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INTRODUCCIÓN.
La necesidad de pertenecer a una forma u otra de comunidad es inherente a la naturaleza humana pues el hombre
es un animal social. Si estamos solos, nos consumimos y morimos. Los elementos esenciales de la vida comunitaria:
- Relaciones interpersonales y sentido de pertenencia.
- Estar orientados en unión hacia un fin y un testimonio de vida. Esta es la diferencia esencial con un grupo de
crecimiento/profundización. Los demás elementos (reunirse regularmente para compartir su ideal, orar y
encontrar aliento y sustento mutuo) son comunes.
En la comunidad de hoy, la conciencia de grupo debe crecer en el mismo entorno de crecimiento de la conciencia
personal. También ésta última tiene sus límites (no podemos vivir en desobediencia o en conflicto permanente). Si
ambas no experimentan un desarrollo armónico y equilibrado, no existirá una comunidad como tal que proporcione
desarrollo y plenitud al individuo.
En este esquema actual, la comunidad es el receptor de la plenitud de Dios, del DON; y cada uno de sus miembros
APORTA “fragmentos” o “parcelas” de ese don, únicas e insustituibles, en aras al crecimiento espiritual común y a la
plena manifestación de la Gracia. Adquiero conciencia de “importante” en cuanto a mi aportación personal al bien
común, pero también adquiero conciencia de la “importancia” del otro en cuanto a su aportación.
Secta vs Comunidad.
- La secta tiende a suprimir la conciencia personal para crear una unidad de pensamiento.
- Se limitan a una referencia humana única: el pastor, el jefe, el santo. Detenta el poder humano y espiritual y
mantiene bajo su dominio todo lo que pasa en la comunidad. Rechaza a todos los que podrían hacer peligrar su
posición y se rodea de débiles ejecutores incapaces de pensar por sí mismos.
- Tiende a eliminar lo secreto y lo íntimo de la persona como si todo lo que sonase a libertad interior fuese a
chocar con la conciencia de unidad de grupo.
- Tiende a aislar a sus miembros de influencias externas (familia, amigos, hermanos en la fe, otras comunidades)
que contaminen su pureza de pensamiento.
- Inducen a sus miembros el miedo a ser rechazados o a las represalias si se rebelan contra algo que emane de la
comunidad.
- Inducen a las personas a no tener confianza en sí mismas o a no desarrollar su personalidad para que se fíen de
las decisiones que la comunidad toma por ellas.
- En la comunidad, cada persona debe poder preservar, si así lo desea, el secreto profundo de su ser, no
debiéndoselo ofrecer o compartir necesariamente a los demás.
- Cada uno debe profundizar en su conciencia personal y en las mociones particulares que recibe en su vida
espiritual.
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LA LLAMADA Y LA INSERCIÓN EN LA COMUNIDAD.
Introducción.
La llamada a la comunidad es el reconocimiento de la voz de Dios que nos invita a establecer un vínculo o alianza con
otros. Esta alianza nos empuja a amar, a orar y a trabajar junto a ellos para responder a los gritos del pobre. Nace
con un sencillo “ven y sígueme” que no es tanto una invitación a la generosidad sino al reencuentro con el amor. No
toda llamada a la comunidad es para permanecer para siempre en ella. En muchas ocasiones es, simplemente, un
medio de crecimiento que Dios nos ofrece como puente a otras llamadas. Toda llamada debe ser confirmada por el
candidato y la comunidad y eso requiere un proceso de discernimiento.
Por tanto, y para realizar un buen discernimiento, estos son los elementos claves de la llamada:
- Conciencia de amor universal. Mi vida y entrega no es para unos pocos (mi familia, mis amigos, mi comunidad)
sino para toda la humanidad. La comunidad, con todo lo que pueda suponer para nosotros, nunca es el fin sino
el camino de crecimiento para poder responder al designio de Dios.
- Conciencia fuerte de un mundo material y egoísta que destruye al hombre y le aleja de Dios. En consecuencia,
siento una fuerte atracción por experimentar y entregar un amor puro y verdadero, a imagen del amor de Dios y
con la exigencia radical del Evangelio.
- Conciencia de apertura y transparencia. Ya no soy sólo para mí mismo. El otro va a entrar en mi vida y va a
conocer mis heridas, dificultades y debilidades. Acepto que Dios me sana y hace su obra en mí también a través
de la mediación de los que Él pone a mi lado. Ya no puedo dar una imagen sino que me tengo que mostrar tal y
como soy, consciente de que tengo el derecho a ser aceptado pero también el deber de crecer en un camino de
purificación y perfección en el amor.
Alguna de estas cosas puede suscitar en nuestro interior miedos o un sentimiento de incapacidad ante un camino
ten exigente, lo cual es normal dado que es el inicio de un camino de purificación en el que aceptamos ser hombres
nuevos con todas sus consecuencias, y nunca olvidemos que seguir a Jesús nace de negarse a uno mismo y tomar
nuestra cruz. Sin embargo, cuando es una llamada de Dios, sentimos una luz especial que nos hace percibir la
bondad de este camino para nuestra plenitud, aún a pesar de las dificultades que se puedan presentar. Preocupante
sería que en nuestro interior aparecieran fuertes sentimientos de inquietud y rechazo que no pudieran ser
compensados ampliamente por esa visión luminosa de paz y plenitud para nuestras vidas.
El hecho de que, al entrar en contacto con una comunidad, no nos atraigan ni sus miembros ni su modo de vida,
pero sí sentimos interiormente y con una gran certeza, de que nuestra felicidad está allí, puede revelar una auténtica
llamada aunque luego deba ser confirmada.
No es que personas con estas circunstancias no puedan ser llamadas por Dios a la vida en comunidad. Simplemente
hay que discernir cuidadosamente si ciertas necesidades humanas insatisfechas pueden ser confundidas con una
llamada.
- Visión idílica y perfecta de la comunidad. Sólo se ven cualidades, no defectos. Todo es maravilloso y bello. Los
miembros de la comunidad son santos, héroes y seres excepcionales que reúnen todo lo que uno quisiera ser.
- Decepción. Asociada a un periodo de fatiga, a un sentimiento de soledad, a la nostalgia, a un fracaso inesperado
o a alguna frustración relacionada con la autoridad. Todo se vuelve tinieblas. No se ven más que defectos y todo
irrita. Cuanto más se ha idealizado al principio, mayor es el desencanto.
- Realismo. Es el tiempo de la alianza. Los demás no son ni santos ni diablos. Cada uno es una mezcla de bien y
mal, de luz y tinieblas, pero hay en ellos un deseo de crecimiento y una esperanza. La comunidad no está ni en
las alturas ni en los abismos sino sobre la tierra. Se acepta a los otros tal y como son y se vive en la esperanza de
que, todos juntos, pueden crecer hasta conseguir algo más hermoso.
El pastoreo inicial.
Cuando alguien nuevo entra a prueba en comunidad, es preciso tener una atención muy especial con él,
acompañarle, fortalecerle, alentarle, darle todo el apoyo que necesite y enseñarle:
- Lo esencial de la vida comunitaria y lo que se espera de él en cuanto a actitud interior.
