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David Wilkerson La Cruz Y El Punal PDF
David Wilkerson La Cruz Y El Punal PDF
L" U AL;
DAVI
WLKERSO.
-Si se me acerca - me
dijo hlicky con esa voz tor-
turada- lo mato .
-Podl'Ías hace rio- le
dije--. Pod rías cortarme on
mil pedazos y arrojarlos a la
calle, pero eso no camb ia-
ría lo qu e siento por ti.
,A. veces se reían de él, otra s lo amenazaban. Pero ;:1
día ocurrió ni milagro . . . varios líderes de pandillas
camorristas se arrod illaron en el pavimento ... r: ·
0; 9n00 ayuda.. .
Con pluma maestra David Wiikerson narra la histor ia
dramática y verídica de su rr.tsión entre los droqad ic-
tos, perdidos y enfan gados en los pecado s más borri-
. bies que uno se pueda imaginar. [1 autor pasó horas
amarqas, agonizantes en las caí.es de los bajos fondos
de la ciL~~ad ~e N~~v¿¡ York, hablandd dereqenerac ' ón
y renabilitación a Jovenes de pandillas pendencieras , .
endurecidas y llenas de los vicios más viles.
Cuando comience a leer LA CRUZ Y EL PUl\JAL no lo
podrá dejar de lado . Vivirá junto a los personajes mo-
mentos de temor, angustia, dolor y emoción que lo
llevarán de la tragedia a la aleqría, de las lágrimas a la
soruca, con la lectura de los hechos auténticos que
.aquí Sb 'elatan.
LA
CRUZ
y EL
PUNAL Por David Wilkerson
Con Juan y Elisabet Sherriil
Versión castellana: Benjamin E. MercadD
Editorial
lfíDA
ISBN 0-8297-0522-8
A mi esposa, Gwm
CAPITULO 1
Toda esta extraña aventura comenzó tarde una noche
mientras sentado en mi despacho leía la revista Lije, y volví
una página.
A primera vista, no parecía que hubiera nada en la página
que me interesara. Figuraba un dibujo a tinta de un
proceso que se realizaba en la ciudad de Nueva York, a
unos 560 kilómetros de distancia. No había estado jamás
en Nueva York, ni había deseado ir allí nunca, excepto quizá
para ver la estatua de la Libertad.
Comencé a dar vuelta la hoja. Pero al hacerlo, mi aten-
ción se concentró en la mirada de uno de los personajes
del dibujo. Era un muchacho. Uno de los siete muchachos
procesados por asesinato. El artista había captado una
mirada tal de estupor, de odio y desesperación en su rostro,
que abrí la revista cuán ancha era para observar con más
detenimiento. Y al hacerlo solté el llanto. "¿Qué me pasa?"
me dije en voz alta enjugándome impacientemente una
lágrima. Luego miré con más atención el dibujo. Los mucha-
chos eran todos jovencitos. Eran miembros de una pandilla
llamada los Dragones. A los dibujos de los muchachos les
seguía la historia de cómo habían ido al parque Highbridge
en la ciudad de Nueva York, donde habían atacado brutal-
mente y muerto a Michael Farmer, un joven de quince
años de edad que sufría de polio. Armados de cuchillos, los
siete muchachos habían asestado a la víctima siete puñala-
tIas en la espalda, para luego golpearlo en la cabeza con cin-
turones de cuero reforzados. Y se fueron limpiándose las
manos ensangrentadas en el pelo, diciendo: "Le dimos una
buena paliza." La historia me dio asco. Me revolvió el
estómago. En nuestro pueblecito ubicado en las montañas,
tales cosas eran misericordiosamente increíbles. Es por eso
que quedé pasmado ante el pensamiento que nació de re-
pente en mi cerebro, un pensamiento maduro, como si
procediera de alguna otra parte. •
Ve a la ciudad de Nueva York y ayuda a esos muchachos.
6 La cruz y el puñal
Lancé una ruidosa carcajada. "¿Yo? ¿Ir a Nueva York?
¿Un predicador rural meterse en une¡ situación que desconoce
por completo?"
Ve a la ciudad de Nueva YMk y eyuda a esos muchacnos.
El pensamiento estaba aún allí, vívido como siempre' y al
parecer del todo independiente de mis propios sentimientos
e ideas.
"Seré un necio si voy. No sé nada de muchachos como
ésos. Y no quiero tampoco saber nada de ellos."
Pero no había nada que hacer. La idea no se borraba de
mi mente: tenía que ir a Nueva York y además era im-
prescindible que lo hiciera de inmediato, mientras se ven-
tilaba el proceso.
CAPITULO 4.
Cuando regrese al automóvil, estacionado todavía en la
calle Broadway, Miles pareció muy contento de verme.
Tenía miedo que se hubiese enredado en su propio
proceso por asesinato, con usted como cadáver-me dijo.
Cuando le hablé de las dos pandillas con las que me
había encontrado a la hora de haber sentado pie en Nueva
York, acudió a la mente de Miles el mismo pensamiento
fantástico que se me había ocurrido a mí.
--Comprende, naturalmente, que no hubiera tenido ja-
más probabilidad alguna entre ellos si no hubiera sido ex-
pulsado de aquel tribunal y si no le hubieran sacado una
fotografía--me dijo.
34 La cruz y el puñal
Manejamos hacia el centro de la ciudad, y esta vez nos
dirigimos personalmente a la oficina del fiscal de distrito,
no porque tuviésemos ilusión alguna de que seríamos bien
recibidos, sino porque de esa oficina dependía de que viéra-
mos a los siete jóvenes en la cárcel o no.
-Quisiera que hubiese alguna forma-dije-de conven-
cerle que no me anima otro motivo que el bienestar de
esos muchachos al pedirle que me deje verlos.
-Reverendo Wilkerson, si cada una de sus palabras
procediera directamente de esa Biblia que usted tiene en la
mano, aun así no podríamos permitirle que los visite. La
única manera de que usted pueda ver a esos muchachos
sin el permiso del juez Davidson es mediante un permiso
escrito por cada uno de los padres.
¡Aquí se me abría otro camino de posibilidades!
-¿Me podría dar los nombres y las direcciones?
-Lo lamento. No estamos autorizados para hacerlo.
De nuevo en la calle saqué del bolsillo la página ahora
bastante ajada de la revista Lije. Aquí figuraba el nombre
del jefe de la pandilla: Luis Alvarez, Mientras Miles se
quedó en el automóvil fui a una confitería y cambié un
billete de cinco dólares-era casi todo el dinero que me
quedaba-por monedas de diez centavos. Luego, con ese
dinere comencé a llamar a todos los Alvarez de la guía
telefónica. Había como doscientos solamente en Manhattan.
-¿Es ésta la casa de Luis Alvarez, el que figura en el
juicio por la muerte de Michael Farmerr-s-preguntaba yo.
Se producía un silencio de persona ofendida. Seguían
palabras airadas. Y colgaban el teléfono de un golpe ha-
ciendo estrépito en mis oídos. Había usado ya cuarenta
monedas de diez centavos, y era evidente que nunca podría
comunicarme con los muchachos de esta manera.
Salí afuera y me uní a Miles en el automóvil. Ambos
estábamos desanimados. No teníamos la- menor idea de lo
que haríamos luego. Allí en el automóvil, entre los rasca-
cielos del Manhattan inferior que se erigían a nuestro
alrededor, incliné la cabeza. "Señor," dije erando, "si esta-
mos aquí por mandato tuyo, tú debes guiarnos. Hemos lle-
gado al límite de nuestras humildes ideas. Dirígenos adonde
debemos ir, puesto que no lo sabemos."
Comenzamos a manejar al azar en la dirección que lleva-
La cruz y tI puñal 35
ba el automóvil, que era norte. Quedamos atrapados en un
gigantesco embotellamiento de tráfico en Times Square,
Cuando finalmente logramos salir de esta congestión, fue
para perdemos en Central Park, Dimos vueltas y más
vueltas antes de comprender que allí los caminos formaban
un círcule. Finalmente enfilamos hacia una salida, cual-
quiera, una que nos sacara simplemente del parque. Nos
hallamos manejando por una avenida que nos llevaba al
corazón misme del barrio español del Harlem. Y de re-
pente tuve la misma sensación incomprensible de bajarme
del coche.
-Busquemos un lugar de estacionamiento-le dije a
Miles.
Nos detuvimos en el primer sitio de estacionamiento
vacante. Me bajé del coche y di unos cuantos pasos por la
calle. Me detuve ceníuso. Ese anhelo, esa sensación interior
había desaparecido. Un grupo de muchachos estaban sen-
tados en la escalinata de entrada de un edificio.
-¿En dónde vive Luis Alvarez?-le pregunté a uno de
ellos.
Los muchachos me miraron con hosquedad y no respon-
dieron. Caminé un poco más adelante sin rumbo fijo. Un
muchacho de color vino corriendo por la vereda.
-¿Usted busca a Luis Alvarez?
-Sí.
Me miró con extrañeza. -¿El que está preso ·por el mu-
chacho lisiado?
-Sí. ¿Lo conoces?
El muchacho me seguía mirando fijamente. -¿Es ése
su automóvil?-me preguntó.
Me estaba cansando de las preguntas. -Ese es mi coche,
¿por qué?
El muchacha se encogió de hombros. -Hombre-me di-
jo-ha estacionado el coche enfrente mismo de su casa.
Sentí un estremecimiento. Señalé hacia el viejo edificio
de departamentos frente al cual había estacionado el coche.
-¿Vive allí?-le pregunté casi con un susurro.
El muchacha asintió. A veces le he formulado preguntas
a Dios cuando las eraciones no han sido centestadas, Pere
la oración contestada es aún más difícil de creer. Le había-
mos pedide a Dios que nos guiara. Y él nos había llevado
36 La cruz y el puñal
a las puertas mismas de la casa donde vivía Luis Alvarez.
-Te doy gracias, Señor-dijo en voz alta.
-¿Qué dijo? .
--Gracias-respondí dirigiéndome al muchacho.- Gracias,
muchísimas gracias.
CAPITULO 5
-¿Sabes lo que creo que estás hadendo?-me dijo Gwen
Tomábamos juntos una taza de té en la cocina, antes de
emprender yo el viaje para la granja de mi abuelo-e- Creo
que necesitas sentir que formas parte de alguna gran tradi
40 La cruz y el puñal
ción, y que no te encuentras en aprietos solo. Yo creo que
quieres relacionarte de nuevo con el pasado y además creo
que tienes razón. Remóntate hasta donde puedes, David.
Eso es precisamente lo que necesitasahora.
Había llamado telefónicamente a mi abuelo para decirle
que quería verlo.
-Ven de inmediato, hijo-me dijo- Conversaremos.
Mi abuelo contaba setenta y nueve años de edad y estaba
tan fogoso como siempre. Había sido conocido en todo el
país en su juventud. Corría por sus venas sangre inglesa,
galesa y holandesa, y él mismo era hijo y nieto y quizá
tataranieto de un predicador. La tradición se pierde en los
albores de la historia de la Reforma protestante de la
Europa occidental y en las Islas Británicas. Según lo que
sé, desde los días cuando los clérigos comenzaron a casarse
en la iglesia cristiana, ha habido un Wilkerson en el ministe-
rio, y por lo general un ministro fogoso, también.
Fue un largo viaje el que realicé desde Philipsburg hasta
la granja ubicada en las afueras de Toledo, Ohío, en donde
mi abuelo disfrutaba de su jubilación. Pasé la mayor parte
del viaje, "relacionándome de nuevo con el pasado," según
me lo había dicho Gwen. Era un conjunto de vívidos re-
cuerdos, especialmente cuando entraba en juego mi abuelo.
Mi abuelo había nacido en Cleveland, Tennessee. A los
veinte años de edad era ya predicador. Y su juventud fue
una ventaja puesto que sn vida había sido dura. Mi abuelo
había sido un predicador que llevaba el evangelio de sitio
en sitio, lo que significaba que tenía que pasar mucho
tiempo de su ministerio a caballo. Cabalgaba en una yegua
llamada N ellie desde una iglesia a otra y por lo general
no solamente era el predicador sino el director del coro y el
portero. Era el primero que llegaba a 'la iglesia: encendía el
fuego en la estufa y barría todos los nidos de ratas y venti-
laba el lugar. Luego llegaba la congregación a la que dirigía
en viejos himnos, "Oh, que amigo nos es Cristo," "Gracia
maravillosa." Y luego predicaba.
La predicación de mi abuelo era muy inortodoxa, y algu-
nas de sus convicciones escandalizaban a sus contemporá-
neos. Por ejemplo, cuando mi abuelo era predicador joven,
se consideraba pecaminoso llevar cintas y plumas. En al-
gunas iglesias los ancianos llevaban tijeras sujetas a la cin-
La cruz y el puñal 41
tura por un cordón. Si una señora arrepentida pasaba al
altar llevando una cinta en el sombrero, las tijeras entraban
en actividad junto con un sermón intitulado: "¿Cómo podrá
ir al cielocon cintas en sus ropas?"
Pero mi abuelo cambió de punto de vista respecto de
EStas cosas. Al avanzar en años, desarrolló lo que él llamaba
"evangelización de costilla de cordero."
-Uno se gana a la gente como se gana a un perro-e-solía
decir-o Si ve pasar a un perro trotando por la calle con
un viejo hueso en la boca, no se le quita el hueso dicién-
dole que no es bueno para él. Lo que hará será gruñirle,
Ese hueso seco y viejo es lo único que tiene. Pero si uno
le tira delante una chuleta gorda de 'cordero, con seguridad
que va a dejar el hueso y agarrar la chuleta mientras que
al mismo tiempo meneará rápidamente la cola. Y se habrá
ganado un amigo. En vez de andar de aquí para allá qui-
tándole huesos a la gente o cortando plumas yo voy tirán-
doles costillas de cordero. Algo que tenga carne y vida.
Les voy a decir cómo pueden comenzar una nueva vida.
Mi abuelo predicó en carpas como así en iglesias y hasta
hoy cuando viajo por el país oigo narraciones de cómo el
viejito Jay Wilkerson solía mantener activas esas reuniones.
Una vez, por ejemplo, predicaba en una carpa en Jamaica,
Long Island. Asistía a la carpa una congregación numerosa
porque era el fin de semana del 4 de julio, día de la indepen-
dencia, y mucha gente estaba de vacaciones. Esa tarde mi
abuelo recibió la visita de un amigo que tenía un negocio de
ferretería. El amigo de mi abuelo le mostró cierto tipo de co-
hete que explotaba y desparramaba luces y echaba humo
cuando uno lo pisaba. Esperaba que esto fuera un artículo
que se vendería mucho el 4 de julio. Mi abuelo quedó
intrigado y compró algunos; los puso en una bolsita de -papel,
se los metió en el bolsillo y se olvidó de todo.
