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Theodor W.

Adorno (1903-1969) cursó


estudios de filosofía, sociología, psicología
y música en la Universidad de Frankfurt.
En 192 5 se trasladó a Viena para estudiar
composición con Alban Berg; allí realizó
sus primeras publicaciones de tema
musical, pero pronto lo desilusionó
el «irracionalismo» del círculo de Viena.
De nuevo en Frankfurt, completó sus
estudios universitarios e ingresó en
el Instituto para la Investigación Social,
del que Max Horkheimer acababa de ser
nombrado director. Desde entonces,
su vida quedó estrechamente vinculada
al Instituto y a Horkheimer. En 1934,
Adorno se exilió de la Alemania hitleriana;
tras vivir en Inglaterra, en 1938 recaló
en Nueva York, sede en aquel momento
del Instituto. Adorno permaneció en
Estados Unidos hasta 1953, cuando
regresó a Frankfurt para establecerse
de nuevo en el Instituto para
la Investigación Social, cuya dirección
asumió en 1959, al jubilarse Horkheimer.
Murió diez años más tarde en Suiza,
mientras trabajaba en su última obra,
Teoría estética, quizá la más importante
de las muchas que escribió.
THEODOR W. ADORNO

MAHLER
UNA FISIOGNÓMICA MUSICAL

TRADUCCIÓN DE ANDRÉS SÁNCHEZ PASCUAL

PRÓLOGO DE JOSEP SOLER

Ediciones Península

Barcelona
La edición original alemana de esta obra fue publicada en 1963
por Suhrkamp Verlag con el título
Mahler: Eine musikalische Physiognomik.
© Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main,1960.

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Diseño de la cubierta:
Albert iJordi Romero.

Primera edición: abril de 1987.


Segunda edición: junio de 1999.
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DEPÓSITO LEGAL: B. 28.788-1999.
ISBN: 84-8307-211-4.
Prólogo

Leb' wol mein Saitenspiel!


Tod! Verk[ündigung]! 1
Brbarmenl
O Gott! O Gottl Warum hast du mich verlassen?

Esto escribía Mahler en el manuscrito de su Décima sin­


[onia, 2 en las páginas del segundo y tercer movimientos (y el
tercero lleva el título de Purgatorio oder Inferno; aunque la
palabra Inferno esté tachada, no es la única alusión al lado
oscuro de lo trascendente: Der Teufel tanzi es mit mir); pero
no por ello parece que la figura del Príncipe de este Mundo
sea determinante en la obra y en la personalidad de Gustav
Mahler. El Príncipe es el símbolo de aquello que no puede
nombrarse, porque no es; mas su presencia parece desvane-
cerse ante la afirmación única, cada vez más insoportable a
medida que avanzan los años: la afirmación de que el trans-
currir de la vida quiere decir tan sólo que el final se acerca
y que la muerte, que ya en la Revelación se asimilaba de una
manera más o menos esencial al Príncipe de las Tinieblas, del
no ser, es el único lugar a donde puede acceder el artista, el
poeta; pues éste, por la misma razón de su ser, obliga al no
ser a venir a ser. Pero la muerte no es; la pérdida de mi ser
sólo la puedo experimentar yo (y al perderlo dejo de experi-
mentarlo): la muerte sólo es experiencia para los demás, para
los supervivientes.3 Así, el poeta, el artista, abre paso a la
apertura de la conciencia de los demás con su obra, pero la
esencia del morir de ésta le está vedada, y su comprensión
del ser de su morir se le escapa asimismo por su esencial
imposibilidad. Con ello se le hace inasequible la esencia de su
obra; sólo puede entregarla a los demás, y su obra sólo en

1. Henry-Louis DE LA GRANGB, Gustav Mahler (3 vels., París, 1979, 1983,


1984). Véase, en el vol. 3, p. 758, y muy en especial la p. 1238; probable-
mente Mahler quería escribir Todes Verkündigung (Anuncio de la Muer-
te), alusión a la conocida escena del segundo acto de La Walkiria.
2. G. MAHLBR, X. Symphonie, Faksimile nach der Handschrift (edit.
por Erwin Ratz, Munich, 1967). Y G. MAHLBR, A performing version
of the draft for the Tenth Symphony. Preparado por Deryck Cooke
(Londres, 1976).
3. M. HEIDEGGER, Ser y tiempo (México, 1951, 19622), pp. 260 y ss.
Véase, asimismo, L. WITTGENSTEIN, Tractatus logico-philosophicus (Ma-
drid, 1973), p. 199; y en la p. 197: «igtica y estética son lo mismol»

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ellos se consuma: aquí radica la profunda tristeza del artista
y su angustia insoportable, a la cual siempre se halla asido
por la imposibilidad de asir el «otro lado», el más allá del
final de su tiempo.
Y pocos artistas han soportado y experimentado, en su
vida y a través de su obra, el ser para la muerte, el ser «cami-
no hacia», sin que el sentimiento de la afirmación intemporal,
carente de devenir, pueda hallarse en su producción; las gi-
gantescas sinfonías y los Lieder de Gustav Mahler se nos apa-
recen, ahora, cuando su materia estrictamente musical es ya
indiscutible -para el músico auténtíco=-, como un algo más
(o un algo menos) que únicamente música: la violenta explo-
sión de energía creadora, enorme y renacentista, que le llevó
a crear diez inmensas sinfonías y las series complementarias
de Líeder, podemos ahora aceptarla como oscuro cántico al
horror del no ser, como vano e inútil -consciente de ello es
Mahler, pero no por ello deja de intentar el rito único de todo
artista, la liturgia de Sísifo, imagen de todo arte- esfuerzo
para detener el tiempo e inmortalizar lo único que él -como
artista auténtico y verdadero- sabe que es imposible conse-
guir: · la eternidad de vivir y comprender más allá de la vida.
Por dos veces, en su Segunda y en su Octava sinfonia,
Mahler tratará de afirmar el impulso motor, la necesidad ini-
cial, que, fuera del tiempo, llevó al espíritu creador -a
Dios- a salir de Sí mismo, a devenir tiempo y afirmación:
pero el Urlicht está expresado en condicional: « ... soy de Dios
y retornaré a Dios; '.el me dará un rayo de luz y me guiará
hacia la vida y la paz eternas ... »; y el texto de Klopstock/
Mahler que concluye la sinfonía anuncia que lo creado debe
perecer y lo que ha perecido debe renacer, y afirma: «¡Pre-
párate! ¡Prepárate a vivir!»; y el esplendor del órgano, las
campanas y los tam-tams parecen así anunciarlo, o mejor,
desearlo. Pero ya en la Tercera sinfonía la contralto avisa de
la ambigüedad de todo deseo, y las palabras de Nietzsche ya
no hablan de Dios ni de su gloria: « ¡Oh hombre, escucha! ...
profundo es el dolor y profunda es la alegría ... pero la alegría
desea eternidad, desea una profunda, una profunda eterni-
dad ... » «Doch alle Lust will Ewigkeit» / Will tiefe, tiefe Ewig­
keitl»
Y en las páginas que concluyen La canción de la tierra re-
petirá Mahler por nueve veces la palabra ewig, insoportable
deseo de aquello que no es porque pertenece -si de alguna
forma es ello posible- al reino del no ser, porque no es de

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los vivos ni de la vida (también la condesa Geschwitz, en el
atroz final de Lulu, que Berg escribirá años más tarde, aca-
bará su vida con esta palabra, penúltima que pronuncia antes
de que su maldición y su desesperación [Verflucht] 4 confi-
guren esta escena como la más terrible que pueda imagi-
narse).
Esta búsqueda de lo inasequible proseguirá a través de
toda la obra de Mahler: la Octava sinfonía será el último es-
pasmo de energía, grandioso como todo aquello que no puede
ser dicho y que no puede ser definido; pero a la inmensa in-
vocación al Pneuma Divino seguirá una extraña segunda parte
en la que los conflictos edípicos del compositor, trágicos en
su imposibilidad de ser solucionados, se verán sublimados
-por el momento- a través de la invocación a la figura de
María que lo llama: «Ven, elévate hacia lo alto ... »; y el Coro
Místico le asegura la consumación del deseo: «Hier ist's ge­
tan»: «Aquí todo se realiza y todo encuentra su medida ... »,
y de nuevo será el resplandente fulgor de la inmensa orques-
ta el que así lo certifique.
Pero la tensión de la búsqueda implica que ésta jamás se
alcance; la Octava sinfonía sólo podía haberla escrito un muer-
to, y ahora, después del autoengaño de querer asegurarse la
presencia del Espíritu y la sublimación materna, el composi-
tor cae en el abismo, un abismo nunca antes expresado (y
difícilmente repetible), de sus dos últimas sinfonías y de La
canción de la tierra. Estas tres obras, nunca oídas por su
autor, vivas sólo después de su muerte, son el monumento
funerario más extraordinario que el mundo de la música -la
más sutil y profunda de todas las artes-- haya jamás cono-
cido.
La Octava sinfonía posee la ambigüedad que tienen todas
las imágenes religiosas cuando vienen expresadas bajo figura
humana; y si la primera parte de la obra es una invocación
al teriomorfo Pneuma -el aspecto más abstracto y profundo
del «pensarse» de la Divinidad, aunque se represente bajo la

4. Tanto en la partitura de canto y piano como en la de orquesta


Berg escribe dos notas para que la cantante -en Sprechgesang- pro-
nuncie esta palabra, aunque no escribe el texto, que en ambas partitu-
ras aparece en blanco. En la Sinfonfa de Lulu es el corno inglés, con
un ritmo ligeramente cambiado, el que las interpreta. Ignoramos si en
el manuscrito original aparece esta circunstancia, pero, de ser así, nos
preguntamos por qué Berg no se atrevió a escribir la palabra última de
condenación, pero sí la música.

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figura, asimismo muy ambigua, de la paloma-, la segunda
parte, con un decorado de « ... bosque, roca, soledad ... leones
mansos y callados ... », que sirve de fondo a las místicas apa-
riciones de ángeles, niños bienaventurados y anacoretas, in-
troduce finalmente la personificación de lo Bwig­Weibliche,
de lo Eterno Femenino -el reposo, la consumación, por con-
traste con el deseo, con el esfuerzo, con la lucha de lo Eterno
Masculino (en palabras del mismo Mahler a Alma, en 1909)-,
en la figura de la Mater Gloriosa -cerniéndose en los aires-
que lo atrae (a través del ruego de Margarita/Alma), arras-
trándolo por este irresistible impulso hacia la madre que lo
acoge definitivamente y lo libera así del terrible miedo del
abandono de Alma, imagen en la vida real de su madre, y
abandono más que posible dadas las veleidades eróticas de
Alma. Mahler sabe describir con certero impulso creador la
apoteosis de la Madre Gloriosa, en la que «Se realiza lo indes-
criptible»: pero después de que el coro místico haya anun-
ciado esta «realización», la obra ya no puede progresar más;
las tres sinfonías posteriores carecen de textos «religiosos»,
aunque en la última de ellas el compositor haya escrito frases
como las que antes hemos reproducido.
Después de la exaltación maternal y la desesperada invo-
cación a la sabiduría de la Octava sinionia, el desaliento sin
esperanza parece estar omnipresente en estas obras -únicas
en toda la música de Occidente por su profundidad y por el
agudo dolor con que este abismal descenso está expresado.
Dunkel ist das Leben, ist der Tod, sombria es la vida, som­
bría es la muerte, dice en el primer canto de La canción de
la tierra: el «canto del dolor de la tierra». Y en las dos pági-
nas finales de la Novena sinfonía prescribirá por cinco veces,
para los instrumentos de cuerda con que concluye esa sinfo-
nía, la indicación ersterbend: «muriéndose».
Esta exaltación romántica, en la que la vida es sólo camino
hacia la muerte, y ésta, por carecer de ser y precisamente
por esa carencia, viene a ser determinante de todos los actos
y sentimientos del artista, es única entre los compositores de
Occidente. En la obra de Liszt, en Berg, en Mozart, lo oscuro
y soterrado del dolor último se halla más o menos presente,
más o menos directamente expresado; para el músico del si-
glo XIX, a través de la «forma» Requiem, la avasalladora irrup-
ción del no ser encuentra una admirable manera de ser dicha
en música: Mozart, Brahms, Dvorak, Verdi, Berlioz y tantos
otros, a través de bien diversos ángulos y diversos textos,

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convertirán su íntimo temor en estructura sonora. Pero na-
die, hasta ahora, ha llegado tan lejos en el estremecerse ante
el numinoso horror del abandono, ante la presencia de una
trascendencia negativa y oscura y la caída final en el no ser,
y ante la terrible misión del artista como medio a través del
cual fluye la poesía y la apertura de la conciencia de los de­
más y al que muy a menudo le está vedada aun la mera es-
cucha de estas obras «pórtico», en las que él ha dejado pe-
netrar la posibilidad del «Susurro» helado y trascendente; el
artista es el agente pasivo, neutro pero doliente, de esta voz
que secretamente acecha e impulsa a crear para los otros:
« ... he aquí que una palabra me fue dicha furtivamente... en
las angustias de mis visiones nocturnas, cuando sobre el dur-
miente desciende el torpor nocturno: un estremecimiento -y
un escalofrío- que han hecho temblar todos mis huesos: y un
aliento huidizo se desliza sobre mi rostro, erizando el pelo de
mi carne. Alguien está de pie, frente a mí... una imagen, y
oigo una voz ligera ... » s
«Alguien»comunica un mensaje al ambiguo amigo de Job,
y éste -el poeta que «habla»- lo transmite amargamente al
espectador, al oyente, al habitante «en casas de barro cuyos
fundamentos se asientan en el polvo, a aquel que vive en el
país de la angustia»: Mahler es el poeta que afirma la angus-
tia y la expresa como algo de lo que no puede evadirse, ni él
como «poeta» ni el espectador como lector de esas músicas
«que abren paso» y que el compositor le entrega.
A principios de siglo, cuando el choque wagneriano estaba
actuando -tremenda y fructífera llaga, de la que aún no vis-
lumbramos ni tan sólo la posibilidad de que pueda llegar a
cerrarse-, y actuando con extrema fuerza a través de las fi-
guras de Scriabin, Debussy, Strauss (Salomé, 1906) o de las
primeras obras de Schonberg, de las que ya tantas veces se
ha dicho que eran músicas en las que podía oírse el sonido
de otros planetas, la obra de Gustav Mahler, a pesar de su
gigantesca proporción y de lo inmenso de los medios puestos
en movimiento -energía que no puede detenerse-, podría
también verse desde otro punto de vista, y en él quisiéramos
insistir: entre el legado dramático que se inicia en Montever-
di y pasa por Bach, Mozart, Beethoven y Wagner y el «volver
la esquina peligrosa» del final de siglo de Debussy y Schñn-
berg, la figura de Mahler (junto con las dos tragedias de

5. Job, 4, 12-16.

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Strauss) viene a ser figura de un punto, de un momento «sa-
grado»: la cesura.
En Holderlín la cesura expresa un viraje, un momento
crucial, que hace irrumpir -o en el que se epifaniza- «lo
Divino»: un «momento infinito». En sus Comentarios a las
traducciones de Sófocles señala Hólderlín que « ... en las dos
obras (Oedipus der Tyrann y Antigonae) la cesura viene se-
ñalada por las palabras de Tiresias en cada una de ellas ... ;
el potencial, el poder pánico de la naturaleza y del "subsuelo",
el fondo del abismo humano, vienen a ser Uno en su furor
trágico ... »: como un punto en que el equilibrio se apoya en
la irrupción de lo «divino», el antes y el después oscilan en
una órbita «excéntrica» siempre amenazada por la ruptura
del equilibrio entre las dos atracciones: es un movimiento
«que se arranca», como una garra emanada del movimien-
to de la tragedia.6
Y Bettina von Arnim, en sus comentarios a las traduccio-
nes de Sófocles hechas por Holderlín, escribe: « ... toda obra
de arte está formada por un único ritmo en el que la cesura
designa el momento de la reflexión, de la resistencia del espí-
ritu, para, arrebatada por lo divino, precipitarse hacia su fin.
Así se manifiesta el dios del poeta. La cesura es, precisamen-
te, esa suspensión viviente -ese detenerse- del espíritu hu-
mano, sobre la que reposa el rayo divino... » 6
En el riquísimo arco que se extiende desde el siglo XIII, de
Notre Dame hasta nuestros días, aunque relativamente breve
en el tiempo (ya que el arte de la música escrita y estructu-
rada como tal es aún muy joven en comparación con las otras
artes), la música ha experimentado en su apariencia organiza-
dora y en su intención como obra de arte una evolución muy
diversa en la superficie, aunque el fondo -la emoción del
poeta que extrae de su abismo el ser de la obra, objetiván-
dola como máquina que sigue y prosigue expresando emo-
ción- sea siempre el mismo, y el artista -artesano o trans-
figurado medio- realice siempre la misma función poética y
trascendente. Pero en el siglo XIX lo subjetivo, organizado
como estructura musical, se impone a cualquier otro dato:
Bruckner da gloria a Dios con la «intención», no con los tex-
tos que pueda incluir en sus sinfonías y que no necesita. Su
Novena sinfonía, como música, es sólo música y no expresión
de una vivencia personal y comunicable. Y en la obra de Wag-

6. HliLDERLIN, Oeuvres (París, 1967), pp. 953, 1106 y ss.

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ner nos hallamos ante un universo cerrado, entregado a la
muerte, como el de Mahler, pero sin ninguna pasión trascen-
dente: en Tristán jamás se pronuncia el nombre de Dios ni
nunca se lo siente como principio y fin; todo transcurre en
un espacio en el que el camino es sólo camino hacia la últi-
ma y final destrucción en un nirvana vacío de la nada esen-
cial del Ser divino.
Pero en Mahler, en la Segunda Escuela de Viena y, en
menor grado, en Scriabin surge con enorme fuerza el empuje
del deseo trascendente: el morir, pero el morir a la vida «te-
rrestre» para renacer en el Urlicht básico, fondo del que todo
procede: y en las sinfonías y Lieder de Mahler este deseo de-
sesperado -esperanza sin seguridad- se expresa con fuerza
sin igual.
En el segundo Scherzo de la Décima sinf onia, Mahler, des-
pués de haber tachado los diversos títulos de 1 Satz, 2 Satz,
con trazos azules de un furor casi infantil en su diseño, escri-
be debajo, con tinta negra, la alusión al costado tenebroso de
la trascendencia a la que antes nos referíamos: «Der Teufel
tanzt es mit mir» La escritura es irregular y la palabra Der
Teufel está escrita en un nivel distinto que el resto de la frase,
como si en un principio se hubiera escrito únicamente el
nombre del Maligno. Pero debajo, y con letras que poco a
poco van decreciendo de tamaño, como indicando un agota-
miento en la desesperación que le llevaba a escribir -y des-
cribir- la esencia de su música, aparece otro texto: « W'ahn-
sinn, fass mich an, Verflüchten!» (esta palabra -la última
que pronuncia la condesa Geschwitz en Lulu­ es de mayor
tamaño, en especial el signo de admiración) « Vernichte mich,
dass ich vergesse dass ich bin! dass ich aujhiire, zu sein,
dass ich ver[schwinden].» ¡Oh locura, arrebátame! ¡que
pueda olvidar mi existencia! que deje de ser y que des[apa-
rezca].
El Scherzo termina, tal como se inicia asimismo la Binlei­
tung del finale, con un fortísimo golpe en el Vollstiindige ge­
diimpfte Trommel, en el tambor militar completamente tapa-
do: 7 a mitad de la página el compositor escribe el texto más
delirante y más «expresionista» que pueda imaginarse: «Du
allein weisst was es bedeutet,» [Sólo tú sabes lo que esto signí-
fica.] «Ach! Ach! Ach! Leb'wol mein Saitenspiell Leb wol Leb
wol Leb wol Ach wol Ach Ach» (respetamos la ortografía orí-

7. DB LA GRANGB, obra citada, vol. 3, p. 759.

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ginal). ¿Qué extraño delirio lleva a Mahler a escribir ¡Ay! por
seis veces y casi otras tantas ¡Adiós!, todo ello con trazos
exasperados (Ach wol, en especial la A mayúscula es enor-
me) y en unas páginas que nadie debía ver, aunque el com-
positor no podía ignorar que en el día de mañana, a pesar
de sus deseos, más o menos sinceros, de que se quemase, el
manuscrito sería guardado celosamente y estudiado con infi-
nito cuidado, como así ha sucedido?
Pero esta frenética destrucción del poeta en manos del
lenguaje -tal como Bettina von Brentano ya había asimismo
adivinado que sucedió en el «poseído» HOlderlin- aún con-
tinúa en el finale, en el cual se consuma la muerte física del
artista para entregarnos la obra cumbre -sin duda- de la
música sinfónica de Occidente: el terrible golpe de tambor
inicia el último tiempo, y las voces siniestras de la tuba y de
los dos contrafagotes, por dos veces, preparan el enunciado
del tema por la segunda trompa (un tema que está derivado
del tema principal del Purgatorio); unas páginas más adelan-
te (en la página anterior a la 9 del manuscrito, sin numerar;
aproximadamente los compases 319 y ss.) escribe: «für dich
lebenl für dich sterbenl» [¡vivir para ti! ¡morir para ti!], y en
los últimos compases de esa página (332 y ss.) escribe, sobre
un doble subrayado: Almschi! El increíblemente hermoso
adagio prosigue con una tensión quizá nunca igualada; y deba-
jo del compás 384 vuelve Mahler a escribir: «für dich leben!
für dich sterben!»: la música agoniza hasta que surge el últi-
mo espasmo (compases 394 y ss.) para disolverse en el Sehr
langsam (muy lento) final: debajo del último dim. repite
Mahler por postrera vez: Almschi!, con letra temblorosa e
irregular.
Describimos con cierto detalle el manuscrito del adagio
porque en él nos parece ver, con una cruel claridad, sin temor
a la indiscreta mirada del futuro, una confesión personal y
musical como pocas veces puede encontrarse. No son las pala-
bras de Mahler lo importante, pues vivir o morir por una
persona puede darse en muchos niveles: es la calidad de esta
vida hacia la muerte a través de una obra de arte incompa-
rable lo que hace que estas palabras estén ya por siempre re-
vestidas de poesia, de capacidad de evocar aquello que aún
no es, configurando a la música, sobre la cual planean con
un tono peculiar y una tensión que no habrían podido tener
si la vida del compositor hubiera sido otra.
Así, la vida del artista es camino que se abre paso hacia

16
la destrucción final que es la obra de arte; y esta destruc-
ción, que de una forma u otra arrastra al poeta, es el precio
que éste debe pagar para poder ser el oficiante en esta litur-
gia fúnebre que es el arte de Occidente. En Mahler, como en
muy pocos casos, la tensión destructora se expresa en un
arabesco gigantesco y hermosísimo: la irrupción del «ges-
to poético», surgiendo del abismo más profundo y temero-
so del ser humano, es de una fuerza organizada como pocas
veces se ha dado en la historia del arte: « ... para la poesía
existen leyes supremas, y cualquier emoción se desarrolla a
través de estas nuevas leyes, que no pueden aplicarse a nin-
guna otra circunstancia, ya que cualquier obra verdadera es
profética e inunda a su tiempo de luz, y corresponde a la
"poesía" irradiar esa luz; por ello el espíritu no puede ni debe
surgir más que a través de la poesía. El espíritu surge a tra-
vés de la exaltación ... » a

* *
:aste es el poeta y el hombre que Adorno, músico ante
todo, compositor muy notable y pensador a través de la mú-
sica, estudia y describe en este libro. Adorno murió sin llegar
a conocer la edición crítica de la última sinfonía de Mahler,
y sobre ella expresa una emoción hecha de duda y temor.
Los años dan, cada vez más, una perspectiva más amplia y
general, pero el inmenso fresco del Juicio Final que es la
obra de Mahler -y ya Proust había expresado este sentimien-
to de consumación que se siente frente al objeto artístico--
es cada día más -ínmenso y profundo: la mirada de Adorno
sobre Mahler es la mirada de un músico sobre un músico,
de un compositor sobre un compositor, de un poeta sobre
un poeta. A él le toca y le pertenece ser guía a través de este
«país de la angustia y la desolación» en estos momentos de
angustia y desolación.
Andrés Sánchez Pascual -a quien debemos, además de
sus famosas traducciones de Nietzsche, una espléndida y re-
ciente versión de otra obra de Adorno: lmpromptus (Barce-
lona, 1985)- ha traducido esta obra con admirable instinto
musical y con la discreción de quien sabe que la grandeza de
un traductor está en no traicionar al autor, en dejarle que
hable por sí mismo, hallando para su labor de recreación la

8. H!SIDBRLIN, Oeuvres (París, 1967), p. 1107.

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palabra justa y el sentido exacto y preciso. Los músicos -y
los no músicos- debemos agradecerle esta traducción como
un espléndido regalo. El complejo «hermetismo» de Adorno,
que sólo requiere amor al texto y amor al objeto, halla en él
la palabra segura que sólo da un verdadero amor y conoci-
miento del tema.
JOSEP SOLER
de la Reial Academia Catalana
de Belles Arts de Sant Jordi

18
l. Cortina y fanfarria

La dificultad de revisar la sentencia que sobre Gustav


Mahler han dictado, en los cincuenta años transcurridos des-
de su muerte, no sólo el régimen de Hitler, sino también la
historia de la música, es grande; mayor es, sin embargo, la
dificultad que toda música opone a los conceptos, a los filo-
sóficos muy especialmente.
Para captar la riqueza de contenido de las sinfonías mahle-
rianas resultan insuficientes las consideraciones del tipo de
los análisis temáticos; éstos, al limitarse a lo que acaece en
la composición, descuidan la composición misma. Mas tam-
bién serían insuficientes las consideraciones que quisieran
atrapar lo compuesto, o, para decirlo con la jerga de la auten-
ticidad, el mensaje. Si alguien pretendiera apoderarse inme-
diatamente de éste, cual si fuera algo representado por la
música, no haría otra cosa que retroasentar a Mahler en
aquella esfera del programa, admitido o silenciado, al cual él
se opuso·muy pronto y cuya inconsistencia ha quedado mani-
fiesta desde entonces. Las ideas que las obras de arte mane-
jan, presentan, mencionan adrede, no son la Idea de esas
obras; son materiales. Un material es también aquella «idea
poética» con cuyo borroso nombre se pensó despojar de su
grosera materialidad al programa. La frase, estúpida y rim-
bombante, «Lo que la muerte me ha contado», colgada a la
Novena de Mahler, resulta más penosa incluso, puesto que
desfigura un componente de la verdad, que las flores y ani-
males de la Tercera que sin duda tuvo en mente su autor.
La razón de que Mahler muestre una esquivez especial
frente a la palabra teórica está en lo siguiente: él no se so-
mete a la alternativa que en un lado pone la tecnología mu-
sical y en otro el contenido representado por la música. En
Mahler se mantiene testarudamente firme, en lo musical puro,
un resto que no cabe interpretar ni refiriéndolo a los acon-
tecimientos compositivos ni refiriéndolo a los estados de áni-
mo del compositor.
Al gesto de su música es a lo que Mahler se aferra; a
Mahler lo comprendería quien lograse hacer hablar a los ele-

19
mentos de la estructura musical, pero a la vez localizase en
la técnica las intenciones, que brillan un momento como re-
lámpagos, de la expresión. El único modo de situar en pers-
pectiva a Mahler consiste en aproximarse todavía más a él,
consiste en penetrar dentro de él y afrontar esa inconmensu-
rabilidad que hace mofa lo mismo de las categorías estilísti-
cas de música pura o música programática que de quienes
pretenden sin más derivarlo históricamente de Bruckner.
Las sinfonías mahlerianas nos ayudan a lograr esto me-
diante la evidente espiritualidad que poseen sus configuracio-
nes musicales sensibles. Esas sinfonías están destinadas a ser
concretamente idea, no a ser ilustración de ideas. En la me-
dida en que, sin tolerar la escapatoria de la imprecisión, cada
instante de esa música cumple su función compositiva, en
esa misma medida se convierte en algo más que su mero y
simple estar ahí; se convierte en un escrito que prescribe su
propia interpretación. Es preciso redibujar, contemplándolas,
las curvas de esa imposición dictada por la música misma, en
vez de andar elucubrando sobre ésta desde un punto de vista
que, según se dice, estaría situado fuera de ella y sería pre-
suntamente fijo; uno de esos puntos de vista es el fariseísmo
neoobjetivista que juguetea, incansable, con clichés como el
que dice que Mahler fue un compositor de dimensiones titá-
nicas perteneciente a la fase tardía del romanticismo.

La Primera sinfonía tiene como comienzo una prolongada


nota pedal de las cuerdas; todas éstas, excepto el tercer gru-
po de los contrabajos, el más grave, tocan armónicos y se
elevan hasta el la más agudo. Ese la es un pitido desagrada-
ble, semejante al que lanzaban las locomotoras hoy ya pasa-
das de moda. La mencionada nota pedal cuelga, raída e im-
penetrable, del cielo, como una delgada cortina; el dolor que
causa es el mismo que a unos ojos delicados les produce
una capa de nubes de color gris claro.
En el tercer compás se destaca un motivo de cuarta, cuyo
timbre viene determinado por el flautín; el oído escucha con
todo detalle la aguda, descarnada nitidez del píanissímo, como
escuchará setenta años más tarde timbres similares en las
obras de vejez de Stravinski, cuando el maestro de la instru-
mentación estaba ya harto de la instrumentación magistral.
Tras una segunda entrada de las maderas viene una secuen-
cia del motivo de cuarta, descendente; éste queda suspendido
en un si bemol, que roza con el la de las cuerdas.

20
Repentino píü mosso: una fanfarria pianissimo; la tocan
dos clarinetes en el registro inferior, descolorido; la tercera
voz está encomendada al endeble, mate clarinete bajo; es
como si el sonido viniese de detrás de la cortina a que antes
hemos aludido, quisiera en vano traspasarla, y careciese de
fuerzas para hacerlo. «En una gran lejanía» sigue estando la
fanfarria también cuando pasa a las trompetas, tal como exí-
ge Mahler que estén colocadas éstas.' Más tarde, en el mo-
mento culminante de este primer movimiento, seis compases
antes de la reaparición de la tónica, es decir, del re, la fanfa-
rria, confiada a las trompetas, a las trompas, a las maderas
en registro agudo, produce un rompimiento 2 que no guarda
la menor proporción ni con la sonoridad anterior de la or-
questa ni con el crescendo que hasta esa fanfarria conduce.
Más bien que llegar la fanfarria al clímax, lo que ocurre es
que la música se expande con un súbito estirón corporal. El
desgarrón viene de allá lejos, de más allá del propio movi-
miento de la música. Hay aquí una injerencia. Durante unos
pocos segundos Ja sinfonía se entrega a la ilusión de que se
ha hecho realidad eso que la mirada de la tierra ha estado
esperando con angustia y ansia, durante toda una vida, que
apareciese en el cielo.
Esto es algo a lo que se mantuvo fiel la música mahleria-
na; la historia de esa música es la metamorfosis de tal expe-
riencia. Si ya con su primera nota promete toda música el
desgarrón del velo, aquello que sería diferente, las sinfonías
de Mahler quisieran por fin no fracasar en ello; quisieran
ponerlo literalmente ante los ojos; quisieran igualar musi-
calmente la fanfarria teatral que aparece en la escena de la
cárcel de Fidelio e imitar aquel la que, cuatro compases an-
tes del trío, coloca la cesura en el Scherzo de la Séptima
de Beethoven. Así es sin duda como despierta a un chiquillo,
a las cinco de la madrugada, la audición de un sonido que
se precipita hacia él con extrema violencia; quien, hallán-
dose en duermevela, ha escuchado tal sonido, jamás deja de
aguardar su retorno. Es tal su corporeidad, que, en compa-
ración con ella, el pensamiento metafísico se da cuenta de
que es tan pálido y desvalido como una estética que se hace
esta pregunta: si ese instante, de cuya esencia forma parte
su propio desgarrón y que se rebela contra la apariencia de
la obra lograda, ha sido en esa forma un instante logrado o
sólo un instante pretendido.
Esto es lo que hace que hoy se odie a Mahler. Ese odio se

21
disfraza de honestidad, de una honestidad que se opone al
énfasis retórico: a las pretensiones de la obra artística de ser
encarnación de algo que está añadido meramente por el pen-
samiento, pero que no se realiza. Lo que detrás de aquella
honestidad se esconde y está al acecho es el rencor contra
eso mismo que habría que realizar. Taimadamente se eleva
al rango de mandamiento aquel «no debe ser» del que la
música de Mahler se lamenta desesperada. La insistencia con
que se afirma que, desde luego, lo único que en la música
hay es eso que está ahí en cada momento concreto, encubre
tanto una resignación amargada como también la comodidad
de un oyente que a sí mismo se dispensa del trabajo y del
esfuerzo del concepto musical, el cual es un concepto que
tiene un devenir y que apunta a cosas que están más allá de
él mismo. Ya en tiempos del «Grupo de los Seis» hubo un
antirromanticismo que se las daba de estar bien enterado de
las cosas del espíritu y que estableció una indigna alianza
con la esfera de la diversión. A quienes se hallan en conni-
vencia con el mundo, Mahler los pone furiosos; esto ocurre
porque él trae a la memoria lo que aquéllos han tenido que
expulsar fuera de sí mismos. La insatisfacción con el mundo
es lo que confiere alma al arte de Mahler; por ello este arte
no cumple las normas mundanas. Y sobre esto es sobre lo
que canta victoria el mundo.
El mencionado rompimiento que aparece en la Primera
sinfonía afecta a la forma entera. La reexposición a la que
ese rompimiento abre camino no puede restablecer luego el
equilibrio, aquel equilibrio cuya espera va ligada a la sonata.
La reexposición se encoge, reduciéndose a un epílogo presu-
roso. El sentimiento de la forma del joven compositor trata
esa reexposición como una coda y no le otorga un despliegue
temático autónomo; el recuerdo del pensamiento principal
empuja sin demora hacia el final. Pero de que sea posible tal
acortamiento de la reexposición se cuida ya potencialmente
la exposición; ésta renuncia a la pluralidad de las figuras,
renuncia incluso al tradicional dualismo de los temas, y por
ello tampoco necesita ninguna restitución compleja. La idea
del rompimiento, que es la que dicta a todo este movimiento
sinfónico su estructura, deja atrás la estructura tradicional,
una estructura tradicional que este movimiento, con todo, es-
boza todavía fugazmente.
Ocurre, sin embargo, que esta primaria experiencia anti-
artística de Mahler necesita del arte para manifestarse y se

22
ve obligada, en razón de su propia rigurosidad, a intensifi-
carlo. Pues la imagen que hacia el rompimiento extiende sus
manos sigue estando mutilada, ya que el rompimiento no
hizo acto de presencia en este mundo, como no lo hizo el
Mesías. Realizar musicalmente el rompimiento significa a la
vez atestiguar el fracaso real del rompimiento. A la música
le es esencial exigirse a sí misma más de lo que puede dar.
En su tierra de nadie es donde ella salva la utopía. La inma-
nencia de la música, que está tomada en préstamo a la in-
manencia de la sociedad, no puede alcanzar aquello cuyo cami-
no ha quedado bloqueado por ésta. El rompimiento quisiera
hacer saltar por los aires ambas inmanencias. Por ser arte, la
música está presa en esos lazos que ella misma desea cortar;
y por participar en la apariencia, los refuerza. Por ser arte,
la música peca contra su verdad, la deja a deber; pero esto
ocurre también si, cometiendo faltas contra el arte, niega su
propio concepto.
Las sinfonías de Mahler intentan de un modo progresivo
escapar a ese destino. En esa tarea el sustrato de esas sinfo-
nías se encuentra en aquello que la música quiere dejar atrás
y superar, en aquello que es lo contrario del rompimiento y
que, sin embargo, éste mismo pone al ponerse a sí mismo.
A eso lo llama la Cuarta sinfonía «el mundanal ruido»; 3 y
Hegel lo llama el «curso del mundo» al revés, un curso del
mundo que empieza enfrentándose a la consciencia como lo
«opuesto y vacío».4 Mahler es un miembro rezagado de la
tradición del Weltschmerz [dolor del mundo] europeo. Sí-
miles del curso del mundo son en Mahler, sin excepción,
aquellos movimientos que no se detienen, que, carentes de
meta, giran en sí mismos, el perpetuum mobile. El vano aje-
treo carente de un destino propio es lo siempre idéntico. En
el infierno --que en un primer momento no es aún musical·
mente demasiado tórrido- hay un tabú que prohíbe lo nue-
vo. El infierno es el espacio absoluto. ~sa fue la impresión
que causó ya el Scherzo de la Segunda sinfonía, y la que
produjo, pero ahora de un modo extremo, el de la Sexta. En
Mahler la esperanza tiene su cobijo en aquello en que hay di-
ferencias.
La actividad del sujeto activo, calco del trabajo socialmen-
te útil, inspiró en otro tiempo el sinfonismo clasicista; aun-
que ya en Haydn, y mucho más aún en Beethoven, el humo-
rismo confirió a ese sinfonismo un doble sentido. Actividad
no es tan sólo, como enseña la ideología, la vida llena de

23
sentido de seres humanos que se dan a sí mismos su destino;
actividad es, también, la vana agitación de la falta de libertad
de esos mismos seres. De ahí sale, en la fase tardo-burguesa,
el espantajo del funcionamiento ciego. El sujeto está uncido
al yugo del curso del mundo; pero el sujeto no se reencuen-
tra a sí mismo en el curso del mundo, ni tampoco puede mo-
dificarlo desde sí; el sujeto que ha quedado retroproyectado
sobre sí mismo, y que es a la vez un sujeto impotente, ha per-
dido aquella esperanza que todavía en Beethoven daba su
latido a la vida activa y que le permitió al Hegel de la Feno­
menología acabar otorgando, pese a todo, al curso del mundo
prioridad sobre la individualidad, que, según él, sólo en aquél
se hace real.
:asta es la razón de que la música sinfónica de Mahler abo-
gue de nuevo contra el curso del mundo. Lo remeda, pero
para acusarlo; los instantes en que esa música produce un
rompimiento en el curso del mundo son simultáneamente los
instantes de la protesta. Esa música no repega en ningún si-
tio la grieta abierta entre el sujeto y el objeto; antes que
simular que se ha logrado la reconciliación, prefiere quedar
hecha añicos ella misma.
Al comienzo, Mahler esboza en música programática la ex-
terioridad del curso del mundo. El prototípico Scherzo de la
Segunda sinfonía, basado en el Lied titulado El sermón de
San Antonio de Padua a los peces, perteneciente a las Can­
ciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del mucha­
cho», culmina en el griterío instrumental del desesperado.t El
sí­mismo musical -el «nosotros» que se hace oír en la sin-
fonía- se desploma. Entre ese movimiento y el siguiente, el
de la voz anhelosamente humana, se logra un respiro. Pero
ya entonces no se dio Mahler por contento con el contraste
poético, demasiado seguro de sí mismo, entre trascendencia
y curso del mundo. A lo largo de unos movimientos en que
no hay el más mínimo reposo va la música haciéndose vul-
gar a sí misma, y para ello recurre a los toscos conjuntos de
los instrumentos de viento.6 La pura lógica del discurso mu-
sical hace, sin embargo, que sea la lógica hegeliana la que
guíe la pluma del compositor; y, de este modo, al curso del
mundo le toca en suerte una parte de aquella fuerza que po-
see la vida, la vida que se enfrenta a la muerte, la vida que
continúa existiendo, la vida que se reproduce. :a.se es el co-
rrectivo del sujeto que no deja de protestar. Pero en el mo-
mento en que el tema llega a los primeros violines, la sonori-

24
dad y el carácter melódico de estos instrumentos borra la
huella de lo vulgar y ordinarío,?
Un relato contenido en los Recuerdos de Mahler de Nata-
lie Bauer-Lechner -obra cuyos detalles están tan próximos
a la realidad y demuestran un conocimiento tan grande de
los problemas compositivos vistos desde el lado del compo-
sitor, que se debería creer en su autenticidad- permite sos-
pechar que la reflexión mahleriana tuvo presente el doble
filo que hay en la relación entre el sujeto y el curso del mun-
do. A propósito de la conocida anécdota de Federico 11 dijo
Mahler: «Es muy hermoso que el campesino logre justicia
frente al rey, pero la medalla tiene también otra cara. Está
bien que se proteja en su propio terreno al molinero y al
molino: si no fuera porque las ruedas del molino continúan
tableteando, y con ello sobrepasan de la manera más desver-
gonzada sus propios límites, y producen en el terreno propio
de un espíritu ajeno una cantidad incalculable de perturba-
ción y de daño.» a
La justicia hecha al sujeto puede convertirse objetivamen-
te en injusticia; y la subjetividad misma -empíricamente la
susceptibilidad del nervioso compositor con respecto al rui-
do- le enseña a Mahler que el curso del mundo, que en el
caso de aquella anécdota es el absolutismo, no es algo recha-
zable sin más, en comparación con la protección abstracta
de la persona; le enseña que, tal como vio Hegel, el curso
del mundo no es tan malo como se lo imagina la virtud. Mu-
sicalmente consciente del grosero carácter abstracto de la an-
títesis entre el curso del mundo y el rompimiento, Mahler va
dando poco a poco concreción a esa antítesis, mediante la
contextura interna de sus obras, e introduciendo así en ella
una mediación.
Como había ocurrido ya en el Scherzo de la Segunda, tam-
bién son símbolos de animales los que sirven de estímulo al
Scherzo de la Tercera sinfonía. El núcleo temático de este
Scherzo procede del temprano Lied para canto y piano Se-
paración en el verano; este Lied tiene en común con el titula-
do El sermón de san Antonio de Padua a los peces una agita-
ción desatentada. Aquí, en este Scherzo, sin embargo, no se
responde a ella con la desesperación, sino con la simpatía. La
música adopta el comportamiento propio de los animales; es
como si, compenetrándose con el cerrado mundo de éstos,
quisiera reparar en algo la maldición que hay en esa oclusión.
Imitando en sonidos los aspavientos de los seres carentes de

25
habla, la música otorga a éstos el regalo de una voz articula-
da; ella misma, la música, se asusta; luego vuelve a asomar
la cabeza con~ la misma cautela con que lo hacen las liebres; 9
actúa igual que el niño miedoso que se identifica con el más
pequeñín de los chivitos de la caja del reloj, el cual consigue
vencer al lobo malvado.
Cuando hace su aparición el sonido de la corneta del pos-
tillón, el silencio del bullicio anterior forma también parte,
como telón de fondo, de la música. La corneta se humaniza
ante las cuerdas tocadas con sordina, unas cuerdas que pare-
cen delgadísimas y que son lo que queda de aquellos seres
sujetos a ataduras a los que ningún mal quisiera causar la
voz extraña. Y cuando luego dos trompas de caza comentan
gesangvoll [cantable] aquella melodía.P ese instante, que en-
cierra un riesgo artístico muy grande, reconcilia lo que no
está reconciliado. El ritmo pataleante y amenazador de los
animales, danza triunfal de unos bueyes que se empinan so-
bre sus pezuñas, se mofa proféticamente, sin embargo, de
la delgadez y de la debilidad de la cultura; ésta continuará
siendo así de tenue y de débil mientras siga incubando ca-
tástrofes que podrían invitar pronto al bosque a devorar las
ciudades devastadas. Al final esta pieza de animales toma a
pavonearse literariamente, mediante una especie de epifanía
pánica 11 del motivo primordial, pero ahora con aumentación.
En conjunto, esta pieza oscila entre un humanitarismo total
y la parodia.
El cono de luz que esta pieza proyecta ilumina esa huma-
nidad al revés que, sometida al sortilegio de la autoconserva-
ción de la especie, lo que hace es devorar el sí mismo de la
especie, y que, embrujando los medios y transformándolos en
funestos sucedáneos del fin escamoteado, se dispone a ani-
quilar a la especie misma. Los animales hacen a la humani-
dad caer en la cuenta de que ella es naturaleza inhibida y de
que su actividad es historia natural cegada: por ello medita
Mahler sobre los animales, buscando su sentido. Al igual que
sucede en las fábulas de Kafka, también para Mahler es la
animalidad la humanidad con el aspecto que tendría si se la
contemplase desde el punto de vista de· la redención; pero
la historia natural impide situarse en ese punto de vista.
La semejanza entre el animal y el ser humano es lo que
despierta en Mahler el tono de cuento de hadas. Desprovista
de consuelo, y a la par otorgadora de consuelo, la naturaleza,
que ha recobrado la memoria de sí, se desembaraza de la

26
creencia supersticiosa en la diferencia absoluta entre ambos,
entre el animal y el ser humano. Pero, hasta Mahler, la mú-
sica artística autónoma había marchado en la dirección con-
traria. Esa música fue aprendiendo del necesario dominio so-
bre su propio material a dominar la naturaleza; pero cuanto
más lo hacía, más dominador se volvía su gesto. La unidad
integral de la música artística autónoma privó de poder a lo
múltiple; su fuerza sugestiva amputó todo aquello que pu-
diera provocar distracción. La música artística autónoma con-
serva la imagen de la felicidad tan sólo en la prohibición de
tal imagen. Pero en Mahler se rebela contra eso, quisiera
hacer las paces con los seres naturales y se ve forzada, no
obstante, a seguir ejecutando el viejo mandato.
El Scherzo de la Cuarta sinfonía, en la misma línea de los
de la Segunda y la Tercera, estiliza las robustas alegorías del
mundanal ruido y las convierte en una danza fúnebre. El es-
tridente violín rústico, afinado un tono más alto que los vio-
lines normales, comienza a tocar de mala manera, con una
sonoridad insólita y bizarra; el oído no comprende la razón
de que eso ocurra, y por ello resulta doblemente crispante
aquella sonoridad. Alteraciones cromáticas acedan la armo-
nía y la melodía; el colorido es solista, cual si allí faltase
algo: como si una música de cámara hubiera instalado para-
sitariamente su nido dentro de la orquesta. Si antes la músi-
ca presentaba símiles de lo vulgar y ordinario, ahora osa ha-
cerse irreal ella misma, juego de sombras de la agitación; es
ambivalente, mezcla los halagos con los sollozos y la atribu-
lada emoción con la huida de las imágenes que a la carrera
la atraviesan. Una ambivalencia similar se da también en una
melodía encomendada primero a las maderas y luego a los
violines -una especie de cantus firmus del presuroso tema
principal-P que aparece en el Scherzo de la Séptima sinfo­
nía, un Scherzo que ya no finge trivialidad ninguna. Esa me-
lodía, a la que Mahler califica de klagend [como un lamen-
to], aúna como sólo la música es capaz de hacerlo el son-
sonete producido por el organillo del curso del mundo con
la tribulación expresiva. En el Scherzo de la Cuarta el sen-
timiento mahleriano de la forma configura el rompimiento,
cuya huella no falta, como contraste con lo fantasmal, como
adquisición de realidad efectiva, de sangre viviente; eso mis-
mo intentan ejecutarlo ya los tríos, que se asocian sin vio-
lencia al carácter de Lándler de este movimiento; hay du-
rante unos segundos una sensualidad como raras veces en

27
Mahler, «sich noch mehr ausbreitend» [estirándose todavía
más]; u se roza ligeramente a Chaikowski, se lo abandona en
seguida. Pero a este Scherzo se lo hace retornar a lo espec-
tral, a zonas cada vez más ensombrecidas; hay una conclu-
sión que brota del horizonte fantástico del último Beethoven.
Y en todo esto se respeta siempre la serenidad propia de la
Cuarta en su conjunto. Esa serenidad pone una sordina mo-
derada, amistosa casi, a lo macabro.
Más tarde, en la cumbre de la Quinta sinfonía, Mahler
elevó, y en ello fue enteramente coherente, la antítesis entre
el curso del mundo y el rompimiento al rango de principio
rector de la composición; hizo esto en el segundo movimien-
to. Paul Bekker se dio cuenta de que este segundo movi-
miento era una especie de segundo primer movimiento y una
de las más grandiosas concepciones de Mahler.14 Este segundo
movimiento no es un Scherzo, sino que es, todo él, un movi-
miento sonata de «máxima vehemencia».15 De él ha quedado
barrido el humor, el cual se las da de reírse del curso del
mundo desde una distancia que ese curso del mundo no con-
siente a ningún ser humano. A este movimiento le han quitado
todas las ataduras; es irresistible; tiene, sin atenuaciones, to-
dos los acentos del sufrimiento.
Las proporciones de este movimiento -la relación entre
las tempestuosas partes allegro y las proliferantes interpola-
ciones lentas de la marcha fúnebre- dificultan la ejecución
sobremanera. Ha de procurarse que esas proporciones no
queden entregadas al azar de lo que ha sido compuesto como
de cualquier manera; desde el principio se ha de organizar
ese movimiento hacia el contraste de una manera tan clara,
que no quede atascado en las partes andante; esa alternan-
cia es la que configura la forma. Algo muy importante es que,
sin hacer concesiones al tempo, también las partes presto se
toquen con claridad, de manera temática; que esas partes no
se pierdan en el torbellino; ellas sirven de contrapeso a las
melodías de la marcha fúnebre. La idea formal de este pres-
to es la siguiente: aunque corre frenéticamente, no lleva a
ninguna parte. Pese a todo su dinamismo, pese a toda su plas-
ticidad en los detalles, este movimiento no conoce historia, no
conoce meta, no conoce propiamente tiempo en sentido en-
fático. Su carencia de historia lo remite a la reminiscencia;
la energía que empuja hacia adelante queda represada y, por
decirlo así, refluye hacia atrás. Desde aquí le sale al encuen-
tro la música. El dinamismo potencial de la marcha fúnebre,

