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LA COMUNIDAD

INTRODUCCIÓN.
La necesidad de pertenecer a una forma u otra de comunidad es inherente a la naturaleza humana pues el hombre
es un animal social. Si estamos solos, nos consumimos y morimos. Los elementos esenciales de la vida comunitaria:
- Relaciones interpersonales y sentido de pertenencia.
- Estar orientados en unión hacia un fin y un testimonio de vida. Esta es la diferencia esencial con un grupo de
crecimiento/profundización. Los demás elementos (reunirse regularmente para compartir su ideal, orar y
encontrar aliento y sustento mutuo) son comunes.

¿En qué sobrepasa la comunidad al grupo de amigos?


- Dimensión espiritual: reconocemos que el vínculo que nos empuja a estar unidos no es una mera afinidad
humana (nos parecemos, compartimos similares visiones de nosotros y el mundo, tenemos similares aficiones)
sino Dios. Él nos hace ver a los otros como un regalo, un don suyo, con el que tenemos que establecer una
alianza de amor y cuidado mutuo.
- Deseo de crecer espiritualmente: anhelo de un mayor conocimiento y vivencia de Dios.
- Deseo de crecer en el amor universal: anhelo de una mayor entrega y compromiso hacia el otro hasta sentirnos
verdaderamente responsables los unos de los otros.
- Dios no suscita comunidades para su autosatisfacción sino para la salvación del mundo. Toda comunidad está
llamada a realizar un designio específico de Dios que tiene que discernir y alentar.

Evolución de la idea comunitaria.


En el esquema de la “tribu” y de la comunidad clásica, la conciencia personal estaba totalmente supeditada a la
conciencia de grupo. Esto aportaba seguridad y ausencia de conflicto (el grupo piensa y decide por mí, y así no me
equivoco), protección y adhesión inquebrantable (soy aceptado en la medida que me pliego a la voluntad común).

En la comunidad de hoy, la conciencia de grupo debe crecer en el mismo entorno de crecimiento de la conciencia
personal. También ésta última tiene sus límites (no podemos vivir en desobediencia o en conflicto permanente). Si
ambas no experimentan un desarrollo armónico y equilibrado, no existirá una comunidad como tal que proporcione
desarrollo y plenitud al individuo.

Este esquema hace la comunidad más vulnerable:


- Porque asume más tensiones y conflictos.
- Porque se expone a que, en esa libertad interior, alguien pueda encontrar otro lugar en la comunidad distinto al
que la comunidad consideraba más útil, o incluso fuera de ella.
Y, al mismo tiempo, más fuerte:
- Porque las decisiones nacen de la luz que aporta el debate plural y el discernimiento comunitario, que ya no es
exclusivamente el de la autoridad.
- Porque en un contexto de libertad, renovamos diariamente nuestro compromiso hacia el hermano, sin que se
pueda dudar de las verdaderas intenciones del corazón  mientras estés aquí, y dado que eres libre, asumo que
eres feliz.

Rasgos de la comunidad moderna.


En la comunidad debemos estar mientras nos sintamos libres y felices. La finalidad no es la comunidad sino las
personas, su crecimiento en el amor a Dios y a los hombres. La pertenencia no es sólo ser parte de algo sino también
un don para superarse y crecer. Si nos sentimos asfixiados o sentimos que necesitamos algo distinto para adquirir
una madurez mayor, es mejor dejar la comunidad.

En este esquema actual, la comunidad es el receptor de la plenitud de Dios, del DON; y cada uno de sus miembros
APORTA “fragmentos” o “parcelas” de ese don, únicas e insustituibles, en aras al crecimiento espiritual común y a la
plena manifestación de la Gracia. Adquiero conciencia de “importante” en cuanto a mi aportación personal al bien
común, pero también adquiero conciencia de la “importancia” del otro en cuanto a su aportación.

Motivaciones para la vida comunitaria.


Motivaciones POSITIVAS para anhelar la vida comunitaria:
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- Encontrarnos con nosotros mismos, abrirnos más a los demás y crecer hacia un amor universal.
- Provenientes de una familia normal, seguir desarrollando el mundo solidario y afectivo en el que hemos vivido,
pero acompañados por personas afines intelectual y espiritualmente.
Motivaciones NEGATIVAS para anhelar la vida comunitaria:
- Provenientes de familias rotas o desestructuradas, buscan en la comunidad el afecto y la seguridad de la que
han carecido. Sed de pertenencia y de raíces. La persona tiende a buscar más el éxito personal y la admiración
de otros que la comunión y el amor.
- Adquirir la relevancia e importancia que en otros ámbitos de su vida no han conseguido.

Idea comunitaria vs individualismo.


Dificultades de la “idea” comunitaria: el que acoge la comunidad debe ser consciente de que cede voluntariamente
algo de su “soberanía”. No es algo negativo en sí mismo. En muchas ocasiones, renunciar, como obedecer, es
también amar, pero esto no se puede imponer. Es muy bueno que la persona lo descubra a través de su
discernimiento interior. Todo aquello que descubrimos y discernimos desde nuestra libertad interior tiene mucha
más fuerza que aquello a lo que nos adherimos, aunque lo hagamos con toda nuestra intención y fuerza.
Podemos tener miedo a perder la individualidad (espacio personal, capacidad de decisión). Es un miedo muy común
pero hay que estar muy alerta porque hemos sido educados en la individualidad (lo primero es la felicidad de uno)
que llega a través de la competitividad (el otro es el freno a mi progreso individual y a mis ansias de éxito y
prestigio). La comunidad, en oposición a este individualismo, trata de recuperar el sentimiento de que no soy
plenamente feliz si mi hermano no lo es.

Peligros de la “idea” comunitaria:


- Elitismo. Que nuestra identificación con nuestra comunidad nos impida mirar con amor y objetividad a los que
no son parte de ella. Cada comunidad es escogida y llamada a manifestar una parcela de la Gloria de Dios, en
comunión con las demás comunidades.
- Que los miembros sientan que son aceptados y protegidos en la medida de su adhesión inquebrantable a la
comunidad (lo cual restringe el comportamiento en libertad y la propia libertad de conciencia).

Rasgos de discernimiento de las comunidades verdaderamente inspiradas en el evangelio:


- Su apertura a la escucha de la voluntad de Dios y su acogida a dicha voluntad.
- Su apertura y acogida del hermano.
- Su apertura hacia el mundo exterior y a otras comunidades.
- Su sencillez y vulnerabilidad.
- El hecho de que sus miembros crezcan en el amor, el perdón, la compasión, la fidelidad y la humildad.

Secta vs Comunidad.
- La secta tiende a suprimir la conciencia personal para crear una unidad de pensamiento.
- Se limitan a una referencia humana única: el pastor, el jefe, el santo. Detenta el poder humano y espiritual y
mantiene bajo su dominio todo lo que pasa en la comunidad. Rechaza a todos los que podrían hacer peligrar su
posición y se rodea de débiles ejecutores incapaces de pensar por sí mismos.
- Tiende a eliminar lo secreto y lo íntimo de la persona como si todo lo que sonase a libertad interior fuese a
chocar con la conciencia de unidad de grupo.
- Tiende a aislar a sus miembros de influencias externas (familia, amigos, hermanos en la fe, otras comunidades)
que contaminen su pureza de pensamiento.
- Inducen a sus miembros el miedo a ser rechazados o a las represalias si se rebelan contra algo que emane de la
comunidad.
- Inducen a las personas a no tener confianza en sí mismas o a no desarrollar su personalidad para que se fíen de
las decisiones que la comunidad toma por ellas.
- En la comunidad, cada persona debe poder preservar, si así lo desea, el secreto profundo de su ser, no
debiéndoselo ofrecer o compartir necesariamente a los demás.
- Cada uno debe profundizar en su conciencia personal y en las mociones particulares que recibe en su vida
espiritual.

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LA LLAMADA Y LA INSERCIÓN EN LA COMUNIDAD.
Introducción.
La llamada a la comunidad es el reconocimiento de la voz de Dios que nos invita a establecer un vínculo o alianza con
otros. Esta alianza nos empuja a amar, a orar y a trabajar junto a ellos para responder a los gritos del pobre. Nace
con un sencillo “ven y sígueme” que no es tanto una invitación a la generosidad sino al reencuentro con el amor. No
toda llamada a la comunidad es para permanecer para siempre en ella. En muchas ocasiones es, simplemente, un
medio de crecimiento que Dios nos ofrece como puente a otras llamadas. Toda llamada debe ser confirmada por el
candidato y la comunidad y eso requiere un proceso de discernimiento.

El nacimiento de la llamada y su confirmación.


En un primer momento, el proceso de discernimiento ante la llamada descansa en el candidato. Generalmente, no se
experimenta esta llamada de forma pasajera, sino que se va reiterando en el tiempo y va creando un estado interno
de bienestar, ilusión y claridad. También situaciones aparentemente circunstanciales, cuando las cosas son de Dios,
suelen confirmar visiblemente las mociones interiores. Por último, los contactos más o menos profundos que va
teniendo con aquella realidad de la que quiere formar parte, terminan de confirmar su discernimiento individual.
Hasta aquí, y en lo que respecta al candidato, puede afirmar que cree haber recibido una llamada de Dios a vivir en
comunidad.

Criterios para el discernimiento positivo.


Algo consustancial a la llamada comunitaria es la revelación de que Dios nos llama a ser en el mundo la prolongación
de su providencia amorosa hacia todos sus hijos. Eso implica entregarse al otro a imagen y semejanza de cómo Él nos
ama a nosotros, sin que nuestra capacidad de entrega quede limitada a nuestra familia o a nuestros amigos más
íntimos. Todo esto, a su vez, explica la necesidad de crecimiento en pos de ese amor perfecto y universal al que
estamos llamados; y ese crecimiento exige de nosotros apertura, transparencia, sinceridad, purificación y renuncia.

Por tanto, y para realizar un buen discernimiento, estos son los elementos claves de la llamada:

- Conciencia de amor universal. Mi vida y entrega no es para unos pocos (mi familia, mis amigos, mi comunidad)
sino para toda la humanidad. La comunidad, con todo lo que pueda suponer para nosotros, nunca es el fin sino
el camino de crecimiento para poder responder al designio de Dios.
- Conciencia fuerte de un mundo material y egoísta que destruye al hombre y le aleja de Dios. En consecuencia,
siento una fuerte atracción por experimentar y entregar un amor puro y verdadero, a imagen del amor de Dios y
con la exigencia radical del Evangelio.
- Conciencia de apertura y transparencia. Ya no soy sólo para mí mismo. El otro va a entrar en mi vida y va a
conocer mis heridas, dificultades y debilidades. Acepto que Dios me sana y hace su obra en mí también a través
de la mediación de los que Él pone a mi lado. Ya no puedo dar una imagen sino que me tengo que mostrar tal y
como soy, consciente de que tengo el derecho a ser aceptado pero también el deber de crecer en un camino de
purificación y perfección en el amor.

Alguna de estas cosas puede suscitar en nuestro interior miedos o un sentimiento de incapacidad ante un camino
ten exigente, lo cual es normal dado que es el inicio de un camino de purificación en el que aceptamos ser hombres
nuevos con todas sus consecuencias, y nunca olvidemos que seguir a Jesús nace de negarse a uno mismo y tomar
nuestra cruz. Sin embargo, cuando es una llamada de Dios, sentimos una luz especial que nos hace percibir la
bondad de este camino para nuestra plenitud, aún a pesar de las dificultades que se puedan presentar. Preocupante
sería que en nuestro interior aparecieran fuertes sentimientos de inquietud y rechazo que no pudieran ser
compensados ampliamente por esa visión luminosa de paz y plenitud para nuestras vidas.

El hecho de que, al entrar en contacto con una comunidad, no nos atraigan ni sus miembros ni su modo de vida,
pero sí sentimos interiormente y con una gran certeza, de que nuestra felicidad está allí, puede revelar una auténtica
llamada aunque luego deba ser confirmada.

Criterios para el discernimiento negativo.


Importante también, para el discernimiento de la llamada, es que analicemos posibles motivaciones que nos pueden
empujar a dar un paso hacia la comunidad pudiendo distorsionar una verdadera llamada de Dios:
- Miedo y angustia a la soledad.
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- Desencanto amoroso. Necesidad de encontrar un medio afectivo caluroso o auténticas relaciones de confianza
que no hemos disfrutado en otras etapas de nuestra vida, especialmente en la infancia.
- Personas que, por sí mismas, no son capaces de llevar una vida armoniosa, ordenada y equilibrada. Confunden
la vida comunitaria con un gabinete psicológico. El que no sabe vivir sólo, difícilmente aprenderá en comunidad.
- Necesidad del bullicio de otros para diluirnos en el ruido y no enfrentarnos a nosotros mismos.
- Búsqueda de reconocimientos, halagos, poder o prestigio.
- Los que exclusivamente buscan “hacer algo por los demás” rehuyendo comprometerse en relaciones más
profundas. Suele haber un trasfondo de sufrimiento por no sentirse amado que encuentran en ese hacer algo
por los demás una huida para no enfrentarse a sus propias heridas.

No es que personas con estas circunstancias no puedan ser llamadas por Dios a la vida en comunidad. Simplemente
hay que discernir cuidadosamente si ciertas necesidades humanas insatisfechas pueden ser confundidas con una
llamada.

Tiempos para la confirmación de la llamada.


