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Caligrafía tonal: ensayos sobre poesía

Ana Porrúa

CALIGRAFÍA TONAL:
ENSAYOS SOBRE POESÍA

Editorial Entropía
Buenos Aires
CDD 807 Ana María Porrúa
POR Caligrafía tonal: ensayos sobre poesía - 1ª ed.
Buenos Aires: Entropía, 2011.
380 p.; 20x13 cm.

ISBN: 978-987-1768-05-9

1. Estudios Literarios. 2. Ensayo. I. Título

Editorial Entropía
Gurruchaga 1238, depto. 3 (CP 1414)
Buenos Aires, Argentina
info@editorialentropia.com.ar
www.editorialentropia.com.ar
www.editorial-entropia.blogspot.com

Diseño de colección: Entropía


Fotos de tapa: Ángeles Porrúa

© Ana Porrúa, 2011


© Editorial Entropía, 2011

ISBN: 978-987-1768-05-9
Hecho el depósito que indica la ley 11.723

Impreso en la Argentina

Primera edición: octubre de 2011


Impreso en Artes Gráficas Delsur SH
Almirante Solier 2450 (CP 1870) - Avellaneda - Buenos Aires

Queda prohibida la reproducción parcial o total de esta obra.


Reservados todos los derechos.
Índice

Agradecimientos _13

Introducción _15

Capítulo 1. Formas de la crítica _21

Capítulo 2. “y vi, con los ojos pero vi” _65

Capítulo 3. Paisajes _113

Capítulo 4. La puesta en voz de la poesía _147

Capítulo 5. Campos de prueba _207

Capítulo 6. Antologías _255

Apéndices
Cisnes y lunas _323
Tules y sedas _335
Ventanas _343
La tundra _347
La catástrofe _353
Carrera por Pizarnik _359
Darío por Gelman _363
Animaciones suspendidas _367

Noticia de publicaciones anteriores _375


“Sólo las preguntas leen. No para buscar respuestas, sino para
ver cómo se hacen las preguntas. Cuando se lee sin pregunta,
no se lee más, uno, a la inversa, es devorado por el 'objeto' de
la lectura.”

Henri Meschonnic
“Leer la poesía hoy”,
La poética como crítica del sentido.

“Quién hace tanta bulla, y ni deja


testar las islas que van quedando.”

César Vallejo
Trilce, I.
A mi padre, Jesús Porrúa, por el inmenso collage de la
casa de Rada Tilly. A mi madre, María Luisa López, por
despertarme con ópera o zarzuela durante años.

A Juan y Nacho, siempre.

A Carlos Ríos, ahora.

A Manuel Porrúa, in memoriam, por sus libros y su música.


Agradecimientos

Durante los años 2005 y 2007 formé parte de un PIP del


CONICET dirigido por Gloria Chicote y Miguel Dalmaroni.
De allí salió un subsidio que cubrió, parcialmente, la publi-
cación de este libro. Agradezco al CONICET la ayuda y a mis
compañeros de grupo de ese momento el diálogo sobre
cuestiones que luego repensaría, como la del lugar de la van-
guardia o de Leopoldo Lugones en la literatura argentina.
Algunos de los temas presentes en Caligrafía tonal fue-
ron objeto de conferencias o seminarios. Raúl Antelo y Su-
sana Scramim me invitaron generosamente a su seminario
de posgrado “Políticas do anacronismo” en la Universidade
Federal de Santa Catarina (Florianópolis), en agosto de
2007. Con Fabián Iriarte compartí en 2007 el dictado de
un seminario sobre poéticas objetivistas en el posgrado de la
Universidad Nacional de Mar del Plata. Con Julio Diniz
(PUC, Río de Janeiro), uno sobre poesía, música y voz en el
doctorado de la Universidad Nacional de Rosario, durante
el transcurso de 2008. El diálogo, el debate y el trabajo con
cada uno de ellos fueron un aporte invaluable para que este
libro siguiera tomando forma. En este mismo sentido, agra-
dezco las charlas sobre poesía argentina reciente con mis
compañeros de grupo de investigación (UNMdP): Lisa Brad-
ford, Omar Chauvié, Matías Moscardi, Daniel Nimes y
Marina Yuszczuk.

13
Algunos de los capítulos de este libro se abrieron, prime-
ro, como artículos en Punto de Vista. Allí encontré un espacio
para pensar nuevos corpus y nuevos modos de escribir, gracias
al aliento del resto de los integrantes de la revista y, especial-
mente, de Beatriz Sarlo, Federico Monjeau y Rafael Filipelli.
Allí, y luego en BazarAmericano tuve y tengo un verdadero
laboratorio de escritura.
Muchos más acompañaron, de una u otra manera, la es-
critura de Caligrafía tonal: Hernán Álvarez, Adriana Astutti,
Nora Avaro, Irina Garbatsky, Cristina Fernández, Ezequiel
Alemian, Juan Gómez, Adriana Kanzepolsky, Graciela Mon-
taldo, Jorge Monteleone, Hernán Pas, Geraldine Rogers y,
sobre el cierre, Julio Schvartzman que me marcó un error de
métrica casi imperdonable; agradezco, además, la enorme ge-
nerosidad de Carlos Essmann, que puso Poesía espectacular
film a disposición de todos en Internet.
Finalmente, quiero mencionar a algunas personas sin
cuya lectura atenta, crítica y lúcida no imagino, siquiera, es-
te libro tal como hoy se publica: Miguel Dalmaroni, Matí-
as Moscardi, Carlos Ríos, Antonio Carlos Santos, Beatriz
Sarlo, María Celia Vázquez; si hay algo de invención crítica
en Caligrafía tonal, se lo debo a ellos.

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Introducción

Caligrafía tonal es el resultado de años de trabajo con la poe-


sía e intenta dar cuenta de ciertas preocupaciones recurrentes
y de una obsesión que suele articularse en una pregunta des-
doblada: qué se escribe en la poesía y cómo se lee. La res-
puesta no es una sola y pone en evidencia, cada vez, al
momento de leer, las propias limitaciones. Pero se sabe, co-
mo dice Meschonnic, que lo más importante son las pregun-
tas. El corpus elegido, heterogéneo por cierto, recupera
zonas en las que estas preguntas se ensayan. No hay aquí pa-
noramas (ni siquiera de la poesía argentina reciente), sino
elección de algunos textos y algunos autores a partir de los
cuales se recorren estas preocupaciones.
En seis capítulos, este libro indaga la cuestión de la for-
ma como el lugar en el que se procesan tradiciones, materia-
les, modos de ver y de oír históricos; el lugar donde se lee la
cultura (y hasta lo político) pero también aquello que ésta
no acierta a decir, aquello para lo que la lengua no tiene un
discurso disponible. En este sentido, en el capítulo 1, “For-
mas de la crítica”, se vuelve a las teorías de los formalistas ru-
sos para tomar de ellas lo que abren (y no lo que se repite
como reconstrucción de un sistema); se revisa entonces una
práctica de seguimiento del detalle planteado en términos
conflictivos, polémicos que podría describirse como trabajo
con los textos en tanto allí se cruzan lo que hoy podríamos

15
denominar temporalidades diversas (Didi-Huberman). Se
propone, además, la idea de caligrafía como trazo de una
época o modo singular de una escritura; un movimiento que
se lee en algunas imágenes del esteticismo de fin de siglo (Jo-
sé Asunción Silva, Rubén Darío y Leopoldo Lugones), del
surrealismo (Lautréamont, André Breton), el neobarroco
(Alejo Carpentier) y el objetivismo (Daniel García Helder,
Martín Prieto, Jorge Aulicino). En cada uno de estos casos se
revisan los elementos de la imagen, el modo de ponerlos en
relación y la invención del soporte que la sostiene.
Los capítulos 2 y 3 están dedicados al dispositivo objeti-
vista y sus variantes (en la poesía de Fabián Casas, Laura
Wittner, Martín Gambarotta). La caligrafía del objetivismo
argentino “clásico” es aquella en que la mirada compone al-
go externo, como ordenamiento de volúmenes y masas de
color y allí, ya en sus orígenes ubicados en la producción de
algunos integrantes del Diario de Poesía, se analiza la lectu-
ra de los textos clave del simbolismo y de Ezra Pound. So-
bre la función documental atribuida a estos poemas, o más
bien de registro, se privilegia el momento de la puesta en
crisis de este estatuto como sustracción, bajo la idea de que
ver es siempre “una operación hendida” en tanto es la ope-
ración de un sujeto (Didi-Huberman). Los modos de ver de
este dispositivo se amplían en “Paisajes”, capítulo en el que
se retoman algunos textos de Oscar Taborda, Sergio Rai-
mondi, Osvaldo Aguirre y Daniel García Helder quien, en
su “Tomas para un documental”, trabaja sobre el límite
mismo de la poética objetivista, tal como Perlongher lo ha-
ce sobre las posibilidades del neobarroco en “Cadáveres”.
Ambos textos se leen en relación, ya que suponen el desbor-
de del programa asumido, trabajando una espacialidad de
los restos que crece ominosamente.

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El capítulo 4, “La puesta en voz de la poesía”, aborda la
cuestión de la voz a partir de un corpus de vanguardia, neo-
barrocos y “clásicos”, haciendo hincapié en la idea de versión
vocal como lectura “bífida” (Szendy). Desde las puestas de
poemas de Apollinaire, Breton, Tristan Tzara o Marinetti,
hasta la puesta de En la masmédula de Girondo o “Cadáveres”
de Perlongher; desde la versión de “Eva Perón en la hoguera”
de Leónidas Lamborghini, grabada por Norma Bacaicoa, o el
repertorio de declamación de Berta Singerman hasta Poesía
espectacular film (documento de la experiencia de puesta en
voz de García Helder, Prieto y Taborda), se revisa la cuestión
de la escucha entendida como territorio familiar que se
constituye a partir de índices de alerta y como desciframien-
to de un código (Barthes); se analizan también, entre otras,
la cuestión de la “vocalidad” (aquello que hay de histórico
en una voz, como dice Zumthor), o la función crítica de la
voz. La cuestión caligráfica se aborda en este capítulo como
esa ausencia (de escritura) repuesta en la voz; le lectura ele-
gida es, en esta instancia, la de los tonos, los registros, las
modulaciones.
En el capítulo 5, “Campos de prueba”, se analiza la
cuestión del libro de poemas como la zona unitaria en la
que se “experimenta” con determinados materiales del pasa-
do o el propio presente: la cultura popular, la poesía política,
la poesía escrita por mujeres, etc. Se trata de libros que no
pueden desglosarse, cuyos poemas no funcionan de manera
aislada sino en una serie y a la vez escapan a la idea de totali-
dad; libros en los que el pastiche, el collage, el montaje some-
ten a una presión peculiar tanto los materiales retomados
como las caligrafías que implican. Allí ingresa la lectura de
Cornucopia de José Villa, hacer sapito de Verónica Viola Fis-
her, Mamushkas de Roberta Iannamico, La zanjita de Juan

17
Desiderio, La máquina de hacer paraguayitos de Cucurto,
Diesel 6002 de Marcelo Díaz, Telegrafías de Mariana Bustelo
y Silvana Franzetti, Relapso + Angola de Martín Gambarotta,
Atlético para discernir funciones de Sebastián Bianchi y los
Cuadernos de Lengua y Literatura de Mario Ortiz.
Por último, el capítulo 6 está íntegramente dedicado a
antologías: de la poesía “moderna” o modernista, del neoba-
rroco latinoamericano, de la poesía reciente. Éstas se abor-
dan desde la idea de corte que implica la selección y produce
distintas sintaxis. El corte se lee como el momento crítico
por excelencia de las antologías, más allá de los textos inclui-
dos como prólogos o posfacios. Importa entonces qué auto-
res ingresan a la muestra y qué textos de esos autores, los
diálogos que allí se arman y el programa que se expone en
esa topografía: como panorama, como recorte de una línea
singular, como rizoma que usa el soporte de Internet para
crecer sin jerarquías y sin editores tradicionales. Así, el gesto
de cada antología se aborda a partir de ciertas figuraciones
como la de serie, archivo, constelación, bricolage, monstruo
(monstro: muestra), etc.
El libro, además, contiene varios apéndices, textos que in-
gresan en los capítulos a partir de sus títulos pero se agregan al
final. Los apéndices proponen focalizaciones o lecturas mi-
croscópicas de algunos problemas planteados en los capítulos
centrales: sobre el final, entonces, podrán revisarse “Cisnes y
lunas”, “Tules y sedas” (porque ahí se propone un análisis de-
tenido de las operaciones de superposición y saturación de
ciertos materiales en la poesía de fin de siglo latinoamericana
y su transformación, su desafuero en la de Perlongher); “Ven-
tanas”, “La tundra”, “Catástrofe” (que abordan la caligrafía
objetivista en algunos poemas de Martín Prieto y Aulicino; la
sustitución del “bosque de símbolos” por “la tundra” en la

18
poesía de Carlos Battilana y la perspectiva de la catástrofe o la
desesperación en el sujeto poético de Fabián Casas); “Darío
por Gelman” y “Carrera por Pizarnik” (dedicados a los efectos
de puestas en voz como desajuste de la temporalidad del tex-
to o como imposición de una voz “mítica”) y “Animaciones
suspendidas” (que recupera un fragmento de un libro ya pu-
blicado para comparar la distinción entre este tipo de figuras
en la poesía de Arturo Carrera y lo que llamamos iluminación
en los poemas de Mario Ortiz).

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CAPÍTULO 1

FORMAS DE LA CRÍTICA
En las primeras páginas de De sobremesa, la novela del co-
lombiano José Asunción Silva escrita alrededor de los años
1895 y 1897, uno de los amigos de José Fernández, el aris-
tocrático dueño de casa, habla del desorden emocional que
puede leerse en el “aspecto” de su escritorio: “Había sobre tu
mesa de trabajo un vaso de antigua mayólica lleno de orquí-
deas monstruosas; un ejemplar de Tíbulo manoseado por
seis generaciones, y que aguardaba entre sus páginas amari-
llentas la traducción que has estado haciendo; el último li-
bro de no sé qué poeta inglés; tu despacho de General,
enviado por el Ministerio de Guerra; unas muestras de mi-
neral de las minas de Río Moro, cuyo análisis te preocupaba;
un pañuelo de batista perfumado que sin duda le habías
arrebatado la noche anterior en el baile de Santamaría al más
aristocrático de tus flirts; tu libro de cheques contra el Banco
Angloamericano, y presidía esa junta heteróclita el ídolo
quichua que sacaste del fondo de un adoratorio en tu últi-
ma excursión y una estatueta griega de mármol blanco” (pp.
52-53). Esto, que el médico Sáenz caracteriza como un ca-
os, como un “principio de incoherencia”, es el orden de una
narración y de una estética: lo que escribe José Fernández
en su diario, sus relaciones eróticas, su historia con Helena,
sus negocios o su proyecto político conservador, pero tam-
bién sus lecturas, sus actividades como coleccionista, están

23
representados en esa mesa y también el modo de escribir tie-
ne allí sus principios; no se trata, entonces, de una simple
mesa sino del espacio en el que se exponen los materiales de
la narración y sus disposiciones.1 Es, por lo tanto, la mesa del
artista de fin de siglo. El gusto por lo decorativo y lo exótico
(las flores monstruosas, omnipresentes en À rebours de J. K.
Huysmans, novela que Asunción Silva reescribe en este ca-
so), la fuerte presencia del arte; lo político y lo económico en
convivencia con este orden estético. Lo que ve allí Sáenz es
un conjunto desigual de objetos asociados sólo a la acción (lo
que está haciendo Fernández); no ve texturas, colores, no ve
materias, y la saturación desde su perspectiva es mera acu-
mulación. En la novela lo heterogéneo se despliega como
principio de unidad porque todo tiene, en cierto modo, un
rasgo en común, el esteticismo (el diario de Fernández es el
relato de una vida artística, o como dice Kanzepolsky “la ex-
periencia de un sujeto que se quiere moderno”; p. 30). De
hecho, esto está planteado fuertemente en la disposición de
los elementos en la mesa, porque el conjunto está presidido
por dos figuras, una que se inscribe en el canon del arte occi-
dental y otra absolutamente novedosa y externa al mundo
del arte. La puesta en un mismo nivel de estas dos piezas des-
contextualiza lo americano, porque el ídolo quichua aparece
como un objeto decorativo e incluso artístico; es más, si de la
estatueta griega podemos suponer que es una copia (no se

1
Retomo la idea de Theodor W. Adorno, cuando define material como
“todo aquello de lo que par ten los ar tistas: todo lo que en palabras, co-
lores, sonidos, se les ofrece hasta llegar a las conexiones del tipo que
sea, hasta llegar a las formas de proceder más desarrolladas respecto
del todo: por eso las formas pueden tornarse en material” (p. 197).

24
menciona escultor alguno en una novela llena de nombres),
el ídolo se erige como un original ya que fue sacado de un
adoratorio para formar parte de un nuevo conjunto; ingre-
sa al espacio privado del artista y pierde su función ritual, se
estetiza por contaminación. Ahí, entonces, lo que Pasolini,
en su artículo sobre À rebours de Huysmans leyó como el se-
gundo texto (el primero es la novela, absolutamente con-
vencional según su criterio), el diario cultural, intelectual o
literario (p. 47).
El esteticismo de José Asunción Silva puede detectarse
no sólo en la elección de los objetos y en su conversión ar-
tística o decorativa, sino en el tratamiento del lenguaje,
que mima estos objetos. El arma con la que intenta matar
a una de sus amantes, la Orloff, cuando la encuentra con
otra mujer, es un “puñalito toledano damasquinado y cin-
celado como una joya” (p. 107); hasta allí llega lo estético
que parece ser siempre lo importante y que detiene la ac-
ción o la convierte en extravagancia pura. Lo estético, en-
tonces, como lo antinarrativo. Además, desde el inicio la
novela nos sitúa de lleno en la morosidad descriptiva, en la
delectación de la mirada: las tazas de té chinas, las lámpa-
ras de gasas rojizas, lo negro y marfil de las teclas del pia-
no, el olor del cuero ruso de los muebles o del tabaco
egipcio de los cigarros. Cada sustantivo está acompañado
por un atributo o más –esto ya estaba en la mesa de traba-
jo del artista– y el componente descriptivo se expande de
manera desmesurada, haciendo de los objetos pequeños
monstruos artísticos: “espadas árabes de polícromas empu-
ñaduras, con las tersas hojas de complicados gavilanes y re-
torcidas contraguardas que templaron en las aguas del Tajo
los maestros toledanos del siglo XVI y los árabes moharras”
(pp. 201-202).

25
La mesa del artista es una sinécdoque o una vista parcial
de la idea de forma: repito, allí están los materiales con los
que trabaja José Asunción Silva, su origen, sus mediaciones;
allí se juega la dispositio; allí están algunos de los principios y
de las operaciones de la escritura. La convivencia posible en-
tre lo económico y lo estético, el hombre de negocios o el po-
lítico, pero también el traductor, el arqueólogo, el amante
(algo diferente a la figura romántica del escritor); la convi-
vencia entre lo occidental, lo clásico y lo americano a partir
de su desafuero. Porque la puesta en común de la estatueta
griega y el ídolo quichua habla de un modo de construcción
posible de la imagen, pero supone, además, un proceso muy
fuerte de transformación, de legitimación. La operación es
estética y se teje sobre un horizonte cultural e ideológico, el
mismo que le permitió decir a Rubén Darío, en las “Palabras
liminares” de Prosas profanas (1896): “(Si hay poesía en nues-
tra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán,
en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran
Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata
Walt Whitman.)” (p. 180). Este paréntesis, incrustado como
respuesta en un fragmento mayor, instala una operación aún
más radical que la de José Asunción Silva, porque Moctezu-
ma puede ser equiparable a cualquier rey de la serie imagina-
ria propuesta por Darío: “mas he aquí que veréis en mis
versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países le-
janos o imposibles”; lo que vale de lo americano es la silla de
oro y no lo histórico (Palenke y Utatlán son, efectivamente, lo
más antiguo y desconocido de las culturas indígenas en ese
momento, y allí está la causa de su mención, cuando antigüe-
dad no significa historia), o la sensualidad y la fineza del inca.
De todas las posibilidades literarias de lo indígena esta última
es realmente la más escandalosa por el grado de estetización

26
del indio, que podrá equipararse con los mancebos de “El
reino interior”, esos “satanes verlenianos de Ecbatana”, pura
sensualidad y fineza –los atributos del inca–, con “manos de
ambiguos príncipes decadentes” en las que “relucen como
gemas las uñas de oro fino” (p. 226).2
También lo heterogéneo y la saturación son dos princi-
pios de la forma en Prosas profanas de Darío; el primero legi-
ble en “Divagación”, ese largo poema en el que se traza una
nueva cartografía erótica o, como dice Graciela Montaldo,
“Un ars amandi que postula traducirse al erotismo de las di-
versas culturas y pasear por las geografías y mitologías deste-
rritorializadas” (p. 56); allí, lo diverso, los amores griegos,
latinos (pasados por el filtro de la cultura francesa, “Amo más
que la Grecia de los griegos,/ la Grecia de la Francia”; p. 184),
alemanes, italianos, españoles, orientales, aparecen armando
un continuo a partir de los rasgos más sobresalientes de una
cultura, de sus clisés, podríamos decir: torres de kaolín, dra-
gones, tazas de té y arrozales para China; toros, gitanas, sangre
y vino para España. Aquí lo heterogéneo se da bajo la forma
del “patchwork cultural” (p. 26), reflexiona Montaldo, y la sa-
turación surge como efecto de la diversidad yuxtapuesta.
[CISNES Y LUNAS]*
En la mayor parte de los poemas de Prosas profanas, sin
embargo, el exceso aparece como escenografía (en el mismo
sentido de acumulación de objetos artísticos o exóticos que

2
Susana Z anetti revisa la cuestión del pasado, el presente y las filia-
ciones en Rubén Darío y no descar ta su recuperación de lo americano,
sino que la enmarca en una creencia, la del “legado universal” (p. 18).
*
Los títulos entre corchetes pertenecen a los apéndices, situados al final
del libro. Se intercalan en algunos capítulos porque pueden ser leídos en re-
lación con las cuestiones allí planteadas, a modo de ampliación o focaliza-
ción.

27
en De sobremesa) y en la concepción del lenguaje como ma-
teria que puede expandirse, sobrepujar cada elemento, con-
vertirse ella misma en el contenido del poema como en
“Bouquet” (esa antología de lugares poéticos, ese camafeo)
que habla de la asociación blancura/ pureza.
¿Por qué entrar por el fin de siglo XIX? O mejor dicho,
¿por qué iniciar la reflexión sobre estos textos de fin de siglo?
Más allá de las pasiones críticas –la elección está o debería
estar siempre regida por ellas–, ciertas poéticas de fin de si-
glo enseñan un modo de leer en el que la forma se impone.3
En principio porque es allí donde se plantea en la literatura
latinoamericana una de las resoluciones sobre el problema
de la autonomía del arte de una manera radicalizada,4 la que

3
No pienso aquí en la concepción imaginaria de forma propia del fin de si-
glo, aquella que Darío estilizó en su poema “Yo persigo una forma” de Pro-
sas profanas, la que conectaba con las ideas de Mallarmé y en su caso,
concretamente, con ciertas figuraciones neoplatónicas (“Yo persigo una
forma/ que no encuentra mi estilo,/ botón de pensamiento que busca ser
la rosa;/ se anuncia con un beso que en mis labios se posa/ al abrazo im-
posible de la Venus de Milo.”; p. 240). Pienso en la forma como invención
en el orden de los materiales, sus sintaxis, sus usos y relaciones con la tra-
dición.
4
Pierre Bourdieu es quien mejor explica la constitución del campo lite-
rario (sub-campo del campo intelectual) como espacio autónomo hacia
fines del siglo XIX en la literatura europea, y destaca, además, que és-
te es el momento en que la poesía se ve “consagrada como el ar te por
ex celencia”, “pese a carecer totalmente de mercado”. Esta autono-
mía, siempre relativa, supondrá la instauración de reglas propias, dis-
tintas a las del campo social, que se establecen a par tir de una red
compleja formada por editores, escritores, crítica e instituciones de le-
gitimación. Si bien no se puede hacer una traslación directa del campo
literario europeo al latinoamericano, porque se trata, como dice Julio
Ramos, de una “modernidad desigual”, considero que libros de Rubén
Darío como Azul o Prosas profanas escenifican justamente este mo-
mento de constitución de la autonomía del ar te que funciona, reactiva-
mente, contra lo social.

28
alegoriza “El rey burgués” de Rubén Darío (Azul, 1888), que
no en vano presenta como personaje al Poeta (con un viso
profético ajustado a la ideología romántica aún) sin una fun-
ción en el mundo burgués. El Poeta pide un lugar al Rey Bur-
gués y éste lo despoja de su identidad como artista para
situarlo violentamente en el mercado: dar vueltas a una mani-
vela de una caja de música en el jardín a cambio de comida.
La figura que se recorta como marginada o automarginada es,
además, la del poeta, no la del escritor, y éste no es un dato
menor. De hecho, José Fernández, el personaje de De sobre-
mesa, fue poeta y su queja –entre otras– es la falta de com-
prensión del público o la ausencia de lector, ese que Darío
presenta en las “Palabras liminares” bajo la imagen de “la gri-
tería de trescientas ocas” que el poeta no debe escuchar, ya que
debe cantar para el ruiseñor (el artista) o para sí mismo (“los
habitantes de tu reino interior”; p. 181). En segundo lugar,
porque el fin de siglo es uno de los clivajes estéticos de la his-
toria de la literatura en el que el lenguaje artístico adquiere
una especificidad que depende de su confrontación con los
discursos masivos, el periodístico pero también el de la novela
realista o la novela folletinesca como géneros dominantes des-
de fines del siglo XIX (la novela es el género burgués, como di-
jo Lukács), y porque años después serán los géneros atacados
por Breton en su primer Manifiesto del surrealismo (1924).5
Generalmente se lee lo político de una escritura en su
momento de explicitación, en el momento en que el texto

5
Antelo prefiere hablar de los relatos de la modernidad, antes que de
una teoría de la modernidad. Sobre esta cuestión y como revisión lúci-
da de un corpus impor tante de la poesía moderna, ver “Visâo e Pensa-
mento. Poesia da Voz”.

29
enuncia las relaciones sociales, la sociedad o la economía,
los acontecimientos.6 Así, lo político en De sobremesa sería
ese virulento proyecto conservador que José Fernández es-
cribe en su diario, y en la poesía de Rubén Darío se ubicaría
en el momento del arrepentimiento y la autocrítica, cuando
abre sus Cantos de vida y esperanza (1905) con los ya cono-
cidísimos versos “Yo soy aquel que ayer no más decía/ el
verso azul y la canción profana” y por supuesto, en la “Oda
a Roosevelt”, con su fraseo de arenga modelado por la nece-
sidad de la época. Sin embargo, lo más político de estas es-
crituras es el repliegue sobre el propio discurso; la política,
entonces, está cuando Darío elige el camafeo a la manera de
Théophile Gautier y ensaya las torsiones del lenguaje como

6
Dice Rancière en “La política de la estética”: “No es que el ar te sea
político a causa de los mensajes y sentimientos que comunica sobre el
estado de la sociedad y la política. Tampoco por la manera en que re-
presenta las estructuras, los conflictos o las identidades sociales. Es
político en vir tud de la distancia misma que toma respecto de esas fun-
ciones”. Rancière plantea la relativa autonomía del campo en términos
de heteronomía porque la estética, como régimen histórico de identifi-
cación de las obras de ar te, que se desarrolla entre fines del siglo XVIII
y principios del XIX, es una esfera que establece una verdadera relación
con la esfera política, en tanto se separa de la misma; la esfera estética
tiene su orden político con dos impulsos en tensión: “empuja la expe-
riencia estética hacia la reconfiguración de la vida colectiva” y “deslin-
da el poder de la sensibilidad estética de las otras esferas de la
experiencia”. Aun desde esta consideración heteronómica del campo,
habría que aclarar que el esteticismo latinoamericano de fin de siglo se
resuelve como separación tajante, pero que ésta es una respuesta al
proceso de ascenso de las burguesías y los cambios que se producen en
el público lector. El conflicto entre ambas políticas estéticas puede le-
erse con otra resolución en el corpus amplio del fin de siglo latinoameri-
cano, teniendo en cuenta no sólo a Rubén Darío y no sólo estos libros de
Darío, sino también a José Mar tí, Herrera y Reissig; teniendo en cuenta
no sólo la poesía, sino también la narrativa, las crónicas y los textos pe-
riodísticos.

30
puro gasto; cuando en medio de la pampa aparecen repenti-
namente, en un montaje que rompe con cualquier lógica de
la representación, los personajes de Sueño de una noche de ve-
rano de Shakespeare, Puck, Titania, Oberón, y más, Pierrot
y los silfos; un espacio que, dado en el título del poema,
“Del campo”, aparece como el gran ausente del texto que en
su comienzo envía hacia otro lado las expectativas: “¡Prade-
ra, feliz día! Del regio Buenos Aires/ quedaron allá lejos el
fuego y el hervor” (p. 189) y luego propone el advenimiento
abrupto de una procesión de máscaras, de personajes fantás-
ticos que nos alejan de esta escena situada dudosamente en-
tre el campo y la ciudad:

Un pájaro poeta rumia en su buche versos;


chismoso y petulante, charlando va un gorrión;
las plantas trepadoras conversan de política;
las rosas y los lirios, del arte y del amor.

Rigiendo su cuadriga de mágicas libélulas,


de sueños millonario, pasa el travieso Puck;
y, espléndida sportwoman, en su celeste carro,
la emperatriz Titania seguida de Oberón. (pp. 189-90)

Las escalas reproducen una sucesión de cortes, del campo


a la ciudad (o a un ambiente barrial, a algún suburbio) y de
allí al espacio encantado o literario. La elección no parece ar-
bitraria y los personajes imaginarios son el antecedente de
otro contraste abismal, ahora, con la oscura figura del gau-
cho: “De pronto se oye el eco del grito de la pampa,/ brilla co-
mo una puesta del argentino sol;/ y un espectral jinete, como
una sombra cruza,/ sobre su espalda un poncho; sobre su faz,
dolor”. Así, el campo aparece recién sobre el final del poema

31
–lo que había antes eran porciones de naturaleza, pradera,
huerto– y llega para despedirse: “–Yo soy la Poesía que un
tiempo aquí reinó:/ ¡Yo soy el postrer gaucho que parte para
siempre,/ de nuestra vieja patria llevando el corazón!” (p.
190). Entonces, lo político no es en este caso la mención de la
poesía gauchesca y la patria, sino su desplazamiento, la ocu-
pación anterior de ese espacio que se anuncia como el campo
y es el lugar de la escena encantada.7 El gaucho muere antes
de que el poema le dé oportunidad de despedirse y esto tiene
que ver con la invasión de un espacio (el de la escritura), con
la forma y no con el gesto declarativo de la “Oda a Roose-
velt”.8 Porque si bien en la época Rafael Obligado da una
imagen similar de la despedida del gaucho (que luego se repe-
tirá en Lugones y en Güiraldes), lo que importa en “Del cam-
po” de Darío (poema incluido en la primera edición de Prosas
profanas, 1896) es la figuración fantástica que efectivamente
no había sido utilizada en relación al gaucho. En la forma, de

7
Ver “‘vasto como un deseo’… La ensoñación en Prosas profanas”, de
Adriana Astutti. Allí se plantea la relación entre ensoñación y cuento
de hadas en la poética dariana.
8
Los libros de Darío de los que estoy hablando, Azul y Prosas profanas,
responden al esteticismo, como ya he dicho. Sus figuraciones e incluso
la idea de repliegue necesario del lenguaje sobre sí mismo serán menos
legibles en sus textos posteriores. Por ejemplo, “Desde la pampa”, po-
ema de El canto errante (1907), que hace suya la iconografía nacional
antes expulsada de la poesía, del ar te: “¡Yo os saludo desde el fondo de
la Pampa! ¡Yo os saludo/ bajo el gran sol argentino/ que como un glo-
rioso escudo/ cincelado en oro fino/ sobre el palio azul del viento,/ se
destaca en el divino/ firmamento!” y luego: “Junto al médano que fin-
ge/ ya un enorme lomo equino, ya la testa de una esfinge,/ bajo un ai-
re de cristal,/ pasa el gaucho, muge el toro,/ y entre la fina flor de
oro/ y entre el cardo episcopal,/ la calandria lanza el trino/ de triste-
zas y de amor,/ la calandria misteriosa, ese triste y campesino/ ruise-
ñor.” (p. 315).

32
este modo, pueden leerse los distintos tiempos superpuestos,
el pasado del gaucho en tiempo presente (por eso la despedi-
da) y el tiempo sin tiempo de las hadas. Lo que se hace visible
a partir de este contraste es el lugar de la poesía que supone,
por su parte, no sólo la partida del gaucho, sino también la de-
saparición del campo. En este sentido es importante destacar
que la escena encantada, como he dicho, irrumpe, como si se
rasgase un velo (Didi-Huberman: p. 24), un orden de la re-
presentación tal vez, para que aparezca como un destello lo ab-
solutamente nuevo (en relación a la gauchesca). La lectura del
anacronismo no podría ser más clara porque en el presente de
esta imagen está el pasado remoto del gaucho pero también
una temporalidad sin fijación precisa que envía a los relatos de
infancia y a la ausencia de tiempo histórico. Así, como dice
Didi-Huberman, el anacronismo es “el modo temporal de ex-
presar la exuberancia, la complejidad, la sobredeterminación
de las imágenes” (p. 18). Por dentro y por fuera de lo que la
cultura ha dicho sobre la gauchesca, sobre el gaucho, Darío
propone una figuración que no había sido imaginada, que tes-
tifica una experiencia del pasado reciente como pasado remo-
to y del presente como alteridad absoluta en relación a ese
pasado. Desde allí, interpela y descoloca al lector.
La política se da, entonces, cuando Darío o Silva se de-
finen como artistas y no como intelectuales,9 y aquí sería

9
Daniel Link lee casi un gesto estratégico en el esteticismo de Darío;
un gesto que redundaría en un programa cultural: “De modo que Darío
encuentra en las estéticas de l’ar t pour l’ar t no una manera de escapar
de las muchedumbres sino, precisamente, de dirigirse hacia ellas, para
reprogramar (como su maestro Mar tí) la memoria colectiva americana.
Y así, el poeta tonto deja de serlo, porque su tontería es puro teatro:
una estrategia pedagógica, una política cultural” (p. 168).

33
necesario reponer algo de la historia de la formación del
campo literario y de la figura del escritor en Latinoamérica
a fines del siglo XIX y principios del XX. Efectivamente la au-
tonomía del campo está pasando por un momento conflic-
tivo que podría caracterizarse como reconfiguración de
aquello que Ángel Rama llama la ciudad letrada en el proce-
so general de modernización;10 en este sentido y en este
contexto histórico concreto, textos como Azul, Prosas profa-
nas o De sobremesa se aferran a la imagen de artista y supo-
nen una visión reactiva contra la función letrada.

La imagen surrealista

La forma es lo que salta a la vista, aunque de otra manera,


en las vanguardias históricas11 y en este sentido veo una

10
Además de La ciudad letrada de Ángel Rama, para reconstruir este
contexto se pueden leer también del autor Las máscaras democráticas
del Modernismo y un libro fundamental de Julio Ramos, Desencuentros
de la modernidad. Literatura y política en el siglo XIX. En términos más
específicos, y como rastreo de este conflicto tanto en la literatura ar-
gentina de principios del siglo XX como en la crítica, Dalmaroni ha sen-
tado las bases de una nueva discusión en “Avisos” (Una república de
las letras, pp. 9-22) y en “Letrado, literato, literatura. A propósito de al-
gunas relecturas de Lugones” (El vendaval de lo nuevo, pp. 149-168).
11
Gonzalo Aguilar dice que la idea de forma –asociada a las vanguar-
dias– tiene que ver con el sentido que surge de la disposición de los
materiales, y que esto supone una apariencia estética, cuyo resultado
evidente es la singularidad. Aguilar par te de una concepción histórica
de la forma, que me parece impor tante resaltar. La forma tiene consti-
tuciones históricas y no desaparece ni siquiera en las poéticas jugadas
a la naturalización del lenguaje poético, como la que se lee en algunos
textos iniciales de Juan Gelman o, con una resolución diversa, en la po-
esía reciente, en los poemas de Rober ta Iannamico.

34
continuidad, algo que se gesta ya en ciertos textos del siglo
XIX que hacen del lenguaje su materia más pautada; me in-
teresa aquí, más que nada, la evidencia del collage y de la
imagen tal como la pensó el surrealismo. El azar en uno y
otro caso, el montaje, ponen de relieve los materiales y la
materialidad de los elementos; son el rasgo saliente de una
caligrafía. El collage, dice Alexis Nouss, “procede acercando
y ensamblando elementos heterogéneos, por su naturaleza o
su fuente, distantes o a priori incompatibles” (p. 201) y
agrega que el collage “confiesa que es un montaje y, por es-
ta razón, ostenta la multiplicidad que lo constituye y reco-
rre, renunciando a un principio de unidad considerado
obsoleto (…)” (p. 202). Lo heterogéneo y la materialidad
pueden verse en cualquier collage de las vanguardias clásicas
que incluyen en el cuadro telas, papel, tramas de plástico,
corcho –textura y volumen–, e incluso en los de Max Ernst,
que borraba el límite entre elementos dispares a partir de
un corte y encastre perfectos; allí, en la serie “Une Semaine
de Bonté”, por ejemplo, es clarísima la creación de una nue-
va imagen que mezcla lo animal con lo humano –los hom-
bres con cabeza de león o de pájaro; una mujer con la
cabeza cubierta por un molusco que está en un caracol– y lo
natural con lo tecnológico. Aquello cuya relación está en la
disimilitud. Menciono a Max Ernst porque fue él quien es-
cribió: “No olvidemos esa otra conquista del collage: la pin-
tura surrealista”, y podríamos agregar, la literatura surrealista.
En todos los casos lo importante es el ensamble.
La vanguardia suele escribirse mostrando cómo se escri-
be y es programática en ese punto. El artista pone a la vista
su praxis y sus materiales. No esconde, no pule para que las
costuras no se noten, porque quiere dar cuenta de un obje-
to pero también de un proceso. La vanguardia histórica

35
abre el texto a materiales diversos, pero no necesariamente
nuevos; lo nuevo está en la disposición. Pienso siempre en
la comparación de Les Chants de Maldoror de Lautréamont
que los surrealistas retoman para desarrollar su teoría de la
imagen: “Es bello como la retractilidad de las garras de las
aves rapaces, o también, como la incertidumbre de los mo-
vimientos musculares en las llagas de las partes blandas de
la región cervical posterior; o mejor, como esa ratonera per-
petua, siempre estirada por el animal apresado, que puede
cazar sola infinidad de roedores y funciona incluso escondi-
da bajo la paja; y sobre todo, como el encuentro fortuito en
una mesa de disección de una máquina de coser y un para-
guas”.12 Transcribo la comparación completa, en esta se-
cuencia que siempre se cita a partir de su final (así lo hace
Breton en el Manifiesto del surrealismo de 1924), porque se
puede ver también un ejercicio de descontextualización. La
imagen de Lautréamont comienza apegada a la estética
maldita de este libro singular de 1874; una estética de lo
horroroso y del terror en la que tienen un peso importante
las coordenadas del Mal y el Bien, en esos términos. Esta di-
cotomía moral es la que se borra en el rapto surrealista
(aunque era legible en Baudelaire, por ejemplo, y en mu-
chos de los poetas del fin de siglo XIX francés). Para el surre-
alismo lo que vale es el cierre de esta imagen, el momento

12
“Il est beau comme la rétractilité des serres des oiseaux rapaces; ou
encore, comme l’incer titude des mouvements musculaires dans les
plaies des par ties molles de la région cer vicale postérieure; ou plutôt,
comme ce piège à rats perpétuel, toujours retendu par l’animal pris, qui
peut prendre seul des rongeurs indéfiniment, et fonctionner même ca-
ché sous la paille; et sur tout, comme la recontre for tuite sur une table
de dissection d’une machine à coudre et d’un parapluie!”; p. 462.

36
exacto en que Lautréamont derrapa y abandona el cerco de
lo trascendente. El momento de paroxismo de la imagen,
cuando lo horroroso, la posibilidad de convertir lo horroro-
so en bello también pierde pie. Lo que queda es el azar, lo
fortuito, un encuentro imposible como mera casualidad, co-
mo gesto extremo de unión de contrarios o elementos disí-
miles, porque además se pierde el contexto o, mejor dicho,
también el contexto se vuelve impertinente. Cuando Breton
segmenta la imagen de Les Chants de Lautréamont, la con-
vierte en principio estético y a la vez constructivo cuyo efec-
to es el shock. Cortar, en este caso, es un modo de transformar
fuertemente un material previo, y a este tipo de trabajo podría
denominárselo lo nuevo.
Michel Foucault dice que la mesa de disección es el lugar
común en que los elementos pueden ser yuxtapuestos y que,
en última instancia es la que hace posible la extrañeza o la in-
congruencia del encuentro. Él retoma las dos interpretaciones
que Roussel le da a la mesa, como lugar de encuentro y como
marco que hace posible detectar semejanzas y diferencias, y
propone que la mesa es el en y el sobre “cuya solidez y eviden-
cia garantizan la posibilidad de una yuxtaposición” (p. 2).
Habría para Foucault, en la imagen surrealista, una gramáti-
ca posible que desaparece en las heterotopías de Borges, en
la clasificación de la enciclopedia china de “El idioma analí-
tico de John Wilkins”. Aquí ya no existiría, para él, un lugar
común. Sin embargo –y dejando de lado que la imagen de
Breton está tomada de Lautréamont–, tanto la mesa como la
enciclopedia china son, desde el punto de vista figurativo, el
lugar de la yuxtaposición. Podría tratarse de cualquier otro
elemento porque, repito, el contexto también es imperti-
nente, tanto como el encuentro de elementos. La mesa, en-
tonces, sería un elemento más de la composición de la

37
imagen y no su sustento. La “tabla” utilizada por Borges es
una enciclopedia imaginaria y es básicamente, como dice
el mismo Foucault, China (“cuyo sólo nombre constituye
para el Occidente una gran reserva de utopías”). Si la enu-
meración de Borges rompe toda gramática y muestra final-
mente la ruina del lenguaje (aquello que ya no puede
nombrarse), la imagen que ingresó al manifiesto surrealista
representa aquello que ya no puede verse. Mientras Borges
sobresalta el pensamiento, el surrealismo –en primer lu-
gar– hace saltar la vista, la percepción. Sin embargo, sí es
importante detectar, en relación con la visibilidad que se
impone, que se mantiene el artificio del apoyo, desnatura-
lizado al extremo, cruzado por una función quirúrgica y no
artística.
Y qué es lo que salta a la vista en esta imagen: uno po-
dría pensar, la disposición plástica de elementos que tienen
un punto en común, ya que son máquinas, artificios de la
tecnología y por qué no, mercancías del mundo contempo-
ráneo. Pero lo que sorprende en ese momento, lo que in-
quieta, es justamente que estos objetos estén en el cuadro
(sean objeto de arte) sin sujeto y sin contexto. Porque, pen-
sándolo bien, detrás de esta imagen hay un motivo pictóri-
co antiquísimo, el de la naturaleza muerta: se trata también
de un desafuero de la mirada y de la subjetividad a partir de
este motivo ya interiorizado, y lo banal viene a demostrar
esa inutilidad y a desmentir la educación del ojo. Por eso la
imagen nos hace perder pie, nos detiene, nos desorienta
(¿aún hoy?); en fin, como explica Didi-Huberman en rela-
ción al método benjaminiano del montaje, nos desmonta y
desmonta la historia (p. 155).
La mesa de José Asunción Silva es un escritorio (pase-
mos por alto que se trata de una novela); la del surrealismo

38
es una mesa de disección pero ya no funciona como sopor-
te. En ambas, sin embargo, se expone la forma, el trabajo
sobre el lenguaje; en ambas puede leerse una caligrafía, co-
mo luego veremos.

La imagen neobarroca

“De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de pla-


ta los platos donde un árbol de plata labrada en la concavi-
dad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los
platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por
una granada de plata; de plata los jarros de vino amartillados
por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos
con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento
de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de
plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de
iniciales…” (p. 7). Así comienza Concierto barroco (1974)
de Alejo Carpentier, casi cien años después de De sobreme-
sa de José Asunción Silva y sin embargo, en un punto, tan
cerca.
En aquella novela de fines del siglo XIX proliferaban los
objetos, había un grado de heterogeneidad importante uni-
do por el exotismo y por el tratamiento del componente
descriptivo que parecía no ceder nunca, ir de detalle en de-
talle de manera infinita hasta convertir lo descripto –espa-
das, cuadros, muebles, vestidos– en pequeños monstruos
artísticos. En la novela de Carpentier, en cambio, lo que
desaparece es la multiplicidad bajo una pátina que cubre
todos los objetos, los equipara: lo único que vemos es el co-
lor de la plata y lo único que escuchamos, en principio, es
el significante plata que incluso contamina fónicamente

39
–platos– bajo el ritmo encantatorio de la repetición. Se in-
vierte la relación, los atributos se sobreponen a los nom-
bres, no los expanden sino que los sitúan en una misma
constelación en la que el ojo y el oído quedan definitiva-
mente atrapados.
¿Qué sostiene estos objetos? ¿Dónde se posa la plata?
No lo sabemos, en realidad, porque aquí ni siquiera hay
una mención del soporte. Podemos decir que en el caso del
esteticismo de fin de siglo hay una mesa concreta, puro ar-
tificio para desplegar una heterogeneidad narrativa, para
dar cuenta de la nueva dispositio y que en la imagen de Lau-
tréamont retomada por Breton se menciona una mesa,
aquella que Foucault identifica con el lugar común de la
mezcla y otros, como uno más de sus elementos, tan azaro-
so como el paraguas y la máquina de coser. En Concierto ba-
rroco el soporte no se ve, aunque sabemos más adelante que
la escena de la platería relata una mudanza: “Y todo esto se
iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de
que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penum-
bras de cajas de madera, de huacales en espera, de cofres
con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de ba-
ta, sólo hacía sonar la plata, de cuando en cuando, al orinar
magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutien-
te, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un
malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que
de tanto reflejar la plata acababa por parecer plateada…”.
Hacia las cajas cerradas va la plata, pero a la vez, se vuelve a
salir y es la bacinilla en la que el Amo orina: al orinar deja
ver un círculo de plata y, a la vez, la orina se transforma en
plata (adquiere su color). Hablaba del relato de una mu-
danza y es importante revisar en este caso el movimiento
que supone la escena: trasladar; ir desde un lugar hacia otro,

40
cambiar de sede, o también transformarse. Lo que vemos
en Concierto barroco, en cambio, es un movimiento circular
y lo que desaparece es la división entre el afuera y el aden-
tro. Es más, lo que no se distingue es la relación entre el so-
porte y los objetos. Todo es plata. ¿Qué significa esto, si
pensamos en una dispositio y en el tratamiento de los mate-
riales? En la mesa del esteticismo de fin de siglo lo hetero-
géneo estaba presidido por dos figuras disímiles (la
estatueta griega y el ídolo quichua), en la imagen surrealista
(que es desafuero de la imagen de Les Chants… de Lautréa-
mont), el referente no importa y la idea de jerarquía tampo-
co. Cada elemento es central, y a la vez cada elemento
podría ser intercambiable; lo que teje la relación es la arbi-
trariedad. En la escena neobarroca, también desaparecen las
jerarquías (a no ser que tomemos literalmente la figura del
Amo, que sería como caer en una trampa) y aquí habría dos
cosas para decir. Lo jerarquizado son los atributos (la plata)
y no los objetos, y el atributo es rápidamente legible en el
orden auditivo (la plata tiene un sonido). Ahí está lo que se
expande y una nueva versión de lo uno y lo múltiple. El
proceso de homogeneización de los objetos no pasa por su
función sino por su cualidad. Y la cualidad es el lenguaje, es
el significante plata. Lo que sostiene la construcción de la
escena (y podríamos decir de la imagen) es el lenguaje que
se pliega sobre sí mismo. Ante la mínima señal de aparición
de lo distinto, se vuelve a la plata, al indicio común: el orín
del Amo es de plata. Un discurso que se contrae y se dilata,
o se comprime y explota, que vuelve hacia atrás y avanza
para retornar al mismo lugar aunque bajo diferentes torsio-
nes: el pliegue del cual habla Deleuze en tanto rasgo opera-
torio del barroco (pp. 6-17). El despliegue que uno puede
verificar en esta entrada de la novela de Carpentier en tanto

41
enumeración (proliferación de elementos) o mínimo movi-
miento narrativo no es más que el modo de volver a la ma-
teria plegada y diseña una caligrafía peculiar.
Pienso ahora en las figuras de estas tres imágenes: la de
José Asunción Silva y la del surrealismo se ven como espa-
cialización en un plano, en cambio la retracción permanen-
te del discurso neobarroco hace pensar –ya lo dijo Deleuze,
por supuesto– en la figura del espiral. Ahora bien, las dos
primeras arman un volumen que es lo que se pierde en la
segunda. La figura es una cosa y su efecto es otro, distinto,
el pliegue cubre una superficie y no permite la distinción.
No hay diferencia entre fondo y forma; no hay diferencia
entre soporte y objeto; no hay diferencia entre objetos, na-
da sobresale y entonces se trata del lenguaje cubriendo una
superficie. El efecto, repito, es el de superficie plana. De-
bajo de lo plegado está la plata y cuando se oculta la plata
reaparece la plata, se disemina. En un punto, es la tiranía
del significante, por eso digo que en este efecto de superfi-
cie interesa tanto lo visual como lo auditivo, que también
armará un continuo sonoro (plata: plato/ bata). La imagen
del neobarroco no tiene entrada ni salida; no hay que pen-
sar quién ejecuta la relación entre los materiales o entre los
elementos que la componen, porque es claro que la habili-
ta el significante.

La imagen objetiva

“El pintor está duchándose, de pie, en una bañadera anti-


gua. Piensa que puede resbalarse y mira, entonces, hacia la
jabonera blanca, ahuecada entre los azulejos blancos, que
tiene una agarradera blanca, enlozada, que muy bien puede

42
servir para estos casos de emergencia. Enganchados en la
agarradera ve una gran esponja de color verde-azulado-cla-
ro y un largo cepillo amarillo, de esos para fregarse la es-
palda, junto a un jabón lila claro que hace un rato había
dejado en ese lugar.” Así abre la columna “Pintada” de Juan
Pablo Renzi en el Diario de Poesía con la que podríamos
llamar escena de inicio del cuadro como experiencia pecu-
liar de percepción. Lo que ve el pintor son colores, no sólo
objetos. Ve y describe algo que parece compuesto a partir
de esta cualidad. El relato del sujeto duchándose es cir-
cunstancial. Aquí de lo que se trata es de la transformación
de la circunstancia en forma, y esto es lo que importa para
pensar los poemas neobjetivistas de los ´80 y ´90. El poeta
escribe lo que ve –incluso la metáfora del pintor aparece en
algunos textos, con un correlato en un grupo importante
de poemas, en cuyo título se encuentra la palabra cuadro o
fotografía– y aquello que ve son formas, superficies, volú-
menes, color: “Sentado como un bonzo/ sobre mis talo-
nes,/ una barcaza verde y otra blanca/ se alejan en sentidos
contrarios”, son los versos iniciales de “Barranca del este”
de Daniel García Helder (1990; p. 33). Luego sobrevendrá
un desarrollo de esta imagen inicial: “Sólo que extendien-
do un mantel/ en la hierba salpicada de tréboles/ el bonzo
no vería, como yo,/ conexión entre los instantes,/ decidi-
damente no mezclaría/ unas cosas con otras en el espacio/
sino en la mente despejada”. Se ve lo que está afuera, aque-
llo que podría denominarse “lo real” o que los poemas sue-
len llamar así. El mirar no es sólo contemplación, por eso
el que ve está sentado como un monje budista, pero no tie-
ne su “mente despejada”, no está separado del afuera. Pero,
además, esto que está afuera aparece presentado como for-
ma. Dos barcazas en sentido contrario y un eje central, el

43
del sujeto apoyado sobre sus talones, que luego cubre el es-
pacio intermedio entre las dos naves con un mantel. La
disposición parece, incluso, geométrica. Se trataría, en los
términos de Monteleone, de una transposición figurativa
de la mirada sobre los objetos, en tanto “los objetos repre-
sentados en el poema” y el “espacio imaginario de su emer-
gencia” poseen “la estructura de un topos, por medio del
cual se define al mismo tiempo la mirada que los representa
y compone” (p. 35).13 Sin embargo, y sin desechar la poéti-
ca de Joaquín Giannuzzi recuperada por Monteleone en
uno de sus versos, “Poesía/ es lo que se está viendo”,14 lo
más relevante en este recorrido que estamos haciendo es la
cualidad compositiva de la imagen, el hecho evidente de
que cuando se mira, se compone –en términos estéticos po-
dría decirse– la relación entre los objetos.

13
Jorge Monteleone describe cuatro modos de transposición de la mi-
rada imaginaria sobre los objetos: la icónica (que tiene en cuenta la
disposición de los signos en la página, los juegos visuales de la poesía
caligramática, por ejemplo), la figurativa, la simbólica (en la que “la mi-
rada se vuelve visión o videncia orientada hacia un más allá del mundo
apariencial”; p. 37), y la ciega (en la que “el campo es el de la ausen-
cia de la visibilidad”, relacionada en este caso con la escritura durante
la dictadura argentina, que convier te en invisible el régimen del terror).
14
Joaquín Giannuzzi, “Poética”, Señales de una causa personal (1977):
“La poesía no nace./ Está allí, al alcance/ de toda boca/ para ser do-
blada, repetida, citada/ total y textualmente./ Usted, al desper tarse
esta mañana,/ vio cosas, aquí y allá,/ objetos, por ejemplo./ Sobre su
mesa de luz/ digamos que vio una lámpara,/ una radio por tátil, una ta-
za azul./ Vio cada cosa solitaria/ y vio su conjunto./ Todo eso ya tenía
nombre./ Lo hubiera escrito así./ ¿Necesitaba otro lenguaje,/ otra ma-
no, otro par de ojos, otra flauta?/ No agregue, no distorsione./ No cam-
bie/ la música de lugar./ Poesía/ es lo que se está viendo”, incluido en
Obra poética, Buenos Aires, Emecé, 2000; p. 194.

44
La mirada es el soporte de la imagen o la escena; el suje-
to (en una poesía que se caracteriza como objetivista) es el
soporte de los objetos. Él ordena la relación de algo que es-
tá afuera. En este caso no hay dudas y la figuración tendrá
que ver casi siempre con planos o volúmenes que arman un
equilibrio a partir de cierto contraste (de color, de formas),
con una caligrafía pictórica. El componente descriptivo es
un hecho en estos poemas, pero no es expansivo; la descrip-
ción no permite la deriva sino que ajusta, sitúa el objeto, lo
exterior. El ajuste, además, tiene que ver con un modo de
percibir que es, de hecho, un ejercicio de captación de las
formas, de lo constructivo. No se puede pensar en este caso
en líneas superpuestas o en sistemas radiales de los enuncia-
dos, sino en una sucesión. De hecho, los versos de “Barran-
ca del este” arman enunciados lineales, pautados por el
movimiento mínimo de la adversativa o más adelante, la
disyuntiva. Así como los objetos en el poema van ocupando
el plano de lo visible, los enunciados se despliegan, se suce-
den unos a otros.

Disposiciones críticas

I
“Leningrado, antes San Petersburgo, es un sistema de siste-
mas y es más hermoso que las casas que lo componen, pues
está supeditado a una idea arquitectónica más amplia.
”En el propio aspecto de la ciudad está incorporada la
historia, el relevo y al mismo tiempo la convivencia de las for-
mas” (p. 120). Así habla Sklovski en La disimilitud de lo simi-
lar (1969) sobre la ciudad en la que vivía Tinianov. La idea de
sistema, cara a los formalistas rusos en su conjunto, persiste:

45
la ciudad por sobre las casas; allí, sin embargo, aparece la his-
toria. En el cambio de formas Sklovski lee la historia de Le-
ningrado, pero también –si recorremos completo el capítulo–
la formación del campo intelectual ruso o de uno de sus frag-
mentos. Lee procesos pero levanta el momento de corte: “En
el arte en general, y concretamente en los conjuntos arquitec-
tónicos, lo importante son los choques, los cambios de la se-
ñal, del mensaje” (p. 121). La mirada no podía ser más
constructivista, pero qué es lo que me convoca de esta cita.
En realidad, situar aquello que trabajan los formalistas: es la
forma, claro, pero desde un entre, desde las relaciones.
En la década del ´20, estaba claro que leían la relación
entre elementos; de ahí la idea de sistema, bajo figuras di-
versas, orgánicas, maquínicas o propiamente sistémicas, co-
mo dice Peter Steiner. De ahí el paroxismo de Sklovski
cuando comparaba la literatura con un auto (y al crítico
con un mecánico), o las figuras más lábiles de Tinianov, al
modo de bandas paralelas, cuando pensaba el hecho litera-
rio y la evolución por saltos de la literatura, como series que
se tocan en algún punto y permiten pasajes. Pero salgamos
de los escritos programáticos, los más conocidos en Argen-
tina a partir de la antología de Todorov.15 La forma no es
ahora reactiva a la historia sino el modo de leerla y hay otra
torsión más que luego retomaré y ahora anuncio: la histo-
ria, tal vez, es una de las formas.
En el caso de la arquitectura están los edificios pero tam-
bién, decía, el contraste entre construcciones que responden

15
Me refiero a textos como “El ar te como ar tificio” de Sklovski, “Cómo
está hecho El capote de Gogol” de Eichenbaum, “Sobre la evolución li-
teraria” o “La noción de construcción” de Tinianov.

46
a estilos diferentes. Ahí, en el momento de choque Sklovski
sitúa el arte. Tinianov por su parte, en 1924, decía que la
forma puede leerse en el momento de conflicto entre prin-
cipios constructivos, o de lucha entre éstos y los materiales
que tratan de deformar. Leer en la diferencia y en el movi-
miento. Es un gesto de vanguardia, claramente, y no hay
que olvidar que los formalistas pertenecían a la vanguardia
artística rusa de las primeras décadas del siglo XX. Pero leer
el contraste y el movimiento supone, en este caso, leer lo
viejo y lo nuevo, o tal vez lo nuevo en lo viejo. Por eso tra-
bajaron la poesía de Maiakovski pero, sobre todo, la tradi-
ción de la literatura rusa. Tinianov analiza, en Avanguardia
e tradizione (1929), la poesía de Pushkin. Y ahí todo el mo-
vimiento. La sensación que uno tiene cuando lee ese largo
capítulo, en el que hay más de crítica literaria que de teoría
de la ciencia poética, es que la poesía se está moviendo todo
el tiempo, transformándose una y otra vez a partir del des-
plazamiento, del pasaje de los materiales, literarios o no, del
centro a la periferia. Pero cuáles son esos materiales. Son de
una diversidad que tal vez fue desatendida por los lectores
del formalismo (y sobre todo por los estructuralistas, déca-
das después) y plantean una complejidad que nos deja hoy
perplejos. Porque Tinianov habla allí de la oda, de la epísto-
la; habla de los metros usados por Pushkin pero no hace
una mera recolección de datos sino que ve cómo se juegan
en el texto y en la tradición o en la literatura contemporá-
nea a Pushkin. Entonces, aborda la centralidad de la fábula,
sustituyendo y a veces destituyendo a la épica, o el pasaje de
la epístola como género de la intimidad a la literatura y su
relación con la oratoria del siglo XVIII ruso, va de allí a la
novela o el cuento; lee detalles, el lugar que ocupa la des-
cripción (habla del “imperialismo del epíteto”), “elementos

47
lexicales y semánticos”, detecta tonos y pesquisa el momen-
to en que Deryavin invade la oda de materiales satíricos,
descriptivos y allí vuelve a las rimas, a los metros; o en otra
dirección, lee el uso que Maiakovski le da al verso cómico
asociándolo a imágenes grandiosas. Instancias de transfor-
mación de lo viejo, o mejor, lo nuevo cuando despunta en
Pushkin, la materia histórica que pasa a ser material con-
temporáneo y entonces también se corre de la tradición ar-
queológica o documental. Hay una textura crítica en el
Tinianov de Avanguardia e tradizione que siempre me im-
pactó, cada elemento discursivo o poético entra en relación
con otros y supone revisar “series cercanas” y el resto de la
literatura. Acá ya no se está planteando una idea de autono-
mía sino de lo que hoy podríamos llamar heteronomía,
aunque persista la noción de sistema. De todos modos, re-
pito, en el Tinianov crítico no se impone la dureza de la ley
que debe cumplirse siempre del mismo modo, sino la hete-
rogeneidad de materiales y la multiplicidad de relaciones.
Pero además, en el pasaje de un material de una serie a otra,
o en su renovación dentro de la poesía, está, de hecho, la
historia. Otra vez un entre. En este caso sería interesante re-
poner lo que suele presentarse como instancias separadas, el
punto en el que, como dice Panesi, los formalistas avanzan
“en lo que podríamos llamar una sociología específica de la
literatura” (p. 2) y a la vez, la afirmación de Tinianov sobre
la falsa distinción entre forma y contenido cuando define el
concepto de material como aquello que “no trasciende los
límites de la forma, [ya que éste es] formal en sí mismo” y
“confundirlo con momentos extraños a la construcción es
erróneo” (Tinianov: 1972; p. 11).
Decía que hay aun otra modulación de lo histórico para
los formalistas: si es material literario y es lo que se lee en las

48
formas a partir del contraste (como historia de las mismas),
en el Maiakovski de Sklovski, un ensayo publicado en 1940,
la relación de lo artístico y lo político o la historia se resol-
verá directamente a partir de la técnica de montaje. Sklovs-
ki arma allí un contexto de la época a partir de ciertos
hechos cuya lógica no es la acumulación de datos, la crono-
logía. Cuenta por ejemplo el deseo de Lenin de que los pe-
riódicos fuesen pegados en la pared para su mayor difusión,
en una Rusia en la que escaseaba la harina para hacer en-
grudo y cómo debieron ser clavados con estacas de madera
dado que tampoco había clavos. Cuenta también el trabajo
de Maiakovski como preparador de escaparates, de mil qui-
nientos escaparates, dice Sklovski, en los que estarían sus
dibujos y sus textos en verso, carteles, afiches satíricos que
se producían en relación a la ROSTA (Agencia Telegráfica
Rusa) como modo de difusión de las noticias políticas (la
guerra o, luego, la revolución). Agrega que la cantidad de
versos escritos para estos afiches “eran suficientes para una
segunda colección completa de obras” (p. 132). Sklovski no
coteja estos versos y los de los poemas, no aborda sus dife-
rencias, su cambio de función, la tensión discursiva satíri-
co-política de los primeros; tampoco pone en relación la
idea de difusión de las noticias de Lenin y el modo de pro-
ducción de estos escaparates por los que Maiakovski es
considerado uno de los artistas rusos del afiche. Y sin em-
bargo, para cualquiera que lee hoy el libro, estas cuestiones
aparecen juntas, tan juntas que la lectura de las relaciones
es un resultado inmediato. En parte, se dirá, porque la teo-
ría ha salvado la dureza de los límites del formalismo en
sus inicios entre la literatura y todo lo que no fuese litera-
tura, y es cierto. Pero, si bien no hay en el Maiakovski una
explicación que dé cuenta de las relaciones, hay montaje

49
de escenas, de episodios, y el montaje habla por sí mis-
mo (esto es lo que decía Benjamin sobre la construcción
de su propio Libro de los pasajes como montaje de citas;
p. 125). Las relaciones están en el corte y la yuxtaposi-
ción y éste es el entre sobre el que no parece necesario ar-
gumentar. En el montaje, justamente, es cuando el material
(la historia en este caso o la política) pasa a ser tal porque es
forma, es indisociable del momento constructivo, como de-
cía Tinianov.
Peter Steiner destaca la importancia del mecanismo en
la teoría de los formalistas y más específicamente de Sklovs-
ki; en los estudios sobre narrativa, dice, se alcanza a ver la
relevancia que van adquiriendo los fragmentos, las historias
aisladas y la mostración de que el “tejido conector” entre las
mismas era “simplemente un mecanismo técnico” (p. 54)
para armar un texto mayor. Steiner destaca este procedi-
miento en la obra de ficción de Sklovski, especialmente en
su novela epistolar Zoo, o cartas de no amor. Jameson tam-
bién aborda la cuestión de la necesaria puesta en escena de
la técnica, en la teoría y en las novelas de Sklovski, razón
por la cual la “revelación del recurso”, su necesaria renova-
ción permanente, agrega, podría ser considerada más que
una ley universal, “la ideología del momento disfrazada”
que apunta a la idea del arte como extrañamiento (p. 97).
La conexión entre teoría y práctica parece ser relevante
en algunos de los formalistas rusos y permite, creo, una
nueva lectura de sus textos (aun de los programáticos).
Sklovski fue el primero en mencionar este continuo cuando
dijo que la novela de Tinianov Muerte de Vazir-Mujtar “es la
segunda vuelta de su trabajo ‘Arcaizantes e innovadores’”
(1973: 134). Y Boris Schnaiderman dice que allí, en el des-
borde del trabajo crítico, parecía estar la petición de conti-

50
nuidad ficcional (p. 8). Se trata, entonces, de un discurso
de doble vía que está hablando de una práctica crítica pero
también de un programa literario. La idea de ostranenie de
Sklovski puede pensarse en relación a la producción artística
de vanguardia y a su propia narrativa, aunque él la convierte
en ley general y lee la “singularización” en las descripciones
de Tolstoi, por ejemplo, cuando Tolstoi, dice, no nombra
los objetos sino que los enrarece a partir de largos rodeos y
de índices multiplicados. El arte sería aquello que permite
la desautomatización de la percepción; el arte haría lo que
no hace ningún otro discurso. Éste sería el plus de la litera-
tura, que luego retomará Brecht a partir de la noción de dis-
tancia crítica. No hay que apelar al reconocimiento, dicen
uno y otro, sino al sobresalto. Para Sklovski la imagen no
es lo que habilita el reconocimiento sino la visión del obje-
to y ésta supone una nueva percepción; para Brecht los car-
teles o la escenografía en general deben desorientar al
espectador y crear conciencia crítica. El fin es claramente
político en su caso y, para ambos, la piedra de toque es la
destrucción de la mímesis. Lo novedoso de los formalistas
es, creo, el corrimiento que les permite leer desde ciertas
ideas asociadas a la práctica de vanguardia, aquello que no
es vanguardia y trabajar siempre sobre el espesor de lo nue-
vo y lo viejo que saca al texto de la temporalidad lineal pa-
ra situarlo en una cuyo espesor es el de la convivencia de lo
nuevo o lo viejo.
En este contexto hay que leer al formalismo y tal vez
desde allí retomar los costados conflictivos de la teoría y, so-
bre todo, recuperar una praxis. Abrir de nuevo aquello que
cerraron como muralla de la autonomía en el caso de
Sklovski y pensar en ese entre que tanto él como Tinianov
plantean, quedándonos con algunas ideas y huyendo de la

51
omnipresencia del sistema. Apostar, en este caso, a la lectura
de los procesos culturales y políticos desde adentro del texto,
ya que Voloshinov dijo hace muchos años que la ideología
está en el enunciado (y no afuera) y Bajtin puso el ojo en la
tensión que esta internalización genera en la literatura. Leer
la forma, leer en las formas. Tinianov, en un libro bastante
ortodoxo como El problema de la lengua poética dice que
cuando uno elige un material, elige una línea de investiga-
ción. El material es en mi caso la poesía y creo que el modo
de reunir materiales, de ponerlos en relación, de percibir ese
movimiento continuo es lo más interesante de ciertos for-
malistas. La idea de que hay un recorrido crítico inscripto
en el texto me seduce y tiende a convertirse en convicción
ante ciertas perspectivas que se vuelven esencialistas cuando
dicen que no se puede analizar la poesía. Los formalistas, re-
flexiona Jameson, están todo el tiempo leyendo el momen-
to de la escritura, su proceso, y reconozco ahí uno de los
centros que es, a la vez, uno de los límites de mi modo de
hacer crítica.
Algunas de las definiciones de Sklovski o Tinianov que-
daron instaladas en la crítica, éste es el caso de la noción de
principio constructivo, pero más que la obediencia a sus le-
yes me interesa ver las maneras en que los formalistas leían
y rescatar de allí lo que el estructuralismo no supo entender
porque estabilizó aquello que estaba en conflicto, como si
fuesen ciegos al movimiento. O en todo caso, el estructura-
lismo no retomó lo que Jameson detecta como el principio
fallido de una sociología de las formas en algunos de los in-
tegrantes del OPOJAZ (p. 101); quizás a esto se refería Ray-
mond Williams cuando dijo que los estructuralistas no
habían sabido leer al formalismo. Si el problema en esa épo-
ca era la diacronía y la historia y qué hacer con eso cuando

52
se leía literatura, los trabajos sobre poesía de los estructura-
listas borraron ese conflicto y se quedaron con un reperto-
rio lingüístico, gramatical y retórico-poético aislado.16
Revisaron las variaciones como si allí hubiese una verdad en
sí misma de la literatura. Como si este relevamiento (con
una impronta más fuerte aun de la lingüística y bajo el
principio de la función poética del lenguaje literario) fuese
suficiente. No puedo dejar de pensar en Sklovski en este ca-
so, en una de sus apreciaciones más cerradas, cuando decía:
“En teoría literaria me preocupa el estudio de las leyes in-
ternas de la literatura. Haciendo un paralelo con la industria,
no me interesa ni la situación del mercado internacional del
algodón, ni la política empresarial, sino sólo los tipos de hilo

16
Si uno toma un trabajo ejemplar del estructuralismo como “‘Los ga-
tos’ de Charles Baudelaire” (1962) verá que allí Roman Jakobson y Lé-
vi-Strauss aíslan el poema y hacen una descripción en la que se pierde
toda la complejidad de la que ya hablamos y se geometriza el análisis.
Lo que está sobre el eje horizontal, lo que está sobre el ver tical; lo se-
mántico, la metáfora o la metonimia, las rimas (masculinas o femeni-
nas), la frase en términos sintácticos, las fricativas o las nasales, se
recuperan allí para ver la simetría y asimetría del poema, su construc-
ción como máquina autosuficiente, invulnerable. Y qué más que eso di-
ce el ar tículo: nada, a decir verdad, nada. Es más, uno podría pensar
que para escribir este ensayo, siguieron las pautas de Tinianov en El
problema de la lengua poética. Allí, mientras se habla de la repetición,
se dice que en ésta tiene un papel relevante “1) la cercanía o el estre-
cho contacto de las repeticiones; 2) su correlación con el metro; 3) el
factor cualitativo (cantidad de los sonidos y sus caracteres de grupo);
a) la repetición completa –geminatio; b) la parcial –redundicatio; 4) el
factor cualitativo (calidad de los sonidos); 5) la calidad del elemento
verbal (objeto, formal) que se repite; 6) el carácter de las palabras uni-
das por la instrumentación” (p. 109). Pareciera que efectivamente el
estructuralismo lleva a los formalistas rusos a un desier to; ya todo es-
tá resuelto, todo es legible bajo el procedimiento de la descripción
–ahora sí– científica.