28
de su segundo trío en especial, sólo posteriormente se des-
pliega en la composición integral, sonatista, como tema secun-
dario del presto. Lo que en la estacionaria forma del primer
movimiento estaba atado queda aquí liberado de sus cadenas.
Pero a la vez las reminiscencias, que producen interrupciones,
preparan el terreno para la visión del coral, una visión en la
cual este movimiento consigue escapar del círculo. La corres-
pondencia formal que se da entre la visión del coral y las in-
terpolaciones lentas es lo que hace que este movimiento sea
capaz de incorporar a sí, sin recaer en el caos, las irrupcio-
nes. La visión y la forma se condicionan mutuamente. La for-
ma concluye con una coda. La visión carece de fuerza con-
elusiva. Si este movimiento acabase con la visión, ésta deja-
ría de serlo. Pero la coda obedece a lo que ha ocurrido antes:
la antigua tempestad se convierte en un impotente eco de sí
misma.
La fanfarria del rompimiento asume, en cuanto coral, una
forma musical que ya no resulta periférica, sino que posee
una mediación temática con el todo. Ese efecto poderoso no
se debe, sin embargo, en puridad, a lo que está compuesto
ahí y en ese momento, sino que retoma el diseño de la con-
clusión de la Quinta sinfonía de Bruckner y, mediante él, re-
cupera la bien fundada autoridad del coral; este hecho pone
de manifiesto la imposibilidad de lo posible incluso en me-
dio de la maestría. La apariencia deforma lo que aparece.
Aquello que pretendía ser «ello mismo» lleva en sí la huella
de ser un consuelo, una confortación, una aseveración de algo
que no está presente. El poder que se manifiesta va acompa-
ñado de la impotencia; si aquel poder fuera ya lo prometido,
si no continuara siendo una promesa, entonces no tendría
necesidad de hacer ostentación de sí.
La música mahleriana no consideraba que en el canon tra-
dicional de las formas hubiera algo tan indiscutido que en
ello hubiera podido encontrar refugio la paradoja de lo que
esa música quería. Aquí se hace escarnio de las palabras de
la escena final del Fausto, a las que más tarde puso Mahler
una música incomparable. «No se ha logrado.» Fracasa la
identidad utópica entre el arte y la realidad. No obstante,
la seriedad de la música de Mahler afronta también ese fra-
caso; lo hace tanto en el progreso de su capacidad composi-
tora como en el progreso de su experiencia de desencanta-
miento. La rigurosidad compositiva, al igual que había hecho
madurar la aversión al exceso programático, también fuerza

29
a Mahler a dar un modelado musical completo al rompimíen-
to, a prescindir de la ingenuidad y de la extrañeza al arte que
le son propias, y a hacer esto durante tanto tiempo cuanto
sea preciso para que el rompimiento mismo se vuelva inma-
nente a la forma. Pero esto no deja de afectar a la idea misma
del rompimiento. La lógica compositiva critica lo que ella
quiere presentar; cuanto más lograda la obra, tanto más po-
bre la esperanza, ya que ésta sobrepujaría la finitud ·de la
obra congruente en sí misma.
Algo de tal dialéctica acontece en todo eso que se llama
«madurez», cuyo elogio sin reparos se deja corromper siem-
pre también por la resignación. Eso se convierte en la miseria
del juicio estético. La insuficiencia de lo logrado es lo que
permite que se «haga acontecimiento» lo insuficiente -que es
lo que aquel juicio condena-, esto es, lo no logrado. No
es seguro que no ocurra, en razón de la fisura que existe en·
tre el rompimiento y lo que sería de otro modo, lo siguiente:
que allí donde esto otro brilla un instante sin pretender que
el sujeto se haya apoderado de ello en la obra, y, confesando
que es apariencia, arroja lejos de sí su propia aparienciali-
dad, haya más verdad que allí donde el contexto de inmanen-
cia de la música compuesta simula una inmanencia de sentido
e insiste en ser verdadero, para luego, en su conjunto, con-
vertirse en un engaño, dado que de lo que ese contexto se
alimenta es de todas esas apariencias particulares que él mis-
mo había extirpado.
A la música no le es lícito, sin embargo, obstinarse en ir
contra su propia lógica. No en vano el coral en re mayor del
segundo movimiento de la Quinta tiene una vez más como pe-
culiaridad la fantasmagoricidad propia de una aparición celes-
tial. El resto de elementos compositivos caprichosos que allí
hay no aminora el ingrediente sobreestético de que es re-
presentante el coral: éste conserva la mácula de ser un arre-
glo artificioso. Para conferir violencia al coral se lo enco-
mienda a los metales, a los cuales, desde Wagner hasta
Bruckner, su aparatosidad les había desprovisto de dignidad.
Mahler habría sido el último en no haber percibido eso con
su oído. En él la integración compositiva, la liquidación del
exceso intencional, implica aquella crítica a la apariencia que
luego se haría explícita en Schñnberg y en su Escuela. Pocas
cosas tal vez caracterizan de un modo tan preciso la progre-
siva sublimación del modo de reaccionar de Mahler como su
renuncia cada vez más consecuente a hacer que sean los me-

30
tales los que subrayen los temas principales, como lo practi-
caba la escuela neoalemana. Es posible que lo que a hacer
tal renuncia moviese técnicamente a Mahler, que era un di-
rector de orquesta muy experimentado, fuese el ver que ese
recurso se desgasta con rapidez, igual que les acontece a to-
dos los recursos eficaces. Y eso ocurre también en sus propias
sinfonías; todos los temas lanzados fragorosamente por los
metales tienen una fatal similitud recíproca y ponen en peli-
gro lo que en la música sinfónica es lo más importante -que
lo individual sea «ello mismo»-; con esto ponen también en
peligro la plasticidad del decurso musical. En las obras mahle-
rianas tardías la violencia de los metales pasa a ser una vio-
lencia momentánea, que causa angustia o que produce ago-
bio, pero no es ya un recurso básico de la sonoridad en su
conjunto.
La sublimación del rompimiento, que viene exigida por la
técnica, está ya implantada teleológicamente, sin embargo, en
el rompimiento mismo. Para que la presentación de éste sea
auténtica es preciso que la composición esté orientada hacia
él. No sólo se modela la fibra compositiva de acuerdo con esto,
sino que el instante mismo entra forzosamente en una cone-
xión funcional con la fibra; esta conexión despoja cada vez
más al instante de su literalidad, de su grosera materialidad.
Esto es claramente visible en la Primera sinfonía, la cual no
resuelve, sino que expone, las tensiones de la música mahle-
riana. Después del rompimiento, al inicio, por tanto, de la
reexposición, sencillamente no hay, si se desea hacer justicia
a la forma, posibilidad ninguna de una repetición. El regreso
evocado por el rompimiento ha de ser un resultado de éste:
algo nuevo. Para prepararlo compositivamente hace aparición
en el desarrollo un tema nuevo. Su núcleo temático lo intro-
ducen los violoncelos en el comienzo mismo del desarrollo.16
De ahí sale luego una frase episódica encomendada a las
trompas." Más tarde ese tema nuevo domina, como un «mo-
delo» beethoveniano, el posterior desarrollo. Y cuando reapa-
rece la tónica, ese tema se quita la máscara y resulta ser -a
posteriori, por así decirlo-- el tema principal, cosa que nunca
fue en el momento en que apareció.18 Ese tema salda la obli-
gación de ofrecer algo nuevo engendrada por la fanfarria, de
igual manera que la larga historia de ese tema es lo que hace
que de él salga en secreto el todo; esto es algo que está de
acuerdo con el espíritu de la sonata y que a la vez va contra
ese espíritu. La inmanencia de la forma se refuerza en razón

31
del rompimiento, de «lo otro»; y la antítesis absoluta estipu-
lada por el rompimiento queda despojada de su agudeza.
El clasicismo vienés fue incapaz de conseguir tal cosa;
como es incapaz de conseguirla cualquier mentalidad musical
a la que convenga el concepto de idealismo filosófico. Para la
poderosa lógica beethoveniana de la coherencia la música se
ensambló de tal manera que se convirtió en una identidad
ininterrumpida, en un juicio analítico. La filosofía a la que de
ese modo se acomodaba la música barruntó en su cumbre
hegeliana el aguijón contenido en esa idea. En una nota pues-
ta a la teoría del fundamento, en la segunda parte de la Cien-
cia de la lógica, se les hace a las razones del pensar cientifi-
cista -no se hace allí mención de Kant- el reproche de que
«no se mueven de sitio», de que desembocan en tautologías:
«puesto que mediante ese proceder el fundamento se regula
por el fenómeno y las determinaciones del fundamento repo-
san en el fenómeno, ocurre que éste, ciertamente, fluye de su
fundamento sin ningún roce y con viento favorable. Pero el
conocimiento no se ha movido con ello de sitio; se agita de
acá para allá en una distinción de la forma, en una distinción
que ese proceder mismo invierte y cancela».19 Al sano entendi-
miento humano, que saca sus explicaciones de los hechos que
están presentes ahí sin más, y que luego intenta presentar
esas explicaciones como si fueran conocimientos, se le acusa
de ser tonto. Contra ese sano entendimiento es contra lo que
Mahler se rebela.
La música como tal tiene más cosas en común con la ló-
gica dialéctica que con la lógica discursiva; pero en Mahler
la música quisiera llegar a realizar justo aquello a que el
pensar tradicional -los conceptos petrificados en una identi-
dad rígida- es incitado, con esfuerzos dignos de Sísifo, por
la filosofía. La utopía mahleriana es que tanto lo que ya ha
sido como lo que aún no ha sido «Se mueva de sitio» en el
devenir. Tal como ya lo fuera para Hegel en su crítica del
principio de identidad,2º también para Mahler la verdad es
«lo otro», lo que no es inmanente y, sin embargo, emerge de
la inmanencia: un reflejo similar tuvo ya en Hegel la doctrina
kantiana de la síntesis. Sólo «es» lo que ha devenido, no el
mero devenir. Por el contrario, el principio económico de la
música tradicional, su especie de determinación, se agota en
el trueque de lo que es uno por lo que es otro; de lo que es
otro no queda nada. La música tradicional prefiere desvane-
cerse a que en su horizonte emerja lo otro. Tiene miedo a lo

32
nuevo, que ella nunca fue capaz de dominar completamente.
Considerada en este aspecto, también la gran música fue,
hasta Mahler, tautológica. La congruencia de esa música era
la congruencia del sistema carente de contradicciones. Mahler
dice adiós al sistema; la fisura se convierte en la ley que rige
la forma. « ¡Aprende ahora también lo que es de otro modol» 21

La evolución de Mahler instaura en la música compuesta


una mediación entre el curso del mundo y lo que sería de
otro modo; mas a esa mediación le gustaría, para ser sufi-
cientemente honda, que se la descubriese ya en el material
compositivo. Este material compositivo es aquello de lo que
el curso del mundo se apodera, y de lo que luego se separa, y
que, sin embargo, no es enteramente idéntico a él: es lo so-
metido a dominación, lo que está aguardando allá abajo o ha
sido arrojado a aquel lugar inferior. Ahí, en ese sitio, es don-
de la música de Mahler, con un romanticismo que afecta al
lenguaje musical mismo, y que por ello es un romanticismo
radicalizado, tiene la esperanza de encontrar lo inmediato, es
decir, aquello que sería capaz de mitigar el sufrimiento de la
enajenación, que es el sufrimiento de la mediación universal.
Las fanfarrias utilizaron originariamente los sonidos natu-
rales de los metales. En la introducción de la Primera sinfo­
nía, allí donde los clarinetes anticipan la fanfarria, en seguida
se agregan a ellos sonidos naturales, a saber: la cuarta des-
cendente, desde siempre tenida por un sonido natural; un
inarticulado crescendo y diminuendo de los oboes en regis-
tro agudo; y los reclamos del cuclillo tocados por las made-
ras, unos gritos que irrumpen allí fragorosamente sin prestar
la menor atención ni a la medida ni al tempo, como siempre
ocurrirá luego en Mahler. Sus sinfonías buscan con afán las
no reglamentadas voces de los seres vivos, hasta llegar al can-
to de «El adiós» de La canción de la tierra, un canto que
tiende hacia lo amorfo. Lo que estaría por encima de la for-
ma, eso se halla hermanado, en cuanto a su forma, con lo que
aún carece de forma; las parusías de la sobrenaturaleza, en
las que hay una descarga de sentido, están constituidas con
fragmentos de cosas naturales que han sido abandonados por
el sentido. Pero la alerta música de Mahler sabe a su vez,
nada románticamente, que la mediación es universal. Incluso
la naturaleza a que esa música corteja es función de aquello
de que esa música quisiera alejarse; si no hubiera una cons-

33
ciencia mediadora sería la fatalidad, el mito, quien diría la
última palabra.
Desde que la Estética dejó de prestar atención a la belleza
natural -una belleza para la que todavía Kant reservó la ca-
tegoría de lo sublime, mientras que Hegel la despreciaba-
se acepta sin más en el arte el concepto de «naturaleza» sin
someterlo a revisión ninguna. Tan densa se ha vuelto desde
entonces la red de la socialización, que la mera antítesis de
ésta se considera como un arcanum del que no es lícito ha-
blar. Pues la naturaleza misma, contrafigura de la tiranía hu-
mana, está deformada en tanto se la siga violentando y empo-
breciendo. La música de Mahler, sin embargo, ni siquiera allí
donde despierta asociaciones de la naturaleza como paisaje
absolutiza nunca tales asociaciones, sino que las extrae del
contraste con aquello de que esas asociaciones se desvían. La
contraposición de los sonidos naturales a la regularidad sin-
táctica, predominante por lo general en Mahler, relativiza téc-
nicamente esos sonidos. La prosa musical de Mahler no es
una prosa primaria, sino que brota, como ritmo libre, del ver-
so. Por ser negación determinada del lenguaje artístico mu-
sical, la naturaleza depende en Mahler de ese lenguaje.
La lacerante nota pedal del comienzo de la Primera sinfo-
nía, por ejemplo, presupone, para rechazarlo, el ideal oficial
de la buena instrumentación. La necesidad sentida por Mah-
ler de lograr un distanciamiento no encontró sino con retraso
los armónicos que producen aquella sonoridad: «Cuando en
Pest escuché el la en todos los registros, me pareció que su
sonido era demasiado material para reflejar los destellos y
centelleos del aire que yo tenía en mi mente. Entonces se me
ocurrió poner armónicos a todas las cuerdas (desde los vio-
lines en su registro más agudo hasta los contrabajos en el
más grave de los suyos, pues también los contrabajos poseen
armónicos): entonces tuve lo que yo quería.s 22 Un relato su-
mamente plausible de Natalíe Bauer-Lechner documenta has-
ta qué punto era la consciencia de tal negación positiva, era
la protesta contra el mediocre ideal compositivo de la belleza
lo que servía de guía al procedimiento técnico de Mahler:
«Cuando quiero obtener un sonido suave y contenido, no hago
que lo toque un instrumento capaz de darlo con facilidad,
sino que se lo confío a aquel instrumento que sólo sea capaz
de producirlo con dificultad, forzándose a sí mismo, e incluso
sobreesforzándose y sobrepasando sus límites naturales. Así,
a menudo obligo a los contrabajos y a los fagotes a que chí-

34
llen en las notas más agudas, y a la flauta la hago que resople
jadeante allá abajo en el registro grave. Uno de esos pasajes
es el que está en el cuarto movimiento (¿recuerdas la entra-
da de las violas?)... Ese efecto me causa siempre un gran
placer, y jamás hubiera logrado yo obtener ese sonido violen-
to, forzado, si se lo hubiera encomendado a los violoncelos,
que aquí producen un sonido agradable.» 23
De igual manera que, en comparación con la sonoridad
normal agradable, todos los pasajes mahlerianos en que apa-
recen sonidos naturales vienen definidos como diferencias ex-
tremadamente nítidas frente al lenguaje musical superior, así
la belleza natural se define por contraposición a las catego-
rías formales, presuntamente depuradas, del buen gusto: es
la desnaturalización de la segunda naturaleza. Los puntos dé-
biles de la lógica musical, que son los que luego ponen en
marcha la propia autocrítica de Mahler, están producidos a
la vez por la intención; ésta camina por la aguda cresta en-
tre, a un lado, lo absurdo y carente de sentido, y, a otro, lo
cualitativamente nuevo, que es concebido como el sentido.
Saltando de un lado a otro, Mahler juega ya con el azar. La
naturaleza esparcida en el arte produce en todos los casos
un efecto innatural; sólo exagerándose a sí mismo tal como
lo hace por doquier en Mahler consigue el tono compositivo
apartarse de la convención en que se había convertido en la
época mahleriana el lenguaje formal de la música occidental;
aunque Mahler continuaba sintiendo ese lenguaje como su
propio hogar. A ese lenguaje le roba Mahler su inocencia. La
intención estallante se contrapone a ese lenguaje musical, y
esa contraposición va haciendo que éste pase insensiblemente
de ser un a priori a ser un medio de presentación: algo simi-
lar ocurre en Kafka, en quien la prosa épico-objetiva, forma-
da en la escuela de Kleist, y enfáticamente conservadora,
subraya el contenido por su contraste con él.
En el antagonismo que aquí empieza a vislumbrarse entre
la música y el lenguaje de la música se revela un antagonis-
moque es propio de la sociedad. Ya no es posible establecer,
tal como se practicaba en la era clasicista, una armonía es-
piritual entre lo interior y lo exterior. Esto hace que la cons-
ciencia de la música mahleriana vuelva a ser una vez más una
consciencia desgraciada; algo que a aquella era le parecía ya
liquidado. A Mahler su momento histórico no le permite ya
seguir considerando que el destino del ser humano sea conci-
liable, en las circunstancias establecidas, con los poderes ins-

35
titucionales; éstos le fuerzan a él, a Mahler, si quiere ganarse
la vida, a hacer aquello que le contraría, sin que él se reen-
cuentre a sí mismo de alguna manera en ello. La vida musical
oficial -algo que Mahler no dejó de despreciar ni siquiera
cuando era director de la ópera de Viena y una estrella entre
los directores de orquesta- le remachó esto, hasta el aniqui-
lamiento, a aquel compositor que para componer su música
no disponía más que de los meses de vacaciones. Lo superior,
para lo que la realidad no tiene más que burlas, degenera en
ideología.
Ésta es la causa de que la relación de Mahler con lo in-
ferior se convierta en una relación dialéctica. Es cierto que
escribió: «La música ha de contener siempre un anhelo, un
anhelo que aspira a ir más allá de las cosas de este mundo.» 24
Pero mejor que Mahler barruntan sus propias sinfonías que
no cabe presentar como lo superior, como lo noble, como lo
esclarecido, aquello a que el mencionado anhelo se refiere. Si
así ocurriera, se convertiría en religión de domingo, en deco-
rativa justificación del curso del mundo. Si no se quiere tra-
pichear con «lo otro», entonces se ha de ir a buscarlo de in-
cógnito, en lo perdido. De acuerdo con esta concepción, lo que
escapa al contexto de culpa no es aquello que se hace la ilu-
sión de estar por encima del ajetreo de la autoconservación
-un ajetreo del que, por cierto, aquello saca provecho-; lo
que escapa al contexto de culpa es, por el contrario, lo que
fracasó, lo que ha de soportar el peso de la carga, y que, por
este motivo, se apresta a ejercer aquella contrapresión que la
coincidentia oppositorum de la música mahleriana piensa jun-
to con el material explosivo de la utopía.
A Mahler le repugnaba su propia posición; mas no podía
renunciar a ella, pues conocía demasiado bien el curso del
mundo, y ese conocimiento le hacía tener constantemente
presente que la pobreza podría privarle de aquel margen de
libertad que su destino humano necesitaba. Su tendencia so-
cialista en sus tiempos de triunfador pertenece, empero, a
una época en la que el proletariado mismo se había integra-
do ya. El instinto del nieto de la vendedora ambulante está
de parte, aunque sea por modo desesperado e ilusorio, de los
que se hallan al margen de la sociedad, no de quienes se en-
cuadran en los batallones que tienen la superioridad de la
fuerza. Lo no domesticado, en lo que se enfrasca la música de
Mahler y con lo que está de acuerdo, es también, a la vez,
arcaico, anticuado. Por ello la música hostil a toda transigen-

36
cia se vinculó al material tradicional. Este material traía a
su memoria las víctimas -también las víctimas musicales-
del progreso, es decir, aquellos elementos del lenguaje que el
proceso de racionalización y de dominación del material ha-
bía arrojado fuera. Lo que Mahler quería encontrar en aquel
lenguaje no era la paz que el curso del mundo perturba; sino
que Mahler se apoderó de aquel lenguaje con violencia, para,
usándolo, ofrecer resistencia a la violencia. Los míseros des-
pojos que el triunfo deja atrás son una acusación contra los
triunfadores. Mahler esboza una figura enigmática que está
hecha a partes iguales de aquel progreso que aún no ha co-
menzado y de aquella regresión que ya no se tiene errónea-
mente a sí misma por origen.

37
11. Tono

Progresista no lo es Mahler ni por una aportación de in-


novaciones palpables ni tampoco por el empleo de un mate-
rial avanzado. Antiformalista, a los medios de componer pre·
fiere la música compuesta, hasta tal punto que no sigue un
camino histórico rectilíneo. Ya en su época, esa clase de ca·
mino amenaza con nivelar las calidades individuales -lo me·
jor, que él no quería olvidar-, rebajándolas a mera unidad
de la organización. El conjunto, la totalidad, le satisface a
Mahler únicamente allí donde es el resultado de las insusti-
tuibles propiedades de los detalles musicales. Sus sinfonías,
así como ponen en duda la lógica inmanente de la identidad
musical, se oponen también a aquel veredicto histórico que
desde el Tristán seguía empujando a la música en una direc-
ción unidimensional: la cromatización como descalificación
del material. No porque fuera un reaccionario, pero sí como
si temiera el precio que es preciso pagar por el progreso,
Mahler se obstina en el diatonismo, como si éste fuera un so-
porte obvio de la música, en un momento en que las exigen·
cias propias del componer autónomo habían llevado ya a la
ruina al diatonismo. A pesar de esta rezagada trivialidad del
material, la gente sintió sus obras, sin embargo, como cho-
cantes, y esto ya desde su primera aparición.
El odio a Mahler, un odio en el que se entremezclaban
también resonancias antisemitas, no era muy distinto del odio
a la nueva música. El choque traumático que Mahler asesta-
ba ha encontrado su descarga en la risa, en un maligno «no
tomarlo en serio», que reprime la certeza de que, pese a todo,
algo hay en sus obras. Más que en ningún otro se cumple en
Mahler lo siguiente: lo que está por encima de lo normal no
cumple enteramente las reglas de lo normal; el siempre de-
purado buen gusto de los académicos del arte musical puede
probar, mientras mueve desaprobadoramente la cabeza, que
los rompimientos mahlerianos son puerilidades. Mahler no se
plegó sin más al deseo wagneriano de que la música alcanzase
por fin su mayoría de edad -es decir, se hiciese adulta. En
él no cabe separar con nitidez lo que es infantilismo de lo

39
que es un sueño que se mantiene firme en su propósito. Cuan-
do Debussy abandonó en son de protesta el estreno parisiense
de la Segunda sinf onia de Mahler, aquel enemigo jurado del
diletantismo se comportó como un verdadero especialista; es
muy posible que la Segunda produjese a los oídos de Debussy
idéntica impresión que producen a los ojos los cuadros de
Henrí Rousseau en medio de los impresionistas del Jeu de
Paume. Mahler es incompatible con el concepto de niveau; si
en los inicios no posee de un modo seguro niveau, luego lo
quebranta con el fin de demoler la infatuada unilateralidad de
ese concepto y demoler así, en fin de cuentas, el fetichismo
de la cultura. La rabia que Mahler provoca es también, muy
principalmente, una respuesta a eso.
Todo esto acontecía en el interior de la tonalidad. Lograr
efectos de distanciamiento es cosa que tal vez resulte posible
sólo cuando se ejecutan sobre algo que en cierto modo es
conocido y familiar; si se sacrifica enteramente esto último,
también aquellos efectos se desvanecen. La estructura de los
acordes mahlerianos corresponde del todo a la armonía basa-
da en las tríadas; en todas partes están a la vista puntos de
gravitación tonal, en ningún sitio se le cierra la puerta al idio-
ma tonal usual. Muchos de los recursos que Mahler utiliza
están retrasados con respecto a los que se usaban en los años
noventa del siglo pasado. En lo que se refiere a la riqueza de
los grados, al menos sus primeras sinfonías no son tan osadas
como las de Brahms; y en lo que respecta al cromatismo y
a la enarmonía, son menos audaces que el Wagner de la épo-
ca madura. La atmósfera de Mahler es la apariencia de la
inteligibilidad, de la que «lo otro» se sirve como de un dis-
fraz. Con medios pasados anticipa Mahler tímidamente lo ve-
nidero.
El tono es lo que es nuevo. Ese tono impone a la tonalidad
una carga de expresión que ésta no es ya capaz de llevar por
sí misma. A la tonalidad se le hacen exigencias exageradas, y
por ello tiene que desgañitarse: la partitura califica de krei­
schend [chillones] tanto un pasaje confiado a los vientos
en el Scherzo de la Séptima sinfonía como una parte de oboe
en el Lied titulado Revelge [Despertar]. Pero lo forzado mis-
mo se convierte en expresión. La tonalidad -la gran catego-
ría de la mediación en música- se había interpuesto, como
una convención destinada a servir de pulimento, entre la in-
tención subjetiva y el fenómeno estético. Mahler la enardece
tanto desde dentro, desde la necesidad expresiva, que la tona-

40
lidad vuelve una vez más a ponerse al rojo vivo, toma a ha-
blar como si fuera inmediata. Mientras explota, lleva a cabo
aquello que luego pasó a la emancipada disonancia del expre-
sionismo.
En la Quinta sinfonía el primer trío de la marcha fúne-
bre, cuyo comienzo es ya grandioso, no responde ya con un
lamento lírico-subjetivo a la tribulación objetiva de la fanfa-
rria y de la marcha. Ese trío gesticula, lanza un grito de
horror ante algo que es peor que la muerte. Los personajes
angustiados de Espera de Schonberg no lo superaron. Para-
dójicamente, ese trío obtiene su violencia del hecho de que
en aquella época esa experiencia no disponía aún de un len-
guaje musical para expresarse. El trastornado contraste con
el trivial lenguaje musical de que se sirve esa experiencia es
lo que hace que ésta resulte más contundente que si la diso-
nancia como lamento estuviera ya emancipada enteramente
y con ello se hallara reintegrada a la normalidad. En el dueto
que se desarrolla entre las penetrantes trompetas y los violi-
nes no sometidos a regla alguna -un dueto en el que ambos
grupos de instrumentos se quitan la palabra unos a otros-, el
gesto del atamán que incita al asesinato se entrevera confusa-
mente con los ayes de las víctimas: música de pogrom, de
igual manera que los poetas expresionistas profetizaron la
guerra. Tras las partes de marcha, a las que la forma otorga
contención, tras el enfático do sostenido menor, la extrema
posición expresiva de este pasaje, que se niega a situarse en
la segura zona media de la forma, empuja a la obra de arte
a convertirse en un documento, como ocurrirá cincuenta años
más tarde en El superviviente de Varsovia de Schonberg, Mas
con ello la reflexión se ha apoderado ya de la tonalidad; ésta
es tratada como un recurso de presentación. Jlsa es, por lo
demás, la función que la tonalidad había venido desempeñan-
do una y otra vez durante toda la era tonal en los composi-
tores importantes -en Beethoven de modo muy especial-,
siempre que les era preciso objetivar sus intenciones subje-
tivas. Mahler, sin embargo, al hacer hablar al lenguaje de la
segunda naturaleza, le hace dar un salto cualitativo.
Lo que Mahler hace es trastornar el equilibrio del lenguaje
tonal. De los elementos que hay en ese lenguaje Mahler subra-
ya, prefiere adrede uno que está allí presente junto a otros,
pero que no destaca, sin embargo, en modo alguno, y que sólo
se llena de expresión por el uso sorprendente que de él se
hace. Desde los juveniles Lieder con piano hasta el tema ada-

41
gio de la Décima sinfonía, la tenaz idiosincrasia de Mahler jue-
ga con la alternancia de los dos modos, el mayor y el menor.
Esa alternancia es la fórmula tecnológica en que se cifra el
exceso de la idea poética. Esto va desde giros aislados en que
el mayor y el menor alternan con brusquedad, pasando por la
construcción motívica -la cual, en la Sexta sinfonía, elige
como factor de unidad la transición del mayor al menor, el
descenso de la tercera mayor a la tercera menor-, hasta la
disposición de las grandes formas, que son organizadas por
el dualismo tradicional de unas secciones en mayor y otras
en menor; donde esto ocurre de modo más destacado es en
el primer movimiento de la Novena. También las melodías
oscilan entre terceras mayores y terceras menores, o entre
otros intervalos equivalentes al carácter mayor-menor. Mahler
provocó con ello la acusación de manierismo, de ser un músi-
co que se servía de una «manera». Enfrentarse a tal reproche
exige una reflexión sobre la expresión en la música.
La expresión en la música no es expresión de nada deter-
minado; no fue un azar que el término espressivo se convir-
tiera en una indicación genérica de la ejecución, cuyo objetivo
era lograr una intensidad bien marcada. Esto le viene a la
música de su lejano pasado, de tiempos anteriores a la fase
de la racionalidad y de una significación unívoca. La música,
por estar llena de expresión, adopta un comportamiento mi-
mético, imitativo, como los gestos que son respuesta a un es-
tímulo con el cual se igualan en el reflejo. En la música este
componente mimético se va poco a poco encontrando asocia-
do al componente racional, que consiste en el dominio del
material; la historia de la música es la historia del modo en
que ambos componentes se van limando el uno al otro. Pero
entre ellos no se llega a una reconciliación: también en la
música el principio racional, el principio de la construcción,
tiraniza al principio mimético. Este último se ve precisado a
afirmarse polémicamente, a implantarse a sí mismo; el es­
pressivo es la protesta admitida, consentida, de la expresión
contra la proscripción lanzada contra ella.
A medida que el sistema musical de la racionalidad se va
petrificando cada vez más, menor es el espacio que deja a la
expresión. Para seguir haciéndose oír con recursos tonales la
expresión se ve forzada a realzar algunos de esos recursos, a
elevarlos al rango de una idea de valor hipertrofiado, a endu-
recerlos como vehículos de expresión tanto como se había
endurecido el sistema que la rodeaba. La «manera» es la cica-

42
triz que la expresión deja en un lenguaje que propiamente
ya no logra ser expresivo.
Las desviaciones mahlerianas son algo muy afín a gestos
lingüísticos: las peculiaridades de Mahler tienen convulsiones
como las que se dan en la jerga. En este aspecto son para-
digmáticas ciertas repeticiones del motivo en mayor de la
Quinta sinfonía; son como bruscos movimientos de vaivén,
violentos y a la par inhibidos.1 En ocasiones, y no sólo en los
recitativos, tanto se ha asimilado al gesto del hablar la música
mahleriana que suena como si estuviera literalmente hablan-
do, tal como lo prometió en otro tiempo -en el romanticismo
musical- el título mendelssohniano de Canciones sin pala­
bras. En la Séptima sinfonía, en el trío del Scherzo, que se
basa enteramente en la alternancia mayor-menor, hay unos
giros liederísticos instrumentales que cantan un texto imagi-
nario.s La extrema similitud con el lenguaje es una de las
raíces de la simbiosis mahleriana de Lied y sinfonía, simbio-
sis en la que nada cambió tampoco en las sinfonías puramen-
te instrumentales de la época intermedia. La Quinta, por
ejemplo, cita en su primer movimiento una de las Canciones
de los niños muertos; 3 el segundo trío del Scherzo es del
mismo tipo que el mayor del Lied titulado Allí donde suenan
las bellas trompetas; el Adagietto -que es, de hecho, una
canción sin palabras- está relacionado con el Lied Me he
perdido para el mundo; y en el último movimiento, el rondó,
uno de los motivos principales está sacado del Lied dirigido
contra los críticos que se encuentra en las Canciones sobre
poemas de «El cuerno maravilloso del muchacho».
El Lied y la sinfonía tienen su lugar de encuentro en la
esfera mimética, la cual es previa a la separación nítida de
los géneros. La melodía liederística no duplica aquello acerca
de lo cual se está cantando, sino que, por así decirlo, lo deja
como legado a una tradición colectiva. Tampoco lo instru-
mental y lo vocal pertenecen, en Mahler, a esferas que no es-
tán mezcladas; los instrumentos se ciñen a la voz que canta;
ésta se explaya de manera presubjetiva, melismática, como
sólo volverá a ocurrir, más tarde, en una fase tardía de la
Nueva Música. Ya Guido Adler dijo que en Mahler «Son las
palabras las que acompañan a la música»; 4 esto es lo opuesto
a aquel «acompañamiento de la música a las palabras» que
está basado en una cosificación de ambas.
Todas las categorías empiezan a quedar corroídas en Mah-
ler; no hay ninguna que se halle establecida dentro de unos

43
límites no problemáticos. Esa difwninación de las categorías
no es debida a una carencia de articulación; lo que esa dífu-
minación hace es revisar la articulación: ni lo nítido ni lo
difuminado tienen una delimitación definitiva, sino que son
algo «flotante». La expresión que se excede a sí misma deja
grabadas sus huellas en el material, pero, a la inversa, las
huellas de cosificación y convencionalidad que hay en lo sen-
timental dan su merecido a la expresión. A un lenguaje que
es, por así decirlo, precrítico, a un lenguaje que todavía es
aceptado, pero que es ya incapaz de servir de soporte, Mahler
le exige que dé de sí lo suyo, y esto es lo que hace de Mah-
ler algo inconmensurable con el clasicismo. La complexión de
su música se opone a una síntesis exenta de contradicciones.
A lo contrario de esa síntesis, a lo que queda perennemente
sin fundir, es a lo que se llama «manera»; ella sale fiadora de
un intento siempre repetido y una y otra vez frustrado. La
dimensión de cosificación que hay en la música de Mahler,
una dimensión que se opone implacablemente a la ilusión de
que los elementos antagónicos alcanzan su reconciliación en
lo irreconciliado, no es una mácula de insuficiencia composi-
tiva, sino que encarna un contenido que se niega a diluirse en
la forma.
La «manera» mahleriana, consistente en la alternancia de
mayor y menor, tiene su función propia. Lo que esa manera
hace es sabotear mediante el dialecto el pulido lenguaje de
la música. El tono de Mahler tiene el mismo sabor que las
uvas de Riesling, de las que en Austria se dice que tienen
«mordiente». Su aroma, ácido y fugaz al mismo tiempo, con-
tribuye, por su condición evanescente, a la espiritualización.
El balanceo, la ambivalencia de ese tono, en el que suelen ir
siempre juntos amor y penas, como ocurre en esa obra popu-
lar que es El cazador furtivo, tiene como presupuesto técnico
una relación con el mayor y el menor que no se deja arras-
trar a decidirse por uno o por otro. El modo se mantiene
abierto, cual si procediese de unos tiempos remotos en que
los principios antitéticos no estaban aún fijados rígidamente
como antítesis lógicas.
La discrepancia, la impregnación de sufrimiento que hay
incluso en la emoción feliz, no es algo que quepa atribuir a
Mahler en cuanto sujeto psicológico, como quiere la interpre-
tación vulgar de este compositor; no es un estado de su alma,
sino una forma de reaccionar dentro de la experiencia de lo
real, una actitud frente a la realidad, comparable al humor

44
negro que, por lo demás, no le era ajeno a Mahler. La gente
sigue cotilleando acerca de la música de Mahler y diciendo
que ésta es un reflejo de su alma. Así, no hace aún mucho
tiempo, en el texto que acompaña al disco que contiene la in-
terpretación de la Novena sinfonía dirigida por Kletzki se
dice que en esta sinfonía Mahler ha expresado composítíva-
mente sus «problemas íntimos, personales», y « When people
talk about their souls the result is not always uniformly pro­
[itable» [cuando la gente habla de su alma, el resultado no es
siempre uniformemente provechoso].5 La sabiduría de ese
jaez perora sobre Mahler, afirmando que es un «personaje
trágico», y lo que con ello hace -mientras con injustificada
superioridad derrama lágrimas de cocodrilo sobre la presun-
ta conflictividad de Mahler- es poner de manifiesto ese ren-
cor que va siempre anejo al hábito de la «apreciación». Es
posible que los «problemas íntimos, personales» de Mahler no
fueran algo «uniiormly profitable» para su música -y eso ha
sido una bendición para ésta. Pero de lo que no cabe duda
es de que a la música mahleriana le causaron menos daño
tales problemas que los que le causa, en esa grabación no
mala por lo demás, el bárbaro corte ejecutado en el segundo
movimiento de la obra. Las habladurías acerca de aquellos
problemas nos dicen, indudablemente, más cosas sobre la
ineptitud de los historiadores del espíritu al enfrentarse con
las obras espirituales que no sobre estas mismas.
Mahler, como toda música moderna, presupone obviamen-
te una psicologización de la música; él no se contenta con
los modelos de papel pintado de un móvil juego de sonidos.
Pero en su tendencia a la exteriorización, a la totalidad, sus
sinfonías no están encadenadas a una persona privada, la cual,
en verdad, se convirtió en un instrumento para producirlas.
La repugnante contrafigura del Mahler lleno de conflictos es-
boza la imagen de un sujeto compositor que es un Sigfrido
rubio, un hombre armonioso, acorde consigo mismo, que,
mientras canta como canta el pájaro, debe proporcionar a sus
oyentes tanta felicidad como la que a él erróneamente se le
atribuye. Este cliché rima muy bien con el cliché opuesto,
con el cliché del Titán, con el cliché de un Beethoven que,
sabe Dios por qué, lucha consigo mismo, mas al final logra, a
pesar de todo, crear su obra.
La calidad de la música no se acredita, sin embargo, en la
dudosa prestación del portador de mensajes de alegría. La
dignidad de la música es tanto más elevada cuanto mayor es

45
la hondura con que se percata de la condición contradictoria
del mundo, la cual deja también arrugas en el rostro del su-
jeto. Algo más que meramente contradictoria se hace la mú-
sica cuando, recurriendo a la síntesis estética, transforma las
tensiones que ella misma lleva dentro de sí en la imagen de
un Uno realmente posible.
Y no es que haya estado libre de conflictos Mahler, la per-
sona que Mahler fue, y menos aún el sujeto inmanente de sus
composiciones. Es innegable que en la música mahleriana hay
el tono de lo traumático, un componente subjetivo de la ro-
tura de esa música; ese tono dio fuerzas a Mahler para poder
oponerse a la ideología que habla de mens sana in corpore
sano. Pero incluso allí donde el discurso musical parece decir
«YO», el abismo de lo estético establece una separación entre
el punto de referencia de ese discurso -un punto de refe-
rencia que es análogo al latente «yo» objetivo de la narración
literaria- y la persona que escribió la obra. Mahler no confi-
guró como contenido expresivo la herida, como hizo Wagner
en el tercer acto del Tristdn. La herida se manifiesta objetiva-
mente en el idioma musical y en las formas. Eso es lo que en
sus sinfonías confiere una plasticidad tan grande a la sombra
de la negatividad. La herida de la persona -eso que el len-
guaje de la psicología llama «carácter neurótico»- era a la
par una herida histórica, dado que la obra mahleriana aspi-
raba a realizar con medios estéticos lo que estéticamente era
ya imposible.
La legitimación alcanzada por Mahler consiste, en no pe-
queña medida, en haber extraído de la deficiencia misma la
fuerza productiva, en haber elevado las fisuras psicológicas al
rango de fisuras objetivas. Allí donde todavía subsisten tics
del sujeto en la música mahleriana, lo que ocurre es que ésta
no se ha objetivado del todo. Pero la música de Mahler no
es un sismógrafo del alma; sólo en el expresionismo llegó la
música a serlo. Por el contrario, esa representación subjetiva
que siente físicamente la música como un rumor en la cabeza
ve aparecer una vez más en Mahler el mundo objetivo; lo ve
aparecer desobjetivado, imposible de fijar con los clavos de
los conceptos, pero a la vez sumamente determinado e inteli-
gible. No es que la subjetividad sea comunicada o enunciada
por la música, sino que en la subjetividad acontece, como si
ella fuera un escenario, algo objetivo cuya faz identificable
está borrada. No es que la consciencia se proyecte en una

46
orquesta, sino que una orquesta toca en la consciencia mu·
sical.
Tal vez sea esta exterioridad de la interioridad musical lo
que capacite a la música para desempeñar aquella función
por la que el psicoanálisis quisiera explicarla: la función de
defensa contra la paranoia, de mitigación del narcisismo pá-
tico. Otra manera de expresar lo mismo es decir que lo que la
música «significa» se le vuelve oscuro precisamente a quien
comprende el lenguaje de la música: el mero significar sería
sencillamente la imagen de aquella subjetividad cuyas preten-
siones de omnipotencia quedan en la música reducidas a la
nada. El lenguaje musical de Mahler tiene su dignidad en
esto: ese lenguaje se deja comprender del todo, y se com-
prende a sí mismo, pero escapa a la mano que pretende afe-
rrar lo comprendido. No es en las intenciones individuales del
lenguaje musical en donde este medium resulta accesible al
pensamiento, sino en la totalidad, es decir, en el tejido en que
esas intenciones brillan un momento y vuelven a sumergirse.
La música de Mahler no expresa una subjetividad, sino
que en su música esa subjetividad toma posición frente a la
objetividad. En la «manera» mayor-menor de Mahler es don·
de se concentra su relación con el curso del mundo; extrañe-
za con respecto a aquello que con violencia «rechaza» al su-
jeto; anhelo de la reconciliación final de lo interior y lo ex-
terior. Esos rígidos momentos polares están mediados en el
fenómeno musical, y su mutua penetración es lo que produce
el tono. El menor -un menor neutralizado desde mucho tiem-
po atrás en la sintaxis del lenguaje musical occidental, un
menor sedimentado como elemento formal- llega a ser espe-
jo de la tribulación sólo cuando el contraste con el mayor lo
resucita como modo. La esencia del menor consiste en ser
desviación; si estuviera aislado no produciría ya ese efecto.
En cuanto desviación, el menor se define a la vez a sí mismo
como lo no integrado, como lo no asimilado, como lo que aún
no se ha vuelto sedentario, por así decirlo. En el contraste
entre ambos modos es donde, en Mahler, se ha coagulado de
una vez para todas la divergencia entre lo particular y lo ge-
neral. El menor es lo particular; el mayor, lo general. Lo otro
-la desviación- es equiparado con verdad al sufrimiento. El
contenido de expresión adquiere así un sedimento musical
sensible en la relación mayor-menor. El precio que por esto
es menester pagar es una regresión: lo que Mahler vuelve a
obtener, una vez más todavía, del evolucionado lenguaje de la

47
música artística no es otra cosa que aquello que el mayor y
el menor fueron en otro tiempo para el niño. Tal resurrección
es la figura de lo nuevo en la música de Mahler. La tonalidad,
que se agudiza en el permanente juego mayor-menor, se con-
vierte en el mcdium de la modernidad. La ambivalencia del
modo critica ya a la tonalidad en la medida en que la com-
prime involutivamcntc con tal fuerza que ésta, la tonalidad,
expresa lo que ya no puede expresar. También en Schñnberg
la tonalidad quede) rota no porque se la reblandeciese, sino
merced a lu tensión constructiva, Los acordes mahlerianos en
menor, que runsthuycn una reprobación de las triadas en ma-
yor, son máscaras de disonancias venideras. El impotente
llanto que en nqucllos acordes está constreñido, y al que,
porque conticsu su impotencia, se lo tacha de sentimental, re-
laja la rigidez de In fórmula, se abre a «lo otro», cuya inacce-
síbilidad es lo que hace llorar.

La tonalidad en su conjunto, y ante todo el dualismo ma-


yor-menor, son en Mahlcr medios de presentación de la músi-
ca en razón de lo desviación, del fermento de algo particular
que no se sumerge ni desaparece en lo general y que justo
por ello necesita de lo general, del sistema de referencia con
respecto al cual 11e hoce legible y del cual difiere. Generales
son en las cumposlclones mahlerianas, al final, las desviacio-
nes mismas. No ep¡ la articulación de todos los recursos dis-
ponibles lo que establece el tono --como ocurre ejemplar-
mente en Bruhma->: el tono se establece gracias a que en los
elementos tradlclonales, que no son discutidos, se insertan
otros elementos extraños a ellos. La teoría académica de la
música habla ele acordes «asimilados» y de cosas parecidas.
La música mahlerlana se encuentra repleta de tales cosas;
llena de elementos que están asimilados y que, sin embargo,
no son enteramente autóctonos; llena de alteraciones armó-
nicas y mclédlcas: llena de notas y grados cromáticos ínter-
medíos, <le Interpolaciones en menor dentro de pasajes en
mayor, ele Intervalos procedentes de la escala menor armóni-
ca en lu melodía. Muhler utiliza un arsenal de artificios que
el díatonísmo venía consintiendo desde mucho tiempo atrás
como si fueran vocablos extranjeros, pero que no se identifi-
caban con él; por su preponderancia cuantitativa estos ele-
mentos socavan el dlatonismo: es como si, o bien no se hu-
biera impuesto uün del todo el orden racional de la música, o
bien empezara de nuevo a tambalearse.

