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Zygmunt Bauman
A pesar de la indiscutible vigencia de la palabra de
Carlos Cociña (Concepción, 1950), pareciera ser que su
obra poética se ha encontrado desde siempre en un
grado de desconocimiento generalizado y al margen del
canon poético nacional. Incluso, en una especie de
marginalidad y desconocimiento de aquello que
comúnmente llamamos generación poética. Tal
situación podría explicarse debido a una falta de
publicaciones numerosas y constantes por parte del
autor que, probablemente, posibilitarían una persistente
promoción de su obra a través del tiempo y a lo largo de
la vida. Sin embargo, dado el caso particular de Cociña,
puedo decir que aquello no se trata de una falta sino de
una muy noble y honesta decisión. Por ello, tiendo a
pensar, más bien, que tal marginalidad y
desconocimiento se debe a una falta de
comercialización de sus libros o bien, a una carencia
superlativa de reediciones destinadas al consumo y
estudio de sus obras anteriores y actualmente
inencontrables. Situación que lamentablemente decanta
en un desconocimiento generalizado de su obra, en una
nula presencia de reseñas y de comentarios ensayísticos
y en una casi total inexistencia de monografías críticas.
En definitiva, ausencia de pensamiento y de reflexión
relativa a la importancia de su obra o bien carencia de
pensamiento nuevo capaz de al menos, interrogar a eso
que conocemos como poesía chilena o poesía escrita
desde Chile o poesía escrita por chilenos, en fin. Creo
también, por un lado, y solamente por un lado, que esta
nueva edición de su obra, edición que contempla los
textos de Espacios de líquido en tierra (Intemperie, 1999) A
veces cubierto por las aguas (1999-2001) y el compendio
inédito La casa devastada. I Materiales en el lugar
equivocado (cap.1 Cesta) viene a suplir aquella primera
carencia, pero esto indudablemente no es suficiente.
Por otro lado, también creo que ni la figura de Carlos
Cociña ni menos aún su obra, se encuentra vinculada a
una generación poética en particular sino que solamente
se trata de una obra que constantemente goza de la
contemporaneidad. De una contemporaneidad en
constante experimentación poética y una
contemporaneidad constantemente joven. De una
juventud rebelde y reveladora, impetuosamente efímera
y atrevida, y que da cuenta de esa inestabilidad y
marginalidad poética generalizada al ir percibiendo los
diversos flujos culturales y los constantes cambios en el
perpetuo devenir de nuestra sociedad. Pero que también
es una palabra cambiante. Una sensación que se esparce,
se diluye y trasparenta. Se evanesce o evapora. Una obra
poética que debido a su constante transformación,
solamente puede ser contemporánea de esa tradición
ausente de la poesía chilena que es la efímera tradición
de la obra joven, la tradición de la poesía y del poeta
joven. Que Carlos Cociña es un irreversible poeta joven,
y es, precisamente, en esa persistencia de la juventud y
de la contemporaneidad, en donde radica parte
importante de su constante vigencia. Porque sin duda,
Carlos Cociña es un contemporáneo de la actual y la
anterior, de la anterior a la anterior y de la anterior a la
muy anterior generación de poetas jóvenes de Chile,
pero más aún su figura y su palabra es precisamente
aquella que puede abolir el absurdo concepto de
generación poética. Quizás por ello, también, sucede que
su obra, debido a esta constante contemporaneidad y
juventud, resulta marginal o difícilmente reconocible
como parte importante dentro del canon oficial de la
poesía chilena. Ese canon integrado por los poetas
Nobel, los poetas ultrapremiados, los poetas
diplomáticos y los ancianos poetas hijos de otros poetas.
Los poetas adultos, los poetas mayores y los poetas
adultos mayores. Los sabios seniles de la cuarta, quinta,
sexta o séptima edad. Porque simplemente el canon es
otro. El canon poético de Carlos Cociña es justamente
otro. Un canon pequeño y marginal que todos los poetas
y quizás solo los poetas conocen, que se trasmite de
poeta joven a poeta joven y que en mi caso particular, se
transmite desde allá, en Concepción. Entre el río Bío bío
y el cerro Caracol.
Sería acaso en 1998 o 1997, o quizás en 1996 no sé,
cuando me encontré por primera vez con los raros
textos de Carlos Cociña. En cualquiera de los casos, de
seguro fue un episodio muy anterior a 1999, año en que
junto a mis rabiosos compañeros del Liceo de Hombres
de Concepción y guiados por el escritor Carlos Molina,
quien era nuestro profesor de literatura de ese entonces,
decidimos realizar el primer encuentro de poetas de la
ciudad. Encuentro que, al fin y al cabo, fue algo así como
una reunión que tuvimos con todos esos jóvenes poetas
que en nuestra ilusión de niños jóvenes y liceanos,
lectores de textos fotocopiados de otras fotocopias de
Aguas Servidas, de Cipango, de El Asco y otras
perspectivas, de Vírgenes del sol, nombraban a nuestra
ciudad y veíamos como semejantes. Una reunión de
poetas penquistas, expenquistas y postpenquistas de
distintas edades, pero de una única e invisible
generación. El canon inmediato y trasparente de los
jóvenes eternos de la nula poesía chilena, los
contemporáneos de la marginalidad, los que ya
traficaban con una rara y muy rara concepción de
ciudad. Carlos Cociña, Tomás Harris y Alexis Figueroa.