- Todos los detalles particulares de la comunidad. Sus derechos y responsabilidades.
- Su proceso particular. En qué consiste y su duración.
- La formación espiritual necesaria para superar los momentos áridos y para comprender las exigencias de la vida
comunitaria.
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El sí definitivo.
El sí definitivo es la aceptación plena de la comunidad, de esos hermanos y no otros, como camino hacia Dios.
En todo el proceso de discernimiento mutuo para confirmar la llamada, la comunidad debe entender como normal
ciertos desequilibrios e inseguridades en la percepción del individuo respecto a la comunidad. Hay que entender que
todas estas crisis son momentos importantes que ayudan a configurar una tendencia clara en el corazón de ambas
partes. Por este motivo, es fundamental que se dé un tiempo prolongado, con el candidato ya inserto en la vida
comunitaria, donde se garantice que éste ha superado las fases de idealización y decepción, y contempla la vida
comunitaria desde el realismo.
En este sentido, las personas son diferentes y para confirmar su llamada pueden necesitar escalas de tiempo
diferentes. La comunidad debe ser consciente de eso y, en ningún caso, presionar para que los candidatos tomen
decisiones precipitadas.
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FUNDAMENTOS DE LA COMUNIDAD CRISTIANA.
1) Lugar donde se nos llama a vivir juntos tal y como somos.
No estamos en comunidad porque tengamos un proyecto común, ni siquiera porque nos amamos, sino porque
juntos hemos sido llamados por Dios. Comprender que la vida comunitaria, con todas sus dificultades y
oscuridades, es lo que Dios me regala para que yo sea pleno y feliz, es el motor que me impulsa a crecer y
perseverar día a día.
Si entramos en una comunidad siguiendo exclusivamente un impulso personal, no encontraremos la fuerza
interior para vivir los momentos difíciles. Sólo tomando conciencia de que es Dios quien nos elige para la
comunidad, para ser signos de amor y perdón con los demás, nos permitirá perseverar en medio de las
tensiones y agitaciones que rodean las relaciones humanas.
Sólo el que ha experimentado el amor incondicional y el perdón de Dios puede, a su vez, perdonar y amar
incondicionalmente, porque esto humanamente es muy difícil, por las heridas que hay en nuestro corazón y por
lo que tiene de negación y renuncia. Seguir a Jesús, en pos del amor verdadero, siempre nace de negarse a uno
mismo (deseos, apetencias, afinidades, comodidades, razones) y tomar la cruz (renunciar siempre suponen,
humanamente, sufrimiento y dolor). Es este amor que nace de la renuncia el que sana, purifica y da sentido y
plenitud a la existencia (“si sólo amáis a los que os aman, ¿qué merito tenéis?”).
Las comunidades crecen espiritualmente cuando sus miembros, con la imprescindible ayuda de Dios que da un
corazón nuevo y un espíritu nuevo, superan sus simpatías y antipatías para amar y respetar al otro con sus
diferencias. Es el amor verdadero e incondicional el signo más evidente de la presencia de Dios en la comunidad.
2) Lugar de pertenencia.
La comunidad sacia la necesidad más esencial de las personas que es estar en comunión con otros. En ella, uno
encuentra su terreno y su identidad. Pertenecer a algo es sentirse protegido, guardado y cuidado. El otro es para
mí como yo soy para el otro. Eso empuja a abrirse a los demás sin miedo, aún siendo conscientes de que
abrirnos a los demás es hacernos más vulnerables (podemos ser heridos si no se nos acepta).
En la comunidad uno conoce el amor universal y es trampolín para la humanidad entera, porque la comunidad
es un regalo de Dios para la salvación del mundo, además de la de sus miembros.
La pertenencia no es un fin en sí mismo que nos conduciría a la complacencia y a la pasividad ( “¡qué bien se está
aquí!”), sino un punto de partida para el crecimiento personal.
3) Lugar de apertura.
- Hacia dentro: mostrarme al otro tal cual soy, con toda crudeza y sinceridad, para darle la oportunidad de
que ame y me acepte así. En comunidad se deja que las barreras caigan y que las apariencias y máscaras
desaparezcan, pues sólo así se puede vivir una experiencia de comunión. Esto no es fácil:
Por aquellos que han construido una personalidad ocultando un corazón herido tras los muros de una
apariencia de independencia. Son activos y su actividad es la expresión de una necesidad de afirmarse,
de triunfar, de controlar, de realizar proyectos y ser reconocidos.
Por aquellos que colocan su corazón tras una máscara de timidez o de sumisión a los otros sin atreverse
a mostrar su verdadero rostro.
- Hacia fuera. Las comunidades que se aíslan, se secan y se mueren. Las verdaderas comunidades están
abiertas al mundo y a otras comunidades para recibir y dar vida. Juntas se estimulan, se motivan, se
sostienen y se confirman mutuamente. No se creen en posesión de la verdad ni de la sabiduría. No desean
que otras comunidades les imiten o pretendan seguir sus mismos pasos.
8) Lugar de perdón.
En muchas ocasiones, perdonar no es fácil. Implica reconocer de nuevo la alianza que me une hacia el otro,
abrirme de nuevo a él, escucharle de nuevo y darle de nuevo un espacio en mi corazón. En definitiva, toda esta
“novedad” implica que yo también tengo que cambiar.
Si admito que tengo debilidades y defectos, que he pecado contra Dios y mis hermanos y, a pesar de esto, he
sido perdonado y puedo progresar hacia la libertad interior y hacia un amor más verdadero, entonces puedo
aceptar los fallos y debilidades de los otros. No podemos amar de verdad con un corazón universal hasta que
descubrimos que somos amados por el corazón universal de Dios. Sólo Dios puede hacer que veamos al otro
como un ser único y precioso a pesar de constatar su debilidad y fragilidad. Por eso es tan importante centrar
nuestra vida en Él, en su Verdad y su Amor, para no dejarnos dominar por nuestros instintos psicológicos
(nuestras heridas y nuestros mecanismos de defensa). La clave del perdón es vivir la vida muy centrados en
Dios: pensar desde Dios, hablar desde Dios y actuar desde Dios.
Nuestro perdón hacia el otro derriba las barreras que nosotros mismos hemos levantado con nuestro juicio y
nuestra crítica a él.
En comunidad, por el hecho de establecer relaciones profundas e intensas, nos hacemos daño unos a otros con
cierta facilidad (palabras que hieren, actitudes que ponen en evidencia, situaciones donde chocan
susceptibilidades). Por eso hacer comunidad implica llevar una cruz y realizar un esfuerzo constante de
comprensión, paciencia y aceptación.
Cuando alguien nos ha ofendido o se ha comportado incorrectamente con nosotros, y nos pide perdón, puede
no suponernos ningún esfuerzo conceder ese perdón. Sin embargo, podemos hacer un gran bien a nuestro
hermano si intentamos analizar con él qué hay detrás de su actitud reprochable. Bien porque puede haber
causas serias en su interior que le induzcan a comportarse de una manera poco correcta, bien porque haya algo
negativo en nosotros que necesite ser cambiado pues provoca en el otro esas conductas indeseables.