Mi abuelo predicaba de la nueva vida en Cristo, pero
también predicaba del infierno, y a veces lo describía en
forma muy vívida en lo que respetaba a lo que iba a ser
este lugar. Hablaba mi abuelo sobre esta tema esa noche
de julio cuando ocurrió que su mano tanteó el bolsillo
del saco y palpó los cohetes que había comprado. Con
mucho disimulo tomó un puñado y lo dejó caer detrás de
sí sobre la plataforma. Luego, con una perfecta ímpasíbili-
42 La cruz y el puñal
dad, simulando Que jamás había notado nada, continuó
hablando del infierno, mientras que el humo se levantaba
de detrás de sí y sobre la plataforma estallaban los cohetes.
Circuló la noticia de que cuando Jay Wilkerson hablaba del
infierno, uno casi POdía oler el humo y ver las chispas.
CAPITULO 7
Realicé mi VIaje siguiente a la ciudad de Nueva York
una semana más tarde en una extraña disposición de ánimo.
En parte estaba gozoso de mi nuevo sueño; y en parte me
hallaba profundamente deprimido y completamente confuso.
Cuánto más aprendía de la naturaleza del enemigo en la
gran ciudad, tanto más se destacaba, con amplios relieves,
mi falta de cualidades para combatirlo. El enemigo se movía
60 La cruz y el puñal
'Juan 3:3-6.
64 La cruz y el puñal
ven en estos gigantescos edificios que albergan casas de
departamentos; la mayoría de esas personas son de raza de
color y portorriqueños, y un elevado porcentaje de ellas re-
ciben una pensión de auxilio social suministrada por el
Estado.
Las pandillas pendencieras que han prosperado en esta
zona son segregadas: los Capellanes son muchachos de co-
lor, y los Mau Mau, portorriqueños. Las dos pandillas no
se combaten 'entre sí, sino que aunan fuerzas para proteger
su territorio contra otras pandillas. Y ahora le habían de-
clarado guerra a la policía.
Los muchachos tenían un método más bien original de
ataque: esperaban en la azotea con un saco de arena que se
sostenía en equilibrio en el borde mismo del techo. Cuando
pasaba un policía por la vereda dejaban caer el saco de
unos ochenta kilos. Hasta ahora no habían podido perfec-
cionar la sincronización y habían errado el golpe. Pero cada
vez pegaban más cerca. En represalia la policía usaba las
cachiporras a la menor provocación, y prohibía la reunión de
más de dos o tres muchachos juntos a la vez.
Decidí que no podría existir un campo de prueba más
eficaz para el Espíritu Santo que el conjunto de viviendas
Fort Greene, En las primeras horas de la mañana de un
viernes recogí a un amigo mío, un trompetista llamado
Jaime Stahl y los dos pasamos por el puente de Brooklyn
y penetramos en la hormigueante jungla de vidrios y ladri-
llos denominada plan de viviendas Fort Creene. Estaciona-
mos el automóvil cerca de una escuela en la calle Edwards
y comenzamos nuestro experimento.
-Tú te quedas aquí cerca de ese farol-le dije a Jaime-y
comienza a tocar la trompeta. Si se congrega una multitud,
yo puedo subirme al pedestal del poste del farol y hablarles.
-¿Qué quieres que les toque?
-¿Por qué no tocasFirmes y adelante"?
De manera que Jaime comenzó a tocar "Firmes y ade
lante," en la trompeta. Tocó ese himno una y otra vez. Lo
tocaba con viveza y volumen. Las ventanas de los departa-
mentos de enfrente se abrieron de par en par y la gente
asomó la cabeza. Los niños comenzaron a salir como hormi-
gas de los edificios. Docenas de pequeñuelos. Estaban entu-
La cruz y el puñal 65
siasmados con la música y continuaban preguntándonos:
-Señor, ¿viene el circo? ¿Va a haber un desfile?
Yo dije a Jaime que siguiera tocando.
A continuación comenzaron a llegar los muchachos. Todos
parecían vestir uniformes. Algunos vestían chaquetas de un
rojo subido con bandas negras en los brazos con las dos
letras M M cosidas audazmente en la espalda. Otros vestían
pantalones ajustados, camisas de colores brillantes y zapatos
continentales con suda fina y horma puntiaguda; estos mu-
chachos llevaban bastones. Casi todos tenían un sombrero
alpino. de aspecto distinguido, de ala angosta; casi todos
llevaban asimismo anteojos ahumados.
"Señor" me dije, "están buscando aquí algo bueno.
Quieren pertenecer a algo más grande que ellos mismos.
Ninguno de ellos quiere estar solo."
Después que Jaime hubiese tocado la pieza unas quince
o veinte veces, se había congregado una multitud de unos
cien muchachos y chicas. Remolineaban gritándose entre sí
y gritándonos a nosotros obscenidades mezcladas con rechi-
flas. Me subí al pedestal del poste del alumbrado y comencé
a hablar. El alboroto aumentó de volumen. No sabía qué
hacer. Jaime meneaba la cabeza y me decía algo. Por el
movimiento de sus labios pude interpretar que me decía:
"No te pueden oir.' En ese momento fuimos aliviados del
problema. De repente cesó la gritería. Por sobre sus cabezas
vi que un automóvil de la policía se detenía junto al cordón
de la vereda. Los policías salieron del automóvil y comenza-
ron a abrirse paso por entre la multitud empujando feroz-
mente con sus cachiporras.
-A ver, a ver, que circulen.
Los muchachos dieron paso a la policía pero cerraron filas
de nuevo.
-Bájese de ahí-me dijo uno de los policías-. Qué
está tratando de hacer? ¿Provocar un desorden?
-Estoy predicando.
-Bueno, usted no va a predicar aquí. Tenemos bastantes
problemas en este vecindario y no queremos correr el riesgo
de un amotinamiento.
y ahora los muchachos y chicas intervinieron. Expresaron
a gritos que la policía no nos podía impedir que predicáse-
66 La cruz y el puñal
mas. Eso era en contra de la Constitución, afirmaban. La
policía no sostenía el mismo punto de vista. Antes de que
Jaime y yo supiéramos lo que ocurría, éramos llevados a
empellones a través de la multitud hacia el coche policial.
En la comisaría volví al tema que los muchachos habían
empleado. -Permítanme preguntarles algo-s-les dije-. ¿No
tengo dereche como ciudadano de hablar en tilla calle
pública?
-Lo puede hacer-admitió la policía-si habla al amparo
de la bandera nacional.
De manera que media hora después Jaime comenzó a
tocar "Firmes y adelante" de nuevo. Esta vez teníamos una
enorme bandera nacional que flotaba a nuestra espalda, que
nos había prestado el comprensivo director de la escuela. Y
esta vez en lugar de predicar desde la base del poste del
alumbrado, tenía el taburete de un piano.
Jaime tocaba la trompeta hacia el norte y hada el sur,
hacia el este y hacia el oeste. De nuevo se abrieron las
'Ventan'a'S "Y lo'S peqm:ñu.elO'il nos ToUe'aH'¡n como holm;'~'O.~. y
de nuevo nos vimos confrontados minutos más tarde con
una multitud que nos rechiflaba y gritaba. La única diferen-
cia era que ahora éramos héroes, porque una vez más nos
habíamos visto confrontados con el brazo de la ley.
Nuestra nueva popularidad, sin embargo, no mejoró el
comportamiento de nuestro auditorie, De nuevo me puse
de pie en el taburete y traté de hablar por encima del tu-
multo.
-Soy un predicador rural-les dije-que se halla a 560
kilómetros de su casa y que tiene un mensaje para ustedes.
Nadie me escuchaba. Directamente en frente de mí un mu-
chacho y una chica bailaban el "fish." Las ondulantes caderas
provocaban exclamaciones de aprobación y el palmoteo de
los espectadores. Otros se plegaron a los danzarines con el
cigarrillo colgándoles de la comisura de los labios, el cuerpo
palpitante de excitación. No era un marco apropiado para el
sermón,
En desesperación incliné la cabeza.
-Señor-dije-no puedo ni, aún conseguir que me
atiendan. Si tú haces una obra aquí te tengo que elevar una
petición aún por este.
Mientras estaba aun orando comenzó el cambio. fueron los
La cruz y el puiíal 67
niñitos más pequeños los que primero se tranquilizaron.
Pero cuando abrí los ojos noté que muchos muchachos de
más edad, que habían estado recostados contra la cerca de
la escuela fumando, se habían enderezado, se habían quitado
el sombrero y ahora estaban allí con la cabeza levemente
inclinada.
Quedé tan sorprendido por este silencio repentino que
no podía hallar palabras.
Cuando finalmente comencé a hablar, escogí a Juan 3:16
como mi versículo: "Porque de tal manera amó Dios al
mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna."
Les dije que Dios los amaba tal corno eran, allí mismo.
Dios sabía lo que eran. Conocía el odio y la ira que alberga-
ban en su corazón. Sabía que algunos de ellos habían come-
tido crímenes. Pero Dios veía también lo que iban a ser en el
futuro, y no solamente lo que habían sido en el pasado.
Eso fue todo. Dije lo que tenía que decir, y dejé de hablar.
Un silencio pesado, elocuente, se cernía sobre la calle.
Podía oir el tremolar de la bandera en la suave brisa que
soplaba. Les dije a los muchachos y a las chicas entonces
que iba a pedir que les ocurriera algo especial. Iba a pedir
un milagro: que en el momento siguiente sus vidas fueran
cambiadas por completo. Incliné la cabeza de nuevo y oré
que el Espíritu Santo realizara su labor. Levanté la cabeza.
Nadie se movió. Pregunté si había alguien que quería pasar
al frente donde podíamos hablar. Nadie respondió. Era
una situación embarazosa. Había hecho un experimento de-
jando que el Espíritu Santo nos dirigiera. Y al parecer el
Espíritu Santo no nevaba a ninguna parte. Y luego, de
repente, oí que yo mismo deda. sin intendón de mi pa.rte:
-Muy bien, ahora. Me han dicho que ustedes tienen un
par de pandillas muy valientes aquí en Fort Greene. Quie-
ro hablar con los presidentes y vicepresidentes de esas
pandillas. Si ustedes son tan grandes y tan fuertes, no
tendrán reparo en venir y estrechar la mano a un predicador
flaco.
Aun no sé porque lo dije, pero al mirar retrospectivamente
ahora, fue quizá lo más oportuno que podría haber dicho.
Durante un minuto nadie se movió. Luego desde el fondo al-
guien gritó: -¿Qué pasa, Buckboard? ¿Le tienes miedo?
68 La cruz y el puñal
Lentamente un muchacho de color, de imponente estatura
dejó el lugar ubicado detrás de la multitud y comenzó a
avanzar. Un segundo muchacho le siguió. Este llevaba un
bastón y ambos tenían anteojos ahumados. De paso se les ple-
garon dos muchachos más y los cuatro formaron un grupo
enfrente del taburete del piano.
El grandote avanzó unos cuantos centímetros. -Deslíceme
un poco de piel, predicador-me dijo-. Yo soy Buckboard,
presidente de los Capellanes.
Yo desconocía aun la jerga de Nueva York y cuando él
me extendió la mano, traté de estrechársela.
-Deslícela no más, predicador-me dijo Buckboard e hi-
zo deslizar la palma abierta de su mano junto a la mía.
Allí se quedó por un minuto examinándome con curiosidad.
-Usted es un hombre bueno, predicador. Me entusiasma.
Buckboard luego me presentó a su vicepresidente, Stage-
coach y a sus dos lugartenientes.
¿Qué iba a hacer ahora? El corazón me latía con violencia.
Le hice seña a Jaime y caminamos con los cuatro muchachos
unos cuantos metros, separándonos de la multitud. Stage-
coach seguía diciendo que "nos captaban la onda."
-Usted sabe, David-me dijo-hay una viejecita que
viene por aquí vestida con una capa negra y una canasta
llena de dulces, y siempre les habla a los muchachos que
no deben pelear. Es una buena mujer, pero no le captamos
la onda.
Les dije a los cuatro muchachos que no era a mí que me
captaban la onda sino al Espíritu Santo. Les dije que el
Espíritu Santo procuraba penetrar hasta el orgullo ... -y
su arrogancia también-les dije mirándolos directamente a
los ojos, y-su satisfacción de sí mismos. Todo es simple-
mente una caparazón para ocultar el verdadero muchacho
solitario y asustado como lo son ustedes. El Espíritu Santo
quiere atravesar esa caparazón y ayudarlos a comenzar de
nuevo.
-Hombre, ¿qué tenemos que hacer?
Miré a Jaime y la expresión de su rostro no me prestó
ayuda alguna. En una iglesia podía haberle pedido a estos
muchachos que vinieran al altar y se arrodillaran allí. Pero
¿cómo podría pedirle a cualquiera que hiciera eso en una calle
pública, frente a sus amigos?
La cruz y el puñal 69
y sin embargo quizá fuese un paso intrépido, decisivo,
comoéste lo que se necesitaba.
. El cambio que pedíamos para su vida era drástico, de
manera entonces que quizá el símbolo también debía ser
drástico.
-Qué tienen que hacer?-les dije-. Sencillamente, quie-
ro que se arrodillen aquí en la calle y le pidan al Espíritu
Santo que penetre en sus corazones para que se conviertan
en un hombre nuevo. "Nuevas criaturas en Cristo," es lo
que la Biblia nos dice, esto lo pueden experimentar ustedes
también.
Se produjo una larga pausa. Por primera vez comprendí
vagamente que la multitud esperaba, sin hacer ruido, para
ver lo que iba a ocurrir. Finalmente Stagecoach dijo en una
voz de modulaciones extrañamente roncas:
-Buckboard, ¿quieres ir? Si lo haces, yo también lo haré.
y ante mis sorprendidos ojos, estos dos jefes de una de las
más temibles pandillas pendencieras de toda la ciudad de
Nueva York lentamente cayeron de rodillas. Sus lugartenien-
tes los imitaron. Se sacaron el sombrero y lo sostuvieron
respetuosamente frente a ellos. Dos de los muchachos ha-
bían estado fumando. Cada uno de ellos se sacó el cigarri-
llo de la boca y lo tiró lejos, en donde quedaron humean-
do en la cuneta mientras yo pronunciaba una corta oración.
-Señor ]esús-dije-aquí tienes a cuatro de tus hijos,
haciendo algo que les es muy muy difícil. Están arrodillados
aquí ante todos los demás pidiéndote que penetres en sus
corazones y los renueves. Quieren que tú quites de ellos
el odio, el deseo de reñir y la soledad. Quieren saber por
primera vez en su vida que son amados en realidad. Te
piden, esto de ti y tú no los desilusionarás. Amén.