Todo proceso de inserción en una comunidad requiere de un periodo de discernimiento mutuo entre el candidato y
la comunidad para distinguir claramente la llamada de Dios de meros impulsos o deseos humanos. La alianza es el
reencuentro entre dos llamadas que se confirman mutuamente. Partiendo de un tiempo mínimo, cada persona
puede requerir, en función de sus circunstancias, un tiempo diferente.

Los comienzos en comunidad.


La primera conciencia que debemos tener es que para formar parte de un nuevo pueblo, tenemos que dejar atrás el
viejo pueblo, con otros valores y otras normas. Se impone un periodo de adaptación no exento, en muchas
ocasiones, de dolor, sufrimiento y una cierta muerte ante lo novedoso, lo desconocido, las nuevas relaciones, los
nuevos compromisos, y la pérdida de autonomía o de control de muchas facetas de mi vida.
Otro temor muy común es la pérdida de identidad, el miedo a perder la propia personalidad o la riqueza interior. Es
un miedo falso porque la comunidad tiende a confirmar más profundamente la identidad de las personas. Es verdad
que entrar en comunidad supone dejar algo de uno mismo pero suelen ser los aspectos más ásperos de la
personalidad: agresividad, impaciencia, exigencia, pereza. Por el contrario, aparecen nuevos dones personales,
muchas veces desconocidos hasta por nosotros mismos, que derivan de nuestra capacidad de amar y entregarnos a
otros con ternura, abnegación y aceptación.
Ciertamente, hay un “ciento por uno” cuando respondemos a la llamada de Dios, una belleza en una vida nueva que
late en nosotros con fuerza y desea expandirse, pero que puede no ser muy perceptible en los comienzos.

Muchos, en sus inicios comunitarios, experimentan tres fases muy definidas:

- Visión idílica y perfecta de la comunidad. Sólo se ven cualidades, no defectos. Todo es maravilloso y bello. Los
miembros de la comunidad son santos, héroes y seres excepcionales que reúnen todo lo que uno quisiera ser.
- Decepción. Asociada a un periodo de fatiga, a un sentimiento de soledad, a la nostalgia, a un fracaso inesperado
o a alguna frustración relacionada con la autoridad. Todo se vuelve tinieblas. No se ven más que defectos y todo
irrita. Cuanto más se ha idealizado al principio, mayor es el desencanto.
- Realismo. Es el tiempo de la alianza. Los demás no son ni santos ni diablos. Cada uno es una mezcla de bien y
mal, de luz y tinieblas, pero hay en ellos un deseo de crecimiento y una esperanza. La comunidad no está ni en
las alturas ni en los abismos sino sobre la tierra. Se acepta a los otros tal y como son y se vive en la esperanza de
que, todos juntos, pueden crecer hasta conseguir algo más hermoso.

El pastoreo inicial.
Cuando alguien nuevo entra a prueba en comunidad, es preciso tener una atención muy especial con él,
acompañarle, fortalecerle, alentarle, darle todo el apoyo que necesite y enseñarle:
- Lo esencial de la vida comunitaria y lo que se espera de él en cuanto a actitud interior.
- Todos los detalles particulares de la comunidad. Sus derechos y responsabilidades.
- Su proceso particular. En qué consiste y su duración.
- La formación espiritual necesaria para superar los momentos áridos y para comprender las exigencias de la vida
comunitaria.

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El sí definitivo.
El sí definitivo es la aceptación plena de la comunidad, de esos hermanos y no otros, como camino hacia Dios.
En todo el proceso de discernimiento mutuo para confirmar la llamada, la comunidad debe entender como normal
ciertos desequilibrios e inseguridades en la percepción del individuo respecto a la comunidad. Hay que entender que
todas estas crisis son momentos importantes que ayudan a configurar una tendencia clara en el corazón de ambas
partes. Por este motivo, es fundamental que se dé un tiempo prolongado, con el candidato ya inserto en la vida
comunitaria, donde se garantice que éste ha superado las fases de idealización y decepción, y contempla la vida
comunitaria desde el realismo.
En este sentido, las personas son diferentes y para confirmar su llamada pueden necesitar escalas de tiempo
diferentes. La comunidad debe ser consciente de eso y, en ningún caso, presionar para que los candidatos tomen
decisiones precipitadas.

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FUNDAMENTOS DE LA COMUNIDAD CRISTIANA.
1) Lugar donde se nos llama a vivir juntos tal y como somos.
No estamos en comunidad porque tengamos un proyecto común, ni siquiera porque nos amamos, sino porque
juntos hemos sido llamados por Dios. Comprender que la vida comunitaria, con todas sus dificultades y
oscuridades, es lo que Dios me regala para que yo sea pleno y feliz, es el motor que me impulsa a crecer y
perseverar día a día.
Si entramos en una comunidad siguiendo exclusivamente un impulso personal, no encontraremos la fuerza
interior para vivir los momentos difíciles. Sólo tomando conciencia de que es Dios quien nos elige para la
comunidad, para ser signos de amor y perdón con los demás, nos permitirá perseverar en medio de las
tensiones y agitaciones que rodean las relaciones humanas.
Sólo el que ha experimentado el amor incondicional y el perdón de Dios puede, a su vez, perdonar y amar
incondicionalmente, porque esto humanamente es muy difícil, por las heridas que hay en nuestro corazón y por
lo que tiene de negación y renuncia. Seguir a Jesús, en pos del amor verdadero, siempre nace de negarse a uno
mismo (deseos, apetencias, afinidades, comodidades, razones) y tomar la cruz (renunciar siempre suponen,
humanamente, sufrimiento y dolor). Es este amor que nace de la renuncia el que sana, purifica y da sentido y
plenitud a la existencia (“si sólo amáis a los que os aman, ¿qué merito tenéis?”).
Las comunidades crecen espiritualmente cuando sus miembros, con la imprescindible ayuda de Dios que da un
corazón nuevo y un espíritu nuevo, superan sus simpatías y antipatías para amar y respetar al otro con sus
diferencias. Es el amor verdadero e incondicional el signo más evidente de la presencia de Dios en la comunidad.

2) Lugar de pertenencia.
La comunidad sacia la necesidad más esencial de las personas que es estar en comunión con otros. En ella, uno
encuentra su terreno y su identidad. Pertenecer a algo es sentirse protegido, guardado y cuidado. El otro es para
mí como yo soy para el otro. Eso empuja a abrirse a los demás sin miedo, aún siendo conscientes de que
abrirnos a los demás es hacernos más vulnerables (podemos ser heridos si no se nos acepta).
En la comunidad uno conoce el amor universal y es trampolín para la humanidad entera, porque la comunidad
es un regalo de Dios para la salvación del mundo, además de la de sus miembros.
La pertenencia no es un fin en sí mismo que nos conduciría a la complacencia y a la pasividad ( “¡qué bien se está
aquí!”), sino un punto de partida para el crecimiento personal.

3) Lugar de apertura.
- Hacia dentro: mostrarme al otro tal cual soy, con toda crudeza y sinceridad, para darle la oportunidad de
que ame y me acepte así. En comunidad se deja que las barreras caigan y que las apariencias y máscaras
desaparezcan, pues sólo así se puede vivir una experiencia de comunión. Esto no es fácil:
 Por aquellos que han construido una personalidad ocultando un corazón herido tras los muros de una
apariencia de independencia. Son activos y su actividad es la expresión de una necesidad de afirmarse,
de triunfar, de controlar, de realizar proyectos y ser reconocidos.
 Por aquellos que colocan su corazón tras una máscara de timidez o de sumisión a los otros sin atreverse
a mostrar su verdadero rostro.
- Hacia fuera. Las comunidades que se aíslan, se secan y se mueren. Las verdaderas comunidades están
abiertas al mundo y a otras comunidades para recibir y dar vida. Juntas se estimulan, se motivan, se
sostienen y se confirman mutuamente. No se creen en posesión de la verdad ni de la sabiduría. No desean
que otras comunidades les imiten o pretendan seguir sus mismos pasos.

4) Lugar de amor mutuo.


Una comunidad no es una escuela de formación espiritual o humana (aunque esto puede ser uno de sus fines
secundarios) o un equipo de trabajo para realizar una misión, sino una escuela de amor y de preocupación por el
crecimiento integral de cada uno de sus miembros. En ella, cada miembro trata de salir desde las tinieblas del
egocentrismo a la luz del amor verdadero. No se ama a la comunidad como un ente abstracto (su perfección,
estabilidad y seguridad) sino a cada persona, tal cual es (“Aquel que ama la comunidad la destruye; el que ama a
los hermanos es el que verdaderamente la construye”).
El amor verdadero al que estamos llamados no es sentimental ni una emoción transitoria ya que la caridad no se
sustancia en sentimientos sino en entrega generosa al otro (obras). Tampoco se basa en la reciprocidad ni la
exigencia. Se trata de respetarle, aceptarle, escucharle, ponerse en su lugar, comprenderle, sentirse en
comunión con él, ver su belleza y revelársela, corregirle fraternalmente, responder a su llamada y a sus
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necesidades más profundas, compadecerse, sufrir con él, llorar cuando llore, perdonarle, servirle con diligencia y
abnegación, etc. Todo esto exige tiempo e implica, en muchas ocasiones, purificaciones y muerte propia a
razones, susceptibilidades y comodidades. Las raíces del egoísmo son profundas y, a menudo, inconscientes, nos
oprimen y esclavizan. Por ello el camino del amor se recorre a través de muchos sacrificios que duelen, pero que
nos conducen a la libertad interior. Toda esta auto-exigencia es “inhumana”. Sólo se puede acometer desde la
gracia de Dios y la acción de su Espíritu en nuestros corazones, penetrando en todos los rincones y recovecos
donde anidan los temores, los miedos y las heridas (“infundiré mi Espíritu, arrancaré el corazón de piedra y os
daré un corazón de carne”).
Y si este amor lo debemos vivir con cada miembro de la comunidad, debemos tratar cada día de ser
especialmente acogedores, atentos y amorosos con aquellos con los que tenemos más dificultad, con los más
pobres, débiles y limitados, con los que más ayuda necesitan, con los más exigentes, los que más sufren, los más
marginados de la comunidad.

5) Lugar de comunión y colaboración.


Comunión: No estamos en comunidad porque tengamos un proyecto común, ni siquiera porque nos amamos,
sino porque juntos hemos sido llamados por Dios para ser uno con Él.
Como modo de expresar esta comunión, todos deben colaborar en un contexto de organización y disciplina. La
colaboración nace de la comunión en el amor mutuo y en los fines por los que se trabaja. Amar a mi hermano no
es tener hacia él meros sentimientos, sino ayudarle activamente y estar pendiente de su necesidad. La
colaboración sin comunión hace que la comunidad se parezca más a un lugar de trabajo. Por ello, es preciso dar
prioridad a todo aquello que favorece la comunión: oración, celebraciones, reflexión de la palabra, compartir
espiritual, etc.

6) Lugar de curación y crecimiento.


Las personas que han experimentado una fuerte soledad o que vienen de un mundo de agresión y rechazo
encuentran en comunidad un calor y un amor que les vivifica, lo cual les hace vivir un tiempo de comunión y de
alegría profunda. Más tarde, descubren que la comunidad es un ámbito de relaciones que revela su afectividad
herida y donde cuesta relacionarse, y más con determinadas personas. En ese tiempo, se llega a pensar que es
más fácil vivir solo (con libros y objetos, con la televisión o con perros y gatos) y hacer cosas por los demás sólo
cuando apetece. La necesaria apertura al otro nos obliga a enfrentarnos con nuestras heridas fruto del
abandono o la sobreprotección. Ahí se manifiestan nuestros límites, pobrezas, debilidades, incapacidades,
bloqueos, frustraciones, temores y egoísmos. Mientras estamos solos, podemos creer que amamos a todo el
mundo. Cuando empezamos a interaccionar con los demás, descubrimos nuestra incapacidad para amar o hasta
qué punto rechazamos a otros. Es la revelación, con frecuencia ignorada, de nuestros monstruos ocultos. Esto, a
veces, es difícil de asumir. En ocasiones, pretendemos volver a ocultarlos huyendo de la relación con los otros o
culpando a los demás de nuestras incapacidades para la relación. La comunidad nos hace ahondar en nosotros
descubriendo el poder de nuestro yo egoísta y haciéndonos ver que es necesario morir para ser un solo cuerpo y
para transformarnos en fuentes de vida para otros (“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo;
pero si muere, da mucho fruto”).
Cuando todo este sufrimiento interior sale a la superficie, descubrimos que la comunidad es un lugar seguro
donde hay personas que nos escuchan de verdad, a las que es posible revelarles todas nuestras miserias sin
experimentar reprobación o rechazo. En cada uno de nosotros existe una profunda herida de amor, un grito por
ser considerados, apreciados y mirados como algo único e importante. La vida en comunidad es la revelación de
esta herida profunda. Deseamos ansiosamente un amor infinito y encarnado. No sanaremos nunca nuestra
herida hasta que descubramos el amor incondicional de Dios que se manifiesta a través de nuestros hermanos
de comunidad. La comunidad se convierte en lugar de liberación y crecimiento porque descubrimos que
estamos heridos pero somos amados; podemos crecer, ser más abiertos y compasivos; tenemos una misión y un
sentido profundo para nuestras vidas. Paradójicamente, la herida que llevamos dentro y que intentamos
ocultar, puede ser el lugar de encuentro con Dios y con nuestros hermanos; el sentimiento de culpabilidad, de
soledad o de inferioridad que no aceptamos, es el lugar de la liberación y de la salvación.