Ser impaciente, por muchas justificaciones que encontremos en el comportamiento de los demás, es siempre
una debilidad. El otro nunca va a cambiar si adivina en nosotros impaciencia, porque el motor del cambio
siempre es la aceptación. La impaciencia sólo produce en el otro miedo y bloqueo.
- Aceptando que muchas de las razones de nuestra impaciencia hacia los otros está oculta en nuestro interior,
a menudo en áreas de nuestra mente sobre las que tenemos un escaso control. La impaciencia nace del
corazón herido. Transformar poco a poco nuestra sensibilidad para empezar a amar realmente al otro es un
trabajo a largo plazo. Para dar este paso hacia la aceptación del otro hay que empezar, primeramente, por
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reconocer nuestros bloqueos, nuestros celos, nuestra falta de aceptación de nosotros mismos, nuestra
forma de compararnos, nuestros prejuicios y nuestros rechazos más o menos conscientes… y ser muy
pacientes con ellos. Si llegamos a identificarlos y ser muy conscientes de ellos, ya estamos en el camino de
purificación donde, con la ayuda de Dios y de los hermanos, todas estas cosas pueden ser sanadas.
En el ámbito comunitario existe un gran peligro en aquéllos que no analizan su propia realidad y se niegan a
profundizar en sí mismos, tendiendo a justificar su impaciencia como un deseo sincero de ayudar a crecer al
otro: le exijo porque le amo y quiero su bien y progreso. Esta actitud, casi siempre, oculta un interés
personal de que el otro se comporte con nosotros de tal manera que satisfaga nuestros deseos e intereses
personales.
- Siendo conscientes de que la impaciencia se genera en la mente pero se transmite mediante la palabra.
Aprender a “mordernos la lengua” es un ejercicio de voluntad y contención que nos ayuda a controlar los
impulsos desordenados de la mente.
- Reconociendo las cualidades del otro. A veces un único defecto, por importante que pueda ser, nos nubla el
reconocimiento y aprecio de muchas y buenas cualidades que el otro posee. En el ámbito comunitario,
nunca debemos perder la conciencia de que el otro es regalo de Dios para mi bien y mi crecimiento
espiritual.
- Poniéndonos en las manos de Dios. Sólo Dios puede sanar eficazmente heridas muy profundas que ni
siquiera conocemos. Sólo la experimentación de su eterna paciencia para con nosotros, nos puede impulsar
a ser más pacientes con los demás. Debemos pedir a Dios que nos enseñe a amar a aquéllos que no nos
atraen y que nos dé atracción por aquéllos a los que nos está enseñando a amar.
- Poniendo las debilidades de nuestros hermanos en las manos de Dios.
- Tratando de ser especialmente acogedores, atentos y amorosos con los que tenemos más dificultad o con
los que nos cuesta más aceptar sus debilidades y limitaciones.
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felices en una comunidad alejada de la perfección, es cuando nuestra actitud sustituye la búsqueda por el
compromiso:
- No busques la paz; da paz.
- No te mires a ti mismo; mira las necesidades de tus hermanos.
- No te preguntes cuánto estás recibiendo; ama y entrégate a los demás.
- No esperes del otro; sal a su encuentro.
- No mires sus defectos; mira los tuyos, siéntete perdonado y piensa que puedes perdonar a otros.
En el amor que se entrega sin pedir nada a cambio, el hombre encuentra la paz, el reposo, el equilibrio entre lo
interior y lo exterior, entre la oración y la acción, entre el tiempo para uno y el tiempo para los demás.
Las comunidades que crecen son aquellas donde cada miembro adquiere la conciencia de que debe poner al
servicio de los demás todo lo mejor de sí como si nadie más lo fuera a hacer, como si todo dependiera de su
aportación. Esa actitud es la que nos convierte en constructores de comunidad e impulsores de su bondad.
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LA VISIÓN Y LA MISIÓN DE LA COMUNIDAD.
Visión y espiritualidad.
La Visión es el designio de Dios para la comunidad, su lugar en la historia de la humanidad. Discernirla, nos empuja
en una única dirección impidiendo malgastar nuestras energías en recorrer otros caminos. También nos ayuda a
crecer hacia la unidad con los otros y la unidad con Dios. Una comunidad sin visión, limita enormemente su
crecimiento pues tiene la sensación de no saber muy bien a dónde ir y en qué esforzarse.
Sin embargo, la Visión no se construye en un solo momento. De hecho, no se acaba de perfilar totalmente sino con
el discurrir del tiempo y la luz que aportan las diferentes experiencias comunitarias. Antes de escribir, la comunidad
debe vivir. Esta vida da pie a los acontecimientos que tanto hablan a la hora de hacer cualquier discernimiento y que
son los que van forjando una visión común, dando tiempo a escuchar y escudriñar la voz del Espíritu a través de
ellos. En definitiva, el orden temporal para definir la visión es: vida y escucha, y análisis de los acontecimientos y las
experiencias. Cuando todo esto está en armonía y conducen a una única luz, es cuando hay visión.
La Visión no es algo eterno e inmutable. Puede ir configurándose a través de pequeños pasos que van revelando una
luz cada vez mayor en esa percepción de la voluntad de Dios para la comunidad.
Muy relacionado con la visión: la espiritualidad. Son las actitudes evangélicas concretas que Dios revela muy
especialmente a la comunidad y que se convierten en sus señas de identidad, es decir, los cimientos sobre los que se
construye la vida comunitaria y los signos que son percibidos con una luz especial fuera de la comunidad. La
espiritualidad se manifiesta en la forma de trabajar, de celebrar, de rezar y de relacionarse. Como la visión, la
espiritualidad orienta nuestro trabajo individual y comunitario porque nos indica aquellas cosas en las que estamos
llamados a purificar y perfeccionar para lograr una mayor comunión con Dios y con los demás.
Introducción a la Misión.
Conocer y experimentar el Amor de Dios y no adquirir sus entrañas de misericordia es un contrasentido, pues no hay
una verdadera experiencia de Dios que no conduzca a los demás. Jesús mismo se identifica totalmente con el pobre
y el desvalido: “cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Sólo se puede
caminar tras Él si se le busca allí donde más presente está: en el que sufre, en el que llora, en el que no encuentra la
luz poderosa de Dios en medio de su tribulación. Es la comunión con el necesitado lo que más nos conduce
directamente al corazón de Dios.
La comunidad surge del corazón misericordioso de Dios y, consecuentemente, está llamada a dar fruto abundante
de amor. Por ello, la vida comunitaria no puede florecer si no tiene un fin fuera de sí misma. Ese fin, hace enfocar la
mirada en el otro favoreciendo decisivamente la unidad de sus miembros. Su ausencia, hace que sus miembros se
enreden en sí mismos, sus pobrezas, sus debilidades, sus estructuras y sus pequeñeces.