Buckboard y Stagecoach se pusieron de pie. Los dos
lugartenientes los siguieron. No levantaron la cabeza. Sugerí
que tal vez quisieran estar a solas por un tiempo, quizá
encontrar una iglesiaen algún lugar.
Aun sin hablar, los muchachos se dieron vuelta y comen-
zaron a avanzar por entre la multitud. Alguien gritó: -Eh,
Buckboard, ¿cómo se siente uno cuando acepta la religión?
Buckboard les dijo que se callaran la boca y dejaron de
70 La cruz y el puñal
provocarlo. Supongo que si alguien lo hubiese realmente
irritado, Buckboard no hubiese tenido la gracia suficiente
para proceder sin violencia.
CAPITULO 8
Me parecía que había pasado el primer jalón del camino
hacia mis sueños. Me habían dado esperanzas, casi más de
las que yo podía asimilar. Hasta me atreví él pensar que
quizá al fin me permitirían ver él Luis. Supe por Angelo
que Luis sería transferido a la prisión de Elmira, Nueva
York.
-¿Crees que tendré oportunidad de verle?-le pregunté
a Angelo.
-No tiene la menor posibilidad, David. Será necesario
hacer trámites ante las autoridades correspondientes, y una
vez que sepan que usted es el predicador que fue expulsa-
do de los tribunales, jamás lo dejarán entrar.
Aun así quería intentarlo. La próxima vez que mis cam-
pañas de predicación me llevaron a la vecindad de Elmira,
72 La cruz y el puñal
investigué respecto de los procedimientos a seguir para ver
al muchacho. Me dijeron que escribiera una carta, que
expresara qué relación me unía al preso y por qué quería
verlo. El pedido sería entoncesconsiderado.
No había nada que hacer: tendría que decir la verdad y
nunca me permitirían entrar. Pero supe que algunos mu-
chachos eran transferidos a Elmira ese mismo día. Fui a
la estación y esperé. Cuando llegó el tren, bajó un grupo de
unos veinte muchachos a quienes pusieron de inmediato en
marcha. Observé sus rostros pero Luis no estaba entre ellos.
-¿Conoces a Luis Alvarezr-c-pregunté acercándome a uno
de los muchachos que consiguió decirme-no-antes de que el
guardia nos separara con gesto de enojo.
CAPITULO 9
El mes de julio llegó con extraordinaria rapidez. Era un
espectáculo en muchos sentidos, el que estábamos organizan-
do en el Estadio Saint Nicholas, y yo jamás había com-
prendido cuánto trabajo se requiere para preparar una
concentración como ésta. A fin de transportar a los jóvenes
a través de territorio enemigo, que ellos temían tanto, organi-
zamos un sistema de autobuses especiales que recogería a
cada una de las pandillas en su propio territorio, y las
llevaría sin paradas al Estadio. Numerosos jóvenes proce-
dentes de las sesenta y cinco iglesias que auspiciaban la
concentración recorrían las calles, comunicándoles a los miem-
bros de las pandillas las últimas noticias sobre los preparati-
vos.
Realicé mi último viaje a mi casa para ver a Gwen antes
de que comenzara la concentración.
-David-me dijo-no voy a tratar de ocultar que desearía
que estuvieses en casa cuando nazca el bebé.
-Losé.
Se trataba de un asunto que no mencionábamos con
La cruz y el puñal 81
frecuencia. Mi suegra se sentía irritada conmigo al saber
que me encontraría fuera de casa precisamente cuando na-
ciera el bebé. Me dijo que nosotros los hombres éramos todos
iguales, que el verdadero cristianismo comenzaba por casa
y que si no tenía un mayor respeto por mi esposa, no la
merecía siquiera. Todas estas observaciones me herían en lo
vivo porque contenían un elementode verdad.
-Pero David-s-continuó diciéndome Gwen-en el pasado
han nacido bebés sin la ayuda del padre. El doctor no
permitiría que me sostuvieras la mano, y eso es lo que yo
querría. De manera que te echaría de menos aun cuando
estuvieses en la habitación contigua. Tú sientes que debes
ir, ¿verdad?
-Sí.
-Luego ve contento y que Dios te acompañe, David.
Dejé a Gwen, de pie en el patio, saludándome con la
mano, en un estado avanzado de gravidez. Cuando la viera
la próxima vez el milagro del nacimiento habría ocurrido.
Me pregunté si yo a mi vez tendría que informarle a ella
respecto de nuevos nacimientos.
CAPITULO 10
Era casi la hora de que comenzara el culto. El Estadio
se llenaba gradualmente de gente en esta noche final de la
concentración. Se hallaban ya en el Estadio muchas más
personas de las que habían venido en cualquiera de las
noches anteriores. Vi a algunos de los Capellanes; vi los
Dragones, y algunos GBI. Entre ellos me fue interesante
notar que se encontraba María.
Pero no podía ver a los Mau Mau por ninguna parte,
88 La cruz JI el puñal
aunque busqué con la vista las chaquetas de rojo subido
con la doble M.
No me había podido olvidar del rostro atrayente y las
maneras francas de Israel, presidente de los Mau Mau.
Había ido a invitar a esta pandilla a la concentración, en
calidad de huéspedes especiales y para informarles respecto
del autobús especial que había contratado para ellos. Cuando
les dije que reservaría algunos asientos en las primeras filas
especialmente para ellos, Israel me prometió venir y traer a
los demás.
Pero era la última noche y no estaban allí y yo creí saber
la causa: Nicky. Había estado hirviendo de rabia y hosco
mientras Israel y yo hablábamos, exudando un odio pro-
fundo hacia mí y hacia todo lo que yo representaba.
Me acerqué a la ventana que daba a la calle. Un autobús
llegaba en ese momento. Me dí cuenta que eran los Mau
Mau aun antes de que los viera. Lo sabía por la manera
en que el autobús se detuvo junto al cordón de la vereda,
enfiló a toda velocidad, como si el conductor casi no pudiera
esperar librarse de esos pasajeros. Las puertas delanteras y
traseras se abrieron y del interior del vehículo salieron
desparramados casi cincuenta jóvenes gritando y empuján-
dose y preparados para una fiesta. Uno de los muchachos
arrojó, al bajarse, una botella vacía de vino. A poca distancia,
entre la parada del autobús y la entrada del Estadio, reco-
gieron a varias muchachas que estaban por allí en pantalones
cortisimos y una especiede corpiño breve.
-Señor-dije en voz alta-ten qué me he metido?
Les había pedido a los ujieres que reservaran las tres
primeras filas de asientos en el Estadio, pero no les había
revelado para quiénes eran. Ahora .el jefe de los ujieres se
me acercó corriendo, excitado y perturbado.
-Reverendo Wilkerson, no sé qué hacer.- Me llevó apar-
te hasta una de las galerías y desde allí señaló el Estadio en
donde Israel y Nicky avanzaban golpeando el piso del pasi-
llo con los bastones, silbando y burlándose a medida que
avanzaban. -Esos son Mau Mau-me dijo el jefe de los
ujieres-o Yo no creo que pueda impedir que se sienten en
esos asientos reservados.
-Está bien-le dije-. Esos asientos son para ellos. Son
amigos míos.
La cruz JI el puñal 89
Pero aparenté más confianza de la que sentía. Dejé al
ujier pestañeando, y mirándome fijamente. Bajé rápidarnen-
te las escaleras a los camarines. Allí encontré un ambiente de
graves presentimientos.
-No me está gustando el cariz que toman las cosas-di-
jo el administrador del Estadio-. Aquéllas son pandillas
rivales, y de un momento a otro se podría producir una
batalla campal.
-¿No cree que debemos llamar a más policías, por si
acaso?-preguntó uno de los ministros evangélicos que cono-
cía a las pandillas.
Miré de nuevo. Una de nuestras propias jóvenes, una
extraordinaria cantante, hermosa como una estrella de cine,
caminaba hacia el centro del escenario que había sido levan-
tado a un extremo del Estadio.
-Veamos cómo le va a María-dije-. Quizá no tenga-
mos que llamar a la policía. Quizá podamos calmar la bestia
salvaje con un himno.
Pero cuando María Arguinzoni comenzó a cantar, la gri-
tería y los silbatos se redoblaron. '
-¡Eh, piba! ¡Cuidado con las curvas!
-¿Tendrías tiempo después de la función para un pobre
pecador como yo?
-¿Cómo te llamas, encanto?
Los muchachos estaban de pie en los asientos bailando
el "fish" y las muchachas en sus pantalones cortos y sus
corpiños brevísimos, giraban al compás del himno evangélico
que cantaba María. Levantó la vista hacia donde yo estaba
en las alas del edificio y con sus ojos me interrogó qué
debía hacer. A pesar de los vítores y aplausos y los gritos
pidiendo otro himno, le hice señal de que se retirara.
-¿Quiete suspender el culto, David?
-No, todavía no. Esperemos un poco más. Voy a tratar
de hablarles. Si usted ve que las cosas no marchan bien,
luego puede hacer lo que quiera.
Subí al escenario. Fue una larga caminata hasta el centro
del escenario. Y naturalmente Israel tuvo que hacerme saber
que estaba allí.
-¡Eh, David! Aquí estoy. Le dije que vendría y que
traería a mis muchachos.
90 La cruz y el puñal
Me volví para sonreirle y mis ojos se encontraron ron
la mirada fría de Nicky, Luego tuve una repentina inspira-
ción.
-Vamos a hacer algo distinto esta noche-anuncié por
el sistema de altoparlantes-o Vamos a pedir a las pandillas
mismas que recojan la ofrenda. Y al hablar miraba fijamente
a Nicky. Quiero seis voluntarios.
Nicky se puso de pie de un salto, dibujándose en su
rostro la incredulidad y un triunfo secreto. Señaló a cinco
Mau Mau y los seis avanzaron y se colocaron frente al
escenario. Un buen resultado de mi decisión era ya evidente;
el auditorio en el Estadio estaba atento. Centenares de jó-
venes dejaron de hacer piruetas y se inclinaron hacia ade-
lante con un sentimiento de intensa expectación. Caminé
hacia uno de los costados y tomé los envases en donde se
recogería la ofrenda de las manos de los sorprendidos ujie-
res. -Ahora-les dije a los muchachos al entregarles estos
envases-s-cuando hayan recogido la ofrenda quiero que me
la traigan pasando por detrás de aquella cortina y subiendo
al escenario.
Les señalé el lugar, observando el rostro de Nicky. Detrás
de esas cortinas, además de las gradas por las que se subía
al escenario había una puerta que daba a la calle. Una
flecha de gran tamaño señalaba una palabra: SALIDA.
Nicky aceptó el envase solemnemente, pero en sus ojos
podía leerse la burla y el desprecio.
y fue así que mientras que tocaba el órgano, Nicky y
sus muchachos levantaron la ofrenda. Y se comportó muy
bien en lo que respecta a levantar fondos. Nicky tenía
dieciséis cicatrices en su haber y se le conocía como un
temible peleador a cuchillo no solamente entre los muchachos
de Brooklyn, sino entre las pandillas de Manhattan y del
Bronx. Era también famoso por sus tácticas armado de un
bate de béisbol. Los diarios le habían puesto el sobrenom-
bre de "el peleador del tacho de basura," porque en una
riña Nicky se ponía un tacho vacío de basura sobre la
cabeza y se lanzaba al combate blandiendo ciegamente el
bate en un círculo mortal. Cuando Nicky se colocaba al
final de una de las hileras de asientos, sacudiendo el envase
con las monedas, los muchachos buscaban hasta el último
centavo en el bolsillo.
La cruz y el puñal 91
Cuando quedó satisfecho de que había recibido lo sufi-
ciente, les hizo una señal a los otros muchachos y juntos
avanzaron hacia el frente y se metieron detrás de la cortina.
Yo esperé, de pie en el escenario. Una ola de risitas corrió
por el auditorio. Pasó un minuto. Las muchachas se tapa-
ban la boca tratando de sofocar la risa. Pasaron dos minutos.
y ahora la risa sofocada hizo explosión en sonoras carcaja-
das, y mi inspiración se evaporó convirtiéndose en la mas
abyecta locura ante mis ojos. Los muchachos estaban de pie,
golpeando el suelo con los pies y gritando y burlándose.
De repente se produjo un tremendo silencio. Volví la
cabeza. Nicky y los demás cruzaban el escenario hacia mí,
sosteniendo en la mano los envases llenos de dinero. Nicky
me miró con una expresión de asombro, de miedo casi, sí,
como si él mismo no pudiese entender lo que hacía.
-Aquí está su dinero, predicador-me dijo, no con corte-
sía, sino con enojo, con renuencia, como si se le arrancaran
las palabras.
-Gracias, Nicky-le dije con una entonación que quería
ser indiferente. Me dirigí al púlpito como si no acabase de
vivir los dos minutos peores de mi vida. Reinaba un profundo
silencio en el auditorio en circunstancias que los seis mu-
chachos regresaron a sus asientos. Comencé a hablar con el
corazón latiéndome de esperanzas. Pero si pensaba que me
había captado la simpatía de la multitud para mi mensaje,
estaba gravemente equivocado. Había captado su atención,
pero al parecer no-. podía llegar hasta su corazón.
No podía comprender qué tenía de malo mi sermón.
Había hecho todo lo posible para hacerlo un buen sermón.
Había pasado horas preparándolo; había orado por cada
línea. Había ayunado con la esperanza de que esto fortale-
cería mi presentación y mi fuerza de persuasión. Pero bien
podría haberme puesto de pie y haber leído un informe de
la Bolsa de Comercio. Nada de lo que yo decía les parecía
real a estos muchachos. Nada les llegaba al corazón. Pre-
diqué por unos quince minutos, y todo lo que presentía era
la creciente inquietud de la muchedumbre. Había llegado
al punto en mi sermón donde cité el mandamiento de amar-
nos los unos a los otros.
Repentinamente uno se puso de pie de un salto en la
segunda fila. Se paró en el asiento y gritó:
92 La CTUZ y el puñal
"'::"'¡Un momento, predicador! ¡Un momento! ¿Me quiere
decir que debo amar a esos atorrantes? Uno de ellos me
hizo un tajo con una navaja. Yo los quiero, sí-cuando estoy
armado de un tubo de plomo.
y otro muchacho, esta vez de la sección ocupada por los
de la pandilla Quemadores del Infierno se puso de pie de
un salto y se rasgó la camisa.
-Me metieron una bala aquí, predicador. Lo hizo una
de esas pandillas de negros. ¿Y usted me dice que yo debo
amarlos? Usted está loco.
y parecía una locura en aquella atmósfera saturada de
odio. No parecía humanamente posible. -No es algo que
podamos alcanzar por nuestro propio esfuerzo-lo admití-o
Es del amor de Dios del que estoy hablando. Sencillamente
tenemos que pedirle a él que nos dé esa clase de amor.