48
La predilección que Mahler siente por tales elementos
choca, en muchas ocasiones, con las normas del buen hacer
musical. El Mahler joven desdeña la exigencia elemental de
la escuela, que pide un avance vigoroso de los grados; él
amontona notas pedales, bajos que se columpian entre los
grados principales, como ocurre en la marcha y en las danzas
populares, desplaza acordes en paralelas, con predilección por
las quintas. El bajo continuo no ejerce ya una verdadera auto-
ridad sobre Mahler, como tampoco la ejercerá, más tarde, ni
sobre Puccini ni sobre Debussy.
El temor que a Mahler le producen las modulaciones r~
sulta sorprendente; jamás logró desprenderse de él. Es posi-
ble que ese temor haya sido originariamente pura impericia;
pero, en los artistas importantes, lo que fue una deficiencia
en un determinado momento, si perdura, pasa a estar al ser-
vicio del objeto. El hecho de que en Mahler las modulaciones
ocupen una posición relativamente subordinada -con nota-
bles excepciones, por lo demás, sobre todo en las sinfonías
Sexta, Séptima y Octava­ adquiere un sentido compositivo.
También en lo que respecta a la dimensión vertical es ra-
ras veces analítico y diferencial el modo de proceder de Mah-
ler. La armonía no le sirve para establecer una ordenación
en los detalles mínimos; lo que la armonía hace es procurar
al conjunto luces y sombras, efectos de primer plano y de
profundidad, perspectiva. Por eso las superficies de tonalidad
tienen para Mahler más importancia que la transición sin fi-
suras de una a otra de esas superficies o que la completa ar-
ticulación armónica de cada una de ellas en sí misma: la
armonía mahleriana es macrológica. Mahler prefiere los cam-
bios bruscos a las modulaciones imperceptibles y lisas. La
idea de la armonía macrológica influye incluso en la organi-
zación de sinfonías enteras.
En la Séptima, el primer movimiento, tras una introduc-
ción de gran riqueza en lo que se refiere al plan de las tona-
lidades, está en mi menor. Los tres movimientos centrales
-todos ellos Nocturnos, también el Scherzo- descienden
luego a la región de la subdominante. La Primera música
nocturna está en do mayor, que es la tonalidad de la subdo-
minante del relativo mayor de mi menor; el Scherzo descien-
de todavía más, al relativo menor de la subdominante, es
decir, desciende de do mayor a re menor; la Segunda música
nocturna, en fin, se mantiene en el mismo plano armónico,
pero le otorga una mayor luminosidad mediante la sustitu-

49
ción del re menor por su relativo mayor, es decir, fa mayor.
El último movimiento restablece el equilibrio entre el primer
movimiento y los movimientos intermedios. El peso de éstos
es tan grande, sin embargo, que aquél no puede contrapesar-
los del todo. Tiene que permanecer una dominante por debajo
del tono relativo del primer movimiento, es decir, en el do
mayor de la Primera música nocturna. La homeostasis armó-
nica de la sinfonía en su conjunto -la tonalidad principal-
sería, según esto, el do mayor, y la Séptima sería una sinfonía
en do mayor.
Este abrupto trato dado a las tonalidades responde, en el
plan de conjunto, a las alteraciones sorprendentes en los de-
talles; permite establecer relaciones perspectivistas entre
grandes superficies tonales, en lugar de la transición nivelado-
ra. En ello la Séptima sinfonía se asemeja a bastantes pasajes
de La Heroica y de la Novena de Beethoven, y asimismo a mu-
chos pasajes de Bruckner. También la madura técnica de la
Sexta sinfonía y de La canción de la tierra opera a menudo
con cambios bruscos, con el fin de lograr una diferenciación
plástica de los planos armónicos, sin miedo a que aparezca un
momento estático en la música sinfónica.
Todas las dimensiones compositivas, también la métrica,
tienden a la desviación. En Mahler predominan en general los
tiempos débiles del compás, es decir, los tiempos pares. Sin
embargo, también le gusta componer en todos sus detalles
modificaciones agógicas, alargamientos y disminuciones, y, so-
bre todo, desarrollar motivos idénticos en valores distintos,
ampliarlos al doble o reducirlos a la mitad: la cantidad de
tales matices, que vienen sugeridos por el discurso musical,
se convierte en calidad de la música misma.
Incluso el ritmo general de las formas mahlerianas, el mo-
vimiento del conjunto en su totalidad, está próximo a la al-
ternancia del mayor y el menor, es una alternancia entre la
tribulación y el consuelo, como había ocurrido antes en Schu-
bert. Hay un extraordinario testimonio acreditativo de que
esto que se acaba de decir coincide con lo que Mahler pensa-
ba. Mahler añadió por su cuenta unas palabras al texto del
Coro con campanas de la Tercera sinfonía -en El cuerno ma­
ravilloso del muchacho ese texto lleva el título de «Canto de
mendicidad de los niños pobres»; 6 Mahler silenció ese título,
que por ello mismo continúa persistiendo en secreto con una
fuerza tanto mayor. Con los textos que utilizaba -también
con el Himno a la resurrección de Klopstock, con la canción

so
titulada A quién se le ha ocurrido, pues, esta cancioncita, con
los textos chinos para «El adiós» de La canción de la tierra­,
Mahler procedió de igual manera que cuando introdujo cam-
bios en melodías de canciones fácilmente reconocibles que él
repite. Al pasaje que lleva la indicación bitterlich [con amar-
gura] 1 -una palabra cuyo timbre tiene en Mahler muchas
resonancias, lo mismo que la palabra klii.glich [como un
lamento]-, y que dice: «und sollt ich nicht weinen, du gü-
tiger Gott» [¿es que no debería yo llorar, oh Dios bonda-
doso?], responden los sopranos pianissimo, en un pianissimo
ppp, mientras se oyen los estridentes acentos de los oboes,
con estas palabras añadidas por Mahler: «Du sollst ja nicht
weinen! sollst ja nich weinen» [¡En efecto, tú no debes llo-
rar!, en efecto, no debes llorar]. La voluntad de la música,
una voluntad que carece de voz, penetra en el lenguaje. La
música se invoca a sí misma con palabras, como acto de pro-
testa. Esta misma intención retorna patéticamente en el Him-
no de la Octava sinfonía, cuando se invoca al Paráclito.
Apelando al consuelo, la música no quiere tanto expresarlo
cuanto ser consuelo ella misma. Con esto va mezclado siem-
pre en Mahler el sentimiento de la futilidad del mero consue-
lo. La protesta sabe muy bien lo que ella es: no en vano aquel
Coro con campanas de la Tercera tiene una vinculación temá-
tica con la Cuarta, ese absurdo sueño de berridos y de con-
suelo melancólico. La música mahleriana acaricia maternal-
mente los cabellos de aquellos a quienes se dirige. Así se en-
treveran en las Canciones de los niños muertos la delicadeza
de lo que está muy cerca y el dudoso consuelo de lo que que-
da muy lejos. Esas canciones miran a los muertos como se
mira a los niños. La esperanza de lo que no ha llegado a ser
-una esperanza que pone una especie de aureola de santidad
en torno a quienes murieron pronto- no se extingue para los
adultos tampoco. La música de Mahler lleva alimento a la
boca aniquilada, vela el sueño de los que ya no volverán a
despertar. Si todo muerto se asemeja a alguien que ha sido
asesinado por los vivos, también se asemeja a alguien a quien
éstos habrían de salvar. «A menudo pienso que simplemente
han salido», mas no porque fueran niños, sino porque el amor
desenfrenado no concibe la muerte más que como si la última
salida fuera la salida de los niños, de unos niños que volverán
a casa.
En Mahler el consuelo es el reflejo de la tribulación. 'En
esto su música conserva, llena de zozobra, aquella cualidad

51
sedante, curativa, que la tradición atribuyó desde tiempos
inmemoriales a la música como su fuerza propia, la fuerza
de expulsar a los demonios; mas todo eso se va convirtiendo
en una pálida químera a medida que avanza el desencanta·
miento del mundo. A la pregunta de qué deseaba llegar a ser
un día, se cuenta que Mahler, cuando era un niño, respondió
que mártir. Lo que su música más quisiera es ser el Parácli-
to mismo, y por ello se excede a sí misma y se vuelve inautén-
tica. Esto afecta a la totalidad de su lenguaje formal.
De igual modo que el consuelo se alza en el horizonte cual
un radiante «como si», así Mahler habla en estilo indirecto.
Desde siempre se ha advertido esto como su aspecto irónico
o paródico. La verdad que hay en esa observación, casi siem-
pre retórica y hostil, Schónberg la puso de relieve en estas
palabras: «His Ninth is most strange. In it, the author hardly
speaks asan individual any longer. lt almost seems as though
this work must have a conceable author who used Mahler
merely as his spokesman, as his mouthpiece» [Su Novena es
muy extraña. En ella el autor apenas habla ya como sujeto.
Casi parece como si para esta obra hubiera todavía un autor
oculto que utilizase a Mahler meramente como su portavoz,
como su intérprete].8 Si el compositor verdadero se esconde,
el compositor manifiesto es el director de orquesta; éste de-
fiende, frente al falible autor, la objetividad de la obra. Des-
pués de la música wagneriana, la mahleriana es la segunda
«música de director de orquesta» que ha alcanzado un rango
supremo; es una música que se ejecuta a sí misma. Ha ha-
bido tales cambios en el puesto social de la composición, has-
ta tal punto se ha replegado ésta sobre sí misma, que necesita
un medium interpuesto entre el compositor -que ya no se
comunica sencillamente- y la obra misma; es algo semejante
a lo que ocurre en el cine, donde el director pasa a ser el
vehículo de la obra y elimina al autor de viejo estilo.
La rotura propia de Mahler se entrevera, en ese estrato
intermedio, con el problematismo histórico de las formas. Lo
que obliga a intercalar una instancia mediadora es el hecho
de que Mahler persiguiese incansablemente la objetividad
sinfónica en un momento que ya no consentía que se tomase
a la letra la forma sinfónica estatuida. El sujeto inherente a
la música misma, del cual depende el gesto de ésta de inter-
pretarse a sí misma, tiene un modo de manifestarse parecido
al que se da en la categoría formal literaria de la narración
indirecta. Enemiga de toda ilusión, la música mahleriana

52
acentúa la inautenticidad del sujeto, subraya la ficción, con
el fin de curarse así de la mentira en que el arte está empe-
zando a convertirse.
Así es como se origina, en el campo de fuerzas de la forma,
eso que la gente percibe en Mahler como carácter de ironía.
Cualquier asno oye en él las marcas de la «música de direc-
tor de orquesta», los calcos de lo conocido en aquello que ha
sido producido de un modo nuevo. Pero no oye, en cambio, lo
que la instancia del director de orquesta aporta a la formu-
lación compositiva. A esa instancia es a la que le incumbe la
objetivación rota, ínauténtíca, a expensas de la espontánea
unidad de música compuesta y sujeto compositor. El conoci-
miento que el director de orquesta posee de todas las posibi-
lidades entre las que puede elegir corrige la presunta natura-
lidad espontánea de la estrecha corriente de las representa-
ciones compositivas primarias. A la tecnología del proceso
compositivo ese conocimiento la impregna de aquella reíle-
xión que la estupidez achaca al intelectualismo mahleriano.
El director de orquesta que es compositor tiene en su oído
no sólo la sonoridad orquestal, sino también, por su trabajo
práctico con la orquesta, los modos de tocar los instrumen-
tos, junto con todas aquellas tensiones, debilidades, exagera-
ciones y flaquezas de que su intención se apodera. Las situa-
ciones límite y las situaciones excepcionales de la orquesta,
que el director puede estudiar precisamente en los fallos, am-
plían su lenguaje, de igual modo que la experiencia de la or-
questa como ejecución viviente -correctivo de toda represen-
tación estática de la sonoridad- ayuda a la música a surgir
con espontaneidad, a permanecer en movimiento. El trabajo
práctico con la orquesta, que en la esfera de la vida musical
oficial es una positividad funesta, algo que ata, desencadena
en Mahler la fantasía compositiva. Es posible incluso que sus
instantes transcendentes tuvieran como modelo ese movi-
miento con que el director se abalanza sobre su orquesta y la
toma en su puño; un movimiento que una crítica de Speidel
atribuye con elogio a la interpretación mahleriana del Prelu-
dio del Lohengrin.
Cada vez que Mahler opone caracteres, como algo particu-
lar, a la pendiente natural de la música, acaso no haga otra
cosa que transferir a su propia composición la manera de pre-
sentar la música que le es propia al director de orquesta. Esa
manera de presentarla despoja de literalidad a sus piezas, les
arrebata la creencia de que son sencillamente por naturaleza

53
eso que son. La pertenencia de Mahler a la cultura musical
-ya que es un maestro que se halla empapado del lenguaje
de esa cultura- y, a Ja vez, su heterogeneidad con respecto a
ella se convierte en el éter del lenguaje mahleriano. Es éste
un lenguaje pulido y es, a la vez, el lenguaje de un extranje-
ro. Lo que de extranjero hay en ese lenguaje lo refuerza pre-
cisamente una familiaridad exagerada, una familiaridad de
que prescinden aquellas composiciones que se unifican de ma-
nera tan honda con su lenguaje que éste se transforma dia-
lécticamente con ellas. La relación que en Mahler se da entre
lo fluido y lo cosificado es parecida a la que se da en el ale-
mán de Heine.9 A Mahler no se le pueden reprochar fisuras
de la forma, ya que la idea por la que él se guía es precisa-
mente la rotura. A menudo se ha afirmado, y rín duda tam-
bién Mahlcr mismo Jo dijo, que en él seguía actuando la obs-
tinada idea de un puente entre la música popular y la música
artística. Mahler abrigaba la esperanza de tener un auditorio
colectivo, sin que haya deseado, empero, ni sacrificar a esto
nada de la complejidad de su música ni renegar del nivel de
su propia consciencia. Detrás de esto se hallaba, desde un
punto de vista musical objetivo, la necesidad que él sentía de
reforzar el melos, y no por éste mismo -en la gran música
sinfónica fue siempre secundario el melas-, sino porque las
dimensiones gigantescas de sus movimientos sinfónicos,
las pretensiones de éstos de ser una totalidad, un «mundo»,
habrían quedado necesariamente en nada si no hubiera estado
allí aquel sustrato que en esos movimientos tiene su historia;
sin la multiplicidad sintetizada por la síntesis giraría ésta en
el vacío; para no perder su sentido, a la síntesis no le es líci-
to en modo alguno devenir absoluta.
Aquella necesidad sentida por Mahler no quedaba ya sa-
tisfecha, sin embargo, en las melodías populares degeneradas
a música vulgar; mas tampoco la satisfacía ninguno de los
lenguajes artísticos progresistas de su época. La música po-
pular era ya un falso remedo de sí misma; ésa fue la razón
de que Mahler se viera precisado a inyectar, si así cabe decir-
lo, a la música popular la intensidad sinfónica. Una de las
cosas más importantes que la rotura de Mahler expresa es la
imposibilidad de establecer ninguna compensación entre co-
sas que se han vuelto divergentes. El lenguaje artístico coloca
unas invisibles comillas a los préstamos tomados de la can-
ción popular y de las formas musicales populares; esos prés-
tamos han sido transportados a rastras hasta el lenguaje ar-

54
tístico y quedan allí como granos de arena en el engranaje
de la construcción musical pura. La reflexión sobre la injusti-
cia social que el lenguaje artístico comete con quienes no
participan del privilegio de la cultura se opone enérgicamen-
te a la lógica musical. En la música mahleriana se renueva el
conflicto entre la música superior y la música inferior; es ése
un conflicto en el cual venía reflejándose estéticamente, desde
la Revolución Industrial, el proceso social objetivo de la cosi-
ficación y, al mismo tiempo, de la disolución de los residuos
naturales espontáneos, y que ninguna voluntad artística había
solventado. La honestidad de Mahler se decidió por el len-
guaje artístico. Pero la fisura entre ambas esferas se convirtió
en el tono propio mahleriano, el tono de la rotura.
La música mahleriana podría ser descifrada en su totali-
dad como una pseudomorfosis; su quintaesencia está en las
desviaciones. En este aspecto habría que oponer Mahler a
Bruckner, con el cual se lo suele asociar tan sin reparos en
los países del oeste de Europa, cual si la mera longitud fuera
una categoría artística. Mahler trata de encontrar un sentido
en aquello que ha quedado desprovisto de sentido, y en el
sentido trata de encontrar lo que está desprovisto de él. Nada
de esto ocurre en Bruckner; esto es lo que de verdadero hay
en la insistente palabrería que habla de la ingenuidad de
éste. El lenguaje formal de Bruckner se llena de fisuras pre-
cisamente porque él emplea sin fisuras, de manera compacta,
ese lenguaje. Incluso elementos subjetivistas, como lo es la
enarmonía wagneriana, en él vuelven a convertirse en voca-
blos de algo precrítico, dogmático. Aquello que Bruckner qui-
siera hacer desde sí queda encomendado sin el menor titubeo
al material -en esto Bruckner actúa de modo parecido a
como actuará, mucho más tarde, Anton von Webern. La re-
nuncia del sujeto estético a determinar su material intervi-
niendo en él -un procedimiento que había llegado a conver-
tirse en norma en la gran música occidental -es lo que da a
la música de Bruckner ese tono de estar compuesta a contra-
pelo. La inclinación natural del sinfonismo bruckneriano es
opuesta a la creencia en que la composición es un acto sub-
jetivo de creación.
Frente a esto, el lenguaje mahleriano es pseudomorfosis
porque se distancia a la vez del medium objetivo que es su
vocabulario, el vocabulario de ese lenguaje. El lenguaje de
Mahler violenta ese medium para, conjurándolo, forzarlo a
adquirir una rigurosidad que en ese medium mismo se había

SS
vuelto problemática. Un extranjero habla música con fluidez,
pero como con acento. Sólo los reaccionarios obtusos capta-
ron con todo celo ese detalle; la escuela de Schñnberg, por
protesta, lo pasó por alto adrede. Pero Mahler tiene su ver-
dad precisamente en ese ingrediente de inautenticidad que
desenmascara la mentira de la autenticidad. La luz pálida o
brillante, apagada o cegadora que las desviaciones arrojan so-
bre el lenguaje musical que las rodea despojan a éste de su
obviedad: el lenguaje musical aparece como desde fuera. Se
vuelve transparente eso que musicalmente está presente ahí
delante. De la inautenticidad se obtiene, por destilación, lo
insustituible y único, se obtiene un sentido que permanecería
ausente allí donde lo particular, concebido como lo auténtico,
quisiera ser enteramente idéntico a sí mismo. La música mah-
leriana conoce y configura objetivamente este hecho: que la
unidad se da, no a pesar de las fisuras, sino tan sólo a través
de ellas.
Lo que en Mahler suena como si estuviera rezagado con
respecto a su propia época es algo que va estrechamente en-
lazado con la idea que a él lo guía. El núcleo de la experien-
cia de Mahler -la rotura, el sentimiento de enajenación del
sujeto musical- quisiera realizarse estéticamente haciendo
que también su manifestación fenoménica se comportase, no
como algo inmediato, sino como algo asimismo roto, como
una cifra del contenido; la manifestación fenoménica separa-
da reobra a su vez sobre el contenido. En Mahler no hay que
entender a la lettre los fenómenos musicales, como tampoco
el núcleo de la experiencia puede convertirse derechamente
en estructura compositiva. Todas las otras grandes músicas
de aquella época se replegaron a lo que cae dentro de su rei-
no nativo y no tomaron prestado nada a una realidad o a un
lenguaje heterónomos a ellas; la música mahleriana inervó,*
en cambio, lo que en esa pureza había de escindido, de parti-
cularista, de privativo y por ello de impotente. En Mahler se
oye el trueno de lo colectivo, retumba el movimiento de las
masas, tal como durante algunos segundos retumba, incluso
en la película más miserable, la violencia de los millones de
individuos que con la película se identifican. Horrorizada, la
música mahleriana hace de sí misma un escenario de energías

* Sobre la concepción adorniana del «inervar» y su aplicación a la


música puede verse AooRNO, lmpromptus (Laía, Barcelona, 1985), p. 219.
(N. del t.)

56
colectivas. Esto lo pone de manifiesto el hecho de que Mahler
renunciase al medium de la música de cámara, un medium
que necesariamente hubo de amar alguien como él que a dia-
rio podía observar hasta qué punto el aparato orquestal vuel-
ve grosera la música compuesta.
La música mahleriana es el sueño, soñado por un indivi-
duo, de una colectividad a la que nada es capaz de detener.
Pero a la vez es expresión objetiva de que la identificación
con ese colectivo resulta imposible. Esa música conoce la nu-
lidad del yo aislado que erróneamente se tiene a sí mismo
por absoluto, pero sabe también que a ese yo no le es lícito
alardear de ser inmediatamente un sujeto colectivo. En ella
no hay el menor rastro de manipulaciones objetivistas como
las que empleó el neoclasicismo posterior a Mahler; en los
ambientes de este neoclasicismo se odia a Mahler. La música
mahleriana, ni habla líricamente del individuo que en ella se
expresa, ni se infla para convertirse en voz de los muchos,
ni por amor a éstos se torna simplista. Esa música tiene su
tensión antinómica en la mutua inaccesibilidad del individuo
y la multitud. Incluso allí donde las sinfonías mahlerianas
esbozan el eco de un movimiento colectivo, lo que hacen es
obedecer a la pseudomorfosis a través de la voz del sujeto
que habla solitario en favor de aquellos hacia quienes se sien-
te atraído por un impulso desesperanzado. Si es cierto que la
música de Mahler se identifica con la masa, simultáneamente
la teme.
Los puntos extremos de la tendencia colectiva de esa mú-
sica -como, por ejemplo, el primer movimiento de la Sexta
sinfonía­ son los instantes en que en ella irrumpe la marcha
ciega y brutal de la multitud: instantes del pataleo. El hecho
de que el judío Mahler barruntase con decenios de antela-
ción el fascismo, como lo presintió Kafka en su texto sobre
la sinagoga, es sin duda lo que de veras motiva la desespera-
ción del aprendiz errante al que dos ojos azules envían a
caminar por el ancho mundo. Mahler relativiza la posición
del individuo considerado como soporte sustancial de la mú-
sica; mas no por ello se pasa, como un renegado, al campo
de la colectividad positiva. Bsta es otra de las facetas de su
lenguaje. ~ste se configura como un segundo lenguaje de la
música, constituido por los escombros de un lenguaje colecti-
vo que, o bien ya está anticuado, o bien es Inaccesible," Esta
intención se ha transferido entretanto a la literatura de van-
guardia, desde Thornton Wilder hasta Eugene Ionesco. ·

57
Allí donde ella misma no aparece ya rota, la música rnah-
leriana se ve forzada a hacerse añicos. También ella está su-
jeta al pensamiento de Karl Krauss que dice que vale más
un vertedero bien pintado que no un palacio mal pintado. La
evolución de Mahler admitió esto. La autocrítica técnica se
convierte en autocrítica de la idea. Esa autocrítica conduce
hasta el umbral mismo de la intención propia de la música
de vanguardia, la cual dice que el componer no tiene oportu-
nidad ninguna de alcanzar la objetivación y que la música no
puede mantenerse firme frente a la verdad social más que
allí donde el compositor, sin mirar a hurtadillas por encima
de la forma estética de la música compuesta, se abandona
sin reservas a lo que resulta alcanzable dentro de su propio
ámbito.
Cuando aún vivía Mahler, un famoso crítico le hizo, según
el testimonio de Schónberg, el reproche de que sus sinfonías
no eran otra cosa que «gigantescos popurrís sinfónicos»."
Por muy absurda que hoy pueda antojársenos esa objeción,
dado el conocimiento que nosotros tenemos de las construc-
ciones rnahlerianas, señala, sin embargo, con mucha fidelidad
lo que en ellas producía desconcierto. Y esto era su irregu-
laridad, su no sometimiento a los esquemas. Desde Berlioz el
proceso de integración sinfónica marchó acompañado, corno
por una sombra, por la irracionalidad del procedimiento com-
positivo. En Mahler esa irracionalidad ya no se esconde, pero
desvela a la vez su propia lógica. Comparada con el procedi-
rnien to no esquemático de Mahler, toda la música de su tiem-
po, también la del primer Schónberg, era una música tradi-
cionalista, en la medida en que era una música hecha por
especialistas. Justo la lucha contra el especialista es lo que
en Mahler resulta actual. La arbitraria yuxtaposición de me-
lodías de éxito, que en el popurrí era una necesidad, se con-
vierte en Mahler en una virtud: la virtud de una textura que
con delicadeza deshiela las congeladas agrupaciones de los
tipos formales aceptados. Quien ahora establece la conexión
que debía hallarse garantizada por esos tipos es la rotura de
los temasy figuras incisivos, la apariencia de lo ya conocido,
gracias a la cual cada cosa es más de lo que meramente es.
Esto es algo que se hallaba preparado ya en el sinfonisrno
del romanticismo tardío, sobre todo en las denominadas es-
cuelas nacionalistas, en Chaikovski y en Dvorák. La especifica-
ción ficticiarnente folklórica de los ternas coloca a éstos hasta
tal punto en el primer plano que esos temas devalúan, allí

58
donde recurren a ellas, las categorías de mediación de la tra-
dición clasicista, pues las rebajan al nivel de trastos viejos
teatrales o de simples rellenos. Lo que en esos compositores
era involuntariamente vulgar se convierte en Mahler en una
alianza provocativa con la música vulgar. Sin pudor ninguno
fanfarronean sus sinfonías con lo que todo el mundo tiene en
el oído, con residuos melódicos de la gran música, con insul-
sos cantos folklóricos, con coplas de ciego y canciones de
moda. En las sinfonías de Mahler podemos oír incluso can-
ciones que sólo mucho más tarde serían escritas, como, en
la Primera sinfonía, la chanson de Maxim, o como, en el se-
gundo movimiento de la Quinta, la canción berlinesa de los
años veinte titulada Wenn du meine Tante siehst [Si ves a
mi tía].
De las piezas del romanticismo tardío semejantes a popu-
rrís retiene Mahler los giros aislados, a la vez sorprendentes
y pegadizos, pero elimina el fárrago intermedio, que se ha
vuelto ridículo. En sustitución, despliega las relaciones con-
cretamente a partir de los caracteres. A veces hace que éstos
colisionen entre sí directamente, solidario en esto de la pos-
terior crítica de Schonberg a la mediación, que sería mero
ornamento, algo ajeno al asunto.
El popurrí satisface a más de un deseo de Mahler, pues
no prescribe al compositor qué es lo que ha de seguir a qué,
no ordena repeticiones, no destemporaliza el tiempo median-
te el orden preestablecido de su contenido. A los putrefactos
temas que el popurrí amontona les ayuda Mahler a seguir
viviendo en el segundo lenguaje musical. Mahler prepara ar-
tificialmente este segundo lenguaje. La comunicación subte-
rránea que existe entre los dispersos elementos del popurrí,
una especie de lógica pulsional libre, es lo que hace que el
popurrí se convierta para Mahler en una forma. La música
inferior se lanza jacobinamente al asalto de la superior. La
infatuada tersura de la forma corriente queda demolida por
la desmesurada sonoridad que llega de los quioscos en donde
tocan bandas militares y de las orquestinas que lo hacen en
los jardines públicos. Para Mahler el buen gusto tiene tan
poca autoridad como para Schonberg.P La música sinfónica
excava en busca de aquel tesoro que, desde que la música se
instaló como arte en las viviendas, ya es prometido tan sólo
por los redobles de tambor que llegan de lejos o por los rui-
dos de las voces. El sinfonismo quisiera apoderarse de las
masas que han huido de la música culta, pero sin rebajarse

59
a su nivel. No tiene en cuenta que, sin la ayuda de muletas,
difícilmente seguirán esas masas los organismos sinfónicos y
que preferirán indignarse de su falta de cultura. Pero sí saca
la consecuencia de que resulta imposible reunificar por de-
creto los niveaux dispares. Mezcla en la música superior,
corno una levadura, la música inferior, sin modificarla. La
drasticidad, la incisividad de un detalle musical que ni es
intercambiable con nada ni es olvidable, en suma, la fuerza
del Nombre," eso está mejor custodiado, en muchos aspectos,
en lo chabacano y en la música vulgar que no en la música
superior; pues, ya antes de que se hubiera iniciado la era de
la construcción radical, la música superior había sacrificado
todo eso al principio de la estilización.
Esa fuerza es lo que Mahler pone en movimiento. Con la
libertad que sólo posee quien no ha sido enteramente engu-
llido por la cultura, Mahler, en su vagabundaje musical a la
intemperie, recoge el cristal roto que yace en el camino y lo
expone al sol, logrando que en él se refracten todos los co-
lores. «El hecho de que precisamente él, el hombre despro-
visto de necesidades -el "bárbaro", corno con frecuencia lo
llamábamos por su aversión al lujo y a las comodidades y
adornos de la vida-, estuviera rodeado de tal magnificencia,
le parecía corno una ironía del destino, que a menudo le ha-
cía sonreírse de sí mismo.» 14
Mahler excava en el material musical humillado y ofendi-
do, buscando la felicidad prohibida. Para que lo perdido no
caiga en el olvido, y para que beneficie a la forma, que ha de
preservarlo de la estéril identidad consigo mismo, Mahler se
compadece de lo perdido. El solo escandalosamente osado de
la trompeta del postillón en la Tercera sinfonía pone de ma-
nifiesto la ingeniosa manera en que Mahler hace acopio de
lo heterónomo, que es el terreno de que se nutre la obra
autónoma. En ese pasaje compone Mahler con todo detalle
el rudimento subjetivo, el rubato del instrumento de viento.
La fanfarria y el Lied se penetran mutuamente: la verdadera
entrada del Lied 15 se hace en la dominante, cual si ya antes
hubiera aparecido, inaudible, una parte de la melodía; tam-
bién aquí las dilataciones de la ejecución modifican métrica-
mente la melodía, la salvan de la trivialidad de los ocho com-
pases. La armonía que allí hay es insensiblemente expresiva.
La banalidad es ciertamente la quintaesencia de la cosifica-
ción musical; mas la cálida voz que improvisa y que se in-
crusta en lo cosificado conserva esa banalidad y a la vez la

60
mitiga. Incluso lo que está lleno de fisuras queda inserto de
ese modo en la construcción, sin que el todo se haga añicos,
sin embargo. Pero en la segunda aparición de la cometa del
postillón los violines, según reza la indicación puesta por
Mahler en la partitura, le «prestan oído»; 16 es como si movie-
sen la cabeza desaprobando lo que la trompeta hace. Al refle-
xionar sobre lo que el buen gusto califica de imposible -y
ese buen gusto insiste en su sentencia: aquello es chabaca-
no-, los violines dicen sí a la posibilidad, a la promesa, sin
la que no se podría respirar ni un segundo.
La rebelión contra la música burguesa la extrajo Mahler
de esa misma música. Desde Haydn se venía transmitiendo
en la música burguesa un elemento plebeyo. En Beethoven
se escucha su rumor; por lo demás, también Fausto es, en el
paseo que da el día de Pascua con su docto y pedante criado,
el portavoz de esa dimensión, que Fausto concibe como si
fuera la naturaleza. La emancipación de la clase burguesa
encontró su eco musical. Esa clase proclama que ella se iden-
tifica con la humanidad, pero lo cierto es que ni estética ni
realmente se dio nunca esa identidad. La humanidad queda
restringida por la relación de clase. El hecho de que de la hu-
manidad queden excluidos aquellos que formalmente poseen
los mismos derechos hace que la actitud de éstos se vuelva le-
vantisca. Los burgueses continúan siendo plebeyos en tanto
su espíritu autónomo no se haya vuelto universal.
Esto mismo ocurre también en la obra de arte: gentes
mal vestidas, carentes de buenas maneras, se mueven y albo-
rotan en un espacio festivo cuya imago absolutista continúa
siendo proyectada por la música burguesa. Al irse consolidan-
do la burguesía, también el elemento plebeyo se había ido
mitigando poco a poco, hasta quedar convertido en un ali-
ciente folklorista. Esa sonoridad se vuelve estridente en Mah-
ler, en una época en que el sensorium estético era ya incapaz
de conferir en la imagen tersura a la opresiva realidad. Lo
que a veces el gusto burgués paladeaba como glóbulos de
sangre roja destinados a regenerarlo a él mismo, eso atenta
ahora contra la vida de ese gusto. Beethoven logró reconci-
liar todavía el componente plebeyo con el componente clasi-
cista; lo logró en la relación con una variedad que es traba-
jada, ciertamente, como si fuera un «material», pero que nun-
ca destaca de manera autónoma, en estado bruto. La época de
Mahler no conocía ya, sin embargo, un pueblo que pudiera
ser percibido como algo brotado espontáneamente de la na-

61
turaleza y al que el juego musical hubiera podido prestar
decorosamente su vestimenta. Y tampoco el nivel alcanzado
entretanto en la dominación del material musical permitía
absorber lo plebeyo. Por esta razón, en Mahler lo inferior no
es la encarnación de lo elemental, del mito, de lo natural; no
lo es ni siquiera allí donde su música roza asociaciones de
ese género, como ocurre en los ambientes evocados por los
cencerros de las vacas; lo que aquí hace una música que
sabe que tiene cerrado el camino de vuelta atrás es recobrar
aliento, más bien que simular ese camino. En vano se busca-
rá en Mahler nada que esté alejado del espíritu.
Lo inferior es en Mahler, antes bien, el negativo de la
cultura que ha fracasado. La forma, la mesura, el buen gusto
y, en fin, la autonomía de la forma con que sus propias sin-
fonías sueñan, todo eso lleva el estigma de la culpa de quie-
nes excluyeron de tales cosas a los demás. Aquello que hace
que las obras de arte sean un contexto de sentido -la apa-
riencia, que las aísla del oprobio de la realidad-, lo que en
ellas hay de escogido y selecto no se limita a basarse social-
mente en el dominio material y en la cultura originada en
ese dominio, sino que introduce el privilegio, como un noli
me tangere, en el tabernáculo de su santuario. El espíritu
que en la gran música oficia su propio culto con un despo-
tismo tanto mayor cuanto más grande sea esa música, des-
precia el trabajo inferior, el trabajo corporal de los otros.
La música de Mahler no quisiera participar en el juego
ateniéndose a esas reglas. Con desesperación atrae hacia sí
lo que la cultura expulsa fuera, y lo recoge tal como la cultu-
ra se lo entrega, mísero, herido, mutilado. La obra de arte,
que se halla encadenada a la cultura, quisiera romper tales
cadenas, ser misericordiosa con el residuo andrajoso; en
Mahler cualquier compás abre mucho los brazos. Pero eso
que la norma de Ja cultura arrojó fuera -el detrito del mun-
do fenoménico, del que habla Freud- no se agota del todo,
de acuerdo con la idea por la que ese sinfonismo se rige, en
una complicidad con la cultura: la doctrina freudiana de la
complicidad entre el ello y el super-yo en contra del yo pa-
rece estar escrita a la medida de Mahler. El detrito debe
empujar a la obra artística más allá de esa apariencia en
que ella misma se había convertido bajo la cultura y res-
tablecer algo de aquella corporeidad por la que la música
se diferencia de otros medios artísticos, dado que su juego
no es una representación de nada.

62
Sirviéndose de lo inferior, que es una realidad social, la
música mahleriana piensa ir más allá del espíritu como ideo-
logía. El primer esbozo del tema «Alles Vergiingliche ist nur
ein Gleichnis» [Todo lo perecedero es sólo un símil], de la
Octava sinfonía, que desde hace decenios se encuentra en el
domicilio de Alban Berg, está escrito en un pedazo de papel
higiénico. Exterminar la superestructura, adentrarse hasta
aquello que queda tapado por la inmanencia de la cultura
musical, eso es lo que quiere el impulso oculto de la música
mahleriana. Pero eso no puede conseguirlo ni el arte ni nin-
guna otra forma de la verdad concebida como pura inmedia-
tez. Mahler no se deja seducir por el romanticismo de lo
auténtico y esencial y por ello jamás pretende poner ante los
ojos esa desnudez, ponerla ahí de manera no metafórica, cual
si fuese un ente en sí. De ahí la rotura de su música. Lo que
en Beethoven se disfraza todavía de broma -el hecho de que
al final de la Escena junto al arroyo los pájaros canturreen
como juguetes mecánicos-, y la involuntaria comicidad de
los símbolos primordiales de El anillo de Wagner, eso se con-
vierte en el a priori de todo lo que en la música mahleriana
se llama naturaleza. Entender esto es lo único que puede pro-
teger a Mahler de aquel entusiasmo que, desde sus comien-
zos, quedó resumido en el espantoso vocablo «cósmico» y que
se ofrece como blanco a la mofa dirigida contra el intelec-
tual que pasa horas de recogimiento en los prados de los
Alpes.
Mahler no se burla, sin embargo, de sus modelos infanti-
les, como lo hace Stravinski. Arcaizar con sorna es algo que
resulta ajeno a la actitud que la música mahleriana adopta
respecto de la objetividad. Mahler no se ensaña ni con lo
viejo impotente ni con el sujeto estéril. En sus tan citados
instantes irónicos lo que el sujeto hace es acusarse a sí mis-
mo de la inanidad de su propio esfuerzo, en vez de reírse de
la imaginería perdida y reevocada. Mahler no se queda tran-
quilo jamás en esos momentos. El sujeto que desciende de la
superestructura levanta de golpe aquello en que tropieza, y
lo modifica. Si, aun a riesgo de ser malentendidos, quisiéra-
mos comparar a Mahler y a Stravinski con corrientes de la
psicología, el segundo haría causa común con los arquetipos
de Jung, mientras que la consciencia ilustrada de la música
mahleriana hace pensar en el método catártico de Freud, el
cual, judío de la Bohemia alemana igual que Mahler, cruzó
la vida de éste en una fase crítica y, por respeto a la causa

63
de esa vida, renunció a curar a la persona; con ello se mos-
tró infinitamente superior a sus díádocos que liquidan a Bau-
delaire con el diagnóstico de su complejo maternal.
En Mahler el sujeto compositor no se acomoda al estrato
infantil, sino que le permite a ese estrato ingresar en la mú-
sica para así desmitologizarlo. Una vez que la cultura musical
rebajada a ideología ha sido destruida, se edifica una segun-
da totalidad con los fragmentos que han quedado y con los
harapos del recuerdo. La fuerza organizadora del sujeto hace
que en esa segunda totalidad vuelva a hacer aparición la
cultura contra la que el arte se rebela, pero que no extermi-
na. Cada una de las sinfonías mahlerianas pregunta cómo es
posible llegar a hacer una totalidad viva con los escombros
del mundo musical cosificado. No a pesar de lo chabacano,
por lo que siente inclinación, es grande la música de Mahler;
sino que lo es en la medida en que la construcción de esa
música suelta la lengua a lo chabacano, desata el anhelo del
cual no hace otra cosa que aprovecharse el comercialismo
que está al servicio de lo chabacano. El decurso de los mo-
vimientos sinfónicos de Mahler esboza, mediante una deshu-
manización, una salvación.

64
111. Caracteres

El procedimiento utilizado en cada caso por Mahler se


guía por el contenido musical específico y por la concepción
del decurso total de la obra, no por principios de ordenación
tradicionales. El rompimiento, la suspensión y el cumplimien-
to son, sin embargo, géneros esenciales de la idea mahleriana
de la forma.
Pasajes en que hay un rompimiento son el ya citado de la
Primera sinfonía y, posteriormente, el momento del segundo
movimiento de la Quinta en que los vientos giran hacia el re
mayor.
Las suspensiones componen con todo detalle, en partes
que son periféricas al avance global de la composición, el
viejo senza tempo. Son suspensiones el pasaje del pájaro
de la muerte que precede a la entrada del coro en la Segun­
da; el episodio de la corneta del postillón en la Tercera; los
episodios que aparecen en los desarrollos de los primeros
movimientos de la Sexta y de la Séptima; los compases de
la primavera de «El borracho en primavera» de La canción
de la tierra; y, en fin, el pasaje de la Burlesca de la Novena.
Las suspensiones mahlerianas tienden cada vez más a sedi-
mentarse en episodios. ~stos son esenciales para Mahler: son
caminos indirectos que luego se revelan retroactivamente
como los directos.
En cuanto a la categoría mahleriana del cumplimiento, la
que más se aproxima a ella, de las categorías formales codifi-
cadas, es todavía el Abgesang de la Barform,* que Los maes­
tros cantores habían inculcado a la generación de Mahler.
Cumplimientos en forma de Abgesang son en él, por ejemplo,
el breve final de la exposición en el primer movimiento de
la Tercera, o la conclusión de la reexposícíón en el último
de la Sexta, antes de que por última vez aparezca la intro-
ducción; también la tercera estrofa del primer movimiento
de La canción de la tierra.

* Sobre las categorías formales de Abgesang y Barform puede ver·


se AooRNO, lmpromptus, ed. cit., p. 223. (N. del t.)

65
La explicación de que durante toda la era del bajo contí-
nuo apenas se escribieran Abgesiinge, hasta su renacimiento
en Wagner, es sin duda la siguiente: lo que en ellos otorgaba
cumplimiento al contexto musical era algo esencialmente nue-
vo con respecto a ese contexto, y por eso los Abgesiinge co-
lisionaban con la idea de la música de la Edad Moderna, la
idea de una inmanencia cerrada; el principio económico de
esa música concebía todo como intereses obtenidos de un
capital raíz. La rebelión mahleriana contra semejante froga·
lidad se acordó del Abgesang con independencia de la cultura
histórica. Aquello que en la música sinfónica de Mahler no es
inmanente a la forma, no es calculable, pasa a ser, como Ab·
gesang, una categoría formal: la de lo otro que es a la vez
lo idéntico. Lo inauténtico anda en busca de su «en sí», anda
en busca de aquello que los temas individuales habían deja·
do de hacer, por su ascetismo frente a la pretensión subjeti-
va de crear la totalidad desde sí misma. Es posible que lo
que moviera a Mahler a reconstruir Abgesiinge fueran resi-
duos arcaicos subsistentes en la música popular, en la marcha
muy especialmente. El modelo del Abgesang en el movimien-
to corporal es la sucesión de «marcar el paso sin avanzar» y
«romper filas». Con ello se deja libre una fuerza que se ha
ido acumulando. El cumplimiento es un desencadenamiento,
que es el modelo físico de la libertad. Aunque no tengan una
función de Abgesang, también forman parte del tipo del cum-
plimiento la entrada de la reexposición en el primer movi-
miento de la Octava, el retorno fortissimo del tema principal
al comienzo del primer movimiento de la Novena, así como
muchos pasajes en el último movimiento de la Sexta, ya el
final de su segundo tema en la exposición.
En Mahler el cumplimiento no nfccta únicamente, sin em-
bargo, a esas partes formales <t•W hemos mencionado, sino
que su idea, la idea del cumplhuicntu, está operante en la
totalidad de la estructura sl11f1'111ku. En todos los sitios se
hace honor a la obligación 111wid11 df' In expectativa. Allí don-
de la música renuncia 111 11111111 drn1111\1ko, ul empate momen-
táneo, el cumplimiento rK In w1111111d11 que In música obtiene
de esa renuncia. Mahler p11d11 r111111111111· r11 el primer Brahms
campos de cumplimiento; ""'· r11 rl prluu-r movimiento de su
Cuarteto con piano én .rnl ,,,,.,,,,, v uunhlén en el episodio de
marcha del andante de r"" 111h11111 11hrn.
En la medida en que lit' 111 it'11lnhn por Iu sensible y por el
cromatismo, la historia 11r I" 1111h;h 11 1lrl 11l11lu XIX había mul-

66
tiplicado enormemente las tensiones y había desvalorizado
las distensiones. Esto hizo surgir en lo que respecta a la téc-
nica una desproporción, y en lo que se refiere al contenido
algo así como una resignación. Ambos fenómenos se fueron
reforzando a medida que los recursos que convencionalmente
simulaban el cumplimiento -sobre todo el recurso consisten-
te en restablecer la tonalidad principal- fueron resultando
cada vez más insuficientes para lograrlo, dado el crecimiento
de las tensiones. Seguramente una de las razones, y no la
menos importante, de que Mahler permaneciese fiel al díato-
nismo fue que quería compensar las tensiones con una ener-
gía mayor que la que permitían los recursos del Tristán.
Pero como él ya no podía confiar sin más en la tonalidad, los
cumplimientos se convirtieron para Mahler en una tarea en-
comendada a la pura forma musical. Allí donde lo que está
compuesto son dos puntos o una interrogación, no es lícito
responder a ellos con un mero signo de puntuación; la con-
testación debe ser siempre sólo una frase. La energía actual
de los caracteres no debe ser nunca menor que la energía
potencial de la tensión: la música dice, si así cabe expresarse,
voila.
Esto lo heredó más tarde Schonberg; a esa situación alu-
de su frase de que la teoría musical trata siempre únicamen-
te del comienzo y de la conclusión, pero nunca de las cosas
esenciales que en medio ocurren. La idea schonbergiana de
compensar las tensiones mediante el compendio dinámico de
la forma es la «consciencia de sí» de una necesidad sentida
por Mahler. En la técnica compositiva reina la justicia. Pero
ésta no se reduce a «medida por medida». Lo que la perma-
nente atención prestada al cumplimiento hace es sacar a
relucir en medio del procedimiento compositivo aquello que
no es intercambiable, en lugar de mantenerlo fuera cual una
abstracta imagen deseada o como una visión poetizante.
El rompimiento es siempre suspensión; es la suspensión
del contexto de inmanencia. Pero no toda suspensión es rom-
pimiento. Mahler duda cada vez más de que la suspensión
posea fuerza suficiente para ejecutar el rompimiento; después
de la Quinta los movimientos de sus sinfonías no se arries-
gan ya a representar algo trascendente como una nueva in-
mediatez. Su lógica compositiva se equiparó sin quererlo a
aquella lógica filosófica que afirma que desde la dialéctica no
es posible dar el salto a lo incondicionado sin correr peligro
de una recaída en lo enteramente condicionado: Mahler eví-

67
ta pronunciar compositivamente el Nombre de Dios, para no
entregarlo a su Adversario. La intención del rompimiento va
siendo sometida cada vez más a una mediación.
Las suspensiones dicen adiós a la inmanencia de la forma,
mas no por ello aseveran positivamente la presencia de lo
otro; no son ya alegorías de lo Absoluto, sino reflexiones que
sobre sí ejecuta aquello que se encuentra preso en sí mismo.
Las suspensiones, que están constituidas con elementos de la
forma, son recuperadas retrospectivamente por ésta. Gracias
a la relación que mantienen con lo que los precede, los cam-
pos de cumplimiento mahlerianos realizan dentro de la forma
aquello que el rompimiento se prometía desde fuera y que el
tipo de la sinfonía-drama reservaba a la explosión del instan-
te. En Mahler el rompimiento es instantáneo; las suspensio-
nes se dilatan; y los cumplimientos son formas temáticas es-
pecíficas.
La música mahleriana hace honor a sus promesas; en ella
lo prometido llega de veras, mientras que, según la observa-
ción de Busoni, en otras músicas lo único que se hace es al-
canzar puntos culminantes, y después de ellos la música, de-
silusionada y desilusionante, torna a empezar desde abajo.
En esa cualidad de la música mahleriana se da satisfacción
a algo que el espíritu no domesticado reclama propiamente
de toda música; en cambio, el espíritu domesticado -el buen
gusto- se imagina estar por encima de esa exigencia, pero
esto ocurre así tan sólo porque él ha quedado burlado una
y otra vez en lo que a eso respecta; y donde más burlado ha
quedado ha sido en las más grandes obras de arte. La aver-
sión a lo chabacano siente náuseas ante las pretensiones de
esto de ser lo aguardado; a lo aguardado lo chabacano mismo,
por sus insuficiencias, le priva de dignidad. Lo chabacano re-
meda aquello merced a lo cual aventaja a la vez al arte. Mah-
ler quisiera quitar de en medio esa mala alternativa y qui-
siera hacerlo robándole a lo chabacano aquello que la música
superior no proporciona y sanándolo de su impostura me-
diante el ímpetu propio de la música superior, que es el úni-
co al que de verdad se le otorga el cumplimiento. Mahler
dice adiós, ciertamente, al instante glorioso, pero éste le deja
como herencia superficies de un presente que tiene duración.
En las partes mahlerianas de cumplimiento se demora y dura
aquello que en otras músicas suele emprender la huida. Con
anterioridad a Mahler esos momentos de demora se habían
dado acaso tan sólo, alguna vez, en Bruckner: en la parte

68
central en fa sostenido mayor del adagio de la Séptima sin­
fonía de este compositor. El episodio en sol mayor -forma-
do por un inaparente contrapunto tomado del complejo te-
mático principal- que viene después de la exposición en el
primer movimiento de la Cuarta sinfonía de Mahler, un pasa-
je bienaventurado, yace allí ante el oyente como la aldea ante
cuya vista se apodera de él el sentimiento de que aquello,
aquello era lo que él andaba buscando.1 Que la música sea
capaz de lograr tal duración es algo que resarce de la abdi-
cación del principio auténticamente sinfónico.
El sentimiento mahleriano de la forma exige, sin embar-
go, que este carácter episódico no vuelva a írsele de las ma-
nos al conjunto de la sinfonía; el extenso primer tema del
tercer movimiento de la Cuarta, el movimiento de las varia-
ciones, posee, sin ningún pathos chillón, la misma paz poseí-
da por el hogar patrio, en el que ya no se agitan deseos y
que está curado del dolor que produce el límite. La genuini-
dad de ese tema, la cual no tiene por qué temer el parangón
con la genuinidad de Beethoven, supera la prueba porque el
anhelo, ciertamente, se toma una tregua, pero luego, inco-
rruptible, vuelve a alzar su voz en el lamento que es el se-
gundo tema, con su segunda parte, cantable, la parte del
transcender .2
En las categorías mahlerianas de la suspensión o el cum-
plimiento emerge a la superficie una idea que, más allá de
los confines de su obra, podría contribuir a hacer hablar a
la música por medio de la teoría: la idea de una doctrina
material de las formas, esto es, la idea de la deducción de
las categorías formales a partir de su sentido. Esa idea la
descuida la teoría académica de las formas, pues ésta opera
con meras clasificaciones abstractas, como «tema principal»,
«puente», «tema secundario» y «tema conclusivo», pero no
concibe tales secciones por la función que les es propia. En
Mahler las usuales categorías formales abstractas se recu-
bren de las categorías formales materiales; a veces las prime-
ras se convierten de modo específico en vehículos del senti-
do; a veces se constituyen también principios formales ma-
teriales al lado o por debajo de los principios formales abs-
tractos; éstos, ciertamente, continúan aportando el armazón
y sirviendo de apoyo a la unidad, pero no proporcionan ya
por sí mismos un contexto musical de sentido.
La fisonomía de las categorías formales materiales de Mah-
ler adquiere especial nitidez allí donde la música se derrum-

69
ba como en un caleidoscopio. El final del desarrollo del pri-
mer movimiento de la Novena sinjonla, por ejemplo, produ-
ce la impresión, según las palabras de Erwin Ratz, de un
«horrible derrumbamiento».3 La teoría tradicional de las for-
mas conoce, especialmente en los grupos conclusivos previos
a la coda, campos de resolución. En ellos los contornos te-
máticos se diluyen en un juego sonoro más o menos formu-
lario, por ejemplo sobre la dominante; no es raro tampoco
encontrar diminuendi que están compuestos con todo detalle
durante tramos relativamente amplios. Pero las partes en que
aparecen derrumbamientos en la música mahleriana no son
ya partes que se limitan a establecer una mediación entre
unas secciones y otras, o a poner el sello a unas determinadas
evoluciones, sino que son partes que hablan por sí mismas.
Están, ciertamente, insertas en el decurso general de la for-
ma, pero a la vez ocupan en ésta una extensión propia: son
el cumplimiento negativo. Si en los campos de cumplimiento
se realizan las promesas hechas por la evolución, en los de-
rrumbamientos acontece aquello de que el decurso musical
tiene miedo. Los derrumbamientos no se limitan a modificar
la composición, que en ellos se haría menos compacta o que-
daría enteramente reducida a polvo. Los derrumbamientos
son partes formales concebidas como caracteres. La teoría
material de las formas debería tener como objeto todas las
secciones formales de Mahler que, en vez de ser rellenadas
de caracteres, son formuladas por su propia esencia como
caracteres.
La categoría del derrumbamiento podemos encontrarla ya
en un modelo sencillo y muy temprano: en la conclusión del
tercer Lied de las Canciones de un aprendiz errante, cuando
aparecen las palabras «Icñ wollt', ich lii.g' auf der schwarzen
Bahr» [Quisiera yacer en el negro ataúd]. Aquí una serie de
acordes yuxtapuestos, sobre un pedal de dominante, van des-
cendiendo grado a grado. Esos acordes no conducen, sin em-
bargo, a otra cosa; ellos mismos constituyen su propia meta,
y los fragmentos motívicos que vienen después no son más
que una coda; el último Lied, el que viene a continuación de
éste, es un epílogo. Es evidente que Mahler adoptó este mis-
mo tipo en el primer movimiento de su Segunda sinfonia,4
que es un movimiento que muestra una tendencia general a
los derrumbamientos. En la marcha fúnebre de la Quinta
sinfonía está compuesto con toda maestría uno de esos de-
rrumbamíentos.! El derrumbamiento dinamiza la forma, mas

70
no por ello la evolución elimina sencillamente las tradícíona-
les divisiones formales; por el contrario, el dinamismo mismo
de la sección de la catástrofe es a la vez un carácter, un
campo casi espacial. Las partes de derrumbamiento no sólo
dan satisfacción a una necesidad formal de distensión, sino
que ellas son, por su carácter realizado, las que deciden el
contenido de la música.