Egor Mardones, Nicolás Miquea y Carlos Decap. Tulio
Mendoza, Patricio Novoa, Jorge Ojeda y Juan Zapata.
Omar Lara, Gonzalo Millán y Jaime Quezada. Los Punto
Próximo, los Tebaida, los Fuego Negro, los Posdata y los
Envés. Y Gonzalo Rojas lamentando la ausencia de
Mario Milanca, de Raúl Barrientos, de Javier Campos. El
canon pleno de la poesía universitaria y penquista, de
esa poesía surgida por entre los pasillos, las ventanas, las
bibliotecas, las aulas y oficinas del Instituto de Lenguas o
desde el búnker mismo de la “facultad de la furia” de la
Universidad de Concepción. Aquella poesía que con el
tiempo comprendimos que no es ni toda la poesía
universitaria ni toda la poesía escrita desde Concepción,
pero que era la palabras de los jóvenes y de los que
creíamos más jóvenes. La inestabilidad de una palabra
que se niega a ser historia y se niega a ser memoria. Un
espacio de extensión auto construido, como diría
Cociña. Una palabra en las antípodas del olvido, en
donde sólo desaparecen los escritos que nunca
existieron. Una palabra que constantemente nombra
diversos territorios en su vigencia y contemporaneidad,
que se desterritorializa y se vuelve a territorializar,
como esa sensación que tenemos al reconocer que todo
lo inventado no fuese sino en la memoria. En definitiva,
la palabra urbana que vagabundea, transita, fluye y
trafica los diversos recovecos invisibles de la ciudad, la
memoria y el lenguaje; y que en ello también se hunde o
que imagina su hundimiento posible. La poesía como
una profundidad transparente. Aquella que imagina una
casa que se inunda en una ciudad que se ahoga. El curso
de los líquidos en las transmisiones neuronales. La
percepción del tráfico en los espacios del agua.
Así entonces, una poética civil y urbana con un
singular imaginario de la ciudad ante la sensación del
agua. Pero también, una poética singularmente ajena a
ese común imaginario de las ensoñaciones de la materia
elemental. Ensoñaciones tan recurrentes en la literatura
ya tan tradicional y tan agotadoramente estudiadas, e
incluso producidas, imitadas, plagiadas y reproducidas
hasta el hartazgo a partir de los vetustos postulados de
Gastón Bachelard.
Porque sin duda, la obra poética de Carlos Cociña es
un acontecimiento de escritura en donde la palabra ya
no es una ensoñación onírica o una potencialidad lírica
condicionada por la imaginación material para
evidenciar la simetría del mundo a partir de la total
unidad, armonía o identidad entre hombre, la materia y
la naturaleza; sino un acontecimiento de la
fragmentación de lo total imposible, una manifestación
de lo incierto, el desvanecimiento de lo líquido de (y en)
la palabra, la evaporación de los sentidos y de los
sonidos que en solitario se licúan. O bien, como el
mismo Cociña pareciera decir, aquello que se agita en el
remanso espacio imaginario de las enredaderas líquidas.
Aquello que se dice como algo que se moja. Unas
corrientes del afecto. Una masa de agua que fluye entre
las construcciones que reproducen los pastos y las
montañas. Una casa inundada y una ciudad
completamente cubierta por el agua, entre muchas otras
sugerentes expresiones que los lectores agudos ya sabrán
apreciar. En donde el poeta, además, es también un
campesino de las aguas, un Ulises que pierde Ítaca, un
Ulises-campesino que se hunde en la ciudad trasparente.
Alguien que relativiza su identidad. En definitiva, un
sensación del poema que se hace o deshace en el agua.
Por ello entonces, me parece que la concepción y
figuración de la contemporaneidad que se señala en la
obra de Carlos Cociña se encuentra posiblemente
emparentada, en un punto más que próximo, con los
recientes planteamientos críticos sobre la modernidad
expuestos por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman,
para quien la modernidad, que otros llaman
postmodernidad, es una modernidad líquida que
comprende la desaparición de las normativas rígidas o
estructuras solidas de la imaginación, determinación y
convivencia social para dar paso a una transitoriedad,
inestabilidad y fluidez de lo humano que cambia
constantemente de un estado conocido o desconocido a
otro probablemente sin conocer; provocando ese
hundimiento invisible e impredecible de la
trascendencia. Una identidad efímera y versátil. Aquello
que ocurre en el margen de la propia vida, o en la vida
como una sensación líquida.
