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El paseante de cadáveres

Retratos de la China profunda


El paseante de cadáveres
Retratos de la China profunda
Liao Yiwu
Traducción de Leonor Sola Comino
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Este libro se realizó con apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes
a través del Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales 2011

título original:
The Corpse Walker

Copyright: © 2002 by Liao Yiwu

This translation was published by arrangement with Pantheon


Books, an imprint of The Knopf Doubleday Group, a division of
Random House, Inc.

Primera edición: 2012

Fotografía de portada
Andrew McConnell / Robert Harding World Imagery /
G etty Images

Traducción
Leonor Sola Comino

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2012


París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán,
04100, México D. F., México

Sexto Piso España, S. L.


Camp d’en Vidal 16, local izq.
08021, Barcelona, España

www.sextopiso.com

Diseño
Estudio Joaquín Gallego

Formación
Quinta del Agua Ediciones

ISBN: 978-84-15601-13-5

Impreso en México
Índice

El infame ladrón 9

El doliente profesional 23

El maestro de feng shui 33

El saqueador de tumbas 47

El abad 65

El condenado a muerte 85

La dama de compañía moderna 93

El director de la junta de vecinos 103

La masacre de Tiananmen 115

El paseante de cadáveres 133

El adivino 145

La practicante del falun gong 153

El espiritista 165

Canibalismo en tiempos de hambruna 175

El maestro de pueblo 189

El limpiador de baños 203

El traficante de mujeres 211


El emperador agricultor 219

El contrarrevolucionario 227

El compositor 239

El embalsamador 259

El adicto al sexo 269

El terrateniente 281

El derechista 293

Niños vagabundos 305

La artista ambulante 315

El sonámbulo 325

El emigrante 337

El pasajero clandestino 347

El rey de los mendigos 359


El infame ladrón

El séptimo día del primer mes del calendario lunar de 1991,


acompañé a un abogado amigo mío a una prisión de Chongqing
para visitar al ladrón Cui Zhixiong. En cumplimiento de la pena
de muerte a la que había sido condenado, Cui Zhixiong sería
ejecutado en cuarenta y cinco días. «Me queda el equivalente
a una Fiesta de la Primavera»,* dijo.
Lo condenaron a los treinta y nueve años. Cui, con grandes
ojos y pobladas cejas, un tipo de complexión fuerte que en un día
tan frío como aquél llevaba tan sólo una camiseta sin ropa inte-
rior, se comportaba como si no lo fueran a ejecutar. Su actitud me
recordó a la disposición propia de los soldados de infantería que
protagonizan muchas películas. Aun llevando pesadas cadenas,
se mostró sereno ante nosotros y perspicaz al hablar de su caso.
Varios años después, cuando me dispuse a ordenar los re-
cuerdos de su historia, no quedaría de él más que cenizas, pero
en cuanto me acordaba, un sudor frío bañaba mis manos. Dios
mío, ¿todo aquello ocurrió de verdad? ¿Seguirá Cui siendo un
preso a la fuga en el infierno?

Liao Y iwu : ¿No fumas? Es raro en un preso.


Cui Z hixiong : En la cárcel no está permitido fumar.
Liao : Las reglas están para romperlas, así es la naturaleza
humana. Además, la situación de ahora es particular y podrías
hacerlo.

* La Fiesta de la Primavera es la celebración más importante para los chi-


nos, similar en importancia a la Navidad en Occidente. (Ésta y todas las
notas del libro son de la traductora).
C ui : La dignidad de las personas es más importante que
su propia naturaleza. Quizás incluso la razón por la que se me-
nosprecia a los presos no es por el delito por el que hayan sido
encarcelados sino porque ellos mismos han perdido su propia
dignidad. ¿Quién no va a querer fumar aquí dentro? Quieres
fumar aunque no seas fumador y más en una situación como
la mía, cuando ves que sólo esperas a que pasen los días hasta
que llegue el momento de tu ejecución. Pero un cigarro pue-
de hacer que pierdas la dignidad, puesto que puedes terminar
recogiendo las colillas que encuentras tiradas y atesorándolas
como si fuera algo preciado. Y a veces son los abogados o los
policías quienes nos los ofrecen… ¿Cuántos cigarros no se
habrán cambiado por vete a saber cuántas confesiones a los
policías?, ¿cuántos trozos de carne habrán sido intercambia-
dos por un par de delaciones?… Y sólo cuando estés a punto
de morir te darás cuenta de lo mezquina que ha sido tu vida.
L iao: No te negaré que ir recogiendo colillas por el suelo
no sea vergonzoso, pero no creo que llegue al extremo de hacer
perder la dignidad a alguien. Durante la Revolución Cultural,
mi padre asistió a un curso sobre crímenes organizados y ma-
fias cuyas normas eran muy estrictas y todos los días los temas
principales eran o «declaraciones y confesiones» o «denun-
cias». Su adicción al tabaco era tal que también llegaba a fu-
marse las colillas que encontraba por los suelos e incluso liaba
hierbajos y se los fumaba. Una vez, durante una asamblea, se
agachó tantísimo que los allí presentes pensaron que estaba
haciendo una reverencia como muestra de educación y buenas
maneras, pero en realidad no sabían que a unos pocos centí-
metros había una colilla que uno de los guardias había tirado.
Faltó poco para que se cayera de bruces.
C ui : No es comparable una situación con otra. Tu padre
no cometió ningún delito. En mi profesión, mucho más difícil
que la suya, estás obligado a controlarte a ti mismo. Me irri-
ta que los presos se fumen las colillas del suelo. Me gustaría
abrirle la boca a todo aquél que posa una de las colillas en sus
labios y hacérsela tragar.

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Liao : Tranquilo, hablemos de otros asuntos.
Cui: Estoy tranquilo. ¿De qué quieres hablar, de mi caso?
Liao : Tú eliges.
C ui : Mi caso concluyó ayer. Ayer apareció el comisario
junto con dos periodistas que grabaron todo. Me hicieron con-
tar con pelos y señales las técnicas de mi modus operandi al
robar cajas fuertes, toda mi historia delictiva antes de ejecutar-
me, pues los casos archivados aumentan cada vez más y, entre
ellos, hay uno cuya técnica es muy parecida a la mía. Al menos
el comisario tuvo la decencia de no engañarme diciendo que
recibiría indulgencia. ¿Y tú?
Liao : ¿Yo qué?
C ui : Por tu aspecto no pareces policía ni periodista, te
asemejas más a un monje indisciplinado. Sin pelo, con la mi-
rada vivaz… Al verte con tu pluma, ¿qué escribes, artículos
freelance?
Liao: Sí que tienes ojo, estoy impresionado, ¿te dedicas a
adivinar la profesión de la gente o qué?
C ui : Me dedico a reconocer maquinarias, no a la gente.
Desde que entré aquí, aparte de criminales, sólo me visitan
policías, abogados y algún doctor para comprobar que estoy
bien físicamente. No eres de este círculo. Y como tampoco a
ningún hombre de negocios le interesaría venir a verme, lo
más probable es que te dediques a escribir.
L iao : Al parecer no estás muy dispuesto a hablar de tu
caso. Ya lo habrás contado tantas veces que estarás harto.
Cui : Charlemos de mi fuga.
Liao: Tu principal delito es el robo de cajas fuertes, ¿cierto?
Cui: El robo de cajas fuertes se queda en nada comparado
con el delito de fuga. Eso sí que fue asombroso. Dios nos ense-
ñó que debemos hacer buenas acciones en vida y mis asombro-
sas fugas también constituyen buenas acciones, pues satisfacen
la curiosidad del hombre.
Liao : Soy todo oídos.
Cui: La primera vez que me agarraron, hace dos años, me
encerraron en una comisaría de Geleshan. Se trataba de una

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prisión de la vieja escuela, una reliquia del Kuomintang,* que,
a pesar de tener varias docenas de años, parecía más sólida
que las cárceles de hoy en día, pues los muros son de piedra
y los vigilantes no paran de pasearse por los cuatro costados.
El patio al aire libre, el comedor y la sala de reuniones eran
espacios rectangulares divididos en dos partes. Los automóvi-
les entraban por la puerta principal y, al franquearla, se abría
una pequeña zona al aire libre que, al traspasarla, conducía al
bajo de la prisión. La planta baja estaba compuesta por la sala
de interrogatorios, la cocina, los baños separados en dos salas,
una con las regaderas y otra con los inodoros, y un almacén.
En la segunda planta se encontraban las celdas, con un total de
dieciséis, incluyendo una celda especial para mujeres. Y, claro,
también había una sala de policía muy soleada en la segunda
planta orientada al sur. En medio de la cárcel, corría un pasillo
circular, frío y tan oscuro que por la mañana ya tenía que te-
ner las lámparas encendidas. En mi celda, de un solo salto, se
podían agarrar los barrotes que protegían el exterior de la cla-
raboya y, alzando la mirada, se vislumbraba el pinar donde los
agentes secretos del Kuomintang asesinaron a Yang Hucheng.
Liao : ¿Cómo estás tan familiarizado con la ubicación?
C ui : Al igual que hay genios que no olvidan jamás lo que
han estudiado, yo soy un genio del robo y tengo memoria fo-
tográfica de todos los sitios por los que paso. Y, la verdad, los
dos meses en los que estuve encerrado me bastaron para me-
morizar cada piedra y ladrillo de la prisión. Se decía que nun-
ca nadie se había escapado de esa cárcel, pero vete a saber. La
piedra también puede romperse… Yo había conseguido entrar
y salir tantas veces de celdas de aislamiento que parecían ca-
jas fuertes que… ¿quién sería capaz de frenarme? La mayor
dificultad es pasar desapercibido, pero es imposible estando

* Kuomintang, Partido Nacionalista de China, es un partido político na-


cionalista chino. Actualmente, está considerado un partido conservador,
miembro de la Unión Internacional Demócrata, a la que pertenecen par-
tidos como el Partido Republicano de los Estados Unidos o el Partido Po-
pular español.

