo, aunque poco frecuentado camino,
en el que encontramos al moro galante medieval, al caballeroso
moro granadino, las Cartas Marruecas de Cadalso, la visión de las
guerras hispano-marroquíes proporcionada por B. Pérez Galdós,
R. Sender, A. Barea, la aproximación respetuosa de un sector del
orientalismo hispano, la combativa e ingente obra de Juan Goyti-
solo, las nuevas hornadas de arabistas actuales, e, incluso, la nos-
tálgica, y cariñosa, mirada de parte de los antiguos residentes es-
pañoles en Marruecos (que han creado asociaciones con el objetivo
de fomentar el mutuo entendimiento entre los dos pueblos), etc.
Puede parecer que nada ha cambiado, ya que el resultado de
la lucha mantenida entre los últimos treinta años entre maurofi-
lia/islamofilia y maurofobia/islamofobia, se está saldado con la vic-
toria, una vez más, de la segunda opción. Sin embargo, hay que
añadir que lo está siendo por el margen más estrecho conocido en
los últimos catorce siglos. En todo caso, no siempre el Islam es de-
monizado per se.
Desgraciadamente, las previsibles consecuencias de la barbarie
del reciente y masivo asesinato del 11 de marzo en Madrid en 2004
(191 víctimas mortales), obra y gracia de terroristas que giran en
la órbita de Al Qaeda, tendrá lamentablemente, y sin duda alguna,
importantes repercusiones en la percepción de los musulmanes, in-
dependientemente de su nacionalidad (la mayoría de los implica-
dos originarios de ciudades tan familiares, e incluso queridas, como
Tetuán, Tánger y Nador, y algunos de ellos con nacionalidad espa-
ñola) y de su lugar de residencia (la mayoría inmigrantes en nues-
tro país). No cabe dudas de que el Grupo Islámico de Combatien-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tes Marroquíes ha favorecido la incorporación de Marruecos (para


no pocos consideraba como total y definitiva) a la nebulosa terro-
rista de Al Qaeda (que muchos identifican erróneamente con el
conjunto del Islam). En el clima de miedo, desconfianza y, segura-
mente, odio y revancha, suscitado por el criminal atentado segu-
ramente será más complicado individualizar a Marruecos, en cier-
ta medida nuestro Marruecos, de una nebulosa constelación hostil
encarnada en el terrorismo islamista radical. Corremos el peligro
de que nuestra percepción del país vecino (al igual que la de los
demás pueblos y países árabo-islámicos) quede subsumida en la
de un Islam percibido como homogéneo y enemigo implacable de
Occidente y, por tanto, también de la sociedad española. Así que
es posible que estemos desandado parte del camino recorrido en
los últimos treinta años en pro de una percepción más respetuosa
de los musulmanes en general y de los marroquíes en particular.
Para concluir, es necesario señalar algunos indicios que per-
miten esperar (aunque sin ninguna seguridad al respecto) que en
un futuro más o menos los factores que impiden «blanquear» la
negativa imagen de los musulmanes y/o marroquíes puedan ser su-
perados. En primer lugar las espontáneas manifestaciones en Ca-
sablanca y otras ciudades marroquíes de condena y rechazo de los
atentados islamistas cometidos en la citada ciudad en el 2003, así
como la masiva participación en las numerosas manifestaciones
españolas contra la guerra de Irak, etc. Es hora de que las socie-
dades española y marroquí comprendan que los problemas susci-
tados por la negativa imagen heredada de siglos anteriores y por
el terrorismo actual exigen la actuación combinada de los gobier-
nos y de los pueblos de los dos países. Pero para que la acción co-
mún sea posible es necesario avanzar decididamente en la vía de
la profundización de la democracia en el caso español (luchando
contra todo tipo de recortes que se pueda efectuar en nombre de
la lucha contra el terrorismo) y en la de la consolidación de la mis-
ma en el caso marroquí (apostando abiertamente de una vez por
todas por el sistema democrático). La calidad democrática es la
única garantía para que se pueda llevar a cabo la tan necesaria ta-
rea de limpieza de la doble imagen tan negativa que, durante siglos,
los españoles han forjado de los marroquíes y estos de aquellos.
De momento, la realidad presente es escasamente halagüeña.
La amable anécdota de los descendientes de moriscos andalusíes
que guardan las llaves de su casas españolas ha sido sustituida por
las encendidas prédicas de Bin Laden y sus lugartenientes llamando
a la recuperación de Al-Andalus para el Islam.

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LA IGLESIA Y EL VATICANO,
ENEMIGOS DE LA ESPAÑA LIBERAL

M.ª PILAR SALOMÓN CHÉLIZ*


Universidad de Zaragoza

Ha caído un tirano que se llamaba Isabel de Borbón; pero ese


tirano no era más que el instrumento de otro que aún queda en
pie, y que como la culebra venenosa empieza a enroscarse a la
naciente Revolución, para ahogarla entre sus asquerosos anillos,
como ahogó a la monarquía borbónica, de quien se llamó defen-
sora, siendo en realidad la solitaria que, incrustada en su seno,
absorbía sus jugos vitales, haciéndola odiosa a la opinión pública.
Este reptil astuto y repugnante es el PODER NEGRO, que tiene
en Roma su caverna, y que se conoce con los nombres de jesui-
tismo, clericalismo y neo-catolicismo; en una palabra, el pontifi-
cado romano, personificado en ese Anticristo que se llama
Papa. // (…).
Que la embriaguez del triunfo, tan fácilmente alcanzado, no
nos haga olvidar que de nada nos sirve habernos librado de los
Borbones, imbéciles instrumentos de la teocracia romana, si de-
jamos a ésta organizada entre nosotros, con su inmensa red de
cofradías, conventos, hermandades y corporaciones religiosas de
todos géneros y categorías, públicas unas y secretas otras, que son
un foco permanente de conspiración contra la libertad, cuyo jefe
ostensible, ricamente pagado a expensas del pobre Pueblo espa-
ñol, es el nuncio del Papa.
Preciso es, pues, no hacernos ilusiones, y que todos los ver-
daderos amigos de la Libertad, de la independencia nacional y del
Progreso, comprendan que mientras no venzamos a este formi-
dable enemigo, que devora las entrañas de la sociedad, no pode-
mos decir que el Pueblo ha triunfado, que somos libres ni que
está consolidada nuestra Revolución (…)1.

Pocas semanas después de la Gloriosa, Fernando Garrido reco-


pilaba en su artículo «La revolución religiosa», al que pertenecen
los párrafos extractados, las críticas anticlericales que desde el re-
publicanismo se hacían al Papado y a la Iglesia como oponentes a

* La autora participa en el proyecto de investigación HAR2008-06062 financia-


do por la Secretaría de Estado de Investigación, Ministerio de Ciencia y Tecnología.
1 Fernando GARRIDO, «La Revolución religiosa», La Discusión. Diario demo-

crático, 8/10/1868, p. 1, reproducido íntegramente en Manuel REVUELTA GONZÁLEZ,


El anticlericalismo español en sus documentos, Barcelona, Ariel, 1999, pp. 69-74.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

la constitución de una España auténticamente liberal, independien-


te y amante del progreso. Insertas entre otras muchas denuncias
anticlericales, dichas críticas gozaron de una larga pervivencia en
la cultura política republicana. Tras el Sexenio, se volvieron a es-
cuchar con renovada intensidad en la primera década del siglo XX
y persistieron en líneas generales, si bien adaptándose a las cir-
cunstancias cambiantes, hasta los años de la II República y de la
Guerra Civil.
Años antes, en 1851, La Tribuna del Pueblo afirmaba en un ar-
tículo que España se había construido frente a los godos, los ára-
bes, la dinastía austriaca y Francia2. Ninguna mención hacía di-
cho artículo publicado en un medio de tendencia demócrata a la
Iglesia o a El Vaticano, como tampoco solía aparecer en la tradi-
ción histórica liberal de la primera mitad del siglo XIX. De hecho,
la Constitución de Cádiz definió a España como nación católica y
prohibió la libertad religiosa. Esta caracterización se mantuvo bá-
sicamente en las Constituciones de 1837 y 1845. Hasta el bienio
progresista no se debatió la inclusión de la tolerancia religiosa en
la carta magna, y sólo tras la revolución de septiembre de 1868 se
reconoció la libertad de cultos en el articulado constitucional.
A pesar de mantenerse hasta entonces la unidad católica de la
nación, ello no impidió que la Iglesia fuera vista con recelo por
una parte importante de los partidarios del liberalismo a causa de
sus veleidades antiliberales tan claramente reflejadas en la prime-
ra mitad del siglo XIX. Estos recelos se manifestaron sobre todo en-
tre los que más ardientemente defendían la soberanía nacional
identificada con la soberanía del pueblo. Progresistas radicales o
exaltados, primero, y demócratas y republicanos, después, fueron
los más proclives a desconfiar de la Iglesia, en especial del clero
regular. Hasta mediados del siglo XIX, sin embargo, el discurso
liberal no comenzó a cuestionar el papel del catolicismo en la
historia de España, como ha demostrado Álvarez Junco3. Y a par-
tir del Sexenio nadie como los republicanos ligaría las críticas
anticlericales a la Iglesia con la libertad y la independencia de la
nación.
Hace ya tiempo, Benedict Anderson hizo hincapié en que las
naciones se piensan en contraposición unas a otras, con lo que se
refuerzan los estereotipos negativos que distinguen al adversario,

2 La Tribuna del Pueblo, 6/9/1851, citado por Florencia PEYROU, Tribunos del

pueblo. Demócratas y republicanos durante el reinado de Isabel II, Madrid, Centro


de Estudios Políticos y Constitucionales, 2008, pp. 153-154.
3 José ÁLVAREZ JUNCO, Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Ma-

drid, Taurus, 2001.

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M.a P. SALOMÓN CHÉLIZ LA IGLESIA Y EL VATICANO, ENEMIGOS DE LA ESPAÑA LIBERAL

frente a los que se definen las características de la nación propia4.


Partiendo de ahí, analizaremos el discurso que identificó a la Igle-
sia y a El Vaticano como enemigos de la nación liberal desde el si-
glo XIX hasta la Guerra Civil, así como las representaciones de ese
«otro», el enemigo clerical, frente al que se construyó la imagen de
la España liberal. Profundizaremos en la evolución de dicho dis-
curso y atenderemos a los factores clave en dicha evolución.

Del antirromanismo ilustrado a la incompatibilidad


de la Iglesia con el progreso de la nación
Cuando los primeros liberales pensaron la nación española,
afirmaron su carácter de nación católica5. No veían en la Iglesia
una enemiga, aunque sí una institución que había que reformar
para adecuarla a los nuevos tiempos del liberalismo. Heredaron de
los ilustrados algunas de las críticas al clero, en especial a las ór-
denes religiosas, a las que se acusaba de inutilidad y de dificultar
el progreso material del país. Compartían también con ellos el an-
tirromanismo, crítico con la excesiva injerencia del Papa y de la
Curia romana en la Iglesia española6.
Durante la guerra de la Independencia, la imagen patriótica ini-
cial del clero implicado en la lucha contra el francés quedó tras-
tocada a partir de 1810, cuando comenzó a hacerse patente la ac-
titud contraria del clero a la política de los liberales en las Cortes
de Cádiz. Las resistencias del clero a aceptar las reformas fortale-
cieron los sentimientos anticlericales tanto entre los diputados li-
berales como en los medios extraparlamentarios. Las críticas apa-
recidas en la prensa y en folletos de corte anticlerical atacaban al
clero o a la Inquisición, considerada instrumento del poder ecle-
siástico. No solían afectar al clero secular, pero sí a los religiosos.
Además de intolerantes, fanáticos e ignorantes, estos aparecían
marcados por su condición de malos ciudadanos y enemigos de la
prosperidad y de la libertad de las naciones. Las soluciones pro-

4 Benedict ANDERSON, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la

difusión del nacionalismo, México, FCE, 1993.


5 José M.ª PORTILLO, Revolución de nación: orígenes de la cultura constitucional

en España, 1780-1812, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,


2000.
6 Emilio LA PARRA, «Los inicios del anticlerical español contemporáneo (1750-

1833)», en Emilio LA PARRA y Manuel SUÁREZ CORTINA, El anticlericalismo español


contemporáneo, Madrid, Biblioteca Nueva, 1998, pp. 22-23 y 33, capítulo que sigo
en los párrafos siguientes.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

puestas iban desde la reforma radical a su total extinción. En este


caso, los argumentos utilizados mostraban una clara politización
de las críticas al clero, entre las que no faltaban las que cuestio-
naban su patriotismo: «en cuanto al regular, los padres de la pa-
tria no dudarán un momento en su total extinción porque sus vo-
tos van contra los derechos del hombre y están sometidos a un
soberano extranjero»7.
El clero como potencial enemigo de la nación, en palabras de
Emilio La Parra, apareció entre los liberales ya en plena guerra de
la independencia. No sólo eran «los grandes pecadores contra la
patria», como afirmaba de los clérigos, salvo de algunos que eran
santos, el Diccionario crítico-burlesco del que se titula Diccionario
razonado manual (1811). Aparecían también como un contrapoder
frente a las decisiones de los representantes de la nación en las
Cortes de Cádiz. De ahí que la prensa liberal apoyara restringir la
participación del clero en política al considerarlo reacio a las re-
formas que allí se proponían. El Duende de los Cafés, por ejemplo,
afirmaba en uno de sus artículos que el clero y sobre todo los frai-
les trataban de controlarlo todo y «de este modo han subyugado
pueblos enteros en tales términos que más bien se obedecía en ellos
un precepto de un reverendo que cuarenta reales órdenes».
Durante el Trienio, se volvió a percibir la incompatibilidad de
las estructuras eclesiásticas heredadas del Antiguo Régimen con el
orden liberal, tanto desde el punto de vista político como econó-
mico. No sólo se extendió la convicción de que la gran propiedad
de la Iglesia constituía un obstáculo para el desarrollo económico,
sino que la vida eclesiástica en sí misma resultaba incompatible
con el progreso de España. Junto a la crítica moral al clero por su
avidez de riquezas, opuesta a la pobreza de Cristo, algunas publi-
caciones llegaron a justificar el despojarlo de sus bienes por ser es-
tos contrarios «a la población, al estado y a la doctrina de Jesu-
cristo». La sátira anticlerical, que alcanzó un grado de difusión
nunca visto con anterioridad, presentó los conventos como uno «de
los principales abusos que impiden que la España se ponga al ni-
vel de las primeras naciones de Europa». El fraile aparecía como
«hombre de partido», que se servía del sermón y del confesionario
para defender sus ideas absolutistas8. Y la insurrección realista del

7 Un bosquejo de los fraudes que las pasiones de los hombres han introducido

en nuestra santa religión, Palma de Mallorca, Miguel Domingo, 1813, p. 18. Citado
por Emilio LA PARRA, «Los inicios del anticlerical español…», p. 42. En la p. 44 se
mencionan las referencias del párrafo siguiente.
8 La primera cita procede de Cuenta de los millones que paga anualmente el

pueblo español por leyes y arbitrios religiosos, Málaga, Antonio Quinconzes, 1820,

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verano de 1822 no hizo más que confirmar entre los liberales la


convicción de que el clero, en especial los regulares, actuaba al ser-
vicio del absolutismo. Por otra parte, los liberales del Trienio consi-
deraban insostenible la injerencia del Papa y de la Curia romana
en los asuntos españoles y alguno, como Juan Antonio de Olabarrie-
ta, antiguo fraile franciscano, llegó a defender que, si se deseaba
adecuar la religión a las necesidades del pueblo, la Iglesia debía
estar «regida por un Concilio Nacional, sin frailes y libre de la opre-
sión pontificia con quien firmaría un concordato»9.
Al igual que las reformas de las Cortes de Cádiz, las de los li-
berales del Trienio se apoyaban en la convicción de que la nación
o el Estado, como expresión de la voluntad nacional, debía regir
la sociedad, y la Iglesia y sus ministros tenían que quedar sujetos
al poder civil, ya que no les correspondía la primacía en el orde-
namiento social. La autoridad civil, legitimada por emanar de la
soberanía nacional, estaba por encima de la religiosa y debía ve-
lar por la felicidad de la nación. Y en aras de ese objetivo, debía
evitar divergencias entre la legalidad y las prédicas religiosas. A pe-
sar de las resistencias eclesiásticas, un grupo de clérigos liberales,
minoritario pero apreciable según La Parra, apoyó las reformas de
la Iglesia con argumentos como la necesidad de separar las fun-
ciones espirituales de las políticas o la de liberar a la Iglesia espa-
ñola de la injerencia de la curia romana.
Tras la muerte de Fernando VII, la experiencia de la primera
guerra carlista confirmó a los liberales el apoyo de los regulares al
levantamiento carlista. Y esa fue la imagen que difundió de ellos
la prensa liberal. Entre los exaltados, los conventos representaban
bastiones del absolutismo, por lo que había que combatirlos e in-
cluso destruirlos. Este convencimiento sirvió para acelerar las re-
formas del clero en el marco de la revolución liberal y sugirió ar-
gumentos al anticlericalismo popular para culparlo de los males
de la sociedad10. En el contexto de guerra, se reforzó la imagen del

p. 12; las otras dos proceden de S. MIÑANO, Lamentos políticos de un Pobrecito Hol-
gazán, Madrid, 1820. Las tres citas, en Emilio LA PARRA, «Los inicios del anticleri-
cal español…», pp. 49-50.
9 Cita reproducida por Emilio LA PARRA, «Los inicios del anticlerical espa-

ñol…», p. 53. Los intentos de establecer una Iglesia hispana, relativamente inde-
pendiente de Roma, no prosperaron; véase Manuel REVUELTA GONZÁLEZ, La Iglesia
española en el siglo XIX. Desafíos y respuestas, Madrid, Universidad Pontificia Co-
millas, 2005, p. 27.
10 Antonio MOLINER PRADA, «Anticlericalismo y revolución liberal (1833-1874)»,

en Emilio LA PARRA y Manuel SUÁREZ CORTINA, El anticlericalismo español contem-


poráneo, pp. 73-75. Véase también Juan Sisinio PÉREZ GARZÓN, «Curas y liberales
en la revolución burguesa», Ayer, 27 (1997).

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

clero, sobre todo del regular, como potencial enemigo de la patria


liberal. En las Cortes de 1837, por ejemplo, algunos de los dipu-
tados más exaltados trataron de ampliar la exclaustración también
a misioneros, hospitalarios y escolapios, las órdenes excluidas del
decreto de Mendizábal. Para el diputado García Blanco eran «los
últimos restos de unas instituciones que (…) han ocasionado mu-
chísimos males, muchos perjuicios, y acaso gran parte de la des-
moralización que notamos». De los misioneros afirmaba:
Los misioneros que de hoy adelante salgan a convertir infie-
les y a ilustrar a los individuos de una Nación libre e ilustrada,
deben diferenciarse de una manera notable de los que salían de
un Reino sujeto al despotismo y aherrojado con las cadenas de la
Inquisición. Conozcan ya en adelante hasta los salvajes del Asia
que la España es libre, y que los misioneros de hoy día no van ya
armados del látigo y el Crucifijo, como iban en otro tiempo, sino
del amor y de la filantropía más exquisita, de cuantos conoci-
mientos pueden desearse de política, de urbanidad, de ciencia y
artes (…).

Contra los escolapios, aseguraba que los niños educados en sus


manos,
siempre adolecerán de los vicios de la educación monacal, de los
vicios de poca delicadeza y malas ideas políticas, de ningún amor
a la Patria. Pues ¿cómo pueden infundirlo unos hombres que han
jurado separarse de ella para dirigir solamente al cielo sus miras?
¿Cómo puede esperarse de ellos que dirijan la educación según
las luces del siglo requieren, y parece que indica la misma natura-
leza?11.

El amparo del clero regular a los carlistas acrecentó los ata-


ques anticlericales contra los frailes en la publicística liberal. Se-
gún Adrian Shubert, desde 1834 la sátira representada en los tea-
tros de Barcelona mostraba al clero como una amenaza para el
Estado, dado el apoyo del clero rural de la zona, sobre todo de los
regulares, a los rebeldes realistas en 1822 y 1823 y posteriormen-
te a los carlistas12. En una de las novelas más famosas de la épo-
ca, María o la hija de un jornalero, publicada en 1846, su autor, Ay-
guals de Izco, aseguraba que no tenían «ninguna simpatía» del
pueblo porque «eran los más encarnizados enemigos de su libertad,

11 Diario de Sesiones de las Cortes (1836-1837), 28 y 31 de mayo, reproducido

en Manuel REVUELTA GONZÁLEZ, El anticlericalismo español en sus documentos, pp.


46-47.
12 Adrian SHUBERT, Historia Social de España (1800-1990), Madrid, Nerea, 1991,

p. 24.

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de su soberanía». «Los frailes no son pues compatibles con la civi-


lización y libertad de los pueblos», concluía en la parte inicial de
la obra. Al final, afirmaba que fray Patricio, el antagonista de la
novela, representaba «no sólo un retrato de lo que eran los ridícu-
los holgazanes a quienes los progresos de la civilización han ex-
pulsado de las naciones cultas, sino el verdadero símbolo de los
defensores del trono absoluto y de la abominable inquisición». «Re-
tratar en fray Patricio a la inmunda pandilla inquisitorial que aún
aspira al dominio de España, presentarla a la faz del mundo con
todos los horrores de su deformidad» era el «objetivo principal de
nuestro trabajo», lo que «nunca más que ahora es deber de los
amantes de la ilustración y de la dignidad española»13.
Al igual que esta novela, los medios demócratas y republicanos
que surgieron en los años cuarenta difundieron la imagen liberal
crítica con el clero. En octubre de 1842, el semanario Guindilla pu-
blicaba el poema «A los malos sacerdotes», a quienes el estribillo
identificaba como:
Sacerdotes, que so capa
de religión, todo en vos
crímenes son y solapa
si es vuestro caudillo el Papa
nuestro capitán es Dios.

Quería así que el pueblo viera las diferencias entre «los pacífi-
cos religiosos liberales» y «esas hienas iracundas que sobre los en-
sangrentados escombros de su patria tratan de erigir el abomina-
ble trono del absolutismo». Otro artículo del mismo número
titulado «Religión y república» presentaba a esta como el gobier-
no basado en los principios de la religión verdadera. Siguiendo la
combinación de valores morales cristianos y de anticlericalismo tí-
pica del ideario demo-republicano de la época, afirmaba que la Re-
pública protegería la religión y sus ministros, con lo que contri-
buiría a la reconciliación nacional. Y como culpables de los
problemas de la sociedad española, señalaba a la monarquía: a los
reyes, calificados de fanáticos, y sus gobiernos14.
Hacia mediados del siglo XIX, diversos factores contribuirían a
que las críticas como potenciales enemigos de España dirigidas

13 Wenceslao AYGUALS DE IZCO, María o la hija de un jornalero, Madrid, 1846;

textos extractados en Manuel REVUELTA GONZÁLEZ, El anticlericalismo español en sus


documentos, pp. 53-55
14 Florencia PEYROU, El republicanismo popular en España, 1840-1843, Cádiz,

Universidad de Cádiz, 2002, pp. 180-188. Guindilla (Madrid), 30-10-1842 (agradez-


co a Xavier Andreu el haberme proporcionado dicho periódico).

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

hasta entonces principalmente contra las órdenes religiosas acaba-


ran orientadas también contra la Iglesia y el papado. Esta, muy de-
bilitada por la exclaustración de regulares y la desamortización,
acabó aceptando el orden liberal al firmar el Concordato de 1851,
si bien no abandonó sus presupuestos antiliberales. El Concordato
estableció la confesionalidad católica excluyente, la colaboración
del poder civil con el eclesiástico, la confesionalidad de la ense-
ñanza y la libertad en beneficio exclusivo de la Iglesia, lo que su-
puso el reconocimiento de amplios derechos y privilegios en su fa-
vor. Desde entonces, la Santa Sede se convirtió en «celosa valedora
de la confesionalidad» demandando la estricta observancia del
acuerdo y denunciando los incumplimientos si se producían15.
Implantado el Estado liberal, para los liberales, especialmente
para los moderados, la Iglesia y la religión pasaron a representar
elementos de cohesión social frente a posibles excesos revolucio-
narios que pretendieran ir más allá en sus exigencias. La identifi-
cación con los moderados, quienes comenzaron a recalcar la im-
portancia de la religión y de la Iglesia en la historia de la nación,
hizo que en todas las revoluciones posteriores la Iglesia fuera cre-
cientemente percibida por los revolucionarios como una fuerza po-
lítica cada vez más alejada de su misión evangélica. Esto acentuó
la politización de las críticas contra la Iglesia especialmente entre
demócratas y republicanos, que presentaban al clero y a la Iglesia
como elementos extraños al pueblo, convertidos en poder de con-
trol moral, ideológico y político16.
A las transformaciones en el escenario político mencionadas,
hay que sumar la evolución experimentada por los discursos sobre
la nación. Fue en los años centrales del siglo XIX, entre 1840 y 1860,
cuando se produjo un cambio importante en la vinculación de las
críticas anticlericales a la Iglesia con los presupuestos del naciona-
lismo de corte liberal y progresista. Por entonces, los sectores con-
servadores y católicos comenzaron a sumarse a los entusiasmos
nacionalistas, en palabras de Álvarez Junco, y empezaron a recal-
car el pasado católico de la nación. Reelaboraron la historia na-
cional resaltando la importancia de la religión y de la Iglesia en el
pasado e identificando España con el catolicismo. Frente a esta in-
terpretación, la lectura liberal progresista de la nación comenzó a
cuestionar el papel representado por el catolicismo en la historia
del país. Desde esa perspectiva, ya no sólo la monarquía absoluta
era la causante de la decadencia nacional. La Iglesia, en especial

15 Manuel REVUELTA GONZÁLEZ, La Iglesia española en el siglo XIX…, pp. 48-51,

de donde procede la expresión entrecomillada.


16 Antonio MOLINER, «Anticlericalismo y revolución liberal…», p. 103.

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la Inquisición como garante de la intolerancia religiosa, era igual-


mente culpable de ello junto con la monarquía. Además, al recu-
perar para la historia de España a sus minorías no católicas, di-
cha lectura progresista puso en duda que el catolicismo fuera un
rasgo permanente de la identidad española. El debate del proyec-
to constitucional de 1854 fue la primera vez en que se planteó la
posibilidad de incluir la tolerancia religiosa. Aunque no se aprobó,
la intensa discusión sobre el carácter histórico y esencial del cato-
licismo en España mostró que algunos sectores cuestionaban ya la
unidad católica17.
Las protestas de la Santa Sede y de los representantes de los
obispos no se hicieron esperar, alegando incumplimiento de la con-
fesionalidad establecida en el Concordato. Hay que enmarcar es-
tas actitudes en el contexto de creciente centralización jerárquica
que se estaba produciendo en la Iglesia desde mediados del si-
glo XIX, proceso que conllevó el desarrollo del ultramontanismo y
el reforzamiento del poder papal en la institución eclesiástica. En
España, el clero isabelino mostró gran unidad de criterios en tor-
no al episcopado; ya no quedaban sectores inclinados al regalis-
mo. Se impusieron las tendencias ultramontanas y el Papa Pío IX
se convirtió en una figura especialmente venerada, gracias a la
cuestión romana y la publicación del Syllabus. El clero español
apoyó casi sin excepciones el ideario del catolicismo conservador,
centrado, según Revuelta González, en tres puntos: la defensa acé-
rrima del Concordato, sobre todo en lo relativo a la unidad católica
y el control eclesiástico de la enseñanza; la aceptación del Sylla-
bus; y la defensa del poder temporal del Papa así como la acepta-
ción de la doctrina de la infalibilidad. En este contexto de auge del
ultramontanismo, los sectores neocatólicos defendieron la inter-
vención de la Iglesia en política18.
Frente a ello, las críticas anticlericales adquirieron un claro ses-
go político, en especial en la última etapa del reinado de Isabel II,

17 José ÁLVAREZ JUNCO, Mater Dolorosa…, pp. 392-402 y 417-431. Santos Juliá,

Historias de las dos Españas, Madrid, Taurus, 2004, pp. 34-57.


18 Caracterización del clero isabelino tomada de Manuel REVUELTA GONZÁLEZ,

La Iglesia española en el siglo XIX…, pp. 96-97. Véanse también William J. CALLAHAN,
Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874, Madrid, Nerea, 1989 y José Manuel
CUENCA TORIBIO, Sociología del episcopado español e hispanoamericano, Madrid, Pe-
gaso, 1986. Para el neocatolicismo, Begoña URIGÜEN, Orígenes y evolución de la de-
recha española: el neocatolicismo, Madrid, CSIC, 1986. De la centralización de la
Iglesia y su trascendencia para los conflictos Iglesia-Estado en Europa se ocupa
Christopher CLARK, «The New Catholicism and the European culture wars», en
Christopher CLARK y Wolfram KAISER (eds.), Culture Wars. Secular-Catholic Conflict
in Nineteenth-Century Europe, Cambridge, CUP, 2003, pp. 11-46.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

debido a su dependencia creciente del apoyo neocatólico. Censu-


raban el neocatolicismo por degradar la religión y utilizar la in-
fluencia de la Iglesia para mantener el poder. Desde posiciones
demo-republicanas se demandaba abolir el poder político del cle-
ro, no sólo porque la religión pertenecía al ámbito privado y el Es-
tado no debía intervenir en los asuntos religiosos, sino también por
considerar que aquel encarnaba un «gran peligro para la liber-
tad»19. Uno de los textos más representativos al respecto, fue el fo-
lleto escrito por Roque Barcia, Influencias y protestas neocatólicas,
en el que concluía:
Los enemigos del catolicismo evangélico son los que hacen
del sagrado dogma cristiano un medio impío de convertirse en
nuestros jueces, en nuestros magnates, en nuestros señores, en
nuestros déspotas. Hágalos España inquisidores y generales. Vuel-
va España a los siglos de la tiranía monacal; vuelva España a los
tiempos de profunda tiniebla, en que no se oía más que el rezo
del fraile, el hacha del verdugo y el gemido del siervo; vuelva al
siglo XI (…).

En la misma línea se manifestaba un impreso anticlerical re-


cogido por el Padre Claret en un viaje por Andalucía: olvidándose
de las palabras de Jesucristo «Dad al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios», el clero confundía la política y la religión;
en consecuencia, «[l]os sacerdotes católicos [eran] traidores a sí
mismos, traidores a la Religión y a la Patria»20.
La deriva neocatólica del último período del reinado de Isa-
bel II, la asunción de la idea de nación por parte de los sectores
conservadores y católicos desde finales de los años cuarenta y el
cuestionamiento que desde la lectura liberal progresista se co-
menzó a hacer del cristianismo como rasgo esencial de España,
sumados a factores externos (la actitud del Papa ante el desarro-
llo de la unificación italiana y la cuestión romana, por ejemplo)
acabarían por confirmar a los liberales progresistas, a los demó-
cratas y a los republicanos en la necesidad de acabar con la con-
fesionalidad de la nación. El debate en torno a esta cuestión se po-

19 Florencia PEYROU, Tribunos del pueblo…, p. 282. En 1856 se oían estos ver-

sos en Ronda: «No quiero Reyes ni Reina / Ni Papa ni religión / Lo que quiero es
la República / y la disolución / ¡A las armas, valientes republicanos!», citados en
Clara E. Lida, Anarquismo y revolución en la España del siglo XIX, Madrid, Siglo XXI,
1972, p. 70.
20 San Antonio M.ª CLARET, Autobiografía, Barcelona, 1985, cita extraída del

texto reproducido en Manuel REVUELTA GONZÁLEZ, El anticlericalismo español en sus


documentos, p. 63; en pp. 65-66 aparece el párrafo entrecomillado de Roque BAR-
CIA, Influencias y protestas neocatólicas, Madrid, 1865.

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larizó a finales del reinado isabelino, sobre todo desde 1865 al hilo
de la publicación del Syllabus y del reconocimiento del Reino de
Italia por el gobierno español21. El anticlericalismo se recrudeció
en esos años y atacó el monopolio del clero sobre las conciencias,
el concordato, la unidad católica, las riquezas de la Iglesia, el po-
der temporal del Papa o la connivencia del Estado con los privile-
gios eclesiásticos. Las exigencias de libertad religiosa y de limitar
la influencia del clero al ámbito privado y espiritual culminaron
con la aprobación de la libertad de cultos en la Constitución de
1869, que acabó, aunque sólo por seis años, con la confesionali-
dad de la nación española.

Nacionalización del conflicto clericalismo/anticlericalismo


e imagen anticlerical de la Iglesia y del papado
La revolución de 1868 representó para sus protagonistas el
triunfo de la soberanía nacional sobre la dictadura teocrática en
que, a su juicio, se había convertido al final el reinado de Isabel II,
frente a la cual defendían un proyecto nacional de corte liberal y
laicista22. Aunque la violencia revolucionaria inicial tuvo escasas
derivas anticlericales, tanto las juntas como el gobierno provisio-
nal adoptaron numerosas medidas anticlericales y secularizadoras
convencidos de que no podían construir un régimen democrático,
con plenas libertades, si no limitaban el poder eclesiástico tan iden-
tificado con el régimen isabelino. Para lograrlo, Fernando Garrido
proponía, en el artículo reproducido en parte al comienzo, anular
el Concordato –que «hac[ía] a España esclava del pontífice roma-
no»–, disolver las corporaciones religiosas, proclamar la libertad
de cultos y separar la Iglesia del Estado. La nutrida manifestación
popular del 8 de octubre ante la Nunciatura a favor de la libertad
de cultos, de la libertad de Roma y contra el Concordato de 1851
confirmaba que dichas propuestas gozaban de respaldo entre la
población23. En esa misma línea, la Junta revolucionaria de Mála-

21 La polémica más significativa fue la sostenida por La Iberia y el Cardenal

García Cuesta; véase Manuel REVUELTA GONZÁLEZ, La Iglesia española en el siglo XIX…,
p. 58.
22 Gregorio DE LA FUENTE, «El enfrentamiento entre clericales y revoluciona-

rios en torno a 1869», Ayer, 44 (2001), p. 127 y «Actores y causas de la revolución


de 1868», en Rafael SERRANO GARCÍA (dir.), España, 1868-1874. Nuevos enfoques so-
bre el sexenio democrático, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2002, pp. 53-57.
23 Referencia a la manifestación en Antonio MOLINER, «Anticlericalismo y re-

volución liberal…», p. 112. Gregorio de la Fuente, siguiendo al nuncio, indica que

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

ga decretó la disolución de todas aquellas asociaciones religiosas


que «conceptuándose peligrosas para la tranquilidad del Esta-
do (…) constituyen una verdadera cruzada contra el progreso de
los pueblos». La crítica a la Iglesia se manifestó también en can-
ciones como: «Frailes al coro, curas al altar / y así tendremos tran-
quilidad»; u otra que decía «Caigan que caigan los tronos / junta-
mente con el clero, / pues son lobos carniceros / que devoran la
nación…»24.
De todas las medidas anticlericales que aprobó el gobierno pro-
visional en octubre de 1868, la de libertad religiosa fue la que tuvo
mayores repercusiones, ya que al quedar posteriormente recono-
cida en la Constitución, significaba el final de la unidad católica
de la nación. En torno a esta cuestión, el conflicto clericalismo/an-
ticlericalismo empezó a nacionalizarse en la medida en que cada
contendiente fue perfilando proyectos distintos para construir la
nación. Si uno se identificada con el catolicismo, el otro, plantea-
do desde presupuestos liberales y laicos, podía considerar a la Igle-
sia y al papado como claros adversarios. Y así se puso de mani-
fiesto en el Sexenio. El debate constitucional sobre el artículo 21,
que reconoció la libertad de cultos, reflejó las diferentes maneras
de concebir la relación de España con el catolicismo. Frente al ca-
nónigo de Vitoria, Monterola, que defendía la unidad católica, Cas-
telar postuló la libertad de cultos y, entre sus argumentos, recurrió
a la interpretación histórica liberal al afirmar que «en España lo
antiguo es la libertad; lo moderno, el despotismo», con el que lle-
gó la intolerancia. Una dicotomía que en términos más radicales
planteaba así El Combate, periódico republicano federal de Madrid,
en 1872: «O REACCIÓN o REVOLUCIÓN: o PAPA o REPÚBLICA: o LIBERTAD
o ABSOLUTISMO: o FÉ o RAZÓN: o DIOS CON ATRIBUTOS o CIENCIA Y HUMA-
NIDAD… o TIARA o GORRO FRIGIO: LAS TINIEBLAS DE LA INQUISICIÓN o
LAS LLAMARADAS DEL PETRÓLEO»25.

se trataba más bien de nacionalistas italianos que de españoles en «El enfrenta-


miento entre clericales y…», p. 136.
24 La primera canción, en Celso ALMUIÑA, «De la vieja sociedad estamental al

triunfo de la «burguesía harinera», en AA.VV., Valladolid en el siglo XIX, Valladolid,


Ateneo de Valladolid, 1985, p. 204; la segunda, en Josep CLARÀ, El federalismo a les
comarques gironines (1868-1874), Girona, Diputació de Girona, 1986, p. 58. «Acuer-
dos de la Junta Revolucionaria Provincial», Boletín Oficial de la Provincia de Mála-
ga, 8 de octubre de 1868, citado por Manuel MORALES MUÑOZ, «Cultura política y
sociabilidad en la democracia republicana», en Rafael SERRANO GARCÍA (dir.), Es-
paña, 1868-1874…, p. 214.
25 El Combate, 17/2/1872; citado en Carmen PÉREZ ROLDÁN, El partido republi-

cano federal 1868-1874, Madrid, Endimión, 2001, p. 210. Lo de Castelar, en José


ÁLVAREZ JUNCO, Mater Dolorosa…, p. 434.

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M.a P. SALOMÓN CHÉLIZ LA IGLESIA Y EL VATICANO, ENEMIGOS DE LA ESPAÑA LIBERAL

De la neutralidad expectante de los primeros días de la revo-


lución, la jerarquía pasó a defender una postura más activa y mi-
litante tras los decretos del gobierno provisional de octubre de
1868. La defensa de la «unidad católica de España» y de «la liber-
tad de la Iglesia» constituyó el objetivo de la naciente movilización
de seglares católicos protagonizada por la Asociación de Católicos
de España desde finales de 1868. De su impulso, surgió poco des-
pués la Juventud Católica, en cuyas Academias, además de exaltar
al Papa y el Syllabus, se defendía la unidad católica como base de
la «nacionalidad española»26. La Asociación, por su parte, recogió
con el apoyo del clero parroquial más de tres millones de firmas
para solicitar a las Cortes que el catolicismo fuera «permanente-
mente la Religión de la nación española».
En ese contexto, menudearon las críticas a la politización del
clero en el Sexenio. Según Alicia Mira, la mayor parte de los pe-
riódicos analizados en su estudio sobre Alicante mostraban una ac-
titud contundente al respecto: «tráteseles como enemigos del ac-
tual orden de cosas, principiando por lanzarlos de los templos del
señor por ellos convertidos en tribunas reaccionarias»27. La pre-
sencia de religiosos en la insurrección carlista del verano de 1869,
así como la ayuda indirecta que recibió de algunos prelados, sir-
vieron a la prensa liberal para desempolvar viejos argumentos y
culpar al clero del conflicto civil, al que acusó de ser el principal
«enemigo de la civilización, del progreso y de la libertad». A par-
tir de dicho levantamiento las viñetas que representaban a un obis-
po agarrando el dinero del Ministerio de «Gracia sin Justicia» con
una mano y entregándolo con la otra a carlistas de trabuco, esca-
pulario, boina y morral se convirtieron en un clásico de la prensa
ilustrada anticlerical28.
Tampoco escaparon a la crítica las resistencias del clero a aca-
tar la Constitución, si bien la Santa Sede se mostró favorable a que
los eclesiásticos la juraran. La prensa censuró la pasividad de la
mayoría de clérigos al respecto, así como que alegaran necesitar
permiso de Roma. Al no existir ya partidarios del regalismo entre

26 Gregorio DE LA FUENTE, «El enfrentamiento entre clericales y…», p. 139. So-

bre el asociacionismo católico de la época, Antonio MOLINER, «Anticlericalismo y


revolución liberal…», p. 116, y Vicente CÁRCEL ORTÍ, Iglesia y revolución en España
(1868-1874), Pamplona, EUNSA, 1979, pp. 540-546.
27 La Revolución, Alicante, 5/12/1868, citado por Alicia MIRA ABAD, Actitudes

religiosas y modernización social. La prensa alicantina del Sexenio Democrático (1868-


1873), Alicante, Universidad de Alicante, 1999, p. 81. Otro ejemplo de esas críticas
en la sátira de V. CABALLERO Y VALERO, La Clerigalla, Madrid, 1869; véase Gregorio
DE LA FUENTE, «El enfrentamiento entre clericales y…», pp. 140-141.
28 Gregorio DE LA FUENTE, «El enfrentamiento entre clericales y…», pp. 146-147.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

el clero en los nuevos tiempos ultramontanos, y al remitirse de for-


ma creciente a la autoridad del Papa, comenzó a aparecer el tema
del conflicto de a qué autoridad obedecía el clero. Barcia dedicó
una Cartilla al obispo de Osma donde señalaba que «teniendo los
curas su rey en Roma», y el resto de los españoles en España, re-
sultaba el «hecho anómalo e increíble» de que hubiera «dos reyes
en un mismo país» y, además, reñidos. El clero era «español por-
que vive en España» y «saca dos mil millones anuales» del Estado
español, pero cuando este Estado civil trataba de contener sus «des-
manes» (como en el verano de 1869), la clerecía apelaba al Esta-
do eclesiástico, al Papa, para negar la autoridad del Gobierno es-
pañol. No hay –concluía– «dos naciones» en España, sino tan sólo
«una nación», en la que «no puede mandar más que un jefe supre-
mo». Para los republicanos como Barcia, la solución pasaba por
separar completamente la Iglesia y el Estado29.
Resulta hasta cierto punto paradójico que la cuestión se plan-
teara cuando el Papa había perdido el poder temporal. En una Igle-
sia en la que predominaba el ultramontanismo, que había experi-
mentado un proceso de centralización y de reforzamiento de la
jerarquía, el Papa aparecía como una figura más poderosa que an-
taño, sobre todo desde la aprobación del dogma de la infalibilidad.
Su poder ya no era terrenal, sino meramente espiritual; y por ello,
más etéreo, sutil y difícil de percibir y combatir. Fue precisamen-
te en los años del Sexenio cuando el Papa concitó una protesta an-
ticlerical más intensa, como mostraron las manifestaciones cele-
bradas en Madrid, Barcelona y diversas ciudades a finales de enero
de 1869, tras la negativa del Vaticano a aceptar al nuevo embaja-
dor español, o los sucesos acaecidos en junio de 1871 con motivo
de la celebración católica en Madrid del vigésimoquinto aniversa-
rio del pontificado de Pío IX. Los partidarios de la España liberal
consideraron dicha celebración una afrenta de los enemigos de la
Constitución, de la libertad y de la soberanía nacional por estar de-
dicada al autor del Syllabus, según el ex diputado de la Constitu-
yente Roberto Robert. Y los que se ocuparon de secularizar las ca-

29 Roque BARCIA, Cartilla religiosa dedicada al ilustrísimo señor doctor D. Pedro

Lagüera y Menezo, Obispo de Osma, Madrid, M. Álvarez, 1869, pp. 109-110, citado
por Gregorio DE LA FUENTE, «El enfrentamiento entre clericales y…», pp. 147-148.
Actitudes de la Santa Sede y del clero ante el juramento de la Constitución, en An-
tonio MOLINER, «Anticlericalismo y revolución liberal…», pp. 115-116. Críticas al
respecto, en Alicia MIRA, Actitudes religiosas y modernización social…, p. 80. La re-
tórica antivaticana y la imagen de la Iglesia como institución no fiable desde las
perspectiva nacional se difundieron por Europa tras el Syllabus; véase Wolfram KAI-
SER, «‘Clericalism –that is our enemy!’: European anticlericalism and the culture
wars», en Christopher CLARK y Wolfram KAISER (eds.), Culture Wars…, pp. 62 y ss.

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lles de la capital eliminando los símbolos del «Papa-rey», lo hicie-


ron a los gritos de ¡muera Pío IX, viva la libertad!, ¡mueran los car-
listas!30.
El Papado, el Vaticano, o su cabeza el Papa, daban visibilidad
al poder negro, al jesuitismo, al clericalismo o al neocatolicismo,
todos ellos sinónimos desde la perspectiva anticlerical. «[C]ulebra
venenosa», «reptil astuto y repugnante», «solitaria que absorbe los
jugos de la monarquía», «hidra de mil cabezas y de millones de ga-
rras» fueron algunas de las imágenes más recurrentes para aludir
al «poderoso enemigo que devora las entrañas de la sociedad». Di-
chas animalizaciones reforzaban los defectos morales que se le atri-
buían como enemigo escurridizo, oscuro, traicionero, asqueroso,
repugnante, astuto, hipócrita, cobarde, maquiavélico, etc. Junto a
esas imágenes y dicha caracterización, Fernando Garrido com-
pendiaba en su artículo las funciones que desde el anticlericalis-
mo se atribuían a la teocracia romana y al clericalismo: gracias a
su influencia sobre la monarquía, explotaba el fanatismo del pue-
blo, obtenía dinero para reforzar el poder del clericalismo y extra-
viaba a la juventud inculcando en ella el sometimiento al despo-
tismo del trono. Si bien su cabeza estaba en El Vaticano, la hidra
clerical se extendía más allá de Roma por medio de múltiples ten-
táculos, las cofradías, conventos y hermandades existentes en el
país. Todos ellos constituían enemigos más o menos encubiertos
de la libertad del pueblo, focos permanentes de conspiración con-
tra la libertad. Su estrategia consistía en el combate cobarde y so-
lapado, sembrando la discordia y favoreciendo la lucha fratricida,
que tan buenos resultados había dado en España al poder negro a
juicio de Garrido. Frente a esa hidra, combatían los amigos de la
libertad, del progreso y de la independencia nacional. La revolución
religiosa era la única solución, y ello implicaba, entre otras cosas,
que el pueblo español manifestara «alta y solemnemente su libertad
soberana» estableciendo la libertad de cultos. Ello simbolizaría
la regeneración de este pueblo, víctima más que ningún otro de
la intolerancia religiosa, y al que la unidad católica llegó a con-
vertir de inteligente en obtuso, de laborioso en holgazán, de gran-
de en pequeño, de rico en pobre, de temible en despreciable, del
más adelantado de todos los de Europa en el más atrasado del
mundo.
Solo la libertad religiosa puede poner la nación española al
nivel de los pueblos cultos.

30 Sobre estas protestas, sus causas y significado, escribe Gregorio DE LA FUEN-

TE,«El enfrentamiento entre clericales y…», pp. 142 y 148-149. Véase también An-
tonio MOLINER, «Anticlericalismo y revolución liberal…», pp. 111-114.

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La figura papal no volvería a concitar protestas tan visibles en


la calle como las del Sexenio, pero las imágenes y caracterizacio-
nes que recogió Fernando Garrido en su artículo permanecerían
bien asentadas en el tiempo. Eran representaciones ampliamente
compartidas por los republicanos, a pesar de las diferencias exis-
tentes entre ellos con respecto a la Iglesia y el clero, que abunda-
ban en la identificación del papado con el ultramontanismo y la
reacción así como en las secuelas negativas que la Iglesia había de-
jado en la historia, la economía y las relaciones exteriores del país.
Castelar habló en las Cortes en abril de 1869 de las consecuencias
para el aislamiento internacional:
«… cuando buscamos la causa de este mal, la encontramos
en la intolerancia de la Iglesia. Somos un gran cadáver que se ex-
tiende desde los Pirineos hasta el mar de Cádiz, porque nos he-
mos sacrificado en aras del catolicismo. Esa intolerancia religio-
sa nos ha dado la antipatía, que a pesar de nuestro carácter, hay
contra nosotros en Europa (…). No tenemos agricultura, no te-
nemos industria, no tenemos ciencia…»31.

La segunda polémica sobre la ciencia en 1876-1877 ahondaría


en el tema ya introducido por la primera polémica en 1866 sobre
las consecuencias de la intolerancia religiosa para el ámbito inte-
lectual y científico español: a diferencia de Europa, no era una in-
tolerancia ligada a violencias esporádicas, sino fruto del dominio
de un «poder teocrático, implacable, sistemático, tenaz», que ha-
bía causado una «sangría lenta, jamás interrumpida» según el fi-
lósofo Manuel de la Revilla. José del Perojo lo confirmaba así:
«hasta que la Inquisición alcanzó todo su poderío, vemos en
España constantemente talentos de primer orden marchando a la
cabeza de la civilización, [pero] según su poder aumenta, dismi-
nuyen nuestros nombres, efecto de la cruda guerra que a su nom-
bre se hacía contra todo lo que era ciencia, investigación, liber-
tad de pensamiento humano»32.

En la época de la Restauración, la cuestión religiosa se situó


en el centro del debate entre tradición y modernidad, en palabras
de Suárez Cortina. Y fueron los republicanos los que con más ahín-
co insistieron en esa dicotomía. La Iglesia se había opuesto al li-
beralismo y sus consecuencias y la voz infalible del Papa había re-
chazado todo lo moderno. Como representantes de la Iglesia, los
curas simbolizaban la reacción y todos sus vicios, entre ellos el ale-

Alicia MIRA, Actitudes religiosas y modernización social…, p. 149.


31

José ÁLVAREZ JUNCO, Mater Dolorosa…, p. 443; y pp. 414-415 sobre la pri-
32

mera polémica.

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jamiento de la familia y de la patria. Así opinaba J. Martín de Olí-


as, para quien, al no tener «otra patria que Roma», el clero ponía
constantemente peligros alrededor del Estado:
Unas veces activamente, otras de una manera pasiva, en oca-
siones con atrevimiento audaz, en momentos con reservas y su-
percherías, el clero católico resiste a todos los progresos del pue-
blo, nación o Estado, y subordina los intereses generales de su
país a los particulares de su Iglesia, y cumple antes que las Leyes
civiles, las leyes dictadas por la curia romana, y no reconoce po-
der superior al del Papa sobre repúblicas, imperios y monar-
quías33.

Daba una vuelta de tuerca al argumento utilizado unos años


antes por Barcia. Ya no sólo se cuestionaba a qué autoridad obe-
decía el clero secular, sino que se insinuaba que este, por falta de
patriotismo, podía convertirse en un quintacolumnista al servicio
de un poder extranjero, el Papa.
Habría que esperar al auge del anticlericalismo a finales del si-
glo XIX para que se multiplicaran las denuncias sobre las conse-
cuencias negativas que se derivaban para la nación de la influen-
cia de la Iglesia. El hilo conductor de todas ellas fue la conciencia
de crisis y decadencia que se extendió por el país tras la derrota
colonial en 1898. También los republicanos más moderados, como
Melquíades Álvarez, culparon al clericalismo de la decadencia:
El partido republicano es enemigo del clericalismo; y es ene-
migo del clericalismo, no tan sólo porque conduce a la ingeren-
cia del poder teocrático en la vida del Estado, sino porque cons-
tituye, a mi juicio, la causa principalísima, casi me atrevo a decir
que la causa única, de este vergonzoso atraso en que se desarro-
lla, por desgracia, la vida intelectual y política de nuestra España.

Incluso entre los socialistas, relativamente ajenos por entonces


al conflicto anticlerical, aparecían estas ideas. Así se expresaba El
Socialista en 1899:
La Iglesia es, pues, la responsable de que España sea un país
incapaz de vivir la vida moderna y de gobernarse.
La Iglesia es la responsable de que en España no haya un pro-
letario inteligente y que la burguesía no tenga hombres de ini-
ciativas…

33 J. MARTÍN DE OLÍAS, Influencia de la religión católica, apostólica, romana en

la España contemporánea (Estudio de economía social), Madrid, 1876, p. 191, cita-


do por Manuel SUÁREZ CORTINA, «Anticlericalismo, religión y política en la Restau-
ración», en Emilio LA PARRA y Manuel SUÁREZ CORTINA, El anticlericalismo español
contemporáneo, pp. 144-145.

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La Iglesia es la culpable en mayor grado que institución y


persona alguna del desastroso estado de cosas que desde siglos
nos viene llevando de tumbo en tumbo a la ruina y al fracaso más
espantoso, y que acabará por consumar nuestra perdición si no
se pone remedio.
Por culpa de la Iglesia somos odiados en todo el mundo; por
su culpa no tenemos condiciones intelectuales suficientes ni ener-
gía para rehacernos de tantos quebrantos; por su culpa somos un
obstáculo en el camino del progreso.
Cuantas naciones supieron sacudir la lepra clerical, son hoy
ricas y respetables, nosotros nos vemos pobres y humillados, por
no haber querido, o sabido limpiarnos de ella.
¿Qué debe hacerse…?
¿Qué conducta debe seguir el proletariado?
Eso es lo que vamos a ver34.

Tras la derrota del 98 se intensificaron las acusaciones que iden-


tificaban a la Iglesia, en general, y a las órdenes religiosas en par-
ticular, como las causantes de la decadencia de España. Se atacó
la labor que estas habían desempeñado en las colonias y se las res-
ponsabilizó de su pérdida35. Aunque los liberales más inclinados al
anticlericalismo se sumaron a estas críticas, fueron los republica-
nos los que más incidieron en el lastre que representaba la Iglesia
para el resurgir de España como nación. A comienzos de siglo el
nacionalismo español de signo republicano reforzó su anticlerica-
lismo, peculiaridad que lo diferenció en la época de otras posicio-
nes nacionalistas españolas de tradición liberal36.
Fue en esa década cuando más se cuestionó el patriotismo de
los regulares, ya que –se decía–, como órdenes independientes, obe-
decían a un superior bajo la voluntad directa del Papa, sin estar
sujetas al obispo de la diócesis donde se localizaban. Las órdenes
religiosas actuaban así a los ojos del republicanismo como repre-
sentantes oficiosos de un poder extranjero, pues su jefe máximo
era el mandatario político de otro estado, El Vaticano. El crecimien-

34 El Socialista, 15/9/1899, «La ola negra»; y MELQUIADES ÁLVAREZ, «Debate en

torno al Mensaje de la Corona. Cortes de 1901»; ambos textos citados en Manuel


SUÁREZ CORTINA, «Anticlericalismo, religión y política en la Restauración», pp. 165
y 176, respectivamente.
35 Reproches hechos ya durante la guerra, junto a los relativos a la pasividad

patriótica de la Iglesia; véase Julio DE LA CUEVA y Feliciano MONTERO, «Clericalismo


y anticlericalismo entre dos siglos: percepciones recíprocas», en Julio DE LA CUEVA
y Feliciano MONTERO (eds.), La secularización conflictiva. España (1898-1931), Ma-
drid, Biblioteca Nueva, 2007, pp. 106-107.
36 M.ª Pilar SALOMÓN, «El discurso anticlerical en la construcción de una iden-

tidad nacional española republicana (1898-1936), Hispania Sacra, 110 (2002), pp.
485-498, donde desarrollo los argumentos de las páginas siguientes.

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to de los regulares en España con la llegada de los religiosos pro-


cedentes de Filipinas, Cuba y Francia –tras la aprobación de la le-
gislación anticongregacionista de Waldeck-Rousseau y Combes–,
así como los numerosos intentos fallidos de someter legalmente las
órdenes religiosas al poder civil dieron lugar a cantidad de artícu-
los denunciando el vasallaje de España ante Roma por medio de
su ejército monacal.
En la primera década del siglo adquirió también gran difusión
una serie de argumentos que vinculaban la decadencia nacional
con el papel de la Iglesia en la enseñanza. Aunque el tema había
aparecido ya con anterioridad, fue entonces cuando devino re-
currente. Parecía como si de pronto se cayera en la cuenta de un
interrogante planteado por Castelar en el Sexenio: «Decís que el
pueblo no está instruido; pero ¿no ha tenido, por espacio de quin-
ce siglos la educación la Iglesia?»37. Las órdenes religiosas se con-
virtieron también en este tema en la diana de los ataques. La ense-
ñanza congregacionista había crecido considerablemente durante
las últimas décadas del siglo XIX y se vio reforzada con la llegada
de regulares del exterior. Para los anticlericales, los religiosos debi-
litaban la nación liberal y contribuían a su decadencia, no ya por-
que apoyaran con las armas a los enemigos carlistas, sino por la
educación que impartían, en la que veían un medio para contro-
lar la sociedad.
Además de debilitar la nación –se afirmaba–, facilitaban su so-
metimiento a un poder extranjero, El Vaticano: los religiosos man-
tenían a sus alumnos en la ignorancia, sustituyendo el conoci-
miento científico por un fanatismo religioso que los sometía al
fraile. Los niños se volvían así «cobardes» y «afeminados», decían
los anticlericales, recurriendo a unas imágenes de género muy ex-
tendidas en el período de entresiglos, según las cuales lo «viril» se
identificaba con el ejercicio de la voluntad, la decisión y la capa-
cidad de acción del hombre, cualidades ausentes en lo femenino38.
De esa forma –seguía el razonamiento– las órdenes creaban una
falange que trabajaba para poner la nación al servicio de sus inte-
reses, en beneficio de El Vaticano, un Estado extranjero, y en per-
juicio del pueblo español. Era imposible cualquier reacción viril
37 Alicia MIRA, Actitudes religiosas y modernización social…, pp. 150-151, jun-

to a otras citas del Sexenio que acusaban al clero de favorecer la ignorancia del
pueblo.
38 José ÁLVAREZ JUNCO, El emperador del Paralelo…, p. 250. Desarrollo esos es-

quemas de género en M.ª Pilar SALOMÓN, «Las mujeres en la cultura política repu-
blica: religión y anticlericalismo», Historia Social, 53 (2005), pp. 103-118. Para los
debates coetáneos en torno a la escuela laica, véase Manuel SUÁREZ CORTINA, «An-
ticlericalismo, religión y política en la Restauración», pp. 191-197.