53
y los métodos de tejido”.17 Por qué quedarse allí, aun par-
tiendo del formalismo, por qué no pensar que en “los tipos
de hilo y los métodos de tejido” puede leerse tanto la mano
del que teje (el estilo, tal vez) como la historia de ese tejido,
sus modos de circulación y las tradiciones por las que pasa u
olvida.
Ciertos planteos de la temporalidad en los textos forma-
listas habilitan, para mí, esta lectura. En este sentido, po-
dría retomarse aquello que Néstor Perlongher recupera del
modernismo en la propuesta del neobarroso y su transfor-
mación;
[TULES Y SEDAS]
ver ahí cómo los materiales de las series asociadas al lujo
–las joyas, las telas o las puntillas– pierden su aristocracia,
su valor estrictamente estético. Porque la convivencia o la
lucha, si retomamos los términos de Tinianov, entre el pasa-
do y el presente habla de una memoria de los materiales, de
aquello que traen inscripto como huella.
No se trata de operaciones o variaciones sin tiempo (sus-
pendidas en un vacío temporal que arma una máquina), si-
no de la mezcla de lo viejo y lo nuevo como una constante.
¿No habrá leído allí Williams un antecedente de lo emergen-
te, lo arcaico y lo dominante? Esta última categoría está fun-
cionando en las lecturas de Pushkin que hace Tinianov o en
los libros de Sklovski mencionados y, entonces, el pasaje es
posible. ¿No habrá visualizado allí Williams los principios
de una historia de las formas? Más que los resultados de los

17
Viktor Sklovski en Sobre la teoría de la prosa. Citado por Peter Stei-
ner. El formalismo ruso. Una metapoética. Madrid: Akal, 2001 [1984,
en inglés]. Traducción de Vicente Carmona González; pp. 42-43.

54
formalistas, me interesa, insisto, lo que puede hacerse a par-
tir del reconocimiento de sus prácticas críticas, del espesor
que le adjudican al lenguaje artístico y de algunas formas de
describir esa materia densa y compleja.

II
Estoy leyendo los modos en que la poesía trabaja con el len-
guaje. Veo allí materiales, disposiciones, y desecho dos no-
ciones que no me permiten hacer pie, la de retórica, que
supondría detectar recursos y la de escritura, que supone un
nivel alto de abstracción después de las teorías posestructu-
ralistas. Hablar sólo de retórica me situaría en el momento
de codificación del lenguaje poético y acotaría la percep-
ción del movimiento de la frase, de su textura, de los modos
de poner en relación los elementos, de su carácter plástico;
hablar de escritura no me permitiría pensar en segmentos
mínimos, en detalles, en la materialidad del lenguaje.
Entre una y otra, quizás, pienso estas imágenes o esce-
nas de las que hablé hasta el momento como una caligrafía.
Empecemos por el diccionario: allí se define el término de
dos maneras, como “Arte de escribir con letra bella y co-
rrectamente formada, según diferentes estilos” y como
“Conjunto de rasgos que caracterizan la escritura de una
persona”. Una práctica que supone un disciplinamiento, pe-
ro también los rasgos de una escritura en particular. Barthes
rescata la noción de “scripción”, “ese gesto por el que la ma-
no toma una herramienta (punzón, caña, pluma), la apoya
sobre una superficie, avanza apretando o acariciando, y traza
formas regulares, recurrentes, rítmicas” (p. 87); pone en sus-
penso, además, la función comunicativa de estos trazos (de-
fendida de manera vehemente por los lingüistas) para

55
destacar su recorrido hacia la inteligibilidad (las distintas
criptografías históricas), el modo de celar, encubrir aquello
que dibujan: “La ilegibilidad, lejos de ser el estado desfalle-
ciente, monstruoso, del sistema escritural, sería al contrario
su verdad (la esencia de una práctica tal vez en su extremo,
y no en su centro)” (p. 91). Me interesa la idea del trazo de
formas para pensar las imágenes que he estado abordando
porque lo que allí leo o intento leer tiene que ver con cierta
plasticidad y con un movimiento de los enunciados que no
se agota en la cripta del verso. El uso que hago es metafóri-
co, claro, y estos movimientos pueden pensarse como los de
un cuerpo (el cuerpo de una escritura) que diseña trazos y
encubre o pone en suspenso los objetos, los soportes y los
sujetos de los que habla. De algún modo, en la poesía, lo
plástico (no pienso aquí en lo que arroja una imagen como
visión, el modo de convocar la vista) es el carácter central
del lenguaje. Si en las caligrafías orientales importan los tra-
zos, su inclinación, su disposición armando un signo o un
dibujo, el modo de usar el pincel (formas en punta o re-
dondeadas) podemos pensar el lenguaje poético, algunas de
sus formaciones, sobre todo, como caligrafías.
Más que el trazado tipográfico de un poema –un ele-
mento relevante en ciertos textos de las vanguardias que,
por supuesto involucra la idea de caligrafía–, recupero las
imágenes a las que he aludido porque también suponen fi-
guraciones que apelan a este trabajo artesanal. Uno podría
decir, efectivamente, que el neobarroco carga las tintas y su-
perpone trazos, así como también que los llamados objeti-
vistas argentinos deslindan los trazos, se oponen a la
mezcla, trabajan con trazos limpios. Hablo de caligrafías,
entonces, porque es una imagen que me permite recuperar
la materialidad del lenguaje y revisar algunas metáforas que

56
están asociadas a ciertas escrituras: por ejemplo, la idea del
lenguaje como una materia dura, tanto como el mármol,
que les permite a los parnasianos comparar la escritura de
un poema con el ejercicio de esculpir (tal como puede veri-
ficarse en cierta poesía de Rubén Darío); o la idea de dise-
minación del lenguaje o de flujos de intensidad que los
neobarrocos toman de Derrida y Deleuze, o la misma no-
ción de pliegue, más ajustada aún.
El ídolo quichua y la estatueta griega; la plata que cubre
la multiplicidad; el paraguas, la máquina de coser y la mesa
de disección; las barcas y el mantel son los elementos de esta
caligrafía y el modo de unirlos es parte fundamental de su
configuración, de su dibujo. Superponer los signos, mezclar-
los o fundirlos, armar una geometría diferencial o una rela-
ción aleatoria. Importa entonces la relación e importa el
trazo, su intensidad, su cercanía o lejanía, su movimiento.
Mientras que en el neobarroco los elementos se juntan, fun-
didos por un trazo espiralado que cruza a uno y otro, en la
imagen surrealista deben estar separados y distinguirse para
que el “encuentro” siga siendo “fortuito”. Se unen plástica-
mente como los elementos de la imagen objetivista, aunque
con otra lógica, no ya de sucesión sino de contraste.
Una caligrafía tiene que ver con la singularidad pero no
necesariamente con lo individual: puedo reconocer una cali-
grafía objetivista o esteticista; una caligrafía surrealista o neo-
barroca, a partir de los movimientos del lenguaje más visibles
(o más audibles) de cada una de estas poéticas. Hay materia-
les que las caracterizan, pero también modulaciones de esos
materiales. De algún modo, las imágenes retomadas hasta
ahora (pero no sólo las imágenes o el modo compositivo de
la percepción) son la singularidad de una escritura que a la
vez tiene fechas históricas y está situada ideológicamente.

57
Una caligrafía es, entonces, la singularidad del surrealismo y
a la vez, por momentos, puede convertirse en aquello que se
repite mecánicamente y, entonces, ser un ejercicio denodado
a partir de un modelo, de un trazo aceptado que ya ganó su
terreno, tal como lo analiza Williams en relación con la ima-
gen publicitaria (1997; p. 106). Sin embargo, una caligrafía
se repite a partir de sus rasgos más salientes, pero la repeti-
ción nunca borra otros trazos, aquellos que no se convierten
en moda o en historia de la poesía sino que envían a una es-
critura particular, casi, diría, a una firma.
La idea de caligrafía, entonces, estará presente en el re-
corrido de todo el libro. En las poéticas concretas o las escri-
turas individuales y también en las antologías, en tanto las
colecciones que allí se arman dan cuenta de un trazo singu-
lar, el del antologador y de una constelación de caligrafías
que pueden armar el trazo de una época, de una línea poé-
tica. También en la puesta en voz se pensará en una caligra-
fía ausente, en una caligrafía tonal. Leer caligrafías, leer
tonos, leer la forma. Porque se parte de la convicción de que
los materiales, sus disposiciones, son una entrada necesaria
a estos corpus (los de la letra, los de la voz) y, con la misma
intensidad, de que allí pueden leerse procesos culturales,
históricos, políticos, pero también aquellas experiencias co-
lectivas que no han sido dichas por la cultura, o que la cul-
tura no acertó a decir, o que son dichas nuevamente pero de
una manera absolutamente distinta, que sobresalta. Podría
hablarse de algunos ejemplos: el del campo encantado (que
es a la vez la muerte del campo) en el poema de Rubén Da-
río citado, o también la reminiscencia del mundo del traba-
jo como resto que insiste en el poema “Tomas para un
documental” de Daniel García Helder que luego abordaré:
esos guinches herrumbrados (sin sujeto), esos carteles en los

58
que se lee la fulguración de un pasado que pareciera remo-
to. En fin, leer en la forma el tiempo, la temporalidad en-
madejada de la que habla Didi-Huberman, en tanto
retracción, persistencia de la tradición (de ciertas tradicio-
nes del trazo o del tono) e incluso su incrustación como ele-
mento arcaico. Pero también elegir la forma para indagar
los nuevos sensibles (Rancière): aquello que escandaliza al
ojo o al oído, e incluso en la medida de lo posible, aquello
que Dalmaroni lee, en un gesto absolutamente novedoso
dentro de la crítica argentina, como “espesor severamente
asocial del arte” en Raymond Williams.18

18
Dice Miguel Dalmaroni: “En la prolongada entrevista que mantuvo
con los jóvenes de la New Left Review y que se publicó en 1979, Wi-
lliams puntualizó que ‘la estructura del sentir siempre existe en el tiem-
po presente, gramaticalmente hablando’ y que penetra lo que se
percibe sin cesar como ‘una ancha extensión oscura’, que persigue ‘ver
lo que no es visible’, ‘la realidad básica de la sociedad que cier tamen-
te no es empíricamente obser vable’, ‘el nuevo sentido de lo oscura-
mente incognoscible’”, y agrega luego: “Literatura y ar te testificarían,
así, un modo de ocurrencia capaz de soltarse de lo social, de sacarse
de encima la lápida verborrágica de un pasado que ‘oprime como una
pesadilla el cerebro de los vivos’. Pura inmediatez de lo que emerge y
se presenta por su falta, el ar te tocaría así el horizonte imposible de la
desujeción: inutilizar las mediaciones, suprimir el intercambio y, enton-
ces, cor tar el discurrir del discurso. Ese espesor severamente asocial
del ar te –que no quiere pasado, que no quiere el pasado con que la ci-
vilización inventa subjetividad– es en Williams la clave de bóveda de
una teoría sociológica de la literatura” (2009; pp. 29-30).

59
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63
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64
CAPÍTULO 2

“Y VI, CON LOS OJOS PERO VI” 1

1
Verso del poema VI de Tomas para un documental de Daniel García
Helder.
“...no para documentar nada sino para reinstalar la principal
pregunta que, hace casi un siglo nos dejó el simbolismo: qué
tienen las cosas que decirnos, qué nos dicen.”

Daniel Freidemberg
Diario de Poesía, N° 10, primavera 1988.

“Nunca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación


entre las cosas y nosotros mismos.”

John Berger
Modos de ver.

“El acto de ver no es el acto de una máquina de percibir lo re-


al en tanto que compuesto por evidencias tautológicas. El ac-
to de dar a ver no es el acto de dar evidencias visibles a unos
pares de ojos que se apoderan unilateralmente del ‘don visual’
para satisfacerse unilateralmente con él. Dar a ver es siempre
inquietar el ver, en su acto, en su sujeto. Ver es siempre una
operación de sujeto, por lo tanto una operación hendida, in-
quieta, agitada, abierta. Todo ojo lleva consigo su mancha,
además de las informaciones de las que en un momento po-
dría creerse el poseedor.”

Georges Didi-Huberman,
Lo que vemos, lo que nos mira.
1. Un nuevo objetivismo

Hablé de los rasgos de la caligrafía objetivista: la mirada co-


mo gesto compositivo, el trazo, el color, el volumen y la su-
perficie son sus marcas. Quiero pensar ahora en la zona en
que surge para reconfigurarse y en la zona que arma, dado
que pone en escena (nunca tan cercano el uso de la figura)
una serie de argumentos sobre el poema como objeto en el
que se dirimen tradiciones y posturas, con un cierto carác-
ter inaugural sobre finales de los ´80 y principios de los ´90.
No, ciertamente la poesía objetivista existía antes; pero la
presencia masiva y exacerbada de los objetos en un corpus
de época tiene que ver más claramente con un programa.2
El rol del Diario de Poesía, una revista que comienza a
publicarse en 1986, es central para desplegar una plataforma

2
Dice Marina Yuszczuk: “El lenguaje, entonces, y las instancias formales
del poema como constructoras, y ya no reproductoras, del objeto poético,
pasan a un primer plano, pero al mismo tiempo se pone en escena, en li-
bros como Verde y blanco de Martín Prieto o El faro de Guereño de Daniel
García Helder, un proceso de pensamiento que es también un proceso de
autoconocimiento del sujeto, porque lo que se problematiza no es tanto el
mundo exterior como la percepción, especialmente el acto de mirar, y las
posibilidades y limitaciones de la percepción para aprehender el mundo”
(p. 101).

69
o, mejor, para dar cuerpo a una poesía de la mirada.3 Allí se
trabaja denodadamente, desde los textos publicados, pro-
pios y ajenos, pero también desde las columnas y como hi-
lo de ciertas entrevistas y dossier, un nuevo objetivismo.
Entonces, se arman filiaciones, a la vez que sus integrantes,
Daniel García Helder, Martín Prieto, Jorge Aulicino, Sa-
moilovich, Freidemberg o Fondebrider, producen su propia
poesía. Parte de la literatura argentina, latinoamericana,
norteamericana o europea será leída o releída en esta revista
en términos que sirven para pensar el objetivismo: Juan Jo-
sé Saer, Giannuzzi,4 pero también César Fernández More-
no, Alberto Girri o Raúl González Tuñón, y además algo de
Ernesto Cardenal, Montale o el mismísimo Ponge, entre
muchos otros. La construcción de esa zona escapa a las or-
todoxias, es un momento de apertura más que de cierre de-
finitivo de los límites. El objetivismo se hará expansivo y a
la vez selectivo. Importa el allá, pero sobre todo el acá, y la

3
He trabajado sobre Diario de Poesía en “Una polémica a media voz:
objetivistas y neo-barrocos en el Diario de Poesía”, Boletín del Centro
de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Facultad de Humanidades y Ar-
tes, Univ. Nac. De Rosario, Nº 11, diciembre de 2003; pp. 59-69. Este
ar tículo fue reproducido también en revista Outra Travessia, Curso de
Pós-Graduação em Literatura, Universidade Federal de Santa Catarina,
Brasil, Nº 3, segundo semestre de 2004; pp. 39-46. Ver también “La no-
vedad en las revistas de poesía: relatos de una tensión especular”, en
Orbis Ter tius, Revista de Teoría y Crítica Literaria, Nº 11, Centro de Es-
tudios de Teoría y Crítica Literaria, Facultad de Humanidades y Cien-
cias de la Educación, Universidad Nacional de La Plata, 2005; pp.
57-72.
4
La lectura de Giannuzzi como un objetivista se impuso sobre la segunda
mitad de la década del 80 y en términos generales continuó prevale-
ciendo en los 90. El Diario de Poesía, podríamos decir, instauró esta lec-
tura. En el 2010, Sergio Chejfec publicó su ensayo Sobre Giannuzzi, en el
que indaga la validez de esta clasificación y piensa al poeta como un in-

70
denominación de objetivistas no es algo que provenga del
exterior de la revista sino un trabajo interno.
Freidemberg definirá como objetivista, entre otros, a
Prieto, armando una línea que dialoga con la narrativa de
Juan José Saer “que hizo dirigir la vista hacia las cosas”
(1988; p. 36). Prieto, por su parte, dirá que el libro Quince
poemas de Rafael Bielsa y Daniel García Helder es “la prime-
ra publicación que más o menos levanta una poética objeti-
vista” (1994; p. 19). Samoilovich habla del neobjetivismo
como el “intento de crear con palabras artefactos que tengan
la evidencia y la disponibilidad de los objetos” (1990; p. 18),
una definición que se toca con otra de William Carlos Wi-
lliams cuando define al poema como “una máquina pequeña
(o grande) hecha de palabras”, “una organización de mate-
riales” (p. 71),5 aunque la metáfora mecánica no sea usual en

5
Me interesa rescatar acá la definición que el mismo Williams da de
“OBJETIVISMO. Término utilizado para describir un modo de escritura, par-
ticularmente de la escritura en verso. Reconoce en el poema un objeto
a ser considerado como tal. El Objetivismo entiende el poema con un
ojo especialmente atento a su aspecto estructural: cómo ha sido cons-
truido. El término tuvo su origen en 1931 cuando un pequeño grupo de
poetas, mediante su auto-denominación ‘Los objetivistas’, comenzó a
presentar su trabajo: George Oppen, Louis Z ukofsky, Charles Reznikoff,
Lorine Niedecker y William Carlos Williams. Publicaron varios libros en
forma individual; en conjunto, An Objetivists Anthology en 1932. El mo-
vimiento nunca gozó de amplia aceptación y fue pronto abandonado.
Surgió como derivación del imagismo, escuela que los objetivistas con-
sideraban insuficientemente específica, y se aplicó a cualquier tipo de
imagen que se pudiera concebir. El objetivismo se restringió a un tipo
de imagen más par ticularizada en su foco y más extensa en su signifi-
cado potencial. La mente –ya no el ojo por sí mismo– hizo su entrada en
escena”. Ver William Carlos Williams citado por Preminger, Alex (ed.),
Princeton Encyclopedia of Poetr y and Poetics, enlarged edition, Prin-
ceton University Press, New Jersey, 1974. Traducción de Sergio Rai-
mondi.

71
los objetivistas vernáculos. Sucede que el objetivismo norte-
americano, aquel grupo de poetas que surge como despren-
dimiento del imagismo alrededor de 1932, no es central en
el Diario de Poesía: no sólo no figuran George Oppen, Louis
Zukofsky, Charles Reznikoff o Carl Rakosi, sino que tampo-
co hay poemas de William Carlos Williams, un poeta muy
difundido en la época, a partir de varias ediciones antológi-
cas6 y de escrituras como la de Alberto Girri. Sin embargo,
su nombre aparecerá en algunas columnas y notas de la re-
vista. Williams no es una figura tutelar en el Diario de Poe-
sía, pero aparece tangencialmente, sobre todo en la mención
de uno de sus poemas, “La carretilla roja”, cuya resolución
fotográfica (ya volveré sobre esto) funciona como praxis en
ciertos textos.
En lo programático, la presencia más fuerte de la poesía
norteamericana en el Diario fue la de Ezra Pound, al que de
hecho se le dedica un dossier tempranamente (en el número
3, 1986). Lo que se desarrolla allí es una caracterización ge-
neral de su escritura, legible en el artículo de Jorge Fonde-
brider “Pound y nosotros”, que destaca su inclusión del
habla cotidiana en el texto poético, la idea de género como

6
En el año 1981, Alber to Girri había publicado bajo el sello de Su-
damericana su Homenaje a W. C. Williams, un libro de poemas que pro-
pone un diálogo peculiar con la poesía del nor teamericano al incluir las
“versiones” de sus poemas junto a los propios. Además, circularon dos
traducciones de Williams que armaron a su modo una pequeña antología
del autor más conocido del objetivismo nor teamericano, la de José Coro-
nel Ur techo y Ernesto Cardenal publicada en la editorial española Visor
en 1985, y la de Santiago Perednik para la colección “Los grandes po-
etas” del CEAL, de 1988. De este mismo año es la traducción de
Matilde Horne y Carlos Manzano de Cien poemas, una recopilación más
amplia de la poesía de Williams.

72
sistema al que pueden ingresar todos los materiales y el uso
de “máscaras” del sujeto como mediadoras de la emoción
(desde el objetivismo norteamericano, también Rakosi dirá
que se trataba de evitar “un estado de emoción poética”).
En el artículo de Mario Faustino, por otra parte, se lee el si-
guiente mandato, que cita literalmente un verso de Wi-
lliams, de su poema “A Sort of a Song” de 1944, pero sin
identificarlo: “Hacer ver antes de intentar hacer pensar: An-
tes de las ideas vienen las cosas. Vemos, sentimos, antes de
racionalizar”.7 A este principio programático, que aparece
una y otra vez en el Diario, habría que agregar los dos pri-
meros puntos del manifiesto imagista (movimiento que
Pound formó con Richard Aldington e Hilda Doolittle),
que funcionan en el mismo sentido: “Tratar la ‘cosa’ direc-
tamente, ya fuese subjetiva u objetiva”; “Prescindir de toda
palabra que no contribuyera a la presentación” (Pound:
1970; p. 7). Vale aclarar, de todos modos, que se agrega en
este caso la posibilidad de que la cosa sea “subjetiva” y así y
todo deba ajustarse a su presentación; un ascetismo que tie-
ne su despliegue natural en la propuesta sobre el lenguaje.

7
W illiam Carlos W illiams, “A Sor t of A Song”, The Wedge: “Let the
snake w ait under/ his w eed/ and the w riting/ be of w ords, slow
and quick, sharp/ to strike, quiet to w ait,/ sleepless./ –through
metaphor to reconcile/ the people and the stones./ Compose. ( No
ideas/ but in things) Invent!/ Sax ifrage is my flow er that splits/
the rocks.” La traducción propuesta por Santiago Perednik es la
siguiente: “Que la serpiente espere bajo/ la maleza/ y el escrito/
sea de palabras, lento y veloz, filoso/ al atacar, silencioso al esper-
ar,/ insomne./ –a través de la metáfora para reconciliar/ a la gente
con las piedras./ Compone ( Que no haya ideas/ sino en las cosas)
¡Inventa!/ Sax ifraga es mi flor que/ agrieta las rocas”. ( W.C.
W illiams, “Una especie de canción”; p. 21) .

73
Si el simbolismo proponía la sugerencia (sugerir antes que
decir), el imagismo propone la visión concreta, pero a dife-
rencia de la poesía fotográfica de Williams, ésta debe ser el
resultado, incluso, de aquello que desborda el mundo de los
objetos.
Volver a Pound significa recuperar los inicios del objeti-
vismo norteamericano y en este sentido habría que revisar
otro salto hacia atrás de los neobjetivistas. Un salto hacia la
tradición de la poesía moderna y hacia el modernismo lati-
noamericano.
En ese número 3 del Diario de Poesía –además del dossier
Ezra Pound y un reportaje a Juan José Saer– aparecen “Desde
la ventana” de Prieto y “La ventana” de Aulicino, dos poemas
que hablan de los objetos y la mirada e indagan la posibilidad
de ir más allá de aquello que se ve, a la vez que plantean la
cuestión del marco, de la mediación y el recorte. En el prime-
ro de éstos, más allá del gesto compositivo de la mirada, que
diseña una escena fija –las vías del tren, una naranja, un man-
tel sobre una mesa–, el discurso reflexivo despunta como
puesta en crisis de lo visto; en el segundo, directamente se lee
una reminiscencia de la poética simbolista, que también esta-
rá cuestionada. Uno y otro insisten en no otorgar a las cosas,
al paisaje, adherencias simbólicas.
[VENTANAS]
El hecho de que “Correspondencias” de Baudelaire8 re-
suene en el poema de Aulicino hace pensar, por otra parte,

8
Charles Baudelaire, “Correspondances”, Les fleurs du mal (1857):
“La Nature est un temple où de vivants piliers/ Laissent par fois sor tir
de confuses paroles;/ L’homme y passe à travers des forêts de symbo-
les/ Qui l’obser vent avec des regards familiers.// Comme de longs

74
en un gesto inaugural; sitúa la discusión en un momento de
la poesía moderna que establece una relación peculiar entre
el sujeto y la naturaleza: la figura del vate; es decir, la singu-
laridad del poeta que puede leer los signos del “bosque de
símbolos”. Estos poemas son, en todos los casos, variaciones
sobre motivos –e ideologías– ya codificados que funcionan
como modos de definición de una poética; son, por lo tanto,
variaciones programáticas a partir de ciertos repertorios pre-
vios. Importa, de todos modos, destacar que hay un cambio
escandaloso en la escena: el helecho, la ropa tendida, las vías
del tren no tienen un estatuto similar al de ese templo que es
la Naturaleza en Baudelaire. Quiero decir, no hay templo,
hay objetos y escenas que insisten en su realismo. Pero hacia
allí va de manera insistente la pregunta, la del epígrafe de
Freidemberg: “Qué tienen las cosas que decirnos”.
Será García Helder el que haga esta pregunta en sede la-
tinoamericana. En el número 4 del Diario de Poesía (otoño

échos qui de loin se confondent/ Dans une ténébreuse et profonde uni-


té,/ Vaste comme la nuit et comme la clar té,/ Les par fums, les cou-
leurs et les sons se répondent.// Il est des par fums frais comme des
chairs d’enfants,/ Doux comme les hautbois, ver ts comme les prai-
ries,/ –Et d’autres, corrompus, riches et triomphants,// Ayant l’ex -
pansion des choses infinies,/ Comme l’ambre, le musc, le benjoin et
l’encens,/ Qui chantent les transpor ts de l’esprit et des sens”. La tra-
ducción al castellano utilizada en este ar tículo corresponde a Américo
Cristófalo: “La Naturaleza es un templo de pilares vivos/ que a veces
dejan salir confusas palabras;/ el hombre la recorre entre bosques de
símbolos/ que lo miran con ojos familiares.// Como largos ecos que se
confunden de lejos/ en una unidad tenebrosa y profunda,/ vasta como
la noche y como la claridad,/ per fumes, colores y sonidos se respon-
den.// Hay per fumes frescos como carne de niños,/ dulces como obo-
es, verdes como praderas,/ –y otros, corrompidos, ricos y
triunfantes,// que tienen la expansión de las cosas infinitas,/ como el
ámbar, el almizcle, el benjuí y el incienso,/ que cantan los transpor tes

75
de 1987: p. 12) aparece “Sobre la corrupción”, un poema
que se incluirá, levemente reescrito y en verso, años después
en El faro de Guereño (1990). Allí lo que resuena, más que
Baudelaire, es la lectura que Rubén Darío hace del simbo-
lismo en la escena mítica:

Puede que cada forma sea un gesto,


una cifra, y que en las piedras se oiga
perdurabilidad, fugacidad en los insectos
y la rosa; incluso cada uno de nosotros
podrá pensarse sacerdote de estos y
otros símbolos, cada uno capaz de convertir
lo concreto en abstracción, lo invisible
en cosa, movimientos. Pero de rebatir
o dar crédito a tales razones, sé
que ahora, al menos, no me conviene
interpretar mensajes en nada, ni descifrar
lo que en las rachas del aire viene
y no perdura (la imagen nítida, pestilente,
de los sábalos exangües sobre los
mostradores de venta, en la costa).

En una entrevista que Osvaldo Aguirre le hace para


www.bazaramericano.com, García Helder reconoce que es-
te poema se escribe como una especie de intromisión de
“una voz extemporánea en el ‘Coloquio de los centauros’”
de Darío (Prosas profanas). Los versos a los que refiere, muy
conocidos también, son parte de las sentencias de Quirón:
“¡Himnos! Las cosas tienen un ser vital; las cosas/ tienen
raros aspectos, miradas misteriosas;/ toda forma es un ges-
to, una cifra, un enigma”. Lo que dice el poema “Sobre la
corrupción” es similar a lo que se leía en “La ventana” de

76
Aulicino, aunque el tono elegido y la estrategia argumental
sean distintos, menos asertivos. No hay enigma en las co-
sas, no hay metáfora en las cosas; es el poeta, en todo caso,
el que por necesidad o por decisión lee uno u otra. Pero
además, aquí se ve con más claridad el cambio de escena-
rio. No se trata de un bosque de símbolos sino del puerto.
Si la conjetura se asienta en formas, cifras, en la piedra, la
rosa o los insectos, lo asertivo se despliega como toma de
postura en la referencia a “los sábalos exangües”, esos que se-
rán sustituidos en la versión incluida en libro por “zumbidos
de moscas verdes,/ hedor de pescados exangües” (p. 43). La
variación no cambia el signo. Lo que importa en el poema,
además, es esa posibilidad –de la que el poema se corre– de
convertir lo visible en invisible, lo concreto en abstracción.
La versión incluida en El faro de Guereño, por otra parte,
da lugar al argumento analógico de “Correspondencias”
para ponerlo en suspenso: “Puede ser (…)/ (…). Que per-
fumes,/ sonidos, colores se correspondan”, pero en ambos
casos la conjetura quedará subsumida bajo la inconvenien-
cia de la interpretación. No se trata de una imposibilidad,
sino de una elección. Porque de hecho es el olor el que en-
vía a lo visual, pero no hay un régimen de corresponden-
cias sino más bien un movimiento puro de la percepción;
el hedor –parece decir el poema– no es una cifra o un sím-
bolo de la corrupción (ahí el título del poema), sino el co-
rrelato perceptivo de los pescados podridos. El título del
poema, a partir de este movimiento, podría leerse de otro
modo: la corrupción es la del símbolo. No hay rosas, no
hay piedras, sino pescados podridos. No hay cifra, no hay
enigma, sino pescados podridos. Lo que se corrompe, en-
tonces, es la escena clásica del simbolismo y sus presupues-
tos. Lo que se elige es la puesta en primer plano de la

77
percepción y lo concreto, sin adherencias simbólicas y sin
adherencias emotivas.

Daniel García Helder vuelve al modernismo, o mejor di-


cho, a la poesía de Rubén Darío, con su polémico artículo
“El neobarroco en la Argentina” (1987), pero en este caso,
asocia el artificio dariano a la poesía del neobarroco lati-
noamericano: “El gusto por lo frívolo, exótico, recargado,
la ornamentación, las descripciones exuberantes o de la
exuberancia, el cromatismo, las transcripciones pictóricas,
las citas y las alusiones culteranas, etcétera, son rasgos ne-
obarrocos que esbozan la reapertura de algo que parecía
definitivamente extinguido: el modernismo, la tradición
rubendariana de Azul y Prosas profanas” (p. 24). Se focali-
za el lenguaje poético, sus retóricas que funcionarán como
contracara de la poética propuesta en el ensayo. Desde el
modernismo y el neobarroco, entonces (como reacción
ante este último, dirá Dobry), se postula un nuevo len-
guaje para la poesía: “todavía nos preocupa imaginar una
poesía sin heroísmos del lenguaje, pero arriesgada en su
tarea de lograr algún tipo de belleza mediante la precisión,
lo breve –o bien lo necesariamente extenso–, la fácil o difí-
cil claridad, rasgos que de manera explícita o implícita
censura el neobarroco”. Así, García Helder abre la idea de
una nueva escritura deseada o imaginada, que no se cir-
cunscribe aquí a la imagen objetiva, sino más bien al tono;
de hecho, se apuesta a cierta llaneza en el lenguaje (un
riesgo antiheroico) que haría pie en las ideas de Pound en
este punto (otra vez Pound), por eso sobre el final de la
nota se lo cita diciendo que “la gran literatura es sencilla-
mente idioma cargado de significado hasta el máximo de

78
sus posibilidades”.9 La síntesis contra el exceso; el idioma,
podríamos decir, contra el significante. Una poesía “de mí-
nima” como dice Aulicino en 1991, “que se base en per-
cepciones” y que a la vez “dé cuenta de la imposibilidad de
terminar una construcción coherente de esas percepcio-
nes”, que incluya la anécdota en tanto “anécdota de per-
cepciones”, y sea conciente del artificio, del efecto (p. 30).
De este modo, la poesía puede ser el espacio en el que lo
visto funcione como disparador de ciertas derivas y tam-
bién una superficie opaca que se presenta como límite in-
franqueable: “A veces pasa/ que todo lo que podemos
saber/ de alguien en el mundo/ es esto: se sienta junto a la
ventana,/ toma café, mastica, busca/ con el cuchillo el
punto tierno/ de la fruta”, leemos en un poema de Laura
Wittner (“Aunque la observemos durante horas”, El pasi-
llo del tren). Se puede pensar en un “relato de la percep-
ción”,10 dado que lo que se está mirando es una foto: la
pregunta es sobre la relación entre la imagen (o la cosa) y
el saber, y hay ciertamente un escamoteo que puede aso-
ciarse a la materia misma o a la mirada, cada vez. Lo que
se ve tapa otra cosa, encandila, enceguece.

9
Ver Ezra Pound. El ABC de la lectura; p. 23.
10
Dalmaroni y Merbilhaá utilizan esta expresión para hablar de la escri-
tura de Juan José Saer. Son muchos los poemas de los 90 que recupe-
ran este gesto saeriano; en algunos casos, claramente, además de la
incorporación de este gesto, aparece una sintaxis narrativa saeriana.
Me refiero a casi todos los poemas de Daniel García Helder, a algunos
de Mar tín Prieto y Osvaldo Aguirre y a 40 watt de Taborda. Allí, el fra-
seo pero también el procedimiento de la condensación, la minucia des-
criptiva asociada a la dilatación y la repetición se hacen presentes. Ver
Dalmaroni y Merbilhaá; p. 324.

79
El Diario de Poesía entonces, despliega una nueva poéti-
ca a la que denomina con el nombre de objetivismo en mu-
chos casos.11 Este nuevo objetivismo, como dije, relee la
poesía argentina y la tradición de la poesía moderna, alejado
de las ortodoxias, de los programas fijos, atento a lo concre-
to más que a la abstracción (a lo visible más que a lo invisi-
ble), al lenguaje llano o al medio tono, a las hablas, más que
al artificio de una escritura que repudia toda forma de realis-
mo. En este último sentido recuperan a los poetas coloquia-
listas argentinos de la década del ´60, o más bien algunas
escrituras de ese período, como las de Joaquín Giannuzzi, Le-
ónidas Lamborghini o Juana Bignozzi, y se alejan de propues-
tas más líricas como la de Juan Gelman, dice Dobry (p. 281).12
Habría que anotar, además, que este alejamiento supone
también desprenderse de la emotividad que atraviesa mu-
chos de los poemas del ´60 y del modo en que política y po-
esía se relacionan en Gelman, pero también en Horacio
Salas o Roberto Santoro, por dar algunos ejemplos.

2. Ampliar el círculo

El ejercicio de la mirada es la piedra de toque de los neob-


jetivistas; funciona como límite –cierre y apertura– del

11
Sobre el neobjetivismo y la poesía de los 90 ver además el “Prólogo”
de Daniel Freidemberg a Poesía en la fisura, y el de Ar turo Carrera a
Monstruos; el libro de Anahí Mallol y los ar tículos de Emiliano Bustos,
Santiago Llach, Daniel García Helder y Mar tín Prieto (“Boceto Nº 2 pa-
ra un… de la poesía argentina actual”).
12
En este trabajo manejamos la versión del ar tículo de Dobr y incluida
en su libro Or feo en el quiosco de diarios, pero su primera edición fue
del año 1999, en Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, Nº 588; pp.
45-57.

80
poema: “sin embargo/ sólo comprendo lo que miro:/ un
muro raído, el recorte/ de algo oscuro y profundo,/ y los
autos, incesantes,/ en torno” (Carlos Battilana, “Colonia”,
una historia oscura) y como gesto inaugural: “Se despertó
el mundo. Se despertó la percepción./ Hicieron facturas
en la panadería/ antes del amanecer, y al kinoto le salieron
cosas blancas./ Todo emana un perfume repleto y activo:/
no se le puede dar más tratamiento/ (un tratamiento me-
jor) que percibirlo” (Laura Wittner, “La tomadora de ca-
fé”; p. 24). En relación a este límite, las resoluciones de la
mirada varían. Es por esta razón que prefiero, más que ha-
blar de una poética, pensar ahora en un dispositivo objeti-
vista que recorre y aglutina una red amplia de textos desde
fines de los ´80 en la Argentina.13
Un dispositivo, dice Deleuze, está compuesto por má-
quinas “para hacer ver y para hacer hablar” y, efectivamente,
desde el Diario de Poesía pero también desde afuera puede
leerse una trama, “un conjunto multilineal” que redistribu-
ye posiciones de sujetos, objetos y se apropia de ciertos len-
guajes, busca registros, tonos para decir las cosas y del

13
Aunque prefiera hablar de dispositivo/s más que de poética/s, hay
una definición amplia de Rachel Blau DuPlessis para el objetivismo nor-
teamericano que sería impor tante reponer en este caso: “Los trabajos
de madurez de los escritores ‘objetivistas’ nos urgen a considerar utili-
tariamente aquello designado como objetivista; es decir, una posición
estética general en la poesía moderna y contemporánea que radica en
textos basados, en general, en ‘lo real’, en la historia y no en el mito,
en el empirismo y no en la proyección, en lo discreto y no en lo unifica-
do, en las prosodias vernáculas y no en la retórica tradicional, en el
imagismo y no el simbolismo o el surrealismo, en par ticulares que man-
tienen una relación dinámica con universales”.

81
paisaje.14 Se trata de un entramado de poemas que arman y
desarman la pregunta sobre qué ingresa en la poesía, qué re-
lación hay entre ésta y la realidad y da cuenta de cómo, mi-
croscópicamente, se van limando las tradiciones o sus textos
mayores, en un gesto de selección peculiar que va hacia po-
éticas heterogéneas para tomar algo de cada una de ellas. Se
lee en Punctum de Gambarotta: “Para qué ilusionarse: la
disposición/ ideogramática de los fósforos usados/ en la
mugre no contiene mensaje” (p. 28), y en un poema de
Wittner: “No es que leamos mal los signos./ Es que las co-
sas no son signos” (“Mis padres bailan jazz en el Café
Orion”, El pasillo del tren) acercándose ambos al planteo del
poema de García Helder “Sobre la corrupción”. En la poe-
sía de Carlos Battilana, en cambio, la relación entre el signo
y el paisaje está instalada desde el inicio, por ejemplo en
“Poema”: “es así:/ un dibujo/ ciertos lemas// yo diría/ un ra-
cimo de signos/ que sirven/ de muro de contención” (Unos
días; p. 26). Más que de símbolos se trata de signos, y como
lectura diversa de la poesía moderna habría que pensar en
una nueva figuración que sustituye al bosque baudelaireano:

14
“En primer lugar, es una especie de ovillo o madeja, un conjunto
multilineal. Está compuesto de líneas de diferente naturaleza y esas
líneas del dispositivo no abarcan ni rodean sistemas, cada uno de los
cuales sería homogéneo por su cuenta (el objeto, el sujeto, el len-
guaje) , sino que siguen direcciones diferentes, forman procesos
siempre en desequilibrio y esas líneas tanto se acercan unas a otras
como se alejan unas de otras. Cada línea está quebrada y sometida a
variaciones de dirección (bifurcada, ahorquillada), sometida a deriva-
ciones. Los objetos visibles, las enunciaciones formulables, las fuer-
zas en ejercicio, los sujetos en posición son como vectores o
tensores.” Gilles Deleuze, “¿Qué es un dispositivo?”, en Michel Fou-
cault, filósofo. Gedisa, 1999.

82
“la tundra”. Allí, en ese espacio desértico, el poeta insiste en
leer/ escuchar o en enunciar repetidamente la pregunta so-
bre esta posibilidad, que también es su reverso.
[LA TUNDRA]
Aquello que hace visible el dispositivo objetivista se pre-
senta como evidencia (como en las primeras citas de Batti-
lana y Wittner) y a la vez como escamoteo: es un
movimiento doble y simultáneo. Ciertas operaciones que
trabajan los modos del lenguaje (y al hacerlo también dan
lugar a modos de la subjetividad y de la visibilidad) dan
cuenta de este movimiento. Una de ellas tiene que ver con
la mediación, con el artificio exacerbado de la escena que
pone la mirada en el otro extremo del gesto casual e invo-
luntario, que deposita en la visión toda la carga de la cultu-
ra e incluso de la economía. En un poema de El faro de
Guereño, de García Helder, todo lo que se ve es un reflejo
sobre un ojo (muerto); allí, el que mira ve tanto la naturale-
za como lo que la civilización le hace a la naturaleza: “A la
rama de un aliso/ vienen a posarse las torcazas,/ y esa apari-
ción, ese idilio,/ las aguas del río que bajan/ corriendo hacia
el delta,/ las nubes de humo industrial,/ el barro de la orilla,
los juncos,/ están en el ojo de un pescado/ que se pudre al
sol” (“Alisos en la orilla”; p. 31). Una mediación, una lente,
si se quiere, en la que escandalosamente se ve la imposibili-
dad del idilio, porque el ojo del pescado es, en sí mismo,
una imagen doble (natural y cultural). Una imagen que pa-
reciera dar vuelta la alegoría del despertar (esa que Benja-
min analiza en Proust), ya que se ve lo que está desapareciendo,
y entonces lo que tienen los objetos para decirnos es la muerte
de esa ilusión.
Otra de estas operaciones que articulan la oscilación en-
tre evidencia y escamoteo está asociada con el mandato

83
poundiano (“una poesía sin heroísmos del lenguaje”) y tie-
ne que ver con la sustracción. Dice un poema de Laura
Wittner, “Erramos si alguna vez/ creímos en esto” refirién-
dose a la interpretación de una escena (“Mis padres bailan
jazz en el Café Orión”). Y leemos en “De la percepción” de
Martín Prieto: “La vista puede diluir las líneas galvaniza-
das/ que marcan el límite de la propiedad/ y hacer de este
campo yermo/ una barranca quebrada, suponer sauce al
paraíso/ y río a esa franja de cemento/ donde se suceden
autos brillantes,/ haciendo de la percepción un instrumen-
to del deseo/ y no de la verdad”. (1988; p. 39). Hay algo
que se sustrae en los objetos mismos, o hay algo que la mi-
rada sustrae. Porque las escrituras de las que hablamos no
son un mero registro, un testimonio a secas, aunque su ca-
rácter testimonial sea importante. No se trata de fotografí-
as que postulan una verdad, sino de la puesta en suspenso
de la relación entre el ojo y el lenguaje (aun desde la con-
vicción de su atadura). Yo diría en este caso, parafraseando
el verso de Wittner, erramos si creemos que las escrituras
alrededor de los objetos y las escenas o los hechos son nada
más que un modo de dar cuenta de esa materia como pro-
pia de la poesía. De hecho, los poemas más narrativos (y la
narración es importante en gran parte de la poesía de épo-
ca) parecen a veces banales porque allí opera la sustracción.
Como en un poema de Los cosacos (1998) de Laura Witt-
ner: “Eduardo volvía de Checoslovaquia/ y fuimos a bus-
carlo al aeropuerto./ Había un traffic jam en la 66,/ pero
llegamos finalmente/ y pronto salió Eduardo con su equi-
paje./ Salieron otros hombres, probables/ nativos de Pra-
ga./ De regreso, por la 66,/ condujo Eduardo/ y casi no se
habló. Tal vez/ por el calor/ que hizo esa tarde”. Si se lee es-
te poema sobre los que narran historias en la década del

84
´60,15 se verá que trabaja sobre un resto de lo dado, o res-
tando lo dado. De hecho, desaparece aquello que supuesta-
mente propone el texto: un relato. Lo mismo podría
decirse de uno de los poemas más conocidos y citados de
Fabián Casas: “Los chicos ponen monedas en las vías,/ mi-
ran pasar el tren que lleva gente/ hacia algún lado./ Enton-
ces corren y sacan las monedas/ alisadas por las ruedas y el
acero;/ se ríen, ponen más/ sobre las mismas vías/ y espe-
ran el paso del próximo tren./ Bueno, eso es todo” (“Paso a
nivel en Chacarita”, Tuca; p. 17). Aquí hay un relato, pero
el verso de cierre funciona como escansión, como estribillo
complejo en su aparente sencillez, del dispositivo objetivis-
ta. Lo que se sustrae en este caso es la posibilidad de predi-
car sobre lo visto, como en “Volviendo de Charlone” de
Wittner: “La señora muy vieja de perfil/ sentada a la mesa
fuera de hora/ mirando fijo hacia delante/ y eso es todo”
(Lluvias; p. 42); el enunciado abre la pauta de suficiencia
de la escena –es posible hacer poesía sobre materias míni-
mas, con un mínimo de lenguaje– y a la vez pone en evi-
dencia una escisión, entre el sujeto y lo que ve, que dará
lugar a distintas articulaciones. De hecho, en “Volviendo
desde Charlone” los versos que siguen a los citados corren
la mirada del registro que enmudece: “Desde la calle cual-
quiera da por hecho/ que esos ojos tan abiertos son horror/

15
Me refiero a poemas como “Anclao en París” o “A la pintura” de Juan
Gelman (Gotán, 1962); a “La loca” o “Vieja foto de amor” de Eduardo
Romano (Entrada prohibida, 1963 y Algunas vidas, cier tos amores,
1968), entre muchos otros. En este sentido, ver la lectura que Dalma-
roni hace de “Un viejo asunto”, poema de Violín y otras cuestiones
(1956) de Gelman, cuando destaca que se trata de “una narración,
muy cercana al documento testimonial y al relato costumbrista” (p.
28).

85
y ese gesto es el de haber abandonado/ lo que alguna vez se
supo, si se supo” (p. 42). Más claramente, en la poesía de
Casas algo siempre inquieta el ver: los objetos pueden ser
familiares (ofrecer el resguardo) o convertirse en absoluta-
mente extraños y, entonces, hablarán en el poema con el
tono de la pérdida o la catástrofe, desatarán una lucha con-
tra el tono elegíaco o una mirada paranoica.
[LA CATÁSTROFE]
Aunque la materia sea mínima, o se piense en una “poe-
sía de mínima”, “sin heroísmos del lenguaje”, ver “es siempre
una operación de sujeto” (Didi-Huberman; p. 47). Aun
cuando el dispositivo objetivista propone una retracción de la
emotividad, no hay pretensión de “un ojo puro”, aquel al que
alude Frank Stella cuando dice “todo lo que hay que ver es lo
que se ve”.16 El “Bueno, eso es todo” de Casas o Wittner no
es una propuesta tautológica, sino el punto exacto en que se
anuncia que hay algo que nos mira en lo que se ve: el horror,
la inquietud. No hay ojo sin sujeto ni ojo sin historia, como
dice Didi-Huberman. De hecho, el dispositivo objetivista
atraviesa los órdenes de la visibilidad y de la enunciación, los
mezcla, propone articulaciones diversas, no para dar cuenta
de un tipo de escritura sino, básicamente, para generar posi-
ciones críticas en el campo literario y para indagar el estatuto
de los objetos en la sociedad contemporánea como signos
temporales. Porque “la mancha en el ojo” del que mira suele
ser la de la historia; hay algo del pasado que persiste, que in-
siste en interpelarnos desde el presente de la imagen. En “Ali-
sos en la orilla”, de Daniel García Helder, lo que acude como

16
Citado por Georges Didi-Huberman, Lo que vemos, lo que nos mira; p.
31.

86
pasado es el idilio de la naturaleza y, podría decirse, el idilio
como género poético, o mejor, sus tonos, si pensamos en al-
gunas formaciones románticas cercanas, como la oda y la ele-
gía. El poema de García Helder –como tantos otros– hace
aparecer el pasado, como ruina, en el presente. En una cultu-
ra que insiste en la sincronía y en la estasis –la de la posmo-
dernidad, tal como la describe Jameson–, los objetos, los
paisajes de los poemas se abren diacrónicamente y su inscrip-
ción en la cultura del simulacro o el espectáculo, “en una so-
ciedad que ha generalizado el valor de cambio hasta el punto
de desvanecer todo valor de uso” (Jameson; p. 45), será de-
nunciada, desmantelada en los poemas. La poesía de Silvana
Franzetti plantea una política radical de la imagen en este
sentido. Así, en uno de los poemas de Mobile (1999), “El
vendedor de fajas de neoprén/ parodiando lo exiguo/ reduce/
al chico que vende turrones/ que a su vez desplaza/ al de las
estampitas./ Las imágenes relevan/ una serie de golpes de bas-
tón/ vueltos mercancía sobre el piso” (p. 17). El circuito de
los objetos y los sujetos como mercancías no arma redes de
relaciones, las borra. Una cosa “reduce” o “desplaza” a la otra
sin que haya alguna constelación que no sea la del intercam-
bio mercantil. Los objetos del mercado o las imágenes del es-
pectáculo no tienen una historia y por eso desaparecen o se
olvidan. Son, según Franzetti, refractarios a la memoria. La
mirada en su caso es analítica y la poesía pone el ojo allí don-
de la imagen oculta, porque los roles están invertidos: el que
mira será el mirado y ése será el punto ciego que rodea en su
libro Cuadrilátero circular (2002), cuando los japoneses mi-
ran el ruedo y no ven la sangre del toro y a la vez son mirados
por la televisión, que los convierte en espectáculo.
El dispositivo objetivista, entonces, funciona cuando se
piensa en los regímenes de visibilidad de una cultura, en las

87
políticas de lo visible y lo decible; también cuando se sitúa
entre las escrituras de época y las de la tradición: como des-
mitificación en relación al simbolismo, pero también como
puesta en suspenso de la imagen fotográfica de William
Carlos Williams y su carácter testimonial; como control so-
bre la materia en relación al neobarroco y como limpieza de
la emotividad y la narración en la poesía de los ´60: “No es
la historia de un credo/ –la pasión brilla lejos–”, se lee en
“Las vísperas” (El fin del verano; p. 26) de Carlos Battilana.
En todo caso, cuando se piensa en la emoción, será la que
producen los objetos: “ninguna emoción salvo en las cosas”
(p. 8), leemos en Punctum de Gambarotta como aserción,
mientras que “Acerca del alma” de Martín Prieto (Verde y
blanco, 1988) la despliega como petición, como deseo de
un paisaje más “real”: “Nada más quisiera el alma:/ una per-
cepción emocionante,/ materiales levemente corruptos/ de
eso que llamamos ‘lo real’/ y no estas construcciones de fin
de siglo/ en el bajo, galerías desde las que miro/ los mástiles
enjutos de un barco griego./ Tampoco el agua ni, más allá,/
eso que dicen es la provincia de Entre Ríos” (p. 37). Porque
ahora el poeta encuentra en lo que ve un límite, pero lo ex-
plicita, y ese límite es a la vez una hendidura; porque ahora
lo que se narra está también regido por el ejercicio de sus-
tracción, y tanto el poema extenso (cuando por necesidad
lo es, diría Daniel García Helder) como el poema breve sue-
len dejar blancos e incluso partir de un vacío.

3. La luz hace su trabajo

Punctum (1996) de Martín Gambarotta puede leerse como


un largo poema sobre la percepción; es lo que viene después

88
de los poemas objetivistas clásicos; o mejor, lo que viene
después de sus resoluciones más lúcidas, aquellas que ponen
en suspenso la visibilidad y la discursividad alrededor de los
objetos. Punctum es un libro que propone una nueva “ima-
ginación visual” (aquella que detecta Samoilovich en su re-
seña), la que produce “la obsesión corrosiva de la luz sobre
las cosas” (p. 44).
Para comenzar, la mancha en el ojo de la que habla Di-
di-Huberman es una mancha real: “Hay cosas que el color
moja/ y cosas que no./ La transfusión de un relumbre líqui-
do divide/ el cielo en láminas. Una ampolla de pus/ punza-
da por un alfiler,/ manchones indelebles en el medio de los
ojos” (p. 44). Y lo que está en los ojos se traslada hacia el ex-
terior: “En la luz inusual de/ la tarde, ampolladas/ al fondo,
las hojas incoloras de unas palmeras” (pp. 81-82). El poema
comienza con el durmiente o el enfermo que despierta e in-
tenta ver las cosas que lo rodean, pero no me interesa aquí
recuperar estas figuras para traducir la percepción enrareci-
da sino más bien seguir el proceso de la percepción y recu-
perar lo que se transforma en una caligrafía de la luz que
borra la división entre el adentro y el afuera; el que despier-
ta mira hacia arriba, ve el cielorraso y es “óxido borroneado”
(p. 7); una imagen que se repite cuando Cadáver –que no
sabremos quién es en todo el poema, pero es en parte el que
despierta– mira una antigua foto y el narrador dice: “Bajo
un cielo anti-óxido su amiga, algo pálida” (p. 13). Y más
adelante, se ven las ramas de un árbol contra “el cielo óxi-
do” (p. 81). La luz diseña un continuo, pero a la vez corroe
las cosas (¿las oxida?) y lo que se ve son detalles o fragmen-
tos parciales.
Porque la luz es lo que deja ver, por lo general, porcio-
nes de lo real: “En realidad, prendió el encendedor para

89
escuchar/ el hiss del gas líquido/ alimentando la llama/ que
movía por dos o tres costados/ de la pieza a oscuras/ ilumi-
nando fracciones de objetos sin definir/ tratando de com-
probar/ que estaba/ y dónde estaba/ ese momento/ en el
que estaba” (p. 30). Se trata siempre de una luz artificial,
adjetivada de manera extraña durante todo el poema –mor-
bosa, lluviosa, escasa, gris, blanca, lechosa, azul–. Y además,
pareciera que la luz no ingresa desde el exterior sino –en
una inversión del proceso realmente inquietante– que la luz
interior se mueve hacia fuera. La luz que hay en la habita-
ción es la del televisor y su cualidad, la de difundirse: “hace
suponer el final de la transmisión nocturna/ que ahora ter-
mina y deja/ la pantalla nevada/ trasladando a la penumbra
del pasillo/ la oscilación de un aire gris que no provoca/
ninguna emoción salvo en las cosas” (p. 8), y encima allí ese
gris se fundirá “con el destello aguado de un aviso de yo-
gur”(p. 9); a la vez, lo que vendría del exterior está mediado
por la luz artificial: “pero lo esencial es el fulgor de una sol-
dadora/ llegando desde una construcción lejana: el esquele-
to/ de un edificio sin terminar/ congelado en la iluminación
que, desde más atrás,/ irradia la terminal empapelada/ con
afiches de la gobernación:/ NO, dicen en rojo, a la droga” (p.
12). Desde afuera llegan luces que son en realidad irradia-
ciones cercanas o lejanas, como si hubiese porciones de luz
(¿manchas de luz?) y a la vez, ésta estuviese secuenciada,
igual que en la habitación. La iluminación funciona como
un filtro para el ojo, pero también permite el planteo de
una poética sobre lo que puede decirse o verse: no hay mi-
radas panorámicas sino focalizaciones que extreman los
detalles: “En la calle,/ cerca de un lote con partes quema-
das/ de lavarropas, las llamas tatuadas en el esmalte blan-
co,/ heladeras en desuso/ dejadas al fondo del baldío,

90
(…)” (p. 32), y a veces la focalización sustrae a los objetos
de su función habitual y los transforma en decorativos o
artísticos: “Los huesos mínimos de un pollo/ brillaban en
el plato” (p. 51).
La luz, entonces, funciona como destello, permite el ar-
mado de fondo y figura (algunas veces nítido, casi siempre
borroso, parcial) y será, en una operación extrema, aquello
que se vuelve materia; la luz es, por momentos, el objeto
que da la luz, entonces se ve, de manera facetada, defor-
mante, a través de una materia: “De una que el mundo sen-
sible que aparece delante/ de Confuncio, yéndose de la
terminal,/ se ve a través de una bombita de luz, los objetos/
apenas magnificados por el vidrio adquieren movimiento/
circular y se superponen unos a otros” (p. 30). Se percibe el
mundo no sólo como efecto de una luz difusa, siempre am-
bigua, sino también como un modo de mirar a través de esa
luz hecha objeto (una lámpara, el vidrio). Es este tipo de
luz, a su vez, la que acompaña la presentación de los perso-
najes en algunos casos (la que permite ver fragmentos o de-
talles): “(…) Y está tu cara iluminada/ por el fuego seco de
una estufa de cuarzo (…)” (p. 81), “En la cocina/ la llama
de la hornalla/ oscila detrás del Guasuncho (….)” (p. 10),
“no estaría el Guasuncho captado por la luz/ de la heladera
abierta/ cuando saca una lata de cerveza alemana, atún” (p.
36), “Confuncio, que no sabe cuándo está hablando/ en joda
y cuándo en serio,/ hacía brillar la cabeza de un alfiler/ contra
una luz cualquiera” (p. 21), “No soy yo/ el que se lleva el tene-
dor con una papa hervida a la boca/ un tanto fosforescente
contra/ la ondulación de la hornalla” (p. 38). En el mismo sen-
tido funcionan las imágenes espejadas, porque devuelven una
visión parcial o deformante, como cuando a Guasuncho el ta-
xista lo va “adivinando por el espejo retrovisor/ una parte de

91
su cara alumbrada/ por los autos que vienen de frente” (p.
37), o cuando el personaje del durmiente es captado en una
superficie refractaria: “Mirando el reflejo de su cara/ en el
revés de una cuchara” (p. 12).
Afuera las luces son de sodio, el color es gris (“el bajo
cielo/ gris gris gris analgésico”; p. 26) y está asociado a cier-
ta consistencia, “la mañana grumosa” (p. 36), oleosa, ten-
drá que ver con una combinación cada vez más extraña de
color y textura: “el alumbrado lechoso de la calle” (p. 81),
“El cielo color engrudo” (p. 36). Aun cuando se nombre un
color plausible para la luz se lo pasa por una materia que lo
objetiva (“Cielo con estrías de color/ de las etiquetas ana-
ranjadas/ de los discos CBS”, p. 29), y une el afuera con el
adentro en un punto de indefinición, de ambigüedad que
va del óxido al color lechoso o a “la iluminación color
arroz, blanca gris blanca”, en donde “la escena ansiosa se
desarrolla sin tiempo verbal:/ o no pasa nada o no se en-
tiende lo que pasa” (p. 82). La luz, entonces, es la forma del
tiempo, la única forma: “El tiempo se atiene al mandato de
la luz. Detrás del/ vidrio roto, mantenido en lugar por un
broche de metal,/ únicamente se tiene noción si se sigue/ la
variación de colores (…)” (p. 19). Sin embargo, la luz con-
vertida en color también es insuficiente, ambigua y equívo-
ca para pensar el presente, el pasado y el futuro: “Y
ninguna/ separa el anteayer, a no ser nada/ o el filamento de
una bombita de luz,/ del día anterior/ y nada separa, a no
ser/ nada, ese anteayer de su ayer/ y al día de ayer de su
ayer,/ a no ser una sucesión de pantallas nevadas/ desplega-
das en el sueño (…)” (p. 18-19). No se trata, claro, de perí-
odos naturales de la luz, de estaciones, e incluso en un
punto deja de tener validez la diferencia entre la noche y el
día (todo es gris; es casi imposible el contraste); se trata de

92
la luz artificial, la del foquito, la de la pantalla del televisor
que será también la que interioriza el personaje del dur-
miente, por eso se habla de “la pantalla nevada de tu men-
te”, o se usa la expresión “La bruma se traslada a su mente”
(p. 7). Lo que se despliega en esta luz son escenas, o más
bien fragmentos de escenas que combinan las historias de
Guasuncho, Confuncio, Hielo y Gamboa, todos amigos
del personaje que abre el poema en una temporalidad que
superpone pasado y presente, ya que los primeros parecen
moverse en los ´90, afuera del mundo político, y Gamboa
participó de la experiencia de Montoneros. Los ´70 y los
´90, entonces, bajo una misma luz grumosa.17
Por otra parte, los distintos personajes aparecen como
formas temporales ambiguas de la figura del escritor. De he-
cho se dice de Hielo “que podría llegar a ser el potencial sim-
ple/ de Confuncio pero es, en sentido estricto, otra persona”
(p. 39) y cuando Confuncio se desdobla en Kwan-fu-tzu (su
nombre chino) se dice que éste es “el pretérito perfecto/ de
Confuncio” (p. 34). Finalmente, sobre el cierre del texto, la
figura del escritor se superpone con otra: “Miré o miró, mira-
ba él o yo,/ alguno de los dos miraba” (p. 73). La temporali-
dad se resuelve por multiplicación. Este modo del tiempo
asociado a la luz se propone bajo otra torsión, más clara-
mente metafórica, en una de las series de poemas integrada
en Seudo, la del rayo. Allí lo visual instala la simultaneidad:

17
El tema de la temporalidad política –que no desarrollo en este caso–
fue abordado en “Punctum: sombras negras sobre una pantalla”, en Bo-
letín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria; Centro de Teo-
ría y Crítica Literaria, Facultad de Humanidades y Ar tes, UNR, Rosario,
octubre de 2000; pp. 102-111.

93
“El relámpago/ trae luz del día pasado/ a la noche presente”
(p. 32) y también: “Si es verdad/ que el relámpago viene/
desde atrás para ser/ golpe de luz en el día negro/ el relám-
pago entonces define/ los signos del futuro” (p. 34).
En la luz están todos los tiempos superpuestos y es la
que habilita también la multiplicidad de identidades, que
pueden entenderse en Punctum a partir de combinaciones
unitarias de dos o más figuras, tal como se presenta Kwan-
fu-tzu, el desdoblamiento de Confuncio, como “una frac-
ción/ a la vez de sus mil partes” (p. 30); esta serie podría
extenderse al resto de los personajes como formas del Cadá-
ver. Un recorrido similar puede detectarse en Seudo cuando
Pseudo (también llamado Bei Dao y luego devenido en
Seudo), “el objetivo frío/ de la mañana, el más odiado, el
atleta” (p. 24) y Arnaut, que “conoce/ la calidad monástica
de la luz” (p. 24), se unen, sobre el final del texto, en un
mismo nombre: “Yo, en este caso Seudo-Arnaut, vengo/ de
dormir la siesta seriada” (p. 130).
En principio, el que despierta está encerrado en un cu-
bo (“Una pieza/ donde el espacio del techo es igual/ al del
piso que a su vez es igual/ al de cada una de las cuatro pa-
redes/ que delimitan un lugar sobre la calle”; p. 7) que apa-
rece mencionado también como una pecera llena de agua o
como una caja negra. La luz parece irradiarse desde el inte-
rior hacia el exterior –ambas tienen la misma cualidad– y a
su vez la pantalla nevada del televisor es la pantalla de la
mente del que despierta. Como si todo lo que sucede en el
libro se reflejase allí o también como si desde allí, desde esa
caja oscura, esa cámara fotográfica, se captase lo que está
afuera. En este sentido, la percepción, la posibilidad de
ver, se asemeja al proceso fotográfico; se presenta como el
momento exacto en el que la luz hace su trabajo sobre una

94
superficie sensible. Lo que se ve no es el resultado (la fotogra-
fía revelada) sino una instancia anterior, una imagen enrareci-
da por la luz, o directamente imágenes de la luz que arma su
caligrafía sobre los objetos, los corroe (“la obsesión corrosiva
de la luz por las cosas”; p. 44). La luz como una puntilla o un
brocato que extraña aquello que ilumina y no como lo que
embellece, tal como aparece en un poema de Daniel García
Helder, “In memoriam of Jane”, que usa directamente esta
imagen: “El aire que baja de los enebros/ en la sombra espar-
ciendo encajes de luz” (1994; 31).
Si pensamos Punctum en relación al dispositivo objeti-
vista nos daremos cuenta de que la evidencia de los objetos
desaparece y queda sólo el movimiento de escamoteo, el
momento en que la visibilidad pierde cualquier tipo de efi-
cacia y la discursividad alrededor de las cosas y los hechos
queda prácticamente anulada.18 Se trata del momento en
que el acto de ver es “una operación hendida, agitada, in-
quieta, abierta” pero el sujeto no sabe qué tienen los objetos
para decirle. Y este no ver se traslada como correlato simé-
trico a la lectura, espectacularizado cuando Confuncio no
puede leer correctamente los carteles en la terminal (como
un disléxico), o cuando Kwan-fu-tzu, su doble, mira (pri-
mero mira) y no recuerda los nombres de las cosas: “Lo que
mira o va a mirar se/ disgrega a medida que se pierden en su
memoria/ las palabras que tiene/ para representarse los ob-
jetos” (p. 31). No se reconocen los objetos, el durmiente se

18
Sergio Raimondi analiza la “afasia” en la poesía de Gambarotta como
operación sobre un orden anterior de la lengua que persiste y se comba-
te. He analizado Seudo de Martín Gambarotta en “Mirar y escuchar: el
ejercicio de la ambigüedad”, en Punto de Vista, Nº 69, abril de 2001; pp.
5-8.

95
pregunta quién es y no sabe dónde está, hace un esfuerzo
para ver, se pone gotas en los ojos. O mejor dicho, el proce-
so de reconocimiento se ralentiza, porque se trata del mo-
mento en que la visión se separa de la reflexión: “Primero/
aparecen los caballetes, las plantas,/ y después el pensa-
miento (…)” (p. 19).

4. El lugar de los restos

La poesía argentina de las décadas del ´60 y ´70 había en-


contrado un sitio concreto y a la vez previsible para lo polí-
tico: siempre la ciudad, la calle o la plaza. Allí se inscribe,
antes, “Argentino hasta la muerte” (1954) de César Fernán-
dez Moreno; allí está la saga de Leónidas Lamborghini des-
de sus inicios, y especialmente con Las patas en la fuente
(1965). Eso mira Giannuzzi a través de la ventana. En rea-
lidad, la poesía de la época no inventa un espacio para lo
político sino que más bien hace ingresar lo público al texto:
el escenario es uno de los modos y las resoluciones de lo po-
lítico no están sólo sujetas a esa localización. En los ´80 hay,
a grandes líneas, un repliegue de lo político en la poesía, eli-
dido en algunos casos, ausente en otros. Pero ya sobre fines
de la década reaparece. Reaparece y es distinto.
Me voy a referir en este caso a dos textos que representan
líneas antagónicas, la del neobarroco y la del neobjetivismo, y
responden a esta cuestión del espacio político en la poesía
exacerbándolo, como territorio en expansión, si se quiere, in-
definida: “Cadáveres” de Néstor Perlongher se publica por
primera vez en abril de 1984 en Revista (de poesía); “Tomas
para un documental” de Daniel García Helder aparecerá de
manera fragmentaria y sólo en revistas (poesia.com, 1996;

96
Punto de Vista, 1997),19 pero los años de escritura van del ´92
al ´95. En uno y otro, el espacio se impone como materia y
su presencia es inquietante; corrido el sujeto de la escena, la
enumeración y la contigüidad, serán las operaciones de insta-
lación extendida de lo político como registro o proliferación
de un territorio. El gesto exasperado y exasperante parece si-
tuarnos en los límites de cada una de estas poéticas.

I
En el año 1987 apareció un libro que partiría las aguas de la
poesía argentina: Alambres, de Néstor Perlongher. En ese li-
bro, un poema especialmente, “Cadáveres”, situaba de ma-
nera escandalosa la muerte política (y también, podríamos
decir, la del sida).20 Los desaparecidos pasaban por la voz de
Perlongher y aparecían en los breteles, en “las canastas de

19
Fragmentos del inédito “Tomas para un documental” aparecieron en
el sitio Poesia.com (Buenos Aires, 1996), en las revistas Punto de Vis-
ta (Buenos Aires, Nº 57, 1997), La Modificación (Madrid, 1998), Ma-
tadero (Santiago de Chile, Nº 103, 2002), en Monstruos, la antología a
cargo de Carrera (Buenos Aires: FCE, 2001) y otras de poesía latinoa-
mericana. La selección que analizo en este caso es la de Punto de Vis-
ta.
20
Menciono el sida porque si bien O qué é AIDS es de 1987 (San Pablo,
Editorial Brasiliense, Colección “Primeiros pasos”, el mismo Perlong-
her dirá en una entrevista que su escritura es del año 1983. Ver Carlos
Ulanovsky (entrevista), “El sida puso en crisis la identidad homose-
xual” (Buenos Aires, Página/12, 19 de septiembre de 1990), recopila-
da en Néstor Perlongher, Papeles insumisos (Buenos Aires, Santiago
Arcos editor, 2004; pp. 332-337). Por otra par te, aun cuando se con-
signe la escritura de “Cadáveres” en el año 1982 (esto aparece en la
“Cronología” de Chistian Ferrer y Osvaldo Baigorria (selección y prólo-
go), Prosas plebeyas, Buenos Aires, Colihue, Colección “Puñaladas”,

97
mamá”, en las mucosas, en “la riela de ceniza”. ¿Qué lugar
es éste? Es el lugar del desafuero porque va contra una ley,
porque supone la expulsión de un territorio. En el principio
del poema y en algunos versos posteriores aparece aquello
que podría ser considerado como lugar posible (y del que se
sale). Los muertos tienen un espacio “real”: “Bajo las matas/
En los pajonales/ Sobre los puentes/ En los canales/ Hay
Cadáveres” (p. 51); un lugar que mientras más real más
oculto está: “En la provincia donde no se dice la verdad/ En
los locales donde no se cuenta una mentira/ –Esto no sale
de acá–” (p. 57). Pero luego, los lugares se multiplican y co-
mienzan a enrarecerse: “En la trilla de un tren que nunca se
detiene/ En la estela de un barco que naufraga/ En una oli-
lla, que se desvanece/ En los muelles los apeaderos los tram-
polines los malecones/ Hay Cadáveres” (p. 51). Los lugares
se van armando como constelaciones, más o menos arbitra-
rias, siempre móviles, a partir de uno o más tópicos; en este
caso dos medios de transporte –o mejor dicho, las marcas
que deja su avance– y el agua: el agua engarza con la estela
que deja el barco, ésta, antes, con la trilla del tren y de allí se
vuelve a un lugar posible, pero nuevamente en relación al

1997), no sabemos si ésta fue la definitiva o hubo reescrituras. Las fe-


chas, de todos modos, coinciden en un período de tiempo que hace
plausible pensar en la alusión a la muer te por sida en el poema. Mar tín
Prieto entiende, en cambio, que las alusiones sexuales del poema o la
ubicación de la muer te política en imágenes asociadas a lo sexual su-
pone que este último es un sub-texto que recorre el poema, en tanto la
sexualidad es otra de las verdades acalladas por la sociedad, otra de
las cosas de las que no puede hablarse. En todo caso, si la referencia
al sida no se piensa en relación inmediata con los textos de Perlongher
sobre la enfermedad o con la aparición del sida, el texto sería altamen-
te profético en este sentido. La correlación sexualidad/ política es, por
otra par te, un hecho en el pensamiento y en la poesía de Perlongher.