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como estábamos encerrados bajo el mismo techo, cada uno con
un motivo oculto en su interior. Durante el primer mes, como
me interrogaron diariamente, mi mente no estaba muy clara,
pero los encargados de mi caso se dieron por contentos con mis
confesiones y quisieron continuar la investigación y definir el
siguiente paso de la estrategia, de manera que decidieron pos-
poner los interrogatorios.
Liao : Las investigaciones siempre se basan en palizas, ¿a
ti no te pegaron?
C ui : Los novatos reciben palizas como aviso por parte de
los superiores. Hay muchos tipos de tortura, pero yo no soy un
criminal cualquiera y, además, mi coeficiente intelectual es
altísimo. Por eso los guardias se encargaron personalmente de
buscar al director de la cárcel y hablar con él para evitar que lle-
gáramos a las manos. Pero la verdad es que con todos aquellos
interrogatorios no tenía ni un momento para poder pensar con
tranquilidad en el modo de escapar, pues los presos hacíamos
absolutamente todo a la vez y siempre teníamos vigilantes por
los cuatro costados: durante la comida, en el tiempo del par de
descansos que nos estaban permitidos… Todo menos ir al baño.
Con la puerta cerrada, bajo una luz sombría y con olor a jabón, la
sala de inodoros y la sala de regaderas se convertían en el mejor
lugar para que una mente solitaria como la mía pudiera pensar.
Liao : ¿Y el resto de los presos no iba al baño?
C ui : Sí, claro. Las letrinas de la cárcel eran muy grandes,
como la mitad de una persona de bastante altura. Como el siste-
ma de desagüe era antiguo, cuando se atascaban dos inodoros, se
tenían que vaciar las letrinas. Y por esa razón, en cuanto traían
una bomba de agua para vaciarlas, cientos de presos aprovecha-
ban y se ponían a lavar ropa en el patio, salían para contemplar
el cielo y respirar un poco de aire fresco, algunos también se de-
dicaban a intercambiar cosas. Como te he dicho, trataba de acla-
rar mis ideas allí, pero ni aun estando yo, un ladrón de mi nivel,
diez minutos en los baños, era capaz de olvidar que aquello
era una cárcel. En las únicas dos ocasiones en las que podía ir
al baño, tenía que poder pensar en un plan y, claro, no podía

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permanecer mucho rato dentro para no levantar sospechas. La
ventana del baño daba a un gran muro, una salida sin escapato-
ria, pero se me ocurrió que, al ser una cárcel antigua, el sistema
de tuberías por donde caían los excrementos no contaría con
un sistema de extracción por bombeo, de manera que quizás
pudiera escaparme por el canal de desagüe. Así que la primera
pregunta era dónde se encontraba la boca de entrada, si den-
tro o fuera de la cárcel, y, la segunda, si estaría cerrada por una
tapa y cuánto pesaría esa tapa. También me preguntaba si estaría
protegida por alguna trampilla de hierro. A decir verdad, jus-
to una semana antes de mi fuga tuve mis dudas, porque un día,
mientras me bañaba, desde el orificio por donde caía el agua,
advertí que por la pared corría un canal que afortunadamente
era un punto muerto para los custodios. Después, oí el ruido
que hace un gato al atrapar a un ratón justo al otro lado de la pa-
red. Y entonces pensé que si cabía un gato, yo podría meterme
tumbado. Sólo con pensar en esa fuga me emocioné sobrema-
nera, pero ese plan necesitaba la colaboración de tres personas.
Primero tenía que despistar al guardia, pues cuando los de la
dirección acabaran de bañarse, él tenía el privilegio de entrar
primero a la regadera, así que necesitaría que alguien vigilara
la puerta. También a dos personas más para que me levantaran
y así poder agarrarme a las tuberías y meterme por el conducto.
Liao : Y eso sería demasiado arriesgado.
C ui : Sí, tener que confiar en tres personas me aterraba
más que estar en la cárcel, de manera que lo único que podía
hacer era meterme por el conducto del inodoro. Por fin llegó
mi oportunidad: oí que un hombre con acento de pueblo estaba
tirando los excrementos del inodoro. El corazón me latía tan
fuerte que temí que se me saliera del pecho, pero finalmente lo
logré. Yo estaba seguro de que escaparía de la muerte. Una vez
dentro, el siguiente paso era calcular el tiempo necesario para
hacer todo el recorrido al ritmo previsto. Quince minutos de
descanso menos varios minutos para recorrer los seis inodoros
eran un total de diez minutos, más tres minutos de recuento
de personal; luego, descubrir que falta alguien, buscar al su-

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sodicho y llamar al equipo de búsqueda, seis minutos más; más
dos minutos para que salieran a la búsqueda… La diferencia de
tiempo entre el momento en que yo había iniciado el recorrido
y el momento en que ellos emprendieran la búsqueda, nueve
minutos, es decir, que disponía de una media hora para poder
salir de la zona, bajar al pie de la montaña y perderme entre el
gentío de alguna población grande.
Liao : Parece una película.
Cui: ¡Qué película ni qué nada! Cuando me arrestaron hi-
cieron falta veinte minutos en coche para trasladarme desde
el pie de la montaña a la cima y supuse que tardaría lo mismo
yo haciendo el camino a pie, por ser ladera abajo. Y tampoco
corría peligro si me retrasaba ocho minutos en el canal de ex-
crementos o por los alrededores. Justo al lado de la cárcel había
una academia de ciencias desde donde reverberaba el sonido
de los estudiantes que memorizaban las lecciones repitien-
do textos y seguramente supondrían que me escondería allí,
por la montaña, bastante cerca.
L iao : Claro, ¿pero no crees que era un riesgo poder en-
contrarte con algún visitante que estuviera subiendo por la
montaña mientras tú descendías por ella?
C ui : En ese caso, habría ido directamente hacia él para
asustarlo. Había pensado docenas de veces en mi fuga, soña-
ba en ella hasta el punto de despertarme a medianoche sin
dejar de mover las piernas, como si corriera. Y, sorprenden-
temente, las cosas salieron a la perfección, incluso me acuer-
do que era el 6 de mayo de 1990, sólo me faltaban tres días
para cumplir los treinta. Por la tarde, metí en una bolsa de
plástico una camiseta, pantalones cortos, unos tenis de lona y
una toalla, y me la até a la cintura, debajo de mi uniforme. En
cuanto sonó la campana del descanso, seguí a los demás pre-
sos por el pasillo y, a los dos minutos, ya estaba bajando por
las escaleras hacia el patio de la prisión. Me giré resguardan-
do la puerta y dirigí una mirada hacia la cámara que había en
la segunda planta, vislumbré a los dos guardias que allí había
charlando amistosamente. Acto seguido, me colé en el baño

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y me metí por el canal de desagüe. Mis pantalones eran dema-
siado holgados y me dificultaban los movimientos. Un preso
entró a orinar y yo tuve que permanecer de cuclillas ansioso
por no perder ni un solo segundo. Acto seguido, con lágrimas
en los ojos por el fuerte mal olor de los excrementos, me quité
el uniforme. El canal era tan estrecho que de cuclillas mi cabe-
za rozaba el techo. Mis manos me guiaban y avanzaba temero-
so de que se me desgarraran las orejas y el pene me explotara
en aquella posición tan incómoda. No sabía la profundidad de
la letrina. A mi alrededor todo eran excrementos apestosos y,
mientras avanzaba, alguna que otra rata se cruzó en mi cami-
no. Temí que el corazón se me saliera del pecho. El tiempo
pasaba jodidamente despacio, como si hubieran pasado años,
mi cuerpo entero se agitaba en temblores y no me atrevía a
abrir los ojos. Al menos no tenía que nadar entre heces, pues
las aguas fecales eran espesas y podía ir avanzando de cucli-
llas. Si bien el agua sólo me llegaba al cuello, temía terminar
ahogado. Continué avanzando y avanzando hasta llegar por
fin a la red metálica. Al abrir los ojos vi la salida a tan sólo un
metro. En ese instante temí perder los nervios. La rejilla sólo
podía abrirse hasta la mitad, así que no tuve más remedio que
meterme a la fuerza y hacerme dos cortes. Pasar me costó mu-
chísimo, pero yo estaba en forma y, por los nervios, creí que
ya habrían pasado diez minutos, pero había sido más rápido
y no habían pasado ni seis. Abrí la bolsa de plástico y me lim-
pié los excrementos con la toalla. Después me cambié de ca-
miseta y me puse los pantalones cortos y los tenis, para salir
corriendo ladera abajo como si fuera un atleta en plena carrera,
un atleta que apestaba, eso sí, pero un atleta.
Salté zanjas y fosas a toda velocidad. Si existiera, seguro
que superé el récord de los mil metros en campo abierto. Para
no perder ni un segundo, no seguía la ruta de los caminos
serpenteantes, propios de aquellas montañas, si no que iba
recto, saltando de un nivel a otro, ladera abajo, acortando.
Creo que los montañeros con los que me topé se tapaban la
nariz al pasar por su lado. También me pareció oír tras de mí