7) Lugar de simpatías y antipatías.


Son normales tanto las aproximaciones entre sensibilidades parecidas como los bloqueos entre sensibilidades
distintas, y no deben asustarnos. Tanto unas como otras son un buen termómetro para medir nuestra madurez
afectiva.
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El peligro de las simpatías es:
- La proliferación de “clanes” en la vida de la comunidad que impiden ver a ésta no como un lugar de
comunión sino como grupos de personas cerradas en sí mismas y bloqueadas las unas por las otras.
- El impedimento para abrirnos a otros por nuestra tendencia a lo “fácil”, a lo que me supone menos esfuerzo.
- El halago mutuo que dificulta el ser sincero con el otro y el hacerle ver sus limitaciones y comportamientos
inadecuados.
- Las dependencias afectivas que no son sino una forma de esclavitud.
Las antipatías, en muchas ocasiones, nos hacen tomar conciencia de nuestra debilidad, de nuestra falta de
madurez o de nuestra pobreza interior. El enemigo en la comunidad, en muchas ocasiones, revela al enemigo en
el interior de nosotros mismos. Por ello, la primera tarea del amor es la purificación de uno mismo. Dios, con su
gracia, nos va a ayudar en esa tarea. Jesús nos invita a amar a nuestros “enemigos” esforzándonos por crear
lazos de comunión con ellos. Una comunidad no es tal hasta que la mayoría de sus miembros no ha decidido
conscientemente salir de la mediocridad de los amores recíprocos o interesados para tender la mano al que
rechazan en su interior.

8) Lugar de perdón.
En muchas ocasiones, perdonar no es fácil. Implica reconocer de nuevo la alianza que me une hacia el otro,
abrirme de nuevo a él, escucharle de nuevo y darle de nuevo un espacio en mi corazón. En definitiva, toda esta
“novedad” implica que yo también tengo que cambiar.
Si admito que tengo debilidades y defectos, que he pecado contra Dios y mis hermanos y, a pesar de esto, he
sido perdonado y puedo progresar hacia la libertad interior y hacia un amor más verdadero, entonces puedo
aceptar los fallos y debilidades de los otros. No podemos amar de verdad con un corazón universal hasta que
descubrimos que somos amados por el corazón universal de Dios. Sólo Dios puede hacer que veamos al otro
como un ser único y precioso a pesar de constatar su debilidad y fragilidad. Por eso es tan importante centrar
nuestra vida en Él, en su Verdad y su Amor, para no dejarnos dominar por nuestros instintos psicológicos
(nuestras heridas y nuestros mecanismos de defensa). La clave del perdón es vivir la vida muy centrados en
Dios: pensar desde Dios, hablar desde Dios y actuar desde Dios.
Nuestro perdón hacia el otro derriba las barreras que nosotros mismos hemos levantado con nuestro juicio y
nuestra crítica a él.
En comunidad, por el hecho de establecer relaciones profundas e intensas, nos hacemos daño unos a otros con
cierta facilidad (palabras que hieren, actitudes que ponen en evidencia, situaciones donde chocan
susceptibilidades). Por eso hacer comunidad implica llevar una cruz y realizar un esfuerzo constante de
comprensión, paciencia y aceptación.
Cuando alguien nos ha ofendido o se ha comportado incorrectamente con nosotros, y nos pide perdón, puede
no suponernos ningún esfuerzo conceder ese perdón. Sin embargo, podemos hacer un gran bien a nuestro
hermano si intentamos analizar con él qué hay detrás de su actitud reprochable. Bien porque puede haber
causas serias en su interior que le induzcan a comportarse de una manera poco correcta, bien porque haya algo
negativo en nosotros que necesite ser cambiado pues provoca en el otro esas conductas indeseables.

9) Lugar de paciencia y esperanza.


La paciencia está en el corazón de la vida comunitaria: paciencia con nosotros mismos y las leyes de nuestro
crecimiento, y paciencia con los demás. La esperanza comunitaria se fundamenta en la aceptación y amor a
nuestra realidad y a la de los demás, y en la confianza paciente en el crecimiento de todos por la gracia de Dios a
través de todos los esfuerzos comunes en dicho crecimiento.

Ser impaciente, por muchas justificaciones que encontremos en el comportamiento de los demás, es siempre
una debilidad. El otro nunca va a cambiar si adivina en nosotros impaciencia, porque el motor del cambio
siempre es la aceptación. La impaciencia sólo produce en el otro miedo y bloqueo.

¿Cómo se puede trabajar la impaciencia?

- Aceptando que muchas de las razones de nuestra impaciencia hacia los otros está oculta en nuestro interior,
a menudo en áreas de nuestra mente sobre las que tenemos un escaso control. La impaciencia nace del
corazón herido. Transformar poco a poco nuestra sensibilidad para empezar a amar realmente al otro es un
trabajo a largo plazo. Para dar este paso hacia la aceptación del otro hay que empezar, primeramente, por
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reconocer nuestros bloqueos, nuestros celos, nuestra falta de aceptación de nosotros mismos, nuestra
forma de compararnos, nuestros prejuicios y nuestros rechazos más o menos conscientes… y ser muy
pacientes con ellos. Si llegamos a identificarlos y ser muy conscientes de ellos, ya estamos en el camino de
purificación donde, con la ayuda de Dios y de los hermanos, todas estas cosas pueden ser sanadas.
En el ámbito comunitario existe un gran peligro en aquéllos que no analizan su propia realidad y se niegan a
profundizar en sí mismos, tendiendo a justificar su impaciencia como un deseo sincero de ayudar a crecer al
otro: le exijo porque le amo y quiero su bien y progreso. Esta actitud, casi siempre, oculta un interés
personal de que el otro se comporte con nosotros de tal manera que satisfaga nuestros deseos e intereses
personales.
- Siendo conscientes de que la impaciencia se genera en la mente pero se transmite mediante la palabra.
Aprender a “mordernos la lengua” es un ejercicio de voluntad y contención que nos ayuda a controlar los
impulsos desordenados de la mente.
- Reconociendo las cualidades del otro. A veces un único defecto, por importante que pueda ser, nos nubla el
reconocimiento y aprecio de muchas y buenas cualidades que el otro posee. En el ámbito comunitario,
nunca debemos perder la conciencia de que el otro es regalo de Dios para mi bien y mi crecimiento
espiritual.
- Poniéndonos en las manos de Dios. Sólo Dios puede sanar eficazmente heridas muy profundas que ni
siquiera conocemos. Sólo la experimentación de su eterna paciencia para con nosotros, nos puede impulsar
a ser más pacientes con los demás. Debemos pedir a Dios que nos enseñe a amar a aquéllos que no nos
atraen y que nos dé atracción por aquéllos a los que nos está enseñando a amar.
- Poniendo las debilidades de nuestros hermanos en las manos de Dios.
- Tratando de ser especialmente acogedores, atentos y amorosos con los que tenemos más dificultad o con
los que nos cuesta más aceptar sus debilidades y limitaciones.

10) Lugar de confianza mutua.


En una comunidad, la confianza se construye cuando sus miembros adquieren el convencimiento de que son
amados, con un amor continuado y fiel, por encima de sus debilidades y pobrezas. La tendencia inicial, sin
embargo, es a agradar, a mostrar una imagen de lo que creemos que se espera de nosotros, ocultando nuestras
debilidades e inseguridades. Creemos que no somos dignos de ser amados y que, si los demás nos vieran como
realmente somos, nos rechazarían. Tenemos miedo a que los demás conozcan nuestras dudas, oscuridades y
desórdenes. Tenemos miedo también a no estar a la altura del compromiso que adquirimos. Tenemos miedo, en
definitiva, a que se nos haga daño. Todo eso va cambiando en la medida que descubrimos que Dios y los otros
son capaces de perdonarnos y de no rechazarnos a pesar de nuestros fallos, nuestra inmadurez, nuestra pobreza
y nuestra debilidad. Eso nos da la libertad de mostrarnos en cada momento tal y como somos y estamos,
adquiriendo la seguridad de que nadie traicionará esa confianza para hacernos daño. Ya no es necesario
representar un papel, pretender ser mejor que los demás, intentar hacer proezas para ser amado, ocultar una
parte de mí tras barreras o máscaras. He descubierto que soy amado en mí mismo, tal y como soy, no por mis
capacidades y dones.

11) Lugar donde poder ser uno mismo.


Las comunidades son, por definición, asimétricas (distintos ritmos, distintas velocidades). Están formadas por un
conjunto de personas que, llamadas por Dios, recorren un camino de santidad en el amor, encontrándose cada
persona en un tramo distinto de ese camino. En cada uno hay una parte ya iluminada y otra que permanece aún
en tinieblas, y ambas partes varían mucho de unas personas a otras. La comunidad nos ayuda a conocer
nuestras fortalezas y debilidades. Nos refuerza en las primeras y nos ayuda a corregir las segundas. Sin embargo,
esa corrección no se realiza desde la exigencia, sino a través del crecimiento personal que, a su vez, se sustenta
en que la persona se ame y sea amada incondicionalmente, aceptándose y siendo aceptada tal y como es en
cada momento. La exigencia sólo promueve un crecimiento ficticio que nace del esfuerzo de comportarnos
como se espera de nosotros, sin ser nosotros mismos y sin ser sinceros y honestos en nuestras actuaciones, para
evitar que no se nos quiera o para evitar decepcionar.

12) Lugar de compromiso personal.


La vida comunitaria plena implica olvidarse del mito de la comunidad perfecta e ideal, llena de paz y armonía,
con un equilibrio entre lo interior y exterior, rebosante de alegría. El motor del cambio que nos permite ser

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felices en una comunidad alejada de la perfección, es cuando nuestra actitud sustituye la búsqueda por el
compromiso:
- No busques la paz; da paz.
- No te mires a ti mismo; mira las necesidades de tus hermanos.
- No te preguntes cuánto estás recibiendo; ama y entrégate a los demás.
- No esperes del otro; sal a su encuentro.
- No mires sus defectos; mira los tuyos, siéntete perdonado y piensa que puedes perdonar a otros.
En el amor que se entrega sin pedir nada a cambio, el hombre encuentra la paz, el reposo, el equilibrio entre lo
interior y lo exterior, entre la oración y la acción, entre el tiempo para uno y el tiempo para los demás.
Las comunidades que crecen son aquellas donde cada miembro adquiere la conciencia de que debe poner al
servicio de los demás todo lo mejor de sí como si nadie más lo fuera a hacer, como si todo dependiera de su
aportación. Esa actitud es la que nos convierte en constructores de comunidad e impulsores de su bondad.

13) Lugar donde compartir nuestra debilidad.


La comunidad tiene un ideal de perfección que es lo que le impulsa a crecer. Sin un afán de crecimiento, sin
objetivos, sin retos, el ser humano se acomoda y languidece, terminando por sólo buscarse a sí mismo. Sin
embargo, la comunidad no es un lugar de perfección sino de humildad y confianza. Básicamente, es un ente
imperfecto que camina hacia la perfección. Todo crecimiento nace a partir de lo que uno es, y no de lo que nos
gustaría ser o de lo que a otros les gustaría que fuéramos. Si uno trata de hacerse el fuerte o el recto, proyectará
ante los demás una imagen de fortaleza y rectitud de la que luego le será muy difícil desembarazarse por el
temor a decepcionar. Las imágenes nos alejan del otro porque temo profundizar en la relación y ser herido si el
otro descubre mi debilidad. Aceptar y no esconder nuestra debilidad y pobreza es la única oportunidad que le
damos al otro de amarnos tal y como somos. Toda relación en la que aspire a la plenitud me hará sentirme
vulnerable, frágil, sensible y dependiente, pero en comunidad tengo la confianza de que nadie abusará de esos
sentimientos sino que entrará con delicadeza en mi corazón haciéndome saber: “estoy contento de que seas
como eres y de poder amarte así y estar contigo”.

14) Lugar donde desarrollar el propio don.


Todos tenemos un don, algo único y especial con lo que Dios quiere enriquecer a la comunidad y que sólo
nosotros podemos ofrecer. Es nuestra “misión” hacia dentro, que construye comunidad. Cuando lo
encontramos, encontramos nuestro lugar en la comunidad pues descubrimos que no sólo somos útiles sino
necesarios para el crecimiento de ésta.
Descubrir el don nos ayuda a evitar celos y rivalidades. Necesitamos el poder del Espíritu Santo para descubrir y
aceptar nuestros dones y los de los demás. No nos dejemos deslumbrar por dones extraordinarios que, en
muchas ocasiones, son proyecciones espirituales de talentos naturales. Es mejor fijarnos en aquellos
escondidos, latentes, mucho más profundos, ligados a los dones del Espíritu Santo y al amor (discreción,
compasión, acogida, humildad, dulzura, escucha, servicio, comprensión del otro, etc), que son como la sangre
cuyo riego permite el funcionamiento de todos los demás órganos del cuerpo.
En muchas ocasiones no conocemos ese don y la comunidad nos tiene que ayudar a descubrirlo y desarrollarlo.
Los motivos que pueden dificultar el descubrimiento de nuestro don son:
- Porque aún nos estemos buscando a nosotros mismos y nos preocupe demasiado el reconocimiento de los
demás para sentirnos importantes.
- Porque nuestra relación con la comunidad sea muy pasiva, más pendiente de lo que nos puede aportar que
lo que nosotros podemos aportar. Ayuda mucho no mirarnos tanto a nosotros mismos y preguntarnos qué
podemos ofrecer a los demás. Todos estamos capacitados, por el hecho de ser hijos de Dios, para ser
“campeones” en el amor y la entrega a los otros.
- Porque no tenemos una relación intensa con Dios a través de la oración. Si creemos que el don viene de
Dios, es obvio que sólo Él nos lo puede revelar y confirmar.