98
agua: los muelles, los malecones, los trampolines. El reco-
rrido, como se ve, no es lineal; es al menos serpenteado (ya
volveré sobre eso), y el movimiento va a contrapelo de to-
da posibilidad de estabilizar un territorio. Lo multiplica,
entonces, a la vez que lo desestabiliza (lo corre del estatuto
realista, convierte lo molar en molecular, dirían Deleuze y
Guattari). La muerte política (la de la dictadura, la del si-
da) ocupa el lugar de lo mínimo a partir del desplazamien-
to. Me explico: los Cadáveres, que reaparecen en el
estribillo repetido cincuenta y seis veces en este largo poe-
ma, están en el cuerpo, pero localizados microscópicamen-
te en una de sus partes, un atributo, o una condición:
“Parece remanido: en la manea/ de esos gauchos, en el pe-
laje de/ esa tropa alzada, en los cañaverales (paja brava), en
el botijo/ de ese guacho, el olor a matorra de ese juiz/ Hay
Cadáveres” (p. 53). El lugar siempre se sale de centro, se
desplaza y a la vez se multiplica de manera exasperante; en-
tonces, se construye un espacio que no es tal pero habla del
poder invasivo de esos Cadáveres que llegan a todos (“En
su divina presencia/ Comandante, en su raya”; p. 51) y a
todo, incluso al sexo: “En la mucosidad que se mamosa,
además, en la gárgara; en la también/ glacial amígdala; en
el florete que no se succiona con fruición” (p. 54); incluso
a los objetos: “en la lingüita de ese zapato que se lía” “en la/
correíta de esa hebilla que se corre” (p. 52), “en el estuche
de alcanfor” (p. 54).
No me gusta en este caso la lectura de la metáfora que se
traduciría como “los Cadáveres están en todas partes”. Por-
que lo que importa es ver, a partir de la repetición exacerba-
da e inquietante de ese en o donde que abre al menos la
tercera parte de los versos del poema, qué está haciendo Per-
longher con el lenguaje, más que pensar qué está diciendo,

99
qué significa lo que está diciendo (aunque en realidad, es lo
mismo, no pueden separarse esas dos instancias, nunca).
Entonces ¿cómo se arma en el poema ese lugar que no es un
lugar? Dije, a partir de constelaciones que comparten un
atributo, también a partir de la contaminación fónica en
una rima machacante o a partir del corte de términos que
comienzan a hilvanarse: “En las mangas acaloradas de la
mujer del pasaporte que se arroja por la ventana del barqui-
llo con un bebito a cuestas/ En el barquillero que se obliga
a hacer garrapiñada/ En el garrapiñero que se empana/ En
la pana, en la paja, ahí” (p. 51-52). El movimiento es de
contigüidad, es metonímico (no metafórico) y supone un
despliegue de la frase (el primero de estos versos es, incluso,
narrativo) y un pliegue del enunciado sobre sí mismo, una
retracción: pana está en empana y paja deriva de ella. Todo
es materia plegada –no hay lisura posible– y entonces la
multiplicación de versos encabezados por las preposiciones
en o donde no hace más que, en el ejercicio de la prolifera-
ción, espacializar ese pliegue que, como ya se ha dicho, es la
caligrafía de la imagen neobarroca. Incluso la elección de
los objetos habla de esta tarea de cobertura, de ocultamien-
to (ropas, potiches) que como praxis sobre el lenguaje tam-
bién se escenifica en el modo de ir de una materia a otra, de
focalización y fuga: “En la finura de la modistilla que atara
cintas do un buraco hubiere/ En la delicadeza de las manos
que la manicura que electriza/ las uñas salitrosas, en las mis-
mas/ cutículas que ella abre, como en un toilette; en el toca-
dor, tan/ …indeciso…, que/ clava preciosamente los alfiles,
en las caderas de la Reina y/ en los cuadernillos de la prince-
sa, que en el sonido de una realeza que se derrumba, oui/
Hay Cadáveres” (p. 53). Cuando el movimiento del espacio
parece ser el del detalle (de la manicura a las cutículas), se

100
abre otra serie, la de la reina y la princesa a partir del toca-
dor. Un espacio en expansión que no puede suspenderse,
no tiene punto final; por eso, después del enunciado de cor-
te, continúa diseminándose: “Ya no se puede enumerar: en
la pequeña ‘riela’ de ceniza/ que deja mi caballo al fumar
por los campos (…)/ Hay Cadáveres” (p. 55).
Es cierto, como dice Prieto, que en “Cadáveres” no hay
un lugar, sino que este será recubierto por la proliferación
que “está a la deriva del mismo lenguaje poético”. Por eso,
no se trata, agrega Prieto, de “una proliferación ‘realista’”, en
tanto ésta supondría “realizar una cobertura del territorio se-
gún un proyecto de minucia detallista” (p. 451). Efectiva-
mente, el lugar del realismo es el que no está, ese proyecto
contra el que Perlongher, de hecho, escribió su propia poe-
sía. No hay representación posible e incluso esta cuestión
aparece de manera problemática e irónica sobre el final del
poema cuando dice: “Decir ‘en’ no es una maravilla?/ Una
pretensión de centramiento?/ Un centramiento de lo céntri-
co, cuyo forward/ muere al amanecer, y descompuesto de/
El Túnel/ Hay Cadáveres” (p. 60). Sin embargo, es claro que
hay un espacio de bordes, filigranas, huecos en donde están
los Cadáveres. La respuesta está en el modo de la escritura.
El espacio del Cadáver es el pliegue, es una espacialización
estética que parte de un movimiento del lenguaje; podría
decirse: en los pliegues de los pliegues hay Cadáveres y tal
vez, lo que se está plegando en cada una de las frases adver-
biales sean los primeros espacios, los “reales”: las matas, los
pajonales, los puentes, los canales. Entonces, el poema traba-
ja en el borramiento de un afuera tradicional; pero construye
otro lugar, el de los flujos, las mucosas, las telas o los tonos
que tiene un carácter ominoso, asociado también al uso re-
petido del verbo impersonal hay: se trata de una presencia

101
contundente, más que de una constatación, de una presen-
cia que no necesita del sujeto para manifestarse.21
Ni el modo de espacializar la materia (como ya dijimos)
ni el en que va armando un espacio plegado pueden ser so-
metidos a una lectura metafórica: desde la elección del tér-
mino repetido, Cadáveres, hasta los lugares mencionados,
esos modos del margen, lo que prima es la materialidad; la
muerte es material, no simbólica, en tanto el lugar de los
Cadáveres lo es. Porque ¿dónde están los muertos, los com-
pañeros en la poesía de Juan Gelman? En Hacia el Sur, un li-
bro publicado en México en 1982, los desaparecidos ya
tenían un lugar: “los límites del cielo cambiaron/ ahora es-
tán llenos de cuerpos que se abrazan/ y dan abrigo y conso-
lación y tristeza/ con una estrella de oro y una luna en la
boca/” (“otras partes”; Interrupciones II; p. 62). El lugar de
los cuerpos (no de los Cadáveres, porque Gelman nunca uti-
lizará ese término) es metafórico. En los libros de esos años,
los que luego publicará Mangieri en la Argentina reunidos
en dos tomos, Interrupciones I y II (1988 y 1986), los muer-
tos están en el aire, en el sol, en la luz; tienen “naranjos en la
boca”, sus huesos brillan fosforescentes, les crece un ombú;
están, en todo caso, resucitando y convirtiéndose en mito.

II
Sobre finales de los ´80 y principios de los ´90, los espa-
cios de lo político, de la historia, dejan de ser icónicos o

21
En el poema aparece una sola vez el verbo ver: “Se ven, se los des-
panza divisantes flotando en el pantano:” (p. 52), pero otra vez bajo
una forma impersonal y, además, con el agregado de un atributo que
sería propio de los Cadáveres y no del que mira: divisantes. Los Cadá-
veres son los que perciben, aunque con dificultad.

102
simbólicos. Una gran cantidad de poetas y de poemas se
esfuerzan por nombrar calles, negocios, ríos. Taborda es-
cribe 40 watt (1993) y “relata” el desborde del arroyo Lu-
dueña (que también aparece en la poesía de Daniel García
Helder); en los libros de Prieto hay una topografía urbana
rosarina precisa; muchos de los poemas de Casas se sitúan
en Boedo o Chacarita; los de Cucurto en los conventillos
de la calle Constitución; algunos de Alejandro Rubio en el
Oeste, en Burzaco; Mario Ortiz menciona repetidas veces
el arroyo Napostá, y Sergio Raimondi directamente trans-
forma el paisaje del puerto de Bahía Blanca y su central
hidroeléctrica en el centro de Poesía civil (2001). En todos
estos casos, el espacio tiene que ver con lo político y, por
supuesto, con lo poético. El gesto es el de rearmar un te-
rritorio.
El modo de recorrer estos lugares específicos y nominar
es un modo de reescribir las postales literarias. Un modo de
la determinación que desplaza incluso a las poéticas sesen-
tistas (aquellas que Perlongher asociaba con la lógica realis-
ta a combatir). Si volvemos a Prieto, aquí hay un lugar,
efectivamente, una necesidad de reconstruir un lugar que
tiene las marcas de la época, del capitalismo pos-industrial.
Los sitiales de la poesía de los ´60 serán desmontados, serán
despojados de su función alegórica o metafórica; entonces,
el poeta mira y recupera señales, marcas, individualiza este
nuevo margen a la vez que propone un corrimiento del su-
jeto omnipresente de los ´60. De algún modo, éste también
está afuera, intentando leer, y el espacio es el objeto de la
mirada, es, ahora, lo omnipresente.
En “Tomas para un documental”, Daniel García Hel-
der establece una posición que está en esta línea y que vuel-
ve a instalar fuertemente el espacio para hablar de otra

103
muerte.22 El poema se propone como la notación documental
de un recorrido a pie por la zona del Riachuelo de Buenos Ai-
res. Este espacio, que se describirá de manera exhaustiva, se
inscribe nuevamente en el momento de ser escrito: “Una luz
rielando en las aguas negras del antepuerto/ y entre explosiones
de motor un par de remolcadores van haciendo girar/ ciento
ochenta grados al Barbican Spirit, de bandera filipina,/ entre
cuyos mástiles negros se hamaca tendida la estela/ luminosa
del año que pasó, número mil novecientos noventa y uno” (II;
p 1). Un espacio, además, situado temporalmente. El que es-
cribe da todas las coordenadas y el efecto pareciera ser el de la
mera mostración objetiva, asociada también al verbo utilizado,
ver, que limita la intervención del sujeto al mero registro:

Vi los barcos podridos las quillas de esos barcos también


podridas las gomas los tarros maderas corchos bidones
todo lo que flota por naturaleza o con ayuda del aire
que contuviera en su interior flotando en el agua bofe
en la pura inconciencia con visos de aceite quemado

2 esculturas sobre una misma cornisa en ruinas y lonjas


de nubes color salmón fletadas desde el partido de Lanús
(VI; p. 2).

El verbo se repite casi rítmicamente (una función que


cumplía el hay del estribillo de Perlongher) y abre, en la

22
Retomo en este caso los poemas que aparecieron en Punto de Vista
y aclaro que esta misma hipótesis no podría ponerse a prueba en la se-
lección de “Tomas para un documental” que aparece en Monstruos, da-
do que allí los textos no giran sobre lo espacial.

104
repetición, series extendidas, enumeraciones. Entonces apa-
recen “la piedra sucia de smog” e inmediatamente “los án-
geles del campanario de Santa Lucía”, un tapial con
alambres de púas, un cartel de chapa que dice PELIGRO
ELECTRICIDAD, “una fábrica de galletitas”, “un petit hotel
estilo túdor” y ahí, en una de sus paredes, una leyenda es-
crita con birome, y luego “en el friso dos bestias aladas ca-
beza de león cola de dragón” (VI; p. 3). Repito esta
secuencia que se da como enumeración entre una de las
apariciones del verbo ver y otra, para dar cuenta de la ex-
pansión del espacio que, a la vez, es la de la serie armada
con coordinadas o subordinadas que van dividiéndose en
versos. Otra vez, como en Perlongher, el movimiento de la
frase coincide con el espacio armado a partir de la contigüi-
dad. Esto, y el efecto masivo de la enumeración dejan al
descubierto la imposibilidad de decir, de acotar un territo-
rio, a la vez que se lo inscribe obsesivamente, como detalle
–las gomas, los corchos, los bidones– y como panorama: en
un mismo poema aparece el agua pero también la ochava de
Quinquela y Garibaldi, el corralón Descours & Cabaud,
una chata arenera en la Vuelta de Berisso, los silos en la cos-
ta de Avellaneda, etc. Una enumeración, entonces, que al-
terna la mirada microscópica y los cuadros de una vista
total, pero destaca siempre en la materialidad registrada, la
basura, la ruina, los restos.
El dispositivo de localización crece de manera monstruo-
sa, como en Perlongher, aunque los puntos de partida y las
ideas sobre el lenguaje poético sean diametralmente opues-
tas. Para decirlo banalmente, uno deja fluir el significante a
partir de los principios de proliferación (pliegue) y disemi-
nación y el otro propone una poesía “sin heroísmos del len-
guaje”, como ya se ha dicho. Se sabe que el significante

105
produce sus propias líneas de fuga, su deriva, en el caso de
“Cadáveres” para construir un espacio de presencia ineludi-
ble, y que los neobjetivistas proponen un registro seco, con-
trolado. Sin embargo, en estos dos casos hay desborde: los
restos cubren o son márgenes distintos, pero aun bajo la ley
de la objetividad abren una secuencia que pareciera indefi-
nida. Por eso, tal vez, estos poemas en particular pueden
pensarse como el límite de cada una de sus poéticas. El lí-
mite del neobarroso y del neobjetivismo parece ser el del es-
pacio político cuando se corre la centralidad del sujeto de las
poéticas sesentistas, o de la poesía social de los años ´20. O
también, lo que importa en estas poéticas es que ese límite
se vea, se haga evidente. Entonces, Perlongher elige hablar
de la muerte política como un presente cuya contundencia
está en el uso impersonal del verbo haber, “Hay Cadáveres”,
y situar esos restos en los otros cuerpos, en los objetos, en
los gestos (porque el espacio “real” es insuficiente). Enton-
ces, Daniel García Helder elige ver y sólo ver, para que los
restos hablen sobre sí mismos como huellas de un pasado
(“vestigios de una vida consumida y que no fue enterrada/
como ese almacén EL TRIUNFO”) y cifras de un futuro
clausurado:23

23
La idea de futuro de “Tomas para un documental” aparece ar ticulada
en la aparición de verbos en subjuntivo, que son aquellos que semánti-
camente indican un por venir utópico, o como una posibilidad muy re-
mota de concreción. Adrián Gorelik lee en este poema “una
arqueología del por venir, un non plus ultra de un tipo de temporalidad
detenida en el borde de su destino incumplido”: “no es sólo el tiempo
como transcurso lo que se detiene en las viscosidades del Riachuelo,
es el futuro –un futuro al menos– lo que se quedó allí congelado, lo que
no reflejan sus barros negros” (p. 10).

106
(….) los muros de ladrillo colorado
entre la vuelta de Berisso y la de Badaracco

donde el cielo se pone del mismo


color de la arena vítrea que ahí se amontona,
o como esa otra ferretería vieja de Barracas cuyo nombre
en la chapa oxidada lleva un buen rato descifrar
pero al final emerge, casi un recuerdo: DEL PORVENIR (II; p. 2).

El que ve, registra los desechos de la modernidad, del


período de industrialización de la Argentina, como la hue-
lla exacta de legibilidad de ese momento, pero a la vez reco-
noce el carácter contemporáneo del pasado y borra (en el
juego con las nomenclaturas utópicas de los almacenes o las
ferreterías) los sueños del presente. Es que este paisaje en
ruinas es el de un mundo anterior fuertemente marcado
por el trabajo. Los barcos, los guinches, e incluso los sujetos
perdieron su identidad porque no son parte del mundo
obrero. Éste es el Cadáver, que también cubre de manera
ominosa un espacio, a la vez que se da cuenta de su exten-
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107
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111
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Teoría y Crítica Literaria, Nº 13-14, Rosario, diciembre de
2007-abril de 2008; pp. 100-108.

112
CAPÍTULO 3

PAISAJES
“Pero en la poesía auténtica el lugar en que vive el poeta, el
paisaje circundante, lo profundo o la presencia inefable de
este paisaje, su radiación, diríamos, el cuerpo astral del que
hablan los teósofos, no puede dejar de estar presente.”

Juan L. Ortiz
“El paisaje en los últimos poetas entrerrianos”.

“Por eso la poesía entrerriana se diferencia tan hondamente


de la poesía de Buenos Aires o de su vecina Santa Fe, las dos
únicas provincias ‘sin paisaje’ del país.”

Luis Alberto Ruiz


Entre Ríos cantada. Primera antología iconográfica
de poetas entrerrianos, 1955.

“A menos que se crea que las disputas en torno al rumbo pro-


ductivo de una nación suceden en un orbe indiferente a la vi-
da social de cada día, no sería extraño entonces percibir
polvillo de cereal sobre la tipografía de varios de los poemas.”

Sergio Raimondi
“Nota”, Poesía civil, 2010.
1. El río y sus orillas
En “Tomas para un documental”, decía, el paisaje 1 de la rui-
na lleva las marcas de un pasado perdido, el del mundo del
trabajo. El río es parte de este paisaje, oleoso, lleno de basu-
ra; es el centro de un territorio que crece de manera ominosa
y se testifica con un ojo que registra cada detalle. En este sen-
tido es un paisaje político, es un documento histórico desci-
frado a partir de sus vestigios materiales (no hay
prácticamente sujetos y el poeta se retira de una manera os-
tensible). Pero años antes, en 1993, otro río será ocupado
por la política, aunque de manera absolutamente diferente.

1
Tomo la definición de paisaje de Aliata y Silvestri: “Para que exista un pai-
saje no basta que exista “naturaleza”; es necesario un punto de vista y un
espectador; es necesario, también, un relato que dé sentido a lo que se mi-
ra y experimenta; es cosustancial al paisaje, por lo tanto, la separación en-
tre el hombre y el mundo.” (p. 10) El paisaje es una forma de la mirada
pautada por el arte, una mirada estética que supone la división entre el su-
jeto y aquello que mira, la incorporación –en el relato de lo visto, en su re-
presentación– de experiencias propias, recuerdos, formas de la
sensibilidad que toman cuerpo ya en la antigüedad, la de las bucólicas
–con Teócrito, Virgilio y Horacio–, la del locus amoenus y la de las Geórgi-
cas de Virgilio, que presentan una naturaleza educada por el trabajo y la
tecnología. En la modernidad, dicen Aliata y Silvestri, la recuperación del
paisaje es la respuesta a la fragmentación del mundo, la posibilidad de una
experiencia de recuperación de la armonía perdida. La mirada paisajística
está modelada por otras anteriores, que provienen del arte, de la literatu-
ra, de la cultura.

117
La zona en que se desarrolla la historia de 40 watt de Oscar
Taborda es “una evocación falsificada del arroyo Ludueña en
las proximidades de su desembocadura en el río Paraná,
cuando sale de su entubamiento junto a lo que fuera Estexa,
una fábrica textil en la zona norte de Rosario, sobre cuya su-
perficie hoy día se levanta un shopping de capitales chile-
nos”.2 Estamos, podría decirse, en la zona saeriana y estamos,
entonces, cerca de la poesía de Juan L. Ortiz y su litoral en-
trerriano: la literatura a uno y otro lado del Paraná.
El río en las novelas de Juan José Saer presenta diferentes
texturas –su superficie es por lo general lisa– y sobre todo,
colores; en El limonero real (1974) es gris, negro, verdoso
(“un penacho verdoso y transparente”), “masa amarillenta y
traslúcida”, violáceo, plateado (se usa la imagen de un espejo
enmarcado entre las dos orillas, se habla de su “argéntea im-
pasibilidad”, un adjetivo común también en la poesía de Or-
tiz); brillante, sólo por momentos aparece “una turbulencia
parda” o se mencionan sus orillas barrosas. El “río liso, dora-
do o caramelo” de Nadie nada nunca (1980), que reaparece
quieto por la variación de la escritura, casi como un estribi-
llo, en medio de la mención de los cadáveres que escande el
relato. Hay una resolución plástica del río que tiene que ver
con el imperio de la percepción,3 de los sentidos propio de la

2
Oscar Taborda en una entrevista inédita, realizada por Matías Moscar-
di.
3
Dicen Miguel Dalmaroni y Margarita Merbilhaá: “La prosa narrativa de
Juan José Saer (1937) puede entenderse como una indagación obsesiva
sobre lo real o, mejor, sobre las posibilidades de la percepción para apre-
hender lo real” (p. 321). Agregan luego que el acto de percibir “a través de
huellas materiales dadas por sus sentidos” tiene que ver con cómo el suje-
to se relaciona con lo exterior pero también con las posibilidades o no de
representación de este mundo, incluso de su representación literaria. Así lo
percibido se mueve entre lo real y lo irreal y este es su carácter paradojal
(p. 322).
118
narrativa saeriana y su presencia, casi siempre inmóvil, no es
un simple escenario para la acción; de hecho, el río encripta
cierto misterio, es “el río invisible” y tiene “orillas más secre-
tas” en El limonero real, es lo que se ve, cubriendo todo el
marco desde la ventanilla del avión en El río sin orillas (1991)
–la confluencia del río Paraná y el Uruguay en el río de La
Plata– y permite la recuperación inmediata de lo propio:
“(…) más mágico que Babilonia, más hirviente de hechos
significativos que Roma o que Atenas, más colorido que Vie-
na o Ámsterdam, más ensangrentado que Tebas o Jericó. Era
mi lugar: en él, muerte y delicia me eran inevitablemente
propias” (p. 15). Y ese mismo río parece tener una arqueolo-
gía en El entenado (1983): el río es infinito, “destellante y
desierto”, es lo que se contempla extático después del rito an-
tropofágico, o lo que los indios miran inquietos a la espera
del inicio periódico del ritual. Algo del río de Juan L. Ortiz
está presente en la narrativa de Saer, la percepción del paso
del tiempo en su lámina y también, de algún modo, el esta-
do de contemplación al que convoca. Aunque en Ortiz, la
naturaleza y entonces el río, evoca “el impulso hacia la uni-
dad” (p. 23), del que habla Sergio Delgado; el río supone la
posibilidad de religación a partir de ese paisaje, la promesa de
un “estado de gracia” como dice Daniel García Helder (p.
139). Y, aun cuando recupera la historia, como en El Guale-
guay, ésta será vista “desde el punto de vista del río” (p. 35),
bajo formas “finas y alargadas” (p. 41 y ss.) propias de la na-
turaleza, dice Delgado. La pobreza, presente como realidad y
aludida en la poética orticiana muchas veces, no llega al río.
María Teresa Gramuglio marca, de hecho, una tensión en la
poesía de Ortiz entre “un estado de dicha, un estado como
de plenitud, de gracia, y sobre todo de armonía, generalmen-
te ligado a la contemplación de la naturaleza” y su quiebre a

119
partir del “escándalo de la pobreza, la crueldad de la injusti-
cia, el horror de la guerra, el desamparo de las criaturas,
(…)” (1996; p. 24).4 Estos dos órdenes pueden ser entendi-
dos también como lucha entre lo subjetivo y la escena objeti-
va, elementos que se resuelven de manera compleja y
singular en la “poesía social” de Ortiz, ajena a los modelos
imperantes en la época, tal como lo analiza Martín Prieto
(1996; pp. 117-118). Tampoco la pobreza llega al río saeria-
no; los ranchos, los pobres, los indios en El entenado o esa
mujer de rasgos indígenas que va a bañarse al río con su hijo
en El río sin orillas rodean este paisaje, en tanto en la poesía
de Ortiz irrumpen como sentimiento de injusticia ante la
iluminación de lo natural (así, los “hombres sin techo y sin
pan” de “No, no es posible”, poema de El alba sube, 1937; o
el “silencio terrible de las almas ignoradas y de los cuerpos
sufrientes” en “Jornada”, de La rama hacia el este, 1940).
El río de 40 watt, en cambio, es parte de la miseria, de la
pobreza. El poema tiene un hilo narrativo (saboteado todo el
tiempo, legible a partir de fragmentos) que se despliega co-
mo resolución de una anécdota, aquella que se cuenta en la
contratapa del libro (reescritura de uno de los “cantos” falli-
dos, dice Taborda): “Durante una cena escolar, una mujer
comenta alarmada una noticia del diario: hay, en la desem-
bocadura de un arroyo, unos pobres indios sufriendo ‘el dra-
ma de las inundaciones’ sin ningún tipo de asistencia social.
Su alarma no sólo es motivada por la indigencia sino tam-
bién por la secuela moral que esa calamidad podría generar

4
Dice Hugo Gola en “Liminar. El reino de la poesía”, que el de Or tiz es
“un mundo complejo, tejido con la precaria circunstancia de todos los
días, con la alta vibración de la historia, con la angustia secreta de la
pobreza y el desamparo, y la repetida plenitud de la gracia” (p. 105).

120
(…)”. Hacia el arroyo viajarán Cremasco, un profesor de his-
toria, y su acompañante con una finalidad económica: hacer
que los indios roben para ellos.
Los indios son “sombras anodinas” (p. 23), “zombies”
(p. 26), “esa manada vestida con harapos” (p. 39) y están en
“ese rancherío sostenido por estacas”, en “esa ciénaga que
parecía sin vida” (p. 21). Lo que se ha perdido, en todo ca-
so, es la diferencia entre el río y lo que lo rodea: la política,
mejor dicho, su degradación, ha cubierto sujetos y paisaje
bajo la forma de la miseria: “aguas servidas con destellos de
oro/ por la grasa, algún desecho químico,/ y había juncos de
un verdor tan irreal/ y prendidos a los tallos unos huevitos
rosa./ Cuando estuve ahí a las dos semanas/ se habían junta-
do enfrente más camalotes,/ y contra los muros de la fábrica
textil/ volaban con apagados graznidos/ unos pajarracos ne-
gros, vulnerables” (p. 21); en el arroyo flotan chanchos
muertos, botellas vacías. Es más, “la memoria, entrenada
igual que un perro,/ sólo trae basura y neumáticos quemados”
(p. 34), cuando el que escribe quiere recuperar esos días. Por
otra parte, no hay pasado en el paisaje del arroyo (a pesar de
que el relato esté en pretérito); éste parece detenido en el
tiempo, en un eterno presente, ya que tampoco hay futuro,
ese que se presentía como golpe de suerte en el engaño pro-
yectado por Cremasco y que al final “(…) está instalado/ pe-
ro con piel de iguana en este cuarto” (p. 55).
El río de Taborda es la contracara del de Saer y, sobre to-
do, del río de Juan L. Ortiz. Incluso, la pobreza que estaba
en los márgenes en El limonero real o en El Gualeguay está
llevada al extremo en una representación que por momentos
vuelve a repertorios realistas clásicos y hasta naturalistas, co-
mo cuando se describe a los chanchos flotando “Indolentes,
como mandarines en su jardín/ estaban ahí, girando en el

121
remanso,/ mientras saqueaba un ejército de moscas/ en sus
tripas y donde hubieron ojos” (p. 31), o a los mismos indios
como “(…) la chusma/ de cuellos cortos y amarillos” (p. 49),
como “monitos obsecuentes” (p. 59).5
El paisaje, este arroyo que sufre los efectos del capitalis-
mo, no es un mero escenario; los sujetos serán, de algún
modo, partes de ese paisaje, como si la naturaleza tuviese al-
gún efecto sobre ellos. Los indios arman una continuidad

5
Me refiero al ingreso al texto del “mal gusto” e incluso lo morboso, pero
sobre todo a la representación del pobre, en términos de evolución darwi-
niana, como animales. La bestialización del otro, además, se hará exten-
siva a un corpus de textos que comienzan a publicarse en los 90 como
“Cuerpos de todos los tamaños por los que corre la misma sangre” de Da-
niel García Helder, en donde Lescano, que mata a su familia completa en
el rancho (se trata de una villa miseria), se define en una metáfora final:
“(…) pero no se acuerda/ de nada y el flequillo sobre los ojos/ le da un
aspecto de pony tardíamente alfabetizado” (El guadal, 1994; p. 17). Más
adelante, en Punctum (1996), de Martín Gambarotta, se habla del otro
como el “negro”: “Sentados en cajas de bebidas/ los negros fuman Gita-
nes,/ la marca nueva, y hablan mal de los Judíos./ El servicio nocturno
de tren eléctrico: cancelado,/ El 75% de Hurlingham: infectado./ Los pi-
bes con los huesos arruinados./ La capital sin miedo del negro/ con la re-
mera de Kiss pidiendo/ vino y panchos en el puesto de lata./ Ese negro,
su buzo adidas, su actitud de mierda,/ sus pantalones bombilla y los es-
pasmos en la dentadura./ La cultura no quiere cortarle los huevos/ al ne-
gro. Disco no es cultura,/ tu cultura filtrada para/ quedar bien. Disco/ no
es cultura, tu cultura/ la cultura de tus caricaturas./ Que los fasci de
combattimenti/ se queden con la belleza,/ que los demócratas se que-
den/ con la narrativa actual” (pp. 54-55). En este caso, además de la no-
minación “negro” y de su adjetivación “de mierda”, se espectacularizan
ciertos rasgos en un gesto que, ya en plenos 90, atravesaba las barreras
de lo “políticamente correcto”. Pero lo que está poniendo en primer plano
el texto de Gambarotta es, justamente, la división entre cultura y aquello
que la sociedad no puede o no quiere ver y quiere transformar. La cultura,
dice el poema, es fascista, la belleza es fascista y la democracia preten-

122
con las aguas del Ludueña y sus alrededores, pero son, final-
mente, los que se van hacia unos monoblocks, trasladados
por orden municipal. El que narra la historia experimenta
una sensación de unidad cuando va en el bote, “a ras del
agua igual que esos insectos/ zancudos, de tórax casi trans-
parente,/ y el mundo me pareció haberse reducido/ a las pe-
queñas olas que mecían la madera/ y a los rayos de sol que
me entibiaban” (p. 51), y luego se separa de esa naturaleza

de estar del lado de la belleza. Esto se delata en el poema y recuerda un


verso programático en la década, el que abre el primer poema de Metal
pesado (1999), de Alejandro Rubio, y radicaliza una posición: “Me recon-
tracago en la rechota democracia” (“Carta abierta”; p. 9). También San-
tiago Llach en “Los Mickey” (La Raza, 1998) arma este margen en
términos de clase: “Los Mickey fueron una banda de hijos de ricos,/ con-
chetos y católicos, y lo único que hicimos/ fue asustar a los padres, a sus
amigos, a los directores/ de los colegios de la zona y a los negros/ de la
villa del bajo” (p. 14). El límite, en este caso, está absolutamente defini-
do y el poema arma una ficción de desprecio social similar a la de “El ni-
ño proletario” de Osvaldo Lamborghini: “Esa noche salimos a cazar
negros/ cerca de la villa del Bajo./ Le dimos paliza a una parejita de quin-
ce” (p. 12). Este límite será interno en Z elarayán (1998) de Cucur to
(Santiago Vega), y se representa en términos de violencia sexual, de fies-
ta monstruosa, cuando el salteño viola a la hija de su empleador coreano.
En ninguno de estos casos existe ya la mirada redentora, la pedagogía
moral de la literatura de Boedo o de cierto realismo poético de los 60 y
70, pero eso no quiere decir que no haya crítica política. Se trata, efecti-
vamente, de una nueva puesta de la pobreza, en términos estrictos de
clase (el rancho de Lescano, en el poema de Daniel García Helder, tiene
“Mil novecientos ochenta y nueve agujeros”, una clara alusión al año de
comienzo del primer gobierno de Carlos Menem). Se trata, incluso, de
usar los términos que supuestamente se habían positivizado en el pero-
nismo –“cabezas”, “negros”–, hasta tal punto que los indios de 40 watt
serán vistos como “chusma” o “villeros”. Se trata de devolverle a la so-
ciedad, en pleno menemismo, en pleno desarrollo del liberalismo econó-
mico, aquello que la democracia estaría escondiendo. Entonces, la
miseria aparece como un exceso allí donde se ve una falta política.

123
bajo una imagen darwiniana, la del que se yergue. Cremas-
co, en cambio, queda atrapado en ese espacio, se ha conver-
tido “en uno más de los que deambulaban junto a las aguas
crecidas del arroyo”, leemos en la contratapa. En uno de los
“Escolios” que cierran el libro, se habla “medio en broma”
(p. 59) de esta transformación en términos religiosos, de
Cremasco como un buda y ahí, en ese momento, la imagen
de la naturaleza se limpia por única vez: “El arroyo Ludueña
seguirá corriendo,/ el terciopelo de limo, las plantas acuáti-
cas,/ esos pechitos rojos gorjeando sobre cañas/ seguirán o
volverán acá, junto a la fábrica/ abandonada con los vidrios
rotos./ Acá, junto a los pinos, donde arden/ unas ramas ha-
ciendo que el aire sea una lupa,/ para ver hasta dónde llegó
tu conversión” (p. 59). Esto podría ser leído como un resa-
bio de aquel estado de gracia que hacía posible la contem-
plación del paisaje en la poesía de Ortiz pero no como un
programa o una certeza; en realidad es un resto que también
está cuestionado por el fracaso de la empresa de Cremasco y
su final, enfermo y tirado en una cama.
40 watt se inscribe en el corpus de la literatura del litoral,
aunque no lo quisiese. Propone una plástica absolutamente
antagónica a la de Saer para describirlo y, sobre todo, trasla-
da la pobreza que estaba en sus orillas hacia el río mismo. Su
proyecto hace pie en el dispositivo objetivista pero incluye
una reflexión sobre los programas realistas de la narrativa en
sentido amplio, que serán criticados.6 Así, se menciona el

6
Me refiero al realismo como lo define María Teresa Gramuglio, no sólo
como repertorio de temas sino sobre todo a nivel formal, con su focaliza-
ción de los objetos singulares, sus localizaciones particulares y la exten-
sión de un sistema descriptivo en el que se asienta el verosímil realista.
Gramuglio además destaca dos cortes cronológicos en la polémica sobre

124
uso del “patetismo adecuando” (p. 17) para hablar de la si-
tuación de los indios y según el que cuenta la historia, la Fe-
raud, una de las integrantes de la cena familiar que
reconstruye el libro en sus primeros poemas, “(…) debe ha-
ber en sus salvajes visto/ otra cosa que villeros en reposo:/
ante todo un signo que suplicaba ser leído./ Y sobre el estan-
que, tibio y apestado,/ aquel cielo cristalino debe haberle
parecido,/ una mentira protectora, un manto” (p. 22). Fe-
raud desarrolla (en realidad nada se desarrolla en sentido na-
rrativo en el poema, sino que más bien se comprime y se
astilla) cierta mirada redentora, conmiserativa. El que recu-
pera la historia ve, obviamente, villeros; Cremasco, por su
parte, ve “a unos kamikazes necesitados de una guía/ para
quemar y arrasar lo que viniera” (p. 25). El signo etnográfi-
co va diluyéndose a medida que se pierden todos los marcos

el realismo en la Argentina, el de las disputas Boedo-Florida, que culmina


en la década del 30, y el de los años 60, que “se proyecta sobre el fon-
do de los debates internacionales acerca de realismo socialista, realismo
crítico y vanguardias que recorrían el campo de la izquierda, estimulados
por la revisión de los dogmas que se produjo a partir del XX Congreso del
Partido Comunista de la URSS en 1956” (Ver “El realismo y sus destiem-
pos en la literatura Argentina”; p. 29). En el año 1998, Daniel García Hel-
der y Mar tín Prieto publican su ar tículo sobre la poesía de los 90, y
vuelven a poner sobre el tapete la cuestión del realismo: “Que el tiempo
presente corresponda al realismo no debe llevar a pensar que los poetas
del 90 sean, sin más, realistas, objetivos o referenciales: lo son, aunque
en un sentido muy amplio e irregular; la estética realista sería menos una
serie orgánica de requisitos que una lista de licencias y comodidades,
cuando no una condición perdida (…)” (“Boceto Nº 2 para un… de la po-
esía actual”; p. 15). Por último, si bien no abordo este tema en relación
a 40 watt, quisiera anotar, como posible tratamiento irónico de esta poé-
tica y de los debates que Gramuglio destaca en los 60, el hecho de que
cuando Cremasco y los indios roban un supermercado y una joyería, rom-
pen el local de los comunistas (p. 35).

125
ideológicos del boedismo y se convierte en signo político
bajo el manto del cinismo. En realidad lo que se aniquila en
40 watt es una retórica y un tono asociados a la literatura so-
cial y política aun en las décadas del ´60 y ´70 en Argentina.
No hay utopía, ni siquiera hay delación, no hay humanita-
rismo. Toda la poesía del ´60 que recupera un margen social
para inscribirse tanto estética como ideológicamente, queda
desmantelada: las manos callosas de Pedro, el albañil, que
cantaba sus canciones republicanas, la “sirvientita” que en-
vuelve a su hijo muerto en papeles de diario ante la mirada
azorada de las burguesas, de Juan Gelman, desaparecen; las
mujeres tristes, pobres y enfermas, la Vasca, valiente en la
miseria e incluso el cacique que arma su destino, de Eduar-
do Romano, desaparecen.7 Mejor dicho, lo que desaparece
es la mirada humanista, la mirada política asociada a una
moral, la inscripción ideológica, aunque algo del dicciona-
rio de la poesía social persista o justamente, por esta persis-
tencia, por lo que vuelve en esos indios harapientos sin que
la literatura deba sugerir qué hacer con ellos.

(la luz de la política)

La escena que abre 40 watt es una “escena muda”, “esmalta-


da apenas por 40 watts y vidrios” (p. 14): allí está Cremasco,
enfermo, en apariencia a punto de morir pero finalmente

7
En una lista que podría hacerse extensiva, recupero imágenes y rela-
tos de cier tos poemas de los 60: “Pedro el albañil” y “María la sir vien-
ta” de Juan Gelman (Gotán, 1962); “Una muchacha”, “Lápida” (Entrada
prohibida, 1963), “La Vasca”, “El cacique” (Algunas vidas, cier tos amo-
res, 1968) de Eduardo Romano.

126
dormido. Parte de la misma se visualiza reflejada en un vi-
drio, como la pick-up “que afuera y en nuestro regazo reful-
gía” (p. 14). También en el agua –omnipresente en el poema
de Taborda–, vemos “toda esa mierda sobre un espejo con-
vexo” (p. 21), descripción a la que sin embargo se despoja de
patetismo, tal como se lee en el verso que sigue: “no sé tam-
poco quién llegó a estremecerse” (p. 22). Aquí es inevitable
la resonancia de un texto futuro (Punctum, de Gambarotta),
cuando aparece “la pantalla nevada/ trasladando a la pe-
numbra del pasillo/ la oscilación de un aire gris que no pro-
voca/ ninguna emoción salvo en las cosas” (p. 8). También
en el cuadro de inicio, el del que despierta o está enfermo y
lo hace bajo una luz insuficiente que desata una percepción
enrarecida. Allí, en Punctum, todo se mueve bajo “un cielo
anestesiado”, y en 40 watt “el amanecer (…) giraba aneste-
siado” (p. 27). Allí “(…) la disposición/ ideogramática de
los fósforos usados/ en la mugre no contiene mensaje” (p.
28) y antes, el poema de Taborda especula sobre el nombre
del río: “Ya veo, dijo, es un anagrama de algo” (p. 27). En
ambos casos, además, lo que se relata proviene de la mente:
las imágenes salen de la “pantalla nevada” en Punctum, y el
que recupera la historia en 40 watt la recuerda (“lo que in-
siste en ovillar mi mente”, p. 15) cuando esa historia ya no
tiene sentido, cuando “esos días acabaron para siempre” (p.
53) y “ese paisaje por entero se evaporó” (p. 47); entonces, el
que escribe se sienta bajo “una lámpara encendida” (p. 47) y
busca esa memoria que se arrastra, que se mezcla con el ba-
rro del arroyo Ludueña. Lo que quiero decir es que hay algo
de la trama, pero sobre todo de la imaginación visual de
Punctum que ya estaba en 40 watt. Un dispositivo objetivis-
ta que en un caso va a dar con la pura ambigüedad tempo-
ral, de identidades, y en el otro –antes– con cierta

127
imprecisión que está asociada al relato político, a los relatos
políticos inaugurales de la Nación (de hecho dicen que ini-
ciaron su excursión a los indios ranqueles) y también al con-
temporáneo, al momento exacto en que la historia se
convierte en su propia caricatura, la política en un negocio
bastardo y fracasado (hacer que los indios roben para ellos).
Pero hay más, hay imágenes concretas que enlazan 40 watt
con otros poemas anteriores o posteriores. Así, cuando el que
narra dice “Ya no interesa (…) si al sentarme como un bon-
zo, supe balbucear con apariencia humana” (p. 37) parece es-
tar evocando “Barranca del este” de Daniel García Helder,
cuando el que está sentado como un bonzo no puede ordenar
lo que ve en una mente despejada. Así, cuando el que narra
abre la heladera y ve dos pollos flotando en el agua de una
fuente y dice “Entre cosas frías, congelado,/ cegado por un
poder sin nombre/ mientras las horas barrían este cuarto/ me
sentí arrastrado igual que una copera” (p. 48) parece impro-
bable olvidar el poema que algunos años después escribirá Fa-
bián Casas: “Estoy desnudo en el medio del patio/ y tengo la
sensación de que las cosas no me reconocen./ (…)/ Pienso es-
to y abro la heladera:/ un poco de luz desde las cosas/ que se
mantienen frías” (“A mitad de la noche”, El salmón, 1996).
Estas imágenes son nudos que vuelve a atravesar el dispo-
sitivo objetivista para articular visibilidad y discursividad de
maneras diversas: los cambios de punto de vista del sujeto,
de ese bonzo o monje como el que mira sencillamente el pai-
saje o ve en éste, además, los estragos de lo político; las varia-
ciones de la mirada que arrastra al sujeto “igual que una
copera” o proporciona un poco de tranquilidad en relación a
una historia familiar recuperada y a la vez sustraída; la impo-
sibilidad, en todos los casos, de la mirada directa, limpia,
aunque se insista en la presentación de una escena. De hecho,

128
40 watt ya repite el verbo ver, que articulará luego como es-
tribillo parte de “Tomas para un documental”, de García
Helder: “Y vio la escena de aguas estancadas./ Vio al cordero,
que dormía sobre el pasto,/ y a un grupo de hombres en una
media luna/ entre el barro y cerca de una hoguera” (p. 22).
De este modo, si la luz es insuficiente en la escena inicial
no es porque la percepción esté enrarecida, sino porque se tra-
ta de la luz de la pobreza. Taborda concibe siempre la mirada
en términos ideológicos, y así hace ingresar la zona fluvial li-
toraleña a la literatura como un asentamiento precario, como
ruina, a la vez que recupera ciertas líneas y representaciones
del realismo social para cuestionarlas desde un relato sin hero-
ísmo, sin posibilidad de reforma y menos aún de revolución.8

2. Decir lo visible

Cuando ya parecía imposible seguir escribiendo el paisaje


industrial, aparece un libro que vuelve allí para dar un giro
imprevisto: Poesía civil (2001), de Sergio Raimondi. Este
giro podría pensarse como ejercicio de tabula rasa, sobre
todo en algunos poemas como “La historia se ha de escribir
sobre una playa pavimentada”: “El número enorme de
metros cuadrados que correspondieron/ ayer al Estado y

8
Sobre la constituciones del margen en las vanguardias argentinas del
20 y el arco de posiciones ideológicas frente a la pobreza o lo socio-polí-
tico ver “La revolución como fundamento” y “Raúl González Tuñón: el mar-
gen y la política” de Beatriz Sarlo; “La literatura de izquierda:
humanitarismo y pedagogía” de Graciela Montaldo; “Realismo, verismo,
sinceridad. Los poetas”, de Martín Prieto y “Elías Castelnuovo o las inten-
ciones didácticas de la narrativa de Boedo”, de Adriana Astutti.

129
antes de ayer al Cangrejal/ deberá convertirse en una amplia
explanada de cemento/ y vacío: sólo así podrá quedar despe-
jado el paisaje” (p. 94). Un deber ser del paisaje industrial,
“cemento y vacío”. Lo que debería despejarse (desocuparse)
son las topografías del pasado, el aspecto y los usos de ese
espacio. De algún modo éste es el movimiento que hace la
poesía de Raimondi en relación con los paisajes industriales
anteriores. Si en 40 watt, de Taborda, o en algunos poemas de
Daniel García Helder aparece un continuo interrumpido por
lo industrial, aquí se presenta una focalización extrema de lo
tecnológico que es, además, desaparición de la naturaleza.
Lo industrial es lo elegido en los poemas, aquello que
normalmente no se ve, que no se ha inscripto en la esfera ar-
tística: “Al fondo del lienzo indefinida la mancha gris/ de las
construcciones: los elevadores ingleses/ de chapa ayer, hoy
los silos y el muelle de Cargill/ o la serie de tanques del pro-
yecto Mega. Eso/ que no es, no será, no fue belleza, está
atrás, lejos” (p. 110). Contra el pintoresquismo descripto en
“Pintores dominicales en Puerto Piojo”, que elige los barcos,
las gaviotas, las redes y los cajones, el poeta será el que lleve
hacia delante aquello que está en el fondo del cuadro; esa
mancha gris se transforma en un paisaje definido, asediado,
como se verá, desde lo argumental y lo informativo.9

9
Dice Nora Avaro sobre la poesía de Sergio Raimondi, en “Cuestiones
de método”: “El método realista impone una obser vación rigurosa, pro-
bada en su eficacia, tratada (en su sentido químico e industrial), desple-
gada en argumento o narración, activa en su forma poética” (p. 218). Y
no habría que entender aquí el despliegue como mera ilustración sino
atentos a lo que Avaro advier te como postulados de la escritura de Rai-
mondi, una idea materialista de la forma y también, de la historia.

130
En los dos poemas citados hasta ahora aparece el pasado
–lo que fue del Estado, luego del Cangrejal; lo elevadores
que eran de chapa–; no se trata, sin embargo, de un resto vi-
sible sino de una superposición que se repone. En este senti-
do, hay una subjetividad que acota o desborda la posible
objetividad de la mirada. Porque además del pasado como
registro que se trae hasta el presente (y se trae para explicar-
lo), lo industrial aparece a partir de sus modos de produc-
ción: “La chimenea a rayas. Esa, viajeros./ La obra civil más
alta de la ciudad./ (…)/ Y los dos turbogeneradores, las dos/
unidades monoblock se alimentan/ ahora por un gasoducto
para generar/ más y más megavatios de potencia./ Sala de
Máquinas sobre mil pilotes./ Mil pilotes sobre una losa de
fondo/ construida sobre hectáreas de agua/ luego de elevar
la cota con refulado/ y rellenarla de hormigón armado/ en
tareas supervisadas por rusos/ de la Empresa Energoma-
chexport:/ cemento de nivelado automático/ en el que duer-
me uno de los tantos/ hombres que trabajaron aquí. Sea”
(“La Termo”; p. 29). Entre el “ésa” del primer verso y el
“aquí” del último se abre la doble perspectiva: el que mira
desde afuera y el que lo hace desde adentro. Esta segunda
posición es muy relevante en Poesía civil, porque será el po-
eta el que convierte lo mirado en otra cosa. Hay algo del or-
den de la acción en el pasado y el presente –construcción y
funcionamiento de la central termoeléctrica– que se restitu-
ye para la mirada del otro. La poesía de Raimondi se escribe
sobre estas instancias en un juego entre lo que se ve y lo que
no se ve, cuando ver debería ser necesariamente saber. Por-
que lo que se sobreimprime a la visión es algo que no perte-
nece a su órbita en términos literales, una discursividad que
apela a los materiales científicos, informativos, al discurso
económico y político. Entonces, la Termo no es sólo un

131
monumento de la tecnología sino también del capitalismo;
la mancha gris estará atravesada por las leyes de oferta y de-
manda, las lógicas de la productividad, las políticas liberales
de importación, la conversión del mundo artesanal en in-
dustrial, aunque siempre quede un resto, aun en el nuevo
orden, funcionando como resistencia, tal como puede leerse
en “Firma de electrodos en los caños del gasoducto”: “Pero
ahora es otro el tema, porque cada uno/ de los que hace en
sus ojos saltar los chispazos/ exhibe su propia letra: alguno
abandona/ en la juntura el diseño suave de unas olas,/ otro
puntos separados entre sí por zonas/ regulares de lisura, otro
pinta estrías./ Esos detalles que testimonian el estilo/ serán
hundidos luego tres metros bajo tierra” (p. 27).10
Si los cuadros muestran lo pintoresco del puerto, los poe-
mas de Poesía civil se llenan de gasoductos, etileno, tolvas,
plantas de electricidad: “Montada en una plataforma de vein-
te metros/ por ochenta y nueve, y tras haber atravesado/ el
océano en dos meses sobre un buque holandés/ sin que las
puntas de sus pies acaricien las olas,/ reina en el sector de mue-
lles de Puerto Galván” (“W”; p. 25). Pero el poema, repito, no
se contenta con decir lo visible sino que despliega (con la mis-
ma desmesura controlada de las máquinas) un discurso expli-
cativo y establece analogías abruptas que funcionan como
modos de ver, pero son modos de interpretar: “Lo que hay
allá, entre las figuras de humo/ que se disuelven contra el fon-
do más oscuro/ y la oscilación de las llamas en el horizonte,/ es

10
La relación entre lo tecnológico o lo industrial y lo ar tesanal está muy
bien analizada por Hernán Pas, cuando dice que Poesía civil “esboza
una poética materialista de lo ar tesanal como modo alternativo de ar ti-
cular efectividad política y representación estética” (p. 7).

132
la ley catorce siete ochenta de Inversiones/ y Radicaciones de
Capitales Extranjeros/ promulgada por el gobierno de A.
Frondizi”; y más adelante agrega: “es el monumento levantado
a la victoria/ de las medidas tomadas por Martínez de Hoz”
(“Cracker 2 o Monimenta Ministri”; p. 34).11 Es el poeta el
que lee lo político mediante un registro neutro y es la escritu-
ra (los registros, pero también la sintaxis de largas oraciones y
subordinadas) lo que va construyendo los objetos o el paisaje
como una red discursiva compleja. Es más, esta discursividad
ocupa aquello que no es tecnológico pero precisa ser leído en
términos económicos. Por ejemplo, en “Qué es el mar”:

El barrido de una red de arrastre a lo largo del lecho,


mallas de apertura máxima, en el tanque setecientos mil
litros de gas-oil, en la bodega bolsas de papa y cebolla,
jornada de treinta y cinco horas, sueño de cuatro, café,
acuerdos pactados en oficinas de Bruselas, crecimiento
del calamar illex en relación a la temperatura del agua
y las firmas de aprobación de la Corte Suprema, circuito
de canales de acero inoxidable por donde el pescado cae,
abadejo, hubbsi, transferencias de permiso amparadas
por la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca; ahí:
atraviesa el fresquero la línea imaginaria del paralelo, va
tras una mancha en la pantalla del equipo de detección,
ignorante el cardumen de la noción de millas o charteo,
de las estadísticas irreales del INIDEP o el desfasaje
entre jornal y costo de vida desde el año mil novecientos

11
Omar Chauvié revisa el carácter ensayístico de la poesía de Raimon-
di, en par te como relación entre lo político y una sintaxis peculiar en
“Última poesía bahiense: con el gusto del ensayo”.

133
noventa y dos, filet de merluza de cola, SOMU y pez rata,
cartas de crédito adulteradas, lámparas y asiático pabellón,
irrupción de brotes de aftosa en rodeos británicos, hoki,
retorno a lo más hondo de toneladas de pota muerta
ante la aparición de langostino (valor cinco veces mayor),
infraestructura de almacenamiento y frío, caladero, eso. (p. 28)

La enumeración final cierra con el pronombre demostrati-


vo eso. Reaparece, de algún modo, el “eso es todo” de los poe-
mas de Casas o Wittner. Pero hay un cambio radical, porque el
término al que envía el pronombre demostrativo en estos últi-
mos es el de la escena visible (se ven los chicos poniendo mo-
nedas en las vías del tren, se ve a la vieja de perfil). En la poesía
de Raimondi, en cambio, el eso pone en el lugar de la eviden-
cia (casi lo que podría señalarse manualmente, pero también
lo que se sabe) aquello que más bien está encubierto en el mar
como paisaje, no lo visible sino lo que no se dice. Más que una
visión, pone en el lugar de la evidencia una argumentación, y
simultáneamente asevera que esto es materia de poesía.
Así, por más que Poesía civil aparente ser un libro en el que
el paisaje industrial es uno de los centros –efecto que se sostie-
ne más aun dado que se trata del propio espacio, de los “cua-
dros” de Bahía Blanca o Ingeniero White–, lo que gana
terreno es lo que puede decirse sobre esos paisajes. Una discur-
sividad llevada a un punto máximo desde lo informativo y lo
argumental, como si se tratase también de una prueba sobre
cuánto aguanta el poema; en esta puesta a prueba aparece la
atención a la sintaxis. Cada poema se construye como si fuese
una pieza arquitectónica en la que las aserciones se apoyan en
subordinadas y el fraseo recupera la dimensión del objeto o
paisaje presentado. En todo caso, la diferencia entre aquello
que se presenta y la escritura es que la segunda responde a una

134
práctica artesanal porque se constituye a contrapelo del discur-
so mecánico, aquel que se estiliza para funcionar de manera
eficiente; de hecho, el uso del discurso científico o informativo
es el de grandes bloques (el verso va cortando largas cláusulas
de enunciados) que parecieran ir contra la idea de formulación
eficaz a la que están asociados normalmente.
Se trata, dije al principio, de una discursividad alrededor
del paisaje industrial, que se impone como arquitectura de
los enunciados; una nueva discursividad –que incluye las ex-
plicaciones científicas, la información, las explicaciones polí-
ticas y económicas– que desmantela cualquier discursividad
esencialista, aquella que aparece criticada como sede de la
poesía romántica europea y rioplatense, en “Poética y revolu-
ción industrial” o “Glosa a ‘Ode to a nightingale’ de John
Keats”, por ejemplo, y ocupa el poema completo a la vez que
las máquinas lo hacen.12

3. El campo de la memoria

El campo es el territorio de la poesía de Osvaldo Aguirre, un


espacio (siempre el mismo) que se va armando de libro a libro;

12
He trabajado otros aspectos de la poesía de Sergio Raimondi en
“Ciudadanos y ex tranjeros. Sobre Poesía civil de Sergio Raimondi y
Guatambú de Mario Ar teca”, en Punto de Vista, N° 75, Buenos Aires,
abril de 2003; pp. 25-28; “Volver al pasado: una nueva lectura de los
clásicos”, en Revista del CELEHIS, Mar del Plata, Buenos Aires, UNMdP,
N° 15, 2003-2004; pp. 157-170; “Subjetividad y mirada en la poesía
argentina reciente”, en Cuadernos del Sur, N° 34, 2004. Letras, Uni-
versidad Nacional del Sur, Bahía Blanca, pp. 15-38, y “Apostillas a un
diccionario poético”, Katatay. Revista Crítica de Literatura Latinoame-
ricana, año IV, N° 6, septiembre de 2008; pp. 79-81.

135
allí están los terneros, las vacas, las gallinas, los pájaros, los
galgos que ubican a los teros porque “distinguen una nota/
en ese ruido” (“Campo de abril”, Lengua natal; p. 22), los al-
muerzos (con un mantel de plástico a cuadros, una fuente
oval que aparecen en uno y otro poema), el mate abajo del
paraíso, el asado y el cuchillo; allí están, entre otros, la tía
Consuelo y Pelacho, Francisco y el General, uno de los pe-
rros. El campo es la casa, sus alrededores, el pueblo y algunos
parajes. Es el lugar de ciertos objetos asociados siempre a
prácticas cotidianas y también de las hablas.
La mirada se fija sobre porciones de campo, a veces so-
bre escenas que arman pequeños conjuntos: “La tierra que-
mada/ del corral, las rociadas/ estrellas de una ortiga,/ vacas
encimadas cáchele/ contra l’alambrada,/ los ojazos del ter-
nero/ guacho, unos brotes/ de repollo y las ramas/ cascadas
en el monte,/ la fachada de vidrios/ que restallan empaña-
dos,/ la esterilla de la pieza” (Al fuego, “Huella”; p. 14-15). Y
en medio de lo que se ve, sin marcación alguna, lo que se di-
ce, “cáchele”. Porque, en la poesía de Osvaldo Aguirre, “lo
que se ve y se oye es el campo”, como dijo Elvio Gandolfo.
Ni más ni menos que eso. La escucha aparece bajo una for-
ma doble; en el poema que cierra Lengua natal (2007), “El
viaje más largo del viejo Hansen”, la vieja debe ir a ver un
especialista de oídos al pueblo: “(…) ya no escuchaba/ si el
molino perdía agua,/ si el gallo colorado pisaba/ a las batara-
zas, si los perros/ anunciaban alguna visita/ o no más juga-
ban entre sí” (p. 77). Lo que se oye es en este caso un signo
necesario; el poeta por su parte será, como dice Battilana,
un “oído diestro en escuchar los matices de la lengua oral”
(p. 8), pero ya volveré sobre esto. La mirada, dije, no se de-
tiene sobre grandes extensiones sino sobre zonas acotadas; la
mirada es rápida y capta un conjunto o se ralentiza, pero

136
siempre hace foco, como si el ojo avanzase sobre las cosas
con una minucia excesiva; y digo avanza porque la escritura
de Aguirre más que detenerse a describir pormenorizada-
mente un objeto, hace de la mirada un trayecto: “Pegada al
moho/ que verdea bajo/ una baldosa bruñida/ por el rocío y
rota,/ en el caminito/ que ondula/ entre las gigantescas/ ro-
sas chinas,/ inmóvil, la babosa” (Al fuego; p. 25). Así, se ar-
ma un contexto para lo visto, se escribe en contra del
aislamiento y también, podría decirse, se dilata la posibili-
dad de ver el objeto, se ralentiza el proceso de llegada (no el
de la visión, porque siempre se ve). Hay más citas que mues-
tran este proceso, pero tomaré sólo un poema de Al fuego
(1994) que exaspera, de algún modo, esta peculiaridad:

Entre un galpón de piso


de tierra y paredes, techo
de chapa, donde ratones
y lauchas en los tirantes
polvorientos o al abrigo
de la capota podrida
–por qué no la tiran–
del tílburi,
y el excusado,
de ladrillo medio comido
por el musgo brillante
con la pasada del rocío,
algún brote de yuyos
que nunca falta, tapado
el hoyo de trapos, papeles,
botellas rotas, basuras
para las parvas de mayo,
el cable de alambre:

137
ahora desnudo, por el sol
de la siesta, que destiñe
y arruina –una verdadera
picardía–,
para la ropa
estrujada en baldes
rajados, en fuentones,
de la batea, con algunos
broches en el bolsillo
del delantal,
por el camino
que ondula entre las rosas. (pp. 58-59)

La circunstancia antecede al objeto. Aunque el recorrido


de la mirada está activado desde el inicio, sabemos (por una
cuestión gramatical) que falta algo: lo que allí se encuentra.
En el ejemplo anterior la babosa, en este caso el cable de col-
gar la ropa y, un poco más adelante, la persona que hace esta
actividad, no mencionada sino mediante una sinécdoque
(“broches en el bolsillo/ del delantal”). Algo a destacar es que
en estos ejemplos hay un efecto de calco entre el orden gra-
matical alterado y la composición de la imagen, que se aleja
–de este modo– de la caligrafía objetivista más usual, más
prototípica. El orden de la frase está intervenido no solamen-
te porque el circunstancial aparece antes que el sujeto, sino,
sobre todo, porque es extremadamente extenso y tiene cierta
complejidad sintáctica. Uno de los elementos de la imagen,
el soporte justamente, se agiganta. Importan entonces los
objetos, las acciones, pero sobre todo importa el espacio en
que se encuentran o se desarrollan. Ese espacio es el campo.
Pero además el crecimiento de la circunstancia se conecta en

138
la poesía de Aguirre con la vía narrativa, aquella que permite
que los objetos o las escenas ingresen en un relato (siempre
fragmentario) para registrar un mundo cotidiano que será en
este caso el de los usos. No hay, de este modo, estampas rura-
les ni tampoco objetos de campo simbólicos. El poema “Al
fuego” (del libro del mismo nombre) da la pauta de este mo-
vimiento. Primero se presenta el objeto: “En la fuente oval/
que yace entre los yuyos/ junto a la botella de vidrio/ verde y
terroso brilla/ la hoja recién afilada” (Al fuego; p. 23), con
una imagen que podría pensarse dentro de la caligrafía obje-
tivista por el contraste sucesivo (la fuente sobre los yuyos, en
contacto con un vidrio “terroso” y sobre ella el cuchillo, o
más bien su hoja brillante). La mirada registra, entonces, pe-
ro también compone. Sin embargo, esa fuente reaparece lue-
go cuando matan al lechón para el asado. Y el cuchillo en
innumerables poemas, no sólo de este libro, como el “que
llevaba tus iniciales en el mango” (El General y Lengua natal)
y en el acto de afilar, también en Las vueltas del camino. Por-
que en la poesía de Aguirre conviven aquello que podríamos
llamar la visión del paisaje o los objetos con la inclusión de
uno y otro en un relato. Nada escapa a la narración.
Ahora bien, ese proceso de localización de lo que se ve
también funciona, en algunos casos, para lo que se escucha:
“En la calle de paraísos/ amarillos, / hacia el campo de ave-
na/ que ya, sí, verdea,/ tupida y pareja,/ se levanta,/ con las
hojas que lleva/ y trae la fresca,/ una voz:/ buen día, buen
día” (Las vueltas del camino, 1999; p. 49). El sonido aparece
situado, se escucha en un espacio, pero no es eso lo que
quiero destacar, sino la continuidad entre lo que se ve y lo
que se escucha. Como en la primera cita, vista y oído pare-
cen ser sentidos simultáneos, el sonido irrumpe en medio de
los objetos y también, por supuesto, la oralidad.

139
Algunas veces las hablas se distinguen por el tipo de letra
o las comillas, pero casi siempre intervienen directamente,
sin mediaciones: “un rastro de bostas endurecidas,/ adereza-
das, diría, por el sol:/ qué aire, ¿no?, puff…” (Las vueltas…;
p. 65). Así, en la escritura está interiorizada la escucha. Y el
acto de ver será convocado a veces por un habla: “(…) Cada
una vela/ por la otra, expira/ el aire que otra espera,/ mirá,
mirá…” (Las vueltas; p. 12). La apelación puede ser enten-
dida como recuperación de una escena, como algo que vie-
ne del pasado pero se actualiza inmediatamente. En el
mismo sentido, en El General (2000), un libro intervenido
en forma constante por el diálogo o los decires, se interpela
la escucha: “eso ya era su memoria,/ oíme, mientras el cuer-
po/ renovaba la tierra/ reblandecida” (p. 44). En este caso,
además, el “oíme” está sacado del lugar del diálogo, incrus-
tado en un relato en tercera persona y en tiempo pasado, pe-
ro instala la escena en el ahora. Parece ser, más bien, la
disrupción que abre una segunda persona, la del escritor co-
mo aquel que releva ciertas historias. Entonces, alguien
cuenta el final de un episodio (la pérdida del perro en la tor-
menta), alguien cuenta lo que le contaron, la memoria de
otro. Por lo tanto, el “oíme” sería una mínima huella de esa
escena de testimonio oral, algo que persiste y se filtra como
pedido de escucha y, entonces, se hace presente.
En la poesía de Aguirre, entonces, “se ve y se oye el cam-
po” y el poeta recupera la visibilidad y la escucha con una
mirada atenta y un oído diestro, como dice Battilana. Y así
como no se trata de estampas rurales tampoco estamos ante
la reconstrucción de un registro de lengua como en la gau-
chesca. Si lo que se ve es parcial y fragmentario, lo que se
oye ingresa al poema a partir del corte y la suspensión (que
también son propios del modo de narrar de Aguirre): “Bajo

140
las casuarinas estaba/ un buen rato, aspirando el aire/ de la
refrescada, o devolviendo,/ quién sabe –hay que dejarlo,/
pensaba uno, solo; y otro:/ para qué decirle algo–/ y ya en
la casilla de chapa,/ con la mano, con alguna rama/ que
deshojaría, le pegaba”(Las vueltas…; p. 41), o bien: “La pri-
mera vez/ me di cuenta/ porque la yegua” (Lengua natal; p.
16). A la sintaxis de la que ya hablé, que no es lineal, hay
que agregar el enunciado suspendido (lo que no se termina
de decir porque no es necesario o porque se recupera como
fragmento de un habla) y el modo de cortar el verso, que es
muy peculiar. Porque Aguirre corta el fraseo excesivamente;
su poesía narrativa no apela al versículo sino al verso corto,
casi siempre de arte menor, de diez sílabas o menos. Esta
elección impone una respiración a lo narrativo y aun a las
hablas: entrecortada.
No hay en la poesía de Aguirre ningún interés puramen-
te documental; tampoco se trata de traer el campo para re-
cuperar prácticas o un sistema de valores que permitan
“suturar parte de la armonía perdida o (…) ponerla en esce-
na” (Montaldo, 1993; p. 25), como pretendía la gauchesca,
y luego la poesía de Lugones, con sus mieses, sus ganados y
su “luz viril”. Y a pesar de que no se escenifican conflictos
políticos o sociales, el campo de Aguirre no representa un
locus amoenus, una instancia de armonía. Se trata en reali-
dad de un campo bastante cercano en el espacio y en el
tiempo, sin idealizaciones, porque es el lugar de la memoria,
no de la nostalgia por lo perdido. De hecho, lo que se ve y lo
que se oye funcionan como huellas que precipitan la recupe-
ración de ese paisaje. Porque, como dice un poema de Len-
gua natal, “En el lugar/ de las cosas se fija/ la memoria”
(“Narraciones extraordinarias”; p. 67) y podría agregarse la
nota preliminar que Aguirre escribe para Campo Albornoz

141
(2010), donde explica que ese nombre pertenece a un para-
je ya desaparecido, activo aún, sin embargo, “en el habla de
la gente del lugar, como un punto de referencia en el tiempo
y en el espacio”. Algo persiste en el espacio (más que en los
objetos) y en la lengua, no sólo como cartografía, sino tam-
bién como corte de la experiencia, de la memoria. Entonces,
la memoria está en el espacio y a la vez en las hablas. El es-
critor, del mismo modo que la naturaleza y los personajes de
sus poemas, se mueve sobre esas huellas, como los teros que
“Avanzan o retroceden/ en bloque, unos pasos,/ como si en
ese espacio/ tuvieran una huella” (Lengua natal; 22) o Fran-
cisco, en El General, que busca al perro sabiendo que se per-
dió el rastro del camino por la lluvia. La huella del habla no
es, además, arqueológica, porque tanto lo que se ve como lo
que se oye se activan en el presente a través de la poesía (co-
mo el paraje de Campo Albornoz en el habla de la gente).
Entonces, no hay conflicto o tensión entre el pasado y el
presente. Esto es lo que distingue la poesía de Osvaldo
Aguirre de otros corpus de los ´90 y también, por supuesto,
de la tradición del paisaje rural argentino.

142
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— Nadie nada nunca, México, Siglo XXI, 1980.
— El entenado, Buenos Aires, Folios, 1983.
— El río son orillas, Buenos Aires, Alianza, 1991.
Oscar Taborda. 40 watt, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 1993.
Sergio Raimondi. Poesía civil, Bahía Blanca, Vox, 2001.
— “Nota”, a Poesía civil, Bahía Blanca, 17 grises, 2010; pp. 11- 16.
Beatriz Sarlo. “La revolución como fundamento” y “Raúl González
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Graciela Silvestri y Fernando Aliata. El paisaje como cifra de armo-
nía. Relaciones entre cultura y naturaleza a través de la mirada
paisajística, Buenos Aires, Nueva Visión, 2001.

145
CAPÍTULO 4

LA PUESTA EN VOZ DE LA POESÍA


“Como mejor captamos la función de la escucha es sin duda
a partir de la noción de territorio (o espacio apropiado, fami-
liar, doméstico, acomodado). Esto es así en la medida en que
el territorio se puede definir de modo esencial como el espa-
cio de la seguridad (y como tal, necesitado de defensa): la es-
cucha es la atención previa que permite captar todo lo que
puede aparecer para trastornar el sistema territorial (…).”

Roland Barthes
Lo obvio y lo obtuso.

“La entonación es otra forma en que podemos advertir la


voz, porque el tono particular de la voz, su melodía y su mo-
dulación particulares, su cadencia y su inflexión, pueden de-
cidir el significado. La entonación puede dar vuelta el
significado (…).”

Mladen Dolar
Una voz y nada más.

“(…) me encanta escuchar a alguien que escucha. Me gusta


oírlos oír.”

Peter Szendy
Escucha.
Escucho en la red, aleatoriamente, a ciertos poetas diciendo
o leyendo sus poemas: voy de William Carlos Williams a Fi-
lippo Marinetti, de Breton a Ezra Pound; de Oliverio Giron-
do a “Cadáveres” de Néstor Perlongher, de allí a Pablo
Neruda, a Nicanor Parra y José Watanabe; recorro luego re-
pertorios de declamación, escucho a Berta Singerman; escu-
cho, ya por fuera de este círculo, a Marosa di Giorgio y a
Alejandra Pizarnik. En los primeros casos, y más allá del ca-
rácter fantasmagórico de esas voces, me sorprenden ciertos
tonos; en el último, no puedo dejar de pensar en la dramati-
zación de la voz, en el patetismo. Williams lee como un
maestro, Pound como un profeta. Este último recita desde
un púlpito, Williams parece leer en una clase, o un estudio;
Girondo construye un tono monocorde extraño para En la
masmédula, y Perlongher suelta la voz hasta el escándalo. La
de Marinetti es aún hoy una escucha inquietante que da
cuenta de lo que fue el futurismo como movimiento; Breton,
en cambio, lee “La unión libre” como si fuese un poema tra-
dicional. ¿Cuál es la relación que establecen con los textos? Por
supuesto, leen o recitan los poemas, pero no todo lo que apa-
rece en la voz está allí. Ciertas modulaciones de Perlongher,
que por alguna razón me hacen pensar en Tita Merello o en
el trabajo de Puig con las hablas; los llantos, los gemidos de
Singerman, o en términos más llanos el tono emotivo (su

151
distinción con el tono neutro), ciertas acentuaciones que
destacan algunas palabras, ciertos silencios. Parra o Watana-
be parecen decir contra la melodía imperialista de Neruda;
Pizarnik y Marosa di Giorgio quiebran de alguna manera la
voz, crean una atmósfera sonora enrarecida. Porque lo que
aparece en la puesta en voz (de textos que previamente fue-
ron escritos) no es sólo el timbre, las cualidades fisiológicas
de la voz, sino la tensión que ésta establece con el poema:
puede mimarlo, apegarse a él o desplazarlo brutalmente.
Situados allí, la voz agrega algo y a veces también tacha,
arma una caligrafía inexistente, una caligrafía tonal que pre-
cisaría otro tipo de notación (similar a la musical), aquella
que dejó de usarse en la modernidad y que Paul Zumthor es-
tudia en la poesía de los trovadores medievales, cuando el
“texto no es más que la oportunidad del gesto vocal” (p. 65).
Lo que uno escucha es tanto el original como las varia-
ciones que el autor agrega a su poema o que el “recitador”
impone al texto de otro. Pero hay más aún porque, a diferen-
cia de la música, lo que aparece en el traslado del texto leído
al texto escuchado es una escucha imaginaria, aquella que
nosotros tenemos del poema antes de oírlo como articula-
ción vocal. Nuestra escucha,1 entonces, puede ajustarse o no
a la puesta en voz de un poema y, por otra parte, lo que se
pone en funcionamiento allí es una sumatoria de escuchas:
mi escucha, más la escucha, por ejemplo, de Alejandra Pizar-
nik recitando Escrito con un nictógrafo de Arturo Carrera, al

1
Por cuestiones prácticas, casi todos los audios a los que me refiero en
este capítulo se reunieron en el blog “miniaturas”, http://miniaturas-
diarias.blogspot.com/, bajo la etiqueta “La voz” y envían a sus respec-
tivos links de origen. Éstos, de todas formas, se consignan en la
bibliografía como “Tabla de audios”.