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del pueblo en favor de la independencia, imbuido como estaba del


terror al infierno que aquellas habían inculcado a niños y jóvenes.
Todo ello tenía graves implicaciones políticas según los anticleri-
cales porque estaba en juego la formación de las conciencias de
los futuros ciudadanos del país. Para ellos, el tradicionalismo, mo-
delo educativo de muchas órdenes religiosas, se identificaba como
enemigo de la nación en la medida que resultaba ser la ideología
más beneficiosa para las pretensiones de dominio de un poder ex-
tranjero sobre España. En palabras de Azaña, «toda nuestra his-
toria contemporánea ha sido una lucha incesante contra ese tra-
dicionalismo analfabeto, el más cerrado, el más pétreo de cuantos
movimientos regresivos han surgido en la historia».
Sin señalar directamente a las órdenes religiosas ni caer en los
excesos verbales de muchos periódicos de tendencia anticlerical,
Azaña sintetizó «el problema español» en 1911 como fruto de «la
ineducación e incultura nacionales» debido a una «educación per-
niciosa» fundada «toda entera en el dogmatismo religioso». Era
esto «una herencia del pasado, fruto del estancamiento secular de
España y de su divorcio de la corriente general del pensamiento
europeo», que comenzó en pleno siglo XVI, cuando todos los re-
cursos de España se pusieron al servicio de los intereses de los re-
yes y la religión, lo que llevó al hundimiento de la nación y al ago-
tamiento de la raza. En pocos párrafos ofrecía un resumen de la
historia de España en línea con la lectura que los republicanos ha-
bían construido a lo largo del siglo anterior39.
El tema de España como feudo de Roma se confirmaba a jui-
cio de los anticlericales comparándola con otras naciones, espe-
cialmente con la III República Francesa. Resultaba evidente para
ellos que, mientras en otros países la Iglesia perdía terreno, en Es-
paña se aferraba más al poder aprovechando la situación de pri-
vilegio que detentaba en el país. Los argumentos utilizados en esta
dirección reflejaron tanto la influencia del anticlericalismo francés
en el español como la visión que «el otro» anticlerical difundía de
la clerical España, lo que aquilataba la imagen que los propios an-
ticlericales españoles manejaban de su país40.

39 Manuel AZAÑA, Obras completas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y

Constitucionales, 2007, tomo I, pp. 155-156, conferencia «El problema de España».


Santos Juliá, Historias de las dos Españas, pp. 195 y ss. Sobre la interpretación re-
publicana de la historia, Àngel DUARTE, «Los republicanos del ochocientos y la me-
moria de su tiempo», Ayer, 58 (2005), pp. 207-228.
40 El tema de la independencia de Francia frente a Roma, en René REMOND,

L’anticlericalisme en France. De 1815 à nos jours, Bruselas, Complexe, 1985, pp.


175-200.

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Para acabar con esa situación era necesario según los anticle-
ricales un Estado nacional fuerte, unido e independiente de toda
injerencia extraña al poder civil, sin concesiones ni dejaciones en
manos ajenas de facultades exclusivas de la soberanía que la na-
ción delegaba en el Estado. Desde estos presupuestos anticlerica-
les del nacionalismo español republicano se derivaron algunas con-
secuencias en su actitud ante el regionalismo. Se acusó en
ocasiones a la Iglesia de cuestionar la unidad nacional por el apo-
yo clerical a los nacionalismos emergentes vasco y catalán. En la
primera década del siglo los ataques afectaron principalmente al
catalanismo, en el que adivinaban la influencia del clericalismo dis-
puesto a agravar la decadencia de España. Tras 1931 la atención
se dirigió al llamado separatismo vasco. Los comentarios sobre las
apariciones de la Virgen en Ezquioga a principios de la República,
por ejemplo, insistían en vincularlas con una supuesta conspiración
clerical en el País Vasco. Por entonces, las denuncias periodísticas
sobre el interés clerical por los separatismos no reflejaban tanto
un temor al debilitamiento del Estado en sí, como una prevención
a que la supuesta amenaza clerical sobre la República se concre-
tara en una nueva guerra carlista41.
Argumentos como estos indicaban la pervivencia de antiguos
presupuestos anticlericales en la cultura política republicana de los
años treinta y en la visión de España que compartían los partida-
rios de la República. A pesar del acatamiento del régimen por la
Iglesia, resultaba difícil superar los recelos mutuos alimentados du-
rante décadas entre las culturas políticas que ambos (republica-
nismo y catolicismo militante) representaban. Entre los defenso-
res del nuevo régimen, esa desconfianza se plasmó, por ejemplo,
en la sospecha de que el clero podía constituir un serio riesgo para
la República, idea que se repetía ante cualquier prédica en el púl-
pito que se pudiera interpretar en un sentido político. Carlos Ma-
lato, por ejemplo, afirmó poco después de los sucesos de mayo de
1931: «El mayor peligro, que, desde ahora, parece amenazar a la
segunda república española es una almibarada infiltración del cle-
ro, que finge aliarse con ella para asesinarla con arreglo a sus tradi-
ciones». Las palabras de Lerroux en un mitin en Soria en agosto
de 1931 apuntaban en idéntica dirección: «Lo que no puede con-

41 Cultura y Acción (Zaragoza), 18/6/1931, «Después de dos meses»; 23/12/1931,

«Los verdaderos saboteadores de la República». República (Zaragoza), 30/10/1931,


«Jugando a los milagros». La Tierra (Madrid), 15/8/1934, «El clericalismo y la plu-
tocracia, inspiradores y explotadores del separatismo vasco». El mismo periódico
se muestra favorable a la autonomía catalana el 16/7/1934, «En torno al problema
catalán. La sospechosa violencia de las huestes clericales».

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sentirse es que los ministros de la Iglesia se conviertan en ministros


de la nación contra el régimen y la libertad»42. De una u otra for-
ma, la supuesta conspiración del clero contra la República fue una
idea recurrente que subyacía en los medios anticlericales de los
años treinta. En los debates constitucionales del artículo 26 vol-
vieron a escucharse viejos argumentos sobre el peligro que repre-
sentaban las órdenes religiosas para el régimen. Al considerarlas
enemigas de la nación, punta de lanza de las pretensiones de do-
minio e injerencia de un poder extranjero sobre España, se consi-
deraba necesario prohibirles el ejercicio de la enseñanza. Como ha-
rían también en la primavera de 1933, cuando se discutió la Ley
de Congregaciones y Confesiones Religiosas, los medios anticlerica-
les más radicales recordaron que los religiosos constituían un se-
rio contingente de reclutas dispuestos para la reacción y que la en-
señanza en sus manos era un medio para combatir la República43.
Los casos de miembros del clero secular que impulsaron la crea-
ción de asociaciones locales de corte tradicionalista confirmaban
las conjeturas anticlericales sobre el peligro que representaba el
clero para la nación republicana. Y en el fragor de la batalla polí-
tica, esas sospechas se extendieron tanto a las asociaciones del cre-
ciente movimiento católico como a los partidos declaradamente
católicos que se mostraban reacios o accidentalistas con respecto
al régimen republicano. Desde la perspectiva anticlerical radical,
constituían nuevos tentáculos de la hidra clerical que trataban de
infiltrarse en el régimen para traicionarlo. La CEDA fue definida
como un partido que hacía de la religión un instrumento político
en defensa de intereses clericales y en perjuicio del pueblo. Así pre-
sentaba La Tierra a la derecha de Gil Robles:
Es la España antiespañola sometida a los pies de Roma; es
la España gobernada desde los púlpitos; es la España que nos due-

42 El Noticiero (Zaragoza), 11/8/1931, p. 5, «Mitin republicano en Soria». La

cita anterior procede de La Revista Blanca, 15/5/1931, «La República española y el


clero». De la Iglesia percibida como enemigo de la República y sus implicaciones
en la política del régimen por republicanizar la nación se ocupa Rafael CRUZ, En el
nombre del pueblo. República, rebelión y guerra en la España de 1936, Madrid, Si-
glo XXI, 2006. Véase también Manuel ÁLVAREZ TARDÍO, Anticlericalismo y libertad de
conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936), Ma-
drid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002.
43 Ideas parecidas se podían leer en La Tierra, 7/6/1933, «La Ley de Congrega-

ciones juzgada por un político de la izquierda»; 19/5/1933, «Por qué no votamos la


Ley de Congregaciones religiosas». Julio DE LA CUEVA, «El anticlericalismo en la Se-
gunda República y la Guerra Civil», en Emilio LA PARRA y Manuel SUÁREZ CORTINA,
El anticlericalismo español contemporáneo, pp. 211-301.

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le en el alma y nos avergüenza (…); es la España que no puede


volver, porque ya está muerta (…).
Pero muerta y todo, esa España negra es hoy el gran peligro,
la mayor amenaza de infección. Apoyada en los millones del cle-
ricalismo, movida por sus ocultos resortes, galvanizada por el an-
sia de no soltar una presa que se le escapa de las garras, camina
hacia El Escorial»44.

Tras su entrada en el gobierno en octubre de 1934, la prensa an-


ticlerical habló de clericalización de la República. Además, la CEDA
fue identificada como la encarnación del peligro fascista en Espa-
ña y su líder, Gil Robles, comparado con el canciller austriaco Dollf-
fus, para explicitar la posibilidad de que, una vez en el poder, aca-
bara con la República. En el contexto europeo de quiebra de las
democracias, los sectores anticlericales izquierdistas consideraban
estos casos un ejemplo de la expansión del clericalismo como alia-
do del fascismo. El clerical-fascismo o el «fascismo inquisitorial y
vaticanista de Gil Robles» representaba la última versión del cleri-
calismo dispuesto una vez más a utilizar la religión como tapade-
ra legitimadora de un gobierno que pervertía el verdadero sentido
de la República en defensa de los privilegiados de siempre. Algu-
nas viñetas de prensa incidieron en esa idea ligando la cruz cris-
tiana con la svástica, a las que se sumaban según la temática de los
dibujos símbolos de la monarquía y de la oligarquía, todos ellos
identificados como amenazas para la pervivencia de la República45.
Las imágenes que vinculaban clericalismo y fascismo fueron
utilizadas durante los primeros meses de la guerra y formaron par-
te de la construcción esteriotipada del enemigo en el bando repu-
blicano. Se incluyó al clero entre los traidores a España y la Re-
pública: integraba la tríada oligárquica reaccionaria –junto a
capitalistas y militares– que había provocado la guerra y luchaba
contra el pueblo, contra la nación en armas de la que quedaba ex-
cluido. En aquellas interpretaciones que presentaban el conflicto
como una nueva guerra de la independencia contra un «otro» ex-
tranjero, el fascismo internacional, el clero formaba parte de los
traidores que habían entregado su patria a los invasores, enlazando
con las acusaciones sobre el antipatriotismo del clero de larga tra-

44 La Tierra, 21/4/1934, «La concentración clerical de El Escorial». De la mo-

vilización católica y sus implicaciones políticas escribe Chiaki WATANABE, Confesio-


nalidad católica y militancia política: la Asociación Católica Nacional de Propagan-
distas y la Juventud Católica Española (1923-1936), Madrid, UNED, 2003.
45 Julio DE LA CUEVA, «El anticlericalismo en la Segunda República…», pp. 249-

250. Santos Juliá, Historias de las dos Españas, pp. 258-260. La expresión entreco-
millada procede de La Revista Blanca, 28/2/1936, «Del momento político», de Fe-
derico URALES.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

dición liberal y republicana. El ABC republicano, por ejemplo, ca-


ricaturizó en noviembre de 1936 al invasor fascista como una amal-
gama de boxeador moro, sostenido por Hitler, Mussolini y un clé-
rigo. Imágenes del fraile trabucaire de las guerras carlistas con una
cruz gamada en el zurrón, o de curas de negro disparando desde
lo alto del campanario compusieron parte de la iconografía sobre
el enemigo clerical difundida en la prensa. No fue con mucho el
enemigo más representado en los carteles, pero cuando aparecía
lo hacía junto a plutócratas fascistas, militares y moros, como ene-
migo interior, o como lacayo armado al servicio del fascismo in-
ternacional dispuesto a sembrar de muerte y destrucción el país46.
Una iconografía que sintetizó de forma radical los discursos que a
lo largo de décadas anteriores habían caracterizado al clero de an-
tipatriota, reaccionario, contrarrevolucionario, enemigo de una Es-
paña liberal fuerte, laica e independiente de injerencias extranje-
ras. Una iconografía que ilustraba el componente anticlerical del
nacionalismo español difundido durante la guerra en el bando re-
publicano frente al proyecto nacional-católico del enemigo.
En conclusión, se percibe una gran continuidad de los argu-
mentos que cuestionaban el patriotismo de la Iglesia, sobre todo en
relación con las órdenes religiosas, desde el anticlericalismo liberal
de la primera mitad del XIX a la cultura política republicana de los
años treinta del siglo XX. A pesar de esa continuidad, las décadas
centrales del siglo XIX marcaron, por las razones ya mencionadas,
un importante salto cualitativo de las críticas, que pasaron de ser
planteadas desde un anticlericalismo liberal partidario de reformar
la Iglesia a un anticlericalismo crecientemente vinculado al laicis-
mo, defendido sobre todo desde la cultura política republicana, que
identificó más claramente a la Iglesia como adversaria de la cons-
titución de una España liberal y laica. Esta convicción era compa-
tible con la defensa de los buenos sacerdotes –siempre del bajo cle-
ro– frente a los malos –identificados con el antiliberalismo–, o con
las diferencias que se establecían entre clericalismo y catolicismo
desde los sectores moderados de la cultura política republicana. En-
tre los más radicales, sin embargo, esa convicción podía llevar a
planteamientos excluyentes de la nación como los que se pusieron
tan dramáticamente de manifiesto durante la guerra civil.

46 Xosé M. NÚÑEZ SEIXAS, ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y movilización bé-

lica durante la guerra civil española (1936-1939), Madrid, Marcial Pons, 2006, pp.
29-176; en p. 127 menciona la viñeta de ABC, 7/11/1936. Santos JULIÁ, Historias de
las dos Españas, pp. 260-274. Reproducciones de carteles en los que aparecía el cle-
ro, en Jordi CARULLA y Arnau CARULLA, La Guerra Civil en 2000 carteles, Barcelona,
Postermil, S.L., 1997, pp. 159, 240 y 290 (vol. I); pp. 396 y 519 (vol. II).

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EL PELIGRO VIENE DEL NORTE:


LA LARGA ENEMISTAD
DE LA ESPAÑA CONSERVADORA
A LOS ESTADOS UNIDOS

DANIEL FERNÁNDEZ DE MIGUEL


Universidad Complutense de Madrid

El papel de España en el proceso


de independencia estadounidense (1775-1783)
A pesar de que a lo largo del siglo XIX las relaciones entre Es-
paña y EE.UU. se caracterizarían por la desconfianza mutua, estan-
do presididas por un sinfín de conflictos, lo cierto es que, de for-
ma paradójica, España contribuyó al surgimiento de EE.UU.,
poniéndose del lado de las trece colonias británicas de la costa
atlántica de Norteamérica en su lucha contra el Reino Unido (1775-
1783). Esta ayuda, sin embargo, se concedió, única y exclusiva-
mente, con el propósito de perjudicar a los ingleses. No había en
los círculos de gobierno, en la Corte de Carlos III y en la diplo-
macia española, ninguna simpatía hacia los insurrectos america-
nos. Esta falta de aprecio a los rebeldes se debía principalmente a
tres motivos. En primer lugar, porque su ejemplo podía extender-
se hacia el sur del continente. Por ello, el Gobierno español trató
de dar la mínima publicidad posible a su actuación en defensa de
los insurrectos:
El ejemplo que los yankees estaban dando e iban a dar, era
susceptible de extenderse a los colonos españoles. Por ello, la Cor-
te de Carlos III, si aceptaba la invitación de los Hijos de la Liber-
tad, debía de actuar de forma sigilosa, secreta y, cuando las cir-
cunstancias requiriesen la acción directa, había que obrar como
si se tratase de recobrar las posesiones perdidas en el último tra-
tado de paz, pero nunca como si se estuviera ayudando a los nor-
teamericanos, aunque fuera indirectamente, en su lucha por la li-
bertad, por la independencia1.

En segundo lugar, los norteamericanos generaban suspicacias


porque muy pronto se hizo patente la potencial peligrosidad que

1 Luis Ángel GARCÍA MELERO, La independencia de los Estados Unidos de Nor-

teamérica a través de la prensa española, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores,


1977, p. 261.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

entrañaba la creación de EE.UU. para los intereses españoles, pre-


viéndose que recogieran el testigo de los ingleses en su condición
de enemigo principal de los territorios españoles de ultramar. Nada
más concluirse la guerra, en 1783, el conde de Aranda, entonces
embajador en Francia, presentaba una memoria secreta al rey Car-
los III, en la que le advertía proféticamente del curso que tomarí-
an los acontecimientos:
Esta república federal ha nacido pigmea, por decirlo así, y ha
necesitado el apoyo y las fuerzas de dos estados tan poderosos
como España y Francia para llegar a la independencia. Día ven-
drá en que sea gigante y hasta coloso temible en aquellas co-
marcas. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las
dos potencias, y no pensará más que en engrandecerse. La liber-
tad de conciencia, la facilidad de establecer una nueva población
en inmensos terrenos, así como las ventajas del nuevo gobierno,
atraerán allí agricultores y artesanos de todas las naciones, por-
que los hombres corren siempre tras la fortuna, y dentro de al-
gunos años veremos con verdadero dolor la existencia tiránica de
este coloso de que hablo2.

Por último, los rebeldes norteamericanos generaban descon-


fianza debido a motivos doctrinales. La Declaración de Indepen-
dencia aprobada en Filadelfia el 4 de julio de 1776, aparte de afir-
mar el surgimiento de un nuevo Estado, fundamentaba ese Estado
con base en una filosofía política inspirada en las ideas liberales
que John Locke había difundido un siglo antes por Europa, lo que
alarmó a los gobernantes españoles. La Declaración de Indepen-
dencia culpaba a la monarquía británica de oprimir al pueblo, por-
que atentaba contra el Derecho Natural y el contrato social que de
forma implícita había en todas las naciones, lo que creó preocu-
pación entre los monárquicos y conservadores europeos. Una
Declaración que arremetía contra la Monarquía y que defendía la
soberanía popular, constituía en esos momentos un hecho revolu-
cionario. No es casualidad que los dos periódicos políticos por ex-
celencia del siglo XVIII en España, La Gaceta de Madrid y el Mer-
curio Histórico y Político, apenas informaran de la efemérides,
pasando de puntillas ante tan polémica declaración.
En definitiva, lo que caracteriza estos primeros momentos la
relación hispano-estadounidense es una cierta ambivalencia. Se co-
labora con los norteamericanos, pues lo que se persigue desde Es-

2 Citado en Antonio FERRER DEL RÍO, «El conde de Aranda. Su dictamen sobre

la América española» (pp. 565-581), Revista española de ambos mundos, tomo III,
Madrid, 1865, p. 567.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

paña es perjudicar a los ingleses, pero los rebeldes generan al mis-


mo tiempo muchas suspicacias.

La creciente desconfianza de los españoles


hacia EE.UU. (1783-1830)
Los augurios pesimistas del Conde de Aranda no dejarían de
concretarse poco tiempo después. EE.UU. se convirtió casi de in-
mediato en el heredero natural de los británicos como principal
enemigo de España en el continente americano. La presión de los
estadounidenses para lograr la libre navegación en el río Missis-
sippi constituyó el primer conflicto de importancia entre ambos
países:
España y Estados Unidos emergían de la guerra navegando
en un claro rumbo de colisión a causa de la cuestión del Missis-
sippi. El choque sólo era cuestión de tiempo. Por eso los ameri-
canos nunca iban a reconocer el valor de la ayuda prestada por
un país que se estaba convirtiendo a la vez en su más inmediato
rival. Como señalaba el influyente Secretario del Tesoro, Alexan-
der Hamilton, al Presidente Washington, «no hay que olvidar que
durante nuestra revolución, recibimos de Francia una ayuda esen-
cial y de España una valiosa buena disposición y alguna ayuda
directa… Debe considerarse que España tiene menos derechos a
(esperar) una especial buena voluntad de nuestra parte… La gra-
titud es una palabra que impone respeto… (pero) es un deber y
un sentimiento que entre Naciones no puede tener una base só-
lida»3.

Por el llamado en España Tratado de San Lorenzo de El Esco-


rial, firmado el 27 de octubre de 1795 por Godoy y Pinckney, Es-
paña concedía a los norteamericanos, entre otras cosas, la desea-
da libertad de tráfico por el Mississippi, sin cobrar ningún derecho,
no sólo a los ribereños sino a todos los barcos de EE.UU. En de-
finitiva, fue un tratado muy beneficioso para el Coloso del Norte y
constituyó el inicio de una serie de desenlaces muy favorables a
los intereses estadounidenses en los siguientes conflictos que pro-
tagonizarían ambas naciones.
La compra de Luisiana4 a Francia por parte de los norteame-
ricanos en 1803 vino muy pronto a cumplir los pronósticos del con-

3 José Manuel ALLENDESALAZAR, Apuntes sobre la relación diplomática hispano-

norteamericana, 1763-1895, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1996, p. 56.


4 Cuyo extenso territorio comprendía los actuales Estados de Arkansas, Mis-

souri, Iowa, la zona de Minnesota al este del río Mississippi, Dakota del Norte, Da-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

de de Aranda. La adquisición de este inmenso territorio por parte


del Gobierno de Thomas Jefferson creó malestar en los gobernan-
tes españoles, que protestaron airadamente. El territorio en cues-
tión había sido cedido por España a Francia en 1800, de acuerdo
con el segundo Tratado de San Ildefonso, y había una cláusula, in-
cumplida por los franceses, por la que el país galo se comprome-
tía a no traspasar el territorio a un tercer país, puesto que los es-
pañoles no deseaban en modo alguno que pasara a soberanía
estadounidense.
En la década de 1810, grupos armados estadounidenses reali-
zaron una serie de conquistas de territorios pertenecientes a Es-
paña que, una vez consumadas, fueron reconocidas por el Gobier-
no norteamericano. Así, en esta época tuvo lugar la ocupación de
la isla Amalia, en la desembocadura del río Santa María, que mar-
ca la frontera entre Georgia y Florida; la ocupación de la región
de Mobile por el aventurero James Wilkinson; la ocupación de la
zona española de Pensacola por el general Andrew Jackson y, por
último, la agresión contra San Antonio de Texas.
Todas estas acciones fueron realizadas por patriotas norte-
americanos «espontáneos», al margen del Gobierno estadouniden-
se, pero finalmente éste acababa reconociendo el hecho consuma-
do y, en definitiva, se aprovechaba de ello para aumentar sus
territorios. España, que en esos momentos vivía una situación de
debilidad debido a la guerra que se libraba en la península Ibéri-
ca frente a la invasión francesa, no contaba con medios suficien-
tes para defenderse frente a esos ataques.
Estas prácticas de los norteamericanos enfadaron mucho a los
círculos diplomáticos y políticos españoles, para quienes consti-
tuían una muestra de la rapacidad de los estadounidenses, que ya
empezaban a ser tildados de prepotentes y poco honorables. Es-
paña llegó incluso a denunciar estos hechos en el Congreso de Vie-
na en 1815 pero, al ser asuntos que se desarrollaban fuera del es-
cenario europeo, no se hizo ningún caso a sus demandas.
Otro desencuentro importante entre España y EE.UU. llegaría
motivado por el apoyo norteamericano al proceso de emancipa-
ción de las colonias españolas en Hispanoamérica (1808-1826). Al
principio, EE.UU. mantuvo una posición un tanto tibia ante el pro-
ceso emancipador pero en poco tiempo, sobre todo por motivos
económicos, para lograr ventajas comerciales de los nuevos países,
acabó decantándose por los rebeldes, a los que proporcionó armas

kota del Sur, Nebraska, Oklahoma, la mayor parte de Kansas, zonas de Montana,
Wyoming, el territorio de Colorado al este de las montañas Rocosas y el del Lui-
siana al este del río Mississippi, con la ciudad de Nueva Orleans.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

y municiones. Además, la Declaración de Independencia estado-


unidense sirvió de referencia a los insurrectos, con lo que se hacía
realidad el temor que EE.UU. generaba en el conservadurismo es-
pañol en cuanto modelo de sociedad exportable a otras latitudes.
No hay que olvidar que es precisamente este temor lo que está de-
trás de la continuidad histórica del antiamericanismo según Barry
y Judith Colp Rubin: «If there is any central factor explaining the
power, durability, and multiple variations of anti-Americanism, it
is one that has existed going back to the birth of the United Sta-
tes and even earlier: America has always been perceived as a uni-
que society that provides a potential role model for others and is
a likely candidate to be the globe’s dominant force in political, eco-
nomic, social, and cultural terms»5.
El empeoramiento en las relaciones entre España y EE.UU. que
tuvo lugar en el contexto de la emancipación hispanoamericana,
se vio acrecentado tras la ocupación de Florida en 1819 por las
milicias comandadas por Andrew Jackson, futuro presidente de
EE.UU., por lo que España tuvo que aceptar un tratado de venta6
mediante el cual Florida pasó a ser territorio estadounidense.
Tras la firma de ese tratado, Washington empezó a reconocer
a las nuevas repúblicas hispanoamericanas, lo que fue considera-
do un acto de traición en España, pues todavía estaba reciente el
apoyo que los españoles habían prestado al proceso de indepen-
dencia norteamericano.
A partir de ese momento, a pesar del distanciamiento existen-
te entre las colonias recién emancipadas y los gobernantes espa-
ñoles, éstos tomaron conciencia de que el verdadero peligro para
España lo constituía que sus antiguas posesiones quedaran bajo la
órbita estadounidense. En consecuencia, comenzaron a fomentar
un discurso antiamericano con el fin de lograr la complicidad de
sus antiguas colonias frente al común enemigo anglosajón. Así, en
1822, el Gobierno enviaba instrucciones a los comisionados nom-
brados por el rey en Nueva España y Guatemala con la orden de
que estimularan la hostilidad a EE.UU. en esos territorios: «Con-
viene que los comisionados procuren fomentar los recelos que el
Gobierno establecido en Nueva España (y el de Guatemala) puede
tener contra los Anglo-Americanos, tanto por ser notorio que siem-
pre han tenido miras sobre Méjico, como por que son los únicos

5 Barry RUBIN y Judith COLP RUBIN, Hating America. A History, New York, Ox-

ford University Press, 2004, pp. 220-221.


6 El denominado Tratado Transcontinental (Tratado Adams-Onís), firmado en

Washington el 22 de febrero de 1819.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

enemigos inmediatos y poderosos que pudieran tener, verificada la


separación de la Metrópoli»7.
Poco después tuvo lugar la declaración de la Doctrina Monroe,
expuesta por el presidente norteamericano James Monroe en su
comparecencia anual ante el Congreso de EE.UU. el 2 de diciem-
bre de 1823, que fue muy mal recibida en España. Monroe señaló
que las potencias europeas no podían colonizar por más tiempo
América y las exigió que dejaran de inmiscuirse en los asuntos de
las recién emancipadas repúblicas latinoamericanas. A lo que fue
interpretado como un intento por parte estadounidense de tutelar
el desarrollo de todo el continente americano, impidiendo la in-
tervención europea, hay que añadir el rechazo presente en la de-
claración de Monroe contra cualquier intento de imponer la mo-
narquía como sistema político en alguna de las nuevas naciones
latinoamericanas, lo que generó aún más resquemor entre los con-
servadores europeos. La Doctrina Monroe tenía a España como
una de sus principales destinatarias y sentó las bases de lo que
años más tarde se denominaría Panamericanismo, la doctrina ri-
val de la Hispanidad. El monroísmo se convirtió, sobre todo des-
de el punto de vista conservador español, en el paradigma de los
deseos imperialistas de los estadounidenses. Con el tiempo la Doc-
trina Monroe se convirtió en uno de los grandes mitos generado-
res del antiamericanismo del nacionalismo conservador español,
cuya vertiente pro hispánica iba de la mano a una actitud de hos-
tilidad sistemática a EE.UU.

La aparición del pan-hispanismo en los años cuarenta


del siglo XIX
De todos modos, no sería hasta los años cuarenta del siglo XIX
cuando comenzó a desarrollarse en España un movimiento pan-
hispanista más estructurado, impulsado sobre todo por círculos
conservadores. Estos primeros pan-hispanistas, preocupados por
la presión que los norteamericanos estaban ejerciendo sobre Mé-
xico y Cuba, estimularon el odio hacia EE.UU. en España y Amé-
rica Latina.
Los problemas entre México y EE.UU. a mediados de la déca-
da contribuyeron de forma decisiva a la emergencia del pan-his-

7 «Prevenciones reservadas a los comisionados nombrados por el rey para las

provincias disidentes de Ultramar», en Jaime DELGADO, España y México en el si-


glo XIX: Apéndice documental, vol. III, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones
Científicas, 1950, p. 61.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

panismo. En España se vivió con preocupación la anexión de la


República de Texas llevada a cabo el 29 de diciembre de 1845 por
EE.UU., así como la guerra Mexicano-estadounidense posterior
(1846-1848), cuyo desenlace final supuso la cesión de California y
Nuevo México al Coloso del Norte.
Poco antes de que se llevara a cabo la anexión de Texas, el pe-
riódico conservador español El Conciliador, advertía de los espu-
rios propósitos que se escondían tras el ilimitado afán expansio-
nista norteamericano: «La agregación de Tejas a los Estados Unidos
será un golpe fatal para Méjico, y perjudicará a todos los intereses
europeos en el Nuevo Mundo. Es evidente que el gobierno anglo-
americano no ciñe sus planes a la incorporación de un estado tan
poco productivo como Tejas; pero Tejas está muy cerca de las mi-
nas de Méjico y este es un punto de gran interés»8.
El Heraldo, órgano moderado, realizaba la misma denuncia y
confiaba en que las grandes potencias europeas pusieran freno a
la codicia estadounidense:
La declaración de guerra entre ambas naciones, avanzaría el
día de la conquista de Méjico por los Estados Unidos, y el de la
dominación del Nuevo Mundo por ese pueblo, cuya ambición es
tan grande como las inmensas regiones descubiertas por el genio
de Colón.
Jamás la Europa consentirá mientras pueda, que la América
forme sola un gran imperio: ya las grandes potencias se preocu-
pan mucho de esa república que al medio siglo de existencia se
extiende sobre países cuya extensión es mayor que la mitad de
Europa, y cuya población y recursos se desarrollan de una ma-
nera prodigiosa9.

El Heraldo encontraba en el sistema político instituido en


EE.UU., en la democracia, la causa del afán expansionista de los
norteamericanos. En la línea del conservadurismo europeo deci-
monónico, el sistema republicano y democrático de EE.UU. gene-
raba considerable antipatía: «Está en la esencia de la democracia
esa pasión de conquista que ha distinguido siempre a las grandes
repúblicas. Por esto no dejaremos de insistir en la necesidad de re-
forzar el elemento español de América, dando fuerza y estabilidad
a los Estados de raza española, único contrapeso que puede opo-
nerse a los progresos de la raza inglesa»10. La utilización de una
retórica racial11, que contraponía la raza latina o hispánica frente

08 El Conciliador, Madrid, 16 de agosto de 1845.


09 El Heraldo, Madrid, 1 de octubre de 1845.
10 Ibíd., 9 de diciembre de 1845.
11 Es en estos años cuando comienzan a difundirse en Europa teorías e inter-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

a la anglosajona, se convirtió en una de las claves del pan-hispa-


nismo:
The Yankee menace was clearly of paramount importance in
the development of Pan-Hispanism. Preoccupation with this fo-
reign danger so thoroughly penetrated Spanish consciousness du-
ring the middle decades of the century that Spanish publicists
evolved a theory of «racial conflict» to explain the nature of the
rivalry between the Anglo-Saxon and the Hispanic peoples in the
New World. The concept of a struggle for racial survival in Ame-
rica not only became the rational foundation the early Pan-His-
panic program, but also proved to be an effective propaganda we-
apon for use against the North American intruders12.

El movimiento pan-hispanista estuvo prácticamente monopoli-


zado por los conservadores españoles. Los liberales, por el contra-
rio, se sentían incómodos reivindicando los lazos de Hispanoamé-
rica con una España de pasado imperial y asociada todavía a los
valores de la leyenda negra, cuando además muchos de ellos ad-
miraban la democracia norteamericana: «In general, Spanish libe-
rals seemed unlikely agents of hispanismo because of their fond-
ness for picturing Spain as a backward, fanatical land opposed to
freedom and progress»13.
Los acontecimientos que tuvieron lugar en México, junto a la
presión cada vez mayor que EE.UU. ejercía sobre Cuba, acrecen-
taron de forma considerable el antiamericanismo en los sectores
conservadores españoles, para los cuales EE.UU. se erigía como el
gran enemigo de España y de Hispanoamérica. Todavía en los años
treinta había cierta desconfianza hacia Francia y Gran Bretaña res-
pecto a sus apetencias de dominio sobre Cuba pero a partir de los
años cuarenta, EE.UU. se percibía como la única amenaza real
para los intereses españoles en el continente americano.

La cuestión cubana
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el eje principal de las
relaciones hispano-estadounidenses giró en torno a Cuba. La pre-

pretaciones basadas en el concepto de raza. Por ejemplo, el influyente Ensayo so-


bre la desigualdad de las razas humanas (1853-1855) del conde de Gobineau.
12 Mark J. VAN AKEN, Pan-Hispanism: Its origin and Development to 1866, Ber-

keley, University of California Press, 1959, p. 71.


13 Fredrick B. PIKE, Hispanismo, 1898-1936: Spanish Conservatives and Libe-

rals and Their Relations with Spanish America, London, University of Notre Dame
Press, 1971, p. 31.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

sión norteamericana sobre España para adquirir «la gran Antilla»


fue in crescendo hasta desembocar en la guerra que enfrentó a am-
bos países entre abril y agosto de 1898.
El primer conflicto de relevancia en relación a Cuba tuvo lugar
con motivo de las expediciones filibusteras llevadas a cabo en 1850
y 1851 por Narciso López, militar de origen venezolano afincado
en EE.UU. La primera expedición, realizada el 19 de mayo de 1850,
tenía como objetivo la anexión de Cuba a EE.UU., mientras que la
intentona de agosto de 1851 pretendía crear una república cuba-
na independiente. Estas expediciones, que no contaban con el apo-
yo oficial del Gobierno norteamericano, recibieron sin embargo el
respaldo de destacados sudistas, como el gobernador del estado de
Mississippi, lo que estuvo a punto de provocar entonces un con-
flicto armado entre España y EE.UU., como alertaba una circular
enviada por el marqués de Miraflores, ministro de Estado, a los re-
presentantes diplomáticos españoles en el extranjero: «La impo-
tencia o tolerancia del Gobierno federal, unida a la perseverancia
de la desenfrenada e insolente democracia del Sur de la Unión en
sus desesperados esfuerzos contra la Isla de Cuba, puede de un
momento para otro traer complicaciones de tal naturaleza que ha-
gan inevitable la guerra»14. Estas expediciones motivaron una enér-
gica protesta del embajador en Washington, Calderón de la Barca,
pues se consideraba que la Casa Blanca no estaba haciendo lo su-
ficiente para frenarlas.
Las dos intentonas encabezadas por Narciso López desenca-
denaron también una fuerte reacción de la prensa española, que
emprendió una nueva campaña antiamericana:
Spanish newspapers filled their columns with heated edito-
rials denouncing the United States for bad faith in countenancing
the «hostile and piratical expeditions» (…). Inflamed articles from
La Crónica, a Spanish newspaper in New York, were being re-
printed in the Spanish press and were arousing much sentiment
against the United States. For many months the journalists con-
tinued their campaign of denunciation.
The López expedition of 1851 stirred the Spanish press to the
point of exasperation15.

14 Real orden circular a los Representantes de S. M. en el extranjero, 16 de sep-

tiembre de 1851. Citado en Jerónimo BÉCKER, Historia de las relaciones exteriores


de España durante el siglo XIX, tomo II (1839-1868), Madrid, Establecimiento tipo-
gráfico de Jaime Ratés, 1924, p. 230.
15 Mark J. VAN AKEN, Pan-Hispanism: Its origin and Development to 1866, Ber-

keley, University of California Press, 1959, p. 65.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Finalmente Narciso López cayó prisionero en Pinos de Rancel


y fue ejecutado en La Habana el 1 de septiembre de 1851. Pero el
daño en la opinión española era ya irreparable y en la circular en-
viada por el marqués de Miraflores, después de que fracasara la
segunda expedición de Narciso López, se hacía un llamamiento a
solicitar el apoyo de las potencias europeas frente a EE.UU. por-
que se trataba
de tolerar o no que un pueblo audaz y turbulento desprecie la fe
de los Tratados y esté hollando las leyes generales que desde si-
glos vienen rigiendo al mundo civilizado y aun a las naciones bár-
baras. Cree firmemente el Gobierno español que la potente voz
de las Potencias europeas, resonando a un tiempo en las orillas
del Delaware y del Mississippi para la defensa del derecho y de
la justicia universal, bastaría para contener a una democracia que
si un día se la consintiera enseñorearse de toda la América bajo
la bandera de la licencia política y de la piratería, quizá sería este
día la víspera de sus invasiones a Europa16.

A lo largo de los años cincuenta, debido sobre todo a que el


Partido Demócrata, preponderante en el Sur, consideraba la ane-
xión de Cuba como un objetivo vital, los conflictos entre España y
EE.UU. a causa de la isla siguieron creando mucha animadversión
mutua. Así, a mediados de los años cincuenta los dos países estu-
vieron a punto de entrar en guerra: «From 1852 to 1855 the strain
in relations between Spain and the United States became so grave
that war between the two nations at times seemed likely. The sour-
ce of the trouble lay in the ardent desire of the administration in
Washington to acquire Cuba by fair means or foul, and in the firm
refusal of Spanish officials to cede the island under any circums-
tances»17.
La firma del Manifiesto de Ostende, en octubre de 1854, por
parte de los ministros plenipotenciarios estadounidenses en Espa-
ña (Pierre Soulé), Francia (John Young Mason) y Gran Bretaña (Ja-
mes Buchanan), provocó la indignación de los españoles y signifi-
có el comienzo de una nueva campaña contra EE.UU. en la prensa.
Este manifiesto proclamaba el derecho de EE.UU., en razón de su
seguridad nacional, a anexionarse la isla de Cuba por la fuerza si
los intentos diplomáticos por adquirirla fracasaban. En caso de que

16 Real orden circular a los Representantes de S. M. en el extranjero, 16 de sep-

tiembre de 1851. Citado en Jerónimo BÉCKER, Historia de las relaciones exteriores


de España durante el siglo XIX, tomo II (1839-1868), Madrid, Establecimiento tipo-
gráfico de Jaime Ratés, 1924, p. 251.
17 Mark J. VAN AKEN, Pan-Hispanism: Its origin and Development to 1866, Ber-

keley, University of California Press, 1959, p. 66.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

España rechazara una oferta de compra por parte de EE.UU., como


así sucedió, los norteamericanos amenazaban con emplear la fuer-
za. De este modo, tanto la prensa liberal como la conservadora, se
unieron en un frente común ante las amenazas estadounidenses:
El Heraldo, Novedades, El Diario Español, La España, La Unión Li-
beral, El Esparterista, El Tribuno y El Siglo XIX, «printed scathing
denunciations of the Yankee attempt»18. Tal y como informaba el
Secretario de la legación estadounidense: «The press of all colors
is thundering against him [Pierre Soulé, el embajador americano
en Madrid] without intermission, and the popular indignation is
terrible»19.
Tal y como señalaría años más tarde el periodista Gil Gelpi y
Ferro, la presión ejercida por EE.UU. para adquirir Cuba a prin-
cipios de los años cincuenta provocó un incremento en la atención
concedida hacia el país norteamericano por parte de los españoles:
En España eran muy contados los hombres que se habían
ocupado de aquel vasto y lejano país, con la atención debida, an-
tes de los acontecimientos de Cuba de 1850 y 1851. Desde aque-
lla memorable fecha, en que un puñado de extranjeros y malos
españoles nacidos en Cuba, protegidos por los ricos dueños de es-
clavos de los estados del Sur de la república anglo-americana, qui-
sieron apoderarse piráticamente de la más grande y más rica de
nuestras Antillas, en Madrid y en las provincias peninsulares y ul-
tramarinas se ha escrito bastante sobre los Estados Unidos y so-
bre sus aspiraciones20.

Como prueba de este renovado interés por lo que ocurría en el


Nuevo Mundo y, por extensión, en EE.UU., en marzo de 1857 apa-
recía el periódico La América, crónica hispano-americana, que se
convirtió de inmediato en el órgano pan-hispánico más influyente
del siglo XIX, hasta su desaparición en 1886. Su director, Eduardo
Asquerino, en un artículo publicado en su segundo número, resu-
mía el escenario de enfrentamiento que caracterizaba la situación
del continente americano: «Dos razas rivales se disputan el domi-
nio del Nuevo Mundo; la raza latina y la raza anglo-sajona: ésta
más activa, más vigorosa, y desde fines del pasado siglo más civi-
lizadora y poderosa que aquella»21.

18 Ibíd., p. 67.
19 Ibíd., p. 67.
20 Gil GELPI Y FERRO, Situación de España y de sus posesiones de ultramar, su

verdadero peligro y el único medio de conjugarlo, Madrid, Imprenta de Santiago


Aguado, 1871, p. 16.
21 Eduardo ASQUERINO, «Nuestro pensamiento», La América, crónica hispano-

americana, Madrid, n.º 2, 24 de marzo de 1857.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Asquerino convertía a España, a través de Cuba, en la salvaguar-


da de la raza latina en América y anunciaba la voluntad española
de mantener el dominio de la isla caribeña, resistiendo de ese modo
los intentos expansionistas de EE.UU.:
Pero poco o nada adelantarán ni sus simulados manejos, ni
sus huestes armadas, mientras la bandera se levante en el casti-
llo del Morro: por eso en apoderarse de él estriba su principal em-
peño; pero este centinela avanzado, como el último veterano es-
pañol en aquellos dilatados países, está allí alerta dando el ¡quién
vive! y estorbando el paso de los ambiciosos piratas del Norte. ¡Ay
de las Repúblicas Hispano-Americanas el día en que Cuba fuera
presa de los ciudadanos de la Unión! ¡Ay de vuestra nacionalidad,
ay de vuestro nombre, vástagos de la raza latina, que bien pron-
to seríais anexados o conquistados para ser luego totalmente ab-
sorbidos: recordad los asesinatos de California; ved lo que acon-
tece en Centro-América!… Paso, paso entonces al gigante; arriad
vuestros pabellones para que sirvan de alfombras a su planta; y
si osáis alzarlos, serán arrollados cual hojas secas arrebatadas por
el cierzo22.

El pan-hispanismo arraigó en los círculos conservadores espa-


ñoles, y el antiamericanismo acabó por convertirse en un elemen-
to más de su cultura política. La imagen de EE.UU. en estos sec-
tores quedó asociada a valores negativos: «With the passing of years
the denunciations of the North Americans by Pan-Hispanists be-
gan to sound like a litany. The Yankees were accused of invasions,
aggressions, intrigues, insatiable ambition, and perfidy. They were
called robbers, bandits, assassins, pirates, barbarians, monopolists,
exploiters, and «impudent corruptors of public morality»23.
Durante la segunda mitad del siglo, una buena parte de los con-
servadores españoles se dedicó con ahínco a la tarea de denunciar
los presuntos defectos del sistema político y del estilo de vida de
los norteamericanos.

El rechazo conservador a la democracia norteamericana


Uno de los más prominentes publicistas conservadores de la
época, José Ferrer de Couto, caballero del Hábito de Santiago y de
la real y distinguida orden española de Carlos III, publicó en 1859
varios artículos en La Época, que luego recopiló en forma de

22Ibíd.
23Mark J. VAN AKEN, Pan-Hispanism: Its origin and Development to 1866, Ber-
keley, University of California Press, 1959, p. 71.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

opúsculo, alertando del peligro que entrañaba EE.UU. para Espa-


ña así como de los vicios que corrompían a la sociedad estadouni-
dense. El afán expansionista norteamericano por el resto del con-
tinente y la exportación de su modelo político republicano y
liberal-democrático constituían la mayor fuente de odio hacia el
Coloso del Norte. De nuevo queda patente aquí la relación del anti-
americanismo con la preocupación que crea la sociedad estado-
unidense en cuanto modelo de referencia para otros países:
Ese pueblo activo, invasor y exclusivista, que avanza con sus
pretensiones por todo el Nuevo Mundo hacia el dominio univer-
sal, comenzó por regalar a aquellos otros [hispanoamericanos],
de origen y costumbres tan diversas de las suyas, una constitu-
ción exótica, como si tratara de organizarlos a su imagen; y lue-
go, valiéndose del desconcierto causado por la novedad entre los
súbditos de una monarquía aristocrática y secular, convertidos en
republicanos radicales, desenmascaró sus miras y se hizo dueño
de lo que ya estaba en completa disolución, sin renunciar a lo que
con su cizaña seguía pervirtiendo24.

En la misma línea de la famosa memoria presentada por el con-


de de Aranda a Carlos III en 1783, Ferrer de Couto se lamentaba
del error que cometieron los españoles al ayudar a la independen-
cia de EE.UU., un sentimiento muy generalizado en los conserva-
dores españoles de la segunda mitad del siglo XIX:
Desde que, por un sentimiento de justificado rencor hacia In-
glaterra, ayudamos, inconsideradamente y en pública alianza, a
los Estados Unidos a emanciparse de su primitiva nacionalidad,
hasta que se constituyeron en país independiente, su escasa gra-
titud no ha cesado de crear obstáculos a nuestros legítimos de-
rechos allá en el Nuevo Mundo.
Estaba en la índole de aquel gravísimo error político este re-
sultado, como consecuencia irremediable; y puesto que España
no vio más allá de sus naturales afectos, consignados en el Pacto
de familia, no hay para qué nos quejemos de que los sucesos ha-
yan corrido después con arreglo a los principios más severos de
la lógica25.

Aparte de los problemas bilaterales entre España y EE.UU., ha-


bía en el conservadurismo español del siglo XIX motivos doctrina-
rios e ideológicos que influyeron mucho en la constitución de una
opinión negativa hacia los norteamericanos. Una de las razones

24 José FERRER DE COUTO, América y España consideradas en sus intereses de

raza, ante la República de los Estados Unidos del Norte, Cádiz, Imprenta de la Re-
vista Médica, 1859, p. 53.
25 Ibíd., pp. 20-21.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

por las que EE.UU. era más despreciado por estos sectores proce-
día de la amenaza del experimento democrático que representaba
ese país. Como años más tarde expondría el escritor Ramón Pérez
de Ayala, el modelo político norteamericano irrumpió en el mun-
do desafiando a las instituciones tradicionales de la vieja Europa
y su éxito y estabilidad fueron acentuando su capacidad de expor-
tación a otras naciones:
Las instituciones de los Estados Unidos, tanto en opinión de
sus naturales como de los extranjeros, son consideradas como de
mayor interés general que las de otras naciones, no menos fa-
mosas, del viejo mundo. Son instituciones de un tipo nuevo (…).
Representan un experimento democrático, de gobierno de mu-
chedumbres realizado en proporciones amplísimas, y que a todo
el que esté interesado en política le incumbe conocer. Y son to-
davía más que un experimento, por cuanto con mucho funda-
mento se supone que las instituciones norteamericanas son el ar-
quetipo hacia el cual, por una ley ineludible del destino, se ve
obligado a orientarse el resto del mundo civilizado, más pronto
o más tarde26.

El papel de EE.UU. como ejemplo para otros países, esto es, la


posibilidad de que una sociedad democrática, republicana y don-
de había libertad religiosa sirviera de modelo para otros países,
aterraba a los grupos españoles más conservadores, como queda
patente en las siguientes líneas del diario tradicionalista El Pensa-
miento Español con el trasfondo de la guerra de Secesión ameri-
cana:
En la República modelo de los Estados que fueron Unidos,
sigue la humanidad aprendiendo todo lo que vale una sociedad
constituida sin Dios y humanitariamente. Con toda mansedum-
bre se siguen degollando unos a otros, confiscándose sus bienes,
destruyéndose mutuamente sus poblaciones y aborreciéndose con
toda cordialidad (…). La historia de la República modelo puede
compendiarse en pocas palabras. Nació de la rebelión, se consti-
tuyó por el ateísmo, se pobló con el residuo infecto de todas las
naciones del mundo, creció por la rapiña, vivió sin ley de Dios ni
derecho de gentes, se deshizo a los cien años por la codicia, lu-
chó con barbarie, y murió anegada en sangre y lodo. Tal es la fiel
historia del único Estado que en la tierra ha llegado a constituir-
se conforme a las teorías de la flamante democracia. El ensayo
no es muy a propósito para que cunda la gana de repetirse en Eu-
ropa27.

26 Ramón PÉREZ DE AYALA, «Terreno de ensayo», El Imparcial, Madrid, 31 de

julio de 1913.
27 El Pensamiento Español, Madrid, 6 de septiembre de 1862.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

En el contexto del período conocido como el Sexenio Democrá-


tico (1868-1874), la imagen de EE.UU. formó parte por primera
vez de las disputas políticas internas de España. Los republicanos
españoles, en clara fase ascendente desde el triunfo de la revolu-
ción de septiembre de 1868, utilizaron la imagen de EE.UU. como
modelo de referencia político. La pujanza y el éxito de EE.UU., el
país por antonomasia de la democracia y la república28, desperta-
ban su admiración. Según señalaba el periodista conservador Gil
Gelpi y Ferro en un panfleto de 1871: «Según los directores del
partido republicano aseguran, sólo hay en el mundo dos pueblos
verdaderamente grandes, libres, ilustrados, morales y felices, y es-
tos dos pueblos son la Suiza y los Estados Unidos: estos dos pue-
blos, según los mismos directores, deben su grandeza, su libertad,
su moralidad y su felicidad a las instituciones republicano-federa-
les que los rigen»29. Gil Gelpi ahondaba en la seducción que ejer-
cía para muchos la imagen de la sociedad norteamericana:
El pueblo español, que en este siglo ha tenido la desgracia de
contar muchos malos gobernantes, no podía dejar de conmover-
se al escuchar las apasionadas relaciones de los defensores de la
república federal y al comparar la creciente prosperidad y la cons-
tante fortuna de los anglo-americanos con nuestra miseria y de-
cadencia, pintadas por los escritores y oradores que desde 1868
están trabajando con más concierto, con más energía, con más fe
y con más habilidad de cuantos se disputan hoy en España las
riendas del Gobierno30.

Para contrarrestar la utilización de EE.UU. por parte de los re-


publicanos españoles para resaltar la democracia, la república y el
federalismo, Gil Gelpi cifraba en el esclavismo la verdadera clave
del rápido desarrollo norteamericano:
Es absurdo atribuir a las instituciones republicano-federales
de los Estados Unidos una prosperidad cuyo principal motor fue
hasta 1815 la esclavitud aplicada en mayor escala y explotada con
menos corazón que en la Isla de Cuba, donde rigiendo las insti-
tuciones monárquicas y sin disfrutar nadie de los derechos indi-
viduales que nos prometen pero que no nos explican bien los de-
mócratas federales se han obtenido más ventajosos resultados31.

28 Junto a Suiza, país que en el siglo XIX era también un referente para los re-

publicanos de toda Europa.


29 Gil GELPI Y FERRO, Situación de España y de sus posesiones de ultramar, su

verdadero peligro y el único medio de conjugarlo, Madrid, Imprenta de Santiago Agua-


do, 1871, p. 9.
30 Ibíd., p. 44.
31 Ibíd., pp. 39-40.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Los conservadores españoles siguieron en su empeño de de-


nostar el sistema político norteamericano. Por ejemplo, en un es-
tudio leído en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas a
comienzos de 1879, el marqués de la Vega de Armijo señalaba la
inestabilidad de EE.UU. debido a la fragilidad de su sistema polí-
tico democrático y pronosticaba el hundimiento del país a causa
de la oleada de huelgas que por aquel entonces estaban teniendo
lugar. En su opinión, la endeblez del sistema político norteameri-
cano, la lenidad de sus instituciones, haría incapaz al Gobierno de
reprimir futuras huelgas y los norteamericanos «pasarán como
consecuencia de ello por guerras civiles»32. El marqués de la Vega
de Armijo se decantaba claramente por el sistema británico por-
que la herencia de la monarquía daba estabilidad frente al «prin-
cipio de la soberanía ilimitada del pueblo»33. En su opinión: «Uno
de los grandes defectos de que todos los cargos públicos sean pro-
ducto de la elección, es que los partidos procuran atraerse las di-
ferentes tendencias, por descabelladas que sean, para conseguir el
triunfo que da el número»34.
En la visión del marqués de la Vega de Armijo, los Trade-unions
y La Internacional «a la sombra de la libertad absoluta de asocia-
ción que existe en los Estados Unidos»35 llevarían al país al caos.
Una vez más la desconfianza hacia la democracia y el liberalismo
estaba presente en la mirada de los conservadores españoles a
EE.UU.
Adolfo Llanos, tras viajar por EE.UU., publicaba en 1886 una
obra sobre el país norteamericano en la que recogía los clásicos
lugares comunes y tópicos que tanto se difundirían a lo largo del
último tercio del siglo XIX por Europa. El infantilismo y el mate-
rialismo aparecían como rasgos inherentes del estadounidense:
Este ser original, ambicioso, que no tiene más norte que la for-
tuna, más afán que la ganancia ni más estímulo que el dinero, se
apasiona del romanticismo, pero del infantil, sin duda porque su
arte no ha pasado de la primera infancia (…). El genio, el talen-
to y la moralidad escasean entre los yankees; sus espectáculos son
bárbaros e insípidos; en las diversiones parecen niños grandes; se
dan por satisfechos con una tontería descabellada36.

32 Marqués DE LA VEGA DE ARMIJO, La huelga en los ferrocarriles de los Estados

Unidos de la América del Norte en 1877, Madrid, Imprenta y librería de Eduardo


Martínez, 1879, p. 82.
33 Ibíd., p. 82.
34 Ibíd., p. 80.
35 Ibíd., p. 16.
36 Adolfo LLANOS, El gigante americano, Madrid, Est. Tipográfico de Ricardo

Fé, 1886, pp. 9-10 y 12.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

Llanos criticaba, desde postulados conservadores, la ausencia


de vínculos firmes en las familias norteamericanas. Las costum-
bres sociales de los estadounidenses, en general más desenfadadas
y menos rígidas que las de los europeos, causaban estupor en és-
tos: «En el hogar, exceptuando a la parte sana de las clases traba-
jadoras, más parecen amigos que parientes: la esposa es un socio
eventual; los hijos se transforman bien pronto en huéspedes im-
portunos; y para muchas familias, el hogar es un hotel público y
el menaje de la casa se acomoda en una maleta. Los lazos de la
sangre y el amor son efímeros: dominan las pasiones de la carne,
y el alma vive ausente»37.
Uno de los rasgos que más sorprendía a los observadores eu-
ropeos de la vida social norteamericana era el grado de libertad de
que gozaban las mujeres. Para un conservador español del siglo XIX
como Adolfo Llanos, este grado de libertad se veía con temor: «La
mujer norteamericana disfruta de libertad omnímoda, y por con-
siguiente, peligrosa»38. De hecho, en los círculos conservadores es-
pañoles sería habitual a finales del siglo XIX y en el primer tercio
del XX, pontificar sobre la masculinización de la mujer norteame-
ricana: «Por supuesto, que la mujer norteamericana, acostumbra-
da a beber cerveza, a caminar mucho y con rápido paso, y a pre-
senciar los espectáculos más crueles, o a tomar parte en ellos, tiene
algo de hombruna»39.
La ausencia de espíritu artístico, inexistente a causa del abso-
luto carácter mercantilista de la sociedad norteamericana, era otro
de los lugares comunes que los conservadores europeos propaga-
ron durante estos años: «El yankee no es ni puede ser artista su-
blime, porque se inclina a lo convencional y a lo útil antes que a
lo bello (…). No existe, no ha existido, y probablemente no existi-
rá, un pueblo más mercantil, más negociante ni más aficionado a
sacar las entrañas a los negocios, que el pueblo norteamericano»40.
En definitiva, Adolfo Llanos emitía un dictamen muy negativo
de la vida norteamericana, en la que abundaban los rasgos nega-
tivos y amenazantes. El materialismo y la vanidad, trasunto de otro
de los rasgos con que más se asociaría a los norteamericanos a par-
tir de esta época, la prepotencia, configuraban la verdadera reali-
dad de EE.UU.: «Si se arranca a los hijos de los Estados Unidos el
hábito de obediencia y el amor al trabajo, sólo quedaría en el in-

37 Ibíd., p. 12.
38 Ibíd., p. 29.
39 Ibíd., p. 39.
40 Ibíd., pp. 73 y 101.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

menso territorio de la Unión un puñado de cualidades buenas en


medio de un océano de vanidad y de egoísmo»41.
A finales del siglo XIX, cuando las relaciones entre España y
EE.UU. se hacían cada vez más problemáticas en torno a Cuba, la
visión de los norteamericanos por parte de los conservadores es-
pañoles se fue recrudeciendo. Testimonio de ello es la visión que
en 1888 ofrecía Miguel Blanco Herrero sobre el origen de EE.UU.,
al que relacionaba con la Reforma protestante:
La reforma religiosa, en Alemania primero, en Inglaterra des-
pués y en algunos puntos del mediodía de Europa más tarde, tra-
jo consigo el personalismo abrupto y con él el seco y árido ego-
ísmo. Así es que cuando por consecuencia de las persecuciones
que aquella produjo, se dejó ver aquel movimiento de emigración
entre los perseguidos y los ilusos, en busca de la paz y de la se-
guridad que en su patria les faltaba, esparciéndose por las regio-
nes de la tierra recientemente descubierta, fueron allá, no a con-
quistar aquellas nuevas almas para el festín de la vida espiritual,
que les engrandeciera, sino a combatirlas y exterminarlas moral
y materialmente. De aquel egoísmo nació el materialismo, que fue
infiltrándose en cuantos modos y medios se eligieron para influir
sobre las nuevas razas. El utilitarismo tosco, el utilitarismo aquel
que sólo aspira a la explotación del hombre que más débil nos
parece, que solamente vive del aliento que le da esa codicia, exen-
ta de todo impulso noble y de todo propósito hidalgo, fue lo que
se presentó a luchar frente a frente de nuestros legisladores y de
nuestros mártires en las Indias42.

