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La Maldición de la Mujer Defectuosa

 Juan Forn

Siempre me llamó la atención que, con lo que adoraba Hollywood Manuel Puig, se privara de estar
ahí cuando El Beso de la Mujer Araña recibió cuatro nominaciones al Oscar, en 1985. También se
perdió el triunfo en Broadway, cuando El Beso se convirtió en un musical y arrasó con siete
premios Tony, en 1992. Ambos momentos forman parte de la larga cadena de sinsabores que le
ocasionó a Puig el éxito de El Beso de la Mujer Araña. El mismo pareció anticiparlo en una frase
que pone en boca de Molina, el homosexual que protagoniza la novela (y que pierde parte de ese
protagonismo en la película y otra parte más en el musical): “Todas las mujeres defectuosas tienen
un triste final”.

Puig definía a Molina como mujer defectuosa: “Ese tipo de homosexual identificado con el cliché de
la mujer dominada pero heroica del cine de los años ’40, que no quiere o no puede cambiar su
identificación con esa fantasía”. Como se sabe, Puig ponía a Molina en una misma celda de prisión
con un guerrillero llamado Valentín Arregui Paz. Molina debía sonsacarle información a Arregui;
para eso lo habían puesto en esa celda las autoridades carcelarias. Arregui terminaría cayendo en
las redes de Molina, según los carceleros, porque un macho necesita ponerla donde sea, incluso
enjaulado, especialmente cuando está enjaulado. Y Arregui era en el libro el epítome del
guerrillero. Y, en los años ’70, el guerrillero era el epítome de lo macho. Esa era la asombrosa
novela que había escrito Puig en el año 1975, corrido de la Argentina por la Triple A, viviendo en
casas prestadas entre México y Nueva York, mirando en forma obsesiva viejos melodramas en
blanco y negro por televisión, noche tras noche (de ahí había sacado la herramienta con que
Molina seduce a Arregui en el libro: contándole películas, en la oscuridad de la celda, noche tras
noche).

Cuando el libro se publicó en España (ya había ocurrido el golpe en Argentina) tuvo, aquí y allá,
muchos más detractores que defensores. No sólo entre pacatos y reaccionarios: Ugné Karvelis, ex
esposa de Cortázar, recomendó a Gallimard no publicarlo “porque deja mal parada la lucha de los
revolucionarios latinoamericanos”, y la misma decisión tomaron casi todos los demás editores de
Puig en Europa. Era un libro-anatema para la época. Pero Puig estaba convencido, cuando se
instaló en Nueva York en 1976, que Hollywood llevaría su novela al cine. Incluso contrató (a de su
célebre tacañería) a la Agencia Lynn Nesbit para que lo negociara. Pero detestó que el interesad
mayor fuese un argento-brasileño llamado Héctor Babenco y que Babenco consiguiese interesar
para el papel de Molina a Burt Lancaster, quien estaba ya medio gagá y abrazó el proyecto como
una oportunidad única de hacer pública su homosexualidad, para espanto de los productores, que
respiraron aliviados cuando un episodio cardíaco bajó a Lancaster del proyecto. La agencia que lo
representaba informó entonces que el joven maravilla William Hurt estaba interesado en el papel
de Molina y que podían conseguir a un respetado actor de Broadway (el portorriqueño Raúl Juliá)
para hacer a Arregui.

Poco pareció importarles que, en la novela, Molina tuviese cuarenta años y Arregui veinticinco.
Menos aún que Babenco no hablara inglés y que Hurt hubiese detestado Pixote y que todos en el
set estuvieran al tanto de que Puig detestaba el guión tanto como al director y al actor principal (la
película se filmó en Brasil y Puig vivía allí desde 1980). Al segundo día de rodaje, Babenco y Hurt
casi se trompean y no se dirigieron más la palabra. Hurt dirigió sus escenas y también la actuación
de Juliá. Babenco sólo pudo encargarse de las breves (e interminables) secuencias kitsch con
Sonia Braga. Cuando la película estaba en montaje en Los Angeles, a Babenco le diagnosticaron
un cáncer: creyendo que se moría, prefirió volverse a Brasil con su familia y dejó la película en
manos de los montajistas. Nadie podía creerlo cuando la semihuérfana copia terminada empezó a
cosechar premios, desde Cannes hasta la noche de los Oscar.

Puig no había querido ir ni al estreno brasileño. En una fallida cena organizada por los productores,
Hurt le había confesado que, en sus años escolares, una pandilla de compañeros de curso le
habían dado una paliza y que ésa era la matriz que había usado para componer el personaje de
Molina. Puig contestó por lo bajo que Hurt nunca comprendería “cómo uno podía amar a esos
muchachos que te golpean en el patio”. En una carta que le escribe a Cabrera Infante es más
enfático aún: “Mataron el núcleo de la historia, que era la alegría de vivir y el humor de Molina. Hurt
está tan torturado y neurótico como en la vida real. El pobre Juliá está mejor, a pesar de que su
personaje casi no existe. Dudo que lo poco que queda conmueva a la gente”. Traicionado por
Hollywood, Puig se ilusionó con una revancha en Broadway y asistió a una reunión en Nueva York
con Hal Prince, responsable de las versiones musicales de Cabaret y Chicago e interesado en
hacer lo mismo con El Beso de la Mujer Araña. Según Prince, Puig lo trató con recelo hasta que él
dio a entender que la película no le había gustado nada: segundos después, el tímido escritor
escenificaba por toda la sala de reunión cómo debían ser los cuadros del musical. Los que
conocían a Male, la madre de Puig, decían que era el verdadero Manuel. Yo creo que no ha de
haber habido un Molina mejor que el encarnado por Puig en aquellas oficinas del centro de
Manhattan.

Pero la Maldición de la Mujer Defectuosa fue más fuerte: una sencilla operación de vesícula
terminó matando de manera absurda a Puig en Cuernavaca. Mientras tanto, en Nueva York, Prince
cambiaba una y otra vez de enfoque y guionista, acumulando un rojo de dos millones de dólares en
el banco cuando por fin estrenó en Broadway. En el camino, había traicionado las promesas
hechas a Puig en aquella reunión en Manha-ttan. Si Hurt había desvirtuado al Molina original, el
musical lo sometió a una indignidad mayor: lo desterró a personaje secundario. Quienes hayan
visto la película recordarán que Sonia Braga aparecía tres o cuatro veces “corporizando” los
melodramas que Molina le contaba a Arregui. En el musical, ése es el papel descollante: el que
tiene los mejores cuadros, las mejores canciones, el vestuario más impactante, el máximo tiempo
sobre el escenario. Todo lo que hacía inolvidable a Molina en la novela, en el musical lo hace no
una mujer defectuosa sino una potra.

Esa paradoja es el triste final, el castigo que sufrió El Beso de la Mujer Araña: que una obra que
celebraba como ninguna otra el encanto, el coraje y la nobleza de los gays feos, patéticos y
anónimos terminara teniendo como protagonista-fetiche a una mujer despampanante. El día en que
le den ese papel y el de Molina a un mismo actor, el día en que alguien sobre un escenario haga lo
que hizo Manuel Puig para Hal Prince en aquellas oficinas en el centro de Manhattan, terminará de
cerrarse el círculo y quizás así se extinga por fin la Maldición de la Mujer Defectuosa.

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