152
que su voz quemada y a la vez solemne envía de algún modo
hacia el pasado un texto absolutamente experimental.
[CARRERA POR PIZARNIK]
Cuando Berta Singerman recita “Tú me quieres blanca”,
de Alfonsina Storni, se suma necesariamente mi escucha a la
suya (ese modo de apropiarse del poema, de convertirlo en
experiencia propia), pero además habría que pensar en la re-
cuperación de una práctica concreta, la de la recitación que
supone, las más de las veces, la pérdida de contexto autoral
o estético de ese poema (como dice Schettini: su transfor-
mación en “memoria de la lengua”; p. 13). Se escucha Stor-
ni, entonces, pero también un poema que rearma su
contexto en el acto de recitar: un poema dicho por Singer-
man que será a la vez de todos los que lo escuchan, más allá
de Storni.
La puesta en voz, de este modo, agrega una serie de es-
cuchas al texto, o una serie de lecturas y, entonces, genera
un espacio crítico en relación al original, tal como lo plantea
Peter Szendy para el arreglo musical. La escucha ya es, al
menos, doble –“oímos doble”, se trata de una escucha “bífi-
da”; pp. 53 y 54– y propone una distancia en la versión to-
nal, aun en los movimientos más mínimos.
¿Y de qué está hecha esa caligrafía inexistente? No sólo
del timbre o del acento de ciertas voces, repito (aquel que
pesa para un rioplatense cuando se escucha a Pablo Neruda,
entre otros). Tampoco de la relación unilateral con el poe-
ma. Lo que allí está sonando y forma parte del proceso com-
plejo de simetrías y asimetrías es, además, un murmullo, el
de la cultura. Porque así como digo que Perlongher me lleva
hacia Tita Merello, también se escucha en su grabación de
“Cadáveres” la apuesta del neobarroso, su relación con el
barroco del Siglo de Oro e incluso con la poesía argentina

153
coloquialista de la década del ´60 (la voz como manifesta-
ción de linajes culturales, dirá Monteleone: “El poema habla
con un tono que se reconoce en los antepasados, establece
sus parentescos y crea, a la vez, una sucesión”; p. 150); y más,
porque allí se escuchan la tilinguería, el tono del chisme ba-
rrial, la sentencia de la autoridad, entre muchos otros. Cuan-
do Pound lee se escucha el tono del salmo y también la
escansión de la poesía clásica; cuando Singerman recita escu-
chamos nuestra voz o la de otro diciendo el poema en voz al-
ta ante la maestra, recuperamos ciertos actos escolares y
también la historia de la declamación.
Entonces, lo que uno escucha en las puestas en voz es,
también, algo de carácter colectivo e histórico, lo que Zum-
thor llama vocalidad, “la historicidad de una voz: su em-
pleo” (p. 23), y que Silvia Adriana Davini prefiere plantear
como producción para alejarse de la idea instrumental de
“empleo” (p. 86): “La noción de vocalidad es fluida y am-
plia, e involucra a la producción vocal, al habla e inclusive al
silencio; ritmos, timbres, velocidades, texturas, articulacio-
nes combinados por un grupo dado en un tiempo y lugar
determinados” (p. 121).
La voz no existe, en estos casos, sin la escucha; aquí dejan
de funcionar o se suspenden el mandato moderno de lectura
individual, silenciosa, del poema y el mito de escribir sin
pensar en el lector, ese que le hacía decir a Rubén Darío en
“Palabras liminares” a Prosas profanas: “La gritería de trescien-
tas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta,
con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melo-
día. Cuando él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca
para los habitantes de tu reino interior”. Hay un público bas-
tardeado y dos escuchas posibles para la poesía, la de los artis-
tas (los poetas) y la propia. La melodía, por otra parte, es

154
espacial, construye finalmente una zona, la del reino interior
y divide este adentro de un afuera, el del ruido.
Es Barthes quien define la territorialidad de la escucha.
Él habla de los distintos tipos de escucha: la psicoanalítica,
que desarrolla o instaura el orden de la significancia e inclu-
ye no sólo el territorio del inconciente sino también “sus for-
mas laicas: lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo
aplazado; la escucha se abre a todas las formas de la polise-
mia, de sobredeterminación, superposición (…)” (p. 255);
aquella que tiene que ver con el desciframiento de los signos
–ineludible si se trata de la escucha poética, claro–, y una
más primitiva, la que está atenta a los índices, que arma un
territorio doméstico, familiar, plantea límites precisos.2 Un
niño pequeño está atento a los pasos de su madre, un animal
a los de su presa o su enemigo. La alteración de los índices
deviene en inseguridad, en inquietud (no se puede identifi-
car un sonido); la escucha, entonces, es un alerta. Los poetas
escuchaban “la gritería de trescientas ocas” como amenaza, y
otras veces la amenaza será el ruiseñor, justamente. Porque
algunas voces y algunas lecturas poéticas suenan amenazan-
tes en tanto desajustan lo previsible de la audición (aquello
que en cada momento histórico y en cada lugar, por qué no,
se entiende como lectura o recitación de un poema). En este
sentido, habría territorios de mayor estabilidad –más cerra-
dos, con una tradición mayor– y territorios más lábiles, don-
de es posible escuchar de modo nuevo.

2
Podría decirse que todas estas formas de la escucha están presentes
en el pequeño y luminoso ensayo de Ar turo Carrera, “1949: La voz”. Ahí
leemos el carácter inescindible de escucha y voz y también, la relación
de esta última con la música, con la poesía.

155
Volvamos a la música y –reconozco– a un lugar común:
la recepción del dodecafonismo, del serialismo o la música
aleatoria no fue un lecho de rosas, aun para los sectores espe-
cializados. Esteban Buch recupera la recepción de Schönberg
por parte de la crítica vienesa aun antes de sus obras decidida-
mente atonales (por ejemplo la crítica a Pelleas und Melisan-
de, 1905), y lo que aparece allí son una serie de calificaciones
que se repetirán de una a otra puesta, de una a otra obra; la
música de Schönberg será un “atentado” y el diccionario bé-
lico-político tendrá otras articulaciones como “anarquía” o
“terrorismo”, en tanto sus obras serían la “negación de toda
estética musical” (p. 110). Se llegará a hablar, incluso, de “el
monstruo sonoro de Schönberg” (p. 136) y se dará lugar, en
las reseñas, a la reacción del público, que va desde la incomo-
didad hasta el escándalo (silbidos, ruidos, gritos) (p. 136).
Buch analiza estas escuchas situándolas en la época y conclu-
ye: “a un vienés de 1910, sus conocimientos, su cultura y su
pasado –o sea, su visión del mundo– no podían sino decirle:
esto no es música” (p. 60). Lo que nos sitúa en el segundo ti-
po de escucha caracterizado por Barthes, aquella en la que
“escuchamos como leemos, es decir de acuerdo con ciertos
códigos” (p. 243); Schönberg, ya en sus primeras obras, aten-
taba contra las ideas imperantes de música, desarmaba el len-
guaje musical. En esta misma línea y muchos años después,
John Cage correrá explícitamente la frontera de la música:
“Mi música favorita es la música que todavía no he escucha-
do. No escucho la música que compongo. Compongo para
escuchar la música que todavía no he escuchado” (p. 47); ya
fuera del mundo del universo armónico –su maestro Arnold
Schönberg le había dicho que carecía de sentido de la armo-
nía (Cage; p. 34)– piensa en una escucha futura, inexistente,
asociada al destronamiento de la figura de compositor, que

156
sustituirá por la de “organizador de sonidos”, y ampliando el
mundo sonoro a los ruidos, que incluso estarán jerarquizados
en relación con la materia musical (Cage, “El futuro de la
música: Credo”; p. 51 y ss.).
Uno podría pensar en una parábola inversa a la escucha
propuesta por Rubén Darío. El ruido será para Cage lo ais-
lado –lo que no se escucha a pesar de que nos rodea– y por
fuera estarán los amantes del melos, sordos para estos nuevos
sonidos en sede musical. En estos casos, entonces, se abre
una vuelta a la escucha primaria de la que habla Barthes, la
que “orienta su audición (…) hacia los índices” (p. 245) y
funciona como alerta. Y así como hay un espacio de escucha
para la música, hay un territorio auditivo para la poesía: el
ruido o la melodía pueden ser, según los casos, la textura de
sus límites, según los auditorios, según las tradiciones. El
alerta es una señal de la historicidad de la escucha. Aquí se-
ría pertinente recuperar a Lévi-Strauss cuando se pregunta
sobre lo que el auditorio del siglo XVIII escuchaba en la mú-
sica de Rameau (el “encadenamiento de tonalidades y mo-
dulaciones”), al que los oyentes educados en la música del
siglo XIX serían sordos (p. 48).
En momentos de transformación profunda de la escucha,
lo que crece conjuntamente con la novedad es una notación,
una explicación –si se quiere– de aquello que altera la caligra-
fía habitual: partituras anotadas o introitos, manifiestos o
textos teóricos que funcionarán como instrumentos para el
que escucha. Algo que desborda la mera notación musical y
también la de la puesta en voz en ciertos momentos de la
poesía. En el primer caso podría citarse las “indicaciones de
carácter” que Erik Satie anotaba en las partituras como modo
de crear un estado de ánimo en el intérprete, dice Ornella
Volta en la introducción a Cuadernos de un mamífero. Éstas

157
desbordaban aquello que era caligrafía musical (a las notas
se agregan las palabras, los consejos), y a la vez superaban las
expectativas de lo ya pautado en ese tipo de notaciones: des-
de “Alegría moderada”, “Apaciblemente” o “Sin temblar de-
masiado”, hasta “Seriamente pero sin lágrimas”, “Como un
ruiseñor con dolor de muelas” o “Sobre terciopelo amarille-
cido” (pp. 67-74), pueden rastrearse las pautas de una so-
breescritura extraña y no exenta de ironía. En el segundo
caso, el de la puesta en voz, el ejemplo podría ser el de “La
declamazione dinamica e sinottica” (1916), texto en el que
Filippo Marinetti propone la forma de la declamación futu-
rista a partir de la “palabra en libertad” y contra la tradición
de esta práctica: el declamador debe correr, gesticular geo-
métricamente, usar instrumentos peculiares que permitan
producir onomatopeyas; el declamador debe deshumanizar
la voz, metalizarla, licuarla, petrificarla, electrizarla, vegetali-
zarla, dirá Marinetti. En uno y otro caso, como adherencias
extravagantes a la partitura o como texto por fuera del texto,
se propone o impone una forma de interpretación pero
también el modo de la escucha.
Sin embargo, la mayor parte de las veces la caligrafía to-
nal en poesía no existe: reconstruir la escucha supondrá, en-
tonces, recurrir a la propia escucha imaginaria, a la escucha
que un autor tiene de su propio texto o el “recitador” del
poema de otro, a la historia de esa voz, a su inscripción en la
cultura. Algo de esto se propone en este capítulo. De algún
modo, describiré mi escucha de ciertos poemas y la escucha
de quien realiza la puesta en voz. En ambos casos hay una
dimensión imaginaria, la “que el lector interioriza como la
voz de un fantasma”, dice Monteleone, y agrega: “Es aquella
entonación que de algún modo organiza los ritmos en una
sucesión particular, que modula y acentúa los vocablos y los

158
impregna con la irreductible densidad de la lengua materna
(…)” (p. 149). Pero, si bien es cierto que esta voz no se ago-
ta “en el ritmo, la prosodia, la sintaxis y el sentido” (p. 159),
serán las marcas textuales, en algunos casos, el dato más sa-
liente para reconstruir una escucha (lo que Monteleone lla-
ma “transposición estructural”; p. 149). Éste sería el caso de
ciertos clásicos: Rubén Darío, Herrera y Reissig, Quevedo o
sor Juana Inés de la Cruz, por ejemplo; porque no hay regis-
tros sino de escuchas modernas.
Una escena posible: la de un oído que por primera vez re-
cupera el sonido de un poema del barroco o del modernismo
latinoamericano y no tiene otro registro auditivo de “Era un
aire suave”, “Blasón” (Rubén Darío), del soneto “Ese que ves,
engaño colorido” (Sor Juana) o de “Óleo brillante” (Herrera y
Reissig); lo primero que sonará es la extrañeza de una lengua,
su antigüedad, luego su sintaxis compleja, alambicada o dada
vuelta. La rima y el ritmo pegarán como un martillo; el soni-
do existirá como algo relevante si hay quien escuche, porque
el modernismo y el barroco indefectiblemente suenan. Tal vez
queden sólo un par de rimas, un ritmo, una escansión, una
musiquita. Tal vez esté pensando en mi propia escucha inicial
de estos poetas. Otra escena posible: la del “oyente experto” o
“el buen oyente” (Adorno),3 el que tiene un alto grado de
conciencia y de conocimiento de la obra, el que percibe com-
posición, estructura y detecta rápidamente el hipérbaton, el
concetto, la saturación de una superficie y lo plegado. En los
mismos poemas escucha y a la vez comprende de qué está

3
También habla del oyente emocional, del oyente que sólo consume mú-
sica por diversión, del oyente pedante, del resentido y del oyente de jazz
en par ticular para definir esta sociología de la escucha.

159
hecha esa musicalidad porque también es conciente de lo que
subyace o acompaña cada una de estas operaciones sobre/
con el lenguaje: una ideología del discurso poético, aquella
que en estas dos instancias –barroco y modernismo, o al me-
nos el modernismo esteticista de Prosas profanas de Darío–
parte de una concepción del lenguaje como materia opaca,
como discurso que rodea lo real (o lo divino), que se pliega
para decir aquello que no se puede decir, o que crea/ inventa
una lengua cuya finalidad no es, ciertamente, la comunica-
ción. En los dos casos, experto o inexperto, las marcas del tex-
to que tienen que ver con el ritmo, la sintaxis, la musicalidad
serán la pauta desde la que se arma la voz imaginaria del poe-
ma. Eso es lo que aparece como fraseo de base cuando hay
una puesta en voz que transforma las lecturas legitimadas o
apegadas a la “partitura”. Ángel Rama lee los poemas de He-
rrera y Reissig respetando cautamente cada una de estas mar-
cas; Gelman, por el contrario, trae hasta el presente los
poemas de Rubén Darío, los saca de su tradición;
[DARÍO POR GELMAN]
en cambio, la versión escandalosa de “Blasón” que hacen
García Helder, Prieto y Taborda en Poesía espectacular hace pie
en lo que suena de la poesía de Darío (la rima, la métrica, los
tonos) pero para armar una lectura. No hay en este caso respe-
to a la letra (no se escucha un Darío “clásico”) pero tampoco
se le impone una voz del todo ajena; se apuesta, más bien, a
una versión crítica de sus poemas. Ya volveré sobre esto.

1. El universo del canto

¿Quién no ha escuchado Veinte poemas de amor y una can-


ción desesperada (1924) de Pablo Neruda? ¿Quién no ha

160
escuchado idéntica dicción en Alturas de Macchu Picchu,
una de las secciones del Canto general (1950)? Neruda decía
igual el poema amoroso que el poema político o épico. Esta
homogeneidad es el efecto de una modulación siempre len-
ta, o de base suavizada, que marca las sílabas como si se tra-
tara de tonos y semitonos, con un fraseo que se alarga aún
más en algunas de ellas. Sobre esa lentitud avanzan ciertos
crescendo y esa combinatoria es la base de un modo de reci-
tar que arma una fuerte tradición a la que podrían agregarse
Rafael Alberti, Federico García Lorca e incluso Severo Sar-
duy, entre muchos otros. El poema en la voz del poeta se
convierte en un fragmento discursivo diferencial y melódi-
co, en un “canto”.
La lectura es emotiva. Se supone que la voz de la poesía
no es la de lo práctico y que es imposible decir con un mis-
mo tono un poema y una nota periodística. Ésta es una pau-
ta ideológica de la escucha. La supuesta desacralización del
objeto poético en las Odas elementales (1954) de Neruda cae,
primero, bajo el peso de las imágenes que rodean los objetos
banales o cotidianos, como poetización de las cosas. Luego,
bajo el encanto de la melodía: un río, los pechos de una mu-
jer, una manzana o un par de medias son, todos, vehículos
del tono salmodiado. Nada escapa al canto.
La voz de Pablo Neruda, o la imitación de su modo de de-
cir, ha instalado una especie de “escucha forzada”, esa cuali-
dad que Barthes destaca en relación con los discursos
religiosos en los que el sacerdote habla y los fieles son “escu-
chadores” que descifran (p. 247). Porque, efectivamente, lo
que se escucha es la alabanza o la prédica como modo de de-
cir lo poético. El tono exclamativo y la analogía posible de es-
ta voz con el canto proponen una distancia ante esa materia
que se va desplegando sonoramente (es el reconocimiento de

161
la poesía) y simultáneamente sitúan al que escucha dentro del
poema a fuerza de encantamiento.
Éste es el efecto que rompen las puestas en voz de la
poesía de Nicanor Parra. No sólo porque se trate de “anti-
poesía”. Repito, en las Odas elementales Neruda ponía en el
centro del poema una papa o unos calcetines y, sin embar-
go, decidía mantener el tono de la oda. Cuando Parra lee
su “Oda a unas palomas” desaparecen la lentitud, la excesi-
va modulación sonora de la frase y surge (casi como una
contestación) un modo de decir más cercano a la prosa e
incluso a la información. La frase es llana, el escandido es-
tá borrado; cada verso es una línea que se escucha perfecta-
mente y la cadencia final e interna desaparece. Otro modo
de decir la oda, más allá de su contenido. La voz de Nica-
nor Parra en Chile no puede dejar de escucharse como el
despojo melódico del canto nerudiano que, ciertamente,
tiene aún hoy un impacto importante en los poetas chile-
nos. Podríamos decir, incluso, que Neruda generó un mo-
do singular y potente de decir el poema y que allí se lee un
linaje de la voz poética de larga duración. Incluso, más allá
de los tópicos, es una modulación que puede escucharse
asociada a poéticas alejadas de todo rasgo lírico. Lo que
quiero decir es que los modos de leer no siempre se corres-
ponden con aquello que se lee; por momentos, y ante de-
terminadas configuraciones de la voz, el texto y el modo de
leer van por caminos separados.

2. El sonido de las vanguardias históricas

Ya cité antes el texto de Marinetti “La declamazione dina-


mica e sinottica” (1916), en el que habla específicamente de

162
la voz y del cuerpo en escena. Éste es un caso de simetría
perfecta. Cuando escuchamos a Marinetti recitar “La Batta-
glia di Adrianopoli” (1926) ese programa se oye, literalmen-
te. El tratamiento tonal escapa a toda ley anterior, entran las
onomatopeyas, los sonidos guturales, la voz deformada; en
fin, los ruidos. Todo arma un espacio acústico peculiar, in-
novador. Pero en este caso la notación externa tiene que ver
con ciertos textos de Marinetti que están pensados para ser
dichos, declamados, casi como una arenga; la puesta en voz
se sale de lo que tradicionalmente es considerado voz poéti-
ca, hace pie en lo dramático aunque no necesariamente en
lo emotivo. En la versión que se encuentra en el disco Futu-
ra poesía sonora de “Battaglia, Peso + Odore” se pueden es-
cuchar la polifonía, la superposición de voces y sonidos que
se filtran, el uso de herramientas mecánicas para ambientar
un texto que, como el anterior, habla de la guerra (la para-
doja de la glorificación fascista de la guerra en una puesta en
voz experimental). Ésta es una de las escuchas de la vanguar-
dia, que se arma en realidad como simetría entre los textos
(incluyendo los manifiestos o la bibliografía crítica) y la
puesta en voz. En el mismo sentido, pueden escucharse las
pautas del dadaísmo cuando el Trío Excoco hace una puesta
de “L´amiral cherche une maison à louer” (1916), una pieza
escrita por Tristan Tzara, Richard Hülsenbeck y Marcel Jan-
co para el Cabaret Voltaire. En uno y otro caso, texto y soni-
do son una unidad que impacta sobre el oído, inquieta,
rompe absolutamente con las melodías tradicionales porque
se trabaja sobre una enorme fluctuación en el tono y se da
ingreso a sonidos mecánicos, coros, onomatopeyas, risas.
Ahora bien, la idea crítica de ruptura de las vanguardias
clásicas no puede trasladarse a todas las puestas en voz de sus
textos. Si uno escucha a Apollinaire leyendo sus poemas “Le

163
Pont Mirabeau”, “Marie” o “Le Voyageur”, todos de Alcools,
su libro de 1913, detecta la melodía en una voz que apela al
crescendo moderado y con una prosodia acentuada, envol-
vente. En realidad, no se trata de poemas absolutamente
nuevos, y aquello de lo que hablan, el río, lo que viene y lo
que pasa (verbos que se repiten) invitan a creer que la lectu-
ra no es desajustada. Aquí podríamos pensar, también, en
un proceso de simetría aunque dejando de lado las versiones
críticas sobre las vanguardias y el manifiesto del cubismo.
Repito, aquí lo disonante no tiene lugar, se trata de un uni-
verso melódico. Pero qué pasa cuando Breton lee “L’union
libre” (1931), ese poema que trabaja sobre el procedimiento
nuevo, sobre el juguete predilecto de los surrealistas: la ca-
dencia es suave, casi una letanía cuando dice “Ma femme aux
cils de bâtons d’éscriture d’enfant” (“Mi mujer de pestañas de
palotes de escritura de niño”), o “Ma femme à la taille de lou-
tre entre les dents du tigre” o bien, “Aux sourcils de bord de nid
d’hirondelle” (“Mi mujer de talle de nutria entre los dientes
del tigre” y “De cejas de borde de nido de golondrina”).4
Pienso ahora dos cosas, al escuchar a Breton: la primera es
que tal vez desde la sintaxis del poema, la puesta en voz es
adecuada. Porque en los textos surrealistas, que hacen de la
imagen el centro de la escritura, una metáfora se encadena
con otra y así sucesivamente; siempre en expansión, con
mayor o menor arbitrariedad en los engarces, un término o
un detalle nimio de la imagen anterior permiten el pasaje de
una imagen a otra. Algunas veces, además, este término se

4
Uso para cotejar el poema, André Breton, “La unión libre”/ “L’union li-
bre”, Poemas I, Madrid, Visor, 1993; pp. 108-113. Traducción de M. Ál-
varez Or tega.

164
desplaza y en la construcción de la imagen aparece otro sig-
nificante, ausente hasta el momento.
¿Cómo leer una sintaxis de encadenamientos y de círculos
concéntricos o desfasados, una sintaxis de cajas chinas o en es-
piral? Sólo con una voz cuyo tono es envolvente. Entonces
¿qué es lo inquietante de este poema? Me atrevería a decir que
lo escandaloso es lo que se ve. El poema reenvía a la codifica-
ción del retrato y sustituye ostensiblemente los segundos tér-
minos de la comparación elidida instaurando un sistema
analógico extraño, forzado si se quiere, hasta tal punto que el
régimen de visibilidad parece estar articulado por el procedi-
miento de collage (esa mujer es un montaje de materias, obje-
tos, animales, etc; parece un cuadro de Arcimboldo). Los
cabellos de la mujer ya no serán comparados con el trigo, ni sus
ojos con las estrellas, ni la cintura con algún accidente geográ-
fico. Esta grilla analógica, que hace pie en la naturaleza, se des-
figura en “L’union libre”. La mayoría de los atributos están en
este caso tomados de la cultura, y aun cuando pertenecen al or-
den de la naturaleza son absolutamente innovadores (la cintu-
ra, su delgadez, es el producto de la mordedura de un tigre). El
escándalo de la vista no aparece, en la puesta de Breton, como
escándalo sonoro y esto es una espina en la escucha de hoy, so-
bre todo si se parte de la idea de shock propuesta por el surrea-
lismo, en tanto aquello que arma un sensible nuevo, ilegible, se
presenta auditivamente de manera tradicional, como una su-
perficie tersa. Como si a Breton no le interesase el sonido.

3. La vanguardia monocorde

En la masmédula (1954), de Oliverio Girondo, es un libro


extemporáneo que sin embargo la crítica aún considera el

165
verdadero monumento de la vanguardia. Sus poemas repiten
una práctica probada por la historia, la del despliegue de sig-
nificantes a partir de la contaminación fónica que permite lle-
gar hasta el neologismo; los textos del dadaísmo, el
surrealismo y, sobre todo, Trilce (1922) de César Vallejo son
–tres décadas antes– la prueba ineludible de su carácter regre-
sivo. Sin embargo, es un libro innovador en el campo poético
argentino, cuyo autismo para leer las vanguardias en general
fue notable.
En 1960 sale un disco con casi todos los poemas de la úl-
tima versión de En la masmédula (1956). La audición es una
buena instancia para pensar nuevamente la revulsividad o la
antigüedad del texto. Girondo interpreta sus poemas dentro
del campo melódico, pero construye una melodía particular
que neutraliza la idea de canto bajo un tono siempre idénti-
co y monocorde. De este modo, los poemas que parecen na-
rrar algo, aquellos en los que el lector o el escucha puede
seguir una línea de sentido más allá de los neologismos, las
derivaciones o las palabras compuestas, y aquellos en los que
la distorsión de los términos ocupa la totalidad del texto,
suenan igual. La modulación de la voz será la misma para los
versos de cierre de “Aridandantemente”: “mientras sigo y me
sigo/ y me recontrasigo/ de un extremo a otro estero/ aridan-
dantemente/ sin estar ya conmigo ni ser un otro otro”, y pa-
ra los de apertura de “Mi lumía”: “Mi Lu/ mi lubidulia/ mi
golocidalove/ mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma/ y
descentratelura/ y venusafrodea”.5 El sonido monótono sólo
es cortado, en algunos poemas, por pequeños crescendi: a

5
Uso para cotejar los poemas, Oliverio Girondo. Obra, Buenos Aires, Lo-
sada, 1990.

166
idéntica modulación, podría decirse, se agrega un volumen
un poco más alto que luego vuelve a equilibrarse o una míni-
ma aceleración que rápidamente se regularizará en la lentitud
que caracteriza la lectura.
Este tono único se alcanza por el trabajo de la respira-
ción, ya que cada verso sostiene una línea continua incluso
en el caso de largos versículos, y en la vocalización. Girondo
pronuncia de manera límpida, con una dicción perfecta y
cada término –inventado, compuesto o derivado– conserva
su sílaba tónica. Esta pronunciación adquiere un plus desde
lo tonal, porque Girondo prolonga levemente el sonido de
cada una de las palabras, usa la boca como caja de resonan-
cia. El objetivo no es destacar términos, porque la dicción
está asociada a la respiración; el efecto es más bien el contra-
rio, el de dar valor al poema completo como un todo homo-
géneo. Efectivamente, aquí está el trabajo de difuminación
de la lectura melódica tradicional, pero no se trata de una
ruptura, porque la solemnidad sigue siendo un elemento
importante, y en la modulación está la idea de lengua dife-
rencial. Lo que sucede, en relación a algunas puestas en voz
de surrealistas o cubistas de la década del ´20, es que el rit-
mo no es el de un canto torsionado por el uso del tono úni-
co y la resonancia; la lectura abre un campo magnético, en
el que cada término retiene la energía de todos los otros y
avanza con poder hipnótico.
La voz de Girondo leyendo En la masmédula dice ade-
más algunas cosas sobre su inscripción en la vanguardia y su
relación con los modos de leer de la época en que se editó la
grabación. Girondo inventa una prosodia impecable para la
escritura vanguardista, vocaliza el desguace del lenguaje co-
mo si se tratara de un idioma muy bien aprendido, de una
segunda lengua; más que la materialidad del lenguaje, lo

167
que se escucha allí es un sentido que avanza en cada poema
como si se tratara de una secuencia con cierto grado de
transparencia. Es cierto que Girondo descompone la gramá-
tica, los términos, pero en el modo de leer, en ese fraseo mo-
nocorde que pronuncia cada palabra como si fuera un
sustantivo, un verbo o un adjetivo común, se percibe su ges-
to constructivo de un nuevo idioma.

4. Interpretación de la vanguardia

“por él./ a él./ para él./ al cóndor él si no fuese por él/ a él./
brotado ha de lo más íntimo. de mí a él:/ de mi razón. de mi
vida”, así comienza “Eva Perón en la hoguera” de Leónidas
Lamborghini (Partitas, Buenos Aires, Corregidor, 1972),
con una voz ya desmantelada, cortada, que se pisa a sí mis-
ma, vuelve sobre sí y avanza pero no narrativamente, sino
como tono. Miguel Dalmaroni aborda la escritura del poe-
ma como trabajo de corte y repetición en términos de “diso-
nancia contra-sintáctica” (p. 49), y esta disonancia es,
también, la de la voz de esa mujer que habla.
La escena de origen del texto, de los dieciocho poemas
que componen esta serie, podría verse en este fraseo: Lam-
borghini lee La razón de mi vida, de Eva Duarte de Perón,
elige capítulos,6 elige párrafos u oraciones y tacha segmen-
tos, palabras, desarrollos narrativos y argumentales. Corta el
texto canónico, dispone de nuevo, altera posiciones, elimina

6
He trabajado la reescritura de La razón de mi vida en “(polifonía: inte-
rior de la voz)”, capítulo IV, “Linajes políticos y literarios” de Variacio-
nes vanguardistas. La poética de Leónidas Lamborghini, Rosario,
Beatriz Viterbo, 2001; pp. 161-171.

168
nombres (Perón no aparecerá mencionado, una de las figu-
ras omnipresentes del libro de Eva, junto a la Providencia y
el pueblo) y manda el discurso para otro lado, a partir de es-
te “particular procedimiento de quiebre de las unidades del
discurso” (Dalmaroni; p. 72). La operación es radical y está
en este tratamiento experimental del verso, en el modo de
transformar la sintaxis de La razón de mi vida, que ya de en-
trada es “de mi razón. de mi vida”. Como si nunca pudiese
terminar de decir (balbuceo, dice Lamborghini), aunque en
ese decir cortado dice más y dice otra cosa. Así, el modo ele-
gido para darle voz a Eva no es el de la explicación didáctica
como en el texto de origen, sino la fragmentación de aquel
decir, en un punto, su estallido. Entonces, el verso será la re-
cuperación de los fragmentos de ese estallido. Lo fragmenta-
rio no es solamente el hecho de que tome sectores de La
razón de mi vida, sino el verso resuelto como tensión entre
ese diminuto segmento y su puntuación, su aislamiento; sin
embargo, como no hay mayúsculas después de los puntos,
lo que se va armando es un continuo de fragmentos, de pe-
queños golpes. No hay bordes precisos, no hay oración, hay
puesta en acto de un discurso previo, cuyos componentes se
aíslan y por momentos se repiten. El corte y la repetición
plantean –incluso– cierta obsesión del fragmento, que es la
que constituye el sentido:

mi empresa. los comienzos. cuando advertí:


lo imposible: palabra.
cuando advertí. empecé a ver.
por eso:
aquí estoy. quiero servir. empecé.
lo imposible: palabra (XIII).

169
Si uno piensa en cómo suena esta serie de poemas, pare-
ciera inevitable recalcar el carácter experimental del fraseo,
esa sintaxis peculiar que borra todo proyecto de emotividad
asociada a lo que se dice para trasladarlo al cómo se dice. En
todo caso, es un “monólogo dramático”, como dice Lam-
borghini, pero que hace pie en el acto de decir; en esta perfor-
matividad el efecto pareciera ser el de la elección aleatoria, y
sin embargo nada hay de azaroso en la reproducción de los
fragmentos y hay mucho de plan, de programa, en el corte y
en el movimiento que estas partículas mínimas adquieren en
el poema. Lo elegido por Lamborghini siempre tiene que ver
con la puesta en acción de un discurso o es transformado en
acto. La variación del texto de Eva produce un nuevo drama-
tismo: la interrupción permanente del decir es, de hecho,
violenta; se trata en todo caso, de una dramatización absolu-
tamente novedosa de esta violencia. Dos imágenes podrían
asociarse a esta operación: se escucha una pista sonora a la
que se le baja y se le sube el volumen permanentemente, y a
la vez se retrocede en algunos puntos; se escucha la voz de al-
guien amordazado de manera repetida (y sin mordaza luego)
que sin embargo nunca abandona su tono; el tono, de he-
cho, puede ser bajo a alto (en la escucha imaginaria), pero
nunca continuo. No hay melodía, es obvio. No hay canto,
no hay armonía sino alienación.
En el año 1973 aparece una versión en audio del poema
completo, con música de Dino Saluzzi e interpretación de la
actriz Norma Bacaicoa.7 El primer efecto es el de desajuste

7
Ficha técnica: Eva Perón en la hoguera, Buenos Aires, 1972. Texto: Le-
ónidas Lamborghini. Interpretación: Norma Bacaicoa. Música: Dino Sa-
luzzi. Producción: Pincen Producciones. Productor Ejecutivo: Jorge
Montemurro. Dirección Ar tística: Virgilio Expósito. Tapa: Hermenegildo
Sábat.

170
con la escucha imaginaria de ese texto. ¿Por qué? Si bien el
corte se escucha por momentos, la mayor parte del tiempo
la interpretación de Bacaicoa se asienta en la emotividad de
la voz. Se escucha el tono de la duda, el del dolor, el tono del
desafío, en una voz que se quiebra, que sube de volumen
hasta el grito desesperado. Esta fuerte impronta de emoción
produce un efecto muy extraño: aquello que es puro frag-
mento en la lectura, que cuesta recomponer, parece un tex-
to liso, entendible, que transmite un mensaje más o menos
directo. Además, la Eva de Bacaicoa tiene un timbre pareci-
do al de Eva Perón en los discursos públicos y cierta modu-
lación de los matices que ya se ha escuchado en algunas de
las piezas más recordadas, la del renunciamiento a la vice-
presidencia y la de despedida, ambas de 1951. Es esa emoti-
vidad la que repone la interpretación de Bacaicoa, la del
desafío, aun cuando su discurso se vuelve íntimo, casi confe-
sional. Así, las distintas modulaciones pueden escucharse ba-
jo la prosodia amorosa, como en la interpretación del poema
VII: “no./ no fue el azar: no gobierna./ fue: mi caso.”, la beli-
gerante, en el III, o la modulación del dolor, como en el po-
ema XVIII que cierra el monólogo: “Ya: lo que quise decir
está./ pero además: darse. el amor es./ darse/ Ya. lo dicho. lo
que quise. el amor. la vida es:/ dar la vida. darse. ya: hasta el
fin.”. De algún modo la interpretación de este poema coin-
cide con los tonos de Eva Perón en su último discurso, la
calma, cierta suavidad, la voz quebrada o a punto de que-
brarse por el llanto. Bajo esta emotividad, repito, queda el
trabajo experimental del verso en Lamborghini. Ese corte y
esa repetición permanentes, la puesta de un discurso aliena-
do, o del discurso de los alienados. Hay una traducción de
un nuevo dramatismo (el que estaría apegado a la letra del
texto) a un dramatismo conocido.

171
5. El cadáver de la solemnidad

“Cadáveres” es un larguísimo poema de Alambres (Buenos


Aires, Último Reino, 1987), el segundo libro de Néstor Per-
longher. La versión en audio salió bajo el sello Último Rei-
no-Circe en 1991, junto a otros poemas.8 Pero antes de la
audición estuvo el texto, y son pocas las marcas que indican
allí la lectura que luego hizo Perlongher de su poema: están
ciertamente las frases exclamativas, que permiten reponer
un registro irónico: “Yes, en el estuche de alcanfor del pre-
cho de esa/ ¡bonita profesora!/ Ecco, en los tizones con que
esa ¡bonita profesora! traza el rescoldo de ese incienso;/”, y
más adelante, “En eso que amputa/ lo que empala,/ En eso
que ¡puta!”. En estas exclamaciones hay algo de la oralidad
que hace posible esperar el tono irónico. En la escucha ima-
ginaria lo oral podría acordar con el registro de los poetas
“coloquialistas” que naturalizan la expresión. Sin embargo,
en la versión grabada del poema las exclamaciones están am-
plificadas, con un timbre cercano al grito (o al gritito) pero
con una carga de artificialidad; allí el modo de dar cuenta de
lo emotivo que es propio de la exclamación (y que en la
puesta en voz tenderá a desplazar la función habitual y sobre
todo la del poema tradicional) se traslada como exageración
a los adverbios (“Yes”, “Ecco” y antes “oui”) y a ciertas inter-
jecciones incluso más asociadas a lo oral: “Ay, en el quejido
de esa corista que vendía ‘estrellas federales’/ Uy, en el pateo
de esa arpista que cogía pequeños perros invertidos,/ Uau,

8
El casete contiene los siguientes poemas: “Cadáveres”, “Madame S.”
y “Riga”. La grabación de “Cadáveres” fue incluida en el número 14
(marzo 2001) de poesia.com.

172
en el peer de esa carrera cuando rumbea la cascada, con/ una
botella de whisky ‘Russo’ llena de vidrio en los breteles, en
ésos,/ tan delgados,/ Hay Cadáveres”.
Hasta aquí lo que en el poema sería una inscripción de
la lectura posterior del autor. Luego, algunas notaciones pa-
recen funcionar como partitura que se activa en la voz de
Perlongher, dado que podrían ser leídas en un tono más gra-
ve, como cuando hablan los otros, los que no se involucran:
“Era: ‘No le digas que lo viste conmigo porque capaz que se
dan cuenta’/ O: ‘No le vayas a contar que lo vimos porque a
ver si se lo toma a pecho’”. Allí Perlongher retoma ciertos
decires, pero también les pone un tono de cinismo, los in-
vierte en términos paródicos.
El manejo de los tonos y de la intensidad plantea un ti-
po de dramatismo inédito, absolutamente despegado del
modo elegíaco o luctuoso, más allá de las 55 repeticiones del
estribillo que cierra cada estrofa, “Hay Cadáveres”, que se
despliega como desenmascaramiento recién en los dos ver-
sos que cierran el poema: “No hay nadie?, pregunta la mujer
del Paraguay./ Respuesta: No hay cadáveres”.
Sobre la intensidad, como cualidad del sonido que per-
mite distinguir un tono suave de uno fuerte, se construye la
lectura de Perlongher: la voz va y viene entre el piano y el
forte, pero no sigue un crescendo único, porque los tonos su-
ben y bajan todo el tiempo; en este sentido, se aleja de los
modos más clásicos de manejar la intensidad de la voz, que
se asientan –por lo general– en una línea ascendente o des-
cendente, o en una combinación más estructurada de am-
bas. Perlongher lee algunas estrofas en tono muy suave,
como cuando dice “La despeinada, cuyo rodete se ha raído/
por culpa de tanto ‘rayito de sol’, tanto ‘clarito’;/ La marti-
nera, cuyo corazón prefirió no saberlo”, y otras veces llega

173
hasta el fortissimo, como al final, cuando grita “Cadáveres,
Cadáveres, Cadáveres, Cadáveres…”, una sucesión que no
está en la versión escrita. El crescendo puede darse en una so-
la estrofa o en una serie de estrofas, pero el tono puede subir
y bajar más de una vez en este mismo espacio. No hay una
lógica homogénea. Esta variación se escucha también en el
estribillo, que funciona casi siempre como corte o intromi-
sión en una secuencia deliberadamente interrumpida; algu-
nas veces es aseveración seca que cierra modulaciones
diversas, pero el tono no es único, oscila entre el asombro, la
ingenuidad, la sorpresa, la réplica, el susurro e incluso, en
un caso, lo interrogativo.
El poema comienza con un tono declamativo que emula
la voz del recitado escolar; como una maestra o un alumno,
Perlongher dirá: “Bajo las matas/ En los pajonales/ Sobre
los puentes/ En los canales/ Hay Cadáveres.// En la trilla de
un tren que nunca se detiene/ En la estela de un barco que
naufraga/ En una olilla, que se desvanece/ En los muelles
los apeaderos los trampolines los malecones/ Hay Cadáve-
res”. La repetición de la preposición que arma los versos pa-
rece remitir, además, a algo que todos conocemos: “En el
cielo las estrellas/ En el campo las espinas/ Y en el medio de
mi pecho/ La República Argentina”, y aunque la frase se
vuelve cada vez más compleja –en su sintaxis y por momen-
tos en su vocabulario–, el tono se mantiene, al menos en las
primeras estrofas, como un registro que se sobreimprime:
“En las mangas acaloradas de la mujer del pasaporte que se
arroja por la ventana del barquillo con un bebito a cuestas/
En el barquillero que se obliga a hacer garrapiñada/ En el
garrapiñero que se empana/ En la pana, en la paja, ahí/ Hay
Cadáveres”. El uso de este tono es irónico, e impugna todos
los registros solemnes. Así puede leerse una de las estrofas

174
finales en la que los versos del modernismo, del romanticis-
mo e incluso el nombre de uno de los poetas barrocos más
paradigmáticos se interrumpen y el estribillo parece funcio-
nar como acta de defunción de la poesía: “Yo soy aquél que
ayer nomás.../ Ella es la que…/ Veíase el arpa.../ En alfom-
brada sala.../ Villegas o/ Hay Cadáveres”.
La inclusión de las otras voces no necesariamente ame-
rita la parodia; son más bien las marcas de hablas barriales
o populares que multiplican los registros orales, y que Per-
longher lee como polifonía a partir de un tono escandaliza-
do, con un dejo de fastidio (“Se entiende?/ Estaba claro?/
No era un poco demás para la época?/ Las uñas azuladas?”),
el susurro del chisme malicioso o el tono entre confesional
y tilingo de quien dice “Yo no te lo quería comentar, Fer-
nando, pero esa vez que me mandaste a la oficina, a hacer
los trámites, cuando yo/ cruzaba la calle, una viejita se ca-
yó, por una biela, y los/ carruajes que pasaban, con esos
crepés tan anticuados (ya preciso, te dije, de otro pantalón
blanco), vos creés que se iban a/ dedetener, Fernando? Ima-
giná…”. La clave común de todos estos registros es la afec-
tación: el decir afectado (se sabe que la declamación escolar
no sirve, pero también que la poesía ha perdido su lugar)
recubre incluso lo que tiene de neobarroca la escritura de
“Cadáveres”. Cuando en el poema aparecen la contamina-
ción fónica o la deriva de significantes, la modulación de la
voz sigue siendo la de las hablas. Lo barroco, entonces, es
también parte de estas hablas y en todo caso se escucha co-
mo otro registro más dentro del poema. Así, lo que refuer-
za la lectura de “Cadáveres” es la interpretación teatral, más
que poética, que no pone en un primer plano el pliegue del
lenguaje sobre sí mismo, sino el artificio y sus posibilidades
dramáticas.

175
La puesta en voz de “Cadáveres” va a contrapelo de to-
das las interpretaciones que se escuchaban en ese momento,
las del coloquialismo argentino y su antecedente en Raúl
González Tuñón; la del neobarroco de José Lezama Lima,
de Severo Sarduy e incluso su dicción más ajustada, luego,
en la voz de José Kozer; va a contrapelo también del modo
vanguardista de Girondo y más aún del tono clásico de Jor-
ge Luis Borges o Alberto Girri, de quienes también hay re-
gistro en audio. En realidad, la interpretación de Perlongher
pareciera ser la primera operación de vanguardia sobre la
voz poética en el país, la única que abandona por completo
el universo melódico.

6. A viva voz

En el número 2 de Diario de Poesía (primavera 1986) la co-


lumna de Martín Prieto, “Hablarán”, abre con un irónico
“Diccionario inconcluso de lugares comunes (a la manera
de Flaubert)”. Una de las entradas es “POESÍA ESPECTACU-
LAR: Decir de quienes la practican que no saben escribir.
Comentarlo con amigos. Coincidir en ello” (p. 31). No hay
una definición sino una respuesta que se apoya, además, en
la foto de Prieto recitando frente a un micrófono. En ese
momento la alusión a una praxis que lo incluía es evidente.
Ya en el año 1982, Martín Prieto, Daniel García Helder,
Oscar Taborda, Ricardo Guiamet y Rogelio Changuía (pia-
no) armaron una puesta en voz de ciertos textos, en ocasión
de la aparición de un tomo colectivo de poesía. Luego se su-
cedieron los espectáculos en Rosario, Bahía Blanca, Santa
Fe, Neuquén, Buenos Aires. Los escenarios eran bares, pe-
ñas democráticas, bibliotecas, universidades, galerías de arte

176
y salas como Udecoop, Museo Castagnino, Lavardén y el
ICI, entre muchos otros. En 1986, en la sala Ruth Benzacar
de Buenos Aires, la puesta acompañó la salida de Diario de
Poesía, con un público numerosísimo. El período fuerte de
las presentaciones del grupo fue entre 1982 y 1988, y se lo
llamaba “Habla la vaca”.
¿Qué se pone en juego en pleno advenimiento de la de-
mocracia, a un año de las primeras elecciones luego de una
década de dictadura? ¿Qué supone llevar la poesía a viva vo-
ce, sacarla del libro? No parece casual retomar la voz en un
momento de aparición, reaparición de lo político, en una
instancia en que los sujetos políticos pueden retomar la pa-
labra (y lo están haciendo) a través de determinadas figuras
pero, sobre todo, con la gente en las movilizaciones y en las
plazas. Los textos que genera “Habla la vaca” y los poemas
que retoma no son de índole política, por supuesto, pero es-
to nos permite pensar, justamente, en la articulación entre
lo escrito y su necesaria puesta en voz en la política, el decir
en público como el momento de confirmación de una ley o
un pensamiento. Decir el poema o leerlo en público (no se
trata de una simple lectura, como ya veremos) abre una fi-
gura de interpretador diversa. Lo que funciona en estas
puestas es el carácter performativo de la puesta en voz, ese
del que habla Mladen Dolar en relación con las voces de la
liturgia o la política (pp. 129-137), porque la voz activa los
textos: de hecho, las puestas son escenificaciones de tonos,
de escenas, de modos de leer, y entran en diálogo con otros,
más tradicionales o contemporáneos. Se saca de la letra es-
crita esos textos –Góngora, Quevedo o Rubén Darío, por
ejemplo– para poner en acción la poesía. De algún modo,
en un país que había sido silenciado, la poesía aparece a viva
voce e impone su presencia (a la vez que busca su lugar en la

177
cultura o en la sociedad). Asumiendo que la puesta en voz
está asociada a la democratización, habría que ver qué tipo
de democracia de la voz poética va armando “Habla la va-
ca”. Su repertorio proviene tanto de la poesía culta como de
las canciones populares (temas de Leonardo Favio o Sandro,
por ejemplo) y en todos los casos hay una intervención so-
bre esos textos. Se trata entonces de una democracia crítica,
que pone en suspenso ciertos paradigmas de la tradición y
debate con las líneas poéticas existentes.

En el año 1991, Carlos Essmann asiste a la presentación del


libro La ansiedad perfecta, de Samoilovich. Allí ve una de las
puestas de Daniel García Helder y Martín Prieto y decide
hacer algo con eso; en 1995 filma Poesía espectacular,9 una
película en la que estarán Daniel García Helder, Martín
Prieto y Oscar Taborda recuperando antiguas puestas en voz
y proponiendo algunas absolutamente nuevas. Aunque el
soporte supone varias modificaciones (sobre todo la pérdida
de la cuota de improvisación propia de las presentaciones en
vivo), en el film puede recuperarse este modo espectacular
de la poesía que practicó “Habla la vaca” y que fue (sigue
siendo) altamente revulsivo.
El repertorio de Poesía espectacular pone un pie fuerte
en lo clásico en sentido amplio: el barroco del Siglo de Oro

9
Poesía espectacular film. Dirección: Carlos Essmann/ Fotografía y cá-
mara: Marcelo Camorino/ Asistente: Paula Grandio/ Sonido: Carlos Ca-
leca/ Productor ejecutivo: Gustavo Tieffenberg/ Edición: Guillermo
Grillo Ciocchini/ Eléctricos: José Espinosa, Christian Cottet y José Ovie-
do/ Maquinista: Ricardo Fernández/ Maquillaje: Silvia Stella/ Títulos:
Josefina Darriba.

178
español, el modernismo latinoamericano (José Martí y Ru-
bén Darío), la vanguardia a partir de Trilce de César Valle-
jo. El otro pie está en la poesía argentina contemporánea:
un poema de Daniel García Helder, uno de Prieto, “La an-
siedad perfecta”, de Daniel Samoilovich, y “He tratado de
reunir pacientemente”, de Juan Manuel Inchauspe. La
temporalidad de este corpus es importante, tensado entre el
pasado y el presente, pero su eje no es el homenaje, su for-
ma no es la de la antología sino más bien la de la poesía co-
mo práctica auditiva. La vertiente del corpus es doble:
textos publicados y otros compuestos especialmente para la
puesta en voz, que permiten trabajar cuestiones propias de
la escucha poética.

El estrado es minimalista. Fondo celeste, una mesa de ma-


dera clara y sillas negras, las clásicas sillas de bar porteño.
Leen, sentados, con el papel apoyado en la mesa, la mayor
parte de los textos. Los cuerpos intervienen con pequeños
movimientos y la verdadera coreografía es la de la voz. Por-
que los que leen o recitan –García Helder, Prieto y Tabor-
da– también están despojados: remeras lisas de algodón
(celeste, negra, verde oscuro) fuera de los jeans. Cuando la
puesta se hace de pie, los cuerpos intervienen a partir de la
gesticulación o de ciertos movimientos que funcionan co-
mo soporte de la voz y del texto: Martín Prieto lee un poe-
ma apoyado sobre un atril y lo levanta desde el pie, lo hace
girar a medida que su cuerpo gira, avanzar a medida que su
cuerpo avanza; García Helder, Prieto y Taborda caminan
diciendo un poema narrativo. Lo más importante sigue
siendo la voz.

179
6. 1: Escenas de lectura

I
La puesta en voz de Poesía espectacular parte, salvo en dos
ocasiones, de la lectura. La coreografía corporal está sujeta a
este acto: sentados, los ojos van del papel a la cámara, (cuan-
do intercambian miradas es sólo para dar un pie de inicio) y
lo que más se ve es el rostro. La partitura se activa en la voz
como un dispositivo que genera escenas de lectura diversas.
Sobre el final del film, Taborda, García Helder y Prieto
leen un poema de Verlaine; “Chanson d´automne”, o mejor
dicho su primera estrofa.10 En realidad, Prieto comienza
dando el pie, pronuncia para los otros, en buen francés: es,
sin lugar a dudas, el maestro. Taborda y García Helder mi-
ran, escuchan y repiten con dificultad: son los alumnos. La
escena de lectura es didáctica y el poema parece ser la excu-
sa para aprender una lengua, como si se tratase de una clase
de francés en la que los alumnos aprenden rápidamente a re-
petir, ya que en la segunda pasada los tres dicen al unísono
el poema sin dificultades: pronuncian y frasean bien. ¿Por qué
elegir a Verlaine para esta breve escena de lectura? ¿A qué po-
dría atribuirse esta puerilidad imitativa?
“Chanson d´automne” es el único texto en otro idioma
del corpus y la puesta aparece ubicada entre “Blasón” de
Rubén Darío (un poema esteticista de Prosas profanas) y el

10
“Les sanglots longs/ Des violons/ De l’automne/ Blessent mon co-
eur/ D’une langueur/ Monotone.” La traducción de estos versos sería:
“Los largos sollozos/ De los violines/ Del otoño/ Hieren mi corazón/
De una languidez/ Monótona”. Ver Paul Verlaine. Poesía completa. To-
mo I. Edición bilingüe, Barcelona, Libros Río Nuevo, 1979; pp. 62-63.
Traducción de Ramón Her vás.

180
collage de poemas de Trilce de César Vallejo. El lugar elegido
es relevante si uno piensa en la importancia de la poesía de
Verlaine para Darío y del simbolismo para las vanguardias
históricas; sin embargo, en esa posición, Verlaine es lo que
no se sabe, lo que hay que aprender de manera mecánica.
Entonces, la pregunta sobre las figuras del maestro y los
alumnos se abre ostensiblemente. En principio podría pen-
sarse que Darío es el maestro que enseña Verlaine a las van-
guardias; si así fuese, Darío reproduce un sonido y elige una
zona blanda de la poesía de Verlaine, ya que este texto perte-
nece a Poemas saturnianos (1866) y sería luego muy difundi-
do como canción popular en los ´40. ¿Darío enseña el
Verlaine más difundido? ¿El Verlaine más fácil, aquel en el
que el simbolismo se plantea incipientemente, casi atado al
romanticismo? ¿Darío enseña el Verlaine melancólico? Es
una posibilidad que situaría en un lugar menor tanto a Darío
como a Verlaine. También es factible pensar que Verlaine en-
seña una música, un fraseo, que es sólo eso lo que se apren-
dió de la poesía francesa. En este sentido, el lugar del que da
pie (el que sabe) puede ser Verlaine mismo, y los que repiten,
Daríos vernáculos. Y si es así, Darío aprende rápidamente.
Vuelvo a decir, la posición de esta escena en Poesía especta-
cular no es arbitraria, porque esta zona, las tres puestas juntas
arman una continuidad crítica. ¿Cuál es el lugar que le dan,
entonces, a la poesía de Verlaine? Parece claro que es un lugar
de paso. Leer a Darío y a Vallejo supondría ese entre, el pasaje
por Verlaine. Pero el pasaje es mecánico, y además la escena
de la dificultad pedagógica se resuelve con celeridad. Las op-
ciones que abre esta escena de lectura en el contexto del film,
me parece, son dos: Verlaine es el deber ser de la poesía moder-
na latinoamericana y a la vez, dado que el pasaje por su poesía
es pueril, Verlaine podría ser prescindible, haber dado menos

181
de lo que la crítica supone. Porque lo que se reproduce es una
puesta melódica, previsible, que contrasta con las de “Blasón”
y Trilce, que son antimelódicas. Entonces, aunque sea en la
lectura de Darío y Vallejo, el modernismo y la vanguardia ver-
náculos asumen un modo de producción (de la voz) pos Ver-
laine, abren la cuestión sonora, generan una escucha menos
pautada, menos tradicional. Verlaine es lo que debe aprender-
se, pero se aprende desde el costado fonológico; Darío y Va-
llejo, en cambio, son textos que se activan en la voz.

II
En todas las puestas del film, lo espectacular es la base de la
puesta en voz, como aquello “que se ofrece a la vista o a la
contemplación intelectual y es capaz de atraer la atención y
mover el ánimo”, lo que causa asombro y hasta “escándalo y
extrañeza” (Diccionario de la RAE). El espectáculo produce
efectos en un público que no puede estar ausente. Hay una
escena, sin embargo, en la que esta relación con el otro, con
el que escucha y ve, se reduce al mínimo y se da, justamen-
te, antes de la puesta de Darío, Verlaine y Vallejo.
Taborda, Prieto y Daniel García Helder leen “He trata-
do de reunir pacientemente” de Juan Manuel Inchasupe11
en voz baja; no se trata de un tono bajo de voz, sino más

11
Juan Manuel Inchauspe, Poemas 1964-1975 (1977): “He tratado de
reunir pacientemente/ algunas palabras. De abrazar en el aire / aquello
que escapa de mí/ a morir entre los dientes del caos./ Por eso no pidan
palabras seguras / no pidan tibias y envolventes vainas llevando/ en la
noche la promesa de una tierra sin páramos./ Hemos vivido entre las
cosas que el frío enmudece./ Conocemos esa mudez. Y para quien/ se

182
bien de cierto murmullo, aquel que se produce cuando uno
lee para sí. Comienza Prieto e inmediatamente Taborda y
segundos después Daniel García Helder. Todo parecería in-
dicar que hay un contrapunto, como en muchos otros tex-
tos de Poesía espectacular; sin embargo, cada voz va por su
lado, no hay diálogo entre estas lecturas, la segunda voz no
contesta ni produce una variación sobre la primera. Cada
uno lee con su propia modulación, su tono, su respiración;
no es una voz que se atempera para dar cuenta de lo rítmico
o de lo acentual, sino un fraseo, en cada caso individual,
aunque están sincronizados porque el tiempo de emisión
del texto es el mismo para los tres.
La escenografía es la misma, pero la voz aparece como
un hilo íntimo entre quien lee y el poema. Pasan el poema
por su voz y a la vez cada uno por su cuerpo; no hay trío, no
hay conjunto y si bien miran cada tanto a cámara, lo espec-
tacular se reduce ostensiblemente porque lo que aparece es
la puesta de la lectura como acto íntimo, individual. El
murmullo funciona como internalización del poema y no
como exposición externa del mismo. Como si no hubiese
programa (aunque hay programa), como si pudiésemos re-
cuperar la relación de cada uno con el texto, como si la voz
fuese la que acompaña el texto. En el continuo de Poesía es-
pectacular ésta es la décima escena de un total de trece, y
funciona de manera anticlimática porque arma una instan-
cia de recogimiento de la voz y de la lectura.

acerque a estos lugares hay un chasquido/ de látigo en la noche/ y un


lomo de caballo que resiste”. Tomado de J. M. Inchauspe, Trabajo noc-
turno –Poemas completos–, Santa Fe, ediciones UNL, 2010; p. 143. Di-
rección de la edición, introducción y notas de Sergio Delgado y
Francisco Bitar.

183
III
“Propongo, impongo, sobrepongo”, dicen García Helder,
Prieto y Taborda al unísono con una cadencia que acentúa
notablemente las sílabas pares, lentamente en principio, de
manera acelerada después. Ponen en voz, como casi siem-
pre, algo que leen, una partitura que incluye los derivados
del verbo poner en una secuencia interrumpida dos veces:
por frases en otra lengua –italiano, francés– y por algunos
versos que provienen de un cartel, aquel que García Helder
incluye en su poema “El corralón de Bolívar y Uspallata” (El
guadal; p. 37): “Canto rodado, piedra partida” y “Todo lo
necesario para la construcción”. No leen un poema o un co-
llage de poemas sino un simulacro poético que tiene sentido
sólo si se pone en voz. Sin voz ese texto no existe, porque se
trata de una elección aleatoria para activar la idea de la lec-
tura como manejo del ritmo. Y entonces lectura y escritura
se pegan, son dos prácticas indiferenciadas. O mejor aún: la
lectura es lo que transforma en pieza literaria una materia
mínima. Los versos del cartel del corralón hablan de los ma-
teriales para construir; éstos son, a su vez, “lo necesario”, lo
básico, pero la puesta no pareciera decir que se puede escri-
bir poesía a partir de un juego gramatical, sino más bien que
el modo de leer activa el poema sin importar la materia. La
lectura, de este modo, se plantea como producción a partir
de una materia mínima sometida al tono, al ritmo, a la
acentuación. La lectura es la escritura.

6. 2: La voz visible

La coreografía de Poesía espectacular es minimalista, como la


escenografía, y esto logra una inversión de las relaciones de

184
poder entre lo que se ve y lo que se escucha en la puesta en
voz, o al menos sostiene una equivalencia. La puesta en voz
se ve: paradójicamente, por momentos, la voz se ve.
Uno de los simulacros de Poesía espectacular es un texto
que se construye tonalmente a partir de una frase: “El perro,
o lo que dice la voz del perro: guau, nada más que guau
guau, cuando se le pide que ladre”. El tempo de base es len-
to; tres voces repiten al unísono este verso o poema cuya ca-
ligrafía debería dar cuenta de los alargamientos de sílabas (el
de la onomatopeya, por ejemplo), de los silencios. En cada
repetición se sube un tono, pero lo que se destaca es la posi-
bilidad de ver la salida de la voz. Taborda, García Helder y
Prieto (en ese orden de izquierda a derecha, sentados) miran
a cámara, desafectados, y articulan los movimientos de la
boca de manera ostensible, al punto de que el sonido no
puede separarse de la puesta visible.
La cuarta escena de Poesía espectacular es la puesta, a car-
go de Prieto y García Helder, del poema “La ansiedad per-
fecta” de Daniel Samoilovich.12 Sobre ese texto una
variación, o un arreglo a modo de introito, en el que se po-
nen en juego el título y un verso inexistente en el original:
“¿Podría ser perfecta la ansiedad?”. Comienzan ambos, vo-
calizando el título del poema en distintas versiones que lue-
go se repetirán sobre el verso señalado y sobre un segmento
del título que vuelve, a modo de detalle: la primera es siem-
pre la dicción sin sonido (vemos el movimiento sumamente

12
Daniel Samoilovich, “La ansiedad per fecta”: “Se quiere, no se sabe
muy bien qué/ y no hay en este sentimiento/ ningún abandono, ninguna
languidez:/ es la ansiedad per fecta”. La ansiedad per fecta, Buenos Ai-
res, Ediciones de la Flor, 1991; p. 103.

185
articulado de las bocas), la segunda, habilita la voz de uno
de ellos pero bajo la presión de las manos, mientras el otro
continúa vocalizando en silencio; luego ambos se tapan la
boca y dicen, para continuar con una alternancia de bocas
tapadas y destapadas, que propone la escucha superpuesta
del sonido soterrado y el sonido limpio. La secuencia com-
pleta trabaja desde la audición la cuestión de la ansiedad
como tensión entre la voz del mudo, la del que emite el so-
nido y, a la vez, formas intermedias de la obstrucción de la
voz, de su cierre. De este modo, el poema transformará la
voz en ejercicio complejo de lo audible y lo visible, porque
la emisión de la voz, su ausencia o su obstrucción es lo que
se ve. Siempre se ve, aun aquello que no se escucha. Este
ejercicio impone una interrogación del poema mismo. Lo
que sigue al introito es la lectura del poema en sí, y aquí
hay otra desnaturalización del recitado, porque se reponen
los signos de puntuación; así escuchamos a dos voces, per-
fectamente acopladas:

Se quiere (coma) no se sabe muy bien qué (abajo)


y no hay en este sentimiento (abajo)
ningún abandono (coma) ninguna languidez (punto
punto/ abajo)
es la ansiedad perfecta.

Se hace audible como signo lo que no es audible de un


texto a no ser mediante los silencios, o la velocidad, y sin
embargo el fraseo no está deformado, sino que respeta las
pausas del poema. Así, la puesta en voz recupera doblemen-
te la puntuación, como signo y como desciframiento del
fraseo que impone.

186
6. 3: El ejercicio retórico

La puesta de lo rítmico y la apuesta por leer la poesía en tér-


minos de ritmo es una de las instancias más destacables de
Poesía espectacular film y es una toma de posición fuerte: in-
dagar la rima y la métrica; empezar por esta indagación. La
primera escena del film abre justamente allí y su peculiari-
dad es la puesta al descubierto del ejercicio combinatorio a
partir de la métrica y sobre todo del hemistiquio. Daniel
García Helder y Martín Prieto recitan versos tomados de
aquí y allá, extrapolados de manera violenta del poema de
origen, porque en realidad la mayor parte de ellos son frag-
mentos de un verso. A dos voces despliegan cada uno una
serie, con idéntica escansión, y será a partir del hemistiquio
que se habilita el pasaje de estos motivos de una a otra voz y,
entonces, el ejercicio combinatorio.
Son versos vaciados, construidos a partir de los acentos y
de su extensión silábica: “Divinas manos”, “Opacos tonos”,
“La lira vibra” “Pilar de Libia”, “Olorosas rosas”. Es obvio
que lo que importa no es el lugar de procedencia, ya que son
imágenes habituales del barroco, la poesía romántica o fini-
secular. No se trata, tampoco, de lo que dicen los versos, sino
de su composición, del ritmo, de los acentos perfectamente
audibles, y sobre todo del hemistiquio en tanto silencio que
funciona como el sitio exacto de las variaciones. Esta conste-
lación de pequeñas imágenes altamente codificadas se inte-
rrumpe con dos estribillos paródicos. Martín Prieto dirá
“Malos son todos los monos contusos” y Daniel García Hel-
der, “Malos Nebrijas refritan pepitas”. Algo se abre allí con
los estribillos y es un espacio crítico. La parodia es hacia el
interior de ese texto, pero a la vez puede pensarse como ges-
to hacia afuera, hacia lo que en 1986 Daniel García Helder

187
llamará el exceso del neobarroco desde el puro sonido, desde
la contaminación fónica de los significantes. Entonces, no se
trata de rescatar la poesía clásica, de impulsar el verso medi-
do, sino de jugar en ese espacio que es necesario conocer aun
para abandonarlo.
Mientras que en este caso lo que se propone como espa-
cio acústico es el hemistiquio (reforzado por la división de
las voces y por la recuperación de una mitad de verso ya usa-
da), en la sexta escena de Poesía espectacular lo que vale es la
acentuación. Allí García Helder tararea una melodía po-
niendo énfasis en los acentos (papára pápapára pápapára), le
da el pie rítmico a Prieto (marca el tipo de verso, endecasíla-
bo acentuado en los versos pares) y cada uno dirá un poema
del barroco: García Helder se hace cargo de “Mientras por
competir…” de Góngora y Prieto de “Pronuncia con su
nombre…” de Quevedo,13 la línea solemne y la línea bufa

13
En http://bib.cer vantesvir tual.com: “Pronuncia con su nombre los
trastos y miserias de la vida”: “La vida empieza con lágrimas y caca,/
Luego viene la mu, con mama y coco,/ Siguense las biruelas, bava y
moco,/ Y luego llega el trompo y la matraca./ En creciendo, la amiga
y la sonsaca;/ con ella embiste el apetito loco;/ En subiendo a mance-
bo todo es poco,/ y después la intención peca en bellaca./ Llega se
ser hombre y todo lo trabuca;/ soltero sigue toda perendeca,/casado
se convier te en mala cuca./ Viejo encanece, arrúgase y se seca;/ Lle-
ga la Muer te, y todo lo bazuca,/ Y lo que deja paga, lo que peca.”
(Obras de Don Francisco de Quevedo Villegas. Tomo tercero, Amberes,
Año 1699; edición facsímil), Luis de Góngora, “Mientras por compe-
tir”: “Mientras por competir con tu cabello,/ Oro bruñido el sol relum-
bra en vano;/ Mientras con menosprecio en medio el llano/ Mira tu
blanca frente el lilio bello;/ Mientras a cada labio, por cogello./ Si-
guen más ojos que al clabel temprano;/ Y mientras triunfa con desdén
lozano/ Del luciente cristal tu gentil cuello:/ Goza cuello, cabello, la-
bio y frente,/ Antes que lo que fue en tu edad dorada/ Oro, lilio, cla-

188
de la tradición sobrepuestas con un escandido idéntico. En-
tonces, desde los textos elegidos se abre también en dos el
tópico del tempus fugit; el soneto de Luis de Góngora cierra
con el conocidísimo verso “En tierra, en humo, en polvo, en
nada”, una enumeración que finaliza el proceso del cabello
como “oro bruñido al sol” hacia el cabello encanecido, “en
plata”; el soneto de Francisco de Quevedo plantea en sorna
el mismo proceso que es degradación ya desde su inicio, con
el verso que dice “La vida empieza con lágrimas y caca” que
traduce (en la puesta de Prieto y Helder) las metáforas gon-
gorinas en pura denotación: “Viejo encanece, arrúgase y se
seca;/ Llega la Muerte y todo lo bazuca,/ Y lo que deja paga,
lo que peca”.
En realidad la puesta es el gesto inicial de la polifonía,
cuando un texto funciona como contrapunto de otro a par-
tir del tono. Sin embargo, Prieto y García Helder van más
allá, justamente por el uso de los tonos; éstos por momentos
suben, pero no en términos musicales sino teatrales, drama-
tizan el verso: Helder, con voz de ópera bufa, deforma hasta
el escándalo a Góngora, hace que Góngora hable a los gri-
tos, mientras que Prieto da un tono elegíaco al verso de cie-
rre de Quevedo. Como si Góngora tuviese la voz del
Quevedo más satírico, una voz que nunca experimentó de
esa manera, y este último escribiese el epitafio solemne.
¿Por qué empezar poniendo en escena la cualidad sono-
ra del verso a partir de la acentuación? El gesto es llamativo

bel, mar fil luciente,/ No sólo en plata o vïola troncada/ Se buelva,


mas tú y ello juntamente/En tierra, en humo, en polvo, en sombra, en
nada.” (Todas las Obras de Don Luis de Góngora, en varios poemas,
Madrid, Imprenta Real, 1654; edición facsímil).

189
y plantea una pedagogía poética que podría interpretarse de
múltiples maneras. Ya dije que no se trata de exponer pater-
nidades sino ciertas tradiciones y ciertas prácticas que se
transforman en programáticas. El programa supone volver a
la tradición (volver a la métrica) como un modo indispensa-
ble de entrar a la poesía que se trasladará bajo otras formas,
siempre asociadas al ritmo, en la puesta de otros textos. En-
tonces, si el ritmo es en principio la escansión de la métrica,
luego será el efecto de las tonalidades, la velocidad, el tim-
bre. El ritmo como base de la poesía, eso significa, en un
punto, el inicio de los decasílabos o los endecasílabos, el he-
mistiquio, los tonos y los acentos.
El programa se propone como intervención porque en
la década del ´80, después de la liberación del verso en los
´60, con el coloquialismo, después de la naturalización del
lenguaje poético, se vuelve a la métrica. Y también porque
en plena emergencia y auge del neobarroco/ neobarroso,
aparecen Góngora y Quevedo en boca de los llamados nue-
vos “objetivistas”.

6. 4: Reescribir la tradición

Hay dos puestas de textos modernistas en Poesía espectacu-


lar y arman escuchas diferentes. La de “Cultivo una rosa
blanca”, de José Martí,14 plantea la lectura como repetición

14
José Mar tí, “XXXIX”, Versos sencillos (1891): “Cultivo una rosa blan-
ca,/ En Julio como en Enero,/ Para el amigo sincero/ Que me da su ma-
no franca.// Y para el cruel que me arranca/ El corazón con que vivo,/
Cardo ni oruga cultivo:/ Cultivo la rosa blanca.”, en Poesía completa,
La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1985; p. 276.