Nosotros mismos no podemos producirlo.
y en ese momento, repentinamente, con brillante claridad,
comprendí que estas palabras estaban dirigidas a mí mis-
mo. ¿No era esta precisamente la lección que había aprendi-
do de Jo-Jo? Es poquísimo lo que nosotros, seres humanos,
podemos hacer para transformamos a nosotros mismos cam-
biar a los demás, o sanarlos, o reemplazar el odio con
el amor. Podemos presentar nuestro corazón y nuestra mente
a Dios, pero luego entonces, debemos dejarlos allí.
Incliné la cabeza, como lo había hecho en la calle. En
ese momento al instante transferí el culto. -Bien, Jesús-di-
je orando-no hay nada más que yo pueda hacer. He invita-
do a estos jóvenes aquí y ahora me voy a hacer a un lado.
Ven, Espíritu Santo. Si quieres allegarte al corazón de estos
muchachos y chicas, tendrás que hacerlo por intermedio de
tu presencia. Haz tu voluntad, Señor.
CAPITULO 11
Me trasladé del calor sofocante de las calles de Nueva
York a la frescura de las colinas de Pensilvania en un rápido
viaje por la autopista. Yo debía haber disfrutrado del con-
traste. Pero a cada kilómetro pensaba en Buckboard, Stage-
coach, Nicky e Israel. María, Jo-Jo y Angelo: muchachos y
chicas cuyas vidas estaban tan extrañamente entrelazadas
con la mía.
y ocurrió lo mismo en Philipsburg, Me senté a la sombra
en el patio de atrás de la casa, bebiendo una naranjada
que Gwen me había preparado, observando al bebé en la
cuna de mimbre, bajo los árboles. Y me encontré de pronto
pensando en los muchachos de Nueva York, riñendo por el
derecho de sentarse en una de las esquinas calurosas de un
parque público.
-Tu parroquia es Philipsburg-me recordó Gwen dulce-
mente una noche, cuando había estado expresando en alta
voz durante media hora mi preocupación por Angelo Morales,
que había resuelto ser un predicador del evangelio pero no
tenía dinero para ir a la escuela-o No debes descuidar tu
propia iglesia.
Gwen tenía razón, naturalmente, y durante los seis meses
siguientes trabajé con todo ahinco por aquella iglesia rural.
Era una labor que me satisfacía y amaba el trabajo, pero
el otro lugar nunca estaba muy lejos de mis pensamientos.
-He notado-uno de mis feligreses me dijo-que usted
La cruz y el puñal 97
nunca se entusiasma tanto por las cosas de aquí como por
las de los muchachos en la ciudad.
Tragué saliva. No había pensado que lo exteriorizaba.
Pero se manifestara o no, lo cierto es que se insinuaba a
veces una idea que me alarmaba: de que llevara a mi familia
y me trasladara a Nueva York para dedicar exclusivamente
mi tiempo a ayudar a esos muchachos. Quizá jamás podría
conseguirles su casa, pero podía trabajar con ellos en las
calles.
La idea era persistente. Meditaba en ella mientras viaja-
ba por el campo ese otoño e invierno realizando visitas
pastorales. Prediqué sermones respecto de saber cómo hallar
la voluntad de Dios, esperando saber de alguna forma cómo
obtener la orientación divina.
Especialmente pensé en esto en cierta colina. Siempre,
desde que era niño, he llevado mis más profundas perpleji-
dades a las montañas. Una en particular oyó mis quejas
de niño: Old Baldy (el Viejo Calvo) una pequeña mon-
taña de cima redondeada ubicada cerca de nuestra casa
en Barnesboro, Pensilvania,
Desde el Viejo Calvo podía divisar mi casa y observar a
mis padres y a los otros niños yendo de una parte a otra
en el vecindario tratando de encontrarme. A veces me que-
daba allá arriba la mayor parte del día, pensando en los
problemas que un niño tenía que vencer. Cuando me bajaba
siempre me castigaban, pero la varilla de mi padre nunca me
impidió hacer el viaje de nuevo, puesto que allá arriba
encontraba la soledad y el aislamiento que necesitaba.
Y lo necesitaba urgentemente ahora. No lejos de la iglesia
existía una vieja mina abandonada. Escogí este lugar para
que fuera la versión del Viejo Calvo en mi edad adulta.
Podía ver la iglesia desde esta colina, y si estacionaba el
coche en un cierto lugar, Gwen podía verlo y no se preocu-
paba de mí cuando me ausentaba por largo tiempo.
En aquella colina consideré el asunto. ¿Sería posible, me
preguntaba, que este impulso de ir a Nueva York proce-
diera de Dios? ¿Debía en realidad dejar esta iglesia y trasla-
darme con Gwen y nuestros tres niñitos a una ciudad sucia,
con todos los problemas del diario vivir? No recibí de inme-
diato una respuesta definida y clara. A semejanza de la
mayor parte de las orientaciones, la recibí gradualmente. Mi
98 La cruz y el puñal
primer paro consistía en una visita de regreso a Nueva York.
-¿Te das cuenta que ha pasado un año desde que fui
expulsado del proceso por el asesinato de Michael Far-
rner?-le pregunté a Gwen una mañana de febrero.
-¿Ah, sí?-dijo Gwen.
-¿Qué me quieres decir con eso?
-Estás pensando en volver a Nueva York, ¿verdad?
Yo me reí. -Bueno, estaba pensando hacer una visita
cortísima. De una noche.
-Ahá.
CAPITULO 12
Sentado en mi silla tapizada de cuero marrón en mi
despacho en Philipsburg recordaba con satisfacción los últi-
mos pocos meses. Era la hora en que solía mirar la televisión
y me parecía que-tenía motivos para dar gracias por aquella
decisión que había tomado. Había escrito al Instituto Bíblico
Latino Americano ubicado en La Puente, California, respec-
to del sueño que tenía Nicky de ingresar en el ministerio.
No había ocultado su pasado y reconocía francamente que
no había vivido esa nueva vida aún lo suficiente como para
demostrar lo genuino de su cambio. ¿Lo aceptarían, pregun-
taba yo en mi carta, como estudiante a prueba?
Me contestaron afirmativamente. Y no sólo eso sino que
se sentían tan intrigados con la historia de la transforma-
ción de un muchacho de la calle que poco después invitaron
a Angelo Morales para que ingresara también m el Instituto.
No, reflexionaba yo, no había duda. Buckboard y Stage-
coach andaban bien, Nicky y Angelo se hallaban en camino
110 La cruz y el puñal
de convertirse en ministros evangélicos: todo señalaba el
completamíento gozoso de una tarea a la que había sido
llamado a colaborar.
No se me dejó descansar en este erróneo equilibrio por
mucho tiempo. En la primavera del año 1959 recibí noticias
que me pusieron de nuevo en actividad en la senda que yo
me había imaginado sería corta. Israel estaba en la cárcel.
y no lo estaba por un delito menor: estaba en la cárcel
por asesinato.
Me trasladé a Nueva York para ver a la madre de Israel.
-Mi hijo se portó bien por un tiempo-dijo la madre
de Israel, meciéndose de un lado para otro presa de pro-
fundo dolor-o Se asentó y cuando se iniciaron las clases
empezó a estudiar. Pero entonces la pandilla se organizó de
nuevo. ¿Sabe usted lo que es el "reclutamiento" señor
Wilkerson?
Sabía muy bien lo. que era el reclutamiento. Cuando
las pandillas apenas comenzaban o cuando se reducía el
número de sus componentes por una razón u otra, cualquier
muchacho de la vecindad quedaba sujeto a una de las in-
venciones más crueles de las pandillas pendencieras. Sim-
plemente lo reclutaban: lo detenían en la calle y le decían
que desde ese momento era miembro de la pandilla y que
tenía que participar en las riñas y obedecer todas las órdenes
de la pandilla.
¿Y si se negaba?
Primero le daban una paliza. Si aún se negaba, le que-
braban el pulgar o un brazo. Si se negaba todavía se le
amenazaba de muerte. Ninguno que conoce las pandillas
toma esas amenazas a la ligera; la mayor parte de los
muchachos se incorpora. A Israel le hicieron varios disparos
de arma antes de que volviera a la pandilla.
-Mi hijo estaba tan asustado-dijo la madre de Israel-.
Y volvió. Una noche hubo una gran riña. Mataron a uno
de los otros muchachos. Nadie trató siquiera de decir que
Israel era el que lo había muertO~Rero él se encontraba con
los matadores, de manera que lo metieron en la cárcel.
La madre de Israel me mostró na carta del muchacho,
ajada y manchada de lágrimas. ecía que se afligía de la
tragedia por amor a ella. No parecía amargado. Hablaba del
día cuando lo pondrían en libertad. Y hasta habló de mí,
La cruz y el puñal 111
diciendo que lo que le había ocurrido a él "sería una tristeza
para el predicador, cuando lo descubra. Dígale a David que
quisiera saber de él."
¿Qué podríamos haber hecho? ¿Cómo podríamos haber
impedido que Israel cayera en la cárcel? ¿Le habría sido
de ayuda si yo hubiera estado más cerca para darle consejos
y ofrecerle mi amistad? ¿Habría sido algún bien si lo hu-
biéramos sacado de aquella" vecindad, lejos de la pandilla
que lo reclutó y de la vida que lo emponzoñaba?
Le pregunté esto a la madre de Israel, y ella sacudió
la cabeza, quejándose de pesar.
-Quizá-me dijo-s-. No lo sé. Mi hijo se portó bien por
un tiempo, y luego regresó a la pandilla. El quería ser
bueno. Ayúdelo, señor Wilkerson.
Le prometí que haría todo lo que pudiera. Para comenzar
le dije que por lo menos podría enviarle a Israel algunos
cursos bíblicos por correspondencia en la cárcel.
No podía quitarlo de mi mente, ni de día, ni de noche.
Le hablé a Gwen respecto de él. Le pregunté a la gente de
la iglesia lo que hubieran hecho en mi lugar allí donde
yo fracasé. Le escribí pero descubrí que no podía contestar-
me. Solamente podía escribirles a sus familiares más ínti-
mos. Hasta los cursos por correspondencia tenían que enviarse
por intermedio del capellán de la prisión. A principios del
verano, cuando los campos de Pensílvania habían reverdecido
de nuevo, Israel ocupaba mis pensamientos más que nunca.
Cada oportunidad que tenía iba a mi montaña para orar
por él.
Fuera de orar nada podía hacer por él. Al escribir estas
líneas, Israel está todavía en la cárcel, este predilecto mío,
de todos los muchachos que conocí, este a quien quise desde
el primer momento. Mi sentido de frustración es hoy tan
torturante como lo fue cuando comprendí por primera vez
mi incapacidad, mi insuficiencia frente a su crimen y su
castigo. Esperaba, eso es todo.
Pero mientras tanto, en cada oportunidad apropiada, le
contaba su historia a otros, preguntándoles qué es lo que
se podía haber hecho en forma diferente. Una y otra vez
se me respondía: "Un sistema de visitas para comprobar
el progreso de cada uno." El defecto consistía en abandonar
a estos muchachos después de su conversión.
112 La cruz y el puñal
Pero un sistema de visitas requería que uno se hallara
en el lugar.
Algo así como un acontecimiento decisivo en mi vida se
estaba por producir. Y luego ocurrió.
1 Juan 4:35-38.
La cruz y el puñal 113
Con los ojos de la imaginación me representé a cada
espiga de trigo como un muchacho de las calles de la ciudad,
ansioso de comenzar de nuevo. Y luego me volví y extendí
la vista hacia la iglesia y hacia la casa pastoral en donde
Gwen y mis tres hijos se hallaban a salvo, felices, seguros
en su vida en una iglesia de campo. Pero al estar' allí de
pie y contemplarlos, una serena y suave voz interior me ha-
bló con la claridad de un amigo que hubiese estado cerca.
"La iglesiaya no es tuya," me dijo. "Debes irte."
Miré la casa pastoral y la misma voz interior me dijo:
"Este hogar ya no te pertenece. Debes irte."
Después y con la misma voz suave, lenta e interior, le
respondí: "Sí, Señor, iré."
Me dirigí a la casa pastoral después y allí estaba esperán-
dome Gwen. Vestía ropas de cama, pero podía observar en
su rostro que algo le había estado ocurriendo a ella tam-
bién.
-¿Qué te pasa, Gwen?
-¿Por qué?
-Tienes algo diferente.
-David-me dijo Gwen-no tienes que decírmelo. Ya lo
sé. Tú vas a dejar la iglesia, ¿verdad? Tienes que irte.
Me quedé mirando a Gwen durante un largo rato antes
de responderle. A la luz de la luna que se filtraba en la
alcoba de la casa pastoral, podía ver el reflejo de una
lágrima en la comisura del ojo.
-Yo también oí .la voz, David-dijo Gwen-. Nos vamos
a ir, ¿verdad?
En la oscuridad la estreché entre mis brazos.-Sí, mi que-
rida, nos iremos.
CAPITULO 13
Era una mañana borrascosa y gris de febrero, casi exacta-
mente dos años después de aquel otro día de febrero, cuando
había vendido mi televisor y me había lanzado a esta ex-
traña aventura.
Me hallaba detrás de las puertas de vidrio del vapor que
hace viajes a Staten Island, sin comprender casi Qué paso
gigantesco acabábamos de dar hacia el cumplimiento de mi
sueño. El mar estaba agitado y la espuma salpicaba el
puente de la embarcación. Hacia estribor se divisaba a la
distancia la estatua de la Libertad, y me hallé pensando Qué
apropiado era que pasara frente a ella todas las mañanas,
puesto Que iba a Staten Island cumpliendo una misión es-
pecífica y llena de esperanzas: alquilar oficinas para nuestro
nuevo programa destinado a poner en libertad a los jóvenes.
Tenía una dirección en el bolsillo, dirección que sonaba
apropiada también: Boulevard Victoria 1865. Este lugar se
me había sugerido como el sitio para establecer nuestra sede
administrativa. Pero cuando llegué a esta "sede administra-
La cruz y el puñal 117
tiva" tuve que sonreír. Consistía en tres habitaciones desa-
liñadas en un barrio que distaba mucho de ser elegante.
Había una oficina externa, una oficina interna y un cuarto
de despacho.
-Bien, Señor-s-dije-e-siento un profundo agradecimiento
que no es éste un lugar lujoso. No sabría cómo comportarme
en un sitio de lujo.
La Evangelización de la Juventud tuvo sus comienzos en
estos tres cuartos. Teníamos un solo empleado a sueldo:
yo mismo. Y no recibía suficiente salario como para alquilar
el cuarto más módico en la casa de pensión más barata.
