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Fantasma y realidad de la fe

Mateo 14:22-33

Los discípulos piensan de Jesús sobre las aguas que es un fantasma. Una
creencia que llega no solamente a las creencias populares sino a la filosofía
misma. Ordinariamente lo asociamos con fantasía, creación de la mente, de la
imaginación. La escena, muy similar a la que describe el evangelio de Juan, bien
puede ser un relato de resurrección en prolepsis (adelanto en el tiempo[1]).
Fantasma, en filosofía, es simplemente una imagen que los estoicos (que mucho
influyeron en el cristianismo) diferenciaban entre el fantasma como la imagen que
se forma sin objeto (como en el sueño, creían ellos) y la fantasía como la imagen
de las cosas en el alma. Para Tomás de Aquino eran señal de la diferencia entre
la naturaleza humana y la divina. Ésta podía formar en el hombre toda clase de
fantasmas o fantasías sin causa externa. En mucha de la literatura apócrifa o
gnóstica de los primeros siglos, especialmente en lo relativo a la pasión y muerte
de Jesús, aparece la idea de que si Jesús era Dios no podía sufrir ni morir y por
tanto sus padecimientos no fueron reales y en la crucifixión fue como un
fantasma[2]. En la religión asiria se creía en criaturas benefactoras o maléficas al
servicio de las deidades y cuya misión era proteger o castigar a los hombres, los
demonios. Podían tomar forma de fantasmas, hombres de la noche, devoradores
de niños, y sus castigos eran crueles. Como hoy cuando se dice: apareció el
fantasma del hambre, el fantasma de la guerra y otras expresiones, como si no
tuvieran causas naturales y causas humanas. Como un tranquilizante desconocido
para la mente.

En un relato de resurrección de Lucas, para demostrar que el Resucitado no


es un fantasma, Jesús comió con los discípulos “un pez asado, y un panal de
miel” (Lc. 24:42). Muchas traducciones omiten la miel. Era creencia popular que
los fantasmas aparecían en la tarde, cuando la gente reposa inconscientemente
durante la siesta, y son especialmente peligrosos. En el evangelio de hoy se hace
referencia a la “cuarta vigilia de la noche” en una relación similar, “cuando los
discípulos le vieron caminando sobre el mar, se turbaron diciendo: ¡Un fantasma!
Y gritaron de miedo”. Los evangelios son hijos de su tiempo, con sus
creencias, errores y aciertos. La revelación nos exige superar tales
condicionamientos. La traducción griega de las Escrituras Hebreas —llamada
Septuaginta o Biblia de los Setenta— traduce la palabra hebrea para “ídolo”, que
no debe adorarse, por “eidolon” que significa precisamente en su origen
“fantasma”, “apariencia”, “aquello que es visto” como en el evangelio de hoy. La
visión era propia de las religiones griegas mientras que la audición era propia del
judaísmo. Así, en evangelio de hoy, son las palabras “¡Ánimo!, que soy yo; no
temáis” las que devuelven la confianza (aunque no mucha según es Pedro
reprendido) a los discípulos. Recordemos que el sueño de Moisés era ver a
Yahvéh y aunque algunos salmos lo dan por cierto, así como algunas tradiciones,
no logra verlo porque quien lo vea se muere. Solamente puede ver su “espalda”;
es decir, la huella que deja cuando ya ha pasado.
En varios relatos de resurrección, como la aparición a María Magdalena,
encontramos la idea de fantasma o engaño de los sentidos pero realidad en
sentido espiritual. Es Jesús cuando la llama ¡María!, así como en los discípulos de
Emaús el “fantasma” es de un simple caminante y es Jesús cuando parte con ellos
el pan. La creencia, que aún hoy subsiste, en fantasmas, tiene su origen remoto
en Babilonia donde los judíos entraron en contacto con sus religiones.
Diferenciaban diferentes clases de espíritus malignos: diablos, demonios o
fantasmas. Los diablos tenían la misma naturaleza que los dioses, producían
vientos, tormentas (como se dirá de las brujas durante la “caza de brujas”) y
enfermedades. Los fantasmas serían las almas desencarnadas de humanos
que no podían encontrar descanso y deambulan por la tierra; los demonios
serían mitad humanos, mitad seres sobrenaturales. La escena de hoy muestra,
pues, el carácter popular de los apóstoles, quienes tendrán que convertirse toda
su vida, así como el carácter de la personalidad de Pedro, su disponibilidad, sus
cambios de humor, su ingenuidad y a veces su poca fe como confianza absoluta
(hemet, en hebreo). A pesar del desarrollo del pensamiento griego, que entra por
la puerta ancha al cristianismo, en sus creencias populares el mundo estaba lleno
de demonios, de seres que ocupan un lugar intermedio entre los dioses y los
hombres, y sobre los que se influye o a los que se aplaca mediante la magia, la
brujería y el conjuro. Estos seres eran, ante todo, espíritus de los difuntos,
especialmente insepultos (animismo), y también fantasmas o espectros, que
pueden aparecer bajo diversas formas, sobre todo de noche. Entre un dios y un
demonio no existía ninguna diferencia fundamental[3].