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varias sirenas de coches, pero debieron de ser alucinaciones.
Cerca del cementerio Los Mártires hay una escuela de idiomas
y me dirigí a ella. Atravesé su pista de deportes. Corrí a pleno
pulmón, tan tenso que mis músculos parecían estallar bajo la
camiseta y los pantalones. Y por eso pasé desapercibido: parecía
un deportista. Me dirigí al edificio de los dormitorios de los
estudiantes y, después de darme allí un regaderazo, me vestí
con una camiseta y un pantalón medio húmedos que vi colgados
en la ventana, para, acto seguido, volver a emprender la carrera.
En aquella zona, perteneciente a la ciudad-distrito de Sha-
pingba, había un gran hospital donde pensaba esconderme.
Entonces decidí parar a un taxi para recorrer unos kilómetros
lo más rápido posible. Cuando estábamos pasando por el hos-
pital le dije: «Perdone, pero será mejor que pare, pues he ol-
vidado la cartera». El taxista se giró y me preguntó: «¿Quiere
que demos la vuelta para ir por ella?», pero para entonces yo
ya había abierto la puerta y me había bajado. Se oían las sirenas
de alarma, el equipo de búsqueda ya había llegado para comen-
zar a rastrear el lugar. Entré al hospital, atravesé el ala donde se
distribuían las habitaciones y alcancé el depósito de cadáveres.
La sala, de unos veinte metros cuadrados, tenía seis planchas de
piedra con tres cadáveres tumbados y otros dos recubiertos
de hielo. No tenía alternativa, lo único que podía hacer era tum-
barme y taparme con una de las sábanas azules que cubrían al
resto de los cadáveres. En principio, el clima en mayo no era
frío, pero después de estar recostado sobre esa piedra duran-
te horas, el frío se te calaba por los huesos. Aquella sala tenía
una luz mortecina y el olor putrefacto de los cadáveres que, por
el charco de sangre que vi en el suelo, debían de ser víctimas
de accidentes de tráfico, impregnaba toda la estancia. Deses-
perado, ansiaba que anocheciera, pero el cielo no se oscurecía
nunca. Se oía el graznido de los cuervos que descansaban en los
árboles del exterior y el rugido que provocaban los remoli-
nos de viento al colarse por la puerta hacía que se me pusieran
los pelos de punta. Si por alguna casualidad entraba alguien, yo
estaría acabado. En el momento en el que me destaparan ten-

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dría que agarrar a quien fuera y estrangularlo en el acto.
Liao : En tu situación, más te habría valido entregarte a la
policía.
Cui : Ya no había marcha atrás. Y, además, no hay que te-
mer a los muertos sino a los vivos.
Liao : ¿Cuánto tiempo permaneciste tumbado?
Cui: Una vida entera. Cuando me incorporé tenía el cuer-
po adormecido del frío.
Liao: ¿Cómo eras consciente de cuánto tiempo iba pasan-
do si no tenías reloj?
Cui: Contaba mis propios latidos. Cuando se me aceleraba
el corazón, tres equivalían a un segundo y, cuando me tran-
quilizaba, un latido era un segundo. Después acabé durmién-
dome. Cuando me desperté, oí ruidos en la sala contigua, el
entrechocar de cubiertos y platos de la cena de los enfermeros
de guardia. Y aquello despertó tanto mi apetito que empecé a
sentir dolor de estómago. Más de una vez tuve la tentación de
levantarme y caminar un poco para que se me aliviara, pero
a­cabé conteniéndome. Durante dos horas estuvieron cenan-
do y bebiendo y, antes de que se fueran a dormir, se pusieron
a dar voces cantando una ópera, cuya letra recuerdo tan bien
que te podría recitar ahora mismo las estrofas.
Liao : ¿Todavía te acuerdas?
C ui : No sé cómo, pero sí, me acuerdo. Cuando salí de la
morgue debía de ser medianoche. Di vueltas por los pasillos
del hospital en busca del comedor y encontré a dos enfermeras
que salían de la cocina cargadas con bandejas con la comida ca-
liente, sin dejar de hablar y reír. No pasé desapercibido, pues
gritaron un «¿Quién anda ahí?», tiraron sus bandejas al suelo
y se fueron a llamar a alguien. Yo me largué de allí, no había
un solo lugar en el que pudiera estar a salvo, así que pensé que
lo mejor que podía hacer era esconderme otro rato en la mor-
gue. Y entonces encontré un termo eléctrico con agua caliente
y bebí un poco, lo justo para calmar la sed que sufría. Me aga-
ché un rato para entrar en calor y después continué avanzan-
do. Subí las siete plantas. Cuando iba por la quinta, di con una

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sala vacía con las luces encendidas. A hurtadillas entré y tomé
una bata blanca, un gorro, una mascarilla y un estetoscopio.
Y disfrazado de doctor, me dirigí directamente a la segunda
planta, a la zona de ginecología y obstetricia, pues simulando
hacer la ronda por las habitaciones podría encontrar cosas que
me fueran de utilidad. Encontré mil yuanes y, además, me hice
con un trozo de pastel, leche y fruta.
Justo al lado del hospital estaba la universidad militar de
medicina y allí me dirigí. Alcancé los dormitorios de los estu-
diantes y me llevé un uniforme. El cielo ya clareaba. En frente
de la sala de audiovisuales había un autobús estacionado. Subí
y me tumbé en la última fila. Tenía tanto sueño que caí ren-
dido, hasta que una marabunta de soldados me despertó para
que me recolocara en una esquina. El sol resplandecía y el au-
tobús estaba repleto de militares. El oficial que se sentó a mi
lado me preguntó a qué grupo pertenecía, pero no supe qué
responderle, sólo pude levantar la mano y señalar los cables
del autobús eléctrico. «¿El de mecánica?», me preguntó al
mirar los cables. Yo asentí con la cabeza. Al escuchar a los mi-
litares del autobús me di cuenta de que era domingo. Nos diri-
gimos al centro de la ciudad, donde pude volver a contemplar
a montones de chicas guapas y, sobre todo, a volver a saborear
la libertad.
Liao : ¿Qué pasó después?
C ui : Fui fugitivo y di vueltas por todo el país, de mal en
peor. Robaba tanto dinero que perdí el gusto de gastarlo. Lo
único que quería era estar solo. Ni siquiera después de com-
prar una casa en Beihai me sentí en paz. No me gusta tener
que hablar con hombres de negocios, no me interesa lo más
mínimo. En serio, en cuanto no tienes nada que hacer, empie-
zas a darle vueltas a la cabeza y hasta sueñas con policías que
te persiguen. Aparte de pasarla bien, el sentido de la vida es
llegar a lo más alto de tu profesión, y yo ya lo había conseguido.
Cambiar de profesión, hacerme hombre de negocios, y tener
que llegar otra vez a la cima era para mí imposible.
Liao : ¿Formaste una familia?

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Cui: Tuve una amante que compartía conmigo el gusto por
las canciones de Angus Tung, el cantante taiwanés. Quería ca-
sarme con ella, pero no podía, pues una amante puede no sa-
ber a qué te dedicas, pero tu mujer lo tiene que saber todo de
ti. Así es la tradición en China.
Liao : ¿Y cómo te detuvieron?
C ui : Habían pasado ya dos años desde que me escapé de
la cárcel y, como creía que no pasaría nada, regresé a Chong­
qing y volví a mi vida anterior. Salía con mis amigos a jugar
y apostar dinero, pero un día forcé la sala de la caja fuerte de
una empresa. No te engaño si te digo que entré por la puerta
principal y que el sistema de alarma exterior saltó pasados los
diez minutos, cuando yo sólo había tardado ocho en abrirla.
Escuché el tictac de la alarma, introduje la hoja del cuchillo
por una raja de la puerta y corté el cable de la alarma. Demo-
nios, ¿ése era todo el sistema antirrobo con seguridad refor-
zada por infrarrojos? Estaba regalado. Me di la vuelta, me metí
un chicle en la boca y salí haciendo bombas. Me fue tan fácil
que no sentí el más mínimo placer. En esa ocasión fueron qui-
nientos mil yuanes y algunas acciones. Justo en el momento
en que empecé a alegrarme, justo en el momento en el que mi
entusiasmo iba a dispararse, como una mecha que se conver-
tiría en llamas, me descubrieron. Me agarraron cuando aún
tenía dibujada la sonrisa en el rostro. Fue como tocar el cielo
y descender a las profundidades. He de decir que esa vez por
fin encontré la paz. Me levanté y extendí las manos para que
me colocaran las esposas y dije: «Vámonos».
Liao: Y ahora que estás sentenciado a pena de muerte, ¿si-
gues encontrándote en paz?
C ui : Pienso mucho en la fuga que llevé a cabo hace dos
años y me parece increíble. Además, nadie puede escapar a
su destino. Y el mío es éste. Aunque mi cuerpo ha sido libre,
mi alma no. Le debo muchas cosas a esta sociedad: debí ha-
ber donado el dinero robado para ayudar a los necesitados, a
niños analfabetos, a desempleados, a prostitutas… ¿Qué me

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diferencia de los oficiales corruptos? Olvidémoslo… Tú has
podido estudiar y, como ya sabrás, para hacer cualquier cosa
en esta vida se necesita pasión, y yo ya he perdido la pasión por
continuar viviendo. ¿A ti aún te queda?
Liao : ¿A mí? ¡Quién sabe!