Estamos llamados por Dios a “dar gratis lo que hemos recibido gratis”. No hay ningún mérito en ello. Somos meros
transmisores de una gracia que se nos ha revelado por pura misericordia. La comunidad se vive plenamente cuando
sus miembros, por la gracia de Dios, comienzan a ser conscientes de que no sólo están en ella para sí mismos y su
propia santificación, sino también para acoger el don de Dios para toda la humanidad que se manifiesta en el grito
de dolor del pobre (“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca”). Dios nos muestra el dolor y el sufrimiento del mundo así
como la esperanza de la Buena Nueva; los primeros, interpelan nuestro corazón y la segunda, nos empuja a la
entrega.
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La misión particular es la forma que tiene cada comunidad de ser fuente de vida según los carismas específicos que
el Espíritu le otorga. Cada comunidad es suscitada por Dios para responder a una necesidad concreta del hombre en
un determinado momento de la historia.
Discernimiento de la misión.
Puede ser que una comunidad, en sus comienzos, no tenga clara su misión o no encuentre el contexto correcto
donde poder desarrollarla. Esto suele estar asociado a un tiempo de purificación y preparación. Dios, al igual que
Jesús con sus discípulos, sólo nos envía cuando se da en nosotros una mínima madurez humana y espiritual
(conciencia interior, disposición, madurez en la entrega, desarrollo de los carismas, etc) que nos permita ser dóciles a
su voz y humildes instrumentos a su servicio.
Nunca se debe comenzar una misión hasta que no haya una cierta unanimidad en todos los miembros de la
comunidad. Hay unos criterios mínimos y básicos:
- Tiene que ser percibida como un momento de gracia por todos los miembros. Una misión que es de Dios,
une y no desune.
- Al hacer una reflexión sobre los carismas y dones que Dios da a la comunidad, suele haber una gran armonía
entre estos carismas y el objeto de la misión.
- El desarrollo de la misión debe preservar la armonía y el equilibrio de la comunidad. No puede ir en
detrimento de sus momentos espirituales ni de todo aquello que ayuda a construir comunidad. Una misión que
ahogue la vida comunitaria (por exceso de actividad, etc), termina matando a la propia comunidad.
El sentido de pueblo.
Cuando la comunidad carece de misión, su “pueblo” es ella misma. Cuando ya está volcada en la misión, ese sentido
de pueblo debe ensancharse hasta involucrar en él a todos los que son objeto de la misión. Dios nos llama también a
ser uno con aquellos que son objeto de nuestra entrega y a crear con ellos profundos lazos y afectos de comunión. Si
no es así, la comunidad pierde su alma y se convierte en una organización dedicada a un trabajo, una actividad o a
una responsabilidad. El proceso de morir a uno mismo que se asume cuando se entra a formar parte de una
comunidad (en la conciencia de que no es muerte para la persona sino vida en plenitud), se prolonga cuando la
comunidad se vuelca en la misión (tampoco la comunidad muere sino que se abre a la vida de gracia a la que ha sido
llamada). Dios, con su providencia, devuelve centuplicadas todas las posibles “pérdidas” que sufrimos por su causa
(“Buscad primero el Reino y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura”).
La bendición de la entrega.
Entrar en contacto con la tristeza, la soledad o la dificultad del otro, nos ayuda a conocernos y encontrarnos con
nosotros mismos, con nuestras pobrezas pero también con lo mejor que hay en nosotros. Su limitación nos muestra
nuestra limitación; su dolor, nuestra impotencia; su fragilidad, nuestra incapacidad. En la entrega crecen nuestra
paciencia, nuestra comprensión y nuestra abnegación. También, a través de ella, descubrimos nuestra capacidad de
amar y todas las grandes posibilidades de nuestro corazón. El otro, en su debilidad, despierta nuestra compasión
eliminando todas las durezas que hay en nuestro corazón y rompiendo los caparazones que usamos para
protegernos.
Es difícil no ver el rostro de Jesús en el rostro del que sufre. Desde ahí, toda obra de amor no es sino un encuentro
con Dios en el que no sólo liberamos, sanamos y evangelizamos sino que también somos liberados, sanados y
evangelizados por el otro.
El combate en la entrega.
En la comunidad y en la misión siempre luchan dos fuerzas contrapuestas: las del mal, que pretender dividir,
desanimar y hacer que los grupos y las personas se aíslen; y las del bien, que las abren al perdón, la humildad, la
comprensión, la compasión, la unidad y la confianza en el otro. Además, el mundo y sus falsos valores, intentarán
que las comunidades pasen por estúpidas, utópicas, ingenuas e irreales. Los miembros de una comunidad han de ser
muy conscientes de la gravedad de la lucha para no sucumbir ante las adversidades y la persecución. El demonio no
quiere que existan comunidades de amor y hará todo lo posible por desanimarlas, herirlas e intentar destruir su
unidad. Para ello, trata de erosionar las virtudes que sustentan la vida espiritual sembrando dudas (fe), pesimismo
(esperanza) y desconfianza (caridad). Sólo desde el coraje y la oración se puede estar preparado para luchar contra
estos ataques.
La exigencia de la misión.
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La misión no es una actividad más en la vida de una comunidad. Es la porción de la tierra que Dios quiere rescatar y
en la que desea reinar, y hace a la comunidad cooperadora en esa obra de salvación. Grande es la responsabilidad
que Dios deposita en nuestras manos, y privilegiados nos tenemos que sentir porque, a pesar de nuestras miserias y
limitaciones, Dios confía en nosotros. En esta certeza, la misión es sagrada porque es designio de Dios y, por tanto,
rodeada de su santidad y como tal la tenemos que vivir. La seriedad, intensidad y fervor con los que debemos
aplicarnos son sólo la respuesta natural a quien estamos profundamente agradecidos por su misericordia, fidelidad y
confianza.
En este sentido, ser fieles a Dios en la misión implica por nuestra parte:
- Transmitir con gozo, alegría y esperanza, la fe y la vida de Dios en nosotros. Por elección de Dios, somos
transmisores de la vida abundante que Jesús prometió y eso nos empuja a vivir la misión, en cada momento y en
cada situación, con pasión, con energía, con vitalidad y con ilusión.
- Vivir y comportarnos de forma sencilla y humilde en todas las facetas de nuestra vida. No sentirnos ni
mostrarnos superiores. No presumir ni alardear de nuestros dones y carismas. Nada tenemos que no nos haya
sido dado. Acojámoslo con humildad y agradecimiento, conscientes de nuestra ausencia de méritos, y dejemos
que sean los demás los que expresen lo que necesitan de nosotros.
- Mostrar un profundo respeto por el hermano, por su situación, sus dificultades y sus necesidades. No somos
mejores ni peores que él. Nunca debemos ir más allá de donde él desee ir sino sólo mostrarle nuestra
disponibilidad para acompañarle. No somos sus jueces ni sus salvadores, sólo allanadores de caminos para que
llegue con fuerza la gracia de Dios a su corazón. El hermano no necesita de nosotros un juicio sino un corazón
comprensivo y compasivo que le ayude a acercarse a la luz.