Todos los caracteres mahlerianos constituyen una imagi-


nería. ~sta parece ser, a primera vista, una imaginería ro-
mántica, bien de paisaje rural, o bien de pequeña ciudad,
como si el cosmos musical se entusiasmase con un cosmos
social que es irrecuperable; como si el anhelo insatisfecho
estuviera proyectado hacia atrás. Con todo, Mahler no su-
cumbió ni al filisteísmo ni al falso popularismo, pues su ím-
petu dilató los idilios -siguiendo en esto el modelo de Los
maestros cantores de Wagner- hasta convertirlos en el es-
bozo de un todo dinámico; mas lo que hizo posible todo eso
fue la rotura que había en las imagines mahlerianas. Y, a la
inversa, es el ímpetu sinfónico, cuya totalidad borra la inme-
diatez de los detalles, lo que rompe las imagines.
En los poemas que impregnaron con sus imágenes la mú-
sica mahleriana -los poemas de El cuerno maravilloso del
muchacho­ la Edad Media y el Renacimiento eran ya me-
ros calcos, cual si estuvieran impresos en esas hojas volantes
que siguen hablando de nobles caballeros mientras se en-
cuentran ya a medio camino de ser periódicos. La afinidad
electiva que se da entre Mahler y sus textos no se basa tanto
en la ilusión falaz de encontrar allí algo hogareño y familiar
cuanto en el sentimiento anticipado de unos tiempos salvajes
inmutables; ese presentimiento asaltó a Mahler en medio de
unas circunstancias tardo-burguesas bien ordenadas y quizás
estuvo motivado por las penurias de su juventud. Su recelo
frente a la paz de la era imperialista considera que la guerra
es el estado normal y que los seres humanos son soldados
alistados contra su voluntad. Mahler aboga musicalmente en
favor de la astucia de los campesinos y en contra de los se-
ñores; aboga en favor de quienes ponen pies en polvorosa
ante el matrimonio; en favor de los marginados, de los en-
carcelados, de los niños pobres, de los perseguidos, de las
posiciones perdidas. Si la dictadura no hubiera depravado
tanto la expresión «realismo socialista», Mahler sería el úni-
co al que le cuadraría bien; a menudo los compositores ru-

71
sos de alrededor de 1960 suenan como un Mahler contrahecho.
Berg es el legítimo heredero de ese espíritu; en el vals lento
que en su Wozzeck invita a la pobre gente a un baile desma-
ñado y forzado resuena un ritmo de clarinete tomado del
Scherzo de la Cuarta de Mahler. La ideología dominante que
habla de la verdad, la belleza y la bondad, ideología con la
cual se envilece en sus comienzos la música de Mahler, se
transmuta luego en una protesta bien fundada. La humani-
dad de Mahler es una masa compuesta de desheredados.
Tampoco las obras tardías se dejaron arrebatar ese ingre-
diente materialista; la desilusión en que desembocan es una
respuesta al sufrimiento histórico, cuyas arrugas advierte la
música mahleriana en el rostro de un pasado acerca del cual
habría que seguir cantando y narrando cosas. Mediante el
desencantamiento, mediante la aflicción, mediante la reme-
moración prolongada el romanticismo de Mahler se niega a sí
mismo.
La imaginería mahleriana, también en cuanto es la imagi-
nería propia de su época, es históricamente, con todo, el gesto
de adiós con que se despiden aquellos enclaves de una Euro-
pa tradicional, precapitalista, que aún subsistían precaria-
mente en la Europa del industrialismo avanzado y que, con-
denados ya por la evolución, irradian el brillo reflejo de una
felicidad que nunca había estado presente en tanto la senci-
lla economía de mercado había dominado como forma de
producción. Las imagines mahlerianas de la vieja Alemania
son asimismo sueños de deseos de hacia 1900. A la segunda
música nocturna de la Séptima sinfonía podrían proporcio-
narle su motto versos como éstos de Rilke: «Die Uhren ru­
fen sich schlagend an, und man sieht die Zeit auf den Grund»
[Los relojes se llaman unos a otros al dar la hora, y vemos
el fondo del tiempo]. El volumen en que aparecen esos ver-
sos lleva el título de Bucñ der Bilder [Libro de las imágenes].
Eran bastante efímeros esos versos, y un soplo de su senti-
mentalismo perjudica también la imaginería de Mahler. La
música mahleriana va, sin embargo, más allá de la dimensión
de esos versos, pues no se da por contenta -como sí lo
hacía, por ejemplo, la «intuición de la esencia» de la feno-
menología de aquella misma época- con los cuadritos, sino
que imprime a éstos un movimiento que es a la postre el
movimiento de esa historia que tanto le gustaría olvidar al
feliz detenerse en las imágenes.
Las imágenes, cuyos colores son muy distintos, se entre-

72
mezclan aquí de manera proteica. Sobre sus cambios vela
una extremada precisión compositiva. Cada uno de los fenó-
menos -desde un movimiento sinfónico entero hasta una fra-
se suelta, hasta un motivo y su metamorfosis- cumple con
exactitud, inequívocamente, la función que tiene asignada:
eso es lo que la nueva música, Berg sobre todo, tomó de
Mahler. En éste las evoluciones parecen decir: «Esto es una
evolución»; las interrupciones que aparecen son claramente
bruscas; si la música se abre, oímos los dos puntos; y si se
realiza un cumplimiento, entonces la línea melódica sobre-
puja perceptiblemente en intensidad a lo precedente y no
abandona la altura alcanzada. Las resoluciones difuminan cla-
ramente los contornos y la sonoridad. El marcato subraya
lo esencial, anuncia: «Aquí estoy yo»; lo que viene después
es anunciado por fragmentos de motivos anteriores; un avan-
ce armónico es anunciado por una mayor fluidez de la músi-
ca; lo que debe ser completamente de otro modo, ser algo
nuevo, lo es de verdad.
Lo que una precisión como ésa hace es poner de relieve
los caracteres: éstos equivalen a su función formal entendi-
da en sentido enfático, que es la characteristica universalis
de la música mahleriana. La norma de la claridad, a la que
Mahler sometió rigurosamente sobre todo la instrumentación,
se originaba en una reflexión de la composición sobre sí mis-
ma: cuanto menor es la articulación que el lenguaje sonoro
proporciona a la música, tanto más estricto debe ser el cuida-
do que ésta ponga en su articulación. ~sta es la razón de
que, por así decirlo, la música llame a las formas por su
nombre, de que componga con todo detalle sus tipos, como
lo hará más tarde de modo paradigmático el Quinteto de
viento de Schonberg: 6 el imaginario Adrian Leverkühn, que
de Mahler tomó no sólo el agudo sol de los violoncelos que
aparece al final de la Primera música nocturna de la Sépti­
ma sinfonia, eligió aquel principio como canon de sus obras.
La no ingenuídad de Mahler con respecto a su propio len-
guaje tiene su correlato técnico en el afán de precisión. Lo
que otorga carácter, justo por otorgarlo deja de ser sencilla-
mente lo que es y se convierte en un signo, como lo indica el
término mismo «Carácter». Sus caracteres funcionales -es
decir, la aportación que cada parte individual hace a la for-
ma- los extrajo Mahler del repertorio de la música tradi-
cional. Pero a esos caracteres se los independiza; se los em-
plea sin tener en cuenta la posición que ocupan en el esque-

73
ma tradicional. De este modo puede inventar Mahler melo-
días que poseen sin más el carácter de un «después», me-
lodías que son extractos quintaesenciados de los grupos con-
elusivos de la sonata: de esa especie es, por ejemplo, la figura
del Abgesang del adagietto de la Quinta sinfonia.7 Sin duda
el carácter de esa figura procede del dilatado comienzo, de
una vacilación que suspende el decurso del tiempo e invita a
la música a mirar hacia atrás. A esos modelos conclusivos
les es esencial el intervalo de segunda descendente, preferido
en general por Mahler. Ese intervalo está escuchado a la voz
humana que cae, tiene la melancolía del hablante que deja
caer las terminaciones. Se transfiere así a la música un gesto
lingüístico, pero sin que aquí se cuelen significaciones. Cier-
tamente algo tan cotidiano como el intervalo de segunda des-
cendente adquiere una función gestual tan sólo cuando se lo
pone de relieve; el adagietto está lleno, ya antes, de descen-
sos de segunda; pero sólo en la citada frase final se convier-
ten esos descensos en algo particular, y eso se debe a la di-
latación que allí poseen.
La música mahleriana tiende en general a descender; se
entrega dócilmente a la pendiente gravitatoria del lenguaje
musical. El hecho de que Mahler se apropie de modo explí-
cito de ella hace, sin embargo, que esa pendiente quede co-
loreada con valeurs expresivos de que carecía en el contexto
tonal usual. Esos valeurs son los que establecen un contras-
te entre Mahler y Bruckner. Las diferencias de acento repre-
sentan diferencias de intención: en Bruckner, la intención
afirmativa; en Mahler, su intención peculiar, que encuentra
su consuelo en una aflicción sin reservas. Raras veces, con
todo, los caracteres mahlerianos son inherentes a las figuras
individuales con tanta pureza como en el mencionado Abge­
sang. Los caracteres vienen codeterminados casi siempre por
su relación con lo que ha aparecido antes. El grupo conclu-
sivo, que desciende cromátícamente, del primer movimiento
de la Segunda sinfonía no produce su efecto descansado-des-
trozado sino después de que ha sobrevenido la violenta erup-
ción.8
El sentido que había desaparecido al desaparecer la eje-
cución ritual de la totalidad se infiltra en la singularidad
característica. No por ello, sin embargo, encuentra la música
su paz en unos detalles que estuvieran cargados de sentido,
pero que se hallaran meramente yuxtapuestos y mantuvieran
una indiferencia recíproca. Por el contrario, las composícío-

74
nes que se inician con un indefenso detalle van preguntando
por la forma con una obstinación que es tanto mayor cuanto
menos esté dada de antemano la forma en la sustancia. El
todo, que en otro tiempo era el fundamento apriórico de la
composición, se convierte en una tarea que ha de ser llevada
a cabo por cada uno de los movimientos de las sinfonías
mahlerianas. La forma misma ha de volverse característica,
ha de «hacerse acontecimiento».
Estos problemas habían ido brotando ya dentro de la tra-
dición. El impulso sinfónico, el ímpetu, era la capacidad que
la música tenía de adquirir peso, como ocurre sobre todo en
los desarrollos beethovenianos. Tampoco a Mahler le falta
esa capacidad; ésta se manifiesta de modo grandioso en mu-
chos pasajes del complejo de vals del Scherzo de la Novena
sinionia, un Scherzo que en un primer momento había tenido
una exposición estática.9 Los movimientos sinfónicos mahle-
rianos son, sin embargo, todos ellos, si se los toma como una
totalidad, ríos en los que van flotando todos los detalles que
allí han caído, pero que jamás succionan enteramente lo par-
ticular. No pueden hacer desaparecer lo característico por-
que no admiten una estructura situada más allá de la conñ-
guración de lo característico. Esa intención orientada hacia
la totalidad es lo que establece una oposición antitética en·
tre Mahler y el romanticismo tardío; éste cifraba toda su
ambición en la mera caracterización del detalle, al que de
ese modo degradaba al rango de mercancía. Incluso allí don-
de el Mahler joven, siguiendo la práctica de su época, escrí-
be piezas de género, éstas conservan una vibración del todo;
aun aquello que se complace en su limitación quisiera de·
sembarazarse de sus propias barreras.
En los bien ordenados grupos del primer movimiento de
la Quinta se da entrada a partes dinámicas: así ocurre ya en
el puente de retorno que viene después del primer trío.10
Cuando la fanfarria reaparece por vez primera en la exposí-
ción de la marcha, esa fanfarria penetra hirviendo en una
masa que, con un golpe de los platillos, comienza a chirríar,"
Queda así liberado, en medio de las superficies en cierto
modo estáticas de una marcha militar enteramente estilizada,
un lamento que es contrario a toda disciplina. En Mahler el
sujeto lírico individual se despoja dolorosamente, mediante
el decurso formal que él mismo inicia, de su mera individua·
Iidad. Entre el todo y lo individual no se da una concordan-
cia armoniosa, como ocurría en el clasicismo vienés. La re-

75
Iacíón entre ambos es aporética. El impulso de la totalidad,
para imponerse, se ve forzado a relativizar lo individual; los
detalles no deben secundar de manera conciliadora la totali-
dad si no quieren perder su caracterización, que es lo único
que los califica con relación al todo; pese a su singularidad,
los detalles no permanecen cerrados por su propia esencia
a la idea de un todo.
La hazaña compositiva de Mahler consiste en su modo de
solventar esa aporía. Unas veces hace experimentos con lo
individual durante todo el tiempo que sea necesario hasta
que de ello, de lo individual, resulta un todo. Otras evita
adrede, con mucha habilidad, una totalidad rotunda: la au-
sencia de esa rotundidad se convierte entonces en un sentido
negativo. En ocasiones confiere en secreto una acuñación tal
a lo individual, a lo irregular -que suena como una ocurren-
cia aceptada pasivamente por la composición en su conjun-
to-, que esto no es ya algo que se halle ahí simplemente, no
es algo definitivo, apto para ser «asumido», sino que quiere
ir más allá de sí mismo y de su limitado ser como es. El nada
riguroso rigor de la formulación individual, la renuncia a los
temas fijos, es el recurso más excelente utilizado por Mahler
para conseguir esto. La subjetividad, que en Mahler parece
anonadarse en su entrega a la objetividad de su material, pe-
netra, sin embargo, en el material: la intención objetivista
de Mahler tiene aquí su límite.
Tampoco los modelos plásticos, cantables, derivados de la
melodía del Lied, reposan nunca en sí mismos. El viejo di·
namismo de la escritura sinfónica se ha adueñado de los de-
talles emancipados. Unas veces éstos pasan a ser lo otro que
ellos; otras reclaman lo otro como contraste; a menudo se
escinden, como hacían en otro tiempo en el clasicismo los
campos de resolución. En este aspecto la música mahleriana
se opone de igual modo al formalismo de las academias que
a la superficial asociación de lo particular cultivada por la
escuela neoalemana. A lo que la música mahleriana aspira
es a un todo objetivo que ni sacrifique nada de la diferencia·
ción subjetiva ni usurpe tampoco su propia objetividad.
l1sta es la razón de que a la universal necesidad de carac-
terización sentida por Mahler no le bastase el limitado teso-
ro de tipos de la gran música. La indiscutida primacía del
todo sobre las partes en el clasicismo vienés había traído
como consecuencia que en muchos aspectos las formas musí-
cales se pareciesen y se aproximasen unas a otras. Tenían

76
miedo del contraste extremo, sin el cual precisamente no se
constituye el todo mahleriano. Mahler busca ayudas; y las
busca no sólo en el declinante romanticismo tardío, sino so-
bre todo en la música vulgar. '.esta le ofrecía estimulantes
drásticos -así, lo «electrizante» de las bandas militares-
que estaban proscritos por el selecto gusto de la música su-
perior. El pasaje de trinos de la exposición allegró del último
movimiento de la Sexta sinfonía 12 creemos haberlo escuchado
ya miles de veces en marchas. Pero el contexto en que aque-
llos trinos emiten sus pitidos les otorga una sangrante no
metaforicidad que jamás habrían soñado poseer en las mar-
chas militares mismas.
A los caracteres mahlerianos les es esencial este ingre-
diente mortal, no estilizado: la alegría no es propiamente un
carácter, y esto no ocurre sólo en Mahler. Cuando éste, en
su juventud, se propone escribir composiciones agradables,
en un austríaco sin roturas, como lo hace en el andante de la
Segunda sinfonía, se acerca a lo complaciente; y más tarde,
en el adagietto de la Quinta, se aproxima a un sentimentalis-
mo culinario. La música del Mahler maduro no conoce ya la
felicidad más que en la forma de la felicidad revocada, como
ocurre en el estridente episodio del violín solista en la reex-
posición del último movimiento de la Sexta sinfonía; 13 en
La canción de la tierra los gritos de júbilo que lanza el bo-
rracho en primavera son del tipo que Wagner había descu-
bierto para la composición al final del primer acto del Tris­
tdn: «0 W onne voller Tücke! O Trug­geweihtes Glücke!»
f ¡Oh placer lleno de perfidia! ¡Oh felicidad destinada al en-
gaño!] 14 La caracterización, que es la objetivación de lo ex-
presivo, va hermanada con el sufrimiento. Su componente de
dolor aceda, en las obras tardías, la entera complexión de
Mahler. Su música tonal, preponderantemente consonante,
tiene en ocasiones el clima de la disonancia absoluta, la ne-
grura de la nueva música.
Los caracteres de lo eruptivo y lo sombrío se funden a
veces en el tono del salvajismo pánico; además de en el pri-
mer trío de la marcha fúnebre de la Quinta y en muchos
pasajes de la Sexta, donde la fuerza de la corriente musical
y de sus remolinos aumenta hasta llegar a lo horroroso es
sobre todo en el desarrollo de la Tercera; aquí la composi-
ción se hace desproporcionada al cuerpo humano. La erup-
ción aparece salvaje desde su inicio mismo: es el impulso
anticivilizado como carácter musical. Tales caracteres traen

77
a la mente la doctrina de la mística judía que interpreta el
mal y lo destructivo como manifestaciones dispersas de la
potencia divina fragmentada; en general es muy posible que
los rasgos mahlerianos a los que los charlatanes han encas-
quetado el cliché de «mentalidad panteísta» procedan más
bien de una subterránea dimensión mística que no de la omi-
nosa creencia monista en la naturaleza. Esto podría aclarar
la observación de Guido Adler, adelantada por él con titu-
beos como «paradójica», de que en Mahler se entrecruzan
aspectos monoteístas y aspectos panteístas,"
El material sonoro mahleriano es caracterizado incluso
en su fisonomía por instrumentos que saltan insumisos fuera
del tutti orquestal: así, los emancipados trombones que per-
turban el equilibrio en el primer movimiento de la Tercera
sinfonía; y los resonantes, retumbantes motivos de timbal en
la Primera música nocturna y en el Scherzo de la Séptima, y
ya también en el Scherzo de la Sexta. En la orquesta mahle-
riana es donde por primera vez se pierde el equilibrio que
aún domina en Wagner, pese al aumento de lo tímbrico que
en éste hay en comparación con el clasicismo. La totalidad
sonora corre con los gastos producidos por la nitidez otorga-
da a las voces individuales.
En el último movimiento de la Primera sinfonía el desga-
rramiento se acrecienta, más allá de cualquier mesura media-
dora, hasta alcanzar un todo de desesperación; tras ésta, lue-
go, el atolondrado triunfalismo final queda desvaído cierta-
mente, no es más que mera escenificación. El cerrado espejo
sonoro se hace añicos en una «nueva música» que utiliza re-
cursos tradicionales. Tampoco aquí cabe hacer -como no
cabe hacerla en ninguna obra de arte importante- una dis-
tinción entre el fracaso académico y el logro estético. El
sentimiento mahleriano de la forma se demuestra genial en
el detalle siguiente: en medio del estallido general coloca una
melodía de la voz superior, una melodía insólitamente larga
e intensa, que no se interrumpe; es como si aquel contexto
sintiera la necesidad del otro extremo, de un todo parcial
que se independiza del todo total y que comienza a volverse
incandescente en medio de aquello que lo rodea y que es in-
capaz de ponerle dique. Ese mismo instinto que ordena a
Mahler poner en contraste lo atomizado con lo no roto le im-
pide luego repetir, yendo así en contra del esquema de la
sonata y del rondó, aquella melodía en re bemol, cuya es-
tructura la hace única. Esa melodía vuelve a aparecer sólo

78
fragmentariamente, en el torbellino de los átomos. Su propia
aniquilación es lo que la sigue integrando; tras una aniqui-
lación como ésa no podría volver a aparecer de manera in-
dependiente por segunda vez.
Mahler trata la forma de un modo no esquemático, pero
esto no se debe simplemente a la mentalidad propia del inno-
vador, sino a su conocimiento de que el tiempo musical no
consiente, a diferencia de la arquitectura, simples relaciones
de simetría. Para el tiempo musical lo idéntico es no idénti-
co; y lo no idéntico puede engendrar la identidad; nada es
indiferente a la sucesión. Todo lo que ocurre ha de tener en
cuenta de manera específica lo que ha ocurrido anteriormen-
te. La Primera sinfonía, en la que Mahler no se enfrenta aún
con el peso de la tradición, posee una especial riqueza de
caracteres antiformalistas. Esa sinfonía lanza contrastes sin
ninguna mediación, hasta el punto de que la aflicción y la
burla son ambivalentes. El popurrí de su tercer movimiento
se declara vencido por el curso del mundo, al que desespera
de llegar a dominar, y coordina, ya bastante al comienzo,16
pero sobre todo en la aceleración súbita,17 cosas incompati-
bles.

La Cuarta es la sinfonía característica por excelencia. La


necesidad de caracterización es lo que produce su totalidad,
enteramente rota; tan carácter es el todo como sus elemen-
tos. Esta sinfonía está sujeta a la ley del empequeñecimiento.
Su imaginería es la de la infancia. El aparato orquestal está
simplificado; no aparecen los metales de registro grave; el
número de trompas y trompetas es bastante modesto. En el
ámbito de esta sinfonía no se admiten figuras paternales. La
sonoridad evita aquel monumentalismo que, desde la Novena
de Beethoven, va siempre asociado a la idea del sinfonismo.
De semejante ascetismo se beneficia el arte de la caracte-
rización instrumental: los íntimos timbres solistas, las voces
melódicas, no de fanfarria, sustitutos más suaves y oscuros
de los metales de registro grave, que las trompas producen
en la Cuarta no tienen precedentes ni siquiera en Los maes­
tros cantores. La necesidad de extraer de una paleta pequeña
colores muy variados da como resultado unas combinaciones
nuevas -así, en el segundo movimiento, la combinación de
los sonidos tapados y sombríos de las trompas y los fagotes
en registro grave-, o bien unos timbres nuevos -como, en
el último movimiento, el transparente timbre de los clarine-

79
tes. El unísono de las cuatro flautas en el desarrollo 18 no
se limita a reforzar la sonoridad; ese unísono crea una sono-
ridad sui generis, la de una ocarina soñada: así es como
tendrían que ser los instrumentos infantiles que jamás ha
oído nadie.
La reducción del aparato orquestal proporciona a la mú-
sica sinfónica procedimientos camerísticos; a ellos recurrió
Mahler luego en numerosas ocasiones, tras el alfresco de las
primeras sinfonías. Donde con mayor resolución lo hizo fue
en las Canciones de los niños muertos, citadas en el movi-
miento de las variaciones de la Cuarta.19 Aquellas Canciones
no son ya ciertamente, en el último de sus cantos, música
de cámara; tampoco lo es la Cuarta sinfonía; siempre que a
ésta se le antoja produce grandes efectos de tutti, en los cua-
les se integran, como uno de sus componentes, los complejos
camerísticos. También ellos son funciones de la composición,
de la escritura: proporcionan una completa luminosidad al
sutil tejido de las voces, que cambia sin cesar. Por su propia
densidad ese tejido lleva hacia las pinceladas amplias, no
sólo contrasta con ellas. En el clímax que hay al final del
desarrollo irrumpe resonante la patética fanfarria de la Quin­
ta.'1!J Según una afirmación atribuida a Mahler, esa fanfarria
está destinada a llamar al orden y al juego al desarrollo, el
cual adopta una compostura «casi demasiado seria», en el
sentido schumanniano; un gesto de escepticismo vienés hace
como si nada hubiera ocurrido. Ese pasaje es la abrazadera
que mantiene enlazadas las cuatro primeras sinfonías con
las sinfonías puramente instrumentales de la época interme-
dia. Todas las obras de Mahler están comunicadas subterrá-
neamente entre ellas, como lo están las obras de Kafka, por
pasadizos del edificio descrito por éste. Ninguna obra mahle-
riana es obra hasta tal punto que constituya una mónada
con respecto a las demás.
La soberanía compositiva que Mahler adquirió en la eco-
nomía de la Cuarta y que transfirió retrospectivamente a la
imaginería de las denominadas «Sinfonías de El cuerno ma­
ravilloso del muchacho, plasma ya enteramente cada uno de
los compases. La Cuarta sinfonía es la obra en la que por vez
primera escribe Mahler contrapunto en serio, aunque, desde
luego, la polifonía no prevalece aún sobre el tesoro de repre-
sentaciones de las piezas anteriores. Lo que el contrapunto
se propone es dar a la música aquella intensidad de factura
que acaso quedaba recortada por el sacrificio de los metales

80
de registro grave. Pero los contrapuntos poseen también una
función caracterizadora. En el primer complejo temático del
primer movimiento los clarinetes y los fagotes improvisan un
contrapunto,21 que queda ciertamente tapado por las cuerdas,
pero que es imposible no oír si la ejecución es correcta. El
intervalo de novena, que pasa al primer plano en la fausse
reprise posterior al final de la exposición, conquista poco a
poco para ese contrapunto los mismos derechos de un tema
principal, unos derechos que la construcción académica le
había negado en un primer momento. Ese intervalo tan enor-
me, que salta del re3 al si4, y hacia el cual parece extender
sus brazos desde el inicio el tema contrapuntístico, sólo en
esa fausse reprise es hecho efectivo convenientemente por
los violoncelos.22 El aliento sinfónico de Mahler es tan amplio
que puede hacer sentir una tensión latente durante muchos
grupos de un movimiento y no otorga una compensación a
esa tensión hasta que no vuelve a aparecer su modelo.
El trato dado a la forma en esta sinfonía no es menos es-
pontáneo. En el punto culminante del primer movimiento se
alcanza un campo deliberadamente infantil, de una alegría
ruidosa; 23 su forte se va haciendo cada vez más desagrada-
ble, hasta el puente de retorno ejecutado por la fanfarria.
Pero inmediatamente, en contra de toda la teoría de las for-
mas, el forte se repite en la reexposícíónz' sustituyendo al
puente orígínarío," Esto posee un sentido formal muy preci-
so. El pasaje ruidoso tiene, en efecto, un parentesco motívico
con aquel puente anterior -o, si se quiere, con el Abgesang
del tema principal. Si ese pasaje se repitiese con su prime-
ra forma, desmerecería con respecto a su propia modifica-
ción, la que ha experimentado en el primer campo ruidoso
parecido a una fanfarria. Ahora bien, una fanfarria no es algo
que pueda tener una evolución ulterior; lo único que cabe
hacer es repetirla, como si la música, maníacamente, no con-
siguiera dejar de pensar en la erupción. Por ello la música
prefiere transigir aquí con una identidad primitiva e inma-
dura, pero cuya irregularidad la hace incisiva, que no desen-
terrar cosas que quedan muy lejos o volver a poner en mar-
cha en la reexposición un dinamismo que lo único que haría
sería duplicar inútilmente el muy detallado dinamismo del
desarrollo. Cuando luego, después de que el desarrollo, bajo
el dictado de la fanfarria, ha enmascarado, al ir esfumándose
poco a poco, el comienzo de la reexposición, viene un silencio
general de toda la orquesta que arroja fuera a la música,

81
hasta que de repente 26 el tema principal prosigue su marcha
en medio de su reexposícíón," todo esto se asemeja a la feli-
cidad del niño que, saliendo del bosque por el Schnatterloch,
se encuentra de improviso en la vetusta plaza de Miltenberg.*
La broma de Haydn en su Sinfonía infantil se amplía en la
Cuarta de Mahler hasta convertirse en un espacioso reino
fantástico en el cual, por así decirlo, todo vuelve a aparecer
una vez más. Igual que aquel campo ruidoso hacen ruido los
niños que golpean cacerolas y que, si pueden, las destrozan.
El impulso destructor que acecha con su maldad detrás de
toda música triunfal y la abochorna, queda disculpado como
un juego no sujeto a la racionalidad. Toda la Cuarta sinfonla
agita y mezcla inexistentes canciones infantiles: el libro de
oro de la música es para ella el libro de la vida. El estrépito
que aquí producen los bombos es el mismo estrépito que al
niño que aún no había cumplido los siete años le parecía que
producían los tambores.
La Cuarta sinfonía es la tentativa solitaria de establecer
una comunicación musical con lo déja vu; su color es un co-
lor resistente, como la imago del carromato de los gitanos o
del camarote del buque. Mahler percibió ese mismo color en
los cuentos; tras ellos corría, olvidado de todo, su oído, como
corren los niños tras el sonoro juego producido por el trián-
gulo y el árbol de cascabeles. Para el sensorium musical del
niño es el juego sonoro algo parecido a lo que para su sen­
sorium óptico son los multicolores billetes de viaje, cuya lu-
minosidad contrasta con el gris cotidiano, huella última de
un mundo perceptivo no confiscado aún por el comercio. En-
tre las imágenes infantiles de la música mahleriana no falta
la evanescente huella de las bandas de música; esa huella
brilla un instante a lo lejos como un relámpago y promete
* Los nombres Schnatterloch y Miltenberg aluden a recuerdos in-
fantiles de Adorno. Cuando de niño veraneaba en la aldea de Amorbach,
hada· excursiones a la cercana población de Miltenberg. En su libro
Ohne Leitbild (Francfort, 1967), p. 24, rememora Adorno esa experiencia
infantil:
cPara ir a Miltenberg, mejor que tomar el pequeño tren [ ...] es ha·
cer el camino a pie, por las colinas. Hay un camino que lleva allí desde
Amorbach [ ...] describe ese camino una vasta curva a través del bosque,
que parece hacerse cada vez más espeso. En sus profundidades hay
restos de viejas murallas y al final aparece una puerta, llamada Schnat­
terloch por el frescor que reina en aquel lugar del bosque. Cuando uno
ha cruzado la puerta, se encuentra de repente, y sin ninguna media-
ción, como en los sueños, en la más bella de las plazas medievales.»
(N. del t.)

82
más cosas de las que luego da en la ensordecedora cercanía;
involuntariamente recordadas, las marchas que en otro tiem-
po ejercían una coacción suenan en Mahler como sueños de
una libertad no cercenada. La adopción de las marchas venía
facilitada porque éstas, pese a pertenecer a la música infe-
rior menospreciada por la cultura, disponían de un canon de
procedimientos, disponían de un lenguaje formal relativamen-
te evolucionado, cuya fuerza sugestiva no estaba en modo al-
guno tan lejos del sinfonismo como se lo imaginaba la alta-
nería cultural. Es probable que, lo mismo que ocurrió más
tarde en el jazz, durante el siglo XIX un cierto tipo de músi-
cos carentes de pretensiones artísticas, pero cualificados en
lo que respecta al oficio, se pasase a la música militar y en-
contrase en ella fórmulas compositivas muy exactas para ex-
presar una corriente colectiva subterránea; sin duda fue esto
lo que Mahler admiró en las marchas.
Pero a quien reclama un título de propiedad sobre las
marchas, igual que lo reclamaba en otro tiempo sobre sus
soldaditos de plomo, se le abre la puerta hacia lo irrecupera-
ble. El billete de entrada apenas cuesta menos que la muer-
te. Como Eurídíce, la música mahleriana está raptada del rei-
no de los muertos. No sólo en el segundo movimiento de la
Cuarta se superponen las imágenes del niño y de la muerte.
El lenguaje que uno entendía cuando era un niño vuelve a
alborear después de eones; pero la dicha de volver a hablarlo
está encadenada a la pérdida de la individuación. Niños que
apenas habrán comprendido bien la música mahleriana, tan
compleja y tan pluridimensional, tal vez hayan, en su error,
comprendido mejor que los adultos el venturoso dolor que
hay en un Lied como el titulado Caminaba yo alegre por un
verde bosque. Cocinándoles a los niños su alimento musical,
Mahler se acomoda abismalmente al proceso histórico de la
regresión del oír. Mahler acude a consolar a una humanidad
dotada de un «YO» debilitado, a una humanidad incapaz de
autonomía y de síntesis. Simula el lenguaje que se está desin-
tegrando, para liberar así el potencial de aquello que sería
mejor que los altivos bienes culturales.
En ningún otro sitio es más pseudomorfosis la música
mahleriana que en la sinfonía seráfica, la Cuarta. Los casca-
beles del primer compás, a los que otorga un colorido muy
suave la corchea de las flautas, ha chocado desde siempre al
oyente normal, que se sentía tomado por un bufón. En verdad
es el cascabel de un bufón, un cascabel que, sin decirlo, dice:

83
«Nada de lo que oís es verdad.» Unas palabras del texto del
Lied titulado Canto nocturno del centinela, sacado de El cuer­
no maravilloso del muchacho, unas palabras que se encuen-
tran en la parte central, una parte magníficamente disonante
y en la que hay unos arcos interválicos de amplias ondulacio-
nes, dicen: «An Gottes Segen ist alles gelegenl W er's glauben
tut! Wer's glauben tutl» [¡Todo depende de la bendición di-
vina! ¡Quién lo cree! ¡Quién lo cree! ].28 Estas palabras co-
mentan la imagen de la bienaventuranza con que termina la
Cuarta sinfonía. llsta pinta el paraíso con unos rasgos antro-
pomórficos y campesinos, para anunciar que tal paraíso no
existe. La increencia que constituye el subsuelo del cristía-
nismo en todos los países convertidos y en la cual se mezclan
inextricablemente restos de una religión natural mítica con
inicios de ilustración, hace su entrada en las imágenes musi-
cales de la fe. El cascabel del bufón tiene en seguida una con-
secuencia positiva. El tema principal, que a los no enterados
les suena como una cita de Mozart o de Haydn, y que en ver-
dad procede de la segunda parte del tema cantable del alle-
gro moderato de la Sonata para piano en si bemol mayor,
op. 122, de Schubert, es el más inauténtico de todos los temas
mahlerianos. El comienzo con los cascabeles, que es algo aje-
no a la sinfonía, y el tema, que simula ser ingenuo y al cual
se lo desarticula y lanza de un lado para otro, permanecen
heterogéneos entre sí. Tampoco la instrumentación es perti-
nente. En aquel clasicismo vienés que siempre tiene fijos los
ojos en el tema principal serían impensables los concertantes
vientos solistas de los compases de la introducción. Con la
coherencia peculiar de lo incongruente las voces encomenda-
das a los vientos van luego poniendo cada vez más en entre-
dicho la segura primacía de las cuerdas; esto ocurre ya en
la continuación del tema principal, una apódosis confiada a
las trompas en registro agudo, a las que les cuesta mucha
fatiga llevar la melodía.P La rotura es completa en el final
de la canción de las alegrías terrenales, una canción que Mah-
ler excluyó, seguramente tras pensarlo bien, del ciclo de las
Canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del mu­
chacho». No sólo son muy modestas aquellas alegrías, como
un útil huertecillo de legumbres de la Alemania meridional,
lleno de fatigas y trabajos: «Sanct Martha die Kiichin muss
sein» [Santa Marta ha de hacer de cocíneraj.v En tales ale-
grías están eternizadas la sangre y la violencia; se sacrifican
bueyes; corzos y liebres corren tranquilamente por fa calle

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hacia el festín. El poema culmina en una cristología extrava-
gante; a la pobre alma esa cristología le pone en la mesa,
como alimento, al Salvador, acusando así, sin quererlo, al
cristianismo de ser una religión sacrificial mítica: «Iohannes
das Liimmlein auslasset, der Metzger Herodes drauf passet»
[San Juan deja escapar al Corderillo, pero el carnicero, He-
rodes, no lo pierde de vista]. En ese momento las flautas en-
tonan staccato la corchea de la bufonesca introducción del
primer movimiento y los clarinetes hacen lo mismo con su
figura de semicorcheas. Con las complicaciones tristemente
ridículas de un desarrollo rudimentario empaña la música
inequívocamente un paraíso que ella mantiene puro tan sólo
allí donde ella misma toca música celestial. Sin embargo, el
pasaje de los violines en la coda del primer movimiento, pa-
saje famoso por sus parodias, y las tres negras «muy reteni-
das» de la última entrada grazioso del tema principal 31 son
como una larga mirada dirigida hacia atrás, una mirada que
pregunta: ¿Pero es verdad todo esto? A esa pregunta respon-
de la música moviendo negativamente la cabeza; por ello,
para levantar el ánimo y lograr un equilibrio tiene que recu-
rrir la música al caricaturizador convencionalismo de una
conclusión alegre, propia de la sinfonía prebeethoveniana. La
teología mahleriana es, una vez más como la de Kafka, una
teología gnóstica; su sinfonía de cuento de hadas es tan triste
como las obras tardías. Una vez extinguida la sinfonía con
estas prometedoras palabras: «dass alles für Freuden er-
wacht» [para que todas las cosas resuciten para las alegrías],
nadie sabe si no se habrá dormido para siempre. Esta sinfo-
nía pone y a la vez niega la fantasmagoría del paisaje tras-
cendente. Inalcanzable continúa siendo la alegría, y la única
trascendencia que queda es la del anhelo.
Pero ni siquiera la Cuarta, tan rebosante de intenciones,
es una música de programa. De ésta se distingue no sólo por
el empleo de las denominadas formas absolutas: sonata,
Scherzo, variaciones, Lied; también los tres últimos extensos
poemas sinfónicos de Richard Strauss conocen formas pare-
cidas. Y, a la inversa, a Mahler no se lo puede subsumir sin
más, ni aun después de que ya no quisiera tener nada que
ver con el programa, bajo la praxis de Bruckner o Brahms y
menos aún bajo la estética de Hanslick. La composición ha
engullido el programa; los caracteres son los monumentos
conmemorativos de éste. En la combinación de los caracteres
con lo banal es donde se hace bien visible la verdadera dífe-

85
rencia de Mahler con respecto al programa. La razón de que
Mahler no se adscriba al programa está en que ni quiere es-
tar entregado al azar de si aparecerán o no aparecerán las
representaciones· poéticas auxiliares, ni desea tampoco esta-
blecer por decreto la significación de las figuras musicales. En
Richard Strauss la caracterización fracasa porque es él mis-
mo quien define las significaciones autónomamente, desde el
sujeto. Esto le permite sus trouvailles hasta Electra, pero a
la vez le impide la irresistible elocuencia, considerada por él
como lo más importante. En lugar de eso, el medium mahle-
riano es el de la caracterización objetiva. Cada tema posee,
por encima de la simple realidad de sus notas, una esencia
bien acuñada, que casi está más allá de la inventiva. Los mo-
tivos de la música programática están a la espera de las eti-
quetas que les pondrán los manuales y los comentarios; en
cambio, los temas mahlerianos poseen cada uno en sí su nom-
bre propio, sin necesidad de ninguna nomenclatura. Semejan-
te caracterización tiene posibilidad de ser vinculante, sin em-
bargo, únicamente si la fantasía del compositor no produce
intenciones a su antojo, esto es, si no excogita, por ejemplo,
motivos destinados a expresar, según un plan, esto o lo otro,
sino que trabaja con un material lingüístico-musical en el que
las intenciones están ya presentes de modo objetivo. Esas in-
tenciones son lo que luego la fantasía compositiva cita, por
así decirlo, como algo prepensado y lo cede al todo. Los ma-
teriales que cumplen esa función son los denominados bana-
les: aquellos materiales en los que de manera general, con
anterioridad a la intervención del sujeto compositor, se ha
sedimentado una significación, una significación que, en cas-
tigo, ha perdido la espontaneidad de la realización viva.
Pero tales significaciones tornan a bullir bajo la varita de
la composición y se dan cuenta de la fuerza que poseen. Que-
dan rebajadas a elementos de la composición y, a la vez, son
liberadas de las ataduras de su propia rigidez cosificada. Así
es como la música mahleriana está destinada a ser «concre-
tamente idea». En todas partes es esa música más de lo que
sería si sólo se tuvieran en cuenta sus parámetros; pero para
comprender ese «más» no se necesita ni un saber abstracto
ubicado más allá de la manifestación fenoménica de la mú-
sica, ni tampoco un engranaje de asociaciones, de las que asi-
mismo podría prescindirse. En este sentido el novum de la
concepción mahleriana lo genera algo a lo que cabría tachar
de reaccionario si' se lo tomara aisladamente.

86
IV. Novela

El elemento reaccionario de la música mahleriana está en


sus ingenuidades. Desde siempre ha venido produciendo una
irritación especial -pues ha sido tenida por contradictoria-
la amalgama que en Mahler se da de elementos ingenuos y ele-
mentos no ingenuos, la fisonomía de una música que por un
lado confiere una carga de significación a sabidísimos giros
folklóricos, mientras por otro no pone en duda que las ex-
celsas pretensiones de la música sinfónica sean algo obvio. La
música mahleriana acopla lo que es inmediato con aquello
que no lo es, porque la forma sinfónica no garantiza ya el
sentido musical, tanto si se entiende éste como conexión rigu-
rosa cuanto si se lo concibe como contenido de verdad, y por-
que la forma ha de buscar ese sentido. De una especie de
mero «estar ahí» musical -los componentes folklóricos a que
antes nos hemos referido- hay que extraer las mediaciones,
las cuales son, a su vez, las que justifican eso como algo lleno
de sentido.
Vistas las cosas desde la perspectiva de la filosofía de la
historia, la forma mahleriana se aproxima con ello a la forma
propia de la novela. El material musical es pedestre; su pre-
sentación, sublime. Esa misma fue la configuración de conte-
nido y estilo que hubo en la novela de las novelas, la Madame
Bovary de Flaubert. J!pico es el gesto de Mahler, ese gesto
ingenuo con que se dice: «Prestad atención, que ahora voy
a tocaros algo que jamás habéis oído.» Cual si fueran nove-
las, cada una de las sinfonías mahlerianas despierta la expec-
tación de lo especial como regalo. A eso se refiere la obser-
vación de Guido Adler, quien dice que nadie se ha aburrido
nunca escuchando a Mahler, tampoco sus enemigos.
El Mahler joven disfrutaba con el material musical que
permite hacer grandes cosas; sin duda no le faltaban fanta-
sías a granel. La espiritualidad mahleriana tenía un substrato
de bajos fondos musicales. Unas veces exige Mahler una «eje-
cución sin parodia», otras una «ejecución con parodia», sin
que los temas mismos permitan decidirse por una o por otra;
y lo que con esto hace Mahler es delatar con palabras la ten-

87
sión de esos temas con respecto a lo «sublime». Desde luego
la música no quiere narrar nada; pero el compositor quiere
hacer música como otros narran.
A esta música habría que llamarla «nominalista», por ana-
logía con la terminología filosófica. En las obras mahlerianas
no se compone música desde arriba, desde una ontología de
las formas, sino que el movimiento del concepto musical co-
mienza abajo, comienza en cierto modo con los hechos de la
experiencia; luego se da a esos hechos, en la unidad de su
sucesión, una mediación; y al final se hace saltar de la tota-
lidad el destello que brilla por encima de los hechos. En este
aspecto Mahler contribuye de modo decisivo a la liquidación
de la tradición.
En la base de la «forma novela» de la música hay una
idiosincrasia que, sin duda, hubo de ser percibida ya mucho
antes de Mahler, pero que éste fue el primero en no repri-
mir. Esa idiosincrasia odia saber de antemano cuáles serán
los pasos ulteriores de la música. El «saberlo de antemano»
es algo que resulta ofensivo para la inteligencia musical, para
la nerviosidad espiritual, para la impaciencia mahleriana. Des-
pués de Mahler la música ha eliminado los elementos fijos
existentes en ella, los ha devaluado, convirtiéndolos en fichas
de juego; pero ya Mahler se rebela contra esos elementos y
lo hace dentro de la lógica musical tradicional. Mahler no
construye, sin embargo, formas nuevas; lo que hace es poner
en movimiento formas desatendidas, despreciadas, excluidas,
formas no pertenecientes a esa ontología formal oficial que el
sujeto compositor no es ya capaz ni de llenar de contenido
ni de admitir. Los caracteres mercantiles cosificados y espar-
cidos en la música son el correlato necesario del nominalis-
mo mahleriano, un nominalismo que ya no permite una sín-
tesis armoniosa con la totalidad pensada previamente. La ob-
jetividad sinfónica no se amalgama con las intenciones indi-
viduales subjetivas más que en el modo de una objetividad
quebrada y escindida. Las marchas y los Landler que apare-
cen en Mahler equivalen en él a la herencia de las novelas de
aventuras y de las novelas por entregas que hay en la novela
burguesa.
Tan lejos lleva Mahler el proceso de revisión instado por
la música contra su escisión en una esfera superior y una es-
fera inferior -esa escisión dejó sus estigmas en ambas esfe-
ras-, que la esfera musical inferior, que ha empezado a fer-
mentar, se propone restituir a galope tendido aquello que la

88
congruencia de la música superior había sacrificado. A esto
se ajustan los diversos niveles de inteligibilidad existentes en
Mahler. ~I podría reivindicar sin duda el subtítulo de Así ha-
bló Zaratustra: «música para todos y para nadie». La música
mahleriana es, pese a su material conservador, eminentemen-
te moderna en lo siguiente: no simula un todo lleno de sen-
tido, sino que se entrega a lo contingente enajenado para
percibir en ello, va banque, su oportunidad propia. Hasta
Mahler la música se había cerrado -y en esto era verdadera-
mente anacrónica- a la crítica realizada por el espíritu a las
ideas y formas que son en sí mismas y se había comportado
como si sobre ella se alzase la bóveda del cielo estrellado de
Platón. Mahler fue, por el contrario, el primero en sacar mu-
sicalmente la consecuencia musical que se deriva del nivel
alcanzado por una consciencia que no dispone más que de la
plétora, a duras penas agavillada, de sus experiencias y emo-
ciones individuales, así como de la. esperanza de que de ellas
emerja algo que ellas mismas no son aún, sin que por esto
sea preciso falsearlas.
Mahler se aparta por principio del tipo beethoveniano del
entrelazamiento intensivo, del nudo; renuncia a la concentra-
ción propia del drama. Pero esto no queda suficientemente
explicado con la simple aclaración de que, tras el non plus
ultra de Beethoven, en este terreno no cabía realizar progre-
so ninguno. Lo que ocurre es esto: el clasicismo de los prime-
ros movimientos de las sinfonías beethovenianas, los de la
Heroica, la Quinta y la Séptima, carecía ya de ejemplaridad
para Mahler porque la solución beethoveniana -volver a ge-
nerar desde la subjetividad unas formas objetivas que esta-
ban ya subjetivamente atacadas- no era ya reproducible con
verdad. La diferencia que hay entre el ideal épico de la com-
posición musical y el tipo clasicista se hace tanto más visible
cuanto más parece Mahler acercarse a este último. El tema
principal del último movimiento de la Quinta sinfonía de
Mahler se orienta por Beethoven, de modo similar a como
también por Beethoven se había orientado el tema principal
de la Primera sinfonía de Brahms; hay en aquel tema de Mah-
ler una reminiscencia, que es un homenaje, de la denominada
Sonata para piano de martillos.1 Pero este tema principal del
último movimiento de la Quinta sinfonla de Mahler lo es sólo
pro forma; ese tema no domina el movimiento, sino que que-
da sofocado por otros temas; por así decirlo, se lo mantiene
fuera, ante las puertas del interior del movimiento. Pues jus-

89
to ese tema presenta aquellas exigencias sinfónicas de viejo
estilo -las pretensiones de un modelo que hay que desme-
nuzar y que desplegar de un modo dramático-- para realizar
las cuales se había vuelto inadecuada la estructura de la mú-
sica sinfónica mahleriana, en razón de que ésta no puede ya
contar con que el contexto de inmanencia musical se otorgue
a sí mismo una confirmación enfática; el pathos de tal con-
firmación es el que resuena a través del tipo de la sinfonía
clasicista.
Ya en Beethoven la estática simetría de las reexposiciones
amenaza con desmentir las pretensiones dinámicas. El peligro
de la forma académica, un peligro que después de Beethoven
va en aumento, está en el contenido. El pathos beethovenia-
no, la corroboración de un sentido en el instante de la des-
carga sinfónica, pone al descubierto una faceta decorativista
e ilusionaría. Los más poderosos movimientos sinfónicos de
Beethoven exaltan un «es esto» en la repetición de lo que ya
estaba allí por sí mismo, presentan como «lo otro» la nueva
identidad que se ha vuelto a conseguir, aseveran que esa iden-
tidad tiene un sentido. Exhibiendo su irresistibilidad, el Bee-
thoven clasicista glorifica lo que es porque no puede ser de
otro modo que como es. «El primer movimiento de la Heroi­
ca, el de la Pastorale, el de la Novena no son en el fondo otra
cosa que comentarios de lo que en sus primeros compases
acontece. Los más poderosos crescendi creados por Beetho-
ven, las líneas que desde el comienzo de su Quinta y de su
Séptima se extienden hasta sus conclusiones, van desenrollán-
dose con la misma lógica inexorable que hay en la revelación
de un acontecimiento irrecusable en su coherencia. Ese acon-
tecimiento lleva en sí la firmeza propia de la fórmula mate-
mática y desde su primer instante hasta sus últimas conse-
cuencias se yergue ahí como un hecho elemental. Precisamen-
te en la inatacable violencia lógica de ese arte se apoya la
fuerza, continúa apoyándose todavía hoy el efecto único pro-
ducido por el sinfonismo beethoveniano. De esa violencia ló-
gica inatacable brotó la ley orgánica fundamental a la que ni
siquiera en su Novena fue Beethoven capaz de sustraerse,
la ley que compelía a concentrar las ideas espirituales bási-
cas en el antecedente, en el comienzo, en el tema, y que de
ese comienzo hacía surgir, como algo acabado en sí, el orga-
nismo entero,» 2 Es posible que lo que incitase a Beethoven a
escribir sus últimos cuartetos, tras el primer movimiento,
grandiosamente retrospectivo, de su Novena, fuera algo no

90
muy distinto de aquel impulso oscuro que movía a Mahler ya
mucho antes de que alcanzase su maestría: es evidente que
a Mahler le impresionó sobremanera el último Beethoven, so-
bre todo su op. 135. A partir de Kant y de Beethoven la filo-
sofía y la música alemanas fueron sistema. Aquello que
no quedó subsumido en el sistema, su correctivo, fue a refu-
giarse en la literatura -en la novela y en una tradición se-
miapócrifa del drama=-, hasta que a comienzos del siglo XX
la categoría de la vida, bien lavada con lejía para que pudiera
formar parte de la cultura, y ya reaccionaria en la mayoría
de los casos, fue admitida en los salones filosóficos.
Frente a esto, la música mahleriana recuperó de un modo
original el conocimiento nietzscheano que dice que el sistema
y su unidad sin fisuras -la apariencia de la reconciliación-
son algo deshonesto. La música de Mahler afronta la vida ex-
tensiva, se arroja en el tiempo con los ojos cerrados, pero no
instala la vida como una metafísica de recambio; en esto hay
en él un paralelismo con la tendencia objetiva de la novela.
El potencial para hacer esto le advino a Mahler de la atmós-
fera austríaca -una atmósfera que no había sido afectada por
el idealismo alemán y que en parte era feudal por pre-
burguesa, y en parte tenía el escepticismo propio de la época
de José 11-, mientras, por otro lado, la naturaleza integral de
la música sinfónica mantenía aún para Mahler una presencia
suficientemente viva corno para salvaguardarlo de una men-
talidad formal que sale ya al encuentro de la endeble audición
atomista de la música. «Al tema como tal le arrebató Mahler
el significado beethoveniano de ser un motto concentrado y
le dio, mediante un despliegue melódico más exuberante, el
carácter de una línea inicial que sólo poco a poco va desve-
lando su esencia. Esta nueva especie de disposición orgánica
de la música condicionó un modo nuevo de configurar los
temas. El trabajo temático de cuño beethoveniano, ese re-
flejo sombríamente grandioso de una agudísima concentra·
cíón de los pensamientos, y de una imperturbable consciencia
de los objetivos, no encontró ya una fundamentación interna
en el nuevo estilo sinfónico; éste no conocía el querer incesan-
te nacido de un punto central del crear espiritual, sino que,
por el contrario, tenía que reunir primero sus fuerzas en la
pluralidad de sus manifestaciones fenoménicas. De este modo
cayó la técnica rígida, orgánica en cuanto a los ternas, de
Beethoven; o mejor, se convirtió en un recurso auxiliar coor-
dinado con otros.» 3