Puse un sofá junto a mi escritorio en la oficina del medio.
Comía lo que podía cocinar en un calentador eléctrico o en
ocasiones especiales, mis amigos de Nueva York, compadeci-
dos de mi delgadez, me invitaban a almorzar con ellos.
Pero la parte más difícil de este arreglo era la separación
de la familia. Gwen se encontraba en Pittsburgh con sus
padres, y ansiaba unirse a mí cuanto antes.
-Sé que lo que haces está bien, David-me dijo en una
de nuestras conversaciones telefónicas-. Pero yo me siento
sola. Gary está creciendo sin saber siquiera cómo eres.
Acordamos que la familia se trasladaría a Nueva "York
tan pronto como terminara el año escolar para Bonnie y
Debbie, aun si ello significaba tener que dormir en un
banco en la plaza. Mientras tanto, comprendí que mi vida
monástica tenía ciertas ventajas. La pequeña celda que me
servía de casa era un lugar perfecto para la oración. No
existían allí las comodidades físicas que me pudieran ofrecer
alguna distracción. La habitación de tres por tres metros y
medio tenía un escritorio, una silla de respaldo recto y
duro, y mi sofá. Descubrí que era un placer orar en este
ambiente de austeridad, y todas las noches esperaba con
anhelo la hora que antes había dedicado a mirar la televi-
sión---de media noche a las dos de la mañana-como horas
de renovación. Nunca me levantaba de mis rodillas sin
sentirme refrescado, animado y saturado de nuevo entusias-
mo.
Aquellos primeros días eran emocionantes. Las iglesias de
las Asambleas de Dios de la zona de Nueva York, tanto
las de habla española como inglesa, me habían dado mil
118 La cruz y el puñal
dólares para que iniciara nuestras labores. Empleé la mayor
parte de este dinero realizando dos experimentos: al primero
denominamos "operación saturación". Se trataba éste de un
programa de literatura destinado a alcanzar a todo estu-
diante de la escuela secundaria en los barrios turbulentos de
la ciudad, En nuestra literatura abordábamos problemas co-
mo el hábito a las drogas, promiscuidad, la bebida, mas-
turbación y riñas entre pandillas, ofreciendo ayuda basada
en la Biblia. Trabajamos con ahinco en este programa,
trayendo centenares de jóvenes de las iglesias locales para
que participaran en la operación de distribuir nuestros fo-
lletos. Al completarse tres meses de trabajo, sin embargo, no
teníamos ni aun un puñado de jóvenes y muchachas que
habían sido realmente transformados a raíz de nuestros esfuer-
zos. De manera que recurrimos a nuestro segundo experi-
mento: televisión. Reuní unos cien jóvenes y muchachas que
habían pasado por dificultades pero que habían resuelto
sus problemas. Formamos un coro juvenil y durante trece
semanas consecutivas presentamos un programa de televi-
sión. El formato era simple y refrescante. Los muchachos
cantaban y luego uno de ellos, joven o señorita, narraba su
historia.
Nos sentimos muy animados por la calificación que reci-
bió nuestro programa: al parecer gozábamos de mucha popu-
laridad entre los jóvenes de la ciudad. Pero surgió una
dificultad. La televisión es cara. Jóvenes y niños de toda la
zona metropolitana nos mandaban sus monedas para ayudar-
nos a sostener el programa pero aun así al final de nuestras
primeras trece semanas debíamos 4.500 dólares.
-Me parece que tendremos que cancelar la serie antes
de que podamos medir realmente los resultados-le mani-
festé a nuestra comisión durante una reunión especial con-
vocada para estudiar la crisis.
Todos parecían estar de acuerdo. Queríamos continuar el
experimento por otras trece semanas, pero, al parecer, no
había forma de hacerlo.
De repente, un hombre se puso de pie en las filas de
atrás. Nunca lo había visto antes: vestía un cuello redondo
y yo pensé al principio que era un sacerdote episcopal.
'--Quisiera hacer una sugerencia-dijo este caballero. Se
presentó él sí mismo: era el Reverendo Harald Bredesen,
La cruz y el puñal 119
ministro evangélico de la Iglesia Holandesa Reformada de
Mount Vernon, Nueva York. -He visto sus programas y
tienen una cualidad refrescante que me gusta. Antes de que
decidan cancelar los programas definitivamente, quiero invi-
tarlos a que vengan a hablar con un amigo mío.
Accedí con un encogimiento de hombros, sin entender lo
que pasaba, pero sabiendo lo suficiente respecto de los mé-
todos extraños del Espíritu Santo como para preguntarme si
él quizá estaba a punto de abrir puertas ante nosotros.
Al día siguiente Harald y ye fuimos a visitar a Chase
Walker, un director de revistas de Manhattan, El señor
Walker me escuchó atentamente la historia de nuestro traba-
jo y cómo comenzó. Parecía interesado pero al final de la
conversacióntambién parecía perplejo.
-¿Y qué es precisamente lo que ustedes quieren que yo
haga?-dijo.
-Seré sincero-dijo Harald-. Queremos diez mil dóla-
res.
El señor Walker palideció. Y yo también.
Luego el señor Walker se comenzó a reir. -Bueno, apre-
cio de cualquier manera el cumplido, pero sinceramente ne
dispongo de diez mil dólares. Y recolectar dinero no es una
tarea para la cual yo sea apte, ¿Cóme fue que pensaron
en mí en relación con esta necesidad? '
-Realmente ne puede responder a esta pregunta-dijo
Harald.- Se apoderó de mí el sentimiente más extraordi-
nario, desde que supe que este pregrama podía ser cancelado,
de que de alguna forma usted tenía la clave. Toda vez que
pensaba del programa un nembre acudía a mi mente; Chase
Walker, Nada más específice que ese,
Harald hize una pausa esperande, El señor Walker ne
dijo nada.
-Bueno-dijo Harald desconsolado-e-me equivoqué-o
Pero estos presentimientos cuando me vienen en una fer-
ma tan definitiva, per le general tienen un sígnificade,
El señer Walker se levantó de la silla dands fin a la
entrevista. -Les cemunicaré si tenge alguna idea. Mientras
tante muchas gracias per cempartir esta historia cenmige.
Nos hallábamos ya en la rmerta de su despache, cuande
de repente el señor Walker nes llamó;
120 La cruz y el puñal
-Eh, Harald, David. Esperen un momento ...
Nos dimos vuelta y entramos de nuevo al despacho del
señor Walker, -Algo extraño me acaba de ocurrir. Recibí
hoy un telegrama que no entiendo.
Comenzó a buscar entre sus papeles en el escritorio y lo
encontró. Era un telegrama firmado por W. Clement Stone,
presidente de la Combined Insurance Company, de Chicago,
un amigo del señor Walker. "Pase por alto telegrama
anterior," decía. "Me encontraré en el Hotel Savoy Hilton,
el miércoles."
-y hoy es miércoles-dijo el señor Walker.- Pero yo
no recibí el telegrama anterior. ¿Y por qué me hace saber
que se encuentra en la ciudad cuando no teníamos ningún
negocio entre los dos? Me hace pensar que tal vez su
secretaria confundió mi nombre con el de algún otro ...
Walker miró en forma curiosa a Harald por un momento,
luego tomó una pluma y redactó una nota. -Vaya al Savoy
-dijo entregando la nota en un sobre sin cerrar-o Pregunte
por el señor Clement Stone. Si ha llegado, puede usar esta
nota de presentación y vea lo que pasa. Léala si quiere.
Lo hicimos, mientras esperábamos el ascensor en el pasi-
llo. "Estimado Clement" decía. "Quiero presentarte a David
Wilkerson que realiza una labor extraordinaria entre los jó-
venes de esta ciudad. David necesita diez mil dólares para
su trabajo. Quizá quieras escuchar atentamente su historia
y si te interesa, ayúdale, Cha8e."
-Esto es lo más absurdo de que tengo noticias-le dije
a Harald-. ¿Piensa que debemos realmente visitar a este
hombre?
-¡Claro que sí!-dijo Harald,
No abrigaba la más mínima duda en su mente.
Veinte minutos más tarde llamábamos a la puerta de
su departamento en el Savoy. Eran las cinco y media de
la tarde. Un caballero acudió a la puerta atándose una
corbata moñito. Evidentemente se estaba vistiendo para un
banquete.
-¿El señor Stone?
El hombre asintió.
-Discúlpenos, pero tenemos una nota para usted firmada
por Chase Walker.
El señor Stone leyó la nota en la puerta y luego nos
La cruz y el puñal 121
invitó a pasar. Parecía estar tan perplejo como nosotros
respecto de la situación. Nos dijo que en pocos momentos
debía bajar, pero si queríamos hablar con él mientras se
vestía, nos escucharía.
Quince minutos después, el señor Stone estaba lil:;to para
partir y yo apenas había comenzado mi descripción de la
Evangelización de la Juventud.
-Tengo ahora que irme-dijo el señor Stone con amabili-
dad-o Pero si Chase Walker los recomienda, es para mi
suficiente. Su trabajo me interesa. Mándenme sus cuentas.
Las pagaré hasta la suma de diez mil dólares.
Harald y yo nos mirarnos pasmados.
-Les ruego que me disculpen.- El señor Stone se dirigió
a la puerta-o ¿Por qué no terminan la historia en una
cinta magnética y me la envían? Les haré una visita la pró-
xima vez que esté en Nueva York ... arreglaremos los deta-
lles.
Y se marchó.
Los diez mil dólares se emplearon para pagar nuestra
deuda, y también para pagar [a segunda serie efe trece
semanas, y para la película Vulture on my oeins, (Buitre
en mis venas), relativa a los jóvenes adictos a las dJ:ogas en
Nueva York. Pero con este dinero adquirimos algo más que
una película y un programa de televisión. Adquirirnos nuevo
respeto para este ministerio. Se nos hada cada vez más
claro que la mano de Dios apoyaba nuestro trabaje). Mien-
tras nosotros dejáramos que él nos dirigiera, podríamos
disfrutar de milagros a lo largo de nuestra senda.
CAPITULO 14
A pesar de los buenos informes, y a pesar de l:} buena
calificación que habla alcanzado nuestro programa de tele-
visión, al terminar el medio año de experimentar en esta
forma de comunicación, comencé a sentir cada vez (;on más
insistencia que estábamos perdiendo un ingrediente funda-
mental: el contacto personal.
122 La cruz y el puñal
De manera que antes de que la segunda serie del progra-
ma de televisión terminara, yo comencé de nuevo a salir a
las calles y a hablar con los muchachos y muchachas cara a
cara. Tan pronto como lo hice comprendí que había dado con
la clave vital para trabajar con eficacia entre la gente. Jesús
no tenía ni televisión ni la palabra escrita para ayudarle.
Su ministerio era personal. Cara a cara. Estaba involucrada
siempre la cálida personalidad. Supe tan pronto como re-
torné a mi técnica original de salir a las calles, que también
éste era el método mío.
De manera que todas las mañanas cerraba la puerta de
mi despacho en el boulevard Victoria, subía al vapor de la
travesía y luego entraba en el subterráneo, y tan pronto
como llegaba a Brooklyn simplemente comenzaba a hablar
con los muchachos con quiénes me encontraba. Una y otra
vez respondían. Podía observar el cambio que se producía
ante mis ojos como había ocurrido en el Estadio Saint
Nicholas.
Pero cuánto más éxito tenía mi trabajo en la calle, tanto
más comprendía que debíamos tomar una resolución respecto
de la necesidad de organizar un sistema de visitas continuas
a los jóvenes. Con la mayoría de los muchachos yo quedaba
satisfecho si podía dejarlos establecidos en alguna buena
iglesia local. Pero con los muchachos que pasaban por serias
dificultades, o que no tenían casa se necesitaba alguna otra
forma estrecha de comunicación y contacto.
Una mañana, después de haberme bajado del vapor al
pie de Manhattan, descendí las escaleras hasta el subterráneo
que me llevaría a Brooklyn. A esta altura el subterráneo
hace una curva, y en esa curva las ruedas rechinan furiosa-
mente. Este lugar tendrá siempre especial significado para
mí, porque fue allí, entre los chirridos del subterráneo, que
de repente vi que adquiría forma mi viejo sueño.
Surgió, plenamente desarrollado, en mi mente. La casa
que había soñado-podría llamarse Centro de Rehabilita-
ción para 'la Juventud-estaría ubicada en el corazón mis-
mo de la zona más belicosa de la ciudad. Sería la sede
para una docena o más de obreros que compartirían mis
esperanzas respecto de los jóvenes que nos rodeaban, obre-
ros que se darían cuenta del maravilloso potencial y la trá-
gica pérdida de esos jóvenes. Cada obrero sería un especia-
La cruz y el puñal 123
lista: uno trabajaría entre los muchachos de las pandillas.
otro con los muchachos adictos a las drogas; otro entre los
padres, otro con los niños. Habría obreras también: al-
gunas se especializarían en el trabajó entre las jóvenes
miembros de las pandillas, otras con las jóvenes que tu-
vieran problemas de carácter sexual, otras con las adictas a
las drogas.
Allí, en el Centro de Rehabilitación para la Juventud
crearíamos una atmósfera tan cargada del mismo amor re-
novador que había observado en las calles, que el caminar
dentro equivaldría a tener la convicción de que algo emo-
cionante estaba en ciernes.
y aquí podríamos traer a los jóvenes y muchachas que
necesitaban ayuda especial. Vivirían en un ambiente de
disciplina y afecto. Participarían en los cultos de oración y
en nuestros estudios. Observarían cómo los cristianos viven y
trabajan juntos; y a ellos mismos se les asignarían trabajos.
Sería un centro de reclutamiento, en donde se les prepararía
para la vida del Espíritu.
En el verano del año 1960, después de haber trabajado
exclusivamente en la ciudad durante casi un año, comencé
a expresar en voz alta mi sueño. Durante viajes destinados
a recolectar dinero, predicaba respecto de la necesidad. Entre
nuestras iglesias en Nueva York pinté el cuadro tal como
lo había soñado. Pero siempre se me respondía igual:
-David, este sueño tuyo tiene un inconveniente: re-
quiere dinero.
Esta afirmación era exacta, naturalmente. Parecía que nun-
ca teníamos más de cien dólares en nuestra cuenta corriente.
Fueron necesarias las numerosas reconvenciones de Gwen
para despojarme del temor de lanzarme a la empresa, en
razón de que no tenía dinero.
Gwen vino a Nueva York tan pronto como finalizó el
año escolar en Pittsburgh. Hallé un pequeño departamento
cerca de la oficina en Staten Island. -No es exactamente
el Hotel Conrad Hilton-s-Ie dije a Gwen al llamarla por
teléfono a larga distancia-pero cuando menos estaremos
juntos. Haz las valijas puesto que viajo a buscarte.