190
deformante a partir del manejo de las voces, levemente des-
fasadas y de tres textos: el poema ya mencionado de Martí,
que es el segundo en el orden de aparición; el inicial, en voz
de Taborda, y el que recita Martín Prieto, cerrando la se-
cuencia. La puesta abre con un plano de Taborda ejecutan-
do una partitura claramente satírica, por la inclusión de
ciertas frases orales y la falta de conexión entre verso y ver-
so; el sinsentido sólo puede reconstruirse como contrapun-
to, porque lo que dice Taborda es un complemento o
contestación risible a los otros dos poemas. Pero se trata de
un contrapunto invertido, que empieza por el que comple-
ta y no por el objeto con el que se entrará en diálogo iróni-
co: así, a los versos de “Cultivo una rosa blanca”, el texto
que recita García Helder, y a los del texto de Prieto, se con-
testa antes desde el lugar de ruptura de lo poético; cuando
Taborda dice “Que no se la banca”, se escucha luego el ver-
so de Martí “Que me da su mano franca”, y luego (aunque
superpuestos) el de Prieto, “(…) la mirada franca”.
Desde el plano estrictamente sonoro, la terna se une a
partir del tono melódico y, sobre todo, de la rima, de tal
modo que el desfase mínimo de las tres voces arma un con-
junto homogéneo. El efecto es el de eco, en tanto “repeti-
ción de un sonido reflejado por un cuerpo duro”
(Diccionario de la RAE), pero el orden de las voces invierte
el trayecto porque el rebote se da contra un cuerpo central,
el poema de Martí, que es el que se escucha en segundo lu-
gar. El texto que lee Prieto hace contrapunto con “Cultivo
una rosa blanca” (logran escucharse algunos versos del ar-
gentino Enrique Banchs: “Lo mismo que un lucero”,
“Siempre espero”), y el de Taborda es –en realidad– el eco
deformado de los dos. Desarma tanto uno como otro, por-
que uno es repetición del otro, no sólo desde la rima. De ahí

191
cierta dificultad en la escucha del texto completo porque se
empieza por el final, por el futuro. La lectura contemporá-
nea aparece antes que las puestas modernistas y éstas, sepa-
radas mínimamente para el oído, dan cuenta de un juego de
duplicación de lo antiguo. Como si Prieto recitase el eco
pertinente, mimando el registro de época del poema martia-
no y Taborda el eco impertinente, desde el hoy.
Si la puesta de “Cultivo una rosa blanca” arma el contra-
punto sólo desde la homogeneidad acústica, la lectura de
“Blasón”, de Darío15 trabaja desajustando lo melódico y
rompiendo el continuo tonal. Ya la presentación del poema,
repitiendo un término del primer verso, nos sitúa en un es-
pacio acústico que escandaliza el oído: “El olímpico El

15
Rubén Darío, “Blasón”, en Prosas profanas (1896): “El olímpico cisne
de nieve/ con el ágata rosa del pico/ lustra el ala eucarística y breve/
que abre al sol como un casto abanico.// En la forma de un brazo de li-
ra/ y del asa de un ánfora griega,/ es su cándido cuello, que inspira,/
como prora ideal que navega.// Es el cisne, de estirpe sagrada,/ cuyo
beso, por campos de seda,/ ascendió hasta la cima rosada/ de las dul-
ces colinas de Leda.// Blanco rey de la fuente Castalia,/ su victoria ilu-
mina el Danubio;/ Vinci fue su varón en Italia;/ Lohengrin es su príncipe
rubio.// Su blancura es hermana del lino,/ del botón de los blancos ro-
sales/ y del albo toisón diamantino/ de los tiernos corderos pascua-
les.// Rimador de ideal florilegio,/ es de armiño su lírico manto,/ y es
el mágico pájaro regio/ que al morir rima el alma en un canto.// El ala-
do aristócrata muestra/ lises albos en campo de azur,/ y ha sentido en
sus plumas la diestra/ de la amable y gentil Pompadour.// Boga y boga
en el lago sonoro/ donde el sueño de los tristes espera,/ donde aguar-
da una góndola de oro/ a la novia de Luis de Baviera.// Dad, condesa,
a los cisnes cariño;/ dioses son de un país halagüeño,/ y hechos son de
per fume, de armiño,/ de luz alba, de seda y de sueño”. En Poesía, Cara-
cas, Ayacucho. Prólogo de Ángel Rama, edición de Ernesto Mejía Sán-
chez. En la puesta de Poesía espectacular el poema termina en el verso
“Boga y boga en el lago sonoro”.

192
olímpico El olímpico”, dicen Prieto, Taborda y García Hel-
der casi gritando para caer, inmediatamente, en un modo de
recitar acorde a la tradición y, sobre todo, a las marcas rítmi-
cas y acentuales del poema. Se pasa del grito al decir pausado
o melódico y cada tanto éste se interrumpe destacando un
término a modo de detalle relevante para la lectura: “¡Rima-
dor!” dirán los tres a voz en cuello más adelante. Otras mo-
dalidades de la voz sobrescriben el poema, el tono desaforado
(casi cómico) para decir algunos versos, el canto que imita el
fraseo de un himno nacional y la intervención artificial de la
voz en uno de los fragmentos en el que destaca el abolengo
del cisne (del poeta), su carácter aristocrático; cuando Prieto
se retira de la mesa y –de pie– dice con el megáfono moder-
no “Blanco rey de la fuente Castalia,/ su victoria ilumina el
Danubio;/ Vinci fue su varón en Italia;/ Lohengrin es su
príncipe rubio”, la cámara se mueve de tal modo que parece
que él se deslizara sobre una góndola en un lago –como el
cisne– y lejos de apegarse al sentido del poema lo que produ-
ce esta intervención es una puesta satírica, porque los versos
se escuchan con un tono contemporáneo peculiar, como si se
tratase de la voz de un guía turístico que va indicando secto-
res de un museo.
Lo melódico se lima, pierde pie a partir de un desafuero
tonal que podría pensarse como puesta al límite en términos
satíricos del tono heroico. Porque el grito, el canto y luego la
mediación artificial de la voz son las distorsiones de un “him-
no” triunfal. “Blasón” plantea una épica del arte, una épica
en la que el héroe es el poeta, su figura estetizada en la del cis-
ne. La presentación de García Helder, Prieto y Taborda de-
tecta y levanta esa heroicidad para convertirla en materia
maleable y abre por el lado de la métrica y el tono. Sin em-
bargo, la escucha no arroja una idea paródica sobre el poema

193
o sobre Darío, sino que más bien parodia la versión escolari-
zada de Rubén Darío (pura solemnidad y melodía) e incluso
su interpretación académica, que defiende o propone como
única posibilidad de lectura el aforismo de Verlaine, caro a
Darío, “De la musique avant toute chose”, pero descifra esa
musicalidad en términos de armonía y de congelamiento his-
tórico. En este sentido es que la escucha lanza el poema de
Darío hacia delante, lo pone en el futuro. Leen a Darío como
a un vanguardista, amplían las posibilidades sonoras y rítmi-
cas del poema. En esa ampliación, por supuesto, hay una sá-
tira de cierta concepción del poeta porque la puesta exagera
la grandilocuencia del cisne dariano; es decir, la grandilo-
cuencia del poeta.
“Blasón” y Trilce de César Vallejo no suenan diferentes
en las puestas de Poesía espectacular. Son los textos elegidos
para cerrar el film y esto no es azaroso. Lo que se arma, co-
mo espacio acústico, es una continuidad y no una ruptura.
Si bien en el caso de Darío se conserva una modulación me-
lódica con la que contrastan las otras formas de la voz y en la
puesta de Vallejo no, pareciera que en la musicalidad daria-
na ya está en germen (dispuesta para desarrollarse) la modu-
lación de las vanguardias.
De Trilce no se elige un poema sino varios y se propone
una superposición, un contrapunto interno que interesa co-
mo lectura crítica. Podría hablarse de algunos textos que
funcionan como marco, como pauta puramente rítmica a la
que se retorna: de manera más clara, el poema XXV, “Alfan
alfiles a adherirse”, y el XXXII, “999 calorías”. De ambos se
toman detalles, un verso o un segmento de verso. Del últi-
mo importan los versos referidos a la cantidad que intersec-
tarán otros poemas; del primero, sobre todo, palabras
sueltas –“Alfan alfiles”, “a las junturas”, “a los testuces”, “a

194
pie”–o versos aislados e incluso con cortes internos: “fallidas
callandas cruzadas”, “Al rebufar [el socaire] de cada carave-
la”. En el mismo sentido aparecen un verso del poema I
–“Quién hace tanta bulla, y ni deja”– y sólo un término del
V: “dicotiledón”. Estos significantes aislados de su contexto,
funcionan como escandido tonal (elevación de la voz hasta
el grito), se repiten como motivos sonoros que arman un
continuo a partir de la máxima fragmentación. Sin embar-
go, la puesta avanza mucho más allá en la lectura de Trilce,
porque retoma los poemas más ilegibles del libro, aquellos
que se transformaron en su clave crítica, en tanto implosión
o explosión de la lengua y del sujeto para fragmentar el frag-
mento. Es decir que exacerba una idea previa. ¿Esto quiere
decir que leen Trilce desde la idea tradicional de ruptura
vanguardista? No, y ésa es la novedad: la tradición ingresa a
partir de tres solos que escenifican el Trilce más narrativo
–aquel que la crítica suele dejar afuera–. Primero, en voz de
Daniel García Helder, se presenta casi completo el poema
XXXVII: “He conocido a una pobre muchacha/ a quien con-
duje hasta la escena./ La madre, sus hermanas qué amables y
también/ aquel su infortunado ‘tú no vas a volver’.// Como
en cierto negocio me iba admirablemente/ me rodeaban de
un aire de dinastía florido”; luego Taborda dirá parte del po-
ema XXVIII: “He almorzado solo ahora, y no he tenido/ ma-
dre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,/ ni padre que, en el
fecundo ofertorio/ de los choclos, pregunte por su tardanza/
de imagen, por los broches mayores del sonido.// Cómo iba
yo a almorzar. (…)”. El efecto de desplazamiento de la lectu-
ra de Trilce es inmediato porque sobre el fragmento de lo
fragmentario se escucharán enteros, y éstos recuperan otro re-
gistro como centro. Hay una oscilación de la lengua en Trilce
que la puesta decide destacar y que adquiere su verdadero

195
sentido con el solo de Prieto, un poema armado de versos
sueltos tanto de Trilce como de Los heraldos negros (1918); el
collage que aparece en voz de Prieto se desplaza de lo narrati-
vo a lo lírico, al sustrato más emotivo de la lengua: “¡oh mi
parábola excelsa de amor!/ ¡Ay, la llaga en color de ropa anti-
gua,/ Oh, pureza que nunca ni un recado/ Oh Dios mío, oh
padre mío!/ Oh, escándalo de miel de los crepúsculos./ Oh
estruendo mudo./ Oh, mano que limita, que amenaza”.16 La
convivencia de ambos libros a partir de algunos versos arma
una continuidad que no es sólo sonora sino temporal. Trilce
tiene un antecedente en Los heraldos negros.17

Lo que se escucha en Poesía espectacular es “una relación crí-


tica y activa con las obras” (Szendy; p. 57) que supone una
instancia fuerte de prueba. La puesta en voz no es funcional
al texto, no es obediente, sino que lo complementa, entra en

16
La procedencia de los versos es la que sigue: “¡oh mi parábola excel-
sa de amor!” (“Para el alma imposible de mi amada”, Los heraldos ne-
gros)/ ¡Ay, la llaga en color de ropa antigua,/ (…)!” (“Absoluta”, Los
heraldos negros)/ Oh, pureza que nunca ni un recado (“Deshora” Los
heraldos negros)/ “Oh Dios mío, oh padre mío” (“Dios” y “Enereida”,
Los heraldos negros)/ “Oh, escándalo de miel de los crepúsculos.” (Tril-
ce, poema XIII, “Pienso en tu sexo”)/ “Oh estruendo mudo.” (Trilce, po-
ema XIII, “Pienso en tu sexo)/ “¡Ah, mano que limita, que amenaza/
(…)!” (“Unidad”, Los heraldos negros). La edición de César Vallejo utili-
zada es, Poesía completa, España, Barral editores, 1978. Edición críti-
ca a cargo de Juan Larrea.
17
Daniel García Helder en el “Prólogo” a Trilce. Escalas melografiadas
(Buenos Aires, Espasa Calpe, 1993) destaca algunos poemas que es-
tán más bien entre Los heraldos negros y Trilce y que no son “ese algo
esencialmente nuevo” de Trilce; podría decirse que estos son los poe-
mas que eligen para los solos García Helder y Taborda, en tanto Prieto
explicita la unión, la tensión hacia atrás combinando versos de uno y

196
diálogo con el poema y a la vez con la tradición en la que se
inscribe y con los clivajes de esa tradición en el presente. Po-
dría pensarse las puestas, especialmente las de los modernis-
tas y las vanguardias, como crítica en acción: la voz acciona,
pone en escena una lectura crítica. El sonido es un modo de
la crítica.
Para explicarme mejor, entro en el campo ensayístico.
Cuando Martín Prieto analiza En la masmédula, de Oliverio
Girondo, lo hace desde la métrica, el elemento de la tradi-
ción con el que supuestamente rompen las vanguardias. Des-
de allí cuestiona la idea de azar como principio constructivo.
Entonces, lee este libro en relación con toda la producción
anterior del autor para encontrar allí una continuidad, la de
la ruptura con el alejandrino, la del trabajo denodado con el
heptasílabo como “la razón que guía el poema” (p. 235). La
interpretación es radical, mueve todas las lecturas anteriores
(entiende una práctica metódica del verso allí donde la críti-
ca leyó la más absoluta libertad) y revela el sentido desde la
métrica: “El enorme trabajo de descomposición rítmica, he-
cho a partir del heptasílabo, que es un hemistiquio del ale-
jandrino, uno de los metros clave del modernismo, convierte
a En la masmédula en una extraordinaria especulación teóri-
ca sobre el programa modernista” (p. 236).
Los elementos retomados para las puestas de Poesía es-
pectacular también incluyen el orden de la métrica, hacen
hincapié en la materialidad del lenguaje y en la cuestión rít-
mica de la poesía, y la interpretación de “Blasón” de Rubén
Darío o de Trilce de Vallejo, además, pueden escucharse co-
mo especulación teórica (o crítica) sobre la práctica de la poe-
sía y sobre los programas estéticos involucrados. Entonces,
se trata de puestas en voz que abren preguntas sobre los tex-
tos, suspenden certezas, los sacan del lugar estable que les ha

197
otorgado la tradición crítica, pero también de los presupues-
tos que se activan en sus usos contemporáneos. Sin exagerar,
la brecha que abre Poesía espectacular es la apuesta por una
nueva escucha del género y de sus tradiciones que, sin em-
bargo, no supone la eliminación de aquello que está inscrip-
to en la lengua del poema.

7. Coda

La voz de la declamación

“El intérprete de unos versos se convierte en su confi-


dente y a él le revelan lo que no le dicen a nadie.”

Enrique García Velloso


Arte de la lectura y la declamación (1926; p. 108).

Hay escuchas para las que hemos perdido el oído, o tal vez
hay puestas en voz de la poesía que han saturado el oído y se
petrificaron (literalmente se banalizaron) en ritos oficiales.
¿Qué es lo que molesta hoy de la declamación de Berta Sin-
german? ¿Qué hay en su voz que irreversiblemente se trans-
forma hoy en parodia? En principio habría que revisar de
qué tipo de puesta en voz estamos hablando: Berta Singer-
man grabó discos, pero antes –y de manera sistemática– re-
citó en escenarios nacionales e internacionales y, mientras lo
hacía, era parte de la formación de una práctica.
Si bien hay bibliografía temprana que atiende la cues-
tión de la “lectura en voz alta” y regula esta praxis, como El
Arte de Leer (1912) de Enrique de Vedia, Singerman lleva la
recitación hasta la escena artística. Aquello que fue pensado

198
como adoctrinamiento de una lengua, la de los inmigrantes
sobre todo, y a partir de la primacía de la escritura que se su-
ponía transformadora de la oralidad, pasó a ser una práctica
escénica extendidísima en el tiempo (la primera actuación
de Singerman es de 1921; la última, nada más ni nada me-
nos que en el Teatro Colón, en 1990, durante el gobierno
de Menem), con un público masivo que reconocía allí la po-
esía, sin interesarle las cuestiones de dicción, o del buen de-
cir, propuestas por de Vedia.
A principios del siglo XX en Argentina, la declamación se
quería política de estado (García Velloso lamenta en 1926 la
poca importancia que le adjudican los gobiernos en el sistema
educativo) y pasó a ser el modo de comunicar la poesía y tam-
bién de legitimarla. En ese proceso internaliza el componente
didáctico –Singerman estudió declamación en el Consejo
Nacional de Mujeres de Buenos Aires, antes de que se cree
por decreto, en 1924, el Conservatorio Nacional de Música y
Declamación– y crece en las libertades de la interpretación.
Enrique de Vedia despliega los propósitos de la enseñanza de
la lectura dentro de un orden claro: “(…) aprender a DECIR
bien, o PRONUNCIAR bien lo que se lee, se entienda o no en su
sentido íntimo, porque, en mi concepto, lo fundamental de es-
te arte estriba precisamente en no traicionar la lectura con
síncopas, contracciones o apócopes en la dicción” (cursivas
mías: pp. 101-102), y la escalada podría entenderse como pa-
saje entre este imperio del disciplinamiento de la lengua18 y el

18
García Velloso no deja de mencionar la función “civilizatoria” de la
lectura en voz alta; de hecho, dice que esta “crea formas, porque trans-
forma la expresión escrita en expresión oral” y que produce “transfor-
maciones verdaderas con reflexión” (p. 1). Sobre el disciplinamiento de
la lengua a principios del siglo XX en la Argentina, ver Gustavo Bombini

199
hincapié mayor que hace García Velloso en Arte de la lectura y
la declamación (1926) sobre el contacto entre el original y el
que recita, “su confidente”. Hay algo que el poema le dice al
poeta y allí crece la zona subjetiva, interpretativa. La voz, edu-
cada y hasta higiénica 19 –porque García Velloso repite casi de
manera idéntica las pautas de corrección (la necesidad de lim-
piar los provincianismos, evitar las desafinaciones y la cacofo-
nía), estipuladas quince años antes por de Vedia–, se presenta
sin embargo como la que da letra al intérprete: “La voz es un
actor invisible oculto en el actor, un lector misterioso oculto
en el lector y que sirve a ambos de apuntador” (p. 124). Es
decir que aquello que le confiesa el poema al declamador se es-
cucha en la voz y ésta sería la que no permite olvidar esa ver-
dad emotiva del poema. Sobre la corrección, entonces, la
emoción.
Una y otra cosa están en las puestas en voz de Berta Sin-
german: el buen decir y la intimidad traducida como patetis-
mo. Cuando ella recita “Capricho” de Alfonsina Storni
recupera la ironía presente en ese poema tan conocido de El
dulce daño (1918) a partir del tono displicente, audible sobre

y María Celia Vázquez. También Alfredo Rubione que habla, directamen-


te, de disciplinamiento de la voz.
19
El decir del verso debe ser correcto y a la vez, eufónico y bello, dice
García Velloso. El estudio de la voz estaba asociado a muchas ciencias
en general y a disciplinas par ticulares que tendían a este fin: física, fisio-
logía, anatomía, patología y hasta matemáticas, en el primero de los ca-
sos, y or tología, lex icografía, gramática, literatura, de manera
específica. Además, tenía tres ciencias auxiliares, la Gimnasia, la Higie-
ne y la Terapéutica, asociadas todas al cuidado de la voz, la respiración,
el buen oído, la gestualidad (la cara como espejo del alma, como medio
de expresividad). A estas facultades del cuerpo se agregaban las del al-
ma (el gusto, por ejemplo).

200
todo en ciertos versos, aquellos que reproducen la mirada
masculina sobre la mujer: “Deseamos y gustamos la miel de
cada copa/ Y en el cerebro habemos un poquito de esto-
pa”.20 Pero además de recuperar la ironía, la interpretación
de Singerman agrega al poema ciertas risas ausentes en el
original, suspiros u onomatopeyas. De este modo se excede
por dramatismo, porque toma de la declamación su aspecto
más actoral, actúa el poema en una interpretación que se su-
pone artística. Cuando recita “Me compraré una risa”, de
León Felipe (El poeta maldito, 1944), inventa “personajes”:
el pregonero dice su pregón en voz muy alta, y otras voces se
distinguen por el tono, más varonil, más femenino, por la
altura y la intensidad. Hay un altísimo grado de patetismo
en las puestas de Berta Singerman que se asienta, además,
en el uso de la voz como adecuación al tema del poema (más
alegre, o irónico; directamente luctuoso o “serio”) más que a
las marcas sonoras inscriptas en el mismo. Por esta razón,
suena igual “Canción de sangre” de Jacques Prévert que al-
gunos tramos de “Me compraré una risa” de León Felipe,
aquellos que revelan “una verdad”: “¡Silencio… Silencio!/
Aquí no ríe nadie…/ ¡La risa humana ha muerto!.../ ¡Y la ri-
sa mecánica también!”;21 en uno y otro caso la intensidad
hará pie en el uso de los tonos fuertes o medios; así también,
cuando interpreta “Capricho” de Storni o “Dulce milagro”
de Juana de Ibarbourou, la voz se aclara, el timbre varía y
desaparece el tono grave, melodramático. Todos y cada uno

20
Alfonsina Storni, “Capricho”, en Antología poética, Buenos Aires, Lo-
sada, 1977; p. 18.
21
León Felipe. “Me compraré una risa” (Poeta maldito, México 1941,
1942, 1944), en Antología rota, Buenos Aires, Pleamar, 1947; p. 177.

201
de los elementos que García Velloso despliega en 1926 como
el menú a tener en cuenta en la declamación están extrema-
dos: tono, intensidad, timbre, duración, melodía, modula-
ción, ritmo, acento. Como si la voz de Singerman estuviese
sobreeducada e hiciese un uso extensivo del repertorio tonal,
rítmico.
En la voz de Berta Singerman, entonces, pueden escu-
charse todas las marcas de una práctica que se ha vuelto hi-
perbólica dada su perduración en el tiempo; una puesta
espectacular que se asienta en el artificio aprendido y extre-
mado; una corriente que crece frente al mandato moderno
de lectura en silencio y que sobrevivirá durante décadas co-
mo residuo de una práctica que fue perdiendo su sentido ini-
cial. Con una potencia inusitada, suele extenderse aún hoy
de manera masiva como la voz de la poesía, más allá de los ti-
pos de lector, con un pie fuerte en la institución escolar.

202
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(Todos los audios y sus fuentes están en http://miniaturasdiarias.blogs-
pot.com/ bajo la etiqueta “la voz”)

Herrera y Reissig por Ángel Rama: http://amediavoz.com/media-


voz.htm. En sección “A viva voz”, “Ángel Rama”.
Pablo Neruda: http://www.neruda.uchile.cl/obra/obra3.htm., sitio
de la Universidad Nacional de Chile; www.amediavoz.com,
sección “La voz de los poetas” y en “Fonoteca” http://www.pala-
bravirtual.com.
Nicanor Parra: en “Fonoteca” http://www.palabravirtual.com.
Filippo Marinetti: “La Battaglia di Adrianopoli”:
http://writing.upenn.edu/pennsound/x/Marinetti.php.
“Battaglia, Peso + Odore”: http://www.ubu.com/sound/marinet-
ti.html.
Tristan Tzara (“L´amiral cherche una maison à louer”, Trío Excoco):
http://www.ubu.com/sound/tzara.html.
Guillaume Apollinaire:
http://writing.upenn.edu/pennsound/x/Apollinaire.php,
http://www.ubu.com/sound/app.html.
Andre Breton (“L’union libre”): http://www.ubu.com/sound/bre-
ton.html.
Oliverio Girondo: www.cervantesvirtual.com/bib_autor/Giron-
do/voces.shtml.

205
Néstor Perlongher, “Cadáveres”:
http://www.esnips.com/doc/c2183d92-5dc3-4f36-ba3d-
5d4f6fc2d640/cadav-Perlongher.
Poesía espectacular film:
http://www.youtube.com/watch?v=qV_4ZC801Fk.
Berta Singerman: www.amediavoz.com (sección “De viva voz”).

206
CAPÍTULO 5

CAMPOS DE PRUEBA
Hago un ejercicio de armado de corpus que es a la vez un
ejercicio crítico. Me pregunto: ¿Cómo entraría cualquiera
de los poemas de Telegrafías (1998), el libro-objeto de Ma-
riana Bustelo y Silvana Franzetti, a una antología? ¿Qué su-
pondría llevarlos a un soporte tradicional, cuando el cambio
de soporte, justamente, produce allí un nuevo cruce entre lo
político y lo artístico? ¿Se pueden leer sueltos los textos inte-
gradores de Atlético para discernir funciones de Bianchi, se
pueden aislar de las oraciones que ocupan casi todo el libro?
¿Cómo separar los poemas de Mamushkas de Roberta Ian-
namico –esas piezas diminutas–, si “no hay mamushka que
no tenga/ una mamushka adentro”, o los de Cornucopia de
Villa sin perder el motivo que estructura el libro, el del cuer-
no de la abundancia? ¿Se pueden leer algunos poemas de
Diesel 6002 de Marcelo Díaz sin los titulares de los diarios
que abren zonas en el libro? Si lo hiciese ¿no estaría leyendo
un poema barroco, sin más? ¿Me puedo quedar con la voz
de la hija en hacer sapito de Verónica Viola Fisher y eliminar
la del padre? ¿Qué postal de la zanja elijo para incluir en una
antología de La zanjita de Desiderio, cuál de los textos de
La máquina de hacer paraguayitos de Cucurto para dejar en
pie esa máquina? La sustracción parece difícil e incluso, im-
posible. Cuando Ortiz leyó Al pie de la letra en la presenta-
ción de Mar del Plata, elegía textos al azar y reponía,

209
oralmente, cuál era la línea en la que se inscribía cada uno y
con qué otras tramas convivía (la serie del padre, la de los ti-
pógrafos, la de la infancia y la maestra). ¿Por qué consideró
necesario este ejercicio de apostilla o nota al pie? Cuando
Gambarotta lee en público Relapso + Angola, elige recorri-
dos, los poemas del pomelo, por ejemplo, o los de Silvio Ro-
dríguez; incluso, en un gesto que da cuenta de que la poesía
es una reunión aleatoria y móvil de piezas, rearma una se-
cuencia incluyendo poemas de otros libros propios.
El ejercicio es un fracaso (y es productivo en tanto fraca-
so). Porque estos libros no se plantean como reunión de po-
emas a partir de un tema o una cronología personal sino
como artefactos que exponen su momento constructivo a la
vez que dan cuenta de un alto grado de conciencia de los
materiales (rasgo que Adorno asocia con la experimenta-
ción, pero que no sería privativo del arte experimental); son
campos de prueba, nuevas caligrafías que escapan sin em-
bargo a la idea de originalidad y también a la de totalidad,
porque si bien la sustracción del poema es imposible, el ejer-
cicio de corte, el armado de la serie, el collage, el pastiche o
el montaje dejan las junturas a la vista. Entonces, se trata de
caligrafías que retoman otras, antiguas o contemporáneas, y
ejercen una mayor presión en el trazo o alternan trazos leves
y trazos fuertes, compactos y esfumados, o vuelven a pasar el
lápiz una y otra vez sobre las letras.1

1
Hay muchos libros que podrían entrar en este capítulo, incluso algunos
de los ya trabajados, como Punctum y Seudo de Gambarotta, 40 watt
de Taborda, Poesía civil de Sergio Raimondi, Al fuego, Las vueltas del
camino o El General de Aguirre. Elegí, sin embargo, algunos que me pa-
recen representativos en relación a la construcción de ar tefactos poéti-
cos.

210
El efecto es el de interferencia (a veces obsesiva) en lo ya
visto u oído, porque se trata de libros que intervienen sobre
figuraciones múltiples e incluso sobre su propio presente o el
pasado inmediato, como ya dije. Relapso + Angola (2005) de
Martín Gambarotta lleva la intervención hasta el escándalo
con su apuesta por una aritmética de lo político, de la revolu-
ción, que desmantela todas las formulaciones de la poesía po-
lítica anterior. Por su parte, Cornucopia (1996) de José Villa
propone el desborde de la caligrafía objetivista pero partiendo
de un motivo similar a la naturaleza muerta, también propio
de la pintura. Al pasado inmediato envía el nuevo ritmo, la
nueva sintaxis para lo femenino en hacer sapito (1995) de Ve-
rónica Viola Fisher o en Mamushkas (2000) de Roberta Ian-
namico. ¿“Hacer sapito” sobre qué superficie? ¿Ensamblar
cuántas madres en una mamushka para volver sobre el cliché
“Madre hay una sola”? Si el libro de Viola Fisher se arma a
partir de la idea de corte y explosión, el de Iannamico impo-
ne ya desde el título la idea de serie. Con qué corta hacer sapi-
to (no habría que quedarse con la literalidad de la amputación
al nacer como versión de género, solamente). Por qué Ma-
mushkas elige la continuidad, la repetición y la diferencia es-
candidas levemente en veintiocho poemas, por qué propone
este ritmo para decir lo femenino. Con qué otra poesía cortan
o qué otra poesía recuperan uno y otro libro. Cuando Juan
Desiderio escribe La zanjita –un clásico de los ´90, dirá Mar-
tín Prieto–, ¿olvidó todos los poemas a Buenos Aires que ya se
han escrito? Cómo volver sobre Buenos Aires o uno de sus ba-
rrios si no es con el límite de una zanja funcionando como
distanciamiento de ese continuo que es la poesía urbana o ba-
rrial de la década del ´20 en adelante en el país.
La poesía escrita por mujeres es un clivaje ineludible
desde los ´80 en Argentina porque se hace cargo de nuevas

211
formas de la subjetividad, porque pone en escena cuestio-
nes de identidad, figuraciones o modos de hacer femeninos
que se distinguen –hay una insistencia en esta distinción–
de la poesía escrita por varones. En cuanto a los espacios
concretos y marginales, ya hemos visto en otro capítulo có-
mo ingresan a la poesía que comienza a publicarse en los
´90 y aquí, además, habría que mencionar al menos los
cruces entre lo barrial y lo popular o los materiales prove-
nientes de la cultura de masas. En Diesel 6002 (2001) de
Marcelo Díaz, una loca se fuga del Moyano para ver a su
novio maquinista; ésta es la noticia tomada de los diarios y
uno podría preguntarse: ¿cuál es el punto de fuga del libro
en relación a estos materiales?, ¿el periodismo, la poesía
amorosa, los propios poemas, aquellos que hacían de lo po-
pular o lo kitsch la torsión de lo berreta en su primer libro?
Y ¿hacia dónde se dirige la fuga de Diesel 6002, hacia el ba-
rroco del Siglo de Oro, hacia las vanguardias históricas? Lo
popular irrumpe en La máquina de hacer paraguayitos
(1999) de Washington Cucurto dilapidando aire caribeño.
¿Cuál es esa máquina que sólo aparece en el título? ¿Cómo
se enlaza esa máquina paraguaya con las dominicanas que
pueden devenir colombianas, peruanas, africanas? La figura
del conventillo puede dar la pauta del modo en que Cucur-
to reescribe el neobarroco y del idioma que inventa para la
poesía de la época. El conventillo es el lugar en el que lo
distinto se mezcla con escándalo.
Cuando Bianchi escribe Atlético para discernir funciones
(1999) y Mario Ortiz sus Cuadernos de Lengua y Literatura
aparece nuevamente la idea de serie; ¿una serie que alude sólo
al buen decir, a la lengua educada, a la literatura escolar? ¿Pre-
texto de qué es allí el acercamiento a una lengua domesticada,
pretexto de qué que no sea la disfunción de un atletismo, o la

212
distracción (lo que irrumpe) como otra cosa? Ambos envían
desde el título (con mayor o menor ironía) a un soporte que
modula la lengua y la literatura pero luego se salen de ese
marco, lo minan, lo cascotean, lo abandonan.

I. Frutos

“La fruta aún desconoce


su nombre. Sabe entre otras cosas
que es media tarde. Que
alguien la mira posada en la frutera
y que una gota que cae,
lenta la abre con luz por la mitad.”

José Villa
“naturaleza”.

En la caligrafía objetivista clásica la mirada compone a par-


tir de planos o volúmenes destacando el color que arma su-
cesiones o contrastes. Percibir, en ese caso, es un ejercicio
constructivo, de captación de las formas: ésa es la imagen
objetiva y allí reside su cualidad pictórica que se caracteri-
za, además, por la síntesis, por la retracción del componen-
te descriptivo utilizado cautelosamente para fijar el objeto
exterior.
Hay un poema de José Villa que ha sido leído como
ejercicio limpio de este tipo de imagen; me refiero a “natu-
raleza” (ocho poemas, 1998), incluido aquí como epígrafe.
Sin embargo, da vuelta la mirada, pone la presión de la sub-
jetividad en el objeto: la que despierta es la fruta; es más, la
que sabe es la fruta. Sería necio pensar que se trata de una

213
simple personificación, porque lo que importa es lo que sa-
be esa fruta. Ese saber se dispara como efecto sobre el moti-
vo recuperado y sobre lo que será el componente descriptivo
en la poesía de Villa: lo externo, los rasgos más salientes han
caído en el olvido; no sabemos el nombre de la fruta, ni su
color, ni su textura; sólo que está en una frutera y que algo
la abre “con luz”. El que mira sabe lo mismo que la fruta so-
bre ella misma, faltan detalles para que sea una naturaleza
muerta y por esa razón el adjetivo está elidido en el título. Y
lo que sabe/ drena la fruta está en su interior, entonces la
distancia se acorta, la naturaleza se muestra y el lenguaje se
aleja del mero registro y de la síntesis porque hay algo más
que pura exterioridad.
En los poemas de Cornucopia (1996), puede leerse este
proceso que hace a lo que se ve y a lo que se dice sobre los
objetos: “(…) yacen, blancas,/ veteadas, marrones, las semi-
llas, junto a los restos/ del glaciar –esponjosos trechos–.”
(“Sandías”). Se abre, efectivamente, un lugar para la imagen
que no estaba presente en el dispositivo objetivista: “Gru-
mos. Luces que se inflaman, donde se pierde una/ línea fina
de cristal. Todos esos frutos redondos/ cáscaras, hechos de
un polvo límite con la noche.” (“Manzanas”). La escritura
no se aleja de los objetos pero en vez de apegarse a la eviden-
cia, destaca algo interno; lo que destila el fruto, lo que drena
o se pierde: “El jugo de la savia cristalina irriga las/ hojas, se
inyecta en la fruta y le da esa clara intensidad. No/ es la tie-
rra ya lo que crece, sino su néctar. De ella se/ desprende lo
inmanente, poderoso, del cielo y tremendo y/ escarnado de
la tierra.” (“Duraznos”). Así, los objetos y los paisajes de
Cornucopia se vuelven extraños, se mueven entre el artificio
y el exceso de los sentidos:

214
De una inagotable lucidez. La lluvia era. Con señales de
espinas. Sumergidas las latas en la tierra con un martilleo
de piedritas. Leve, salpicaba, corría el agua: una membrana
para la sed, o espejo, en que la miel se ha concentrado.
Y esas marcas, cicatrices, dentelleos, que la nieve y la sangre
destilan. Al fin. Todo tiende hacia el fin. Los bordes. Las
orillas. En esa réplica, fluido artificial: faldas de algodón,
charcos imantados, nubes de hielo y cromo. Los límites
son de un abismal centelleo negro que avanza. Luces desde
encajes plásticos. Velas desechas de una barca. Momentáneos
monstruos en los remolinos. Púas con su lumbre torcida.
(“Peras”)

No se trata, por supuesto, de un componente descripti-


vo que ajusta la visión “real” del objeto; el componente des-
criptivo crece, todo posee una cualidad, se abre una línea de
asociaciones nueva si pensamos en el objetivismo. Los cielos
son de cromo y hielo, el agua es superficie espejada que a la
vez contiene el jugo o néctar del fruto, las uvas, en otro po-
ema, son “irreales”, “de vidrio” y las cubre “un terciopelo
azul interior” (“Uvas”); la mirada no compone sino que se
apega a ciertos detalles y los rodea con una delectación casi
preciosista. Por eso se abre un sistema analógico –las marcas
en la fruta son cicatrices, dentelleos, “grafías”–, y a la vez, en
cada uno de los poemas de Cornucopia hay un registro mili-
métrico de la luz y las tonalidades (aquello que sabía sobre sí
misma la fruta, en “naturaleza”). En parte, porque lo natural
en los poemas de Villa es aquello que se ve pero también lo
que se revela (y en el gesto de revelación está la posibilidad
del misterio): “(…) Mientras,/ más pesados, espectros esta-
llantes, resplandecían/ las partículas más claras –los limo-
nes– y se cifraba el paisaje/ en un código secreto.”

215
(“Limones”) y, también porque la percepción plástica varía,
no se rige por volúmenes y planos de color simples sino por
manchas, destellos, juegos de luz y color: los objetos arman
campos sensoriales. La percepción no se fija en la síntesis si-
no en la abundancia, ese carácter que está encriptado en el
motivo que le da título a Cornucopia (el cuerno de la abun-
dancia). Entonces, siguen estando los objetos, pero el regis-
tro de la mirada se amplía. Y la abundancia es tanto del
orden del lenguaje como del de la experiencia, ya que no es
difícil pensar en los poemas la visión de la naturaleza a par-
tir de uno de los significados antiguos del término, la abun-
dancia como “estado de plenitud”, tanto del paisaje como
del sujeto: “La carne de tus labios me hizo arder. Ahora soy
un punto/ diminuto en un sol despiadado.” (“Moras”);
“(…). Preparamos la comida; los limones/ realizaban una
extraña colisión de contrastes con los/ restos de la casa. Par-
te de las paredes y el amarillo rallado/ de las frutas había em-
pezado a fundirse. La mañana quedó/ aislada.” (“Limones”).
Aunque parezca una contradicción, la poesía de José Vi-
lla podría definirse como un objetivismo simbolista o esteti-
cista. La naturaleza, las cosas, abren campos sensoriales que
sugieren estados de la experiencia, modos de la temporalidad
y la memoria y cada poema está trabajado como si se tratase
de una joya: el escritor es un orfebre de las sensaciones, es el
que escribe –como dice Fabián Casas en un poema de Hor-
la city– “poemas milimétricos/ sobre el paso de las estacio-
nes/ en el ojo del ofidio”.2

2
El poema de Casas es “José Villa practica el wabi”, en Fabián Casas.
Horla city y otros. Toda la poesía 1990-2010, Buenos Aires, Emecé,
2010; p. 183.

216
II. Hijas y madres

hacer sapito (1995) de Verónica Viola Fisher entra en una se-


rie de decires poéticos femeninos, que tiene puntos salientes
sobre fines de los ´80, cuando se publican Eroica de Diana
Bellessi y Madam de Mirta Rosenberg. Si allí está el inicio
de una poética de género que habla distintas lenguas (y por
supuesto, hay muchos más libros), hacer sapito podría pen-
sarse como corte, en tanto despojamiento retórico y en tan-
to olvido aparente de aquello que dicen los poemas de
Bellessi y Rosenberg, entre otros.
De hecho, la figura del corte insiste en los poemas de
Viola Fisher: “qué pena/ sin pene/ nació” (p. 25); este sería
el leitmotiv que se disemina en otras imágenes, la de la hija
“llena de tajitos” (la del padre que se afeita), la de la abuela
como lobo, la del cordón umbilical, etc. Los cortes de un
mundo familiar y sobre todo filial, en la infancia; el corte
como momento de identidad. En este sentido hacer sapito
va hacia atrás porque vuelve a pedir la palabra, aquella que
en Eroica (1988) y Madam (1988) ya había obtenido su cré-
dito. Y solicita (arrebata, arranca) esa palabra al padre. En-
tonces, vuelve al lugar de la ley para construir su ley.
Retrocede sobre un terreno que ya estaba ganado. ¿Por qué?
¿A ese inicio se refiere en la contratapa cuando dice que hace
sapitos sobre un lago, “esa lámina ausente de signos”? Los sig-
nos ya estaban, en “la épica del eros feminizado” de Bellessi
(Monteleone; p. 22), en ese canto que hace pie en la naturale-
za y desata un lirismo peculiar en otro de sus libros, El jardín
(1992); también, escritos con una lengua diametralmente
distinta, esos signos ganaron terreno en la poesía de Mirta
Rosenberg, que arrebata el pensamiento: “Quiero para mí esa
belleza, quiero para mí esa confianza, así, del cuerpo/ con su

217
cabeza, apropiada como remate, y pensar en eso.” (p. 17),
leemos en uno de los poemas de Teoría sentimental (1994) y
el pensamiento será el del erotismo, el del cuerpo, sin so-
lemnidad alguna, como vaivén entre lo que se sabe y no se
sabe, en un registro que cruza la certeza alambicada por la
flexión barroca,3 incluso por el concetto, con la ironía despia-
dada que la desarma y escapa al heroísmo. Todo esto que sa-
ben los textos de Rosenberg y Bellessi desaparece en hacer
sapito; en principio porque varía el momento de la identi-
dad, y se presenta la figura de la niña que ocupará un lugar
importante en la poesía de los ´90. Hay un orden de la ex-
periencia escrita, entonces, que se diluye. La identidad en
hacer sapito no sería ya un proceso sino algo que está dado
en el momento de nacimiento: “En otro idioma mi primer
apellido quiere/ decir violeta Estoy incompleta/ Me falta la
sílaba ‘da’, al último/ doy por sentado que se entiende/ aun-
que estuviera completa en mi apellido/ no sería yo entera,
algo me han quitado/ Cuando nací/ y hasta cuando fui con-
cebida, en mi país/ en mi lengua” (p. 99), dice el poema que
cierra el libro. Pero la elección del momento y del interlocu-
tor principal son la partitura sobre la que se tejerá una nue-
va voz que prefiero no caracterizar como íntima, personal
sino como generacional. La identidad sexual se dirá de ma-
nera diferente; no hay discusión con la poesía escrita por

3
Me refiero a cier tos versos de Madam que usan el diccionario del ba-
rroco y algunos juegos lógicos (sus fraseos) que hacen recordar la poe-
sía de sor Juana Inés de la Cruz, como los que siguen, de “Para evitar la
furia, concentrar la mente”: “(…) Expuesta al fallo de la ciencia,/ la
cer teza ya no es propia: medir la realidad/ por la crudeza de la copia es
desvelo/ de científico que apena al corazón y,/ por prolífico, resiente la
sanción y no la llena” (p. 35).

218
mujeres sino más bien un estallido de todas las formas posi-
bles de decir. Y entonces insiste la figura del corte también
para las voces: la hija y el padre arman puntos de vista, tonos,
que se recuperan de manera alternada, en un contrapunto
formado por la repetición de los términos del otro en registro
bélico, aun cuando es satírico; de este modo, lo que falta y lo
que sobra en la voz de uno reaparecerá en la del otro, arman-
do un rompecabezas (figura que también es adecuada para la
insistencia en lo que se mutila –“Mi papito/ tiene pito/ y yo
tengo en pedacitos/ un cuerpito/ que él rompió”; p. 29), que
insiste en desajustar las piezas; o mejor, más que un rompe-
cabezas, lo que queda después del estallido. Entonces, las vo-
ces están interceptadas no sólo por el corte que envía a
aquello que no se puede decir, sino también por la segmenta-
ción de lo que se dice: “Mi casa es una/ entera casa miento”
(p. 9), o luego “Mi casa es una entera/ casca/ miento porque
al quebrarse” (p. 15). El corte pauta la escritura y es, en tér-
minos simbólicos, lo que le antecede. La hija corta la lengua
del padre: “dijo dame/ un besito sobre/ su boca escupí/ san-
gre/ y me quedé/ con su lengua” (p. 53), y el padre detiene la
escritura: “Mi hija se burla/ de mí/ miren cómo me saca/ la
lengua y yo/ su propio y único/ padre burlado?/ mocosa in-
solente dejá/ ya de escribir y qué/ cosa la mocosa/ con la rima
me saca/ la lengua y me saca/ de quicio/ mírenla se arrepien-
te/ tarde yo también/ le saqué la lengua y aquí/ termino el
poema.” (p. 69).
Así, hacer sapito retrocede porque abandona un espacio
que ya estaba construido en la poesía escrita por mujeres,
pero a la vez construye otra voz, directa, cortante, puro dra-
matismo; puro juego con el lenguaje de la infancia para
convertirlo en el lugar de un diálogo de sordos, de lenguas
que deben ser cortadas. La voz que se afina acá se aleja de

219
hecho del canto (la hija cantaba, luego sabe que debe escri-
bir, no cantar) y hace pie en la increpación (más que en las
figuras del pensamiento). Un nuevo dialogismo para la len-
gua femenina, sólo que el diálogo implica una guerra. No
hay jardines, sino campos de batalla.
En el 2000 se publica Mamushkas de Roberta Iannami-
co y ahí vuelve algo de la poesía escrita por mujeres en los
´80: vuelven a hablar madres e hijas, como en la poesía de
Rosenberg. Sin embargo, se trata ya de una voz que se cerró
sobre sí misma; no hay diálogo, no hay tensión, no hay in-
terrogantes y tampoco grandes certezas. Se abandonó el te-
rreno del manifiesto y lo filial tiene un terreno propio, el de
Mamushkas es un mundo de mujeres, en el que ni siquiera
se menciona a los hombres. Entonces, algo se naturalizó allí
pero a la vez se convirtió en artificio. Es un mundo “inte-
rior” ya que afuera de las mamushkas parece no haber nada;
ellas “no pueden parar el murmullo que las habita” (p. 12);
es un mundo de “sedas”, “cebras”, “cisnes” y “animales sim-
ples” de calesita: “Las mamushkas/ duermen entre tules/ co-
mo las princesas/ y los huevos de pascua” (p. 18).
Pero volvamos, porque no se trata de poesía decorativa,
por supuesto; no se trata de la torsión de la banalidad. Hay
que recuperar algo del orden de la forma para leer; la idea de
serie articula el motivo materno pero es, sobre todo, princi-
pio constructivo. Se trata de un número pequeño de peque-
ñas piezas que giran alrededor de la misma figura bajo un
tratamiento que excede de todos modos lo temático y se pro-
pone como procedimiento; una figura que encierra otra figu-
ra igual, pero no idéntica, y luego otra y otra: “Una mamushka
contiene en su vientre/ la totalidad de las mamushkas/ por-
que no hay mamushka que no tenga/ una mamushka aden-
tro// Madre hay una sola” (p. 7). Éste es el poema que abre el

220
libro y pone en escena, de hecho, la idea de serie infinita
que paradójicamente será un modo de hablar de la unidad.
Esta serie tiene un límite externo y una modalidad interna
proporcionada ya en el título por las famosas muñecas ru-
sas. Mamushkas habla de la maternidad y de la infancia en
un mismo gesto, porque lo que hay dentro de una muñeca
es otra madre pero a la vez la niña, en un linaje que es sólo
femenino.
La minoridad aparece bajo una figura de niña en los ´90,
con una voz infantil o mimando a veces “una enunciación
adolescente” (Mallol; p. 194) en la poesía de Romina Freschi
o Marina Mariasch, entre otras, o más claramente bajo la fi-
gura de una “chica”, en la poesía de Anahí Mallol. Indiscuti-
blemente allí hay un corpus que trabaja nuevamente la voz
femenina, la escritura femenina asimilando una estética
pop que da entrada al poema de los “signos-mercancía” –las
figuritas Sarah Kay, las Barbies, los Sugus, el jugo Tang, pe-
ro también el lápiz labial Revlon–.4 Pero lo interesante de

4
Hay un poema de Romina Freschi (Redondel, Buenos Aires, Siesta,
1998), interesante para pensar estos modos de enunciación como un
nuevo lenguaje o idioma: “ AHORA VIVEN JUNTOS VIAJANDO POR TODO EL MUN-
DO. ENTRE ELLOS HABLAN LATÍN, Y COMO NINGUNO DE LOS DOS HABÍA PASADO DE UN
CURSO INTRODUCTORIO SUSTITUYEN A LGUNA S PA LA BRA S CON MA RCA S, NOMBRES
PROPIOS Y MULETILLAS DE IDIOMAS VARIOS QUE APRENDEN MIRANDO PELÍCULAS. ESO
RESULTA UN LENGUAJE NUEVO E IMPOSIBLE DE ENTENDER PERO ELLOS INSISTEN EN
HABLARLO” (p. 60). En “Lo nuevo en la Argentina: poesía de los `90”
(Foro Hispánico, Nº 24, Amsterdam- New York, marzo 2003; pp. 85-
96) escribí: “Habría varias posiciones a analizar; una de ellas es la de
los primeros libros de cier tas mujeres jóvenes en los que las marcas
y la moda construyen imágenes o pequeños mundos cerrados: “escu-
pe su reflejo/ de gárgola gótica/ entre las perlas/ de Coco Chanel”,
dice un poema de Anahí Mallol (“poema 9”, Postdata, Buenos Aires,
Siesta, 1998; p. 41), mientras en “Sacáme de esta sinestesia...” de
Karina Macció, se lee “Vestimentas technicolor/ pintadas con marca-

221
Mamushkas es el desplazamiento de la niña que escribe a lo
escrito: “Una mamushka nunca/ llevará vestido espumoso/
pero sabe leer los pliegues de la seda/ como su madre/ y la ma-
dre de su madre” (p. 15). Entonces, si bien se trata de un
mundo cerrado, el movimiento de los poemas será el de la po-
esía: “Las mamushkas juntan las casas/ que los caracoles aban-
donan/ A veces viven ahí/ y los caracoles guardan el sonido

dor fosforescente” (Pupilas estrelladas, Buenos Aires, Siesta, 1998;


p. 35). La infancia, por su par te, se hace reconocible a par tir de algu-
nos signos que apelan a la ar tificialidad y, por momentos, a lo retro:
“Un tornado arrasa/ la casa de las Barbies:/ miniaturas de cocina/
chocan las manitos,/ los vestidos, también mini” (p. 22). Los últimos
versos citados per tenecen a Marina Mariasch (Coming attractions.
Buenos Aires: Siesta, 1997) y presentan la infancia como una casa
de muñecas que las niñas también decorarán: “Entre almohadones en
patch-work hicimos un pic-nic./ Mi tacita era de porcelana y la jalea
de frambuesa/ ‘-Culpá a los interminables broderies de/ la cama por
ponerme tan enamorada’.” (p. 43), y estará lleno de objetos-mercan-
cía, de imágenes hiper saturadas en su identidad: “Dejo mi figurita
Sara Key para siempre.// Con sus moños ondulados/ su cabello cla-
ro floreado/ sus vestidos apuntillados” (p. 23), se lee en otro poema
de Pupilas estrelladas de Karina Macció”. Allí relacioné el uso de es-
tos signos-mercancía (como los llama Hal Foster) con la tensión del
tex to hacia el puro presente y la reproducción del ar tificio. Dije tam-
bién, apoyándome en los análisis de Jameson sobre el pop (“La aboli-
ción de la distancia crítica”, El posmodernismo o la lógica cultural
del capitalismo avanzado, Barcelona: Paidós, 1995; pp. 101-121)
que no había, en el acercamiento a las mercancías de estos poemas,
“distancia crítica”, sino más bien un modo de armar la escena y las fi-
guras como una super ficie tersa. Hoy en día puedo pensar estos poe-
mas en relación con la versión del “signo-mercancía” como
simulacro, tal como la describe Foster, pero no encuentro allí el retor-
no de lo real abyecto. Anahí Mallol, por su par te, en El poema y su do-
ble, analiza estos modos de enunciación, esta voz como una forma de
resistencia, como “una amenaza” a la super ficie de lo banal, usando
sus signos (ver Mallol, pp. 190-195).

222
de/ las mamushkas/ para siempre” (p. 30); porque estos poe-
mas, están diciendo, todo el tiempo, que lo que hay detrás
del lenguaje es el lenguaje: “Cuando una mamushka duer-
me/ la mamushka de su vientre vela el sueño y canta/ para
que la mamushka de su vientre duerma” (p. 12). No se tra-
ta de la poesía como aquello que está antes de la escritura
sino, más bien, de un gesto típicamente moderno, una
puesta en abismo del lenguaje, aunque sin dramatismos.
Detrás de una mamushka hay otra y no como mera repeti-
ción sino como variación de lo idéntico y aquí también se
pone en evidencia el carácter constructivo de la poesía y se
desmantela la idea válida pero ingenua de la poesía como
algo anterior al poema.5

III. Barrios

La zanjita (1996) de Juan Desiderio menciona una zona de


un barrio, el bajo Flores. Los poemas se articulan a partir de

5
Tamara Kamenszain retoma algo dicho por la misma Iannamico sobre la
poesía (“Yo le digo poesía no al género literario sino a lo que está atrás
de eso, antes que se convier ta en palabras. Una forma de ser-ver-sentir-
ver pasar”) y escribe: “(…) no es que estos jóvenes introduzcan técnicas
narrativas en el poema, sino que habría que decir que ellos parecen re-
cor tar, de esa narrativa usurpada en la que viven inmersos, un pedazo
que llaman poema. (…) Entonces poesía sería un modo de estar adentro
del relato del mundo recor tando poemas.” (pp. 225-226). En realidad,
Rober ta Iannamico parece estar hablando más bien de la experiencia po-
ética y no del poema. Ésta, digo, es una división que no puede hacerse
en Mamushkas, donde lo poético es prácticamente el modo de construir
el poema; el hacer está a la vista y ajusta una concepción del lenguaje
que sería refractaria a la idea de la poesía como algo anterior a las pala-

223
ciertos personajes o escenas del pasado, pero el centro es
espacial: la zanja. El corte, en este caso, lo que separa –una
excavación precaria cuyo origen se desconoce pero se aso-
cia con relatos míticos– es lo que reúne. Tal vez se pueda
leer una continuidad entre uno y otro verbo, en tanto la
zanja separa de ciertos clivajes de la literatura barrial. Hay
personajes como en La canción del barrio de Evaristo Ca-
rriego, pero se rompen los estereotipos sociales (nombro a
Carriego porque era el poeta de Flores, justamente); o tal
vez se trata de otras máscaras que en algún punto son co-
lectivas: ya no estará la prostituta sino Rosita, ya no estará
el ciego de la caja musical sino los “hevys” que se juntan en
el terreno baldío. Sin embargo, lo social aparece singulari-
zado como la experiencia en un borde que no necesaria-
mente es el de la pobreza. Desiderio no parodia la poesía
barrial, ni la de Carriego, ni la boedista, ni la de los ´60
(que era, más que barrial, urbana). Pero lo que queda del
otro lado de esta zanjita es lo social con mayúsculas (de ahí
también el uso del diminutivo), la mirada altruista. Hay
un corte ahí que permite dirigir lo barrial hacia otro lado
(como una zanja que conduce el agua por un cauce). Pero
dije, no hay parodia; de hecho hay mistificación de lo ba-
rrial, hay un cura con sotana rota que decide repartir las
entradas al cielo (“pasaba las noches leyendo/ el apocalipsis
y por las/ mañanas a todo el que/ pasaba/ señalaba/ vó te
quedá/ vó te vá al cielo/ vó te quedá.”); está la mujer que se
frotaba barro por los muslos “y aparecía como/ santa rita
envuelta/ en una nube”; están el pelahueso, una especie de
Cristo, “Los hevys con sus pelos/ quemados y ojos de arsé-
nico”. Lo que se mistifica, sin embargo, son pequeños rela-
tos alucinados de un margen y se usa, también, la lengua
de ese margen, lo que esa zona tiene para dar: “Meté la

224
mano/ sacá lo hueso de poyo/ de la zanja/ meté la mano/ te
cortaste lo dedo/ para sacar la mitá/ de lo cien peso/ de la
tierra/ y sus tendones/ se vieron hermosos/ bajo el sol”. El
poeta aparece recién sobre el final, porque entra en los tres
últimos versos de este primer poema de La zanjita; ahí,
donde se lee el salto de registro sin anuncio alguno. El li-
bro comienza con un habla, con un registro que entra di-
rectamente, sin comillas, sin distinción alguna más que su
propia dicción. Desiderio elige la escasez de esa lengua co-
mo el modo exacto para hablar del margen barrial y los po-
emas salen y entran a esas hablas reproducidas en un símil
de escritura.
Si La zanjita es el lugar de la escasez, La máquina de ha-
cer paraguayitos de Washington Cucurto transforma la esca-
sez en abundancia. Aquí no se trata, estrictamente, de un
barrio sino más bien del conventillo (el yotibenco), en el
que la pobreza es el despilfarro amoroso, sexual y también
del lenguaje; hay un piso para este derroche, sin embargo, y
es el de la mezcla: se mezclan las razas, pero no todas, sino
aquellas que tienen que ver con cierto universo latinoame-
ricano, el de la salsa o el merengue que también pueden ser
cumbia. Aquella a la que se le dedican los poemas, como
odas exaltadas o imprecaciones felices, es la “dominicana
del demonio”, la misma que sobre el final del libro recuer-
da sus días de gloria y dice haber tenido hijos en Panamá y
Venezuela (y nietos desde el Canal de Panamá hasta el es-
trecho de Magallanes). La dominicana que tiene tres “pri-
mas libidinosas”, cuyos nombres riman –Miguelina, Justina
e Idalina, a la que se compara con la reina de los Comechin-
gones–, y son “las tres negras” que “vienen con tres huesos
en el coco” (p. 24); también se alude a la que tiene “prosa-
pia de negra jamaiquina,/ boliviana, o colombiana” (p. 31),

225
y se usan invocaciones amorosas como “¡Oh tú mulata
azul africana!” (p. 37). Las primas tienen amantes senega-
leses o marroquíes; también aparece algún peruano, un tu-
cumanito de doce años, el taíta y el que escribe los versos
que cuando le habla a la muerte lo hace en argentino: “La
cabezadura insiste en que a todos nos llega la hora./ Le de-
cimos que su reloj anda para el carajo.” (p. 50), y luego:
“¡Tomátelas títere, juguete, playmóbil de la muerte…!!!”
(p. 52).
Éste, decía, es el piso de la abundancia, el de una do-
minicana que puede ser boliviana, colombiana, jamaiqui-
na, africana (¿y los paraguayitos?). Esas mestizas,
lujuriosas amantes tropicales, son las que imantan la len-
gua de los poemas, que es una lengua también mestiza o
falsamente mestiza. Los poemas se llenan de frutas latino-
americanas, papayas, guanábanas, pitahayas, que son tan-
to analogías del sexo como la jerga del galanteo amoroso
(“Si no fuera porque en el/ amor eres más dulce que un ra-
cimo de/ blanquísimas papayas”; p. 15); los poemas se lle-
nan de flores, magnolias, gardenias, azaleas. Como si en lo
mestizo estuviese la abundancia que no pasa solamente
por los nombres sino también por el modo de derivación
de la imagen, el sistema de proliferación del verso: “las tres
negras vienen con tres huesos/ en el coco,/ como una pre-
monición de magia negra,/ un ruido de motores carburan-
tes,/ como un aletazo de ballena,/ un tictaqueo de rayos
en el cielo,/ una desfloración de anémonas en el parque,/
un susurro de rosas rebosantes” (p. 24). Lo que se arma
como lengua tiene que ver siempre con el sonido, con la
textura de las palabras y, como dije, con la abundancia,
pero como despilfarro. El piso es un supuesto latinoameri-
canismo que se extiende a Jamaica o África y el lugar en el

226
que se produce este lenguaje (un sonido original en la po-
esía argentina de la época) es el conventillo, la verdadera
máquina de hacer paraguayitos.6 Porque los poemas de es-
te libro toman de aquí y de allá, van hacia el original y lo
esconden. De ahí, lo que produce la máquina, paraguayi-
tos; en poemas por los que circulan latinoamericanos va-
rios, están casi ausentes los paraguayos. Se trata de la
máquina de una lengua poética que (tal como declara en
el texto de cierre Santiago Vega, que supuestamente reco-
pila la obra del dominicano Cucurto) plagia, roba otras
voces y escrituras. Lo paraguayo es la copia del original y
Cucurto defiende ese tipo de apropiación. Pero no se trata
de meras copias de primeras marcas (de autores conoci-
dos) sino de la mezcla de todo eso, de un tono que oscila
entre el fraseo caribeño y el argentino. Entonces, no hay
un respeto ciego por aquello que se roba; de hecho se ha
hablado muchas veces de este libro especialmente, como
el más neobarroco de su producción y sin embargo, lo que
hay es un aire de parecido, pequeños robos que se traen
hacia otro lado, como la dominicana que llegó al centro
de Buenos Aires.

6
Kamenszain lee en La máquina de hacer paraguayitos de Cucur to el
“retorno de lo real” propio de la posmodernidad, de “la cultura de la ab-
yección” (los conceptos están tomados de Hal Foster y, por supuesto,
de Lacan). El acontecimiento que “deja caer lo real en nuestras manos
de una manera inesperada” (p. 223), dice Kamenszain, es la inmigra-
ción “que corre las fronteras de la lengua, ese alambrado tejido con pre-
conceptos que pretenden dar cuenta de una vez y para siempre de cómo
deben decirse las cosas” (p. 222). La máquina… entonces, “fuerza el
punto de cese de la lengua de los argentinos” (p. 223).

227
IV. Máquinas

“Diesel es una combinación de collage con recortes de


diarios, azar (mucho cut up) y un proceso de meterle
presión a todo eso para sacar un barroco chatarrero, con
el ripio de las vías y el trucu trucu del ferrocarril; pero sí,
ahí releí, durante un año más o menos, a Quevedo,
Góngora, Rioja, Herrera, que me encantan.”

Marcelo Díaz,
en www.lainfanciadelprocedimiento.blogspot.com.

Diesel 6002 (2001), de Marcelo Díaz, hace pie en un relato


tomado de los diarios: una loca escapa del Moyano, roba
una locomotora para ir a ver a su novio a Temperley y es de-
tenida por la policía; ésta es la fuga aparente, la que distrae
en una narración minada luego en los poemas. ¿Cuál es el
movimiento por detrás o delante de este relato que está es-
candido por el escándalo en la sintaxis de los titulares recu-
perados? El de la escritura, sin lugar a dudas, que se desplaza
de un lugar a otro, que vuelve sobre terrenos ya conocidos
para generar allí locaciones distintas, el del gesto que está
implícito en la etimología de la palabra “locomotora” (locus:
lugar, y motor: el que mueve). Así, Diesel 6002 irá de Apo-
llinaire, en el inicio del libro, a Germán García Belli y Gón-
gora, que lo cierran; pero hay más, hay epígrafes de Osvaldo
Lamborghini, Francisco de Rioja y también de cantantes
populares, como Ramón Ortega y Nino Bravo. Todos ellos
rodean los poemas, a su vez divididos en zonas que repro-
ducen, en mayúsculas, titulares y copetes de distintos dia-
rios. Lo que se abre no es un sistema lineal sino más bien un

228
diálogo, un ida y vuelta en el que cada materia conserva sus
marcas más salientes. No es un diálogo de sordos y tampoco
un diálogo transparente, directo en el que las voces se arti-
culan necesariamente entre sí; es una puesta común de lo
que se dilapida, del puro gasto que puede estar incluso en
un titular del Diario Popular. De la vanguardia a los diarios,
o del barroco al periodismo sensacionalista, o de la vanguar-
dia a Palito Ortega y también todas las vueltas. Lo popular y
lo culto como materias que se van inscribiendo microscópi-
camente una en la otra.
La fuga es la cualidad de este movimiento: la huida, el
abandono (con la premura de lo inesperado), el “momento
de mayor fuerza o intensidad de una acción, de un ejercicio”
(Diccionario de la RAE). De qué se huye en Diesel 6002. Sin
lugar a dudas, de la modulación que lo popular tenía en el
primer libro de Marcelo Díaz, Berreta (1998), aquella que
tendía a la síntesis (por momentos bajo la forma del haiku)
en “Once maneras de contemplar un cisne” o que bordeaba
el filo de la narración; me refiero al fraseo alrededor de lo vis-
to o de una escena que se recuperaba en enunciados lineales
antes y ahora elige la máxima torsión y el corte. La diferencia
salta sobre todo al oído: la escucha diferencial que va de “El
Chile se afanó un Mercedes/ para ganarse una minita;/ fue a
parar a Batán/ y en un tumulto turbio/ lo limpiaron.” (“Las
ruinas de Disneylandia”; p. 50) a cualquier secuencia de Die-
sel 6002, “De lo que fueran kilómetros por hasta,/ si acaso
quedan 10 metros de frustrar;// del riel, un hilo de amor por
ese instante/ pende y su piña a las 14 es custodiada/ en patru-
llero rumbo a.” (p. 41).
No es que se abandone lo popular, sino que se inaugu-
ra otro modo de decirlo porque la escritura se convierte en
acción forzada –“el mayor momento de intensidad”–, en

229
ejercicio de presión sobre los materiales, aquello que dicen
los diarios, sus sintaxis. Y la dispositio del poema es, en gran
parte, la del collage, en el que lo que ingresa mantiene su
identidad, va diseñando un encastre de distintas texturas y
distintos tonos, una verdadera arquitectura o una fuga mu-
sical. Voces distintas pero no mezcladas. Nino Bravo no se
transforma en Góngora y tampoco sucede lo contrario. Lo
que viene de los diarios se aísla y se reproduce en mayúscu-
las. Se pueden escuchar las voces en los fraseos; las noticias
del diario como un recitativo, en prosa, que va abriendo zo-
nas con una voz excesivamente acentuada, afectada por la
dicción del titular sensacionalista; luego, el escandido del
barroco más clásico y el contrapunto estridente y meloso de
los cantautores de los ´60. El collage es visual y es auditivo;
en este segundo sentido, la figura de la fuga musical está
cantada (es evidente) en Diesel, que traduce al estilo barroco
aquello que sobre la loca del Moyano dicen los diarios: “Lo
que de riel en fuga/ partiera por un hilo/ y a la maniobra in-
versa/ voces inversas diera” (p. 25) y hasta lo convierte en un
soneto gongorino perfecto en el cierre, en el poema titulado
“bonus track”. En cambio, otras acepciones de la fuga (co-
mo las ya vistas) permiten leer mejor qué hacen los poemas
con todos estos materiales. Entonces, el efecto más masivo
es el del hipérbaton, las anáforas, la aliteraciones, los parale-
lismos, la proliferación de subordinadas: “Cuál nones ha su
dulce de aminora,/ su cantar quedo de morirse luego,/ su
salto al muero en cruces del asombro;/ cuál nones ha por pi-
ñas a deshora” (p. 49). Una retórica que se ejerce como tor-
sión forzada. El diccionario del barroco también entra al
poema con algunos arcaísmos, los “nones”, y sobre todo con
la conversión de algunos verbos en sustantivos, “así de un
muero mueve por el Indio” (p. 17), “su muero de aminora,

230
su nunca que constata” (p. 16), o bien, “Áspera es la tarde
del redujo” (p. 15); se toman los términos de las noticias y se
los lleva para atrás como si se produjese una fuga temporal
en ese discurso. El cut up abre esa fisura y las materias se fu-
gan. Pero también hay una fuga hacia el presente, como en
“Diera voces amor (canción)”:

(….)
en vías por el ido
diera voces Amor.
Que aquellas voces diera:
“estoy loca de amor”
con rumbo a Temperley
“el Indio vive ahí,
estoy loca de amor”
y en fuga de la ley,
en marcha enloquecida,
piñas y amores diera,
diera su voz de muero,
dijera: Ten, per lei (p. 25).

El pasaje auditivo de Temperley, el nombre de la locali-


dad, a su desagregación final envía a “Vivo per lei” (“Vivo
por ella”), una canción de Andrea Bocelli que se escuchó
hasta el cansancio, en radio y en televisión, en las disquerías
y en los bares, en las peluquerías y como cortina de una te-
lenovela de éxito en los ´90. El uso que hace Marcelo Díaz
en Diesel se asienta en la contaminación fónica, pero tam-
bién recupera, por inversión, los decires de la loca enamora-
da que aparecían en los diarios (“muero por él”) haciendo
un pasaje previo (escamoteado también en este caso) por la
canción de moda. Y si en este caso se arma una especie de

231
continuo entre los cantautores de los ´60, las noticias del
diario y la canción de Andrea Bocelli, el tratamiento de al-
gunos sustantivos, como grasa (de “el pedregullo lleno de
grasa y de gasoil” por el que el policía corre para detener la
máquina) se pasa de registro doblemente, se hace jerga para
definir ese amor que también aparecerá como llevado por
“grasas razones” (p. 24), y a la vez sostiene una sintaxis del
pasado y, entonces, se vuelve barroco: “tal la grasa de quien
ama/ y apresura:” (p. 23).
Diesel 6002 trae el pasado hacia el presente, el pasado –la
torsión barroca– hace hablar a las noticias con otra voz: el
dramatismo sostiene la unión. Díaz lee el exceso de la noticia
periodística como exceso del lenguaje, no porque se trate de
una lengua pobre (la del periodismo) y una culta, necesaria
para la poesía, sino porque el barroco, en su fascinación por
lo dramático, es evocado por la noticia; en este punto se en-
cuentran dos formas de decir absolutamente distantes y el
encuentro supone transformaciones microscópicas de una y
otra, cuando la mínima variación es el resultado de un máxi-
mo esfuerzo, de una presión enorme sobre los materiales que
los restituye en su historicidad activa.

V. La revolución

Relapso + Angola (2005) es el título del tercer libro de Mar-


tín Gambarotta. La síntesis, dos sustantivos sin conector,
habla de una extraña aritmética que se prueba en el interior
del libro, en pequeños textos que suman o restan elementos
para armar o desarmar una idea, un piso que tal vez pueda
ser entendido como base de la lectura de lo que trae uno de
los términos principales, Angola.

232
Como máquinas sintácticas, estos textos dan cuenta, de
manera extrema y obsesiva, de una operación que propone
la forma de una escritura como forma de la historia sin rela-
to. Ninguno de ellos hace alusión directa a la lucha en An-
gola; no hay, tampoco, marcas discursivas del proceso de
reflexión, pero la síntesis de los elementos es una forma de
inscripción de lo sucedido, o mejor, de la lectura de lo suce-
dido desde el presente. Las combinatorias son, de hecho, el
nuevo modo de leer. La aritmética es interna a cada uno de
los textos, pero también se impone como linealidad, como
conjunto. Si uno se remite a los resultados, por ejemplo, se
arma una secuencia con sentido, que abre con lo leído: “Un
cuerpo reacciona cuando algo lo infecta/ la situación exter-
na domina la situación interna/ libro + ojo = doctrina” (p.
13) y cierra con una sumatoria cuyo resultado es Angola:
“El sectarismo soporta cualquier adjetivo/ el resentimiento
es combustible/ petróleo + diamantes + hierro + fosfato +
cobre/ + oro + uranio = Angola” (p. 73).7 Aquí, Angola es lo
que siempre fue (como si en el final sólo se pudiese volver al
principio), pero en la línea de textos que se construyen bajo
la misma estructura, se recuperan como lectura desde el pre-
sente –repito– los sentidos otorgados por un sujeto elidido;
luego del signo igual, pueden leerse otros términos que fun-
cionan como valor agregado negativo: jabón en polvo, trapo
de piso, academia real, delantal de carnicero, puchero, sopa
instantánea. La aritmética, de este modo, es el retorno a ele-
mentos mínimos que revisan un diccionario político previo

7
Hay algo en esta aritmética que remeda la forma de una famosa frase
de Lenin: “Comunismo es la energía soviética más la electrificación de
todo el país”. Un modo de definir que apunta a lo estratégico.

233
y las combinaciones destrozan los relatos lineales, unitarios.
Entonces, hay una gramática de múltiples entradas que nie-
ga la unidad, tan mentada en los himnos sobre Angola (en
el Himno Nacional, “Pátria Unida, Liberdade,/ Um só po-
vo, uma só Nação!”, pero también en el de la nueva trova
cubana, en “Angola es una” de Silvio Rodríguez) y desajusta
una sintaxis social anterior ya instalada: “Los que tienen la
sartén, los que fríen, los que la limpian/ los que ni fríen, ni
limpian y miran como se tiene, se fríe/ se limpia, los que la-
van platos, los que hornean loza/ los que antes horneaban
loza y ahora lavan platos” (p. 14). El ajuste de esta opera-
ción se da en los textos sobre la bandera, no una sino varias:
“Los que saben cómo/ es la bandera, dos franjas: una roja y
otra negra/ y en el centro media rueda dentada con un ma-
chete cruzado/ los que no saben, los que piensan que esa
era la bandera / pero ahora es otra, los que dicen que ade-
más de rueda dentada/ y machete tiene una estrella amari-
lla” (p. 20).
Y aquí la explicación del primer término del título; por-
que el relapso es un ejercicio sobre lo dado como sentido y,
además, el retorno al momento de constitución del signifi-
cado de los signos: “Los que separan/ estos elementos: fran-
ja roja, franja negra, media rueda dentada/ machete, estrella
amarilla y con eso/ hacen otra cosa” (p. 37); relapsar es, tam-
bién, volver al momento anterior a que los signos comien-
cen a obtener sentidos sociales, a su instancia material: “En
una placa de radiografía limpiada con lavandina/ se boceta
lo que después se corta con una trincheta” (p. 77). Sobre lo
político –podría pensarse– lo material, el gesto artesanal pre-
vio a la ideología.