- No ser signos de discordia ni propagadores de diferencias sino propiciadores de unidad. Esto nos empuja a
ser conciliadores y muy prudentes en las críticas a los demás, sin llegar a caer en la hipocresía o la falta de
denuncia de las injusticias o de las situaciones contrarias al Evangelio, en especial las que atañen a la caridad.
- Ser testigos fieles y veraces de la presencia de Dios en nuestra vida personal y comunitaria. Esto no sólo nos
compromete interiormente sino que nos empuja a ser muy cuidadosos en nuestras palabras y actos, entre
nosotros y hacia los demás. Que seamos, y por tanto, así nos reconozcan: generosos, abnegados, honestos,
íntegros, responsables, serviciales, coherentes y comprometidos.
- Trabajar a fondo, humana y espiritualmente, todo lo que atañe a la misión, conscientes de que la unción no
sólo se sustancia en un momento o acto concreto, sino que comienza en el mismo instante en que ponemos en
acción y oración nuestro servicio.
- Nunca olvidar que somos siervos inútiles y que no buscamos más gloria que la gloria de Dios. Vanos son
todos nuestros esfuerzos si Dios no los llena de gracia y poder. Nos sentimos cómodos en el papel discreto del
siervo y nos encanta desaparecer cuando aparece nuestro Señor. A veces, somos referencia o ejemplo para
otros en su camino de fe. Sin embargo, debemos estar siempre alerta para no ser idealizados. No somos muletas
para que los demás dependan de nosotros, sino maestros que enseñan a volar.
- No dejar que nuestro servicio se mueva por apetencias o comodidades. Sabemos que toda obra de Dios
siempre trata de ser interferida por el Enemigo, pero no tememos sus acciones sino nuestra debilidad. Por ello,
nuestra disponibilidad, afán de servicio y entusiasmo se muestran especialmente fuertes cuando la dificultad y
el cansancio retraen a la mayoría.
- Servir con alegría y abnegación en lo pequeño y en lo escondido, sabiendo que es parte fundamental en la
obra de salvación que Dios construye a través de la misión. Hay que desarrollar con mimo y devoción todas las
facetas de la misión pero, especialmente, las más oscuras e insignificantes a ojos humanos, que conllevan
muchas veces un mayor sacrificio personal y desgaste humano.
- Ser muy conscientes de que lo más importante de nuestro servicio no es que seamos capaces de expulsar
demonios, de sanar enfermos, de resucitar muertos o de andar sobre las aguas, sino que nuestros nombres
están escritos en el cielo. El hecho de ser siempre muy conscientes de esto no nos va a ayudar en los momentos
de euforia espiritual sino que nos va a proporcionar paz, esperanza y firmeza en los días de oscuridad y desierto.
- Ser uno y sentirnos uno. En la misión, la comunidad se siente una unidad, independientemente de quien
desarrolle concretamente las diferentes tareas. Cuando uno misiona, es la comunidad entera la que misiona.
- Ser fieles y radicales con el compromiso adquirido. Tanto cuando podemos percibir claramente la influencia
de nuestra actuación como, especialmente, cuando no lo vemos. A veces lo importante no es hacer sino estar.
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DIFICULTADES EN EL CRECIMIENTO DE LA COMUNIDAD.
Introducción.
En comunidad, crecer es trabajar por unificar nuestra capacidad de acción y nuestro corazón. El anhelo de crecer
encuentra su punto de partida en la conciencia de nuestra pobreza y debilidad. Sólo desde ahí podemos entender
que sin Dios y su providencia amorosa a través de los hermanos, no podemos salir de nuestras cavernas y superar
nuestros límites por el camino de sanación y purificación que nos ofrece la vida comunitaria. Es muy luminoso
descubrir que el anhelo de la comunidad, en el fondo, no nace de un sentimiento elitista sino de la conciencia de
pobreza: necesito a Dios y necesito a los hermanos porque solo no puedo crecer. Crecer en el amor es la
consecuencia directa de crecer en el Espíritu. La medida del crecimiento de una comunidad es la medida de su
crecimiento en el amor, desde el corazón que se mueve por la necesidad, la exclusividad o la reciprocidad hasta el
que camina en la entrega desinteresada, la paciencia, el perdón, la generosidad, la disponibilidad y la abnegación.
Cada uno de los miembros de la comunidad es responsable de su propio crecimiento pero también del crecimiento
de los demás y de la comunidad en su conjunto. Entender esto es fundamental para alentar en nosotros el
compromiso hacia la comunidad.
En comunidad, no se pueden entender los problemas y dificultades de los demás o de la propia comunidad como
algo cuya solución es responsabilidad de la autoridad o, en el caso de las personas, de la propia persona. En un
entorno comunitario, es bastante cobarde y mediocre afirmar “nadie me ha pedido ayuda”. El verdadero amor no es
reactivo sino proactivo. No espera al hermano sino que sale a su encuentro. Amar al otro no es sólo preocuparse por
su vida y sus dificultades sino también hacerle partícipe de las nuestras. Sólo así se crea un verdadero clima de
confianza donde nos sentimos importantes y solidarios los unos hacia los otros.
Etapas vitales del hombre es un camino de madurez para llegar a vivir la plenitud del amor verdadero.
- Niño: Confianza. Vive del amor de otros.
- Joven: Esperanza. Descubre que es capaz de amar. Generosidad y utopía.
- Adulto: Fidelidad. Ama, se hace responsable y se compromete.
- Mayor: Sabiduría. Vuelve a vivir del amor de otros.
Etapas de la comunidad cada etapa conduce a una mayor plenitud pero conlleva ciertas renuncias y sufrimientos.
- Inicial: nos acercamos movidos básicamente por dar un sentido pleno a nuestras vidas.
- Crecimiento: nos abrimos al otro y aprendemos a dar y recibir en un ambiente de amor caracterizado
principalmente por el sentimiento y la reciprocidad.
- Madurez: nos entregamos en un amor desinteresado y fiel caracterizado por la disponibilidad y la abnegación.
La grandeza del otro no son sus grandes cualidades sino la vida de Dios que nace en su pequeñez, su debilidad y
su pobreza.
Todas las comunidades, de una u otra manera, viven parecidas dificultades en su camino de crecimiento. Algunas de
estas dificultades son:
1) El paso de lo heroico a lo cotidiano.
Los judíos sólo empezaron a murmurar contra Dios cuando ya habían pasado el Mar Rojo. Antes, estaban
seducidos por lo extraordinario, el riesgo, la aventura, y todo les parecía preferible al yugo de la esclavitud
egipcia. Lo ordinario, lo cotidiano y lo regular les condujeron a la crítica hacia Moisés.
El que empieza en una comunidad está lleno de ilusiones y tiene el impulso necesario para salir de una vida
individual y egoísta. La fuerza de la generosidad puede con la seducción del confort, el mínimo esfuerzo y la
seguridad. Además, no se es muy consciente de sus propias limitaciones ni, por supuesto, las de los demás.