Por el contrario, los españoles, encarnación del catolicismo, se


sacrificaban en el Nuevo Mundo en aras del bien de la humanidad:
En el seno de la civilización que España iba extendiendo por
aquellos extensos territorios, se dejaba sentir ese ardor sublime,
que aspirando a elevar el hombre a las regiones de lo infinito, se
desprende de la tierra para unirse a lo divino, a lo sobrenatu-
ral (…). El sacrificio del Hombre-Dios para la redención de la hu-
manidad entera, que constituía y constituye el fundamento de los
dogmas católicos, infiltraba en el alma de España y de los espa-
ñoles aquel deseo, que ardía en el corazón de los mártires, de sa-
crificarse en bien de los hombres, que se veían privados de los
efectos de la redención43.

El escritor y diplomático, Juan Valera, recogió la tradicional


crítica del conservadurismo europeo decimonónico contra la de-

Ibíd., p. 267.
41

Miguel BLANCO HERRERO, Política de España en ultramar, Madrid, Sucesores


42

de Rivadeneyra, 1888, pp. 658-659.


43 Ibíd., p. 658.

224
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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

mocracia estadounidense, que era percibida como un foco de de-


magogia y de vulgaridad. Según el escritor y diplomático ega-
brense, en EE.UU.
no se guardan en las discusiones públicas el mismo decoro y la
misma cortesía que en los Parlamentos europeos, y en el estilo y
hasta en los modales se advierte cierta selvática rudeza, por in-
flujo acaso del medio ambiente, por cierto atavismo, no transmi-
tido por generación como el pecado original, sino por el aire que
en aquellos círculos políticos se respira. Cuando en los escaños
de un Cuerpo colegislador se masca tabaco, se colocan los pies
más altos que la cabeza, y cada senador se entretiene con un cu-
chillito y un tarugo de madera en llenar el suelo de virutas, no es
de extrañar que se digan y se aplaudan las mayores ferocidades,
como si oradores y oyentes estuviesen tomados del vino44.

Como fue habitual a lo largo del siglo XIX, los observadores de


EE.UU. a quienes desagradaba su sistema político, tendían tam-
bién a valorar de forma muy negativa ciertos aspectos de su vida
social y cultural. A finales del siglo XIX comenzaron a ser muy fre-
cuentes por parte de los intelectuales europeos, y los españoles no
iban a ser una excepción, las comparaciones entre EE.UU. y Eu-
ropa, en las que siempre el viejo continente aparecía muy por en-
cima de Norteamérica en términos culturales y espirituales:
Todo cuanto los yankees han pensado, inventado o escrito,
podrá ser un brillante apéndice; pero no es más que un apéndice
de la civilización inglesa. Será una cola muy lucida, pero no es
más que la cola. El núcleo, el foco, el centro luminoso, el primer
móvil, cuando ilumina y mueve aún a la humanidad en su cami-
no, está en Europa y no ha pasado a América ni es de temer que
pase. La antorcha del saber y de la inteligencia, la férula del ma-
gisterio, el timón de la nave, el cetro de la soberanía mental es-
tán en Europa desde hace tres mil años45.

De hecho, a Valera parecía molestarle la pujanza de los norte-


americanos, pues la percibía como un desafío a los europeos. Se-
gún él, los estadounidenses estaban obsesionados en
ver si logran sobrepujar en todo a los europeos. Hay en Europa
casas de siete pisos, pues los yankees las construyen de catorce;
hay en Europa monumentos altísimos, pues los yankees los cons-
truyen cincuenta codos más altos; hay en Europa regios alcáza-
res, cuya base se extiende sobre centenares de metros cuadrados,
pues los yankees harán que se extiendan sobre millares de metros

44 Juan VALERA, Los Estados Unidos contra España, Madrid, Librería de Fer-

nando Fé, 1896, pp. 12-13.


45 Ibíd., p. 23.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

cuadrados sus alcázares republicanos. Todo en América ha de ser


más alto y más grande que en Europa46.

El desafío que la civilización norteamericana comenzaba a


plantear a la hegemonía europea se iba haciendo realidad, lo que
acrecentó el antiamericanismo a finales del siglo XIX, como afir-
man Barry y Judith Colp Rubin: «This belief that the American
example was actually transforming the world became the most im-
portant new development in late-nineteenth-century anti-America-
nism. The United States was not merely a joke or a disappointment
but by its example and power actually threatened the way of life
of everyone else»47.

La Guerra Hispano-estadounidense de 1898


La Guerra de 1898 entre España y EE.UU. provocó una explo-
sión de antiamericanismo en la sociedad española. Todos los este-
reotipos y prejuicios sobre EE.UU. que se habían ido gestando des-
de finales del siglo XVIII prorrumpieron durante la crisis que
finalmente condujo a la guerra entre los dos países.
Al principio, fueron los círculos tradicionalistas y reaccionarios
los que más empeño pusieron en desacreditar a EE.UU. por su pa-
pel en la denominada Guerra de la Independencia cubana (1895-
1898), preludio del enfrentamiento bélico entre España y EE.UU.
Así, el diario El Siglo Futuro, dirigido por Ramón Nocedal, de ideo-
logía ultraconservadora y tradicionalista, se esforzó en transmitir
una imagen extremadamente negativa de la sociedad estadouniden-
se. Por ejemplo, en febrero de 1896 se hacía eco en términos muy
peyorativos de la emigración europea que afluía a Norteamérica:
«Los Estados Unidos son un arrabal de Europa al que general-
mente afluyen los elementos infectantes que han debido ser apar-
tados del centro por motivos de higiene»48. Este tipo de críticas a
la heterogeneidad social de EE.UU., a su carencia de pureza racial,
cobraría fuerza en el pensamiento derechista español y europeo de

46Ibíd., p. 27.
47Barry RUBIN y Judith COLP RUBIN, Hating America. A History, New York, Ox-
ford University Press, 2004, p. 92.
48 El Siglo Futuro, Madrid, 17 de febrero de 1896. Citado en Isabel MARTÍN SÁN-

CHEZ, «La imagen de EE.UU. a través de El Siglo Futuro durante la I Guerra Mun-
dial» (pp. 115-139), en Carmen FLYS JUNQUERA y Juan E. CRUZ CABRERA (eds.), El
nuevo horizonte: España/Estados Unidos. El legado de 1848 y 1898 frente al nuevo
milenio, Alcalá de Henares, Universidad de Alcalá, 2001, p. 118.

226
207-232 EnemiEspa-1C 1/6/10 09:35 Página 227

D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

finales del siglo XIX y primera mitad del XX, influido por la popu-
laridad del darwinismo social.
El periodista Mariano de Cavia, en abril de 1896, iba a señalar
la pauta del discurso antiamericano de esta época. Tras afirmar
que en el Capitolio de Washington «toda brutal codicia y toda des-
enfrenada concupiscencia tienen su asiento», Mariano de Cavia en-
fatizaba la contraposición básica que separaba a los españoles de
los norteamericanos, sintetizada en el antagonismo entre el «ho-
nor» de los primeros y el «dinero», el materialismo, de los segundos:
Ese, que para los demás es un espantajo, es un dios para los
españoles, y se llama Honor.
Poderoso dios (…) es el dinero; más con ser tanta su fuerza,
tanto su poder, y tenerlo tan de su parte los riquísimos y egoístas
descendientes de los pobres y austeros puritanos, ni puede ni po-
drá abatir el firme y limpio altar que, no en las Bolsas, no en los
Bancos, no en los muelles, no en los graneros, no en las naves de
marranos, ha elevado todo buen español dentro de su pecho a esta
otra altísima y divina potencia que tantas y tantas veces le ha pres-
tado nueva y larga vida49.

Mariano de Cavia mostraba su desprecio por el materialismo


de los norteamericanos, a los que observaba desde la posición de
superioridad que otorgaba la Historia, la mayor madurez históri-
ca de un pueblo como el español:
Con dinero se improvisa todo: todo lo que en cincuenta o se-
senta años ha improvisado la muchedumbre «yankee», hasta la
Ciencia, muy deslumbradora, pero muy superficial (…). Pero el
honor colectivo –¡oh, gansos del Capitolio de Washington!– no se
adquiere ni con todos los millones, billones y trillones del mun-
do; porque es producto de siglos y siglos de heroicas luchas, sa-
crificios sublimes, abnegación constante, labor tenaz, desinterés
continuo, y alegre desenfado frente a la adversidad y ante el mal
tiempo50.

En la España de la época se interpretó la actuación de EE.UU.


respecto a Cuba desde una fuerte estructura de prejuicios. Todos
los estereotipos y clichés sobre EE.UU. que el tradicionalismo y el
catolicismo conservador habían desarrollado a lo largo del si-
glo XIX, se convirtieron de pronto en las lentes a través de las cua-
les el conjunto de la sociedad, desde los sectores socialistas y repu-
blicanos hasta los liberales y conservadores, observaban a EE.UU.

49 Mariano DE CAVIA, «El Dios Dollar y el Dios Honor», El Imparcial, Madrid,

8 de abril de 1896.
50 Ibíd.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

La hostilidad hacia el país estadounidense sirvió en esta coyuntu-


ra para crear consenso social y político.
La visión de uno mismo condiciona la interpretación del «otro».
Y viceversa, la visión del «otro» condiciona la interpretación de
uno mismo. De ahí que los españoles exacerbaran su autopercep-
ción como un pueblo de «hidalgos», de ideales puros y espiritua-
listas, en contraposición con los sucios «mercaderes» norteameri-
canos, para los que el honor no significaba nada, pues estaban
contaminados por su afán de lucro y su materialismo prosaico. En
consonancia con esta visión, la imagen que con más frecuencia se
utilizó en la prensa como representación del pueblo norteameri-
cano fue la del cerdo, mientras que los españoles aparecían en-
carnados en la imagen de un bravo león: «The difference between
the national stereotypes of Spaniards and Americans was conden-
sed into two contrasting metaphors, the lion and the pig (…). Whi-
le the lion could be said to represent nobility, bravery, generosity
and purity, the pig, in contrast, was plebeian, gluttonous, dirty, co-
wardly and mercenary»51.
La imagen del yanqui, asociada a la del cerdo, símbolo de la
cobardía y la avaricia, tuvo su expresión en forma de canción po-
pular: «Si la guerra dura mucho», decía una coplilla, «se abarata-
rá el jamón/por los muchísimos yankis/que matará el español»52.
También se hizo popular una canción cuyo estribillo rezaba lo
siguiente: «Para espárragos y fresas los jardines de Aranjuez; para
cerdos, Nueva York»53.
En el desprecio hacia los norteamericanos que late en la pren-
sa española debido a su «innoble» actuación, encontramos la in-
comprensión que provocó la intromisión en los asuntos internos
de España de un país no europeo. La mentalidad española de la
época era eurocéntrica, estaba muy extendido el desprecio hacia
los pueblos extraeuropeos y, en consecuencia, no se podía com-
prender que una nación «periférica» se arrogara tan descarada-
mente el derecho de intervenir en la relación de un país del viejo
continente con una de sus provincias, pues esa consideración tenía
Cuba para España.

51 Sebastian BALFOUR, «The Lion and the Pig: Nationalism and National Iden-

tity in Fin-de-Siècle Spain» (pp. 107-117), en Clare MAR-MOLINERO y Angel SMITH


(eds.), Nationalism and the Nation in the Iberian Peninsula. Competing and Conflic-
ting Identities, Oxford, Berg, 1996, pp. 110-111.
52 Citado en José ÁLVAREZ JUNCO, «La nación en duda» (pp. 405-475), en Juan

Pan-Montojo (Coord.), Más se perdió en Cuba. España, 1898 y la crisis de fin de si-
glo, Madrid, Alianza Editorial, 1998, p. 405.
53 Citado en Javier MEMBA, «El racionamiento se ha acabado» (pp. 97-105), en

1952: Queda inaugurado este pantano, Madrid, Unidad Editorial, 2006, p. 99.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

Otra de las cualidades que parecía ser consustancial a la esen-


cia norteamericana era la hipocresía: «Los norteamericanos eran
calificados como “falsos e hipócritas”. Esto se debía a que, al mis-
mo tiempo que proclamaban a los cuatro vientos sus sentimientos
humanitarios, los yanquis proporcionaban a los rebeldes “la dina-
mita y las balas” encubiertos bajo el envío de socorros que tanta
sangre derramaban en Cuba, para así “robar” la isla a España»54.
El hundimiento del Maine constituyó la apoteosis de la hipocresía
norteamericana. No hay más que ver la reacción del periódico ca-
tólico El Siglo Futuro, que solicitó al Gobierno español que res-
pondiera a «ese pueblo innoble y sin historia, que ha tenido la avi-
lantez de difamar nuestra probada y universalmente reconocida
caballerosidad con las sospechas más ruines»55.
Entre los círculos militares se difundió la imagen según la cual
EE.UU. constituía un país adelantado y rico pero que en el fondo
no estaba formado más que por indefensos mercachifles, una na-
ción, en suma, de «tocineros». Después de que la Cámara de Re-
presentantes hubiera autorizado a McKinley a intervenir en Cuba,
el periódico La Correspondencia Militar arremetía contra la sober-
bia de los norteamericanos e invocaba la necesidad de que reci-
bieran una lección:
Hubiera podido haber acuerdo con una nación decente y
correcta; con un pueblo de bestias salvajes que convierten el Par-
lamento en un lupanar, en lo más despreciable de las tabernas,
no era posible que se entendiera nunca la caballerosa España más
que de un modo: luchando hasta morir o vencer para castigar a
los salvajes norteamericanos que consideran que se hallan a la ca-
beza de las naciones más adelantadas, y no usan, sin embargo,
más argumento que las patadas, validos de que no se ha alzado
todavía sobre ellos para castigarlos de un modo ejemplar una
mano poderosa56.

Según el periódico militar, los españoles serían los encargados


de dar esa cura de humildad a los norteamericanos. Pese a la ri-
queza de EE.UU., los valores espirituales y castrenses asociados a
España ganarían de forma indiscutible la batalla: «Menos mal que
la soberbia de las bestias acaba por domarse con el palo, y Espa-

54 Rosario SEVILLA SOLER, «España y Estados Unidos: 1898, impresiones del

derrotado» (pp. 278-293), en Revista de Occidente, Madrid, n.º 202-203, marzo de


1998.
55 Editorial: «Vale más morir con honra que vivir con vilipendio», El Siglo Fu-

turo, Madrid, 18 de febrero de 1898.


56 Editorial: «Todo por la patria», La Correspondencia Militar, Madrid, 14 de

abril de 1898.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

ña es indiscutible que va a tener ocasión de hacer sentir su enojo


al pueblo yankee; es decir, de demostrar a esos tocineros que to-
das sus riquezas, comparada con nuestra grandeza de corazón y
nuestro acendrado patriotismo, no pueden ni deben significar
nada, absolutamente nada, en el terreno de la lucha»57.
No fue solamente la prensa la responsable de fomentar una
imagen negativa de EE.UU. La Iglesia también tuvo un destacado
papel en la promoción de los sentimientos patrióticos y antiame-
ricanos. Planteó el enfrentamiento con EE.UU. desde un punto de
vista religioso en el que los enemigos de la «católica España» –ma-
sones y protestantes, que habían encontrado en el país norteame-
ricano el ambiente más propicio para prosperar– eran culpables de
herejía y debían ser combatidos por ello. No hay más que recor-
dar la violenta diatriba antiamericana que desde el púlpito de la
catedral de Madrid, en la tradicional misa del réquiem, dirigió el
celebrado orador sagrado padre Calpena:
(Hoy nos atacan) bárbaros que no vienen desnudos ni en-
vueltos en pieles de pantera (…) sino montados en grandes má-
quinas de vapor, armados con electricidad y disfrazados de eu-
ropeos. Pero, como todas las tribus bárbaras, no tienen más ideal
que la codicia ni más código que los desenfrenos de su volun-
tad (…). Quieren destronar a Dios y colocar en sus altares al do-
llar como ídolo universal (…). Esta guerra no es sólo una guerra
religiosa, sino una guerra santa, una cruzada…58.

Los medios católicos se mostraron muy agresivos contra


EE.UU. En la revista La Lectura Dominical, por ejemplo, se adver-
tía tras la derrota española que ésta no habría tenido lugar si Es-
paña hubiera opuesto con anterioridad «su gran ideal histórico del
Catolicismo» al «ideal protestante, liberal y mercantil de los Esta-
dos Unidos»59. Como señala el historiador Martínez de las Heras,
la revista católica centró sus críticas en el carácter moderno del
país norteamericano: «Se hace hincapié en que la actitud norteame-
ricana proviene de su condición de país “moderno” –o sea, “ateo”,

57Ibíd.
58Sermón del P. Calpena, en la catedral de Madrid, el 2 de mayo de 1898. Ci-
tado en José ÁLVAREZ JUNCO, El Emperador del Paralelo: Lerroux y la demagogia po-
pulista, Madrid, Alianza Editorial, 1990, p. 177.
59 Antonio DE PADUA, «Después de la derrota», La Lectura Dominical, Madrid,

21 de agosto de 1898. Citado en Agustín MARTÍNEZ DE LAS HERAS, «La guerra del 98
a través de los Artículos de fondo de La Lectura Dominical» (pp. 111-125), Historia
y comunicación social, 1998 (n.º 3). En el artículo de Martínez de las Heras se pue-
den encontrar diversos artículos antiamericanos de la revista católica.

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D. FERNÁNDEZ DE MIGUEL EL PELIGRO VIENE DEL NORTE: LA LARGA ENEMISTAD

“materialista”, “salvaje”, “masón”, etc.– no sujeto a más lealtad ni


razón que los de sus intereses ni ambiciones particulares»60.
Ante toda esta campaña antiamericana sólo se resistieron al-
gunas voces, muy minoritarias. La del republicano Pi i Margall y
su semanario El Nuevo Régimen fue probablemente la más desta-
cada61.

En conclusión
A lo largo del siglo XIX, los constantes conflictos que sacudie-
ron la relación hispano-norteamericana provocaron que se fuera
creando una imagen muy negativa de EE.UU. en una parte im-
portante de la sociedad española. La permanencia en el tiempo de
continuos problemas entre ambos países trajo como resultado la
percepción de EE.UU. como enemigo: «Este factor de “tiempo pro-
longado” hay que tenerlo en cuenta, porque un conflicto puntual
se esfuma, se olvida mucho mejor que una situación de constante
enfrentamiento que, al alargarse, parece corresponder a causas per-
manentes, a una enemistad casi natural»62.
En España, un país monárquico, donde la Iglesia Católica go-
zaba de amplios poderes, en definitiva una sociedad en la que el
conservadurismo contaba con mucha influencia, los prejuicios an-
tiamericanos se expandieron con eficacia. En el curso del siglo XIX,
de forma cada vez más creciente, fue desarrollándose, con el pro-
tagonismo indiscutible de los círculos conservadores del país, una
animadversión sistemática hacia EE.UU., hasta el punto de que
pasó a convertirse desde el punto de vista de estos sectores en uno
de los principales enemigos de la nación española. Mientras
EE.UU. encarnaba el materialismo, la democracia, la modernidad;
la España conservadora, con sus valores monárquicos, su catoli-

60 Agustín MARTÍNEZ DE LAS HERAS, «La guerra del 98 a través de los Artículos

de fondo de La Lectura Dominical» (pp. 111-125), Historia y comunicación social,


1998 (n.º 3).
61 También los nacionalistas vascos y catalanes, emergentes entonces, se man-

tuvieron al margen del antiamericanismo reinante. De hecho, el líder del naciona-


lismo vasco, Sabino Arana, fue encarcelado en mayo de 1902 tras intentar felicitar
telegráficamente al presidente de EE.UU., Theodore Roosevelt, por concederle la
independencia a Cuba. La postura durante la Guerra de 1898 de la revista La veu
de Catalunya es asimismo significativa de la distancia que separaba a los naciona-
listas catalanes del clima antiamericano reinante.
62 Manuel A ZCÁRATE , «La percepción española de los Estados Unidos»

(pp. 5-18), en Leviatán, Madrid, n.º 33, otoño 1988, p. 6.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

cismo ultramontano y su apego a la retórica del honor y de la es-


piritualidad, se presentaba como su antítesis.
Esta larga historia de enemistad hispano-norteamericana pue-
de ayudar a explicar, junto a otros factores más recientes, la ex-
tendida actitud de animadversión a EE.UU. presente en la socie-
dad española contemporánea.

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DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL:


EL EXTRANJERO IMAGINADO
DEL NACIONALISMO FRANQUISTA

XOSÉ M. NÚÑEZ SEIXAS


Universidade de Santiago de Compostela

El imaginario popular español sobre Rusia en la Edad Contem-


poránea constituyó hasta la Revolución de octubre de 1917 un con-
junto semivacío. Existían algunas excepciones. En particular, las
impresiones literarias transmitidas en sus Cartas de Rusia por el
viajero novelista Juan Valera en 1857, o la difusión de los clásicos
de la literatura rusa a través de la obra de Tolstoi y Dostoievski que
principió la escritora Emilia Pardo Bazán treinta años más tarde,
aunque basándose sólo en la lectura de los autores rusos y no en
un conocimiento de primera mano del país; así como los análisis
de las condiciones sociales de la Rusia zarista por el diplomático,
historiador y reformador social de orientación regeneracionista Ju-
lián Juderías (1877-1918), quien residió durante algunos años en
Odessa. Durante las dos primeras décadas del siglo XX no fueron
numerosos, con todo, los interlocutores directos entre Rusia y la
esfera pública y publicada española, salvo la escritora y periodis-
ta gallega afincada en Polonia Sofía Casanova (1862-1958)1.
Tanto Valera como Juderías y Casanova difundieron en sus es-
critos una imagen de Rusia que se correspondía muy bien con el
icono de alteridad, atraso y exotismo que caracterizaba al imperio
de los zares, y a Europa oriental en general, en la opinión pública
europea desde el último cuarto del siglo XIX. Se trataba del tópi-
co de la Rusia misteriosa y extraña, un pueblo pseudoasiático y un
fanatismo doblado de una capacidad de sufrimiento inimaginables
para el observador occidental. En parte, era una suerte de espejo
invertido de los tópicos que esa misma esfera pública europea tam-
bién abrigaba acerca de la Península ibérica. Y constituía asimis-
mo una variante de la visión neorromántica, doblada de prejuicio

1 Vid. J. VALERA, Cartas desde Rusia, Madrid: Eds. Miraguano, 2005 [1857];

E. PARDO BAZÁN, La revolución y la novela en Rusia, Madrid: Tello, 1887, 3 vols.;


J. JUDERÍAS, Rusia contemporánea: Estudios acerca de su situación actual, Madrid:
Fortanet, 1940; R. MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Sofía Casanova: mito y literatura, Santiago
de Compostela: Xunta de Galicia, 1999; P. SANZ GUITIÁN, Viajeros españoles en Ru-
sia, Madrid: Compañía Literaria, 1995.

233
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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

y fascinación por lo exótico que se convirtió en ingrediente fun-


damental de la visión de Europa del Este a partir de varios clichés
forjados por los autores ilustrados franceses del siglo XVIII. La zona
oriental del continente servía de contrapunto al concepto de civi-
lización al que aspiraban los ilustrados, y que consideraban pro-
pio de Europa occidental; pero también se construyeron entonces
una serie de tópicos acerca del atraso y las características étnicas
de los pueblos del imperio zarista y otomano que demostraron te-
ner larga pervivencia. Rusia era el reino de los bárbaros, por con-
traposición a una Europa que primero había sido solar de la cris-
tiandad, después de la Ilustración y más tarde de los modernos
Estados nacionales y la revolución industrial2.
Desde principios de la década de 1920 los diversos viajeros y
visitantes españoles de la naciente Unión Soviética transmitieron
una imagen contraria: una visión ejemplar de la que comenzaba a
ser vista fervorosamente como la patria del proletariado, empeñada
en una aurora de resurrección desde las tinieblas, que podía ser-
vir de perfecto ejemplo para otra periferia europea y predominan-
temente agraria como era España. Aunque hubo matices diversos
según fuesen las simpatías ideológicas de los viajeros (socialistas,
comunistas o anarquistas, pero también burgueses como Diego Hi-
dalgo), todos ellos vieron en la Unión Soviética en construcción un
mundo nuevo, y salvo pocas excepciones contemplaron acrítica-
mente el proceso de construcción de una idealizada sociedad sin
clases3. La propaganda oficial de la URSS en castellano, los re-
portajes de la prensa obrera, las emisiones de radio desde 1933 y
las ediciones de propaganda tuvieron un impacto más que notable
y cimentaron el mito soviético entre buena parte de la izquierda4.
A esa imagen se contraponía el icono elaborado por las dere-
chas contrarrevolucionarias desde 1917-18, y particularmente du-
rante los años de la II República. En el fondo se trataba, como en

2 Cf. L. WOLFF, Inventing Eastern Europe: The Map of Civilization on the Mind

of the Enlightenment, Stanford: Stanford UP, 1994; M. TODOROVA, Imagining the Bal-
kans, Nueva York: Oxford UP, 1997; F. B. SCHENK, «Mental Maps. Die Konstruktion
von geographischen Räumen in Europa seit der Aufklärung. Literaturbericht», Ges-
chichte und Gesellschaft, 28 (2002), 493-514.
3 J. AVILÉS FARRÉ, La Fe que vino de Rusia: La revolución bolchevique y los es-

pañoles (1917-1931), Madrid: Biblioteca Nueva, 1999; M. GARRIDO CABALLERO, «Las


relaciones entre España y la Unión Soviética a través de las asociaciones de amis-
tad en el siglo XX», Tesis doctoral, Universidad de Murcia, 2006; R. J. FASEY, «The
Presence of Russian Revolutionary Writing in the Literary Climate of Pre-Civil War
Spain, 1926-1936», Forum for Modern Language Studies, XXXVI:4 (2000), 402-11.
4 Vid. A. ELORZA y M. BIZCARRONDO, Queridos camaradas. La Internacional Co-

munista y España, 1919-1939, Barcelona: Planeta, 1999, 79-99.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

el resto de las derechas autoritarias europeas, de una adaptación


del rechazo ideológico que provocaba el comunismo a los iconos
de alteridad, fanatismo y exotismo que ya habían sido puestos en
circulación por la literatura y los relatos de viajes decimonónicos,
y que habían cobrado actualidad en España debido a la cierta di-
fusión de los clásicos de la literatura rusa, desde Pushkin a An-
dreiev, Tolstoi, Dostoievski y Gorki. Aunque hubo algunas traduc-
ciones de cuentos de Pushkin y otros autores que vieron la luz en
revistas españolas desde mediados del siglo XIX, los autores rusos
fueron traducidos en su mayoría a partir de ediciones francesas
desde la segunda década del siglo XX, alcanzando una notable po-
pularidad en los medios literarios españoles5. Los términos de ese
icono de alteridad eran muy genéricos, ya que apenas existía una
visualización del ruso como tal en la esfera pública española. Ni
siquiera eventos como la guerra civil rusa dejaron una huella pro-
funda en el imaginario conservador español, que en su gran ma-
yoría bebió en fuentes publicísticas francesas, inglesas y alemanas.
Figuras características del París o del Berlín de la Belle Époque,
como eran los exiliados rusos blancos, no aparecieron en España,
salvo contadas excepciones, hasta el principio de la guerra civil.
La asociación semántica de ese estereotipo, aunque con mati-
ces, obedecía a un molde bien conocido: el comunismo soviético,
aliado de la masonería y el judaísmo, se propondría destruir la ci-
vilización occidental y cristiana, usando como cabeza de puente
España. Ese discurso fue reactualizado a partir de 1931 y difun-
dido con especial intensidad desde fines de 1935. Fue entonces
cuando la acusación a todos los partidos del Frente Popular de es-
tar vendidos al «oro de Moscú» se convirtió en un motivo destaca-
do de la propaganda electoral y política de la derecha antirrepu-
blicana6. Se consolidó así la imagen de una Rusia identificada con
la Unión Soviética, en la que el bolchevismo había abotargado y

Hubo algunas traducciones directas desde el ruso, a cargo de Julián JUDE-


5

RÍAS, como Páginas eslavas. Cuentos y narraciones, Madrid: Imp. Artes Gráficas,
1912, así como desde principios de la década de 1920 por el ruso exiliado George
Portnoff, quien tradujo directamente al castellano a autores como Gorki o Andreiev.
Vid. en general los datos del mismo G. PORTNOFF, La literatura rusa en España, Nue-
va York: Instituto de las Españas en los Estados Unidos, 1932, y el estudio de G. E.
MEGWINOFF ANDREU, Recepción de la literatura rusa en España: 1889-1920, Madrid:
s. ed., s.f. [1977?].
6 Vid. R. CRUZ, «¡Luzbel vuelve al mundo! Las imágenes de la Rusia soviética

y la acción colectiva en España», en ÍD. y M. PÉREZ LEDESMA (eds.), Cultura y mo-


vilización en la España contemporánea, Madrid: Alianza, 1997, pp. 273-303. Sobre
el contexto europeo, cf. E. KLUG, «Das “asiatische” Russland. Über die Entstehung
eines europäischen Stereotyps», Historische Zeitschrift, 245 (1987), 265–89.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

barbarizado los espíritus y las voluntades, y al mismo tiempo en-


carnación diabólica de la irreligión y la esencia del Mal. Era un es-
tereotipo forjado sobre una profunda resemantización de la ima-
gen contrarrevolucionaria del liberalismo y la Revolución francesa,
reactualizada desde mediados del XIX, y aderezada con contenidos
clásicos como una adaptación del mito romántico de los bárbaros,
así como de las teorías de la conspiración7.
De modo complementario, esa imagen resumida en Rusia tam-
bién devenía un otro nacional. Pero durante la guerra civil la se-
gunda función de ese mito movilizador –la de Rusia como adver-
sario de la nación– alcanzó una intensidad al menos igual o
superior a la que había sido su función primigenia hasta entonces,
la de encarnación del Anticristo. Y se fundió con la imagen del ene-
migo interno, reforzando semánticamente la alteridad de este úl-
timo y consiguiendo una doble eficacia en la labor de exclusión del
contrario8. Una función que está presente, por lo demás, en la pro-
pia idea de dominación extranjera desde la Edad Moderna: el con-
cepto de «ocupación» o de «invasión» siempre se ha asociado a
categorías inherentes a la lucha política interna, tanto con anterio-
ridad como con posterioridad a la consolidación de los naciona-
lismos modernos a lo largo del siglo XIX9.

1. La Guerra Civil y el ruso virtual: rusos y arrusados


El nacionalismo de guerra enunciado por los insurgentes en
1936-39 –y que, de modo genérico, se oponía a mecanismos icono-
gráficos y discursivos paralelos, aunque con significados distintos,
en el bando republicano– implicaba una consecuencia fundamen-
tal para la deshumanización –vía desnacionalización– del enemi-
go10. Quienes militaban en la otra España habían perdido su con-
dición de españoles por su traición a las esencias patrias. Y ello por

7 Cf. H. GARCÍA, «Historia de un mito político: El peligro comunista en el dis-

curso de las derechas españolas, 1918-1936», Historia Social, 51 (2005), 3-20.


8 Cf. A. VENTRONE, Il nemico interno: immagini, parole e simboli della lotta po-

litica nell’Italia del Novecento, Roma: Donzelli, 2005; P. SCOPPOLA, «Aspetti e mo-
menti dell’anticomunismo», en A. Ventrone (ed.), L’ossessione del nemico. Memorie
divise nella storia della Repubblica, Roma: Donzelli, 2006, 71-78.
9 Cf. en este aspecto el original análisis de Ch. KOLLER, Fremdherrschaft. Ein

politischer Kampfbegriff im Zeitalter des Nationalismus, Frankfurt a. M./Nueva York:


Campus, 2005.
10 Cf. para más detalles nuestro ¡Fuera el invasor! Nacionalismos y moviliza-

ción bélica durante la Guerra Civil española, 1936-1939, Madrid: Marcial Pons, 2006,
177-271.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

carecer de aprecio por la tradición y la continuidad histórico-cul-


tural de su país, por venderse a ideologías extranjerizantes y aliar-
se con separatistas. Como en 1808, en 1936 también había habido
algunos españoles que habían auxiliado a la penetración de ideas
extranjerizantes y tropas forasteras. De ahí que el equivalente a los
afrancesados de 1808-12 fuesen ahora los republicanos y comu-
nistas, que devenían los arrusados de 1936. Pero «el marxista es
aún más refinadamente antiespañol que el afrancesado de enton-
ces», escribía Francisco de Cossío11.
Los traidores a la patria podían ser caracterizados de modo ge-
nérico como contaminados por un virus extranjero. Pero aun en
este caso, apelar a la nación como fundamento de legitimidad lle-
vaba aparejado una vocación de interclasismo comunitario. Los
otros eran definidos en términos de moral patriótica y colectiva,
pero rara vez como grupo o estrato social de modo explícito, aun-
que sí de modo implícito y mediante recursos paratextuales, en los
que se aludía con frecuencia a la condición de clase del combatiente
republicano, al caracterizarlo como inculto, zafio e ingenuo. Los
enemigos eran colectivos definidos desde un punto de vista étnico
o religioso, como los judíos y los masones. Pero entre ellos desco-
llaban los rusos como sinécdoque de los extranjeros comunistas y
como término complementario que reforzaba la individualización
y estigmatización del enemigo que encerraba el más general de ro-
jos12. Sin embargo, el gentilicio ruso adquiría igualmente una efi-
cacia autónoma como significante de la alteridad nacional, y refor-
zaba la percepción de la guerra civil como una guerra de reconquista
nacional frente a un invasor foráneo. El origen de la guerra no ha-
bía sido otro que la ambición de Rusia, que «había soñado con cla-
var la hoz ensangrentada de su emblema en este hermoso pedazo
de Europa, y todas las masas comunistas y socialistas de la tierra,
unidas con masones y judíos, anhelaban triunfar en España, to-
mándola como peldaño de oro para triunfar en el mundo»13.
La guerra se convertía así de modo retórico en una nueva Re-
conquista de aquellos pedazos de suelo español ocupados por los
«lobos de la estepa rusa», como otrora lo habían estado por los mu-
sulmanes14. Juan Brasa, delegado de Prensa y Propaganda en Gali-

11 F. DE COSSÍO, Hacia una nueva España. De la revolución de octubre a la re-

volución de julio 1934-1936, Valladolid: Librería Santarén, 1937, 195-97.


12 Cf. F. SEVILLANO CALERO, Rojos, Madrid: Alianza, 2007.
13 A. SERRANO DE HARO, España es así, Madrid: Editorial Escuela Española,

1942, p. 289.
14 A. DE CASTRO ALBARRÁN, Guerra santa, el sentido católico del movimiento na-

cional español, Burgos: Editorial Española, 1938, p. 156.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

cia, destacaba explícitamente en 1937 que «No estoy conforme con


llamar […] a esta lucha cruenta guerra civil. ¡Guerra civil, no!
¡Guerra de Reconquista: Guerra de Independencia: Sí! ¡¡Guerra de
españoles contra rusos!!»; pues «no son españoles esos herederos de
Lenin» que «fusilan Cristos, atropellan vírgenes y cuelgan cadáve-
res de niños». Y tampoco eran españoles quienes «en nombre de la
cultura, de la libertad de pensamiento» asesinaban «vilmente a los
literatos, autores dramáticos y periodistas». Acciones como esas, y el
aceptar ser mandados por extranjeros, los convertían en apátridas15.
El ruso era un español ideológicamente arrusado. Quienes re-
negaban de la religión católica y se entregaban a un credo de ori-
gen extranjero ya no merecían ser llamados compatriotas. Eran
«hijos malignos de España e indignos de ella, merecedores de ha-
ber nacido en Rusia»16. Pues negar la religión era sinónimo de ab-
jurar una de las esencias históricas de la españolidad, y perseguir
la religión y a sus representantes suponía caer en una abyección
moral que nada tenía que ver con las supuestas características in-
natas del carácter español17. La extranjerización y decadencia mo-
ral se expresaría, de entrada, en los lemas del enemigo. Como re-
petían los relatos de los huidos de la zona roja durante el conflicto,
los milicianos proferían constantemente vivas a Rusia y al comu-
nismo, pero ni siquiera un viva a la República española; y hasta
los niños madrileños cantarían en sus desfiles «Patria no, Rusia
sí»18. Un partidario de los sublevados que salió de Santander en
1936 se refería a la ciudad cántabra como una parte de la URSS19.
Y la ex cautiva María Guijarro evocaba en 1940 el Madrid rojo de
«¡Viva Rusia! y del puño en alto», en el que «los chiquillos ador-
naban las calles con mapas en relieve en los cuales aparecían Ru-
sia y España unidas por una cadena»20. El Madrid rojo, ilustraba

15 J. BRASA, «España y la Legión» (Cómo viven, luchan y triunfan los caballeros

legionarios), Valladolid/Ourense: Santarén/Imprenta La Región, 1937, 8-19; Ó. PÉ-


REZ SOLÍS, «La de los insignes destinos», El Eco Franciscano, LIII:1031, 15-12-1936,
pp. 543-44; J. GARCÍA MERCADAL, Frente y retaguardia (impresiones de guerra), Zara-
goza: Tip. «La Académica», 1937, p. 195.
16 S. ÁLVAREZ-GENDÍN, Teoría sobre la resistencia al poder público. El caso espa-

ñol, Oviedo: Imprenta Viuda de Flórez, 1939, p. 109.


17 T. TONI, S. I., Por Ávila y Toledo. Iconoclastas y mártires, Bilbao: El Mensa-

jero del Corazón de Jesús, 1937, pp. VII, XI y 16.


18 E. NEVILLE, «Entonces… Novela de la revolución de Julio en Madrid», Vér-

tice. Revista Nacional de la Falange, n.º 4, julio-agosto 1937, s/p.


19 EL CABALLERO DE RONTE, Santander roja: la URSS de Santander: memorias de

un evadido (odisea en las montañas), Palencia: Imp. Merino, 1936.


20 M.ª GUIJARRO, Madrid escenario del mundo (impresiones de una sitiada), Si-

güenza: Tip. Box, s.f. [1940], p. 146.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

en 1937 la revista falangista Vértice, habría visto en pocos meses


cómo la anarquía de milicias de partido y sindicato, «al fin y al
cabo tan española», se veía sustituida las normas del «figurín ruso»,
con sus «emblemas extraños que suenan a profanación en tierras
de España»21. La prensa de trinchera franquista aludía constante-
mente al estereotipo del locutor de radio republicano que hablaba
con acento extranjero y farfullaba palabras en pseudorruso y me-
dio francés, pero que se hacía pasar por revolucionario español22.
Rusia desplegaba sus peones en España: una política de con-
quista y colonización. Si la guerra había empezado como un alza-
miento para restaurar la plena españolidad de una República entre-
gada a dirigentes ansiosos de implantar «ideales anarcocomunistas
tipo Rusia», la intervención decidida de la Unión Soviética en fa-
vor de sus aliados españoles había transformado un conflicto civil
en un conflicto internacional. Y al mismo tiempo, como en 1808,
en una guerra de liberación23. Por cuarta vez en su Historia, tras
la conquista romana, la irrupción del invasor árabe y la expansión
del imperio ultramarino, España se convertía en centro de un com-
bate mundial, pero representando la resistencia del ideal de na-
cionalidad frente al comunismo disgregador de todo vínculo espi-
ritual. Pues, afirmaba Manuel García Morente, desde 1931 España
había sido invadida «por un ejército invisible, pero bien organiza-
do, bien mandado y abundantemente provisto de las más crueles
armas», una «sutilísima penetración de los gases moscovitas», te-
ledirigida por la Internacional Comunista con el objetivo de «des-
truir la nacionalidad española, borrar del mundo la hispanidad y
convertir el viejísimo solar de tanta gloria y tan fecunda vida en
una provincia de la Unión Soviética», desvirtuando de paso cuanto
de impulso genuinamente nacionalista español había en la procla-
mación de la República. La lucha en España dirimía un conflicto
global entre el comunismo y la «realidad vital de las nacionalida-
des», pues si aquél vencía el mundo ya no estaría dividido en na-
ciones24.

21 «6 estampas del Madrid bolchevique», Vértice. Revista Nacional de la Falan-

ge, 2, mayo 1937, s/p. Cf. también F. CAMBA, Madridgrado. Documental-Film, Ma-
drid: Ediciones Españolas, 1939.
22 «Radios rojas. ¡Habla Madriz!», La Trinchera, 1, 25-1-1937, p. 3; «El ‘man-

damás’ rojo. Veinte minutos con el general Kleber», La Ametralladora, 34, 19-9-1937,
s/p.
23 EL TEBIB ARRUMI, «Tal es nuestro empuje», en ÍD., El cerco de Madrid (Las

crónicas de El Tebib Arrumi I, octubre 36-marzo 37), Valladolid: Librería Santarén,


1938, pp. 72-75.
24 M. GARCÍA MORENTE, Idea de la Hispanidad [1938], Madrid: Espasa-Calpe,

1961, 20-21; ÍD., Orígenes del nacionalismo español. Conferencia pronunciada en el

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

De ahí que la toma de Madrid fuese anunciada por un pletóri-


co Ramón Serrano Súñer, en una alocución radiada el primero de
abril de 1939, como su reincorporación a la Patria y como la vic-
toria final «contra la Rusia bárbara y criminal», cuya responsabi-
lidad por la sangre vertida habría sido tanta como la de los «rojos
españoles», quienes sólo fueron dóciles instrumentos «de la ofen-
siva implacable desencadenada por algunas Naciones para afirmar
en el Mundo su hegemonía económica y política»25.
Era ésta una Rusia virtual, fundida semántica y simbólicamente
con el comunismo. Rusia, sinónimo de la Unión Soviética, se con-
vertía en una personificación concreta del anticomunismo del ban-
do insurgente, y en la amenaza a la pervivencia de la nación es-
pañola, en una identificación que también fue característica de la
publicística italiana de sesgo anticomunista tras 194526.
Si la patria del internacionalismo proletario devenía una po-
tencia expansionista e invasora, todos los comunistas españoles se
tornaban, además de en rojos, en rusos, como perfecta corporei-
zación de su alienación nacional: en nacionales de otro país, aun-
que los rasgos de esa conversión no fuesen definidos en términos
etnoculturales, sino ideológicos. Recursos textuales y paratextua-
les eran utilizados de forma insistente para negar la españolidad
del oponente mediante su rusificación semántica. Por ejemplo, la
prensa franquista se refería con suma frecuencia en sus noticias
sobre el curso de la guerra a los retrocesos de las tropas «rusas» o
simplemente de denominaban al oponente como «rusos» o «rojos
rusos», incluyendo muchas veces a los dirigentes del Gobierno de
la República, que también pasaban a ser denotados como «el
ruso…»27. Quien iba a formarse –en el sentido literal o figurado de
ese viaje– a Rusia volvía convertido en un extranjero: un ruso. Así

Teatro Solís de Montevideo el día 24 de mayo de 1938, bajo los auspicios de la Insti-
tución Cultural Española del Uruguay, Buenos Aires: s. ed., 1938, 14 y 32-33.
25 Citado en E. ESPERABÉ DE ARTEAGA, La Guerra de Reconquista Española que

ha salvado a Europa y el criminal Comunismo. El Glorioso Ejército Nacional y los


Mártires de la Patria, Madrid: R. de San Martín, 1940, 356-59.
26 Cf. VENTRONE, Il nemico, 40-41.
27 Vid., por ejemplo, «Por aquí pasó Rusia», La Ametralladora, 38, 17-10-1937,

s/p; M. Somoza Polea, «Caballeros contra hordas. En Toledo cae el comunismo asiá-
tico», La Ametralladora, 37, 10-10-1937, s/p. Otro ejemplo fueron las noticias de
guerra del periódico falangista donostiarra Unidad a lo largo de los seis primeros
meses de 1937: constantemente, el enemigo es aludido como «rojo ruso», «ruso»,
junto a «marxista» o simplemente «rojo». Además, se anuncian capturas de dirigen-
tes «rusos» y se presenta toda toma de material del enemigo como específicamen-
te «ruso». Incluso dirigentes republicanos como Álvarez del Vayo son aludidos como
«rusos». A partir de mediados de 1937, sin embargo, se empieza a generalizar la

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

lo resumía Mauricio Karl al evocar las biografías de los líderes co-


munistas Jesús Hernández y José Díaz
¡Vuelve un ruso!… Sería estúpido negarlo. Un ruso, pese a su
cédula, pese a los derechos ciudadanos que nadie se cuidó de qui-
tarle en su ausencia. Nada de todo eso […] puede servir para con-
servar su antigua nacionalidad. La nacionalidad que perdió, por
renuncia expresa, voluntaria y consciente, al jurar servicio a un
país, a un Estado, a una organización y a una autoridad diferen-
tes y enemigos de su Patria anterior28.

Y es que en Rusia no se aprendía nada bueno. Desde una len-


gua extraña –¡el esperanto!– hasta perversas costumbres morales29.
La rusificación del adversario no sólo sería un estado colecti-
vo producto de la adopción de una ideología antiespañola, com-
parable a una enfermedad tanto mental como del carácter. Provo-
caría una suerte de «locura colectiva» o de enajenación30. También
se convertía en un atributo externo, visible en costumbres y ges-
tos, que en origen y significado también eran ajenos a lo español.
Dado que muchos de los dirigentes comunistas españoles habían
cursado estudios en la propia Rusia; y puesto que en la zona re-
publicana se imponían gustos, fórmulas de saludo y educación y
hasta costumbres importadas de la URSS, desde el cine a la mú-
sica, la conclusión era clara: los comunistas españoles rusificaban
conscientemente a España31.
Rusia y lo ruso, sin matices ni distinciones más sutiles (entre
soviético y ruso étnico, por ejemplo), servían además como como-
dines perfectos para denostar lo que no gustaba del bando repu-
blicano. Como una imagen de alteridad que incluía una perfecta
metáfora de todos los males sociales y vicios colectivos, desde la
óptica de los insurgentes: masificación, pobreza, caos infernal, fal-
ta de patriotismo, ausencia de moral, ateísmo… En su versión más
católica, era el epítome del reino de Satán y de la civilización de

denominación «rojo» para designar al contrario, sin que desaparezca del todo la
constante «rusificación» semántica del oponente.
28 M. KARL, Técnica del Komintern en España, Badajoz: Tip. «Gráfica Corpora-

tiva», 1937, 161-96 (cita en p. 187).


29 Cf. J. PÉREZ MADRIGAL, Augurios, estallido y episodios de la Guerra Civil (Cin-

cuenta días con el Ejército del Norte), Ávila: Imprenta Católica y Enc. de Sigirano
Díaz, 1938 [6.ª ed.], p. 223.
30 EL TEBIB ARRUMI, «¡Salvadas! Pero… ¿Y ellos?» [s.f., mayo de 1937], en ÍD.,

La conquista de Vizcaya (Las Crónicas de El Tebib Arrumi III), Valladolid: Librería


Santarén, 1938, 111-13.
31 Cf. T. TONI, S. J., España vendida a Rusia, Burgos: Eds. Antisectarias, 1937,

para un desarrollo caótico de ese argumento.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

la barbarie, como bien resumían el cardenal Gomá u otros publicis-


tas primigenios de la sublevación, quienes presentaban al invasor
ruso como, una «funesta estirpe apocalíptica de rojas alas, chispe-
antes ojos y sádicos instintos»32.
Los milicianos republicanos fueron representados con frecuen-
cia como hombres rudos tocados con un gorro militar soviético,
mientras todos los militares de graduación leales a la República
eran descritos simplemente como enmascarados agentes rusos, o
bien como militarotes petulantes «con insignias moscovitas» que
afirmaban altaneros «soy un oficial al servicio de Rusia»33. Los mi-
licianos asturianos se caracterizarían por una indumentaria volun-
tariamente rusa, y hasta sus barbas perseguirían conscientemente
el «establecer cierta pintoresca semejanza entre los hombres del
Volga y los hombres del Nalón»34. Cuando no se trataba, pura y
simplemente, de rusos de verdad. He aquí cómo el escritor y publi-
cista carlista Pérez de Olaguer representaba la entrada por sorpresa
de un requeté navarro en una taberna del «vecino pueblecillo rojo»:
Pueblecillo rojo vecino a la avanzadilla carlista. Una taberna
del pueblecillo. Allá, en la pared mugrienta, pegado con engrudo,
un retrato con las barbas pulidas de un Lenin de guardarropía.
En otro rincón, Stalin, con sus bigotes crespos y lacios y su mi-
rada de buitre. Una bandera roja. Y unos hombres absurdos, en-
tristecidos, asustados, engañados. Hablan un idioma raro, difícil,
extraño35.

Los soviets de Madrid serían igualmente fruto de una tropa de


extranjeros que sembrarían el terror: «Pronto aparecieron perso-
najes siniestros que hablaban lenguas desconocidas: muchos de
ellos eran rusos, que trajeron a Madrid y a España los tormentos
de sus checas»36. Eran milicianos «con acento extranjero muy mar-
cado, como en las películas», que mandaban a su antojo37.

32 I. GOMÁ TOMÁS, «El caso de España» [8-12-1936], en ÍD. (S. Galindo Herre-

ro, ed.), Pastorales de la Guerra de España, Madrid: Rialp, 1955, 43-71; J. VILLOT VI-
DAL, «Se desvanecen las sombras», Faro de Vigo, 3-9-1936, p. 1.
33 Vid. diversos ejemplos en L. MONTÁN, Bilbao Rojo y Bilbao nacional, Valla-

dolid: Santarén, s.f. [1937], pp. 11-12, o E. LÓPEZ SÁNCHEZ, Del frente de Asturias al
de Madrid pasando por el quirófano (Del Diario de un Combatiente), Lugo: Tip. La
Voz de la Verdad, 1939, 50-51.
34 J. A. BONET, ¡Simancas! Epopeya de los cuarteles de Gijón, Gijón: s. ed., 1939

[3.ª ed.], p. 137.


35 A. PÉREZ DE OLAGUER, Los de siempre. Hechos y anécdotas del requeté, s. l.

[Burgos]: Editorial Requeté, 1937, 167-74.


36 E. MONTERO, Los Estados Modernos y la Nueva España, Vitoria: Imp., Lib. y

Enc. del Montepío Diocesano, 1939, p. 252. Vid. también «Los rusos de Madrid se

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

Pero, ¿cómo eran los rusos verdaderos cuya presencia se supo-


nía numerosa en las filas adversarias? Por lo general, los comunis-
tas rusos no acostumbraban a tener fisionomía propia en las cari-
caturas y representaciones del bando republicano, salvo quizás en
algunas de las portadas de la popular revista satírica La Ametra-
lladora. Simplemente, escribía el falangista lucense Luis Moure Ma-
riño en mayo de 1937, los rusos eran la encarnación de la «bestia
asiática», que «ha ido dejando, a su paso, un rastro horripilante de
dolor y de miseria»38. Modelos de bestias satánicas, inspiradas en
figuras del Apocalipsis, pero que se podían encarnar en personas
vivientes39. En algunos casos, con todo, como el de la portada di-
señada por Avelino Aróztegui para la revista infantil falangista Fle-
cha en julio de 1937, sí se llegó a caracterizar iconográficamente
a los prisioneros republicanos simplemente como rusos cuyas ca-
ras recordaban vagamente a los retratos de Lenin, y que fueron
considerados unos «prisioneros de Oriente», exponentes de «una
raza pobre, decadente»40. En la portada dibujada por el mismo
autor en octubre de 1937, el «ruso» era un «cosaco mongol», con
gorro soviético, uniforme rojo y látigo en ristre (imagen 1)41. Y en
la mayoría de las ocasiones la encarnación del ruso era la caricatu-
ra de Stalin, con nariz afilada y bigote prominente, quien extendía
el odio y la muerte, y esclavizaba a los dirigentes republicanos42.
A eso se unían las frecuentes caricaturas, tomadas a menudo de
revistas alemanas y francesas, en las que se ridiculizaba la vida en
la URSS, se denunciaba el régimen de terror estalinista o se tilda-
ba a los dirigentes soviéticos de vagos y maleantes43.

matan en las calles de la capital», Unidad, 2-2-1937, p. 2, o la crónica de J. GOÑI,


«Frente de Madrid», ABC (Sevilla), 16-4-1937, pp. 7-8.
37 Santos ALCOCER, La «Quinta Columna» (Madrid, 1937), Madrid: G. del Toro

Editor, 1976, pp. 11-12.


38 L. MOURE MARIÑO, «El rastro de la bestia», El Progreso (Lugo), 4-5-1937, p. 1.
39 GAY, Estampas rojas, p. 15. Vid. también la portada de La Ametralladora, 20,

30-5-1937 (imagen 2).


40 Vid. Flecha, I: 27, 25-7-1937, donde se representa a un joven falangista con

un prisionero soviético. Igualmente, la portada de la revista infantil Pelayos,


12-9-1937.
41 Cf. La Ametralladora, 37, 10-10-1937, p. 1; «Stalin, Miaja y sus charreteras»,

La Ametralladora, 77, 17-7-1938.


42 «Los soviets quieren incendiar Europa», La Ametralladora, 22, 13-6-1937,

p. 1; «Guignol rojo», 38, 17-10-1937, p. 1; 18, 16-5-1937, p. 1.


43 Vid., por ejemplo, La Ametralladora, 23, 4-7-1937, p. 6; 36, 3-10-1937, s/p.;

«Caricaturas rusas», La Amentralladora, 41, 7-11-1937, s/p; «Juegos de sociedad en


Rusia», La Ametralladora, 75, 3-7-1938, s/p.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

El ruso, además, no sólo era un enemigo de los auténticos es-


pañoles. Aunque por extensión todos los comunistas y republica-
nos en general fuesen considerados rusos, la propaganda franquista
también intentaba distinguir entre los milicianos equivocados y, por
tanto, engañados por sus jefes, que sufrirían además una doble
opresión nacional por parte de los invasores de su propio país. En
esa imagen se revelaba la constante oscilación entre la desnacio-
nalización y exclusión del cuerpo nacional del adversario, y la as-
piración a reintegrar a la patria tras una debida expiación a una
parte de los oponentes, una vez que éstos se percatasen de dónde
estaba la auténtica España. Un buen ejemplo fueron las charlas ra-
diofónicas en Radio Nacional a partir de 1937 de Joaquín Pérez
Madrigal. Esas alocuciones se deleitaban en describir a los estere-
otipados milicianos republicanos, cuyo epítome era el miliciano
Remigio, como hombres bobalicones e incultos, masa manipulada
y maltratada por una banda de oficiales rusos y comunistas ex-
tranjeros, cuyo desprecio por España les llevaba incluso a discri-
minar a sus aliados españoles44. Si aún quedaba entre los milicia-
nos españoles un rescoldo de patriotismo, entonces no debían
dudar en abandonar a sus jefes foráneos y desertar al bando in-
surgente, donde se encontrarían por fin entre compatriotas y, por
ende, se renacionalizarían45. Remigio se convirtió en un arquetipo
popular del miliciano rojo, pero en el fondo buen español a fuer
de castizo, aunque ignorante, y por tanto reconducible para la ver-
dadera patria. Así fue representado en el teatro de la retaguardia
de la zona nacional46.
Un sentido semejante revestía la conversión de Diego, el cam-
pesino comunista extremeño que protagonizaba el drama del es-
critor jesuita Alejandro Rey-Stolle Rojo y Español. Tras seguir los
dictados revolucionarios del mendaz y arquetípico comunista ruso
Kaloski, quien tenía el soterrado propósito de asesinar a curas y
terratenientes, Diego acababa por abjurar del comunismo por ex-
tranjerizante, y se enfrentaba al ruso en estos términos:
¿Qué hiciste? ¿Por qué viniste a pervertir, a pudrirnos el co-
razón y la cabeza… a mí y a tantos otros españoles que, como yo,
nos hicisteis soñar con guerras sin sangre, en revoluciones sin rui-

44 «Espigando», El Eco Franciscano, LIV:1036, 1-3-1937, p. 118; «Amores que

matan», Unidad, 8-1-1937, p. 6.


45 J. PÉREZ MADRIGAL, El miliciano Remigio ‘pa’ la guerra es un prodigio, Ávila:

Imprenta Católica Sigirano Díaz, 1937, pp. 223-26; G. SALAYA, «De miliciano rojo a
soldado de Franco», La Ametralladora, 60, 20-3-1938, s/p.
46 F. MUÑOZ JIMÉNEZ, El Miliciano Remigio (Obra teatral cómico-dramática), Ba-

dajoz: Tipografía y Librería Viuda de A. Arqueros, 1939.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

nas? […]. ¿Por qué has encendido una guerra cruel y has lanza-
do a hermanos contra hermanos? […]. ¡Esta es tu obra, ruso!
Como español te puedo pedir cuentas47.

Los dos primeros años de posguerra asistieron a la repetición


automática del mismo estereotipo. Así, el escritor José María Sa-
laverría firmaba en diciembre de 1939 que el ruso era equiparable
a un «matón de taberna», doblado de exotismo impenetrable y de
una perfidia para la que los predestinaba la «complejidad de su
formación racial, que con frecuencia bordea el salvajismo»48. Y al
llegar a España la noticia de la invasión de la Unión Soviética por
los ejércitos alemanes y rumanos el 22 de junio de 1941, el sema-
nario Mundo recordaba que España ya conocía al enemigo comu-
nista, que «personificaba en Rusia sus fuerzas de criminal induc-
ción y complicidad satánica»49.
La caracterización del adversario como un ruso, según apun-
tan algunos indicios, caló en un principio entre muchos comba-
tientes del bando rebelde. De creer en el testimonio de algunos co-
rresponsales de guerra adscritos a las tropas republicanas, hubo
ocasiones en que los soldados franquistas creyeron realmente, al
menos en un principio, que sus oponentes eran auténticos rusos.
Así, una unidad de la fuerza expedicionaria republicana que ope-
ró en Mallorca en agosto de 1936 fue atacada por tres compañías
rebeldes al grito de «¡Viva España! ¡Mueran los rusos!». Tras ser
masacrados, sin embargo, muchos de los heridos y prisioneros
franquistas se sorprendieron al escuchar que los temidos «rusos»
hablaban catalán…50. Esporádicamente, además, los combatientes
republicanos eran aludidos como «rusos» en los testimonios epis-
tolares procedentes del bando rebelde51. El martilleo propagandís-
tico dejó algunos efectos duraderos. En los testimonios recogidos
en 1986 entre los habitantes del pueblo segoviano de Coca se cita-
ban con frecuencia, como causas recordadas de la guerra que «de-
cían [los militares] que iban a venir los comunistas de Rusia»52. La

47 ADRO XAVIER [A. REY-STOLLE], Rojo y español, Bilbao: El Mensajero del Co-

razón de Jesús, 1939, p. 71.