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EL DOLIENTE PROFESIONAL

El 2 de septiembre de 1994 volví a visitar junto a mi novia


Songyu la población de Jiangyou, al suroeste de la provincia
de Sichuan. Mientras contemplábamos el paisaje desde la
montaña de Baouyuande, conocimos al famoso trompetista Li
Chang­geng, un hombre que rondaba los setenta años. Aunque
hacía muchos años que había abandonado Henan, su ciudad
natal, todavía le quedaba un poco de acento del lugar. Li era
un hombre de complexión fuerte, algo más alto que la media
de los hombres de Sichuan, que decía que tocar la suona, un
instrumento de viento requiere mucho esfuerzo. Ya hacía bas-
tante tiempo que había pasado su momento de gloria, pero él
se obstinaba en adaptarse a los nuevos tiempos, una actitud
que a mí siempre me resulta algo triste.

L iao Y iwu : Señor Li, ¿desde hace cuánto que se dedica a su


profesión?
Li: Desde hace cuarenta y siete años. A los dieciocho años
ya era un trompetista muy conocido que sonaba en decenas
de cadenas de radios. Continué trabajando en las bodas y los
funerales que se celebraban en mi pueblo. Tras la Revolución,
viví otra época de éxitos, pero hoy en día escasea el trabajo.
Liao : ¿Por qué motivo? La música es imperecedera.
L i : Eso era lo que yo pensaba, pero llegan nuevos tiem-
pos y con ellos nacen modas en las grandes ciudades que luego
llegan a las pequeñas poblaciones, videos de Hong Kong que
los jóvenes imitan… Es cierto que en los pueblos todavía no
se celebran las bodas al estilo occidental, pero la tradición se
ha ido modernizando.
L iao : Pero durante las bodas tradicionales continúa to-
cando la suona, ¿no?
Li: Pues depende de en qué lugares. Hay algunas bodas en
las que prescinden de la ceremonia y sólo se dedican a la cele-
bración. Contratan a una especie de presentador para echarse
unas risas, animar la fiesta y ya está. Y en esos casos, cualquiera,
los padres, los familiares o los amigos, todos, pueden presidirla.
L iao : Tampoco es totalmente así. En todas las bodas hay
alguien que toca la suona, pero sí es cierto que ya no está tan
de moda. ¿Y en los funerales? El sonido característico de este
instrumento de viento está ligado a la marcha del alma de los
difuntos. Yo todavía recuerdo ese sonido de mi infancia, en mi
pueblo, y me impresionaba mucho.
Li: Al parecer usted sabe de lo que habla, pero desconoce
el funcionamiento del mercado. Mi pueblo está a tan sólo vein-
te kilómetros de Jiangyou y está muy bien comunicado. Con tan
sólo una llamada de teléfono ya tienes coche fúnebre, coronas
de flores, banda musical de renombre… Servicios de todo tipo.
Antes se invitaba a un monje para que leyera las escrituras y a
un músico para que acompañara a despedir al alma, pero aho-
ra un funeral es otra fiesta en la que se invita a los familiares
y amigos a cantar canciones al muerto. Lo único que importa
es que sean canciones conocidas para que la gente cambie la
letra a su antojo y cante, animando a los presentes. Ya no se
lleva el ataúd en procesión con la bandera sino que se traslada
en un coche fúnebre. Se ponen los altavoces con una banda de
toque occidental a todo volumen y así en todos los alrededores
se sabe que hay un funeral.
Liao: Y, ante esta nueva situación, ¿qué solución le queda
a usted?
Li: Sólo hay que alejarse de la ciudad y adentrarse en pue-
blos de montaña, pero no es tarea fácil, pues ya estoy mayor
para tener que buscar trabajo y tampoco es de buen gusto en-
trometerse en mitad de una boda o un funeral para preguntar
si me necesitan.
Liao : ¿No tiene discípulos?

24
L i : Tuve varios, pero al final se cambiaron de profesión.
Con las nuevas modas, nadie quiere aprender a tocar la suona.
Liao : Una pena que yo viva tan lejos, pues si no fuera así,
me habría gustado que me enseñara. ¿Podría hablarme de
su mejor momento?
Li: No me gusta alardear, pero, si soy sincero, tengo mu-
chas buenas historias, aunque ya haya pasado mucho tiempo.
En mi juventud, mi profesión no estaba bien vista, apenas nos
prestaban atención y nos miraban por encima del hombro por-
que la gente no veía más que la superficie y nos consideraba
ignorantes, pero lo cierto es que el mismo Confucio no sólo
tocaba la suona para los vivos para poder mantener a su madre,
sino que con su música también lloraba a los muertos, razón
por la que en casa de todos mis colegas hay lápidas conme­
morativas en su nombre.
L iao : Así que tocar la suona no sólo era tocar canciones
sino que también suponía llorar a los muertos, ¿no?
Li: Sí.
Liao: ¿Y cómo se llora a los muertos estando uno rodeado
de decenas de vivos?
Li: Uno debe ser profesional: en mi oficio, también debes
actuar y, como los actores, cuanta más experiencia, más fácil te
resulta. Los actores se basan en un guión y nosotros en las par-
tituras. A los doce años ya dominaba el instrumento y conocía
las canciones que se interpretan en las bodas y los funerales.
Las ensayaba una y otra vez hasta la perfección. Las fuerzas
del Kuomintang iniciaron la guerra civil y hubo millones de
refugiados. Nosotros nos diferenciábamos de los refugia-
dos en que ellos se morían y ahí se quedaban. Yo soy de He-
nan, ¿lo has notado por mi acento? Ya no es tan marcado, me
ha cambiado, como todo, todo está cambiando… A los dieci-
séis años me fui a la provincia de Sichuan, allí uno puede ga-
narse un buen dinero tocando en bodas y funerales y, al poco
tiempo, me hice bastante famoso. Como los de la generación
de los noventa, en esa época también había grupos musica-
les de bodas y entierros. Mi abuelo era el líder del suyo. En

25
aquel entonces se diferenciaban en dos grupos, uno para los
vivos y otro para los muertos. Mi abuelo cantaba a los vivos y
mi padre lloraba a los muertos con el instrumento. La vida en
las llanuras de China era muy dura, las calles estaban plagadas
de bandidos y la mayoría de la gente estaba desempleada. El
horno no estaba para bollos, así que a mi padre se le ocurrió
que se unificaran los dos grupos. Quizás la gente no estaba de
humor para bodas, pero los funerales eran otra historia. A mi
abuelo le pareció buena idea y se unieron, como dos amigos.
No había nada malo en ello. Así que el grupo aumentó en una
docena de personas intrépidas. Mi abuelo no tocaba la suona,
él cantaba. Tenía una voz tan potente que podía escucharse en
todas partes, retumbaba en paredes y suelos, de manera que
facilitaba el trabajo al resto de los músicos con las melodías.
Liao : ¿Con las melodías?
Li: Sí. Todas las melodías que tocábamos tenían tonos muy
difíciles que fueron pasando de generación en generación tras
muchos años de práctica. Requerían un enorme dominio. Por
norma general, los familiares, en cuanto veían al fallecido, in-
mersos en una enorme tristeza, no podían controlarse, no po-
dían con el dolor y parecían conmocionados. Nosotros nos
adaptábamos al ambiente, ajustábamos nuestra actuación y
tocábamos. Si el evento era multitudinario, nuestros hono-
rarios también. Y además teníamos la oportunidad de actuar
ante más público.
Liao: ¿Cuánto tiempo ha sido lo máximo que llegó a tocar
seguido?
L i : Dos días y dos noches. En cuanto sonaba la melodía
de la suona, todos los componentes de nuestro grupo tenían
que hacer las reverencias pertinentes a los muertos, vestidos
de luto. Nos dividíamos en grupos de dos o tres y, mientras
unos se lamentaban, otros lloraban o incluso gemían al muer-
to. No había caos alguno, pues siguiendo tu corazón dabas con
el camino: por ejemplo, tú te lamentas y yo toco o, lo que es
lo mismo, tú descansas y yo trabajo, y el llorar era sólo una
transición.