-Querido--dijo Gwen-no me importa si tenemos que
vivir en la calle, mientras vivamos juntos.
Así que Gwen vino a Nueva York. Apiñamos todos
124 La cruz y el puñal
nuestros muebles en cuatro cuartos, pero éramos inmensa
mente felices. Gwen seguía de cerca todos los aspectos de
nuestro nuevo ministerio. Estaba particularmente interesada
en mi sueño de tener una organización de obreros que tuviera
el Centro de Rehabilitación como casa propia.
-David-me dijo una noche, después que yo me hubiera
quejado de nuevo respecto de la falta de fondos-e-debiera
darte vergüenza. Abordas este problema al revés. Tratas
de recolectar el dinero primero, y luego comprar la casa. Si
procedes con fe, debieras consagrarte primero al Centro de
Rehabilitación, David, y luego recolectar el dinero para su
adquisición.
Al principio me pareció que era la forma típica de pensar
de una mujer. Pero cuánto más meditaba en esta idea, tanto
más me hacía recordar historias bíblicas. ¿No era siempre
cierto que el hombre tenía que proceder primero, con fre-
cuencia mediante un gesto que parecía necio, antes de que
Dios realizara portentosos milagros? Moisés tuvo que exten-
der su brazo en dirección al mar antes que sus aguas se
dividieran; Josué tuvo que tocar trompetas antes de que
cayeran las murallas de Jericó; quizá yo tuviera que con-
sagrarme a la compra del nuevo Centro de Rehabilitación
antes de que el milagro ocurriera.
CAPITULO 15
Cuesta creer cuántas cosas inservibles puede acumular un
anciano. Descubrimos nuevas habitaciones que ni sabíamos
que existían, puesto que las puertas estaban atascadas hasta
el cielorraso con montones de basura.
-¿Cómo vamos a sacar toda esta basura de aquí?-me
preguntó Cwen una mañana cuando vino conmigo a visitar
la propiedad. Y luego respondió a su propia pregunta.
-¿Por qué no nos comunicamos con algunos de los pastores
y les pedimos que nos manden a los jóvenes de las iglesias
para que nos ayuden?
Yeso fue precisamente lo que hicimos. Una nublada
La cruz y el puñal 133
mañana de sábado, hacia fines del mes de enero, llegaron
tres automóviles de los cuales salieron como un enjambre
quince jóvenes y muchachas, parloteando y gritando y pro-
clamando que despacharían de inmediato toda basura que
les señalásemos. Pero se expresaban así mientras observaban
desde afuera el trabajo. Cuando entraron y fueron llevados
desde el desván hasta el sótano observé que se les desvane-
cía el entusiasmo. A cada paso tenía que levantar el pie
bien alto para poder avanzar. Se deslizaban y resbalaban
sobre pilas de diarios y vidrios hasta que estaban jadeantes,
tratando de captar la magnitud de la tarea. Pero aquellos
muchachos y chicas hicieron un trabajo estupendo. Comen-
zaron por el frente del edificio y se abrieron paso para
recorrer sala por sala, piso por piso, trabajando firmemente
hasta que habían sacado toda la basura y cosas inútiles al
patio del fondo.
Aquí Pablo Dil.ena se hizo cargo del trabajo. Había
informado al Departamento de Salubridad respecto de este
trabajo que tenía.
-Creo que habrá cuando menos cuatro camionadas de
basura que llevar-afirmó.
Más tarde Pablo se refirió a un pequeño drama que se
produjo con el capataz de la cuadrilla que para él era
más elocuente respecto del espíritu del proyecto que cual-
quier señal anterior: el Departamento de Salubridad se ha-
bía rehusado a recibir propina.
Pablo me dijo que los camiones arribaron a la avenida
Clinton 416 a la hora convenida, pero que los camioneros
no se ponían a trabajar. La basura se amontonaba más y
más en la vereda y en la calle y la cuadrilla de salubri-
dad estaba allí parada. Cuando Pablo vio lo que ocurría se
dio cuenta de la situación.
-Muy bien-les dijo---, ¿cuánto quieren?
-Treinta dólares-fue la respuesta inmediata.
Pablo se encogió de hombros como aquel que está acos-
tumbrado a la vida de Nueva York, y accedió. Antes de
suspender el proyecto, pagaría la propina él mismo, cuando
se terminara de hacer el trabajo.
Horas más tarde el último de los camiones estaba lleno.
Seis camiones de basura habían salido crujiendo de la casa
134 La cruz y el puñal
cargados hasta el tope de basura. El capataz vino y le
preguntó a Pablo si todo estaba bien.
-Perfectamente-dijo Pablo-. Han hecho un trabajo
excelente. Me imagino que quiere el dinero de inmediato.
y echó mano a la billetera.
-¿Qué dinero?-dijo el capataz.-Y luego se rió, pero
era una risita forzada, nos dijo Pablo; la clase de risita
que trata de ocultar una emoción.- Mire, amigo, esos mu-
chachos me dijeron lo que usted estaba haciendo. Yo tengo
también un muchacho. ¿Cree usted que vamos a recibir di-
nero por ayudarlos?
y con ello se subió a su camión, lo aceleró y salió a toda
velocidad, tratando de aparentar ser una persona endure-
cida, inflexible.
Mi querida familia:
Cariños.
CAPITULO 16
Tan pronto como instalamos a nuestros obreros, los llevé
a la capilla y de pie ante el bajorrelieve de la gavilla
cosechada les impartí instrucciones respecto a la constitu-
ción de las pandillas camorristas de Nueva York.
-La violencia es la palabra clave para recordar a estas
pandillas-les dije a mis jóvenes obreros-o Puede expresar-
se directamente mediante una guerra en la cual algunos
muchachos resultan muertos, o por la violación, asesinatos
en la calle o atracos. O puede manifestarse asimismo in-
directamente por actos de sadismo y prácticas homosexuales,
lesbianismo, promiscuidad, hábito a las drogas, borrachera.
Todas estas cosas horribles son la regla y no la excepción
entre las pandillas pendencieras de Nueva York.
Era importante, según lo pensé, que los obreros supieran
las razones de este estado tan patético.
-Nosotros los predicadores estamos propensos a usar
palabras con demasiada ligereza-les dije-, pero algunas
de las palabras de nuestro vocabulario profesional son mara-
142 La cruz y el puñal
villosamente descriptivas si pensamos en su verdadero signi-
ficado. Por ejemplo hablamos de pecadores perdidos. Al
llegar a conocer a los miembros de estas pandillas, no pude
eludir la sensación de que procedían literalmente como si
estuviesen perdidos. Vagaban de aquí para allá asustados y
miraban furtivamente sobre el hombro. Cargaban armas pa-
ra defenderse de peligros desconocidos, listos en todo mo-
mento para huir o para luchar en defensa de su propia
vida. Estos muchachos perdidos se agrupan buscando pro-
tección, de esta manera se forma la pandilla.
De mi labor con estos muchachos de la calle surgió una
verdad importantísima. Virtualmente ninguno de ellos tenía
una verdadera casa. En su jerga describían a la casa con los
vocablos "prisión" y "casa de espantos." Yo quería que
nuestros obreros conocieran esta situación por experiencia
personal, de manera que llevé a unos cuantos a la casa de
uno de estos muchachos de la calle que yo conocía.
Cuando llegamos, la puerta estaba abierta; nadie estaba
en la casa.
-Uno puede darse cuenta por qué la llaman "casa de
espanto"-susurró una joven obrera procedente de una gran-
ja de Missouri. Y era cierto. Una familia compuesta de
cinco personas vivía en un solo cuarto. No había agua corrien-
te, ni refrigeración, ni cocina económica, excepto un calenta-
dor eléctrico de un solo quemador que recibía electricidad
mediante un cordón pelado que pasaba por encima de la
cómoda. La casa no tenía baño privado. En el pasillo
había un cuartucho maloliente con un solo inodoro y un
grifo para las ocho familias que vivían en ese piso. La
ventilación del departamento era escasa y un fuerte olor a
gas persistía en el ambiente. La única ventana de la habita-
ción daba a una pared de ladrillos ubicada a unos veinti-
cinco centímetros de distancia. Para luz la familia tenía
que usar una sola lamparilla eléctrica de 40 bujías que
colgaba desnuda, sin pantalla, del centro del cielorraso.
-¿Y saben lo que esta gente paga por esta casa de
espanto?-pregu,nté-. Veinte dólares a la semana; ochenta
y siete por mes. Hice la cuenta una vez: el propietario
recibe una renta de novecientos dólares por mes de este solo
conventillo y casi todo ese dinero es beneficio neto. Es
La cruz y el puñal 143
común que los propietarios de estas viviendas logren un
veinte por ciento neto de utilidad por año de sus inversiones.
-¿ y por qué no se muda esta familia?
':""-Porque ni los negros ni los portorriqueños pueden vivir
realmente donde quieren-tuve que admitir-o Esta es una
ciudad de ghettos.
-¿No pueden mudarse a uno de esos nuevos barrios de
viviendas populares?
En respuesta a la pregunta subimos al coche y viajamos
unas quince cuadras hasta donde se levantaban grandes
edificios de departamentos, Este plan de viviendas, según
pensó mucha gente, constituía la solución al problema de
los bardos bajos de Nueva York. Se enviaban varias mo-
toniveladoras gigantescas á una zona congestionada, como la
que acabábamos de visitar. Demolían las viejas viviendas y
levantaban en su lugar gigantescos edificios de departa-
mentos. En teoría se podía alojar en estos nuevos departa-
mentos' a los viejos inquilinos como así al comerciante de la
esquina, al abogado de la vecindad y al médico de la familia.
Pero en la realidad, no dio resultados. Ni el viejo inquilino,
ni el comerciante ni ~t profesional pedían esperar dos años
hasta que el nueva edificio fuera terminado, de manera
que se mudaban a otro barrio. Luego, cuando las nuevas
viviendas quedaban terminadas, za quién se le daba preferen-
cia en la lista de prioridad? A los más necesitados, natural-
mente: aquéllos que vivían del socorro social.
Las consecuencias eran de carácter doble. Primero este
nuevo vecindario no tenía ningunas raíces. Allí todos se
encontraban perdidos. No quedaba en pie ninguna de las
viejas instituciones. Tampoco quedaba aquél núcleo más
antiguo y permanente formado de profesionales y hombres de
negocios. Segundo, debido a que los casos de socorro social
tenían prioridad, estas nuevas residencias creaban gigantes-
cos remolinos en la ciudad, hacia los cuales convergía toda
la gente de N ueva York, que por una trágica razón u otra,
no podía cuidarse a sí misma. Los departamentos que visi-
tamos tenían tan sólo unos cuantos años, pero ya se observa-
ban en ellos señales graves de ,deterioro. Pasamos por céspe-
des desolados que hacía mucho tiempo habían caído en el
abandono. Varias de las ventanas de la planta baja estaban
rotas y no habían sido reparadas. En las paredes se leían
144 La cruz y el puñal
obscenos escritos. Los pasillos despedían olor a orín y a
vino barato.
Aquí también visitamos a una familia que conocía. La
madre había estado bebiendo. No había hecho ninguna de
las camas; sobre la mesa de la cocina se amontonaban los
platos de varias comidas. El muchacho que habíamos venido
a visitar estaba sentado en un taburete desvencijado mi-
rando al vacío, silencioso, sin que al parecer se diera cuenta
que estábamos allí.
-He conocido al muchacho en diferente estado de áni-
mo-dije una vez que estábamos en la calle-. Da a veces
señal de un exceso de energía como ahora da pruebas de
completa inactividad. Por lo general anda por la calle. Lo
echan de la casa. Puede volver a la casa solamente cuando
la madre está inconsciente, borracha. Y esto, lo señalé de
nuevo, era lo que convertía a estos jóvenes en miembros
de las pandillas que armaban camorras en las calles. Si
uno amontona a miles de familias torturadas en una sola
vecindad, dará como resultado una población flotante de
jóvenes hostiles y temerosos, que se juntan buscando la
seguridad y la sensación de pertenecer a algo. Crearán un
hogar para sí mismos, luchando por un territorio que es
de ellos, y que ningún extraño puede violar. Es esta su for-
taleza. Está demarcada con precisión militar. La frontera
norte es la estación de bomberos, el límite sur lo constituye
la supercarretera, el extremo oeste el río y el este, la confite-
ría de Flannigan.
No es mucho lo que estos muchachos pueden hacer para
aprovechar el tiempo. Muchos de ellos sufren pobreza de-
gradante. Me encontré un día con un muchacho de catorce
años que no había tenido una comida completa en dos días.
Su abuela, que lo cuidaba, le daba veinticinco centavos
todas las mañanas y lo echaba de la casa. De desayuno el
muchacho se tomaba una Coca-Cola, almorzaba comiéndose
un sandwich de chorizo de quince centavos de un vendedor
callejero, y al hablar de la cena se reía y afirmaba que
guardaba dieta. Por la noche mordisqueaba caramelos bara-
tos.
Por extraño que parezca, sin embargo, aunque esos mu-
chachos nunca parecían tener bastante dinero para comer.
siempre contaban con lo suficiente para una botella de vino.
La cruz y el puñal 145
-Lo que realmente me aterroriza es ver cuánto beben
esos jóvenes-les dije a nuestros obreros-o Muchos de los
muchachos de la calle beben vino todo el día. Casi nunca
están completamente borrachos, no tienen dinero suficiente
para ello, ni tampoco están del todo sobrios. Comienzan a
tomar tan pronto como se congregan a eso de las diez o las
once de la mañana, y continúan bebiendo vino hasta que
se gastan todo el dinero.
Ocasionalmente consiguen dinero, por lo general del robo
de alguna cartera o quitándoles por extorsión las monedas
que muchachos más chicos llevaban para la comida, logran-
do así reunir dinero suficiente en las arcas comunes para
comprar bebidas más fuertes y en más de una oportunidad
en nuestro barrio esto ha llevado a la tragedia.
CAPITULO 19
Cuanto más nos acercábamos a la crisis financiera, tanto
más resuelto estaba de hallar el dinero, puesto que nos
veíamos confrontados con otro reto distinto de cualquiera
que se nos había presentado hasta ahora.
Cierto día en las últimas horas de la tarde, María me
llamó por teléfono para decirme que quería verme.
-Naturalmente, María. Usted sabe nuestra nueva direc-
ción.
Llamé a Linda y le hablé de María. -Esta es una
chica que debe conocer-le dije-. Tiene extraordinarias
posibilidades si uno pudiera encauzar sus energías en la
dirección que corresponde. Es valiente; pero es la valentía
de las pandillas. Cuando fue elegida presidenta de su pan-
dilla tuvo que ponerse de espaldas a la pared y dejar que
los muchachos le pegaran con toda violencia. Es una organi-
zadora brillante pero toda esta habilidad la ha empleado
solamente en las pandillas: había organizado su pandilla
hasta- que contaba con más de trescientas muchachas. Pero
no creo que venga para hablarme de las pandillas; seguro
que vuelve porque ha retornado a la heroína.