48 J. M.ª SALAVERRÍA, «El ruso», ABC, 20-12-1939, p. 7.
49 «Contra la URSS», Mundo, 29-6-1941, reproducido en L. ARAÑÓ y F. VILA-

NOVA, Un mundo en guerra. Crónicas españolas de la II Guerra Mundial, Barcelona:


Destino, 2008, 283-86.
50 P. DE LA TORRIENTE-BRAU, Peleando con los milicianos, Barcelona: Laia, 1980,

113-23.
51 Cf. J. CERVERA GIL, Ya sabes mi paradero. La guerra civil a través de las car-

tas de los que la vivieron, Barcelona: Planeta, 2005, 86-87.


52 A. FONTECHA, J. C. GIBAJA y F. BERNALTE, «La vida en retaguardia durante la

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

demonización del extranjero también dejó huella en las mentalida-


des durante el primer franquismo. Más de un español escolariza-
do en la primera posguerra asimiló la visión de la guerra de 1936-39
como una guerra de resistencia frente a unos «extranjeros enemi-
gos de nuestra grandeza histórica»53.

2. El ruso real: la experiencia de la División Azul (1941-44)


Entre junio y julio de 1941, casi dieciocho mil españoles, en-
tre voluntarios civiles, soldados más o menos voluntarios y oficia-
les del Ejército, partieron para el frente ruso para participar en el
esfuerzo de guerra alemán contra la Unión Soviética. Y entre esa
fecha y febrero de 1944, alrededor de 46.000 combatientes españo-
les, de los que unos 4.700 murieron en suelo ruso, combatieron en
el frente de Wolchow y en el de Leningrado54. Por primera vez, un
número relativamente significativo de soldados que compartían la
visión del mundo de los vencedores de 1939 conocían de cerca al
pueblo ruso, los efectos del régimen soviético y a soldados rusos
–más valdría decir soviéticos de diversas procedencias– sobre cuya
autenticidad no había duda. Más allá de la modesta ejecutoria bé-
lica de la llamada División Azul [DA], aquí nos interesa destacar
cuál fue la experiencia del contacto con el enemigo que vivieron y
transmitieron los soldados55.
Si el voluntario español de 1941 llevaba con él una imagen pre-
via del país de los soviets, aquélla respondía en el mejor de los ca-
sos a una mezcla de la imagen oscurantista y atrasada tradicional
de Rusia y del icono apocalíptico de la URSS y del comunista so-

guerra civil en zona franquista: Coca –Segovia– (1936-1939)», en J. ARÓSTEGUI


(coord.), Historia y memoria de la guerra civil. Encuentro en Castilla y León. Sala-
manca, 24-27 de septiembre de 1936, Valladolid: Junta de Castilla y León, 1988,
vol. II, 183-309.
53 Vid. R. BORRÀS BETRIU, Los que no hicimos la guerra, Barcelona: Nauta, 1971,

pp. 481 y 563.


54 Entre las obras más recientes que tratan la historia militar y diplomática de

la División Azul, cf. X. MORENO JULIÀ, La División Azul. Sangre española en Rusia,
1941-45, Barcelona: Crítica, 2004; W. Bowen, Spaniards and Nazi Germany: Colla-
boration in the New Order, Columbia: Missouri UP, 2000, y J. L. RODRÍGUEZ JIMÉNEZ,
De héroes e indeseables. La División Azul, Madrid, Espasa-Calpe, 2007.
55 Nos hemos acercado al tema en nuestros artículos «¿Eran los rusos culpa-

bles? Imagen del enemigo y políticas de ocupación de la División Azul en el frente


del Este, 1941-1944», Hispania, 223 (2006), pp. 695-750, y «Als die spanischen Fas-
chisten (Ost)Europa entdeckten: Zur Russlanderfahrung der ‘Blauen Division’
(1941-1944)», Totalitarismus und Demokratie, 3:2 (2006), pp. 323-44.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

viético reproducido por la propaganda de guerra franquista. ¿Has-


ta qué punto se tradujeron esas imágenes más o menos difusas en
la valoración del pueblo ruso? ¿Cómo interaccionaron aquéllas con
las experiencias vividas por los voluntarios españoles?

2.1. «LAS HORDAS DE STALIN»


En la mayoría de las memorias divisionarias publicadas a par-
tir de la década de 1950 se destaca el buen trato otorgado hacia
los prisioneros, algo recomendado por las primeras instrucciones
del Estado Mayor de la DA56; y, en general, el aprecio dispensado
al combatiente soviético. Este último era contemplado como una
víctima de la escasa consideración del Ejército Rojo hacia las ne-
cesidades de sus soldados, símbolo extremo de la brutalización y
anulación de la dignidad del hombre a la que abocaría el comu-
nismo soviético57. El Ejército Rojo, afirmaba un capellán divisio-
nario ya en 1942, no sería más que una colección informe de «ham-
brientos y engañados hijos del pueblo ruso, sacrificados por la
locura, el orgullo y la maldad de sus dirigentes judío-masónicos»58.
La historiografía ha coincidido en apreciar en los combatien-
tes del Ejército Rojo durante la II Guerra Mundial una mezcla de
fatalismo, sentido del sacrificio colectivo y sujeción a la coerción
del aparato represivo y militar estalinista, que era recubierta por
un patriotismo simple, pero efectivo59. Los divisionarios también
apreciaron algunas de estas características. Guillermo Alonso del
Real escribió ya en 1953 que «el soldado ruso […] era disciplina-
do, valiente y estaba magníficamente instruido»60. Y el general Emi-
lio Esteban-Infantes añadía en 1956 que el combatiente soviético
era obediente y perseverante; pero, esclavo del «instinto de masa»,
carecía de iniciativa61. Esa apreciación contradictoria, no exenta
de admiración por la austeridad de los soldados del Ejército Rojo,
se perpetúa en los testimonios orales de los ex divisionarios.

56 Cf. Instrucción general 3005, 4-8-1941, en Archivo General Militar de Ávila

[AGMAV], 2005/4/2.
57 Vid. las anotaciones de D. RIDRUEJO, Los Cuadernos de Rusia. Diario, Barce-

lona: Planeta, 1978, 157-58.


58 F. PRADO LERENA, «Un enemigo vencido y otro que lo será», Hoja de Cam-

paña, 18, 9-3-1942, p. 2.


59 Vid. C. MERRIDALE, Ivan’s War: The Red Army 1939-1945, Londres: Faber &

Faber, 2005.
60 F. RAMOS [G. ALONSO DEL REAL], División Azul, Madrid: Publicaciones Espa-

ñolas, 1953, p. 24.


61 E. ESTEBAN-INFANTES, La División Azul (Donde Asia empieza), Barcelona:

AHR, 1956, p. 37; ROYO, El sol, pp. 213-14.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

En los relatos españoles apenas se registran las descripciones


deshumanizadas, despersonalizadas y más o menos virulentas del
combatiente soviético que sí se encuentran en las cartas de los sol-
dados germanos. La imagen del Iván no es, como en el caso ale-
mán, la de un Untermensch perteneciente a una raza inferior, ela-
borada tras años de constante adoctrinamiento62. Las caricaturas
del soldado ruso que se prodigan en el periódico de trinchera de
la División Azul (Hoja de Campaña) son incluso más benignas que
las aparecidas en la publicística del bando franquista durante la
guerra civil, y hasta que las reproducidas por dibujantes de comic
de la España franquista, como Guillermo Sánchez Boix Boixcar63.
Ningún monstruo deforme, sino soldados barbudos, cortos de lu-
ces y harapientos representaban al combatiente soviético en las
imágenes coetáneas (imágenes 3 y 4)64.
El Ruski, en general, fue visto como una víctima más del sis-
tema comunista, un producto despersonalizado de una ideología
materialista. Su pasividad y carácter servil sólo denotaba cuán baja
había caído la autoestima del individuo en un régimen inhuma-
no65. El soldado Fernando Torres describía así en 1943 a un pri-
sionero recién capturado que había sido educado «en el culto fa-
nático de un ideal revolucionario y materialista» y transmutado en
«un ser humano completamente perdido para la Civilización», sin
conciencia de familia ni de religión, «portador de una concepción
geométrica y física de los pueblos y de los hombres, insensible al
dolor de sus mismos camaradas». El voluntario español afirmaba
sentirse superior a él, por conservar su dignidad individual y creer

62 O. BARTOV, The Eastern Front, 1941-45, German Troops and the Barbarisation

of Warfare, Houndmills/Nueva York: Palgrave, 2001 [1985], pp. 76-87; P. KNOCH,


«Das Bild des russischen Feindes», en W. WETTE y G. R. UEBERSCHÄR (eds.), Stalin-
grad. Mythos und Wirklichkeit einer Schlacht, Frankfurt a. M.: Fischer, 2003 [1992],
160-67.
63 Por ejemplo, BOIXCAR, El cerco de Leningrado, Barcelona: Toray, 1.955 (Ha-

zañas Bélicas, n.º 121).


64 Para ejemplos de caricaturas de soldados del Ejército Rojo, vid. Hoja de Cam-

paña, n.º 18, 9-3-1942, p. 3 (patrulla soviética); n.º 36, 5-8-1942, p. 5 (prisioneros);
n.º 41, 10-9-1942, p. 3 (tanquista soviético); n.º 42, 30-9-1942, p. 3 (prisionero);
n.º 87, 3-10-1943, p. 4, o n.º 92, 7-11-1943, p. 4 (soldado). Sólo en el n.º 42, 30-9-1942,
p. 1, encontramos una caricaturización agresiva y subhumana del soldado soviéti-
co. Otra cosa son las frecuentes caricaturas de Stalin o del comunismo soviético,
con rasgos mongoloides o cadavéricos (por ejemplo, vid. la caricatura del n.º 92,
7-11-1943, p. 4, representando a Stalin y un colaborador); o bien las que evocan la
guerra civil española, con soldados soviéticos tocados con su peculiar gorro mili-
tar, en actitud de abusar de mujeres (vid. Hoja de Campaña, 94, 21-11-1943, p. 5).
65 «Crónica fácil. El prisionero», Hoja de Campaña, n.º 85, 19-9-1943, p. 1.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

en Dios66. El Ejército Rojo era una masa informe y anónima. Se


trataba de «masas bestiales […] de todas las provincias de Asia […]
que se desmoronan y pulverizan en el pánico animal de una des-
bandada»67. Los soldados del comunismo no eran sino «carne de
cañón idiotizada, obligada a combatir por comisarios asesinos»68.
El soldado soviético podía ser un bravo enemigo. Pero los ibéricos
conservaban los valores civilizados y morales que los hacían cons-
cientes de su individualidad69.
La perspectiva de las narraciones autobiográficas sufrió un giro
considerable a partir de 1947, conforme fue tomando cuerpo lo que
podemos denominar el relato divisionario70. Un tema predilecto de
la memorialística divisionaria consistió en la evocación de la cama-
radería reinante entre prisioneros rusos y soldados españoles, quie-
nes confiarían en unos dóciles cautivos vistos como seres bonacho-
nes y toscos71. Algo hay de verdad en ello. Los prisioneros soviéticos
de la Legión Azul, el cuerpo de voluntarios que sucedió a la Divi-
sión Azul entre noviembre de 1943 y marzo de 1944, entregaron al
comandante de la unidad una carta de agradecimiento con un ico-
no ortodoxo72. Ya en 1943 se podía encontrar en la prensa falan-
gista española algún relato enviado desde Rusia donde se descri-
bía en tonos líricos a los prisioneros rusos, «adictos y fieles como
perros», que festejaban la Pascua conjuntamente con los soldados
españoles73. Del mismo modo, en la Hoja de Campaña también se
recogía una imagen amable del ruski prisionero que habría reco-
nocido en los españoles a sus libertadores, después de haber sido
enrolado a la fuerza «en las filas del ejército de la barbarie»74.

66 F. TORRES, «Retrato moral del prisionero ruso», Enlace, II:5, 6-3-1943, p. 3.


67 J. L. GÓMEZ-TELLO, Canción de invierno en el Este. Crónicas de la División
Azul, Barcelona: Luis de Caralt, 1945, p. 39.
68 D. CASTRO VILLACAÑAS, «Notas de hermandad. El teniente Rosse», Enlace,

3-4-1943, p. 2; J. SÁNCHEZ CARRILERO, Crónicas de la División Azul, Albacete: s. ed.


[Gráficas Albacete], 1992, p. 29.
69 División Azul. 2.º Cuaderno, Madrid: Eds. de la Vicesecretaría de Educación

Popular, 1943, s/p.


70 Cf. X. M. NÚÑEZ SEIXAS, «Russland war nicht schuldig: Die Ostfronterfah-

rung der spanischen Blauen Division in Selbstzeugnissen und Autobiographien,


1943-2004», en M. EPKENHANS, S. FÖRSTER y K. HAGEMANN (eds.): Militärische Erin-
nerungskultur. Soldaten im Spiegel von Biographien, Memoiren und Selbstzeugnissen,
Paderborn, Schöningh, 2006, 236-67.
71 RIDRUEJO, Cuadernos, pp. 269-70.
72 Museo de la Fundación División Azul, Madrid.
73 Por ejemplo, vid. A. RIBERA, «Alegría en campaña», El Español, II: 26,

24-4-1943, p. 5.
74 A. ANDÚJAR, «Nuestro ruski ha sido herido», Hoja de Campaña, n.º 79,

8-8-1943, p. 5.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

La imagen del enemigo no estaba imbuida del menosprecio ra-


cial que embargaba la interpretación del conflicto de los soldados
alemanes. Pero no todo fue siempre generosidad hacia los cauti-
vos. En el fragor del combate era frecuente no tomar prisioneros.
Tampoco fueron excepcionales las ejecuciones aisladas de algunos
de ellos75. E impera el silencio sobre los partisanos, uno de los es-
cenarios preferentes de la guerra sucia en la retaguardia76. Sólo en
1990, por ejemplo, el ex divisionario e historiador José María Sán-
chez Diana reconoció en sus memorias la existencia de constantes
represalias77. Con todo, existen razonables indicios de que el con-
trol de la población civil por la policía militar de la DA en su zona
de retaguardia no alcanzó las cotas de minuciosidad y brutalidad
que caracterizó al ejército alemán78. Los testimonios de la pobla-
ción civil rusa apuntan en una dirección semejante: aunque no de
modo sistemático ni frecuente, los soldados españoles también fue-
ron capaces de ejecutar algunas represalias contra la población ci-
vil. Por ejemplo, en la localidad de Rogavka a principios de diciem-
bre de 194179.

2.2. EL CAMPESINADO Y LA POBLACIÓN CIVIL RUSA

Los soldados españoles se alojaron preferentemente en las al-


deas rusas de la retaguardia inmediata a la línea del frente. Las re-
laciones de los ibéricos con la población civil, fundamentalmente
mujeres, ancianos y niños, que habitaba en esos pueblos se pre-
sentan en los testimonios autobiográficos posteriores a 1945 a tra-
vés de un prisma prácticamente monocolor. No sólo habría existi-
do buena vecindad entre los soldados españoles y los campesinos,

75 Actos como éstos sólo fueron reconocidos en algunos relatos publicados a

partir de la década de 1990. Vid., por ejemplo, J. M.ª SÁNCHEZ DIANA, Cabeza de puen-
te. Diario de un soldado de Hitler [1990], Alicante: García Hispán, 1993, pp. 110-14,
118, 138, 144 y 146; F. GARRIDO POLONIO y M. A. GARRIDO POLONIO, Nieve Roja. Es-
pañoles desaparecidos en el frente ruso, Madrid: Oberon, 2002, pp. 168-69.
76 Una excepción en R. ROYO [MASÍA], El sol y la nieve, Madrid: s. ed. [Talleres

Gráficos Cíes], 1956, p. 362.


77 SÁNCHEZ DIANA: Cabeza de puente, p. 132.
78 Orden del Alto Mando del L Cuerpo de Ejército, 10-7-1943, en Bundesar-

chiv-Militärarchiv Freiburg [BA-MA], RH 24-50/66.


79 Partes diarios de la División 250, 21-11-41, 3-12 y 4-12-1941, en: BA-MA, RH

24-38/171; vid. también el informe Partisanenbekämpfung in der Armee in der Zeit


vom 6-12/12-12-1941, en BA-MA, RH 20-16/99. Entrevista a Lidia Nikolaévna, Ro-
gavka, 28-3-2004, por Pavel Tendera (archivo del autor), y anexo al informe del Alto
Mando del 16 Ejército a Grupo de Ejércitos Norte, 13-2-1942, en: BA-MA, RH 20-
16/99.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

sino además pleno respeto, aprecio y hasta solidaridad. Esta sería


una gran victoria moral de la DA, al no haber sido corresponsable
ni siquiera indirectamente de la política nazi de exterminio80.
Los enamoramientos ingenuos entre soldados españoles y cam-
pesinas rusas fueron frecuentes. Y algunos de esos amoríos aca-
baron con la celebración de bodas no autorizadas81. Pero es dudo-
so que de esas relaciones naciesen muchos amores sinceros. Cartas
y diarios coetáneos describían a las campesinas rusas como fémi-
nas sucias, poco agraciadas, poco respetuosas con las normas mo-
rales tradicionales, y avejentadas por las privaciones y el trabajo82.
A veces se sugería que las mujeres rusas eran primitivas y pro-
miscuas83. Mediaba además una escasa distancia entre el baile con
las chicas rusas y la posible complicidad de éstas con los partisanos.
Se configuraba así una ambigua relación, mezcla de seducción y
de desconfianza84. Capítulo aparte lo constituían los niños, criatu-
ras que en su inocencia podían simbolizar muy bien la misión civi-
lizadora y recristianizadora que los soldados españoles se atribuían
en el frente ruso. Los españoles adoptarían a los niños que pulu-
laban en las aldeas, jugarían con ellos y les repartirían comida 85.
En algunos artículos del periódico de trinchera de la DA se ex-
ponía una visión semejante. Las aldeas rusas se vieron benigna-

80 R. PÉREZ CABALLERO, Vivencias y recuerdos: Rusia 1941-1943, Madrid: No-

vograph, 1986, p. 12. Vid. también A. ESPINOSA POVEDA, ¡¡Teníamos razón!! Cuantos
luchamos contra el comunismo soviético, Madrid: Fundación División Azul, 1993,
pp. 27 y 460.
81 Así lo denunciaban las autoridades militares alemanas a mediados de 1942.

Vid. telegramas del Oberkommando des Heeres (mando supremo del Ejército de
Tierra) a Grupo de Ejércitos Norte, 20-5-1942, y telegrama del Comando Supremo
del 18 Ejército a Grupo de Ejércitos Norte, 12-6-1942 (BA-MA, RH 19III/493).
82 Cf. por ejemplo la carta del brigada canario Raimundo Sánchez Aladro a

Joaquina Cabero, 18-1-1943 (Museo del Pueblo de Asturias, Gijón, R. 6410, 16/15-3).
O el Diario de Operaciones e impresiones del Teniente Provisional Benjamín Arenales
En la Campaña de Rusia, diario inédito [1942] (Archivo particular de D. Carmelo
de las Heras, Madrid), p. 29 (entrada del 5 de junio de 1942) y p. 57 (entrada del
5 de agosto de 1942).
83 EL GAFAS DE LA TERCERA, «Carta a mi “paneñka” [sic]», en Hoja de Campa-

ña, n.º 105, 11-3-1944, p. 5.


84 M. ÁLVAREZ DE SOTOMAYOR GIL DE MONTES, Generación Puente, Alicante: Gar-

cía Hispán, 1991, pp. 162-63; García Luna, Las cartas, pp. 32 y 113.
85 «Al amparo paterno», en Hoja de Campaña, n.º 80, 15-8-1944, p. 3; J. M.ª

CASTAÑÓN, Diario de una aventura (con la División Azul en Rusia, 1941-1942), Gi-
jón: Fundación Dolores Medio, 1991, p. 128; M. PUENTE, Yo, muerto en Rusia (Me-
morias del alférez Ocañas), Madrid: Eds. del Movimiento, 1954, pp. 157-58; J. MI-
RALLES GÜILL, Tres días de guerra y otros relatos de la División Azul, Ibi: García Hispán,
1981, pp. 88-90.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

mente ocupadas por soldados que tenían «algo también de misione-


ros y otro poco de artistas bohemios y trotamundos», que «volvían
a reconstruir imperios de antaño con simpatía»86. La curiosidad de
los voluntarios españoles les desvelaría que la población civil rusa
era hondamente anticomunista y había acogido en un principio a
los alemanes como liberadores, pero los excesos tudescos les ha-
bían enajenado el apoyo de los autóctonos. Solamente los solda-
dos españoles habrían marcado el camino correcto con su trato
cordial y benévolo87.

2.3. EL CAMPESINO RUSO: ¿UN PASO ATRÁS EN LA HISTORIA?

La imagen benigna del pueblo ruso fue transmitida a posteriori


por la abundante literatura memorialística divisionaria. En buena
parte, aquélla tenía un preludio en las caricaturas y algunos ar-
tículos de ficción publicados por la prensa de campaña de la DA,
en los que se retratan ancianos pintorescos, mujeres sencillas y jo-
viales y escenas de vida cotidiana no exentas de cierta ingenuidad
(imagen 5)88. Sin embargo, tal representación es matizada por los
propios testimonios coetáneos de los ex divisionarios, así como en
otros artículos publicados por el periódico de trinchera de la DA y
la prensa falangista. En ellos, los voluntarios describían la pobre-
za de los campesinos rusos, sus costumbres consideradas pseudo-
bárbaras, su servilismo y su fanatismo trágico, además de un
ateísmo doblado de falta de inhibiciones en moral sexual que los
falangistas atribuyeron al efecto disolvente del comunismo89.
A ojos de los voluntarios de 1941-43, los campesinos rusos se-
rían una suerte de paso atrás en la Historia y un ejemplo de lo que
el comunismo soviético habría podido provocar en España si hu-
biese triunfado en la Guerra Civil. Así se expresaban algunos ar-
tículos publicados por la Hoja de Campaña de la DA, que resalta-
ban cómo el comunismo, «que lleva en sí el estigma de la bajeza»,
se habría ensañado en «estos pobres ¨ruskis¨ harapientos y barbu-
dos», engañados además por un régimen que a la miseria material
que ya sufrían añadió algo peor, «la ruindad del espíritu»90. Simila-

86 «Crónica fácil. «En la Calle del Pilar tiene usted su casa», Hoja de Campa-

ña, n.º 91, 31-10-1943, p. 1.


87 Vid. F. TORRES, «Lo conocí en el frente ruso», Enlace, II:2, 23-1-1943, p. 4.
88 Vid. por ejemplo Hoja de Campaña, n.º 8, 13-12-1941, p. 2; n.º 11, 11-1-1942,

p. 2; n.º 36, 5-8-1942, p. 5; n.º 38, 19-8-1942, p. 3; n.º 39, 26-8-1942, p. 7; n.º 50,
18-11-1942, p. 3; n.º 61, 31-3-1943, p. 5; n.º 64, 11-4-1943, p. 4.
89 RIDRUEJO: Cuadernos, pp. 172-73.
90 Vid., por ejemplo, «Lo que vimos en Rusia», Hoja de Campaña, n.º 68,

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

res postulados se expresaban tanto en las cartas de los comba-


tientes como en diarios personales. El alférez Juan Romero ano-
taba el 17 de octubre de 1941 que las aldeas rusas «se componen
de un grupo de casas de madera que más parecen cuadras»91. Gó-
mez Tello describía la «vida infrahumana de los hombres del cam-
po soviético», lo que le habría aclarado «las razones […] de ese es-
tigma de bestialidad impreso en el rostro»92. Y Benjamín Arenales
anotaba en su diario el 28 de mayo de 1942, recién llegado al pue-
blo donde se alojó tras la línea del frente:
El pueblo es lo peor que se puede construir, las casas son to-
das de madera y en su interior hay un olor fétido y no recomen-
dable, pues la cuadra forma parte de la casa y está como una ha-
bitación, ¡esto es el Paraíso Ruso, que los rojos soñaban! de buena
gana los traería a todos para que se diesen cuenta de cómo los
estaban engañando. La familia es muy numerosa y duermen ves-
tidos y como animales93.

Por su lado, el capitán médico Manuel de Cárdenas describía


en abril de 1942 el ambiente de la población civil en la ciudad fe-
rroviaria de Luga, mezcla de pobreza y de estereotipo previo, en
este caso conformado por las imágenes de la literatura rusa:
La mayoría de la gente la constituyen rusas de todas las eda-
des, zarrapastrosas, casi todas con pañuelos de colores chillones
rodeando su cabeza, y otras con una especia de boinas blancas
puestas con muy poco salero. De cuando en cuando se ven viejos
mujiks de aspecto apostólico, con barbas blancas o rubias, mele-
na larga también y ojos claros de triste mirar acaso empañados
por las nubes de los malos recuerdos […]. Todos parecen esca-
pados de las novelas de Tolstoy o de Andreiev94.

En parte, eran los efectos de un régimen despótico y anticris-


tiano sobre un pueblo indefenso. Gómez Tello atribuía al comu-
nismo el aspecto subhumano de los campesinos rusos, «un reba-
ño vestido de despojos de mendigos […]. No se puede llegar tan
impunemente tan cerca de la bestia como lo ha hecho el comu-
nismo con ciento setenta millones de seres humanos»95. En Rusia

23-5-1943, p. 3, y C. Lamela, «Yo era oficial del Zar», Hoja de Campaña, n.º 79,
8-8-1943, p. 1.
91 Juan ROMERO OSENDE, Diario de Operaciones. Campaña de Rusia, entrada del

17-10-1941, p. 12 (archivo de D.ª Ana Romero Masia, A Coruña).


92 GÓMEZ-TELLO, Canción de invierno, p. 51.
93 ARENALES, Diario de Operaciones, p. 23.
94 Diario del capitán médico Manuel de Cárdenas (archivo particular de D. José

Manuel de Cárdenas, San Sebastián), entradas del 19 y 21 de abril de 1942.


95 GÓMEZ-TELLO, Canción de invierno, p. 53.

253
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los comunistas no habrían pasado de ser una minoría; pero bien


organizada e integrada por numerosos judíos y masones96. Un divi-
sionario turolense llegaba a solidarizarse con los rusos víctimas del
estalinismo: «abajo gime un pueblo brutalmente oprimido al que
es preciso libertar»97.
Empero, si el comunismo había triunfado precisamente en Ru-
sia, era también porque el pueblo ruso, rezagado en su camino ha-
cia la civilización, abotargado por la dureza del medio geográfico,
así como por su carácter servil producto de siglos de sujeción a re-
gímenes despóticos seudo-orientales, ofrecía un campo abonado
para ser manipulado y engañado por los bolcheviques. Más de un
divisionario cultivado creía encontrar en Rusia una confirmación
de la imagen exótica y mística transmitida a través de sus lecturas
literarias: Gómez Tello era elocuente cuando escribía que «Páginas
de Dostoyewsky y de Tolstoi me habían familiarizado con el am-
biente negro y musgoso de esta ex humanidad. Pero el drama me
parece aún mayor en su presencia», además de haber encontrado
confirmación de los personajes de Dostoievsky en la mezcla de mís-
tica y «exaltación desordenada, feroz», que habría también propi-
ciado que un pueblo con el «alma llena de un viento que viene des-
de Gengis-kan» se sumiese en la revolución soviética98.
Por otro lado, de acuerdo con los extendidos postulados del hi-
gienismo social un pueblo sucio y misérrimo era así no por acci-
dente, sino por naturaleza. Los seres humanos definidos como su-
cios, toscos o poco bellos no pertenecían exactamente a la misma
categoría que los combatientes europeos. Muchos oficiales divisio-
narios habían experimentado parecidas sensaciones ante la pobla-
ción civil bereber años atrás. Y África seguía siendo un patrón de
comparación. Expresiva en este sentido, aunque no llegase a viajar
hasta la línea del frente, era la descripción que ofreció Ernesto Gi-
ménez Caballero en la primavera de 1943, cuando visitó las fosas
de Katyn y conoció en Bielorrusia un paisaje de pueblos arruinados
y «campamentos nomádicos», en cuyas misérrimas casas se respira-
ba un «olor denso, cuajado, picante, pegajoso: a Oriente, a moro»99.
Rusia era, por lo tanto, un pueblo extraño, una mezcla de exo-
tismo, apatía y fatalismo, que reunía muchas de las características
de un buen salvaje, primitivo pero incapaz de regirse por sí mismo.
Según Ridruejo, el pueblo ruso era «tosco, dulce, pasivo y soño-

«¿Cuántos comunistas hay en Rusia?», Hoja de Campaña, 87, 3-10-1943, p. 8.


96

HISPANUS, «Cartas desde Rusia. Crisis moral», Lucha (Teruel), 7-7-1943, p. 4.


97
98 GÓMEZ-TELLO, Canción de invierno, pp. 52 y 111-13.
99 E. GIMÉNEZ CABALLERO, La matanza de Katyn (Visión sobre Rusia), Madrid:

Impr. E. Giménez, s.f. [1943].

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liento», y el campesino eslavo «casi una bestia, servil, indiferente,


impúdica, sin conciencia histórica»100. Durante los primeros años
cuarenta, la prensa falangista reprodujo crónicas en las que se de-
jaba traslucir un tono de racismo cultural, basado en ecos del de-
terminismo histórico y geográfico hacia el pueblo ruso. Lo que su-
ponía una reelaboración de algunos de los tópicos discursivos
heredados de la Guerra Civil.
En primer lugar, se destacaba el carácter asiático del pueblo
ruso101. Una turba oriental, extraño a la tradición europea y de ins-
tintos vasalláticos, que por ello habría sido una víctima fácil de la
barbarie comunista. La campaña de 1941 tendría por objeto arre-
batar al influjo de Asia una mitad de Europa «que ha vivido en su
desoladora miseria el falso y peligroso espejismo de un paraíso in-
existente»102.
El ruso sería además un espíritu atormentado, producto de un
clima extremo y de una tierra yerma. Un «esclavo del duro entor-
no» geográfico, escribía el coronel Díaz de Villegas. La falta de ar-
quitectura popular en piedra denotaría, además, una más profun-
da «falta de espíritu tradicional» del eslavo, que privaría «al
campesino ruso del sentido de la continuidad y del esfuerzo», de
sentido histórico, en definitiva103. Ideas semejantes, no sabemos si
aprendidas en Rusia o reproduciendo estereotipos, expresaba Do-
mingo Lagunilla en las páginas del semanario falangista El Espa-
ñol en 1943. El pueblo ruso poseía un alma atormentada, mística
y fanática; y su historia siempre habría estado caracterizada por
la «fatídica influencia de la ignorancia y el fanatismo, siempre el
mismo impulso salvaje y primitivo». Lagunilla proponía toda una
explicación psicosocial:
El eslavo no siente la necesidad de explicarse el porqué de las
cosas; no siente gusto por la observación, ni por el examen ana-
lítico y deductivo. Se sirve más de su imaginación dispersa y de
sus gustos; obra por intuición, rutina y sumisión. Es un conven-
cido de las fuerzas ocultas, lo que concuerda con su imaginación
flotante y dispersiva, fruto del atavismo, del medio geográfico, del
clima y de su historia.
En el aspecto religioso, su fe es contemplativa, visionaria, lle-
na de esperanzas y temores supersticiosos, de esperas mesiáni-
cas. En el orden político, le falta la noción de la crítica, y ve en

100 D. RIDRUEJO, Con fuego y con raíces. Casi unas memorias, Barcelona: Pla-

neta, 1976, pp. 229-30.


101 J. REVUELTA IMAZ, «Camisas azules en Nowgorod», Enlace, 7, 23-8-1942, p. 3.
102 A. DE LA IGLESIA, «La leyenda partida», Hoja de Campaña, 13, 4-2-1942, p. 3.
103 J. DÍAZ DE VILLEGAS, La División Azul en línea, Barcelona: Acervo, 1967, pp.

57-58.

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el Estado, sea representado por el zar o por Stalin, una entidad


metafísica, inasequible a su juicio y concediéndole un poder má-
gico. Por ello son seres principalmente inertes, pasivos, resigna-
dos104.

Un artículo publicado en la Hoja de Campaña en septiembre de


1943 intentaba ir más lejos en sus argumentaciones y recurría a
argumentos próximos no sólo a las teorías del higienismo social,
sino que reflejaban también algunos de los postulados biológico-
genéticos que servían de fundamento al nacionalsocialismo alemán
y su guerra de exterminio. La «masa rusa» ya estaría sumida en el
alcoholismo, el crimen y la degeneración sexual con anterioridad
a la revolución bolchevique, por lo que, según «todas las leyes cien-
tíficas de la herencia», de un pueblo así sólo podían «salir hijos ta-
rados y con tendencias anormales». El comunismo prendió fácil-
mente en Rusia gracias a la existencia de ese terreno abonado, pero
agravó aún más el estado de degeneración del pueblo ruso «con la
divulgación de novelas pornográficas y asociaciones desnudistas y
la teoría del amor libre», con lo que «la depreciación de la vida hu-
mana inherente a todo caos revolucionario aumentó la criminali-
dad hasta límites espeluznantes». Por ello, era preciso extirpar el
«ideario marxista que amenazaba poner a Europa en manos de
una raza tarada por la herencia», lo que hacía necesario llevar a
cabo en Rusia «una labor moralizadora y sanitaria»105.
No fue ésta, empero, la tónica del discurso del falangismo di-
visionario. Desde las páginas de Hoja de Campaña se recordaba que
la raza era «la patria sobre el fundamento primero de la sangre»;
pero a continuación añadía: «También de la sangre mezclada. Por-
que en la mezcla reside a menudo la unidad». La raza hispánica se
sustentaba en la cultura, la fe y la proyección exterior106. El anti-
civilizatorio influjo de los bolcheviques, judíos y masones había
convertido al hombre ruso en «un engranaje en la máquina del Es-
tado». Sin embargo, la juventud de la Nueva Europa reeducaría al
pueblo ruso y le devolvería la fe cristiana, además de la civiliza-
ción occidental; y los españoles se portarían con los campesinos
como con los indígenas americanos de cuatro siglos antes107.

104 D. LAGUNILLA, «Los instintos primitivos de la raza eslava», El Español, II:15,

6-2-1943, p. 4.
105 S. M. C., «La morbosidad de la Rusia soviética», Hoja de Campaña, n.º 82,

5-9-1943, p. 3.
106 «La raza», Hoja de Campaña, n.º 88, 10-10-1943, p. 1.
107 G. G. R., «Los bolcheviques, la imprenta y la religión», Hoja de Campaña,

n.º 93, 14-11-1943, p. 3, y «El comunismo, interpretación materialista de la vida»,


Hoja de Campaña, n.º 94, 21-11-1943, p. 5.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

He aquí una diferencia crucial. Rusia podía ser convertida. Ésta


era una misión que en las revistas doctrinales falangistas habían
imaginado para los ejércitos de Europa en su avance por suelo so-
viético en el verano de 1941; y que en 1943 seguían considerando
como uno de los cometidos fundamentales de la política de ocu-
pación germana en la Unión Soviética108. Los fascistas españoles
no consideraban que el pueblo ruso constituyese una raza biológi-
camente definida y genéticamente inferior, y, por lo tanto, de im-
posible regeneración, como sí creían los ideólogos nazis y muchos
combatientes de la Wehrmacht educados en los valores del
III Reich. Y dejaban abierta, por tanto, la posibilidad de una re-
dención espiritual del pueblo ruso, a través de la reinstauración de
la religión como parte integrante y sustantiva de la auténtica tra-
dición del país109.

3. Conclusiones: un enemigo imaginado


El lenguaje propio del higienismo social se diluyó en la publi-
cística divisionaria de posguerra. Pero algunos rastros del racismo
cultural de otrora fueron bastante perceptibles durante décadas,
aunque adoptando la forma más tradicional del determinismo his-
tórico, cultural-religioso y en parte geográfico. Esta consideración
de fondo se combinaba, ya en las primeras autobiografías y testi-
monios, con un cierto naturalismo realista en la descripción de es-
cenas, tipos, pueblos y paisajes. E, incluso, con un gusto por lo pin-
toresco del ambiente campesino, casi costumbrista en algunos
veteranos, que hasta se ocuparon en recoger narraciones y leyendas
populares rusas escuchadas de los campesinos en la región de Nov-
gorod110. Ello sirvió de antecedente para la visión que a partir de
principios de la década de 1950 se impondría en el relato divisiona-
rio. En 1956, el general Esteban-Infantes escribía que el ruso «lle-
va consigo el sentimiento de culpa y manía de sufrir», alma de «es-
clavo moderno» producto de las invasiones tártaras del siglo XIII y
de las diversas invasiones desde el Oeste. Ese espíritu sumiso «hizo
posible el comunismo», que duraría lo que Rusia tardase en reen-
contrar la antigua «armonía que reinó en el orden político de las

108 Por ejemplo, PENELLA DE SILVA, «Reconquista del espíritu», Destino, 209,

19-7-1941; «Rutas», Haz, 3, 15-7-1941, p. 3.


109 F. TORRES, «Rusos en la retaguardia», Lucha (Teruel), 15-7-1943, p. 4.
110 Vid., por ejemplo, F. Bendala, Leyendas del lago Ilmen, Madrid: Vda. de Juan

Pueyo, 1944.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

antiguas repúblicas comerciales independientes de Polkow y Now-


gorod». Sólo entonces encontraría Rusia «su alma mesiánica»111.
En la memoria divisionaria también pervivió una suerte de fas-
cinada incomprensión ante la «Rusia inmensa y misteriosa […] un
pueblo extraño, reconcentrado y religioso a pesar de su ateísmo
oficial», en el que estarían mezclados «el amor y el odio, la ternu-
ra y la dureza», la miseria atroz y la plena alfabetización112. Se in-
cidía ahora, sobre todo, en la condición de doble víctima del cam-
pesino ruso: pasto del horror bolchevique, pero también de los
reconocidos rigores de la política alemana de ocupación113.
El ideal anticomunista de 1936-39 y de 1941, pues, se habría
visto reforzado con la constatación de la pobreza y miseria del cam-
pesinado ruso. Tanto, que la experiencia de Rusia valía a más de
un oficial veterano de la DA a principios de la década de 1950,
como el coronel Díaz de Villegas, para impartir «seminarios de
formación» a las jerarquías provinciales de FET sobre los efectos
del comunismo. Ahora no se destacaba la miseria cultural y espi-
ritual del pueblo ruso, su apatía ancestral y pseudoasiática. Toda
la culpa recaería enteramente en el comunismo, que destruía la fa-
milia y la religión, creaba pobreza y se apoyaba en el terror para
embrutecer a la población, si bien se seguía reconociendo la falta
de valores familiares de los pueblos eslavos, consecuencia de no
haber conocido el catolicismo, y su propensión oriental a aceptar
tiranías…114. En semejantes términos insistieron los testimonios de
los prisioneros retornados en 1954, al rememorar sus contactos y
conversaciones con sus vigilantes o con la población civil en algu-
nos campos de trabajo de la URSS. La miseria de las gentes sería
ya sólo una consecuencia de la crueldad del sistema soviético115.
Las varias obras de propaganda publicadas en la España franquista
acerca del terror estalinista, la situación de los niños españoles lle-
vados a la URSS durante la Guerra Civil o la «esclavitud» del ré-
gimen incidirían en lo sucesivo en una línea argumental muy se-
mejante, y dejarían en un segundo plano los argumentos anteriores
que incidían en la continuidad existente entre los planes de Stalin

111ESTEBAN-INFANTES, La División Azul, pp. 27-30.


112ÁLVAREZ-DE SOTOMAYOR, Generación Puente, pp. 160-61.
113 Vid., por ejemplo, T. SALVADOR, «La División 250, llamada Azul», en Histo-

ria y Vida, 35 (febrero 1971), pp. 102-13.


114 Vid. J. DÍAZ DE VILLEGAS, Lo que ví en Rusia, Madrid: Imprenta Julio San

Martín, 1950; ÍD., Rusia por dentro, Madrid: s. ed., 1951, e ÍD., La División Azul, pp.
50-57. Igualmente, GARCÍA LUNA, Las cartas, pp. 38-39 y 121.
115 Vid., por ejemplo, PUENTE, Yo, muerto en Rusia, pp. 88-89, 97 y 133-36;

G. OROQUIETA ARBIOL y C. GARCÍA SÁNCHEZ, De Leningrado a Odesa, Barcelona: AHR,


1958, 96-97.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

para conquistar Europa y los concebidos en el pasado por Pedro


el Grande y Genghis Kan…116.
El otro ruso/comunista de 1936-39 daba paso ahora a la sepa-
ración retórica entre un pueblo que era víctima de un régimen y
la cosmovisión materialista y atea que representaba este régimen;
entre un país que habría sufrido una suerte semejante a la que una
parte de España corrió durante los años de guerra civil, y una ideo-
logía internacionalista que ya no era vista en simbiosis atea y asiá-
tica con un pueblo místico y extraño. La censura franquista esta-
bleció en una consigna del 13 de septiembre de 1944 que en lo
sucesivo habría que distinguir en las informaciones sobre la guerra
mundial entre el «comunismo de exportación, internacionalismo
ideológico subversivo que labora en el interior de los distintos pue-
blos» y «Rusia, entidad nacional», que poseía sus propios hechos
históricos, de modo que así también se evitaba confundir a los Alia-
dos occidentales con el comunismo117. La ocupación de varios paí-
ses de Europa oriental por el Ejército Rojo tendió a reforzar esa
visión de los pueblos y naciones situados bajo régimen comunista
como víctimas. Así se puso de manifiesto con ocasión de la inva-
sión soviética de Hungría en 1956, cuando un Franco oportunista
intentó explotar en beneficio propio la movilización católica y oc-
cidental en solidaridad con los rebeldes magiares, y el general Mu-
ñoz Grandes, a la sazón vicepresidente del Gobierno, llegó a pro-
poner seriamente el envío de una segunda División Azul en auxilio
de aquéllos118.
Además del influjo de la propaganda del bloque occidental acer-
ca del comunismo soviético, la experiencia divisionaria contribu-
yó a moldear la percepción de la URSS en la España franquista.
La Guerra Fría habría confirmado la determinación de los volun-
tarios de la DA en señalar a la URSS como el principal enemigo
de la civilización occidental, de la cultura europea y, sobre todo, de
los valores cristianos. Un enemigo que seguía manteniendo a sus
habitantes en la miseria, según corroboraban los escasos relatos
de viajes de retorno de antiguos divisionarios a la URSS con an-

116 Cf., por ejemplo, el contraste entre la obra del policía, historiador aficio-

nado y encargado de la represión de la masonería E. COMÍN COLOMER, Stalin, Gen-


gis Kan y Pedro I el Grande: Planes de invasión de Europa, Madrid: Asmer, s.f. [ca.
1943-44], y su posterior opúsculo Españoles esclavos en Rusia, Madrid: Publicacio-
nes Españolas, 1952; o el libro publicado por Luis CARRERO BLANCO como JUAN DE
LA COSA, Las modernas torres de Babel, Madrid: Eds. Idea, 1956.
117 Vid. la orden reproducida en ARAÑÓ y VILANOVA, Un mundo en guerra, 817-19.
118 Cf. algunos datos en el, por lo demás, insulso libro de M.ª D. FERRERO BLAN-

CO, La Revolución húngara de 1956: El despertar democrático de Europa del Este,


Huelva: Univ. de Huelva, 2003.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

terioridad a 1989119. Paralelamente, los veteranos de Rusia podían


protagonizar en ocasiones iniciativas sorprendentes. Así, varios de
ellos promovieron en 1955 una exposición de iconos ortodoxos ru-
sos en la Biblioteca Nacional de Madrid, que chocó con la furi-
bunda reacción del cardenal Eijo Garay, alarmado ante la exhibi-
ción de símbolos de una confesión distinta de la católica.
La caída del muro de Berlín, primero, y la definitiva conver-
sión de Rusia y del resto de países de Europa Oriental desde en-
tonces, vendría a incidir involuntariamente en la misma línea ar-
gumental. Una vez caído el régimen soviético, los antiguos
voluntarios, ahora ancianos, se reencontraban con el místico y fer-
viente pueblo ruso, en una suerte de peregrinaje circular. Se veía
ahora en ello el triunfo de la Rusia eterna, de la auténtica esencia
de un pueblo ruso que habría sido contaminado por la revolución
comunista. Sería su victoria final, pese a las incomprensiones de
la Historia: Rusia no era culpable, sino que lo era el comunismo
soviético, responsable a su vez de que las cualidades del pueblo
ruso se hubiesen tornado amenazas para la civilización occiden-
tal120. El otro étnico se había así separado del componente políti-
co-ideológico, del enemigo interno.

119 Vid., por ejemplo, V. MAS, «Dos viajes a Rusia», Blau División, 537 (abril

2004), pp. 6-8.


120 E. DE LA VEGA VIGUERA, Rusia no es culpable. Historia de la División Azul,

Madrid: Ed. Barbarroja, 1999, pp. 9-11.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

IMAGEN 1. La Ametralladora, 37, 10-10-1937.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

IMAGEN 2. La Ametralladora, 20, 30-5-1937.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

IMAGEN 3. Hoja de Campaña, 18, 9-3-1942, p. 3.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

IMAGEN 4. Hoja de Campaña, 42, 30-9-1942, p. 1.

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X. M. NÚÑEZ SEIXAS DEL RUSO VIRTUAL AL RUSO REAL: EL EXTRANJERO IMAGINADO

IMAGEN 5. Hoja de Campaña, 8, 13-12-1941, p. 2.

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SECCIÓN III

Los enemigos internos de la nación


(siglos XIX-XX)
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¿GUERRA ENTRE HERMANOS


EN LA GRAN ANTILLA?
LA IMAGEN DEL REBELDE CUBANO (1868-98)

ANDREAS STUCKI
Universidad de Berna

Cuba, la llamada «perla de las Antillas», fue considerada en el


imaginario patriótico español del siglo XIX como parte integral del
territorio nacional. Incluso mereció el calificativo de «la siempre
fiel» después de las guerras independentistas del continente ame-
ricano (1808-25). Cuando en octubre de 1868 estalló la insurrec-
ción en el Oriente cubano, no regía en la provincia española de Ul-
tramar la Constitución vigente en la península, sino que había sido
gobernada durante más de treinta años por «leyes especiales» que
nunca fueron objeto de especificación, abriendo así las puertas al
abuso y al despotismo1. No obstante, los oficiales que embarcaron
desde los puertos de Cádiz, Santander y Barcelona con rumbo a
La Habana declararon que el honor de España estaba en Cuba, y
que iban a defender la integridad de la patria. En este sentido, la
isla fue considerada como una provincia rebelde y los insurrectos
cubanos como enemigos internos de la nación2.
En las páginas que siguen nos proponemos una aproximación
a la imagen del rebelde cubano a lo largo de los conflictos bélicos
del último tercio del siglo XIX. ¿Cómo se constituyó la imagen del
otro en España y entre los militares y colonos españoles en Cuba?
El principal objetivo de este ensayo consiste en visualizar la des-
calificación del enemigo y analizar la radicalización retórica de la
misma, que corría paralela al desbordamiento de la violencia. Para
ello, consideramos esenciales las siguientes preguntas. Primera,
¿en qué medida la exclusión del insurrecto del mundo civilizado
facilitó la adopción de medidas severas contra la población civil,
que culminaron con la reconcentración de la población rural en

1 Josep M. FRADERA, «Why were Spain’s Special Overseas Laws Never Enac-

ted?», en Richard L. KAGAN y Geoffrey PARKER (eds.), Spain, Europe and the Atlan-
tic World. Essays in Honour of John H. Elliott, Cambridge, Cambridge UP, 1995, pp.
334-49.
2 Para la idea de la ‚recreación’ de España en Ultramar, cfr. Christopher

SCHMIDT-NOWARA, «‘La España Ultramarina’: Colonialism and Nation-building in Ni-


neteenth-century Spain», European History Quarterly, 34:2 (2004), pp. 190-214.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

puntos fortificados con destacamento militar español? Segunda,


¿cómo deducir de estas observaciones conclusiones de alcance más
amplio, aplicables al carácter de la guerra y la violencia en sí? Con
estos interrogantes abordamos en primer lugar a un conjunto de
fuentes escritas de carácter principalmente militar, así como la do-
cumentación procedente de la administración española de la isla
de Cuba, que será contrastada en la medida de lo posible con otras
fuentes que dan testimonio de la vida cotidiana en la isla durante
las contiendas bélicas. En segundo lugar, resulta imprescindible
para nuestro propósito el proceder a un análisis de la prensa grá-
fica española de la época.

1. Viejos temores y guerra sin cuartel


El fantasma de la revolución de Santo Domingo de 1791, que
culminó en 1804 con la independencia de Haití, estuvo muy pre-
sente en la conciencia colectiva de la élite colonial cubana a lo lar-
go de todo el siglo XIX. En un principio, predominaba en ella la
impronta de las vivencias y relatos transmitidos por los súbditos
españoles que durante los hechos revolucionarios habían emigrado
de Santo Domingo a Cuba. Otra fuente de información la consti-
tuyeron los refugiados franceses, alrededor de 18.000, que llegaron
principalmente al puerto de Santiago de Cuba también proceden-
tes de Santo Domingo. A pesar de los esfuerzos por establecer un
«cordón sanitario» en Cuba que afectase en especial a la población
de color y los esclavos para que no recibiesen información sobre
los sucesos de Santo Domingo, isla ubicada sólo a unas cuantas
millas del Oriente cubano, las noticias llegaron en no pocas oca-
siones a través de testigos directos, fuesen las tropas exiliadas de
Jean François en 1796, aunque las autoridades de la capital les hu-
biesen negado el desembarque en el puerto de La Habana, o fue-
sen esclavos procedentes de Haití que mediante el contrabando es-
clavista habían llegado a los barracones de los ingenios de Cuba.
En los espacios urbanos, muchos afrocubanos libres se informa-
ron mediante redes informales y, sobre todo, por medio de la lec-
tura de una publicación oficial, La Gaceta de Madrid. Este perió-
dico también circulaba en Cuba y, como reunía informaciones
detalladas sobre los hechos revolucionarios que se habían publi-
cado en las gacetas europeas, provocó la indignación del Marqués
de Someruelos, Capitán General de La Habana.
Sin duda, la experiencia haitiana pronto habría de servir como
fuente de inspiración para futuras rebeliones de esclavos en Cuba.
No obstante, los hechos de Haití se transmutaron, a través de los

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

canales oficiales españoles, en noticias de un simple enfrentamien-


to entre «blancos y negros». Despojados de su contexto social y po-
lítico, las masacres de blancos a manos de negros constituían la
imagen de la revolución de Haití en una isla que, a su vez, depen-
día cada vez más de la mano de obra esclava para su emergente
economía azucarera. A lo largo del siglo, prejuicios racistas y va-
gas alusiones al peligro de una «guerra de razas» dominaron el
imaginario no sólo de la élite colonial cubana. El miedo a la re-
producción de «otro Haití» justificó en la Gran Antilla, por ejem-
plo, las masacres cometidas en el curso de la represión de los mo-
vimientos insurgentes conocidos como rebeliones de Aponte en
1812, y llevó a la ola de represión en la década de 1840 con moti-
vo de la rebelión de La Escalera3.
Con el estallido de la Guerra de los Diez Años en octubre en
1868, los grandes hacendados, los sacarócratas, los comerciantes
y los financieros de la isla recelaron de una alteración del estatus
colonial. La inminente liberación de los esclavos en Oriente –o aún
peor, la abolición– amenazaba con la desaparición de un negocio
sumamente lucrativo: la trata ilegal. En este sentido, el argumen-
to de la imperiosa «colisión de razas» se convirtió en una podero-
sa arma política y propagandística para el grupo propeninsular. El
objetivo consistía en sembrar dudas dentro de las filas insurrectas,
y desacreditar el movimiento en el exterior. De hecho, el extendi-
do miedo al peligro de una «dictadura negra» en Oriente llegó a
estimular divisiones entre los dirigentes de primera hora de la in-
surrección, sobre todo cubanos blancos, y los afrocubanos libres y
esclavos de antaño que en el transcurso de la guerra habían gana-
do influencia y prestigio social. Expresión de esos enfrentamien-
tos internos y del racismo dentro de las filas insurrectas fue la cri-
sis del Ejército Mambí de los años 1870-714.
Debido a la larga duración de la guerra, que únicamente en vir-
tud del pacto o Convenio del Zanjón en febrero de 1878 llegó a su
final, el Gobierno español estuvo ansioso por señalar los avances
en la pacificación de Cuba, que consideró vital para su imagen en
el «mundo civilizado». En un memorándum dirigido a las poten-

3 Ada FERRER, «Noticias de Haití en Cuba», Revista de Indias, 63:229 (2003),

pp. 675-94; Matt D. CHILDS, The 1812 Aponte Rebellion in Cuba and the Struggle
against Atlantic Slavery, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 2006,
pp. 38-45, 88, 93 y 165; Robert L. PAQUETTE, Sugar is Made with Blood. The Cons-
piracy of La Escalera and the Conflict between Empires over Slavery in Cuba, Mid-
dletown, Wesleyan UP, 1988.
4 Ada FERRER, Insurgent Cuba. Race, Nation, and Revolution, 1868-1898, Cha-

pel Hill, The University of North Carolina Press, 1999, pp. 47-54.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

cias europeas y los EE.UU., aquél declaraba que la lucha había «to-
mado un carácter feroz de guerra de razas y de devastación» has-
ta entonces desconocidos. Claro está que ni uno solo de los «he-
chos salvajes» se atribuía a las tropas españolas. La persistencia
de la insurrección se debía, según esta descripción, a que «[l]a ma-
yoría de los rebeldes, negros y mulatos semisalvajes, no [tenían]
las necesidades de la civilización». En los extensos territorios del
Oriente cubano se mantenían los rebeldes de las viandas que «es-
pontáneamente produce aquel fértil suelo». De ahí «se arrojaron
para saquear e incendiar los ingenios y propiedades», así como
para «hostilizar» a las columnas españolas5.
Esta proclama oficial retomaba de forma más amplia el punto
de vista que compartía un grupo de militares comprometidos en
las luchas en Cuba. Para ellos, «el foco […] de la rebelión se com-
pon[ía] de negros y chinos». Se entiende que este enemigo inferior
no luchaba con valor, sino como una alimaña, «con toda clase
de […] asechanzas»6. Se reconocía en estas palabras la frustración
provocada por años de desafío armado por parte de un enemigo
ágil, muchas veces invisible, que atacaba preferentemente me-
diante emboscadas. Aquella frustración ante la falta de un adver-
sario tangible se descargó con frecuencia en forma de abusos con-
tra la población civil. Un «enemigo que no [dio] la cara nunca» a
los valientes soldados españoles podía estar en todas partes. Con
un contrincante que «asesina, incendia y comete toda clase de crí-
menes atroces» se justificaba el desbordamiento de la violencia7.
La idea de que en esta guerra los oponentes de España «no
[eran] enemigos políticos» contribuyó al empleo de recursos mili-
tares más severos. Contra adversarios considerados por los milita-
res como «seres depravados en quienes se [había] desarrollado un
odio de raza» no había otra solución que proceder enérgicamen-
te8. En palabras de Félix Echauz y Guinart, subinspector de sani-
dad de la armada y antiguo jefe de sanidad del Cuartel General del
Ejército del Centro, los cubanos eran «hijos bastardos» que vivían
en una «condición semisalvaje». Sus declaraciones no sólo se refe-
rían a los insurrectos, sino que eran también una expresión de des-

5 Memorándum del 3-II-1876, en Antonio PIRALA, Anales de la guerra de Cuba,

III vols., Madrid, Rojas, 1895-1898, vol. III, Madrid 1898, pp. 305-09.
6 Juan V. ESCALERA, Campaña de Cuba. Recuerdos de un soldado (1869 a 1875),

Madrid, Rojas, 1877, p. 305.


7 Carta del General Puello, Puerto Príncipe, 13 de diciembre de 1869, en: PI-

RALA, Anales, vol. I, Madrid 1895, p. 649.


8 La cita es de Blas Villate, Conde de Valmaseda, cuando ocupaba en diciem-

bre de 1870 el cargo de capitán general en Cuba, citado en: PIRALA, Anales, vol. II,
Madrid 1896, p. 46.

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

precio a toda la sociedad cubana. A pesar de que Echauz y Guinart


no se consideraba un militar de formación, lamentó las acciones
descontroladas del ejército español durante los primeros años del
conflicto y propuso en 1872 un plan de campaña para poner fin a
la guerra. Este consistía, entre otras medidas, en «despoblar la mi-
tad de la isla, especialmente en su parte central» con el fin de se-
parar a los insurrectos de todos los recursos y de la ayuda de los
llamados pacíficos. De esta forma se quería impedir a los rebeldes
que tuviesen acceso a todo tipo de avituallamientos, tanto de ali-
mentos, medicinas y ropas como de refuerzos9.
La reconcentración de la población rural ya se había llevado a
cabo desde finales de 1869 en Puerto Príncipe, Las Tunas y la ma-
yoría de las jurisdicciones del Este, con la excepción de Baracoa,
partes de la jurisdicción de Santiago de Cuba, Guantánamo, Man-
zanillo y Holguín10. Un bando firmado por el capitán general Ca-
ballero de Rodas el 25 de abril de 1870 declaraba que «todo el que
sea encontrado en el campo, sin [la] autorización para ello, será
tenido por enemigo»11. En Ciego de Ávila, en la trocha militar de
Júcaro-Morón, las disposiciones para combatir la insurrección es-
tipulaban «que sin contemplación se reconcentren todos los veci-
nos alrededor de los fuertes». La meta consistía en «extinguir a
toda costa el apoyo moral y el auxilio material» con que contasen
los revolucionarios en «cada poblado»12.
Las instrucciones, empero, no fueron ejecutadas ni con la mi-
nuciosidad ni con el rigor que militares como el brigadier José Ma-
ría Velasco consideraron necesarios. La falta de perseverancia en
la tarea de reconcentrar a los pacíficos en puntos fortificados ex-
plicaría en parte, la larga duración de la campaña. Velasco veía en
la enérgica separación física de insurrectos y civiles, junto con la
consiguiente destrucción de recursos y el eficaz control de las vías
de comunicación, un arma poderosa. Estaba convencido de que si
se adoptaban estas medidas de «manera radical», el «enemigo no
puede ni resistir dos meses»13.

