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Como todas las grandes crisis, esta del coronavirus nos lanza a los analistas a la carrera
por sacar conclusiones, adivinar escenarios de futuro, adelantar los grandes cambios
que dejará este trance sobre nuestras vidas, individuales y colectivas. Las más de las
veces, conclusiones precipitadas, porque es conocido que no vivimos tiempos propicios
para la reflexión serena, sin prisas.
Sé por Jaime Millonschik que los pueblos acostumbrados a grandes desastres sísmicos
han desarrollado un saber milenario: ante un terremoto es perentorio quedarse uno
quieto, bajo el dintel de la puerta. Solamente después, pasado el sismo, llegará el
momento de asomarse, de salir a ver qué ha ocurrido, de hacer inventario de daños.
Avanzar desde el comienzo de este sismo vírico qué nos quedará al final,
hacer ese inventario de daños y aprendizajes mientras el terremoto se está
produciendo, parece tarea más propia de oráculos que de analistas sociales.
Necesitamos a los jóvenes. Aunque los efectos del virus sobre sus cuerpos sean
generalmente más leves, necesitamos que se cuiden por los demás, cortando la cadena
de contagios.
Y necesitamos a los ancianos. Queremos que se cuiden para que estén sanos. Pero
además necesitamos que se cuiden porque son quienes, si contraen el virus, sufrirán los
cuadros patológicos más serios y requerirán una atención médica más intensiva, con
mayores recursos. Estos son escasos, y es necesaria la colaboración de todos para que
los hospitales no colapsen.
Y necesitamos a los influencers: que den el ejemplo y lo publiquen en sus redes para que
sus legiones de followers se sientan tentados de imitarlo. Que ser ciudadanos
ejemplares, por una vez, sea cool.
Pero no siempre se da el mejor de los casos, y resulta esencial tener presente cuáles
pueden ser las consecuencias. Lo hemos visto recientemente en Cataluña, una sociedad
fracturada por la grieta independentista. Ante la crisis sanitaria, mientras una gran
parte de la comunidad ponía la salud por encima y por delante de todo, otra parte -entre
la que se cuentan muchos de los más altos cargos del gobierno regional- priorizó su
lucha político-identitaria. Le cerraron las puertas al Ejército español, que pretendía
instalar hospitales de campaña y desinfectar residencias de ancianos; el presidente
catalán renunció a firmar un acuerdo de unidad de acción contra el virus suscrito por
todo el resto de presidentes autonómicos; se ha mantenido el pulso al Estado mientras
Cataluña es la segunda región de España con más contagiados y más fallecidos. Y
hablamos de decesos que se cuentan por miles.