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LA VISIÓN Y LA MISIÓN DE LA COMUNIDAD.
Visión y espiritualidad.
La Visión es el designio de Dios para la comunidad, su lugar en la historia de la humanidad. Discernirla, nos empuja
en una única dirección impidiendo malgastar nuestras energías en recorrer otros caminos. También nos ayuda a
crecer hacia la unidad con los otros y la unidad con Dios. Una comunidad sin visión, limita enormemente su
crecimiento pues tiene la sensación de no saber muy bien a dónde ir y en qué esforzarse.
Sin embargo, la Visión no se construye en un solo momento. De hecho, no se acaba de perfilar totalmente sino con
el discurrir del tiempo y la luz que aportan las diferentes experiencias comunitarias. Antes de escribir, la comunidad
debe vivir. Esta vida da pie a los acontecimientos que tanto hablan a la hora de hacer cualquier discernimiento y que
son los que van forjando una visión común, dando tiempo a escuchar y escudriñar la voz del Espíritu a través de
ellos. En definitiva, el orden temporal para definir la visión es: vida y escucha, y análisis de los acontecimientos y las
experiencias. Cuando todo esto está en armonía y conducen a una única luz, es cuando hay visión.
La Visión no es algo eterno e inmutable. Puede ir configurándose a través de pequeños pasos que van revelando una
luz cada vez mayor en esa percepción de la voluntad de Dios para la comunidad.
Muy relacionado con la visión: la espiritualidad. Son las actitudes evangélicas concretas que Dios revela muy
especialmente a la comunidad y que se convierten en sus señas de identidad, es decir, los cimientos sobre los que se
construye la vida comunitaria y los signos que son percibidos con una luz especial fuera de la comunidad. La
espiritualidad se manifiesta en la forma de trabajar, de celebrar, de rezar y de relacionarse. Como la visión, la
espiritualidad orienta nuestro trabajo individual y comunitario porque nos indica aquellas cosas en las que estamos
llamados a purificar y perfeccionar para lograr una mayor comunión con Dios y con los demás.

Introducción a la Misión.
Conocer y experimentar el Amor de Dios y no adquirir sus entrañas de misericordia es un contrasentido, pues no hay
una verdadera experiencia de Dios que no conduzca a los demás. Jesús mismo se identifica totalmente con el pobre
y el desvalido: “cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Sólo se puede
caminar tras Él si se le busca allí donde más presente está: en el que sufre, en el que llora, en el que no encuentra la
luz poderosa de Dios en medio de su tribulación. Es la comunión con el necesitado lo que más nos conduce
directamente al corazón de Dios.
La comunidad surge del corazón misericordioso de Dios y, consecuentemente, está llamada a dar fruto abundante
de amor. Por ello, la vida comunitaria no puede florecer si no tiene un fin fuera de sí misma. Ese fin, hace enfocar la
mirada en el otro favoreciendo decisivamente la unidad de sus miembros. Su ausencia, hace que sus miembros se
enreden en sí mismos, sus pobrezas, sus debilidades, sus estructuras y sus pequeñeces.
Estamos llamados por Dios a “dar gratis lo que hemos recibido gratis”. No hay ningún mérito en ello. Somos meros
transmisores de una gracia que se nos ha revelado por pura misericordia. La comunidad se vive plenamente cuando
sus miembros, por la gracia de Dios, comienzan a ser conscientes de que no sólo están en ella para sí mismos y su
propia santificación, sino también para acoger el don de Dios para toda la humanidad que se manifiesta en el grito
de dolor del pobre (“No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para
que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca”). Dios nos muestra el dolor y el sufrimiento del mundo así
como la esperanza de la Buena Nueva; los primeros, interpelan nuestro corazón y la segunda, nos empuja a la
entrega.

Misión universal y misión particular.


La misión universal de la comunidad es ser fuente de la vida de Dios para sus hijos, revelándoles que Él les ama tal y
como son, que son perdonados y que pueden ser plenos viviendo en la única verdad que les hace libres. Esta verdad
se percibe en comunidad como un tesoro revelado y nunca se impone sino que se muestra: “ ven y lo verás”. Sólo se
puede entregar aquello que se vive. Por ello, esa vida que se pretende mostrar hacia fuera, se ha experimentado
primero en uno mismo y se ejerce, a continuación, en el seno de la comunidad.
Para poder llevar la vida de Dios a otros, la comunidad debe ser pobre, humilde y confiada en el poder de Dios,
consciente de que sólo así la gracia de Dios puede fluir a través de ella. En el momento en que se siente rica,
satisfecha de sí misma, orgullosa de de su competencia o poder, o tiende a hacer aquello de lo que se siente capaz,
se está dando a sí misma y no la vida abundante que viene de Jesús.

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La misión particular es la forma que tiene cada comunidad de ser fuente de vida según los carismas específicos que
el Espíritu le otorga. Cada comunidad es suscitada por Dios para responder a una necesidad concreta del hombre en
un determinado momento de la historia.

Discernimiento de la misión.
Puede ser que una comunidad, en sus comienzos, no tenga clara su misión o no encuentre el contexto correcto
donde poder desarrollarla. Esto suele estar asociado a un tiempo de purificación y preparación. Dios, al igual que
Jesús con sus discípulos, sólo nos envía cuando se da en nosotros una mínima madurez humana y espiritual
(conciencia interior, disposición, madurez en la entrega, desarrollo de los carismas, etc) que nos permita ser dóciles a
su voz y humildes instrumentos a su servicio.
Nunca se debe comenzar una misión hasta que no haya una cierta unanimidad en todos los miembros de la
comunidad. Hay unos criterios mínimos y básicos:
- Tiene que ser percibida como un momento de gracia por todos los miembros. Una misión que es de Dios,
une y no desune.
- Al hacer una reflexión sobre los carismas y dones que Dios da a la comunidad, suele haber una gran armonía
entre estos carismas y el objeto de la misión.
- El desarrollo de la misión debe preservar la armonía y el equilibrio de la comunidad. No puede ir en
detrimento de sus momentos espirituales ni de todo aquello que ayuda a construir comunidad. Una misión que
ahogue la vida comunitaria (por exceso de actividad, etc), termina matando a la propia comunidad.

El sentido de pueblo.
Cuando la comunidad carece de misión, su “pueblo” es ella misma. Cuando ya está volcada en la misión, ese sentido
de pueblo debe ensancharse hasta involucrar en él a todos los que son objeto de la misión. Dios nos llama también a
ser uno con aquellos que son objeto de nuestra entrega y a crear con ellos profundos lazos y afectos de comunión. Si
no es así, la comunidad pierde su alma y se convierte en una organización dedicada a un trabajo, una actividad o a
una responsabilidad. El proceso de morir a uno mismo que se asume cuando se entra a formar parte de una
comunidad (en la conciencia de que no es muerte para la persona sino vida en plenitud), se prolonga cuando la
comunidad se vuelca en la misión (tampoco la comunidad muere sino que se abre a la vida de gracia a la que ha sido
llamada). Dios, con su providencia, devuelve centuplicadas todas las posibles “pérdidas” que sufrimos por su causa
(“Buscad primero el Reino y su justicia, y todas las demás cosas se os darán por añadidura”).

La bendición de la entrega.
Entrar en contacto con la tristeza, la soledad o la dificultad del otro, nos ayuda a conocernos y encontrarnos con
nosotros mismos, con nuestras pobrezas pero también con lo mejor que hay en nosotros. Su limitación nos muestra
nuestra limitación; su dolor, nuestra impotencia; su fragilidad, nuestra incapacidad. En la entrega crecen nuestra
paciencia, nuestra comprensión y nuestra abnegación. También, a través de ella, descubrimos nuestra capacidad de
amar y todas las grandes posibilidades de nuestro corazón. El otro, en su debilidad, despierta nuestra compasión
eliminando todas las durezas que hay en nuestro corazón y rompiendo los caparazones que usamos para
protegernos.
Es difícil no ver el rostro de Jesús en el rostro del que sufre. Desde ahí, toda obra de amor no es sino un encuentro
con Dios en el que no sólo liberamos, sanamos y evangelizamos sino que también somos liberados, sanados y
evangelizados por el otro.

El combate en la entrega.
En la comunidad y en la misión siempre luchan dos fuerzas contrapuestas: las del mal, que pretender dividir,
desanimar y hacer que los grupos y las personas se aíslen; y las del bien, que las abren al perdón, la humildad, la
comprensión, la compasión, la unidad y la confianza en el otro. Además, el mundo y sus falsos valores, intentarán
que las comunidades pasen por estúpidas, utópicas, ingenuas e irreales. Los miembros de una comunidad han de ser
muy conscientes de la gravedad de la lucha para no sucumbir ante las adversidades y la persecución. El demonio no
quiere que existan comunidades de amor y hará todo lo posible por desanimarlas, herirlas e intentar destruir su
unidad. Para ello, trata de erosionar las virtudes que sustentan la vida espiritual sembrando dudas (fe), pesimismo
(esperanza) y desconfianza (caridad). Sólo desde el coraje y la oración se puede estar preparado para luchar contra
estos ataques.

La exigencia de la misión.
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La misión no es una actividad más en la vida de una comunidad. Es la porción de la tierra que Dios quiere rescatar y
en la que desea reinar, y hace a la comunidad cooperadora en esa obra de salvación. Grande es la responsabilidad
que Dios deposita en nuestras manos, y privilegiados nos tenemos que sentir porque, a pesar de nuestras miserias y
limitaciones, Dios confía en nosotros. En esta certeza, la misión es sagrada porque es designio de Dios y, por tanto,
rodeada de su santidad y como tal la tenemos que vivir. La seriedad, intensidad y fervor con los que debemos
aplicarnos son sólo la respuesta natural a quien estamos profundamente agradecidos por su misericordia, fidelidad y
confianza.

En este sentido, ser fieles a Dios en la misión implica por nuestra parte:

- Transmitir con gozo, alegría y esperanza, la fe y la vida de Dios en nosotros. Por elección de Dios, somos
transmisores de la vida abundante que Jesús prometió y eso nos empuja a vivir la misión, en cada momento y en
cada situación, con pasión, con energía, con vitalidad y con ilusión.
- Vivir y comportarnos de forma sencilla y humilde en todas las facetas de nuestra vida. No sentirnos ni
mostrarnos superiores. No presumir ni alardear de nuestros dones y carismas. Nada tenemos que no nos haya
sido dado. Acojámoslo con humildad y agradecimiento, conscientes de nuestra ausencia de méritos, y dejemos
que sean los demás los que expresen lo que necesitan de nosotros.
- Mostrar un profundo respeto por el hermano, por su situación, sus dificultades y sus necesidades. No somos
mejores ni peores que él. Nunca debemos ir más allá de donde él desee ir sino sólo mostrarle nuestra
disponibilidad para acompañarle. No somos sus jueces ni sus salvadores, sólo allanadores de caminos para que
llegue con fuerza la gracia de Dios a su corazón. El hermano no necesita de nosotros un juicio sino un corazón
comprensivo y compasivo que le ayude a acercarse a la luz.
- No ser signos de discordia ni propagadores de diferencias sino propiciadores de unidad. Esto nos empuja a
ser conciliadores y muy prudentes en las críticas a los demás, sin llegar a caer en la hipocresía o la falta de
denuncia de las injusticias o de las situaciones contrarias al Evangelio, en especial las que atañen a la caridad.
- Ser testigos fieles y veraces de la presencia de Dios en nuestra vida personal y comunitaria. Esto no sólo nos
compromete interiormente sino que nos empuja a ser muy cuidadosos en nuestras palabras y actos, entre
nosotros y hacia los demás. Que seamos, y por tanto, así nos reconozcan: generosos, abnegados, honestos,
íntegros, responsables, serviciales, coherentes y comprometidos.
- Trabajar a fondo, humana y espiritualmente, todo lo que atañe a la misión, conscientes de que la unción no
sólo se sustancia en un momento o acto concreto, sino que comienza en el mismo instante en que ponemos en
acción y oración nuestro servicio.
- Nunca olvidar que somos siervos inútiles y que no buscamos más gloria que la gloria de Dios. Vanos son
todos nuestros esfuerzos si Dios no los llena de gracia y poder. Nos sentimos cómodos en el papel discreto del
siervo y nos encanta desaparecer cuando aparece nuestro Señor. A veces, somos referencia o ejemplo para
otros en su camino de fe. Sin embargo, debemos estar siempre alerta para no ser idealizados. No somos muletas
para que los demás dependan de nosotros, sino maestros que enseñan a volar.
- No dejar que nuestro servicio se mueva por apetencias o comodidades. Sabemos que toda obra de Dios
siempre trata de ser interferida por el Enemigo, pero no tememos sus acciones sino nuestra debilidad. Por ello,
nuestra disponibilidad, afán de servicio y entusiasmo se muestran especialmente fuertes cuando la dificultad y
el cansancio retraen a la mayoría.
- Servir con alegría y abnegación en lo pequeño y en lo escondido, sabiendo que es parte fundamental en la
obra de salvación que Dios construye a través de la misión. Hay que desarrollar con mimo y devoción todas las
facetas de la misión pero, especialmente, las más oscuras e insignificantes a ojos humanos, que conllevan
muchas veces un mayor sacrificio personal y desgaste humano.
- Ser muy conscientes de que lo más importante de nuestro servicio no es que seamos capaces de expulsar
demonios, de sanar enfermos, de resucitar muertos o de andar sobre las aguas, sino que nuestros nombres
están escritos en el cielo. El hecho de ser siempre muy conscientes de esto no nos va a ayudar en los momentos
de euforia espiritual sino que nos va a proporcionar paz, esperanza y firmeza en los días de oscuridad y desierto.
- Ser uno y sentirnos uno. En la misión, la comunidad se siente una unidad, independientemente de quien
desarrolle concretamente las diferentes tareas. Cuando uno misiona, es la comunidad entera la que misiona.
- Ser fieles y radicales con el compromiso adquirido. Tanto cuando podemos percibir claramente la influencia
de nuestra actuación como, especialmente, cuando no lo vemos. A veces lo importante no es hacer sino estar.