9 Félix DE ECHAUZ Y GUINART, Lo que se ha hecho y lo que hay que hacer en Cuba.

Breves indicaciones sobre la campaña, La Habana, Imp. de la Viuda de Soler y Cía.,


2
1873, pp. 4-5, 8 y 24.
10 Francisco DE ACOSTA Y ALVEAR, Apreciaciones sobre la insurrección de Cuba…,

La Habana, La Propaganda Literaria, 1872, p. 20.


11 Antonio Caballero Fernández de Rodas, Puerto Príncipe, 25 de abril de 1870,

Archivo General Militar Madrid (AGMM), Ultramar/Cuba (U/C), Documentación de


Cuba 5841.1.
12 Véase las instrucciones para combatir la insurrección fechados en Ciego de

Ávila, 3 de junio de 1870, AGMM, U/C, Documentación de Cuba 5841.18.


13 José María VELASCO, Guerra de Cuba. Causas de su duración, medios de ter-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Más allá de sus ventajas militares, el reasentamiento forzoso


también constituía en el imaginario de Velasco una vía de salida
para el atraso y la pobreza para la población rural. Esa «misión ci-
vilizadora» se manifestó asimismo en la tercera guerra carlista,
cuando en la Proclama de Peralta (22 de enero de 1875) Alfon-
so XII prometía a los vascos rebeldes «todos los dones espléndidos
de la civilización» en el caso de su rendición14. Veinte años más
tarde, con ocasión de la guerra de 1895, argumentos semejantes se
pueden encontrar en Cuba en los escritos del presbítero Juan Bau-
tista Casas. Mediante un proyecto de urbanización y colonización
debidamente acompañado por ingenieros y médicos, y entendido
en clave de «misión civilizadora», se obligaba a los sitieros de los
campos cubanos a conocer los «beneficios que lleva consigo la ci-
vilización, como son el trato social, la limitación justa que impo-
ne la conciencia pública cristiana en las mutuas relaciones, la ur-
banidad en cuanto a vestir, presentarse a la vista de los extraños,
comer, dormir […]». De la deportación de los «salvajes» del cam-
po hacia los centros urbanos se obtendría un doble saldo positivo:
A las ventajas morales y materiales para la población rural se aña-
diría el beneficio militar, cortando a los insurrectos tanto el acce-
so a los recursos como el apoyo de los pacíficos15. No obstante, Ve-
lasco al menos era consciente de que tanto la deportación como la
reconcentración de la población rural constituían medidas costo-
sas y duras. Desterrados de su entorno habitual y, en la mayoría
de los casos, despojados de sus medios de subsistencia, había que
alimentar a los civiles en los centros urbanos. Además, «la aglome-
ración repentina de familias sin casa en la estación de las lluvias»
podía llevar a una catástrofe social y demográfica16. De hecho, no
faltaron voces que denunciaron la precariedad de las condiciones
de vida de los reconcentrados en las ciudades y en otros puntos.
La falta de alimentos, además de los problemas sanitarios y la
escasez de medicamentos, provocaron que familias enteras paula-
tinamente fueran «sucumbiendo al hambre y a la miseria»17. El
«bloqueo constante» de los pueblos de Oriente por parte de los re-

minarla y asegurar su pacificación, Madrid, Imprenta de El Correo Militar, 1872,


pp. 23, 50-51 y 54.
14 Citado en Fernando MOLINA APARICIO, La tierra del martirio español. El País

Vasco y España en el siglo del nacionalismo, Madrid, Centro de Estudios Políticos y


Constitucionales, 2005, p. 173; véanse asimismo pp. 167-73 y 201-06.
15 Juan BAUTISTA CASAS, La guerra separatista de Cuba: sus causas, medios de

terminarla y de evitar otras…, Madrid, Est. tipográfico de San Francisco de Sales,


1896, pp. 150-60.
16 VELASCO, Guerra de Cuba, pp. 57-58.
17 ACOSTA y ALVEAR, Apreciaciones, p. 14.

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

volucionarios dificultaba todavía más la situación de abasteci-


miento18. Desde la jurisdicción de Sancti Spíritus el periodista Ja-
mes J. O’Kelly informaba de la existencia de poblados de recon-
centrados «en un estado de necesidad rayano de la miseria»19. En
el punto de reconcentración de Jobosí faltaba agua y, por causa de
las epidemias reinantes en el pueblo, fallecía diariamente una me-
dia de dos personas. Todo ello hacía «del todo imposible la perma-
nencia en dicho paraje; general perjuicio de todos los habitantes»,
motivos por los cuales varios vecinos solicitaron al comandante ge-
neral de Sancti Spíritus el regreso a sus respectivas fincas20.
Con el objetivo de contrarrestar la eficaz táctica de guerrillas
del ejército revolucionario, la población civil se convirtió cada vez
más en blanco de los esfuerzos militares españoles. Los patriotas
cubanos se movían como peces en el agua, sobre todo en los de-
partamentos oriental y central. Según la lógica militar, había que
quitarles el agua. La deportación de miles de personas a los pun-
tos fortificados alteró también la imagen del rebelde cubano. Para
el sector propeninsular todo cubano se convirtió, desde aquel mo-
mento, en simpatizante de la insurrección21. Las sospechas se pre-
cipitaron. Desde Manzanillo un teniente coronel apuntó en su dia-
rio de operaciones: «La mayor parte de las familias de la población
tengo el sentimiento de decir que tienen hijos o hermanos con los
rebeldes […]»22. Quienes tenían familiares luchando en la insurrec-
ción se convertían automáticamente en espías, y en «activos agen-
tes de los rebeldes»23. Convicciones semejantes se registran también
en la guerra de 1895. En la percepción del elemento intransigente
o partidario de la españolidad de Cuba, «todo reconcentrado era un

18 ESCALERA, Campaña de Cuba, p. 140.


19 James J. O’KELLY, The Mambi-land or Adventures of a Herald Correspondent
in Cuba, Philadelphia, J. B. Lippincott & Co., 1874. La cita procede de la traduc-
ción española editada en Mayaguez, Tipogr. Comercial, 1888, p. 47.
20 «Instancia dirigida al Comandante General de Sancti Spiritus por varios ve-

cinos del Cuartón de Jobosí solicitando se les permita trasladarse a sus respectivas
fincas para erradicar el brote de la epidemia extendida con la reconcentración de
familias», 6-II-1870, AGMM, U/C, Documentación de Cuba 5841.40.
21 Para la represión y abusos en nombre de la «integridad nacional», véase Al-

fonso W. QUIROZ, «Loyalist Overkill: The Socioeconomic Costs of ‘Repressing’ the


Separatist Insurrection in Cuba, 1868-1878», The Hispanic American Historical Re-
view, 78:2 (1998), pp. 261-305.
22 Copia del diario de operaciones de Valeriano Weyler, del 6 de noviembre a

14 de noviembre de 1868, AGMM, U/C, Documentación de Cuba 5773.10.


23 Véase el preámbulo de Caballero de Rodas al bando del 20-VII-1870, citado

en un comunicado de Cienfuegos, 28 de julio de 1870, AGMM, U/C, Documenta-


ción de Cuba 5841.78.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

enemigo más o menos encubierto»24. Tampoco faltaron militares


españoles que consideraban a todo cubano que no se había incor-
porado a las filas de los voluntarios pro españoles o bomberos como
insurrecto, y a sus respectivos familiares como simpatizantes de la
Revolución. Incluso había soldados convencidos de haber distin-
guido la traición en los ojos de las señoritas del país25.

2. Guerra fratricida
En los primeros años de la «Gran guerra» se habían constitui-
do de esta forma dos frentes principales. Uno con el ejército en las
zonas rurales de Oriente y el departamento central. Otro en las
principales ciudades de Occidente, donde los voluntarios lucharon
contra supuestos rebeldes y espías26.
Desde ciudades como La Habana o Puerto Príncipe se informó
de diferentes situaciones que revestían un carácter de guerra civil.
Antiguos amigos que fueron separados por la política derramaron
su sangre en las calles de las ciudades. Las «madres de Camagüey»
pidieron en un manifiesto: «¡Qué cese de una vez, por Dios, la lucha
fratricida que nos devora y que consume al país!»27. Generales
como el Conde de Valmaseda percibieron la guerra de Cuba como
una «lucha fratricida»; otros vieron en la fértil isla de Cuba la víc-
tima de una terrible guerra civil28. Son de destacar las palabras de
Pieltain, capitán general en Cuba de abril a octubre en 1873. En
sus memorias sostenía que el grito de Yara del 10 de octubre de 1868
equivalía a un «grito de guerra a muerte entre hermanos, que ve-

24 Blanco a Ultramar, 9-XII-1897, Archivo Histórico Nacional (AHN), U/C 4970,

2.ª parte, exp. 641; Blanco a Ultramar, 19-III-1898, AGMM, U/C, Documentación de
Cuba 5741.1.
25 [Eliseo GIBERGA] Apuntes sobre la cuestión de Cuba por un autonomista, s.l.,

s.n., 1897, pp. 162 y 257 (nota 55). Ricardo BURGUETE, ¡La guerra! Cuba. Diario de
un testigo, Barcelona, Maucci, 1902, p. 153.
26 Eduardo TORRES-CUEVAS, Oscar LOYOLA, Enrique BUZNEGO y Gloria GARCÍA,

«La Revolución del 68. Fundamentos e inicio», en Historia de Cuba, 3 vols., La Ha-
bana, Editora política, 1996-1998, vol. 2: Las luchas por la independencia nacional
y las transformaciones estructurales, 1868-1898, ed. por el Instituto de Historia de
Cuba, La Habana 1996, pp. 1-55, aquí p. 36; Alfonso W. QUIROZ, «Implicit Costs of
Empire: Bureaucratic Corruption in Nineteenth-Century Cuba», Journal of Latin
American Studies, 35:3 (2003), pp. 473-511, aquí pp. 495-96.
27 PIRALA, Anales, vol. I, p. 390; para el manifiesto del 28-IV-1870 véase pp.

745-47.
28 Valmaseda a Alfonso XII, 9-II-1875, en: PIRALA, Anales, vol. III, p. 205; Ca-

lixto Bernal Soto, Vindicación. Cuestión de Cuba por un español cubano, Madrid,
Imprenta de Nicanor Pérez Zuloaga, 1871, p. 5.

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nían exterminándose con mayor encarnizamiento que si tuvieran


origen diverso, hablasen distinta lengua y no adorasen con iguales
fórmulas al mismo Dios»29. Otros oficiales sostenían que, además
de la ventaja del conocimiento del terreno que favorecía a los in-
surrectos cubanos, se sumaba la «igualdad de inteligencia y de ilus-
tración» de sus líderes30.
En la Guerra de los Diez Años se entrelazaron diferentes con-
flictos que, al menos hasta la Restauración borbónica de 1874 en
España, reflejaban la ambigüedad de los enfrentamientos que te-
nían lugar en Cuba. Lo demuestran, por ejemplo, las rebeliones
abiertas por parte de los regimientos de voluntarios contra el ca-
pitán general Domingo Dulce en mayo y junio de 1869. Dulce, que
había reemplazado a Lersundi en enero de aquel año en la Capi-
tanía General, se veía obligado a solicitar su cese bajo las acusa-
ciones y acosos de los elementos intransigentes que le reprocha-
ron la falta de decisión en asfixiar la insurrección31. Asimismo,
intrusiones semejantes contra las autoridades civiles y militares se
registraron en Güines, Matanzas, Cárdenas y Santiago de Cuba.
Como representante de la I República española, también Pieltain
encontraba en 1873 serias resistencias contra su política de
guerra32. Se trataba por lo tanto, de una insurrección contra la do-
minación española en la isla y, al mismo tiempo, desde el lado
opuesto, de una lucha contra la España liberal de la «revolución
gloriosa» de 1868 y de la República33.
El carácter de «guerra de exterminio» y el desbordamiento de la
violencia caracterizaron la índole del conflicto34. José Ramón Be-
tancourt en 1870 reflexionó sobre esta problemática:

29 Cándido PIELTAIN, La isla de Cuba desde mediados de abril a fines de octubre

de 1873, Madrid, La Universal, 1879, pp. 16 y 73.


30 Excluyendo explícitamente a los afrocubanos: Leopoldo BARRIOS CARRIÓN,

Sobre la historia de la guerra de Cuba. Algunas consideraciones por el comandante de


Ejército, Capitán de Estado Mayor Leopoldo Barrios y Carrión. Jefe de Estado Mayor
que ha sido de la Comandancia general de la provincia de Puerto Príncipe, Barcelo-
na, Revista Científico-Militar, 1888, p. 76.
31 Ramiro GUERRA Y SÁNCHEZ, «El frente cubano desde la proclamación de la

independencia hasta la constitución del gobierno en Guáimaro», en VV.AA. (eds.),


Historia de la Nación Cubana, 10 vols., La Habana, Ed. Historia de la nación cu-
bana, 1952, vol. 5: Guerra de los Diez Años y otras actividades revolucionarias, La
Habana 1952, pp. 2-90, esp. pp. 42 y 46-50.
32 PIELTAIN, La isla de Cuba, pp. 29-30 y 111.
33 Manuel MORENO FRAGINALS, Cuba/España. Espsña/Cuba. Historia común,

Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1998, p. 277; Pirala, Anales, vol. I, p. 629.


34 Para la «guerra de exterminio» Andreas STUCKI, «Die spanische Antigueri-

lla-Kriegführung auf Kuba 1868-1898. Radikalisierung – Entgrenzung – Genozid?»,


Zeitschrift für Geschichtswissenschaft, 56:2 (2008), pp. 123-138.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Los pueblos se hacen la guerra, y la paz es el término de sus


mutuas aspiraciones. Pero cuando hemos combatido como ene-
migos, no sólo a los insurrectos en el campo, sino a hombres, an-
cianos y mujeres inermes; cuando los cadalsos y asesinatos han
sido medios de combate; cuando se ha hecho y se ha proclama-
do una guerra sin cuartel y de exterminio; cuando se han hecho
deportaciones en masa; cuando se ha confiscado, vendido, sa-
queado y despilfarrado propiedades hasta de sospechosos [?]35.

¿Cómo salir, entonces, de la espiral de la violencia? El autono-


mista Eliseo Giberga se pronunció en 1897 con respecto a la guerra
de dos años antes sobre el asunto y decía que «[e]n guerras civi-
les, como la de aquella Isla, el secreto del éxito –sin hablar de la
moral, la humanidad y la justicia– no consiste en la mayor aspe-
reza y rigor de la represión y la prevención». Abogaba por una so-
lución política, tanto más cuando la «guerra civil es una guerra co-
lonial». Con el nombramiento de Valeriano Weyler como
gobernador, capitán general y general en jefe del ejército en ope-
raciones se vio defraudada la anhelada salida política al conten-
cioso cubano36.
En general, se puede sostener que toda guerra imperial –enten-
dida aquí en clave estructural, caracterizada por el uso de violen-
cia (física) para obtener o mantener la integración de un territorio
periférico al sistema mundial de corte occidental– encarna ele-
mentos de guerra civil37. Respecto a las contiendas de Cuba, la his-
toriografía las ha calificado frecuentemente y de manera superfi-
cial como guerras civiles, señalando el considerable número de
españoles que combatieron en las filas de los revolucionarios y vi-
ceversa. La percepción de los conflictos como guerra entre el Orien-
te pobre y la parte occidental de la isla, su corazón económico,
constituye otra faceta más de la guerra fratricida38.

35 [José Ramón BETANCOURT] Las dos banderas. Apuntes históricos sobre la in-

surrección de Cuba. Cartas al Excmo. Sr. Ministro de Ultramar. Soluciones para Cuba,
Sevilla, Est. Tip. del Círculo Liberal, 1870, p. 191.
36 [Giberga] Apuntes, pp. 105-06.
37 Dierk WALTER, «Asymmetrien in Imperialkriegen. Ein Beitrag zum Vers-

tändnis der [Zu]kunft des Krieges», Mittelweg 36, 17:1 (2008), pp. 14-52. Para una
aproximación al término, cf. Peter WALDMANN, «Civil War – Approaching a Tenuous
Term», en Heinrich W. KRUMWIEDER y Peter WALDMANN (eds.), Civil Wars: Conse-
quences and Possibilities for Regulation, Baden-Baden, Nomos, 2000, pp. 15-36.
38 Jordi MALUQUER DE MOTES, España en la crisis de 1898. De la Gran Depre-

sión a la modernización económica del siglo XX, Barcelona, Península, 1999, p. 35;
John L. TONE, «The Machete and the Liberation of Cuba», The Journal of Military
History, 62:1 (1998), pp. 7-28, esp. p. 24; Luis NAVARRO GARCÍA, «La guerra de Cuba,
un reto difícil», en Rafael M.ª MIEZA Y MIEG y Juan GRACIA CÁRCAMO (eds.), Haciendo

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

Las denominaciones de guerra civil son frecuentes, como hemos


demostrado, tanto en folletos militares y en escritos de opinión de
la élite liberal española como en el ámbito autonomista cubano.
En cierta manera, son el reflejo de las experiencias de la cultura
de guerras civiles del siglo XIX en la península que sirvieron como
proyección y trasfondo para situar los hechos de armas en Cuba39.
José Miró Argenter, jefe del Estado Mayor del «Ejército Invasor»,
se aproximó también en sus memorias a las guerras de Cuba en
clave de «guerra civil». Esta visión se manifiesta patentemente en
la generalizada denominación de las campañas en las provincias
occidentales del Ejército Libertador como «invasión»40. De modo
implícito, la conciencia de guerra fratricida estuvo también pre-
sente en el imaginario de la población civil, afectada por las in-
trusiones de ambos bandos durante las guerras. Es comprensible
que en la historiografía cubana no se haya seguido esta perspecti-
va sobre los hechos. Durante años se trató de subrayar el carácter
de liberación nacional que revestiría la contienda41.
No obstante, para profundizar en este aspecto sería necesario
un estudio comparado de la tercera Guerra carlista (1872-76) y la
Guerra de los Diez Años (1868-78)42. ¿Cuáles son los paralelismos
entre ambas, y en qué consisten las diferencias en la construcción
del otro en ambos conflictos? ¿Cuáles fueron las (dis)continuida-
des en la demonización del enemigo, es decir la exclusión de la
«nación» y del mundo civilizado del oponente carlista y del rebel-

Historia. Homenaje a M.ª Ángeles Larrea, Leioa, UPV, 2000, pp. 261-71; Louis A. PÉ-
REZ, «La guerra libertadora de los treinta años, 1868-1898: Research Prospects», en
Louis A. PÉREZ, Essays on Cuban History. Historiography and Research, Gainesville,
University Press of Floryda 1995, pp. 199-205, aquí p. 204; Carlos SAIZ CIDONCHA,
Guerrillas en Cuba y otros paises de Iberoamérica, Madrid, Editora Nacional, 1974,
p. 37.
39 Cfr. Adolfo JIMÉNEZ CASTELLANOS, Sistema para combatir las insurrecciones

en Cuba, según lo que aconseja la experiencia, Madrid, Establecimiento Tipográfico,


1883, p. 16; Pedro V. RÚJULA, «El historiador y la guerra civil: Antonio Pirala», Ayer,
55:3 (2004), pp. 61-81.
40 José MIRÓ ARGENTER, Crónicas de la guerra, vol. 2, La Habana, Instituto del

Libro, 1970, pp. 10 y 193-94.


41 Cuando en fuentes contemporáneas dice «guerra civil», algunos autores sue-

len acompañar la cita con «sic», manifestando así su desacuerdo con esta visión.
Véase, por ejemplo, Fe IGLESIAS GARCÍA, «El costo demográfico de la guerra de in-
dependencia», Debates Americanos, 4 (1997), pp. 67-76, aquí p. 69.
42 Para una primera aproximación en términos de táctica y estrategia milita-

res, cf. GEOFFREY JENSEN, «The Spanish Army at War in the Nineteenth Century:
Counterinsurgency at Home and Abroad», en Wayne H. BOWEN y José E. ÁLVAREZ
(eds.), A Military History of Modern Spain. From the Napoleonic Era to the Interna-
tional War on Terror, Westport, Praeger Security Int., 2007, pp. 15-36.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

de cubano respectivamente?43. Hay que señalar en el ámbito mili-


tar las notables continuidades biográficas de oficiales y jefes del
ejército español que combatieron en ambas guerras, y que contri-
buyeron a definir el carácter de ambas contiendas. ¿En qué se di-
ferenciaban los conceptos de guerra irregular en la manigua de
Cuba y las montañas del Norte de España? ¿Cuáles fueron las im-
plicaciones respectivas para la población civil? Sin pretender po-
der abarcar estas preguntas en el presente ensayo, ni en su totali-
dad, quisiéramos no obstante señalar algunos aspectos útiles que
se debería tener en cuenta. Entre éstos destacan los planes de cam-
paña con medidas similares a la reconcentración –comprobada des-
de hace pocos años en otra «provincia rebelde», en la de ultramar–
que con el motivo de resolver la difícil pacificación de áreas rura-
les en el País Vasco se llegaron a ventilar entre 1873 y 1876 en la
prensa y en la publicística españolas44. La retórica empleada fue
casi idéntica a las discusiones que tuvieron lugar en los círculos
militares con respecto a Cuba. Igualmente lo fueron –a grandes
rasgos– las medidas propuestas por el publicista V. Gresac en su
Plan de Pacificación para acabar con la insurrección en el Norte de
España: bloqueo completo de las provincias por mar y por tierra;
destrucción de todos los medios de subsistencia mediante el fue-
go y el desmonte completo; y «reconcentración de individuos o de
las familias» en recintos fortificados. A diferencia de los planes que
se manejaron para Cuba, Gresac afirma en varias ocasiones que se
trataba de «medios especiales» para la pacificación de las provin-
cias vascas que superaban «la esfera de lo ordinario»45.
Asimismo, los oficiales del ejército parecían acercarse con una
disposición mental diferente a las guerras en ultramar, al menos
al compararlas con lo vivido en la península. En sus explicaciones
un tanto contradictorias sobre «campañas irregulares», el coman-
dante de Estado Mayor Leopoldo Barrios Carrión consideraba pri-
mero la guerra carlista como guerra civil regular, para incluirla
más tarde en la larga tradición de luchas irregulares del ejército
español a lo largo del siglo XIX, tanto en el interior como en el ex-
terior46. Otros daban la impresión de haber olvidado las lecciones

43 La descalificación de los vascos carlistas como «salvajes» y «bárbaros», en

Molina APARICIO, La tierra del martirio, pp. 158-167.


44 Véase el artículo de Fernando Molina Aparicio en este volumen.
45 V. GRESAC, El quid: La pacificación de las provincias vascongadas obtenida

pronto, sin sangre y para siempre. Folleto político de actualidad, Madrid, Imprenta
de José María Pérez, 1873, pp. 3, 13 y 17-20.
46 Leopoldo BARRIOS CARRIÓN, Importancia de la historia de las campañas irre-

gulares y en especial de la guerra de Cuba, Madrid, Imprenta de El Correo Militar,


1893, pp. 8 y 12.

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

sobre contraguerrilla experimentadas en Cuba una vez que estuvie-


ron de regreso en la península. Puede servir como ejemplo la expe-
riencia de Valeriano Weyler, quien comandaba un batallón de con-
traguerrillas en Cuba entre 1869 y 1872 que obtuvo un éxito dudoso
por sus excesos contra la población civil: los Cazadores de Valma-
seda. Cuando tuvo que actuar contra los rebeldes cantonalistas en
Valencia, en el otoño de 1873, Weyler aplicó de nuevo las tácticas
napoleónicas aprendidas en su etapa de formación en la Escuela
de Estado Mayor. Los ataques frontales ordenados por Weyler tu-
vieron como consecuencia un alto número de bajas entre sus pro-
pias tropas47. Un veterano de la guerra de 1808 lamentaba en un
Tratado sobre la guerra de montaña (1834) acerca de la primera in-
surrección carlista el olvido rotundo en que habían caído las cam-
pañas contra los franceses, que en el presente podrían haber ser-
vido de ejemplo. A pesar de las analogías entre ambos conflictos,
aquél sostenía que la lucha contra los carlistas tenía que respon-
der a principios distintos. Pues si bien se trataba de un enemigo
peligroso y tenaz, seguía siendo español, y su exterminio sería una
verdadera desgracia para la nación48. Sea como fuese, esta línea de
reflexión comparativa aquí esbozada podría contribuir a un mejor
conocimiento del carácter de las guerras cubanas del último ter-
cio del siglo XIX y sus entresijos con las contiendas civiles en Es-
paña.

3. «La hydra cubana»


Con el estallido de la guerra del 24 de febrero de 1895 se des-
plegaron de modo inmediato nuevos esfuerzos propagandísticos.
En muchos aspectos, la propaganda de ambos bandos se dirigía
hacia el poderoso vecino del Norte. La percepción del movimien-
to cubano en la opinión pública de los Estados Unidos como la
causa justa de un pueblo oprimido bajo el yugo sanguinario de Es-
paña fue vital para la supervivencia de la revolución, ya que ésta

47 John L. TONE, War and Genocide in Cuba. 1895-1898, Chapel Hill, The Uni-

versity of North Carolina Press, 2006, p. 156; Andreas STUCKI, «Weylers Söldner.
Guerillabekämpfung auf Kuba, 1868-1898», en Stig FÖRSTER, Christian JANSEN y
Günther KRONENBITTER (eds.), Rückkehr der Condottieri? Krieg und Militär zwischen
staatlichem Monopol und Privatisierung: Von der Antike bis zur Gegenwart, Pader-
born, Ferdinand Schöningh, 2010, pp. 223-235.
48 Santiago PASQUAL Y RUBIO, Abhandlungen über den Gebirgskrieg. Nach dem

Spanischen des D. Santiago Pasqual y Rubio, gew. Offizier vom Generalstabe Mina’s.
Durch kriegsgeschichtliche Beispiele vermehrt von H. Leemann, gew. Zweiter Sekretär
des schweiz. Militärdepartements, Zürich, Meyer & Zeller, 1858, pp. 23-25.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

dependía del flujo de envíos de armas y pertrechos que salían de


las costas estadounidenses con rumbo a Cuba. De este modo, para
los revolucionarios cubanos la conquista de la opinión pública nor-
teamericana fue más importante que ganar la guerra contra las tro-
pas españolas. En efecto, la Cuban Junta, que tenía sus principa-
les sucursales en Washington y Nueva York, consiguió ganar la
simpatía de muchos editoriales de periódicos, de funcionarios y
políticos estadounidenses. La Junta les suministró partes de guerra
–siempre triunfalistas– sobre las acciones de armas del Ejército Li-
bertador, y reportajes sobre las atrocidades cometidas por las tro-
pas españolas, que ponían un énfasis especial en el horrendo cri-
men de la reconcentración49.
Los defensores de «Cuba española» intentaron contrarrestar
este aluvión propagandístico y resucitaron los miedos de antaño:
la «guerra de raza» y el consiguiente peligro para el mundo civili-
zado. En concreto, en 1895 periódicos cubanos de orientación muy
distinta como El País, el Diario de la Marina y El Comercio propa-
garon que los insurrectos, bajo el mando de los Maceos, tenían la
intención de seguir el modelo de Haití y establecer en el Departa-
mento Oriental un estado libre e independiente. Era cierto que los
afrocubanos habían asumido a lo largo de los años el protagonis-
mo en la «guerra larga» y habían jugado un papel importante en
la Guerra Chiquita (1879-1880). Ya en la guerra de 1895, líderes
afrocubanos como Antonio Maceo, Quintín Banderas y Guillermo
Moncada ocuparon desde un principio posiciones de mando impor-
tantes en el Ejército Libertador. Fueron además veteranos de 1868,
especialmente Antonio Maceo, quienes contribuyeron al éxito del
reclutamiento de combatientes para el Ejército Libertador. No sin
razón declaraba Antonio Cánovas del Castillo al New York Herald
en mayo de 1895 que la mayoría de los insurrectos eran mulatos y
extranjeros50. El movimiento por la independencia fue así desacre-
ditado de modo sistemático, y los patriotas fueron calificados de
«hordas salvajes», «negros asesinos» o simplemente bandidos. No
representaban, en la versión española, a la verdadera Cuba51.

49 Enric UCELAY-DA CAL, «Self-Fullfilling Prophecies: Propaganda and Political

Models Between Cuba, Spain and the United States», Illes i imperis, 2 (1999), pp.
191-220, aquí pp. 208-10; George W. AUXIER, «The Propaganda Activities of the Cu-
ban Junta in Precipitating the Spanish-American War, 1895-1898», The Spanish
American Historical Review, 19 (1939), pp. 286-305.
50 Aline HELG, Our Rightful Share. The Afro-Cuban Struggle for Equality, 1886-

1912, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1995, p. 79.
51 Oílda HEVIA LAINER, «1895-1898: ¿Guerra racista o demagogia?», Debates

Americanos, 5-6 (1998), pp. 35-45; Helg, Rightful Share, pp. 80-83.

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

Aprovechando las nuevas técnicas gráficas, publicaciones como


la revista satírica y populista La Campana de Gràcia consolidaron
a lo largo del año 1895 en sus páginas la imagen peyorativa y ra-
cista del rebelde afrocubano, machete o antorcha en mano. En las
representaciones de los revolucionarios se encuentran frecuente-
mente rasgos y caracterizaciones de animales, como el del ‘negro
caimán’ que acecha a Martínez Campos o, los ‘negros cobardes’
que se esconden como conejos en la manigua en vez de luchar con-
tra las valientes tropas españolas. «Si D. Arseni no s’espavila à ma-
tar depressa à l’Alimanya, podrá succehir que l’Alimanya se’l men-
ji» rezaba el texto que acompañaba a una viñeta52. No sólo fueron
los éxitos de los mambises en batallas como las de Peralejo y Mal
Tiempo los que derrumbaron al general Martínez Campos. Pocas
semanas después del disputado combate del 13 de junio de 1895
de Peralejo, que causó importantes pérdidas al bando español, Mar-
tínez Campos informaba sobre el estado de la insurrección y re-
flexionaba sobre las medidas que se podían adoptar para neutra-
lizar a los revolucionarios. Además de la importante vigilancia de
las costas para evitar en lo posible el arribo de expediciones de avi-
tuallamiento desde Norteamérica, entre otras medidas considera-
ba la reconcentración de las familias de las zonas rurales en los
poblados para mejor contrarrestar la insurrección. Partiendo de
sus experiencias de la Guerra de los Diez Años, reconocía que «la
miseria y el hambre serían horribles» y añadía que él no tenía «con-
diciones para el caso». Sostenía además que «[s]ólo Weyler las tie-
ne en España»53. La resignación de Martínez Campos destacaba
igualmente en sus cartas redactadas después de la derrota de Mal
Tiempo del 15 de diciembre de 1895 y de los enfrentamientos y
manifestaciones contra su política registradas en La Habana en los
primeros días de enero de 1896. En una comunicación con Ultra-
mar expuso que desconfiaba de su propia «aptitud y revisión» y
explicaba: «yo dudo si sirvo». Es más, continuaba: «paréceme que
los ídolos actuales son Weyler y Pando», al menos para los segui-
dores del partido conservador españolista Unión Constitucional.
Después del fracaso de su actitud conciliadora debería de llegar la
política de sangre y fuego que a Martínez Campos supuestamente
su «conciencia [le] impedía seguir»54.

52 Véase, entre otras, las ediciones de La Campana de Gràcia, 9-III-1895,

4-V-1895, 8-VI-1895 y 17-VIII-1895.


53 Martínez Campos a Cánovas del Castillo, 25-VII-1895, en: Enrique PÉREZ-

CISNEROS, En torno al «98» cubano, Madrid, Verbum, 1997, pp. 135-37.


54 Martínez Campos a Ultramar, 4 y 7 de enero de 1896, AHN, U/C 4943. La

última cita procede de su discurso de despedida a los generales, jefes, oficiales y

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Con pocas excepciones, la prensa española depositó grandes


expectativas en la llegada de Weyler a la Capitanía General de Cuba,
y exigió un enderezamiento de la campaña militar. Con la radica-
lización de la guerra bajo el mando del general que había prome-
tido «contestar a la guerra con la guerra»55, se registran más ejem-
plos de deshumanización del enemigo en las caricaturas de la
prensa satírica española. Los mambises aparecían reflejados como
monos que se refugiaban en los árboles para evitar las duras con-
secuencias de la inexorable campaña liderada por Weyler. El dia-
rio El Imparcial ya había publicado unos meses antes de su llega-
da una pequeña caricatura procedente de un calendario de La
Campana de Gràcia: una pobre niña, símbolo de España, flotaba
perdida en el mar, intentando huir de una bestia negra de rasgos
horrendos56.
No sólo la prensa gráfica insistía en presentar a los enemigos
de España como hijos de la barbarie y como desagradecidos a la
generosa madre patria. También en diversas representaciones del
teatro cómico y patriótico español, tanto en salas privadas como
públicas, se retrataba «la guerra de razas» en Cuba, y la mayoría
de los autores se recreaba en la imagen del «mulato traidor». En
la pieza Un alcalde en la manigua todos los insurrectos eran afro-
cubanos, reducidos al nivel de animales y caracterizados como fie-
ras sucias. Queda la pregunta de cómo se conseguía resolver la con-
tradicción entre la propaganda que mostraba un enemigo inferior
y salvaje con la realidad de las numerosas bajas registradas por el
ejército español en el teatro de operaciones…57.
Entre el panorama general de patriotismo exaltado que carac-
terizó a la prensa española durante los primeros meses de 1895,
destacaron publicaciones gráficas como la Ilustración Española y
Americana, así como otros medios que difundieron puntos de vis-
ta más ponderados sobre la guerra de Cuba; y tampoco faltaron
voces críticas con el colonialismo español58. No obstante, órganos
de prensa gráfica como La Campana de Gràcia pueden servir de

soldados, voluntarios y bomberos, 17 de enero de 1896, AGMM, U/C, Capitanía Ge-


neral 3382.
55 Valeriano WEYLER, Memorias de un general. De caballero cadete a general en

jefe, ed. por María Teresa WEYLER, Barcelona, Ed. Destino, 2004, p. 216.
56 La Campana de Gràcia, 18-IV-1896; El Imparcial, 30-XII-1895, p. 3.
57 D. J. O’CONNOR, Representations of the Cuban and Philippine Insurrections on

the Spanish Stage, 1887-1898, Tempe, Bilingual Press, 2001, pp. 2, 60, 72-73; 116-
17. Pascual MARTÍNEZ MORENO, Un alcalde en la manigua, Murcia, Estb. tipográfico
El Magisterio, 1898.
58 Cfr. Carlos SERRANO, «Cuba: Los inicios de una guerra gráfica», en Consue-

lo NARANJO, Miguel A. PUIG-SAMPER y Luis Miguel GARCÍA MORA (eds.), La nación so-

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

ejemplo acerca de cómo las dos corrientes –fervor patriótico y crí-


tica satírica al régimen de la Restauración– podían confluir en una
misma revista. Se reflejaban, además, varias divisiones y contradic-
ciones dentro del campo republicano, provocadas por una guerra
que se debatía entre la defensa de los intereses catalanes y la in-
tegridad nacional. Por un lado, resaltaban las caricaturas del «ne-
gro», encarnación del insurrecto cubano, en su mayoría de la plu-
ma de M. Moliné. Por otro lado, en los dibujos del anarquista Josep
Luis Pellicer se podían encontrar fuertes censuras al gobierno mo-
nárquico y a los comerciantes que sacaban provecho de la guerra59.
Ya en la primavera de 1896 el sistema de quintas que desangraba
a las clases populares y, sobre todo, el lamentable estado sanitario
del ejército español en Cuba y de los repatriados a España provo-
caban una reprobación constante, que pasó a dominar cada vez
más en el discurso de periódicos como El Imparcial o El Heraldo
de Madrid. Aunque a lo largo de la guerra se materializaba de modo
progresivo la imagen despectiva del enemigo exterior en el «cerdo
yanqui», nunca desapareció por completo de las caricaturas la del
«bozal» animalizado con labios tremendos; sólo fue relegada a un
segundo plano60.
La censura de la España de la Restauración intervino en varias
ocasiones, y no toleraba comentarios que fuesen considerados ata-
ques al honor militar. De este modo, las autoridades militares en-
carcelaron al periodista Gonzalo de Reparaz, que en sus artículos
lamentó el penoso estado sanitario de las tropas españolas en Cuba;
y el gobernador civil de Madrid suspendió en diciembre de 1898
la representación ¡Quinze bajas! de Pascual Millán por denunciar
las injusticias de las quintas61. Sin embargo, era de destacar la «sor-
prendente capacidad de denuncia» sobre todo de La Campana de
Gràcia. El historiador Pierre Vilar advirtió al respecto que sí
«[h]abía censura», pero ya no se llegó a las suspensiones de La

ñada: Cuba, Puerto Rico y Filipinas ante el 98, Aranjuez, Doce Calles, 1996, pp.
675-83.
59 Véase los números del 11-V-1895, 9-III-1895, 24-VIII-1897, 6-VI-1896,

9-I-1897 y 16-VII-1898. Para un análisis de la prensa federalista y republicana Sylvia


L. HILTON, «The United States Through Spanish Republican Eyes in the Colonial
Crisis of 1895-1898», en Sylvia L. HILTON y Steve J. S. ICKRINGILL (eds.), European
Perceptions of the Spanish-American War of 1898, New York, Peter Lang, 1999, pp.
53-70.
60 Antonio ELORZA, «Con la marcha de Cádiz (imágenes españolas de la guerra

de Independencia cubana, 1895-1898)», Estudios de Historia Social, 44-47 (1988),


pp. 327-86.
61 Véase al respecto El Imparcial, 28-X-1896 y 2-I-1897; El Heraldo de Madrid,

6-XI-1897 y O’Connor, Representations, pp. 130-39 y 161-216.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Campana como las hubo en la década de 1870. «Tal vez hubo be-
nevolencia calculada»62.
Uno de los hitos principales en la formación de la imagen del re-
belde estuvo determinado por la «invasión» del Occidente de Cuba
por el Ejército Libertador, tanto entre los militares como entre la
población civil de la isla. Entre los meses de octubre de 1895 y ene-
ro de 1896 el «Ejército Invasor» había llevado la llama de la revo-
lución desde los Mangos de Baraguá hasta Mantua, el extremo oc-
cidental de Pinar del Río. La guerra y la devastación habían llegado
al corazón económico de Cuba, a las provincias de Santa Clara,
Matanzas y La Habana. En el contexto de la invasión, se convirtió
en moneda corriente calificar a los patriotas de «hordas salvajes»
o «bandidos incendiarios»63.
La «invasión» cogió a muchos pueblos desprevenidos. El 22 de
enero de 1896 el Ejército Libertador pasó por Sabanilla del Enco-
mendador, un pueblo de la provincia de Matanzas. Unos días des-
pués, una joven del lugar compartió sus vivencias en una carta con
su madre. En ella contaba cómo los insurrectos hicieron su entra-
da en el poblado y, al ver que los voluntarios atrincherados en la
iglesia defendían a ultranza el anhelado botín de armas y muni-
ciones, se dedicaron al pillaje y a la quema de casas. Refiriéndose
a los robos y al asalto en general, Luisa narraba en su carta:
Pero éstos no fueron los insurrectos solos pues había cien ne-
gros y negras del pueblo robando con ellos […]. Los insurrectos
tuvieron como quince bajas sin contar como 25 negros y negras
del pueblo de los que andaban detrás de los insurrectos robando
y gritando Cuba libre. Frente a nuestra casa había ocho negros
muertos. Hay vieja, que cosa más terrible64.

La inminente presencia de la guerra en el Occidente de la isla


había provocado un temor profundo, no sólo en Luisa. Surgía de
nuevo y con acritud el miedo al afrocubano, al enemigo «salvaje»,
prejuicio y estereotipo que solía revestirse de actualidad ante la

62 Piere VILAR, «Estado nación, patria en España y en Francia. 1870-1914», Es-

tudios de Historia Social, 28-29 (1984), pp. 7-41, citas en pp. 26 y 27; M.ª Cruz
SEOANE, Historia del periodismo en España, vol. 2: El siglo XIX, Madrid, Alianza, 1983,
p. 315.
63 Véase, como ejemplo entre muchos, la carta del alcalde de Güira de Mele-

na, 19-II-1896 (AGMM, U/C, Capitanía General 4921) y la del alcalde interino de
Mantua, Francisco Bernales a Weyler, 7-VIII-1896 (Archivo Nacional de Cuba, Go-
bierno General, leg. 69, n.º 2923).
64 Luisa a su madre, 3-II-1896, AGMM, U/C, Capitanía General 3443. Para su

mayor legibilidad, las citas han sido modernizadas ligeramente en ortografía y pun-
tuación.

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

presencia entre las tropas orientales de unidades como la de Quin-


tín Banderas, que luchaban a veces casi desnudos. Del ataque a La
Esperanza, pueblo cercano a Santa Clara, circularon historias pa-
recidas de familias «enfermas del horror que pasaron». Se decía
que los insurrectos ni siquiera perdonaban los pendientes de las
mujeres, arrancándolos brutalmente de sus orejas. También en esta
versión, «la mayor parte» de los revolucionarios «eran negros».
Como nos sugieren estos ejemplos, la intención de unir bajo la con-
tienda libertadora a todos los cubanos había fracasado en muchos
aspectos. Ambos bandos sembraron el terror entre la población ci-
vil. Los pacíficos «and[uvieron] de un punto a otro sin saber qué
hacer y perdiendo todo lo que [tenían] por unos y por otros»65. Una
mujer describió desde Santa Clara su impotencia del siguiente
modo, después de que una «guerrilla del gobierno» hubiera sa-
queado su casa: «es horroroso, no nos queda nada pues tanto daño
hacen los unos como los otros»66. La cruda realidad de la guerra
poco tenía que ver con la epopeya nacional que más tarde inten-
taron reproducir historiadores como Roig de Leuchsenring67. Los
antagonismos de raza y clase en la sociedad cubana del siglo XIX
eran demasiado profundos, problemática que se reflejaba incluso
en las propias filas del campo libertador68.

4. Conclusiones
Tanto la Guerra de los Diez Años como la de 1895 fueron eleva-
das a conflictos de la civilización contra un enemigo salvaje, a una
«guerra de la barbarie contra la civilización»69. La evocación de la
civilización española figuraba como contrapunto a la tea incen-

65 Rosa a Marta Abreu, 15 de mayo de 1896, Biblioteca Nacional «José Mar-

tí» (BNJM), Colección Manuscrita (CM), Abreu 45.


66 Rosa a Marta Abreu, 19 de abril de 1896, BNJM, CM, Abreu 221.
67 Véase, entre otros, Emilio ROIG DE LEUCHSENRING, La guerra libertadora cu-

bana de los treinta años, 1868-1898. Razón de su victoria, La Habana, Oficina del
Historiador de la Ciudad, 1952. Como contraste a la romántica revolucionaria: Fran-
cisco PÉREZ GUZMÁN, Radiografía del Ejército Libertador, 1895-1898, La Habana, Ed.
Ciencias Sociales, 2005, pp. 187-90.
68 Sobre las tensiones entre la dirección militar y civil, véase Aline HELG, «Sen-

tido e impacto de la participación negras en la guerra de independencia de Cuba»,


Revista de Indias, 58:212 (1998), pp. 47-63.
69 [Un amante de la nación] Estudio de la guerra de Cuba. Sus errores y medios

de vencer, de acuerdo con las últimas disposiciones, s.l., 1896, pp. 1-2; Miguel Sua-
rez a Weyler [febrero], 1896, Archivo General Militar de Segovia, Personal Célebres,
Caja 174, exp. 5, carpeta 8 (copia digital en AGMM).

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

diaria de los insurrectos. En varios telegramas procedentes de los


pueblos del Occidente de Cuba, los alcaldes agradecían los «es-
fuerzos colosales realizados por la Madre España de conservarlos
para la civilización»70. No deja de ser una contradicción llamativa,
si se piensa en el calificativo de guerra fratricida que amplios sec-
tores de la opinión pública, tanto peninsular como cubana, atribu-
yeron a los conflictos de Cuba. Hay que tener en cuenta que se tra-
taba de corrientes paralelas, aunque no siempre surgieron con el
mismo fervor. En las fuentes coetáneas sobre la Guerra de los Diez
Años, casi simultánea a la Tercera Guerra Carlista de 1872-1876,
las referencias a la guerra fratricida que desolaba los campos y ciu-
dades cubanos eran mucho más concretas. En la guerra de 1895
aquéllas las encontramos en su mayoría en un contexto militar, in-
tentando restar importancia a los hechos de armas en la isla. En
este sentido, se podía leer en una memoria sobre el avance de la
guerra que en la provincia de Pinar del Río, después de la muerte
de Antonio Maceo, todavía se luchaba contra «pequeñas partidas
de bandidos, resultado de toda guerra civil». Una argumentación
parecida encontramos también en las memorias de Weyler acerca
de la ‘cuasipacificación’ de las provincias de Occidente71. Tampo-
co sorprende, además, que desde el exterior también se percibiese
el conflicto como una guerra civil, como era el caso de una publi-
cación oficial norteamericana. En el informe sobre el censo de po-
blación realizado en Cuba en 1899 por la administración norte-
americana, los autores –Henry Gannett y Walter F. Willcox, bajo la
dirección del teniente coronel Joseph P. Sanger– atribuían la gran
pérdida de población registrada en la isla a la «reciente guerra ci-
vil y al sistema de reconcentración empleado en ella»72. Como de-
muestran los debates en el congreso de EE.UU., la imagen del re-
belde cubano podía cambiar en cuestión de semanas y según las
necesidades del momento. Así fue que en poco tiempo, después de
la intervención estadounidense en abril de 1898, el libertador que

70 Véase los telegramas en AHN, U/C 4944, 2.ª parte, exp. 42[9].
71 «Memoria sobre los trabajos de fortificación llevados a cabo en Pinar del
Río en la campaña del año 1895 al 98», Pinar del Río 29-VIII-1898, AGMM, U/C,
Documentación de Cuba 5815.2; Valeriano WEYLER, Mi Mando en Cuba (10 febrero
1896 a 31 octubre 1897). Historia militar y política de la última guerra separatista
durante dicho mando, 5 vols., Madrid, Rojas, 1910-1911, vol. 4, Madrid 1911, p. 398.
Cfr. también en esta línea Julio BURELL, «La campaña de Cuba y el general Wey-
ler», en Manuel Galeote, Los artículos de Julio Burell, Iznájar, Artes Gráficas El Cas-
tillo, 2008, pp. 177-79.
72 Informe sobre el Censo de Cuba 1899, ed. por el Departamento de la Guerra.

Oficina del Director del Censo de Cuba, Washington, Imprenta del Gobierno, 1900,
p. 77.

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A. STUCKI ¿GUERRA ENTRE HERMANOS EN LA GRAN ANTILLA?

hasta entonces luchaba por una causa justa se convirtió en un ne-


gro peligroso, que no estaba preparado para el autogobierno73.
Respecto al enfoque racista en las representaciones españolas
de la insurrección se podía recurrir a un estereotipo antiguo y om-
nipresente: el «temor al negro». De este modo, la Guerra Chiquita
fue presentada casi exclusivamente en clave de «guerra de razas»74.
El cliché de la «colisión de razas» partía todavía en 1895 de una
mínima verosimilitud, como era la sobrerrepresentación de los
afrocubanos en las filas del Ejército Libertador, en comparación
con lo que era su proporción en la población total de la isla. Se su-
pone que afrocubanos y mulatos constituyeron alrededor de dos
tercios del Ejército Mambí durante la Guerra de los Diez Años, y
cerca del 70% en los primeros meses de la guerra de 1895. El lla-
mado «elemento de color», que ascendía en 1846 a poco más del
52% de la población cubana, fue disminuyendo hasta un 43% en
1862, para constituir en 1895 alrededor del 30% de aquélla75. Sin
embargo, las publicaciones gráficas españolas acuñaron el tópico
de la «colisión de razas», fomentando la deshumanización del ene-
migo como se había hecho en otras guerras76.
Quizás cabría atribuir a la generalizada apatía reinante en la
isla el número de víctimas civiles, alrededor de 170.000, que duran-
te la guerra de 1895 sucumbieron en los puntos de reconcentración
por falta de nutrición, higiene y medicamentos o de las subsiguien-
tes epidemias77. Pero sería seguramente excesivo el suponerlo. Em-
pero, es verdad que la exclusión del enemigo del mundo civiliza-
do benefició la adopción de medidas militares muy severas en la

73 Joseph SMITH, «The American Image of the Cuban Insurgents in 1898», Zeits-

chrift für Anglistik und Amerikanistik, 40:1 (1992), pp. 319-29.


74 Rafael DUHARTE JIMÉNEZ, «The 19th Century Black Fear», en Pedro PÉREZ

SARDUY y Jean STUBBS (eds.), Afrocuba. An Anthology of Cuban Writing on Race, Po-
litics and Culture, Melbourne, Ocean Press, 1993, pp. 37-46. Philip S. FONER, Anto-
nio Maceo. The «Bronze Titan» of Cuba’s Struggle for Independence, New York,
Monthly Review Press, 1977, pp. 94 y 96.
75 Cfr. REBECCA J. SCOTT, Slave Emancipation in Cuba. The Transition to Free

Labor, 1860-1899, Princeton, Princeton UP, 1985, pp. 6-7 y 56-57; HELG, «Partici-
pación», p. 48; Michael ZEUSKE, «‘Los negros hicimos la independencia’: Aspectos
de la movilización en un hinterland cubano. Cienfuegos entre colonia y Repúbli-
ca», en Fernando MARTÍNEZ HEREDIA, Rebecca J. SCOTT y Orlando F. GARCÍA MARTÍ-
NEZ (eds.), Espacios, silencios y los sentidos de la libertad. Cuba entre 1878 y 1912,
La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2002, pp. 193-234.
76 Para paralelas con la guerra de África (1859-60) y referencias acerca de la

guerra civil cfr. los artículos de Eloy Martín Corrales y Francisco Sevillano Calero
en este volumen.
77 Para un profundo análisis cuantitativo: TONE, War and Genocide, pp. 193-224.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

isla, que asumían la desaparición de miles de paisanos, y que jus-


tificaban que desde la metrópoli se negase en varias ocasiones la
ayuda a los civiles afectados. En 1896 una petición del entonces
gobernador civil de Matanzas, Adolfo Porset, que solicitaba entre
300 y 400.000 pesos de ayuda para la provincia, fue negada desde
Madrid, después de meses de demora transcurridos en aclarar a
qué instancia competía el asunto, con el argumento de que la si-
tuación de la provincia era ciertamente lamentable, pero que se
trataba de consecuencias inherentes a toda guerra78.
La tenaz descalificación del otro como un ser ajeno a la civili-
zación explica también, al menos en parte, la ausencia casi com-
pleta de las víctimas cubanas en los medios de comunicación espa-
ñoles. No obstante, también hubo excepciones como el gobernador
civil de Matanzas, el reformista Francisco de Armas, que en pleno
conflicto acertaba a formular interpretaciones bastante equilibra-
das. En una carta dirigida al capitán general Ramón Blanco, Ar-
mas atribuía la miseria reinante en la provincia tanto a las incur-
siones y la consiguiente destrucción del Ejército Libertador como
a las tropas leales que, bajo las órdenes de Weyler, «se dedicaban
también por su parte a la obra de destrucción general»79.

78 Véase los telegramas en AHN, U/C 4942, 2.ª parte, exp. 382.
79 Armas a Blanco, 10 de marzo de 1898, AGMM, U/C, Documentación de Cuba
5809.

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EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA:


LA INVENCIÓN DE UN ENEMIGO SECULAR
DE LA DEMOCRACIA ESPAÑOLA,
1868-1979*

FERNANDO MOLINA APARICIO


Universidad del País Vasco

Una de las premisas de la identidad nacional, afirma David Mi-


ller, es la de constituir una creencia compartida: la de ser una na-
ción. Sin embargo, para que funcione como factor de identidad,
esta creencia debe ser capaz de movilizar. Las naciones son «comu-
nidades que hacen cosas juntas, toman decisiones, logran resulta-
dos, sin fin»1. Hay que participar en polémicas patrióticas, reunir
a los ciudadanos en iniciativas públicas (conmemoraciones, ritua-
les) que les recuerden su común nacionalidad. En definitiva, hay
que movilizar. Y no hay mejor movilización que la que genera un
poderoso enemigo, interno o externo. La amenaza a la patria ani-
maba, en el siglo diecinueve, a editar folletos y libros, a comentar-
los en prensa, a recoger en ella los discursos parlamentarios que
advertían de ella, incluso a reunirse en las plazas para conjurarla.
Más intensa fue esta movilización en el siglo siguiente, gracias a
la democratización de los sistemas políticos, los nuevos medios de
comunicación de masas y la conquista por éstas del espacio pú-
blico. En todo fluía una narrativa de identidad que incentivaba el
intercambio de imágenes tópicas y metáforas polémicas que ayu-
daban a «personalizar» la nación mediante su contraste con el
«otro»2.
Zigmunt Bauman ha disertado sobre la conjunción entre espa-
cio y moral a que aspira la cultura de la nación, definiendo lo pro-
pio frente a lo ajeno, el «aquí» frente al «allí». Antes (y después)
que él lo han hecho muchos, aunque pocos tan agudos como Julio
Caro Baroja, que encontró en la cultura política de la Transición
un espléndido caldo de cultivo de este tipo de retóricas oposicio-

* Este trabajo forma parte del proyecto ‘El proceso de nacionalización en el


País Vasco contemporáneo’, HAR200-03245/HIST, enmarcado en el grupo consoli-
dado del sistema universitario vasco IT-286-07.
1 David MILLER, On Nationality, Clarendon Press, Oxford, 1995, pp. 22-26.
2 En este componente oposicional insiste Anthony P. COHEN, «Personal natio-

nalism: a Scottish view of some rites, rigths, and wrongs», American Ethnologist,
vol. 23, n.º 4, 1996, p. 806. La «personalización» de la nación en sus pp. 801-802.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

nales, que definían lo «nuestro» como oposición a lo de «los otros».


Ambos advierten que toda nación diseña un «limes» moral que aso-
cia familia, territorio y patria imaginaria3. Ese «limes» separa a
«nosotros» de «otros» emplazados fuera de la nación. La identifi-
cación de ese colectivo, externo a la nación, es hecha por los após-
toles de ésta (intelectuales, políticos, sacerdotes, etc.) y se agudiza
en contextos de violencia o cambio político4.
En ciertas etapas de la historia contemporánea de España, el
País Vasco fue un factor determinante de la experiencia de «perso-
nalización» de la nación desde la «otredad»: el Sexenio y el inicio
de la Restauración, por influencia de la guerra carlista; la II Re-
pública, por la movilización autonómica; y los primeros años tran-
sitorios del actual régimen democrático, por las reivindicaciones
nacionalistas de autogobierno y la interferencia de la violencia
terrorista. La conversión de los vascos en todas estas etapas en un
«otro» opuesto al «nosotros» nacional descansó en imágenes este-
rotipadas, que asociaban caracteres étnicos y comportamientos po-
líticos. Estas imágenes variaron en un sentido moral. En el Sexe-
nio y la II República, su contenido fue negativo. Por el contrario,
en la Transición pasó a ser positivo, lo que motivó un cambio fun-
damental del paradigma oposicional levantado hasta entonces por
el nacionalismo español.
La implicación de este nacionalismo en la relación entre iden-
tidad vasca y nación fue uno de los tres ejes de este debate. El se-
gundo lo fue la sublimación de las múltiples contradicciones de
esa identidad, imaginada tópicamente como una lealtad opuesta a
(o competitiva con) la del Estado. El tercero lo constituyó el con-
texto de democratización política de estos debates patrióticos. Es
conocida la tesis de Liah Greenfeld de que el nacionalismo creció
asociado a la propagación de la democracia parlamentaria. El de-
bate vasco incorpora, en efecto, un intenso contenido nacionalista
en contextos políticos de apertura democrática. No en vano afirmar
una democracia supone afirmar una nación sobre cuya legitimi-
dad soberana descanse el juego político.
La nación permeó el espacio público de la democracia españo-
la, y lo hizo con imágenes cívicas y culturales. Anne-Marie Thiesse
ha señalado que el plebiscito cotidiano propuesto por Ernest Re-
nan como metáfora de la nación cívica siempre ha estado subor-

3 Julio CARO BAROJA, El laberinto vasco, Madrid, Sarpe, 1987, pp. 70-72; Zig-

munt BAUMAN, La cultura como praxis, Barcelona, Paidós, 2002, pp. 38-39 y, espe-
cialmente, 52-53.
4 Philip SCHLESINGER, Media, State and Nation. Political Violence and Collective

Identities, Londres, Sage, 1991, p. 174.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

dinado a la memoria de los ancestros. La etnia siempre ha incidi-


do en la definición democrática de la polis5. El debate patriótico
sobre los vascos en la España contemporánea es un fiel reflejo de
esta dimensión etno-cívica de todo nacionalismo.
Pero, sobre todo, este debate muestra que por muy cívica que
sea la cultura de un nacionalismo, por muy vinculada que esté a
la afirmación de una democracia parlamentaria, no dejará de ser
lo que es: nacionalista. Por ello los liberales españoles no tuvieron
empacho en apropiarse del concepto de nación, para expulsar de
él a los vascos, en 1868 ó 1931; o para imaginarlos, acto seguido,
como una nación inmemorial cuyos derechos debían ser recono-
cidos por la propia española, en 1976. No es casualidad que en este
último tiempo, merced a la compleja estrategia de compatibilidad
entre naciones diseñada en torno a la nueva Constitución de 1978,
los vascos dejaran de convertirse en un enemigo efectivo de la na-
ción. Poco ayudó ese cambio del estereotipo pues, para entonces,
muchos de ellos habían asimilado dicho rol como una de sus se-
ñas de identidad nacional. No en vano el nacionalismo vasco ha-
bía ocupado la hegemonía política (y simbólica) cedida por el es-
pañol. Y la invención del enemigo interior es siempre hecha por
aquellos nacionalismos que ostentan el poder y requieren de un
enemigo para justificar éste y legitimar su apropiación de la na-
ción. Por ello, pudo pasarse con facilidad del enemigo vasco al «es-
pañolazo» o «fascista» que tanto juego dialéctico ha dado, desde
entonces, a los gestores del poder en las tierras vascas…

1. Bárbaros, 1868-1876
El que hasta tiempos muy recientes no haya habido en lengua
romance un nombre con el que concebir una comunidad política
compuesta por vascos refleja cómo, contra lo que se suele pensar,
la conciencia de singularidad vasca ha sido muy diferente en su
pasado que en el presente. Una realidad a la que no se da nombre,
sencillamente, no existe. No es inmediata a nosotros, no nos pro-
porciona conciencia. Eso no significa que bajo los términos de cán-
tabro, vizcaíno o vascongado no se hubiera incubado una identidad
colectiva embrionaria que encontró fundamento en la singularidad
étnica de estas poblaciones y su interesada asociación por intelec-
tuales al servicio de los poderes locales al autogobierno foral que
presidía la gestión del poder en esas provincias.