Para algunos comentaristas la escena de hoy de Jesús caminando sobre las


aguas, es un relato de epifanía, en el que se conjuntan aspectos del Antiguo
Testamento y de la cultura griega. La frase: «y estaba para pasarlos» (Mc
6:48), en relato paralelo, recuerda el paso de Yahvéh por delante de Moisés en el
Sinaí o por delante de Elías en el Horeb. Mientras tanto, los discípulos que van en
la barca sienten pánico y piensan que aquella figura que aparece inopinadamente
es un fantasma nocturno –lo que representa un motivo temático corriente en el
género “relatos del mar” del helenismo–. Al temor y expresión de los discípulos
opone el evangelio las palabras típicas de revelación del evangelio de Juan: “Yo
soy”. “¡Animo!, que soy yo; no temáis” con lo cual volvemos al Dios judío y
cristiano de la Palabra. Es esta auto-presentación de Jesús la que convence de la
realidad de la aparición. En medio de la dificultad nocturna del lago, el “Yo soy”
trasciende toda apariencia y ayuda a los discípulos.

Del hecho de que muchos fenómenos que hoy tienen otra explicación diferente o
incluso contraria al evangelio, no se sigue que el evangelio esté equivocado en el
plano espiritual sino que lo habíamos interpretado erradamente. Podríamos decir
que Jesús ha sido la primera persona en la historia de las religiones que ha vivido
y comunicado una experiencia sana de Dios, sin proyectar sobre la divinidad los
miedos, fantasmas y ambiciones de los seres humanos. Siendo su interés el
reinado de Dios al cual se entra por la conversión, nos exige una conversión
permanente en lo ético pero también en lo cultural e intelectual. Habiéndose
escrito los evangelios, no para que admiremos a Jesús sino para que lo
sigamos, nos toca identificarnos con Jesús y no con Pedro ni los demás
discípulos. Nos toca dar confianza, tender la mano, dar la palabra de aliento a
quien se siente sumergido, ahogado por las dificultades, su fe vacilante, su
situación intelectual, económica, afectiva, social. Algo de esto reflejan las clásicas
obras de misericordia, que son infinitas, pero la lista de catorce algo nos dice.
Enseñar al que no sabe, dar consejo al quien lo necesita, corregir al que yerra,
perdonar las injurias, consolar al triste, tener paciencia con las adversidades y
flaquezas del prójimo, rogar a Dios por los vivos y muertos, visitar los enfermos,
dar de comer al hambriento, de beber al sediento, redimir al cautivo, vestir al
desnudo, dar posada al peregrino y enterrar los muertos. Sería lo que hizo Jesús,
no sus beneficiarios.

[1] Esta lectura es común en nuestra propia vida cuando explicamos, por ejemplo,
el hecho de que un adulto sea médico porque ya jugaba de pequeño a serlo.

[2] Técnicamente se llama “docetismo” es decir, que Jesús era una simple


apariencia de Dios, un Dios disfrazado de hombre. Así aparece también en el
Corán musulmán. El crucificado habría sido José de Arimatea.

[3] El amor era un demonio, según Platón, es decir, intermedio entre los dioses y
el hombre y podía ser “amor vulgar” o también a la idea de belleza. ”La hermosura
de Dios” es una expresión completamente platónica. La cristiana sería que “Dios
es ágape” (amor cristiano).

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