El reto de la comunidad, en su crecimiento y madurez, no es maldecir lo cotidiano sino luchar por vivir lo
cotidiano de manera heroica. El viento ya no será de cola sino de cara, pero el reto de superarnos a nosotros
mismos ante la apatía, la rutina y la falta de emociones, nos dará el impulso y la motivación para seguir
maravillándonos cada día ante la obra de Dios y el regalo de los hermanos.
2) La fidelidad a la llamada.
Existen dos grandes peligros, a menudo muy ligados, que pueden hacer que una comunidad se desvíe:
- La búsqueda de seguridad y confort.
Es una tendencia humana muy habitual cuando las comunidades han superado las dificultades de los
comienzos y se han asentado. En la inseguridad, se tiende a mirar más a Dios porque se es más consciente
de que, en muchas ocasiones, la comunidad se puede ir a pique sin una intervención divina.
- La falta de fidelidad a la visión que supuso su fundación.
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Es absolutamente fundamental que cada comunidad conozca su visión esencial. No lo que le hace diferente
a otras, sino lo que mueve y entusiasma su quehacer. Si esa visión profética emana de Dios, sólo la fidelidad
a su voluntad, sin edulcorantes ni excusas, podrá hacer que la comunidad no se deje llevar por impulsos
humanos.
La comunidad debe recordar constantemente esa necesidad de no acomodarse y de seguir poniendo sus ojos en
Dios, así como de permanecer fieles al designio divino que la creó. Así se evita caer en la rutina, el reglamento y
las costumbres. Todas sus decisiones serias se deben tomar a la luz de estas pautas, haciéndose siempre las
mismas preguntas: ¿tomamos esta decisión por miedo a la inseguridad? ¿Está orientada a lo que constituye lo
esencial de nuestra vida?
Dicho esto, es necesario también considerar el elemento profético para que los nuevos designios divinos puedan
seguir siendo escuchados. De esa forma la comunidad renueva su vida y su esperanza. Generalmente no
significan borrón y cuenta nueva (salvo que la comunidad esté totalmente degradada) sino reafirmación en las
virtudes esenciales que constituyen la visión aunque las misiones y la forma de hacerlas cambien.
4) El temor a la Verdad.
En todo ser humano y en toda comunidad hay siempre un gran temor a enfrentarse a la verdad. No hay mayor
verdad que ser lo que somos, pero conocerlo y asimilarlo conlleva un sufrimiento que, a menudo, preferimos
evitar. Nos cuesta mostrar nuestra realidad porque pensamos que podemos ser rechazados por ello. La libertad
interior no es ni más ni menos que poder mostrarnos en cada momento tal y como somos, y poder expresar de
forma natural y espontanea, con los lógicos límites del respeto y la prudencia, lo que pensamos de cada
situación.
Esta libertad interior se logra cuando interiorizamos que es mejor entregarnos a la verdad, aunque hiera, antes
que al confort de no cuestionarnos nada. No hay crecimiento posible cuando se vive en la mentira y el espejismo
o cuando se tiene miedo de que la verdad se conozca. Tenemos que abrirnos a la verdad y dejar que se
manifieste, aunque ponga en evidencia nuestra pobreza radical y nuestro pecado. Entonces gritaremos a Jesús y
Él nos perdonará, nos salvará y nos guiará. Sólo entonces la verdad nos hará libres.
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- Con el paso del tiempo, comienza a decepcionarse en la medida que va conociendo el verdadero proyecto
de Jesús, ése que habla de muerte y persecuciones y que culmina con el gesto de lavarle los pies.
- Su confusión es tal que incluso llega a negarle. A partir de ahí se sume en la desesperanza y la depresión. Su
ilusión se viene abajo con el conocimiento de la realidad (y su no aceptación) y con la ausencia de retos
(cuando Jesús muere, cree que ya se ha acabado su vida y su misión).
- Al volver a ponerse en la situación de docilidad ante Dios (“perseveraban en la oración…”), tras la experiencia
de Pentecostés, comprende que su vida y su misión no han hecho más que empezar.
Crecer es gestionar la normalidad, con su realidad de sufrimiento y pequeñez, para convertirla en reto desde la
escucha de Dios, que siempre nos ayuda a transformar el dolor en ofrenda.
En lo personal, los demás son como un espejo en el que vemos reflejadas nítidamente todas nuestras
oscuridades. Llegas realmente a conocerte a ti mismo con todo lo bello y duro que puede ser. En lo colectivo, es
difícil que de la relación humana intensa no surja la limitación, la decepción o el conflicto. Siempre hay alguien
que no satisface nuestra necesidad o que nos irrita. Debemos ser conscientes que, lejos de esperar un lugar
lleno de concordia y armonía, la comunidad no requiere ni ofrece una armonía emocional absoluta. Lo que nos
ofrece es un contexto donde tratar de perfeccionarnos en el amor que acepta, que se entrega
incondicionalmente y que perdona. Sólo en comunidad aprendemos:
- La verdadera humildad.
Todos tenemos heridas. Todos sufrimos dolor y decepciones. Todos tenemos una sensación de soledad presente
bajo todos nuestros éxitos. Todos tenemos una sensación de inutilidad oculta bajo todos los halagos. Esto es lo
que nos hace aferrarnos a la gente y esperar de ella un afecto, una afirmación o un amor que no nos pueden
dar. Por ello es tan vital perdonar. Perdonar es disculpar que el otro no satisfaga mis necesidades y deseos. El
perdón dice: “sé que me quieres, pero no tienes que quererme incondicionalmente, porque eso únicamente
Dios puede hacerlo”. Si queremos que otras personas nos den algo que sólo Dios puede darnos, somos culpables
de idolatría. Por evolucionado que sea, nuestro amor sólo es una expresión limitada de un amor ilimitado. El
perdón es el elemento que da cohesión a la vida comunitaria. Como personas con un corazón que anhela el
amor perfecto, tenemos que perdonarnos mutuamente por no ser capaces de dar o recibir ese amor perfecto
en nuestra vida cotidiana.
11) La hiperactividad.
Vivir en comunidad no es llenar nuestras agendas de actividades para estar todo el rato entretenidos, no saber
parar ni descansar, hacer sin cesar cosas para los demás y sacrificarse por ellos. Existe el peligro de identificarse
tanto con la función, la responsabilidad y la necesidad, que se abandone el gusto por la intimidad con Dios y la
necesaria confrontación con uno mismo, con su ser profundo, con sus heridas y vacíos.
Cuanto más nos convertimos en personas de acción y de responsabilidades, más necesidad hay de que
profundicemos en la meditación y la contemplación. Si no se alimentan la oración y el silencio, si no se dedica
tiempo a vivir con la presencia y la ternura de los hermanos, corremos un serio riesgo de convertirnos en
personas amargadas, agrias y tiranas.
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complementario al crecimiento que proporciona la comunidad y no “en lugar de”. Esto mismo aplica en el
ámbito de todas las relaciones interpersonales, pero en el acompañamiento individual hay que extremar al
máximo la prudencia y el equilibrio, al establecerse un vínculo de autoridad entre acompañante y acompañado.