5 Anne-Marie THIESSE, La creation des identités nationales, Europe, XVIIIe-XXe siè-

cle, Seuil, Paris, 1999, p. 12.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

La idealización conservadora del imaginario vasco decimonó-


nico fue común a todas las opciones políticas, liberales y tradicio-
nalistas. De hecho, el que los vascos fueran imaginados desde un
tópico campesino, incrementaba su consideración como preciado
legado de la estirpe nacional. El campesinado era imaginado en la
Europa decimonónica como un peculiar colectivo que conservaba,
en su distancia de la sociedad industrial, la pureza de la naciona-
lidad6. Pero ello no evitó que los vascos fueran objeto de frecuen-
te debate político. La contradicción entre su autogobierno local y
el proyecto unitario liberal generó numerosas polémicas promovi-
das por las facciones más progresistas. El fundamento de su críti-
ca lo tomaron del primer debate patriótico sobre los fueros, pro-
movido por Jovellanos durante la regencia de Manuel de Godoy7.
En 1849, el diputado andaluz Manuel Sánchez Silva recuperó
estos argumentos ilustrados para subrayar la condición feudal de
los regímenes forales. Poco después, en 1852, el periódico progre-
sista La Nación publicó, con ocasión de la revisión del arreglo foral
que pretendía el gabinete de Bravo Murillo, una serie de artículos
que aconsejaban la nivelación constitucional de estas provincias.
Finalmente, en 1864, Sánchez Silva mantuvo un agrio debate en
el Senado sobre los fueros y el patriotismo de los vascos, que in-
cidió notablemente en la opinión pública. Un año después, repitió
sus acusaciones en el periódico La Soberanía Nacional –dirigido
por Ángel Fernández de los Ríos– con una serie de artículos titula-
da: «Unidad constitucional». Incluso órganos clásicos del moderan-
tismo como La Época terminaron por reconocer la contradicción
entre estos «privilegios» y el principio de la igualdad constitucio-
nal entre los españoles8.
La sucesión de debates públicos colocó a los habitantes de las
provincias vascas en un territorio patriótico difuso. Eran unos es-
pañoles que podían presumir de disfrutar de un vínculo particular-

6 Jean Pierre JESSENNE, Les campagnes françaises entre mythe et histoire, Ar-

mand Colin, Paris, 2006, pp. 32-35; THIESSE, La creation des identités nationales, pp.
159-160.
7 Antonio CÁNOVAS DEL CASTILLO, «Prólogo», en Miguel RODRÍGUEZ-FERRER, Los

Vascongados, su país, su lengua y el príncipe L. L. Bonaparte, Editorial La Gran En-


ciclopedia Vasca, Bilbao, 1976 (original de 1874), p. XLVIII.
8 Coro RUBIO POBES, Revolución y tradición. El País Vasco ante la revolución li-

beral y la construcción del Estado español, Siglo XXI, Madrid, 1996, pp. 262-264.;
Javier PÉREZ NÚÑEZ, «Autonomía y nacionalidad vasca. El debate sobre los fueros
vascos en el Senado en 1864», Studia Historica. Historia Contemporánea, XII, 1994,
p. 111-112. Ramón ORTIZ DE ZÁRATE y Mateo BENIGNO DE MORAZA, Vindicación de
los ataques a los Fueros de las Provincias Vascongadas insertos en el periódico La Na-
ción, Imprenta de La España, Madrid, 1852, p. 5.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

mente estrecho con la etnicidad primordial nacional. Sin embargo,


dentro de la facción liberal progresista, esta representación cho-
caba con su disfrute de unos privilegios políticos que ponían en
cuestión su ideal cívico de nación. En 1868, cuando este ideal alum-
bró un nuevo régimen político, la posición de estas provincias que-
dó aún más incómoda a ojos del nuevo Estado nacional.
Cuando la guerra civil estalló, en 1872, los liberales, tras com-
probar que ese pueblo idealizado abrazaba masivamente las filas
de la insurrección carlista, fabricaron un nuevo estereotipo político
negativo de estas gentes. Las provincias forales, según un periódi-
co barcelonés de filiación democrática, eran «el árbol del carlismo»,
del cual el resto de carlismos españoles eran retoños. Otra revista
catalana ilustró este estereotipo representando a España como una
guerrera que cortaba el árbol de Guernica, cuyas raíces eran los
principios carlistas y tenía por ramas las provincias vascas9.

La Madeja Política, Barcelona, 2 de mayo de 1874.

9 «Planes de campaña», El Cañón Krupp, 17-9-1874. El Pueblo Español incidi-

ría, años después, en este lugar común, comparando el número de batallones car-
listas vascos y castellanos y resaltando la mayor movilización vasca (cit. en La Paz,
24-6-1876).

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Esta nueva imagen de lo vasco permitió regionalizar el con-


flicto bélico, identificando el problema carlista con el foral. No fue
una invención apresurada producto de la guerra, sino una reela-
boración de representaciones tópicas que habían formado parte del
discurso patriótico liberal. Por un lado, la fuerista vasca, que ha-
bía convertido los fueros en el factor preeminente de la identidad
vasca y les había atribuido una serie de componentes románticos
conservadores. Por el otro, la aludida tradición intelectual crítica
con la foralidad, que había alimentado la cultura política progre-
sista. Sin embargo, ninguna de estas fuentes hubiese sido operati-
va de no haber mediado una insurrección carlista que insertó, en
su propaganda política, los fueros en la «constitución española»
que defendía frente a la «exótica» de 1869, y que dotó al Estado
rebelde levantado en esas provincias de una estética foral.
Así, el nacionalismo de los liberales demócratas aceptó la idea
romántica de los fueros como expresión de una identidad vascon-
gada pero le confirió un componente psicológico carlista. Según
comentaba el corresponsal del periódico de mayor tirada de la épo-
ca, el carlismo español «no ofrece en modo alguno los peligros que
en las inaccesibles montañas del Norte, por cuanto no puede dispo-
ner (…) de los cuantiosos elementos que unas instituciones híbri-
das, un carácter refractario a todo adelanto y un fanatismo hasta
la exaltación, dan en todo momento»10. Centrado el debate patrió-
tico en una interpretación romántica de los fueros, todo acabó de-
rivando en cuestiones de carácter que desmontaban la condición
positiva de lo vasco en el seno de la patria española.
Toda esta maniobra de reubicación patriótica de la identidad
vasca se sustentó en el nacionalismo. Nada más útil, en un contex-
to de guerra, que plantear discursos dicotómicos sustentados en
criterios de exclusión y en una gruesa definición política de la fron-
tera nacional. Se llegó, así, a representar la guerra como «una lu-
cha nacional» contra «los habitantes rebeldes de unas provincias
enemigas de la Nación»11. Mediante el recurso al prejuicio y al este-
reotipo, la opinión liberal puso las bases de esa «cuestión vascon-
gada» a que aludía, en 1873, Antonio Cánovas del Castillo, como
metáfora del problema generado por el autogobierno foral y el peso
del carlismo en esas tierras.
El nuevo tópico vasco tuvo como fin reforzar la identidad nacio-
nal en un contexto de guerra civil y disputa por la idea de nación
entre dos bandos, el liberal y el carlista. Para ello recurrió a elabo-

La Correspondencia de España, 12-3-1876.


10

Discurso de D. Carlos Navarro y Rodrigo, Diario de Sesiones del Congreso,


11

17-7-1876, p. 3151.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

rar imágenes colectivas y metáforas políticas dialécticas, de signo


nacionalista. La más importante fue la representación de los vascos
como un pueblo salvaje, vinculada con tópicos campesinos clásicos
de la cultura liberal. La psicología peculiar de los vascos se asoció
al mito campesino del bárbaro alejado de la civilización nacional.
La guerra civil era representada como una lucha moral entre la na-
ción y sus valores liberales, fuertemente imbuidos de una estética
clásica urbana (civilización, progreso, modernidad, libertad, racio-
nalismo, democracia, patriarcado, laicismo) y un colectivo étnico
identificado con la barbarie campesina (salvajismo, primitivismo,
arcaísmo, teocracia, feudalismo, caciquismo, oligarquía, matriar-
cado, ruralismo, descontrol emocional, debilidad mental).
Políticos, intelectuales, periodistas y corresponsales de guerra
se encargaron de aderezar este imaginario de estética romántica:
valles recónditos, montañas nevadas, huracanes, tempestades o llu-
vias decoraban el fatigoso discurrir del ejército de la Nación por
unas tierras aisladas de la civilización, habitadas por indígenas que
hablaban un idioma incomprensible y tenían costumbres y com-
portamientos refractarios a la modernidad. Según un corresponsal
de guerra que acompañaba a Alfonso XII en su visita a estas tierras
recién pacificadas, el paisaje, la arquitectura, el carácter nativo,
todo mostraba «otro país diferente al resto de España en usos y
costumbres, en ideas y pensamientos (…). Una Esparta sui géneris
que siempre, siempre estará en contra de lo que el resto de Espa-
ña acuerde, aunque redunde en su propio beneficio»12.
Esta nueva imagen de los vascos como enemigo interior de Es-
paña fue construida también por los liberales locales, que descri-
bían a los «aldeanos vizcaínos» que asediaban Bilbao como unos
«salvajes» «perezosos», «avariciosos» e «irracionales», cuya «natu-
raleza bovina» les hacía sumisos a los caciques y curas carlistas.
La guerra constituía un conflicto entre «la Nación» y un campo
habitado por unos «indios que hablan la lengua euskara», unos
«montañeses» analfabetos que la combatían «sin alejarse de sus
terruños»13. Publicistas como Francisco Calatrava incidieron en el
alejamiento histórico de los vascos respecto de «los elementos de
la vida íntima de la generalidad de la nación española» y en su re-
sultante condición de «desleales, salvajes y fratricidas»14. La misma

12 Fernando MOLINA, La tierra del martirio español. El País Vasco y España en

el siglo del nacionalismo, CEPC, Madrid, pp. 182-183.


13 Ibíd., pp. 191-208, se trata de manifestaciones del periódico bilbáino La

Guerra en 1873 y 1874.


14 Francisco CALATRAVA, La abolición de los fueros vasco-navarros, Madrid, Im-

prenta de T. Fortanet, 1876, pp. 230-232. Sin embargo, distinguía en sus acusacio-

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

retórica aparecía en otros publicistas que aludían a unos «hijos es-


púreos de nuestra patria», «parásitos» de la nación15.
La defensa de la nación siguió siendo, ya en la posguerra, el
sujeto del debate vasco. No en vano se discutía, por entonces, una
Constitución que tenía a aquella como fundamento político. Cala-
trava dedicó, precisamente, a la nación su obra contra los fueros
vascos y la simbolizó en el pueblo soberano representado en las
nuevas Cortes de 1876. Éstas fueron reivindicadas por otros mu-
chos como suprema expresión de la patria frente a los «privilegios
vascos» y cualquier otro derecho histórico16. Y, junto a las Cortes,
la otra expresión de la nación eran los propios patriotas que in-
tervenían en el debate vasco. Ya en tiempo de guerra, Francisco
Ruiz de la Peña había asumido la perspectiva de «los españoles»
en su diálogo crítico con los «vascongados». Dos años después, va-
rios «antifueristas» se reivindicaron en la prensa santanderina
como «españoles» frente al «vizcaíno» que, en un diario vasco, ha-
bía defendido los fueros17.
Todo este discurso de apropiación de la nación frente a los vas-
cos descansó en un lenguaje altamente emotivo, especialmente du-
rante las sesiones parlamentarias que debatieron el preceptivo
«castigo» político a las «provincias rebeldes», calificativo que lle-
gó a generar un tumulto entre diputados vascos y demócratas18. Y
es que los padecimientos asociados a la guerra, los intereses eco-
nómicos de provincias y ciudades limítrofes a las provincias vas-

nes entre los patriotas liberales de las ciudades y los carlistas del campo, que eran
a los que endosaba todo tipo de calificativos negativos.
15 Francisco RUIZ DE LA PEÑA, Los vasco-navarros ante la España y los otros es-

pañoles. Tres capítulos y un epílogo, León, sin dato de imprenta, 1874, pp. 8-9, 11;
Manuel ORTIZ DE PINEDO, «Discurso preliminar» a Calatrava, La abolición de los fue-
ros vasco-navarros, pp. XVII-XVIII, XXXVI; El Correo Militar, 21-3-1876.
16 CALATRAVA, La abolición de los fueros vasco-navarros, p. 313, nota 2; Ortiz de

Pinedo, «Discurso preliminar», pp. VI-VII, abogaba por que «las Cámaras aprove-
chen la ocasión propicia que se les ofrece de (…) incorporar [las provincias vascas]
definitivamente a España; de fusionarlas en la Patria común».
17 Justo ZARAGOZA (firma como anónimo), Castellanos y Vascongados. Tratado

breve de una disputa y diferencia que hubo entre dos amigos, el uno castellano de
Burgos y el otro vascongado, en la villa del Potosí, reino del Perú, Imprenta a cargo
de Víctor Saiz, Madrid, 1876, p. 286.
18 El calificativo de «provincias rebeldes» fue utilizado ya en el Real Decreto

de 11-8-1875 (véase El Imparcial, 25-3-1876. A partir de ahí, fue retomado por pu-
blicistas y periodistas así como por senadores y diputados, íntimamente asociado
a la reivindicación de un castigo ejemplar. Por ello, la prensa antifuerista calificó
la reunión de varias comisiones de diputados antifueristas en mayo de 1876 como
una «empresa nacional» dado que era «una cuestión de honra para España el cas-
tigo de los rebeldes vasco-navarros» (La Paz, 17-5-1876, cursiva en el original).

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

cas, las reivindicaciones de unidad nacional de los partidos del ala


demócrata, los anhelos de paz de la opinión pública, todo acabó
confluyendo en manifestaciones públicas emotivas que convertían
a los vascos en enemigos acérrimos de la nación.
Conservadores afines a Romero Robledo, demócratas federales
o de las facciones posibilistas de Serrano o Sagasta, portavoces de
la opinión militar e intelectuales académicos reclamaron una re-
presión militar de esas tierras como si de un país extranjero se tra-
tase. Un federalista, Gresac, había presentado ya en 1873 un «plan
de pacificación» de sus áreas rurales similar a las «reconcentra-
ciones» de la guerra de Cuba, como «expiación» por sus críme-
nes19. En similares medidas habían coincidido analistas militares
y periódicos conservadores o demócratas20. La represalia más de-
mandada fue la abolición de los fueros, asunto que fue tenido como
del más «alto patriotismo», grito de una «ilustre NACIÓN, que cla-
ma por su unidad, por la paz y ventura de sus hijos»21.
Todo ello quedó resumido en una metáfora que hizo fortuna
en la opinión pública: la consideración del País Vasco como una
Cartago que debía ser arrasada por la nación que encarnaba el mito
civilizador de la Roma clásica: «en aras del bien de la patria y de la
vindicta pública, es preciso que sea destruida Cartago; es decir, es
preciso que sean abolidos los fueros vasco-navarros», proclamó Ca-
latrava. Amparado en ese curioso lema, El Imparcial llegó a em-
plazar al gobierno de Cánovas a «completar la obra de Isabel la
Católica» en las provincias vascas22.
En definitiva, el discurso crítico contra los vascos, sus «privi-
legios» y comportamiento «antipatriótico», consiguió convertir el

19 El Eco de Navarra comparó estas reclamaciones con la represión de los «an-

glo-americanos» contra los indios de las praderas. («Dos ideas felices», El Eco de
Navarra, 15-3-1876).
20 Pedro RUIZ DANA, Estudios sobre la guerra civil en el norte, de 1872 a 1876,

Madrid, Imprenta a cargo de J. J. de las Heras, 1876, pp. 199-200; El Diario Espa-
ñol, cit. en «Unión y patriotismo», El Imparcial, 2-4-1874. Según este último, el ejér-
cito debía someter al «país dos veces rebelde (…) contra el resto de la nación» (‘Un
liberal’ en «El país pintado por sí mismo», El Imparcial, 13-5-1876).
21 El Imparcial, 25-3-1876; Calatrava, La abolición de los fueros vasco-navarros,

p. 313, nota 2.
22 CALATRAVA, La abolición de los fueros vasco-navarros, p. 81, cursiva en el ori-

ginal; «Delenda Est Carthago», El Imparcial, 7-12-1875. La opinión carlista alertó,


al hilo de esta amenaza, sobre el ánimo liberal de destrucción de las provincias vas-
cas, cuyo patrimonio identitario reclamaba como propio. Véase El Cuartel Real, 14,
16, 19, 21 23 y 28-12-1875 y, así mismo, Fernando MOLINA, «Delenda est Carthago.
La nación española y los fueros vascos, 1868-1898», en L. CASTELLS, A. CAJAL y F. MO-
LINA, El País Vasco y España. Identidades, nacionalismos y Estado (siglos XIX y XX),
Bilbao, UPV, 2007, pp. 75-79.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

amplio programa de proyectos de nación de la época en dos blo-


ques monolíticos: el liberal y el carlista. Además, mediante la re-
tórica nacionalista, esa dualidad llegó a transferirse a dos comu-
nidades: España y las provincias vascas. En su vertiente más
radical, incluso llegó a cuestionarse la españolidad de éstas, con-
virtiendo la lucha entre liberales y carlistas en un conflicto entre
vascos y españoles. Así, la movilización contra el carlismo y los
fueros vascos creó una imagen de antagonismo entre dos comuni-
dades homogéneas inexistentes. España no era la comunidad na-
cional liberal que la crítica a los vascos reivindicaba, pues su divi-
sión política no le permitía alardear de homogeneidad política
alguna. Pero tampoco las provincias vascas constituían una enti-
dad política unitaria, ni siquiera en el vago pensamiento de sus éli-
tes locales. Mucho menos una comunidad alternativa a España,
pese a que el nacionalismo estatal les dotara de unos atributos cua-
si nacionales.

2. Cavernícolas, 1931-1933
El debate parlamentario definitivo sobre los vascos trajo con-
sigo una forzada –y poco deseada por el Gobierno Cánovas– abo-
lición de los fueros, el 21 de julio de 1876. Esta abolición fue perci-
bida por las élites vascas como una consecuencia de la movilización
patriótica antivasca. Así la asumieron, desde una posición victi-
mista, sin que ésta alimentara ningún nacionalismo de respuesta
distinto del regionalista español que todas profesaban. Sin embar-
go, Sabino Arana confesaría años después el hondo pesar que en
su familia se vivió en esos tiempos, en el que la derrota carlista y
las multas económicas por participar en ese bando vencido arrui-
naron la economía familiar, y quedaron asociadas a la pérdida de
los fueros y a una cierta sensación de fin de un mundo, en la línea
de lo proclamado por El Cuartel Real en los últimos días de 1875.
Su vivencia infantil influyó, ya en la adolescencia, en la pérdida de
su «españolismo», mientras su entorno local se transformaba ace-
leradamente por efecto de la industrialización y urbanización. Fi-
nalmente, diez años más tarde de esa pérdida de la emoción es-
pañola, fundó el Partido Nacionalista Vasco, que reunió a todo tipo
de individuos, mayoritariamente jóvenes, unidos por una común
desafección con la idea de España, en la que incidía notablemen-
te su perspectiva de un mundo idealizado en quiebra así como una
general inquietud política de signo ultraderechista.
Se ha escrito mucho sobre el sentido confrontacional que Espa-
ña adquirió en la cultura del nacionalismo vasco, pero muy poco

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

sobre qué factores objetivos y emotivos pudieron influir en esa des-


afección23. De todas formas, el cambio de identidad no hubo de ser
tan complicado. La identidad vasca había sido creada en mitad del
conflicto entre liberalismo y carlismo. El nacionalismo vasco sim-
plemente terminó por conferir una dimensión nacional a las re-
presentaciones que, desde el carlismo y el liberalismo, habían in-
sistido en separar políticamente las provincias vascas de España.
El nacionalismo español, de hecho, como se ha podido ver, había
llegado a pavimentar y hasta iluminar ese camino en años pasados.
Existe una complementariedad entre la imagen de los vascos
en el nacionalismo liberal y la que el nacionalismo vasco inventó.
Esa complementariedad también se dio en el sentido abominable
que los vascos (por carlistas) ocuparon en el nacionalismo liberal
español, que el nacionalismo vasco trasladó a los españoles (por
liberales). Otra cosa es que éste reforzara esa transferencia con un
racismo que, intensificado por el contexto migratorio propio de la
industrialización, bebía tanto de la cultura de la ultraderecha eu-
ropea (en la que se inscribió sin grandes titubeos ese nuevo na-
cionalismo) como del casticismo propio del regionalismo y tradi-
cionalismo vasco decimonónicos.
El caso es que si durante el siglo XIX el conflicto patriótico esen-
cial en torno al País Vasco provino de la disputa entre liberales y
carlistas (con una interferencia circunstancial del nacionalismo es-
pañol en él), éste se fue nacionalizando en el nuevo siglo. Pero no
se convirtió en un conflicto específicamente nacional, entre na-
cionalistas vascos y españoles, pues a él se superpusieron otros mu-
chos, especialmente el que tuvo lugar entre liberales laicistas (an-
ticlericales, en la mayoría de casos) y católicos de lealtad nacional
tanto vasca como española. En este nuevo proceso, el nacionalis-
mo vasco aspiró a liderar ese bloque católico frente a las agresiones
de los gobiernos liberales o del movimiento obrero o republicano.
Y ello pese a que en él conviviera tensamente con nacionalismos
españoles como el maurista o el carlista. El hecho de que la dispu-
ta patriótica entre la derecha vasca fuera muy intensa, al menos
en su dimensión pública y electoral (no tanto en la política local),

23 Sobre lo primero, Santiago DE PABLO, «El nacionalismo vasco ante el Esta-

do español (1895-1937)», Studia Historica. Historia Contemporánea, n.º 18, 2000,


pp. 79-93; y Ludger MEES, «El nacionalismo español y España: reflexiones en tor-
no a un largo desencuentro», Espacio, Tiempo y Forma. Historia Contemporánea,
n.º 9, 1996, pp. 67-83; y José Luis DE LA GRANJA, El Siglo de Euskadi. El nacionalis-
mo vasco del siglo XX, Tecnos, Madrid, 2003, pp. 43-76. Sobre lo segundo, sólo hay
intuiciones notables, caso de Jon JUARISTI, El bucle melancólico. Historias de nacio-
nalistas vascos, Madrid, Espasa, 1997, pp. 139-181.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

y que la Monarquía terminara en una dictadura nacionalcatólica


asimilable culturalmente por aquella (pero no, identitariamente,
por el PNV), impidió una efectiva unión entre el nacionalcatoli-
cismo españolista y el nacionalismo vasco.
Republicanos y socialistas vascos, en su disputa patriótica con
los católicos, alentaron, sin embargo, la identificación unitaria de
las derechas vascas, pues les servía para convertir a personas que
se reivindicaban como patriotas españoles en traidores a la patria
debido a su unidad de acción con el «separatismo vasco». Así, fue-
ron levantando una nueva imagen negativa del catolicismo políti-
co vasco, y del campesinado local que lo respaldaba electoralmen-
te, como enemigo de una España que situaban en las ciudades y
urbes industriales24. Fuera de esos espacios aparecía un territorio
hostil a la nación, que heredaba los rasgos negativos del tópico vas-
co inventado durante la guerra carlista.
La disputa política (y patriótica) que tuvo lugar en esos años
entre republicano-socialistas y nacionalistas vascos o carlistas fue
representada, desde el punto de vista de los primeros, como una
nueva versión del antiguo conflicto ciudad/campo, liberalismo/car-
lismo. Incluso la metáfora de la guerra civil siguió alimentando el
debate patriótico local, colocando a unos vascos como represen-
tantes de España y a otros como enemigos de ésta. En un artícu-
lo de 1924, Indalecio Prieto pintaba un País Vasco liderado por el
PNV como «un Pequeño Paraguay, gobernado dictatorial e inqui-
sitorialmente desde Loyola y Deusto»25. Si el nacionalismo llegaba
a alcanzar el control del espacio urbano liberal, España se vería
amenazada. Para evitarlo, en 1918, había acuñado un famoso lema
electoral: «Contra los carlistas bizcaitarras; contra los reacciona-
rios todos, es preciso que os juramentéis diciendo: ¡No pasarán!»26.
El lema que Prieto inventó para el Bilbao «sitiado» (política-
mente) por el nacionalismo vasco caló de tal forma en la cultura
de la izquierda vasca que luego lo popularizaría una ilustre repre-
sentante de ésta, Dolores Ibarruri, en el Madrid sitiado (militar-
mente) por el nacionalismo católico y fascista español. Se trata de
un préstamo destacado del conflicto periférico al futuro conflicto
nacional. El caso es que ese lema aludía a un «carlismo bizcai-

24 Antonio RIVERA, Señas de identidad. Izquierda obrera y nación en el País Vas-

co, 1880-1923, Madrid, Biblioteca Nueva, 2003, pp. 45-71, 167-178.


25 La Noche, 14-4-1924, cit. en Alfonso Carlos SAIZ VALDIVIELSO, Indalecio Prie-

to y el nacionalismo vasco, Bilbao, Laida, 1989, p. 75.


26 Palabras de Prieto en un mitin de celebración del triunfo aliado en la I Guerra

Mundial, cit. en El Imparcial, 24-11-1918 (SAIZ VALDIVIELSO, Indalecio Prieto y el na-


cionalismo vasco, p. 45).

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

tarra». Y ello tenía mucho sentido pues estas formulaciones patrió-


ticas se limitaban a actualizar el tradicional tópico antiespañol del
carlismo gracias a su asociación al «separatismo vasco». Así, el an-
tiespañolismo del PNV lo único que hacía era mostrar la medida
en que el espíritu reaccionario de muchos vascos había terminado
fructificando en un ideario separatista, pletórico de racismo y ru-
ralismo27.
Este imaginario vasco de oposición a España tomó forma de-
finitiva en el nuevo debate autonómico inaugurado con el adveni-
miento de la II República. Incapaz de asimilar el nuevo régimen
democrático y laicista, la derecha vasca al completo se unió en un
frente político cuyo eje fue la demanda de un Estatuto de autono-
mía. Este proceso de reivindicación autonomista fue paralelo al de-
bate constituyente, que implicó la convocatoria electoral a Cortes
de 28 de junio. A ella acudieron las derechas vascas unidas en una
candidatura «católico-fuerista» o «defensora del Estatuto», que
consiguió el 56% de los votos. La derecha vasca interpretó su vic-
toria como un plebiscito favorable al Estatuto que los autonomis-
tas aprobarían, poco después, en Estella.
En este proyecto de Estatuto el «Pueblo Vasco» era reconocido
como «soberano» por encima de España, a cuyo Estado hacía ce-
sión de ciertas atribuciones entre las cuales no estaba, por su-
puesto, el régimen de cultos y las relaciones con la Iglesia. La res-
tauración foral se convertía en el horizonte mítico de un ideal
autonomista que se sustentaba en la dialéctica entre una alóctona
España republicana y una autóctona entidad imprecisa (unas ve-
ces Euzkadi, otras País Vasco o Euskal Herria), unida por valores
católicos y etno-regionalistas.
El autonomismo de matriz católica desactivó la potencial né-
mesis entre la España católica y Euzkadi. Hasta fenómenos sobre-
naturales como los ocurridos en la aldea guipuzcoana de Ezkioga
fueron conectados con este contexto reivindicativo. Y es que era la
defensa del catolicismo como supremo eje articulador de la vida
pública lo que unía a las diversas derechas vascas en torno a un
ideal regionalista católico. El movimiento autonomista fue, así, la
expresión más clara de la incidencia de la cuestión religiosa en la
«vascongada». Y reflejó, además, que el nacionalcatolicismo espa-
ñol y el nacionalismo vasco estaban íntimamente unidos en un co-
mún imaginario ruralista que se consideraba, de nuevo, bastión
del espíritu católico vasco28.

27 Juan Pablo FUSI, El País Vasco: Pluralismo y Nacionalidad, Madrid, Alianza,

1984, pp. 394-395.


28 Fernando MOLINA, «La autonomía de la política. El problema vasco y los

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

De nuevo un movimiento «ruralizante» se levantaba en tierras


vascas contra el régimen democrático. Sin embargo, frente a lo
ocurrido en 1872, ahora sí existía un nacionalismo capaz de liderar-
lo como parte de un proyecto de separación de España. El nacio-
nalismo español de carlistas o católicos conservadores quedó, de he-
cho, sublimado en el vasco de sus aliados, que fue capaz de aportar
un repertorio simbólico y movilizador vasquista muy efectivo29. Y
es que carente de un auténtico discurso autonomista, cuando la de-
recha vasca hubo de improvisarlo tuvo que recurrir a la cultura biz-
kaitarra. Y esta fagocitación de un nacionalismo por otro sólo in-
crementó el peso del fantasma separatista en la opinión republicana.
La movilización autonomista dio, así, forma a la amenaza del «pe-
queño Paraguay jesuítico». Y de ahí surgió la imagen banal por an-
tonomasia que unificaba sus dos componentes, reaccionario y se-
paratista: el «Gibraltar vaticanista» prietista30.
Esta nueva participación del prohombre del socialismo vasco
en el debate refleja el grado en que el nuevo tópico (antiespañol)
vasco estaba siendo construido, en mucha mayor intensidad que se-
senta años antes, por los propios vascos, desde un explícito com-
promiso patriótico. En julio de 1931, El Liberal de Bilbao mostra-
ba un libro que representaba la «República» y «Los derechos del
hombre» que era atravesado por el puñal del «Estatuto de Estella».
Su empuñadura tenía el lema jesuita y el pomo iba rematado con
una corona y una cruz. El Estatuto Vasco era, según rezaba el pie
de texto, «el puñal ignaciano» que iba a hundirse en la Constitución.
Dibujos posteriores representarían a los «clericales» como sapos o
masas de curas que desfilaban al son del tambor de San Ignacio de
Loyola31.
Todos los lugares comunes del tópico vasco reaparecieron en la
esfera pública a la hora de calificar tanto el triunfo electoral auto-
nomista como sus demandas. En las Cortes volvieron a alzarse ad-
vertencias acerca de unas tierras «donde hay aldeas ganadas por la
superstición y el fanatismo, que tienen una enemiga tradicional (…)
contra la República». Las «montañas» vascas y navarras acogían de
nuevo a «los sucesores del cura de Santa Cruz»32. Mientras, los dipu-

proyectos de autogobierno durante la II República (1931-1936)», en L. CASTELLS y


A. CAJAL (eds.), La autonomía vasca en la España contemporánea (1808-2008), Ma-
drid, Marcial Pons, 2008, pp. 223-253.
29 Ibíd.
30 Este calificativo, que hizo fortuna en la opinión republicana, fue formula-

do por Indalecio Prieto en El Socialista, 30-6-1931.


31 El Liberal, 11-7-1931, 18-8-1931 y 31-7-1931.
32 DE LA GRANJA, Nacionalismo y II República, p. 263.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

El Liberal, Bilbao, 11 de julio de 1931.

tados autonomistas eran calificados como portavoces de unas ma-


sas fanáticas. Porque la clave seguía residiendo, como hacía sesen-
ta años, en la etnicidad vasca. El campesinado volvía a responder
políticamente a una atmósfera local de imbecilidad, teocracia y ca-
ciquismo que describía, entre risas parlamentarias, un diputado na-
varro: los «aldeanos (…) venían de 12 ó 15 kilómetros de distancia
a votar con una papeleta en la mano; la papeleta se la habían en-
tregado hacía dos días el cura, y cuando les preguntaban: «Tú, ¿por

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

quién vas a votar?», en su lengua milenaria contestaban: «Yo, ¡ni


qué decir tiene!, a favor de Dios. Mejor candidato que ése no me
sacaréis (risas en la sala)»33. Y para subrayar la singularidad de esta
psicología, era comparado despectivamente con su vecino castella-
no, con ocasión de la llegada en tren a Madrid de los comisiona-
dos autonomistas: «¡Qué ajeno, a la emoción [regionalista] el la-
briego castellano! Quizá alcance a ver, mientras siega las mieses,
un tren que corre hacia su destino, sin alcanzársele que en él via-
jan los encargados de derrotarle, de derrotarle a él en estos her-
manos [vascos]»34.
De nuevo, además, la descripción tópica del campesinado igno-
rante se enriquecía con testimonios directos de contacto con él. Así lo
reflejaba la crónica de un corresponsal en su visita a Azpeitia, cuna
del «jesuitismo»: «A la puerta de la Iglesia de Loyola compré, eso sí,
dos periodiquillos bilingües, aunque católicos. Supongo que el tex-
to indígena traduciría con esa precisión selvática de las lenguas pri-
mitivas los soeces insultos que merece en castellano a sus redactores
el Gobierno de la República». A continuación, describía con humor
el acento de un muchacho «que hablaba castellano con la torpeza y
vaguedad idiomática propia de los vascongados» y su «socarronería
aldeana» a la hora de no involucrarse en la querella política35.
Cuando la movilización regionalista fue interceptada por las apa-
riciones marianas de Ezkioga, el tópico terminó por explotar, como
demuestra una portada del semanario valenciano La Traca. En ella
se daban cita religiosos y aldeanos vascos, con estandartes religio-
sos, navajas y trabucos al cinto, acudiendo en peregrinación a esa
localidad36. La «leyenda religiosa» de Ezkioga pasó a ser un recur-
so capital de la polémica izquierdista con el autonomismo vasco. En
opinión de uno de los diputados más críticos, el fenómeno había
surgido de unos niños aldeanos manipulados por una maestra y por
«jesuitas y sacerdotes». A partir de esa manipulación, por el canal
de la etnicidad (lengua y religión), se gestaba la rebelión: «Resulta
que allí se van congregando todos los días gran cantidad de mujeres
y de hombres que (…) [inauguran] el rosario diciendo que hay que
“salvar a España de las hordas liberales”». Y así, «a diario, cinco o
seis mil personas» se reunían «para conspirar contra la República»37.

33 Emilio Azarola en Diario de Sesiones del Congreso, 30-7-1931, p. 232; El Sol,

31-7-1931.
34 El Liberal, 12-7-1931.
35 C. RIVAS CHERIF, «La marcha de San Ignacio», El Sol, 11-8-1931.
36 La Traca, n.º 18, 21-8-1931.
37 Diputado de la Villa en Diario de Sesiones del Congreso, 13-8-1931, pp. 392-

393. Véase también «¡Republicanos a las armas!», Álava Republicana, 22-8-1931.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

El Estatuto, pues, buscaba sellar un carácter comunitario que


el republicanismo entendía inherente a la mayoría de la población
vasca (y navarra): «El Estatuto (…) no tiene otro fin que convertir
a Vasconia y a Navarra en un coto cerrado de la reacción», afir-
maba un diputado navarro. Mientras, Prieto calificaba a la mino-
ría vasco-navarra como «vasco-romana», burlándose, de paso, de
las inconsistencias del discurso nacionalista que la lideraba, que
aceptaba la separación entre lo vasco y lo navarro38.
Toda esta caracterización tópica terminaba incidiendo, de nue-
vo, en una especie de secular ánimo de guerra civil. «[Para] quie-
nes van con Aguirre y Oreja (…) la libertad de la imaginaria Euz-
kadi está por encima del Gobierno de Madrid y del de Valladolid.
Para conseguir [la facultad concordotaria] realizarán, si fuera ne-
cesario, el sacrificio de sus propias vidas, emulando las hazañas
del desalmado Santa Cruz, Jergón y otros tantos forajidos como
ensangrentaron el suelo de las provincias vascas durante las
guerras carlistas, en las que el fanatismo armó el brazo de milla-
res de individuos entregados a la barbarie de su propia incultu-
ra»39. Según Mariano Ansó, los navarros eran embaucados por unos
«curas trabucaires que, con gesto matón, [van] recorriendo los pue-
blos predicando la guerra civil»40. Guerra a la que presuntamente
había llamado el líder nacionalista José Antonio Aguirre en su des-
pedida a los diputados que iban a Madrid: «Si en el Congreso no
se da satisfacción a las Vascongadas, volveremos aquí y los miles
de hombres que nos han asistido recogerán las armas que aque-
llos otros vascos dejaron en el suelo»41.
El relato de las palabras de Aguirre recogido por El Sol no coin-
cidía con lo transmitido por otras fuentes, pero se adaptaba a una
representación idealizada del enemigo que el contexto de violen-
cia política de esos meses ayuda a comprender. El sentimiento de
persecución religiosa del catolicismo vasco, los choques violentos
entre militantes de UGT y carlistas, los discursos secesionistas de
las juventudes del PNV y las llamadas de la prensa derechista vas-
ca a una nueva «Cruzada de Reconquista» de España, enmarcaron
estas representaciones que atribuían un carácter antipatriótico a
una parcialidad amplia de los vascos42.
38 Mariano Ansó en Diario de Sesiones del Congreso, 30-7-1931, p. 237; Inda-

lecio Prieto, Ministro de Hacienda, en Diario de Sesiones del Congreso, 7-8-1931,


p. 322.
39 El Liberal, 15-7-1931.
40 Diario de Sesiones del Congreso, 30-7-1931, p. 236.
41 El Sol, 14-7-1931.
42 Este contexto de violencia en DE LA GRANJA, Nacionalismo y II República,

pp. 263-269.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Representaciones que estaban bien presentes entre los propios


vascos republicanos. Así, El Liberal, ante las palabras de uno de los
diputados autonomistas, exclamaba: «Si esto no es una declara-
ción de guerra civil (…) esperamos a que suenen los primeros tiros
para lanzarnos a la calle (…). Creemos que ha llegado el momen-
to de poner coto a estas bravuconadas de un pretendido irreden-
tismo; a estas vilezas que no pueden salir de otros labios que de
los enconados enemigos de la nueva España, de la España gene-
rosa y buena, liberal y democrática»43. Y ese coto fue puesto tan-
to por el gobierno central (con suspensiones de periódicos y refuer-
zo de efectivos policiales y militares) como por la esfera pública,
con un discurso aún más agresivo contra estos vascos «irredentos».
Ello a pesar de que, en el fondo, el propio Ministro de la Gober-
nación reconociera públicamente lo ilusorio de los coqueteos be-
licistas o secesionistas de los católicos vascos, que formaban par-
te, simplemente, de una «campaña de agitación, para asentar la
posibilidad de traer aquí ese Estatuto»44.
Sin embargo, estas lecturas racionales y sosegadas no fueron
las usuales, al contrario. El contexto de violencia política intensi-
ficó el discurso oposicional. Las constantes interrupciones que su-
frieron las intervenciones de los diputados autonomistas en el Par-
lamento reflejan, en su espontaneidad, la hondura con que, de
nuevo, la cultura liberal había recuperado el tópico vasco antipa-
triota. La clásica imagen de barbarie contó con nuevos calificati-
vos insultantes como «cavernícolas», «cavernarios» o «trogloditas»,
que levantaron airadas protestas entre diversos diputados (no sólo
vascos, sino de otras facciones, como los agrarios) y entre la opi-
nión autonomista vasca45.
Pero los insultos se sucedieron. Mientras un diputado vasquis-
ta glosa el carácter religioso de los vascos, los secretarios que to-
man acta de la sesión parlamentaria consignan constantes rumo-
res e interrupciones que terminan por estallar: «La característica
más singular de nuestro pueblo consiste en ser profundamente re-
ligioso», y el secretario consigna: «(Rumores.–Un Sr. Diputado:
¡Clerical!)»46. Meses después, el mismo diputado (de orientación li-

43 El Liberal, 16-7-1931. Véase también el ya citado «¡Republicanos a las ar-

mas!, Álava Republicana, 22-8-1931.


44 Gabriel Maura en Diario de Sesiones del Congreso, 25-8-1931, pp. 569-570.
45 Rafael Picavea en Diario de Sesiones del Congreso, 29-7-1931, p. 233; Xabier

DE AZCOITIA, ¡Cavernícolas, cavernícolas! Defensa de la obra de los vascos, Bilbao, Im-


prenta Mayli, 1931, p. 3.
46 Diario de Sesiones del Congreso, 30-7-1931, p. 233. Otra interrupción, por

ejemplo, en el discurso de Joaquín Beunza, registrada en el Diario de Sesiones del


Congreso, 30-7-1931, p. 236.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

beral) vuelve a ser abruptamente interrumpido, al tratar de sepa-


rar la religiosidad vasca de cualquier comportamiento antirrepu-
blicano: «Yo no soy carlista, ni integrista, ni pertenezco a ningún
partido, y el lema en torno del cual giran todos ellos en mi país,
es éste: «Dios, Patria y… (Varios señores Diputados: ¡Y Rey!) De-
jadme acabar. «Dios, Patria y… (Muchos Señores Diputados: ¡Y
Rey!» (se reproducen las risas.) «Dios, Patria y… (numerosas inte-
rrupciones simultáneas) «Dios, Patria ¡y Libertad!» Porque «Jaun-
goikoa eta Lege zarrak», en realidad, significa Dios y República,
Dios y Libertad»47.
Todo esto fue reflejo del, en lamento de ese mismo diputado,
«desbordamiento pasional» generado por el debate vasco. Este des-
bordamiento era una característica innata del nacionalismo opo-
sicional tanto como de contingencias propias del calendario polí-
tico, que volvió a colocar estos debates en meses estivales. Y el
verano de Madrid incitaba el frenesí de la pasión. «Nueve meses
de invierno y tres de infierno» era una expresión habitual para des-
cribir el verano en las crónicas cortesanas de la prensa de provin-
cias de la Restauración. Y esta circunstancia, que tanto había afec-
tado el debate foral de 1876, volvió a incidir en su segundo tramo
estatutista, en 1931.
Así, la pasión política subió tanto como el termómetro, y a las
interrupciones de los discursos de los «vasconavarros» se añadie-
ron insultos y descalificaciones espontáneos, que quedaron con-
signados en las actas del Diario de Sesiones. Así, cuando uno de
los diputados de la «minoría vasconavarra» reclamó la vuelta del
Obispo de Vitoria, que el Gobierno había expulsado, defendió esta
petición como un «acto de generosidad (…) [interrupción de un
parlamentario] porque con eso se calmarán los espíritus y entien-
do que a la República no le conviene crear antagonismos entre
unos y otros españoles sino que mediante justas y mutuas com-
pensaciones (Un señor Diputado: ¡No son españoles!)». El diputado
trató de continuar, pero al poco terminó por ver ahogada su voz por
multitud de diputados de la izquierda, pese a las protestas del Pre-
sidente de la Cámara, Julián Besteiro48.
Una de estas interrupciones motivó en uno de estos diputados
«vasconavarros» una reacción igual de espontánea: «¡Sois unos sec-

47 Rafael Picavea en Diario de Sesiones del Congreso, 25-9-1931. La orientación

moderada y liberal de este diputado en Ander DELGADO, Rafael Picavea (1867-1946).


Euskal historiaren pertsonaia ahaztua, Bilbao, Fundación Sabino Arana, 2008, pp.
128-131.
48 Joaquín Beunza en Diario de Sesiones del Congreso, 29-7-1931, p. 197.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tarios!»49. En efecto, mucho de «sectarismo», de definición patrió-


tica cerrada y oposicional, albergó el tratamiento político de la
«cuestión vasca». El ideal de República estableció una nítida fron-
tera entre patriotas y traidores a la patria. Y Prieto se encargó de
insistir en esa condición de los autonomistas vascos de «enemigos
de la República», es decir: «de España»50.
Ese nacionalismo oposicional que se había solapado al con-
flicto político entre catolicismo y laicismo, fue complementario del
característico anticlericalismo de la izquierda liberal, y ambos for-
maron parte del ideal republicano de nación. La «guerra cultural»
entre laicistas y católicos interfirió el debate vasco. Religiosidad y
nacionalismo se interceptaron y alentaron una representación de
los vascos que, de nuevo, colisionó con una identidad nacional que
experimentaba una honda «crisis de representación»51. Una crisis
que le impedía afianzarse simbólicamente en su pugna con la na-
cionalcatólica. Lo que no significaba que fuera débil. Al contrario,
contaba con el amparo del aparato estatal y se fundaba en una
arraigada cultura liberal que encontraba en el tópico vasco un per-
fecto catalizador. El vasco aparecía de nuevo como ese enemigo in-
terior, enclaustrado en las montañas del norte, cuya actitud reac-
cionaria se veía alimentada por una etnicidad campesina.
El 29 de mayo de 1931, el Presidente del Gobierno Provisional,
Niceto Alcalá-Zamora, y el Ministro de Instrucción Pública, Mar-
celino Domingo, firmaron el decreto de creación del Patronato de
las Misiones Pedagógicas. El fin de esta iniciativa educativa era
llevar a los campesinos «el viento del progreso» de forma que pu-
dieran descubrir su «verdadera españolidad». Esta ambiciosa ini-
ciativa nacionalizadora se fundaba en el convencimiento de la in-

49 Rafael Picavea en Diario de Sesiones del Congreso, 25-9-1931, p. 1222. Este

carácter «sectario» del nacionalismo republicano, Helen GRAHAM, «Community, Na-


tion and State in Republican Spain, 1931-1938», en C. MAR-MOLINERO y A. SMITH
(eds.), Nationalism and the Nation in the Iberian Peninsula. Competing and Conflic-
ting Identities, Oxford, Berg, 1996, pp. 135-136.
50 El Sol, 8-8-1931. Así pues esta dimensión oposicional dista de ser propia úni-

camente de nacionalismos derechistas, como para el caso francés sugiere Sudhir


HAZAREESINGH, Political Traditions in Modern France, Oxford, Oxford University
Press, 1994.
51 Pamela RADCLIFF, «La representación de la nación. El conflicto en torno a

la identidad nacional y las prácticas simbólicas en la Segunda República», en


R. CRUZ y M. PÉREZ LEDESMA (eds.), Cultura y movilización en la España contem-
poránea, Alianza, Madrid, 1997, pp. 312-319. El trasfondo de «guerra cultural» de
esta «crisis», en Fernando MOLINA, «De la historia a la memoria. El carlismo y el
problema vasco (1868-1978)», en El carlismo en su tiempo. Geografías de la contra-
rrevolución, Pamplona, Gobierno de Navarra, pp. 174-184.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

capacidad campesina para alcanzar la modernidad si no era me-


diante una labor pedagógica «misionera» originada desde los es-
pacios urbanos. Los campesinos vivían en mitad del «aislamiento
moral» y la «penuria social». Había que convertirlos en «ciudada-
nos» y patriotas republicanos52.
Claudio Sánchez Albornoz sintetizó en las Cortes esta concep-
ción dialéctica entre el campo y la ciudad, clave en la cultura li-
beral. La nación era la continuidad de la ciudad clásica: «El mun-
do antiguo se había organizado sobre la base estatal de la ciudad.
Europa se ha organizado hoy sobre la base estatal de la Nación».
Su máxima expresión política era la República. Y contra ella cons-
piraban «a la derecha y a la izquierda, fuerzas de esencia rural, de
sentimientos místicos, fuerzas de ideas simplistas, fuerzas que pue-
den poner en peligro la República». Así, la misión nacional de ésta
era combatir, entre otros males, «un ruralismo celtibérico en las
mentes y, al mismo tiempo, una miseria y una incultura que sería
imposible describir»53. El tópico vasco encajaba perfectamente en
ese «ruralismo celtibérico», como él mismo advertía: «Los que hoy
se llaman vascos fueron, en otro tiempo, los españoles que se ne-
garon a aceptar la Lengua y la cultura latinas, de la misma mane-
ra que hoy se niegan a aceptar los pensamientos y las formas po-
líticas del pueblo español»54.
La adecuación del tópico vasco a los patrones culturales del na-
cionalismo liberal explica la transigencia de la clase política y opi-
nión republicanas (incluida la vasca y navarra) con la apropiación
de la identidad vasca (o navarra) por la coalición «católico-fueris-
ta» de 1931: «La misma elección de la denominación «minoría vas-
co-navarra» fue un éxito: pareció como si nacionalistas y carlistas
monopolizaran la representación parlamentaria de las provincias
vascas y ocultó la fuerza (…) [de] republicanos y socialistas»55. De
hecho, fueron los propios diputados de esa minoría los que se sin-
tieron en la necesidad de matizar esa apropiación, reconociendo
que había otros vascos, además de ellos, en la Cámara56. Fusi ha
calificado como una «torpeza de la izquierda vasca no (…) enfati-
zar suficientemente ante la opinión la existencia de una tradición
liberal e izquierdista tan representativa de la voluntad del pueblo

52 Sandie HOLGUÍN, Creating Spaniards. Culture and National Identity in Repu-

blican Spain, Madison, The University of Wisconsin Press, 2002, pp. 47-49, 56-57.
53 Diario de Sesiones del Congreso, 27-8-1931, p. 656.
54 Ibíd., 655.
55 Juan Pablo FUSI, El problema vasco en la II República, Madrid, Turner, 1979,

p. 80.
56 Jesús María de Leizaola en Diario de Sesiones del Congreso, 8-9-1931, p. 793.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

[vasco] como pudieran serlo el nacionalismo o el carlismo»57. Tor-


peza no mayor que la de una izquierda española que había asu-
mido que la «secular fisionomía espiritual del pueblo vasco» diri-
gía a éste al tradicionalismo, si no al nacionalismo. Y es que, de
hecho, así se calificó a esta minoría: como «los nacionalistas vas-
conavarros» o, simplemente, los «nacionalistas vascos»58.
Con la aprobación, a finales de septiembre, del artículo primero
de la Constitución, que convertía la República en un Estado inte-
gral, el proyecto de Estatuto vasco fue declarado inconstitucional,
al descansar en una concepción federal del Estado. La idea de na-
ción cívica permeaba la nueva noción de Estado, aunque también
descansaba en criterios históricos, culturales y lingüísticos59. Así,
si la nación tenía una esencia liberal y una etnicidad plural, ésta
quedaba decantada hacia el nucleo castellano, cuya lengua, en pa-
labras de Unamuno era la «integral» del Estado60.
De todas formas, esta etnicidad castellanista no fue concebida
como una precondición para la democracia ciudadana ni para el
autogobierno regional. Este último, de hecho, quedó fundado en
una idea de «unidad en la variedad» que permitía que «por prime-
ra vez en la Historia vamos a tener una Constitución que respon-
da a la estructura interna de nuestra Patria»61. Es por ello que la
etnicidad no fue tampoco precondición para la definición de los
enemigos de España. Así, aquellos mismos nacionalistas que ha-
bían monopolizado el tópico vasco en 1931, pudieron convertirse,
rotas sus amarras políticas con el catolicismo, en colaboradores
de la República. Eso es lo que permitiría el nuevo Estatuto
elaborado en 1933 y el finalmente aprobado por las Cortes en oc-
tubre de 1936.

57FUSI, El problema vasco en la II República, pp. 80-81.


58El Sol, 31-7-1931, anunciaba: «Las Cortes constituyentes, entre aclamacio-
nes entusiastas, sancionan la actuación del Gobierno», para, acto seguido, matizar:
«las minorías de Esquerra catalana y nacionalistas vasconavarros se abstiene en el
voto de confianza» (cursiva mía). Pocos días después, en el mismo periódico, otro
titular informaba cómo «un ruego del diputado Sr. Oreja Elósegui» (líder carlista
guipuzcoano) hizo que el Ministro de Hacienda calificara «a los nacionalistas vas-
cos de enemigos de la República» (cursiva vía) (El Sol, 8-8-1931). La mención a la
fisionomía la tomo de Leizaola, cit. en la nota 54.
59 Diego MURO y Alejandro QUIROGA, «Spanish Nationalism: Ethnic or Civic?»,

Ethnicities, n.º 5 (1), 2005, p. 18; y GRAHAM, «Community, Nation and the State»,
p. 136.
60 Unamuno en El Liberal, 21-7-1931. Véanse, además, sus intervenciones en

Diario de Sesiones del Congreso, 18-9-1931, pp. 1016-1020.


61 Claudio Sánchez Albornoz en Diario de Sesiones del Congreso, 27-8-1931,

p. 654.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

Sin embargo, si bien el ejercicio de la política fue capaz de mo-


derar los tópicos más arraigados que incitaban a convertir a los
vascos en enemigos de España, eso no significa que desapareciera
automáticamente el idealismo romántico que los había alimenta-
do. Los discursos de Prieto en esos años insistirían en una lectura
tópica que remitía al fuerismo decimonónico y que explica las fá-
ciles concesiones simbólicas al PNV en el diseño estatutario, que
culminaron en la aceptación de la enseña de éste como bandera
de los vascos, a propuesta del consejero socialista Santiago Aznar…
Las circunstancias de la guerra civil impidieron que, final-
mente, cuando el PNV abandonara a la República en 1937, el go-
bierno de Azaña pudiera resucitar el tópico vasco antiespañol. Y
es que sus enemigos militares y conservadores ya se habían ade-
lantado, recolocando aquél (junto a la izquierda republicana) en el
mito de la Antiespaña. Convenir con el enemigo contra el que se
luchaba que los que habían sido fieles aliados de la República ha-
bían pasado, de nuevo, a ser traidores a ésta era algo imposible
para un Gobierno asediado como el republicano62.

3. Separatistas, 1975-1981
De la misma forma que se ha dicho que ETA es un producto del
franquismo, también lo es el propio País Vasco en tanto que «pro-
blema político» de la democracia española actual. El nacionalismo
franquista vio en la erradicación del «separatismo» la única solu-
ción posible al «problema vasco». La represión fue moderada en
el plano social (y personal) pero intensa en el cultural, dado que
al ser llevada a cabo por un nacionalismo sobre otro, en forma de
imposición simbólica, afectó de forma singular a aquellos vascos
que tenían como identidad nacional la vasca. La agresiva política
nacionalizadora del «nuevo Estado» fue paralela a una no menos
agresiva represión física y política. El franquismo aplicó, además,
por primera vez, el repertorio represivo formulado en el pasado
por el nacionalismo liberal; incluso llegó a recuperar olvidadas
formulaciones disciplinarias, como atribuir a (algunas de) estas
provincias un carácter orgánico antipatriótico, calificándolas de
«traidoras» a la nación, como rezaba el decreto-ley de mayo de 1937
que suprimió, como represalia a su fidelidad republicana, el Con-
cierto Económico de Vizcaya y Guipúzcoa.

62 Xuán CÁNDANO, El Pacto de Santoña (1937). La rendición del nacionalismo

vasco al fascismo, Madrid, La Esfera de los Libros, 2006, pp. 256-261.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Evidentemente, el contexto bélico (y el protagonismo militar)


que acompañó a estos calificativos pesó mucho. Pero también pudo
pesar, visto lo visto, la insistente calificación tópica de estos terri-
torios como esa irredenta «Esparta» o «Cartago», en perpetua re-
belión contra España, reinventada luego como «Gibraltar vatica-
nista». Si esto fue así, resulta obvio que hubo un intercambio de
imágenes negativas de los vascos entre los nacionalismos estata-
listas que se habían combatido en guerra civil. Y que ello facilitó
que el nacionalismo vasco juzgara la posguerra como materializa-
ción final de un largo ensayo de opresión «española». Sea como
fuere, lo cierto es que la dictadura terminó por trastornar la cul-
tura de aquél, transformándola en una efectiva «cultura de derro-
ta» capaz de generar (en sus generaciones más jóvenes) un ánimo
de respuesta violenta que buscaba emular la violencia que estos
sectores radicalizados percibían como propia del comportamiento
del Estado que representaba a «España»63.
Esta alteración nació de la asimilación de dos experiencias co-
lectivas. Por un lado la de la derrota, que incidió en una reformu-
lación martirial del imaginario nacional vasco, que ponía en rela-
ción la «hecatombe» de Gernika con el «genocidio (cultural) vasco»
de posguerra. Por otro, la previa experiencia de la guerra civil,
transformada en una épica lucha entre vascos y españoles, que pro-
porcionó una reformulación guerrera del imaginario nacionalista
(cuyo eje fue el culto a la figura épica del «gudari», el soldado vas-
co) así como una nueva memoria política que confería rasgos inde-
pendentistas a la breve experiencia republicana de autogobierno64.
Por lo demás, la citada interferencia de registros nacionalistas
españoles en el diseño de la política nacionalizadora y represiva
franquista en suelo vasco puede ayudar a interpretar por qué el
franquismo pudo hacer tan real la fantasía fundacional del nacio-
nalismo vasco de que Euzkadi era una nación sojuzgada colonial-
mente por España, y por qué ETA surgió, en 1958, como una res-
puesta nacionalista no sólo al franquismo (como tantos creyeron
durante tanto tiempo), sino también, en parte de su militancia, a
una España pretendidamente sublimada en ese régimen65.

63 Me inspiro en Wolfgang SCHIVELBUSCH, The Culture of Defeat. On National

Trauma, Mourning and Recovery, Londres: Granta Books, 2003.