26
L iao : ¿Y no sentía que estaba usted robando el protago-
nismo con su dolor falso al dolor verdadero de los allegados?
Li: La actuación con la suona se ajusta a los sentimientos
y el ambiente del funeral. Los sentimientos se contagian rápi-
damente. El papel principal, naturalmente, lo tienen los más
mayores, pero se vienen abajo con facilidad y acaban marchán-
dose pronto, de manera que abandonan sus papeles a mitad del
espectáculo. En otras palabras, el dolor de quienes permane-
cen allí hasta el final es un dolor falso. Antes era distinto. Aho-
ra, en cuanto terminan los preparativos del funeral y disponen
las mesas, empiezan a jugar al mahjong y, obsesionados enton-
ces en apostar dinero, se olvidan de fingir su dolor.
L iao : No creo que antes las actuaciones duraran hasta el
final, los músicos terminarían desmayados… Y, además, con
tan elevada densidad de población, el ruido sobrepasaría los
límites permitidos y los vecinos acabarían quejándose de con-
taminación acústica.
L i : El problema es que la moralidad de ahora no es la de
antes. En los años ochenta todos se quedaban alrededor can-
tando al alma ida.
Liao: Sí, asistía muchísima gente. Cuando se celebraba un
funeral, la asistencia era masiva.
L i : Nuestro grupo también debía dominar la ópera de
Sichuan. En resumen, teníamos que preparar el funeral
de principio a fin. Insisto tanto en los cánticos porque can-
tar aquellas canciones era mucho más difícil que tocar la suo-
na y porque nuestra retribución dependía del buen hacer. El
momento en el que se entierra el ataúd o cada vez que los
familiares veían al difunto eran momentos culminantes. Yo
me mantenía a un lado y, de un vistazo, sabía quién de los
presentes lloraba de verdad al muerto y quién estaba hacien-
do teatro. Nosotros no sólo debíamos crear ambiente sino
también actuar como refugio y prestar mucha atención a los
reunidos. Hasta que no se hubieran marchado todos, éramos
nosotros los encargados de controlar ese ambiente trágico y,
antes del enterramiento, dependiendo del tamaño, cinco o

27
seis de nosotros alzábamos el ataúd varias veces hasta que se
hacía el más completo silencio.
Liao: ¿También se distinguían entre el cantante y el acom­
pañamiento?
L i : Sí. Y también ensayamos. Si tenemos un funeral en
breve, organizamos un ensayo. Después, nos reunimos todos
y hacemos una evaluación para corregir los tonos y hacer los
arreglos pertinentes. El aire que inspiras, el aire que espiras,
la expresión de la cara, la posición de tus manos, de tus hom-
bros, del cuerpo entero, todo es muy importante. Uno debe
saber escuchar las críticas para poder mejorar.
Liao: Usted me ha comentado que su grupo llegó a Sichuan
tras la Liberación de la guerra contra Japón. Según tengo en-
tendido, los sichuaneses son muy tradicionales en la celebra-
ción de bodas y funerales y cuentan con muchísimos grupos
folclóricos, ¿cómo se las arreglaron no siendo del lugar?
L i : Entiendo lo que quieres decir. Cuando llegamos fue
así, la gente solía contratar a los grupos locales: por un lado,
contrataban a músicos de Sichuan y, por otro, a monjes para
que cantaran las escrituras. No había sitio para los músicos de
Chengdu, mucho menos para alguien nacido en Jiangyou. Así
que teníamos que alejarnos por lo menos veinte kilómetros
de la ciudad. Al principio, para sobrevivir, trabajamos a cam-
bio de tres comidas diarias, nada de dinero. En 1948 moría la
gente a centenares, pero esa plaga nos salvó. La enfermedad no
distinguía clases sociales y comenzamos a trabajar en funerales
de familias ricas y así, poco a poco, tocando la suona y cantando
nos fuimos dando a conocer. Y, la verdad, tocábamos tan bien
que nos contrataban en casi todas las bodas que se celebraban
en los alrededores Jiangyou.
Liao: Y ya que les empezó a ir bien, ¿por qué no volvieron
a intentarlo en la ciudad?
L i : Porque en Sichuan estaba la Sociedad de los Herma-
nos Mayores, ¿y quién se iba a atrever a hacer negocios con la
mafia?
Liao : ¿Es que en los pueblos no había mafia?

28
L i : Claro que sí. Una vez un mafioso que se hacía llamar
El Quinto de la Bandera Roja, un hombre que regentaba una
casa de té en Qinglian, nos amenazó diciendo que si no nos
largábamos de allí, nos partiría las piernas. Afortunadamente
por entonces ya teníamos reputación de grupo serio y un señor
de creencias budistas pidió clemencia por nosotros y le pagó
veinte monedas de plata. Después de aquello El Quinto de la
Bandera Roja se contuvo un poco y se le ocurrió hacer un con-
curso entre dos bandas. Mi padre preguntó: «¿Y cómo vamos a
hacer el concurso si no hay muerto al que tocar?». El mafioso
respondió: «Eso es fácil».
Y al día siguiente, delante de nuestra puerta, apareció
muerto un mendigo. Así que lo único que se nos ocurrió era
hacerlo pasar por algún noble y celebrar un gran funeral. Lo
vestimos con ropajes elegantes, preparamos el ataúd y lo tras-
ladaron al lugar donde sería la celebración. Después de haber
acordado las condiciones del concurso, los dos grupos cons-
truimos dos tarimas diferentes. Tanto los músicos de suona
locales como los plañideros profesionales y sus amigos y fami-
liares, nadie escatimó en el pago para la contratación de músi-
cos de prestigio, listos para sumirnos en la derrota.
Primero se abrió el funeral con el sonido de la suona,
siempre con la misma melodía trágica. Unas filas más atrás
del escenario, estaban sentados el capo, el alcalde y varias per-
sonalidades. Yo, por entonces joven y competitivo, quería co-
menzar por la canción más difícil, pero mi maestro me paró
los pies. Mi maestro tendría cincuenta años. Su físico era ro-
busto y, aunque llevaba un traje oscuro, se llenaba de reflejos
blanquecinos bajo el sol. Con la suona en los labios, subió al
escenario al mismo tiempo que su oponente. Al agitar la ban-
dera blanca la competición comenzó y se escucharon los so-
nidos de las dos suonas. Ambos eran músicos experimentados
y luchaban sin descanso, con los labios doloridos y mancha-
dos de sangre y saliva, pero aun así mi padre parecía tranqui-
lo, porque sabía que mi maestro tenía el coraje suficiente. Al
cabo de una hora, el oponente jadeó. La victoria se adivinaba

29
cuando dejó de soplar la suona y todo acabó al agitarse la ban-
dera blanca.
Dirigí la mirada hacia el maestro y sólo podía ver su boca
ensangrentada. Al parecer alguien le había tirado una piedra
con una resortera para sabotearlo. Mi reacción fue rápida, no
me dio mucho tiempo a pensar, así que me subí al escenario.
Mi padre fue más lento que yo y, como no cabíamos los dos,
me gritó: «¡Baja de ahí ahora mismo!». Y justo entonces vi
que mi adversario subía a su escenario. Mi padre no podía su-
bir y gritó ansioso: «¿Quieres que te derroten?». Su voz se
apagó y mi oponente y yo comenzamos a tocar. Con el maestro
herido y mi padre asustado a los pies del escenario, yo creía
que ya estábamos acabados. Habíamos recorrido tantos ki-
lómetros… ¿A cuántos muertos habíamos llorado con nuestra
música y para qué? ¿Sería aquel funeral una inminente derro-
ta? ¿La gente empezaría a menospreciarnos?
El hecho de que el difunto sólo fuera un mendigo no era
motivo suficiente para que el grupo se desintegrara y, de ser
así, ¿qué íbamos a hacer?, ¿cómo nos ganaríamos la vida?
Quién sabía si no tendríamos el mismo final que aquel pobre
mendigo del funeral…
Y con esos pensamientos tan negros terminé tan hundido
que estallé en llanto. Y resultó que mi oponente había deja-
do de tocar hacía diez minutos y yo, sin advertirlo, había con­
tinuado tocando la suona de tal manera que hasta los mafiosos
se emocionaron y, con lágrimas en los ojos, reconocieron mi
victoria.
Liao : ¡Vaya! Usted es todo un héroe.
L i : Tampoco es una hazaña como para considerarme un
héroe, mi actuación sólo fue fruto de la desesperación. Cuando
no te movías por tu región, trabajar costaba muchísimo porque
siempre se te negaba todo.
Más tarde, el mismo año de la liberación, mi padre falle-
ció. Como su cuerpo descansaba en tierras a las que no per-
tenecíamos, me casé aquí y ya no hubo manera de abandonar
el lugar.

30
Liao : ¿Y en todo este tiempo no volvió a su tierra para vi-
sitar a sus familiares?
Li: Sí, muchas veces, pues tenía muchos familiares, pero
yo me considero sichuanés. Viví tiempos difíciles, aprendí
mucho, pero guardo buenos recuerdos.
Liao: Con todos los cambios que hubo tras la liberación y con
la Revolución Cultural, ¿pudo seguir dedicándose a lo mismo?
L i : Sólo tuve que adaptarme a los nuevos tiempos. Como
un movimiento político, cantar y actuar moviliza a la gente. Los
líderes ordenaban que tocáramos tal canción, pues se tocaba.
Para músicos como nosotros era suficiente poder gozar de tres
comidas al día y tener un lugar donde descansar al caer la no-
che. Se dice que hoy en día el control del Partido se ha relajado,
pero si un ciudadano dice de verdad lo que piensa, terminarán
enviándolo a un campo de trabajo.
Liao : ¿Y su grupo acabó separándose?
Li: Sí. Sí, nos separamos en 1951. Me animaban a formar
otro grupo, pero yo no quise hacerlo porque se trataría de un
grupo no gubernamental y, al final, en China sería declarado
ilegal y yo no iba a tolerar que ningún grupo mío fuera consi-
derado fuera de la ley.
L iao : Lo admiro muchísimo. Me gustaría hacerle otra
pregunta.
Li: Dispara.
L iao : Cuando era pequeño y vivíamos en el campo, mi
abuelo me contaba historias sobre el paseante de cadáveres,
¿ha oído usted hablar de eso?
Li: ¿Te lo contó tu abuelo?
L iao : Sí, me contó que se trataba de una ocupación que
daba mucho dinero, pues recogían cadáveres que se encon-
traban a cientos o incluso a miles de kilómetros y los llevaban
de vuelta a su hogar.
L i : Sí. Antes existían los denominados paseantes de ca-
dáveres. Solían emprender la búsqueda por la noche y el pa-
seante, con el cadáver detrás, iba andando y vociferando a su
paso, de ahí el nombre.