- Para comunicar dificultades o problemas que pertenecen a una esfera de la intimidad que el acompañado
aún no está preparado o no desea revelar en el ámbito comunitario. Esta primera apertura, puede ayudar a
que, más adelante, se comunique a toda la comunidad. De lo contrario, el acompañado podría arrastrar por
mucho tiempo una carga de dolor o sufrimiento que no es capaz de compartir. En este sentido, el
acompañante es un facilitador de la comunicación entre acompañado y comunidad.
- Para que el acompañado pida orientación sobre problemas personales o dificultades con terceros, dentro o
fuera de la comunidad, que pueda juzgar delicado plantear, de primeras, en el ámbito comunitario.
- Si el acompañante aprovecha su autoridad para inducir o imponer al acompañado criterios que responden a
sus propias posiciones o intereses particulares, en temas que afectan a toda la comunidad.
- Si el acompañante, ante problemáticas o diferencias del acompañado con terceros, o bien toma partido por
alguna de las partes, o bien absorbe la información desalentando al acompañado a resolver esas diferencias.
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MEDIOS PARA EL CRECIMIENTO DE LA COMUNIDAD.
Introducción.
La comunidad nos invita a caminar en valores evangélicos como el amor y la entrega, la vida sencilla, la humildad y el
servicio, el perdón, la paz, la importancia del hermano y la confianza en Dios. Sin embargo, hay otras fuerzas muy
poderosas y seductoras que nos invitan a preocuparnos de nosotros mismos, de nuestros problemas, de nuestras
comodidades, de nuestros placeres y de nuestros intereses. Para mantenerse siempre fiel a los valores evangélicos y
no caer en la tibieza, la tristeza y la mediocridad, hay fundamentalmente dos caminos: el amor entre sus miembros y
el alimento espiritual que viene de Dios.
No hay mayor estímulo para crecer que sentirnos progresar, que ver que ciertos miedos y debilidades van quedando
atrás, que notar un mayor convencimiento en nuestros principios y en nuestra forma de vivir, que, en definitiva,
sentirnos mejores personas y mejores cristianos. La comunidad nos estimula a progresar. Nos recuerda que el
trabajo y la perseverancia son los pilares del éxito, que hay mayor plenitud en sembrar que en recoger. Nos anima
reforzando nuestros logros y nos sostiene para no perder la confianza y la paciencia cuando tenemos la impresión de
que no crecemos.
El hombre espiritual identifica estos desequilibrios y comprende que obedecen a heridas o inarmonías latentes en su
propio interior que precisan ser sanadas, y permanece siempre vigilante a fin de promover el espacio y el tiempo
(descontado el que se dedica a obligaciones y responsabilidades humanas) para desarrollarse en todos los ámbitos.
El viaje hacia la santidad implica una profundización de la vida personal en estos reencuentros de paz con Dios y con
los demás, viviendo plenamente una vida comunitaria de relaciones comprometidas y crecimiento personal, y
asumiendo responsabilidades con los demás fuera de la comunidad.
INDIVIDUO
COMUNIDAD
Familia
MUNDO
Otras relaciones
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Es IMPERATIVO encontrar tiempo para nosotros, únicamente para nosotros. Es preciso amarse a uno mismo si uno
quiere amar verdaderamente a los demás. El que no se enfrenta a su mundo interior y trata de conocerlo y
controlarlo, está condenado a ser dominado por él, por sus instintos, por sus emociones y su necesidad.
- Tiempo para el cultivo espiritual interior: yo frente a Dios, la fuente del único amor pleno capaz de sanar el
corazón, la fuente que sacia la sed de lo infinito. Dentro de este apartado está la oración personal, la confesión y
la Eucaristía en su dimensión de encuentro personal con Jesús.
- Tiempo para profundizar en lo que soy (mi verdadera esencia de hijo de Dios) y en lo que parezco (mi
humanidad, mi carácter, mis comportamientos).
- Tiempo para enfrentarme a mis debilidades, mis pensamientos desordenados, mis limitaciones, mis miedos y
mis heridas. A veces esto nos conduce a la melancolía o a la depresión pero, con el tiempo y sin rehuirlo, nos
ayuda a encontrarnos a gusto con nosotros mismos, a pesar de las dificultades que eso entraña.
- Tiempo para estimular el intelecto, para leer, para reflexionar, para formarse, para ampliar conocimientos, para
conocer y entender mejor nuestra dimensión espiritual y el mundo que nos rodea.
- Tiempo para el descanso, la abstracción y el esparcimiento, que simplemente nos desconecten de los afanes
cotidianos, de la vida vertiginosa y de las obligaciones y responsabilidades.
- Tiempo para el acompañamiento espiritual.
En el contexto comunitario, el otro es objeto de mi amor y entrega pero yo también soy sujeto de su amor y entrega.
Hay que perseguir relaciones cuyo desarrollo proporcione satisfacción y plenitud a ambos. Es inarmónico que una
parte lo ponga todo pero también lo es que nadie ponga nada esperando siempre que todos los pasos los dé el otro.
Nada estimula más el amor en el otro que el amor que es generosamente entregado. Puesto que la entrega del otro
no la podemos controlar, esforcémonos siempre en darle lo mejor… sin esperar nada a cambio. Está en nuestra
naturaleza de hijos de Dios amar sin esperar nada a cambio. De hecho, es Dios quien llena de afectos los amores no
siempre correspondidos.
En la comunidad se trata de crecer en un amor y una entrega que trasciende los diferentes estados de los individuos.
Es, por entendernos, el llamado amor universal, aquél en el que uno se dona al otro en su consideración de hijo de
Dios, más allá de otros “apellidos”: familia, esposa/o, hijo/a, etc.
La comunidad nos “iguala” a todos porque acoge modos diversos de vida en los que Dios, indistintamente, nos llama
a vivir en plenitud: solteros, casados, consagrados, etc. Ningún modo de vida tiene que limitar, en lo esencial, la
participación plena de las personas en la vida comunitaria. Igual que el individuo da un paso hacia el otro y en ese
paso pierde algo de su independencia pero se abre al juego de dar y recibir que le permite enriquecerse y crecer
como persona e hijo de Dios, así sucede con el matrimonio en el ámbito de la comunidad y con la propia comunidad
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en el ámbito de la misión. Es importante reseñar que la comunidad no es un mero complemento de la vida social del
matrimonio o, en el otro extremo, una vía de escape en la que refugiarse.
La vivencia de lo cotidiano.
Es el alimento esencial, un alimento corriente y casi sin gusto (como el maná de los israelitas), que se fundamenta en
la fidelidad a Jesús, que nos ha elegido y llamado, y nuestra actitud ante las múltiples delicadezas de cada día:
- El hecho de que se nos regale un nuevo día para amar, crecer y disfrutar la vida.
- El reencuentro de la amistad, de las miradas y de las sonrisas que dicen “te quiero” y dan calor al corazón.
- El esfuerzo para amar al enemigo y perdonarle.
- La aceptación de las estructuras comunitarias que implican humildad y obediencia.