91
Bekker subestimó, con todo, en ese párrafo suyo recién
citado, el hecho de que Mahler movilizó también las fuerzas
constructivas del sistema, aunque hubiese perdido la fe en
él. En el productivo conflicto de los elementos contradictorios
es donde tiene Mahler su hora propia. Por ello es tan estú-
pido querer hacerle un falso favor, calificándolo de composi-
tor situado entre dos épocas.
El modo de pensar de Mahler no carecía en absoluto de
tradición musical; no dejaba de tener como antecedente una
corriente subterránea casi narrativa, que exhalaba su aliento
y que en él quería aflorar a la superficie. Precisamente en
Beethoven los concentrados sinfónicos que hacen que virtual-
mente quede detenido el tiempo se emparejan una y otra vez
con obras cuya duración se convierte para ellas en la dura-
ción de una vida feliz, de una vida que es movida y a la vez
reposa en sí misma. De las sinfonías, la Pastorale es la que
de modo más desinhibido atiende a ese interés; entre los mo-
vimientos más importantes de este tipo se cuenta el primer
movimiento del Cuarteto en fa mayor, op. 59, nr. l. Hacia el
final del denominado período intermedio de Beethoven, ese
tipo se le hace cada vez más esencial; así, en el primer movi-
miento del gran Trio en si bemol mayor, op. 97, y en el de la
última Sonata para violín, que son piezas de suprema digni-
dad. En Beethoven mismo la confianza en la plenitud exten-
siva y en la posibilidad de descubrir pasivamente una unidad
en la multiplicidad contrapesó la idea estilística trágico-clasi-
cista de una música del sujeto activo.
A Schubert esta última idea comenzó ya a desvanecérsele
y por ello se sintió atraído tanto más por el tipo épico de
Beethoven. En las sonatas para piano desdeña Schubert a
veces, con nonchalance, la unidad, como hará más tarde, por
obtusidad, Bruckner, en eso que se le ha criticado como amor-
fo. Es posible que, de todas las formas previas del modo mah-
leriano de configurar la música, la más importante sea el pri-
mer movimiento de la Sinfonia en si menor de Schubert; We-
bern sintió veneración por esta obra y la tuvo por una con-
cepción de gran frescor de lo sinfónico como tal. A Mahler le
fascínaba la disposición libre, carente de ataduras, que por
debajo de la disposición usual hay en esa obra; le fascinaba
la cuestión de a dónde quieren ir por sí mismos los temas in-
dividuales, con independencia de su abstracto valor de posi-
ción; le fascinaba, en fin, la aflicción de un todo que ya no
pretende estar a salvo por el mero hecho de ser un todo. Tal

92
vez desde esta perspectiva resulte descifrable la razón por la
que el grandioso proyecto de Schubert se quedó en fragmen-
to; fue el primer movimiento entera y completamente orgáni-
co de la música, limpio de racionalistas vérités éternelles.
El programa estético de Mahler brota de aquí. En los mú-
sicos austríacos anteriores a él la renuncia a la unidad sinté-
tica de la apercepción, al trabajo constitutivo y a la fatiga del
sujeto había sido castigada con una frecuente parálisis, con
un relajamiento de los arcos sinfónicos y, a la postre, con una
merma del espíritu organizador mismo, con una merma de
la legitimación técnica. Mahler intenta corregir eso en aque-
lla tradición que era la suya propia. La expresión que se le
atribuye a propósito de Bruckner, amigo suyo: «Es mitad un
dios y mitad un idiota», está cuando menos bien inventada;
según Bauer-Lechner, Mahler dijo cosas muy críticas sobre
Bruckner y sobre Schubert.'
Lo que Mahler censuraba en Bruckner era lo siguiente:
que en éste los ingredientes individuales emancipados, inde-
pendizados, y las normas tradicionales de la arquitectura mu-
sical marchasen cada cual por su lado. Jamás oculta la música
mahleriana su gratitud a Bruckner; esto va desde el trío de
la Primera sinfonía, pasando por el coral de la Quinta y la
conclusión de la Séptima, hasta llegar a la disposición del
último movimiento de la Novena y al tono del primero de la
Décima. Pero, a la vez, el impulso épico mahleriano intenta,
mediante la construcción, llegar a ser dueño de sí mismo,
mientras que ese impulso, carente de reflexión, con frecuen-
cia se pierde en Schubert y en Bruckner. La laxitud va acom-
pañada en Mahler por la actividad; mas no por una actividad
que planifica las cosas como un mariscal, sino por una activi-
dad que va avanzando paso a paso, como en las marchas. Las
oscuridades vírgenes del bosque de Bruckner parecen tener
ventaja sobre la rotura de Mahler; pero esta rotura es supe-
rior a la maciza leñosidad que hay en Bruckner, superior a
esa estaticidad un poco testaruda, cuya única razón está en
que, en San Florián, Nietzsche no era aún tema de conver-
sación. La actitud de Mahler con respecto a Bruckner es la
misma que la de Kafka con respecto a Robert Walser. ~
El correctivo aplicado por Mahler a la tradición austríaca
continuaba siendo, con todo, austríaco, a saber, Mozart, en el
cual se da una confluencia entre el espíritu que funda la uni-
dad y la no recortada libertad de los detalles. De aquí nace,
sin duda, el «hommage a Mozart» que hay al comienzo de la

93
Cuarta. La asimetría y la irregularidad tanto de las figuras
individuales como de los complejos y también, a menudo, de
la forma del todo, no son cosas que se deban al azar del tem-
peramento de Mahler, sino que brotan necesariamente de la
intención épica. A ésta le gusta aquello que no está sujeto a
ninguna planificación, aquello que no es un arreglo artificioso,
aquello a lo que no se le hace violencia ninguna; y le gusta la
desviación allí donde ya se ha hecho violencia. Las desvíacio-
nes mahlerianas no son nunca sustitutos, como lo son en Ri-
chard Strauss; no son un inesperado sucedáneo que suplanta
a lo que se aguardaba. Cada irregularidad es representante
específica de sí misma.
Pero Mahler reflexiona asimismo, en eso que sin duda se
puede calificar de «empiría musical», sobre el sentido del
todo, un sentido que Bruckner, que aún creía en la autoridad,
tomaba prestado de la forma sinfónica como tal. Mahler nun-
ca olvida que, aun en la música más radical, más liberada, a
la postre sigue siendo verdad lo siguiente: que, metamorfo-
seados, enmascarados, invisibles, los tipos formales objetivos,
los topoi, vuelven a hacer su aparición allí donde una sensi-
bilidad testaruda los evita. De que acontezca ese retorno se
cuidan en Mahler los materiales de derribo con los cuales
levanta él su arquitectura musical; en esto se parece a aque-
llos arquitectos normandos que en el sur de Italia manejaban
columnas dóricas. Aquellos materiales de derribo se introdu-
cen en su arquitectura cual duras masas de materia, repre-
sentantes de aquel componente de lo épico que no es reduci-
ble a la mera subjetividad. La composición debe introducir
en la experiencia del sujeto inmanente de la música aquello
que, cosificado, duro, incluso fortuito, se enfrenta al sujeto.
Esto es lo que hace precaria la situación compositiva des-
de la que Mahler habla. Pues ni el lenguaje musical está ya
tan descalificado que el sujeto compositor pueda disponer
tranquilamente de él, sin preocuparse por ninguna de las for-
mas y elementos dados de antemano, ni tampoco, a la inver-
sa, esas formas y esos elementos están aún tan intactos como
para ser capaces de organizar por sí mismos el todo. La pre-
cariedad de la música mahleriana, que fue advertida desde
su primera aparición, es una consecuencia de lo anterior, no
de la debilidad de eso que, hace una generación, Brnst Bloch
llamó las «meras dotes de talento» de Mahler.5 La rotura que
hay en el tono mahleriano es el eco de aquella aporía objeti-
va, de aquel conflicto entre el dios y el idiota. Ambas cosas

94
se vuelven igualmente problemáticas bajo la mirada de su
música: el dios se convierte en el mandamiento de la forma,
dogmático porque carece de mediación; y el idiota se con-
vierte en el detalle contingente, desprovisto de sentido, po-
tencialmente estúpido, que no da de sí ninguna conexión ri-
gurosa.

El concepto de lo épico permite dar razón de algunas ex-


centricidades de Mahler que, de otro modo, fácilmente se le
podrían criticar. Pese a toda su vigilancia crítica, opuesta a
la marcha en vacío y a cachivaches formularios tales como
las secuencias brucknerianas, a Mahler no le dan miedo, como
se lo daban, por ejemplo, a Beethoven, los denominados com-
pases «excesivos»; él no se arredra ante instantes en los que,
si los medimos con el metro de la acción musical, nada acon-
tece, sino que la música se hace estática.
Todavía en la Novena sinfonía, obra sobremanera contro-
lada, hay no sólo, inmediatamente después del final de la ex-
posición del primer movimiento, un compás entero en el que
continúa sonando hasta extinguirse el redoble de los timbales
del acorde conclusivo anterior; es que, además, el brusco
cambio armónico producido por la adición del sol bemol al
si bemol exige para sí otro compás, en el que aún no hay nin-
gún contenido motívico; éste, el motivo de arpa de la intro-
ducción, no aparece hasta el tercer compás, en el timbal.6 Un
compositor que temiera el detenimiento de la música habría
hecho que esa entrada fuese simultánea a la entrada del sol
bemol.
En un campo situado en el centro mismo del primer mo-
vimiento de la Cuarta sinfonía permite Mahler, con refinada
despreocupación, que la marea del movimiento se extinga,
para luego proseguir el avance con todo frescor.7 En vez de
aguijonear laboriosamente el flujo exterior, a expensas de la
necesidad de quietud de la figura temática, Mahler confía en
el flujo interior; sólo los máximos compositores pueden dejar
sueltas las riendas de ese modo, sin que el todo se les vaya
de las manos.
Las obras del director de orquesta Mahler no están conta-
minadas por el gesto propio del hombre práctico, que en la
composición chasquea en cierta medida con los dedos y se
cuida de que todo marche por sus propios pasos y, sobre
todo, de que nadie se distraiga. La música mahleriana no se
halla desfigurada en ningún sitio por la sabihonda experien-

95
cia del intérprete. Jamás parte la composición de las posíbi-
lidades que están empíricamente dadas, jamás se acomodan
las sinfonías a la ejercitada experiencia práctica. Sin hacer
concesiones de ningún género, las sinfonías mahlerianas obe-
decen a la imaginación; la experiencia práctica se agrega de
modo secundario, como instancia crítica que atiende a que
lo representado se haga realidad también en la · manifesta-
ción fenoménica; en este sentido es Mahler el antitipo de
esa posterior espece de objetivismo que se encarna en Hin-
demith. Ese modo cesconsiderado y tiránico de tratar el con·
texto de eficacia secunda la intención épica; la indicación
agógica «Zeit lasser» [dejar tiempo], que aparece en ocasio-
nes, describe el mcdo .de reaccionar mahleriano en su inte-
gridad. Una de las singularidades de Mahler es el modo en
que esa paciencia S( combina con la impaciencia, esto es, con
una consciencia que ni reniega del tiempo ni capitula ante él.
La mentalidad épica de la música mahleriana tropieza con
una sociedad en la que la música, así como ya no puede invi-
tar a la danza, tampoco puede ya «narrar» nada. Mahler se
sustrae al aura reptlsiva de la palabra «musicante» en la me-
dida en que su a ptiori formal se conforma más bien con el
a priori formal de a novela que con el de la epopeya, pese a
su coraje para demorarse, sin afectar una dejada intimidad
con el Ser. Lo prírrero que nos cautiva en Mahler es que su
música toma siempre un camino distinto del que pensaba-
mos, nos pone en tensión, en el sentido fuerte de esta pala-
bra. Ya hace varios decenios llamó Erwin Stein la atención
sobre esto, en un artículo olvidado que se publicó en la revis-
ta «Pult und Taktstock»,
Es conocida la relación apasionada que Mahler mantuvo
con Dostoievski; 8 hacia 1890 éste era todavía representante
de algo distinto de lo que representó en la época de Moller
van den Bruck. Se cuenta que, en una excursión que Mahler
realizó con Schñnberg y con los discípulos de éste, les reco-
mendó que estudiasen menos contrapunto y se dedicasen a
leer a Dostoievski; y que escuchó de labios de Webern esta
respuesta heroicamente tímida: «Perdone usted, señor direc-
tor, pero nosotros tenemos a Strindberg.» Esta anécdota, pro-
bablemente apócrifa, arroja luz también sobre la diferencia
que existe entre la concepción de la música como novela y la
concepción expresionista de la siguiente generación de com-
positores, completamente emancipada.
Lo que hace pensar en la gran novela no es sólo que a me-

96
nudo la musica mahleriana suena como si quisiera narrar
algo. Novelísticas son también las curvas que esa música des-
cribe, sus ascensos hacia las grandes situaciones, sus derrurn-
bamientos.? En ella se ejecutan gestos como el de la Natacha
de El idiota, que arroja al fuego los billetes de banco; o como
aquel gesto que vemos en Balzac, cuando el criminal Jacques
Collin, disfrazado de prelado español, disuade del suicidio al
joven Lucien Rubempré y lo conduce a una splendeur a plazo
fijo; acaso también como los gestos de Ester, que se sacrifica
por su amado sin sospechar que entretanto la ruleta de la
vida había librado a ambos de la miseria.
La felicidad mahleriana florece al borde de la catástrofe, lo
mismo que en las novelas. En Mahler las imágenes de la fe.
licidad actúan por doquier, de modo manifiesto o latente,
como centros de fuerzas. La felicidad es para él la figura del
sentido en la vida prosaica, de cuyo cumplimiento utópico
sale garante la inesperada e invisible ganancia del jugador.
En Mahler la felicidad permanece tan encadenada a lo con-
trario de ella como lo está la suerte del jugador a la pérdida
y la ruina. Disfrutando de sí mismas y dilapidándose de un
modo irracional y sin el control de la autoconservación, las
elevaciones que hay en el último movimiento de la Sexta sin­
fonía llevan dentro de sí, teleológicamente, el desastre. En sus
incansables pretensiones exageradas, no dispuesta a resigna-
ciones de ningún género, la música mahleriana traza un elec-
trocardiograma: la historia del corazón que se hace pedazos.
Allí donde la música se excede a sí misma, es expresión de la
posibilidad de aquel mundo que niega el mundo y para ex-
presar la cual posibilidad faltan las palabras en el lenguaje
mundano: esta verdad, la más verdadera de todas, es la que,
por ser la falsedad del mundo, tiene mala reputación.
Como ocurre en las grandes novelas, y como tal vez sólo
había ocurrido antes, en la música, en el segundo acto de La
Valquiria, el cumplimiento efímero debe compensar todo lo
demás: Mahler no cree en ninguna otra forma de eternidad
que en la transitoria. Lo mismo que la filosofía de la Feno­
menología hegeliana, la música es en Mahler la vida objetiva
que vuelve una vez más, a través del sujeto; y el retomo de
esa vida en el espacio interior la transfigura hasta hacer
de ella el espumeante Absoluto. La concreción de la lectura de
una novela pertenece así a otra dimensión que la percepción
precisa de los acontecimientos. El oído se deja arrastrar por
la corriente de la música como el ojo del lector avanza de

97
página en pagma; el mudo ruido de las palabras converge
con el secreto de la música. Pero ese secreto no se soluciona.
A la música épica le sigue estando vedado describir el mundo
a que ella se refiere: esa música es tan clara como críptica.
La música épica puede hacer suyas las categorías esencia·
les de la realidad objetiva tan sólo si se impermeabiliza fren-
te a la inmediatez de los objetos; esa música se alejaría del
mundo allí donde quisiera simbolizarlo o, no digamos, copiar·
lo. Schopenhauer y la Estética romántica experimentaron
esto allí donde meditaron sobre la condición umbrátil y oní-
rica de la música. No es que la música pinte estados interme-
dios, umbrátiles y oníricos, del alma; es, más bien, que ella
misma, por su propia lógica y su propio modo de aparecer, es
afín a la lógica y al modo de aparecer del sueño y de la som-
bra. La música, como realidad sui generis, se vuelve esencial
des-realizándose. En Mahler este medium, el médium de toda
música, se hace temático en cierto modo. Por dos veces escrí-
bíó, como signo de ejecución, la palabra «schattenhajt» [como
una sombra]: en el Scherzo de la Séptima y en el primer mo-
vimiento de la Novena sinfonía.10 Este símil, tomado del ám-
bito de lo óptico, es una indicación de que la exterioridad es
un complemento del espacio interior musical. En la medida
en que todo lo musical, intensificado hasta alcanzar una cer-
tidumbre sensible, ocupa aquel espacio interior, nada es des·
deñado ni expulsado como mera materia. En el espacio musí-
cal florece una empiria de segundo grado, que ya no continúa
siendo, como la otra, heterónoma a la obra de arte.
La interioridad de la música se asimila lo externo, en lugar
de presentar lo interno para exteriorizarse. Esto es lo que
hay de verdad en aquella teoría psicoanalítica que interpreta
la música como defensa contra la paranoia: la música prote-
ge al sujeto, mediante una proyección subjetiva, de la inunda·
ción de la realidad. Ni la música confunde consigo misma al
mundo, del que dice que es su igual, ni sus categorías son
categorías del mero sujeto dejadas sueltas: asignadas al su·
jeto, continúan siendo las categorías del mundo. Si éste fuese
equiparado inmediatamente con la esencia -y, según vio
Schopenhauer, la música es la esencia sin mediación-, en·
tonces la música sería la locura. Todas las músicas grandes
están robadas a la locura; en cada una de ellas hay una iden-
tificación de lo interior con lo exterior, pero la locura no tiene
poder ninguno sobre el resultado. La música sanciona la se·
paración de esencia y objeto como su propio límite con res·

98
pecto a lo objetivo: ése es su modo de aprehender la esencia.
El hecho de que no escribiera ópera ninguna un hombre
como Mahler que pasó su vida entera en la ópera, y cuyo mo-
vimiento sinfónico es en muchos aspectos paralelo al movi-
miento de la ópera, tiene acaso su explicación en esto: en él
lo objetivo se transfigura en el reino interior de las imágenes.
Su sinfonía es opera assoluta. Al igual que la ópera, las sin·
fonías novelas de Mahler brotan de la pasión y luego fluyen
hacia atrás; pasajes de cumplimiento como los suyos los co-
nocen la ópera y la novela mejor que la música absoluta.
La relación de Mahler con la novela como forma se puede
demostrar, por ejemplo, en su tendencia a introducir temas
nuevos, o, al menos, a disfrazar materiales temáticos de tal
manera que luego, en el decurso de los movimientos, produ-
cen efectos enteramente nuevos.
Tras algunos preliminares en el primer movimiento de la
Primera y en el de la Cuarta, esta tendencia se pone de relieve
sobre todo en el segundo movimiento de la Quinta; en él, tras
una de las interpolaciones lentas, se retoma una figura en
cierto modo secundaria de la exposición 11 y se le da una for-
mulación nueva; 12 es como si en la escena penetrase, en son
de ayuda, inesperado, un personaje nuevo al que antes no se
ha prestado atención; así ocurría en Balzac y así ocurría tam-
bién, en la novela romántica anterior, en Walter Scott. Según
se dice, Proust llamó la atención sobre el hecho de que a ve-
ces en la música unos temas nuevos conquistan el centro,
como lo habían hecho en la novela personajes secundarios
que hasta ese momento habían pasado inadvertidos.
La categoría formal del «tema nuevos procede, paradójica-
mente, de la más dramática de todas las sinfonías. Mas justo
el caso singular de la Heroica otorga relieve a la intención
formal mahleriana. En Beethoven el tema nuevo viene en auxi-
lio del desarrollo, que con razón había adquirido unas dimen-
siones exageradas y que, al parecer, era ya incapaz de acordar-
se bien de la exposición, ocurrida mucho antes. Sin embargo,
ese tema nuevo no causa propiamente sorpresa, sino que entra
como algo que estuviese preparado, como algo que fuese co-
nocido; no es casual que los analistas hayan intentado una
vez y otra derivarlo del material de la exposición. La idea
clasicista de la sinfonía cuenta con una pluralidad bien defi-
nida, cerrada en sí misma, como la Poética de Aristóteles
cuenta con las tres unidades. Un tema que apareciese como
algo enteramente nuevo atentaría contra el principio de eco-

99
nomía de aquella idea; contra la reducción de todos los acon-
tecimientos a un mínimo de elementos presupuestos; contra
un axioma de completitud que la música integral ha hecho
suyo con igual fuerza con que se lo han apropiado los siste-
mas filosóficos a partir del Discours de la méthode de Descar-
tes. Los componentes temáticos imprevistos destruyen la fic-
ción de que la música es un puro contexto deductivo en el
que todo lo que acontece es una consecuencia que se deduce
con una necesidad unívoca. También en este punto han sido
Schonberg y su Escuela más fieles que Mahler al ideal clasí-
cista de lo «Obligado», que hoy pone al descubierto sus in·
gredientes problemáticos.
Incluso figuras que, como ocurre en la Quinta, son de he·
cho una evolución motívica de algo anterior se convierten, en
Mahler, en figuras llenas de frescor, sustraídas a la maquina-
ria del decurso musical. Mientras la sinfonía dramática cree
asir su propia idea en la inexorabilidad de su encadenamiento,
inexorabilidad que está remedada del modelo de la lógica dis-
cursiva, las sinfonías novelas intentan encontrar la salida que
lleve fuera de esa lógica: ellas quisieran escapar hacia el aire
libre. En este intento todos los temas mahlerianos, como los
personajes de las novelas, continúan siendo reconocibles, sin
embargo; incluso cuando tienen una evolución, poseen identi-
dad consigo mismos.
Mahler se diferencia del ideal clasicista también allí donde
la primacía del todo sobre las partes es la indiscutida prima·
cía del «devenir» sobre lo que «es»; allí donde es el todo mis·
mo el que produce virtualmente los temas y los penetra día-
lécticamente. Pero, a la inversa, las figuras temáticas no son
indiferentes al decurso sinfónico, como tampoco los persona-
jes de una novela son indiferentes al tiempo en el cual ac-
túan. Hay unos impulsos que hacen moverse a aquellas figu-
ras; siendo las mismas, se convierten en otras; se encogen, se
dilatan, sin duda también envejecen. Esa modificación, que se
va grabando, de algo fijo es tan poco clasicista como la tole·
rancia de una existencia musical individual determinada, el
carácter indeleble de las figuras temáticas. Cuando la gran
música tradicional no hacía desarrollos y «trabajaba», se daba
por contenta con la identidad arquitectónica conservada; si
en ella retornaba algo idéntico, era idéntico y nada más, si
prescindimos de la tonalidad. La sinfonía mahleriana sabotea
esta alternativa. En ella el dinamismo no devora enteramente
nada, pero tampoco nada continúa siendo siempre lo que fue.

100
El tiempo inmigra en el interior de los caracteres y los mo-
difica, igual que hace el tiempo empírico con los rostros.
La espiritualización es lo que hace que el tiempo se acorte
para la sinfonía dramático-clasicista; es como si ésta hubiera
interiorizado y convertido en ley estética el deseo feudal de
matar el aburrimiento, de matar el tiempo. En cambio, el tipo
épico de la sinfonía paladea el tiempo, se abandona a él, qui-
siera concretar en duración viviente el tiempo físicamente
mensurable. Para esta música la duración misma es la imago
del sentido; tal vez esto se debiera a una reacción contra el
hecho de que la duración comenzaba a quedar suprimida en
el modo de producción del industrialismo tardío y en las for-
mas de consciencia acomodadas a él. No se debe continuar
haciendo trampas con el tiempo mediante un trompe l'oreille
musical; el tiempo no es el instante y no debe simular que lo
es. La antítesis de esto serían ya las celestiales longitudes de
Schubert. No sólo sus melodías, de las que a veces sus piezas
instrumentales no quisieran arrancarse, poseen hasta tal pun-
to un «en sí» que con respecto a ellas sería inadecuado pen-
sar en una evolución. Sino que el llenar con música el tiempo,
el oponerse a su fugacidad mediante aquello que tiene derecho
a demorarse, se convierte en el desideratum de la música.
También esto tiene una prehistoria: todavía al período de
Bach le resultaba bastante difícil conquistar para la música
una extensión temporal.
Lamentarse de las longitudes mahlerianas no es más digno
que aquella mentalidad que comercia al por menor con ver-
siones abreviadas de Fielding o de Balzac o de Dostoievski. De
todos modos, a los oyentes amaestrados para escuchar mer-
cancías la desbordante extensión temporal que se da en Mah-
ler les planteará exigencias apenas menores que las que les
planteaba antes la densificación sinfónica: allí donde ésta exi-
ge una concentración muy despierta, reclama aquélla la dis-
posición sin reparos a la paciencia. Mahler no hace la menor
concesión a la comodidad del easy listening, en el que no hay
ni recuerdos ni expectativas. En las obras mahlerianas se
compone musicalmente con todo detalle la duración. A los
contemporáneos de Beethoven el tiempo acelerado de sus sin-
fonías les causaba el mismo horror que el que produjeron los
primeros ferrocarriles, de los que se decía que eran dañosos
para los nervios; a quienes han sobrevivido cincuenta años a
Mahler éste les causa el mismo horror que el que un viaje por
mar produce a los habitués de los aviones. La duración mahle-

101
riana les recuerda que ellos mismos han perdido duración;
tal vez tienen miedo de no vivir ya en absoluto. Rechazan esto
con la superioridad del hombre importante que asegura no
tener tiempo y echa con ello en la calle el secreto de su
propia mísera verdad.
Es una estupidez querer hacer soportables, mediante cor-
tes, a Mahler y a Bruckner; como dijo Otto Kemplerer, tales
cortes alargan, no abrevian los movimientos de sus sinfonías.
No hay en ellos nada de lo que se pueda prescindir; cuando
falta algo, el todo se convierte en un caos. Para la música
mahleriana, casi cien años después de Schubert, la mera lon-
gitud no es ya divina. Esa música se derrama con toda pa-
ciencia en el tiempo, pero no es menor la impaciencia con que
atiende a que el contenido musical llene también ese tiempo;
la cuestión crítica es el agens de la forma de la música mah-
leriana. Mediante una desconsiderada configuración de los de-
talles y de sus relaciones dice adiós al conformismo; y al
decir adiós al amable conformismo austríaco dice adiós al con-
formismo de toda cultura musical degenerada en consumo.
Para la duración de la música mahleriana no tienen menos
peso los instantes, los moments musicaux, que para Schubert,
de quien procede esta expresión. Para ella el tiempo extensivo
se convierte en plenitud únicamente si está mediado por su
intensidad, no por el mero hecho de ser un pedazo de tiempo
abarrotado.

Los Lieder* son el lazo de unión entre la índole novelística


de la música de Mahler y el modo de escribir de éste. No se
puede subsumir bajo el concepto corriente de «estudios pre-
vios», según el modelo de los Cantos de Wesendonck de Wag-
ner, la función que para el sinfonismo mahleriano tienen los
Lieder. El elemento sinfónico que en ellos hay los distingue
de casi toda otra lírica musical de esa misma época; la elec-
ción arcaizante de los textos, que se distancia adrede del yo
psicológicamente individuado, crea la condición para que esto
ocurra.
Richard Specht ha escrito una introducción inefable para

* En el citado libro Impromptus incluyó Adorno un artículo titu-


lado «Para una selección imaginaria de Lieder de Gustav Mahler». De
ese artículo dice en el Prólogo (p. 11) Jo siguiente: «Dado que en mi
monografía sobre Mahler no he tratado los Lieder más que de forma
periférica, considero este artículo como un complemento esencial de la
citada monografía.» ( N. del t.)

102
la edición de las partituras de bolsillo de los Lieder con or-
questa de Mahler. No le asusta hacer esta afirmación: «Segu-
ramente era así como en siglos anteriores se cantaba en las
ferias, entre soldados, pastores y campesinoss.P sin que le
haga dudar de semejante desatino la «admirable instrumen-
tación»: «Se ha alcanzado aquí una delicadeza, una variedad
en el colorido que sólo nuestra época, la época posterior a
Wagner y a Berlioz, podía conseguir»," Ahora bien, estas artes
no sólo excluyen su reproducción en ferias y mercados -que,
por lo demás, no existen ya-, sino que chocan con el con-
cepto de canción popular. Sin embargo, en medio de tales
contaminaciones nos sorprende Specht con la observación de
que el lirismo de Mahler no es un lirismo subjetivo.
Paul Bekker aprovechó bien esa intuición: «El Lied y el
impulso hacia lo monumental tienden en Mahler a encontrar-
se. Al Lied se lo saca de la estrechez de una expresión subje-
tiva de sentimientos y se lo eleva a la esfera mucho más lumi-
nosa y sonora del estilo sinfónico. Éste, a su vez, enriquece
su fuerza, que tiende hacia afuera, con la intimidad de un
sentir personalísimo. Esto parece paradójico; y, sin embargo,
en esa unión de los contrarios hay una explicación de la ex-
traña naturaleza de Gustav Mahler, la cual abraza el mundo
interior y el mundo exterior e incluye en su campo expresivo
lo más personal y lo más lejano; una explicación de su arte,
que externamente es a menudo tan contradictorio y que apa-
renta mezclar y agitar arbitrariamente elementos estilísticos
muy heterogéneos; una explicación de las disparidades que
se dan al juzgar y valorar su creación.» 15
La idea de la lírica subjetiva se convierte en la idea propia
de Mahler, y esto no sin problemas, únicamente en La canción
de la tierra, que se autotitula «sinfonía». En esto es Mahler un
extraño en la historia del Lied alemán desde Schubert hasta
Schonberg y Webern; se encuentra, más bien, en la línea de
Mussorgski, en el cual se ha comprobado a veces esa objeti-
vidad, o en la de Janáéek: acaso también Hugo Wolf buscó a
tientas algo similar, en pasajes que sobrepasan el límite usual
del texto al que se pone música; tal vez es precisamente ese
elemento el que establece un contacto esencial entre Mahler
y el Este eslavo, en cuanto éste es algo preburgués, no indi-
viduado aún completamente.
Mahler pone sus Lieder en boca de alguien que es «otro»
que el sujeto compositor. Estos Lieder no cantan acerca de
sí mismos, sino que narran; son una lírica épica, como lo son

103
las canciones infantiles, a cuyo modo de comportarse se apro-
ximan al menos los Lieder tempranos de Mahler, que son un
retorno roto de melodías para el baile y el juego. Su corrien-
te es, por así decirlo, relato; y el comentario de éste, ex-
presión.
Esa objetividad estilizada es lo que constituye el medium
homogéneo de los Lieder y las sinfonías de Mahler. Los Lie-
der se despliegan en las sinfonías tal como, por principio, lo
podrían haber hecho ya en sí mismos. La totalidad de las sin-
fonías es la totalidad del mundo acerca del cual se canta en
los Lieder. La irracionalidad de los textos de El cuerno ma­
ravilloso del muchacho, una irracionalidad que tiende hacia lo
absurdo y que está producida por el montaje de poemas di-
vergentes -ya Goethe puso esto de relieve en su recen-
sión-, 16 es reivindicada por el modo de componer mahleria-
no: éste es una invitación a aquel contexto musical de sentido
que ni es conceptual ni es psicológico. El elemento popular
y el elemento compositivo-subjetivo mantienen entre sí una
relación tal, que es la música la que establece la organización
según su propia ley, es la música la que «racionaliza» aquello
en que lo absurdo tiene su asiento y que es el lugar en que, en
el texto, se cobija la música.
Todas las sinfonías mahlerianas proceden con sus núcleos
temáticos de igual modo que proceden las composiciones lie-
derísticas con sus poemas. El elemento de unidad de la lírica
y la sinfonía es la balada; y sin duda Mahler divulgó el secre-
to cuando, en un movimiento puramente instrumental, en un
instante de tensión sin respiro, citó una antigua pieza instru-
mental que lleva el título de «balada»: citó la Balada en sol
menor de Chopin en el segundo movimiento de la Quinta sin­
fonía.11 Los Lieder mahlerianos tienen la objetividad propia
de la balada en cuanto son Lieder estróficos, mientras que la
lírica subjetiva sacrifica la estructura estrófica a la estructura
del poema o de la forma musical. De ahí la especial dificultad
que presenta la interpretación de los Lieder mahlerianos con
orquesta. Esos Lieder realizan el carácter estrófico, y, sin em-
bargo, modifican las estrofas a medida que la narración avan-
za. Lo que esos Lieder narran es el contenido musical mis-
mo; lo que hacen es disertar acerca de ese contenido. La
música diserta acerca de sí misma, se tiene a sí misma como
contenido, narra sin que haya algo narrado; y esto no es una
tautología ni tampoco una metáfora para referirse a la acti-

104
tud propia del narrador, actitud que sin duda cuadra bien
a gran parte de la música escrita por Mahler.
La relación que en una música de este tipo se da entre el
disertar y aquello acerca de lo cual se diserta es la misma que
se da entre los elementos particulares y el impulso hacia la
totalidad. Aquello acerca de lo cual se diserta son las figuras
concretas e individuales, el «contenido» musical en sentido
estricto. Pero Ja disertación es la corriente del todo. En la
medida en que aquellos elementos individuales van flotando
en tal corriente, ésta diserta en cierto modo acerca de ellos;
la reflexión del contexto sobre los detalles es idéntica a la re-
flexión de la narración sobre lo narrado.
Separar la forma del contenido, a propósito de una obra
de arte, es una vulgaridad; pero aseverar su identidad es una
imbecilidad; sólo allí donde se mantiene separados a ambos
ingredientes son éstos determinables como una realidad. En
cuanto ingredientes que se hallan sometidos a una mediación,
no dejan de estar mantenidos en su distinción, y justo eso
es lo que logra el gesto épico de la música que diserta acerca
de sí misma. En ese gesto adquiere figura en Mahler el enigma
que es todo arte: cuanto mejor comprende el espectador el
arte, tanto más obstinadamente lo atormenta éste con la pre-
gunta de qué es lo que él, el arte, es y qué es lo que quiere.
Al igual que hace el narrador, la música mahleriana no dice
jamás dos veces lo mismo del mismo modo: así es como in-
terviene la subjetividad. Mediante ésta lo imprevisible, lo con-
tingente que ella relata, se convierte en la sorpresa como for-
ma, se convierte en el principio de lo siempre «otro», que es
lo que propiamente constituye el tiempo en sentido enfático.
Por ello tampoco deberán ejecutarse jamás los Lieder de
Mahler ininterrumpidamente, sin articulación temporal. Sólo
el titulado Revelge confirma como excepción la regla, por su
indicación de ejecución «In einem [ort» [de corrido]; esto se
debe a la marcha, que no es interrumpida ni siquiera por la
muerte.
Aquella objetividad artificial de los Lieder de Mahler, mo-
delo y ejemplo de la objetividad de sus sinfonías, podría tal
vez aclarar la razón de que, después de los tres primeros
cuadernos, todos sus Lieder tengan un acompañamiento or-
questal. Mahler sentía repugnancia por el piano, en cuanto
éste era ya en su época el instrumento cosificado y tabletean-
te de la lírica subjetiva, mientras que la orquesta es capaz de
dos logros: por un lado, registrar exactamente la representa-

105
ción compositiva en un color concreto, y, por otro, producir
una especie de grandeza interior, gracias al volumen coral que
conserva incluso en el pianissimo. La mera sonoridad presen-
ta como sujeto musical un «nosotros», mientras que el Lied
con piano del siglo XIX se instalaba en la vivienda de la per-
sona privada burguesa.
Por ser baladas, los Lieder mahlerianos se organizan de
acuerdo con la ley formal de lo narrado, constituyen un con­
tinuum de acontecimientos que se siguen unos a otros, man-
tienen un nexo esencial entre ellos y, pese a esto, contrastan
entre sí. La estratificación estrófica de campos musicales, una
estratificación que, sin embargo, nunca se repite de un modo
mecánico, de un modo ajeno al tiempo, es transferida a la
música sinfónica. La objetividad de ésta se apoya en la vieja
compulsión a la repetición, pero esa objetividad quebranta a
la vez, con su perenne producción de algo nuevo, la mencio-
nada compulsión. De la intemporalidad de lo siempre idéntico
hace surgir Mahler un tiempo histórico. Con ello asume la
originaria tendencia antimitológica de la epopeya y sobre todo
de la novela.18 Varios de los primeros tiempos de las sinfo-
nías mahlerianas, que son los que menos obstaculizados están
por la estaticidad propia de los esquemas de danza, se acer-
can de un modo muy claro a la novela. El problema que esos
movimientos han de resolver es el de la reexposición. O bien
la acortan tanto que ésta apenas cuenta ya en comparación
con la prepotencia del desarrollo, o bien la someten a una mo-
dificación radical.
En el primer movimiento de la Tercera sinfonia el esque-
ma de la sonata no es ya en realidad más que un tenue velo
que cubre un decurso formal interior libre. Mahler corre aquí
riesgos mayores que los que nunca volverá a correr, sobre-
puja incluso, por su complicidad con el caos, el último movi-
miento de la Primera. La longitud del primer movimiento de
la Tercera no es menos monstruosa que las desproporciones
que en ese movimiento hay. La plenitud pánica, que virtual-
mente borra al sujeto musical dominante, presenta flancos de
ataque a cualquier clase de crítica. Como les ocurre a no po-
cos compositores innovadores, Mahler parece haberse aterro-
rizado de esto; la obra siguiente fue la Cuarta, sumamente
estilizada y disciplinada. En el primer movimiento de la Ter­
cera resulta sorprendente la renuncia a todas las categorías
bien probadas de mediación. De modo semejante a como ocu-
rrió en el Schónberg expresionista, aquí no se establecen ar·

106
tísticos puentes de unión entre los diferentes complejos. Con
bárbara petulancia une Mahler los complejos nada más que
con el ritmo de los instrumentos de percusión, latido abs-
tracto del tiempo. Se desdeña lo que en el trabajo de media·
ción hay de suavizador, de armonizante; lo que Mahler sirve
en su mesa son únicamente mendrugos, no caldo. Ya en me-
dio de la introducción planta con osadía un decorado auditivo
vacío, que está más allá del movimiento musical.19 Más tarde,
el puente que lleva a la reexposición, y que consiste en un
mero redoble de los tambores, parece absurdo, y ello no sólo
si nos atenemos a las reglas académícas.s' Pero, enfrentadas a
ese pasaje genial, las críticas se tambalean con torpeza, como
la Estética del juste milieu. El desarrollo queda barrido a es-
cobazos, como si el sujeto compositor estuviera harto de in-
tervenir en su música y la dejase actuar, para que, sin ser
molestada, llegue a ser ella misma. Faltan los temas de estilo
corriente, como habían faltado ya en el primer movimiento
de la Segunda, en donde un recitativo de los bajos y los con-
trapuntos de ese recitativo, semejantes a un cantus firmus,
sustituyen a uno de los temas principales. Pero en el primer
movimiento de la Tercera los complejos de que ese movimien-
to consta no están ya allí tectónicamente, sino que nacen ante
los oídos del oyente; esto ocurre de una manera muy marca-
da allí donde, en la reexposición, la marcha no entra sencilla-
mente, sino que poco a poco vuelve a dejarse oír, como si se
la hubiera estado tocando siempre de modo latente.21 El tema
inicial, al que en un primer momento se lo podría confundir
con un tema principal, es, según la observación de Bekker,
más un sello que no un material destinado a ser trabajado.
Sus característicos intervalos de segunda descendente son ya,
sin embargo, los intervalos de uno de los motivos posterior-
mente más importantes de la marchaP
Las proporciones de este primer movimiento de la Tercera
son como prehistóricas. La introducción, que parece una im-
provisación y que está estructurada en dos estrofas gigantes-
cas, cubre con su sombra la exposición y la reexposición de
la marcha, que corresponderían al esquema de la sonata; esa
introducción tiene su contrapeso, de todos modos, en el de-
sarrollo, que asimismo es desmesurado. La idea literaria del
gran Pan se ha adueñado del sentimiento de la forma; la for-
ma misma se vuelve terrible y monstruosa, es una objetiva-
ción del caos; ésta, y no otra, es la verdad del concepto de
naturaleza, del que tanto se ha abusado a propósito de este

107
movimiento. Una y otra vez resuenan fragorosamente, como
voces naturales, fragmentos de las maderas de ritmo irregu-
lar; la combinación de marcha e improvisación roza el prin-
cipio del azar. En ningún otro sitio ejerce Mahler menos cen-
sura sobre lo banal que aquí: en este movimiento es percep-
tible la canción titulada I ch hab mich ergeben. mit H erz und
mit Hand [Me he entregado con el corazón y con la mano],
así como la obertura de El sueño de una noche de verano de
Mendelssohn; y la patriótica canción que habla del mariscal
de campo, sacada de los libros de cantos escolares, por allí va
silbando en medio de todo, como si nunca se hubiera referido
al viejo Blücher. Este movimiento se estira y se extiende en
todas las dimensiones como un cuerpo de gigante. La polifo-
nía no le interesa. El módulo principal del desarrollo -la
entrada en si bemol menor=-s' es, ciertamente, presentado
sólo durante unos pocos compases, como si se le fuera a fu-
gar; pero luego, en contra de todas las reglas de la fuga, ese
módulo se aferra a una sola nota, y quien aguardaba la bien
educada respuesta queda burlado. Elementos idiomáticos an-
tiguos, como los grupetos de tipo schubertiano, están poten-
ciados de tal manera que se convierten en un asalto por sor-
presa a la civilización.
El último movimiento de la Sexta heredó de este primer
movimiento de la Tercera el problema de si son posibles no-
velas musicales en varios volúmenes, por así decirlo, y reac-
cionó a él con una construcción implacable. Pero la Tercera
deja con un palmo de narices a la idea del orden y, sin embar-
go, está compuesta de un modo tan tenso y tan denso que en
ningún lugar se relaja. La Tercera debe esta organización de
la desorganización a una singular consciencia del tiempo. Su
primer movimiento alcanza una auténtica exposición allegro;
pero esa exposición no es sencillamente una marcha larga,
como lo sugiere el ritmo, sino que esa parte discurre como si
el sujeto musical desfilase con una banda que va tocando, una
tras otra, marchas de todo tipo. El impulso de la forma es la
representación de una fuente de música que se mueve en el
espacio.24 Como mucha de la música más reciente, ese movi-
miento no tiene, por su propia estructura interna, un sistema
de referencias fijo, sino lábil. Con todo, lo que resulta no es
una mutua penetración impresionista de las sonoridades en
un espacio intemporal, como ocurre en Eeux d'artifice de
Debussy, con la fanfarria del 14 de julio, sino que las marchas
parciales que se van sucediendo establecen, gracias a sus

108
muy precisas proporciones, una historia articulada. En un de-
terminado momento hay algo parecido a un rompímíentot " a
ello se agrega un Abgesang de la marcha,26 hasta que toda la
música de marcha se derrumba, pero no con una expresión de
catástrofe, sino como si de súbito se abriese una perspectiva
nueva,"
Luego, sin embargo, el desarrollo, excesivamente ampliado,
reinserta todavía en la arquitectura la naturaleza antiarqui-
tectónica de la exposición. Su estructura, la del desarrollo,
corresponde a grandes rasgos, como ocurre no raras veces en
Mahler, y como ocurrió ya en ocasiones en el clasicismo vie-
nés, a los acontecimientos que había habido con anterioridad
a él, aunque, obviamente, sin paralelismos groseros. Cabría
analizar ese desarrollo como una primera reexposición, por
así decirlo, como una primera reexposición variada al máxi-
mo, a la que luego sigue una segunda reexposición, la reex-
posición en sentido estricto. La insinuada repetición hace
retroactivamente de la exposición una sección arquitectónica,
mientras que el tratamiento enteramente relajado del desarro-
llo, que en ningún momento tiende hacia una meta racional-
mente fijada y que al final se extravía." permanece fiel a la
intención antiarquitectónica. La primera sección del desarro-
llo, que es el equivalente allegro de la introducción, se parece
en un primer momento a una reexposición.P Desemboca en la
parte siguiente a través de un pálido consecuente tocado por
el corno inglés." Esta parte es análoga al vago campo antici-
pador de la marcha originaria; a esta parte se le contagia el
progresivo desvanecimiento de la introducción.31 La tercera
parte utiliza componentes de la marcha, pero, a consecuencia
de su iluminación más débil, de su tono lírico, es un episodio
en sol bemol mayor claramente intercalado.32 La cuarta parte
del desarrollo, en fin, comienza, como hacen muchas veces las
partes últimas, decisivas, del desarrollo en Beethoven, con
una brusca resolución," que se desembaraza de la tendencia
general de este movimiento con igual violencia con que esa
tendencia había antes barrido los controles.