234
VI. Montajes

En el año 1998 Mariana Bustelo y Silvana Franzetti publican


70 ejemplares del libro-objeto Telegrafías, con un sello propio,
Ediciones obsoletas. Una caja pequeña, lacrada, que contiene
poemas escritos en papel de telegrama perteneciente a ENCO-
TEL, la Empresa Nacional de Correos y Telégrafos argentina,
privatizada definitivamente en 1997, durante el segundo go-
bierno de Carlos Menem.8 En el año 2001, ediciones La Mar-
ca vuelve a publicar Telegrafías, la caja tiene ahora otras
marcas externas del correo, como las estampillas y se agrega
un sello que dice “ARTE POSTAL - BUENOS AIRES - 2000”. El in-
terior es el mismo en ambas ediciones, 10 poemas (uno fir-
mado por ambas, cinco de Franzetti y cuatro de Bustelo), en
el mismo papel, plegados como los telegramas y con las ma-
yúsculas propias de estos mensajes. Todos tienen un sello
con una fecha, 24 DIC 1998 y cifrados propios de la escritu-
ra telegráfica.
Sin embargo, la cronología corre en uno y otro caso la
lectura. Publicados en 1998, con fecha navideña al pie,
funcionan como respuesta inmediata a la privatización de
ENCOTEL; en el 2001 ya hay que reconstruir este efecto. Es
el soporte el signo que evidencia el gesto político. Se trata
de usar un papel de telegrama ya inexistente, una rúbrica
que nos instala rápidamente en el pasado. Porque el libro

8
Hubo presentaciones de este primer Telegrafías a modo de per forman-
ce, en Mar del Plata y en Trelew. Las poetas leían con guardapolvos gri-
ses, iguales a los que se usaban en el correo estatal y estaban
sentadas delante de una máquina de escribir. La lectura también estaba
acompañada por un video que proponía un texto paralelo.

235
no simula haber sido escrito durante la existencia de la
empresa nacional sino que elige una cronología que desta-
ca su desaparición. Se escribe sobre una superficie que ya
no existe, sobre ese vacío que supone el paso del Estado a
lo privado. De ahí el nombre de la edición, porque se re-
cupera algo obsoleto, antiguo, pasado de moda. Entonces,
el papel utilizado puede pensarse como residuo que vuelve
a usarse y reinstala una memoria desde lo gráfico.9 El peso
político, repito, está en el soporte y sin embargo no podría
explicarse sin los poemas que, ciertamente, no tematizan
la privatización de ENCOTEL, ni la denuncian.
Alejandro Rubio, al reseñar la edición de La Marca, lee
un contraste entre lo político del soporte y los poemas; éstos
tienen “un tono contenido, alusivo y algo así como brotes
de hermetismo que no devienen del ciframiento sino de la
reticencia” y estarían asociados a “una poética de la debili-
dad” (aclara que el término no es peyorativo y lo asocia a la
escritura femenina) cuando el mainstream, dice, es el realis-
mo, los referentes “bajos”, el exceso de coloquialismo. En
este sentido, Bustelo y Franzetti elegirían la soledad más allá
de las tendencias de época. Sin embargo, creo que en esta
lectura se pierde algo: el pensamiento sobre lo artístico. En
principio, los poemas no tienen el didactismo de la poesía
política (las palabras son de Rubio, otra vez) porque ésta no
es una línea que les interese especialmente a las poetas. Lo
político no está en el tono ni en el tema, pero sí en el cruce

9
Mariana Bustelo hablando de la exploración de distintos lenguajes ar-
tísticos en la poesía de Franzetti dice: “La poética de Franzetti se cons-
truye a par tir de una mirada que recupera lo residual para transformarlo
en algo útil estéticamente: (…)” (p. 154).

236
entre un soporte que habla de la pérdida de lo colectivo (de
un canal estatal de comunicación) y lo artístico, la poesía,
sin más. Si no pensamos esto no se entiende el uso del so-
porte, que por cierto no tendría el mismo efecto si se tratase
de papeles de regalo, o postales antiguas.
La explicación del arte postal (el sello que ubica el libro-
objeto en esta línea es del 2001) no parece tampoco sufi-
ciente porque Telegrafías pone en suspenso algunas de la
reglas de esta práctica artística; la principal, el envío de obje-
tos artísticos variados por correo, sin enfatizar el valor estéti-
co.10 Telegrafías no circula de esa manera sino que invita a
sus lectores a enviar los telegramas-poemas eligiendo texto y
destinatario, pero aclara que hay dos formas, “desafiar al co-
rreo” dejando el papel de encontel a la vista o “atenerse a las
leyes epistolares” y meterlo en un sobre. La primera de estas
opciones juega, nuevamente, a imponer lo desaparecido en
el nuevo circuito. De alguna manera, entonces, se pone en
cuestión el optimismo expansivo del arte correo. Y lo que
hay allí son poemas con firma de autor.
En realidad, hay que volver al cruce de telegrama y poe-
sía para pensar este libro-objeto. Algunos de los poemas son

10
Sobre el ar te correo ver: Clemente Padín, “El Ar te Correo en la encru-
cijada”, “El Ar te Correo en el fin de siglo” y “El Ar te Correo en Latinoa-
mérica”; John Held, Jr., “Tres Ensayos Sobre Ar te Correo”, todos en
http://www.merzmail.net/latino.htm; Rafael Cipollini, “No quemes
esas car tas”, en Clarín, Suplemento Cultura y Nación, sábado 2 de fe-
brero 2002; p. 7; Fernando García Delgado y Juan Carlos Romero, “Todo
lo que usted quería saber sobre el Ar te Postal”, en Ramona, Nº 49, Bue-
nos Aires, abril 2005; p. 8 (ambos se encuentran en http://www.vor ti-
ceargentina.com.ar/prensa/index.html). Ver también la galería de ar te
correo en el sitio de Vór tice Argentina,
http://www.vor ticeargentina.com.ar/galeria/ar te_correo/index.html.

237
pequeños haikus y parecieran respetar la economía de tér-
minos propia del telegrama (aquella que demanda el signo
económico); pero la mayoría de los textos excede esta pauta.
La propuesta no pasa por la teoría del efecto político coyun-
tural –usar un soporte para hablar del acto que lo eliminó–
y tampoco por la adaptación de lenguajes, sino más bien
por el montaje de dos discursos (el poema como gesto cons-
tructivo). El soporte del ahorro será invadido por el exceso;
los poemas, fechados en la Navidad de 1998 recuperan la
función celebratoria de ciertos telegramas pero el mensaje
no es la salutación sino el regalo: el poema como presente.
Lo que se comunica en el libro-objeto, en todo caso, tie-
ne que ver tanto con lo cultural (o lo estrictamente político)
como con lo artístico, y el significado aparece justamente
cuando estos dos signos se mantienen juntos con su especi-
ficidad. En un punto es un planteo radical sobre lo artístico
que no cede, como lenguaje, como intención, ante lo cultu-
ral sino que ocupa y reformula las lógicas de la cultura. No
hay teoría de la adaptación, hay cruces complejos que enví-
an al lugar del arte sin pensar que éste debe transformarse en
discurso pedagógico, en bajada de línea.

VII. Ejercicios de lengua y literatura

1.
Atlético para discernir funciones (1999) de Sebastián Bianchi
propone una gimnasia exótica para la poesía, la de la gramá-
tica como literatura o, lo que pareciera ser lo mismo, la de la
literatura como gramática. El libro está armado como un mó-
dulo didáctico con una enorme lista de oraciones (son el cor-
pus de mayor extensión) que permitirían revisar las funciones

238
de los términos en la frase, y tres textos de ejercitación, de
puesta en escritura de los modos de la oración. Muchas de
las oraciones están sacadas de la literatura –“Tuércele el cue-
llo al cisne de engañoso plumaje” es un verso del mexicano
Enrique González Martínez, “Yo soy Nélida Fernández de
Massa, me decían Nené” es de Boquitas pintadas de Puig–,
otras provienen de los diarios, de textos informativos y al-
gunas son frases propias del habla: “Barato sí, pero digno” o
“La agarré de puntín”. Sí, estamos ante una verdadera má-
quina experimental, aquellas que se juegan más a la ilegibi-
lidad que a la legibilidad, e instauran cierto anacronismo en
relación con la experiencia de lectura, como dice Alemian
sobre El Aleph engordado de Pablo Katchadjian. Atlético pa-
ra discernir funciones fue, de hecho, un texto poco leído y es
difícil no quedarse atrapado en la consigna que propone.
Pero lo interesante, aun recuperando y siguiendo esa con-
signa delirante que es integrar en un texto propio las opera-
ciones que se revisaron en oraciones sueltas, fuera de
contexto, es la puesta en crisis de cierta idea del lenguaje y
sus pedagogías escolares y el corrimiento que Atlético…
propone con respecto a algunas modalidades de la escritura
experimental en Argentina; pienso, sobre todo, en los poe-
mas de algunos integrantes de la revista Xul, como El shock de
los Lender de Perednik, “Poema con métrica aritmética” de
Roberto Cignoni o “El ojo ila cerradura” de Roberto Ferro.11
El modo de experimentar con el lenguaje en Atlético… entra
en colisión, incluso, con ciertos textos de Emeterio Cerro,
una de las figuras que algunos de los integrantes del Diario

11
Estos dos últimos poemas fueron incluidos en Xul, Nº 7, junio 1985;
pp. 18-19 y 24-27.

239
de Poesía consideraban lo peor del neobarroco.12 Contra la
experimentación dadaísta anacrónica (son términos de Fei-
ling), contra el juego visual del poema y la deriva del signi-
ficante, Bianchi vuelve a instalar la gramática como un
grado cero de la experimentación.
Atlético para discernir funciones no postula lo que pare-
ciera una obviedad, una verdad probada por la crítica, que la
literatura se escribe en contra de la gramática, sino por el
contrario, que la presión de la gramática, aun en el aisla-
miento de oraciones a ejercitar, produce un efecto que dela-
ta su propia fisura. En principio, el pastiche, que salta como
textura de esa sucesión de frases sacadas de contexto para
probar la regla; el contacto entre unas y otras construye cier-
ta deformidad. La gramática aparece como construcción de
pequeños bonsái porque trabaja como una técnica de mani-
pulación, miniaturiza y a la vez intenta dominar la desmesu-
ra del lenguaje. La presión, parece decir Atlético para
discernir funciones, se acata con obediencia ciega pero genera

12
He revisado estas polémicas a par tir de algunos textos como “El ne-
obarroco en la Argentina” de Daniel García Helder (Diario de Poesía, N°
4, otoño de 1987; pp. 24-25), y el cruce de miradas críticas sobre Re-
trato de un albañil adolescente & Telones zurcidos para títeres con hi-
men (1988) de Emeterio Cerro y Ar turo Carrera, que se abre con la
reseña de Carlos E. Feiling (Babel, N° 8, marzo de 1989; p. 36), sigue
con la contestación de César Aira en “Una defensa de Emeterio Cerro”
(Babel, N° 18, agosto de 1990), y cierra con una respuesta de Feiling ,
“El cencerro y las vacas. Reflexiones sobre un bienpensante”. Ver “Una
polémica a media voz: objetivistas y neo-barrocos en el Diario de Poe-
sía”, Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, Facul-
tad de Humanidades y Ar tes, Univ. Nac. de Rosario, N° 11, diciembre de
2003; pp. 59-69. Este ar tículo fue reproducido también en revista outra
travessia, Curso de Pós-Graduação em Literatura, Universidade Federal
de Santa Catarina, Brasil, N° 3, segundo semestre de 2004; pp. 39-46.

240
una forma de la desobediencia. Todo lo que se escribe como
acatamiento se escribe también como desborde. Ése es el pa-
saje de un mero ejercicio a una gimnasia compleja y hasta
heroica, un atletismo que implica una mayor destreza y cier-
ta singularidad: la regla, entonces, será alcanzada por el azar;
lo duro produce lo lábil.
El niño-lector (el escritor), obedeciendo ciegamente la
gramática, se transforma en un pequeño monstruo que llena
una forma vacía, un esqueleto en el que las piezas entran rec-
tamente según su función para poner al descubierto una dis-
función, la del significado. Esto es lo que puede verse en los
tres textos de “Integración” que retoman la operación de ba-
se (la sumatoria de las ya “practicadas”); así, el primero reúne
elementos sintácticos de la oración simple (objeto directo/
complemento agente/ objeto indirecto/ circunstanciales/
predicativos/ predicados no verbales/ construcciones verboi-
dales/ y oraciones según el dictum). El resultado es una dimi-
nuta historia que pone a la luz cierto amaneramiento
sintáctico: “Fuimos al casamiento de la princesa y el mar. Es-
taban mis padres y las olas, entera la familia de las olas” (p.
26); sin embargo, ya en el segundo texto (“Lección XII”) la
presión de la gramática produce el desajuste, la puesta en cri-
sis del significado:

La cinta de almacén de Ester era blanca, volcada toda


ella hacia su interior. Por fuera lucían los senos un vigor so-
bre el cual la muchachada aceleraba su camioncito bordó
hasta la esquina. Allí vivía el extranjero, flaco, alto, canoso,
con pelo largo. Tenía un tatuaje en la espalda de la guerra de
Vietnam: una mujer fumaba una pipa, el humo se elevaba
blanco y al rato desaparecía, confundiendo su actual apa-
riencia, con la que el aire había tenido siempre. Se sabe, el

241
hombre cuando nace le firma a la muerte un cheque al por-
tador (pp. 39-40).

Las funciones de coordinación y subordinación son la es-


tructura de este texto, pero no hay relación semántica inter-
na. Entre la cinta de almacén y los senos el vínculo es
supuestamente de continuidad: “interior” y “por fuera”, pa-
recieran referirse al mismo objeto, pero no es así. Luego se
construye un circunstancial ambiguo (en todo caso metafóri-
co), y el cierre del texto rompe nuevamente la hilación se-
mántica al proponer una máxima que no se desprende de los
enunciados anteriores. El tercero y último de los textos está
casi afuera del libro, en su contratapa, y en ese salirse del li-
bro dibuja un territorio para la literatura:

De modo tal que los dos camiones con letras les alcanza-
ran para una noche entera de conversación, se habían hecho
vestir mantas gruesas anti-bala, mantas anti-cañón y mantas
anti-tele y gobierno. Una gran gorda de piel y un simulacro
de objeto, pardo, gris, flaco, triste, negro. La laucha, la fanta-
sía de la playa y la encapsulada, junto a los niños cápsula,
ocuparon la parte trasera del baldío que quedó tirado des-
pués de la oración.

El programa no es destruir la gramática, como dije an-


tes, sino ocupar la lengua, hacerla explotar mediante el ejer-
cicio denodado de sus propias reglas; el territorio en que la
lengua se encuentra con la literatura es un baldío, aquella
porción de tierra que no está trabajada o mejor, que siendo
pública o de dominio estatal (como la gramática, que es una
forma del Estado) puede ser apropiada por particulares. El
antiguo “contexto de realidad” de la lengua al que se alude

242
irónicamente en el prólogo de Atlético… es, entonces, un
contexto de irrealidad. Así, quizás, la primera y la última
oración del libro suenen programáticas: “La enfermedad
venció al poeta” y “Eso que los antiguos llamaban fantasía
golpeó en el tambor de Maxi: soy Macedonio Fernández,
dijo”. El recorrido propuesto va de la enfermedad al anun-
cio de llegada, del poeta a la fantasía; en fin, del territorio de
la gramática, sólido en sus leyes, al baldío que ocupará la li-
teratura apropiándose de las reglas del poder, para dar cuen-
ta de su cercanía permanente con el sinsentido.

2.
Mario Ortiz propone un proyecto unitario que tiene que
ver con las experiencias de la escritura y la lectura. Todos sus
libros son Cuadernos de Lengua y Literatura y en alguno de
los prólogos “informa” que se trata de ejercicios situados en
la esfera escolar; pero sus Cuadernos (cinco hasta el momen-
to) son más bien un uso peculiar de aquello que se aprende
y siempre se lleva hacia otro lado; son la puesta en práctica
una y otra vez del ejercicio de un escritor y el pensamiento
sobre la poesía.
De la escena infantil quedan dos vestigios: la mezcla de lo
antiguo y el contexto más cercano (las ninfas en el arroyo
Napostá, por ejemplo) y la curiosidad pasada por la distrac-
ción. Hay hilos narrativos que se siguen y se pierden, pero la
distracción más que nada aparece como un momento de dis-
tensión de un registro para que surja otro. Como un alumno
que se va literalmente de tema o se va por las ramas. Algunas
veces el salto es abrupto, otras más suave. Lo que uno va sa-
biendo, lo que se va aprendiendo de la poesía de Ortiz (tal vez
en el mismo momento que el escritor) es ese ritmo, asentado

243
en una idea del lenguaje como una materia densa: sí, claro, en
relación con el significado, pero hay más y tiene que ver con
una idea orgánica del lenguaje, como si hubiese zonas de la
lengua que crean un campo imantado y variable: “Basta expo-
ner al aire del poema una ramita de tamarisco/ para que una
bandada de gaviotas se le adhiera/ con un fondo de playa y
graznen/ Basta agitarla con levedad/ para que la rama salpique
plumitas en todas direcciones/ y termine de formarse el mun-
do/ donde todo es líquido/ como en el principio de todas las
historias” (CLYL: IV; p. 11).13 La densidad del lenguaje es, a la
vez, su fragilidad, esa posibilidad de que un diccionario se di-
fumine y abra otro campo que lo cubre y que vuelve a difumi-
narse. Así, de la letra X de plástico azul “en su puro estado de
insignificancia” pasamos a la idea de palabras azules y de que
“la mínima parte/ posible del lenguaje/ es/ azul”, y de allí a la
sonda PIONEER de la NASA a la que se acercan unos ángeles in-
materiales, como todos los ángeles, dice el poema (CLyL: II;
pp. 25-29); así, de los hombres y los dioses que salen del agua
“donde sus átomos se fueron uniendo por un amor irresisti-
ble” llegamos a Panizzi, al que “se le bajó la malla/ y todos se
empezaron a cagar/ de risa” (CLyL: IV; p. 16)
Es un movimiento que puede leerse como pasaje de lo
narrativo a zonas de altísima concentración poética. No son
exactamente metáforas, tienen más bien la cualidad de ilu-
minaciones como el momento exacto en que lo visto se trans-
forma en otra cosa o disemina sus atributos y presenta el
reverso de aquello que se está contando. Así el Napostá, en Al
pie de la letra (2010), es lodo y vientre de sapo rastrero, pero

13
Uso la sigla CLyL en las citas, seguida de un número romano para re-
ferirme a los distintos tomos de Cuadernos de Lengua y Literatura de
Or tiz.

244
también una escena que remeda las iluminaciones de la pin-
tura antigua: “Me enjuagué las manos. Formé un cuenco con
las palmas y saqué un poco de agua. De pronto se volvió ro-
sada, y chorrearon gotas rosadas; levanté la vista y tenía ante
mí un cauce que había virado completamente al rosado. Un
salmón serpenteaba entre el verde oscuro del musgo y las
acacias, y emitía reflejos” (p. 41). Antes, “El cielo estaba veta-
do de nubes alargadas que, poco a poco viraban del blanco
amarillento al rosado salmón” (p. 41) y un poco más adelan-
te, las letras “Son salmones y viajan en el tiempo” (p. 43).
Estas iluminaciones están asociadas a los sentidos, a la vis-
ta u el oído. Evocadas por ejemplo en Al pie de la letra, cuan-
do las abejas que se comen las uvas pasan a ser mosquitas
adentro de los ojos del que escribe: “Se los están comiendo”
(p. 35). O en el poema que abre el tomo I de Cuadernos de
Lengua y Literatura, cuando el universo, pensado como deri-
va entre las ideas de Deleuze, Aristóteles y el mismo Ortiz,
deviene un relicario: “el filósofo crea el espacio/ y lo llena de
sus cosas/ la esencia, el ente, reliquias doradas/ de su propio
bazar,/ el devenir de unas con otras,/ lirios que se vuelven
abejas zumbantes// la esencia frágil y amarilla/ del ente/ que
es/ y ahora panal,/ espacio,/ el territorio/ pequeñas/ cositas
que vuelan/ y zumban/ expanden el universo/ como un reli-
cario/ infinito/ que de/ cantase miel” (p. 13). O en El libro
de las formas que se hunden (2010) cuando se escucha el soni-
do del caracol: “se levanta un pabellón enroscado/ un orácu-
lo de nácar rozando los pliegues del oído/ ondea junto a los
bordes de las sombrillas/ y trae el murmullo/ de hablillas/ co-
mentarios de partidos/ grititos de naufragios entre restos/ fó-
siles de líquenes/ y velámenes partidos” (p. 15); ese mismo
caracol que en el último poema del libro “empezó a comerse
las palabras” (p. 100). Las iluminaciones están asociadas al

245
surgimiento del lenguaje (lo que se ve y lo que se escucha),
del universo, a ciertas génesis. Dije lo que se ve y lo que se es-
cucha, pero habría que aclarar más el carácter de las ilumina-
ciones: en principio irrumpen, como si se rasgase un velo y
apareciese materialmente otra cosa, y entonces no responden
a la mirada inquisidora del objetivismo; el estado por el que
se adviene a la iluminación no es el contemplativo, sino más
bien el de la distracción, el de la relaciones lábiles y a veces
disparatadas y la iluminación no envía necesariamente a un
lirismo de “lo poético” (lo que se escucha a través del caracol
son “hablillas”, “comentarios de partidos”).
Lo luminoso es parte del imaginario de Mario Ortiz: co-
mo en la poesía de Juanele o Arturo Carrera, pero distinto.
Porque siempre convive en un mismo espacio con lo coti-
diano, pero no da cuenta de un estado de éxtasis, como en
algunos poemas de Juan L. Ortiz (si el mundo es un relica-
rio, rápidamente se dice “se ha vuelto zumbón/ pura joda/
purísima/ más joda que otra cosa”; CLyL: I; p. 13), ni remi-
te al modo de aparición sensible de la memoria, aquel de las
“animaciones suspendidas” de la poesía de Carrera. La ilu-
minación, en la poesía de Mario Ortiz no envía necesaria-
mente al pasado, más bien abre una fisura para instalarnos
en el plano de lo imaginario; entonces, el arroyo se pone del
color de los salmones y las palabras viajan como ellos; las le-
tras del cuadernillo puede ser polillas enceguecidas por la
luz; una camisa floreada se transforma en pez y a la vez “los
pibes como peces que se vuelven flores” (CLyL: I; 25); las
abejas zumbonas, las “cositas que vuelan”, en fin, son un re-
licario. Y en un punto, ahí, se detiene el tiempo.
[ANIMACIONES SUSPENDIDAS]
Lo luminoso, entonces, está asociado a cierta densidad lí-
rica de la que se sale inmediatamente para pasar a la historia

246
del padre y la higuera que hay que cortar, a la del gordo y
el jeep rojo en el Napostá, al hundimiento del Lucinda
Sutton, el Titanic, o a la inundación de Epecuén en 1985.
Y allí, lo prosaico, lo absolutamente prosaico, incluso los
bloques de datos a veces compactos como edificios. Por-
que la poesía de Mario Ortiz, como una parte importante
de la escrita en la década del ´90 en Argentina, también
apela a la narración, a recuperar referentes de la cultura
popular o la cultura de masas, a los datos históricos con-
cretos y los signos políticos, al tono humorístico y al infor-
mativo. La iluminación se percibe justamente como lo que
irrumpe sobre este piso común o directamente se sale de
este terreno: irse de tema, registro, ritmo cuando menos lo
esperamos. En este sentido, parece estar allí, también, para
recordar que la poesía puede ser otra cosa.

Dije que estos libros exponían lo constructivo y un alto gra-


do de conciencia de los materiales. También dije que trans-
formaban ciertas caligrafías ya asentadas, probadas, tal vez
sobrescritas. Pero hay algo más que despunta en esa señali-
zación bastante evidente, algo que tiene que ver con modos
de desatarse, de huir de la captura. Si estos libros recuperan
territorios asediados por la tradición y por las escrituras con-
temporáneas, lo hacen para salirse (aunque sea temporaria-
mente) de allí. Como el animal que se abre de la manada e
inventa su propia línea de huida, de fuga. Relapso + Angola
de Gambarotta se aparta de cualquier verdad política sobre
la revolución, destruye los himnos, separa todos los íconos,
los elementos de ese discurso y los aísla hasta desfigurarlos,
hasta decir “la gimnasia no es gramática/ el sistema afecta la
lengua”; el libro se sale de la gimnasia conocida y se queda

247
en la afección de la lengua, con esa lengua que perdió, pare-
ciera, a sus ancestros. Telegrafías de Franzetti y Bustelo elige
lo artístico para decir lo político; elige el papel de telegrama
como si allí, en ese terreno abandonado por el Estado hu-
biese que poner arte, poesía; el gesto no es ingenuo, por su-
puesto. Salirse del libro es entrar en lo político en este caso: la
opción no es la de la experiencia cultural sino la apuesta por
lo artístico sin atarlo a la demanda enunciativa de la poesía
política. Donde termina el territorio de la gramática, parece
decir Bianchi, aparece el de la literatura, pero no porque las
separe. Fuera de la zona dura de la gramática está el baldío,
donde quedó tirada la última oración. Desde ese tipo de
oraciones, se escribe la literatura como fuga de la gramática
o mejor, como lo que se le fuga a la gramática, y aparece co-
mo lo que sabe de ella la literatura.14 Otra vez, la literatura
sabe algo. No se trata de verdades esencialistas, no se trata
de lenguas de la ética sino de algo que está allí pero se esca-
pa a la mirada desatenta, al oído atrofiado. Cambiar de lu-
gar, ir para atrás, como en hacer sapito de Viola Fisher que
vuelve al padre para decir otra cosa; o bien, quedarse en un
territorio mínimo como Mamushkas de Iannamico para des-
agregarlo, para armar una puesta en abismo. Quedarse en es-
te caso con ese murmullo de las madres que son hijas y son
nuevamente madres, y escuchar ese murmullo para saber en
esa escucha algo antiguo por moderno, que el lenguaje envía

14
Fraseo aquí una idea que no me per tenece, una idea que es de Miguel
Dalmaroni. Ver su columna La literatura y sus restos (teoría, crítica, filo-
sofía), publicada bajo el título “Cómo enseñar gramática (una conjetura
sobre el fracaso)” en la actualización septiembre-octubre 2011 de
www.bazaramericano.com.

248
siempre al lenguaje en una especie de rodeo infinito, de cap-
tura. Quedarse en una porción de barrio, poner una zanja
como la zanja de Alsina pero al revés; quedarse con esa len-
gua supuestamente pobre y hacer saber lo que tiene para de-
cir esa lengua que no es universal; situarse en lo local y cavar
una zanja para que el barrio no sea la representación del uni-
verso, huir de los universales abstractos. Y si de lo concreto
se trata, que el poema dé lugar a lo que saben los objetos, los
frutos –como en Cornucopia de Villa–; anteponer la mirada
del objeto a la del sujeto o hacer que ambas sean la misma
mirada. No hay un arriba ni un abajo, no hay distancia ahí,
pero la poesía sabe lo que sabe su objeto y no aquello que
describe un sujeto.
Porque ir hacia atrás o quedarse (y levantar un círculo, el
de las madres, o interponer una zanja), también son formas
de salirse. Fugarse, y sacar al que lee del territorio seguro,
eso hace la poesía de Ortiz: cuando se está en el territorio de
la lírica aparece el de lo prosaico y viceversa. La iluminación
está en los dos lados, no hay más que continuidad allí; fu-
garse como la loca del Moyano también es abrir una fuga
temporal en lo que se lee en los diarios. Está la noticia que
mina el poema y está el poema que dinamita la noticia. Sa-
lirse y volver permanentemente y explotar, tal vez, una zona
intermedia, no porque allí se estabilicen las codificaciones,
los territorios, sino porque el intermezzo es el lugar exacto
de la acción (como dicen Deleuze y Guattari), en el que el
lenguaje se escapa todo el tiempo, es pura declamación y a la
vez el corte extremo de esa declamación; es el puro presente
de las noticias pero también el puro pasado de esos poemas
barrocos. Y el puro presente del conventillo es una mezcla
de razas que inventan una lengua, y ésta no obedece a una
gramática en curso, y es la voz de una dominicana que tuvo

249
hijos por todo el continente. O bien, el puro presente de
una mamushka es todo el pasado que está en ese presente en
el que ya no puede saberse por dónde va el lenguaje, o en el
que, en todo caso, el lenguaje puede rehuir los lugares segu-
ros, irse hacia zonas más desérticas (hacia Angola cuando no
se sabe qué es Angola) y, tal vez, volver.

250
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253
CAPÍTULO 6

ANTOLOGÍAS
“Desembalo mi biblioteca. Sí. Todavía no está en los es-
tantes, todavía no la envuelve el silencioso tedio del or-
den. Tampoco puedo pasearme a lo largo de sus hileras
para pasarles revista a los libros en compañía de amables
interlocutores. No necesitan ustedes temer nada de esto.
Yo les solicito que se trasladen conmigo al desorden de
los cajones desclavados, al aire henchido de polvillo de
madera, al piso cubierto de papeles rasgados, bajo la pila
de volúmenes devueltos a la luz del día después de dos
años de oscuridad, para compartir desde un principio la
atmósfera, para nada melancólica, sino más bien tensa,
que evocan los libros en un verdadero coleccionista.”

Walter Benjamin
“Desembalo mi biblioteca”.
Florilegio, parnaso, muestra, índice, panorama son nombres
asociados históricamente a las antologías; los dos primeros
apelan a figuras metafóricas (un ramillete de flores o el acto
de disponer las flores en un conjunto; el lugar mítico de los
poetas) y los otros, más explícitamente, a la idea de dar a
ver y de ordenar. En este capítulo se revisarán algunas anto-
logías de poesía hispánica, latinoamericana o argentina en
particular, que trabajan sobre el presente: uno de los prime-
ros florilegios de la poesía moderna en español, La corte de
los poetas (1906); antologías del neobarroco y algunas de la
poesía reciente.
La idea de dar a conocer bajo un cierto orden ha permi-
tido que tempranamente se asocie a las antologías con los
manuales y con las historias de la literatura, tal como propu-
so Alfonso Reyes ya en 1938; recientemente Alfonso García
Morales las ha pensado como museos, en tanto serían dos
instituciones que funcionan de manera similar. Agrega, ade-
más, como relectura de las posturas de Reyes, aunque con
marcos teóricos contemporáneos (Bloom; Lotman; Bajtin),
la relación entre antología y canon, indagada por otros críti-
cos como Marta Palenque y Salazar Anglada. Sin embargo,
historia de la literatura, museo y canon son términos que
suponen procesos temporales de larga o mediana duración y
aquí se trata de antologías del presente (de caligrafías de

259
época), de textos que aún no han ingresado en estos circui-
tos de legitimación.
¿Y cómo ordenar el presente de la poesía latinoamerica-
na? Me interesan, sobre todo, dos movimientos: el de surgi-
miento de las condiciones de posibilidad de esos corpus y el
de la sintaxis que se propone para armar un nuevo entero.
Ambos son relevantes, pero la instancia de corte se elige co-
mo el momento crítico más saliente, como operación que
habla más allá o más acá de los prólogos (no siempre coinci-
de lo propositivo con las resoluciones del conjunto, como se
verá en La corte de los poetas), como gesto inescindible del
montaje.
En el modo de cortar –elección de autores y también de
textos– y de disponer los poemas está la lectura crítica del
corpus armado. Por ejemplo, la dispositio de La corte de los
poetas puede pensarse a partir de la idea de bricolage, que ex-
plica tanto su heterogeneidad como las posibles invariantes
que ordenan aquellos instrumentos con los que el antologa-
dor cuenta, incluso si no han sido pensados con esa finalidad
(Derrida); la de Medusario (1996), que engarza escrituras
muy diversas –de Perlongher a Zurita, o de Juan Carlos Be-
cerra a Marosa di Giorgio– a partir de la noción figural del
rizoma, cara a los neobarrocos, que produce un movimiento
desjerarquizado y omnívoro. El rizoma también es la figura
elegida por Alejandro Méndez para su sitio en Internet, “Las
afinidades electivas”, pero en este caso se gesta un vínculo
con el soporte que da un cauce distinto a los desplazamientos
rizomáticos, ya que en el sitio nadie selecciona los autores y
los textos.
Algunas antologías de la poesía reciente latinoamerica-
na optan por brindar un panorama y su dispositio obedece
a esta pretensión de vista extendida ya que hace pie en la

260
yuxtaposición y opta por ordenamientos cronológicos. El
panorama como sintaxis, en este caso, no logra armar un
paisaje unitario sino que más bien expone cuadros o escenas
–con mayor o menor relación entre sí– que pueden verse su-
cesivamente emulando un continuo. La figura en este caso
podría ser también la del catálogo. La antología de Yanko
González y Pedro Araya, en cambio, reniega de la vista ex-
tendida y opta por una figura menos tranquilizadora, orgá-
nica, la del monstruo (con su correlato, la zurdera). Éste es,
aclarará Foucault en Las palabras y las cosas, el que interrum-
pe la serie de semejanzas, la posibilidad de un orden como
secuencia de similitudes de las especies, el continuo de la
naturaleza (154 y ss.). Zur Dos elige armar una constelación
(no un catálogo) en la que prima el momento del corte den-
tro de las escrituras del presente; busca allí lo singular y no el
panorama de las mismas. La singularidad estará asociada
(como el monstruo) a lo que se exhibe desmesuradamente
como desborde de la ley, de la institución (cualquiera de
ellas) y sus poderes.
En el montaje, entonces, se eligen críticamente los tex-
tos del nuevo entero (a pesar del carácter fragmentario de
toda antología, generalmente explicitado como justifica-
ción, aunque no siempre); las razones de la selección pue-
den leerse en el repertorio propuesto y en la disposición, en
las ensambladuras. Algunas antologías parecen constituirse
recuperando todo lo que hay y el gesto de omisión queda
escondido, pero siempre existe. La no intervención que su-
pone una sintaxis aleatoria (cronológica o alfabética) desdi-
buja la figura del que corta o más bien la define cerca de lo
documental, del testimonio extensivo. Allí se presentan (o
advienen, éste parece ser el caso del florilegio de Carrere)
las distintas temporalidades. No me refiero a la fecha de lo

261
producido, sino a las relaciones de cada uno de los textos
con la tradición, su relación con lo emergente, con lo resi-
dual o directamente con lo arcaico. En este sentido, Zur
Dos. Última poesía latinoamericana (2004), la antología de
González y Araya, es la que más se acerca a una escritura
del presente porque se eligen los textos y los autores que
formarían parte de eso que suena con otra voz; la que rom-
pe con la serialidad. No se trata de poemas familiares sino
de modos monstruosos, escandalosos de la escritura que no
acata la ley de la especie.

I. El bricolage moderno

Hay antologías tempranas de la poesía moderna escrita en


español. Son selecciones bífidas en las que manda la lengua a
partir de una premisa ideológica fuerte y de larga duración,
el hispanismo. Lo extraño, además de esta pervivencia, es la
temprana estabilización de un corpus. La corte de los poetas.
Florilegio de rimas modernas (1906) incluye poetas como Ru-
bén Darío, Juan Ramón Jiménez y los hermanos Machado.
Estos nombres, entre otros, se repiten en la antología de Iván
Schulman y Evelyn Picon Garfield, Poesía modernista hispa-
noamericana y española (1986). Lo que en 1906 (desde Espa-
ña) era “moderno”,1 80 años después (desde la academia

1
Como bien explica Mar ta Palenque en el “Estudio preliminar” de La
cor te de los poetas, la encuesta de Enrique Gómez Carrillo, Nuevo Mer-
curio (1907), arroja aún respuestas diversas sobre la definición de mo-
derno y modernista por par te de los encuestados, lo que habla de una
falta de estabilización definitiva del término “modernista” para referirse
a la poética finisecular latinoamericana y española.

262
norteamericana) será modernista. Luego, en las antologías
de poesía modernista hispanoamericana se recuperará una
lista de los incluidos en La corte de los poetas: Rubén Darío,
Julián del Casal, Amado Nervo, Salvador Díaz Mirón, Leo-
poldo Lugones, José Santos Chocano, José Asunción Silva
estarán en la antología de José Olivio Jiménez (1985) y/o en
la de Mercedes Serna Arnaiz junto a Bernat Castany Prado
(2008), las dos con el mismo título, Antología crítica de la
poesía modernista hispanoamericana. En estos corpus se po-
drían leer distintas cuestiones: el armado de una corriente
pautada por la lengua española que permite ordenar un con-
junto español/ hispanoamericano, la temprana estabiliza-
ción de un corpus o de algunos de sus nombres relevantes
(con sus variaciones, claro está) que parece repetirse desde
principios de siglo, como ya he dicho, y la tardía aceptación
de un corpus hispanoamericano independiente que da cuen-
ta de la ideología hispanista, cuyo trayecto daría pie para un
extenso capítulo.2
Como monumento deformado de estas cuestiones po-
dría mencionarse, además, Poesía española contemporánea

2
Al respecto, ver Alfonso García Morales, “De Menéndez Pelayo a Lau-
rel. Antologías de poesía hispanoamericana y de poesía hispánica
(1892-1941)”. Allí puede encontrarse un minucioso trabajo sobre el
corpus completo de antologías hispanistas e hispanoamericanas, así
como también una descripción del contexto de producción de las mis-
mas y el relevamiento de los debates en torno al hispanismo. García
Morales trabaja con todas las antologías, entre las que podríamos des-
tacar la de Marcelino Menéndez Pelayo, Antología de poetas hispano-
americanos (1893-1895), Carlos Rogamosa, Joyas poéticas
americanas (1897); Tesoro del Parnaso americano (1903); Calix to
Oyuela, Antología poética hispano-americana (1919-1920); Federico de
Onís, Antología de la poesía española e hispanoamericana (1882-1932)
(1934).

263
(1901-1934), a cargo de Gerardo Diego, una versión am-
pliada de su antología de 1932, que también formará parte
del corpus que se inicia con algunos poetas consagrados de
la literatura española (Juan Ramón Jiménez y los Machado,
entre otros, que como ya vimos estaban en La corte de los
poetas) para luego presentar a la “generación del 27” –Fede-
rico García Lorca, Salinas, Alberti, Aleixandre–. Lo que sus-
cita escándalos en ese momento y sigue siendo escandaloso
hoy en día es la inclusión de Rubén Darío. En tanto sus po-
emas abren el tomo se reconoce una paternidad, explicitada
por Diego en el “Prólogo”: “Sin duda, otros admirables po-
etas americanos han influido con su obra en la de estos poe-
tas españoles. Pero es evidente que jamás un poeta de allá se
incorporó con tan total fortuna a la evolución de nuestra
poesía patria, ejerciendo sobre los poetas de dos generaciones
un influjo directo, magistral, liberador, que elevó considera-
blemente el nivel de las ambiciones poéticas y enseñó a desen-
tumecer, airear y teñir de insólitos matices vocabulario,
expresión y ritmo” (pp. 19-20). La figura del maestro está
clara, sin embargo un poco antes leemos “Y así, un nicara-
güense, a pesar de serlo, figura aquí con pleno derecho de
poeta español”, una frase que aunque invierte el imperialis-
mo pacífico (así lo llama García Morales; p. 45) del proyecto
desaforado de Menéndez Pelayo, que consideraba a la litera-
tura hispanoamericana como un apéndice de la española,
esconde una expatriación singular de Darío. Claro que no se
trata sólo de nombres sino de la selección de poemas que
propone una antología. Cabe destacar que la mayor parte de
los poemas de Darío que Gerardo Diego elige para su anto-
logía pertenecen a Cantos de vida y esperanza (1905) (y sólo
tres a Prosas profanas, el libro que junto a Azul le valió el
mote de “galicismo mental”). De allí me interesa destacar

264
dos textos que dan cuenta cabal del nuevo hispanismo de
Darío: “Los cisnes”, que abandona los clivajes sajones, ita-
lianos y las modulaciones francesas de esta figura, para de-
clarar una nueva identidad (“Soy un hijo de América, soy
un nieto de España…”), y “Salutación del optimista”, que
plantea los nuevos cantos de la estirpe hispánica y latina. Un
Darío más español, por cierto, que el de sus primeros libros.

Quiero centrarme ahora en la cuestión del corpus en La cor-


te de los poetas. Florilegio de rimas modernas (1906) haciendo
hincapié en las resoluciones sintácticas, que oscilan entre la
composición, el reordenamiento de elementos nuevos y la
persistencia de otros que podrían pensarse como arcaicos e
irrumpen en el conjunto de lo “moderno”.
La selección de la antología estuvo a cargo del poeta es-
pañol Emilio Carrere y fue un pedido del librero y editor
Gregorio Pueyo; en la reciente edición facsimilar de La cor-
te, a cargo de Marta Palenque, se incluye su “Ensayo preli-
minar” que recorre los pormenores de la edición; el lugar de
procedencia de los textos publicados (de cada uno de ellos);
la recepción y el reconocimiento de casi todos los poetas pa-
ra el año 1906; las relaciones entre poéticas y poetas, para las
que no fue de menor importancia la residencia de algunos
hispanoamericanos en España –Icaza, Santos Chocano,
Amado Nervo– y la formación de grupos y de la bohemia
de época. Palenque también aborda la circulación de la an-
tología misma y su recepción en reseñas contemporáneas a
su publicación. Además, propone hipótesis de lectura del
corpus desde un detallado relevamiento de las líneas poéti-
cas y los debates intelectuales en la España de fines del siglo
XIX y principios del XX; como ya he dicho, nos allana, desde

265
su erudición y exactitud, el campo para pensar este corpus
haciendo hincapié en la sintaxis que construye.
Graciela Montaldo habla de la nueva sintaxis de la mo-
dernidad (pensada a partir del modernismo latinoamerica-
no y el fin de siglo en Europa) como yuxtaposición de
elementos heterogéneos. La figura que utiliza (y que luego
retomaremos en relación con la antología) es la del bricolage
o el patchwork cultural (p. 16) que permite visualizar, justa-
mente, la idea de mezcla y yuxtaposición de lo diverso (el
costumbrismo, el positivismo, el naturalismo, el realismo, el
esteticismo, etc.). Sin embargo, Montaldo destaca en rela-
ción con la poesía la relevancia de la función estética del len-
guaje, la lucha del arte contra la idea de mimesis (habla del
lenguaje modernista como una forma de “horadar el mundo
de lo real”; p. 16). En el bricolage, desde este punto de vista
(desde esta invariante, podríamos decir), se reúnen elemen-
tos heterogéneos pero sobre todo exóticos, raros, novedosos:
una yuxtaposición, que ya hemos visto en el primer capítu-
lo al analizar “Desde el campo” de Rubén Darío (Prosas pro-
fanas, 1896), ya que en ese espacio se encuentran Titania,
Oberón, Puck, los silfos y el gaucho.
Ahora bien, si lo moderno debía ser la superficie sobre la
cual se disponían los textos en La corte de los poetas (éste se-
ría el primer corte, casi simultáneo al corte geográfico, ya
que se trata de poesía española e hispanoamericana), en la
selección de Carrere aparecen nombres que de ninguna ma-
nera se adecuan a las nuevas líneas poéticas que surgen a fi-
nales del siglo XIX. Así, ingresan el venezolano Juan Vicente
Camacho, muerto en 1872 (mucho antes de la publicación
de Azul de Rubén Darío) y, lo que es más llamativo para
nosotros, Olegario Víctor Andrade, que murió en 1882.
Nada tiene que ver su poesía romántica y patriótica con las

266
tendencias decimonónicas, el simbolismo, el parnasianis-
mo, el decadentismo. Tampoco se explica bien la entrada en
la antología del regionalismo murciano de Vicente Medina,
cuyos poemas “Cansera”, “Noche güena” y “La canción tris-
te” hablan, directamente, otra lengua: “No he d’ir, por mi
gusto, si en crus me lo ruegas,/ por esa sendica por ande se
jueron/ pa’ no golver nunca tantas, cosas güenas…” (“Can-
sera”; p. 47). Los poemas de Medina irrumpen entre los
versos de Salvador Díaz Mirón, Antonio de Zayas y José de
Giles, se apartan de las figuraciones finiseculares, sus metá-
foras y sus arrebatos mitológicos; pero además rompen con
la idea de verso modernista (en tanto trabajo denodado con
el ritmo, que involucra la métrica y las rimas). Más que las
ausencias de La corte de los poetas (José Martí, Herrera y
Reissig, Gutiérrez Nájera) importan estas inclusiones que
no pueden ser leídas ni siquiera a partir de una idea amplia
de variantes. Estas islas desfasadas parecen seguir una lógica
afásica, ésa de la que habla Foucault en Las palabras y las co-
sas en relación con las clasificaciones y los ordenamientos
(p. 4). La idea de lo “moderno” no es una superficie sufi-
cientemente estable para distinguir una poética o distintas
líneas propias de la renovación de la poesía hacia fines del
siglo XIX.
Y si lo moderno no es soporte suficiente, lo español e
hispanoamericano se fundirán (se confundirán como los
ovillos de lana para el afásico) en un solo conjunto. Porque
la disposición es alternada (sin criterio cronológico, ni alfa-
bético) y los datos del lugar de procedencia de los poetas no
están exhibidos. La modernidad (Florilegio de rimas moder-
nas) sería, entonces, la hispánica, pero estas dos instancias
están desacompasadas en la antología, coinciden en algunos
puntos, en algunos nombres y sobre todo en algunos textos;

267
en todo caso se trata de lo hispánico a partir de una idea am-
plia, lábil de lo moderno que, de todos modos, estará fun-
cionando desde una premisa ideológica no explicitada.
La figura del bricolage, tal como la planteó Lévi-Strauss,3
sirve para pensar los modos de selección de la antología de
Carrere, así como también su figura, la forma de su práctica.
Carrere revisa el stock a partir de la idea de lo “moderno” pe-
ro también debe recuperar, básicamente, lo hispanoamerica-
no, que es un continuo a ser rellenado, más allá de los
nombres clave y conocidos en ese momento; allí, como el
bricoleur, elige entre lo que hay, lo ya hecho,4 escrituras lati-
noamericanas pasadas por el cedazo del modernismo, con
su fraseo y su imaginario, pero también otras que parecen
responder a resoluciones poéticas anteriores: las del roman-
ticismo entre las que Marta Palenque ubica a Andrade, José
Vicente Camacho y Juan de Dios Peza y algunas que están
claramente tensionadas con modos de enunciación y tonos

3
Lévi-Strauss explica el trabajo del bricoleur y contrapone su figura con
la del ingeniero. El ingeniero par te de un proyecto y busca determina-
dos resultados, el bricoleur, en cambio, par te de “un universo cerrado”
cuya regla de juego es “la de arreglárselas siempre con `lo que uno ten-
ga , es decir, un conjunto, a cada instante finito, de instrumentos y de
materiales, heteróclitos además, porque la composición del conjunto no
está en relación con el proyecto de ese momento (…)” (p. 36).
4
Dice Derrida: “Por otra par te, siempre en El pensamiento salvaje, pre-
senta Lévi-Strauss bajo el nombre de bricolage lo que se podría llamar
el discurso de este método. El bricoleur es aquel que utiliza los me-
dios de a bordo , es decir, los instrumentos que encuentra a su disposi-
ción alrededor suyo, que están ya ahí, que no habían sido concebidos
especialmente con vistas a la operación para la que se hace que sir van,
y a la que se los intenta adaptar por medio de tanteos, no dudando en
cambiarlos cada vez que parezca necesario hacerlo, o en ensayar con
varios a la vez, incluso si su origen y su forma son heterogéneos, etc.”.

268
anteriores al modernismo. La poesía civil de Andrade o de
Barreto, conocido en Perú por “Mi patria” y “Mi bandera”,
poemas de reafirmación nacional, no puede ser pensada a
partir de la idea de lo moderno, sobre todo tal como lo en-
tiende Carrere en el prólogo, en tanto líneas poéticas nutri-
das en España y América, por las renovaciones de Rubén
Darío.5 Estos poemas parecen responder más bien al discur-
so de la regeneración española después de la crisis del ´98.
En el popular (en su época) poema del mexicano José Pablo
Rivas, “A la mujer española”, está, de hecho, la imagen de la
mujer española que hará posible el resurgimiento de la na-
ción, la salida del momento de crisis de “la infeliz patria”.
Para el sistema literario latinoamericano, algunos de sus ver-
sos suenan más a las prédicas pos independentistas de An-
drés Bello que a la poesía política moderna (que podría
pensarse en relación con la escritura de José Martí o con al-
gunos poemas de Cantos de vida y esperanza en adelante de
Rubén Darío, como “A Roosevelt”). Y si no, veamos algu-
nos de los versos de “A la mujer española”, de aliento direc-
tamente neoclásico: “¡Ah! Ya veo surgir, esplendorosa,/ de
tu entraña fecunda y amorosa,/ que es una eterna floración
de vida,/ á nueva prole que en virtud rebosa/ y que llena de
savia generosa/ no se dobla al dolor ni se intimida.// Sobre

5
“Durante cuarenta años la lírica ha sido un débil reflejo romántico, un
monótono toma y daca de lugares comunes. Por fin, de tierras america-
nas ha llegado un apóstol con un nuevo credo. Rubén Darío, el mago de
la rima, nos ha regalado un bouquet maravilloso, quizás un poco exóti-
co, de rimas griegas y francesas. Y después de Prosas profanas –oro,
rosas juveniles y de galantería, cristal y madrigal de primavera– como
evocada, ha surgido una brillante juventud, una lírica aristocracia com-
puesta por la mayor par te de los poetas que forman este florilegio” (p.
5).

269
infecto fangal, sobre la escoria,/ levanta la virtud en vuelo
osado/ ¡Loor eterno, inmarscecible gloria/ al patriota que
austero y esforzado/ renueve el esplendor de nuestra histo-
ria!” (p. 302). Si cotejamos estos versos con los de “La agri-
cultura de la zona tórrida”, podríamos pensar en un calco,
directamente, de la silva de Bello. Ésta es la nueva combina-
ción, el nuevo juego que la antología instaura en el bricolage
de la literatura hispánica moderna (como un modo de re-
partir las cartas, figura usada por Lévi-Strauss).
Éstos son los fragmentos de los que parte el bricolage en
La corte de los poetas, porque si bien podemos decir que el
romanticismo es una poética residual en el modernismo la-
tinoamericano y en la poesía moderna que hace pie en la
idea de lo nuevo, lo raro y lo exótico; si bien podemos regis-
trar en el corpus de fin de siglo al romanticismo como una
poética que sigue activa, las poéticas de corte neoclásico son
definitivamente un elemento arcaico en el modernismo his-
panoamericano y pueden estar presentes en esta antología
como imantación de una idea clave en la crisis española, la
de regeneración, que habilita el discurso nacional (e hispa-
nista) por sobre los cosmopolitas. La temporalidad de lo
moderno, tal como lo entiende Graciela Montaldo, pero an-
tes Ángel Rama o Marshall Berman, adquiere un pasado re-
moto en La corte de los poetas, e incluso un gesto de nostalgia
que no es, tampoco, el de las escrituras revolucionarias mo-
dernistas.
Derrida, analizando el método del bricolage en Claude
Lévi-Strauss dice que éste no tiene centro, y esto también
podría verificarse en La corte de los poetas, ya que la paterni-
dad de la poesía moderna adjudicada a Darío en el prólogo
de Carrere queda desdibujada bajo la presión de otras escri-
turas cuya invariante no sería lo nuevo o lo exótico, sino lo

270
nacional y la tradición. Tal vez ésta sea la razón de la sorpre-
sa de Marta Palenque ante la falta de poemas darianos de to-
no “grave y reflexivo” en La corte…, que privilegia “piezas
más sonoras”. Efectivamente, los poemas de Darío en la an-
tología son claves simbolistas y parnasianas de su poética,
como “Era un aire suave”, “Sonatina” y aunque incluya, co-
mo Gerardo Diego, el poema “Los cisnes” de Cantos de vida
y esperanza, este hispanismo no parece ser contrapeso sufi-
ciente para la poética esteticista.

II. “Cosas que se están hablando”:


versiones sobre el neobarroco

Los 80
En 1987, Daniel García Helder publica una nota en el Dia-
rio de Poesía, “El neobarroco en la Argentina”, cuyo comien-
zo reza: “Hace ya varios años que en la Argentina se viene
hablando del neobarroco, cubano-gongorismo o, en palabra
de Perlongher, neobarroso” (p. 24). El uso del impersonal
puede sonar irónico, pero ya había sido instalado un año
antes por Néstor Perlongher en una entrevista que le hiciera
Pablo Dreizik: “Esta cuestión del ‘neobarroco’, del ‘nuevo
verso’, son cosas que se están hablando” (p. 292). ¿Quién ve-
nía hablando, quién estaba construyendo esa continuidad
que el gerundio marca como proceso del neobarroco? En
principio, habló Nicolás Rosa en el prólogo a Si no a enhes-
tar el oro oído de Héctor Píccoli (Rosario, 1983), que afirma
una presencia del barroco y sin embargo usa el verbo en
condicional: “Existiría –según parece– un barroco moder-
no: no podemos usar otro nombre frente a la proliferación
de formas barrocas que se instauran, en distintos niveles, en

271
la literatura actual” (p. 11). Las previsiones se multiplican
porque también se propone la idea de parecer (y no de sa-
ber) y la denominación por descarte, aun cuando Nicolás
Rosa dirá “ya una larga tradición de la crítica ha hablado de
ello” (y uno rápidamente puede pensar allí en el famosísimo
ensayo de Severo Sarduy de 1972, “El barroco y el neoba-
rroco”).6 Las prevenciones, en este caso, tienen que ver con
hablar de formas barrocas en Argentina, ya que en Cuba el
neobarroco tenía una identidad precisa.
¿Quiénes más están hablando? En 1980 aparece el artícu-
lo de Aulicino “Balance y perspectivas” (Xul, N° 1), en donde
la idea de neobarroco ya estaba presente. En 1984, tal como
lo dijo Martín Prieto, el único número de revista de (poesía)
dirigido por Carlos Martini Real dedica un ensayo al barro-
co. De 1983 es El texto silencioso de Tamara Kamenszain, y
de 1986 su artículo “La nueva poesía argentina: de Lam-
borghini a Perlongher”. Habría que contar también la res-
puesta de Santiago Perednik al artículo de García Helder, en
la sección “Derecho a réplica” del Diario de Poesía (N° 8,
otoño 1988; pp. 24-26), dado que, aunque allí dice que el
neobarroco no existe, años después en la revista Xul número
11 invertirá su proposición de manera escandalosa: “Tercera
proposición: Los poetas que empezaron a publicar unos

6
Severo Sarduy, “El barroco y el neobarroco”, en César Fernández Mo-
reno (coordinación e introducción), América Latina en su literatura, Mé-
xico, Siglo XXI editores/ UNESCO, 1986 [1972]; pp. 167-184. El libro
de Sarduy Ensayos generales sobre el barroco, se publica recién en
1987 (México, FCE), pero los capítulos de ese libro ya habían sido edi-
tados por separado años antes: Escrito sobre un cuerpo (Buenos Aires,
Sudamericana, 1969), Barroco (Buenos Aires, Sudamericana, 1974) y
La simulación (Caracas, Monte Ávila, 1982).

272
años después de 1976, son casi todos (neo) barrocos. Por
ejemplo, quienes en los años ´70 continuaron las propuestas
sesentistas, después de 1976 empezaron a proclamar su (neo)
barroquismo. A los neorrománticos típicos las características
que, por ejemplo, Severo Sarduy atribuye al neobarroco, les
cuadran mejor que a muchos supuestos barrocos. Los poetas
visuales y fonéticos son (neo)barrocos a su manera, los poetas
metafísicos los son a la suya, y los poetas que escribieron a la
ciudad o mirando el tango o el rock por aquella época supie-
ron hacerlo (neo)barrocamente”.
Pero además, para ese momento ya están publicados Aus-
tria-Hungría (1980) y Alambres (1987) de Perlongher; Escri-
to con un nictógrafo (1972), Momento de simetría (1973), Oro
(1975), La partera canta (1982) y Mi Padre (1985) de Ar-
turo Carrera; De este lado del Mediterráneo (1973), Los no
(1977) y La casa grande (1986) de Tamara Kamenszain.
El neobarroco tiene ya una presencia fuerte en el campo
literario.
Sin embargo, a mediados de la década del ´80 el neoba-
rroco se trata, para Perlongher, de “cosas que se dicen”. No
es, o no parece ser lo que está estabilizado por la crítica, legi-
timado (como en Cuba) sino un rumor, algo que se recons-
truye a partir de intervenciones aisladas o comentarios
distraídos. El estatuto sería, entonces, el de la versión asocia-
da a los discursos públicos pero con una circulación restrin-
gida, tal como lo explica Nicolás Rosa en “Glosomaquia”. La
versión pone en escena algo que en un punto es im-publica-
ble y en este sentido se emparenta con el rumor, el chisme o
la calumnia. Siempre hay un “por lo menos dos de la versión”
(p. 71), dado que es “una entidad insegura” (p. 70) desde el
punto de vista de su sustancia. En esta multiplicidad debería
leerse la boutade de Sarduy cuando dice “Carrera es a Sarduy,

273
lo que Sarduy es a Lezama, lo que Lezama es a Góngora, lo
que Góngora es a Dios...”. La apelación risueña a las formu-
laciones de la lógica arma una cadena de contactos que son
cada vez un desplazamiento (todos serían una versión de
Dios, claro, o de Góngora).
Pero Perlongher construye su propio modo de lo que se
dice, porque –de hecho– cuando lo entrevista Dreizik está ha-
blando de una idea del barroco clásico ya legitimada, y pro-
poniendo lo que será su versión del neobarroco: “La cuestión
más o menos es así: hay algunos estilos con los que uno tiene
más simpatía, que podrían ser cierto ‘embarrocamiento’. Yo
hablaría de ‘neobarroso’ para la cosa rioplatense, porque
constantemente está trabajando con una ilusión de profundi-
dad, una profundidad que chapotea en el borde de un río”
(pp. 291-292). En esta misma entrevista Perlongher avanza
en la construcción de una especie de linaje para el neobarro-
co en la Argentina (él prefiere llamarlo “alianzas”) que inclui-
ría lo que Libertella llama “nuevas escrituras”, ese campo
“que podemos –si tenemos ganas– llamar neobarroco o neo-
barroso”, dirá el autor de Alambres (p. 293). Y habla de “ha-
cer un paquete con todo eso y hacerlo circular”. Aquí aparece
otra de las cuestiones de la versión, que ya está presente en el
ensayo de Sarduy: el neobarroco es expansivo, ya que las van-
guardias –o mejor dicho, un recorte de las vanguardias– en-
trarán en juego en su definición; en este caso las escrituras de
quienes formaron parte de la revista Literal y, sobre todo, Os-
valdo Lamborghini y “un Girondo”, el que “semantiza la se-
xualidad”; el resto de la vanguardia quedará afuera, sobre todo
Borges, ya que se propone el neobarroco como una escritura
postborgiana, dice Perlongher en la entrevista que le hace Milán
para el diario Jaque (p. 285). Los dos grandes territorios a inva-
dir, le dirá Perlongher a Dreizik, son la cerrazón que produjo la

274
escritura de Jorge Luis Borges en el país y, sobre todo, “el or-
den de las escrituras realistas, sociales, digamos de los estilos
de las escrituras más organizadas, que son formaciones dis-
cursivas” (p. 294). En esta época, segunda mitad de la década
del ´80, ya se habla del neobarroco en relación con ciertas fi-
losofías: “(…) estas escrituras neobarrocas (…) son más `68,
más Guattari, más rizomáticas. Y esa proliferación de diversi-
dades no apunta a congelar cualquier posibilidad de cambio
o mutación. Al contrario, apunta a multiplicar las mutacio-
nes” (Milán; p. 287), dice Perlongher para diferenciarlas de
los objetos culturales posmodernos. Deleuze y sus ideas de
proliferación, descentramientos e inscripciones moleculares
comienzan a sonar como la red sobre la que se teje una ur-
dimbre argumental fuerte.
Si cuando Perlongher afirma que puede llamarse –si se
quiere– neobarroco a lo que en realidad fueron escrituras de
vanguardia de los años ´20 ó ´70 en la Argentina, apuesta a
correrse de la idea de escuela e incluso de tendencia, pero
hace un gesto –en la línea de Sarduy– de expansión, que se-
rá mucho más fuerte cuando se adhiere a las “tentativas de
romper esa especie de comunicabilidad pura del lenguaje,
como transparencia, como instrumento (…)” (Milán; p.
281). Las fronteras comienzan a expandirse aun cuando la
figura sea la de la desterritorialización; toda la literatura que
no se piense como mera comunicación puede ser neobarro-
ca, pero sabemos que esto es imposible.

(Un ejemplo)

La única vez que Perlongher sale a contestar explícitamen-


te una intervención sobre la “nueva poesía” es cuando se

275
publica “Poesía argentina: algo huele mal”, de Jonio Gonzá-
lez, en 1981. Lo extraño es que el artículo de González no
habla del neobarroco sino de un “Surrealismo Mítico” y del
neorromanticismo que se agrupa alrededor de la revista Úl-
timo Reino, destacando su gesto anacrónico (retomar a los
poetas del ´40) pero también cierta “preocupación neuróti-
ca por la forma” (p. 268) que pareciera suponer, además,
“que la poesía ya no es vida”, ni testimonio y que está “vacía
de comunicación”. Estas ideas, sumadas a la frase que cierra
el artículo son las que disparan la respuesta de Perlongher:
“Sobre qué suelo alzarán los hijos de nuestros hijos la aldea
de la literatura del mañana” –se pregunta Jonio González–
“Cuando el escribir reemplaza al decir, cuando la caligrafía
suplanta a la palabra, algo huele mal en la poesía” (p. 270).
La idea de herencia, de filiación, la idea de legibilidad de la
poesía, de acercamiento a la realidad es lo que hace que
Perlongher, en “Acerca de lo hediondo”, los identifique co-
mo rusos, como los habitantes de “una Varsovia no por
oronda menos desguarnecida” (p. 266), que buscan una po-
esía servil/sierva de fetiches que le son ajenos, porque se “ata
la producción de la poética a las cadenas de la producción-
ética” (p. 267).
Perlongher, en 1981, decide contestar bélicamente ponien-
do el único límite que siempre funcionó en sus reflexiones, el
del “realismo” de la poesía de los ´70 (bien representada, dirá,
en Gelman). La respuesta a Jonio González es una verdade-
ra intervención en este sentido y permite ver una cuestión
propia del neobarroco, la imposibilidad de separar produc-
ción poética y producción crítica: “A la pringosidad de ese
lamé baboso entrégome: aun bajo la amenaza de que este
embarrocamiento (toma y daca) me excluya de la sugerida
antología de exceptuados (¿del servicio militar?), escribo de

276
la misma manera que escribo: `la rosa es una rosa es una
rosa es una rosa´: y no hay en esta obcecación ni militancia
ni heroísmo” (p. 267). Las figuraciones son las de la poesía
neobarroca y ésta es la lengua que habla el neobarroco,
porque la cadena que arma Perlongher a partir del título
del artículo de González, el pasaje del “algo huele mal” al
significante hediondo, que proliferará en secuencias espira-
ladas, pringoso, baboso, no hace más que repetir las opera-
ciones de derivación y desplazamiento de sus poemas. Ésta
es una lengua que contesta reproduciéndose a sí misma, y
diseminándose. Ésa es la lengua que permite que el barroco
se transforme en barroso; la lengua que sólo responde a sí
misma como lo sugiere la frase citada de Gertrude Stein
“Una rosa es una rosa…”.

Los 90

“El neobarroco tiene relación con todo y su propuesta es


omnívoda.”

Eduardo Espina

La década del ´90 es la de construcción de un corpus latino-


americano más o menos estable, la de expansión del neoba-
rroco/ neobarroso. Perlongher recopila y prologa una
antología bilingüe en San Pablo (Brasil), bajo el sello edito-
rial Iluminuras, Caribe transplatino. Poesia neobarroca cuba-
na e rioplatense. Allí aparecen poemas suyos, de Osvaldo
Lamborghini, Arturo Carrera y Tamara Kamenszain; de José
Lezama Lima, Severo Sarduy y José Kozer; de Roberto Echa-
varren y Eduardo Milán. Lo que une a estos poetas, según

277
Perlongher en el prólogo de la antología, es un “estado de
sensibilidad, estado de espíritu colectivo que marca el clima,
‘caracteriza’ una época o un foco” (pp. 19-20). La antología,
que no circuló en la Argentina, está dedicada a Haroldo de
Campos y expone nuevamente el dispositivo deleuziano: el
barroco como “una especie de ‘inflación de los significan-
tes’” (p. 22), que forman un tejido rizomático y proliferante;
el barroco o neobarroco que adquiere identidad “en cierta
operación de plegado de la materia y la forma” (p. 20). La
definición del corpus que no forma una escuela ni una ten-
dencia, avanza a pie firme sobre las ideas de Guattari y De-
leuze que son las dadoras de una concepción móvil del
sentido, como un “desplazamiento incesante” (p. 26), dice
Perlongher.
En 1996 se publica Medusario. Muestra de poesía latino-
americana, preparada por Roberto Echavarren, José Kozer y
Jacobo Sefamí. El corpus crece bajo la idea de serie “exclusi-
va, pero no excluyente”, que reclama ser sustituida por
otra.7 Echavarren habla de la nueva poesía (que rápidamen-
te pasará a denominarse poesía neobarroca) como opuesta a
las vanguardias clásicas y al coloquialismo (la referencia es
Ernesto Cardenal); de las primeras recupera la “tendencia a
la experimentación” (p. 13) y descarta su didactismo e in-
cluso su lenguaje analógico; del segundo nada queda, por-
que los coloquialistas creen que “hay una ‘vía media’ de la

7
Rober to Echavarren, “Prólogo” en Medusario. Muestra de poesía lati-
noamericana, México, FCE, 1996; p. 11. Este prólogo es el mismo que
el de la antología de Echavarren, Transplatinos, México, El Tucán de Vir-
ginia, 1990, que incluía poemas de Marosa di Giorgio, Osvaldo Lam-
borghini, y Perlongher. Este mismo texto, además, se recuperará en la
antología de Claudio Daniel, Jardim de camaleões.

278
comunicación poética” (p. 14), dice Echavarren. En reali-
dad, la idea más desarrollada en el prólogo es la del trabajo
con la sintaxis que permite evocar a Mallarmé como un “ar-
tífice de frases” (p. 12). Más adelante, al cumplirse diez años
de la publicación de Medusario, Felipe Cussen le hace una
entrevista a Echavarren que se publicará en lanzallamas.org
y éste dice: “Pero en general creo que predomina esto que te
digo, Gerardo Deniz, David Huerta, está este elemento de
hipersintaxis, está, quizás, el concepto barroco. Y en defini-
tiva está lo que dice Lezama, que lo más estimulante es la di-
ficultad, o sea, no arredrarse ante la dificultad en poesía, y
creo que en ese sentido la muestra sí es coherente”.
La dificultad poética es entonces la pauta desde la que se
constituye la serie que completará un ciclo iniciado por Ca-
ribe transplatino de Perlongher. Desde esta idea (pero sobre
todo desde aquello a lo que se oponen) se arma el corpus ab-
solutamente heterogéneo de Medusario: Héctor Viel Tem-
perley, Haroldo de Campos, Raúl Zurita, Gerardo Deniz,
Arturo Carrera, Juan Carlos Becerra y Coral Bracho, entre
muchos otros. El gesto expansivo es aún más omnívoro y
la muestra se leerá, más allá de las previsiones de Echava-
rren en “Razón de esta obra”, como un corte extensivo de
la poesía latinoamericana. Así, cuando Cussen entrevista a
otros integrantes del tomo, aparecen algunas respuestas no-
tables; Milán dice que “es la mejor antología de poesía lati-
noamericana del siglo XX”, y Wilson Bueno la caracteriza
como “una de las más brillantes iniciativas en el sentido de
reunir las múltiples voces de la mejor poesía latinoamerica-
na del siglo XX. Desconozco cualquier otra antología en el
siglo pasado o en éste que agrupe en una sola voz y de una
sola vez tantas hablas, tantas dicciones”. Con el tiempo pa-
reciera que Medusario perdió su carácter de espacio propio

279
de la serie neobarroca para convertirse en un corpus que
muestra la poesía latinoamericana.
De este modo, el movimiento interno del neobarroco,
sus apelaciones al melodrama o al kitsch, al discurso científi-
co o a la historia (para transformar estos materiales), sus usos
del barroco clásico, de la vanguardia que importan también
grandes cambios, se traslada hacia el exterior, hacia lo que no
se pensó ni se piensa dentro del neobarroco. Entonces, esta-
mos ante un gesto de constitución del campo poético, aun-
que se simule cierto desdén hacia estas configuraciones.
Los ´90 serán la década de armado fuerte de la idea de
neobarroco en Argentina, de construcción, tal vez definiti-
va, del dispositivo crítico y de ingreso de sus textos al circui-
to académico. A los ensayos de Tamara Kamenszain, sobre
todo “La lógica neobarrosa”, incluido en el volumen La
edad de la poesía (1996), habría que agregar, entre muchos
otros, “Ondas en el Fiord” (1991) de Néstor Perlongher, en
el que caracteriza a Osvaldo Lamborghini como neobarro-
co, y un libro fundamental, Lúmpenes peregrinaciones, que
bajo la coordinación de Adrián Cangi y Paula Siganevich re-
úne ensayos sobre la obra de Perlongher.