Y entonces, ya en esta sociedad de las aguas, el poema
igualmente se atreve a responder. Porque la palabra
líquida y poética es cuestionamiento y respuesta a la vez,
es ese puente que se tiende desde un agujero a otro,
desde una isla de agua a otra. Y la poesía, una
profundidad trasparente:
“Los puentes son nada menos que eso. En un real
precipicio tienden una obra de arte sobre la cual se
puede transitar y trasladarse a otra isla. El lugar donde
se va es parecido. La luz está en el otro lado y es lo
mismo.”
Ricardo Espinaza
Iquique, junio de 2013.
ESPA CI OS D E L Í QU I D O EN
T I ER R A
1992 - 1999
Dedicatoria:
Loreto Varas, en lo distinto.
Y SI T OD O FU ER A L O QU E ES
1a
1b
1c
Los muertos son de la generación anterior, pero ya
están los
siguientes. Las aguas se agitan en el remanso, sin que
éste esté.
Las construcciones vibran cuando alguno se diluye o
se evapora
hasta otro ambiente. La biblioteca se quema y, a pesar
de esparcir
nieve sobre las tablas, desaparecen los escritos que
nunca
existieron.
1d
2a
2b
2c
Dentro de sí ves el aire que inspira y la vibración de
éste
cuando entra alternativamente, sin orden, por las
fosas nasales
o la cavidad bucal y adquiere una presencia tan nítida
que la voz retrocede, aún conservando su mayor
intensidad.
La respiración, el aire que se acoge en el cuerpo y luego
retorna,
tiene la forma sonora de una única presencia. Ya no
escuchas,
estás inmóvil en el aire y eres la respiración que
escucha
cómo otro oye las palabras que se forman en la voz.
2d
3a
3b
4a
5a
5b
6a
6b
7a
8a
8b
9b
9c
9d
10a
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14b
2a
2b
3a
3b
4a
4b
4c
5a
Al observar hacia el costado se levantan
construcciones de piedra
y ladrillo en la agricultura de las zonas tórridas.
5b
5c
Ahora el camino elegido es un sendero que al parecer
se bifurca
en una sola opción, descrita desde la alternancia del
curso de los
líquidos en las transmisiones neuronales. El aire que
se mueve
reproduce un esquema olvidado del agua, única vía
del
imaginario. No hay sino la sensación de reconocer lo
inventado en la memoria.
6a
6b
6c
7a
8a
9b
10a
Los materiales de construcción acumulados son una
forma de
asegurar los viajes. El volador de pájaros observa los
aceites
absorbidos por la tierra, mientras la intermitencia de
las luces
dirige el curso de las corrientes de agua. Hacia la
izquierda,
donde el flujo es más tranquilo, vemos, en retazos
de la península, diferentes líquidos que los equinos
beben
como una ilusión. Sin embargo, hacia el fondo se
levanta una
extensión de sucesivos montes desde los cuales los
fluidos
emergen. El imperturbable e intenso erotismo de las
piscinas.
10b
10c
11a
12a
Nuevamente los fiordos están en la otra orilla, a la
derecha,
de espaldas a la salida del sol. La profundidad es similar
a los
anteriores y desembocan en una gran ensenada ancha
y
angosta. En la época de las caídas, más que hielo se
desprenden trozos de piedra que levantan vendavales
líquidos
que las corrientes estrellan en este litoral. Ello hace
que se
reproduzcan casi infinitamente en el horizonte más
próximo y
sigan la línea del sol en el fondo del valle. Dos veces
veintitrés es la cifra que acota lo ininteligible.
13a
14a
(Cap. 1. Cesta)
01
02
03
05
Mi época es el ahora
Bestia 02
Enteramente de negro, con el pelo amarillo, y como
hembra, de color pardo oscuro, con el pecho algo rojizo,
manchada de piel, y el lugar igualmente pardo oscuro,
te alimentas de frutas y semillas. Domesticas con
facilidad, y aprendes a repetir sonidos y aun tu voz
humana con gravedad y afectación, con el rostro
metaloide, de aspecto como la cera, olor peculiar, muy
combustible, luces en la oscuridad sin desprendimiento
apreciable de calor. Te extraes desde los huesos, pintura,
te enciendes en luz, en lucero del alba.
Bestia 03
Bestia 04
Bestia 05
Índice
El margen de la propia vida
Arte poética
La poesía como una profundidad
transparente, o la sensación líquida
Espacios de líquido en tierra
Y si todo fuera lo que es
Y no que es la salida
Jardines
La casa devastada
Apéndice Crítico
Seis Bestias