¿Hasta dónde la misión y hasta dónde las actividades exclusivamente comunitarias?


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La comunidad originaria, canalizando la gracia de Dios, me ayuda a descubrir ciertos fundamentos sobre los que se
construye toda mi vida: quién soy, para qué estoy y qué es lo que me mueve. Todo eso se ha construido
principalmente en los momentos de oración, en el compartir profundo y sincero y a través de todas las dificultades
que juntos se han ido superando.
Las misiones pueden ser tremendamente exigentes, humana y espiritualmente, y a veces, se pierde la perspectiva de
lo que soy y lo que me mueve. Son las crisis personales o comunitarias de las que nunca estamos a salvo.
Ciertamente, hay muchos peligros acechando: la actividad excesiva, el cansancio, el sentirnos importantes, el no
cuidar los detalles sencillos que animan e impulsan, el creer que podemos hacer las cosas fiándonos de nuestras
fuerzas y capacidades, el sentimiento elitista, el abandono espiritual, la rutina, etc. La única forma en que esto se
puede prevenir o, si sucede, superar, es que la comunidad guarde para sí misma “subidas al Tabor”, momentos en
los que pueda orar, compartir, reflexionar, corregirse y descansar. Estos momentos tienen que tener una
consideración preferente en los calendarios de la comunidad.

Las misiones individuales dentro de la misión comunitaria.


Tan importante como las misiones en las que participan directamente todos los miembros de la comunidad, son las
que desarrollan los miembros a título individual (misión de la misión). Esto es así por dos motivos:
- Ofrecen la oportunidad de desarrollar carismas que en un contexto de misión comunitaria pueden permanecer
más ocultos o, simplemente, no ejercerse.
- A veces son servicios menos “apetecibles” o más exigentes porque no se desarrollan al “calor” de la comunidad
y, por tanto, al ser mayor su dificultad, nos aportan purificación del corazón, madurez y fortaleza espiritual.

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DIFICULTADES EN EL CRECIMIENTO DE LA COMUNIDAD.
Introducción.
En comunidad, crecer es trabajar por unificar nuestra capacidad de acción y nuestro corazón. El anhelo de crecer
encuentra su punto de partida en la conciencia de nuestra pobreza y debilidad. Sólo desde ahí podemos entender
que sin Dios y su providencia amorosa a través de los hermanos, no podemos salir de nuestras cavernas y superar
nuestros límites por el camino de sanación y purificación que nos ofrece la vida comunitaria. Es muy luminoso
descubrir que el anhelo de la comunidad, en el fondo, no nace de un sentimiento elitista sino de la conciencia de
pobreza: necesito a Dios y necesito a los hermanos porque solo no puedo crecer. Crecer en el amor es la
consecuencia directa de crecer en el Espíritu. La medida del crecimiento de una comunidad es la medida de su
crecimiento en el amor, desde el corazón que se mueve por la necesidad, la exclusividad o la reciprocidad hasta el
que camina en la entrega desinteresada, la paciencia, el perdón, la generosidad, la disponibilidad y la abnegación.
Cada uno de los miembros de la comunidad es responsable de su propio crecimiento pero también del crecimiento
de los demás y de la comunidad en su conjunto. Entender esto es fundamental para alentar en nosotros el
compromiso hacia la comunidad.
En comunidad, no se pueden entender los problemas y dificultades de los demás o de la propia comunidad como
algo cuya solución es responsabilidad de la autoridad o, en el caso de las personas, de la propia persona. En un
entorno comunitario, es bastante cobarde y mediocre afirmar “nadie me ha pedido ayuda”. El verdadero amor no es
reactivo sino proactivo. No espera al hermano sino que sale a su encuentro. Amar al otro no es sólo preocuparse por
su vida y sus dificultades sino también hacerle partícipe de las nuestras. Sólo así se crea un verdadero clima de
confianza donde nos sentimos importantes y solidarios los unos hacia los otros.

Etapas vitales del hombre  es un camino de madurez para llegar a vivir la plenitud del amor verdadero.
- Niño: Confianza. Vive del amor de otros.
- Joven: Esperanza. Descubre que es capaz de amar. Generosidad y utopía.
- Adulto: Fidelidad. Ama, se hace responsable y se compromete.
- Mayor: Sabiduría. Vuelve a vivir del amor de otros.
Etapas de la comunidad  cada etapa conduce a una mayor plenitud pero conlleva ciertas renuncias y sufrimientos.
- Inicial: nos acercamos movidos básicamente por dar un sentido pleno a nuestras vidas.
- Crecimiento: nos abrimos al otro y aprendemos a dar y recibir en un ambiente de amor caracterizado
principalmente por el sentimiento y la reciprocidad.
- Madurez: nos entregamos en un amor desinteresado y fiel caracterizado por la disponibilidad y la abnegación.
La grandeza del otro no son sus grandes cualidades sino la vida de Dios que nace en su pequeñez, su debilidad y
su pobreza.

Todas las comunidades, de una u otra manera, viven parecidas dificultades en su camino de crecimiento. Algunas de
estas dificultades son:
1) El paso de lo heroico a lo cotidiano.
Los judíos sólo empezaron a murmurar contra Dios cuando ya habían pasado el Mar Rojo. Antes, estaban
seducidos por lo extraordinario, el riesgo, la aventura, y todo les parecía preferible al yugo de la esclavitud
egipcia. Lo ordinario, lo cotidiano y lo regular les condujeron a la crítica hacia Moisés.
El que empieza en una comunidad está lleno de ilusiones y tiene el impulso necesario para salir de una vida
individual y egoísta. La fuerza de la generosidad puede con la seducción del confort, el mínimo esfuerzo y la
seguridad. Además, no se es muy consciente de sus propias limitaciones ni, por supuesto, las de los demás.
El reto de la comunidad, en su crecimiento y madurez, no es maldecir lo cotidiano sino luchar por vivir lo
cotidiano de manera heroica. El viento ya no será de cola sino de cara, pero el reto de superarnos a nosotros
mismos ante la apatía, la rutina y la falta de emociones, nos dará el impulso y la motivación para seguir
maravillándonos cada día ante la obra de Dios y el regalo de los hermanos.

2) La fidelidad a la llamada.
Existen dos grandes peligros, a menudo muy ligados, que pueden hacer que una comunidad se desvíe:
- La búsqueda de seguridad y confort.
Es una tendencia humana muy habitual cuando las comunidades han superado las dificultades de los
comienzos y se han asentado. En la inseguridad, se tiende a mirar más a Dios porque se es más consciente
de que, en muchas ocasiones, la comunidad se puede ir a pique sin una intervención divina.
- La falta de fidelidad a la visión que supuso su fundación.
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Es absolutamente fundamental que cada comunidad conozca su visión esencial. No lo que le hace diferente
a otras, sino lo que mueve y entusiasma su quehacer. Si esa visión profética emana de Dios, sólo la fidelidad
a su voluntad, sin edulcorantes ni excusas, podrá hacer que la comunidad no se deje llevar por impulsos
humanos.
La comunidad debe recordar constantemente esa necesidad de no acomodarse y de seguir poniendo sus ojos en
Dios, así como de permanecer fieles al designio divino que la creó. Así se evita caer en la rutina, el reglamento y
las costumbres. Todas sus decisiones serias se deben tomar a la luz de estas pautas, haciéndose siempre las
mismas preguntas: ¿tomamos esta decisión por miedo a la inseguridad? ¿Está orientada a lo que constituye lo
esencial de nuestra vida?
Dicho esto, es necesario también considerar el elemento profético para que los nuevos designios divinos puedan
seguir siendo escuchados. De esa forma la comunidad renueva su vida y su esperanza. Generalmente no
significan borrón y cuenta nueva (salvo que la comunidad esté totalmente degradada) sino reafirmación en las
virtudes esenciales que constituyen la visión aunque las misiones y la forma de hacerlas cambien.

3) Las estructuras y el Espíritu.


Si una comunidad necesita muchos folios para describir lo que es esencial en ella, es que aún no tiene muy clara
su verdadera identidad como designio del Espíritu. Todo lo esencial debe caber en unas pocas líneas y esas
líneas deben ser como un faro en medio de la noche: nos indican la proximidad de la costa (para no perdernos
en mar abierto) y nos advierten de sus peligros (los que pueden hacer embarrancar nuestra barca).
La necesidad de estructuras suele ser más acuciante cuando la comunidad se expande. El reto de la comunidad
que crece es crear y adaptar estructuras para que siempre estén al servicio de sus fines esenciales y, por
supuesto, de las personas, y no al de una tradición, autoridad o prestigio.
Su existencia, en todo caso, se debe ceñir a los aspectos más puramente organizativos y logísticos para manejar
las distintas necesidades humanas en un contexto de grupo. Todo lo que es verdaderamente impulso del
Espíritu debe quedar al margen de la norma para que no sea un corsé que constriña su propia acción
renovadora.
Nunca se nos olvide que el fin último y preferente de la comunidad es responder al grito de dolor del hombre.
Para eso es para lo que Dios nos llama, nos capacita y nos envía. Nunca debe haber norma, ley o estructura que
establezca otra preferencia.

4) El temor a la Verdad.
En todo ser humano y en toda comunidad hay siempre un gran temor a enfrentarse a la verdad. No hay mayor
verdad que ser lo que somos, pero conocerlo y asimilarlo conlleva un sufrimiento que, a menudo, preferimos
evitar. Nos cuesta mostrar nuestra realidad porque pensamos que podemos ser rechazados por ello. La libertad
interior no es ni más ni menos que poder mostrarnos en cada momento tal y como somos, y poder expresar de
forma natural y espontanea, con los lógicos límites del respeto y la prudencia, lo que pensamos de cada
situación.
Esta libertad interior se logra cuando interiorizamos que es mejor entregarnos a la verdad, aunque hiera, antes
que al confort de no cuestionarnos nada. No hay crecimiento posible cuando se vive en la mentira y el espejismo
o cuando se tiene miedo de que la verdad se conozca. Tenemos que abrirnos a la verdad y dejar que se
manifieste, aunque ponga en evidencia nuestra pobreza radical y nuestro pecado. Entonces gritaremos a Jesús y
Él nos perdonará, nos salvará y nos guiará. Sólo entonces la verdad nos hará libres.

5) Las pruebas en la comunidad.