64 Diego MURO, Ethnicity and Violence. The case of Radical Basque Nationalism,

Londres, Routledge, 2008, p. 193, y «The Politics of War Memory in Radical Bas-
que Nationalism», Ethnic and Racial Studies, vol. 32, n.º 4, 2009, pp. 659-678.
65 José Antonio GARMENDIA, Historia de ETA, San Sebastián, R & B, 1995, p.

41 y Gurutz Jauregui, Ideología y estrategia política de ETA: análisis de su evolución


de 1959 a 1968, Madrid, Siglo XXI, 1981, pp. 212-213.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

La antropóloga Begoña Aretxaga ha profundizado en el rol ju-


gado por ETA en esa respuesta nacionalista a «España». Su análi-
sis, fuertemente influido por el psicoanálisis, resulta confuso, y su
diálogo con las fuentes razonadoras de esa violencia, a fuerza de
ser acrítico, tiende a asimilar sus juicios. Pese a todo, resulta in-
teresante para comprender la «fantasía nacional» que la comuni-
dad nacionalista vasca fue creando, cuyo eje era una violencia de
respuesta al «acoso» de España. Cameron Watson ha interpretado
esta violencia como una respuesta «a la subyugación de la cultura
vasca a los dictados de la construcción estatal, en la que la cultu-
ra vasca (y, obviamente, su lengua) era perpetuamente relegada a
otro mundo de salvajismo rural»66.
Watson es un sociólogo que simpatiza abiertamente con el na-
cionalismo vasco. Atribuye, pues, con facilidad a sus fuentes su
propio juicio subjetivo. Aun así, no es descartable que la culmina-
ción, vía dictadura militar, de sesenta años de exhortaciones (cir-
cunstanciales, pero sucesivas, y desde todas las variantes españo-
listas) a la represión de esas provincias, asociadas a una lectura
romántica de éstas, incidiera emotivamente en la «militarización»
de los cientos de «patriotas vascos» que, desde 1958, convirtieron
la violencia contra España en eje de expresión de su identidad na-
cional67.
La estrategia violenta de ETA desató una segunda ola de vio-
lencia represiva, que continuó en los primeros años de la demo-
cracia. Ya en tiempos del Juicio de Burgos, las referencias en los
medios de comunicación a los encausados y sus simpatizantes
como «terroristas vascos», «separatistas vascos» o, simplemente,
«vascos», llegó a generar un escrito público del Presidente de la
Diputación de Guipúzcoa, Juan María de Arraluce (luego asesina-
do por ETA), en defensa de la «honorabilidad» y «españolismo» de
estas tierras68.

66 Begoña ARETXAGA, States of Terror, Reno, Center for Basque Studies, 2005,

especialmente su capítulo «A Hall of Mirrors: On the Spectral Character of Basque


Violence», p. 233; Cameron WATSON, Modern Basque History. Eighteenth century to
the present, Reno, Center for Basque Studies, 2003, p. 334.
67 Conscientemente omito otros factores esenciales, como la cultura violenta

de la extrema izquierda europea que ETA reproduce. Y es que ésta sólo reforzará
un mecanismo de comportamiento colectivo cuyo fundamento es nacionalista y que
se formó en estas dos primeras décadas de franquismo. En realidad, no digo nada
que no hayan advertido antes los citados Jauregui o Garmendia, o el propio Anto-
nio Elorza.
68 Archivo Linz de la Transición Española, documento R-66473, carta pública

de Juan María Arraluce, Presidente de la Diputación Provincial de Guipúzcoa, 5-


12-1970.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

Con la llegada de la Transición, el planteamiento tópico del pro-


blema vasco, en tanto que conflicto entre dos absolutos (el pueblo
vasco y España) sólo hizo que intensificarse en una dinámica vio-
lenta que, a ojos de la opinión pública y política, era muy cercana
estéticamente a las experiencias revolucionarias o anticoloniales de
la época. Una denuncia en el Congreso del diputado Francisco Le-
tamendía incidía en esta mirada prejuiciada de los medios de co-
municación. Partiendo de un esquema dialéctico rigidamente na-
cionalista (vasco), imbuido de la narrativa del conflicto secular entre
España y el «pueblo vasco», este diputado independentista subra-
yaba la «irritación [popular] hacia esos medios de información que
se sienten como pertenecientes a un pueblo que nada tiene que ver
con el pueblo vasco»69. Una publicación anónima de similar orien-
tación ideológica incidía, ese mismo año, en esta interpretación, al
subrayar que los principales episodios de represión indiscriminada
provenían de fuerzas policiales recién llegadas a tierras vascas, que
parecían haber interiorizado el actuar en un territorio ajeno al del
resto de la nación, peligroso y extraño: «Buen motivo para medi-
tar, para estudiar hasta qué punto se presenta a los vascos y a Eus-
kadi en el resto del Estado como enemigo peligroso, como comu-
nidad indeseable e infiel, como objeto para cualquier “cruzada”»70.
A la altura de los «años de plomo» comprendidos entre 1977 y
1981, la interdependencia de la violencia terrorista con la que, de
una forma indiscriminada (si bien muy circunstancial), ejercían las
fuerzas de orden público (incluidas las acciones de grupos «in-
controlados» vinculados a las fuerzas de orden público) favoreció
el que una importante proporción de vascos (no importa cual fue-
ra su procedencia e ideología) asimilase como real esa interpreta-
ción externa del «problema vasco», en tanto que conflicto entre dos
identidades disociadas: Euskadi y España.
Y es que uno de los inesperados efectos de la dictadura militar
fue facilitar la nacionalización vasca de las diversas dimensiones
de conflicto social en esas tierras, dada su represión por igual de
todas ellas, que permitía la confusión entre cuestiones sociales y
nacionales. Los condicionantes políticos que tuvo la Transición (en
tanto que solución democrática pactada por la oposición demó-
crata con los grupos políticos reformistas del anterior régimen) im-
pidieron romper esa dinámica, muy al contrario, la intensificaron.
Ello favoreció una reversión vasquista de las categorías de exclu-

69 Francisco Letamendía en Diario de Sesiones del Congreso, 19 de julio de 1978,

p. 4437.
70 Iru TALDEA, Euskadi. ¡No os importe matar!, San Sebastián, ediciones vas-

cas, 1978, p. 21.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

sión identitaria que había utilizado el españolismo de la dictadu-


ra para dividir a los buenos de los malos españoles, que pasaban a
convertirse en «abertzales» (buenos vascos) y «españolistas» o «fas-
cistas» (malos). El nacionalismo vasco se limitó, así, a reproducir
la cultura oposicional tradicional en el nacionalismo español71.
Mientras, desacreditado por el largo régimen dictatorial y su
descarada apropiación de los símbolos patrios, el nacionalismo es-
pañol desaparecía en tanto que discurso político activo en la esfera
pública72. Y en ese proceso de transferencia de hegemonías nacio-
nalistas en tierras vascas (del español al vasco) fue desaparecien-
do el tópico negativo vasco en el debilitado discurso españolista.
Militar en el nacionalismo vasco significaba públicamente haberse
opuesto al franquismo e identificarse con los nuevos valores de Es-
paña, como la libertad, la democracia o el autogobierno de los di-
versos «pueblos» que la componían. Así, la identidad vasca, sin per-
der ni uno sólo de sus atributos tópicos, adquirió un significado
positivo y democrático, mientras la española quedaba relegada a
una imagen negativa y reaccionaria. Se produjo, así, un intercam-
bio de calificaciones morales respecto de los períodos anteriores.
La nueva narrativa ontológica del problema vasco se adecuaba
a la representación tópica de esas tierras transmitida por el nacio-
nalismo español en los momentos en que hubo de afrontar alguna
«crisis vasca», si bien con ese matiz positivo que le concedía la
idealización de los movimientos antifranquistas. Resultaba casi de
una lógica espontánea, a la luz del perdurable tópico vasco, reco-
nocer en ETA, por ejemplo, la manifestación de ciertos caracteres
propios de un pueblo inmemorial, o, al menos, de su «tenaz» de-
fensa de un concepto que comenzaba por entonces a sacralizarse:
el «hecho diferencial» de los diversos «pueblos de España».
Por ello, pese al contexto de plomo, los vascos no fueron con-
vertidos de nuevo en un pueblo enemigo de la España democráti-
ca. Y es que no existió un nacionalismo español hegemónico en el
espacio público que se viera con legitimación para ello. Un ejemplo
fueron las tribunas parlamentarias. Si en los dos tiempos democrá-
ticos anteriores éstas bullieron de agitación e insultos inflamados
de patriotismo, en los años de la Transición ni siquiera el verano
madrileño condujo a estas actitudes cuando hubo de debatirse la
«cuestión vasca». Ni las demandas autonómicas o independentis-

71 Marianne HEIBERG, The Making of the Basque Nation, Cambridge, Cambrid-

ge University Press, 1989, pp. 103-129.


72 Xose Manoel NÚÑEZ SEIXAS, «What is Spanish Nationalism today? From le-

gitimacy crisis to unfulfilled renovation (1975-2000)», Ethnic and Racial Studies,


24/5, 2001, pp. 722-724.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

tas, convertidas por los diputados de la «minoría vasca» o de Eus-


kadiko Ezkerra en receta taumatúrgica que cerraría la dinámica
de violencia política, consiguieron enardecer el sentimiento patrió-
tico de los representantes del «pueblo español».
El espectro de Manuel Sánchez Silva ya no vagaba por esas cá-
maras, como sí lo había buscado en 1931. «Bajo las bóvedas» del
Congreso ya no se buscó «sepultar», como había clamado el ilus-
tre demócrata andaluz, ni el proyecto de autonomía vasca ni las
demandas más inadmisibles para el ideal de nación española, caso
del derecho de autodeterminación. Al contrario, los discursos pro-
nunciados en esos años, tan condicionados por la «crisis vasca»,
reflejaban que no existía un común nacionalismo que confrontara
con los vascos y sus «tristes tópicos».
El mismo Manuel Fraga que se reivindicó como «conciencia de
España» en el debate constitucional pudo mantener duros enfren-
tamientos dialécticos con algunos de los parlamentarios vasquis-
tas más exaltados, caso de Francisco Letamendía, pero ello no for-
mó parte de ninguna estrategia general de confrontación patriótica.
Es más, esos enfrentamientos los tuvo, también, con parlamenta-
rios que defendían un ideal nacional español, caso del socialista
José María Benegas, pero que reflejaban la honda asimilación de
la cultura nacionalista periférica por una parte considerable de la
clase política. Incluso aquellos que pasaban por ser los portavoces
más irreductibles de las esencias patrias del pasado, caso de Lici-
nio de la Fuente, no tenían empacho en adoptar la nueva semán-
tica plurinacional de la transición, honrando a «Euzkadi» o rei-
vindicando la grandeza de los «pueblos de España»73.
Quizá una de las confesiones públicas que mejor reflejan esa
pérdida de pulso del nacionalismo español en su confrontación con
el secular «enemigo vasco» es la que partió de uno de los portavo-
ces del Gobierno centrista, Óscar Alzaga, cuando, en polémica con
dos parlamentarios nacionalistas (Xabier Arzalluz y Francisco Le-
tamendía) inició su intervención advirtiendo: «Voy a ser lo menos
polémico posible». Y es que tal fue la atmósfera que presidió las jor-
nadas más intensas de debate sobre el País Vasco, por mucho que
tuvieran lugar, de nuevo, en las calurosas sesiones estivales
de 197874.
73 Polémicas entre Fraga y Benegas en Diario de Sesiones del Congreso, 18-7-

1978, pp. 4346-4357, y de Fraga con Letamendía y Arzallus (acusando, al primero,


de ser «portavoz de ETA»), en ibíd., 9-5-1978, pp. 2110-2111; el discurso de De la
Fuente, en Diario de Sesiones del Congreso, 12-5-1978, pp. 2269-2273. La ostenta-
ción nacionalista que Fraga se arrogó en estos debates en El País, 20-10-1978.
74 La observación de Alzaga en Diario de Sesiones del Congreso, 11-5-1978,

p. 2183.

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

El estío madrileño no favoreció, esta vez, una intensificación


de las pasiones patrióticas. Ello explica la atmósfera tranquila que
se respiró en las tribunas del Congreso cuando las enmiendas fo-
rales, los diversos (y, en ocasiones, fabulosos) proyectos de auto-
nomía o los trágicos sucesos de orden público forzaron a debatir
sobre los vascos y sus circunstancias. Frente a lo que ocurrió en el
pasado, se eludió la confrontación patriótica con los vascos no por-
que éstos no siguieran siendo imaginados de una forma escanda-
losamente plana y tópica, sino porque el nacionalismo español ha-
bía abandonado la retórica oposicional que había exhibido en las
etapas previas de debate público sobre el «tema vasco». Esa retó-
rica no podía casar con una nueva cultura política basada en va-
lores cívicos como la concordia y la paz, la amnesia y el perdón,
el consenso y la reconciliación. Una cultura que lo que hizo fue
asimilar la cuestión vasca a patrones de tragedia y sacrificio co-
lectivos, que el conjunto de la ciudadanía española debía soportar.
Como mostraba una expresiva caricatura de Máximo San Juan, el
País Vasco era un inmenso cementerio donde España ventilaba sus
últimas cuentas con su agitado y trágico pasado. El camino para
ello era profundizar en la nueva senda constitucional guiada, al
modo azañista, por la «paz, piedad y perdón». La misma senda que
proclamaba la televisión pública en su representación de la trage-
dia cotidiana del terrorismo vasco y que llegó a ser asimilada por
muchas de las víctimas de éste en sus contemporáneas declaracio-
nes públicas.
Este abandono del discurso oposicional, de todas formas, debe
matizarse, pues sólo tuvo lugar en el discurso patriótico de las va-
riantes liberal-democráticas de la clase política y opinión pública.
No existió en otras variantes conservadoras, especialmente las más
cercanas o afines a la ultraderecha militarista, cuyos portavoces
azuzaron el odio identitario y tuvieron un privilegiado receptor en
estamentos sociales extremadamente sensibles a la problemática
vasca, como eran los acosados cuerpos policiales y militares75.
Por lo demás, esta moderación del discurso patriótico acerca
de la cuestión vasca no implicó, ni mucho menos, la desaparición
automática de manifestaciones de desencanto dirigidas desde la
opinión pública democrática contra el conjunto de lo que se de-
nominaba ya, a todos los efectos, el «pueblo vasco». La banaliza-
ción tópica de la identidad vasca asimiló el «problema vasco» a
cuestiones políticas, rápidamente identificadas con las requisito-
rias autonómicas y de amnistía expresadas por la acción colectiva

75 Fernando MOLINA, en «El nacionalismo español y la ‘guerra del norte’ (1975-

1981)», Historia del Presente, 13 (2009), pp. 41-54.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

El País, Madrid, 30 de junio de 1978.


(Esta reproducción cuenta con el permiso de su autor, Máximo San Juan.)

callejera y la intensa movilización política autonomista y naciona-


lista. Por ello, cuando estas demandas fueron satisfechas y la pro-
blemática no disminuyó, la opinión pública derivó fácilmente ha-
cia una episódica cólera, mal contenida, contra «los vascos».
Pese a que los sucesos de los años finales de la década de los
setenta reflejaban que el tratamiento etno-romántico de la «cues-
tión vasca» no funcionaba políticamente, la opinión pública y po-
lítica se empeñó en refugiarse en él a la hora de representar los
diversos conflictos y fenómenos de violencia ocurridos en esas
tierras. Y es que su fin primordial, pese a lo que declararan sus fa-
bricantes, no era solucionar problemas políticos, sino hacerlos asi-
milables por la ciudadanía. Tal había sido su función ya en 1876
o en 1931. El tópico vasco y la consiguiente construcción unifor-
me de sus variadas gentes, como un «pueblo» enemigo de España,
seguiría funcionando, de cuando en cuando, como un mito ins-
trumental con que conferir explicación a las muchas frustraciones
que aquejaban a una España que, en ese último siglo, se había ca-

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F. MOLINA APARICIO EL VASCO O EL ETERNO SEPARATISTA

lificado como «liberal» y «progresiva», «democrática» y «republi-


cana», y que de nuevo temía una revocación de la vía constitucio-
nal recientemente emprendida con ilusión (y más consenso que en
épocas anteriores).
Una España cuyos portavoces se sentían estrellar, de nuevo,
contra esa tierra del martirio español colocada en el brumoso nor-
te: «Vamos a decir verdades: sin los vascos este país sería Suecia.
O lo que es lo mismo, sin tres guerras carlistas que encontraron
su mejor santuario en el norte del país y sin la conspiración del
general Mola que desde Navarra promovió el golpe militar de 1936,
este país probablemente seguiría rigiéndose por la Constitución de
1812, el analfabetismo habría sido erradicado hace cien años, nues-
tro turbulento siglo XIX habría sido un éxito y, presididos por ins-
tituciones democráticas muy firmes, habríamos ocupado en la his-
toria europea y en la mundial el lugar que nos corresponde. Sin
golpes militares y sin una guerra civil por generación, una Espa-
ña liberal y estable nos permitiría a todos sentirnos orgullosos de
ser españoles del siglo XX»76.
Punto y seguido.

76 «Los 12 sabios de Suecia», Cambio 16, n.º 382, 1-4-1979, p. 3.

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EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO


EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

FRANCISCO SEVILLANO
Universidad de Alicante

La extrema crueldad de las acciones violentas en la guerra mo-


derna está imbricada con la deshumanización de las víctimas1. Pues
entre las formas de la violencia en los frentes de combate y la re-
taguardia, la representación del enemigo a modo de estereotipos
procura su destrucción moral, la absoluta desvalorización huma-
na de la parte contraria, tenida en su totalidad como criminal e in-
humana. La distinción propiamente política entre el «amigo» y el
«enemigo» constituye, así, el fundamento de la «cultura de guerra»,
delimitándola cual estructura de significación –conformada por va-
lores, ideas y ritos–, que construye la identidad colectiva como co-
munidad política esencial2.
A propósito de semejante distinción del contrincante como ene-
migo, la particular situación de guerra civil en España desde el
verano de 1936 hizo que se invirtiera el significado del término
enemigo, no sólo cual contrario, sino como externo aún español,
según se operó en la propaganda del bando sublevado3. Al respecto,
1 Sobre las violencias específicas engendradas por la guerra, con atención a lo

imaginario y los sistemas de representación de la violencia, véanse las contribu-


ciones reunidas en AUDOIN-ROUZEAU, S.; BECKER, A.; INGRAO, Chr., y ROUSSO, H. (dir.),
La violence de guerre 1914-1945. Approches comparées des deux conflits mondiaux,
Bruselas, Complexe, 2005. En esta obra se asume la validez interpretativa de los
conceptos de «brutalización» de la política en las sociedades europeas y de «bana-
lización» de la violencia, que propusiera el historiador Georg L. MOSSE en su libro
Fallen Soldiers: Reshaping the Memory of the World Wars, Nueva York, Oxford Uni-
versity Press, 1990.
2 Acerca de la noción de «cultura de guerra» en relación con la I Guerra Mun-

dial en Francia y Alemania, hay que citar las aportaciones reunidas en BECKER, J.-J.
(dir.), Histoire culturelle de la Grande Guerre, París, Armand Colin, 2005. La aten-
ción a tal concepto para el caso de la guerra civil española, incidiendo en la fuer-
za aglutinadora y movilizadora del nacionalismo, puede verse NÚÑEZ SEIXAS, X. M.,
¡Fuera el invasor! Nacionalismo y movilización bélica durante la guerra civil espa-
ñola (1936-1939), Madrid, Marcial Pons, 2006.
3 Sobre la conformación de la «cultura de guerra» respecto a la imagen este-

reotipada del enemigo en la guerra civil española, véase SEVILLANO, F., Rojos. La re-
presentación del enemigo en la guerra civil, Madrid, Alianza Editorial, 2007.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

se trata de responder a la cuestión de cómo se formalizaron las


producciones discursivas sobre el enemigo en la «España nacio-
nal» a través de pautas de extrañamiento y de estigmatización del
«rojo», es decir, diferenciando y clasificándolo como «enemigo ab-
soluto», que había que desvelar aun vencido4.

El extrañamiento del «enemigo»


El enemigo lo es, ante todo, por su carácter extranjero, como
eran el bolchevismo y el judaísmo, según esgrimió un acusado y
pertinaz discurso anticomunista5. Ello fue expuesto en el artículo
«Una definición del bolchevismo», que se publicó el 10 de enero
de 1937 en La Gaceta Regional de Salamanca, ciudad que era sede
del Cuartel General del «Caudillo»6. El bolchevismo, definido como
«una dictadura de los inferiores», se caracterizaba por la mentira,
pues: «Se apodera del Poder por medio de mentiras, y lo mantiene
por la fuerza». La propaganda y la agitación de los pueblos por
medio de mentiras e hipocresías desfiguraban su naturaleza. Como
el propio Lenin dijera, la mentira era el arma más valiosa de la lu-
cha bolchevique; lo mismo que también los judíos eran maestros
en la mentira. Por eso, no era extraño que el judaísmo y el bol-
chevismo hubieran confraternizado: «El bolchevismo judío mane-
ja la mentira con precisión y maestría. Se aprovecha de que al hom-
bre de buena fe no le cabe en la cabeza que se pueda mentir tan
descarada y cínicamente, cogiéndole desprevenido e incapaz de
oponer resistencia». Mediante la propagación de mentiras y la
corrupción, corrompía a los pueblos y se injería en la situación po-

4 Los términos de la respuesta a esa cuestión se desarrollan a partir de la lec-

tura del contenido de artículos de algunos periódicos publicados en la «zona na-


cional»: el diario salmantino La Gaceta Regional, durante los meses de enero a agos-
to de 1937, en un momento de prolongación de la guerra tras los combates en el
frente de Madrid y cuando el avance militar de las tropas «nacionales» en el Nor-
te; la edición sevillana del periódico ABC, entre mayo y junio de 1939, cuando aca-
bada la guerra en España y coincidiendo con los fastos de celebración de la victo-
ria; y el rotativo madrileño Arriba, cabecera de la Prensa del Movimiento, en los
meses de septiembre de 1939 a marzo de 1940 a tenor del estallido de la guerra en
Europa.
5 Sobre la importancia del discurso contra el comunismo en la propaganda

nazi, véase WADDINGTON, L., «The Anti-Komintern and Nazi Anti-Bolshevik Propa-
ganda in the 1930s», Journal of Contemporary History, vol. 42 (4), 2007, pp. 573-594
y, de la misma autora, Hitler’s Crusade. Bolshevism and the Myth of the Internatio-
nal Jews Conspiracy, Londres, Tauris Academic Studies, 2008.
6 «La fusta del Komitern», La Gaceta Regional, 14 de enero de 1937.

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F. SEVILLANO EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

lítica de los Estados: «La amenaza más grave para un Estado es la


de tolerar un partido político que reciba orden del Extranjero. La
experiencia ha enseñado que los países en donde el partido co-
munista existe, están a las órdenes de Stalín».
En una guerra civil, la desvalorización moral del enemigo tam-
bién español se produjo convirtiéndolo en absoluto precisamente
mediante su extrañamiento de lo propiamente patrio por su con-
nivencia y servilismo a tal injerencia extranjera. Esta acción de ex-
trañamiento opera en el artículo «La fusta del Komitern», publi-
cado en el mismo periódico salmantino el 14 de enero de ese año,
en los siguientes términos:
Cada vez que nombran a España o se denominan españoles,
los simoníacos, los traidores de la colonia rusa enquistada en el
dolor de nuestra Península entrañable, se estremece indignado
nuestro ser entero ante la profanación de esas palabras. La pala-
bra español, hiriente, reluciente, aguda, noble como un puñal vin-
dicativo, debería pincharles, destrozarles su lengua de maldi-
cientes y perjuros. Y la voz sacrosanta de nuestra madre España
no puede cobijar bajo su nombre antiguo y claro a la factoría bol-
chevique del Kremlin ni a los cipayos de la Internacional comu-
nista. Hay vocablos augustos que se contaminan y deshacen, apli-
cándolos a las cosas y personas impuras, a los miasmas de la
putrefacción universal.
No hay más españoles que nosotros y las víctimas de los ru-
sos; ni existe más España dentro de la horda encadenada por el
látigo del Komitern. Cuando rescatemos las tierras irredentas,
otra vez palpitarán de gozo al sentirse reconquistadas, libres y se-
ñoras de su destino, de su historia, que es la Historia de España7.

La traición conlleva la propia alienación, un estado de pérdida


de la libertad y de separación de la tradición y el devenir de Es-
paña, con el que concluye la operación de extrañamiento. Un es-
tado que convierte, en esclavos de la Internacional comunista, a
sus subordinados de la «ex España»:
Entre tanto, han de sufrir la afrenta de la esclavitud, del yugo
extranjero, de la servidumbre total. No ajustaría las cuentas con
mayor rigor, ni impondría sus mandatos con más intransigencia
el negrero vituperado delante de su plantación de esclavos, como
fiscaliza y ordena el Presidium del C. E. de la Internacional Co-
munista, controlando menudamente la conducta de sus subordi-
nados de la ex España.

La injerencia de la Internacional comunista prolongaba la lu-


cha del Frente Popular contra la verdadera España, e incluso ha-

7 «La fusta del Komitern», La Gaceta Regional, 14 de enero de 1937.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

bía extendido las rivalidades internas «para que los españoles ex-
traviados no sólo luchen contra los españoles auténticos, sino para
que también se maten entre sí». El símil anterior de la explotación
esclavista daba paso, al final del artículo, a la denuncia de la ul-
trajante dominación colonial:
El Presidium de la I. C. alarga y endurece la guerra, arras-
trando a nuevos rebaños de senegaleses y cipayos de otros países
hacia el degolladero soviético. Sin embargo, todavía hay retrasa-
dos mentales o malvados que confían y creen en la plena sobe-
ranía o independencia de las Comunas rusas de Bilbao, Santan-
der, Málaga, Barcelona o Valencia. Por nuestra parte, no perdemos
ningún tiempo en convencer su estulticia, porque su maldad está
vencida. Tan sólo afirmaremos que si cualquier nación de Euro-
pa tratase a los hotentotes cual Moscú maneja y obliga a sus súb-
ditos de la ex España rusa, seguramente los hotentotes se rubo-
rizarían.

Aquél era un momento del devenir histórico en que las mo-


dernas convulsiones revolucionarias habían producido un cambio
radical en el concepto de invasión, tal como se comentaba en un
artículo periodístico publicado en La Gaceta Regional el 29 de agos-
to de 19378. La noción de invasión era presentada y explicada «ho-
rizontalmente», es decir, «cuando hablábamos de invasión, enten-
díamos que una fuerza externa y extraña a un país determinado,
era lanzada sobre sus fronteras, y penetrando en las carnes de la
nación, la oprimía en su ser material y espiritual. La característi-
ca de la externidad, y mejor aún, del actuar de fuera para adentro
–la horizontalidad–, era la nota cumbre que daba matiz y tono al
viejo concepto de la invasión». Al producirse su cambio de significa-
ción, la invasión había de ser concebida como «vertical», o lo que
es lo mismo, «la invasión que nace dentro de las fronteras de un
pueblo, que germina en sus entrañas y actúa de arriba abajo»; idea
que había expandido el bolchevismo mediante la propaganda:
El bolchevismo ruso, en efecto, ha invadido al mundo sin ne-
cesidad de poner ejércitos en pie de guerra, ni de lanzar al vien-
to declaraciones hostiles. Al contrario, lo ha invadido disfrazado
con la careta del pacifismo, haciendo hipócritas declaraciones de
hermandad entre los pueblos y atribuyendo a sus enemigos los ar-
dores bélicos que a él le quemaban en lo más hondo de las entra-
ñas. Para acometer esta obra de destrucción de los valores
tradicionales, sólo ha tenido necesidad de un arma, la propagan-
da. Con la propaganda reclutaron sus huestes los bolcheviques en
todos los países, llevaron a cabo la división artificial de la socie-
dad en clases, las enfrentaron después, y para el logro de sus fi-

8 «Nuestro concepto de invasión», La Gaceta Regional, 29 de agosto de 1937.

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F. SEVILLANO EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

nes de imperialismo universal, las lanzaron a una batalla encar-


nizada, de la que eran trágicos actores los pueblos invadidos, pero
que tenía en Moscú el estado mayor, que dirigía todos los movi-
mientos.

El concepto vertical de invasión era: «invadir un pueblo sir-


viéndose de sus propios hijos, lanzándolos a una batalla pavorosa,
para que después, los espectadores siniestros que provocaron la ca-
tástrofe, sean los encargados de recoger el fruto». Y lo sucedido en
España ejemplificaba tal forma de invasión, lo que hacía inapro-
piado calificar como civil a la guerra, pues era una auténtica
«guerra de independencia»:
España es, en estas horas, un trágico ejemplo de lo que de-
cimos. Esta guerra nuestra, a la que la inconsciencia sigue lla-
mándole aún «guerra civil», es una auténtica guerra de indepen-
dencia. Hemos sido invadidos por el bolchevismo asiático. Es
decir, hemos sido víctimas del hecho nuevo de la invasión verti-
cal, de la invasión que reclutó sus hombres dentro del propio pue-
blo español y que los lanzó a una lucha criminal contra las esen-
cias tradicionales de la Patria.
Serían las hordas rusas las vencedoras, y el Kremlin y los je-
rifaltes de la siniestra utopía comunista, los encargados de reco-
ger el fruto de la victoria.

La inversión de sentido del término «enemigo» se produjo en


consonancia con la operada en las palabras «invasión» y «guerra»
con objeto no sólo de apropiarse simbólicamente de la idea de Es-
paña, del mito identitario como comunidad nacional, sino también
de «ocultar» el mismo carácter de aquella guerra que se prolonga-
ba como enfrentamiento civil.

La estigmatización de los «vencidos»


El final de la guerra en España el 1 de abril de 1939 prolongó
la distinción del enemigo, aun vencido, mediante su categorización
estereotipada a través de una serie de atributos a modo de estig-
mas, marcas con las que se definen al desviado. Anecdóticamente
sobre los usos y modales, era destacado el cuidado empleo del som-
brero en las formas de cortesía, como afirmó el escritor y perio-
dista Jacinto Miquelarena en su artículo de prensa «Salude como
caballero», publicado el 2 de mayo de 1939 en el diario madrileño
ABC9. El firmante escribía que: «El sinsombrerismo fue, sin saberlo
a veces, una consecuencia inmediata de la brutalidad marxista. No

9 MIQUELARENA, J., «Salude como caballero», ABC, 2 de mayo de 1939.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

era práctico llevar sobre la cabeza una cosa incómoda, complicada


y cara; y no se llevaba». Y Jacinto Miquelarena contaba la siguiente
anécdota ocurrida en una tertulia literaria de Madrid, ilustrativa
de lo que suponía tal talante sinsombrerista para la gentileza:
Uno de los personajes que acudía a la reunión trataba de con-
servar el sombrero. Su razonamiento era que sentía la necesidad
de saludar con una cordial ostentación a sus semejantes. Pero
como se le amenazaba con toda suerte de dardos y de incomodi-
dades de oído si no modificaba su conducta, el hombre llegó un
día a aquel café con el cráneo a la intemperie, que era de regla-
mento; y saludó arrancándose la dentadura postiza con una mano,
trazando con ella la curva de pleitesía e intercalándose de nuevo
en la boca aquel «dominó», que acababa de pasar a la grandeza
en calidad de «güito» suplente.

Ello porque lo importante del sombrero es quitárselo: «Es un


servicio. El sombrero vigila además al hombre y a lo que le rodea,
como la linterna de un faro vigila al mismo faro y a un pedazo de
mar». El periodista Miquelarena acababa recomendando: «En fin,
paisano, hombre de Dios, cómprese usted un sombrero y salude
como un caballero. Es una buena manera de serlo o de aprender».
Si un hombre con sombrero era icono de caballero, que no de-
jaba dudas de que fuese un «rojo», otra marca era el olor marxis-
ta, según comentara el periodista y escritor coruñés Wenceslao
Fernández Flórez también en las páginas de opinión del diario ABC
el 28 de mayo de ese año10. Conocedor de oídas de la mejora en
Madrid por los cuidados de hombres expertos en la atmósfera fa-
vorable del nuevo régimen, recordaba que allí «olía a rojo» cuan-
do él estuvo, siendo asimismo muchas las personas que lo habían
percibido. Con toda su ironía, decía que él era el primero que, no
obstante, quería proponer semejante tema como objeto de estudio
de la ciencia: «¿Las ideas políticosociales tienen olor cuando se
presentan en grandes masas? ¿Está en ellas mismas o se produce
por su estímulo sobre las cosas o sobre algunas glándulas del cuer-
po humano?». Él sólo deseaba aportar, en semejante artículo, los
datos que poseía; en primer lugar, sus aromas:
El olor a rojo no puede ser encasillado entre ninguno de los
olores conocidos. Es algo especial. Descompuesto, se encontraría
en él el olor a bravío de las bestias montaraces, el de las sentinas,
donde viajaban los emigrados, que es dulzón y se agarra a la gar-
ganta, el olor a botica, de las chinches gordas, el olor triste y hú-
medo de las rendijas donde anidan las cucarachas y otro elemento,
un elemento especial, característico, que por no haber compara-
ción, resulta, naturalmente, indescriptible.

10 FERNÁNDEZ FLÓREZ, W., «El olor marxista», ABC, 28 de mayo de 1939.

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F. SEVILLANO EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

Todo Madrid olía a ello, que era inconfundible:


No se decía: «¿A qué huele aquí?, sino que, después de la pri-
mera inspiración, se decía:
–Aquí huele a rojo.

Un hedor debido a causas de índole material, física:


En Madrid se han llegado a utilizar como combustible zapa-
tos viejos y alpargatas fuera de uso. La alpargata de un milicia-
no tiene, aproximadamente, un radio de fetidez de quince metros,
pero, sometida a altas temperaturas, no se supo nunca a dónde
podía llegar, porque hasta que las necesidades y privaciones de la
guerra no lo impusieron, nadie se atrevió jamás a quemar ese ob-
jeto, intuyendo que ocurriría algo insoportable. También hay que
admitir que muchos millares de seres que comen hierbas y con-
servas rusas no dejan de influir con su hálito en las condiciones
de la atmósfera.

Pero había que añadir algunas razones más que explicaban se-
mejante olor a «rojo»: la solidaridad de las chinches y las cucara-
chas con el marxismo:
De las primeras, especialmente, es posible afirmar que tuvie-
ron su paraíso en esos tres años, hasta el punto de que son esca-
sísimas –si hay alguna, porque no se han hecho estadísticas es-
crupulosamente severas– las casas que quedaron en Madrid libres
de esa plaga asquerosa. Si el marxismo sirve para asegurar la di-
cha de alguna comunidad, es la de las chinches. La chinche debe
ser su animal simbólico.
¿Qué es el marxismo? Un miserable que sube –para robar,
para matar, para ocupar un cargo que no entiende– por una es-
calera, y una chinche que baja por una pared. ¿Simpatizan por
una análoga tendencia sanguinaria? ¡Hay un nexo misterioso en-
tre las diferentes hediondeces? Sólo una respuesta puedo extraer
de mis cavilaciones: el marxista respeta a las chinches por un con-
fuso totemismo. La chinche es tabú para ellos como lo es el tigre
para algunas tribus indias o la serpiente para otras del África.

La explicación era más oscura si se deseaba precisar –añadía


W. Fernández Flórez en su artículo de prensa– el origen de «ese
algo peculiar que atufa en las emanaciones rojas y que quedará
siempre ligado con el recuerdo de la miseria, de la infelicidad y del
crimen», y concluía:
Sin duda, es olor de alma putrefacta, de corrupción espiritual,
de sentimientos de carroña, pero no se sabe aún su quimismo.
Así olían ya las casas del Pueblo, los mítines del Frente Po-
pular, las porterías y hasta infinidad de «honradas blusas», por
muy bien lavadas que fuesen, pero nunca hasta ahora se dio el
caso de una populosa capital entera encharcada en esa peste.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

El olor a rojo es tan fuerte y típico, que creo posible distin-


guir a un marxista y aun seguir su rastro con un olfato poco ejer-
citado. El marxismo –religión de presidiarios, de fracasados, de
envidiosos, de contrahechos, de vividores, de perezosos, de gente
de cubil– tenía que oler así, precisamente: a conciencia podrida,
que huele peor que una ballena muerta.
Porque el marxismo, materialista, es una doctrina intestinal,
y sus eclosiones resulta metíficas.

O tan sólo, apostillaba Wenceslao Fernández Flórez, el secreto


residía en lo más conocido y evidente: «que aquellos pobres cer-
dos no se lavaban nunca».
Pues no había que olvidar, como señalara un editorial del pe-
riódico madrileño ABC de 1 de junio de aquel 1939, que los «ro-
jos», cuya su suciedad denotaba, no eran más que ladrones y ase-
sinos, tal cual recordaban las informaciones y las esquelas
diariamente publicadas en la prensa de Madrid:
En la relación policíaca de capturas aparece a menudo, cíni-
camente confeso, el sanguinario «amateur» que por su cuenta, de
su iniciativa y sin ayuda, se ha recreado en sus operaciones como
por deleite y las ha multiplicado a ochenta, a ciento y a doscien-
tas. Aparecen también las milicianas incansables en el extermi-
nio, en la promoción y preparación de los crímenes que muchas
realizaban por su mano. Las esquelas mortuorias acusan la in-
molación de ancianos, señoras y adolescentes, la de familias en-
teras y la de muchas personas totalmente ajenas a los motivos de
lucha social y política, a los rencores, a los odios y a las vengan-
zas que puedan explicar su martirio; personas inofensivas por su
edad, por su condición, por sus modos y medios de vivir, de las
que no se sabe por qué las mataron si no fue por ciego capricho
de matar, acaso para que no se perdiese una jornada sin una cre-
cida suma de muertos11.

Contra los verdugos no cabía –concluyó aquel editorial– más


que duro castigo de inhabilitación y muerte civil, a los que no es-
caparan siquiera los culpables asilados en el extranjero, además de
la afrenta a quienes hubiesen colaborado fuera de España con
aquella «horda criminal». Una conducta inapropiada, tan peregri-
na cual no usar el sombrero como forma de cortesía, o un atribu-
to impropio, cual el hedor corporal, eran tipificados como estig-
mas sensibles del marxista, signos de su naturaleza asesina y
latrocinia.

11 ABC, 1 de junio de 1939.

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F. SEVILLANO EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

El desvelamiento del «enemigo interno»


En base a tal distinción entre el amigo y el enemigo, constitutiva
de la «cultura de guerra» –que se prolongó en la posguerra–, otras
palabras también fueron redefinidas, como el término «rumor».
Vencido el marxismo, la detractación de la murmuración no apun-
tó tanto a su naturaleza psicosocial como fenómeno de informa-
ción, no corroborada, sino más a su difusión maliciosa por el ene-
migo, ahora encubierto, resquebrajando la unidad de los «buenos»
españoles. El estallido de la guerra en Europa exacerbó la adver-
tencia contra la amenaza del enemigo, que permanecía encubierto,
murmurando entre la población. En particular, la inquina liberal
era denunciada en el artículo «Frente a los intelectuales», de Gui-
llén Salaya, publicado en las páginas del periódico Arriba el 1 de
septiembre12. Había que oponerse al espíritu liberal, tachado por ser
«de murmuración cobarde, de adulación a la masa, de servidumbre
a la bestia». Pues si el marxismo era el peor enemigo declarado, el
liberalismo era el mayor enemigo encubierto por su infiltración:
El hombre liberal, burgués o intelectual, se filtrará entre nues-
tras líneas de combate, acampará en nuestras tiendas imperiales,
con el arte sinuoso de sus maneras finas, de su vivir epicúreo y
su repugnancia por el marxismo (La gran tragedia grotesca del li-
beral, del burgués o intelectual, es que aborrece el marxismo, pero
le teme y le atrae, como un padre a un hijo demasiado díscolo).
Frente al marxismo, la consigna es clara y terminante: «Cuan-
do el lobezno comunista aparezca, se afina la puntería y… ade-
lante, hasta el fin». Pero frente a los intelectuales, burgueses y li-
berales, la consigna ha de ser más aguda y la vigilancia más
despierta y profunda, ya que el intelectual corroe con el veneno
de su ingenio, siempre malévolo, y con los desplantes lacrimosos
de su egoísmo, siempre individualista y antisocial, cuanto está en
su derredor. Por esto la consigna será: frente al veneno de su crí-
tica, la llama encendida de nuestra fe, de nuestra disciplina mili-
tar y de nuestro amor al Caudillo. Y el trato «mano militar» cuan-
do la crítica trate de emponzoñar algún sector de opinión. Y el
exterminio rápido, violento, del microbio liberalicida allí donde
se encuentre. Aunque a veces se halle, no ya en nuestras tiendas
de campaña, sino soterrado en nuestro propio corazón.

El peligro no era ahora tanto que hubieran «rojos», ya vencidos,


como advirtiera Francisco Casares en el artículo «Usted, señor mío,
francamente, es peor que ellos», publicado en el diario ABC en la
misma fecha, 1 de septiembre13. En el silencio de la derrota, en
12 SALAYA, G., «Frente a los intelectuales», Arriba, 1 de septiembre de 1939.
13 CASARES, F., «Usted, señor mío, francamente, es peor que ellos», ABC, 1 de
septiembre de 1939.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

concreto en Madrid –señalaba el autor firmante, quien calificaba


la capital como «colector y síntesis de lo que fue la llamada zona
roja»–, quedaban ciertamente «algunas gentes que sienten todavía
la nostalgia de sus adscripciones, de sus sueños de que la causa
suya triunfaría, de su ilusión de que la lucha terminase con signo
contrario. En suma: en Madrid quedan rojos», aclarándose: «Rojos
teóricos, que no tienen culpas a su espalda, ni han de responder
de actuaciones concretas. Pero que pensaban de modo contrario
al nuestro, al que felizmente prevaleció». Ello no tenía, sin embar-
go, mayor importancia, argumentando el firmante del artículo que
su presencia estaba motivada por las mismas circunstancias de su
derrota, de la rápida ocupación final de una capital como Madrid,
por su mismo volumen de población, imposible de evacuar:
Sería pueril –y la puerilidad es un achaque que debemos con-
siderar abolido para siempre– que nos creyéramos que, de la no-
che a la mañana, iban a cambiar de sentir y de pensar todos los
que aquí vivían con una determinada mentalidad sobre sus hom-
bros. Hay que tener en cuenta que, en otras poblaciones, a lo lar-
go de los episodios bélicos, la gente no conforme con la España
nacional se marchó antes de la entrada de las tropas vencedoras.
En no pocos sitios, la evacuación fue forzada, con aquel método
criminal que caracterizaba a nuestros enemigos, y salían los ro-
jos y los nacionales. Los pueblos se hallaban vacíos al llegar las
vanguardias. En Madrid ocurrió lo contrario. Por la forma espe-
cial en que se conquistó la capital, por el volumen de población
de la misma, esterilizador de cualquier intento de vaciarla sobre
los campos y las rutas de fuga, nos encontramos aquí con todo el
mundo. Buenos y malos. De una y otra contextura moral. Salvo
los grandes dirigentes, los demás no pudieron moverse. Hay, por
consiguiente, rojos ideológicos, de esos que no delinquieron, que
andan por las calles, que toman nuestro mismo tranvía, que se
sientan a nuestro lado en el cine o en la mesa de café. ¿Y qué?,
repito, Ya se irán convenciendo de lo que es la España de Fran-
co. El Caudillo ha dicho que no quiere sólo vencidos, sino con-
vencidos. El fenómeno no es alarmante.

Más grave era –en opinión de Francisco Casares– que los neta-
mente «nacionales», aquellos sobre los que no podía recaer duda,
pudieran proceder como «rojos». Ello sí tenía importancia, porque
«el rojo ideológico es, por lo pronto, un vencido. Y será, mañana,
un convencido. Pero el hombre de la España nacional, que no sabe
vivir con el espíritu que la hora impone, no es ni lo uno ni lo otro.
Y su actuación es la más perniciosa». ¿Qué actuaciones eran, así,
peligrosas? Por lo pronto –comentaba el firmante de este artículo
de opinión– la especulación, sin escrúpulos, para encarecer los pre-
cios de los productos:

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F. SEVILLANO EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

Usted, señor comerciante, que ha salvado su negocio gracias


a la Victoria de Franco, que recupera sus bienes, que pone de nue-
vo en marcha su modo de vivir, que no se cansa de dar gracias a
Dios y al Caudillo por su ventura, pero que, al mismo tiempo, no
ha sabido prescindir de los viejos hábitos de vender más caro delo
debido, de abusar en el trámite de comprar barato y forzar lue-
go los precios, que tiene el ansia de recuperar, en poco tiempo, lo
que perdió y enriquecerse enseguida, usted es, para mí, mucho
más peligroso y más indeseable que esos rojos que puedan circu-
lar a nuestro lado y para los que el Caudillo ha decretado la ge-
nerosidad de su perdón si es que no han delinquido. Usted es peor
que ellos; para mi estimación, un rojo absoluto.

Y también había que tachar la murmuración:


«Usted, señor murmurador, que tanta afición tuvo, antes de
la guerra, a las tertulias políticas, a llevar y traer chismes y noti-
cias confidenciales, a “sé de buena fuente…” y al “guárdame el
secreto”, y que ahora, en la paz y en la tranquilidad que Franco
le ha devuelto, retorna a sus viejas prácticas, y murmura, y co-
menta, y pone una sonrisa maliciosa al margen de las noticias
que transporta de un lado para otro, usted, señor mío, aunque ha
sido fervorosamente nacional, aunque ha estado con nosotros y
ha abominado de los rojos, que, de cogerle, según usted decía, le
hubieran cortado el pescuezo sin apelación, usted, para mí, es un
verdadero rojo».

Como era censurable el egoísmo con las obligaciones más pe-


queñas y cotidianas:
Usted, señor egoísta, que elude el cumplimiento de sus pe-
queñas obligaciones, que se siente fastidiado cuando le piden en
la calle el óbolo modesto para Auxilio Social, que no ha entrega-
do el oro que la España nacional le salvó de las rapiñas rojas, que
recuperó sus dineros y sus sueldos, sus cuentas y sus ingresos, y
anda regateando aportaciones y quejándose de tener que dar una
pequeñísima parte de sus caudales reconquistados, usted será na-
cional, todo cuanto quiera, en el fuero interno de su conciencia
pero como no lo es en la conducta, para mí, sintiéndolo mucho,
es usted un rojo.

Sin tampoco merecer mejor calificativo el comportamiento frí-


volo y nada comprometido de la mujer:
Usted, señorita, que se entrega con tanto ardor a esa vida frí-
vola del bar y el té del hotel aristocrático, que consume cada día
un paquete de cigarrillos rubios, que no ha repartido usted una
sola comida en Auxilio Social ni ha postulado ni un solo día por
las calles, que no ha estado en un hospital ni ha realizado un solo
servicio de los que montó la falange, aunque es nacional cien por
cien, porque abomina, naturalmente, de los rojos, usted, señori-
ta, para mi modesta visión de las cosas, es roja también.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

En aquella hora, interesaban ya no las convicciones, sino las


mismas conductas, la autovigilancia, el cumplimiento estricto de
los deberes, porque también era un modo de ser «rojos».
Dos días después, el 3 de septiembre, era declarada la guerra
a Alemania por Gran Bretaña y Francia. La máxima entonces di-
fundida por la propaganda fue la unidad en torno al Caudillo y
dentro del Movimiento, como se destacaba en el artículo que se
publicó, firmado por el padre Félix García, en el diario Arriba unos
días después, el 7 de septiembre:
En España, donde hubo unidad de esfuerzo y de sacrificio,
bajo el caudillaje de un hombre que es legión, para asegurar la
unidad de patria, de conciencia y de destino, debe hacerla fructi-
ficar en granazón prodigiosa de obras y de días colmados. Fran-
co nos abrió los caminos de la paz, y por esos caminos de la paz,
y por esos caminos iluminados deben avanzar los españoles re-
generados hacia las cumbres, donde el trabajo y la justicia y el
orden se funden en el brazo evangélico de la paz.
En esta hora conturbada del mundo la conducta de cada es-
pañol debe ser como una oración y un concurso por la paz. Es la
hora de eliminar los pleitos caseros, las divergencias pasionales,
las destemplanzas belicosas y los resentimientos turbios, para so-
meterse a la disciplina del yugo simbólico y apretarse en el haz
de flechas de la unidad y de la concordia14.

Este mismo colaborador del periódico volvió a insistir, en su


artículo «¡Alerta con la mediocridad!», aparecido el 22 de sep-
tiembre, en que todo cuanto en España había alcanzado cimas de
superación y supervivencia se había conseguido en nombre de la
unidad de espíritu y de acción15. En cambio, toda escisión o here-
jía había brotado de la discordia y de la agresividad. Por consi-
guiente, urgía aislar todo germen de discordia, realizando «una
gran cruzada de concordia entre todos aquellos que han luchado
por una misma fe, que van vinculados a una misma tradición y
que han sido impulsados al sacrificio por un mismo amor», pues
con frecuencia se empleaba más ímpetu y se encrespaba más la
discordia cuando se trataba de combatir o anular a aquel de quien
separaban minúsculas diferencias o livianos prejuicios que cuando
había que preservar la fe y las ideas ante el adversario que «insidio-
samente trata de dividir, de sembrar sospechas y animadversiones
en torno a aquellos que mejor saben y pueden trabajar en la viña
del Señor, para que la viña quede, sin el laboreo de los mejores, a
merced del gran sembrador de cizañas y reticencias». Éste no era

14 GARCÍA, F., «Unidad», Arriba, 7 de septiembre de 1939.


15 GARCÍA, F., «Alerta con la mediocridad», Arriba, 22 de septiembre de 1939.

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F. SEVILLANO EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

otro más que el mediocre, que andaba murmurando, recelando, lo


que servía a la discordia y la confusión:
El hombre mediocre tiene odio al talento y aborrece la clari-
dad, opera en la sombra y es maestro en el arte de la insidia y del
laberinto. Hace de las conductas más radiantes y de los propósi-
tos más generosos de los demás una maraña, para buscarles a se-
guido una apariencia delictiva. El mediocre tiene el talento ne-
gativo, que emplea con insistente industria para la demolición y
la intriga. Rehuye colaboraciones y servicios, no concibe nada en
grande, no abriga anhelos de perfección. No quiere más que un
campo abonado para el imperio sin trabas de la mediocridad. De
ahí que no repare en medios cuando precisa anular a los mejor
dotados y que se alíe, sin repugnancia, para la consecución de sus
malas artes, con los servidores del odio y con los amasadores de
tinieblas, es decir, con los artífices de la discordia.
En el momento en que se trate de emprender una obra de en-
vergadura o una empresa de restauración y de reforma ante lo
caduco y lo mezquino, se tendrá en pavorosa actividad la gran
masa de mediocres, que prosperan prodigiosamente a la sombra
de la rutina y la confusión. El gran peligro para toda tentativa de
altura no es el adversario que está enfrente, sino el mediocre que
tenemos al lado, que simula coincidencias y afinidades, y va ama-
sando en las sombras resentimientos y discordias, por reacción,
ante los éxitos y propósitos de renovación de los que trabajan con
el alma abierta en la gran heredad del espíritu.

La murmuración insidiosa fue denunciada reiteradamente,


como se hizo en la columna «Alerta contra la insidia», publicada
en la primera plana del periódico Arriba de 29 de septiembre16. Las
gentes enredadoras –se advertía– intentaban el desprestigio de los
mejores, utilizando dos tópicos: reacción y masonería. El editorial
de prensa comentaba al respecto que: «Hombres de vida intacha-
ble, con un profundo sentido de España, resultan ahora tenebro-
sos masones o contaminados de no se sabe qué fuerzas ocultas que
ponen en peligro la seguridad del Estado». En la columna se lla-
maba «fariseos» a tales calumniadores, calificándolos como «hom-
bres de medro, que en las horas heroicas no supieron crecer en vir-
tud», no cabiendo más que el desdén hacia ellos, además de las
oportunas sanciones.
En aquel contexto, no cabían deslealtad ni vacilación, como el
periodista Manuel Aznar comentó, a propósito de un discurso de
Ramón Serrano Súñer –a la sazón ministro de la Gobernación y
presidente de la Junta Política de FET y de las JONS–, en el ar-
tículo «La batalla del Ebro de una política nacional», publicado en

16 «Alerta contra la insidia», Arriba, 29 de septiembre de 1939.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

el diario ABC el 2 de noviembre de ese año 193917. Como cuando


quienes dudaron en la victoria final durante las operaciones ini-
ciales de la batalla del Ebro en la guerra, ahora se libraba igual ba-
talla de la política nacional por llegarse al cruce decisivo de los
rumbos, con parecidas dificultades que vencer y reacciones idén-
ticas ante el áspero combate. La política española estaba librando
una batalla, de cuyo triunfo inexorable –señalaba Manuel Aznar en
este artículo– advertíase a quienes volvían a dudar ahora:
Ciegos fueron quienes no entendieron la batalla del Ebro en
la sucesión de la historia de nuestra Patria. Ciegos serán quienes
no entiendan esta batalla del Ebro de una política nacional en
que ahora está empeñado el Caudillo. Hoy como ayer, en el oto-
ño de 1939 como en el de 1938, hay pobres de espíritu, españo-
les de poca fe que vacilan; otros, quizá sin saberlo, están sirvien-
do de instrumento a muy viejas y conocidas tretas universalmente
siniestras; a todos ellos, y a nosotros, y a los que dudan y a los
que creen, a los ardorosos y a los decaídos, dice Serrano Súñer
con acento pocas veces oído a lo largo de nuestra vida personal:
«levantad vuestro ánimo, apretad vuestras filas y asegurad el paso,
porque si es cierto que nos rodean trances duros y asechanzas
tremendas, el Caudillo os da la certidumbre de esta victoria, como
de aquella otra que redimió a la Patria.

El discurso de Serrano Súñer fue glosado en otro artículo, ti-


tulado «Unidad y disciplina», de Wenceslao Fernández Flórez
–también miembro de la Real Academia Española–, publicado en
el mismo periódico el 5 de noviembre18. El firmante coincidía en
que el «espíritu antiunitario, individualista y grupista» había arrui-
nado los momentos favorables de la historia patria; una entraña
que era propia de la «España roja» en el desbarajuste de los ase-
sinatos cometidos y en las disputas y las banderías partidistas, coin-
cidiendo sólo en el latrocino, según despotricó el periodista coru-
ñés en este artículo:
Lo que esto representaba se vio claramente después, en la Es-
paña roja, cuando cada cual pudo poner en práctica su progra-
ma. No sabían ni a quienes había que matar, y mientras unos ase-
sinaban a los que tenían más de mil pesetas, otros referían la
salvación al exterminio de quienes habían ido a misa alguna vez,
y surgían cenetistas que no sabían lo que era la CNT, pero que
querían llevar la contraria a los socialistas, y cada partido se ra-
jaba en grupos, y cada grupo en individuos, y cada miliciano pro-
ponía un plan de batalla y entre todos mataban al jefe, porque te-

17 AZNAR, M., «La batalla del Ebro de una política nacional», ABC, 2 de no-

viembre de 1939.
18 FERNÁNDEZ FLÓREZ, W., «Unidad y disciplina», ABC, 5 de noviembre de 1939.

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F. SEVILLANO EL ‘ROJO’. LA IMAGEN DEL ENEMIGO EN LA ‘ESPAÑA NACIONAL’

nía otro plan que no coincidía con ninguno, y, en verdad, llega-


ron entre ellos las cosas a tal punto, que se puede decir que sólo
hubo dos que coincidiesen: Álvarez del Vayo y Negrín. Y aún és-
tos en un solo punto: en su afán de llenar los maletines con las
coronas de las Vírgenes.

Ante las enormes dificultades del gobierno de la nación, sólo


cabía una actividad de trabajo y de conducta social lo más com-
pleta, sana y prudente, resurgiendo la unidad de las ansias de los
«buenos» españoles como cuando los años de la guerra por la fe
puesta en el Caudillo, hombre providencial.
Porque ahora como entonces el peligro era el comunismo, como
indicó Jacinto Miquelarena en su artículo de opinión «Acaba de
descubrirse el bolchevismo», publicado en el periódico ABC el 12
de diciembre de 193919. Aún hacía unos meses, y hasta la ocupación
soviética de Finlandia, había sido un tema divertido de las especu-
laciones liberales en otros países, hasta el punto de que el bolche-
vismo no era considerado, cuando lo sufría España, una fuerza ex-
pansiva y dominadora. Pero ahora acababa de ser descubierto, cual
«fuerza estúpida y ciega contra la civilización de Occidente». Y el
mundo cristiano había decidido enterarse. Incidiendo en este per-
sistente discurso anticomunista de la propaganda, cuando ocurría
el avance de las tropas alemanas en Europa, otro colaborador ha-
bitual del mismo diario madrileño, José María Salaverría, firmó la
columna titulada «El ruso», publicada el 20 de diciembre20. Con-
cluyendo la argumentación del artículo aparecido unas fechas an-
tes, ya referido, la idea era que el ruso se había quedado solo, pero
sobre todo reiteraba un estereotipo insistentemente agitado en el
discurso propagandístico. El articulista afirmaba que nadie había
podido definir nunca el alma rusa; era un secreto inaccesible, por-
que el ruso no había hecho otra cosa que engañar a los hombres
occidentales. Una vez más, se procedía a la deshumanización del
enemigo, cual propio de la condición salvaje por su misma raza:
«Tiene para el engaño y la falacia, para la astucia y la perfidia, la
complejidad de su formación racial, que con frecuencia bordea el
salvajismo y lo extraño e impenetrable de su psicología», que J. M.ª
Salaverría calificaba de abismática. Y con el engaño, la traición,
entregándose el comunismo al asesinato y las infamias, como en
los momentos más bárbaros, brutales y despóticos del zarismo.
Ahora, la atmosfera de repulsión –concluía el articulista– era una
especie de bloqueo moral contra un país que se había convertido

19 MIQUELERENA, J., «Acaba de descubrirse el bolchevismo», ABC, 12 de di-

ciembre de 1939.
20 SALAVERRÍA, J. M.ª, «El ruso», ABC, 20 de diciembre de 1939.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

en un enorme peligro y que quedaba excluido automáticamente de


mundo de la civilización.