109
V. La variante como forma

El problema específico de la técnica mahleriana es el si-


guiente: cómo se convierte en una forma, mediante la con-
figuración, lo individual musical que está emancipado de los
esquemas, a semejanza de lo que ocurre en las novelas, y
cómo eso individual inaugura desde sí mismo unas conexio-
nes musicales autónomas, La técnica debe desplegar la para-
doja mahleriana; ésta consiste en la totalidad de algo que no
está encerrado en un recinto y sobre lo cual no se extiende
bóveda ninguna; en suma, la síntesis de abertura y clausura.
Una frase famosa e ingenua del Mahler joven apunta en esa
dirección: componer una sinfonía, dijo, es «construir un mun-
do con todos los recursos de la técnica presente».'
Al principio, la técnica sigue apareciendo aquí como algo
exterior a la música compuesta, como algo que se ha de apli-
car al servicio de la intención. El título «Sinfonía de los mil»,
que los organizadores de conciertos de 1910 le colgaron, con
gran disgusto de Mahler, a la Octava sinfonía, se aprovecha
de este aspecto de la cuestión. La música que desea ser el
mundo una vez más, quisiera poner a contribución todo lo
que el mundo tiene a punto para sus fines, sin preocuparse
demasiado, en un primer momento, de cómo casan entre sí la
idea y los medios disponibles.
Muy pronto, sin embargo, la propia lógica de la idea que
Mahler tiene de la técnica empuja a esa idea a ir más allá de
este punto de arranque. Como mera utilización de los recur-
sos orquestales y de las denominadas «conquistas de la épo-
ca», la técnica continuaría siendo no menos externa a la mú-
sica compuesta que el tradicional canon formal. Dado que la
comodidad compositiva se compagina mal con las nada con-
fortables intenciones de Mahler, éste tampoco maneja la téc-
nica con aquella soberana maestría con que la maneja Ri-
chard Strauss, el alumno modelo del Conservatorio en el pa-
pel de genio. Con gran esfuerzo, estudiando, por ejemplo, en
edad madura las obras de Bach, tiene Mahler que adquirir
aquello que ya traen consigo compositores que están tan im-
pregnados de su cultura como Debussy. Los recursos presen-

111
tes se adaptan mal a la intención mahleriana, que tiende a I
no presente. No sólo tiene Mahler que aprender esos recurso:
sino que además ha de evitar muchos de ellos; por ejempk
la bien empastada sonoridad de Wagner, o el ímpetu, que si
ninguna inhibición corre presuroso hacia el todo, de u
Strauss que incluso en sus excesos es un compositor cuidad,
so. Mahler esboza una idea modificada de la técnica, la ide
integral, la idea de la quintaesencia del contexto compositivr
En ese contexto entran como elementos parciales todas la
dimensiones musicales; ninguna de ellas deja de ser sometid
a crítica.
De la oposición a la maestría de los otros, que había degr
nerado en mera destreza, y de las provocativas e indísímulr
das torpezas de la Primera y de la Tercera sinfonía brota un
maestría que a la postre deja por debajo de sí, merced a l
identidad de la música compuesta y su manifestación fenr
ménica, el nivel medio de la técnica de su tiempo; pensand
en Mahler criticaba Alban Berg en Strauss la técnica tambíér
Cada obra de Mahler critica la precedente; esto hace de «
el compositor evolutivo por excelencia. Si hay alguna oeuvr
a propósito de la cual pueda hablarse de progreso, ésa es l
de Mahler, no muy extensa, por otro lado. Aquello que Mahle
mejora se convierte siempre en algo «Otro»; de ahí la poi
cromía, nada bruckneriana, que hay en la sucesión de su
sinfonías. Tal vez lo que educó al compositor Mahler para un
autocorrección permanente fuera la técnica de los ensayos d€
director de orquesta Mahler, al que le gustaba mucho hace
retoques e introducir cambios en la instrumentación. Inclus
allí donde Mahler gira en torno a cosas propias anteriore
hay un progreso.
En la Primera música nocturna de la Séptima sinfonía ha
una fluorescencia de las Canciones sobre poemas de «El cuei
no maravilloso del muchacho», las cuales aparecen com
irrecuperables. La Octava, en la que se han notado analogía
con la Segunda, suena durante largos tramos sencillament
diatónica, tras la armonía mucho más audaz de la Séptimc
Se dice que, tras su estreno en Munich, Strauss se burló d
que en ella hubiera tanto mi bemol mayor. Pero la Octav
recubre como un cotiledón una sorprendente cantidad de ce
sas de la fase tardía; incluso hay en ella anticipaciones de l
pieza titulada «Sobre la juventud» de La canción de la tierrc
La dura línea evolutiva de Mahler escribe ya historia música
con el avance que en un compositor individual se da de un

112
obra a otra obra, como ocurrirá también más tarde en los re-
presentantes principales de la nueva música. Con esa misma
energía actuó luego Schonberg, mientras que en Strauss, en
la época posterior a Electra, una cautela suicida frenó el mo-
vimiento, y en Reger apenas hay movimiento ninguno, una
vez que se estabilizó el procedimiento pancromático.
No ellos, sólo Mahler tuvo un estilo tardío de aquel rango
supremo que decide la dignidad de un compositor, según la
frase de Alban Berg. Ya Bekker se dio cuenta de que las últi-
mas obras de aquel compositor que apenas pasó de los cin-
cuenta años son obras tardías en el sentido enfático de la
expresión: esas obras muestran hacia fuera lo interior no sen-
sible. Pero ya las obras de la época intermedia nos ofrecen
pruebas de hasta qué punto contribuyó la voluntad crítica de
Mahler a su evolución. Ni en la Séptima sinfonía olvida Mah-
ler lo que había llevado a cabo en la Sexta, ni tampoco nos
sirve un recuelo: la fantasía concentra sobre los contornos de
las obras una fuente de luz tal que las hace irreconocibles.
Tal vez la productiva irritabilidad del director de orquesta se
sintió molesta por algunos elementos rígidos que aparecen en
la Sexta, en el Scherzo sobre todo; nunca estuvo del todo
contento con la primitiva versión publicada de esta sinfonía,
e introdujo en su instrumentación numerosos retoques. Ha-
bría que respetar su última ordenación de los movimientos,
con el andante en si bemol mayor antes del último movimien-
to, aunque sólo fuera en atención al plan de las modulacio-
nes; el mi bemol mayor es la tonalidad relativa del do menor,
con el cual comienza el último movimiento, para luego deci-
dirse al fin, tras una larga preparación, por el la mayor como
tonalidad principal definitiva. Mahler encontró un antídoto
contra lo rígido en aquel élan de Richard Strauss que percep-
tiblemente resuena en el primer movimiento de la Séptima,
inmediatamente antes de la reexposición de la introducción y
luego, sobre todo, antes de la reexposición del tema principal.2
La primera etapa llamativa de la evolución mahleriana fue
la Cuarta sinfonía; probablemente por esto se hallan tan re-
cortados en ella los «recursos presentes». El salto cualitativo
que viene después es indiscutible, no obstante las galerías
subterráneas que unen la Cuarta con la Quinta. Difícilmente
se encuentran las obras de la época intermedia asentadas fir-
memente en la tierra, como pretende una desangelada expli-
cación, a diferencia de las obras anteriores, que serían, al
parecer, más metafísicas. La factura de las obras de la época

113
intermedia es, con todo, incomparablemente más rica, más
tensa también: de hecho conocen mejor el mundo. Ahora hay
que desarrollar lo que antes se había esbozado; los elementos
de las llamadas «Sinfonías de El cuerno maravilloso del mu­
chacho» son sometidos a una reflexión; así, por ejemplo, la
fanfarria de las trompetas en el primer movimiento de la Ter­
cera es sometido a una reflexión en la introducción del último
movimiento de la Sexta.3 Un Mahler que se ha vuelto externo
a sí mismo, que se ha alejado de sí, domeña y otorga auten-
ticidad a lo que antes había formulado. Acaso por ello las
sinfonías de la época intermedia, que en lo esencial son una
repetición productiva, pueden tolerar, cuando no se autocon-
trolan con rigor, fórmulas hechas, cosa que no ocurre en las
obras juveniles, catapultadas con. tanta espontaneidad.
Sólo en la fase tardía conquista retrospectivamente Mahler
una segunda inmediatez. Su inteligencia musical, como lo ha-
bían hecho antes las de Beethoven y Brahms, se objetiva me-
diante la autorreflexión; pero no se objetiva como una propie-
dad subjetiva del compositor, sino como una propiedad del
objeto mismo; éste adquiere consciencia de sí y con ello se
hace «Otro». Las aportaciones de la técnica de Mahler son las
aportaciones de su inteligencia musical: preocupación por lo-
grar una composición plástica y, con ello, una presentación
real de la música. Esa inteligencia es la que conduce fuera del
ámbito de influencia del romanticismo a un compositor al que
la teoría musical etiquetó rápidamente de romántico. Su obra,
como la de Wagner, sueña con un componer sin apariencias,
sobrio, no glorificador. Eso le llevó a convertirse en la nega-
ción determinada de la ideología musical de aquella época.
Mahler reaccionó con violencia contra la estupidez musi-
cal, que en el siglo XIX tuvo una expansión no menor que en
el XVIII y en el xvn; náuseas le producía la repetición pueril,
pero también era ya consciente de que no es posible extirpar
el elemento tectónico, del cual es una representación tosca la
repetición. Su inteligencia tuvo que encontrar una salida a
esa contradicción. Todo aquello mediante lo cual sedujeron
las sinfonías juveniles, la Segunda sobre todo, se vuelve indi-
ferente ante este problema.
La técnica mahleriana, que va progresando de la manera
dicha, tiene en la variante, por oposición a la variación, su
differentia specifica, lo que la distingue de la técnica de otros
compositores. También Mahler escribió variaciones; lo hizo en
el adagio de la Cuarta; otras piezas, como el último moví-

114
miento de la Novena, se parecen cuando menos a variaciones.
Pero no es el principio de la variación lo que define, a la ma-
nera schónbergiana, la complexión, la peinture de su música.
La variante mahleriana es la fórmula técnica que corresponde'
al ingrediente épico-novelístico de las figuras que son siempre
enteramente otras y son, asimismo, idénticas.
Habría que comparar una serie cualquiera de variaciones
beethovenianas con un Lied cualquiera de Mahler; por ejem-
plo, con ese Lied nocturno que habla delcentinela. En Beetho-
ven se mantienen fijos algunos elementos estructurales; ante
todo, la conducción de las armonías sobre un bajo continuo;
otros, como las unidades del movimiento, o como la situación
de los componentes motívicos principales, son modificados
coherentemente de una variación a otra. En Mahler se repite
intacto el tema inicial, después de la primera interpolación
de la estrofa de la muchacha; pero se repite con algunas mo-
dificaciones llamativas. Así, en el primer compás, el quinto
grado de si bemol mayor es sustituido por el quinto grado de
la tonalidad relativa, que es sol menor; luego, el sexto gra-
do de si bemol mayor es sustituido por una multívoca tríada
aumentada; y, más adelante, el compás intermedio sobre el
primer grado de si bemol mayor es sustituido por el primer
grado de sol mayor; sin embargo, la continuación es una fiel
correspondencia de lo anterior, hasta que se llega a la próxi-
ma diferencia, tres compases más tarde. En todas partes está
claramente conservada la estructura de conjunto, pero en to-
das partes se han introducido en ella artimañas; así, tanto
las proporciones armónicas como las sonoridades en mayor y
en menor están invertidas con respecto a su primera apari-
ción; con ello queda revocada a posteriori la formulación ini-
cial del tema, como si estuviera entregada a los caprichos de
la improvisación. Siempre permanece intacta la silueta gene-
ral de los temas mahlerianos; éstos son Gestalten [totalida-
des], en el sentido en que utiliza ese término la teoría psico-
lógica que habla de la primacía del todo sobre las partes.
En medio de esta identidad drástica y al mismo tiempo
vaga, el contenido musical concreto -sobre todo la sucesión
de los intervalos- no está fijado, sin embargo. En el trabajo
motívico beethoveniano son precisamente las más pequeñas
células motívicas de los temas lo que resulta determinante
para que éstos, en su despliegue, se conviertan en complejos
temáticos cualitativamente distintos; en Beethoven la gran
estructura temática es un resultado técnico. En Mahler, en

115
cambio, los microorganismos musicales se modifican sin inte-
rrupción, en el interior de los grandes perfiles, bien reconoci-
bles, de las figuras principales; donde esto ocurre de un modo
más desconsiderado es en el primer movimiento de la Tercera
sin/ onía. La índole misma de los temas mahlerianos los cuali-
fica mejor para el trabajo temático que para el motívico. Tan
vagos son los elementos mínimos de esos temas que resultan
irrelevantes, pues las totalidades mismas presentan unas mag-
nitudes demasiado poco fijas como para que fuera posible
dividirlas en elementos diferenciales. Lo que se hace, en lugar
de eso, es recordar grupos más amplios, recordarlos con aque-
lla misma vaguedad con que a menudo recuerda la memoria
musical. Esto permite darles unos matices nuevos, iluminar-
los de un modo distinto y, a la postre, otorgarles un carácter
diferente, de manera que las variantes afectan luego a los
grandes temas y acaban adquiriendo una función tectónica,
sin que sea necesario dividir los temas en motivos.
Semejante largesse en el tratamiento del material -una
largesse que, una vez más, es contraria al principio de econo-
mía beethoveniano-brahmsiano-- legitima técnicamente las
grandes superficies del sinfonismo épico mahleriano. Mahler
piensa en términos de complejos, de campos. Nada hay en él
de aquel modo de reaccionar que lo que quiere es contrac-
ción al precio que sea, y que en ocasiones, con posterioridad
a él, ha reclamado la exclusividad. El aliento sinfónico mahle-
riano no se debe a la represada fuerza beethoveniana, que
siempre quiere «seguir adelante», sino a la grandeza de un
oído que mira lejos y al cual le están ya virtualmente presen-
tes en todas partes las analogías y las consecuencias más re-
motas, como le ocurre a la narración que es dueña de sí.
En la concepción mahleriana de los temas, que considera
a éstos como una Gestalt [totalidad] dotada de un contenido
motívico móvil, se abre camino la práctica de la técnica dode-
cafónica schónbergíana, a la cual le gusta rellenar módulos
rítmicos estables con notas de formas seriales cambiantes.
Puesto que los temas mahlerianos, en cuanto temas relativa-
mente estables, no son modificados en una evolución conti-
nua, Mahler tampoco hace una exposición de ellos. El concep-
to de tema en el sentido de algo que es puesto de una manera
precisa, y que luego se modifica, no resulta adecuado para
Mahler. Al núcleo musical le ocurre, antes bien, lo que en la
transmisión oral le ocurre a lo narrado; cada vez que se lo
toma a decir se convierte en algo un poco diferente.

116
El principio de la variante se origina en el Lied estrófico
variado, dado que tampoco se puede variar jamás profunda-
mente las estrofas de esos Lieder. Tan antipsicológicas como
las baladas, las estrofas retornan formulariamente, como si
fueran estribillos, y, sin embargo, son tan poco rígidas como
las fórmulas homéricas. Lo que ha ocurrido antes y lo que va
a ocurrir después las afecta. Tampoco permanecen aisladas,
sino que a menudo se entreveran. Casi siempre hay desviacio-
nes en los puntos críticos de engarce; éstos son como los su-
cesores de los finales de las estrofas. La relación que entre sí
mantienen las desviaciones, su grado de proximidad y lejanía,
sus proporciones y sus relaciones sintácticas, todo eso es lo
que constituye la lógica concreta, irreducible a ninguna regla
general, del componer épico mahleriano.
La técnica de la variante estimula el decurso formal; pero
a la vez ella, la variante, es el prototipo de su forma misma.
Jlsta es algo permanente como lenguaje musical y es, sin
embargo, algo que en la desviación del lenguaje musical tiene
un devenir. Es muy difícil señalar exactamente con el dedo
el núcleo fijo e idéntico, que, con todo, existe: es como si ese
núcleo se sustrajese a la escritura mensural. Ningún tema
está ahí de modo positivo, inequívoco; ninguno se convierte
jamás en algo fijo, definitivo. Los temas emergen en el conti­
nuum temporal y se sumergen en él; ese continuum, por su
lado, es constituido tanto por la aleatoriedad de los temas
como por la rigurosidad de las desviaciones. En este sentido
las variantes son la fuerza que se opone al cumplimiento.
Ellas desposeen de su identidad al tema; el cumplimiento es
la aparición positiva de lo que el tema aún no era.
En muchos movimientos que utilizan temas principales de
índole usual los temas se destacan de un modo peculiar del
decurso efectivo de la música, como si éste no fuera la propia
historia de esos temas. Ya Paul Bekker vio que el tema del
andante de la Sexta sinfonía, un tema que es una melodía
muy cerrada en sí, tiende a ser olvidado durante la pieza, por
así decirlo. Cuando en los núcleos temáticos mahlerianos tro-
pezamos con algo cosificado, derivado, ese elemento no espon-
táneo se burla, por otro lado, de las cosificaciones de la teo-
ría de las formas. Los núcleos temáticos no son estipulaciones
puestas libremente por el sujeto, sino que, en su inautentici-
dad, se afirman a sí mismos frente a las pretensiones de do-
minio del sujeto; esto los sustrae a la vez a la mano compo-
sitiva, que los cincelaría hasta hacer de ellos algo definitivo.

117
Esos núcleos no tienen paredes dentro de la forma, y es la
relación entre ellos la que crea aquella perspectiva de un todo
que queda reprimido, en cambio, por los temas rotundos, se·
mejantes a un Lied, del romanticismo posbeethoveniano.
Estos temas que son conservados, pero que no están coa-
gulados en algo fijo, y que emergen como de una imaginería
colectiva, podrían hacer pensar en Stravinski. Pero las varian-
tes mahlerianas no son tampoco dados irregulares, torcidos,
desvinculados unos de otros. No detienen el tiempo; el tiem-
po produce las variantes, y las variantes producen el tiempo,
pues no es posible bañarse dos veces en el mismo río. La du-
ración mahleriana es dinámica. En la música de Mahler las
continuaciones son completamente «otras», pero esta «otre-
dad» no es una máscara colocada delante de la permanente
identidad imitativa, sino algo que se ciñe al tiempo, pues la
mencionada «otredad» sospecha que incluso en el dinamismo
subjetivo tradicional hay algo cosificado, el rígido contraste
entre lo que una vez quedó estipulado y lo que de ello resul-
ta. El principio que aquí rige no es la violencia, sino la nega-
ción de la violencia. La marcha de la música secunda las im-
plicaciones cualitativas de las figuras.
La técnica mahleriana de la variante llega incluso hasta el
idioma musical que confiere alma a aquellas figuras. Las va-
riantes son el escenario del dialecto mahleriano; la lengua
culta transparece en ese dialecto, las palabras tienen un soni-
do más próximo y distinto. Las variantes son siempre fórmu-
las técnicas de la desviación frente a aquello que tiene razón,
que escribe la historia; frente a lo oficial, que está por encima
de lo demás. En cuanto «otredad» de lo conocido y familiar,
la variante es sin duda lo primero que seduce en Mahler. Ha-
bría que ver cómo sonaría, si la música hubiera de seguir su
curso sin deformaciones, el estridente pasaje encomendado
al clarinete en mi bemol que hay en el Scherzo de la Segunda
sinfonía y sobre el que Mahler puso la indicación de que se
tocase «Con humor».4 En momentos posteriores no resulta ya
posible leer cómodamente las variantes mahlerianas como ca-
ricaturas de la regularidad, sino que vienen determinadas por
la composición. El lenguaje musical ofrece muchos preceden-
tes de esto; Mahler fue su heredero. El acento propio de la
tradición austríaca de componer está saturado de la desvia-
ción; esto ocurre ya en Schubert, si se lo compara con Mo-
zart.
Es muy posible que la técnica de la variante tenga su raíz

118
en una experiencia que sin duda ha hecho tempranamente
toda persona dotada de musicalidad, y que queda sofocada
únicamente por un respeto contra el cual inmunizó a Mahler
su respeto al objeto mismo: la experiencia de que muchas
veces las variaciones, después de su tema, resultan decepcio-
nantes; las variaciones se aferran al tema, le privan de su
verdadera esencia, y, con todo, no despliegan verdaderamente
algo que sea «otro». Las antiguas variaciones figurales es-
tropean siempre de ese modo el tema; pero esto también
sigue ocurriendo en variaciones del tipo beethoveniano, como
en algunas del segundo movimiento de la Sonata a Kreutzer,
La variante mahleriana critica esto de un modo productivo.
De acuerdo con su ley, jamás debe la desviación debilitar su
modelo, ni en lo referente a su intensidad ni en lo que res-
pecta a su sentido.
En ocasiones los motivos asumen en Mahler el papel que
el denominado «comodín» tiene en el juego de cartas. Las
imágenes de la música mahleriana se asemejan, en general, a
las imágenes del juego de cartas transpuestas a lo ornamen-
tal; esta música ofrece a veces el mismo aspecto que los re-
yes de la baraja. Es fácil resbalar sobre las variantes de esos
«motivos comodín», como si fueran puro azar; un ingrediente
de azar en sus cambios es inherente al sentido de tales moti·
vos, como lo es el albur a los juegos de azar. Pero la mirada
que se detiene a contemplarlos descubre incluso en esos mo-
tivos la lógica compositiva.
Uno de esos motivos comodín está hecho sumando la con·
clusión de la primera frase principal y el comienzo de la se-
gunda frase principal del tema principal del movimiento in-
troductorio de la Cuarta sinfonía,5 reino del cascabel. Ese
motivo va acompañado armónicamente por la subdominante.
Su miembro final es dejado aparte en seguida; 6 luego viene
inmediatamente una primera variante.7 ~sta roza todavía, en
la parte fuerte del compás, la subdominante; pero la aban·
dona ya en la segunda parte del compás, mediante una mo-
dulación hacia la menor, que es el segundo grado de la tona-
lidad principal. Comparada con la forma elemental que tenía
en su primera aparición, la armonía está aquí intensificada;
en cambio, la melodía se debilita. Mientras el ritmo perma-
nece idéntico, se invierte el característico movimiento ascen-
dente de segunda que hay en la primera mitad, y en las semi-
corcheas se evita el punto culminante, el fa sostenido: me-
diante ·una repetición de la nota, la música se queda en el mi.

119
Pero la línea justifica esta bajada de la melodía: en efecto, el
motivo inicial precedente, que varía el del tema principal
mismo, ya no asciende, sino que desciende desde su punto
culminante, la primera nota si, y este descenso engloba las
relaciones interválicas del motivo comodín. Según esto, en la
primera variante actúan, enfrentadas, una tendencia reforzan-
te y una tendencia debilitante. Dos compases más tarde esta
segunda tendencia se cuida, por su intensidad decididamente
creciente, de establecer un equilibrio entre ambas. La nota
si bemol -un vigoroso grado secundario--, tocada por los
bajos, y que es una nota extraña a la tonalidad, refuerza la
modulación armónica. Pero la melodía, que aún conserva en
su oído la figura inmediatamente precedente, vuelve a subir
hasta lo alto, hasta el fa, aunque ya no torna a alcanzar el fa
sostenido del comienzo. Para que no haya una violencia súbi-
ta, en la inmediata aparición del motivo se repite esta ver-
sión;ª tiene únicamente una variación mínima, debida a una
alteración armónica. Dos compases después se la confirma: 9
ahora su reforzamiento armónico se debe a unas modulacio-
nes más insistentes de la tonalidad básica y a una versión me-
lódica de las semicorcheas, versión que, sobre un acorde de
séptima disminuida, roza la nota la, una tercera por encima
de la forma originaria. Así, pues, es hacia el final de la expo-
sición del tema principal donde el motivo produce un efecto
de máximo frescor, tanto en la dimensión horizontal como en
la vertical, para luego diluirse en las voces de acompañamien-
to, hasta la entrada de la frase que hace de puente. Las aven-
turas que a ese motivo le ocurren en el desarrollo no deberían
sorprendernos, si tenemos en cuenta lo que éste significa
usualmente.
La técnica específicamente mahleriana de la variante con-
tinúa en la reexposición. La fantasiosa expansión que los te-
mas han tenido en el desarrollo sigue vibrando en la figura
que ahora muestran en la reexposición. En los lugares de la
reexposición en que vuelve a aparecer el motivo comodín 1o
se emplea ciertamente la armonización de la segunda variante
con el si bemol en el bajo, armonización que en cierto modo
superaba las figuras anteriores; pero la melodía da un salto
de séptima, llega hasta el re, una cuarta por encima del punto
culminante alcanzado hasta ese momento por el motivo, y dos
compases más tarde, en su reforzamiento, cuya armonía es
muy poco diferente, llega hasta el fa agudo. Por así decirlo,
se repara la debilitación que en la exposición había significa-

120
do el descenso desde el fa sostenido hasta el mi y el fa, que
entonces estaban situados una octava más abajo. En la coda
de este movimiento, finalmente, el motivo, tras una cuidadosa
preparación, es llevado melódicamente, y mediante una armo-
nización nueva," a su punto culminante absoluto, un la, exac-
tamente una octava por encima del punto culminante a que
el motivo había llegado provisionalmente hacia el final de la
exposición del tema principal. Tanta es la racionalidad que
hay en las irracionalidades mahlerianas.
La técnica de la variante se va haciendo cada vez más pre-
cisa a medida que aumenta la experiencia de Mahler. En las
obras tardías esa técnica se concentra a menudo en notas crí-
ticas del interior de un tema o incluso de un motivo. Aquello
precisamente que llama la atención en el todo parcial melódi-
co es modificado. El tema en menor del primer movimiento
de la Novena sinfonía, por ejemplo, contiene un sol sostenido
que es extraño a la escala; 12 ese sol sostenido es el que deter-
mina el carácter disonante de todo ese complejo. Pero justo
ese sol sostenido, o su equivalente, es sustituido luego varias
veces por un la, el cual es la quinta justa de la tónica, el re
menor. Ratz ha mostrado con todo detalle en su análisis la
función constructiva que posee precisamente la alternancia de
ambas notas críticas," De modo similar, también el motivo
de unión cromático que está diseminado por todo este movi-
miento 14 es sometido más tarde a una variante en la que el
intervalo crítico de segunda mayor que conduce al último
miembro del motivo, el intervalo de mi a fa sostenido, se am-
plía a una tercera menor, mi­sol. Esto despoja al motivo, tal
como lo quiere el tono de toda esta reexposición, de su índole
cortante, hasta que acaba fundiéndose con el núcleo del gru-
po conclusivo.15

Según la doctrina tradicional los complejos parciales mu·


sicales serían resultantes de la tensión que se daba entre las
categorías clasificadoras previas, sobre todo la tonalidad, y el
impulso compositivo singular. Ambas cosas se mediaban recí-
procamente; las relaciones tonales coproducían los detalles;
los impulsos individuales corroboraban o restablecían la to-
nalidad. Sin embargo, la forma, entendida en el sentido estric-
to que tiene en la teoría musical, es decir, la gran arquitectura
intratemporal, estaba desde hada ya mucho tiempo fuera de
ese juego cambiante. O bien la vida específica de la composi-
ción era aderezada, por las buenas o por las malas, de acuer-

121
do con las categorías dadas de antemano, o bien los impulsos
individuales se absolutizaban y utilizaban ya la forma única-
mente como soporte. Mahler restablece por fin la acción recí-
proca; la transfiere a la organización formal de conjunto.
Esta organización no ignora la arquitectura tradicional. Hay
ocasiones en que precisamente una música muy expansiva
hace una reverencia a esa arquitectura; así ocurre, por ejem-
plo, en el primer movimiento de la Sexta sinfonía; en la que
originariamente había unos signos de repetición después de
la exposición. Pero incluso aquí se llena esa arquitectura tra-
dicional con cosas muy poco esquemáticas: un coral, por
ejemplo, sirve de grupo-puente.
También aquello que es susceptible de ser referido estric-
tamente a los modelos de la sonata posee su ley individual de
movimiento. Así quedó vedada una reexposición inoportuna-
mente simétrica en el último movimiento de la Sexta, después
de la introducción (ésta no sólo era muy extensa, sino que
además estaba ya dominada por el impulso sinfónico) y des-
pués de los amontonamientos habidos en el desarrollo. De
dar satisfacción al sentimiento de la forma, que aguarda si-
metrías, se cuida el retorno, en forma de rondó, de la intro-
ducción. En medio de constantes variantes de estricta función
modulatoria en el avance del todo, ese retomo de la introduc-
ción es el elemento relativamente estático. Por otro lado, se-
gún el uso de la tonalidad, a la que obedecen, los complejos
exageradamente grandes reclaman un equilibrio, reclaman la
homeostasis de la construcción. Por amor a esa homeostasis
concede Mahler una especie de reexposición. Pero el modo en
que ésta se cuida de lo anterior consiste en invertir en cierta
medida el orden de sucesión de los complejos principales.
Este movimiento, que recorre espacios de tiempo inmensos,
logra la cuadratura del círculo: es dinámico y a la vez es tec-
tónico, sin que ninguno de 'estos dos principios anule al otro.
La reexposición comienza con su segundo complejo temá-
tico, pero no instaura un contraste con la introducción, sino
que se funde con ella.16 ~sta se presta a ello, pues ya en su
inicio estaban expuestos como debajo de un cristal los moti-
vos principales del segundo complejo temático. Entretanto
todos esos motivos han «agotado su vida», para decirlo con
una expresión que se usaba hacia 1900. De su preexistencia
ha salido la existencia sinfónica real. El hecho de que el se-
gundo complejo temático aparezca ahora como en el marco
de la introducción ampliada mantiene a ese motivo fuera de

122
la verdadera reexposicion, que es relativamente fiel; ni se
hace una rumia de ese segundo complejo temático, ni se lo
descuida. La reexposición puede contentarse con el primer
complejo temático; se la liquida con brevedad, y también
ahora sin detenerse. Una vez más, de modo parecido a como
se había actuado en el desarrollo del primer movimiento de
la Cuarta sinfonía, no se separa la reexposícíón de lo anterior,
sino que la corriente musical se desliza insensiblemente en
ella.'? Una vez que el todo ha adquirido ímpetu, las cesuras
son más pequeñas que antes: el impulso sinfónico desmiente
el formalismo sinfónico.
Mahler prefiere despreciar la clara visualidad topográfica
y volver romos los perfiles originariamente agudos, que no
actuar en contra del rigor del sentimiento interno de la for-
ma. Con astucia sustrae la reexposición, de la cual ha menes-
ter, de la superficie de Ja percepción. Esto otorga a la reex-
posición, en el último movimiento de la Sexta, la expresión
de un cortejo fantasmal de espíritus, como en el Lied titulado
Revelge. La reexposición se convierte en un revenant; el ca-
rácter legitima el resto de simetría que allí queda. No es éste
el único lugar en que en Mahler alternan unas partes en que
la presencia de la música es intensísima, corpórea, con otras
partes que son fantasmales. Hay varios movimientos cuya evo-
lución tiene como meta o bien conquistar su propia realidad
o bien perderla. El sujeto novelístico, que en la música qui-
siera encontrar el mundo, continúa estando en discordancia
con el mundo. Ese sujeto espera su salvación de su tránsito a
aquella realidad que, precisamente, le producía repeluznos;
mediante su propio movimiento quisiera ese sujeto reencon-
trarla.
Lo que quedó sin mencionar en el segundo complejo de la
exposición del último movimiento es recuperado luego fugaz-
mente; también la coda es extremadamente sumaria.
La reexposición fue la crux de la forma sonata. Ella invali-
daba lo que a partir de Beethoven era lo decisivo, el dinamis-
mo del desarrollo; en esto era comparable al efecto que una
película produce en un espectador que, una vez acabada la
proyección, permanece allí sentado para tomar a ver el co-
mienzo. Beethoven solucionó este problema mediante un tour
de force, que se convirtió para él en regla: en el fecundo ins-
tante del . comienzo de la reexposición presenta el resultado
del dinamismo, del devenir, como confirmación y justificación
de lo pasado, de aquello que en todo caso estaba allí. ~sta es

123
la complicidad de Beethoven con la culpa de los grandes sis-
temas idealistas, su complicidad con el dialéctico Hegel, en el
cual, al final, la suma de las negaciones, y con ello la suma del
devenir mismo, desemboca en la teodicea de lo que es. En la
reexposición la música, como ritual que es de la libertad bur-
guesa, continúa sometida a la servidumbre mítica, lo mismo
que esa sociedad en la que la música es, y que es en la mú-
sica. La música manipula el contexto de naturaleza, que gira
dentro de sí mismo, como si lo que retorna fuese, en virtud
de su mero retorno, más de lo que es, como si fuera el sen-
tido metafísico mismo, la «idea».
Pero también, a la inversa, una música sin reexposición
conserva un algo de insatisfactorio -y no sólo desde el pun-
to de vista culinario-, un algo de desproporcionado, abrupto;
es como si a esa música le faltara algo, como si careciese de
final. De hecho, el problema que atormenta a toda la nueva
música es el problema de cómo se puede concluir, no sólo
acabar, después de que dejaron de proporcionar solución a
eso las formaciones conclusivas cadenciales, que tienen en sí
algo de reexposiciones -lo único que la reexposición hace es,
si se quiere, trasladar a grandes magnitudes la fórmula de la
cadencia. La respuesta que Mahler da a esta alternativa con-
verge con la que dan las más grandes novelas de su genera-
ción. Allí donde, para hacer justicia a la forma, repite Mahler
algo pasado, no canta el elogio de lo pasado ni el elogio de
que haya pasado. Mediante la variante su música se acuerda
desde lejos de lo pasado, de lo semiolvidado, eleva una pro-
testa contra su caducidad absoluta, y lo define, sin embargo,
como algo efímero, irrecuperable. La idea que guía a la músi-
ca mahleriana es la fidelidad redentora.
La crítica que de los esquemas realiza Mahler transforma
la sonata. No sólo en la Sexta es sorprendentemente corta la
auténtica exposición allegro. Eso ocurre a menudo; así, en la
Primera, en la Tercera, en la Cuarta, en la Séptima. El modelo
de esto, complemento de la expansión del desarrollo, está en
la Heroica. En Mahler esa brevedad se opone al principio ar-
quitectónico. Cuanto menos aspira Mahler a correspondencias
estáticas, tanto menor es el detenimiento con que necesita tra-
tar los complejos, que en otros casos se correspondían; pero
la brevedad otorga discreción a aquello que tiene que repre-
sentar arquitectónicamente la identidad. El principio de la
modificación permanente trae como consecuencia que el de-
sarrollo conquiste la preponderancia; pero el desarrollo no

124
actúa ya como antítesis dinámica de las relaciones estáticas
básicas.
Esto hace que la sonata quede modificada hasta en lo más
íntimo de sí. Las exposiciones, que antes eran estructuras do-
tadas de un gran peso propio, se transforman en exposiciones
en el sentido modesto de la palabra, esto es, en una presen-
tación de los dramatis personae, cuya historia musical se na-
rra luego. Cuando Mahler abandonó la sonata en la Novena
sinfonía, gracias sin duda a las experiencias de La canción de
la tierra, lo único que hizo fue revelar aquello a que toda su
obra se apresta subcutáneamente. La consciencia extensiva
del tiempo que Mahler tenía exige secciones que vayan bro-
tando unas de otras. Las proporciones de las partes, no la
agravación del conflicto, es lo que produce la tensión de esas
secciones, que con sus elevaciones y caídas supera la tensión
del sinfonismo anterior.
La relación de la obra total mahleriana con la sonata es
muy dispar. En la Primera sinfonía la breve exposición alle-
gro es monotemática; falta el tema cantable ortodoxo. Mahler
tiende, en general, a formular escuetamente los segundos
complejos temáticos. De acuerdo con el uso romántico sus
«temas cantables» recogen del Lied la melodía cerrada, una
melodía que es en cada caso algo en cierto modo acabado en
sí mismo; la función formal que para el devenir tienen esos
temas cantables es su estaticidad relativa. Pero aquello que
ya está ahí puede ser dicho en la mayoría de los casos de un
modo directo, conciso. Si hubiese un alargamiento y un pala-
deo de las melodías de las voces superiores de los temas se-
cundarios, esas melodías desbancarían a la totalidad sinfónica.
En la Tercera sinfonía se despoja de poder a la sonata,
pues la introducción, la exposición y el desarrollo resultan
desproporcionados, si se los juzga según los criterios de aqué-
lla. El primer movimiento de la Cuarta es ciertamente una
sonata, pero una sonata arcaísta, como lo había sido ya en
otro tiempo el primer movimiento de la Octava de Beetho-
ven; el segundo tema sería un Lied instrumental demasiado
independiente para una auténtica sonata; también el grupo
conclusivo, pese a su brevedad, no es tanto un grupo conclu-
sivo cuanto un tercer tema, muy alejado de lo anterior. Sólo
posteriormente se convierten los pensamientos contrastantes
en una unidad muy ramificada; esto ocurre en el desarrollo,
el primero mahleriano que despliega, explicándolos, los ele-
mentos de que consta la exposición: con ese desarrollo se ini-

125
cia verdaderamente como historia este movimiento. Tras la
ortodoxa reexposición, la coda completa lo que aquélla había
omitido en su comienzo. A pesar de todo eso, también este
movimiento rehúsa ser una sonata. Y no sólo porque la com-
posición entera está escrita entre comillas, no sólo porque la
música dice: «Hubo en otro tiempo una sonata», sino tam-
bién porque técnicamente rehúsa serlo. Los complejos de la
exposición son demasiado diferentes entre sí y también están
separados tan enérgicamente que de antemano se niegan a
aceptar un veredicto.
La Quinta sinfonía se acomoda a la idea de la sonata en
cuanto que, en cierto modo, se escinde en dos primeros mo-
vimientos; el primero sería por su espíritu una exposición;
el segundo, el desarrollo de esa exposición. El movimiento-
exposición es una marcha fúnebre dispuesta en cuadrángulos,
sin que tenga un auténtico campo de desarrollo libre; el se-
gundo está construido como un rondó de sonata con un desa-
rrollo propio; las extensas interpolaciones procedentes del
primer movimiento producen desconcierto al sentimiento de
la sonata. La Quinta tiende hacia el espíritu de la sonata, pero
Justo eso hace que su susceptibilidad frente al esquema sea
tanto mayor.
Quien se somete al esquema de la sonata es el primer mo-
vimiento de la Sexta sinfonía. Es cierto que también en él el
segundo complejo temático está demasiado comprimido y que
en la reexposición su melodía principal, tan criticada, es úni-
camente insinuada. Es posible que la disposición de este mo-
vimiento viniese estimulada por una idea de lo trágico que el
Weltschmerz [dolor del mundo] de Mahler acepta de la es-
tética corriente, sin empezar por medirla con su propia inten-
ción formal. Es posible que la autocrítica mahleriana consi-
derase durante algún tiempo que el procedimiento tan origi-
nal, excéntrico, aplicado en las tres primeras sinfonías, era
irresponsablemente laxo. Mahler se disciplinó con la forma
sonata tradicional. Esforzándose por satisfacer las exigencias
de ésta, logró dominar el trabajo temático minucioso, el hila-
do fino de la música. El métier de las obras maduras ayudó
a espiritualizar esa clase de trabajo. Mahler mantuvo estas
conquistas también cuando fue lo bastante libre como para
abandonar de nuevo las pesadas condiciones que se había au-
toimpuesto a partir de la Cuarta .sinionia. Por lo demás, el
esquema de la sonata que hay en el último movimiento de la
Sexta resultaba indispensable para coadunar aquellas dimen-
126
siones: el aumento de fuerza expansiva que allí se da necesita
como complemento un aumento de la capacidad de ordena-
ción. Consciente de su total maestría técnica, Mahler se atre-
ve a abordar el tipo beethoveniano. En cualquier caso, el
modo épico de componer no fue nunca solamente la antítesis
de lo dramático, sino que también, como en la novela, le era
próximo; lo era en el impulso, en las tensiones, en las explo-
siones. Mahler paga ahora su tributo al drama en una sonata
a la que confiere una firme construcción paradigmática, con
su tema principal, su puente, su tema secundario y su grupo
conclusivo. La tragedia rechaza la forma nominalista. La tota-
lidad, la cual sanciona, para su propia gloria, el hundimiento
de lo individual, al que no queda otra opción que hundirse,
domina indiscutida. La emancipación de Mahler con respecto
a la sonata había sido mediada por la sonata misma. En las
sinfonías de la época intermedia, Mahler había absorbido la
idea de la sonata, para, al final, configurar su música de tal
manera que cada compás se halla a igual distancia del centro.

En el último movimiento de la Sexta sinfonía, que es, jun-


to con el primero de la Tercera, la más larga pieza instrumen-
tal de Mahler, lo que está en juego es la «gran forma». Si
aquí, en la Sexta, la idea formal es distinta de la que regía en
la Tercera, esto se debe a que la expansión épica se adueña
de sí misma con el máximo rigor. En este sentido, el último
movimiento de la Sexta es el centro de toda la oeuvre de Mah-
ler. La polifonía de la Quinta sinfonía queda aquí postergada;
las dimensiones temporales serían incompatibles con la aten-
ción contrapuntística a lo simultáneo. En su lugar aparece
una ligazón sucesiva no menos rigurosa, que es producto de
un riquísimo trabajo motívico-temático. Detrás de las bamba-
linas el material está ya predispuesto para ese trabajo. A pe-
sar de que los dos complejos principales poseen una típica
incisividad mahleriana, hay entre ellos innumerables conexio-
nes transversales, debidas sobre todo al intervalo de segunda
y al ritmo punteado; al comienzo de la reexposición del pri-
mer tema aparece un contrapunto entre los dos complejos
principales. De acuerdo con su enfático carácter básico, este
movimiento es un último movimiento de sonata, no un rondó.
La larga introducción, que tiene cuatro entradas sobre grados
diferentes, no sólo está al servicio de la articulación del todo,
sino que es integrada más tarde en el allegro. Esa introduc-
ción presenta en seguida los motivos principales del allegro,

127
mientras se da un completo desarrollo a algunos de sus temas
específicos, como el sombrío coral,18 al que no se le ha presta·
do atención. El movimiento principal no sigue inmediatamen-
te a la introducción, como manda la tradición; a él se llega,
por el contrario, a través de un breve allegro moderato, gra-
cias a una modulación que va desde la tonalidad inicial de
do menor a la tonalidad principal de la menor. De esta ver-
sión intermedia del primer tema se acuerda Mahler más tar-
de, en uno de los módulos más importantes del desarrollo.19
El primer complejo de la exposición propiamente dicha 20
es una enérgica marcha. Viene luego una «entrada» de los me-
tales." que desemboca en un campo de resolución; esa «entra-·
da», afín al coral de la introducción, lleva como acompaña-
miento, a la manera tradicional, un movimiento de corcheas.
El segundo complejo temático comienza, con una modulación
brusca, muy clara, en re mayor.22 También ese complejo es
intencionadamente corto, pero su rápido ímpetu hace de él
sin duda la producción mahleriana que más se asemeja a la
novela; es como una barca en peligro que danza sobre olas
irregulares. La expresión hace insondable este terna asimétri-
co, que está purificado de todo movimiento continuado y que,
en el consecuente, no se avergüenza de sus secuencias sim-
plistas. Esa expresión oscila entre una dicha ligera y una
embriaguez ardiente como un oleaje. La estructura de este
complejo temático le ayuda en esto: alinea, como ocurre en
la prosa, componentes heterogéneos y sobre todo valores rít-
micos muy alejados entre sí, los cuales están, sin embargo,
completamente encajados unos en otros, gracias a sus arrios-
trarnientos armónicos. Se podría hablar aquí, como por lo
demás también a propósito de otros pasajes mahlerianos, de
aldeas de frases, en contraposición a las carreteras demasia-
do rectas, tradicionalmente concebidas como el precepto sin-
fónico específico. A la vez, la compleja figura de este tema
permite utilizarlo como una unidad y, asimismo, seleccionar
algunos de sus componentes individuales y desarrollarlos, y
sobre todo aprovechar también todas las relaciones subterrá-
neas que entre sus motivos existen. Tras el drástico dualismo
de terna principal y terna secundario se renuncia aquí a un
grupo conclusivo extenso o a un tercer terna.
Tras una interpolación abreviada y alusiva del complejo de
la íntroduccíon.s el desarrollo comienza una vez más con una
modulación brusca, más violenta esta vez que al comienzo del
segundo complejo temático: grandes novelistas, como Jacob-

128
sen, han podido omitir así períodos enteros de la vida de
sus héroes e iluminar con súbita resolución fases críticas
de esa vida. Lo que Jacobsen adoptó expresamente como prin-
cipio de la «mala composícíón-." en el gran experimento mah-
leriano con las formas se convierte también en principio de
una buena composición. El gigantesco desarrollo, el cual es
aquí la sinfonía propiamente dicha, había que construirlo de
tal manera que ni resultase desproporcionado con respecto a
lo anterior ni tampoco quedase enredado en sí mismo. Para
esto no bastaba aquella libertad fantasiosa que el esquema
atribuye, como correctivo de sí mismo, al desarrollo. Tal li-
bertad sólo es respetada si las partes principales, que desa-
rrollan sus modelos de manera muy precisa en cada caso, de-
jan hacia el final de vibrar, como si su propio decurso afloja-
se la coerción; ese paralelismo de los campos de resolución
unifica la pluralidad de los caracteres, pero a la vez debilita
lo que ha quedado domeñado; el gran ritmo mismo del des-
arrollo se convierte en un ritmo de necesidad y libertad. To-
das las fatigas pasadas son recompensadas en cierto modo.
Tampoco la callejuela de la libertad es un parque natural.
Este movimiento obedece a una construcción rigurosa justo
allí donde más se agita.
También aquí el desarrollo se articula nítidamente en cua-
tro partes, lo mismo que el desarrollo del primer movimiento
de la Tercera. La primera parte 25 es una variante libre del
segundo complejo temático de la exposición. Esta primera
parte compensa la brevedad de tal complejo y construye los
puentes entre el desarrollo y la exposición como si fuera la
reexposición retrógrada de ésta. La tendencia a la retrograda-
ción repercute incluso en la verdadera reexposición, que viene
mucho después. El apasionado consecuente del segundo tema
ocupa, en lo esencial, la primera parte del desarrollo.é
El comienzo de la segunda parte del desarrollo viene seña-
lada por el primer martillazo," De acuerdo con el sentido de
la gran construcción retrógrada, que Berg amará más tarde,
aquí se evita todavía el tema principal. Este segundo sector
tiene como objeto, más bien, la continuación, semejante a una
entrada, del tema principal, y hace explícita la afinidad que
existe entre esa continuación y la introducción y asimismo el
segundo complejo temático. En la conclusión, la mencionada
continuación del tema principal convierte una reminiscencia
de la marcha principal de la exposición 28 -una reminiscen-
cia de las repeticiones, semejantes a fanfarrias, que hay en los

129
vientos, y de las cadenas de trinos- en algo bárbaro y salva-
je, que crepita como habían crepitado antes las castañuelas.P
La pausa. general 30 tiene aquí su modelo temático en una pau-
sa de corchea que hay en la exposición.31 Esta cesura que
antecede a la tercera parte del desarrollo 32 deja entrar el aire
en un tejido que es, por lo demás, sobremanera denso, coloca
dos puntos en la tensión, como los coloca la introducción de
una marcha. Con ello la interrupción lo único que hace es
acrecentar la expectativa, que luego queda satisfecha en la
gran marcha, es decir, en la tercera parte, la central, del des-
arrollo.
En esta tercera parte se trabaja, y con ello se es fiel al es-
píritu de la sonata, el núcleo motívico del tema principal;
pero se lo trabaja como algo que está en devenir, no como
algo que se encuentra coagulado y fijo. El dinamismo del ca-
rácter compositivo se transmite al procedimiento compositi-
vo; se sigue obedeciendo, aunque de manera irregular, a la
regla. El impulso de lo que sólo ahora puede desplegarse sin
obstáculos no permite que quede paralizado un solo segundo
el desarrollo, ni siquiera en la parte crítica de su momento
central. El final, que transcurre como un ancho río, sería aca-
so, arquitectónicamente, el equivalente de la conclusión de la
primera parte del desarrollo.
En el inicio de la cuarta y última parte del desarrollo hay
de nuevo un martillazo.33 Esta última parte es una especie de
elaboración, en forma de coral, del tema de la continuación
que aparece en el primer complejo de la exposición y corres-
ponde visiblemente a la segunda parte del desarrollo. La gran
marcha queda encerrada entre los pilares de hormigón de
aquel tema de los vientos. Este tema se une sin fisuras, gra-
cias a su afinidad con la introducción, con el muy desarro-
llado retomo de ésta. Pero tampoco la correspondencia entre
la segunda y la cuarta parte del desarrollo es una correspon-
dencia mecánica; la cuarta parte varía e intensifica la segun-
da. El potencial bruckneriano de los rompimientos de la pers-
pectiva en medio del desarrollo alcanza su verdad sólo aquí.
Desde el punto de vista constructivo la correspondencia entre
la sección segunda y la cuarta cuida de que la gran marcha, al
insertarse entre partes sólidas, no anegue el todo, pese a su
fuerza expansiva, sino que conserve en la totalidad del des-
arrollo el peso relativo de un todo parcial.
La mencionada fuerza expansiva ha quedado ciertamente
agotada en el desarrollo. Tras la reexposición, en la que que-

130
da invertido el orden anterior de los temas, la introducción es
apenas rozada cuando aparece por última vez; 34 sin demorar-
se, la coda concluye en la sonoridad negra de los trombones.
La ocurrencia del último movimiento de la Sexta sinfonía
es su idea formal, no los temas individuales concebidos en
función de esa idea. La grandiosa inmanencia formal de esta
pieza es lo que funda su riqueza de contenido. Para vivir la
intensificación ebria e insaciable del sentimiento, este movi-
miento se devora a sí mismo. Las elevaciones lo son para
precipitarse en aquellas tinieblas que sólo en los últimos com-
pases llenan completamente el espacio musical. La pura dras-
ticidad musical hace que lo que acontece en este movimiento
se identifique con su propia negación.
El primer movimiento de la Séptima se sitúa en una zona
vecina a los movimientos primero y último de la Sexta. Pero
tampoco en los ecos reposa la capacidad mahleriana de reno-
var desde sí mismos los tipos sinfónicos. Los cambios de ilu-
minación hacen que todo este primer movimiento de la Sép­
tima sea una variante; este movimiento transfiere a la imagi-
nería del Mahler temprano las conquistas de las sinfonías
instrumentales que han precedido a la Séptima. Teniendo en
cuenta los preponderantes efectos de claroscuro que en ella
hay, resulta disculpable el barato epíteto por el que se la ca-
lifica de «sinfonía romántica». Aunque la construcción es muy
rigurosa, este primer movimiento tiene una policromía y una
sensualidad mayores que todo lo escrito anteriormente por
Mahler; el estilo tardío rnahleriano recurrió luego a esas cua-
lidades. Notas sobreañadidas hacen que el mayor resplandez-
ca como una especie de supermayor,35 corno ocurre en el fa-
moso acorde del adagio de la Novena de Bruckner.é Los con·
trastes, también los de la sonoridad, se hacen más hondos, y
con ello adquiere mayor profundidad también la perspectiva;
incluso el conjunto de los vientos tiene mayores matices que
antes, lo cual se logra, por ejemplo, mediante la contraposi-
ción de la trompa tenor y los trombones solistas. Aprovechan-
do el parentesco de las terceras, Mahler hace por vez primera
que se sucedan acordes que quedan muy distantes entre sí y
que, de acuerdo con las reglas de juego del diatonismo, care-
cen de toda vínculacíón." El repertorio armónico es sensible-
mente mayor. Es posible que las formaciones de cuartas tan-
to horizontales como verticales, así como las peculiaridades
de la formulación de los temas que aquí aparecen influyeran
directamente en la Primera sinfonía de cámara de Schonberg,

131
escrita un año después. Al igual que ocurre en el Schñnberg
joven, la armonía ampliada se vuelve aquí constructiva. Ca-
dencias no gastadas refuerzan la consciencia de la tonalidad;
a veces este movimiento hace cadencias con un gesto de re-
solucíén.s
Más aún que en la Sexta, la primera parte del desarrollo
de este primer movimiento de la Séptima corresponde a una
rudimentaria variante de la exposición, compone libremente
con todo detalle los signos de repetición del esquema. Tras
ella viene una parte episódica larga, periférica, con frecuentes
rupturas. Lo que después suena al oído como si fuera el co-
mienzo del desarrollo central,39 dictado imperiosamente con
un gesto beethoveniano, permanece, sin embargo, sometido al
sortilegio de los pasajes episódicos testarudos, lo mismo que
ocurre en el segundo movimiento de la Quinta; las partes de
auténtico desarrollo son sumamente concisas.
La intención épica de Mahler hace experimentos con la
técnica ya adquirida en la Sexta sinfonía: el desarrollo se es-
cinde en dos elementos hostiles a la sonata, una variante de
la exposición y un campo episódico que recurre, mediante una
aumentación del motivo, a la introducción y que desemboca
finalmente en la reexposición de aquella introducción: lo que
es cualitativamente otro se vuelve completamente inmanente
a la composición. La reexposición está intensificada con res-
pecto a la exposición, pero se ajusta a las reglas. Este primer
movimiento de la Séptima está a la sombra de la Sexta; y de
esa sombra brota luego el reino de las sombras de los tres
movimientos intermedios. Las pretensiones trágicas de la Sex­
ta han desaparecido. Han sido ahuyentadas, sin duda, no tan-
to por la ominosa positividad, que ciertamente arruina el
último movimiento, cuanto por la vaga consciencia de que la
categoría de lo trágico no es compatible con el ideal musical
épico, abierto en el tiempo. Un modo de componer que había
conseguido dominar la totalidad medita ahora sobre lo con-
trario de ésta, sobre un sentido hecho de fragmentos.