Principios de un nuevo siglo

En el año 2004 aparece en San Pablo (Brasil) Jardim de ca-


maleões, otra antología del neobarroco latinoamericano, ba-
jo la curaduría de Claudio Daniel y también en el sello
editorial Iluminuras. El libro retoma casi sin excepciones el
corpus armado por Perlongher y Echavarren/ Kozer/ Sefamí
y agrega varios nombres –Josely Vianna Baptista, Horácio
Costa, Roberto Picciotto, Mario Arteca, León Félix Batista,

280
Víctor Sosa–. En algún sentido funcionaría como la versión
en portugués de Medusario, al dar cuenta de una relación
más consolidada entre poesía brasileña y el resto de las poé-
ticas, continuando de este modo con el sueño o el objetivo
de Néstor Perlongher: “(…) yo quiero enganchar a Brasil en
el medio de todo esto. Ellos tuvieron mucho que ver con es-
ta explosión” (Milán; p. 285).
Pero el cuerpo de la muestra (palabra que Claudio Da-
niel vuelve a elegir, como lo hizo Echavarren) no es idénti-
co; una de las ausencias llamativas es Arturo Carrera, así
como lo es la inclusión, nuevamente, de Raúl Zurita, que
reconoce en las entrevistas de Cussen no sentirse cómodo en
este conjunto a pesar de su labilidad: “(…) me siento un po-
co extraño ahí. No es una poesía a la que yo me haya vincu-
lado, y tampoco creo que sea una poesía que se haya dado
con fuerza dentro de la poesía chilena”. La ausencia de Ca-
rrera parece interesante si se piensa en el movimiento que
hizo su poética desde Arturo y yo (1984), aquel del que Per-
longher –que sigue eligiendo Mi Padre o La partera canta–
finge no darse cuenta en 1986 ante la insistente pregunta de
Milán sobre el cambio de rumbo (pp. 280-281). Los padres,
las escrituras tutelares, pasan de una a otra antología, Leza-
ma Lima y Severo Sarduy, por supuesto y entre los brasile-
ños (y esta fue una operación ya pensada por Perlongher en
el prólogo de Caribe Transplatino) Haroldo de Campos, el
de Galáxias, un larguísimo texto que los neobarrocos inscri-
birán dentro de su propia traza y Catatau de Paulo Lemins-
ki. La muestra de Claudio Daniel abre con un prefacio del
primero de ellos, justamente, que rastrea la versión transhis-
tórica del barroco, de lo barroquizante en Brasil. El prólogo
de Claudio Daniel, “A escritura como tatuagem”, presenta
el neobarroco a partir de esta figura ya instalada por Sarduy

281
y como “campo de experimentación poética” que toma de
las vanguardias históricas tratamientos del lenguaje, pero se
distingue de ellas porque no busca “la verdad”. De todos
modos, hay una apuesta interesante en esta muestra y es la
inclusión en el neobarroco de escritores más jóvenes. Desde
este punto de vista, la trama neobarroca seguiría creciendo
en Latinoamérica, más allá, tal vez, de las poéticas o mejor
dicho de los grupos identificados como tales en cada país.
Lo más llamativo de la antología de Claudio Daniel –que
de algún modo entra en contradicción con el corpus arma-
do– es el ensayo de José Kozer “El neobarroco: una conver-
gencia en la poesía latinoamericana”. Si hasta el momento los
textos críticos sobre el neobarroco podían ser pensados como
manifiestos, o como apostillas alrededor de una escritura sin
pretensiones de orden –el prólogo de Perlongher a su antolo-
gía bilingüe, el “Epílogo” de Tamara Kamenszain a Medusa-
rio, el texto de Echavarren que se incluye aquí por tercera
vez, el prefacio de Haroldo de Campos y el prólogo conciso
de Claudio Daniel a Camaleões–, el ensayo de Kozer estabili-
za una materia que siempre se quiso inestable, heterogénea.
El cubano parte de la marcación de dos líneas básicas en la li-
teratura latinoamericana actual, una que él llama “fina” y que
estaría representada por lo que denomina “coloquialismo”.
Sus antecedentes son básicamente norteamericanos (Robert
Lowell, cierto Eliot y Elizabeth Bishop) y su momento de
auge es la primera mitad del siglo XX. En esta línea, que en-
tendería la poesía como lenguaje comunicable, entran Car-
denal, Nicanor Parra, Neruda, Gabriela Mistral, Salvador
Novo y hasta Octavio Paz y posee, tal como vemos, una am-
plitud excesiva. La línea “espesa” es ciertamente la del neoba-
rroco que ha leído la poesía internacional, el barroco del
Siglo de Oro español, el latinoamericano –sor Juana Inés de

282
la Cruz, Francisco Medrano–, los poetas metafísicos ingleses
e incluso –y ésta es una rareza de la biblioteca propuesta por
Kozer– norteamericanos como Charles Olson o Louis Zu-
kofsky. Ésta sería “una poesía para ser asociada con la esfera
de James Joyce, Marcel Proust, Hermann Broch y Gertrude
Stein”. En medio de ambas líneas (siempre hay una zona in-
termedia, pareciera) Kozer sitúa a Oliverio Girondo, César
Vallejo, Carlos Germán Belli, Adolfo Westphalen y Francis-
co Madariaga.
El neobarroco, sello que se acepta “por razones didácti-
cas” pero cuya “limitación” se rechaza, pasa de ser un aire de
época (tal como lo entendían Perlongher y Echavarren) a ser
un “aire familiar”, “una homogeneidad congruente en la
disparidad”, e incluso sus integrantes son caracterizados co-
mo familia, la figura más estabilizadora de todas las forma-
ciones sociales, la que nunca quisieron usar Perlongher,
Echavarren o Tamara Kamenszain que habla de cierta pater-
nidad de Osvaldo Lamborghini pero en otros términos.
Desde sus primeras formaciones hasta ahora, la trama
neobarroca sigue dando de qué hablar; los corpus se renue-
van y su espacio es ya el de toda Latinoamérica. Este gesto es
posible desde la labilidad de los límites, planteada por todos
los que han escrito sobre el tema. Si se parte del texto de Ko-
zer, sin embargo, lo que se obtiene es una visión dualista de
la escritura, es decir, un pensamiento binario, del que tanto
se ha intentado escapar.

III. Leer el presente/ escribir el presente

En una antología del presente uno debería repensar la cuestión


de las ausencias y las presencias en una doble articulación: una

283
estrictamente material, el tiempo acotado de circulación de
los textos al que se suma la posibilidad de acceder o no a li-
bros y plaquetas de pequeño tiraje, sueltos, etc. y una segun-
da de orden poético, de elecciones más o menos selectivas.
Veamos: en el año 1997 se publica en México Antología de
la poesía latinoamericana del siglo XXI. El turno y la transición,
con prólogo y selección de Julio Ortega, crítico y escritor
peruano residente en Providence; en el año 2004 se publica
en Buenos Aires Zur Dos. Última poesía latinoamericana, cu-
ya selección y prólogo están a cargo de los chilenos Pedro
Araya y Yanko González, e incluye un epílogo de Edgardo
Dobry. Un año después, sale publicada El decir y el vértigo.
Panorama de la poesía hispanoamericana reciente (1965-
1979), con selección y prólogo de los mexicanos Rocío Ce-
rón, León Plascencia Ñol y Julián Herbert, a los que se
suman dos posfacios, uno de Hernán Bravo Varela y otro de
Eduardo Milán. La diferencia cuantitativa de nombres tiene
razones que hablan de qué se propone cada antología. La de
Ortega incluye 93 autores de 14 países, con la cuota más al-
ta para Perú, Argentina, Cuba y Venezuela, y la más baja pa-
ra Ecuador y Costa Rica; la de Araya y González presenta 30
poetas de 12 países latinoamericanos; la cuota mayor es de
argentinos y chilenos (razón por la cual se ha hablado de
una antología de poesía sudamericana), y la más baja para
Bolivia y Nicaragua; finalmente, la de Cerón, Plascencia
Ñol y Herbert propone 58 nombres de 17 países con la cuo-
ta más alta para Argentina y México y la más baja para Ni-
caragua, Ecuador, Guatemala, República Dominicana, El
Salvador, Uruguay y Costa Rica. Ninguna de las antologías
incluye poetas brasileños, paraguayos, panameños ni hon-
dureños. Si superponemos las tres muestras, los puntos de
contacto son pocos: sólo dos poetas ingresan en todas, los

284
argentinos Washington Cucurto y Martín Gambarotta.
Luego hay coincidencias de una a otra que de todos modos
no restan la diferencialidad de los corpus.
El criterio que rige las muestras de Ortega y de El decir y
el vértigo es el panorama, aunque se advierta la imposibili-
dad de dar cuenta de todos los textos y los autores (en este
sentido Ortega habla de un mapa del futuro y no del pre-
sente); los términos que saltan en los prólogos son mapa (se
trataría de cartografiar la poesía reciente de América Lati-
na), conjunto (que habilitaría una perspectiva y cierta repre-
sentatividad) y documento (que en realidad propone ya el
corpus como aquel al que se podrá acudir en el futuro); el
criterio de Zur Dos es, reconocido por sus Perpetradores (así
firman el prólogo), un mapa “de los rincones”, de ciertas es-
crituras que a pesar de ser diferentes8 tendrían un rasgo en
común, su zurdera. Allí volveremos.
El sustrato material de la selección, en los tres casos, pue-
de recomponerse en la lectura de las “fichas de autores”: tanto
Ortega como Cerón, Plascencia Ñol y Herbert destacan los
premios, los subsidios estatales o privados, la participación en
algún grupo cultural, la aparición en o gestión de antologías
colectivas, revistas, sitios de Internet; Araya y González, en
cambio, mencionan casi exclusivamente libros publicados. Es
cierto que los años son relevantes para estas condiciones, por-
que la antología de Ortega surge en el momento de emergen-
cia –podría decirse– de las escrituras poéticas recientes,

8
“Una serie de haces”, dirá Dobr y en el epílogo, “una dispersión de líne-
as cuya unidad radica precisamente en el trabajo individual de decons-
trucción de tradiciones y valores nacionales y transnacionales” (Edgardo
Dobr y, “Z eitgeist zurdo”; p. 253).

285
cuando aún se están discutiendo en cada país, cuando prácti-
camente no puede pensarse en un conjunto latinoamericano.
En el año 2004, en cambio, y ateniéndonos a las biografías
de Zur Dos, ya están los libros. Pero aquí es donde puede ver-
se que el criterio es lo que prima, ya que en el año 2005 El
decir y el vértigo opta nuevamente por el panorama y apoya
su extensividad en un detalle pormenorizado de fuentes de
los poemas (bibliográficas, hemerográficas, virtuales y perso-
nales) y en la aparición de la figura del asesor, que no gestio-
na la selección pero sí la recopilación.
Zur Dos se ha pensado como una antología de poesía
sudamericana porque, a decir verdad, desde lo cuantitativo
pero sobre todo desde la presencia de ciertas líneas poéticas
tiene una impronta fuerte de la producción chilena y argen-
tina (como si estas escrituras imantaran el resto de los tex-
tos); pero habría algunas razones anteriores. El antologador
no es el que arma a partir de ciertas fuentes, desde su escrito-
rio, como lector, como crítico (ésta sería la figura de Orte-
ga), sino que es el que levanta una serie de relaciones
poéticas que ya tienen su historia. Resumo algunas de ellas:
en poesia.com Nº 13 (diciembre de 2000) aparece un intere-
sante ejercicio de puesta en contacto, “Lecturas cruzadas.
Chile-Argentina. Argentina-Chile”: Yanko González Cangas
lee redondel de Romina Freschi y Música mala de Alejandro
Rubio; Alejandro Zambra, Las últimas mudanzas de Laura
Wittner y El resto de Reches; Cristian Gómez, Sagitario de
Mattoni; Guillermo Valenzuela, La máquina de hacer para-
guayitos de Cucurto; Alejandro Rubio, La insidia del sol sobre
las cosas de Germán Carrasco y Metales pesados de Yanko
González. Las lecturas críticas tiran las líneas de un sistema
de afinidades (a González le parece más arriesgado el proyec-
to de Romina Freschi que el de Rubio; a Rubio le parece

286
más sólida la escritura de Germán Carrasco que la de Yanko
González), se cuestionan ciertas percepciones –Zambra
aprovecha para criticar la muestra del Diario de Poesía de la
poesía de Carrasco porque, dice, la transforma en más narra-
tiva de lo que realmente es–. Pero sobre todo me gustaría
destacar la intervención de Yanko González que habla de la
circulación y la potencia de la poesía argentina (editoriales,
revistas, poetas) y critica el sistema de premios y becas esta-
tales en Chile como forma de domesticar la poesía (hace
puntería sobre la figura de Raúl Zurita), porque ésta es una
de las puntas que abre la diferenciación de Zur Dos a la vez
que sería una de las pautas éticas de la definición de la zurde-
ra: “(…) valga esta distinción sólo como hipótesis de trabajo
[dicen Araya y Yanko González en el prólogo]: cada vez y
con más brío, la poesía y sus poetisos son los mendicantes
del poder derecho, los granos quebrados con que se acompa-
ña el bocado mayor, que termina en la traquea de la diestra
normalidad disciplinada” (p. 10).
La poesía de Yanko González se dio a conocer en Argen-
tina en el ya desaparecida poesia.com, que colgó en el núme-
ro 9 (junio de 1999) su libro Metales pesados completo. Pero
además estaban las selecciones de poesía chilena en Diario
de Poesía, la aparición de poetas argentinos en los dos pri-
meros números de la revista chilena El Matadero (dirigida
por Sergio Parra y Milton Aguilar); la antología publicada
por la revista Vox en el 2001, Al Tiro. Panorama de la nueva
poesía chilena bajo la selección de Germán Carrasco y Cris-
tian Gómez; el “Encuentro de nuevos poetas latinoamerica-
nos” que se dio en la ciudad de Santiago de Chile en 1999 o
el Primer Festival Latinoamericano de Poesía “Salida al
mar”, organizado en Buenos Aires en el año 2004. La circu-
lación de libros, entonces, el mano a mano (se destaca como

287
hito la llegada de Carrasco a Buenos Aires en el 2000 con
ejemplares de nuevos poetas chilenos y el posterior envío a
Chile de ejemplares de argentinos), las lecturas recíprocas,
los festivales, los sitios y las revistas, serán la trama sobre la
que se construye Zur Dos. Porque Zur Dos es la antología de
dos poetas de la última poesía latinoamericana que han atra-
vesado estos circuitos, que han intervenido e intervienen
más fuertemente al publicar la selección, en la construcción
de ciertas líneas poéticas. Por su parte, los antologadores de
El decir y el vértigo también son poetas de las últimas déca-
das y mencionan sus relaciones personales, la asistencia a
festivales, pero asumen una posición que se quiere neutral,
más objetiva. El prólogo da cuenta de esta neutralidad en la
elección discursiva: no arman líneas poéticas (a lo sumo re-
laciones entre algunos de los poetas de la antología) sino
que, por país, van dando características de una y otra escri-
tura. En todos los casos parten de la relación de los poetas
con su propia tradición (la crítica a la poesía argentina hace
pie, justamente, en lo que ellos consideran el olvido incom-
prensible de la escritura de Pizarnik, Borges u Orozco) y
luego, para singularizar, ensayan generalizaciones que son,
muchas veces, confusas y repiten algunos clichés: “Alejandro
Rubio encuentra en el humor y en el ritmo fracturado ar-
mas potentes para vaciar de lirismo al poema mismo; Mar-
tín Gambarotta, entre reflexivo, filosófico y coloquial,
ofrece sus mejores momentos en versos desnudos; y la obra
cumbanchera bonaerense del poeta y novelista Washington
Cucurto es potente y arriesgada, ya que logra una perfecta
simbiosis entre la utilización de recursos de la cultura popu-
lar y un lenguaje que es invención pura” (pp. 15-16).

288
Modos de cortar

La antología de Julio Ortega plantea, desde su dispositio, un


continuo en el tiempo y –de algún modo– en el espacio. Los
textos están ordenados cronológicamente por fecha de naci-
miento de sus autores, desde 1975 hasta 1959. La antología
va hacia atrás. Pero estos datos podrán ser recuperados re-
cién al final del tomo, en las biografías de los escritores, al
igual que su lugar de origen. No hay, entonces, un trabajo
interno que module otras relaciones (tal vez a cargo del lec-
tor) sino la yuxtaposición de textos sin interferencias. Una
línea de tiempo y espacialidades, en principio, escamotea-
das. Una ausencia de contexto: sólo al final, repito, sabre-
mos que abre la antología un peruano, Lizardo Cruzado, le
siguen tres argentinos, Verónica Viola Fisher, Santiago Vega,
Claudia Masin, y cierra un colombiano, Robinson Quinte-
ro Ossa. Ésta es, sin lugar a dudas, una elección extraña pa-
ra una antología, que indica un grado alto de asepsia por
parte de quien hace la selección. Los poetas no se reúnen
por lugar de pertenencia y menos por rasgos poéticos comu-
nes, por tópicos, por tratamientos del lenguaje; es la fecha
de nacimiento la que rige el orden. Lo mismo sucede con El
decir y el vértigo, aunque se elige un corte temporal poste-
rior, el de los nacidos entre 1965 y 1979 (la fecha de naci-
miento y el país acompañan cada una de las entradas). La
lectura crítica, en ambos casos, aparece por afuera de los tex-
tos, en el prólogo y en los posfacios.
El subtítulo de la antología de Ortega, El turno y la tran-
sición, incluye el continuo del corpus en una temporalidad
mayor: “Estos poetas escriben en una situación por demás
fluida: les ha tocado el turno de la palabra en la transición
que rehace su lugar, marginal y precario, en una cultura sin

289
horizonte social articulado; donde, sin embargo, deben re-
cuperar el valor de las palabras y albergarlas del derroche de
sinsentido” (p. 15). La idea de turno implicaría un cambio
que Ortega explicará en el prólogo como recuperación del
“valor más inmediato del habla” de “su materialidad puesta
a prueba”, en tanto gesto contrapuesto a “una textualidad
poética saturada por la tecnología autorreferencial de los
poetas nacidos hacia 1950” (p. 14). La explicación es la del
movimiento literario como sucesión y deconstrucción de lo
anterior y, entonces, lo que sigue pesando es la idea del con-
tinuo. Ésa es la transición, de un lugar al otro, de lo que en-
criptó como poética autorreferencial, hacia las hablas (¿más
transparentes?, ¿más verdaderas?). Es un tránsito que asegu-
ra una continuidad, tiene un pasado (al que se opone) y au-
gura un futuro: más allá de la propuesta de Ortega de leer la
nueva poesía como voces del futuro (de allí la idea de virtua-
lidad de la muestra), el poema del colombiano Quintero
Ossa, propuesto como epílogo, repone el tópico clásico de
solicitud de permanencia del canto: “Señor/ de los tres dejas
el de tronco/ menos fuerte/ el de frutos tardíos/ el de la más
débil fronda/ Afianza mis raíces/ cuida mi savia/ permite
que lleguen pájaros/ y que canten/ para que los que vengan/
disfruten de mi sombra” (p. 383). Y aquí se puede recuperar
algo de la disposición cronológica de los textos, que va hacia
atrás en el tiempo. El futuro de la poesía estaría en las pri-
meras escrituras de este corte temporal y, sobre todo, impo-
sible obviarlo, en un poema clásico que podría haber sido
escrito por lo menos diez años antes.
En El decir y el vértigo se propone “un acercamiento pa-
norámico a la joven poesía hispanoamericana” (p. 9) y no la-
tinoamericana (tal como lo hacen El turno y la transición y
luego Zur Dos). La elección del término es importante y

290
permite recuperar un nudo del proyecto antológico, el de la
lengua en sentido estricto, el del idioma más bien (el “espa-
ñol de América”, dicen en el prólogo). De hecho, en el ini-
cio del plan se incluía la poesía española –que luego se
descartó– como si la lengua estuviese más allá de las confi-
guraciones políticas, culturales y hasta económicas del con-
tinente. Este primer corpus los hace decir que no existen
hasta el momento antologías que armen “un mapa poético
panregional y extra-continental (España)” (p. 10). Efectiva-
mente, El turno y la transición no delinea ese mapa, y de he-
cho no se menciona la muestra de Ortega en el prólogo de
El decir y el vértigo; es más, se dice que sólo hay “antologías
de tinte nacional o regional” (p. 10). Entonces, Cerón, Plas-
cencia Ñol y Herbert arman su antología como si se tratase
del primer intento en este sentido (y la de Ortega se había
publicado también en México, en un sello muy conocido
como es Siglo XXI) y vuelven a proponer un continuo que
rebalsa incluso la cronología incorporada en el título porque
se incluye, en una “Addenda”, a cuatro poetas nacidos des-
pués de 1979 que “dialogan” con los de la muestra. Si El tur-
no y la transición proponía una cronología hacia atrás (de
algún modo ir hacia lo más clásico), El decir y el vértigo elige
cerrar con este bonus track que indica una continuidad del
corpus propuesto. Siempre hacia delante, podríamos decir,
en un gesto de acumulación que sin embargo no logra hacer
invisibles las ausencias.
En Zur Dos, última poesía latinoamericana, podríamos
pensar el camino inverso: lo que se arma no es el continuo,
no se propone como una antología exhaustiva ni objetiva;
Araya y Yanko González asumen su imparcialidad sin mira-
mientos y no quieren, además, ocupar el lugar de la exhaus-
tividad, por eso al final del prólogo explicitan el deseo de

291
que “[esta antología] se sustrajera a la serialidad productiva
de aquellas que la preceden y las que vendrán a suturarla, a
corregirla” (p. 16). Pero se trata del camino inverso porque,
además, elige el momento de corte y no el de la continui-
dad: “Inicio final [leemos en el prólogo de Araya y Gonzá-
lez]: secos de academia y lenguajeo de diestra y de razón
derecha, volvemos a lo nuestro, a leer con la siniestra” (p. 9),
y enseguida se definirá el único eje de este prólogo, el de la
zurdera, el de los ñurdos que se oponen a ciertos gestos –el
del compromiso de los escritores con el poder a través de
premios y becas– y a una doxa hegemónica, la “ideología,
[para la cual] el significante es siempre secundario y el poe-
ma siempre la manifestación parousíaca de una esencia tras-
cendente, aquello que la lengua ‘traduce’” (p. 11).
Zur Dos no propone un corte cronológico, lee un sector
del presente poético; es más, dice que estos ejemplos son los
de “un transcurrir paralelo”. La diferencia, lo que convierte
en antologables a estos poetas/ poemas es para ellos su ins-
cripción en el presente, en tanto se diferencian de otras es-
crituras contemporáneas; estos poetas/ poemas hablan “un
castellano (…) apenas visto” (absolutamente distinto al “es-
pañol de América” propuesto por El decir y el vértigo); en to-
do caso, hablan el sermo plebeius. La antología sería el lugar
en el que “las tribus se encontrarán cotejando sus lenguas”
(p. 12), todas ellas extranjeras si se las piensa dentro de la
normalidad de un idioma.
La figura del zurdo, “anormales frente a lo que se asume
‘natural’. Obtusos, de mal augurio, de torcido, de extranje-
ro, de torpe, de lo sucio y defectuoso” (p. 9), está unida en
el prólogo, en su cierre, a lo monstruoso: “Hemos leído de
esta manera; fue éste el oficio inicial. He aquí lo que queda.
Ahora, no quedará más que preguntarse qué dirá, en la otra

292
orilla, el lector –enemigo, prójimo, hermano– de tan delica-
do monstruo siniestro” (p. 16).
La zurdera es un modo de leer, desde allí se recorta el
corpus; Zur Dos, en tanto selección ordenada alfabética-
mente por apellido de autor, podría propiciar también un
ordenamiento aleatorio, un entre abandonado. Pero no, ade-
más de que las biografías abren al pie de cada muestra de
poemas (y entonces tenemos un contexto inmediato), la se-
lección, lo que se elige de cada autor y los autores elegidos
funcionan como lectura crítica. La muestra es mucho más
selectiva (aquí es importante repetir la opción de una fuerte
presencia de chilenos y argentinos) y luego, previo proceso
de “manducamiento”, dirán Araya y González, se disponen
a “cenar con boato lo que se regurgita. (…) Separar, escoger
de entre lo que se ha digerido” (p. 14). Lo que se manifiesta
en este ramo o ramillete armado por los poetas chilenos (son
ellos los que usan el significado etimológico de la palabra
antología) es una voz, un modo de decir que es zurdo, no
sólo porque dice lo zurdo, sino en su misma elocución. Este
rasgo, destacado por Ortega como novedad de los nuevos
poetas latinoamericanos a partir de ciertos ciframientos de
lo coloquial en tanto “modos de enunciación como el him-
no, el soliloquio, el diario, el informe clínico” (p. 18), es el
que aparece en primer plano en el corpus de Zur Dos. Al-
guien habla en los poemas, pero no se trata de un simple co-
loquio, lo que dice es su zurdera, su desafuero, su salida de
norma o de ley. Eso que se lee en algunos versos de Carlos
Augusto Alfonso: “Soy hijo de mi hermana/ he fundado un
país” (“La versión de Moab”; p. 23), de Damaris Calderón
“Amárrenla –dijo el de la visera– Clausuren las ventanas.”
(“El espectador sin espectáculo”; p. 47), o de Sergio Parra:
“Soy la del barrio/ La más manoseada del centro de Santiago/

293
La menos besada del país” (La Manoseada; p. 174). Modos
similares del habla (no familiares, dirán Araya y González) a
partir de su zurdera. Como si se tratase de una caligrafía de
zurdos, o de sus caligrafías, siempre distintas a las de los dies-
tros; lo que entra en la antología son formas del sermus ple-
beius, como ya he dicho, giros del habla que dan cuenta
realmente de la diferentes dicciones y hasta de la invención
de los decires (no se trata de poesía coloquial sino de lo que
no es “natural” y universal en las hablas); lo que se va leyen-
do son diccionarios que escapan a todos los adjetivos de la
tradición e incluso a sus lugares comunes asociados a la nos-
talgia o a lo dramático (crepúsculos, otoños, amores). En to-
do caso, Zur Dos presenta un nuevo diccionario poético y
cuando usa los anteriores es para darlos vuelta, como en ese
poema del peruano Lorenzo Helguero: “Recuerda cuerpo/
todas las mujeres/ que te amaron/ recuerda/ al menos una
debe haber/ bueno/ inventa cuerpo” (“Recuerda cuerpo”; p.
128). Y aquí, desde lo caligráfico, también hay una diferen-
cia con los panoramas propuestos por El turno y la transición
y por El decir y el vértigo que reúnen, usando la denomina-
ción de Araya y González, trazos diestros y siniestros; estos
últimos se encuentran en los textos de autores compartidos,
como Washington Cucurto, que en las tres antologías ingre-
sa con Zelarayán, o Martín Gambarotta que escribe, por
cierto, en una lengua extraña desde su sintaxis, que hace en-
trar al poema las hablas como un objeto extraño y no natural
(en lo que tienen de invención, de apuesta al significante
también). De la antología de Ortega podría agregarse en esta
línea caligráfica, tal vez, a Gabriela Saccone, Alejandro Ru-
bio o a Verónica Viola Fisher: “Vos sola/ te mutilaste/ solita
nomás/ decidiste nacer una/ semana antes con el cuerpo/
formado a medias” (p. 26), un fragmento de su libro hacer

294
sapito que podría haber integrado perfectamente Zur Dos.
De la de Cerón, Plascencia Ñol y Herbert, además de los
nombres compartidos, Damaris Calderón, Fabián Casas, Jai-
me Huenún, Germán Carrasco, Luis Chaves, José Eugenio
Sánchez o Rodrigo Quijano, podrían ponerse en la misma
estela, con toda seguridad, los textos del mexicano Luis Feli-
pe Fabre en los que la ironía tuerce lo poético: “Una fotogra-
fía: arqueólogo sonriente/ sosteniendo el asa de una olla que
ya no existe:// ‘Aunque sea de jade se quiebra, aunque/ sea de
oro se rompe, aunque sea/ plumaje de quetzal se desgarra’:
pero qué/ bellísimo fragmento” (“Una temporada en el Mic-
tlán”; p. 289). Ortega, por su parte, incluye muestras exten-
didas de la caligrafía objetivista, en la selección de la poesía
de Martín Prieto, o su punto límite en la de Daniel García
Helder (que ingresa a El turno y la transición con “Tomas pa-
ra un documental”). Éstas no serían tan distintas a las que ar-
man el corpus de Zur Dos, que de hecho incluye una
selección de Fabián Casas y de Laura Wittner; todas estas es-
crituras mencionadas escapan a la solemnidad, al tono del
poema bajo la ideología del enigma o el misterio, al lirismo.
Pero tanto El turno y la transición como El decir y el vérti-
go incluyen otras caligrafías, algunas de corte neobarroco, co-
mo la del cubano Rogelio Saunders, otras en las que persiste
el aliento nerudiano, como la del chileno Javier Bello, otras
que emulan formas de la vanguardia, como la práctica del
poema en prosa de J. P. Emanuelle. En estos casos, además, lo
que desborda no son las hablas sino un vocabulario poético
que está en la tradición de la poesía moderna; entonces, pue-
den leerse versos como “Nubes sangrientas queman el cobre
macizo de las montañas” (“Ella” de Fernando Denis, en El
decir…; p. 141), “Pasividad del cuerpo de la diosa/ en que la
boca se hunde como un mar estático” (“Astarté” de Saunders,

295
en El turno…; p. 204), “Cuánto amo mi cabeza destinada a
la sal que llora la plegaria,/ la oscura radiación de los lechos
que entierra el vendaval de hormigas” (“La jaula del canto” de
Javier Bello, en El decir…; p. 255), o “El sagrado jabalí ama-
ba al sucesor de terciopelo” (“III” de Cachibache, en El de-
cir…; p. 352). En todos estos casos, aparece una caligrafía
hecha de imágenes o metáforas que tienen su tradición inclu-
so en el vocabulario al que acuden (se puede escuchar aquí y
allá a Neruda, Pablo de Rokha, Lezama Lima, entre los más
conocidos). Hay, además, caligrafías más clásicas, la de algu-
nos poemas de Jorge Fernández Granados: “Me pesarán tus
ojos/ de aquí hasta la muerte./ La culpa ha sido mía:/ yo no
debí mirarlos.” (“Los ojos”, en El decir…; p. 39), o el ya men-
cionado poema de cierre del Turno y la transición, el de Quin-
tero Ossa, o uno de los de Lumbreras elegido por Ortega
(Cerón, Plascencia Ñol y Herbert eligen otra zona de la pro-
ducción de este poeta, menos clasificable): “Durante el beso,
la mujer y el hombre/ comprometen su sangre con la noche./
(…)/ Al separar sus labios conocieron:/ el sueño del profeta
iluminado/ la cifra exacta de aves en un bosque/ el pacto de
los reinos enemigos” (“El beso”; p. 131). Lo tradicional, lo
antiguo podría decirse, no es aquí el tema amoroso, sino el
fraseo que se recuesta sobre el ritmo de la oda o la elegía y la
idea del lenguaje como una forma poética de nombrar.
Una caligrafía zurda, monstruosa, tiene sus antecedentes
(no se trata de escrituras fuera de la historia) pero su efecto
es siempre revulsivo, produce un extrañamiento (y hasta un
modo del escándalo) que puede oírse en la selección de Ara-
ya y González. Los panoramas armados en El turno y la tran-
sición y El decir y el vértigo, en cambio, proponen caligrafías
diversas, tonos poéticos que por momentos parecen perte-
necer a universos distintos o responder a ideologías sobre lo

296
poético antagónicas. Ésta es la textura de dos antologías que
se plantean como muestra del presente, como despliegue de
un abanico que reúne –de manera desordenada, como si se
tratase de una sucesión– lo más antiguo, lo marcado por la
tradición y lo nuevo o actual.

IV. Poesía argentina en la red9

Internet es una enorme red a la que parece importarle más la


renovación, la multiplicación, que la permanencia. Se pier-
den sitios diariamente, y con ellos lo que allí estaba; en rela-
ción con la poesía, la desaparición de poesia.com
(1996-2000) es un ejemplo de pérdida de archivo. Para los
que compraron el CD, éste quedó parcialmente recupera-
do,10 pero sólo parcialmente, y además lo que se perdió en
ese momento es la amplitud de circulación que la revista te-
nía gracias a su soporte y que la convirtió, junto a Diario de

9
“Poesía argentina en la red” se reproduce tal como fue publicado en la
revista Punto de Vista en el año 2008. Desde ese momento a la fecha
las entradas por autor de “Afinidades electivas” aumentaron a 487
(agosto de 2011). Las ausencias marcadas al final de este apar tado,
sin embargo, se mantienen. Por su par te “La infancia del procedimien-
to” dejó de actualizarse, por decisión de su coordinadora, Selva Dipas-
quale, en febrero de 2008. Este ar tículo se colgó en el blog gestionado
por Alejandro Méndez poco tiempo después de publicarse en Punto de
Vista; allí se abrió un foro de debate que está aún en línea.
10
El CD que sacó poesía.com en pleno auge de visibilidad puso como
reaseguro de la pérdida en la red todo el material incluido entre los nú-
meros 1 y 14. Si se lo compraba, desde el interior por correo, se reci-
bía junto con la suscripción de Diario de Poesía. El archivo que creó
poesía.com no tenía antecedentes dado que colgó una cantidad inaudi-
ta de libros completos; algunos de ellos estaban agotados hacía años

297
Poesía, en uno de los centros más fuertes de difusión de la
poesía reciente, que ya tenía a su favor editoriales con histo-
ria, como Libros de Tierra Firme, Último Reino, tsé-tsé o
Bajo la Luna y nuevas editoriales pequeñas: Del Diego,
Mickey Mickerano y Siesta (que pronto se convirtió en un
lugar de privilegio para la nueva poesía), entre otras.
En 1998 (y hasta el 2001) la página del ICI cuelga la an-
tología Monstruos, que presenta uno de los recortes más im-
portantes y representativos de la poesía argentina joven,
según reza su subtítulo. En 1999 se abre el sitio www.zapa-
tosrojos.com, y en 2001 comienza a circular vía e-mail la Vox
virtual; estos dos últimos fueron en la red, el lugar de en-
cuentro de la poesía en general y de la poesía reciente en par-
ticular hasta 2006, cuando se producen las últimas
actualizaciones –año en el que vuelve a aparecer www.poe-
sia.com, con un solo número, el 21–. Sin embargo, en 2005
comienzan a proliferar los blogs personales: los de Santiago
Llach, Martín Rodríguez, Ximena May, Marina Mariasch o
Violeta Kesselman, pero también el de Jorge Aulicino o Ma-
ría del Carmen Colombo, para dar cuenta de una amplitud
que no se rige por edades. El autor aparece como lector y a
veces como poeta; el blog –ese nuevo formato gratuito y de

y otros habían circulado de manera restringida en pequeñas editoria-


les. En esa biblioteca pueden contarse títulos como La zanjita (1996)
de Juan Desiderio, 40 watt (1993) de Oscar Taborda, Paraguay (1991)
de Sergio Bizzio, La obsesión del espacio (1972) de Ricardo Z elarayán,
Hospital británico (1986) de Viel Temperley, Ar turo y yo (1983) de Ar-
turo Carrera, Paisaje con autor (1988), de Jorge Aulicino; Madam
(1988) de Mir ta Rosenberg, Alambres (1987) de Perlongher, o Violín
obligado (1984) de Giannuzzi, entre muchísimos otros. Como se verá,
la estrategia de poesia.com es recuperar y a la vez armar una bibliote-
ca de la poesía argentina muy mediada por la selección.

298
acceso sencillo– suele funcionar como el diario de un escritor
(su mirada, su interpretación, su escritura).
De este modo se podía ir accediendo parcialmente a la
poesía argentina y elegir entre los favoritos de cada página
una navegación que permitiera reconstruir constelaciones de
escrituras y escritores. La aparición casi continua de blogs tie-
ne un paralelo en el orden editorial a partir de pequeños sellos
independientes: Belleza y Felicidad, Gog y Magog, la rosarina
Junco y Capulí, Carne Argentina, Zorra, la experiencia coo-
perativa de El Calamar, Imprenta Argentina de Poesía, Color
Pastel, etc.; en el conjunto se incluyen libros en distintos for-
matos, plaquetas y hasta sueltos o páginas plegadas. Éste es
un fenómeno que Selci leyó, con preocupación crítica, como
asimilación de las figuras de escritor (poeta) y editor:

“El que no podía editar ni un libro, resulta que ahora mane-


ja una editorial. No sólo se soluciona el problema de la edición,
sino que se lo soluciona potencialmente a ‘otros’ que también
tendrán el mismo problema. Pero la literatura actual no es tan
sencilla. Pues estos ‘otros’ (los nuevos escritores desconocidos), a
su tiempo, comprobarán de nuevo que no pueden ingresar al ca-
tálogo de las grandes editoriales, que las editoriales independien-
tes medianamente conocidas manejan precios altos, que no
tiene sentido ir a una demasiado desconocida... Puestos a inver-
tir, armarán otra editorial, la editorial que hubiesen soñado que
los edite, la perfecta. Éste es el espiral ascendente de la edición de
literatura actual, que promete no detenerse.”11

11
Damián Selci. “Una editorial no car tonera”,
www.revistaexito.com/n.6/, mayo. En la revista aparecieron otras notas
firmadas por Selci, alrededor de este tema, “Gog y Magog – lo sublime pe-
queñito” en el número 2; y “Z orra. Una nueva editorial para la literatura

299
En ese momento parecía que la poesía se había atomiza-
do: en Internet, los blogs eran personales y fuera de ella, las
editoriales construían pequeños espacios dentro de un ni-
cho que siempre fue independiente (la poesía a partir de los
´90 ha circulado en el país casi exclusivamente bajo sellos de
estas características), con menos distribución y menor tiraje
pero con cierto grado de visibilidad a partir de los sitios vir-
tuales o los blogs.12
Casi como síntoma ante la dispersión, entre junio de
2006 y septiembre de 2007 aparecieron dos blogs dedicados a
la poesía argentina, que apostaron a reunir poéticas disímiles.

actual: la ardua tarea de reproducirse día a día”, en el número 4. Sobre es-


te mismo tema y junto a Ana Mazzoni, publican en la revista virtual El Inter-
pretador (http:// www.elinterpretador.net/) el polémico artículo “Poesía
actual y cualquierización” (número 26, mayo 2006). Al día de hoy no se
puede acceder al sitio de la revista Éxito.
12
La mayor par te de estos pequeños sellos editoriales tiene un blog de
difusión. Éstos, además, aparecen linkeados a muchas de las páginas
personales de poetas, de tal modo que el acceso tiene más de una vía
(se puede llegar por una búsqueda o azarosamente): http://www.gogy-
magog.com/;http://zorrapoesia.blogspot.com/;http://www.colorpas-
tel.blogspot.com/. Si pensamos la simultaneidad de difusión y
emergencia de los nuevos sellos (que a la vez publican muchas veces pri-
meros libros o plaquetas) se puede notar la reducción de una temporali-
dad que siempre fue más complicada (el proceso más clásico de un libro
desde que está terminado y corregido, hasta que aparece publicado). Y si
bien la cantidad de sellos editoriales es proporcional a la poca circula-
ción de los textos, la publicidad también se instala desde el momento de
surgimiento de cada uno de ellos (por Internet, por supuesto, o en recita-
les de poesía). Hace algunos años María Medrano, directora de “Voy a
salir y si me hiere un rayo” (hasta el año 2008 publicaban sólo poesía en
formato de CD o DVD), creó una distribuidora junto a Lucía Diforte, que
aglutina la atomización. Al menos, si uno entra en su página
(http://www.simehiereunrayo.com.ar/), puede recomponer el movimien-
to de muchos sellos de poesía en los últimos años y hasta solicitar ejem-
plares.
300
Primero surgió “Las afinidades electivas – Las elecciones
afectivas” (http://laseleccionesafectivas.blogspot.com/), una
“curaduría autogestionada de poesía contemporánea argen-
tina”. Su coordinador, Alejandro Méndez, abrió con un tex-
to que describe el modo de construcción: “Será un blog en
permanente construcción colectiva. Una antología móvil y
deforme, como un médano: sin límites, ni jerarquías ni cen-
sura alguna”. Desjerarquización y transversalidad son dos
términos que se plantean como pautas fuertes para el arma-
do de “un mapa” que hace uso de un método sociológico
que Méndez toma del proyecto “bola de nieve” desarrollado
por Roberto Jacoby en el ámbito de la plástica. Un poeta eli-
ge a cinco o más poetas y éstos a su vez a otros y de cada uno
se publican algunos textos. La red crece de manera asimétri-
ca, claro, y como cartografía que traza las topografías de los
poetas desconocidos más que las de los conocidos. No es el
mapa de la poesía argentina contemporánea, ciertamente,
porque pensar esto sería creer que la red funciona a la per-
fección (es decir, que todos los mencionados aceptan parti-
cipar); tampoco es una antología de autor, guiada por un
criterio estético concreto. Los mencionados por cada poeta
justifican el doble nombre “elecciones afectivas”, “afinidades
electivas”; y queda por ver dónde está puesto el peso de la
elección, si en el afecto o en la afinidad (que es, de hecho,
una noción más compleja con la que podrían pensarse cam-
pos poéticos más o menos homogéneos). Se parece más a un
corte de lectura y escritura de poesía, cuya arista es, sin du-
da, el presente absoluto que hace posible el soporte y que
instala la presentación igualitaria de poetas con trayectoria
–Hugo Padeletti, Jorge Leónidas Escudero, Jorge Aulicino,
Teresa Arijón, Irene Gruss, Osvaldo Aguirre, Carlos Battila-
na, Mario Arteca o Laura Wittner, por mencionar algunos–

301
junto a otros que no la tienen y que, posiblemente, desapa-
rezcan en unos años del campo de la literatura.
“La infancia del procedimiento”(www.lainfanciadelpro-
cedimiento.blogspot.com/) surgió más de un año después
bajo la gestión de Selva Dipasquale, como “un espacio colec-
tivo de poesía contemporánea, abierto a diferentes estéticas”
que pretendía poner en relación escrituras en español. Este
objetivo quedó circunscripto a pocos nombres (Malú Urrio-
la o Eduardo Espina) y el arco que se abrió fue más bien el
de la poesía argentina en una traza temporal que va desde los
nacidos en los ´20 hasta los nacidos a mediados de los ´80. A
diferencia de “Afinidades”, en “La infancia” Selva Dipasqua-
le funcionó como figura “crítica” que eligió los textos. La lis-
ta de nombres es más acotada (un poco más de 100
entradas) y el espacio –que nació con un límite temporal– se
propuso también la reflexión sobre la escritura a partir de
materiales donde los poetas se refieren a los procesos para
llegar al poema. Es más, aquí está la idea desde la que se ges-
ta el blog, hablar sobre la infancia del procedimiento es ha-
blar sobre los ritos y los modos de escribir. Estos textos
programáticos (que en realidad son notas sobre una praxis
concreta) habilitan la unidad del proyecto y le proporcionan
su singularidad; así, uno puede acceder a los recorridos plan-
teados por Marcelo Díaz, Mario Arteca, Roberta Iannamico,
Osvaldo Aguirre, Carlos Ríos, Fabián Iriarte, Eduardo Mi-
leo, Laura Wittner, Lila Zemborain, Silvana Franzetti, Xi-
mena May, Mariana Bustelo, Liliana Ponce, Carlos Battilana
y Fernanda Castell, entre muchísimos otros. Estos textos,
además, están acompañados –a diferencia de “Afinidades”,
que incluye una muestra mínima– por una importante se-
lección de poesía de cada uno de los autores incluidos. La
entrada por el texto sobre la praxis poética, decía, es lo que

302
da un perfil concreto al blog de Selva Dipasquale y su efec-
to es el de lectura de escrituras individuales, más que de
poéticas.
Lo que se construye en “La infancia” tampoco podría
pensarse como una antología, si entendemos antología como
modo de articulación de la tradición, de un segmento tem-
poral, de una poética concreta (en su larga duración o en su
corte presente).13 Pero la entrada a cada poeta a partir de ese
texto sobre los modos de escribir, las estrategias para acceder
al poema, para construirlo, que hace posible reconstruir, ade-
más, posiciones estéticas concretas, más allá de que estén o
no enunciadas por los autores, pareciera plantear la gestación
de un libro. Éste es el costado novedoso de “La infancia”, ya
que este “libro” no existe como tal en las publicaciones ar-
gentinas de o sobre poesía.
Así, “La infancia” se aleja de la mera muestra –o del for-
mato de índex en perpetua ampliación– que se propone en
“Afinidades”, aunque la cantidad de entradas parezca por
momentos excesiva. El blog de Dipasquale ejerce el juicio
crítico en la selección del material y abre este espacio pro-
ductivo en el que los poetas reflexionan sobre su propia
práctica y ésta es la otra diferencia a destacar con la bola de
nieve coordinada por Alejandro Méndez, que supone la sus-
pensión ex profeso del gesto crítico, al que en todo caso se le

13
Cier tamente, el formato del blog de Dipasquale está trabajado como
una revista, con una zona central, la de las entradas de los poetas (mu-
cho más cuidada que la de “Afinidades”) y distintas secciones entre las
que podría destacarse la de traducción a cargo de Rita Kratsman y
“Apuntes” de Osvaldo Aguirre. Las otras secciones estuvieron a cargo
de Paula Jiménez, Leonor Silvestri, Mir ta Colángelo, Alejandro Méndez,
Florencia Fragasso, Sergio de Matteo, Carlos Juárez Aldazábal.

303
otorga el lugar de los foros de discusión (dos hasta el mo-
mento).14 Lo extraño en ambos es, sin embargo, que quienes
allí más participaron (Jorge Aulicino, Jorge Fondebrider,
Aníbal Cristobo y Daniel Freidemberg) no debaten sobre la
poesía del presente sino que retoman discusiones no saldadas
y dan cuenta de cierta molestia ante lo novedoso, cuyas razo-
nes no llegan a explicitarse.

Exponer el presente: el presente no es en este caso sólo lo


que se está produciendo, los novísimos, aunque la mayor
parte de los publicados en “Afinidades” y en “La infancia”
sean poetas muy jóvenes. El presente es, más bien, la apues-
ta a la simultaneidad que permite Internet cuando simulta-
neidad se transforma en desjerarquización y en mezcla. En
“Afinidades” no hay figura de antólogo y, en consecuencia,
tampoco hay un programa que responda a una poética. En-
tre las versiones más difundidas bajo cuerda sobre este siste-
ma está la que cuenta que los amigos recomiendan a otros
amigos, sin más. Habrá de eso, ciertamente, en un blog que
lleva 380 entradas de poetas; también se podría suponer que
los amigos recomiendan amigos a los que además conside-
ran buenos poetas; pero en algunos casos el criterio de las
elecciones no es amical, sino que se inscribe dentro del siste-
ma más neto de la literatura (e incluso del canon). Son, por
ejemplo, muy pocos los que no nombran algunos poetas
“mayores”, como Diana Bellessi, Mirta Rosenberg, Arturo

14
Como ya he dicho, este texto ingresó a “Afinidades” y produjo un fo-
ro de discusión que aun está on-line. Lo que allí se produjo, como malen-
tendido o como lectura sesgada de este trabajo es lo que me llevó a
mantenerlo igual en el libro.

304
Carrera e incluso Juan Gelman. Pero hay, por supuesto, un
desplazamiento de la figura del crítico (de aquel que puede
antologar, como lo hizo en su momento Freidemberg o lue-
go Carrera) y “afinidad” puede pensarse muchas veces aso-
ciada al gusto personal (e incluso a partir de cierta carencia
de lecturas). Tal vez todas las posibilidades están dadas en
“Afinidades…”.
El error, en todo caso, es leer este proyecto solamente
como un proyecto literario, cuando desde sus bases aclara
que el método está tomado de la sociología. La técnica “bo-
la de nieve” en esta disciplina se utiliza en estudios de cam-
po que necesitan relevar opiniones. Lo que se busca son
informantes; cada persona proporciona datos o perspectivas
y, a su vez, menciona a otros que pueden hacerlo. La mues-
tra nunca es infinita, por supuesto; en algún punto se consi-
dera que esa cantidad de personas –y ese corte de la
selección mediada por los elegidos– es suficiente. Por mo-
mentos, uno puede leer “Afinidades” como una mimesis de
esta función sociológica en grado cero. Algunos escritores,
de hecho, parecen funcionar como meros informantes. En
este caso el espacio pierde tensión crítica, porque se radicali-
za el efecto de multiplicación a partir del gusto personal y
de la mención de aquellos que seguramente son los poetas
amigos, o del núcleo cercano a quien escribe. Pareciera que
el sitio es, en esa instancia, un lugar de visibilidad de algu-
nos que están fuera del régimen que permite adquirirla
–publicación de libros o plaquetas, e incluso aparición en
revistas o sueltos y en la red–, o de poetas que recién co-
mienzan (al menos así puede entenderse cuando no figura
entre las “elecciones” algún poeta con obra o con cierta tra-
yectoria). Sin embargo, la mayor parte de las veces lo que se
lee es un gesto de intervención en el campo literario.

305
En los poetas del núcleo inicial de Diario de Poesía que
participan del blog se dan movimientos disímiles; Frei-
demberg elige mencionar sólo al pampeano Juan Carlos
Bustriazo Ortiz, un poeta que no mucha gente conoce y
que se ha transformado en los últimos años en escritor de
culto;15 así, Freidemberg es el que da a conocer lo que de-
bería conocerse; Jorge Aulicino y Fondebrider, extraña-
mente, no arman una tradición con un pie fuerte en el
pasado. El primero menciona a Padeletti y el segundo a Ja-
vier Adúriz, y las listas se completan con poetas pares y
otros que comenzaron a publicar con posterioridad pero
que podrían leerse como puntos de inflexión o nuevos de-
sarrollos de una poética propia: Casas, Villa y Durand en
el caso de Aulicino; Laura Wittner o Raimondi en el de
Fondebrider (de los compañeros de Diario de Poesía, uno
menciona a Martín Prieto y el otro a Daniel García Hel-
der, como si se repartiesen las variantes de un mismo mo-
vimiento). En uno y otro caso, se arma el propio campo
poético, una zona más o menos homogénea como si algo
hubiera comenzado en los ´80 en la poesía argentina casi
desde la nada.16 Mario Arteca exacerba este gesto al incluir
en su lista a varios poetas latinoamericanos identificados
como “neobarrocos”, los uruguayos Roberto Appratto y
Víctor Sosa, el dominicano León Félix Batista y el cubano

15
La lista de Bustriazo Or tiz también contribuye a delinear esta figura:
Quevedo, Ar thur Rimbaud, Dylan Thomas, César Vallejo, entre muchos
otros.
16
No quiere decir que estos poetas forman par te de una misma línea es-
tética con Fondebrider o Aulicino, sino que ellos eligen esos nombres
por afinidad como lectores, más que nada.

306
José Kozer, cuando “Afinidades” es un proyecto de poesía
argentina.17 En este mismo sentido, pero como operación
sobre la poesía reciente, en algunas elecciones hay un cru-
ce de dos corrientes que, a principios de los ´90, se presen-
taban como irreconciliables. Francisco Garamona, entre
otros, propone este nuevo conjunto que tiene un grado
importante de heterogeneidad: Durand, Villa y Bejerman,
por ejemplo. Lo que venía de la revista 18 whiskies y lo que
se identificaba como propio del grupo “Belleza y Felici-
dad”. Ésta es una reunión que, antes, impuso Cucurto y
resultó en proyectos comunes con Fernanda Laguna, de
los cuales el más importante fue la editorial Eloísa Carto-
nera. Osvaldo Aguirre, por su parte, propone un sistema
de elecciones descentralizadas (desde lo estético y desde lo
geográfico) como modo de lectura y consigna de su propia
poética.
Las elecciones nunca son desinteresadas, ni en “Afinida-
des” ni en una antología de las tradicionales. Pero decir des-
interesadas no es lo mismo que decir arbitrarias. Los casos
mencionados son formas de intervención en el campo, que
no se desdibujan en el sistema propuesto por el sitio que
coordina Alejandro Méndez. Lo que sucede es que el sitio y
su sistema constructivo no están precedidos por un gesto
programático clásico. No hay ningún control sobre el cor-
pus que allí se va armando. Es la lectura del blog la que per-
mite detectar las tensiones, los puntos ciegos y las

17
Cuando Rober to Echavarren (incluido en el sitio) debe elegir autores,
de hecho lo hace dentro del espectro argentino: Reynaldo Jiménez, Ná
Khar Elliff-ce, Gabriela Bejerman, Tamara Kamenszain.

307
contradicciones del campo poético. En este sentido es des-
tacable la entrada de Pablo Anadón, que hace una lista de
39 autores (el número sugerido es no más de 5) que repre-
sentarían una concepción “lírica” de la poesía ausente, al
parecer, del blog:

“Dado que, a juzgar por como viene este interesante


blog hasta ahora (22-VII-06), casi nadie hoy pareciera leer
o recordar a los viejos poetas del país (aproximándonos sos-
pechosamente a nuestros funcionarios y al mundo de la
moda y del espectáculo de masas), querría mencionar al
menos a algunos que me parecen imprescindibles, además
de a otros autores más jóvenes que creo que aún no han si-
do incluidos. Es una pena, sin embargo, que muchos de los
poetas mayores que nombro carezcan de computadora, y
por lo tanto no puedan enviar sus textos (con lo cual la téc-
nica se vuelve, paradójicamente, un medio de exclusión),
porque el solo contacto luminoso de sus obras probable-
mente incineraría virtualmente tanto borrador silvestre,
tanta hojarasca prematuramente amarilla que venimos acu-
mulando aquí.”

Anadón es el único que considera que, antes de su lista,


debe hacer una larga nota introductoria que la explique, pa-
ra que la mayoría de los que integran el blog y sus lectores
descubran o recuerden a aquellos autores “imprescindibles”
que él ordenará cronológicamente. La vejez, como dice Prie-
to, se transforma en un valor en sí mismo en el introito del
poeta cordobés. Pero es más, “el reclamo de Anadón al sitio
de Alejandro Méndez no es por la ausencia de poetas bue-
nos, o de determinada corriente estética, o de los que con-
forman, fuera éste cual fuera, su ‘gusto’ como lector, sino

308
que es su mera ausencia la que los califica: son los que no se
pueden ver, los que no están”.18
Además la lista es heterogénea (sobre todo en calidad
poética) y también contradictoria. Si Anadón critica en
otros textos las escrituras recientes por ser hijas de la mez-
cla entre neobjetivistas y neobarrocos, y arma una larga
duración en la que los primeros se asociarían al versoli-
brismo (y al anti-lirismo) de la poesía que comienza a es-
cribirse en los ´70 y a su atrofia auditiva,19 la presencia en
su sistema de elecciones de Horacio Salas o Máximo
Simpson (dos cultores, como casi todos los poetas sesen-
tistas, del verso libre) y luego de Beatriz Vignoli (una poe-
ta que se encuadra por momentos en el neobjetivismo)
pareciera sobrar. Y aquí, de paso, puede visualizarse otra

18
Los mencionados por Pablo Anadón son Raúl Aráoz Anzoátegui; Hora-
cio Armani; Mario Trejo; Máximo Simpson; Héctor Miguel Angeli; Juan
Gelman; Horacio Preler; Antonio Requeni; Alejandro Nicotra; Jorge An-
drés Paita; Juan José Hernández; Rodolfo Alonso; Horacio Castillo; Os-
valdo Pol; Jacobo Regen; Rodolfo Godino; Horacio Salas; Santiago
Sylvester; Néstor Mux; Rafael Felipe Oteriño; Celia Fontán; Susana Ca-
buchi; Ricardo H. Herrera; Cristina Piña; César Cantoni; Lucrecia Rome-
ra; Alejandro Bekes; Elisa Molina; Rober to Daniel Malatesta; María
Calviño; María Eugenia Bestani; Esteban Nicotra; Beatriz Vignoli; Mori
Ponsowy; Andrés Neuman; Tomás Aiello; Javier Foguet; Nicolás Magaril.
19
Éstas son las ideas de Pablo Anadón retomadas y discutidas por
Mar tín Prieto en “Neobarrocos, objetivistas, epifánicos y realistas:
nuevos apuntes para la historia de la nueva poesía argentina”. Es Ana-
dón quien habla de “autores con oído atrofiado”, porque “los poetas
argentinos de las décadas del 50 y del 60 tenían una educación au-
ditiva formada en la lírica clásica, los autores de los años 70 se edu-
caron, salvo rarísimas ex cepciones, en la escuela del versolibrismo y
de las traducciones de poesía”. Ver la entrevista que le hace Osvaldo
A guirre, “Crítica de la razón poética”, en
www.lacapital.com.ar/2006/04/16/seniales/noticia_285137.shtml.

309
“alianza” –esta vez con los poetas jóvenes– para la que tan-
to Anadón como Herrera, desde la revista Hablar de Poe-
sía, han trabajado denodadamente como recorte de lo
legible en la producción reciente.
Casi todas las elecciones pueden interpretarse como
una intervención en el campo literario: para algunos es el
espacio de una poética posible, para otros es más un siste-
ma de lecturas e, incluso, una estrategia de articulación del
campo. Para Anadón es, de manera exagerada, un modo de
incluir en el panorama de la poesía a aquellos que no po-
drán ingresar al índex virtual porque no poseen computa-
dora (el argumento, como mínimo, es banal) y, entonces,
es también una declaración sobre las restricciones que im-
pondrían los nuevos modos de circulación de la poesía y
sobre la mayor parte de la poesía reciente, que él encierra
bajo esa metáfora plañidera de “hojarasca prematuramente
amarilla”.
Sobre el mapa que va armando “Afinidades”, alguien po-
dría decir: “No están todos los que son; no son todos los que
están”. El mismo sistema constructivo del blog coordinado
por Alejandro Méndez es el que habilita esta convivencia
desigual. Por otra parte, esta mezcla y esta desjerarquización
forman parte de la lógica de Internet.
También puede abordarse “Afinidades” por las ausen-
cias, que además se repiten en “La infancia”. Más allá de ra-
zones de índole personal, se puede leer un gesto en ciertos
casilleros vacíos: Daniel García Helder, Sergio Raimondi,
Alejandro Rubio, Daniel Durand, Martín Gambarotta.
Pienso esto en relación con otros movimientos que presen-
tan a través de estos nombres, o más bien de sus produccio-
nes, un núcleo fuerte y a la vez compacto de la poesía
argentina de los últimos años. En principio, la revista virtual

310
Éxito y luego la reciente revista PLANTA,20 que recortan, del
primer espectro presentado en Internet por poesía.com, Vox
virtual y zapatosrojos, un sector bastante delimitado. En
Éxito aparecen varias menciones de la obra de Gambarotta,
una nota de Selci y Kesselman sobre Daniel García Helder
en la que leen el cruce entre tradición y “espíritu de época”
como dos instancias que operan de manera distinta en la
poesía posterior; una nota sobre Poesía civil de Sergio Rai-
mondi y otra sobre los textos de Alejandro Rubio.21 En
PLANTA, que lleva tres números publicados hacia el año
2008,22 hay una vuelta de tuerca en la lectura de estos auto-
res. La revista despliega una percepción económica del arte
–en términos de materialismo histórico– y desde esta pers-
pectiva lee la poesía de Daniel Durand y de Sergio Raimon-
di. Poesía civil pondría en escena “el método constructivo de
Raimondi”, que “consiste en disolver la inmediatez de un
objeto en la totalidad de las mediaciones sociales que lo

20
Éxito (www.revistaexito.com/) salió entre octubre de 2004 y mayo-ju-
nio de 2007. En este momento no se puede ingresar al sitio. Ana Mazzoni
estaba en el consejo editor y Damián Selci en el de redacción. Revista
PLANTA. Plataforma de proyectos críticos con base en las artes visuales,
la literatura, la teoría cultural y la economía política (http://plantarevis-
ta.com.ar/) comenzó a publicarse en noviembre del 2007. Sus editores
son Carlos Gradin, Claudio Iglesias y Damián Selci.
21
Damián Selci y Violeta Kesselman, “Helder contra Helder”, www.re-
vistaexito.com/n.11/; Damián Selci, Violeta Kesselman y Ana Mazzoni,
“Conocimiento civil”, www.revistaexito.com/n.12/; Damián Selci, Vio-
leta Kesselman y Ana Mazzoni, “Por qué soy peronista”, www.revistae-
xito.com/n.13/
22
En este momento, septiembre de 2011, PLANTA lleva 17 números pu-
blicados.

311
constituyen”.23 En el número siguiente hay una larga entre-
vista a Alejandro Rubio, que se preocupa por hacer hincapié
en el corte mencionado y reflexiona poniendo en relación de
manera constante la poesía y la política, la poesía y el sistema
económico. Allí Ana Mazzoni y Selci califican su producción
como anti-ideológica y a Rubio como un hegeliano.24 En el
número 3, Selci y Kesselman retoman la producción de
Desiderio a partir de La zanjita como texto inicial y para-
digmático de la poesía de los ´90.
Para un sector de la crítica, habría aquí un núcleo fuerte,
un nuevo “realismo” sin ingenuidad alguna, trabajado artesa-
nalmente desde la forma; un objetivismo que traslada, o di-
rectamente elimina la subjetividad presente en la mayor parte
de los neobjetivistas argentinos. Martín Prieto, Daniel Gar-
cía Helder, Fabián Casas, Juan Desiderio, Daniel Durand,
Martín Gambarotta, Alejandro Rubio y Sergio Raimondi
aparecen mencionados una y otra vez en “Afinidades”, y fue-
ron convocados por la coordinadora de “La infancia”. Su no

23
Ver de Claudio Iglesias y Damián Selci, “Merceología y campo tras-
cendental: uso social y problemas de método” y de Selci, “Meteorología
sináptica: Daniel Durand y sus modelos de formalización”, ambos en el
número 1 de la revista PLANTA.
24
Dicen, al hablar de la identidad peronista de Alejandro Rubio: “Pero si
Rubio, con todo, se interna en estos espinosos asuntos, y los reclama
como los suyos, es porque su instintivo hegelianismo lo mueve a prefe-
rir las contradicciones del gobierno a la comodidad de la queja. Y esto
no por un privado afán personal, un bizarro gusto por lo dificultoso, sino
porque la justicia sólo puede ser real desde el gobierno. Ésta es la me-
jor lección de su obra. A Rubio le gusta lo real, lo concreto, lo efectivo,
lo que es. Por eso su estilo elude las oscuridades, por eso su lenguaje
es tan amplio y claro como un verdadero realismo lo requiere, por eso
es el poeta del Estado: porque con el Estado se dicta el ser, se gobier-
na”. Ver http://www.plantarevista.com.ar/rubio_ensayo.html.

312
participación también da forma al mapa, porque las ausen-
cias hablan tanto como las presencias. El vacío hace pensar
rápidamente en un conjunto homogéneo, en una línea de la
poesía argentina de la última década. Hubo entre muchos
de estos poetas proyectos comunes, revistas como 18 whis-
kies, en la que estaban Fabián Casas, Durand y Desiderio,
como Diario de Poesía (de la que García Helder y Prieto fue-
ron figuras centrales, aunque Fondebrider, Aulicino y Frei-
demberg estén en ambos blogs), como poesia.com, cuyo
segundo consejo editor estaba formado por Gambarotta y
Rubio.
Todos estos ausentes tienen una larga historia de presen-
cia en antologías de poesía reciente. Para comenzar, forman
parte de la primera construcción de este tipo, Poesía en la fi-
sura, bajo la selección de Freidemberg; también de Mons-
truos y, además, casi todos ellos han ingresado en las
antologías de poesía joven latinoamericana y han publicado
en algunas revistas on-line. Además del ingreso ya citado a
Éxito y PLANTA, podría agregarse que en el número 30 de El
Interpretador (marzo de 2007), la revista dirigida por Juan
Diego Incardona, bajo el “control de calidad” de Sebastián
Hernaiz, publica poemas de Relapso+Angola de Gambarotta
e inéditos del libro Para un diccionario crítico de la lengua,
de Sergio Raimondi (www.elinterpretador.net/). La ausen-
cia de estos nombres en “Afinidades” y “La infancia” no sig-
nifica no estar en la red, sino elegir los espacios en los que
quieren publicar.
Pero ¿éstos son los únicos poetas que han accedido a las
antologías y a distintos sitios en Internet, además de publi-
car sus libros? Claro que no, muchos de los presentes en
“Afinidades” y “La infancia” ocupan estos mismos lugares y
son figuras que no deben estar ausentes en una muestra de

313
la poesía argentina contemporánea.25 La cuestión es pensar,
a partir de esta visibilidad ya consolidada, por qué elegirían
no estar (y entiendo que el planteo tiene una dosis impor-
tante de conjetura). Si bien no se puede afirmar que la au-
sencia en estos blogs sea una decisión colectiva, en este caso
podría diseñarse alguna hipótesis que hace pensar en una lí-
nea poética, más que en resoluciones individuales e incon-
sultas. Cuando se revisa el ingreso de la poesía reciente en
las publicaciones en las que estos poetas estuvieron o están
involucrados se nota rápidamente que la selección está me-
diada por el ejercicio crítico. No hay posibilidad alguna de
que escena de escritura y escena de lectura se plieguen una
sobre otra. El recorte siempre queda a la vista cuando se ar-
ma una muestra o un panorama y cuando se trabaja en la
construcción de una poética, de una línea dentro de la poe-
sía contemporánea (aunque estas dos prácticas suelen jun-
tarse, ya que la muestra supone, muchas veces, el armado de
un linaje, por llamarlo de algún modo). Es plausible pensar,
entonces, que decidan no participar tanto en una muestra
que admite la desjerarquización y la mezcla como princi-
pios, como en la que incluye poéticas o más bien autores
que están en las antípodas de su ideología poética. Porque
estos ausentes, en realidad, piensan siempre sus textos como
un modo de intervención en el campo literario, a tal punto
que ellos son parte inalienable de los debates sobre la cuali-
dad política de la poesía, su realismo o la posibilidad de una

25
Me refiero a poetas que sí han ingresado a uno y/u otro blog de los
mencionados, como Carlos Battilana, Marcelo Díaz, Rober ta Iannami-
co, Laura Wittner, Silvana Franzetti, Osvaldo Aguirre, Mariana Bustelo,
Vanna Andreini o Mario Ar teca, entre otros.

314
poesía “objetiva”, y siguen planteando estas cuestiones aun-
que haya variaciones de aspecto en las perspectivas. La no
participación, de este modo, tiene como efecto un alto gra-
do de presencia porque pareciera continuar sosteniendo una
poética por sobre los estilos individuales.

315
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316
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319
APÉNDICES
[CISNES Y LUNAS]

Los materiales jugados en la invención de una forma no son


otra cosa que la temporalidad de la escritura, su modo de
tensionarse hacia el pasado y el futuro, los hilos de una his-
toria posible del presente como superposición de modos,
como desviación de usos, como restos que persisten en me-
dio de la innovación o como poses para fingir el olvido. Los
materiales traen su memoria y en la forma, en sus disposi-
ciones, el escritor trabaja con la temporalidad de la escritu-
ra que nunca es lineal, unívoca, sino más bien compleja,
con la densidad de un entramado en el que estos movi-
mientos no pueden desagregarse con facilidad.
Ingresar por la saturación de algunas figuraciones de fin
de siglo puede ser el modo de entender este tratamiento
temporal de los materiales. Allí se leen operaciones sobre la
tradición pero también debates contemporáneos a la escri-
tura y bloqueos o anticipaciones de su futuro. El cisne es
una de ellas, un centro de la poesía finisecular, casi una refe-
rencia obligada que pasa a ser atributo en las vanguardias:
“Axilas cubiertas de vello como un cisne al nacer os amo”
(“Aisselles duvetées comme un cygne naissant je vous aime”;
p. 361) dice un verso de Apollinaire y Breton, en “Unión li-
bre”, “Mi mujer de muslos de lomo de cisne” (“Ma femme
aux fesses de dos de cygne”; pp. 110-11). El movimiento es
de centro y periferia como lo entiende Tinianov y aquí puede

323
leerse microscópicamente, dado que el cisne es término de
comparación de partes del cuerpo femenino y ya no símbo-
lo de la pureza, emblema del erotismo como en “Sympho-
nie en blanc majeur” de Théophile Gautier (Émaux et
camées, 1852), en donde prolifera la blancura asociada a
esas mujeres-cisne de las que habla el poema. De todos mo-
dos, el cisne fue siempre alegoría del poeta y la belleza; así
aparece aún en “Le cygne” de Sully Prudhomme (Les Soli-
tudes, 1869) y antes, en Les Contemplations (1856) de Vic-
tor Hugo; también en la poesía de Mallarmé, aunque “Le
sonnet du cygne” (Poésies, 1885) hable del poeta exiliado
(del cisne atrapado en el hielo), o en “Soleil et chair” de
Arthur Rimbaud, que se articula entre la nostalgia y la resu-
rrección de la figura del poeta nuevo.1 En el Modernismo
latinoamericano será Rubén Darío el que satura esta figura-
símbolo, incluso en términos cuantitativos. Su poesía está
plagada de cisnes, desde los mitológicos asociados a la saga
griega de Leda y a la germana medieval de Lohengrin, has-
ta los cisnes artísticos. En “Blasón”, de Prosas profanas
(1896), se alude al cuadro “Leda y el cisne” de Leonardo da
Vinci, en “Bouquet” se apela directamente al poema ya
mencionado del parnasiano Gautier, “Symphonie en blanc
majeur”, en “El Cisne” aparece el “cisne wagneriano” y en
el poema “I” de la sección “Los Cisnes”, incluida en Cantos

1
Los cisnes estaban en el ar te de fin de siglo, en las pinturas del pre-
rrafaelita Dante Gabriel Rossetti, del simbolista Gustave Moureau (que
tiene su versión de “Leda y el cisne”), o en el ar t nouveau, en las ilus-
traciones de Aubrey Beardsley o de Koloman Moser, por ejemplo, y
también en las difundidas guardas de textos o poemas de revistas po-
pulares como Caras y Caretas; eran figuras caras a la joyería y a los ob-
jetos de uso cotidiano del ar te decorativo.

324
de vida y esperanza (1905), el poeta advierte a estas figuras
sobre los cisnes castellanos: “A vosotros mi lengua no de-
be ser extraña./ A Garcilaso visteis, acaso, alguna vez…”
(p. 262). Se trata, muchas veces, de cisnes con nombre y
apellido, en un fuerte gesto de explicitación del artificio
literario antinaturalista del que habla Ángel Rama (“la
construcción metódica del artificio poético antinatural”;
p. XXVII). Porque, como ya se ha dicho, el emblema del cis-
ne no tiene que ver con la naturaleza sino con la cultura, ex-
puesta una y otra vez.
La saturación de un material puede leerse, en el caso da-
riano, como recolección de su historia: aquí se trata de la
puesta en escena de los distintos cisnes, de sus diversas ins-
cripciones culturales, artísticas y no sólo de la lógica cuanti-
tativa. La mayor parte de los sentidos anteriores (belleza,
erotismo, pureza, poeta o poema) y muchas de las configu-
raciones del cisne aparecen aludidos en este gesto, aunque
el cisne de Darío siempre será de “estirpe sagrada”, será un
cisne aristocrático, artístico, en un arco que va del cosmo-
politismo (legible en “Blasón”, sobre todo) hasta el hispa-
nismo, en Cantos de vida y esperanza. En un arco que va de
los nuevos cisnes, de “la nueva Poesía” (“Cuando se oyó el
acento del Cisne wagneriano/ fue en medio de una aurora,
fue para revivir”; “El Cisne”, p. 213) a los cisnes clásicos
(“Yo te saludo ahora como en versos latinos/ te saludara an-
taño Publio Ovidio Nasón”; “Los Cisnes”, p. 262). Son
muchos los cisnes y muchas las inscripciones aludidas del
tópico y, sin embargo, todos están bajo una misma conste-
lación de sentidos; quiero decir que Darío suma cisnes ale-
góricos, simbólicos en un ciclo que pareciera cerrar con su
poesía. De hecho, la figura de “Le cygne” (Les Fleurs du
Mal, 1857), de Charles Baudelaire, es la que queda afuera

325
de esta tarea de recolección, porque es una mirada decepti-
va del lugar del artista, la contracara del cisne dariano, en
cualquiera de sus apariciones: “un cisne que había escapado
de su jaula,/ y, con sus patas nervudas frotando el empedra-
do seco,/ arrastraba sobre el suelo áspero sus plumas blan-
cas” (p. 231).2 Si Darío en algunos de sus cuentos de Azul
(1888) escenifica el desafuero del poeta en la sociedad bur-
guesa moderna, el cisne poético, por el contrario, funciona
como figuración de la aristocracia, recuperando los rasgos
de la tradición clásica y ciertas relecturas contemporáneas.
El poema “Blasón”, dedicado a la Marquesa de Peralta, des-
cribe un escudo imaginario cuyo centro es “El olímpico cis-
ne de nieve”, metaforizado a partir de imágenes pétreas o
rígidas al mejor estilo parnasiano: “con el ágata rosa del pi-
co/ lustra el ala eucarística y breve/ que abre al sol como un
casto abanico.// En la forma de un brazo de lira/ y del asa
de un ánfora griega/ es su cándido cuello que inspira/ como
prora ideal que navega” (p. 188). A los elementos de lujo, se
agregan los referentes del arte clásico para dibujar un blasón
que será un signo de identidad (desde el orden del imagina-
rio, pero también de la escritura) y, a la vez, un modo de de-
finir una ideología de lo poético en la que el signo
económico del mecenazgo pasa al de las afinidades: “Dad,
Marquesa, a los cisnes cariño,/ dioses son de un país hala-
güeño/ y hechos son de perfume, de armiño,/ de luz alba,
de seda y de sueño” (p. 189). La solicitud encuentra un

2
Charles Baudelaire, “Le Cygne”, “Tableaux parisiens”, Les Fleurs du
Mal (1857): “Un cygne qui s’était évadé de sa cage,/ Et, de ses pieds
palmés frottant le pavé sec,/ Sur le sol raboteux traînait son blanc
plumage./ Près d’un ruisseau sans eau la bête ouvrant le bec,” (p.
230).