En las etapas iniciales de creación y consolidación, las energías son abundantes y todos están centrados e
ilusionados en el crecimiento. Sin embargo, en la etapa de madurez, cuando se han superado las dificultades
iniciales, se suele instalar en las comunidades un cierto sentimiento de comodidad, seguridad y satisfacción; los
conflictos afloran porque la comunidad ahonda más en sus propias miserias y no hay ni la paciencia ni la energía
de los principios para minimizar los conflictos. En este contexto, las pruebas son importantes porque nos ayudan
a mirar lo que pasa en nosotros, dónde estamos en relación con nuestros fines y nuestra vida de oración, y
encontrar una nueva unidad y energía para hacer frente a la dificultad.
Es preciso no “morir de éxito” y, en este sentido, las pruebas nos hacen llegar hasta el fondo del abismo para
despertarnos a la verdad: somos pobres y necesitados, y sólo Dios nos puede aliviar, dar vida y cubrir todas
nuestras necesidades. Las pruebas quebrantan nuestras seguridades superficiales y liberan nuevas energías que,
hasta entonces, permanecían ocultas. A partir de esta herida, la comunidad renace en la esperanza.
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6) Las tensiones.
Son inevitables pero positivas, ya que hacen comprender que la comunidad es más que una realidad humana y
tiene necesidad de Dios para vivir y profundizar. Las tensiones, como las pruebas, ponen de relieve nuestras
limitaciones y pobrezas, y nos obligan a retomar nuestros esfuerzos por la oración, el diálogo, la paciencia y el
esfuerzo para superar las crisis y volver a encontrar la unidad perdida.
Es fundamental clarificar los conflictos que pueden darse entre la comunidad y los individuos.
La tensión entre los intereses colectivos y los intereses individuales es permanente en cualquier tipo de grupo
humano. Esta tensión se traduce en conflictos concretos cuya resolución tiene el efecto de reorganizar las
relaciones entre los individuos y la comunidad. Mientras que, si no se dan conflictos manifiestos, esa tensión
permanente se va acentuando hasta llegar a una de estas dos soluciones: o aparece un conflicto generalizado de
difícil solución o aumenta la huída psicológica del grupo por parte de los individuos. Ambas soluciones suponen,
generalmente, la disolución del grupo.
Sin embargo, si las tensiones no se abordan con la sabiduría adecuada, tratando de profundizar en sus causas
más profundas, se convierten más en piedra de choque que en oportunidad de crecimiento. Hay varios peligros:
- Intentar clarificarlas demasiado deprisa. Cada persona tiene su psicología y su madurez humana y espiritual.
Lo que es muy evidente para algunos, a otros les cuesta más alcanzar esa certeza. Los miembros de la
comunidad son amigos del tiempo y saben que todo se puede conseguir si se le da el tiempo necesario.
- Dilatarlas indefinidamente y sin ningún propósito concreto, por miedo a enfrentar los problemas.
- Enmascararlas, hacer como si no existieran u ocultarlas para no parecer que se rompe la armonía. El diálogo
y la sinceridad son cruciales en este sentido. Todo lo que no se habla, se enquista. En el diálogo y la
comunicación, una comunidad no debe imponerse más censura que la de no caer en faltas de respeto (no
confundir con falsos “respetos humanos”) o la de no desear sinceramente el bien y el crecimiento del
hermano (por encima de nuestra necesidad de “desahogarnos”).
- “Espiritualizarlas” demasiado pronto y juzgarlas como un designio divino que hay que soportar en lugar de
tratar de solucionarlas.
- Afrontarlas de forma tremendista en vez de darles la normalidad de las situaciones de dificultad que se
producen en las relaciones humanas. Esto puede hacer que se explote de forma prematura (sin haber
analizado a fondo el posible problema, manifestando más reproches que soluciones, y generando en el otro
más angustia y desesperanza) o violenta.
- No saber diferenciar adecuadamente elementos subjetivos y emocionales propios de toda situación de
tensión o de psicologías específicas de un determinado hermano, de elementos de verdad objetiva o
verdaderas divergencias de opinión, aunque sean manifestados inadecuadamente, que hay que afrontar.
- Tensiones que nacen de opiniones muy rígidas o ancladas en la tradición (“esto siempre se ha hecho así” o
“esto siempre ha sido un principio inquebrantable”). Es bueno tener paciencia y no querer resolverlas
rápidamente porque, al sentirse violentadas, las personas tienden a exagerar sus puntos de vista.
- Tensiones por la propia evolución de la comunidad: admisión de nuevos miembros, cambios en la misión,
mayor proyección externa de la comunidad, etc. Siempre tienen que nacer de un convencimiento unánime o
muy amplio, refrendado en el debate y la oración, y no de la “iluminación” de una autoridad influyente, que
puede ocultar afanes de proyección personal. En este sentido, y partiendo de una apertura y confianza
totales en la acción providente del Espíritu, suele resultar más fiable discernir los signos (reacción) que son
dados que aquellos que genera la propia iniciativa de la comunidad (pro acción).
La forma de afrontar las tensiones es llevarlas a la oración y asimilarlas con delicadeza, confianza y esperanza,
sabiendo que siempre sufriremos y haremos sufrir. Es necesario abordarlas con paciencia y compasión
profunda, sin pánico ni optimismo ingenuo, sino con una actitud realista hecha de escucha y búsqueda de la
verdad, aun cuando sea exigente y doloroso.

7) El incorrecto ejercicio de la corrección fraterna.


La forma de ejercer la corrección fraterna con el otro:
- No se puede hacer que uno tome conciencia de sus limitaciones si, al mismo tiempo, no se le ayuda a
encontrar la fuerza para superarlas. Esto implica profundizar en las verdaderas causas de sus dificultades (no
en sus efectos), reforzarle en sus capacidades para superar cualquier adversidad, animarle a recobrar
confianza en sí mismo y en Dios.
- Aunque no evite nuestro dolor, nos ayudará para afrontar nuestras dificultades y aceptar nuestros erróneos
comportamientos el sentir que no somos juzgados sino amados, aceptados, comprendidos y perdonados.
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- No podemos corregir al otro desde el juicio previo (sabemos positivamente que ha hecho mal sin, ni siquiera,
darle la oportunidad de que se exprese) o el rechazo a priori. Debemos tratar de entender, por medio del
diálogo sincero, por qué el otro actúa de una determinada manera.
- El principio de una correcta comunicación es la aceptación mutua. Sin esto, es imposible que se produzca
una comunicación efectiva. A su vez, no puede haber acogida y clima de verdadera confianza si no hay
comunicación efectiva y momentos para desarrollarla. Luego, la intimidad con el otro que nos hace valorar
una relación, nace del principio de aceptación.

8) Los cambios. La resistencia al cambio.


Las comunidades que asumen ser guiadas según el Espíritu, deben ser conscientes que éste siempre saca algo
nuevo de lo viejo. No hay más que analizar la historia de la Iglesia en la que se constata que, con todo tipo de
sufrimientos y penalidades, siempre está germinando algo nuevo. Nuevos profetas y santos se levantan
continuamente para anunciar lo que es antiguo de una forma renovada.
Siempre hay una tensión ante lo antiguo y lo moderno. Ante estas situaciones, la comunidad se polariza y debe
discernir, con paciencia (porque estos procesos requieren tiempo para ser suficientemente iluminados por la luz
del Espíritu) y desde el diálogo y la oración, lo que hay de profético en las nuevas formas (frente a una mera
necesidad humana de cambio) y lo que no debe ser cambiado de las antiguas (frente al simple miedo al cambio
y la inseguridad).
A la luz de Dios, hay que entender estos procesos como una llamada a la comunidad a permanecer en la
pequeñez, la humildad, la oración y la súplica. La resistencia al cambio está totalmente arraigada en la psicología
humana y Dios, que conoce perfectamente nuestros lentos procesos de asimilación, ilumina progresivamente
las realidades objeto de debate hasta que las contradicciones iniciales van dejando paso nuevamente a la
armonía, en la medida en que nuestro amor a la verdad se hace mayor que el amor a las propias ideas.

9) Perder las ilusiones.


El peligro para quien entra en una comunidad es, con el paso del tiempo, perder la mirada del niño y la apertura
del adolescente. Coincide, casi siempre, con dos situaciones humanas muy comunes:
- El conocimiento y la aceptación de la realidad.
Todo aquél que entra en contacto con una nueva realidad tiene unos sueños, unas expectativas y unos
deseos que le mantienen en un estado de atención y actividad, que duran al menos mientras cree no haber
alcanzado los objetivos vitales que se ha marcado. En un contexto de comunidad suelen ser conseguir la
aceptación y valoración de los demás, sentirse cómodo e integrado, encontrar un rol o una actividad para ser
útil a la comunidad o a sus fines, etc … En este primer tiempo, su percepción de las personas y las situaciones
suele estar distorsionada y se caracteriza por una visión idílica y positiva. Con el paso del tiempo, se van
descubriendo las imperfecciones de las personas y de la propia comunidad, y eso produce siempre un
choque en nuestro interior y una decepción que es preciso gestionar. La visión idílica deja paso a una visión
realista que nos sitúa en la tesitura de aceptar y amar la realidad… o sumirnos en la depresión y abandonar.
Si empezamos en comunidad sin haber experimentado previamente el amor perfecto e incondicional de
Dios, tenderemos a buscarlo en la comunidad, lo cual nos creará una profunda decepción, pues ninguna
comunidad o persona puede dárnoslo. Únicamente Dios puede satisfacer esa necesidad que, por otra parte,
es la necesidad más íntima del hombre.
- La ausencia de retos.
La motivación del escalador es que siempre queda alguna cima por escalar… y no cualquier cima, sino una un
poco más difícil que la anterior, que requiera de él más habilidad y destreza. Esta es la cúspide de la pirámide
de Maslow, la autorrealización, observarte creciendo sin límites. En la vida cristiana, éste es el camino de la
santidad. Un camino que no tiene fin humano sino eterno y que, en su recorrido, te va acercando al ideal,
proporcionándote más y más plenitud. En la experiencia de Dios, sólo hay un camino en el que nunca
faltarán retos: dejarse conducir por el Espíritu. En él, descubriremos que Dios siempre tiene nuevos
alicientes para el que dócilmente se deja llevar por Él.

El ejemplo de Pedro puede ilustrar perfectamente el paso de la ilusión a la decepción… y nuevamente a la


ilusión.
- Su vida se renueva cuando es llamado por Jesús y adquiere nuevas ilusiones. En los principios, amaba al
Jesús milagrero, prodigioso y mesiánico, que colmaba todas sus expectativas y sueños.

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- Con el paso del tiempo, comienza a decepcionarse en la medida que va conociendo el verdadero proyecto
de Jesús, ése que habla de muerte y persecuciones y que culmina con el gesto de lavarle los pies.
- Su confusión es tal que incluso llega a negarle. A partir de ahí se sume en la desesperanza y la depresión. Su
ilusión se viene abajo con el conocimiento de la realidad (y su no aceptación) y con la ausencia de retos
(cuando Jesús muere, cree que ya se ha acabado su vida y su misión).
- Al volver a ponerse en la situación de docilidad ante Dios (“perseveraban en la oración…”), tras la experiencia
de Pentecostés, comprende que su vida y su misión no han hecho más que empezar.

Crecer es gestionar la normalidad, con su realidad de sufrimiento y pequeñez, para convertirla en reto desde la
escucha de Dios, que siempre nos ayuda a transformar el dolor en ofrenda.

10) La ausencia de perdón.


La comunidad no es fácil. En ella emerge nuestra humanidad en todo su esplendor y emerge también nuestro
dolor.

En lo personal, los demás son como un espejo en el que vemos reflejadas nítidamente todas nuestras
oscuridades. Llegas realmente a conocerte a ti mismo con todo lo bello y duro que puede ser. En lo colectivo, es
difícil que de la relación humana intensa no surja la limitación, la decepción o el conflicto. Siempre hay alguien
que no satisface nuestra necesidad o que nos irrita. Debemos ser conscientes que, lejos de esperar un lugar
lleno de concordia y armonía, la comunidad no requiere ni ofrece una armonía emocional absoluta. Lo que nos
ofrece es un contexto donde tratar de perfeccionarnos en el amor que acepta, que se entrega
incondicionalmente y que perdona. Sólo en comunidad aprendemos:

- A confesar nuestra debilidad y a perdonarnos mutuamente.

- A renunciar a nuestra voluntad y vivir realmente para los demás.

- La verdadera humildad.

Todos tenemos heridas. Todos sufrimos dolor y decepciones. Todos tenemos una sensación de soledad presente
bajo todos nuestros éxitos. Todos tenemos una sensación de inutilidad oculta bajo todos los halagos. Esto es lo
que nos hace aferrarnos a la gente y esperar de ella un afecto, una afirmación o un amor que no nos pueden
dar. Por ello es tan vital perdonar. Perdonar es disculpar que el otro no satisfaga mis necesidades y deseos. El
perdón dice: “sé que me quieres, pero no tienes que quererme incondicionalmente, porque eso únicamente
Dios puede hacerlo”. Si queremos que otras personas nos den algo que sólo Dios puede darnos, somos culpables
de idolatría. Por evolucionado que sea, nuestro amor sólo es una expresión limitada de un amor ilimitado. El
perdón es el elemento que da cohesión a la vida comunitaria. Como personas con un corazón que anhela el
amor perfecto, tenemos que perdonarnos mutuamente por no ser capaces de dar o recibir ese amor perfecto
en nuestra vida cotidiana.

11) La hiperactividad.
Vivir en comunidad no es llenar nuestras agendas de actividades para estar todo el rato entretenidos, no saber
parar ni descansar, hacer sin cesar cosas para los demás y sacrificarse por ellos. Existe el peligro de identificarse
tanto con la función, la responsabilidad y la necesidad, que se abandone el gusto por la intimidad con Dios y la
necesaria confrontación con uno mismo, con su ser profundo, con sus heridas y vacíos.
Cuanto más nos convertimos en personas de acción y de responsabilidades, más necesidad hay de que
profundicemos en la meditación y la contemplación. Si no se alimentan la oración y el silencio, si no se dedica
tiempo a vivir con la presencia y la ternura de los hermanos, corremos un serio riesgo de convertirnos en
personas amargadas, agrias y tiranas.

12) El acompañamiento individual en el ámbito comunitario.


Si acompañante y acompañado pertenecen a la comunidad, es un camino de crecimiento cuyo sentido es la
mayor integración del acompañado en la vida y la dinámica de la comunidad, tratando de evitar por todos los
medios que produzca distorsiones en ambas. Para ser verdaderamente eficaz, se debe ejercer como algo

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complementario al crecimiento que proporciona la comunidad y no “en lugar de”. Esto mismo aplica en el
ámbito de todas las relaciones interpersonales, pero en el acompañamiento individual hay que extremar al
máximo la prudencia y el equilibrio, al establecerse un vínculo de autoridad entre acompañante y acompañado.

Puede ser muy positivo:


- Para compartir experiencias, problemas o detalles que no tienen cabida en los momentos comunitarios por
falta de tiempo o por la inmediatez que requiere su solución.