Luego le informé a Linda respecto de la batalla que
había librado María con la droga. Le conté que ya se
daba inyecciones intravenosas de heroína, la primera vez
que la conocí, hacía cuatro años. Le hablé cómo la mu-
chacha había tratado de dejar el vicio después que asistiera
a los cultos del Estadio Saint Nicholas, que más tarde
había contraído matrimonio, y que por un tiempo todo
170 La cruz y el puñal
parecía irle bien. María abandonó la pandilla. Juanito
consiguió trabajo y comenzaron a tener hijos.
Pero un día María y Juanito se pelearon. Lo primero
que hizo María fue comunicarse con un traficante de dro-
gas y comenzar el vicio de nuevo. Al poco tiempo había
dejado otra vez el vicio. Pero ahora, yo estaba seguro que
me llamaba para decirme que había caído.
Mientras Linda y yo hablábamos, mi secretaria vino y
me dijo que María estaba afuera. ¡Qué cambio más trágico
se había operado en la joven desde la última vez que la
había visto! Linda y yo nos pusimos de pie cuando entró
María. Fue una extraña reacción, algo semejante al senti-
miento que nos embarga y nos impele a ponernos de pie en
presencia de la muerte misma.
Tenía los ojos vidriosos. Le chorreaba la nariz. El rostro
estaba lleno de manchas; era pálido y fofo. Tenía el pelo
desgreñado y revuelto. Le sobresalían los talones, no llevaba
medias y un vello negro y abundante le cubría las piernas.
Pero lo que me impresionó más en María eran sus manos.
En vez de descansar Con soltura a su lado, tenía los puños
crispados y levemente levantados. Se mantenía cerrando y
abriendo los puños, como si estuviera preparada para luchar
a la más leve provocación.
-Reverendo Wilkerson-c-me dijo-, no tengo que decirle
que necesito ayuda.
-Entre, María-le dije-. Y le alcanzamos una silla.
-Siéntese--dijo Linda-, le voy a preparar una taza de
té.
¡Pobre Linda! No sabía que un "té", en la jerga habi-
tual de los adictos a la heroína, se refería a una sesión
donde se administraba esa droga. Linda debe haberse que-
dado sorprendida ante la vehemente reacción de María.
-¡No!-dijo-. ¡No quiero nada!-. Y se sentó.
-¿Cómo están los chicos?
-¿Quién lo sabe?
-¿Abandonó a Juanito?
-Nos peleamos.
Mire a Linda. -Le he hablado a Linda respecto de usted,
María. Lo bueno y lo malo. Después de esta visita, quiero
que conozca mejor a Linda. Ella está trabajando con varias
La cruz y el puñal 171
chicas de esta ciudad. La elegí porque sabe entender a las
muchachas. Se llevarán bien.
María y Linda mantuvieron una larga conversación. Más
tarde Linda vino a mi oficina, preocupada de que no había
podido comunicarse con la muchacha.
-Son las drogas, David-me dijo-. [Es una ponzoña
inspirada del diablo! E~ la muerte a plazos.
Días después las cosas empeoraron. María llamó a Linda
por teléfono. Le rogaba que la ayudara. Estaba a punto de
caer en dificultades serias, le dijo, y no sabía cómo dominar-
se. Se había puesto la tercera inyección de heroína y se
había tomado una botella entera de whisky. Y ella con la
vieja pandilla se dirigía a cierto lugar donde habría una
pelea con una pandilla rival.
-Vamos a matar a una muchacha llamada Dixie-dijo
María-. Tienes que venir para impedirlo.
Linda y dos de sus compañeras se trasladaron de inmedia-
to hasta la calle 134 en Manhattan, Se metieron en el cuar-
tel general mismo de la pandilla de las muchachas. Allí
se quedaron durante más de una hora, pero antes de irse
habían logrado que la riña fuese suspendida.
-David-dijo Linda cuando regresó-c-, esto es terrible,
desesperante. Tenemos que hacer algo por estas muchachas,
CAPITULO 20
El terrible dominio que los estupefacientes ejercen sobre
el cuerpo humano no puede expresarse solamente en tér-
minos de carácter físico. Mi abuelo solía decir que el
diablo tenía en sus garras a esos muchachos, y creo que mi
abuelo tenía razón. Los muchachos mismos lo dicen, pero
en forma diferente:
-David-me dijeron una vez tras otra-, hay dos hábi-
tos de los que uno tiene que deshacerse si está enviciado.
Es el hábito físico y el hábito mental. El hábito físico no
es problema muy grande: uno sufre el verdadero infierno
durante tres días y soporta una tortura algo menor durante
etre mes y está libre. Pero el hábito mental, David, ... es
algo terrible. Hay algo dentro de uno que lo obliga a envi-
ciarse de nuevo. Es algo fantasmal, horripilante, que le su-
surra a uno. Le damos nombres a este fantasma: es el
mono sobre las espaldas o el buitre en las venas. Y no
podemos deshacernos de él, David. Pero usted es un predica-
dor. Quizá este Espíritu Santo del que usted habla, él nos
puede ayudar.
No sé por qué tardé tanto tiempo en comprender que
ésta era en realidad la dirección que debíamos seguir. Este
La cruz y el puñal 181
entendimiento se produjo como una evolución, que comenzó
por un fracaso y terminó por un magnífico descubrimiento.
El fracaso fue un muchacho llamado loe. lamás me olvi-
daré de los cuatro días traumáticos que pasé con él, pro-
curando ayudarle durante ese período de sufrimientos que
se produce al quedar la víctima privada de los estupefa-
cientes, pues este muchacho era adicto a la heroína.
loe era un buen muchacho. Alto, rubio, en otra época
había sido un buen atleta en la escuela secundaria, y no
se había enviciado por los procedimientos generales.
-Supongo que esa medicina para calmar el dolor era
necesaria-me dijo loe en mi oficina en el Centro de Re-
habilitación-o Yo sé que cuando la necesitaba estaba con-
tento del alivio que me traía. Pero mire lo que me pasó
después. Nunca pude librarme de esas drogas.
loe me contó la historia. Trabajaba en una empresa
carbonera. Un día se resbaló y se cayó por uno de los
tubos de descarga. Debido al accidente fue necesario hospi-
talizarlo por varios meses y durante la mayor parte de
ellos sufría intensos dolores. A fin de aliviarle su agonía, el
doctor prescribió un narcótico. Cuando Joe fue dado de alta
del hospital se había enviciado.
-No podía conseguir más el narcótico-me dijo-. Pero
descubrí que había un cierto jarabe para la tos que contenía
narcótico y anduve por toda la ciudad comprándolo. Tenía
que ir a una farmacia diferente cada vez y usar un nombre
supuesto, pero no tenía dificultad en conseguir todo lo que
quería. Solía meterme en el baño más cercano y me tomaba
una botella de casi un cuarto litro por vez.
Poco después este jarabe para la tos no satisfacía la cre-
ciente necesidad que tenía Joe de estupefacientes. Supo que
algunos de sus viejos compañeros de escuela usaban heroína,
y se puso en comunicación con ellos. Desde ese momento el
proceso fue típico. Primero fue aspirar el olor por la nariz,
luego inyección hipodérmica y luego inyección intravenosa.
Cuando loe vino a nosotros, ya hacía ocho meses que
estaba enviciado. El vicio se había arraigado profundamente.
-¿Podría quedarse aquí en el Centro tres o cuatro días?
-le pregunté-.
-Ningún otro me quiere.
182 La cruz y el puñal
-Puede vivir en el piso de arriba con los empleados.
Joe se encogió de hombros.
-No será fácil, como usted sabe. Tendrá que privarse de
la droga de repente.
Joe se encogió de hombros nuevamente.
Esa abstención absoluta es el método que se usa por lo
general en las cárceles para curar al muchacho de los nar-
cóticos. Nosotros usamos ese método en parte porque no
teníamos otro. No podíamos administrar la medicina que se
usa en los hospitales para tales casos. Pero preferimos tam-
bién ese método de separación instantánea en virtud de sus
própios méritos. El período de separación es considerable-
mente más rápido. Tres días en comparación con tres sema-
nas. El dolor es más intenso pero pasa más pronto también.
De manera que trajimos a Joe al Centro de Rehabilitación y
le. dimos una habitación con los empleados en el piso de
arriba. ¡Cómo me alegraba de que tuviésemos una enfer-
mera diplomada en la casa! La habitación del matrimonio
Culver estaba justamente debajo de la de Joe, Ella lo vigila-
ría mientras él estuviese con nosotros. También pusimos a
un médico sobreaviso para el caso de que le necesitásemos.
- Joe-dije tan pronto como le ubicamos en la caSa-'
desde este momento ha comenzado el período de curación.
Te prometo que no estarás solo ni un segundo. Cuando no
esté contigo personalmente, te acompañaré con mis oraciones.
No íbamos a quitarle al muchache los estupefacientes y
dejarlo que sufriera sole, Los cuatre días estarían acompa-
ñados de una campaña de oración intercesora. Se eleva-
rían oraciones por él durante las veinticuatro horas del día.
Día y noche tanto los muchachos come las chicas estarían en
la capilla intercediendo per él. Otres le acempañarían per-
sonalmente en el pise de arriba, leyéndele las Sagradas Es-
crituras. Una de las primeras cosas que tuvimos que hacer
con Joe fue quitarle la idea de que iba a sufrir intensamente.
Esa separación instantánea de las dregas es en sí misma
lo suficiente seria sin -tener que añadirle la idea de que
será un infierne. Le pregunté a Jee de dónde sacó la idea
de que esa separación instantánea iba a ser tan difícil.
-Buena ... así 1.., dicen todos ...
-Esa es la cosa. Todos dicen que es difícil de manera
La cruz y el puñal lS3
que tú estás aquí sudando ante el solo pensamiento de lo
que te espera. En realidad este período no necesita ser así.
y le conté a Joe respecte de un muchacho que se había
enviciado COn la marihuana primero y. con la heroína des-
pués y que fue liberado de este vicio instantáneamente sin
ninguno de los síntomas que acompañan la separación ins-
tántánea de las drogas. El caso era rare, tuve que admitirlo,
y Joe debía prepararse por si acaso sobrevenían momentos
difíciles, pero, ¿por qué imaginarse algo peor que la reali-
dad? Trabajamos con ahinco para ayudar a Joe a diferenciar
los verdaderos síntomas de los síntomas psicológicos que pro-
duce el temor.
Luego hicimos que Joe aprendiera el Salmo 31.
Este es un Salmo maravillose, Lo llamamos la canción del
adicto a las drogas. Hay ciertos versículos en particular que
se puede aplicar a su condición;
CAPITULO 21
¿Qué es este bautismo en el Espíritu Santo?
Poco después que nos interesásemos en el papel que de-
sempeñaba el Espíritu Santo en ayudar a los muchachos a
librarse del vicio de las drogas, nos visitó en. el Centro de
Rehabilitación un sacerdote jesuita. También él quería sa-
ber respecto del bautismo. Había escuchado a nuestros jóve-
nes en una concentración al aire libre y quedó tan impresio-
nado que quería conocer su secreto.
Pasamos una tarde con el padre Gary en el Centro de
Rehabilitación, explorando con él los profundos significados
del bautismo. La primera cosa que hicimos fue enseñarle
referencias bíblicas relativas a la experiencia del bautismo
del Espíritu Santo en la versión católica de la Biblia. -El
bautismo del Espíritu Santo no es una experiencia de una
iglesia particular-le dije-. Tenemos episcopales, y lute-
ranos, y bautistas y metodistas que trabajan con nosotros,
todos los cuales han sido llenosdel Espíritu Santo.
186 La cruz y el puñal
En su esencia, le informamos al padre Gary, el bautismo
es una experiencia religiosa que otorga poder. "Pero recibi-
réis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu
Santo," dijo el Señor Jesús cuando se presentó a sus após-
toles después de su muerte.
En mi despacho, el padre Gary y yo examinamos las
Sagradas Escrituras. -La primera referencia que se hace a
este acontecimiento especial se encuentra en la primera parte
de la historia del evangelio. Los judíos, como usted recuerda,
se preguntaron por un tiempo si Juan el Bautista era el
Mesías. Pero Juan les dijo: "Viene tras mí el que es más
poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar encorvado
la correa de su calzado. Yo a la verdad" dijo Juan, y ésta
es la predicción importante, "os he bautizado con agua; pe-
ro él os bautizará con Espíritu Santo."
Desde el comienzo del cristianismo, entonces, este bautis-
mo en el Espíritu Santo ha tenido un significado especial
puesto que señala la diferencia entre la misión de un simple
hombre, por eficaz e intrépida que sea, y la misión de
Cristo: Jesús bautizaría a sus seguidores con el Espíritu
Santo. En sus últimas horas sobre la tierra, Jesús pasó
gran parte de su tiempo hablando a sus discípulos respecto
del Espíritu Santo, quien vendría a la tierra después de la
muerte de Cristo para acompañarles, consolarles, conducirles
y otorgarles poder que les permitiría llevar adelante su
misión.
Luego, después de la crucifixión, se les apareció y les
dijo que no se fueran de la ciudad de Jerusalén. "Y estando
juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que
esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de
mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas voso-
tros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no
muchos días. Pero recibiréis poder, cuando haya venido
sobre vosotros el Espíritu Santo."
Y luego pasamos al segundo capítulo del libro de los
Hechos de los Apóstoles. -Fue inmediatamente después
de esto-e-le recordé al padre Gary-que los discípulos se
congregaron en Jerusalén para celebrar la fiesta de Perite-
costés-. "Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban
1 Marcos 1:7-8.
• Hechos 1: 4-5, 8.
La cruz y el puñal 187
todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un es-
truendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó
toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron
lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada
uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y
comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les
daba que hablasen."
-Esta experiencia de Pentecostés es lo que nos da a
nosotros, los pentecostales, nuestro nombre. Asignamos tre-
menda importancia al bautismo del Espíritu Santo tal como
fue predicho por Juan, prometido por el Padre y experi-
mentado en Pentecostés. Estoy seguro que usted habrá
observado el notable cambio que ocurrió en los apóstoles
después de esta experiencia. Antes habían sido personas
tímidas y carentes de poder. Después recibieron ese poder
del que Cristo habló. Sanaron a los enfermos, echaron fue-
ra demonios, resucitaron muertos. Los mismos hombres que
se habían ocultado el día de la crucifixión, después de la
experiencia de Pentecostés se enfrentaron con un mundo
hostil y proclamaron su mensaje.