Conclusión
La legitimación del «nuevo Estado» se fundamentó en la guerra:
por su origen en el enfrentamiento civil que estallara en España
en el verano de 1936; por su consolidación cuando la guerra in-
ternacional se extendió en Europa desde finales del verano de 1939.
Sólo en la guerra el agrupamiento político en función del amigo y
el enemigo alcanza su última consecuencia, adquiriendo la vida del
hombre su polaridad específicamente política21. El recalcamiento
de lo político con la violencia extrema en la guerra convierte al
enemigo en «enemigo absoluto»22. Y quizá sea ésta la distinción
propia de las guerras modernas; un distingo político, a través sobre
todo de la imagen del enemigo, que extrema la consideración clási-
ca de la guerra como prosecución de la política por otros medios23.
El discurso del «nuevo Estado», que se conformó a modo de
«cultura de guerra», se generó precisamente a partir de este recal-
camiento de lo político a través de la construcción de la imagen
del enemigo, el «rojo». Un discurso pertinaz y acusadamente anti-
comunista que se formó mediante pautas de extrañamiento, estig-
matización y desvelamiento del enemigo; que lo es por su condi-
ción, convicción y conducta. Discurso en el que fue deslizándose,
a tenor de las circunstancias, la propia imagen del enemigo: de ex-
terno –aunque español–, en plena guerra civil, a interno –aunqie
no rojo–, cuando la inmediata posguerra en España fue sacudida
por el estallido del conflicto bélico en Europa. Y siempre la pro-
paganda apuntó el peligro del bolchevismo, revolucionario, agre-
sivo, traicionero; instrumentalizando su amenaza para aglutinar la
comunidad política esencial de la «España nacional» frente a la
«anti-España».

21 Tal concluyó Carl SCHMITT en su escrito «El concepto de lo político» [19221,

19332], en Estudios políticos, Madrid, Cultura Española, 1941, p. 126.


22 Acerca de esta última expresión, véanse las observaciones de C. SCHMITT en

Teoría del partisano. Acotación al concepto de lo político, Madrid, Instituto de Estu-


dios Políticos, 1966 (ed. or. en alemán de 1963), p. 127.
23 Conforme lo estimara Carl VON CLAUSEWITZ en su tratado De la guerra (véa-

se la traducción íntegra al español de esta obra en Madrid, La Esfera de los Libros,


2005).

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«SON LOS CATALANES


ABORTO MONSTRUOSO DE LA POLÍTICA»*

ÀNGEL DUARTE
Universitat de Girona

Consideraciones liminares
Los lugares comunes y los clisés a propósito de los catalanes
son antiguos, y en absoluto privativos del resto de los españoles.
Allí por donde han pasado, los catalanes han dejado huella. No sólo
en Madrid o en Sevilla ha sido efectivo el estereotipo del catalán.
De Grecia a Cuba, pasando por Buenos Aires o Ciudad de México,
el recuerdo del natural del antiguo Principado permanece en di-
chos y tópicos, y se proyecta en el tiempo hacia el presente1.
Es seguro que a medida que pasa el tiempo dichos clisés son
más desvaídos, pero persisten hasta hoy entre brumas y, en oca-
siones, se recuperan y adquieren nuevos usos y significados. En
buena parte de las ocasiones, ya sea en relación al almogávar o al
negrero, la imagen secular –tanto la extra como la intrapeninsu-
lar– está asociada al egoísmo, a la brutalidad, a la codicia y a la
explotación del trabajo o las vidas ajenas. Existe también, en la
América hispana y en no pocas regiones españolas, la contraima-
gen del comerciante honesto y laborioso, del tendero familiar y del
empresario afanoso que, sin perder el contacto con la patria chi-
ca, contribuye con su esfuerzo a generar riqueza en la tierra de
acogida. Son muchos los testimonios que podríamos situar en la

* Este ensayo se beneficia del proyecto La memoria de las libertades catalanas:


historiografía y usos de la historia en la Cataluña del siglo XIX. DGI Ministerio de
Educación y Ciencia HUM2005-05603.
1 José J. MORENO MASÓ, La petjada dels catalans a Cuba: assaig sobre la pre-

sència catalana a Cuba durant la primera meitat del segle XIX, Barcelona, Generali-
tat/Comissió Amèrica i Catalunya, 1992. Josep M. FRADERA, Gobernar colonias, Bar-
celona, Península, 1999; Catalunya i ultramar: poder i negoci a les colònies espanyoles
(1750-1914), Catàleg exposició maig de 1995-octubre de 1996, Drassanes de Bar-
celona, Àmbit Serveis Editorials, 1995. Enrique SOSA, Negreros catalanes y gadita-
nos en la trata cubana, 1827-1833, La Habana, Fundación Fernando Ortiz, 1998.
Eusebi AYENSA, «El record dels catalans en el folklore grec», L’Avenç, 213, abril 1997,
56-58.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

estela de Eugenio Larruga. «Apenas hay pueblo de consideración


en esta Provincia –Soria, hacia 1792– en que no se haya estableci-
do algún Catalán con tienda de algunos géneros, especialmente con
medias, cotones, y sobre todo zapatos. Lo mismo acontece en el
día generalmente en toda la península»2. La diáspora catalana del
siglo XVIII, ése es el término que se utiliza en el análisis de las re-
des de comerciantes presentes de Cádiz a La Coruña y por todo el
interior, ha quedado resaltada en los estudios sobre las economías
regionales. Sus motivaciones, también en el siglo XIX, serán menos
malthusianas –el hipotético techo que habrían alcanzado las posi-
bilidades de existencia triunfante en un país marcado por su gran
vitalidad demográfica– que inherentes a un proceso de creación de
tramas de relación precisadas por una economía a la que conve-
nía ampliar su campo de operaciones3.
Las dos imágenes –la de avaricioso y aprovechado, la de em-
prendedor y creador de riqueza– son los extremos de una panoplia
de representaciones en las que los cromatismos se combinan con
libertad. En lo que se refiere a los usos exteriores de esas imáge-
nes no iremos más allá de esta noticia inicial. En cualquier caso
conviene retener que esos lugares comunes que identificaron y sin-
gularizaron al catalán tuvieron, también fuera de las fronteras na-
cionales, implicaciones de orden político –véase el caso de México
o Francia– y condicionaron las modalidades de regulación de la
convivencia entre comunidades étnicas o culturales –como ocurrió
en el Buenos Aires o el Montevideo del paso del siglo XIX al XX. Allí
donde hubo comunidades de emigrados económicos o políticos lo
catalán operó como un marcador de identidad. Para lo bueno y
para lo malo.
La última de las consideraciones liminares se refiere a las raíces
lejanas, en el tiempo, de esa polaridad extrema en la percepción
del catalán. Me limitaré a señalar que nos encontramos ante lo que
podríamos convenir dos veneros para dos miradas antagónicas. En
primer lugar, el cervantino. En la prosa de Miguel de Cervantes,
hombre viajado y en contacto permanente –fuese voluntario o no–
con otras culturas, se entrevé el claroscuro y las sombras de una
sociedad en la que pervivía todavía la huella, la ilusión o la nostal-
gia dolorida de unas relaciones menos cainitas entre los pueblos de

2 Eugenio LARRUGA, Memorias políticas y económicas sobre los frutos, comer-

cio, fábricas y minas de España, tomo XXI, Madrid, D. Antonio Espinosa, 1792, 168.
3 M. Teresa PÉREZ PICAZO, Antoni SEGURA I LLORENÇ FERRER (eds.), Els catalans

a Espanya, 1760-1914, Barcelona, Universitat de Barcelona/Generalitat de Cata-


lunya, 1996. Ponencias de Jaume Torras, Álex Sánchez, Àngels Solà y M. T. Pérez
Picazo.

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España4. Se trataría de una añoranza siempre invocada por aque-


llos que, desde entonces en adelante, se dispusieron a tejer compli-
cidades peninsulares partiendo del reconocimiento de la comple-
jidad y la diversidad cultural de los materiales en presencia. En esa
aproximación Barcelona, epítome de lo catalán, sería «archivo de
la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, pa-
tria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia
grata de firmes amistades, y, en sitio y en belleza, única». Incluso
los avatares y los riesgos en ella vividos serían vistos como moti-
vo de cercanía: «Y, aunque los sucesos que en ella me han sucedi-
do no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo
sin ella, sólo por haberla visto».
Con todo, el principio que a mi entender ha resultado ser más
fecundo en el tiempo ha sido el quevediano. La de Francisco de
Quevedo es una apreciación formulada con materiales de derribo
–en plena guerra civil interna–, con no escasas dosis de antisemi-
tismo y desde un monasterio, el de San Marcos en León, conver-
tido en fría y húmeda prisión. La de Quevedo es la mirada, no me-
nos viajada que la cervantina, de quien tiene la intención de
congraciarse con unas autoridades que presionan para erosionar,
desde la lógica del Estado que acumula funciones y poderes, quien
quiere asegurar la condición de súbditos, también, de los catala-
nes, la validez y la operatividad del fuero: será con motivo del con-
flicto de propaganda entre los revoltosos de 1640 y los partidarios
de Gaspar de Guzmán y Pimentel, el Conde-Duque de Olivares, que
Quevedo decide hacer méritos a costa de los catalanes. En el pan-
fleto La rebelión de Barcelona asegurará de éstos que son desleales,
ingratos, hipócritas y ladrones. Los epítetos tendrán éxito y nos los
encontraremos en el futuro. La enemiga de Quevedo para con los
naturales de ese rincón peninsular llega hasta el punto de consi-
derar, y aquí la huella del casticismo antijudío aparece poderosa,
que la idea de que Herodes degollase a los inocentes «parece tra-
za de catalanes»5.
Doscientos cincuenta años más tarde, en un contexto de rebel-
día algo menos dramática –la campaña por la Autonomía integral

4 Juan Pedro QUIÑONERO, De la inexistència d’Espanya, Palma, Editorial Moll,

2007, 184.
5 La rebelión de Barcelona, 218b. Citado por María Soledad ARREDONDO, «Ar-

mas de Papel. Quevedo y sus contemporáneos ante la guerra de Cataluña», La Pe-


rinola, revista de investigación quevediana, 2 (Servicio de Publicaciones Universi-
dad de Navarra, 1998), 11. Para usos posteriores de Quevedo, José ÁLVAREZ JUNCO,
Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 2001, en especial,
99-101.

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de 1918–, el periodista Adolfo Marsillach acusaba a los catalanis-


tas de ser fríos y calculadores, y de actuar usando «el disimulo, el
engaño, la doblez y la mentira». Mientras por aquellas mismas fe-
chas un colega suyo decía que las habilidades financieras de Fran-
cesc Cambó –artífice de la citada campaña autonomista– adolecí-
an de «un profundo sentido judaico (…). El comercio adquiere en
su alma una intensidad (reli)giosa y un fatalismo de raza conde-
nada a tales menesteres». La permanencia del argumento no es en
absoluto superficial6.
Volvamos, por el momento, a Quevedo. Frente a la incomodi-
dad del jesuita aragonés Baltasar Gracián, contrario a la revuelta
pero menos obsequioso para con el poder y más receptivo a lo la-
beríntico de las naciones de España, Quevedo considera al Princi-
pado un «caos de fueros» y un «laberinto de privilegios». La con-
fusión irrita a Quevedo, como después irritará a los adeptos a la
luminaria jacobina. Los responsables de tal galimatías, dirá, son
los catalanes en la medida que esperan preservar, contra toda ló-
gica, el fuero y el güevo. Es de todo ello que derivaba la sentencia
que da título a este artículo: «Son los catalanes aborto monstruo-
so de la política. Libres con señor; por esto el conde de Barcelona
no es dignidad, sino vocablo y voz desnuda» (284b).
Contenía la diatriba quevediana, por lo demás, un argumento
que conviene retener. Los catalanes son muy amigos de la Francia,
son de un afrancesamiento chantajista. Se juntan con lo peor del
otro lado de la frontera, lo más ajeno al alma peninsular, y si no
se les da lo que quieren –si no se les reconocen los privilegios que
demandan– amenazan con irse con el rey de Francia. «Dejábanse
gobernar de las conciencias de los bandoleros, cuyo número es el
mayor y más bien armado, el grueso de ellos gabachos y gascones,
y herejes y delincuentes de la Lenguadoca. Al fin, plebe sobrada de
Francia y desecho aun de los ruines de ella. Estos, oprimiendo la
nobleza y los eclesiásticos y magistrados, arrebataron en furor la
liviandad del pueblo» (282a).
Es la de traidores a la patria común y la de vendidos a Fran-
cia un aval para dar consistencia al temor a la secesión –por la vía
de la absorción, o el de la república tutelada. Un miedo que no
conseguirá amansar del todo la aportación a la resistencia contra
el invasor francés, en 1808. Un peligro que, sensu contrario, los ca-
talanistas no dejarán de estimular en el imaginario de quienes los
ven con hostilidad. Lo harán alimentando vanas ilusiones occita-

6 Javier MORENO LUZÓN, «De agravios, pactos y símbolos. El nacionalismo es-

pañol ante la autonomía de Cataluña (1918-1919)», en Ayer, 63 (2006*3), 129, 133.

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nas, desde la Renaixença y también en pleno siglo XX7; lo harán


asegurando, en tiempos del modernismo literario y de la indepen-
dencia cultural, que La lumière nous vient toujours du Nord; lo ha-
rán cuestionando siempre el Estado-nación liberal como marco de
organización de la sociedad y la cultura y mostrando un singular
grado de francofilia en las guerras civiles europeas8.
De que la percepción no estaba faltada de base nos da cuenta
un sensato analista de la Cataluña contemporánea al presentar
como una necedad tal querencia. En 1923 Agustí Calvet, Gaziel,
desde La Vanguardia, reflexionaba a propósito de las afirmaciones
que, desde la recién constituida Acció Catalana, había hecho An-
toni Rovira i Virgili. Gaziel advertía: «El Estado francés, si llegara
el caso, sería un enemigo irreductible del catalanismo integral, pero
un enemigo infinitamente más encarnizado, poderoso y temible
que el Estado español». Aquel lo sería porque constituiría un ries-
go de desmembración del mismo. En consecuencia «La francofi-
lia política del nacionalismo catalán es, por lo tanto, un absurdo y
una puerilidad (…). No: Francia, el estado francés, no quiere, no
ha querido ni querrá nunca –porque no puede– saber nada del mo-
derno nacionalismo integral catalán»9. Ni Francia ni, indiscutible-
mente, España.

El estereotipo y la política
Todo el cuerpo de imágenes del catalán se transforma en un
conjunto de argumentos para el combate político en el siglo XIX. El
factor clave para explicar el salto cualitativo será, obviamente, el
de la lenta emergencia del catalanismo. Los primeros catalanistas,
los que se asocian a la Renaixença, no eran, grosso modo, otra cosa
que los cultivadores de la memoria de las libertades patrias, los
apasionados por los rasgos idiosincrásicos y los mantenedores del
idioma catalán. Gente, por lo general, con vocación erudita que gus-
taban de autodefinirse como apolíticos. Lo eran en tanto que no
elaboraban programas de actuación política sino estrategias de lo

7 August RAFANELL VALL-LLOSERA, La Il·lusió occitana: la llengua dels catalans,

entre Espanya i França; epíleg de Robert Lafont, Barcelona, Quaderns Crema, 2006,
2 v.
8 Els Modernistes i el nacionalisme cultural (1881-1906), pròleg i antologia a

cura de Vicente Cacho Viu. Barcelona, La Magrana, 1984. Vicente CACHO VIU, El
Nacionalismo catalán como factor de modernización; prólogo de Albert Manent, Bar-
celona, Quaderns Crema, 1998.
9 GAZIEL, «Una bandera indeseable», La Vanguardia, 11 de abril de 1923, 4.

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que podría entenderse como dignificación y estudio de un patrimo-


nio lingüístico e histórico. Los catalanistas no podían ser, en prin-
cipio, enemigos políticos. No podían serlo en la medida que defi-
nían esta noble ocupación, la de la política, como la encargada de
cambiar, modificar, alterar o reformar el gobierno. Y esto, preci-
samente, es lo que, dicen, no quieren hacer.
Ahora bien, ya en 1864, en una de esas publicaciones orienta-
das a crear un incipiente mercado de consumo cultural en catalán,
el Calendari catalá del any 1865, Josep Subirana escribía: «No está
resolt lo problema de si s’pot fondrer una gran nació, formada de
diferents pobles y de distint origen, en una sola familia, volent im-
posar un de ells tot lo que li es propi als demés»10. El momento es
delicado. Se ha querido ver en la activa participación catalana en
la Campaña de África, de 1859-1860, un proceso de movilización
que haciendo uso de resortes marcadamente plebeyos contribuye,
entre otras muchas cosas, a neutralizar o calmar las prevenciones
de Madrid ante el incipiente provincialismo. Y, en esas, y blanco
sobre negro, Subirana formula el gran interrogante. Estamos lejos
del nacionalismo y, sin embargo, el lector no podía sino percibir
en tal afirmación una consideración relativa al cómo de la unidad
de la nación. Y, aún más, una primera manifestación estrictamente
contemporánea de lo que Enric Ucelay-Da Cal ha designado como
la querencia catalanista por el «Ser y no ser»11.
Desde los resortes del Estado el silogismo, a partir de esos mis-
mos años, pasará a ser el siguiente. El catalán es un enemigo. Es
un enemigo porque no te puedes acabar de fiar de él. No te pue-
des acabar de fiar de él porque no sabes a ciencia cierta cuales son
sus intenciones últimas. No sabes a ciencia cierta cuales son sus
intenciones porque ni él mismo se aclara: dice que hay un proble-
ma pero no indica, con claridad, la solución que quiere dar al mis-
mo –en realidad se sospecha que quiere el fuero y el güevo. Ello

10 El texto completo de Subirana, incluido en Calendari català del any 1865, es-

crit pels mes coneguts escriptors y poétas catalans, mallorquins y valencians, y col·le-
cionat y publicat per Francesc Pelayo Briz, Barcelona, Llibreteria de Estanislao Fe-
rrando Roca, 1864, 87-101. En Pere ANGUERA, Escrits polítics del segle XIX, t. I.
Catalanisme cultural, Vic, IUHJVV/Eumo, 1998, 49-62.
11 Enric UCELAY-DA CAL, «‘Ser y no ser’: la visión del españolismo desde la pers-

pectiva catalanista, o lo que se puede aprender escuchando», en Historia y Política,


14, 2005/2, 11-44. Albert GARCIA BALAÑÀ, «Patria, plebe y política en la España isa-
belina: la guerra de África en Cataluña (1859-1860), en Eloy MARTÍN CORRALES (ed.),
Marruecos y el colonialismo español (1859-1912). De la guerra de África a la ‘pene-
tración pacífica’, Barcelona, Bellaterra, 2002, 13-77. Eduardo GONZÁLEZ CALLEJA,
«‘Bon cop de falç!’ Mitos e imaginarios bélicos en la cultura del catalanismo», en
Historia y Política, 14, 125.

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en relación a la lengua y en todos los conflictos en los que apare-


cen singularizados los intereses de las minorías selectas del anti-
guo Principado: aranceles, orden público, política colonial. No cabe
duda, y en esto remitimos de nuevo a Ucelay-Da Cal, a la interac-
ción sostenida por parte de los dos sujetos colectivos representados
en ese volátil litigio.
Con la liberalización del Sexenio las percepciones relativas a
las identidades se agravaron. Escasamente relacionado con lo po-
lítico sería el episodio relacionado con la creación, en 1870, de La
Jove Catalunya. Mientras Valentí Almirall impulsaba un pacto fe-
deral en los antiguos territorios de la Corona de Aragón, Àngel Gui-
merà, Josep Pella i Forgas y Antoni Aulèstia i Pijoan, entre otros,
optaban por desconectarse de los avatares de la política e impul-
saban un colectivo que no podía ocultar, en la elección del nom-
bre, las influencias mazzinianas. Sus objetivos eran, sin embargo,
estrictamente literarios; aunque, como ha señalado Margalida To-
màs, sus miembros saltaban con gran facilidad –cada vez mayor–
de las discusiones lingüísticas y filológicas a debates ideológicos
más plurales. Debates que giraban sobre el encaje de esa cultura
en el aparato administrativo que regulaba el conjunto de la vida
española. Y es que la frontera lengua/política no era clara. Posible-
mente no lo sea nunca del todo, pero menos en un contexto de po-
litización en que se puede discutir de todo y no hay quien impida
la deriva. De hecho, la confusión entre lengua y política, entre ca-
talán y catalanista –este último, la quintaesencia del primero–, en-
tre ambos y los enemigos de una España castellana es, en 1870 y
visto desde fuera, como un hecho indiscutible que el tiempo re-
frendaría12.
Las aguas del catalanismo literario no tenían por qué haber
desembocado necesariamente en el mar de la política, pero lo hi-
cieron. Si los catalanistas eran quienes identificaban unos ciertos
marcadores de identidad y empezaban, tímidamente, a usarlos, los
catalanes pasaron a ser, muy pronto, no sólo los usufructuarios de
los rasgos caracterológicos quevedianos sino que se les añadió, so-
bre todo a quienes se mostraban en exceso orgullosos de sus tra-
diciones –léase de la lengua y del papel a jugar en la vida cotidia-
na (relación social, presencia institucional, periodismo, enseñanza,
prácticas religiosas)–, el epíteto de separatista. En otras palabras,
en paralelo a la conformación de las distintas modalidades de par-
ticularismo, el catalán pasa a ser visto como el paradigma de la in-

12 Margalida TOMÀS, «La Jove Catalunya entre la literatura i la política», prò-

leg a La Jove Catalunya. Antologia, Barcelona, La Magrana/Diputació de Barcelona,


1992, V-L.

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gratitud. En 1883, Joaquim Riera Bertran, exmilitante federal y al-


calde de Gerona durante la Primera República, ya hizo frente, como
presidente de la Associació Catalana d’Excursions Científiques, a
las dos acusaciones que pesaban sobre el catalanismo y, por exten-
sión, sobre los catalanes: el egoísmo y el secesionismo. Frente a la
primera, «Lo catalanisme deu avensar y obrirse pas, no captant
como los pobres de solemnitat, sinó reclamant sas prerrogativas
en nom de la conciencia pública y en nom de la ilustració y del
progrés». Contra la segunda de las imputaciones, se mostraba has-
tiado de tener que repetir que el provincialismo no es antinacio-
nal: «Ni una sola prova será capás ningú de retraure pera demos-
trar que las aficions catalanistas pugnan ab la idea de nacionalitat
espanyola. Lo que hi ha es que […] la idea de nacionalitat se con-
fon llastimosament ab lo predomini, ab la exclusiva sobre Espan-
ya de la regió castellana»13.
Insistamos en un punto que nos parece la piedra basal de toda
esta construcción estereotipada: la denigración del catalán(ista) ha
pasado a ser más grave en la medida que ha procedido a dotar de
sentido político moderno a valores, hábitos y sustratos previos. El
primero, la constancia en el uso de la lengua nativa14. Hasta tal
punto ello era así que el recurso al catalán era el prescrito para
ideólogos de todo tipo que, alejados de cualquier tipo de catalani-
dad militante, quisieran llegar eficazmente a un público amplio.
Bien, se trata de un mero automatismo –¿qué iban a hablar si no?–
pero de un automatismo que no dejaba de tener sus implicaciones
de presente –el que entre catalanes se reconociesen como españo-
les no castellanos– y sus repercusiones en el futuro. De nada ser-
virán iniciativas como la de Albert de Quintana en los Juegos Flo-
rales de 1874. Quintana podía ofrecer un patriotismo español
estrictamente catalán, un patriotismo surgido de la conciencia no
ya de la diferencia, sino de la superioridad del modelo catalán: «la
nova Catalunya fa visita a Castella, li porta’l seu cabal perque sa-
bentlo no’l malbarati, l’enteniment perque s’en valgui, lo cor per-
que aprengui á ben aymarla; y allí admirada y respectada de tots,
la vençuda per les armes, vencedora el giny y la força del treball,
crida ab veu mes forta que les tremontanes; ‘visca, ¡que visca Es-
panya!…’ mes ho diu en catalá»15. En vano.

13 J. RIERA BERTRAN, «Discurs», dentro de Acta de la sessió pública inaugural

del any 1883, Barcelona, 1883, 42-43. Citado por ANGUERA en Escrits polítics, 36-37.
14 ANGUERA, El català al segle XIX: de llengua del poble a llengua nacional, Bar-

celona, Empúries, 1997.


15 Jochs Florals… 1874, Discurs, 36-37. Citado por ANGUERA, Escrits polítics, 22.

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Ese no entenderse del todo, en los registros orales y escritos, no


era ajeno a la pervivencia, desdibujada e imprecisa aunque en ab-
soluto prescindible, de una memoria colectiva de grandezas, privi-
legios y libertades. Glorias y manumisiones aherrojadas por una
raza forastera y opresora. Las percepciones resultan ser cruzadas.
La denuncia del monopolio castellano opera en base a tópicos de
origen incierto que, con intensidades disímiles según la época, el
medio social e incluso la comarca, continúan siendo, en la Cata-
luña del ochocientos, parte integrante del repertorio de lo prepo-
lítico. El anticastellanismo fue cultivado e incentivado por distin-
tos personajes significados del mundo de la política y la cultura.
Para Tomás Bertrán Soler, progresista forjado en la Barcelona de
las bullangas, los castellanos eran una raza malograda por la mez-
cla de sangre hebrea y árabe, y marcada por su «odio al trabajo».
Aunque más sutiles, no menos aceradas resultaron ser las críticas
a la condición castellana, y al papel de Castilla en España, en la
obra de historiadores románticos como Antonio de Bofarull o el
también dirigente progresista Víctor Balaguer.
Años más tarde podrían lamentarse por el hecho que su labor
desde la periferia contribuyera, y no poco, a estimular, malgré lui,
un proyecto político alternativo al del nacionalismo español, un
riesgo de descomposición para la nación española: En 1878, Bala-
guer escribía: «¡El federalismo! Palabra es esta que ha costado mu-
chas lágrimas y mucha sangre a España, siendo también causa y
origen de daño para la literatura catalana». De hecho, argüía Ba-
laguer, cuando el vocablo empezó a usarse en el ámbito literario,
tenía un sentido moral, elevado y noble. Nadie, de entre sus promo-
tores, hubiese pensado que podría alzarse como bandera política
«para ir a la desunión, a la ruina, al cantonalismo, al desmembra-
miento de la patria». En todo caso, admite Balaguer, sí que se ha-
bía pensado en la posibilidad «de unión de España con Portugal
por medio de un lazo federal que permitiera reconstituir la anti-
gua nacionalidad ibérica y hacer que pudieran venir las Quinas a
ocupar un puesto de honor en el escudo donde brillan las Barras,
los Leones y los Castillos». La pasión heráldica de Balaguer se des-
ata por un momento, pero el recuerdo del pánico vivido en 1873
vuelve de inmediato y deja un regusto agrio: aquella cosa literaria
y arqueológica, aquello que podía llegar a ser pensado como una
sincera e inofensiva pasión de anticuario «nada tenía que ver con
el federalismo separatista y absurdo que, malaventuradamente
para la patria común debía predicarse ocho años más tarde, y por
vez primera, desde los balcones de las casas consistoriales de Ge-
rona». Más tarde, en nota a pie de página, aclarará que el perso-
naje en cuestión se trataba del Marqués de Albaida; el mismo que

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seducirá a Valentí Almirall en 1874. La retractación de Balaguer


tenía lugar con anterioridad a las múltiples reediciones de cuan-
tiosos opúsculos de literatura anticastellana de los siglos XVII y XVIII
que saldrían de nuevo a la luz en los noventa del siglo XIX. Unos
opúsculos que fueron denunciados en su momento por Marcelino
Menéndez y Pelayo cuando, al parecer, aludió a la popularidad de
«ciertas canciones históricas del siglo XVII, de dudoso valor estéti-
co, preñadas de odios y rencores que a todo trance conviene olvi-
dar, porque jamás se ha edificado cosa buena sobre los cimientos
de la ira y del odio». La denuncia, a su vez, era recogida en otro
ejercicio de retractación muy posterior en el tiempo: el de Fernando
Valls Taberner, en 193916.
El de la retractación es, pues, un rasgo recurrente. También se
lamentarán algunos de los colaboradores de Cambó –Valls lo era–
por la deriva vivida en el primer tercio del siglo XX. De nada les
valdrá. No hay catalanistas buenos y catalanistas malos. O, por me-
jor decir, si los hay no se les reconoce la condición a los primeros
en los buenos tiempos. El 21 de octubre de 1934, a las dos sema-
nas de los acontecimientos insurreccionales registrados en Barce-
lona, el magistrado Víctor Pradera, político tradicionalista y uno
de los fundadores del Bloque Nacional, amén de vocal en activo
del Tribunal de Garantías Constitucionales, escribirá en las pági-
nas de ABC: «No se hubiera llegado a Maciá ni a Companys sin el
hecho diferencial de Cambó». Un año más tarde era José Antonio
Primo de Rivera, desde Arriba, quien sostenía: «Cuando el 14 de
abril las multitudes catalanas tomaron como grito el de «¡Muera
Cambó, viva Maciá!», ¿creían acaso haber recobrado la autentici-
dad poética de su nacionalismo? Se equivocaban: aquella autenti-
cidad poética estaba ya muy envenenada por Cambó y los suyos.
Los gritos separatistas que aclamaban al avi frenético no hubieran
sido posibles sin la cauta preparación de los capitalistas ocultos
tras de la Lliga; han bastado tres años para que los hilos vuelvan
a las manos de siempre. Y aquí está otra vez, frío, hábil, sinuoso
e insaciable, el catalanismo de Cambó»17.

16 Víctor BALAGUER, Epistolario: Memorial de cosas que pasaron por D. Víctor

Balaguer, tomo I, Madrid, El Progreso Editorial, 1893, 13-18. Para las reediciones
en los años noventa, veáse GONZÁLEZ CALLEJA, «‘Bon cop de falç!’», 125. Fernando
VALLS TABERNER, Reafirmación espiritual de España, Madrid, Barcelona, Juventud,
1939, 131.
17 ABC, 21-X-1934. Citado en Arnau GONZÀLEZ I VILALTA y Gisela BOU I GARRI-

GA, La creació del mite Lluís Companys. El 6 d’octubre de 1934 i la defensa de Com-
panys per Ossorio y Gallardo, Barcelona, Base, 2007, 191-192. Arriba, 28 de marzo
de 1935.

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De la conveniencia de poner a los catalanes en su sitio


Volvamos atrás. En los años ochenta del siglo XIX, sobre el de-
pósito de materiales renaixentistas y en clave positivista, Almirall
conseguirá que el catalanismo no sólo sea importante para los ca-
talanistas. El problema adquiere entonces una nueva dimensión:
el catalán no se aviene a ser lo que es. Sabe lo que no quiere ser,
pero no lo que quiere ser (o, como mínimo no acierta a decirlo de
manera comprensible y constante). Ese rasgo se halla detrás de la
lúcida afirmación de Ucelay-Da Cal: los catalanes se ganaron la du-
dosa reputación de ser simultáneamente pendencieros y comer-
ciantes, incapaces de sentir la llamada de la responsabilidad de la
corona a pesar de los intereses que en ella se jugaban. La tesis dio
para mucho y fue recopilada en una amplia publicística. Para Uce-
lay, ese juego de definiciones benefició a la sociedad de familias
vasca «que logró el acceso privilegiado a la naciente administración
y el reconocimiento tanto para su adaptación dentro de la adap-
tación [sic] castellana de la noción de España, como para sus pe-
culiares pretensiones excepcionalistas y las complicadas justifica-
ciones histórico-genealógicas que las sustentaban, como demuestra
la extensa y antigua literatura foral vasca. De lado quedó la otra
sociedad de familias, la catalana, apartada en sus pretensiones de
plena equiparación con la cabeza de Castilla, en la medida que se
consideraba ella misma corazón de la confederación catalana-ara-
gonesa, derrotada tanto cuando quiso separarse de la corona espa-
ñola (siendo absorbida y partida por Francia), como otra vez cuan-
do pretendió convertirse en portaestandarte de una dinastía
hispánica como medio de hacerse con el protagonismo». A los ca-
talanes les quedaba la familia y el negocio, el comercio y una rea-
lidad fabril encadenada a un mercado inelástico18.
Potenciar los estereotipos facilita que por el otro lado se in-
crementen, amén de que ponen en cuestión, en riesgo cierto, el
terreno de juego compartido. A partir de Almirall, por ejemplo, se
incrementarán exponencialmente las percepciones del catalán
como separatista. Juegan dos grandes niveles. Por un lado, el pre-
sentar colectivamente una serie de contenciosos propios buscando
una lógica que hoy denominaríamos bilateral. El entendimiento
con las más altas instancias para la satisfacción de las agendas pro-
pias y privativas –el Derecho Catalán, el modus vivendi, la política

18 Enrique UCELAY-DA CAL, «El catalanismo ante Castilla o el antagonista ig-

norado», en Antonio MORALES MOYA y Mariano ESTEBAN DE VEGA (eds.), ¿Alma de


España? Castilla en las interpretaciones del pasado español, Madrid, Marcial Pons,
2005, 221-270.

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LOS ENEMIGOS DE ESPAÑA

arancelaria, la lengua…– todo ello sin pasar por unos espacios de


política oficial ante los que se sienten ajenos. En segundo lugar la
articulación de un discurso que, recogiendo materiales muy anti-
guos, como mínimo seculares, establece caracteriologías diferen-
ciadoras. El ejercicio de Almirall, en este sentido es paradigmáti-
co. Hasta el punto que le avanza extraordinariamente la labor a
Prat de la Riba. Este no había podido llegar a la conclusión de que
los catalanes son españoles pero España no es una nación sin el
ejercicio intelectual previo de Almirall. La respuesta a esta deriva,
insisto, es una identificación como separatista. Es más, Almirall
hace uso de esta demonización de sus adversarios políticos cuan-
do estallan las tensiones en el seno del Centre Català. Hace más,
asocia separatista a reaccionario, con lo cual asume el horizonte
español como un horizonte de progreso. El anticatalanismo libe-
ral bebe, en Cataluña y en España, de Almirall.
Con la entrada en el Novecientos los catalanes aumentan sus
dudas respecto de qué son y, en ocasiones, yerran con una gestua-
lidad excesiva para lo que pretenden. Mientras, los españoles de
bien tienen claro cual es la condición real de sus paisanos extra-
viados, de aquellos que se mofan del Ejército español –baluarte de
la nación en la región soliviantada–, de los que silban la Marcha
Real con motivo de la visita de la armada francesa al puerto de
Barcelona, de los que se manifiestan en el Paseo de Gracia dando
la bienvenida a los diputados solidarios a su vuelta de Madrid. Y
también creen saber qué hacer con ellos: hay que ponerles en su
sitio. Como lo intentaron los jóvenes oficiales al asaltar los locales
del Cu-Cut! o los legisladores que tiraron adelante la Ley de Juris-
dicciones. También hay que ponerles en su sitio recordándoles ver-
dades elementales, por eternas. A principios de 1919 el maurrasia-
no José María Salaverría sostenía desde ABC, y en un texto de clara
derivación quevediana, los rasgos lamentables del «tono catalanis-
ta»: «El tono catalanista posee todos los atributos negativos. Es pe-
dante, es altanero, es ofensivo, es jactancioso, es falaz. Ofende, irri-
ta, molesta, abruma y fastidia. Engaña cuando acepta unas carteras
para sus caudillos; se burla cuando abandona los ministerios a la
suerte de una crisis; se ríe de los españoles como de seres despre-
ciables».
Tono extemporáneo, en último lugar, porque «Cataluña es sólo
una expresión regional. No vale poner en limpio los viejos perga-
minos, ni hablar de la nación soberana que fue, ni del idioma, ni
de las empresas medievales; Cataluña es una expresión regional,
como es regional su idioma, como sería siempre regional su cul-
tura. Lo característico de Cataluña es su propensión a lo regional».
Incluso la lectura que hace la historia Salaverría así lo indica: «Era

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región aragonesa cuando más se alardeaba. Y el nombre de cata-


lán tuvo y tiene la significación subordinada de lo que va adscrito
a otro poder y otro rango superiores». También los paralelismos
exteriores escogidos por Salaverría son clarísimos. En unos mo-
mentos en los que los catalanistas aspiraban a situar el contencioso
catalán en la agenda europea, reactivando el juego de similitudes
con irlandeses o con los pueblos sojuzgados por los imperios auto-
cráticos de la Europa central, Salaverría era contundente: «Decir
catalán es como decir maltés, mahonés, marsellés, gascón. No hay
duda que todos esos pueblos poseen una personalidad; pero es una
personalidad subordinada». Cuando se sale del papel de lo subor-
dinado, se equivoca, y, para España, se convierte en un embarazo
que hay que atajar redimensionando la problemática, devolvién-
dola a sus límites ciertos. Si no quieren ser provincia el dilema es
crudo: «Hermanos o Extranjeros», serie de artículos que el periódi-
co monárquico prolongaría a lo largo de los años veinte de manera
metódica. El dar a escoger, producto del hartazgo, no es privativo
de la derecha. Un republicano eminente, Antonio Zozaya no lo dirá
de manera menos transparente: «Que la pródiga se someta a la ley
de todos o que se vaya»19.
La brusquedad estilística de un Salaverría no era incompati-
ble, por lo demás, con la ironía corrosiva de un Julio Camba alu-
diendo, también por esos años de la I Guerra Mundial, al acento
de los catalanes hablando en castellano, un acento que es su des-
tino, que no pueden abandonar por más esfuerzos heróicos que
realicen. Los catalanes hablan catalán porque no tienen otro re-
medio20.
El catalán, incluso el más regionalista, precisaba de España. Y
precisaba de ella para cosas tan elementales como vender sus te-
las o salvaguardar el orden público en Barcelona. En términos más
demagógicos, si se quiere, o más sinceros, se avisaba a las mino-
rías selectas de la Mancomunitat que en caso de conseguir la auto-
nomía que están exigiendo a la altura de 1918, no ya los aranceles
«ni se imaginen que han de ser los soldados españoles de Aragón,
de Extremadura, de Andalucía de Galicia… los que han de ir a de-
fender los intereses del Condado, como hicieron en 1909 y en agos-
to de 1917, librando a Barcelona de la anarquía». La defensa social,
en una Cataluña ingobernable, sólo era factible por parte del Es-
tado. La práctica de los años previos lo ponía de manifiesto21.

19 José M.ª SALAVERRÍA, «El tono catalanista», ABC, 26-II-1919, 3. J. MORENO

LUZÓN, «De agravios, pactos y símbolos», 138.


20 Julio CAMBA, «La tragedia del catalán», ABC, 24 de julio de 1917.
21 Jaume MEDINA, L’anticatalanisme del diari ABC (1916-1936), Barcelona, Pu-

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El hacer saber a los catalanes cual era su exacto lugar no era


empeño reservado a polemistas instalados en Madrid. A tal tarea
se sumaron, con énfasis desigual, toda la gama posible de actores.
Recordemos, por ejemplo, que los tiempos de la Solidaridad Cata-
lana no fueron precisamente buenos, a pesar de la labor de apos-
tolado a la que se entregaron un gran número de propagandista de
la buena nueva de la regeneración regional. No lo fueron, quiero
decir, para los catalanes en otras regiones de España. La Gaceta de
Galicia, de Santiago de Compostela, recogía en su edición del 7 de
agosto de 1909, una nota de El Eco de Orense según la cual varias
Cámaras de Comercio habían decidido boicotear los productos ca-
talanes «mientras los naturales de aquella región prosigan en su
actitud hostil a los sentimientos nacionales», y refería el caso de
un comerciante de Ourense que había expulsado violentamente de
su tienda a un viajante de Barcelona22. La experiencia remite a ca-
sos más recientes.
En rigor, a lo largo de toda la centuria se procuró hacer sentir
a los catalanes, no ya desde Madrid, sino desde otras regiones con
agendas propias, que ni la bilateralidad ni el privilegio en el trato
eran compatibles con la buena sintonía intrapeninsular. En algu-
nos casos el proceso se registró muy pronto. Para Castilla, Ricar-
do Robledo estableció el período que va de 1898 hasta 1919 como
un momento clave en la apertura de un contencioso cuyas raíces
serían, fundamentalmente, económicas: la pérdida de los merca-
dos antillanos y la prelación del estatus de una agricultura cerea-
lística que acababa de sufrir, como la de todas las naciones eu-
ropeas, una crisis especialmente grave. De este escenario de
incompatibilidades, y desde las páginas de El Norte de Castilla, se
formalizará un marcado discurso anticatalán(ista) que propiciarí-
an Santiago Alba, en su contencioso con Cambó, o el agrarista An-
tonio Royo Villanova y sus campañas antiautonomistas durante la
Segunda República. Más recientemente, Javier Moreno, incorpo-
rando tanto a Castilla y lo castellano como a la clase política y sus
fracturas internas, ha apuntado a esos años, de 1918 a 1919, con
motivo de la propuesta autonómica surgida desde Cataluña como

blicacions de l’Abadia de Montserrat, 1995, 66. González CALLEJA, «‘Bon cop de


falç!’», 147. Del mismo GONZÁLEZ CALLEJA, «El Ejército y el orden público durante
la Restauración. La lucha por el control gubernativo en Barcelona (1897-1923)», en
Jordi CASASSAS et al., Els Fets del Cu-Cut!, cent anys després, Barcelona, Centre
d’Història Contemporània de Catalunya, 2006, 59-117.
22 J. BERAMENDI, «Algunos aspectos del nation-building español en la Galicia

del siglo XIX», en J. MORENO LUZÓN (ed.), Construir España. Nacionalismo español
y procesos de nacionalización, Madrid, CEPC, 2007, 50.

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una oportunidad perdida. Hubo gente dispuesta a entenderse y


crear un marco administrativo y político de matriz regional, pero
fueron desbordados por corporaciones económicas y diputados
provinciales, monarcas y militares. No deja de ser curioso consta-
tar con Moreno, y aquí vuelve a resurgir potente la idea de la inter-
acción permanente entre los proyectos nacionalistas y regionalis-
tas hispánicos de Ucelay, el carácter reactivo, también en el uso de
los estereotipos, del nacionalismo español23.
En Andalucía, donde en pequeños círculos el antagonismo ha-
bía cuajado en la segunda década del siglo, la percepción negati-
va de lo catalán tendrá sus altibajos. Pero ahí permanecerá. En los
años treinta las iniciativas catalanas serán presentadas como mo-
delo/coartada a seguir. Lo alegaba Blas Infante: «Sí. Nosotros as-
pirábamos y aspiramos y seguiremos aspirando a la elaboración
de un Estado libre en Andalucía. Y qué, ¿no proclamó su Repúbli-
ca Cataluña? Pues, ¿cómo va a ser delito en el Sur una aspiración
que vino a constituir en el Norte, un hecho lícito, acatado por el
Poder Público en España?». Habrá que esperar a los años de la
Transición democrática para que el argumento del agravio com-
parativo y de la explotación por el norte desarrollado adquiera el
vigor que habrían deseado las fórmulas agraristas y federales de
Infante. «En realidad, siempre fuimos colonia y ahora también lo
somos del norte industrializado y poderoso que en los momentos
críticos tanto necesitó de las divisas producidas por nuestras clá-
sicas exportaciones y que luego nos mira como simples consumi-
dores, pues no olvides que con esas divisas se paga buena parte de
las importaciones y «royalties» de su industria, que luego nos ven-
den sus manufacturados más caros»24. En 1974, en unas jornadas
sevillanas de Planeamiento Industrial uno de los asistentes, em-
presario, espetó «sin tapujos que el ministro debía llevarse al go-
bierno la sensación clara de que Andalucía está descontenta por-
que considera que no ha sido bien tratada, acaso porque en ningún
momento se le ha ocurrido amenazar con desligarse»25.
Del agravio económico se transitará, en el proceso de confor-
mación del Estado de las Autonomías, al político. La respuesta co-

23 J. MORENO LUZÓN, «De agravios, pactos y símbolos», para la oportunidad

perdida, 121; para el carácter reactivo, 150. Enrique ORDUÑA, El regionalismo en


Castilla y León, Valladolid, Ámbito, 1986.
24 ABC, 7 de diciembre de 1972, «Andalucía cenicienta». Ángeles GONZÁLEZ,

«Andalucía cenicienta. Empresarios, agravio comparativo y la cuestión autonómi-


ca en Andalucia», en Ayer, 69 (2008-1), 253-274. Blas INFANTE, La verdad sobre el
complot de Tablada y el Estado Libre de Andalucía, Sevilla, Publicaciones de la Jun-
ta Liberalista de Andalucía, 1931.
25 ABC, 8 de junio de 1974.

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lectiva de la sociedad andaluza contó, como uno de los argumen-


tos, el de la plena igualdad con las comunidades históricas: frente
al 143, el 151, la vía rápida, la vía catalana26.
La condición del catalán como enemigo interior no sólo atra-
vesaba fronteras regionales sino también barreras ideológicas. El
riesgo de la ruptura patria aterroriza, casi por igual, a derechas y
a izquierdas. A lo largo de la centuria será rentable la estigmati-
zación del catalán catalanista. Lo cual no deja de ser útil para los
gestores de la política nacional. Juan de la Cierva, ministro de la
Gobernación con Maura cuando la Semana Trágica, recoge en sus
memorias: «[…] y al decirme un periodista que se aseguraba era
‘separatista’ el movimiento yo me limité a contestar ‘que no sabía
el carácter que tuviera’. Confieso que en aquellos momentos no
quise negar que tuviera tal carácter, porque un secreto instinto me
hacía confiar en que la duda siquiera en el resto de España de que
el movimiento fuera separatista, bastaría para que el patriotismo
se impusiera a todas las demás aspiraciones y pasiones. Y acerté,
porque la Prensa de izquierdas en todo el país puso freno a sus
campañas, y sólo se pensó en la necesidad de combatir el criminal
intento»27.

De lo efímero de los encuentros


Frente a la perdurabilidad de los desencuentros, los episodios
de identificación y empatía fueron, en ambas direcciones, más bien
escasos. Nicolás Salmerón podrá loar en Cataluña la existencia de
todo un pueblo, en 1906. Cree en la posibilidad de generalizar la
experiencia solidaria como vector de renovación política, de de-
mocratización del conjunto de España. Otro tanto ocurrirá con Er-
nesto Jiménez Caballero en los primeros tiempos de la República.
Por haber hasta hubo intentos de conciliación desde la caracte-
riología. El mediocre poeta que fue Joaquín Montaner aseguraba
en septiembre de 1917 que a lo largo de los siglos se habían for-
jado, en Castilla y en Cataluña, sendas castas de hombres que «se
dan la mano, de temperamentos iguales y de espíritu coincidente».
Se han moldeado en una misma afinidad [por lo] intelectual y en
un similar comportamiento práctico. «Esta tradición de protesta y
de acción castellana de senequismo, de cordobesismo quizá, de mo-

26 Manuel CLAVERO ARÉVALO, España, desde el centralismo a las autonomías, Bar-

celona, Planeta, 1983, prólogo de Eduardo García de Enterría, 68-73.


27 Juan DE LA CIERVA, Notas de mi vida, Madrid, Instituto Editorial Reus,

1955, 139.

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ralidad laica y, a veces, cristiana, que comienza con Séneca y que


culmina en don Francisco Giner y en sus discípulos, se corresponde
en Cataluña con la santidad del ruralismo franciscano de que son
expresiones tan concretas Maragall y Prat de la Riba, el obispo To-
rras y Verdaguer. Es un aire de serenidad el suyo y de pureza in-
confundible»28. Irrelevante. Ya hemos apuntado, también, a lo efí-
mero de 1918.
También en la adversidad –las represiones culturales y lingüís-
ticas desatadas por la Dictadura de Miguel Primo de Rivera o ya
bajo el franquismo– hubo quien procuró el encuentro. En marzo
de 1924 por iniciativa de gente tan poco susceptible de escaso es-
pañolismo como Pedro Sainz Rodríguez se elabora un manifiesto
de solidaridad para con la cultura catalana, perseguida por al Dic-
tadura. Entre los firmantes constaban Gregorio Marañón, Menén-
dez Pidal, Ortega y Gasset, Gómez de la Serna, García Lorca, Aza-
ña, Claudio Sánchez Albornoz. Junto al manifiesto algunos
periódicos, como ABC, sacaron a la luz textos de Menéndez y Pe-
layo sobre la lengua catalana29. En julio de 1954 Dionisio Ridrue-
jo glosaba el uso que Carles Riba estaba dando a una conferencia
en la que el poeta de las Elegies de Bierville ponía en solfa una es-
trategia posible de comprensión, de interpenetración entre las cul-
turas españolas. Ridruejo aseguraba: «Es una conferencia lumino-
sa como lo fueron las otras dos y no debería usted guardarlas para
sí. Creo que son unas conferencias cuya utilidad para el público
de habla castellana sería patente, pues por lo menos las tres cuar-
tas partes del camino que ha recorrido nuestro problema están em-
pedradas de desconocimiento fundamental aunque luego alquitra-
nadas también de incomprensión y mala fe». Desconocimiento y
mala fe que no parecerá haber compartido nunca José Maria Pe-
mán al escribir, en los albores de la Transición ese artículo que, a
propósito de la lengua catalana, concluía: «el catalán no es un he-
cho que se «conlleva» o al que se resigna uno. Es un hecho, no pa-
sivo, sino activo, que significa enriquecimiento y aumento para Es-
paña. Transparente el contenido y el cristalino continente, nada
hay en este tema que sea resignación o componenda. Hablar o leer
o aprender el catalán es un hecho simplicísimo. Se trata de beber
un vaso de agua clara30.

28 J. MEDINA, L’anticatalanisme del diari ABC, 62-63.


29 Horst HINA, Castilla y Cataluña en el debate cultural, 1714-1939, Barcelona,
Península, 1986.
30 Jordi GRACIA, El valor de la disidencia. Epistolario inédito de Dionisio Ri-

druejo, 1933-1975, Barcelona, Planeta, 2007, 299.

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Con todo, incluso entre los amigos de los catalanes no dejarán


de hacerse notar algunos rasgos de carácter, idiosincrásicos, que
condicionan el tipo de relación, también política, que puede esta-
blecerse con ellos. El 23 de octubre de 1934, en los días posterio-
res al episodio de la revuelta de la Generalidad contra el gobierno
de la República, y en plenas gestiones para ver si se hacía, y cómo,
con la defensa jurídica y política de Companys, Ossorio y Gallar-
do no podía no concluir su carta asegurándole que estaba empezan-
do a tener una percepción cabal de lo ocurrido: «Y estoy forman-
do la impresión de que lo hecho por Vds. Es una cosa de puro tipo
catalán. Son Vds. Líricos hasta en sus disparates»31. Y, por lo de-
más, inconcretos, incapaces de definirse con claridad. Lo expresa-
ba, por ejemplo, Manuel Cortezo Collantes desde las páginas de
ABC el 9 de diciembre de 1918, en plena campaña por el Estatuto
integral: El mayor mal es que «este problema ha sido planteado
como fruto de una aspiración no definida sinceramente», pero ello
la opinión pública del resto de España ignora «lo que el problema
catalán significa y las derivaciones que se le quieren dar en lo porve-
nir». Dicho de otra manera, una especie de chantaje perpetuo. Del
catalanista, ni el amigo sabe lo que quiere ni a dónde va.

Fin de emisión y cierre


Unos ejemplos relativamente recientes pueden ilustrar a pro-
pósito de lo que se sostiene en las páginas precedentes en lo rela-
tivo a la instrumentalización de los conflictos lingüístico e identi-
tario y del papel de las coyunturas españolas en la conformación
del imaginario «enemigo catalán».
En 1993 y tras una larga etapa de silencio al respecto, el pe-
riódico ABC dedicaba una portada a Jordi Pujol con un encabeza-
miento incendiario: IGUAL QUE FRANCO, PERO AL REVÉS: PERSECUCIÓN
DEL CASTELLANO EN CATALUÑA. El día escogido no era baladí, el 12
de septiembre de 1993. Ese día siempre será posible fundir en un
mismo plano dos registros: el de las inevitables muestras de radi-
calismo que suelen tener lugar la jornada del 11, la Diada, y el de
la política en materia lingüística desarrollada a lo largo de todo el
año, de toda la legislatura, de los sucesivos gobiernos de mayoría
nacionalista. Tanta agresividad cogió a traspiés a otros diarios en-
frentados, muy duramente, a los últimos ejecutivos de Felipe Gon-
zález. El 18 de febrero de 1994, El Mundo, en una edición que iba

31 Carta recogida por GONZÁLEZ Y BOU, La creació del mite Lluís Companys,
354-356.

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a dar cuenta de la opinión del periódico en lo relativo a las ges-


tiones que el Tribunal Supremo había instado frente al Constitu-
cional para dirimir sobre la Ley de Normalización Lingüística, ci-
taba en el frontispicio a Cervantes –volvemos a las consideraciones
iniciales– para asegurar que El retirarse no es huir ni el esperar es
cordura si el peligro sobrepuja a la esperanza. El editorial de ese día
se abría con una cautela notable, con una especial delicadeza para
con las sensibilidades: «Es muy difícil discutir del problema que
el Tribunal Supremo ha remitido al Constitucional en relación a la
enseñanza en catalán y en castellano en Cataluña sin que se in-
terfieran las emociones. Y es muy difícil porque el asunto afecta
muy directamente a materias –la lengua, la conciencia nacional–
en las que los sentimientos pintan mucho». El problema plantea-
do, por eso mismo, no era sólo jurídico. En este frente habría que
respetar los derechos individuales al tiempo que reconocer que, en
el plano social, la existencia de una única red educativa había con-
tribuido a la cohesión de la sociedad catalana. Finalmente, había
un tercer y último plano, el político. Ahí se desbordaba la consti-
tución por todos lados, dado que se reconocía el carácter plurina-
cional de España y la necesidad de un Estado federal: «Queda la
dimensión política de la cuestión. Y es ahí donde hay que buscar
la solución última del conflicto. Hora va siendo que el desarrollo
de la personalidad de cada uno de los pueblos de España deje de
ser una carrera de obstáculos legales. Las fuerzas políticas de Ca-
taluña, unánimes al respecto, deberían hacer un esfuerzo coordi-
nado para que el Parlamento central se plantee de una vez por to-
das las necesidades de dar al Estado una estructura acorde con la
realidad plurinacional de España. Nos hace falta un Estado fede-
ral. Mientras no lo tengamos, las querellas seguirán salpicando –y
amargando– nuestro recorrido solidario».
Frente al federalismo casi pimargalliano de El Mundo, la estra-
tegia de ABC resultó ser más ortodoxa. Un año más tarde la excu-
sa vendría por el lado del uso del catalán y de otras lenguas ver-
náculas en el debate del Senado sobre el Estado de las Autonomías.
La circunstancia dio para ironías en los titulares EL COSTO DE LAS
TRADUCCIONES SIMULTÁNEAS EN EL SENADO, y chistes gráficos de Min-
gote (ABC, 29-9-94). También para ostentosas portadas, desde un
ESPAÑA, ESPAÑA con la fotografía del rey Juan Carlos al que se le
recordaba, en tanto que capitán general del Ejército, sus deberes
como garantía de la unidad de la Patria (27-9-94), hasta el arre-
bato de Ruiz-Gallardón: LA CONSTITUCIÓN SE FUNDAMENA EN LA INDI-
SOLUBLE UNIDAD DE LA NACIÓN ESPAÑOLA.
En realidad ¿qué estaba pasando? Podrían recordarse algunas
circunstancias. La primera que se había producido un cambio de

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coyuntura económica, una recesión. Por otro lado, tras un largo


período de cómodas mayorías absolutas, el partido socialista reci-
bía de lleno el impacto de una serie de escándalos de corrupción.
En 1993 consiguió retener el poder mediante una serie de alianzas
estables con el nacionalismo vasco y el catalán. La irritación por
la decisión tomada por Convergencia i Unió cuaja en medios que,
en 1985, había declarado a Jordi Pujol el español del año, en unos
momentos en los que éste, acosado por los socialistas en relación al
caso Banca Catalana peligra y en los que se piensa que la única al-
ternativa a la hegemonía socialista para por un pacto Alianza Po-
pular-Partido Reformista-Convergència i Unió.
El fracaso de esa tentativa y la agonía final del felipismo con-
tribuyeron decisivamente a plantear respecto de los catalanes algo
más que el egoísmo consabido. Desde 1993 una mano oculta, la de
los intereses catalanes, como siempre no claramente expresados por
sus protagonistas, manipula la acción del gobierno de todos los es-
pañoles. Lo hace no ya con egoísmo, sino con descarada voracidad.

Coda
La historia de España, y remito de nuevo a las palabras de Mo-
reno Luzón sobre 1919, se nos presenta como una sucesión de opor-
tunidades perdidas en el diálogo, entendimiento, articulación… de
la identidad catalana –convertida en vector de acción colectiva– en
el interior de la común unidad española. Lo que hemos planteado
tiene que ver con un interrogante. ¿En qué medida la percepción
que se tiene de los catalanes está condicionada por la incapacidad
de los catalanistas de explicarse? Sin duda los que hicieron esfuer-
zos en esta dirección fueron muchos: Enric Prat de la Riba, Fran-
cesc Cambó, Lluís Companys, Josep Tarradellas, Jordi Pujol… Se
encontraron, más allá de la pervivencia de un sustrato quevedia-
no, con una serie de problemas. La incapacidad de «los otros» por
asumir que un pueblo lleno de vida tiene todo el derecho del mun-
do a desbordarse y dar a conocer esa potencia; imponerla, si es el
caso, a quienes tienen alrededor. Ésta, hoy en día, ya no es la cues-
tión. No es de potencia, precisamente, de lo que Cataluña anda so-
brada.
También tuvieron que hacer frente a la incapacidad de «los
nuestros» por asumir el carácter español que tiene el catalanismo,
este nacionalismo de ser y no ser. España no sería una realidad ex-
traña, sino un territorio a potenciar, a hacer crecer, desde el culti-
vo de las propias «arrels». Demasiado complicado.

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