El nominalismo mahleriano, la crítica de las formas por


el impulso específico, afecta también a aquel tipo de movi-
miento sinfónico que, siendo una herencia de la suite, se ha-
bía mantenido desde Haydn con gran tenacidad: el minuetto
y el Scherzo. únicamente Mendelssohn había dado una inter-
pretación distinta a este tipo de movimiento. El Landler de
la Primera sinfonía mahleriana es aún tradicional porque se

132
orienta por Bruckner no sólo en su clase de tenias, sino tam-
bién en los planos armónicos que se desplazan unos a otros
con rudeza y que, sin embargo, son en sí estáticos en cada
caso; en el trío hay una riqueza armónica y una finesse 40 que
no se dejan burlar por el modelo estilístico de la danza cam-
pesina. La delicadeza vienesa de este trío retorna en la Segun-
da música nocturna de la Séptima y también, desde lejos, en
La canción de la tierra; ya se dejan caer resignadamente las
terminaciones.41 Si el vals de El cazador furtivo, sobre todo
su desintegración en fragmentos hacia el final, tiene algo mah-
leriano, la Primera sinfonía de Mahler se lo agradece cítán-
dolo.42
El Scherzo de la Segunda y el de la Tercera, que son, am-
bos, Lieder a los que se les ha dado una reinterpretación y
una ampliación sinfónicas, fusionan el tipo del Scherzo con el
tipo de la balada estrófica y confieren así por vez primera
fluidez a ese tipo; intercalando campos no repetidos y no re-
petibles quisieran estos Scherzi escapar a la monotonía del
giro de la danza. El Scherzo de la Cuarta saca de modo muy
preciso el resultado de los Scherzi de las sinfonías anteriores.
Sin embargo, si alguna vez conseguía Mahler un logro rotun-
do, su nerviosidad hacía que apenas volviese la vista atrás
para mirarlo. Su crítica introduce de modo implacable en el
campo de fuerzas del componer sinfónico aquella forma, el
Scherzo, que históricamente había mostrado una extraña ca·
pacidad de resistencia. Con un esfuerzo que a él mismo tuvo
que parecerle extraordinario,43 Mahler concibe en la Quinta el
novum del Scherzo con desarrollo. Es cierto que al principio
la parte del Scherzo y el primer trío quedan establecidos con
claridad, aunque desde luego poseen un número mayor de
caracteres que el que nunca antes habían tenido en el esque-
ma. Pero aparecen provistos de dentaduras mediante las cua-
les se engranan recíprocamente. Se dinamiza su bien delimi-
tada naturaleza, sin que el plan constructivo quede oscureci-
do. Es una verdadera obra maestra. La polifonía mahleriana
tiene uno de sus orígenes en este movimiento. Como, por un
lado, las danzas del Scherzo tienen que permanecer claramen-
te delimitadas, y, por otro, han de penetrarse recíprocamente,
Mahler las combina simultáneamente, mezcla contrapuntísti-
camente los temas del Scherzo. Quien más lejos llega en esto
es la coda, en la que hay cuatro temas símultáneos," Estos
artificios no son meras artificiosidades; sólo ellos domeñan la

13J
plétora extensiva de las figuras de danza sin reducir en nada
esa riqueza.
También la disposición formal de este movimiento, sin el
cual sería casi impensable, por lo demás, El caballero de la
rosa, de Strauss, está determinada por el contrapunto. Los
temas sucesivos se destacan ya unos de otros de modo simi-
lar a como los buenos contrapuntos se destacan del cantus
firmus. La maestría orquestal de Mahler se pone de manifies-
to en detalles mínimos. Ya en el comienzo mismo el contra-
canto de los clarinetes y los fagotes está escrito de tal manera
que en la ejecución se lo escucha con toda claridad; no es un
contracanto endeble, mate, como podría temerse por la sim-
ple lectura de la partitura. La escritura plena produce efectos
que van más allá de ella misma; en un pasaje la pura duali-
dad de voces de la trompa obligada y los primeros violines
lleva todavía consigo la riqueza del pleno de la orquesta que
ha sonado antes." El final de la parte principal del Scherzo,
final que es parecido a un grupo conclusivo y a un Abgesang,46
llega a ser lo que es merced al principio de economía; aquel
grupo invierte la línea principal. Recuerdo de algo nunca an-
tes oído es el episodio en pizzicato,? modelo de lo umbrátil
en Mahler; la entrada del oboe que viene luego, una entrada
«tímida», como dice la partitura,48 resulta indescriptible por-
que la voz se atreve a sumergirse en las sombras como si es-
tuviera viva.
El Scherzo de la Sexta contrasta bruscamente con el de la
Quinta. Si ya a este último le cuesta un gran trabajo lo-
grar una unidad sinfónica con bailes alineados como en una
suite, el Scherzo de la Sexta, que tanto en sus motivos como
en su armonía está estrechamente enlazado con el movi-
miento primero y el último, se pregunta cómo es posible
extraer un máximo de caracteres cambiantes de un mínimo
de materiales de partida. El Scherzo y el trío se juntan; una
variante del tema del trío aparece ya con toda claridad en el
comienzo mismo de la primera exposición del Scherzo." Esta
infracción de las reglas refuerza la unidad, que es el objetivo
a que apunta este movimiento; cuando más tarde el trío, al
que la partitura le da el calificativo de altvdteriscñ [a la
manera antigua], comienza a pavonearse, lo que con ello hace
es adquirir una desagradable cercanía corporal a la parte del
Scherzo, como si ya hubiese sido soñado el fantasma. La uni-
dad misma, que no deja fuera nada, ha de ser caracterizado-
ra, debe instaurar aquella atormentadora insistencia preludia-

134
da ya por el tema del Scherzo, un tema rígido, que intencio-
nadamente se queda atascado. Esa rigidez se transfiere a un
número demasiado grande de temas de toda la Sexta como
para que quepa atribuirla a un cansancio de la invención me-
lódica mahleriana: esa rigidez alude a la misma inexorabili-
dad a que alude la rigurosidad de la sonata. El efecto amena-
zador, opresivo por su masa, que produce este Scherzo se
debe indiscutiblemente a la singularidad del procedimiento
mahleriano. Es cierto que la denodada economía no está libre
en todas partes de una monotonía involuntaria. Sólo la con-
clusión adquiere la autenticidad que hay en la frase que dice
«mal anda quien mal acaba».
El Scherzo de la Séptima es también, como el de la Quinta,
un Scherzo con desarrollo, pero más reducido, dada la nece-
sidad de colocar entre las dos Músicas nocturnas una tercera
pieza de carácter. El trío, que apenas esbozado queda inte-
rrumpido, y que habla de un modo tan conmovedor como casi
ninguna otra música de Mahler, es literalmente víctima del
desarrollo sinfónico y está brutalmente desfigurado, como lo
estuvo en otro tiempo la idée fixe berlioziana de la amada en
el desolado movimiento último; 50 en seguida vuelve a reco-
brar, ciertamente, su belleza, con dignidad reconcentrada, en
el consecuente,"

135
VI. Dimensiones de la técnica

El carácter antagónico de la técnica mahleriana -técnica


de la plenitud hostil a toda repetición, por un lado, y técni-
ca de la totalidad que se va concretando, que va avanzando,
por otro- no afecta sólo a la forma, en sentido estricto, de
los complejos sucesivos; ese antagonismo atraviesa todas las
dimensiones compositivas. Pues, para lograr la realización,
Mahler utiliza en igual medida todas y cada una de esas di-
mensiones; su obra es el estadio previo de la obra artística
integral. Las diversas dimensiones se apoyan unas a otras, se
ayudan mutuamente a superar sus partes flojas. Paul Bekker
deploró la trivialidad del tema principal del andante de la
Sexta sinfonía, un andante que luego consigue alzar el vuelo
de una manera tan grandiosa y que cumple todo lo que pro-
mete; tal vez Bekker fuera demasiado insensible al íntimo y
afligido tono propio de las Canciones de los niños muertos
que hay en esa melodía. Es posible, sin embargo, que ni si-
quiera a Mahler mismo le satisfaciera su carácter cantable y
agradable al oído. Por ello, a ese tema de diez compases le
dio una disposición métrica tal que se produjeran ambivalen-
cias entre los comienzos y los finales de frase. La repetición
del pensamiento inicial no comienza en el primer tiempo del
compás, sino en el tercero, es decir, en un tiempo relativa-
mente débil; la irregularidad métrica es la dote que las me-
lodías folkloroides aportan a la prosa sinfónica. En el artísti-
co Scherzo de la Cuarta los puntos de gravitación de una
figura principal se desplazan por corcheas.'
La rítmica mahleriana es uno de los recursos predilectos
y delicados de su técnica de la variante. Con continuas au-
mentaciones y disminuciones mantiene intacta Mahler, de un
modo agógicamente sencillísimo, una identidad melódica, y,
sin embargo, la modifica. Las Canciones de los niños muertos
son especialmente abundantes en formaciones de ese género.
Gracias a tales artificios los temas mahlerianos pierden la
huella de lo banal, huella que podría censurar en muchas su-
cesiones de intervalos quien en tales censuras encuentre pla-
cer. Casi siempre la acusación de banalidad dirigida contra

137
Mahler aísla pedantescamente unas determinadas dimensio-
nes, sin ver que es la relación entre varias de ellas, y no una
sola en particular, lo que define el carácter, la «Originalidad».
Afirmar que el procedimiento mahleriano escapa, gracias a su
pluridimensionalidad, al reproche de lo banal, no significa
negar que haya en él elementos banales y que en la construc-
ción de la totalidad no tengan éstos una función. Lo que los
artificios compositivos -por ejemplo, los métricos- produ-
cen en los materiales musicales banales es precisamente aque-
lla refracción que inserta lo banal en la obra artística; ésta
necesita, por su parte, de lo banal como de un agens autóno-
mo e incluso como de una inmediatez dentro del contexto mu-
sical. También la categoría de lo banal es dinámica en Mah-
ler: si lo banal aparece, lo hace para quedar paralizado, mas
no se sumerge completamente en el proceso compositivo. Este
último es la fuerza disciplinadora que se opone a lo banal;
es, en sentido estricto, la «técnica» propia de Mahler.
Frente a la plenitud musical, la preocupación por la reali-
zación se concreta en el postulado de la claridad en todas las
dimensiones. El gran director de orquesta que fue Mahler
conocía muy bien el paño, conocía muy bien las orquestas y
también a los directores; por ello previó todas las insensate-
ces que éstos cometen por negligencia, o por defectuosa com-
prensión, o por falta de tiempo, o por la presión ejercida por
la materia sonora. Tanto las indicaciones de ejecución como
las peculiaridades de instrumentación que aparecen en las
obras maduras de Mahler son medios para protegerse de
los intérpretes. La música misma registra ya la fisura que en
el futuro se abrirá entre ella y su ejecución adecuada: Mah-
ler intentó componer con un máximo de seguridad. Tanto su
sabiduría propia como la sabiduría a que se refiere la canción
que habla del sermón a los peces queda confirmada por el
hecho de que justo las faltas que Mahler quería evitar son
las que se cometen una y otra vez; por el hecho de que los
directores «de primera clase» aceleran siempre en aquellos
sitios en que la partitura les advierte que no lo hagan.
La preocupación por una reproducción correcta se convir-
tió para Mahler en una norma de la composición. Componer
de tal manera que la ejecución no pueda destruir nada -es
decir, eliminar ya virtualmente la ejecución- significa al mis-
mo tiempo escribir una composición que en sí misma sea cla-
ra, unívoca. Nada debe quedar difuso; por ello en Mahler, lo
mismo que en Berg, la plenitud propia de la novela está su-

138
bordinada a una economía vigilante. Mahler consigue efectos
máximos con un mínimo de recursos. Ya en su obra más ex-
cesiva, la Tercera, hay en el minuetto un giro que suena como
si un gigantesco estremecimiento de horror recorriese la mú-
sica,2 sin que para producirlo sea necesario echar mano del
tutti orquestal; basta para ello la sonoridad solista del com-
plejo minuetista. Desde el punto de vista de la instrumenta-
ción hay que atribuir ese efecto a que antes se han evitado
ciertos detalles, como, por ejemplo, la entrada de las cuatro
trompas, la entrada del arpa con un acorde, y el simple forte
de las cuerdas. Por vez primera ocupan los violines aquí el
primer plano, de tal manera que por un instante la composi-
ción se vuelve entera hacia fuera, mientras que hasta ese
momento había llevado una existencia vegetal, encerrada en
sí misma. La verdadera razón de ese efecto, como la de todo
efecto que sea más que un mero efecto, está contenida en la
composición misma; en este caso lo está en el muy claro acor-
de con retardo la­mi­si­re­sol y en el posterior acorde de no-
vena de dominante. La escritura mahleriana típica, la escri-
tura tripartita -melodía, complejo de voces secundarias, y
bajo-, es decir, la tendencia a una escritura a tres voces,
tapada por reduplicaciones de las partes y por duplicaciones
de acordes, y que es tan desemejante de la imagen habitual de
la polifonía orquestal, quisiera dar claridad a la plenitud su-
cesiva mediante una presentación sencilla de lo simultáneo.
A partir de la Quinta sinfonía la técnica del encadenamiento
de los motivos da al contrapunto una mayor riqueza y den-
sidad.
La creciente integración del procedimiento compositivo de
Mahler no reduce, como ocurre en muchas ocasiones en com-
posiciones posteriores a él, la substancialidad que es propia
de cada una de las dimensiones; ella, esa integración cada
vez mayor, es la que en verdad otorga a éstas relieve; el todo
refuerza retroactivamente aquellos elementos que lo han pro-
ducido a él. En el primer Mahler la armonía tenía, desde lue-
go, sus peculiaridades propias, pero no era aún un medium
autónomo. Sólo allí donde otros elementos, como la melódica
y la métrica, adquieren especificidad es donde enriquecen la
armonía con inflexiones y grados disonantes. Ya en la Tercera
sinfonía hay, como los hay luego en la marcha fúnebre de la
Quinta, acordes que son fluidos y están a la vez llenos de fue-
go, y cuya complejidad vive de sí misma; esto ocurre ya re-
lativamente pronto en la introducción.3 Aquí una parte reci-

139
tativa de los vientos colisiona con la auténtica armonía; siem-
pre que esto ocurre, aparecen en la Tercera sonoridades
irregulares.4
En el conflicto entre las armonías pedal y las voces in-
dividuales emancipadas, la sonoridad vertical la produce el
contrapunto, como ocurrirá luego en la nueva música. Alban
Berg llamó la atención sobre el ejemplo más hermoso de in-
terdependencia entre la melodía y la armonía que aparece en
el joven Mahler; es una frase intermedia de la muchacha
en la Canción nocturna del centinela; en ella una curva me-
lódica formada por amplios intervalos y el ritmo que oscila
entre tiempos pares y tiempos impares del compás se reflejan
en progresiones acórdicas y en sonoridades que parecen tener
una profundidad corpórea, como aquella sonoridad en que
colisionan las notas do­si­re sostenido-fa sostenido­re,5 sin
que la sonoridad, deducida de la conducción de las voces, se
convierta en mácula de la textura armónica. No menos bella
es la variante que de este pasaje hay en la coda; esa variante
mantiene, en acordes enteramente modificados, el carácter
disonante y al final se abre hacia la vastedad con una pará-
frasis más disonante aún del acorde de séptima de dominante
de si bemol mayor -un re en lugar de un do.6
En el Mahler maduro esos hallazgos armónicos son cada
vez más numerosos. Ellos modelan la forma mediante la pers-
pectiva. Así es como las armonizaciones del segundo tema de
los primeros movimientos de la Sexta y sobre todo de la Sép­
tima consiguen efectos de profundidad que hacen que los te-
mas, por encima de la mera ocurrencia, se conviertan en
ingredientes del decurso de la totalidad; la armonía se vuelve
aquí desgarradora, como antes sólo lo había sido en Schubert
en algunas ocasiones. Lo que Mahler armoniza así son sobre
todo puntos angulares, puntos de sutura entre los temas, en
los que la armonización abre una tercera dimensión gracias
a la cual la bidimensionalidad de las superficies melódicas
que ocupan el primer plano queda referida al volumen sinfó-
nico total. Las sonoridades, en aquella época osadas, de esos
pasajes, sobre todo en la Séptima,7 han ido adquiriendo en-
tretanto carta de naturaleza y se han implantado incluso en
compositores de esa música de uso que son los ballets y tam-
bién en la música de entretenimiento. Pero en Mahler la fun-
ción de esas sonoridades no es la de aportar un aliciente, sino
la de otorgar claridad, como grados compuestos con todo de-
talle, al sentido; primero al sentido armónico, y luego al flujo

140
de la forma. Semejante finalidad favorece a la belleza mis-
ma de esas sonoridades y la mantiene joven; eso mismo ocu-
rre con los acordes fortissimo, de sentido afín, que aparecen
en el punto culminante de la última de las Cinco piezas para
orquesta, op. 16, de Schñnberg. En la Séptima una armoniza-
ción libre y disonante incita también a la línea melódica a
entregarse a grandes intervalos disonantes; un ejemplo in-
comparable de esto se encuentra en aquel pasaje de la Segun-
da música nocturna que más amaba Berg; es un pasaje deli-
cado y melancólico que, cual si estuvieran deshojando acor-
des, se van pasando unos a otros el violín solista, los segundos
violines y la viola solista.8 Tales interacciones de la dimensión
vertical y la horizontal son anacrónicamente modernas, sin
que hasta hoy la música de la modernidad haya conseguido
nada similar.

Al igual que la armonía, también el contrapunto mahlería-


no se fue robusteciendo con la densidad cada vez mayor de
la textura sinfónica. En la Cuarta fue donde por vez primera
dedicó Mahler atención al contrapunto, para integrarlo luego,
en la Quinta y en obras posteriores, como una de las dimen-
siones de la composición. Es verdad que raras veces hace
Mahler uso del contrapunto durante la totalidad de un movi-
miento de sus sinfonías; a menudo utiliza el contrapunto sólo
en algunas secciones, a las que otorga carácter precisamente
de ese modo.
El primer movimiento de una sinfonía mahleriana que tie-
ne pretensiones polifónicas persistentes, el segundo de la
Quinta, sigue dando un tratamiento homofónico, introducien-
do con ello un contraste, a las largas interpolaciones del pri-
mer movimiento, como si la presión ejercida por la mutua
penetración del tejido de las voces acabase resultándole inso-
portable a la música, hasta el punto de desgarrarla. El movi-
miento siguiente, el gran Scherzo, está, en cambio, tratado de
manera contrapuntística en su totalidad. Esta pieza, cuyo mo-
vimiento es de torbellino -es un vals ampliado hasta resultar
una sinfonía-, tiene su gran cesura propia,9 el instante de la
suspensión. Pero lo que aquí hace aparición brusca, no se
queda fuera porque sea ésa su forma de aparecer, sino que
se desarrolla en un segundo trío. Jamás logra despojarse en·
teramente de su cualidad «otra», pero sus temas se integran,
sin embargo, en la totalidad sinfónica; en la reexposición, In-
mediatamente antes de Ja coda, es repetido, junto con la

141
cesura, si bien abrevíado.P La disposición contrapuntística
general de este movimiento es lo que produce coercitivamen-
te la inmanencia de lo que desde fuera penetra en la música;
la unidad de la elaboración polifónica se opone a todo lo que
no se someta a su ley. En cambio, las posibilidades de los ele-
mentos periféricos son tanta mayores cuanto más laxo sea
el modo de componer.
La actitud mahleriana con respecto al contrapunto es una
actitud escindida. Es curioso que en el Conservatorio de Vie-
na dispensasen a Mahler de estudiar contrapunto, basándose
para ello en sus composiciones de la época escolar. Según lo
que relata Natalie Bauer-Lechner, durante toda su vida sufrió
Mahler por este motivo: «puesto que yo, curiosamente, no he
podido pensar, desde siempre, más que de manera polifónica.
Pero aquí probablemente me falta todavía hoy el contrapun-
to, la escritura rigurosa, que para cualquier alumno que en
ello se haya ejercitado tendría que aparecer como un juego»."
«Ahora comprendo que, según se dice, poco antes de su muer-
te quisiera Schubert ponerse a estudiar contrapunto. Se daba
cuenta de que le hacía mucha falta. Yo puedo muy bien sen-
tir lo que Schubert sentía, puesto que a mí mismo me falta,
desde mis tiempos de estudiante, esa capacidad, así como una
ejercitación correcta, al cien por cien, en el contrapunto. Su
lugar viene a ocuparlo en mí, de todas maneras, el intelecto,
pero el cúmulo de fuerzas que esto exige es desproporciona-
damente grande.» 12
La referencia al «intelecto» muestra que Mahler, aunque
afirme que su pensamiento era primariamente polifónico,
no experimentaba el contrapunto como algo inmediato, sino
como producto de una mediación; la polifonía de sus tres
primeras sinfonías lo prueba también. :e1 entendía eviden-
temente por polifonía aquella tendencia hacia los sonidos
inorganizados y caóticos, hacia la simultaneidad fortuita, no
sometida a reglas, del «mundo», del cual su música quiere
llegar a ser un eco mediante su organización artística. Lo que
Mahler amaba en la polifonía era aquello que se oponía a la
«pedantería escolar» de que en una ocasión habló su cuñado
Arnold Rosé; a esa pedantería seguía estando confiado el con-
trapunto durante la juventud de Mahler.
Un pasaje del libro de Bauer-Lechner, un pasaje que es
difícil que pueda estar inventado, arroja luz sobre este aspec-
to. «Cuando al domingo siguiente recorrimos con Mahler el
mismo camino y nos encontramos con que en la fiesta de

142
Kreuzberg se había organizado un barullo gigantesco, todavía
peor, puesto que al lado de innumerables tiovivos, columpios,
casetas de tiro al blanco y teatros de marionetas, se habían
instalado también allí una banda militar y un coro de hom-
bres, todos los cuales, sin prestar atención los unos a los
otros, ejecutaban una música increíble en el mismo prado del
bosque, exclamó Mahler: "¿Lo oís? ¡Eso es polifonía, de ahí
es de donde yo la saco! Ya en mi primera infancia, en el
bosque de lglau, era eso lo que me conmovía de una manera
tan peculiar, y lo que se me ha quedado grabado. Pues es
igual que suene en ese ruido que ahí estamos oyendo, o en
el canto de miles de pájaros, o en el rugido de la tempestad,
o en el chapoteo de las olas, o en el crepitar del fuego. Preci-
samente así, desde lados enteramente distintos, tienen que
llegar los temas y ser tan enteramente distintos en su ritmo
y en su melodía (todo lo demás no es más que pluralidad de
voces y homofonía encubierta): lo único que el artista tiene
que hacer es ordenar y reunir esos temas para hacer de ellos
un todo concorde y armónico."» 13
El contrapunto era para Mahler la forma enajenada de sí
misma, e impuesta coercitivamente al sujeto, de lo musical;
y, en el caso extremo, una mera penetración recíproca de los
sonidos. Al principio la fuga le parecía a Mahler algo ridícu-
lo; y, desde luego, el pensamiento polifónico debería mante-
ner viva, al menos en parte, esa misma sospecha si no quiere
regresar a la situación anterior a Mahler, es decir, a la hete-
ronomía. Pero Mahler absorbió también el contrapunto, como
absorbió todo lo enajenado, precisamente en la medida en que
la multiplicidad sonora supera la unidad temática. La multi-
plicidad contrapuntística es a la vez un principio de organi-
zación, o, para utilizar la palabra empleada por Mahler mis-
mo, un «orden». El entrelazamiento de las voces, esa integra-
lidad de la música que nada deja fuera, inunda en cierta me-
dida la totalidad del espacio musical y expulsa inhumanamen-
te de la música al oyente virtual, convirtiéndose para éste, en
un primer momento, en el símil de un contexto funcional as-
fixiante que no deja salida.
En lugar de los movimientos de perpetuum mobile de las
sinfonías juveniles, ahora Mahler se esfuerza por lograr una
configuración articulada de voces múltiples que surgen un ins-
tante, se contraponen, y vuelven a desvanecerse. La densidad
de las voces se hace cada vez más inexorable, pero también,
gracias a los buenos consejos de su lógica, se hace cada vez

143
menos vacua de sentido que la monotonía de un movimiento
ininterrumpido en el que nada acontece. Frente a la abundan-
cia de formas de semejante inmanencia, la mera fanfarria, en
cuanto alegoría de lo que se le ha ido lejos, tenía que fraca-
sar espiritualmente, de igual modo que, desde el punto de
vista compositivo, permanecía impotente frente a tal riqueza.
Cuanto más estrecho es el modo en que se hermanan en la
composición la técnica y el contenido, tanto menos grosera-
mente se polariza la imaginería. Es cierto que la polifonía es
suscitada por la representación del curso del mundo; pero, a
la vez, el hecho de que la polifonía sea condición de la verdad
de la música refuerza su propia autonomía. «Donde está el
ello debe llegar a estar el yo.»
Esa autonomía es lo que distingue al contrapunto mahle-
riano del contrapunto neoalemán de su época, el de Strauss
y el de Reger: la claridad es precisamente lo que lo distingue
de éstos. Los rellenos. no dejan de ser rellenos, carecen de
sentido armónico; las voces, también las secundarias, están
elaboradas melódicamente; Mahler no escribe híbridas voces
de relleno, tampoco arabescos ocasionales que dejan oír sus
gorjeos de acompañamiento. Siente alergia por los falsos con-
trapuntos, que lo único que en verdad hacen es duplicar el
decurso armónico. Antes que simular polifonía, para lograr
con ella una plenitud de sonoridad, Mahler prefiere cargar
con una ocasional pobreza de escritura. El primer contrapun-
to específicamente mahleriano es aquella punzante melodía
tocada por el oboe que en el tercer movimiento de la Primera
se opone al canon: 14 programa del tono mahleriano.
Este contrapunto tiene una directa intención caracteriza-
dora. Los caracteres cáusticos se compaginan bien con la ne-
cesidad técnica de añadir a las melodías casi folklorísticas
otras melodías que se distingan de ellas con extremada clari-
dad, como negaciones casi. En muchas ocasiones se vuelve
absoluta la definición de los temas como temas que difieren;
la esencia de los temas es una esencia independiente; el ca-
rácter es la diferencia como tal. Sólo raras veces escribió
Mahler, sin embargo, un contrapunto que fuera vinculante
para la construcción, es decir, contrapunto múltiple; sólo ra-
ras veces constituyó realmente el espacio sonoro mediante la
polifonía.15 Cuando Mahler llega tan lejos -así ocurre en el
Scherzo de la Quinta, y en los complejos del último movi-
miento de esta misma sinfonía, y en el primer movimiento de
la Octava­, lo que le mueve a hacer eso son principios de es-

144
tilización; a lo sumo en la Burlesca de la Novena sinfonla
tiene el contrapunto múltiple un sentido inmediatamente com-
positivo.
Es evidente que, como ocurría ya en el caricaturesco Lied
titulado Elogio del intelecto superior, el contrapunto múltiple
arrastró siempre consigo para Mahler, también para el Mahler
de la última época, la infamia de ser una cosa engolillada, pe-
dantesca y estúpida; seguro que no es casual que el movi-
miento enteramente contrapuntístico de la Novena lleve el
nombre de «Burlesca» y esté dedicado a «mis hermanos en
Apolo», como si, al hacer mofa de quienes se esfuerzan y as-
piran a algo, se quisiera hacer mofa también de la fuga, que
es el terreno propio de aquéllos; el campo de suspensión es
homofónico.
Mahler, de igual manera que el clasicismo musical, y con
seguridad Los maestros cantores, continúa asociando el con-
trapunto, en muchos aspectos al humor y al juego; lo serio
es para él la vida libre, autónoma, de la forma. Pero en
ese juego se agita ya el sentimiento de la necesidad poli-
fónica, que aspira a la construcción. En el Mahler tardío el
contrapunto se rebela. En conjunto, lo que la polifonía mah-
leriana anda buscando es un procedimiento que sea incisivo
y libre a la vez. Seguramente es ese procedimiento la apor-
tación decisiva que Mahler debe a la música popular. Escribir
contrapunto significaba para él añadir a una primera melodía
otra segunda que no es menos melodía que la primera y que,
sin embargo, ni se parece demasiado a ella ni tampoco la so-
foca con su proliferación. -ese era, sin duda, el procedimiento
que usaban los aldeanos, cuando hacían improvisaciones a
varias voces sobre Lieder; acaso Mahler haya tenido tam-
bién ante sus ojos el tJberschlag de los Alpes austríacos
-ese Uberschlag que luego Berg escribió expresamente en
su Concierto de violín, en el cual rinde homenaje a Mahler-;
es decir, aquella segunda melodía añadida a una primera, aña-
dida simultáneamente de acuerdo con reglas armónicas, que
es la sombra de la primera y que, sin embargo, es melódica
en sí misma. Sólo que, a medida que la madurez de Mahler
va siendo mayor, sus contrapuntos libres se alejan cada vez
más de la dependencia del tJberschlag con respecto a su
melodía, incluso allí donde esos contrapuntos se añaden en
bailes estílízados."
La fantasía mahleriana era inagotable en la invención de
tales contrapuntos. También cuando hace contrapunto piensa

145
Mahler en términos de variante. Las voces superpuestas como
estratos enriquecen constantemente la escritura; esas voces
convierten cada reexposición de un complejo formal en algo
que es «otro»; y, sin embargo, el núcleo no queda afectado.
:e.sa fue ya la impresión que produjo la melodía del violon-
celo en el movimiento lento de la Segunda sinfonía, melodía
que es, por lo demás, un contrapunto doble al tema principal,
el largo Landler, Los giros más tempranos de Mahler que tie-
nen semejanza con el Überschlag se encuentran en el se-
gundo movimiento de la Primera sinfonía 17 y son bruckneria-
nos; practicando ese tipo de polifonía sobrepuesta se convir-
tió poco a poco Mahler en el maestro del contrapunto libre.
Esta técnica responde estructuralmente a una limitación:
al hecho de que las voces auténticamente melódicas se alzan
siempre en Mahler por encima de una voz muy grave, la cual
tiene funciones armónicas y puede ser, o bien un bajo, o bien
voces inferiores pedales. El primado de la armonía, que con-
tinúa siendo dominante en Mahler, hace que en él no se pue-
da intercambiar sin más lo de arriba y lo de abajo, como
ocurre luego en Schonberg, El rigor temático de la escritura
polifónica que el límite tonal le hace perder, Mahler lo com-
pensa con la espontaneidad de la escritura.
De igual modo que el contrapunto libre se deriva del
Uberschlag, también, por otro lado, la tendencia tantas ve-
ces notada de Mahler hacia la ausencia del bajo se deriva sin
duda de la música de baile, del alternar de la tónica y la do-
minante en el bajo, que sustituye al avance de los grados fun-
damentales. El modo ·de reaccionar de Mahler modifica esa
función y la convierte en un peculiar «estar suspensa en el
aire» la música; también en esto es Mahler un hereje con
respecto a la lógica de la consecuencia de la armonía oficial.
La consciencia de la dimensión vertical cede el paso a la cons-
ciencia monódico-melódica: ahí se encuentra el germen de la
linealidad. Raras veces rompen las voces de Mahler el marco
de las armonías; sin embargo, en comparación, por ejemplo,
con Reger, se comportan como si todavía tolerasen el esque-
ma del bajo continuo, sin creer enteramente en él; a los con-
trapuntos mahlerianos les agrada, por insubordinación, tener
roces con las armonías. En la Sexta sinfonía la tendencia del
contrapunto hacia la disonancia se alía con la polaridad ma-
yor-menor. Los contrapuntos tienden hacia el modo opuesto
de las armonías que hacen de acompañamiento. Esto mismo
vuelve a ocurrir en La canción de la tierra.

146
Mahler socava la idea poswagneriana de la polifonía ar·
mónica tal vez más de lo que la socavan Salomé y Electra, en
donde fuerzas tonales y fuerzas polifónicas suenan yuxtapues-
tas, pero no se molestan demasiado, mientras que la textura
mahleriana es en gran medida un resultado de la tensión de
aquellas fuerzas.

Las disciplinas tradicionales de la teoría de la composición


no cubrían la instrumentación; por tal motivo ésta resulta en
Mahler especialmente apropiada para que en ella se dé una
interacción tanto con cada una de las dimensiones composi-
tivas como con la totalidad en su conjunto. A las intenciones
compositivas específicas de Mahler se oponía la orquesta me-
nos que se oponían, por ejemplo, la forma o la armonía. La
soberana libertad de Mahler como instrumentador le procuró
muy pronto, de modo semejante a lo que había ocurrido con
Bruckner, la fama de ser un maestro en este campo; esa repu-
tación no dejaba de incluir también el matiz irónico propio
de aquella mentalidad maliciosa que se las da de poder dis-
tinguir categóricamente, ya a primera vista, aquello que en la
música sería, al parecer, el ropaje exterior, la «carpintería»,
y aquello que en ella es sustancia y autenticidad.
En modo alguno se puede decir que en la instrumentación
mahleriana haya carpintería, como tampoco hay aquella
«maestría» a que se refiere el cliché. El oído de Mahler no se
acomoda a lo que, un día sí y otro también, la orquesta le
hace escuchar; por el contrario, anda siempre pensando en
contramedidas. ~stas no son un ingrediente de poca monta
en su modo de instrumentar; los registros a menudo bizarros
de la Sexta sinfonía, sus combinaciones, paradójicas en mu-
chos aspectos, de forte y piano en distintos instrumentos y
grupos instrumentales, crean una sonoridad que es tal como
es en la medida en que ella impide lo que ocurriría si el modo
de componer o las indicaciones de ejecución fuesen conven-
cionales.
La música mahleriana no está inspirada en ninguna parte
de modo primario por el sentido de la sonoridad. Al principio
Mahler carecía, antes bien, de pericia en este campo. Que en
un director de orquesta tan experimentado como él falte la
rutina es ya por sí solo algo que suscita admiración. El ra-
diante tutti orquestal que la escuela neoalemana, incluso en
sus representantes de menos categoría, aprendió de Wagner,
raras veces le sale bien a Mahler al principio; si es que, cla-

147
ro está, aspiraba a lograrlo. La sonoridad rotunda, volumino-
sa, plena, falta sorprendentemente en sus sinfonías de juven-
tud; y allí donde más tarde tiene Mahler precisión de esa
clase de sonoridad, ésta se sigue, como si fuera algo obvio,
de la escritura, sin que sea necesario recurrir a artificios su-
plementarios. «La orquesta de Mahler no participa de aquella
complacencia en los timbres a que se entrega la escuela neo-
alemana. En la instrumentación mahleriana lo decisivo son
los contornos. Todo lo que es color se trata con una dureza y
una desconsideración casi despreciativas.» 18
Pero aquello que en Mahler estaría instrumentado de una
manera seca o incorpórea, si nos atenemos a criterios wagne-
rianos o schrekerianos, eso debe su adecuación al objeto, no
al ascetismo, sino a ser fiel presentación de la composición, y
en esa medida se adelanta en decenios a su época. Visto desde
la música como fenómeno, el postulado de la claridad conver-
ge con la esencia de la composición integral. El color se
convierte en función de la música compuesta, que es la que lo
hace patente: y la composición se convierte, a su vez, en fun-
ción de los colores, que son los que la modelan. Pero la ins-
trumentación funcional aporta algo a la sonoridad misma, le
insufla su vida mahleriana. Mahler instrumenta de tal mane-
ra que cada voz principal resulta incondicional, inequívoca-
mente audible. La relación de lo esencial y lo accidental está
traspuesta al fenómeno sonoro; no hay nada que introduzca
confusión en el sentido compositivo.
Mahler critica por ello aquel ideal de la «eufonía» que in-
duce a la sonoridad a hincharse y esponjarse alrededor de la
música. Además, los caracteres mahlerianos sienten necesidad
de aquella variedad cuya articulación hace emerger el todo,
necesidad de aquellos colores que, como los melódicos, son
caracterizadores, o también de acontecimientos armónicos in-
dividuales que en sí mismos no son agradables. También el
color mahleriano se convierte en una característica, a expen-
sas de la saturación equilibrada en sí misma, rotunda, del
espejo sonoro. Estas exigencias dan lugar a un procedimiento
de instrumentación congruente en sí mismo. La sonoridad de
La canción de la tierra y de la Novena sinfonía constituye un
carácter de estas obras no menos que las demás peculiarida-
des compositivas.
La capacidad de Mahler para la instrumentación caracte-
rizadora va acompañada de un conocimiento, que él adquirió
en la época de su máxima madurez, de las posibilidades de lo

148
no característico. En la frase conclusiva, en compás de tres
por cuatro, de La canción de la tierra Mahler confía un acor-
de grave de do mayor a tres trombones distantes unos de
otros; sin embargo, esa sonoridad, a pesar de su resonancia,
no llama como tal la atención, no perturba el conjunto que
poco a poco va esfumándose. Para el gran arte de la instru-
mentación tiene igual importancia la capacidad de conseguir
efectos que la de evitarlos o parafrasearlos, es decir, la capa-
cidad de configurar lo que está latente.
La antítesis extrema de esto la tenemos, en la Tercera sin­
fonía, en los trombones solistas, unos trombones a los que en
cierta medida se los ha dejado sueltos y que se emancipan del
lazo del coral. Mahler fue el que realmente descubrió el trom-
bón como color solista. En la Tercera, o también en muchos
pasajes de la marcha fúnebre y en el Scherzo de la Quinta
sinfonía, el trombón realiza aquello que viene prometido por
su nombre y que el oído espera en vano de la escritura de
varias partes para trombones. Lo que capacita al trombón
para lograr eso es, desde luego, la música que es puesta en
boca de la voz gigantesca, aquellos híbridos de recitativo y
tema, de melas y fanfarria, en los que se entrelazan el azar
de la improvisación y el énfasis. Esto viene reforzado por la
rítmica, por aquellos silencios extremadamente largos que son
como las pausas en la prosa.19 La desaparición de esos silen-
cios en la continuación 20 y la avidez de la melodía son lo que
desencadena aquel carácter salvaje que se había ido acumu-
lando en el «pesado» período que antecede.
Ese modo de instrumentar es inconformista desde el pri-
mer momento. El último movimiento de la Primera sinfonía
contiene un efecto sonoro monstruoso: unos rugientes acor-
des de los trombones, inmediatamente antes del final del pri-
mer complejo temático, allí donde la tempestad, carente de
meta, de ese complejo explota en erupciones momentáneas,"
Ese pasaje, en el cual los trombones están potenciados por
trompetas y por trompas tapadas, y que llega a un triple for-
te, se asemeja, con sus pausas para la respiración, a los está-
ticos gritos de horror de la víctima en la danza final de La
consagración de la primavera. Difícilmente habrá otro lugar
en que la música de Mahler suene tan indomesticada corno
aquí: el color sueña con aquella música que sólo una genera-
ción más tarde será compuesta del todo. Pero incluso aquí la
sonoridad viene provocada por la música, por la necesidad de
concentrar un bramido que de otro modo resultaría demasía-

149
do caótico y extraño al tiempo; y también es provocada, pal·
pablemente, por la colisión disonante entre las corcheas de la
voz superior y las armonías que sirven de soporte, colisión
que queda reflejada en las disonancias tímbricas.
Mahler escribió sonoridades de vanguardia en sitios en
donde menos cabría sospecharlas. En medio del mi bemol
mayor, que se afirma solemnemente a sí mismo, del Himno
de la Octava sinfonía hay un campo que anticipa algo del úl-
timo Webern. El timbre del «lnfirma»,22con los metales so-
listas,23es el timbre de las cantatas de Webern; es como si en
esta obra suya afirmativa y retrospectiva hubiera querido
Mahler enterrar un mensaje secreto dirigido al futuro. Apenas
menos sorprendente es un instante instrumental de la Cuarta
sinfonía, obra tan inocente en su superficie; se encuentra en
la transición del primero al segundo de los temas de las va-
riaciones; también lo hay más tarde en puntos análogos. Lo
que en ellos está compuesto instrumentalmente en todos sus
detalles es la insensible extinción del sonido.24 Un acorde, que
dura una redonda, de los vientos sobre la tónica conduce di-
minuendo a un segundo acorde, también de los vientos, sobre
la dominante: pero este segundo acorde lo mantienen los
vientos sólo durante una negra, mientras simultáneamente lo
toman idéntico, en el primer tiempo del compás, en una en-
trada casi imperceptible, las violas divididas en tres seccio-
nes y los armónicos del arpa; el cambio de timbre se repite.
En él continúan vibrando los acontecimientos temáticos que
ya se habían calmado en el ritardando. Sin duda, es lícito es-
cuchar en este pasaje tan inaparente el modelo del acorde
cambiante que aparece en el op. 16 de Schénberg, el esbozo
de la posterior melodía de timbres, de la transformación del
color en un elemento autónomo de la construcción. Esa idea
tiene su origen, sin duda, en el Preludio de Lohengrin. Mah-
ler realiza ese cambio de timbres no sólo en los acordes, sino
también en notas sueltas, como en ese fa, que hace el papel
de dos puntos, tocado por las trompas en el segundo trío del
Scherzo de la Quinta sinfonia.'15 En un artículo publicado en
1930, en la revista «Anbruch», Egon Wellesz realizó un ins-
tructivo análisis de la instrumentación de este pasaje.26 Es
innegable su semejanza con el crescendo tímbrico, que se ha
hecho famoso, sobre el si, que antecede a la escena nocturna
de la taberna en W ozzeck, sobre todo con lo que Berg llama
la «vida interior» de esa nota.
La instrumentación constructiva podemos observarla en

150
Mahler también en dimensiones mayores. Bekker llamó la
atención sobre el hecho de que si el rompimiento -la visión
de los metales- del segundo movimiento de la Quinta sinfo­
nía posee una violencia tan grande, eso se debe a que antes
los metales han estado callados. De modo semejante, lo que
otorga dimensión constructiva al adagietto para cuerdas -el
cual es en verdad un campo introductorio, cerrado en sí mis-
mo, al último movimiento, rondó, el cual recurre a él también
en los temas- es su contraste con la sonoridad de conjunto
de esta sinfonía, en la cual han venido predominando hasta
ese momento los vientos. Las disposiciones de la sonoridad
sobre largos trechos tienen como objetivo lograr la plastici-
dad de la forma; esa misma intención fue lo que más tarde
llevó a Alban Berg a separar de la gran orquesta conjuntos
parciales para muchas escenas de Wozzeck -por ejemplo, el
adagio en la calle, o el comienzo del primer acto-, y a em-
plear una orquesta de efectivos diferentes en cada uno de los
Lieder de sus Siete canciones tempranas o, en fin, a establecer
en Lulú una correspondencia entre determinados personajes
y determinados grupos orquestales.
En La canción de la tierra los efectivos de la orquesta va-
rían un poco en cada una de las piezas, lo mismo que en Berg.
Se hace un uso escasísimo de las trompetas; la tuba y el tim-
bal se utilizan únicamente en una de las piezas; sin duda el
oído mahleriano tuvo la sensación de que, comparado con los
instrumentos de percusión orientales, que de algún modo ha-
bían adquirido ya carta de naturaleza, el timbal habría pues-
to en peligro el principio estilístico del exotismo, mientras
que ciertamente la sonoridad de la tuba resultaba casi siem-
pre demasiado pesada en una sinfonía para voces solistas.
Aunque el color instrumental básico de todo el ciclo es unita-
rio, cada uno de los cantos posee, una vez más, un colorido
diferente del de los otros. La sonoridad camerística de las
Canciones de los niños muertos está asumida aquí como un
aspecto parcial de la gran orquesta. En el último Mahler, lue-
go, también el tutti está comprimido, tapado; tiene cierta ana-
logía con el «forte con sordina» que Schonberg exige en algu-
nas ocasiones; esto se debe a la reagrupación de la sonoridad,
que antes había quedado separada por la necesidad de confe-
rir nitidez a cada una de las voces.
El arte mahleriano de la instrumentación no es un estilo,
sino que es un campo de fuerzas. A la exigencia de claridad
y de caracterización se opone la exigencia de integración, de

151
ligazón, en el sentido en que se dice en el arte culinario que
una sopa está «ligada». La configuración de lo claro y lo liga·
do habría que estudiarla en el arte mahleriano de la redupli-
cación, sobre todo de las maderas. Esas reduplicaciones dan
nitidez a las voces a las que refuerzan, pero tienen también
siempre un sentido colorista. La suma de dos colores al uní-
sono produce un tercer color, un color estrechamente adecua-
do al carácter del tema; a veces, como ocurre en muchos pa-
sajes de las Canciones de los niños muertos, y en pasajes aná-
logos de «El solitario en otoño», produce una especie de inter-
ferencia parecida a la del órgano. El unísono de las cuatro
flautas, al comienzo del desarrollo de la Cuarta, es cualitati-
vamente distinto de la sonoridad propia de la flauta; sin duda
proceden de aquí los seis clarinetes de la melodía introduc-
toria en el primero de los Lieder de las Cuatro canciones
para canto y orquesta, op. 22, de Schonberg,
Es cierto que el principio de la sonoridad homogéneamen-
te ligada lleva por sí solo a malas voces de relleno; pero sin
él resultaría abstracta incluso la más clara de las instrumen-
taciones. Si Mahler es un gran instrumentador, eso se debe a
que él derivó de esa contradicción su método, de igual mane-
ra que tampoco en su dibujo la incisividad del detalle y el
impulso de la totalidad se combaten, sino que viven el uno
del otro. La orquesta mahleriana es reacia a la ilusoria infini-
tud wagneriana, es demasiado sensual para el frío gris a que
esa infinitud tiende; en él la diferenciación no está perjudi-
cada en ningún lugar por el objetivismo. Pero la orquesta se
despoja de la pesadez del ropaje instrumental, de igual modo
que, en muchas ocasiones, la armonía mahleriana se despoja
de la pesadez del enmascarado coral a cuatro voces; donde de
modo más consecuente ocurre esto es en las Canciones de los
niños muertos y en algunos de los cantos sobre poemas de
Rückert, prototipos de la futura orquesta de cámara. La mú-
sica mahleriana se vuelve incorpórea porque su sonido es el
que corresponde a su específico modo de ser. Incluso la sono-
ridad, que es, de todas las dimensiones de la música, la más
sensual, se convierte en vehículo de espiritualidad.