- Para comunicar dificultades o problemas que pertenecen a una esfera de la intimidad que el acompañado
aún no está preparado o no desea revelar en el ámbito comunitario. Esta primera apertura, puede ayudar a
que, más adelante, se comunique a toda la comunidad. De lo contrario, el acompañado podría arrastrar por
mucho tiempo una carga de dolor o sufrimiento que no es capaz de compartir. En este sentido, el
acompañante es un facilitador de la comunicación entre acompañado y comunidad.

- Para que el acompañado pida orientación sobre problemas personales o dificultades con terceros, dentro o
fuera de la comunidad, que pueda juzgar delicado plantear, de primeras, en el ámbito comunitario.

Puede ser muy negativo:


- Si aísla al acompañado del resto de la comunidad, por resultarle más cómodo sólo tener que “exponerse”
ante uno y no ante toda la comunidad. Lo mismo aplica, si la dinámica de acompañamiento resta interés al
acompañado en promover relaciones interpersonales con el resto de hermanos de comunidad.

- Si el acompañante aprovecha su autoridad para inducir o imponer al acompañado criterios que responden a
sus propias posiciones o intereses particulares, en temas que afectan a toda la comunidad.

- Si el acompañante no mantiene una estricta neutralidad y se ve empujado a favorecer o a destacar a su


acompañado por el mero hecho de que ha confiado en él. Lo mismo aplica, si el acompañado ve en el
acompañante, sobre todo, una oportunidad para reforzar su posición u obtener un mayor apoyo o
reconocimiento dentro del ámbito comunitario.

- Si el acompañante, ante problemáticas o diferencias del acompañado con terceros, o bien toma partido por
alguna de las partes, o bien absorbe la información desalentando al acompañado a resolver esas diferencias.

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MEDIOS PARA EL CRECIMIENTO DE LA COMUNIDAD.
Introducción.
La comunidad nos invita a caminar en valores evangélicos como el amor y la entrega, la vida sencilla, la humildad y el
servicio, el perdón, la paz, la importancia del hermano y la confianza en Dios. Sin embargo, hay otras fuerzas muy
poderosas y seductoras que nos invitan a preocuparnos de nosotros mismos, de nuestros problemas, de nuestras
comodidades, de nuestros placeres y de nuestros intereses. Para mantenerse siempre fiel a los valores evangélicos y
no caer en la tibieza, la tristeza y la mediocridad, hay fundamentalmente dos caminos: el amor entre sus miembros y
el alimento espiritual que viene de Dios.

No hay mayor estímulo para crecer que sentirnos progresar, que ver que ciertos miedos y debilidades van quedando
atrás, que notar un mayor convencimiento en nuestros principios y en nuestra forma de vivir, que, en definitiva,
sentirnos mejores personas y mejores cristianos. La comunidad nos estimula a progresar. Nos recuerda que el
trabajo y la perseverancia son los pilares del éxito, que hay mayor plenitud en sembrar que en recoger. Nos anima
reforzando nuestros logros y nos sostiene para no perder la confianza y la paciencia cuando tenemos la impresión de
que no crecemos.

Los pilares del crecimiento.


En su viaje hacia la santidad, cada persona, por su riqueza y su complejidad, necesita alimentos del corazón, de la
inteligencia y del espíritu, sin los cuales una parte de su ser quedaría atrofiada. Son los pilares del crecimiento
individual en un contexto comunitario. La armonía existencial del individuo se logra cuando se utiliza el tiempo
adecuado para desarrollar todos los pilares, estando siempre vigilantes de que unos no crezcan a costa de otros.
Siempre hay deseos humanos o tendencias a promover unos en detrimento de otros. A menudo los miembros se
convierten en obsesivamente hambrientos de una de estas partes de su ser, dejando de lado las otras y creciendo
sin equilibrio. Ejemplos de estos desequilibrios son:
- El solitario, tiene capacidad de escucha, pero tiende a huir de las relaciones profundas con otros porque ha
creado un mundo interior equilibrado, más ficticio que real, que no desea confrontar.
- El social, por el contrario, emplea todo su tiempo en los demás. Es una persona muy generosa y activa, pero que
no cultiva las riquezas de su corazón, la parte secreta de su ser. Hay una intención de evitar profundizar en sus
propias heridas o de encontrarse con sus fantasmas interiores.
- El piadoso, busca en el secreto de la oración la presencia de Dios, pero necesita hacer un esfuerzo para oír el
grito de sus hermanos y relacionarse con ellos.

El hombre espiritual identifica estos desequilibrios y comprende que obedecen a heridas o inarmonías latentes en su
propio interior que precisan ser sanadas, y permanece siempre vigilante a fin de promover el espacio y el tiempo
(descontado el que se dedica a obligaciones y responsabilidades humanas) para desarrollarse en todos los ámbitos.
El viaje hacia la santidad implica una profundización de la vida personal en estos reencuentros de paz con Dios y con
los demás, viviendo plenamente una vida comunitaria de relaciones comprometidas y crecimiento personal, y
asumiendo responsabilidades con los demás fuera de la comunidad.

INDIVIDUO

COMUNIDAD
Familia

MUNDO
Otras relaciones

a) El mundo personal: lo importante soy yo.

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Es IMPERATIVO encontrar tiempo para nosotros, únicamente para nosotros. Es preciso amarse a uno mismo si uno
quiere amar verdaderamente a los demás. El que no se enfrenta a su mundo interior y trata de conocerlo y
controlarlo, está condenado a ser dominado por él, por sus instintos, por sus emociones y su necesidad.
- Tiempo para el cultivo espiritual interior: yo frente a Dios, la fuente del único amor pleno capaz de sanar el
corazón, la fuente que sacia la sed de lo infinito. Dentro de este apartado está la oración personal, la confesión y
la Eucaristía en su dimensión de encuentro personal con Jesús.
- Tiempo para profundizar en lo que soy (mi verdadera esencia de hijo de Dios) y en lo que parezco (mi
humanidad, mi carácter, mis comportamientos).
- Tiempo para enfrentarme a mis debilidades, mis pensamientos desordenados, mis limitaciones, mis miedos y
mis heridas. A veces esto nos conduce a la melancolía o a la depresión pero, con el tiempo y sin rehuirlo, nos
ayuda a encontrarnos a gusto con nosotros mismos, a pesar de las dificultades que eso entraña.
- Tiempo para estimular el intelecto, para leer, para reflexionar, para formarse, para ampliar conocimientos, para
conocer y entender mejor nuestra dimensión espiritual y el mundo que nos rodea.
- Tiempo para el descanso, la abstracción y el esparcimiento, que simplemente nos desconecten de los afanes
cotidianos, de la vida vertiginosa y de las obligaciones y responsabilidades.
- Tiempo para el acompañamiento espiritual.

b) El mundo interpersonal comunitario: lo importante somos yo y el otro.


A partir del individuo, nuestra vida se abre a los demás y, además de lo que recibimos de ellos, nuestra vida crece en
nuestras capacidades de generosidad y entrega por ellos.
La relación comunitaria crea el contexto de confianza, aceptación, respeto y perdón que permite al otro mostrarse
como es, no dando una imagen distorsionada de sí mismo o comportándose buscando a toda costa la aprobación
del otro.

En el contexto comunitario, el otro es objeto de mi amor y entrega pero yo también soy sujeto de su amor y entrega.
Hay que perseguir relaciones cuyo desarrollo proporcione satisfacción y plenitud a ambos. Es inarmónico que una
parte lo ponga todo pero también lo es que nadie ponga nada esperando siempre que todos los pasos los dé el otro.
Nada estimula más el amor en el otro que el amor que es generosamente entregado. Puesto que la entrega del otro
no la podemos controlar, esforcémonos siempre en darle lo mejor… sin esperar nada a cambio. Está en nuestra
naturaleza de hijos de Dios amar sin esperar nada a cambio. De hecho, es Dios quien llena de afectos los amores no
siempre correspondidos.

En el ámbito comunitario es importante desarrollar TODAS las relaciones, independientemente de la satisfacción


que nos producen, de la afinidad o dificultad que experimentemos o de cualquier otra consideración. El olor de la
rosa es muy atractivo pero hay otras flores distintas cuyo olor es igualmente atractivo y aporta algo diferente y
único. Nunca olvidemos que el otro es un regalo de Dios para mi vida y signo de su Providencia. En este sentido,
fomentar todas las relaciones nos previene de posibles dependencias que, por su carácter intrínsecamente negativo,
pueden perturbar nuestro equilibrio interior y la propia vida comunitaria.

El matrimonio en el contexto de la comunidad.


El matrimonio es una riqueza para la comunidad y la comunidad es una riqueza para el matrimonio. No son mundos
que se confrontan sino que se complementan. El matrimonio, al igual que el individuo, se abre a la comunión sin
perder su identidad y su sentido. Esta comunión, en principio, no tiene porqué tener más restricciones que las que
los propios cónyuges determinen. Es importante que en ambos haya un consenso, a priori, sobre la implicación del
matrimonio en la vida comunitaria, los límites e, incluso, aquello que puede ser compartido que pertenece a su
ámbito privado.

En la comunidad se trata de crecer en un amor y una entrega que trasciende los diferentes estados de los individuos.
Es, por entendernos, el llamado amor universal, aquél en el que uno se dona al otro en su consideración de hijo de
Dios, más allá de otros “apellidos”: familia, esposa/o, hijo/a, etc.
La comunidad nos “iguala” a todos porque acoge modos diversos de vida en los que Dios, indistintamente, nos llama
a vivir en plenitud: solteros, casados, consagrados, etc. Ningún modo de vida tiene que limitar, en lo esencial, la
participación plena de las personas en la vida comunitaria. Igual que el individuo da un paso hacia el otro y en ese
paso pierde algo de su independencia pero se abre al juego de dar y recibir que le permite enriquecerse y crecer
como persona e hijo de Dios, así sucede con el matrimonio en el ámbito de la comunidad y con la propia comunidad
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en el ámbito de la misión. Es importante reseñar que la comunidad no es un mero complemento de la vida social del
matrimonio o, en el otro extremo, una vía de escape en la que refugiarse.

Las relaciones extra-comunitarias.


El hecho de relacionarnos en un contexto comunitario no es impedimento para mantener o desarrollar más si caben
relaciones que ya tenemos e incluso fomentar otras nuevas. Toda relación sana enriquece al individuo y, por tanto,
enriquece a la comunidad. Algunas prevenciones:
- Que estas relaciones no sean una vía de escape o un desahogo de la vida comunitaria. Cada relación tiene su
contexto y su ámbito y deben permanecer como compartimentos estancos en ambas direcciones (ni la
comunidad tiene que estar al tanto de esa relación o conocer los detalles privados de esas personas, ni esas
personas deben conocer los detalles de la vida de los miembros de la comunidad o de las propias relaciones
comunitarias).
- Que no nos impidan cumplir nuestras responsabilidades comunitarias o el tiempo dedicado a las actividades
comunitarias y a sus miembros.
- Que no nos cuestionen en lo tocante a nuestras relaciones con otros miembros de la comunidad cuando haya
dificultades en las mismas. Lo normal es que estas relaciones extra-comunitarias no sean tan cotidianas e
intensas como las que tenemos con los más cercanos y, por lo tanto, en ellas se mantienen los “ filtros” de
comportamiento que excluyen generalmente el conflicto.

c) El mundo comunitario: lo importante somos todos.


Son los momentos propios de la comunidad, donde cada uno aporta lo que es y lo que lleva dentro. Aquí se
manifiesta la riqueza de ese mundo interior que labramos en nuestra soledad y la alegría y la complicidad de esas
relaciones que vamos trabajando con el otro.
- La oración comunitaria.
Adquiere una dimensión diferente, porque nos enriquecemos con el don de Dios manifestado en el otro, a la vez
que entregamos la Gracia que Dios nos ha regalado.
- La Eucaristía.
Es la fiesta comunitaria por excelencia ya que nos hace revivir el misterio del amor de Dios que da su vida por
nosotros, y darle gracias por ello. En ella se reafirma nuestro sentido de unidad en Dios: “ concede a cuantos
compartimos este pan y este cáliz que, llenos por el Espíritu Santo, seamos en Cristo un solo cuerpo y un solo
espíritu”.
- El crecimiento y la formación comunitaria.
Es ese “adquirir conciencia juntos” que va haciendo que en nuestro interior “vivamos en perfecta armonía,
teniendo la misma manera de pensar y de sentir” (1ª Cor 1, 10b). Nuestro trabajo en común favorece una unidad
de pensamiento y de corazón, que se va convirtiendo, de forma natural, en un sello comunitario fácilmente
identificable por los que nos rodean.
Los debates se llenan de matices y adquieren notable profundidad. Las ideas, las opiniones de los demás me
permiten descubrir cosas nuevas o me ayudan a reflexionar sobre las ideas que traía.
- Los momentos de ocio compartido.
No son espacios para una gran reflexión sino para disfrutar con el otro de cosas sencillas y cotidianas, y para el
mero disfrute del otro, un regalo de Dios para mi vida, un acompañante en la tierra que me ayuda en mi
peregrinar hacia el cielo.
- La comunidad en contexto de misión.
Refuerza mis lazos espirituales con el otro al permitirme descubrir el don de Dios en su entrega, en su
generosidad, en su “dar gratis” y en su esfuerzo.

d) El mundo social o misional: lo importante es el otro.