31
Liao : ¿El cadáver caminaba?
L i : El muerto y el vivo caminaban al mismo paso, man-
teniendo el mismo ritmo. Si tienes la mala suerte de meterte
en una zona salvaje y te topas con un cadáver, sólo te queda
apartarte a un lado, si no te lo encontrarás de frente y no po-
drás escapar.
Liao : ¿Usted llegó a ver a alguno?
Li: Sólo durante el día. Y ocurrió en 1949, cuando un co-
merciante al que yo conocía fue asesinado. En aquel entonces,
Jiangxi no estaba bien comunicado y sus amigos buscaron su
cuerpo por todas partes, sin éxito alguno, razón por la que aca-
baron recurriendo a un paseante y, al cabo de una semana, el
cadáver volvió a casa.
Liao : Parece de película.
L i : Sí, pero yo conocí a aquel paseante de cadáveres. Se
llamaba Lu. Los paseantes solían dormir por el día y, al llegar
la noche, no dejaban más rastro que los gatos negros que los
seguían.
Liao: Después de haber escuchado todas sus vivencias, he
de confesar que despierta en mí verdadera admiración.
L i : Tú podrías tener vivencias semejantes pero aún más
increíbles cuando alcances mi edad. Tienes una voz bastante
buena, podrías dedicarte a esto…

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el maestro de Feng shui

El 5 de septiembre de 1998, mis amigos Lao Xie, Lao Yu y yo


montamos en barca por el río Suwu, hasta el condado autó-
nomo de Pengshui, donde cambiamos a un pequeño bote hasta
Gongtanzui, muy cerca de la frontera con Miaozu, en la provin-
cia de Guizhou. Hace unos años trabajé en esa región recogien-
do información sobre su folclore y estaba contentísimo por
poder volver. Rechacé las recomendaciones de mi compañero
Xiangxie de que durante tres días visitara Youyang, Xiushan y
Zhangjiajie y, cuando me disponía a tomar el camino que tan
bien conocía entre las montañas, me encontré con el maestro
de feng shui Huang Tianyuan.

Liao Y iwu : Disculpe, señor, ¿podría charlar con usted?


H uang T ianyuan : ¿Acaso hay algún tema del que hablar?
Liao : Hummm…
Huang: Yo no soy el maestro de feng shui del que tanto ha-
blan, no hagas caso de lo que dice la gente.
L iao : No me malinterprete, no vengo para descubrir mi
feng shui. No soy de aquí, así que aunque me interesara des-
cubrir mi feng shui, como tampoco estaré aquí cuando muera,
no me serviría de nada…
Huang: Deja de seguirme. Ya está anocheciendo y aquí sólo
hay dos carreteras posibles, una cuesta arriba y otra hacia aba-
jo… ¿Por cuál vas a ir tú?
Liao : Quiero ir por la que había hace doce años.
Huang : Desde hace ya mucho tiempo no es la misma.
Liao: Me pregunto dónde estará el caminito que cruzaba la
montaña. Por aquel entonces yo trabajaba en el centro cultural,
con el director Peng. Juntos seguíamos el río Youshui reco-
giendo información del folclore de allí. Si no mal recuerdo,
en esta unión de la carretera había una granja con una casa
muy humilde. La dueña era una señora ciega de ochenta y un
años que se llamaba Ruan Hongyu. Cuando cantaba, su voz se
volvía dulce, más dulce que la de cualquier joven de dieciocho
años. Incluso la grabé una noche, seguro que usted ha oído
hablar de ella.
Huang: Murió hace seis años. Yo mismo fui quien escogió
el lugar donde enterrarla, está justo ahí encima.
Liao : ¿Y la casa? ¿Y sus familiares?
Huang: Se mudaron hace mucho. A decir verdad, ella daba
mala suerte a los demás, así que temían que la mala suerte ba-
jara de lo alto de la montaña y contagiara a los vivos.
Liao : ¿Puedo ver su tumba?
Huang : Ya es muy tarde.
L iao : ¿Y de qué se preocupa? Hace doce años el mismo
director Peng lo invitó a usted para que le analizara su feng
shui. Por aquel entonces usted iba rapado y la barba aún no le
blanqueaba. Por su apariencia diría que tendría unos sesenta
años. «¿Qué ve usted en un bol de agua clara?». ¿Se acuerda?
Eso fue lo que le pregunté de pie en una esquina. Usted sólo
pronunció una palabra, «espíritus», y ordenó al director Peng
que enterrara a su padre. Él le respondió que ya lo había he-
cho y acto seguido usted golpeó tres veces la punta de la varilla
de incienso en el bol y dijo: «El espíritu está enfadado». Al
pronunciar esas palabras, la cara del director Peng palideció
del susto, pues lo cierto es que la urna con los restos del padre
estaba todavía en su casa. Decían que usted tenía un pupilo, un
niño prodigio que también podía analizar el feng shui…
Huang : Me pagaban por ayudar a la gente…
Liao : Y, entonces, ¿cuánto va a cobrarme a mí?
Huang : Como el punto de tu entrecejo irradia luz, no tie-
nes ningún problema que resolver. Así que, bueno, como no
eres ningún desconocido sólo te cobraré cincuenta yuanes
por la información. En cuanto al centro de cultura donde

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trabajabas, cambiaron su ubicación muchísimas veces y, en
todas las ocasiones, venían a pedirle a mi aprendiz que «mira-
ra a través del agua» para predecir el futuro. Incluso los uni-
versitarios asentían a las palabras de aquel niño de nueve años.
Para aquel entonces ya había pasado un tiempo desde que
yo me había retirado… Mira, ya hemos llegado, aquí está la
tumba de Hongyu… ¿Qué más dará ya? Yo era tres años más
joven que ella y en mi juventud la pretendí cantándole cancio-
nes desde el valle. Ella era como una flor en mitad de un prado,
rodeada de muchísimos pretendientes, pero no había nadie
capaz de superarla cantando. En la región, para cortejar a una
joven, los enamorados cantan canciones el uno al otro desde
cimas de diferentes montañas y, si ella deja de cantar antes que
tú, la muchacha es tuya. Yo duré sólo medianoche, así que la
perdí, pero no volveré a perderla… Era como una flor que se
alza fuerte y hermosa, tan orgullosa que nunca habría recono-
cido que se equivocó de persona… Por eso quise buscarle un
buen lecho, un lugar con un feng shui mejor que el que pudiera
tener el mismo cacique Ruan, ¿sabes?
Liao : ¿Qué relación mantenían ustedes dos?
H uang : Digamos que en esta vida se casó con la persona
equivocada. Así que lo que quiero es cambiar ese error a través
del feng shui de la tumba.
Liao : Pero los muertos no pueden volver a la vida, ¿cómo
va a cambiarlo?
H uang : Quiero que seamos marido y mujer en el más
allá.
L iao : ¿Como la leyenda de Liang Shanbo y Zhu Yingtai?
Vivir en habitaciones diferentes y morir en un mismo aguje-
ro, ¿no?
Huang: «El cielo y la tierra, la luna y el sol, todo sigue unas
reglas. Ella abandonó el mundo primero, él aún se quedó…
Cuando alguien parte, otra vida llega».
Liao : ¿Qué ha citado?
H uang : Uno de los cinco clásicos de la dinastía Song.
Cuando yo me vaya, comenzará la fortuna de mis tres futuras

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generaciones. La canción dice: «Mil trazos hacia el dragón,
tres estaciones para florecer».
Liao : No he entendido ni una sola palabra.
H uang : Habla de la región de Bijiashan. Si alzas la cabe-
za y te fijas en las montañas, no sólo verás un pico sino tres.
Comparamos su forma con un pincel chino de escritura. «Tres
trazos arriba y abajo, tres por tres son nueve, y el gran nue-
ve entre sí mismo se reduce al más pequeño, cuando se ago-
te cielo y tierra, se agrupará lo bueno de ellos, como el yin y
el yang». Con mi brújula busqué este lecho, desde donde se
unen el primero y segundo pico, con un trazo de mil li* hasta
Wujiang… Como dice el proverbio, «El dragón se halla donde
el pincel levanta el trazo».
Liao: ¿El dragón se halla donde el pincel levanta el trazo?
¿Ahora está usted hablando de caligrafía?
Huang: ¡Qué caligrafía! ¡Ésa es la explicación de «mil trazos
para el dragón»! Una pena que nunca nadie, durante generacio-
nes, haya descubierto ni ocupado el lugar que describe, que no
haya surgido un emperador, tan sólo un cacique llamado Ruan…
L iao : Antaño los caciques eran déspotas a los que nadie
podía controlar. Cuenta la leyenda que tras morir el cacique
Ruan, el héroe del reino de Shu, Zhugeliang, encontró en las
montañas sus setenta y dos tumbas. Todo aquél que intentó
abrirlas murió en ellas, razón por la que siempre ha perma-
necido como un misterio que atraía a cientos de ladrones que
arriesgaron sus vidas. No hay absoluta certeza, pero se dice que
justo en esa ladera se encuentran las tumbas y, aunque usted
considera que se trata de un buen lugar, los ladrones hace mu-
cho que rompieron ese feng shui.
H uang : La responsabilidad no recaía en el feng shui, sólo
la de que algún sucesor de Ruan hubiera alcanzado el poder.
Además, el feng shui fluye.
Liao : ¿Será emperador alguno de sus sucesores?