- Escuchar, servir y socorrer a los más débiles y necesitados sin heroísmos.
- Orientar los proyectos personales hacia el bien de toda la comunidad y morir a los que sólo sirven para el interés
o el prestigio personal.
Asumir lo cotidiano con humildad, confianza y gratitud ante Dios, es vivir con gozo y esperanza en la certeza de que
Él vendrá a nuestro encuentro y nos sostendrá.
Mientras la dinámica comunitaria nos empuja a hacer y hacer, no podemos alimentarnos de lo cotidiano porque
implica parar y siempre hay algo importante y urgente que hacer. Lo cotidiano sólo nos alimenta:
- Cuando se vive en la sabiduría del momento presente.
- Cuando se hace por amor a Dios y a los demás, independientemente de la relevancia que tenga en el propio
devenir de la comunidad.
- Cuando se vislumbra la presencia de Dios en las cosas pequeñas y en los detalles insignificantes.
- Cuando nos negamos a luchar contra una realidad urgente y acuciante para percibir el don del momento.
Sólo entonces Dios nos revela la belleza que nos rodea y nos podemos maravillar. En cada tarea rutinaria, en cada
reunión, en cada oración, en cada encuentro o compartir hay un don oculto, una gracia que se nos regala . Sólo
aquellos que están alerta y preparados (como las vírgenes de la parábola) disfrutarán del encuentro con Dios.
El alimento de la Palabra.
Dios nos habla a través de la Palabra. Su pleno poder no radica en cómo la aplicamos a nuestra vida sino en su
capacidad transformadora, en lo más hondo de nuestro ser, cuando la escuchamos. Tiene cuatro vertientes:
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Jesús es la Palabra, el logos (Jn 1, 1-5), el mensaje amoroso de Dios hecho carne. No es un sonido que se pueda
oír ni un concepto que se pueda escribir, sino una fuerza creadora (“todo se hizo por ella”) que actúa vivificando
todo lo que existe (“lo que se hizo en ella era la vida”). Es por medio de la escucha cómo se revela la Palabra
(creando y dando vida).
La escucha espiritual trata de no condicionarse por nada, se abre a la revelación, lo nuevo, lo sorprendente,
buscando escuchar la voz del Amor. Requiere moldear nuestra vida según la de Jesús, comprometiéndonos a
imitar su modo de vida.
La escucha humana, sin embargo, se orienta a la comprensión. Es un modo de hacer un examen detallado de la
otra persona, en la que adoptamos una postura defensiva no permitiendo que pase nada nuevo. Normalmente,
su fruto es endurecer nuestros corazones.
Se trata de escuchar la Palabra Viva (logos) en la palabra escrita. Leer, meditar y escuchar la Palabra de Dios en
las palabras de la Biblia abre nuestro corazón a la revelación de Dios.
Leer la Escritura contemplativamente recibe el nombre de “lectio divina”. No se trata simplemente de leer cosas
espirituales, sino de leer cosas espirituales de un modo espiritual, con el objeto de abrir nuestro corazón a la voz
de Dios. Mediante esta disciplina de meditación de la Palabra, no tratamos de dominar la Palabra o criticarla sino
de ser dominados y cuestionados por ella. Se lee no desde la curiosidad intelectual sino desde la atención y
reverencia del que espera una palabra de Dios única: para uno y en su situación actual. Para ello, la Palabra tiene
que descender desde la mente al corazón, tiene que “encarnarse y habitar entre nosotros”.
Mediante la práctica espiritual regular, desarrollamos un oído interno que nos permite reconocer la Palabra Viva
en la palabra escrita, hablando directamente a nuestras más íntimas necesidades y aspiraciones, sanándonos y
salvándonos.
A veces debemos dejar de leer y escuchar lo que Dios nos está diciendo a través de sus palabras. No hay que
hacer de lo que leemos materia de análisis y discusión. No hay que preguntarse si se está de acuerdo o no con lo
que se ha leído. Hay que preguntarse qué palabras nos han hablado y conectado directamente con nuestra
historia más personal. Hay que dejar que las palabras penetren en los rincones más ocultos de nuestro corazón,
incluso allí donde ninguna palabra ha encontrado aún entrada.
- La Palabra hablada la que brota del silencio y la humildad del profeta para hablar a la situación actual de la
persona.
Después de estar en silencio escuchando puede llegar el momento de hablar. El silencio nos enseña cuándo y
cómo decir una palabra sabia y verdadera al otro. La palabra poderosa emerge del silencio, da fruto y vuelve al
silencio. Hablar desde el silencio es decirle al tiempo lo que se ha oído en la Eternidad. Sin silencio, la palabra
nunca puede dar fruto. Sólo así puede descender la palabra de la mente al corazón. Mientras nuestro corazón y
nuestra mente están llenos de palabras de nuestra propia hechura, no hay espacio para que la palabra penetre
fuertemente en nuestro corazón y eche raíces.
Dios, a veces, nos envía un profeta para decirnos una palabra personal en tiempos de necesidad. A veces, la
palabra necesaria viene directamente a nuestro corazón desde Dios, pero más frecuentemente, es en las
palabras amorosas de los demás donde escuchamos la palabra de Dios para nosotros.
- Escribir la palabra mediante su reflexión, nos ayuda a captar la voz de Dios en nuestra propia vida.
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Mediante la escritura de nuestras mociones espirituales, entramos en contacto con el Espíritu de Dios que habita
en nosotros y experimentamos cómo somos llevados a lugares nuevos. No se trata de escribir pensamientos
perfectamente reflexionados sino volcar en el papel los pocos pensamientos que se nos ocurren y abrirnos a
descubrir cuanto está oculto bajo esos pensamientos. De este modo, vamos entrando progresivamente en
nuestras riquezas y recursos.
La formación espiritual requiere un esfuerzo constante en el tiempo por identificar los modos en que Dios está
presente en nosotros. Escribir regularmente nos ayuda a captar este mensaje de Dios que se ha ido revelando, a
veces, de forma aparentemente inconexa. Escribir nos pone en contacto con la unidad desde la diversidad, con
la corriente inconmovible desde las olas en constante movimiento, con la fidelidad de Dios en medio de una
existencia caótica.
CONCLUSIÓN: Dios nos ha escrito una carta de amor en la Escritura, la palabra escrita. La palabra escrita conduce a la
Palabra Viva, que es Dios encarnado en Jesús. Tanto en la Palabra Viva como en la escrita, Dios sigue hablando,
personalmente y con suave voz. Nosotros nos decimos unos a otros la Palabra de Dios como producto del silencio y
la escucha de Dios. Y escribir la palabra también nos revela la palabra de Dios a nosotros y a los demás. La relación
personal con la Palabra Viva, la lectura contemplativa de la palabra escrita, la meditación silenciosa antes de recibir u
ofrecer la palabra hablada y el acto espiritual de escribir la palabra, son cuatro modos de escuchar la palabra de Dios.
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la contemplación. Una inteligencia que alcanza la Luz de Dios, oculta en el corazón de las cosas y los seres, renueva a
la persona entera.
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