El impacto que tiene en el otro la gratuidad de nuestro amor es lo que mejor conecta su corazón con Dios. Todo lo
que el hombre suele entender del amor es el amor interesado, el que da a cambio de algo. Sin embargo, cuando se
siente amado por alguien al que no puede corresponder; cuando siente que la motivación del otro no es obtener
algo a cambio, se siente desarmado y sus ojos se vuelven a Dios, que pone ese amor tan valioso en los corazones.
Por otro lado, la entrega en comunidad multiplica la unción. La gracia manifestada adquiere bellezas y matices
únicos que se logran por la actuación de Dios a través de hermanos en comunión.
Es precioso cuando esa entrega abnegada provoca un similar sentido de agradecimiento como el que Pablo
manifiesta a la comunidad de Tesalónica: “Por eso, hermanos, a pesar de las angustias y contrariedades, nos
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sentimos reconfortados por vosotros, al comprobar vuestra fe. Sí, ahora volvemos a vivir, sabiendo que permanecéis
firmes en el Señor. ¿Cómo podremos dar gracias a Dios por vosotros, por todo el gozo que nos hacéis sentir en la
presencia de nuestro Dios?” (1ª Tes 3, 7-9)

La vivencia de lo cotidiano.
Es el alimento esencial, un alimento corriente y casi sin gusto (como el maná de los israelitas), que se fundamenta en
la fidelidad a Jesús, que nos ha elegido y llamado, y nuestra actitud ante las múltiples delicadezas de cada día:
- El hecho de que se nos regale un nuevo día para amar, crecer y disfrutar la vida.
- El reencuentro de la amistad, de las miradas y de las sonrisas que dicen “te quiero” y dan calor al corazón.
- El esfuerzo para amar al enemigo y perdonarle.
- La aceptación de las estructuras comunitarias que implican humildad y obediencia.
- Escuchar, servir y socorrer a los más débiles y necesitados sin heroísmos.
- Orientar los proyectos personales hacia el bien de toda la comunidad y morir a los que sólo sirven para el interés
o el prestigio personal.
Asumir lo cotidiano con humildad, confianza y gratitud ante Dios, es vivir con gozo y esperanza en la certeza de que
Él vendrá a nuestro encuentro y nos sostendrá.
Mientras la dinámica comunitaria nos empuja a hacer y hacer, no podemos alimentarnos de lo cotidiano porque
implica parar y siempre hay algo importante y urgente que hacer. Lo cotidiano sólo nos alimenta:
- Cuando se vive en la sabiduría del momento presente.
- Cuando se hace por amor a Dios y a los demás, independientemente de la relevancia que tenga en el propio
devenir de la comunidad.
- Cuando se vislumbra la presencia de Dios en las cosas pequeñas y en los detalles insignificantes.
- Cuando nos negamos a luchar contra una realidad urgente y acuciante para percibir el don del momento.
Sólo entonces Dios nos revela la belleza que nos rodea y nos podemos maravillar. En cada tarea rutinaria, en cada
reunión, en cada oración, en cada encuentro o compartir hay un don oculto, una gracia que se nos regala . Sólo
aquellos que están alerta y preparados (como las vírgenes de la parábola) disfrutarán del encuentro con Dios.

La vida del Espíritu.


La comunidad nos invita a vivir, con especial intensidad, los valores del Evangelio, especialmente:
- El amor, especialmente a nuestros enemigos.
- La entrega y cercanía a los más pobres y pequeños.
- Vivir sencillamente.
- Poner nuestra plena confianza en Dios.
- Ser artífices de paz y unidad entre los hombres.
Todo esto sólo puede ser vivido desde la energía y la fortaleza que da el Espíritu Santo. Si no alimentamos la vida del
Espíritu, mataremos estos valores y comenzaremos a estar dominados por otros valores que nos conducen al
confort, la seguridad, el poder y el placer. Sólo la Gracia puede renovar, hacer crecer y conducir a lo esencial. Sin el
alimento espiritual necesario, la persona se repliega en sí misma, en sus gustos, sus seguridades o en el activismo
frenético. Crea un muro alrededor de su sensibilidad. Puede ser incluso educado y obedecer las normas, pero no
ama, y cuando no se ama no hay alegría ni esperanza.

La relación con otras comunidades o realidades espirituales.


Es importante que una comunidad no se encierre en sí misma y promueva cauces de diálogo y amistad con otras
comunidades y realidades espirituales. Los frutos de esta apertura son:
- Lo cotidiano a veces ciega y no llegamos a ver más que nuestras dificultades y heridas. Desde fuera nos
recuerdan todo lo que es positivo en nosotros.
- Ver cómo el Espíritu actúa en unos y otros, y adquirir nuevas fuerzas y ánimos.
- Aprender de las experiencias de otros y enriquecer la visión o la misión de nuestra comunidad.

El alimento de la Palabra.
Dios nos habla a través de la Palabra. Su pleno poder no radica en cómo la aplicamos a nuestra vida sino en su
capacidad transformadora, en lo más hondo de nuestro ser, cuando la escuchamos. Tiene cuatro vertientes:

- La Palabra viva  Jesús.

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Jesús es la Palabra, el logos (Jn 1, 1-5), el mensaje amoroso de Dios hecho carne. No es un sonido que se pueda
oír ni un concepto que se pueda escribir, sino una fuerza creadora (“todo se hizo por ella”) que actúa vivificando
todo lo que existe (“lo que se hizo en ella era la vida”). Es por medio de la escucha cómo se revela la Palabra
(creando y dando vida).

La escucha espiritual trata de no condicionarse por nada, se abre a la revelación, lo nuevo, lo sorprendente,
buscando escuchar la voz del Amor. Requiere moldear nuestra vida según la de Jesús, comprometiéndonos a
imitar su modo de vida.

La escucha humana, sin embargo, se orienta a la comprensión. Es un modo de hacer un examen detallado de la
otra persona, en la que adoptamos una postura defensiva no permitiendo que pase nada nuevo. Normalmente,
su fruto es endurecer nuestros corazones.

- La Palabra escrita  la Sagrada Escritura

Se trata de escuchar la Palabra Viva (logos) en la palabra escrita. Leer, meditar y escuchar la Palabra de Dios en
las palabras de la Biblia abre nuestro corazón a la revelación de Dios.

Leer la Escritura contemplativamente recibe el nombre de “lectio divina”. No se trata simplemente de leer cosas
espirituales, sino de leer cosas espirituales de un modo espiritual, con el objeto de abrir nuestro corazón a la voz
de Dios. Mediante esta disciplina de meditación de la Palabra, no tratamos de dominar la Palabra o criticarla sino
de ser dominados y cuestionados por ella. Se lee no desde la curiosidad intelectual sino desde la atención y
reverencia del que espera una palabra de Dios única: para uno y en su situación actual. Para ello, la Palabra tiene
que descender desde la mente al corazón, tiene que “encarnarse y habitar entre nosotros”.

Mediante la práctica espiritual regular, desarrollamos un oído interno que nos permite reconocer la Palabra Viva
en la palabra escrita, hablando directamente a nuestras más íntimas necesidades y aspiraciones, sanándonos y
salvándonos.

A veces debemos dejar de leer y escuchar lo que Dios nos está diciendo a través de sus palabras. No hay que
hacer de lo que leemos materia de análisis y discusión. No hay que preguntarse si se está de acuerdo o no con lo
que se ha leído. Hay que preguntarse qué palabras nos han hablado y conectado directamente con nuestra
historia más personal. Hay que dejar que las palabras penetren en los rincones más ocultos de nuestro corazón,
incluso allí donde ninguna palabra ha encontrado aún entrada.

- La Palabra hablada  la que brota del silencio y la humildad del profeta para hablar a la situación actual de la
persona.

Después de estar en silencio escuchando puede llegar el momento de hablar. El silencio nos enseña cuándo y
cómo decir una palabra sabia y verdadera al otro. La palabra poderosa emerge del silencio, da fruto y vuelve al
silencio. Hablar desde el silencio es decirle al tiempo lo que se ha oído en la Eternidad. Sin silencio, la palabra
nunca puede dar fruto. Sólo así puede descender la palabra de la mente al corazón. Mientras nuestro corazón y
nuestra mente están llenos de palabras de nuestra propia hechura, no hay espacio para que la palabra penetre
fuertemente en nuestro corazón y eche raíces.

Dios, a veces, nos envía un profeta para decirnos una palabra personal en tiempos de necesidad. A veces, la
palabra necesaria viene directamente a nuestro corazón desde Dios, pero más frecuentemente, es en las
palabras amorosas de los demás donde escuchamos la palabra de Dios para nosotros.

- Escribir la palabra  mediante su reflexión, nos ayuda a captar la voz de Dios en nuestra propia vida.

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Mediante la escritura de nuestras mociones espirituales, entramos en contacto con el Espíritu de Dios que habita
en nosotros y experimentamos cómo somos llevados a lugares nuevos. No se trata de escribir pensamientos
perfectamente reflexionados sino volcar en el papel los pocos pensamientos que se nos ocurren y abrirnos a
descubrir cuanto está oculto bajo esos pensamientos. De este modo, vamos entrando progresivamente en
nuestras riquezas y recursos.

La formación espiritual requiere un esfuerzo constante en el tiempo por identificar los modos en que Dios está
presente en nosotros. Escribir regularmente nos ayuda a captar este mensaje de Dios que se ha ido revelando, a
veces, de forma aparentemente inconexa. Escribir nos pone en contacto con la unidad desde la diversidad, con
la corriente inconmovible desde las olas en constante movimiento, con la fidelidad de Dios en medio de una
existencia caótica.

CONCLUSIÓN: Dios nos ha escrito una carta de amor en la Escritura, la palabra escrita. La palabra escrita conduce a la
Palabra Viva, que es Dios encarnado en Jesús. Tanto en la Palabra Viva como en la escrita, Dios sigue hablando,
personalmente y con suave voz. Nosotros nos decimos unos a otros la Palabra de Dios como producto del silencio y
la escucha de Dios. Y escribir la palabra también nos revela la palabra de Dios a nosotros y a los demás. La relación
personal con la Palabra Viva, la lectura contemplativa de la palabra escrita, la meditación silenciosa antes de recibir u
ofrecer la palabra hablada y el acto espiritual de escribir la palabra, son cuatro modos de escuchar la palabra de Dios.

La disciplina del alimento y el descanso.


Nuestra vivencia comunitaria no tiene por objeto estar presentes de cualquier manera, sino ser verdadero alimento
para los demás. La disciplina del alimento y el descanso es importante para que las personas no se “quemen” por las
exigencias de la vida comunitaria. En este sentido, cuando nos sintamos especialmente nerviosos, tensos, incapaces
de rezar o de escuchar, es señal de que es necesario parar. La ausencia de esta disciplina:
- Aumenta la irritabilidad y la agresividad provocando discusiones y disputas.
- El exceso de tensión misional o comunitaria puede inhibir nuestro control emocional provocando un cierto
desequilibrio psicológico. Entonces, nuestra psique trata de contrarrestar este efecto generando en nosotros un
cierto sentimiento de tristeza y vacío que nos cuesta comprender.
Además del fundamental cuidado del alimento y del sueño, es necesario planificar momentos para el descanso, el
mero esparcimiento y el alimento espiritual (oración personal, lectura, formación).
Hay personas que desdeñan estas cosas y se vuelcan compulsivamente en la hiperactividad, en la necesidad
irresistible de hacer cosas, queriendo parecer seres perfectos o héroes. Generalmente, siempre hay algo insano en
esta actitud:
- Un exceso de responsabilidad que nos puede hacer creer que somos los salvadores del mundo.
- Un afán de destacar o de llamar la atención para que los otros valoren su abnegación o su espíritu de servicio.
Denota falta de aceptación y deseo de ser valorado.
- Un llenar de ruido y actividad todos los momentos, como una huida a profundizar en uno mismo, en sus heridas,
en sus misterios, en su necesidad de comunión y amor.
- Una falta de compromiso con el verdadero espíritu comunitario. Hay comunión en la vertiente comunitaria que
es la misión pero se huye de profundizar en su mundo interior, en las relaciones y en la búsqueda interior.

En un contexto de Misión, es necesario tener vocación de “permanencia” y no el de “dar un empujón”. Lo primero


expresa verdadero compromiso con el otro. Lo segundo puede enmascarar el querer tener una experiencia espiritual
satisfactoria para luego abandonar. Para evitarlo, es necesaria la conciencia de encontrar un “ritmo de vida”
adecuado, que permita trabajar en todos los pilares del crecimiento, y esto incluye el alimento y el descanso.

El alimento de la inteligencia: la formación.


Vivimos en un mundo de confusión intelectual, muy arraigados en las emociones, la subjetividad y las reacciones
espontáneas. Hay mucha información, quizá demasiada, pero corremos el riesgo de poseer sólo conocimientos muy
superficiales sin verdaderamente ahondar en nada. No se trata sólo de acumular vagos conocimientos sino de
profundizar en ellos para, desde una verdadera reflexión y estudio, podernos anclar más profundamente en las
verdades de la fe. Si exploramos una cosa a fondo con nuestra inteligencia, entramos en el mundo del asombro y de

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la contemplación. Una inteligencia que alcanza la Luz de Dios, oculta en el corazón de las cosas y los seres, renueva a
la persona entera.

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