* Medida de longitud china, que en la actualidad equivale a quinientos


metros.

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Huang : No voy a desvelar el secreto.
Liao: ¿Qué piensan sus familiares sobre su idea de «mari-
do y mujer en el más allá»? Una vez muerto ya no habrá mucho
que hacer y, además, los hijos de Hongyu no querrán que los
entierren juntos…
H uang : Se trata de un problema del pasado, por lo que
tendré que explicar a los familiares de ambos lo ocurrido. Us-
ted ya habrá advertido que últimamente se cree más y más en
el feng shui. Es nombrar la palabra «casa» o «tumba» y, acto
seguido, se invita a algún maestro para descubrir el feng shui y a
eso se añade que hasta que no determines la fecha no moverán
ni un solo dedo para su construcción. He dedicado toda mi vida
a ayudar a los demás y ahora, a mis noventa años, creo que ya
ha llegado el momento de mirar por mí. En realidad, lo llevo
preparando desde hace mucho tiempo: primero, enterrarla a
ella, después… Si al final la familia no respeta mi voluntad…
Liao : ¿Qué hará entonces?
Huang : Lo haré yo.
Liao : ¿No se enterrará usted mismo, no?
Huang : Mi tumba ya está preparada.
Liao : ¿Dónde se encuentra?
Huang: Por las rocas que hay hacia el oeste. Ni tú ni nadie
sabe llegar al lugar.
L iao : ¿Tan oculta está? Tenía entendido que abriría la
tumba de Hongyu y pondría la suya al lado.
Huang: ¿Es que crees que quiero que todo el mundo se en-
tere? Me basta sólo con que estemos conectados secretamente.
L iao : La tarea resulta algo difícil. No creo que pueda ha-
cerlo sin que se note.
Huang: Creo que la gran fama del feng shui no radica en él
mismo. Si se supiera el lugar que escojo para mí, ya no podría
descansar en paz. En estos años el feng shui y la adivinación
se han hecho cada vez más populares, tanto en las ciudades
como en las zonas rurales. Si hubiera ganado algo más de
dinero, hace mucho que me habría ocupado de los detalles
que conlleva morirse. No me quedo corto al decir que el año

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pasado ayudé a unas cincuenta familias a analizar el feng shui,
pero este año, pase lo que pase, me retiro. No he hecho nada
tan grandioso como para que todos acudan a mí, sólo hacer
que el enterrarse sea más importante. ¡La tumba del alcal-
de del pueblo, un hombre que roza los cincuenta, es más
grande que su casa! Sí, precisamente a él le escogí un terre-
no el año pasado. Hizo trasladar las tumbas de sus familiares
de siete generaciones al lugar de la suya, y eso que estaban
a unos cincuenta kilómetros, por el buen feng shui del lugar, y
contrató a albañiles especializados en piedra, en escayola, en
ladrillo… Total, un montón de obreros que trabajaron duran-
te unos tres meses a pleno pulmón hasta convertir su tumba
en todo un palacio. Cuando acabaron las obras, el alcalde nos
invitó a unas veinte personas, pero yo no pondré jamás un pie
allí ni loco, pues la gente avariciosa tiene mal karma y temo
que me lo transfiera.
L i ao : Pero la localización del lugar la escogió usted
mismo…
Huang: En efecto, pero para conseguir que una tumba ten-
ga un feng shui en perfecto equilibrio, se deben seguir unas
normas y hay que tener en cuenta que, dependiendo del ran-
go de una persona, su karma varía. Las condiciones del feng
shui deben ser perfectas para poder encontrar el punto de
equilibrio entre el yin y el yang. No debe ni quedarse corto ni
pasarse. Y el alcalde rompió todas estas normas… Decoró la
tumba con esculturas de todo tipo de productos de lujo: que si
un Volks­wagen Santana, que si una cama tallada con dragones,
clubes nocturnos, salas de karaoke, la silla presidencial de una
empresa multinacional… Hasta quería tallar unas señoritas
de compañía, pero como la habilidad del albañil no iba muy
allá, la cara en la piedra de las estatuas quedó muy basta, has-
ta el punto de no diferenciarse si eran mujeres o varones…
Por desgracia se dio tanta importancia a su tumba que se
hicieron reportajes para televisiones y periódicos. Sus supe-
riores se hicieron eco de la noticia y ordenaron una investi-
gación que concluyó con que el alcalde había utilizado fondos

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públicos para la construcción de su tumba. Un auténtico es-
cándalo. Salieron implicados diferentes mandatarios de nive-
les inferiores, ni uno salió limpio. Muchos de sus seguidores,
incluso aquéllos que no confiaban en el feng shui, construyeron
sus tumbas alrededor de la tumba del alcalde. Se pueden ver
en la parte soleada de ese camino.
Liao : ¿Y a usted no le pasó nada?
Huang: Pues sí… Después de estar construidas las tumbas,
el alcalde le dio la vuelta a la tortilla y me tachó de impostor
dedicado a contagiar supersticiones feudales. Me escondí en
las tumbas y nadie supo de mi paradero, pero la tomaron con
mi aprendiz, incluso la televisión emitió un reportaje titulado
Las mentiras del niño adivino que todo el mundo vio, y la gente
hablaba por la espalda mal de mi familia. Sin duda alguna, la
divulgación de todos esos rumores estaba relacionada con el
alcalde, pues dijo que todo le salió mal por creer en mi pala-
bra, que tuvo problemas judiciales que no sólo lo afectarían a
él sino también a sus descendientes.
L iao : Tonterías. Imposible que la ley de China pudiera
implicarlos.
Huang: Si a algún mandatario le va bien, todo el mundo le
hace caso, pero si tropieza y cae, si te he visto no me acuerdo.
Liao : Así es.
Huang : Por eso el alcalde me echó la culpa de su infortu-
nio. Los lugareños no me conocían, pero todos me acusaron
y, como la policía no dio con mi paradero, interrogaron a mi
familia. Sí, el asunto terminó salpicando a todos, retiraron a
más de veinte nuevos maestros de feng shui, confundieron
a unos con otros y a todos juntos nos tacharon de criminales.
Los campos de trabajo de reeducación social estaban atesta-
dos y a los adivinos que solían estar a la salida de los templos
les prohibieron practicar la adivinación. Y, por supuesto, no
tenía ningún sentido atrapar a un nonagenario: a mi edad
ya no me pueden mandar a uno de esos campos ni puedo ha-
cer trabajo físico alguno, pero tampoco podrían impedir
que personas interesadas en el feng shui y la adivinación me

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preguntaran sobre el tema. Durante la Revolución Cultural, la
lucha contra la adivinación y las supersticiones feudales fue
mucho más dura que hoy.
Liao: En los dos días que llevo aquí ya no hay movimiento
alguno. Al parecer, tras las reformas políticas, todo lo relacio-
nado con el feng shui y la adivinación ha desaparecido.
H uang : Todo está ahora en Guizhou y Hunan. Se han
ido todos de aquí. Las fronteras están cerca y los medios de
transporte han mejorado mucho. En Sichuan ahora se ha
prohibido por ley el feng shui y, en el resto de las ciudades,
su práctica resulta riesgosa. Si a los maestros de Guizhou y
Hunan los negocios no les van bien, pueden irse aún más lejos,
pero en Fujian y Zhejian creen a los maestros de Sichuan, pues
es la cuna del feng shui. En esta profesión, hablar por hablar
puede costar caro, pues hay mucha competencia, pero el que
posee habilidades ganará dinero con facilidad, pues se apoya
en su propia sabiduría.
L iao : Según tengo entendido, el Partido ha prohibido
en todo el país cualquier tipo de creencias y supersticiones
feudales.
Huang: ¿Con supersticiones feudales te refieres a la prác-
tica de exorcismos? Con estos problemas del feng shui y la
adivinación, el negocio de la bruja Chen se ha hecho muy po-
pular, no paran de llamar a su puerta, pero lo único que sabe
hacer es quemar ese dinero falso que se ofrece a los muertos
y mezclarlo con agua, que más tarde hace beber a la gente.
Después se pone a dar saltos alrededor, diciendo que es el
espíritu de la Reina Madre. Quién sabe qué demonio la po-
see… No sabe ni leer caracteres, pero, eso sí, en cuanto ter-
mina de hacer uno de sus bailes, cobra cincuenta yuanes. Hay
que tener cara…
L iao : Bueno, poseída o no, a sus setenta años, bailar du-
rante una hora entera con una olla o un cuenco de bambú en
la cabeza ya es todo un logro.
H uang: Y qué sabrás tú… Los pueblerinos son unos inú­
tiles, ¿no ves lo gordos que están?, y, claro, ella lo único que

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consigue haciendo esos bailes es adelgazar, qué va a poder curar
enfermos o adivinar el futuro. ¡Se prohíbe el feng shui y se per-
mite la brujería!… Cuanto peor me va a mí, más fa­mosa se
hace ella. En este mundo, el feng shui fluye constantemente,
unas veces hacia el este y otras al oeste, es como atrapar a un
ratón bajo una manta: tapas un lado y el ratón sale por otro.
Liao : No se preocupe, usted tiene un gran prestigio.
H uang : Por eso, no es que la haya tomado con la bruja
Chen, es simplemente que quemar los billetes y mezclarlos
con agua no cura enfermedades. Es como una ráfaga de viento,
que va y viene. Ya se acordarán todos de mí. De joven estudié a
Confucio y a su seguidor Mencio, así como el I Ching o Libro de
las mutaciones, los Ocho Diagramas de la adivinación, el méto-
do de adivinación de la flor del ciruelo, la filosofía de los cinco
elementos y los fundamentos del yin y el yang. Hasta me sé de
memoria el Tubeitu,* el Tiangong shu, que es el conocido libro
celestial, y el canon interno del emperador que versa sobre
medicina tradicional china. Si yo hubiera vivido en el pasado,
¡Jiangziya habría conocido de joven al rey Wen!**
L iao : Creo que es admirable que a su edad todavía man-
tenga grandes aspiraciones.
Huang: Tener grandes aspiraciones no resulta muy útil. En
esta vida puedo decir que he admirado a Ziya, pero la suerte no
me favoreció debido al feng shui que rodeaba las tumbas de mis
antepasados. Después de haber pasado varios años estudiando
esta región, por fin he llegado a averiguar dónde se encuentra
el punto tan preciado de «El dragón que se halla donde el pin-
cel levanta el trazo». Según mi estudio astral: «Cuando al otro
lado goce, junto a Ruan Hongyu como esposa, de la familia de
los Huang, en sus tres próximas generaciones, un rey emergerá.