Luego le hablé al padre Gary respecto del gigantesco
avivamiento que se esparció por los Estados Unidos, Cana-
dá, Inglaterra, y Sur América a principios del año 1900.
En el corazón mismo de este avivamiento latía el mensaje
de que el poder que había recibido la iglesia el día de
Pentecostés, en su mayor parte había perdido su eficacia
pero podía ser recobrado de nuevo por medio del bautismo
en el Espíritu Santo.
-El libro de los Hechos nos habla de cinco ocasiones
diferentes cuando la gente recibió esta experiencia-le dije-,
y los primeros pentecostales notaron que en cuatro de estas
cinco ocasiones, la gente que fue bautizada con el Espíritu
Santo comenzó a hablar en otras lenguas.
El padre Gary quería saber cómo era el hablar en lenguas.
-Es como hablar otro idioma. Un idioma que usted no en-
tiende.
Uno por uno, le señalé al padre Gary los lugares en la
Biblia en donde la experiencia de hablar en lenguas siguió
al bautismo en el Espíritu Santo. Los discípulos hablaron
• Hechos 2: 1-4.
188 La cruz y el puñál
en lenguas en Pentecostés; Saulo fue lleno del Espíritu Santo
después de su conversión en el camino de Damasco, y pos-
teriormente habló en lenguas, diciendo: "Doy gracias a Dios
que hablo en lenguas más que todos vosotros;" los miem-
bros de la casa de Cornelio fueron bautizados con el Espíritu
Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas; los nuevos
creyentes en Efeso fueron similarmente bautizados y co-
menzaron a hablar en lenguas. "Aun en la historia del
quinto bautismo, en Sarnaria, Simón el mago vio que algo
tan extraordinario ocurrió que él también quiso tener para
sí mismo ese poder y ofreció dinero para recibirlo: "para
que cualquiera a quien yo impusiere las manos reciba el
Espíritu Santo." ¿No parece acaso lógico que la experiencia
de que fue testigo era también hablar en otras Ienguásr
-Eso tiene sentido supongo, si ocurrió en todos los otros
bautismos. ¿Cuándo recibió usted esa experiencia?
-Durante tres generaciones nuestra familia la ha recibido
y luego hablamos un rato respecto de mi abuelo. aquel
extraordinario y fogoso predicador. Oyó por primera vez
este mensaje pentecostal en el año 1925. Y predicó en contra
de él también en toda ocasión que se le presentaba.
-Pero luego un día-según cuenta-mientras que estaba
en el púlpito predicando contra los pentecostales, él mismo
comenzó a temblar y a sacudirse, que es una de las cosas que
ocurre Con frecuencia cuando la gente siente por primera
vez que ese poder fluye por su cuerpo. Es algo que uno
siente, así como una pequeña descarga eléctrica, con la
excepción de que la sensación es agradable. De cualquier
manera, mi abuelo fue la persona más sorprendida del
mundo cuando le ocurrió a él, y él mismo recibió el bau-
tismo en el Espíritu Santo y comenzó a hablar en lenguas.
Desde ese día en adelante predicó el Pentecostés en todo
momento y en todo lugar que podía, puesto que vio personal-
mente cuánto poder había en esa experiencia. Mi padre re-
cibió el bautismo en el Espíritu Santo cuando contaba
veinticinco años de edad, y yo lo recibí cuando tenía sólo
trece; tres generaciones de Wilkerson predican este mensaje
en la actualidad.
CAPITULO 22
Descubrimos que el bautismo en el Espíritu Santo no
siempre libertaba a un muchacho En realidad hacía lo
contrario: lo atrapaba.
Este ha sido uno de los resultados más desalentadores y
al mismo tiempo alentadores de nuestra labor. Al principio
abrigábamos grandes esperanzas de que el bautismo líber-
taría para siempre, en forma permanente, a los muchachos
esclavizados por la heroína
Existían sólidas bases par.. esta esperanza. Tan pronto
como sospechamos que existía relación entre el bautismo en
el Espíritu Santo y la capacidad del muchacho de dejar
el vicio, hicimos un esfuerzo especial para que Jos mu-
194 La cruz y el puñal
chachos adictos a las drogas recibieran esta experiencia. Al
principio ensayamos, más bien con cautela, en aquellos que
usaban la marihuana. Luis era uno de nuestros muchachos
que había fumado esta yerba, que produce hábito mental
pero no físico. Recibió el bautismo en el Espíritu Santo y su
mente quedó completamente libre. Animados, emprendimos
una tarea más difícil. ¿Qué pasaría con un muchacho como
Roberto, que se había estado inyectando heroína, que pro-
duce un hábito tanto mental como físico? ¿Qué le ocurriría
a él ahora? Observamos a Roberto cuidadosamente para
ver si había retornado a los narcóticos, pero día tras día
regresaba al Centro con los ojos radiantes y sus esperanzas
altas. -Yo creo que he dejado el vicio, David. Tengo un
arma que puedo emplear; vengo aquí con los otrosmucha-
chos a orar.
Vez tras vez obtuvimos los mismos resultados. Harvey
había sido remitido a nosotros por los tribunales; había
estado profundamente enviciado con la heroína durante tres
años, pero después del bautismo dijo que la tentación lo
había dejado. Juanito había usado heroína durante cuatro
años, y dejó el vicio con éxito después de su bautismo.
Lefty, (el Zurdo) había usado la aguja hipodérmica por
dos años, y después de su bautismo no sólo dejó los narcó-
ticos, sino que decidió ingresar al ministerio. Vicente había
consumido heroína durante dos años hasta recibir el bautis-
me en el Espíritu Santo, cuando abandonó por completo el
zicie, instantáneamente. Rubén había sido adicto por cuatro
años. Con el bautismo recibió también el poder de dejar
los estupefacientes. Eduardito había comenzado a inyectarse
heroína cuando tenía doce años de edad; quince años mas
tarde, aún usaba el narcótico y estaba al borde de la tumba
a causa de ello. El bautismo en el Espíritu Santo lo libertó
del vicie,
Estaba tan entusiasmado que averigüé ante las autori-
dades médicas a fin de descubrir qué bases teníamos para
hacer afirmaciones tan osadas. -Ninguna-se me dijo fran-
camente-s-. En Lexington, a un muchacho no se lo considera
curado hasta que han pasado cinco años sin usar el estupe-
faciente. ¿Cuánto hace que sus muchachos lo han dejado?
-No hace mucho.
-¿Sólo unos días?
La cruz y el puñal 195
-¡Oh, no. Es un asunto de meses. En algunos casos un
poco más de un año.
-Bien, eso es alentador. Dérne detalles. Quiero saber
algo más de ese bautismo del que me habla.
Al final de nuestra entrevista me advirtieron de nuevo
que un adicto a las drogas es casi imposible de ayudar y
que debemos estar siempre a la expectativa ante una posible
caída.
- y lo más triste de tooo-me dijeron-e-, es que cuando
un muchacho vuelve a caer en el vicio, cae más fuerte que
nunca. Si antes Be ponía dos inyecciones de estupefacientes,
se pondrá ahora tres. Si se ponía tres, se pondrá cince. La
degeneración es más rápida después de la caída.
y luego uno de los muchachos cayó. Aun después de
haber recibido el bautismo en el Espíritu Santo. No había
aprendido la lección de que el vivir en el Espíritu Santo es
tan necesario cerne recibirle.
Rafael había fumado cigarrillos de marihuana por dos
años y luego se había inyectado heroína durante tres. El
hábito estaba profundamente arraigado. Centenares de veces
había procurado librarse del vicio. Había tratado de abando-
nar la pandilla, en la cual sus camaradas se inyectaban los
estupefacientes en forma intravenosa. Pero siempre volvía a
las andadas. Había una sola forma de triunfar, pensó Rafael:
tenía que quitarse su propia vida antes de que se la quitara
a algún otro en una noche obscura, cuando estaba desespera-
do por conseguir el narcótico. Una noche, hace dos años,
Rafael subió a un techo. Se paró sobre la cornisa listo para
arrojarse de cabeza a la calle. Esperaba solamente oue la
acera quedara libre de gente.
En ese rnomente escuchó que alguien cantaba.
Los cánticos procedían de una iglesia para pandilleros,
que se congregaba en un edificio del otro lado de la calle
de 101 casa de departamentos en cuyo techo se encontraba
Rafael Levantó la cabeza y escuché. "En 101 cruz, en la
cruz, do primere vi la luz ..."
Rafael se bajó de la cornisa. Escuchó el resto del himno,
luego descendió las' escaleras del edificio y cruzó la calle.
Un letrero en el frente lo invitaba a entrar y a oir la historia
de cómo Dios trabajaba en las calles de Brooklyn para ayu-
dar a lOS jóvenes adictos? las drogas y atados a las pandillas.
196 Lit cruz y el puñal
y entró. Rafael no fue el mismo desde ese día. Entregó
su vida a Cristo y más tarde recibió el bautismo del Espíritu
Santo.
Estábamos muy orgullosos de Rafael, y aún lo estamos.
Durante un año dejó de inyectarse narcóticos. Se ausentó
de Nueva York y se fue a vivir a: California, alejado
del vicio. Regresó luego y nos hizo una visita. Anduvo bien
por varios días, pero yo notaba que lo invadía el desánimo
siempre que regresaba a su viejo barrio. Supe que sus amigos
lo estaban incitando a que volviera a sus andadas. Era
tentado de nuevo. Tratamos de mantener estrecho contacto
con él, pero Rafael era evasivo, Y luego cayó. Se entrevistó
con un traficante de drogas, consiguió la heroína y fue a
su habitación en donde se la inyectó en las venas.
Cinco veces antes de recibir el bautismo en el Espíritu
Santo, Rafael había tratado de dejar el vicio. Cada vez
que fracasaba se sentía tan disgustado consigo mismo que
comenzaba el vicio con más ímpetu que nunca. Y ahora,
después de un año de haber abandonado había caído de
nuevo en él.
Pero esta vez sucedió algo extraño. La inyección no dio el
resultado acostumbrado. Al otro día Rafael se presentó
sigilosamente en el Centro de Rehabilitación y preguntó por
mí. Cuando vino a mi despacho cerró la puerta, y adiviné
que se había inyectado heroína.
-Algo extraño me ocurrió, David-dijo Rafael después
de armarse de valor para contarme lo que había hecho-s.
Después 'de inyectarme la heroína, parecía que no me hu-
biera inyectado nada. Era tan distinto de lo que me había
sentido antes. Experimenté algo diferente, sin embargo. De
repente sentí un fuerte impulso de correr hasta la iglesia
más cercana y orar. Y eso es lo que hice, David. Esta vez
Dios me perdonó y no me sentí disgustado como antes. En
vez de ir de mal en peor, la tentación sencillamente desapa-
reció. '
A Rafael le brillaban los ojos al contarme lo demás:
-¿Sabe lo que estoy pensando? Yo creo que estoy atrapa-
do, sí, pero no por la heroína. Estoy atrapado por el Espíritu
Santo. El está en mí y jamás me dejará ir.
Rafael volvió a nosotros, humilde y consciente de que
en virtud del Espíritu Santo pertenecía ¡, Cristo en forma
La cruz y el puñal 197
especial. No pudo alejarse de él aun cuando lo intentó. Lo
mismo podía decirse de Roberto (un Roberto diferente,
que había sido adicto a las drogas durante quince años),
que cayó en la tentación por un corto tiempo, pero descu-
brió que no podía volver a la aguja hipodérmica. Y en lo
que respecta a Sonny, después de reincidir una vez, retornó
a Dios con tanto fervor y tanta convicción que quiere estudiar
ahora en un Seminario.
CAPITULO 23
Para la mayoría de los residentes de Brooklyn, aquella
mañana del 28 de agosto de 1961 era otra mañana más,
brillante y calurosa del verano. Pero para nosotros en el
Centro de Rehabilitación, el día era sombrío.
Para ese medio día debíamos entregar un cheque certifi-
cado a los tenedores de la segunda hipoteca. La cantidad
que necesitábamos ascendía a 15.000dólares.
-¿Cuánto dinero tenemos en el Banco?-le pregunté a
Pablo DiLena.
-No quiero ni decirle, siquiera.
-¿Cuánto?
-Catorce dólares.
[Había estado esperando tanto un nuevo milagro! De
alguna forma sentía confianza en mi corazón que no perde-
ríamos el Centro, y sin embargo ese día se nos cumplía el
plazo y no teníamos dinero Llegó el medio día y pasó, y el
milagro no se había producido. Tuve que formularme graves
preguntas respecto de mi propia confianza. ¿Me había en
gañado a mí mismo? ¿Había esperado demasiado de Dios
sin hacer lo suficiente de mi parte?
-Por lo menos-le dije a Julio Fried, nuestro aboga-
do-, no voy a caer sin luchar. ¿Puede conseguirme una
prórroga?
Julio pasó la tarde leyendo documentos y firmando pape-
les y cuando había terminado el trabajo del día, me anun-
ció que me había conseguidouna prórroga,
202 La cruz y el puñal
-Han acordado esperar hasta el 10 de setiembre, Da-
vid-me dijo Julio-. Pero si no reciben el dinero para esa
fecha le entablarán un juicio hipotecario. ¿Tiene alguna idea
de cómo conseguiráel dinero?
-Sí-le dije y el rostro de Julio se iluminó, demudán-
dose de nuevo cuando le expliqué cuál era la idea-o Voy a:
orar.
Julio estaba acostumbrado a las oraciones del Centro de
Rehabilitación, pero en ese momento creo que deseaba que
el Centro tuviese un director más práctico.
Esa tarde hice algo que podía considerarse temerario.
Convoqué a todos los jóvenes, a todos los pandilleros, a
todos los ex adictos a las drogas. a los muchachos y chicas
universitarios, a los miembros del personal y les dije que
no perderíamos el Centro. Hubo un gran regocijo. -Yo
creo que debemos ir a la capilla y agradecerle a Dios-les
dije.
y así lo hicimos. Entramos a la capilla, cerramos las
puertas y alabamos a Dios por haber salvado nuestro Cen-
tro para que lo usáramos para su gloria. Finalmente al-
guien levantó la vista y preguntó:
-Eh, David, ¿de dónde vino el dinero?
-Oh, aun no ha venido.
Hubo veinticinco rostros confusos, Veinticinco sonrisas se
helaron en loo labios.
-El dinero no lo hemos recibido aún-continué-pero
estoy seguro que antes del 10 de setiembre recibiremos el
dinero. Para esa fecha tendré un cheque por 15.000 dólares
para enseñárselos. Pensé simplemente que debíamos agrade-
cer a Dios de antemano. Y al decir esto me fui.
(J)ILOGO