326
apoyo en una mención anterior que permite la analogía: “El
alado aristócrata muestra/ lises albos en campos de azur,/ y
ha sentido en sus plumas la diestra/ de la amable y gentil
Pompadour” (p. 189).
Entonces, la saturación puede entenderse como repeti-
ción y recreación de un sistema simbólico, tensando la figura
del poeta hacia ese lugar de aislamiento pautado histórica-
mente, hacia un lugar-otro. Porque incluso en el poema “I”
de “Los cisnes” (Cantos de vida y esperanza), cuando el poeta
–desdoblado de su figura alegórica– solicita una defensa de la
lengua castellana, no deja de escucharse la pregunta por una
identidad que se distingue de lo político: “Faltos de los alien-
tos que dan las grandes cosas,/ ¿qué haremos los poetas sino
buscar tus lagos?” (p. 263) y luego, “yo interrogo a la Esfinge
que el porvenir espera/ con la interrogación de tu cuello divi-
no” (p. 263).
Darío repite, vuelve una y otra vez al cisne y habrá que
esperar un gesto externo a su poética para poner fecha de
defunción al prestigio de la figura, aquellos versos de Enri-
que González Martínez de Los senderos ocultos (1911), que
lo hicieran famoso por oportunos: “Tuércele el cuello al cis-
ne de engañoso plumaje/ que da su nota blanca al azul de la
fuente;/ él pasea su gracia no más, pero no siente/ el alma
de las cosas ni la voz del paisaje”. Y digo externo porque no
habrá en la producción dariana autoironía, ni denegación,
pero además, porque el poema de Martínez aparece en un
momento en que la figura del cisne ha perdido su función,
se multiplicó ad infinitum.

Años después, Leopoldo Lugones publica un extenso libro


que puede pensarse desde esta idea de saturación, Lunario

327
sentimental (1909). Si en Darío aparece un control de lo re-
petido, la figura del cisne entre otras, que se convierte in-
cluso en escudo del poeta en “Blasón” (en tanto identifica y
a la vez protege de “la gritería de las trescientas ocas” de las
“Palabras liminares” de Prosas profanas, un cisne que no sa-
le del lago o las aguas en las que lo puso el arte), en este li-
bro de Lugones la luna aparecerá como forma de identidad
en el epígrafe de Tirso de Avilés que abre el libro, como li-
naje asociado incluso al nombre: “Antiguamente decían/ A
los Lugones, Lunones,/ Por venir estos varones/ Del Gran
Castillo y traían/ De Luna los sus blasones// Un escudo
cuarteado,/ Cuatro lunas blanqueadas/ En campo azul di-
bujadas,/ Con veros al otro lado,/ De azul y blanco esmalta-
do” (p. 99). Así, Lugones será por estrategia etimológica,
además de por opción estética, el poeta de la luna que arti-
culará su “lírico proyecto”. Pero el escudo –y éste parece un
dato demasiado evidente para ser pasado por alto– se degra-
da rápidamente, en el primer poema del libro, “A mis creti-
nos”: “Señores míos, sea/ La luna perentoria,/ De esta
dedicatoria/ Timbre, blasón y oblea” (p. 101). ¿En qué serie
entra el escudo? ¿Cómo podría leerse este deslizamiento de
lo aristocrático a lo común? Porque si bien el timbre puede
ser “una insignia que se coloca arriba del escudo de armas”,
según dice el diccionario, la oblea, ciertamente es un sello
que sirve para pegar sobres o cartas. El gesto de acumula-
ción de palabras que significan lo mismo es común en Lu-
nario sentimental; sería válido pensar, entonces, que se trata
de un escudo que también es, como modo de identidad, es-
tampilla, sello. Pero hay más, mucho más si uno sigue la
lectura del poema, porque así como el blasón puede ser un
sello, la luna puede ser “(…) en enaguas,/ Como propicia
náyade” (p. 103), o “Astronómica dama”, pero también un

328
queso o “(…) moneda en mi alforja/ y en mi ruleta es ficha”
(p. 102). Algo molesta aún hoy en este libro de Lugones.
Los martinfierristas lo critican por el uso de la métrica y la
rima que de algún modo rige este sistema analógico de do-
bles. Más allá de la rima, ese sonsonete por momentos
inaudible que sin lugar a dudas forja relaciones, la elección
de los elementos que construyen la analogía es lo que per-
siste aún hoy como incógnita. La lectura del poema malo
ya está hecha y fue Borges, sobre todo, el que dio allí el ar-
gumento crítico más repetido: Lugones, más que la palabra
justa usa la palabra excesiva, y además escribe con el dic-
cionario, usando series de términos que “pecan de énfasis”,
como azulino y azulenco (Borges; p. 506); pero también
Rubén Darío, su par, lo criticará tempranamente en 1896
(“con ese modo oblicuo que tienen las predicciones ignora-
das”, dice Monteleone), pasando del tema del diccionario
al de las series posibles: “Lugones no debe seguir las mane-
ras de los poetas galantes. Sus cinceladuras son en oro fino,
pero mal hechas. No es espontáneo, ni natural, ni Lugo-
nes, si nos viene hablando en un soneto de ‘las joyas de
Lord Buckingham, las gavotas, la saya del satén, los almiz-
cles del pomo de Ninón’. ¡Qué va a saber Lugones bailar
gavotas! Pericón y gato sí, porque en él está también el al-
ma del gaucho”. Darío habla de la falta de sinceridad, de
naturalidad, porque allí ingresa la figura del gaucho. Si hay
alguna figura, como ya se ha visto, expulsada de la poesía
esteticista de Darío, es la del gaucho. Es el gaucho el que
no puede compartir escena con la saya de satén y los almiz-
cles orientales, porque las “Palabras liminares” de Prosas
profanas despliegan un arco poético incluso para lo ameri-
cano, “el gran Moctezuma de la silla de oro” y “el inca sen-
sual y fino”. Quien escribirá sobre el gaucho como héroe

329
mitológico de la patria será Lugones y, entonces, estas pala-
bras de Darío supondrían la expulsión inicial de un campo
propio, el de las series exóticas, las series del lujo.

Lo que pasa con el sistema de correspondencias en Lunario


sentimental es, sin embargo, otra cosa: pareciera que todo
vale, por momentos regido por el principio de la rima y ca-
si nunca por un principio estético, a no ser en las asociacio-
nes previsibles: luna-doncella, luna-náyade. Lo extraño,
más bien, es que cuando aparecen nuevas analogías, que po-
drían ser un principio estético innovador, se mezclan con las
antiguas. ¿Cómo entender la luna que es una náyade pero a
la vez una ficha de ruleta? No hay, de hecho, una síntesis de
esta doble vía en el Lunario sentimental, sino justamente (y
aún hoy en día), un espacio casi imposible en el que conver-
gen todas las figuraciones, poéticas y antipoéticas. Cuando
desde la revista Martín Fierro se juzga el mal gusto de Lugo-
nes, que puede comparar la luna con una cacerola,3 el argu-
mento es la falta de emoción, pero la impugnación suena
conservadora en boca de un martinfierrista porque se supo-
ne que las vanguardias dan vuelta los sistemas analógicos.

3
Dice González Lanuza en “Química y física de las metáforas”: “Supon-
gamos, por ejemplo, que alguien compara a la luna con el fondo de una
cacerola abollada. Cier to que hay que ser muy bárbaro para hacerlo,
pero todo es posible en un Lugones, pongo por caso… Muy bien, tene-
mos dos términos, o sea una metáfora binaria; (…) ¿Se produce algún
contacto íntimo, algún consorcio generatriz entre esos extremos que
modifique algún concepto emotivo nuestro, acerca de la luna y de las
cacerolas abolladas? Absolutamente; permanecen extrañas, indiferen-
tes, divorciadas, por la falta absoluta de emoción, esa potente afinidad
de las palabras”. Ver Mar tín Fierro, Nº 25, noviembre 14 de 1925; p.
182.

330
Sucede que la vanguardia lee a Lugones como un contem-
poráneo en la década del `20, y Lugones parece ser un poe-
ta de fin de siglo. Si lo leyesen como a Rubén Darío, José
Asunción Silva o López Velarde, deberían encontrar –como
luego encontró Borges– el gesto de vanguardia de Lugones
en este libro. Porque, como dice Dalmaroni, Lugones con el
Lunario llega “al umbral de las poéticas de vanguardia: el im-
perio exorbitado del artificio” (2006; p. 187).
Si bien en el “Prólogo” al Lunario, Lugones intenta ins-
talar una correlación entre el lenguaje poético y el lenguaje
de la comunidad, una pedagogía que suena inverosímil una
vez que se leen los poemas, yo prefiero leer en el libro “cier-
ta historicidad artística”,4 prefiero leer al artista en un libro
malogrado, excesivo, que al letrado que nos aconseja cómo
leerlo. Porque, por el lado del tratamiento de los materiales,
pero también desde la percepción de los materiales poéticos
(la construcción de nuevas y a veces desopilantes correspon-
dencias), el Lunario de Lugones hace estallar el modernis-
mo en su línea esteticista. Si Darío a partir de los cisnes
llevó una poética a su punto más alto y la agotó –todos los
cisnes posteriores parecen mero adorno, aves que salen de la
poesía pero perdieron su sentido–, Lugones produce en el
Lunario, justamente por el tratamiento de los materiales,
cierto desafuero del modernismo, de la poesía finisecular.

4
La expresión es de Dalmaroni, en “Letrado, literato, literatura…” (El
vendaval de lo nuevo) y refiere una de las tradiciones críticas alrededor
de la poesía de Lugones, la que decide leerlo como ar tista a par tir de
“aquello que de su historicidad sigue estando, anacrónico, en la nues-
tra” (p. 156). La otra línea crítica es la que instaura La ciudad letrada
de Rama y confina los textos de Lugones a “una historia intelectual, a
una historia ideológica, institucional o sociológica de la literatura” (p.
150).

331
Pero el movimiento no es un impulso hacia adelante, hacia
otra cosa, sino una instancia aislada en la producción de Leo-
poldo Lugones. Esto es más legible aún si tenemos en cuen-
ta que luego publicará un libro como las Odas seculares
(1910), que abandona la luz mórbida y melancólica de cier-
tas lunas decadentes e instala como centro el sol, asociado a
la Patria y, por qué no, a la espada, en tanto cuerpo doble,
tal como lo define Monteleone: “Doble personalidad, doble
codificación, doble escritura. Poeta héroe y poeta enamora-
do, médium del espíritu racial y escriba de las intermiten-
cias del cuerpo, eros lunar y diurno patriotismo”. En este
doblez se ilumina el Lunario, porque las Odas seculares res-
ponden, desde todo punto de vista, a una poesía tradicio-
nal, son la vuelta del poeta al redil, el abandono de la
experimentación. Y sin embargo, algo del exceso de esa es-
critura (podría decirse, algo de las lunas poéticas y de las lu-
nas salidas de la poesía, fuera de sí) ya estaba funcionando
en la poesía del futuro, la que el mismo Lugones había
abandonado.

332
Bibliografía

Guillaume Apollinaire. “Mi cara y pequeña Lou”, Poemas a Lou,


“Mon très cher petit Lou je t’aime”, Poèmes à Lou/ Poemas a
Lou [1955], en Poesía, México, Joaquín Mortiz, 1965. Versio-
nes de Agustí Bartra.
Charles Baudelaire. “El cisne”, “Le cygne”, en Las flores del mal,
Buenos Aires, Colihue, 2006. Edición bilingüe. Traducción
de Américo Cristófalo.
Jorge Luis Borges. “Leopoldo Lugones”, en Obras completas en co-
laboración, Buenos Aires, Emecé, 1979; pp. 455-508.
André Breton. “L’union libre / La unión libre” [1931], en Poemas I.
Madrid, Visor, “Colección Visor de poesía”, 1993. Edición bi-
lingüe. Traducción a cargo de M. Álvarez Ortega; pp. 108-113.
Miguel Dalmaroni. “Avisos”, “Una patria ‘cincelada por la luna’
(del Lunario sentimental a las Odas seculares)” y “Anexo. Notas
sobre el ritmo y la rima en el Lunario sentimental”, en Una re-
pública de las letras, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2006;
pp. 9-22, 181-195 y 197-211.
— “Letrado, literato, literatura. A propósito de algunas relecturas
de Lugones”, en Gloria Chicote y Miguel Dalmaroni (eds.),
El vendaval de lo nuevo, Rosario, Beatriz Viterbo Editora,
2007; pp. 149-168.
Rubén Darío. “Un poeta socialista: Leopoldo Lugones”, en El
Tiempo, 12 de mayo 1896.
Leopoldo Lugones. Lunario sentimental, Madrid, Cátedra, 1994.
Edición de Jesús Benítez.
Jorge Monteleone. “Leopoldo Lugones: el cuerpo doble”, en

333
http://www.educoas.org/Portal/bdigital/contenido/intera-
mer/interamer_50/az_monte.aspx?culture=es&navid=201.
Arthur Rimbaud. “Soleil et chair”/ “Sol y carne”, en Obra comple-
ta, Barcelona, Libros Río Nuevo, 1979; pp. 182-193. Traduc-
ción J. F. Vidal-Jover.

334
[TULES Y SEDAS]

En Hule (1989) de Néstor Perlongher, Eva Perón yace (se ve


yacer desde lo alto) “en el estuche como una joya en jade”;
en un ambiente con “esmalte de nácar natural”, su piel si-
mula “tules de dermis necrosada” y se desea para ella un su-
dario de “brocatos” (“El cadáver de la Nación”; p. 180); en
los poemas de Hule y antes en Alambres (1987) y luego en
Aguas aéreas (1990), los tules abundan, también el terciope-
lo, el raso, la seda, las puntillas. Hay algo en el diccionario
del neobarroco latinoamericano, o mejor, en el dicciona-
rio del neobarroso que es propio de las poéticas de fin de
siglo, por ejemplo, de Rubén Darío; algo de aquel que ase-
dia y hace pie en las series del lujo.
La reminiscencia de Darío en Perlongher puede leerse
en el tratamiento de estos materiales, a partir de un proceso
fuerte de transformación, aquel que permite el pasaje de
una escena exótica o de una marquesa, a la escena kitsch, la
escena de los cuerpos o la figura de Evita, entre el jade y el
kanecalón. Hay algo del orden de la sustracción si pensa-
mos en los materiales pertenecientes a las series del lujo da-
riano. Por ejemplo, en “De invierno”, poema al que luego
volveré, aparece esa mujer acurrucada, “apelotonada”, en
extrema torsión corporal, envuelta en un abrigo de marta
cibelina, cuyo exotismo arma un continuo con el “fino an-
gora blanco” del gato que roza su “falda de Alençón” y la

335
cercanía de “un biombo de seda del Japón” (p. 176); una
verdadera continuidad de materiales, una sucesión yuxta-
puesta, como en el ambiente festivo en el que se escucha
“(…) un trémolo de liras eolias/ cuando acariciaban los se-
dosos trajes/ sobre el tallo erguidas las blancas magnolias”
(p. 181) de “Era un aire suave” (Prosas profanas), pura sines-
tesia, acompañada por la risa de “La divina Eulalia, vestida
de encajes”. Las pieles, las sedas visten el poema dariano y se
expanden como coberturas sobre lagos, cisnes (“con el ága-
ta rosa del pico”, toca su ala el de “Blasón”), aguas (el lago
de seda, “el mar de terciopelo” en “Tardes del trópico”), cie-
los o crepúsculos. Y esta vestidura (que no se refiere sólo a
los trajes) es una modulación más de la idea de poesía como
puro gasto, aquella que Jorge Panesi leyó luego, en relación
con Perlongher, como detritus. La lectura es más que ade-
cuada en este caso, porque ¿cómo llegan las sedas y punti-
llas a la poesía de Perlongher que también insiste en estas
vestiduras? Llegan para formar parte de ese resto cuyo prin-
cipio es lo fluido y no lo estático (muchos poemas de Darío
parecen reproducciones de pinturas, de Watteau, por ejem-
plo), entonces se mezclan y bajan, por decirlo de algún mo-
do, hasta “el ribete de la cola del tapado de seda de la novia”
(“Cadáveres”, Alambres; p. 112); las materias encubren, las
materias delatan, recubren para descubrir (“Esas enaguas al-
midonadas, no denuncian la olorosa fragilidad del alcan-
for?”, “El anular de látex”, Hule; p. 136), lo que está debajo,
casi siempre los cuerpos, sus fluidos, el sexo:

El enterito de banlon, si te disimulaba las almorranas, te


las ceñía al roce mercuarial del paso de las lianas en el limo
azulado, en el ganglio del ánade (no es metáfora). Terciope-
lo, correhuelas de terciopelo, sogas de nylon, alambrecitos

336
de hambres y sabrosos, sabrosos hombres broncos hombre-
ando hombrudos en el refocilar, de la pipeta el peristilo, el
reroer, el intraurar, el tauril de mercurio. Y el volcán, en
alunadas ágatas, terciopelo, correíta de nácar, el mercurio
de la moneda ensalivada en la pirueta de la pluma, blanca,
flanca y fumóla en el brumulo nocturnal. (“Frenesí”, Alam-
bres; p. 105.)

Están el terciopelo, el nácar y el ágata, pero se pierde el


carácter aristocrático que estas materias tenían para Darío,
ese modo de incluir nombres y a la vez incluirse en la cultu-
ra, en la alta cultura. Entonces, cabría pensar la procedencia
y también los pasajes de estos materiales, con qué se cruzan
en ese trayecto que va del esteticismo a Perlongher, al neo-
barroso. El pasaje tiene filtros, torsiones y aunque la idea no
es resolverlo en esta nota, se deja ver ahí, en el tratamiento
de los materiales, algo del tango o de cierta literatura de
corte social (pienso en Carriego, en Castelnuovo o Gálvez),
pero pasada por Manuel Puig, y a la vez dada vuelta en el
momento exacto en que Perlongher transforma la pobreza y
la miseria, lo económico y lo político en algo que no está
atado a una mirada conmiserativa, sino llevado por la mez-
cla que va a dar en ese “diamante en el lodo” del que habla
en un reportaje que le hizo Luis Bravo: el terciopelo y el
banlon, las puntillas o el nácar y el nylon, el látex. No son
materiales porque sean materias –telas, piedras preciosas– si-
no porque ese diccionario ingresa en otra poética; son mate-
riales porque conforman una estela, una constelación
prestigiosa, con una sede fuerte en el esteticismo y Perlongher
la somete a variaciones. Lo que baja, pero también lo que se
licúa de aquella tradición y es a la vez una forma plegada del
enunciado. En el modernismo dariano más que el pliegue

337
puede leerse la cobertura, el tapizado –o el sobrepujado–
pero de materias extendidas. Entonces, aquello que estaba
desplegado en Rubén Darío y yuxtapuesto, se pliega y se
mezcla en Perlongher. No son sólo distintos tipos de ima-
gen sino también distintos fraseos de la saturación. La
enunciación poética de Darío tiene siempre un centro o va-
rios centros detectables, que serán rodeados por otros equi-
valentes (desde el orden metafórico o la analogía simple)
que nunca lo sustituyen. Un ejemplo perfecto sería el ya
mencionado “Bouquet”, de Prosas profanas, esa antología de
lugares poéticos para hablar de una mujer virgen y pura:
“Yo por ti formara, Blanca deliciosa,/ el regalo lírico de un
blanco bouquet,/ con la blanca estrella, con la blanca rosa/
que en los bellos parques del azul se ve”. Y más adelante:
“Cirios, cirios blancos, blancos, blancos lirios,/ cuello de los
cisnes, margarita en flor,/ galas de la espuma, ceras de los ci-
rios/ y estrellas celestes tienen tu color” (p. 194). Más allá
de la repetición que trabaja sobre un ritmo envolvente, es-
tos enunciados no podrían caracterizarse como espiralados,
en la definición que les da Nicolás Rosa, aquellos “que se
quiebran en sintagmas envolventes que colisionan la sinta-
xis pero se cohesionan por la rima y sobre todo por el ritmo
(…)” (p. 91). Si tuviese que pensar en un diagrama, en una
espacialización de este tipo de enunciados (leo en “Bou-
quet” una pedagogía del lenguaje poético) más que en el
pliegue pensaría en una sintaxis de círculos concéntricos e
incluso de capas que están una debajo de otra (a corta dis-
tancia en este caso) pero no se mezclan.
Esas capas son materias que aparecen en otros poemas de
Darío tan sólo como yuxtaposición y construcción de una
escena, como en el ya citado “De invierno”: “En invernales
horas, mirad a Carolina./ Medio apelotonada, descansa en el

338
sillón,/ envuelta con su abrigo de marta cibelina/ y no lejos
del fuego que brilla en el salón.// El fino angora blanco jun-
to a ella se reclina,/ rozando con su hocico la falda de
Alençón,/ no lejos de las jarras de porcelana china/ que me-
dio oculta un biombo de seda del Japón” (p. 176). Hay, de
hecho, un poema de Perlongher que es un calco deformante
de este soneto; se trata de “Devenir Marta”, incluido en Hu-
le: “A lacios oropeles enyedrada/ la toga que flaneando las li-
gas, las ampula/ para que flote en el deambuleo la ceniza,
impregnando/ de lanas la atmósfera cerrada y fría del bou-
doir” (p. 139). Es el momento exacto en que Carolina de-
viene Marta, en un proceso de travestismo que es también el
del lenguaje: “en un trazo que sutil cubriese/ las hendiduras
del revoque/ y, más abajo, ligas, lilas, revuelo/ de la mam-
postería por la presión ceñida y fina que al ajustar// los valles
microscópicos del tul/ sofocase las riendas del calambre, ir-
guiendo/ levemente el pezcuello que tornado/ mujer se echa
al diván”. ¿Qué hay debajo de esa cosmética exorbitada, de
ese revoque o mampostería? ¿Qué, debajo de los tules? Un
cuerpo, obviamente, un cuerpo apretado en esas coberturas
que presentan hendiduras, sitios por los que puede verse lo
que hay debajo y sin embargo son parte de esa otra capa, por
decirlo de algún modo. Y en los enunciados también está ese
mismo movimiento que va de lazos a ligas, de ahí a lanas, para
volver a ligas que se convertirá en lilas, entonces, puede leerse
esa “prosodia suspendida entre el ir y volver, entre el ir y vol-
ver del oído que oye el tránsito del significante y que mira su
recorrido entre volutas que ascienden y descienden en ritmos
pulsátiles, (…)” (p. 91), propia de los enunciados espiralados
según Nicolás Rosa. Aquí, el tratamiento de los materiales
del esteticismo que son un ir y volver (transformado) de Ca-
rolina (la que tiene el “rostro, rosado y halagüeño”) a Marta;

339
del salón de la primera al camarín o saloncito de la segun-
da; del sillón al diván. El tratamiento de los materiales, en-
tonces, es estético, pero también es ideológico porque una
y otra cosa no pueden separarse. La relación de Perlongher
con el esteticismo dariano recorre esta travesía, en la que
“la piel de marta” reaparece transformada “como caliente
estola que disimula el poro” (“Dancing days”; p. 142);1 el
armiño no será una piel lujosa que recubre un cuerpo, sino
“la pelusa de la diosa” y la puntilla será, ella misma, “histé-
rica, nerval” (“El ángel más rollizo”, Hule; p. 131). Las ves-
tiduras, entonces, devienen tanto propiedades del sujeto
como del objeto, en un pasaje de atributos que supone la
mezcla, la fusión.

1
Dice la estrofa completa de “Dancing days” de Néstor Perlongher
(Hule): “O entre nueces cascadas retocaban el jopo/ o de almizcle
marchito tapizaban el flato,/ remecía en el ánade el fragor de la na-
da:/ como caliente estola que disimula el poro/ bajo la piel de mar ta/
era una náusea fofa/ que espabilaba el peplo/ al drapear el jaleo con
un baño de nácar” (p. 142).

340
Bibliografía

Luis Bravo (entrevista). “Un diamante de lodo en la garganta”, en


Néstor Perlongher, Papeles insumisos, Buenos Aires, Santiago
Arcos editor, 2004; pp. 301-307. Prólogo de Adrián Cangi.
Rubén Darío. Poesía, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1977 [1896 y
1901].
Jorge Panesi. “Detritus”, en Adrián Cangi y Paula Siganevich
(comp.), Lúmpenes peregrinaciones, Rosario, Beatriz Viterbo
Editora, 1996; pp. 44-61.
Néstor Perlongher. Poemas completos, Buenos Aires, Seix Barral,
1997.
Nicolás Rosa. “Canon del significante”, en Artefacto, Rosario, Be-
atriz Viterbo Editora, 1992; pp. 90-97.

341
[VENTANAS]

Dirigir la vista hacia las cosas es realmente el pretexto de es-


tos poemas neobjetivistas, y la composición de un conjunto
es el efecto que da cuenta de una lógica de la mirada. Allí,
en los objetos, pero también en la sintaxis que arma la esce-
na, como ya dije, en los modos de singularizar o de armar
una red homogénea y consistente pueden leerse ciertos diá-
logos con algunos poemas de la tradición. En el número 3
del Diario de Poesía aparece un poema de Martín Prieto y
uno de Jorge Aulicino casi en paralelo, en páginas enfrenta-
das que exponen ciertos rasgos programáticos. “Desde la
ventana” de Martín Prieto podría leerse como pastiche o
versión de “La carretilla roja” de Williams.1 Dice así:

El mundo es esta estación de trenes


casi invisible por la lluvia.
Hay, entre las vías, un resto:
una naranja brillante
apoyada contra el riel.

1
William Carlos Williams, “The Red Wheelbarrow”: “so much depends/
upon// a red wheel/ barrow// glazed with rain/ water// beside the
white/ chickens”. Reproduzco la traducción al castellano de Ernesto
Cardenal y José Coronel Ur techo. “La carretilla roja”: “tanto depende/
de// una carretilla/ roja// reluciente de gotas/ de lluvia// junto a las
gallinas/ blancas” (p. 9).

343
El hombre tiende la mesa
(blanco el mantel, bordado)
y cree cambiar en algo las cosas.

Los elementos compositivos, como los de muchos poe-


mas de Prieto que articulan la imagen a partir del color,
envían al poema de Williams como un eco resistente de su
poema más conocido. Algo que brilla (en el poema de
Williams, una carretilla roja mojada por la lluvia), el con-
traste entre lo rojo (lo naranja en el poema de Prieto) y lo
blanco (un mantel ahora, una gallina en el poema de
Williams). Sin embargo, el poema de Prieto agrega algo que
no estaba en “La carretilla roja”, algo que no tiene que ver
con la mirada objetiva estricta y que se resume como un
dejo de subjetividad en el último verso “y cree cambiar en
algo las cosas”. Un exceso que despunta como diálogo crí-
tico con la idea de lente que capta las cosas fotográfica-
mente y se asocia más a la idea del imagismo de “tratar la
cosa directamente, ya fuese subjetiva u objetiva”. Porque,
como dice Monteleone, “la mirada se establece en ese espa-
cio de inadecuación entre el discurso y lo visible, entre el
sentido de lo visto y su propio desborde, o, para decirlo con
una noción cinematográfica, la mirada también obra en el
‘fuera de campo’ de la percepción” (p. 32). En el poema de
Prieto, lo que se ve se presenta en términos objetivos, pero
el “fuera de campo” aparece con la imposibilidad del sujeto
de no intervenir sobre aquello que se ve.
El poema de Aulicino, que está estratégicamente dis-
puesto en paralelo al de Prieto se titula “Una ventana” y de
algún modo, por la disposición, pero sobre todo por la cer-
canía de los nombres, puede leerse en la misma línea que el
de Prieto. Cito las dos últimas estrofas:

344
La redención no está en el balcón de enfrente:
el helecho verde, las flores rojas;
la eternidad no es el sol sobre esas sábanas tendidas.
Todo está envuelto en la burbuja del tiempo destructor.

La vaga asonancia entre la necesidad del observador


y el golpe de los tallos, la luz sobre los viejos revoques
y el viento puro en el aire iluminado, crea la metáfora.
La metáfora de la eternidad –y la eternidad–
se terminan cuando los ojos quieren ver las cosas.
Y se resisten a ver al observador.

La última estrofa de este poema, que luego será inclui-


do en Paisaje con autor (1988), cita, sin lugar a dudas, el
poema “Correspondencias” de Baudelaire y más que nada
su primera estrofa, la más conocida: “La naturaleza es un
templo de pilares vivos/ que a veces dejan salir confusas
palabras;/ el hombre la recorre entre bosques de símbolos/
que lo miran con ojos familiares”.
Aquí se repite la postura crítica, pero ahora sobre el otro
polo de la relación sujeto-objeto: las cosas no ven al que las
mira, las cosas no tienen nada que decir; la metáfora surge
como “vaga asonancia”, pero no entre los sonidos, los olo-
res y los colores, tal como lo predica Baudelaire, sino entre
algunos movimientos de la naturaleza, algunas de sus mar-
cas sobre las cosas y la necesidad del poeta. Se trata de una
puesta alrededor del texto simbolista, de una versión decep-
tiva que parte de una nueva mirada sobre los objetos.

345
Bibliografía

Jorge Ricardo Aulicino. “La ventana”, en Diario de Poesía, Nº 3,


Buenos Aires, verano 1986; p. 11.
Jorge Monteleone. “Mirada e imaginario poético”, en AAVV. La
poética de la mirada, Madrid, Visor, 2004; pp. 29-43.
Martín Prieto. “Desde la ventana”, en Diario de Poesía, Nº 3; p. 11.

346
[LA TUNDRA]

(…)
La poesía
no es
epifanía
ni un recuento
de revelaciones. Eso
es falso. Calibrar
con precisión
aquello
que como un gusano
roe
lo más preciado
del dolor, ésa
parece una forma
de decirme
puntillosamente
que no todo
está en paz.

“El Estado”, La demora.

El mundo de la poesía de Carlos Battilana está hecho de pe-


queños movimientos, casi imperceptibles. El que escribe (y
mira y escucha) vuelve siempre al lugar seguro, de la rutina
(“el hilo de la costumbre abrasa/ y me recibe/ en su cielo”,
“El cielo”, La demora; p. 21) y sin embargo lo que allí en-
cuentra es inquietud. El enunciado “sólo comprendo lo que
miro” no envía a una constatación cierta, y tampoco a la
tranquilidad de la escena que se capta y queda congelada
como testimonio del ojo: “no todo/ está en paz”. La tensión

347
se da siempre como un esfuerzo impasible (vale el oxímo-
ron) por leer los signos cuando éstos tienden, además, a se-
pararse de las cosas, y esta división también se verifica entre
las palabras y la vida. No, no hay símbolos sino signos; allí
reside la única convicción, si es que se puede hablar en estos
términos: “Nada es posible sin la lengua” (“Cacería”, Unos
días, p. 19). El signo podría entenderse en términos semio-
lógicos, en tanto se lee el dibujo de “el humo de la quema-
zón” (“Ruta”, El fin del verano; p. 21), o “Las eles del muro/ se
tornan signos/ apenas visibles” (“Pintada”, El fin…; p. 29),
pero además es, directamente, el lenguaje. En ambos senti-
dos, los signos son las cosas pero también su presentación ca-
ligráfica, una forma, un trazo que muchas veces supone el
ejercicio mismo de la escritura: “Con los dedos fijos/ escribo
esta letra/ aquella otra, esta/ de más acá” (“El cielo”, La de-
mora; p. 21). Escribir es tanto percibir estos signos como ha-
cerlos: la palabra como el arte de dibujar letras, un gesto que
se estiliza a veces en otras imágenes: “Con tinta/ indeleble/
dibuja una línea/ que sus ojos/ no ven. Traza, fija,/ recoge.
En un costado/ oculta/ con cierto equilibrio/ acontecimien-
tos pequeños; su nombre/ resiste apenas, sueña/con las voces
que la infancia/ ha perdido. Traza” (“IV”, La demora; p. 20).
La caligrafía es en este caso la metáfora sobre la recuperación
de algo que no está en el presente y, entonces, sobre una pér-
dida o una división que se presenta sin pathos. Porque algu-
nas veces, incluso, ese trazo es la palabra, pero ésta se separa
de la voz: “Como una caligrafía sin voz, recojo este poco/ de
arena, y razono, con cierta calma, sobre los/ objetos” (“Obje-
tos”, La demora; p. 52). La caligrafía como aquello que se
inscribe sobre los hechos o sobre los objetos porque se deja
constancia de la resistencia de unos y otros, casi de manera
obsesiva, con una obsesión impasible, que se finge ajena a las

348
pasiones: “Por oscuro y claro/ por cierta clase de pavor/ tra-
zo marcas/ hacia algún sitio/ sobre algún sitio” (“Los cuer-
pos”, El fin…; p. 64).
Y hablando de “algún sitio”, hay una figuración espacial
en la poesía de Battilana que se recorta contra el bosque de
símbolos y desmantela, despoja sus cimientos. “Tundra” es
un poema de El lado ciego (2005) en el que puede leerse es-
te proceso que no es denegación programática (como en el
caso de los poemas vistos de Daniel García Helder o Aulici-
no), sino más bien convicción de una falta:

Si es de día, imagina un lugar. Pétreo y oscuro.


En la repetición sucede algo. Mira el pasado.
Y también el futuro. Recuerda vagas palabras
por doquier. El ritmo lo atribula. Sospecha
que del viento proviene el discurso. Va y
viene. Nadie escucha su crepitar. No hizo lo
suficiente para ver ni para que lo vean (p. 43).

Sobre el bosque, la tundra, un paisaje árido que funcio-


na como contracara de la idea de revelación, de epifanía y a
la vez como correlato del lenguaje poético, siempre mesura-
do, exhibiendo su insuficiencia (“Se pliega, reduce sus pala-
bras al mínimo”, “Propiedades”, El lado ciego; p. 25). El
paisaje como producto de la imaginación y, enseguida, en el
verso que sigue, la asonancia de su cualidad más saliente,
“pétreo y oscuro”, un modo de cercar el carácter sin límites
que el arte le ha otorgado históricamente a lo imaginado, ya
que ahora es lo que se repite. La repetición como lo otro de
la epifanía: nada se revela allí o acaso sólo se evidencia la
imposibilidad. Nadie escucha al poeta, nadie escucha sus

349
“sonidos repetidos, rápidos y secos” (tal como define el dic-
cionario el término crepitar); el poeta es el que no tiene vi-
sibilidad y a la vez el que no ve, o como se lee en otro
poema de este libro, el que “Mira con ojos de piedra” (“Una
vida paciente”; p. 41). Aquí está la insuficiencia sobre la que
giran la búsqueda o la obsesión impasible de la poesía de
Battilana. El oxímoron debe mantenerse siempre en la lec-
tura de sus poemas para no interpretar abulia o desinterés
allí donde surge un raro dramatismo, casi una desespera-
ción controlada, dada la permanencia constante de dos mo-
vimientos, el que va hacia la poesía como el lugar seguro (el
único tal vez) y el que da cuenta de la conciencia de esta im-
posibilidad. No se trata de poner en suspenso las coordena-
das del simbolismo sino de cuestionarlas, de optar por una
poesía “de mínima” pero con un resto de la ideología de la
poesía moderna que es absolutamente activo y se articula
con una imagen del aislamiento del poeta, hasta tal punto
que lo real y la práctica de escritura suelen presentarse como
dos cosas distintas: “descuido lo real/ y me hago un
sitio/para mí. Para las Letras./ (…) lo más real de mí. Por
mí” (“Letras”, La demora, p. 38). O en la imagen de la in-
temperie que proviene seguramente de la poesía de Juan L.
Ortiz pero responde a constelaciones que no usaron los ob-
jetivistas de los ´80 y ´90 en Argentina. Además, los ruidos
se presentan como aquello que está escindido de las pala-
bras: “En ese estado/ donde tiene más lugar/ el ruido de las
cosas/ que el silencio/ de las palabras/ vivo sin saber/ si/ las
aguas van o vienen” (“Consuelos”, Materia; p. 21); o bien:
“en esta pequeña habitación/ protegida de tumultos y escar-
cha/ ¿por qué será/ que ese duro sonido de la ciudad/ sepa-
ra/ como una ínfima línea/ la materia/ de sus palabras?”
(“Formas”, La demora; p. 23). Battilana asume una poética

350
de los objetos, de la materia (en el libro del mismo nombre,
pero sobre todo en El lado ciego, el acercamiento a éstos tiene
que ver con el peso, la densidad, el movimiento, como dice
Moscardi), una poética de los pequeños acontecimientos,
pero sus poemas dan vueltas en torno de la búsqueda de la
palabra que posee a la vez una cualidad diferente a “lo real”;
incluso aparecen expresiones como “palabras precisas” o “la
perfección de nuestras palabras” y una asociación palabra/ si-
lencio que es, ciertamente, parte de una ideología moderna
sobre lo poético. En “Cobre” leemos que “La cultura/ no es
más que información” (La demora; p. 50), y se podría pensar
si la poesía está dentro o fuera de ese círculo. En “El cielo”,
por su parte, la casa familiar es “una tundra llena de voces” y
allí el poeta se pregunta “¿dónde reposa el ruiseñor?/ ¿en qué
modelo/ basa su canto/ el triste?” (La demora; p 21).
Las certezas del primer libro, Unos días (1992), se van
perdiendo en los posteriores e incluso se niegan. Si allí el po-
eta encuentra su centro en lo visible, luego, en El lado ciego,
se repite la idea de que las cosas son inasibles e incluso apa-
rece la figura del que no ve y no escucha. Sin embargo, los
objetos, lo mínimo, la materia persisten para evidenciar esta
imposibilidad, tal como se lee en “Signos”, el texto de cierre
(un manifiesto desde la disposición incluso) de El lado ciego:
“Con las letras de las palabras, ordena el/ mundo. Pero el
mundo está hecho de materias,/ de desvíos, de bloques irres-
pirables. En ese/ afán de que las cosas se acomoden a su per-
cepción,/ se halla, insensato a los signos del mundo” (p. 61).

351
Bibliografía

Carlos Battilana. Unos días, Buenos Aires, Libros del Sicomoro,


1992.
— El fin del verano, Buenos Aires, Siesta, 1999.
— La demora, Buenos Aires, Siesta, 2003.
— El lado ciego, Buenos Aires, Siesta, 2005.
— Materia, Bahía Blanca, Vox ediciones, 2010.
Matías Moscardi. “Biología elemental”, sobre Materia de Carlos
Battilana, en www.bazaramericano.com, Sección “Reseñas”
(Actualización octubre-noviembre 2010).

352
[LA CATÁSTROFE]

Me levanto a mitad de la noche con mucha sed.


Mi viejo duerme, mis hermanos duermen.
Estoy desnudo en el medio del patio
y tengo la sensación de que las cosas no me reconocen.
Parece que detrás de mí nada hubiese concluido.
Pero estoy otra vez en el lugar donde nací.
El viaje del salmón
en una época dura.
Pienso esto y abro la heladera:
un poco de luz desde las cosas
que se mantienen frías.

“A mitad de la noche”, El salmón, 1996.

En la poesía de Casas hay siempre un desajuste entre el poeta


y lo que mira; a veces se trata de una torsión temporal, otras
espacial, como si algo se hubiese quebrado y literalmente hu-
biese desaparecido. Un tiempo y un lugar a los que se vuelve
para descubrir que el regreso, la recuperación, es imposible.
El poeta es en estos casos el que detecta la alteración mínima
o máxima de un continuo, ciertos cambios bruscos de estado
y abre el espacio de la desesperación o la catástrofe (son sus
términos). Entonces, el que testifica (y lo hace a título perso-
nal pero también como la voz de una generación) abre su pri-
mer libro con un epígrafe de Tita Merello, que podría ser un
guiño populista y nada más si no fuese porque es un hilo que
sigue apareciendo en éste y en los textos posteriores de Casas:
“El ejército más grande del mundo lo forman los pobres, los
enfermos y los desesperados”. Si quisiésemos rearmar la línea
que despliegan los poemas, en Tuca (1990) esto se presenta

353
bajo una flexión casi íntima: la desesperación aparece como
motivo autobiográfico. Sin embargo en “Final”, el poema
que cierra el libro, leemos: “pero convengamos que esta false-
dad/ de tensar los poemas con una catástrofe/ se ha converti-
do ahora en mi segunda naturaleza” (p. 39).
La poesía de Casas se escribe en un borde extraño y es
este cruce entre la presencia muda de los objetos o las esce-
nas y una subjetividad que se tensa hacia la desesperación,
hacia la catástrofe y produce una forma peculiar, distinta
(algo distanciada) de sentimentalismo. En El salmón (1996)
aparece una versión de la frase de Tita Merello que viene del
otro extremo en todo sentido, ya que es una cita de la Ética
de Spinoza: “La desesperación es la tristeza que nace de la
idea de una cosa futura o pasada con respecto a la cual no
hay más razón de dudar”. Y luego, en “Hegel”, un poema
del mismo libro, leemos: “Me pregunto si la desesperación/
es igual para todos./ Si Hegel, cuando se sintió morir/ se
sintió realmente morir/ o intuyó una síntesis implacable/
más allá de su cuerpo./ De todas formas, se hace difícil/ no
vivir en el miedo;/ conozco gente que desea ser amada/ y
gasta su tiempo en los flippers”. (p. 23).
Ese desajuste que permite la aparición de la inquietud sue-
le ir más allá de lo biográfico o lo individual, e incluso cambia
de signo, de la desesperación a la catástrofe. Así, leemos en
“Fritura” (El hombre de overol y otros poemas, 2006; pp. 13-14):

La película de terror
dice que los insectos
en su larga evolución
se construyen
a imagen y semejanza
de su depredador

354
te alineás o no te alineás

Puede ser,
pienso en el matrimonio
de mis viejos,
en Facundo & su perro;
todos bajo el ruido a fritura
de la lluvia

te alineás
o no te alineás:
si no lo hacés
gastarás
pólvora en chimangos

y el hombre de camisa hawaiana


va a seguir parado en tu puerta,
fingiendo leer el diario que apoya
sobre el techo de un auto

te alineás o no te alineás:
No porque el patrón no quiere que le dé más agua
No porque el patrón no quiere que le dé más agua.1

El poema comienza con un argumento científico apare-


cido en una película de terror (o de cine catástrofe). No se
trata de una premisa afirmativa sino más bien de la com-
probación de una hipótesis en un campo, el de la biología,

1
Los poemas de El hombre de overol… se incluirán luego en la obra
reunida de Casas, en un conjunto mayor y bajo otro título, Horla City.

355
a pesar de la degradación que supone “la fuente”. El sujeto es
presa de la analogía inicial no como determinación de ori-
gen sino bajo la forma de un proceso: en ese relato del prin-
cipio –en ese “génesis”– hay una forma colectiva de la
experiencia, enmascarada en el uso del imperativo. No hay
más opciones que las anunciadas: “te alineás o no te alineás”.
Pero en “Fritura”, además, la alineación está planteada como
un mandato que excede el campo de las elecciones. Alinear-
se no significa optar bajo la forma del compromiso, sino
adaptarse. El sujeto está visto desde el lugar de la especie.
Hay una subjetividad individual y otra social o cultural que
están desajustadas, que no pueden articularse. En la última
–y específicamente en el poema “Fritura”– las condiciones
materiales están recubiertas por condiciones biológicas de
evolución (o por su caricatura, su hipérbole) y son lo exter-
no al sujeto, a su experiencia.
Lo que se desata en este caso es una idea de la catástrofe
que hace pie en una mirada paranoica: se apela al otro bajo
la forma de la indagación sin interpretación, como invita-
ción a leer aquellos signos del afuera que inquietan: “Pensá
en esos que matan el tiempo/ acodados a las barras de los
bares/ con sus vasos de vino, imperturbables.// Pensá en los
esquimales/ y sus muchas palabras para nombrar al hielo/
que es bueno, que es malo;/ que sirve y no sirve para cons-
truir.// Pensá en los que se sacan fotos/ con el agua hasta las
rodillas,/ alzando entre sus brazos/ un pescado plateado e
inmenso.// Pensá en ese chico/ esperando en la penumbra,/
que la madre venga a ponerle/ el almidonado guardapolvo”
(“Costumbres”, Oda; p. 15). La sucesión de imperativos
funciona marcando el momento de desconexión, de enaje-
nación de la mirada: un hombre con camisa hawaiana, una
madre y una niña que “se quedan/ en el rectángulo de luz

356
del hall del edificio” (“Siete de la tarde en Horla City”, Hor-
la City; p. 184), “Una vieja/ en la calle, limándose las uñas,
¿qué es?” (“Solaris”, El hombre de overol...; p. 8), son fisuras
que desatan el miedo y ciertas preguntas que se repiten (con
variaciones) en la poesía de Casas: “me pregunto en qué
momento/ los dinosaurios sintieron/ que algo andaba mal”
(“Esperando que la aspirina”, El salmón; p. 42), o bien: “si
una estrella tarda millones de años en morir,/ si después de
la Gran Orden/ toda la luz regresa a su centro/ para suici-
darse ¿Cuánto demora/ en desaparecer una familia?” (“Sola-
ris”, El hombre de overol…; p. 8).
No se trata sólo del horror, presente en la figura del
Horla, aquella “fuerza oscura” de la que le habló a Casas Ri-
cardo Zelarayán y recorre poemas desde Oda en adelante,
hasta dar título al libro que reúne su poesía, Horla City y
otros (2010). La desconexión también puede funcionar co-
mo una pequeña iluminación y, entonces, aparecen las figu-
ras de los amigos de Boedo (“Los olímpicos”, El hombre de
overol…; p. 23), la de la madre, fumando, descalza en me-
dio del patio o escribiendo en el vidrio del sueño el día y la
hora en la que resucitará (“En el vidrio”, Oda; p. 22); y, en-
tonces, se recupera “La media hora de Elvis Presley” (El
hombre de overol...; pp. 11-12), cuando el corte de luz que
finaliza la transmisión del recital permite que ese mínimo
segmento de tiempo destelle en la memoria; la desconexión
permite, también, la aparición de lo que se salva tal vez, del
pasado, como momento luminoso e incide en el presente.

357
Bibliografía

Fabián Casas. Tuca, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1990.


— El salmón, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 1996.
— Oda, Buenos Aires, Libros de Tierra Firme, 2003.
— El hombre de overol y otros poemas, Bahía Blanca, Vox, 2006.
— Horla City y otros. Toda la poesía 1990-2010, Buenos Aires,
Emecé, 2010.

358
[CARRERA POR PIZARNIK]

En el año 2005 Interzona reeditó Escrito con un nictógrafo,


de Arturo Carrera, e incluyó un CD en el que Alejandra Pi-
zarnik recita el comienzo de este largo poema de caligrafía
blanca sobre fondo negro. La grabación es del día en que se
presentó el libro en el Centro de Arte y Comunicación de
Buenos Aires, en 1972. Lo que se recupera es una voz inédi-
ta, y así se especifica en la solapa del libro: “Los lectores de
Arturo Carrera tendrán la oportunidad de oír esta versión
enriquecida por la voz extraordinaria de Pizarnik, lo que
constituye (dado que la poeta no realizó otras grabaciones
de poesía) un documento invalorable, único”.
La voz como documento. ¿Del día estricto de la presen-
tación del libro de Carrera?, ¿de una época de la cual la voz
de Pizarnik podría ser uno de los sonidos a conservar?, ¿de
una práctica, entonces, de un modo de leer? Porque un do-
cumento ilustra, habla sobre determinados hechos históri-
cos o culturales. Quisiera pensar la cuestión de la escucha
de esta voz, sin embargo, en el momento de su emisión y en
el de su reproducción. Cuando Pizarnik participa de la pre-
sentación, el texto de Carrera pasa por su voz y, en cierto
modo, tiene un valor de documento aunque en otro senti-
do: legitima la poesía del poeta joven e, inmediatamente, la
incorpora en una línea poética de la que ella forma parte.
En el año 1972 Pizarnik ya era una poeta consagrada, había

359
publicado, entre otros, La última inocencia (1956), Árbol de
Diana (1962), con prólogo de Octavio Paz, Los trabajos y
las noches (1965), Extracción de la piedra de locura (1968) y
El infierno musical (1971). Escrito con un nictógrafo (Suda-
mericana, 1972) es en cambio el primer libro de Arturo Ca-
rrera, aunque ingresa al escenario con un prólogo también
promisorio, del cubano Severo Sarduy.
Entonces, la voz de Pizarnik legitima, dije, el inicio de
la obra de Carrera y en ese momento su voz se distingue
claramente de la voz hegemónica en la poesía. La lectura de
Pizarnik no se parece a las de Raúl González Tuñón o Juan
Gelman, que grabaron sus poemas hacia esa época, pero
tampoco a la de Girri o Borges.
Escuchada hoy la grabación, la voz de Pizarnik trae algo
del pasado, enseña un modo de decir la poesía (y esto no
siempre sucede en la audición de un poema). Es una voz
quemada, con un timbre peculiar, el de una sacerdotisa pa-
gana. Quiero decir que hay algo de oracular en la modula-
ción de Pizarnik y en la coloratura de su voz que parece
surgir de algún tipo de lugar escondido o profundo. Una
voz dramática no porque teatralice el texto, sino porque pa-
rece atravesar cada una de las palabras, con la prosodia del
secreto, de aquello que se revela. Porque instala una emoti-
vidad que escapa a lo neutro y a la vez propone una voz y
un modo de decir la poesía, alejado de todos los modos de
decir cotidianos.
No se trata, simplemente, de Alejandra Pizarnik leyen-
do el comienzo del poema de Carrera, sino de Pizarnik di-
ciendo, recitando poesía: comienza en un tono bajísimo, un
casi inaudible “el escriba ha desaparecido”, y va aumentan-
do su caudal a medida que avanza para remarcar de un mo-
do excesivamente preciso determinados términos: “La

360
noche penetrando/ y el glande inflado de tinta, penetrando/
hacen el mismo ruido/ que la muerte penetrando”. Pizarnik
estira las palabras, a la vez que las pronuncia perfectamente,
dando lugar a la audición de cada vocal, cada consonante y,
así, las palabras se vuelven extrañas. Si a eso se agrega su
modulación, altamente dramática, todo nos lleva a pensar
en una interpretación que, creo, tiene la marca de la van-
guardia en la Argentina, en un momento en que la vanguar-
dia aún era posible, pero también cuando la vanguardia aún
creía en la poesía como un lugar con cierta distinción; esto
último hace que hoy se escuche una puesta que no abando-
na del todo la solemnidad. Porque no es la voz disonante
que uno podría asociar imaginariamente a Hilda la polígra-
fa de Pizarnik, ni la voz más íntima que se desprende de al-
gunos libros posteriores de Carrera en los que ingresan las
hablas familiares, las voces de la infancia; la voz de Pizarnik
es otra, cuyo timbre y escansión, hoy en día –pasados y re-
pasados por las modulaciones exageradas de algunas puestas
poéticas– suenan armónicos.

361
[DARÍO POR GELMAN]

Para quien haya leído la poesía de Rubén Darío, escuchar a


Juan Gelman recitando (leyendo más bien) algunos de sus
poemas más conocidos, “Era un aire suave” o “Yo persigo
una forma”, produce un efecto inmediato de extrañeza. Algo
suena distinto; reconstruir esa diferencia que aleja el texto
clásico de su escucha imaginaria no es sencillo porque supo-
ne reponer el trabajo artificioso de esos poemas, que los con-
vierte en verdaderos monumentos del lenguaje poético y, si
se quiere, de la lengua: el verso medido, el uso de las posi-
bles ligaduras de sílabas o la separación forzada de dos voca-
les, la complejidad de los acentos en cada verso (que de
algún modo hace que cada verso tenga autonomía porque
está trabajado como una unidad que formará parte de un
todo), o los modos más salientes de la musicalidad del verso,
como las aliteraciones. En fin, lo que hizo del verso dariano
la modulación exacta del modernismo esteticista.
“Era un aire suave” es un poema en dodecasílabos, se
sabe, con dos acentos básicos al final de cada hemistiquio (es
decir en la mitad y en el final del verso): “Era un aire suáve/
de pausados gíros”. Gelman por momentos marca estos dos
acentos y en algunos casos sólo el final. Además, como un
rasgo propio del modo gelmaneano de leer poesía consiste en
trabajar sobre la cadencia, muchos de los finales de verso de
Darío cierran en suspensión, como una cadencia suspendida,

363
porque no elimina el último acento, pero lo suaviza y lo deja
en el aire, a tal punto que el final de la palabra –si no se trata
de un cierre de verso en aguda– casi se vuelve impercepti-
ble, como si la última sílaba fuese aspirada. Este tipo de
cadencia de final de verso suspendido no se rige, en reali-
dad, por recursos poéticos como el encabalgamiento. Por lo
tanto, aun cuando Gelman respeta los dos acentos más
fuertes del dodecasílabo dariano con pausa central, hace un
trabajo distinto con el sonido.1
Gelman acorta la distancia histórica con el poema de
Darío, por decirlo de algún modo. Cuando lee “Yo persigo
una forma” pone en escena un poema narrativo. Desdibuja
el ritmo (que Darío trabajó también a partir de una com-
pleja importación y castellanización de formas métricas) y
el soneto, que es uno de los más enigmáticos de la poesía
latinoamericana, parece hablar de algo comunicable: un
poema que despliega los arrebatos del neoplatonismo (tam-
bién del neopitagorismo, figuraciones caras a Darío), el
pasaje por el simbolismo y la lectura de Mallarmé, se trans-
forma, en la voz de Gelman, en un poema de Carriego. O
en un poema de Gelman. Esta última escucha es verificable
si se atiende a la dicción cuando lee, por ejemplo, sus poe-
mas de Gotán, pero más aun cuando lee los textos de
Traducciones III. Los poemas de Sydney West, porque allí, en
esas escenas inverosímiles de metamorfosis y mutaciones de
ciertos personajes al morir, el tono sigue siendo el de la
narración o el coloquial, de tal modo que lo alucinado del

1
Cuando escribí en Punto de Vista sobre la puesta en voz de Darío que
hace Gelman, cometí un error en la medida de los versos de “Era un ai-
re suave”. Debo la corrección a Julio Schvar tzman.

364
poema se escucha como una historia normal. La dicción de
Gelman trabaja siempre en este sentido, produciendo un
efecto de interpretación de la poesía de Darío, a la que le
resta “antigüedad” y, en parte, la desaloja de una época al
quitarle solemnidad y esteticismo formal. Gelman lee
melódicamente a Darío, pero con una melodía ajena, con
otro ritmo.

Tabla de audios

Rubén Darío por Gelman: http://amediavoz.com/media-


voz.htm. Sección “De viva voz”, “Juan Gelman”.
Juan Gelman: http://amediavoz.com/poetas.htm. Sección
“La voz de los poetas”, “Juan Gelman”.
Juan Gelman, Traducciones III. Los poemas de Sydney West:
http://www.laestafetadelviento.es/poetas-en-su-voz/juan-
gelman#1.

365
.
[ANIMACIONES SUSPENDIDAS]*

grita
con memoria de agua quieta
y la confirma?

no vivas el día, explora


su memoria

“Carpe diem”, Noche y Día.

Carrera suele tomar ideas, o más bien imágenes de otras


disciplinas para hablar de la poesía; todas ellas resultan ser
relatos en clave, encantatorios; todo termina hablando del
misterio, del enigma del “sentido”. Así, de la ciencia provie-
ne la imagen de “playa blanca”, esa irradiación que los gatos
ven a diferencia de otros animales, incluyendo a los huma-
nos (asociada a la figura paterna en Mi Padre), y de allí,
también, la imagen de las “animaciones suspendidas” que él
mismo utiliza para pensar la poesía de Juan L. Ortiz en Na-
cen los otros: “Un sistema de ‘acopios’ flotantes es la escritu-
ra de Juanele. Un sistema al que yo sin querer le di un
nombre: animaciones suspendidas. (...) Así se llama el esta-
do en que viven unos pececitos cuando baja el Río, el Nilo.
Atrapados en el limo, inician una vida de diferente respira-
ción; quedan suspendidos –(...) a expensas de una ración
infinitamente pequeña de oxígeno– hasta la nueva crecida

*Este apéndice es un fragmento de “La cuenta de las sensaciones”, el


prólogo que escribí para Ar turo Carrera (antología), Animaciones sus-
pendidas, Mérida, Venezuela, El otro el mismo, 2006.

367
del río”.1 Esta definición de acopios flotantes sirve para pen-
sar la producción de Arturo Carrera. Él mismo arma la fi-
gura, convierte en pequeña máquina de lectura y escritura
un relato científico. Algunos elementos, que quedan visi-
bles, al ras del agua, forman en realidad una imagen, una
presencia: “Y también el ruido donde aceptamos oír/ los
coros sofisticados de los juncos”.2 Pero ¿qué tipo de cons-
trucción es ésta? En principio es válido aclarar que no es
una metáfora. No hay detrás del ruido de los juncos otra
cosa que eso. La metáfora opera sobre la sustitución y trans-
forma, de manera radical o levemente, un objeto, y las ani-
maciones suspendidas, en cambio, son escenas que se arman
a partir de sensaciones, a partir de la vista, del oído o del
gusto. Los “acopios flotantes” pueden incluir una metáfora
o una comparación metafórica y entonces los jazmines son
“como gazapos” y también “puntos fosforescentes como/
fragantes boyas en el/ húmedo cielo dividido en risas”.3 Pe-
ro lo importante en una animación suspendida es su cali-
dad de acopio de una experiencia, o mejor de una sensación
compleja o simple (y entonces, están siempre relacionadas
con los cuerpos). Más que del pasado, la animación suspen-
dida parece ser la forma exacta de la memoria (siempre la

1
Ar turo Carrera, Nacen los otros, Rosario, Beatriz Viterbo Editora,
1993. Colección “El Escribiente”; p. 54. La mejor lectura sobre la poe-
sía de Carrera como cruce de dos tradiciones diversas es de Mar tín
Prieto. En su reseña de La banda oscura de Alejandro, “Or tiz en una dis-
co”, Prieto propone que en el encuentro de Or tiz y el Girondo más van-
guardista, el de En la masmédula, “se va a jugar buena par te de la
verdad y eficacia” de la poesía carreriana. Ver Diario de Poesía, Buenos
Aires, Nº 33, otoño de 1995; p. 37.
2
“Carpe diem”, en Noche y Día, Buenos Aires, Losada, 2005.
3
“El Tigre”, en Children’s corner, Buenos Aires, Tusquets, 1998.

368
memoria). Porque, más allá del hedonismo de la mirada, o
la escucha, está la memoria del día, lo que éste trae como
resplandor que envía hacia otro momento.

La contemplación: abrir la ventanita


de la cocina; ahuyentar los ácidos mosquitos;
ordenar la vajilla sobre la mesa.
Entretener la lluvia: con planchas de telgopor,
nocturnos sombreros, el vaivén y las láminas
y el goteo sonoro. Los huesecillos sueltos
en el ínfimo traqueteo
de los pies: ¿te acordás? Más grato el estertor
y el sapo

bajo el perfume a yerba: los sapos, los humos


los que se van saltando por entre los yuyos
en lo recién mojado: manchas, camuflajes,

lunares.4

La temporalidad de la animación suspendida es doble:


parte de lo que es y envía hacia el pasado; es una memoria
encriptada pero fácilmente recuperable como sensación.
Sus pautas son la instantaneidad y el carácter efímero, tam-
bién presentes en los “carpe diem” y los “carpe noctem”

4
Este fragmento de Children’s corner permite ver de manera aislada la
animación suspendida y la metáfora. Lo que se percibe, trasladado al
texto casi sin atributos, cierra en par te en una versión figurada de lo
mismo. Los sapos, los humos serán primero manchas o camuflajes y fi-
nalmente “lunares”.

369
(desde la tradición horaciana retomada por Carrera).5 Sus
componentes son los de un universo aparentemente peque-
ño; los poemas hacen pie en lo nimio e incluso en los deta-
lles y suelen plantear un tiempo asociado a la naturaleza, a
las estaciones, a los colores de las plantas o de la luz sobre las
cosas:6 la repetición sonora, rítmica en “La calle Stegmann”
parece recubrir esta temporalidad y no una estrictamente

5
Noche y Día podría entenderse, en realidad, como una nueva versión
de Carpe diem, México, filodecaballos editores, ICOCULT, 2003. Epílogo
de César Aira. Agrega a este último libro todos los “carpe noctem” y al-
gunos “carpe diem”, aunque el cuerpo mayor de éstos sea el mismo.
6
Éstas son características básicas del haiku, retomadas por Bar thes.
Uno podría pensar las animaciones suspendidas en relación con esta for-
ma poética. De hecho, por momentos, pareciera que lo que recuperan es
el “deslumbramiento de una Memoria personal involuntaria (no: reme-
moración aplicada, sistemática): [ya que el poema] describe el recuerdo
inesperado, total, deslumbrante, feliz (…)” (p. 79). Bar thes, además,
habla de la “notación” de ese instante “incidental” que está siempre
asociado a marcas de las estaciones, de la naturaleza. La “notación”
del haiku es como un grado cero de la escritura, un límite de lo que se
puede escribir. Por otra par te, da cuenta de un sujeto abstracto (el que
percibe ese instante) que es imposible asociar con el sujeto presente en
la poesía occidental, sobre todo y grosso modo desde el Romanticismo.
El modo de aparición de la temporalidad, en el haiku, será el de “las uni-
dades naturales” que “se convier ten en efectos de sujeto, efectos de
lenguaje” (p. 80), ya que “el haiku es lo que sobreviene (contingencia,
microaventura) en la medida en que rodea al sujeto” (p. 95), no como in-
dividuo sino mediante un proceso de individuación. La poesía de Carre-
ra, sin lugar a dudas, instala un sujeto reconocible, tramado por las
voces familiares, por las topografías concretas. Sin embargo, en la ani-
mación suspendida, concretamente allí, en esa mínima construcción,
hay rasgos del haiku (la instantaneidad, el carácter efímero y la elección
de lo nimio, por supuesto), tales como el diseño a par tir de un “gramo
de referente”, o la percepción del incidente, de lo circunstancial en tan-
to rodea a un sujeto. Roland Bar thes. La preparación de la novela. Notas
de cursos y seminarios en el College de France, 1978-1979 y 1979-
1980, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004. Edición en español al cuidado de
Beatriz Sarlo. Traducción de Patricia Willson.

370
cronológica (el “tip… tip…” puede escucharse como el so-
nido de una gota).7
“La calle Stegmann”, como tantos otros poemas de Ca-
rrera, rearma un recorrido en el que el oído y la mirada des-
tacan detalles; la animación suspendida está hecha de
destellos y el texto es la “notación” de esto que está ahí, que
es circunstancia subjetivizada: lo que percibe el sujeto, su
efecto en el afuera, pero también el impacto de esa luz, esa
voz o ese color en el cuerpo. Sin embargo, no podría decir
que los poemas de Carrera sean una simple “notación” de
las sensaciones; la mayor parte de las veces puede leerse a
partir de la sensación puntual otra cosa (tal vez exista un pa-
ralelo entre este pasaje y el que se da entre la denominación
y el surgimiento de la metáfora como atributo de lo nom-
brado). Lo nimio, entonces, suele ser un punto (un punto
en una espiral y no en una línea recta) para la expansión.

7
El ritmo es fundamental en la poesía de Carrera y este sonido que se
repite en “La calle Stegmann” funciona rítmicamente. En Children s
corner Carrera retoma, desde el título, la música de Debussy (así se ti-
tula su pieza para piano, de 1908). Carrera, entrevistado por Germán
Carrasco, dice:
“–¿Cómo trabajaste Children’s corner con respecto a Debussy? En tu
poesía hay algunos que han visto los silencios de John Cage o Mark
Rothko. Háblame de pausas y de pautas en el sentido de par tituras...
”–Sí, sin duda hay eso. La sensación de ritmo experimentada por De-
bussy, por Cage, por Rothko y agregaré un músico más: Olivier Messia-
en. Traté de seguir inter valos sonoros y rítmicos de Debussy en mi libro
Children s corner. Pensar en su sentimiento del ritmo, que imita los in-
ter valos del viento, de las mareas o el oleaje, etc.; inter valos desigua-
les que producen más ritmo según Messiaen que los del tic-tac del
reloj que imita el corazón o de las antirrítmicas marchas militares”. Ver
“Me alejé del tufillo modernoso del neobarroco”, Chile, El Mercurio,
septiembre de 2005.

371
Hay un poema de Potlatch, “Río de la Plata”, que reto-
ma concretamente la imagen de “animación suspendida”,
pero ahora para hablar de la historia, de los jóvenes asesina-
dos por la dictadura militar argentina en la década del `70:

Ya no hay plata, ni sueñera, ni barro: es


sangre que en su coagulación eterna imita
el prestigio de otro río: el Nilo, el limo
donde viven como ideas, cuerpos intactos
en animación suspendida…

Y vivirán para mí, para mis hijos,


para mis deseadas descendencias como
figuras intocables del contrasentido en que fluimos,

Lo que está a ras del agua y a la vez a ras de tierra en una


“animación suspendida”, eso que se ve inmóvil pero se sabe
con otra densidad de movimiento debajo de una película
que lo cubre, no es la historia, sino más bien una imagen de
ella encapsulada. No hay tiempo allí, sólo detenimiento. O
más bien, el tiempo está detenido y por eso los cuerpos son
“ideas”, “figuras”, “cuerpos intactos”. En uno de los carpe
diem de Noche y Día este lecho del río se asocia con la idea
de pertenencia (lo que fue negado como patria por los desa-
parecidos) y habla de un reclamo “con memoria de agua
quieta”. Nuevamente la “animación suspendida” se asocia
con el agua y con la quietud. La imagen del muaré (esa tela
que copia o reproduce como artificio el movimiento de la
superficie del agua), tan asidua en la poesía de Carrera, fun-
ciona también en este sentido como aquella superficie bri-
llante que en la inmovilidad muestra algo móvil. Así, lo que
se lee en “Río de la Plata” es una memoria histórica; no el

372
movimiento de la historia, de una cronología y tampoco
una ideología, sino una forma de la memoria como la que
muestra, en estado de suspensión, lo sucedido. No importa
la sucesión de los hechos sino más bien un momento clave,
una figura que ya es un modo de leerlos y una posibilidad
de recuperarlos.

373
Noticia de publicaciones anteriores

Capítulo 1. Formas de la crítica


El apéndice “Cisnes y lunas” recupera un fragmento de “La
revista Martín Fierro (1924-1927): una vanguardia en pro-
ceso”, en Gloria Chicote y Miguel Dalmaroni (editores), El
vendaval de lo nuevo. Literatura y cultura en la Argentina
moderna entre España y América Latina, 1880-1930,
Rosario, Beatriz Viterbo Editora, 2007; pp. 29-148.

Capítulo 2. “y vi, con los ojos pero vi”


Se recupera, tanto en el cuerpo central como en los apén-
dices, dos artículos ya publicados: “Subjetividad y mirada
en la poesía argentina reciente”, en Cuadernos del Sur, N°
34, 2004. Letras, Universidad Nacional del Sur, Bahía
Blanca, pp. 15-38 y “Poéticas de la mirada objetiva”, Crítica
cultural, N° 2, jul./dez. 2007. Programa de Pós-Graduaçâo
em Ciências da Linguagem, UNISUL, Ciudade
Universitária Pedra Branca, Florianópolis, Brasil.
http://www3.unisul.br/paginas/ensino/pos/linguagem/cri-
tica/0202/00.htm. De allí están tomados, en algunos casos
reproducidos y en otros reescritos, el punto 1, “Un nuevo
objetivismo” y el apéndice “Ventanas”. “La catástrofe”, por
su parte, es la reescritura de una reseña sobre Horla city y
otros poemas de Fabián Casas publicada en www.bazarame-
ricano.com (actualización agosto-septiembre 2010). Por

375
último, la sección 3, “La pantalla nevada”, recupera seg-
mentos de otro artículo: “Punctum: sombras negras sobre
una pantalla”, en Boletín del Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria, N° 8, Fac. de Humanidades y Artes,
UNR, Rosario, octubre de 2000; pp. 102-111.

Capítulo 4. La puesta en voz de la poesía


Este capítulo recupera fragmentos de dos artículos ya publi-
cados: “La puesta en voz de la poesía”, Punto de Vista,
Buenos Aires, N° 86, diciembre de 2006; pp. 7-11, y
“Simetrías y asimetrías: la voz en la poesía”, en Punto de
Vista, Buenos Aires, N° 89, diciembre de 2007; pp. 41-45.
Se reproducen casi textualmente las secciones dedicadas a
Neruda, Girondo, Perlongher y el apéndice “Darío por
Gelman”; se reescriben la entradas pertenecientes a las van-
guardias históricas y a la práctica de la declamación de
Berta Singerman. El apéndice “Carrera por Pizarnik” es un
fragmento de “Audición del tiempo”, reseña sobre Escrito
con un nictógrafo de Arturo Carrera, en www.bazaramerica-
no.com (actualización mayo-junio 2005).

Capítulo 5. Campos de prueba


La secciones “Máquinas”, “La revolución” y “Ejercicios de
lengua y literatura”, reescriben zonas de artículos anteriores:
“Volver al pasado: una nueva lectura de los clásicos”, en
Revista del CELEHIS, Mar del Plata, Buenos Aires,
UNMdP, N° 15, 2003-2004; pp. 157-170; “Retorno, resa-
ca”, en Punto de Vista, Buenos Aires, N° 82, Buenos Aires,
agosto 2005; pp. 44-47, y “El relato de la letra/ la letra del
relato”, reseña de Al pie de la letra. Cuadernos de Lengua y
Literatura Vol. 5, de Mario Ortiz. En sección “Reseñas”,
www.bazaramericano.com (Actualización octubre-noviem-

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bre 2010). El apéndice titulado “Animaciones suspendidas”
es un fragmento textual de “La cuenta de las sensaciones”,
el prólogo a una antología de la poesía de Arturo Carrera,
que se publicó, bajo ese mismo título, en Mérida,
Venezuela, El otro el mismo, 2006.

Capítulo 6. Antologías
Este capítulo incluye con el mismo título, dos artículos ya
publicados: “`Cosas que se están hablando`: versiones sobre
el neobarroco”, en Boletín del Centro de Estudios de Teoría y
Crítica Literaria, N° 13-14, Fac. de Humanidades y Artes,
UNR, Rosario, diciembre de 2007-abril de 2008; pp. 84-
94 y “Poesía argentina en la red”, Punto de vista, Buenos
Aires, N° 90, abril 2008; pp.18-23.

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