  * Libro más importante de la adivinación en China, tan importante que se


ha comparado con las profecías de Nostradamus y que ha sido censurado
tras la prohibición de la adivinación.
** Historia popular en la que un valido soldado, Ziya, espera pescando en el
río Weibin a que un día un rey lo necesite. Cuando es anciano, el rey Wen
lo necesita y se convierte en todo un héroe.

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Conquistarán diez mil territorios y el prestigio volverá. En la
quinta generación, el dragón sobrepasará mares, sirviéndose
de la cultura, no de la fuerza, y será conocido en cielo y tierra».
Liao : Si el feng shui es tan poderoso, ¿por qué no ayudó a
sus familiares?
Huang: Mi mujer murió muy joven y, además, se sucedie-
ron tantas catástrofes naturales que la gente se moría de ham-
bre. Ante una situación así, ¿quién piensa en el feng shui? Mi
familia era grande, así que cavé un hoyo pequeño y enterré a
mis familiares. Todos habían muerto de hambre. Sí, el destino
de mi mujer fue muy desafortunado, una vida perdida y, justo
al enterrarla, el feng shui que había se rompió, pues al que-
darme yo solo el yin y el yang se desequilibró. Laozi dijo que
el porqué de las cosas va más allá de las palabras o el entendi-
miento. Todo este conocimiento centenario del que hablo no lo
explica con mucha claridad y tampoco me entenderías por más
que te explicara, pero aun así, en el ciclo de la vida, nada ni na-
die podrá separar lo que el cielo ha destinado a que esté junto.
L iao : Esos clásicos que ha estudiado son tan complejos
que nadie los entiende.
H uang : Por eso el mundo está yendo a peor y, ante una
desgracia, la gente, en cuanto tiene la oportunidad, sale co-
rriendo.
Liao : ¿Que la gente se marcha? Ya no estamos en la anti-
güedad, ya no quedan lugares en los que no haya nadie. Esta
montaña y este lago serán puntos de interés turístico y, si el
negocio va bien, hasta colocarán anuncios para publicitarlo
como el lugar del que hablan los poemas de la dinastía Song.
Se convertirá en una zona de herencia histórica y natural car-
gada de turistas. Incluso usted mismo, cuando muera, quién
sabe si se convertirá también en una atracción turística.
H uang : ¿Te has dado un golpe en la cabeza? Bajemos de
la montaña.
Liao : ¿Pero usted no vive aquí?
Huang: Vivo en la aldea. Mis hijos y nietos viven en el con-
dado.

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L iao : Antes dijo que una vez se escondió en la tumba.
Mire, la luna ha ascendido entre el primer y segundo pico de
la montaña y sopla un aire que parece venir directamente del
cielo, con una delicada fragancia. Si en este momento la se-
ñora Ruan asomara la cabeza, seguro que volvería de nuevo a
la vida. Los fantasmas son espíritus buenos, almas bellas que
deambulan por los campos y que hacen que la gente se tropie-
ce. Volvamos.
H uang : De acuerdo. Acostumbrarme a meterme en la
tumba me ha costado mucho tiempo, a mi edad no es nada fá-
cil. En rea­lidad, yo ya me había mudado, había visto el dinero
que se puede ganar con el feng shui, construí dos casas que lue-
go vendí, después de que mis hijos se marcharan decididos a
vivir sus vidas junto a los suyos en edificios repletos de gente.
Este viejo está muy tranquilo. No me iré a ninguna parte. Y, si
hay que repartir el dinero, que se reparta, pero yo no me mo-
veré de aquí. Ya estoy viejo para eso. Las arrugas de mi cara se
marcan profundas como cicatrices. La gente joven es incapaz
de acostumbrarse a verlas. Además, el hecho de que tengan la
obligación de limpiarme mis excrementos por respeto a los
mayores no quita que no me sienta como una carga. Ni hablar.
Tras la muerte de Ruan, todo me es indiferente y, aunque he
hecho algunos trabajos de feng shui, los hice por obligación…
Mira las rocas que hay en ese precipicio, algunas sobresalen
y en la base sólo hay rocas y más rocas, ninguna grieta. Todas
están pegadas como con cemento. Sólo yo sé entrar a mi tum-
ba. En los sesenta, en esta montaña sólo había tigres que se
morían de hambre y tenían que bajar a la aldea a cazar huma-
nos. Un día las personas se armaron con antorchas y, al ritmo
del sonido de un gong, fueron a cazar al tigre a la montaña. El
animal, acorralado en el precipicio sin escapatoria, saltó
de las rocas y murió. Esa noche lo desollaron y despedazaron
la carne para más tarde compartirla con cientos de hombres.
Se dice que se trataba del último tigre de Sichuan y Guizhou.
Yo me dirigí en busca de la guarida del tigre, de unos veinte
metros de profundidad. Desde entonces todos los meses bajo

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a su guarida, que ahora es mi tumba, y al estar conectado con
Ruan, mis días son más llevaderos. Fíjate, huele a flores sil-
vestres y a otras plantas que he sembrado yo mismo. Aquí la
tierra es muy fértil. En primavera planto como unos veinte ti-
pos diferentes de hierbas que brotan en verano. Hay un tipo
de hierbas que recojo y me lo coloco debajo de la lengua, tie-
ne un efecto saciante y de bienestar interior y exterior. Esas
hierbas tienen propiedades desintoxicantes, para la vista, para
repeler insectos… Tienes que hacer una pasta e impregnarla
en la boca, nariz, oídos, axilas y ano, así ayudarás a prevenir
muchas enfermedades y repelerás insectos o malos espíritus.
Ahora paso muchos días sin comer y sólo duermo en la tumba,
donde todo está muy oscuro, hasta me como los insectos que
se cuelan en la boca y he de decir que el sabor de los gusanos
me encanta. Ni las mismísimas serpientes ni los mismísi-
mos escorpiones se atreven a molestarme… Dicen que estos
animales son peligrosos, pero para mí la gente es más peli-
grosa todavía, y más ahora. Antes se luchaba por poder be-
ber leche y ahora la leche se ha convertido en un producto que
mueve un negocio sucio que por dinero la llena de productos
tóxicos que matan a nuestros familiares. Es increíble… Si le
diéramos un mordisco a una serpiente, al minuto ya habría
muerto. Antiguamente la gente no era tan tóxica como ahora,
porque comían sano y tenían mentes sanas, no había ningún
fertilizante. Ya lo recitaba bien el Sanzi, el libro de ética es-
crito de tres en tres caracteres: «Que hasta los más pequeños
les cedan su comida a sus mayores». No me extraña que Con-
fucio hablara sobre construir un país con buenas conductas.
En la vida hay muchos cambios, lo que aumenta luego dismi-
nuye. Mucha gente se pasa la vida haciendo cosas, queriendo
más y más, pero acaba tan cansada que no levanta cabeza. El
primer emperador combatió contra Jiangshan. Tras su con-
quista, acabo cediendo Jiangshan a sus hijos, nietos y futuras
generaciones. Un ejemplo de cómo no parar de «sumar» co-
sas. De hecho, ¿cuál es la diferencia entre el emperador y un
hombre de negocios? Jiangshan también era un negocio que

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no era para siempre, que no podía «sumar» eternamente. Por
eso, algunas «sumas» conllevan inevitable­mente algunas pér-
didas. Tengo noventa años y dentro de poco mi vida se reducirá
a «cero». Cero es algo natural, como un feng shui sin carácter,
como el oro, la madera, el fuego o la tierra. Y mis descendien-
tes, cuando yo sea cero, sumarán un poco más, serán igual a
uno, es decir, su comienzo.
L iao : Abandona la fama y la riqueza, pues nadie se pre-
ocupará por tu paradero. Un caballero se ha de comportar, no
mostrarse ansioso para conseguir el éxito, ni enterrarse vivo
precipitadamente…
H uang : Éste es mi hogar. Disfrutaré hasta el último mo-
mento de mi vida y, por mis sucesores, haré que surja «el dra-
gón que se halla donde el pincel levanta el trazo».

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