152
VII. Desintegración y afirmación

La espiritualización fue el recurso de que Mahler se valió


para derruir el criterio de la inmediatez y de la naturalidad;
en esto fue exponente de la misma modernidad que dejó atrás
el sacrosanto concepto del lirismo de la naturaleza. La acep-
tación de que los propios elementos de que el arte está hecho
son elementos cosificados destruye la aparíencia de que el
arte es la voz de la naturaleza; el único modo de honrar a la
naturaleza oprimida es hacer lo mismo que hizo Mahler: no
dar por supuesto que ella está ya ahí, no enaltecer en ningún
sitio sus sucedáneos. La idea de la naturaleza se hace mani-
fiesta únicamente en cuanto idea inalcanzable, en cuanto idea
maltratada en la sociedad socializada. A lo que tecnológica-
mente aboca esa idea es al desmontaje del lenguaje tradicio-
nal, cosa que todavía produjo vacilaciones en Mahler. El úni-
co modo de construir autónomamente el lenguaje tradicional
está en considerar que en él ya no hay nada que sea obvio, en
ser tan consecuente en su reducción, que se ofrezca tal como
se ofrece ya virtualmente en los materiales de derribo mahle-
rianos. Por ello las sonoridades de Mahler saltan en muchas
ocasiones fuera del espacio sonoro cerrado, llevan su propia
vida libre, sin preocuparse de la unidad sensible de la sono-
ridad en su conjunto.
~se es también el modo en que toda música ha de desin-
tegrarse en sus elementos por amor a una unidad que ya no
le viene dictada. Desde las Cinco piezas para orquesta, op, 16,
de Schonberg, todos los colores hablan igual que aquel trom-
bón que aparece en la Tercera sinfonía de Mahler. El fenóme-
no individual no presta la menor atención al contexto aprió-
rico de sentido, y gracias a ello la música se va educando para
el contexto concreto. La sonoridad mahleriana precisamente
tiene una específica cualidad centrífuga. Mahler tiende a apar-
tarse de la forma acústica concebida como una esfera; a ello
tiende por su frecuente renuncia a los pedales encomendados
a las trompas, así como por el empleo de las cuerdas en un
registro ingrato, que en múltiples aspectos las priva de sen-
sualidad, y, más tarde, también por las interpolaciones solis-

153
tas, de música de cámara, en el conjunto orquestal. La clari-
dad misma -la sonoridad que honestamente muestra todo y
nada más que aquello que acontece en la composición- está
hermanada con la desintegración. Cuanto más netamente se
distinguen los elementos compositivos, tanto más comienzan a
alejarse entre sí y tanto más decididamente renuncian a una
identidad primaria.
La idea de la desintegración se anuncia prodigiosamente
en el tercer movimiento de la Primera sinfonía. En sus partes
canónicas este movimiento tiene, a su manera simplista, un
tejido más denso que casi toda la anterior música de Mahler.
Al parodiar lo dogmático del canon, este movimiento niega lo
dogmático; por ello hace que aparezcan colores remotos,
como el contrabajo tocando solo y la tuba que conduce la
melodía, cosas todas ellas que en aquel momento le debieron
de parecer estrafalarias a la gente. La tendencia a la desinte-
gración se adueña luego de este movimiento en los momen-
tos chocantes, como lo es el de la aceleración brusca. Pero
esto hace a la vez que sea éste el primer movimiento estático
de Mahler, un movimiento que yuxtapone superficies sonoras;
la unidad de lo desorganizado y de lo lleno de sentido es lo
que genera la contundente originalidad de este movimiento.
Tan tempranamente se comunica ya el aspecto de desintegra-
ción al procedimiento compositivo en su conjunto. Su terreno
propio es la forma. Por amor al modo novelesco de escribir,
la forma se aproxima a la prosa. El Mahler tonal conoce el
recurso atonal de obtener una vinculación mediante la ausen-
cia de vínculos, conoce como medio formal el contraste sin
atenuantes de la «erupción» 1 y del «corte».2 La sonoridad
como totalidad simultánea es un resultado de las sonoridades
individuales y de las pretensiones que éstas tienen; más tarde
Schónberg exigirá esto de modo expreso para la interpreta-
ción de la tercera de sus Cinco piezas para orquesta, op. 16.
En el primer movimiento de la Novena la tendencia a la
desintegración se adueña también de la escritura: incesantes
solapamientos y cruces de las voces deshilachan la línea me-
lódica; también la escritura reniega de la distinción estricta
entre lo idéntico y lo no idéntico, que es el principio de orde-
nación de la música occidental de la época moderna. La ar-
monía colabora a la desintegración allí donde, cual si estuvie-
ra sometida a un sortilegio, niega la idea misma de la funda-
mental. Mahler no piensa ya, como lo hará después de él la
atonalidad, en términos de centros de gravitación; no se atie-

154
ne a algo que sería musicalmente «lo primero»; sus sinfonías
dudan del postulado de la prima musica. La indicación de
ejecución schwebend [flotante] dice algo más de lo que dice
como indicación concreta referida a los pasajes caracteri-
zados por ella; comparadas con la consciencia de los gra-
dos, las marchas y las danzas de la primera época de Mahler
son tan «flotantes» como sus emancipadas obras últimas.
Pero la tendencia hacia la disociación, en cuanto es una ten-
dencia que se opone al centro seguro, al centro que reposa en
sí mismo, es también una tendencia a la disociación del con-
tenido. Lo que a la postre se emancipa del contexto de inma-
nencia de la forma es la imagen rota de «lo otro»; la forma
integral es este mundo.
La mayor dificultad que Mahler ofrece a la comprensión
procede de aquí. En contradicción palmaria con todos los
que se hallan habituados a la música absoluta, carente de
programa, las sinfonías mahlerianas no están sencillamente
ahí como algo positivo, como algo que recompense al oyente
comunicándosele; hay complejos enteros que es preciso escu-
char como algo negativo, que hay que oír, por así decirlo, a
redropelo de ellos mismos. «Vemos una alternancia de situa-
ciones positivas y de situaciones negativas.» 3 La música abso-
luta conquista una dimensión que estaba reservada a la litera-
tura y a la pintura. Aquel pasaje que es como una irrupción
brutal en la coda del primer movimiento de la madura Sexta
sinfonía 4 lo oímos de manera inmediata como una agresión de
lo repugnante. Al convenu esto se le antoja literario y extramu-
sical; ninguna música debe poder «decir no» a sí misma. Pero
la rigurosa capacidad para «decir no» a sí misma -una capa-
cidad que se extiende hasta el material, el cual es, por un
lado, selecto y, por otro, está tomado a la buena de Dios- es
lo que confiere a la música mahleriana su contenido, un con-
tenido que está lejos del concepto y que, por otro lado, no se
presta a ningún malentendido. En Mahler la negatividad ha
llegado a ser una categoría puramente compositiva: y ha lle-
gado a serlo gracias a lo banal que declara que es banal; gra-
cias al sentimentalismo cuya ululante miseria se quita la más-
cara; gracias a la expresión exagerada que va más allá de lo
que la música consiente aquí y ahora.
También son negativas las catástrofes que aparecen en el
segundo movimiento de la Quinta, en el último de la Sexta,
en el primero de la Novena, sin que esas catástrofes tengan
la glorificadora magnitud de sus modelos, es decir, las conclu-

155
siones de los primeros movimientos de la Sonata a Kreutzer
y de la Appasionata. En tales catástrofes la composición pro-
nuncia una sentencia sobre su propia actividad. Frente a su
poderío, la objeción que dice que todo eso es «una mera pro-
yección subjetiva del oyente» no es más que un simple mano-
teo, torpe y sabihondo. Los momentos negativos están com-
puestos con todo detalle en la música y no dejan espacio
ninguno para una percepción discrecional. A menudo esas in-
tenciones son lo único que da su impronta a los caracteres
puramente musicales. En cada uno de éstos se halla encapsu-
lada parte de la historia del lenguaje musical. El material no
ha estado nunca allende la historia; el modo en que llega a
las manos del compositor es inseparable de los rasgos de su
identidad y de su no identidad con lo pasado, con lo anticua-
do, con lo presente. Gracias al lugar que ocupa en el lenguaje
musical -el cual es una realidad histórica-, todo lo que en
música es individual es algo más que lo que meramente es. De
este hecho general extrae Mahler su efecto específico.
El movimiento del contenido sinfónico es en Mahler el mo-
vimiento del vaivén, el movimiento de la contraposición y la
mutua penetración de lo que ha quedado inserto en el mate-
rial. Mediante la técnica resucita Mahler a una segunda vida
a los contenidos a menudo casi olvidados del material. Quien
escucha una pieza romántica del pasado tocada por una or-
questa mísera, que dispone de pocos instrumentos y en la que
el piano hace las veces del arpa, se rebela; pero no se rebela
contra la sonoridad como tal del piano, que en otros momen-
tos puede soportar; sino que se rebela porque en la orquesta
no resulta posible extirparle al piano aquella sonoridad a la
que le degradó en otro tiempo la orquestina de salón. Mahler
hizo fructíferas para el componer mismo tales dimensiones,
junto con toda su negatividad. Como su material estaba anti-
cuado, y como aún no estaba emancipado el material nuevo,
en Mahler lo anticuado, lo que ha quedado al borde del cami-
no, se convirtió en el criptograma de las sonoridades jamás
oídas que llegarían más tarde. Esta carencia de inmediatez
del fenómeno musical que se da en Mahler es lo que hace a
éste superior a Bruckner, gracias precisamente a esa negati-
vidad, que es la huella que en su lenguaje deja el sufrimiento
del pasado.
La negatividad inmanente a la música mahleriana tiene
una tendencia enteramente opuesta a la entusiasta música
programática berlioziana y lisztiana; esto se pone de maní-

156
fiesto en el hecho de que las novelas mahlerianas no tienen
héroes ni veneran a héroes, como lo proclaman, en cambio, a
golpe de trombón dos títulos de Richard Strauss e innumera-
bles de Liszt. Incluso en el último movimiento de la Sexta, a
pesar de los martillazos -que, por cierto, hasta hoy no ha
sido posible oír correctamente y que sin duda aguardan su
realización electrónica-, uno espera en vano la aparición del
héroe que allí sería, según dicen, machacado por el destino.
La entrega de la música al afecto desenfrenado es su propia
muerte; ésa es la completa venganza que de la utopía se toma
el curso del mundo. En el citado movimiento las partes som-
brías e incluso desesperadas 5 pasan a un segundo plano en
comparación con los pasajes en que la música parece estar
incubando oscuros pensamientos y luego se desborda y se pre-
cipita como un torrente;. las únicas excepciones a esto son
propiamente tan sólo el estrábico coral de los vientos en la
introducción y la frase confiada a los trombones en la coda.
Las catástrofes coinciden con los puntos culminantes. A veces
la música suena como si, en el instante del fuego final, la hu-
manidad volviera a brillar incandescente y los muertos torna-
ran a vivir. La llama de la felicidad se alza al borde del es-
panto. El primer movimiento de La canción de la tierra, que
está en la misma tonalidad que este movimiento de la Sexta,
unificó luego también, comprimiéndolas, ambas cosas, en con-
cordancia con el texto poético de que se sirve, y con ello des-
veló enteramente por vez primera el enigma de la alternancia
de mayor y menor. La música misma -y no una humanidad
mentada por ella, y ciertamente no un individuo- es la que
traza su órbita parabólica. Esto es lo que hace que en Mahler
vaya progresivamente quedando despojado de su poder el tipo
del conflicto sinfónico de la Heroica. El desarrollo de la Se­
gunda sinfonía se atiene aún al esquema de un choque de fuer-
zas hostiles, al esquema de una batalla. Es imposible no ver
las intenciones programáticas; la ejecución es un poco arbi-
traria. De aquí aprenden las sinfonías mahlerianas que la cate-
goría dramática de la decisión -categoría que, por lo demás,
también Beethoven evita casi siempre; Beethoven prefiere vol-
ver a ratificar algo ya llevado a cabo, que no hacer que su mú-
sica adopte directamente una decisión- es ajena a la música.
La fatiga que en la Segunda sinfonía sigue a la batalla, según
dicen las guías de conciertos, lo que en verdad delata es lo
quimérico del esfuerzo de dar configuración musical a una
cosa como ésa. La tesis del dualismo temático de la sonata fue

157
siempre una tesis inadecuada, y sin duda lo fue porque tras-
ponía a la música, sin someterla a revisión, la categoría dra-
mática del conflicto. Pues el tiempo propio de la música, que
es un tiempo que va fluyendo, no puede desprenderse com-
pletamente de un ingrediente objetivo, el ingrediente del
temps espace. El tiempo musical no se contrae jamás a la
presencia del instante -no lo logra ni siquiera en la contrac-
ción sinfónica- tanto como lo hace el puro tiempo del suje-
to, cuya decisión, en cuanto acto de la razón, elimina el tiem-
po, por así decirlo. Por ello el primer movimiento de la
Tercera de Mahler critica brutalmente, y con razón, la lógica
dramática de la Segunda. En Mahler la música se da cuenta
por vez primera de su divergencia radical con respecto a la
tragedia.

Lo dicho lleva ya dentro de sí la respuesta al argumento


más usado contra Mahler, a saber: que éste «quiso» grandes
cosas, pero no las realizó. Ese argumento forma parte del re-
pertorio de la decoración interior del gusto burgués y de la
ideología burguesa de lo genuino, lo mismo que la frase que
dice que Karl Kraus fue un vanidoso o que se copió a sí mis-
mo. Es una verdadera lástima que Karl Kraus, que se man-
tuvo distanciado de la gran música, no escribiese una apología
de Mahler y se contentase con una glosa sobre los directores
del teatro de la Corte «que estaban durmiendo mientras Gus-
tav Mahler moría, y sólo se enteraron de su muerte por los
artículos necrológicos».6 Por lo demás, de acuerdo con el cli-
ché prefabricado de lo «natural», también a Karl Kraus se le
ha hecho el reproche de rebuscamiento y de intelectualismo.
También aquí, como cuando se habla de la rotura de los te-
mas mahlerianos -rotura que se mide por la ocurrencia mu-
sical brotada, según dicen, directamente de la naturaleza-, el
rechazo automático se orienta por el modelo de la tragedia.
Las animadversiones contra Mahler denotan a veces, con todo,
experiencias más certeras que no el entusiasmo de quienes se
agolpan a la salida del escenario.
Muchas cosas que a individuos demasiado prácticos en la
vida real no les resultan nunca suficientemente caprichosas
en el arte, fueron «queridas» efectivamente por Mahler, en el
sentido en que Schonberg decía que quien nada busca nada
encuentra. A menudo formula Mahler una figura musical por-
que así viene exigida aquí y ahora. El espíritu que quiere
abandonarse pasivamente al material sensible, primero tiene

158
que procurarse ese material, o que preparárselo, con el fin de
poder obedecerlo. La mentalidad objetiva ha menester, para
realizarse, de la intervención subjetiva. Nada de lo que pe-
netra en la totalidad épica deja de modificarse. La idea espe-
cífica, no esquemática, de cada uno de los movimientos de las
sinfonías mahlerianas es el imán que atrae sus figuras parcia-
les. Mahler no esquiva la aporía que hay en que 10 individual
carente de vínculos no se integre, más tarde, en un todo más
que si está ya preformado de acuerdo con las exigencias de
ese todo; no se limita a obedecer a sus temas entregándose
a su poder, sino que él mismo se desliza dentro de ellos. A me-
nudo se les puede notar a esos temas que están ahí en razón
de la función que han de cumplir -por ejemplo, la de un
contraste extremo-; el tema cantable del primer movimiento
de la Sexta sinfonía es el ejemplo típico de tal necesidad for-
zada. Es imposible corregirla, puesto que brota del problema-
tismo objetivo de las formas.
El todo ha de resultar de los impulsos individuales, sin te-
ner en cuenta los tipos preestablecidos. Pero a esos impulsos
individuales no es posible redimirlos de su contingencia. Sólo
cabe sintetizarlos si ya contienen dentro de sí el potencial del
todo; y para que eso ocurra es preciso que sea la composi-
ción misma la que lleve, de un modo discreto e invisible, las
riendas: resulta imposible eliminar un ingrediente de engaño.
El detalle y la totalidad, aunque estén abiertos el uno a la
otra, no coinciden sin fisuras. Las marcas de lo «querido» en
Mahler, sea cual fuere la génesis de esas marcas, atestiguan
la imposibilidad de la reconciliación de lo general y lo par-
ticular en una forma que ha escapado a la compulsión del sis-
tema. Con ellas expía la música mahleriana el hecho de ha-
berse apartado del sostén que ya no le sirve de apoyo y el
haber pretendido durante largo tiempo, sin embargo, tener
un sentido unívoco. Mahler no oculta con mucha destreza esa
irreconciliabilidad, que tiene una base objetiva en la realidad;
mas eso favorece la riqueza de contenido de su música. Allí
donde ésta suena rebuscada, lo que en ella está hablando es
su propia caducidad y, en realidad, la caducidad del arte no-
minalista como tal.
La apresurada pregunta que quiere saber qué es lo que, en
la expresión mahleriana que se exagera a sí misma, es pro-
ducto de la intención, y qué es involuntario, resulta, en com-
paración con lo dicho, subalterna, como lo son siempre tales
preocupaciones: lo que en la obra de arte cuenta es su forma

159
y las implicaciones de esa forma, y no las condiciones subje-
tivas de su génesis; preguntar por la intención equivale a
colar de rondón como criterio algo que es externo a la obra
y que apenas resulta accesible al conocimiento. Una vez que
la lógica objetiva de la obra de arte se ha puesto en movi-
miento, el individuo que la produce queda reducido al rango
de órgano ejecutor subordinado.
A Mahler no se lo defendería contra la incomprensión ne-
gando lo que en él hay de «querido» y reconvirtiéndolo en un
Schubert, cosa que él no fue ni pudo ser.7 Ese elemento que-
rido habría que derivarlo, más bien, de la riqueza de cante--
nido de su música. No hay que contraponer abstractamente
la verdad de la música mahleriana a aquellos momentos en
que esa verdad queda por debajo de la intención. Esa verdad
es la verdad de lo inalcanzable. Es una verdad querida en
cuanto es una voluntad la que quiere esa verdad, por encima
del «demasiado poco» de la existencia, y también en cuanto
signo mismo de la inalcanzabilidad. Esa verdad dice que los
seres humanos quieren ser redimidos, pero no lo están: para
aquellos mismos que se oponen a que se realice la redención
esto significa falta de veracidad o megalomanía neoalemana.
El escenario técnico de lo querido y de lo exagerado, que
son un ingrediente del contenido de verdad, es la formación
mahleriana de la melodía: la melodización. El compositor me-
lodiza allí donde, por así decirlo, dispone de la música desde
fuera, la aguijonea a que avance, en vez de dejar que la ener-
gía pulsional objetiva actúe por sí misma; en algunos instan-
tes actuó así también Beethoven, por ejemplo allí donde su
propia resolución se impone en la última parte del desarrollo
de grandes movimientos.
Este elemento es ajeno a la composición y es a la vez pro-
pio de ella. Algo de esto palpita en lo «arrebatador» de las
marchas, las cuales siempre ordenan también algo a los que
marchan, en la medida en que anticipan miméticamente el
paso de éstos. De acuerdo con ese modelo quisiera movilizar
a sus oyentes la música mahleriana. Aquello que en Beetho-
ven todavía apelaba al puro sentimiento carente de conse-
cuencias, el deseo de «Sacar fuego del alma del hombre», eso
en Mahler se rebela contra la mera contemplación. Como si
hubiera hecho suya la crítica de Tolstoi a la Sonata a Kreut­
zer, Mahler quisiera pasar a la acción. Se lanza de cabeza con-
tra los muros de la mera capacidad reproductiva estética.
Encadenado como está al material de toda música, que es un

160
material no conceptual y no objetual, Mahler jamás puede de-
cir en favor de qué y en contra de qué va la música; y, sin
embargo, parece decirlo.
Esto nos permite conocer mejor la relación que en él se
da entre lo subjetivo y lo objetivo. A Mahler se lo acusa de
subjetivismo exagerado, mientras se concede objetividad a sus
Lieder y a sus sinfonías, que no se contentan con hablar en
primera persona. Habría que resolver esa contradicción di-
ciendo que la subjetividad pone en marcha el movimiento del
todo hacia su cumplimiento, pero no se refleja en eso que se
mueve. Más que un alma que habla de sí misma, el sujeto
mahleriano es una voluntad política que no es consciente de
que lo es y que hace del objeto estético un símil de aquello
a lo que esa voluntad es incapaz de incitar a los hombres rea-
les. Mas dado que al arte le está negada la praxis corporal, a
la cual aspira, el arte no puede lograr eso y Mahler no puede
despojarse de un resto de ideología. Este resto se pone luego
de manifiesto en acciones de violencia estética tales como el
melodizar. Pero esas acciones están también fundadas en las
melodías mismas. En la época de Mahler la extenuada tona-
lidad y la melodía popular necesitaban ya de estimulantes.
Mahler se vio obligado a ejercer un dominio completo so-
bre los materiales derivados, con el fin de lograr que lo petri-
ficado y lo muerto se pusieran en marcha. Los temas secun-
darios, rotos, con que Mahler opera, carecen ya de aquel im-
pulso primario con el que tal vez en otro tiempo pudieron
vivir por sí mismos. Pero Mahler quiere ir más allá, no quiere
resignarse. Ese conflicto se transforma en un factor composi-
tivo. Puesto que no se llega a la identidad del acicate subjeti-
vo y la ley objetiva del movimiento, las líneas melódicas se
prolongan más allá de lo que consienten tanto ellas como su
armonía implícita.
En la época de Mahler se había vuelto problemática la me-
lódica en su conjunto. Las posibilidades combinatorias tona-
les, sobre todo las diatónicas, están demasiado gastadas como
para poder servir de vehículo a aquella novedad que era, des-
de los comienzos del romanticismo, el criterio de la melodía.
Las nuevas configuraciones, las cromáticas, tienden, al menos
en los comienzos de la fase wagneriana y poswagneriana, a
empequeñecerse, a reducirse a un breve motivo, en correspon-
dencia con los reducidos intervalos melódicos. Sólo en la nue-
va música surgieron del cromatismo emancipado, allí donde
los compositores lo intentaron, melodías grandes y libres. Rí-

161
chard Strauss confesó en una ocasión que a él, propiamente,
nunca se le habían ocurrido más que motivos fragmentarios
muy cortos; en Reger la melódica, atomizada, se convierte en
pequeños intervalos de segunda que están desprovistos de
cualidad alguna y que van pegando una armonía con otra. La
técnica berlioz-straussiana del imprévu, del corte como efec-
to, de la sorpresa permanente, intenta paliar esta carencia
haciendo de ella un principium stilisationis.
Mahler sacó la consecuencia opuesta; impuso por dictado
la melodía allí donde ésta ya no quiere estar, y con ello con-
firió su cachet a las melodías mismas; esto tiene una remota
analogía con la manera beethoveniana de represar el flujo to-
nal implantando sforzati y dejando allí, por así decirlo, la
huella de la subjetividad. «Wie gepeitscht» [como fustigado],
se dice en un pasaje del Scherzo de la Sexta sinfonía de Mah-
ler. Desde la larga melodía del último movimiento de su Pri­
mera Mahler tiene con sus temas tan pocas complacencias
como tendría con sus extenuados caballos un cochero obse-
sionado por llegar a la meta. Pero lo que a esta música la
lleva hacia adelante es la violencia a que Mahler la somete,
pues ésta es el impulso a ir más allá de la medida inmanente,
es el tenso esfuerzo que la lleva a hacerse añicos, es la tras-
cendencia del anhelo.
Muchas veces ocurre en Mahler que los motivos describen
ya en sí mismos, en un espacio mínimo, el movimiento tras-
cendente, y que acentúan armónicamente ese movimiento me-
diante progresiones engañosas, como hizo en otro tiempo el
denominado «motivo de la lanza» de Parsifal, allí donde, en
las partes modulantes en re mayor del Preludio, aparece pri-
mero en las violas y en el «oboe contralto» -el como in-
glés-, de donde pasa a los oboes y a los violoncelos, y luego,
cuando se torna a alcanzar el la bemol mayor, ocupa fortíssí-
mo el primer plano en los violines y en varias maderas, mo-
dulando una vez más de cadencia evitada en cadencia evitada.8
De modo semejante, Mahler llega a menudo a una negra me-
diante tres corcheas que ascienden por intervalos de segunda;
después se desciende una segunda hacia una negra con pun-
tillo, que es el punto de gravitación. La parte fuerte del com-
pás suena, bien en seguida, bien cuando se repite, sobre ar-
monías que son diferentes de las aguardadas. Tales pasajes
ofrecen la paradoja de una sorpresa preparada: esto mismo
vuelve a aparecer en Berg como artificio de la escritura. Lo
otro, lo no aguardado, se divisa ya en aquello allende lo cual

162
va lo otro. Tales instantes son insaciables. A quienes escuchan
a Mahler con exigencias externas a la obra, esos instantes tie-
nen que producirles un desconcierto especial. Una vez y otra
se hace la misma tentativa, como si la música que choca con-
tra el muro abrigase la esperanza de poder traspasarlo algu-
na vez: «Ah no, yo no me dejé rechazar.» Se melodiza de un
modo insaciable; insaciable es a veces el tono de las figuras
individuales, e insaciable es también la disposición formal. El
contenido, que no tolera estar encerrado en un espacio cir-
cunscrito, en la justificación de lo finito, se adueña, sometién-
dolo a sí, del gesto del lenguaje musical, sabotea la norma
estética de orden y medida. :Éste es el daño que la trascen-
dencia, en cuanto inalcanzada, deja tras sí en el contexto de
inmanencia. El afecto colisiona con la civilización, la cual lo
hace callar, por mal educado; una música insaciable es la
resultante de este conflicto. Esa música viola el tabú mimé-
tíco,? Quien es incapaz de contenerse busca refugio en el len-
guaje no conceptual, que todavía consiente un llanto sin lími-
tes y un amor sin barreras.
A aquel gesto se asocia a veces, en la forma, un peculiar
sentimiento del «después»: lo que anhelosamente quiere ir
más allá de sí mismo es a la vez un adiós, un recuerdo. Algo
de esto vive en la palabra entldchelnd [des-sonriendo] que
aparece en un poema de la primera época de Werfel. :ese es
el modo en que se da vida al tipo motívico de la segunda
parte de la frase que en el adagietto de la Quinta tocan los
primeros violines y sobre la cual se encuentra la indicación
mit Empfindung [con sentímíento l."
La idea de la trascendencia se ha convertido en la curva
gráfica de la música. El hábito melodizante de Mahler no se
explica en modo alguno diciendo que él carecía de eso que
vulgarmente se llama «Ocurrencia» -Mahler mismo, por lo
demás, no puso en duda esa categoría. Cuando lo considera-
ba preciso, producía tantas ocurrencias originales cuantas
quería; sin esfuerzo alguno cabe reunir pruebas, desde el an-
dante de la Segunda sinfonía hasta el incomparable tema
principal del adagio de la Décima. La herética manipulación
de las melodías se deriva, más bien, de la latente ley estruc-
tural de Mahler, o, dicho con la expresión demasiado psico-
lógica de Riegl, de su «Voluntad artística». Si se hace violen-
cia a las melodías, es en razón del todo, que Mahler no olvi-
daba en ningún momento, a pesar de su obsesión por el de-
talle.

163
El reproche de lo querido y rebuscado va de ordinario
asociado con el reproche de lo «condicionado por la época».
Quien quiere más de lo que puede, se dice, es el sujeto hin-
chado y hueco del liberalismo tardío, que es el período de
desintegración del romanticismo. Aunque son muy pocos los
puntos de contacto entre Mahler y Richard Strauss, del cual
está sacado ese concepto de «período de desintegración del
romanticismo», la mera cronología invita, sin embargo, a ha-
cer una comparación entre ambos.
En la época de Salomé resultaba difícil, según decía Alban
Berg, decidirse por Mahler o por Strauss. La fácil pluma de
éste no sólo esparcía un gran número de pointes ilustrativas
sobre una textura que era segura y a la vez sorprendente; es
que, además, el cambio de una asociación a otra asociación
confería una mayor movilidad también a la estructura en sí
misma y, en las mejores piezas, la hacía más articulada. El
impresionista Strauss, que en la superficie aparecía tan inno-
vador, se hallaba más a gusto que Mahler en la tradición del
pequeño trabajo motívico; justo por ello el proceso de diso-
lución ha sido mucho mayor en él que en la técnica mahle-
riana, la cual era al principio un poco rígida, a pesar de todas
sus irregularidades.
En comparación con el modo straussiano de lograr la vic-
toria sobre el tiempo, modo consistente en tener sin cesar
ocupado y en vilo al oído, el modo mahleriano se nos antoja
ingenuamente anacrónico. Más que componer de acuerdo con
una voluntad superior, el Mahler joven se dejaba guiar por
algo que tenía más o menos vagamente en la cabeza; de aquí
que sus piezas parecieran torpes y pesadas en comparación
con las de Strauss, que controlaba cada nota e inyectaba vida
incluso a las voces más remotas. Pero si Strauss maneja sus
materiales con tanta despreocupación, y está tan seguro de
sus efectos, es precisamente porque a él le preocupa poco el
lugar al que quiere ir la música por sí misma, de acuerdo con
su lógica inmanente. Strauss trata los materiales como un
continuum de contextos de eficacia exactamente calculados
los unos con respecto a los otros. A estos contextos Strauss,
a su manera, los organiza hasta en el más mínimo detalle;
pero el ropaje de esos contextos es, por así decirlo, impuesto
desde arriba a la música; a ésta se la trata desde lo alto de
una mirada fija. Se desprecia la exigencia de escuchar pura-
mente la tendencia objetiva de los temas y del todo, y de
ejecutar compositivamente esa tendencia.

164
Si nos guiamos por el criterio de un concepto enfático de
la técnica, el mucho más hábil Strauss queda técnicamente
por debajo de Mahler, pues en éste la textura es objetivamen-
te más rigurosa. La intención metafísica de Mahler se realiza
en la medida en que él se entrega perdidamente a la tenden-
cia objetiva de la obra, cual si fuese su propio oyente distan-
ciado. Es cierto que, vista desde la historia de los estilos, su
música no escapa, en virtud de la unidad de la época, a aquel
concepto de «Vida»que abarca también las nuances irracio-
nales de Debussy y el ímpetu de Strauss; pero el contenido
de la música mahleriana es menos que en estos dos composi-
tores un eco confirmador de semejante vida. Mahler se ase-
meja, más bien, a las filosofías metafísicas que reflexionaron
sobre la idea de la vida, a Bergson y al Simmel de la últi-
ma época. La fórmula de Simmel, que dice que vida es
«más que vida», no le cuadra mal a Mahler. La diferencia
entre la música hedonista de Strauss, reflejo del vitalismo
de la alta burguesía, y la música trascendente de Mahler no
se queda, sin embargo, en una diferencia de lo meramen-
te expresado, sino que pasa a ser una diferencia de la mú-
sica compuesta. En Mahler la forma se olvida de sí misma.
En Strauss sigue siendo la mise en scéne de una conscien-
cia subjetiva que jamás consigue librarse de sí y que, a
pesar de toda su exterioridad, nunca se despoja de sí mis-
ma para convertirse en objeto. Strauss no fue más allá de
la inmediatez del talento; atascado en ella, tuvo que co-
piarse a sí mismo, escribir La leyenda de Jacob y la Sin­
fonía de los Alpes, para no hablar de obras lamentables de
la última época como Capriccio.
Lo que en Mahler se inicia a tientas no fue nunca presa
de la jerga que todo el mundo hablaba en la era guillermina.
Esto fue guiando a Mahler hacia esa maestría que hay en el
«poder ser así y no de otro modo»; Strauss, en cambio, aca-
bó concordando con las mercantilizadas músicas de acompa-
ñamiento de películas, en venganza por su mala ingenuidad,
por su complicidad. El último Beethoven, modelo de todo
gran estilo tardío, dijo adiós a la complicidad, y eso mismo
hizo Mahler. La posición histórica de éste es la de la moder-
nidad latente, igual que la de Van Gogh, el cual aún se sentía
a sí mismo como un impresionista y era lo contrario. Pese a
que su actitud fundamental es por principio más conservado-
ra, el Mahler temprano tiene algo en común con el aspecto
fauvista de los comienzos de la nueva pintura. Los propieta-

165
rios de la cultura, cuando rechazan movimientos como el
lento, cuidadosamente discontinuo, de la Primera sinfonia y
se autoconvencen de que no es menester tomar en serio co-
sas como ésa, saben muy bien que allí hay algo y que tal vez
precisamente en lo que resulta ofensivo es donde está lo im-
portante. Reírse de esos movimientos y esos pasajes es siem-
pre también solidarizarse con Mahler; el oyente se pasa al
campo de éste. Raras veces la brusca aparición de lo que
nunca antes ha existido armoniza con el dominio perfecto de
la tradición que se hace añicos. Es cierto que al principio la
música mahleriana concuerda mal con el concepto de niveau;
pero lo que con ello hace es recordar a éste sus injusticias,
su ingenua y acicalada obstinación en mantenerse dentro de
un bien delimitado perímetro de técnica y de buen gusto, que
da a la música, como por arte de brujería, la falsa fachada
de lo válido. La violación del niveau cometida por Mahler,
tanto da si querida o no querida, pasa a ser objetivamente
un recurso artístico. Al adoptar comportamientos infantiles,
Mahler desdeña ser adulto, porque su música cala a fondo la
cultura adulta y quiere salirse fuera de ella.
No costaría mucho trabajo demostrar que también en
aquellas composiciones que precisamente los jueces de Mahler
inscriben en el repertorio de lo que tiene su sede en la eter-
nidad existen cosas «Condicionadas por la época»: errores de-
bidos a la rutina en Bach y en Mozart, su poquito de decora-
tivo heroísmo estilo «Empire» en Beethoven, de cromolitogra-
fía en Schumann, de salón en Chopin y Debussy. Esos ingre-
dientes atrofiados que hay en la música importante son los
que, por su condición de efímeros, dejan aflorar un contenido
que no podría desarrollarse si no tuviera alimento en ellos.
La separación entre lo «condicionado por la época» y lo «per-
manente» es infundada, pues lo que por ventura permanece
no es otra cosa, tampoco en la música, que «la propia época
aprehendida en pensamientos».'! A la postre lo que la idea
misma de «permanecer» hace es cosificar la vida de las obras,
convirtiéndola en una propiedad fija, en lugar de pensar esa
vida en términos de desarrollo y atrofia, que es lo oportuno
al referirse a obras humanas.
En una ocasión alguien comparó las sinfonías de Mahler
con las estaciones de ferrocarril de los países meridionales y
con los grandes almacenes que se asemejan a catedrales.12
Pero la fantasía formal de Mahler jamás se habría emancipa-
do si en él no hubiera habido una voluntad de monumenta-

166
lidad. Si Mahler se hubiera contentado con las dimensiones
íntimas de la música de género, no se le habría planteado la
cuestión, decisiva en música, de la construcción de la dura-
ción. El programa, aunque fuera un programa desvencijado,
de lo grandioso que su época transmitió a Mahler fue el tras-
fondo de su impulso metafísico, el cual está muy por encima
del término medio de esa misma época. Lo que la monumen-
talidad llegó a ser en Mahler demuestra que el mísero con-
cepto de lo «Condicionado por la época», que, según dicen,
habría que sustraer como un resto de lo permanente y eter-
no, no basta para liquidar su obra ni ninguna obra importan-
te; y que, por el contrario, el contenido de verdad se halla
inserto en una temporalidad que quienes con mayor vehemen-
cia deploran son precisamente aquellos que en lo único que
aventajan a la cosa que ellos estiman y desestiman es en ha-
ber nacido más tarde.
Mahler salió a escribir El cantar de los cantares y lo que
escribió fue La canción de la tierra. En su evolución la afir-
mación fracasó siempre, y ése es su triunfo, el único no des-
honroso, la derrota permanente. Mahler refutó el decorativis-
mo monumental haciendo que lo monumental refutase su
propio esfuerzo desmesurado tendente a lograrlo. únicamen-
te el fracaso le permite a Mahler no fracasar. No era posible
alcanzar con menor riesgo la autenticidad de sus últimas
obras, las cuales renuncian a toda ficción de salvación. El
último movimiento de la Sexta sinfonía debe su primacía den-
tro de la oeuvre de Mahler a que, estando compuesto con
más monumentalidad que todo lo demás, destruye el sortile-
gio de la apariencia afirmativa.
La actual alergia contra lo colosal no es algo absoluto:
también ella ha de pagar su tributo. A esa alergia se le escapa
de las manos la concepción del arte como manifestación de
la idea, la cual sería el todo. La cualidad no es tan indiferen-
te a la cantidad como parece, tras haberse convertido esta
última en las uvas verdes de la fábula. La reflexión no puede
alcanzar esas uvas verdes, esto es, la cantidad, pero sí puede
salvarlas. La violencia de una música que destroza el corazón,
que produce rompimientos, no le habría sido otorgada a Mah-
ler si en él no se hubiera puesto al rojo vivo eso que descali-
fican como subjetivismo barroco los aficionados a un barroco
musical que, por lo demás, no ha existido.
Mahler, colmado de la tensión entre lo que, desde el punto
de vista de la filosofía de la historia, es debido, pero a la ve:z

167
resulta imposible desde ese mismo punto de vista, sobrevive
únicamente por aquello que en él es temporal. En él habría
que criticar, antes bien, lo siguiente: que aquello que sería
diferente del curso del mundo -es decir, el instante del tras-
cender, la suspensión de la estructura inmanente y de las
categorías formales de esa estructura-, eso se congeló para
él en una categoría, en el componente fijo de la forma. Quien
conoce el lenguaje de sus sinfonías no mira hacia adelante
sin inquietud: ahora, se dice, la estructura quedará aflojada,
zarandeada; ahora el episodio se extenderá irremisiblemente.
Los toques militares y los sonidos naturales que en sus obras
aparecen resultan rígidos también por esto, y no sólo porque
quedan remotamente lejos del discurso de la lógica musical.
La amenaza que sobre su música se cierne es lo que ella me-
nos quería ser: el ritual. J;:ste se deja notar incluso en las
desproporciones de las formas, en las excesivas longitudes de
los episodios más grandiosos, como el de la Burlesca de la
Novena sinfonía, con su acumulación de glissandi. Lo que
aquí consuela es la inagotable riqueza que Mahler ha sabido
extraer de la funesta identidad de aquello que aspira a ser
lo contrario.

Sólo una voluntad apologética obtusa y timorata podría


negar que hay piezas flojas de Mahler. De igual modo que
sus formas no se quedan dentro del perímetro de las formas
dadas, sino que tematizan en todas partes la propia posibili-
dad de éstas y la posibilidad de la forma musical en general,
así cada forma concreta penetra en la zona del fracaso poten-
cial. La calidad estética misma no es inmune a las fisuras de
Mahler.
La obra con que sin duda ha aprendido a amar a Mahler
la mayoría de la gente, la Segunda sinfonla, es posible que
sea la que con mayor rapidez se desvanezca, en razón de su
verbosidad en el primer movimiento y en el Scherzo, y en
razón de cierto primitivismo en el último movimiento, el de
la resurrección. Este último movimiento habría necesitado
aquella polifonía modelada en todos sus detalles a que se
atreve el primer movimiento de la Octava; la larga parte ins-
trumental desvela indiscretamente demasiadas cosas de la
parte vocal, y su disposición parece deshilvanada; tampoco
los toques de campana le hacen a uno estremecerse realmen-
te; sólo la entrada pianissimo del coro, así como su tema,
conservan la fuerza sugestiva.

168
El adagietto de la Quinta, a pesar de su significativa con-
cepción como pieza singular dentro del conjunto, está a un
paso, por su sonoridad zalamera, de la pieza de género; el
último movimiento de esta sinfonía, lleno de frescor en mu-
chos detalles y que encierra ideas formales novedosas, como
la de usar en la composición musical algo parecido a la ace-
leración de imágenes en el cine, tiene sin duda demasiado
poco peso frente a los tres primeros movimientos.
Aunque sobre ello cabe discutir, también el último movi-
miento de la Séptima deja perplejo incluso a quien está dis-
puesto a concederle todo a Mahler. En una carta, Schñnberg
seleccionó de este movimiento ejemplos para demostrar la
capacidad inventiva de Mahler.13 Pero incluso esos mismos
ejemplos se quedan parados de un modo peculiar y están in-
hibidos en su evolución. Y aunque uno ponga todo su esfuer-
zo y se concentre en este movimiento, difícilmente le quitará
nadie el convencimiento de que en él se da una impotente
desproporción entre la pomposidad de la presentación y la
exigüidad del contenido. La culpa de esto la tiene, técnica-
mente, el diatonismo constante, cuya monotonía resultaba casi
imposible evitar dentro de unas dimensiones tan considera-
bles. Este movimiento es teatral: un azul tan intenso lo posee
tan sólo el cielo del escenario encima del demasiado cercano
prado de fiesta. La positividad del per aspera ad astra de la
Quinta, que es incluso sobrepujada por este último movimien-
to de la Séptima, sólo puede revelarse como tableau, como
escenario en el que hay un variopinto barullo; acaso ya el
último movimiento de la Sinfonía en do mayor de Schubert,
la última pieza llena de positividad sinfónica que ha sido es-
crita, tiende secretamente a lo operístico. El luminoso salto
del violín solista en el primer compás del cuarto movimiento
de la Séptima de Mahler, consuelo que sigue como una rima
a la aflicción del tenebroso Scherzo, es más digno de crédito
que toda la pompa del quinto movimiento. Mahler se mofa
suavemente de esa pompa en una ocasión, al ponerle el epíte-
to de etwas prachtvoll [un poco fastuosamente], sin que el
humor logre imponerse, sin embargo. A la pretensión de que
«Se ha logrado», al miedo a las aberraciones aprés iortune
faite, responden inacabables repeticiones deprimentes, sobre
todo del tema minuetista. El tono forzadamente alegre no
provoca la presencia de la alegría, como tampoco lo consigue
la palabra gaudeamus: los cumplimientos temáticos, que el

169
gesto del cumplidor anuncia con demasiado celo, no hacen
acto de presencia.
A Mahler se le daba mal el «decir sí». Su voz, como la de
Nietzsche, da gallos cuando predica valores; cuando habla
desde la mera convicción; cuando pone en práctica incluso
aquel abominable concepto de la «superación» que luego es
descuartizado por los análisis temáticos, y hace música como
si hubiera ya alegría en el mundo. Los vanos movimientos
jubilosos de Mahler desenmascaran el júbilo; la incapacidad
subjetiva de Mahler para el happy endes una denuncia contra
éste. El happy end se hallaba incrustado todavía en las for-
mas tradicionales y podía pasar mientras la convencionalidad
lo dispensaba de tener una responsabilidad específica; pero
fracasa cuando la broma se vuelve seria. Allí donde los mo-
vimientos afirmativos quieren ser el resultado de un proceso,
el equilibrio no permite que esos movimientos sean ínferío-
res a los primeros. A las obras de este tipo las llamó Bekker
«sinfonías de último movimiento». Estas obras se niegan al
baile final, al poco riguroso residuo de la suite. Pero, a la vez,
tampoco pueden aportar lo que postulan. Deben presentar
soluciones, algo que ha quedado superado; no les es lícito ni
repetir ni menos aún sobrepujar las tensiones precedentes.
La rutinaria conclusión alegre del viejo sinfonismo tenía
en cuenta esa limitación, como la tenía asimismo en cuenta
la boda que siempre hay al final de las comedias. Mas el di-
namismo sinfónico ya no tolera eso, para que no quede redu-
cida a la nada la unidad de los movimientos, ya bastante pro-
blemática. Dado que ambas alternativas son objetivamente
falsas, el problema del último movimiento de las sinfonías,
que Mahler fue el primero en agarrar por los cuernos, resul-
ta ya insoluble en ese mismo instante. Los últimos movimien-
tos que a Mahler le salieron bien fueron aquellos que aban-
donaron la apariencia de los astra. El último movimiento de
la Sexta sinfonía lleva a su cumbre la tensión del primero y
lo niega; La canción de la tierra y la Novena sinfonía evitan,
con un instinto grandioso, ese problema; ni usurpan la ho-
meostasis ni tampoco representan la comedia de una salida
positiva y sin conflictos, sino que miran con un gesto de inte-
rrogación hacia lo incierto. Aquí el final es la imposibilidad
de ningún final, la imposibilidad de que la música sea hipos-
tasiada como unidad de un sentido que está presente.
La obra maestra oficial de Mahler, la Octava sinfonía, culti-
va esa hipostasis. Los términos «Obra maestra» y «Oficial»

170
indican los puntos atacables, le genre chef d'oeuvre, Puvis de
Chavannes, el cartón representativo, los gigantescos mamotre-
tos simbólicos. La «obra maestra» es la fracasada revivifica-
ción, imposible objetivamente, de la obra maestra cultual.
No sólo pretende ser en sí una totalidad, sino además crear
una totalidad del contexto de efectos. El contenido dogmáti-
co de que la obra maestra toma prestada la autoridad, se le
ha neutralizado, convirtiéndose en un bien cultural. En ver-
dad la obra maestra se adora a sí misma. El «espíritu» que
el Himno de la Octava llama por su nombre ha degenerado
en tautología, en mera reduplicación de sí mismo, mientras
que el gesto del sursum corda subraya la pretensión de ser
más.
Lo que de las religiones decía Durkheim aproximadamente
por los mismos años en que se escribían esos W eihfestspiele
[festivales sacros] que van desde el Parsifal hasta la Octava
sinfonía, a saber: que son autopresentaciones del espíritu co-
lectivo, eso mismo se puede aplicar con toda fuerza en cual-
quier caso a las obras de arte rituales surgidas en el capita-
lismo tardío. El tabernáculo de su santuario está vacío. El
chiste de Hans Pfitzner referido al primer movimiento de la
Octava, movimiento titulado Veni Creator Spiritus: «¿y qué
ocurre si no viene?», da en el blanco, con la clarividencia que
es propia del rencor. No es que a Mahler le hayan fallado las
fuerzas; precisamente el primer tema es una invención admi-
rable pata aquellas palabras, como genial es el pensamiento
de vivificar mediante los trombones, en los compases que
vienen inmediatamente después, lo que, usando la terminolo-
gía de Riemann, habría que llamar el .intervalo «muerto» de
séptima que hay entre los dos primeros miembros del motivo.
Pero la invocación se refiere, de acuerdo con su sentido for-
mal objetivo, a la música misma. Implorar que venga el espí-
ritu significa implorar que la composición sea inspirada. La
composición, al confundir lo venerabile del espíritu con ella
misma, mezcla la religión y el arte, y está sometida al sortile-
gio de una consciencia falsa que se extiende desde Los maes­
tros cantores hasta el Palestrina de Pfítzner, y al que también
están sujetas las concepciones en que. Schñnberg expresa su
concepción del mundo, el hombre de La mano feliz y el elegi-
do de La escala de Jacob.
Mahler era sensible como ningún otro compositor de su
época a las conmociones colectivas. La tentación que de aquí
surge -la tentación de elevar al rango de algo absoluto y de

171
glorificar directamente al colectivo que él sentía resonar den-
tro de sí- era casi demasiado poderosa. La culpa mahleriana
consiste en no haberla resistido. En la Octava renegó Mahler
de su propia idea de la secularización radical de las palabras
metafísicas y puso esas palabras en su propia boca. Si, por
esta sola vez, quisiéramos hablar de Mahler con conceptos to-
mados de la psicología, habría que decir que la Octava, como
ya el último movimiento de la Séptima, sería una identifica-
ción con el agresor. Esa sinfonía busca refugio en el poder y
la gloria de aquello de lo que tiene miedo; la angustia falsea-
da de afirmación es lo oficial.
Tanto la estructura social como el nivel de los constituti-
vos estéticos de la forma prohíben la obra maestra. :13.sta es
la razón por la que la nueva música se ha apartado de la
sinfonía como tal; Schdnberg no pudo acabar aquella sinfo-
nía cuyo potencial resultaba tan perceptible en La mano fe­
liz, y tampoco pudo terminar el oratorio y la ópera bíblica.
Es difícil que los presupuestos filosófico-históricos fuesen más
favorables para Mahler; sin embargo, éste, ingenuamente, osó
la obra maestra. Con esto pagó su tributo a aquella tenden-
cia neoalemana para la que, a partir de Liszt, ningún asunto
era demasiado costoso ni demasiado excelso para la música
y que tuvo también su parte de culpa en la dilapidación de
la denominada «herencia cultural», al haber hecho un uso
secundario de ésta. La Octava está contaminada por aquella
ilusión que cree que los asuntos sublimes -el himno V eni
Creator Spiritu, la escena final de Fausto­ garantizan tam-
bién la sublimidad del contenido. Pero los asuntos sublimes
tratados por la obra de arte no son, por lo pronto, nada más
que su texto. El contenido puede conservarlo mejor la nega-
ción que la ostentación, y de ello da un testimonio ejemplar
en otras ocasiones la propia música de Mahler, aun en contra
de la consciencia de éste. En la Octava Mahler cedió, sin em-
bargo, a aquella vulgarización de la estética hegeliana del
contenido que hoy florece en los países del Este.
Esta sinfonía se halla penetrada, desde el primer acorde
del órgano, por los sentimientos sublimes y sublimantes que
son propios de los festivales de coros y que una vez más se
parecen en seguida a los que reinan en Los maestros canto­
res.t• El hecho de que, por amor al entusiasmo, la Octava
simplifique la factura, no es una bendición para esta última,
a pesar de la magistral economía. La comprimida polifonía
del primer movimiento, que aventaja a la Segunda por toda

172
la experiencia adquirida con las sinfonías instrumentales de la
época intermedia, está inserta, por razones de estilización,
dentro del restrictivo esquema del bajo continuo. Es cierto
que en algunos pasajes el pathos de la obra maestra atravie-
sa el concepto de obra maestra y con ello la realiza: tal vez
esto lo podrá apreciar del todo tan sólo quien tenga todavía
en su oído el Accende tal como sonó en la ejecución dirigi-
da en Viena por Anton van Webern. También la entrada de
la reexposición conservaba entonces su violencia.
Si es cierto que toda interpretación musical ha de acudir
en ayuda de la insuficiencia de las obras, la Octava necesita
una interpretación perfectísima. La estructura sonatista, que
a una mirada retrospectiva le resulta cerrada, de su primer
movimiento, no se explica suficientemente diciendo que se
debe a una necesidad de contraste con el segundo movimien-
to ni a una necesidad de crescendo. La sonata permite, antes
bien, una especie de dialéctica frente al afirmativismo, el cual
es total y a la vez no tiene fe en sí mismo. En el desarrollo
se abre en la música misma el abismo del mal y del error, y
esto libera al Himno de resultar insulsamente edificante. En
cambio, la música para los textos de Fausto se deja seducir
por el fantasma de la gran sencillez. El tema empleado para
las palabras Neige, neige [baja, baja] lo toma esta música
de una de las piezas para niños de Schumann, y no le da mie-
do la grandeza de las palabras. Resulta sorprendente que la
música reproduzca muy poco aquello que en el poema parece
ofrecerse de modo primario a la composición, a saber, la as-
censión desde los barrancos montañosos hasta el cielo maria-
no. Seguramente la contemplación épica de Mahler vio aquí,
más bien, una fenomenología del amor. Por ello le falta luego
a la segunda parte el componente antitético, a pesar del verso
que habla del «penoso residuo terrenal».

La única pregunta humanamente digna sería la siguiente:


qué es lo que, a pesar de todo, le ha salido bien a esta obra
maestra. Esto que ha salido bien no es algo que sencillamente
se oponga a lo afirmativo; ni siquiera quien está del lado de
los cabritos debería separar los corderos de los cabritos. La
intención afirmativa de la Octava es también la vieja inten-
ción mahleriana del rompimiento, y esa intención no se inte-
gra del todo en lo oficial. Cuando en la música para los textos
de Fausto canta el coro de niños estas palabras: «Jauchzet
laut, es ist gelungen» [Exultad en voz alta, pues se ha logra-

173
do], por un segundo el oyente se siente estremecido, como si
realmente se hubiera logrado. Un aparente «decir SÍ» y un
presente desprovisto de toda apariencia se entremezclan: sólo
en esa apariencialidad pudo volver a hacerse oír, índomestí-
cado, el impulso primario de Mahler, el de la Primera sinio­
nia. El procedimiento musical es el que saca provecho de
esto, sobre todo en la segunda parte. La elección de los tex-
tos, la arquitectura de la escena, que es como una cantata y
que carece de reexposícíón, incitó a Mahler a utilizar aquella
disposición formal libre que fue luego la de sus obras tardías.
Esta pieza, muy amplia, y que se desarrolla en vastos com-
plejos, no es ya una sonata, pero tampoco es una mera suce-
sión de cantos solistas y de coros contrastantes, sino que,
atravesada como está por una poderosa corriente evolutiva
subterránea, es una «sinfonía» en el sentido en que lo es La
canción de la tierra, con la cual tiene convergencias prodi-
giosas. La experiencia de la sonata sacrificada no ha sido inú-
til. La introducción, que se extiende hasta convertirse en un
adagio, conduce claramente a una frase principal en pleno
tempo de allegro.15 Muchos de los cantos alla breve son el
equivalente de un Scherzo.16 El campo de cumplimiento del
incesante dinamismo lo es luego el himno del Doctor Maria-
nus: Blicket auf [Alzad la mirada]. El Chorus mysticus se
vuelve hacia atrás, por así decirlo, con el gesto propio de la
coda. Lo que da su sello a este movimiento es la combinación
de unas relaciones armónicas básicas intencionadamente sim-
ples con una conducción de las voces que se emancipa de
aquellas relaciones. La introducción, sobremanera inspirada,
en mi bemol menor, otorga individualidad al tipo mahleriano
de una armonía que se va alejando de la tierra sin hacer uso
de los grados. La energía potencial de esa armonía se actua-
liza en los cantos, de una emoción salvaje, del Pater ecstati­
cus y del Pater projundus. Es una cosa bastante enigmática,
pero el texto mismo aportó a Mahler algo del color que tiene
la gewura de la Cábala.'? El hecho de que constantemente se
ponga sordina a la gigantesca orquesta, reduciéndola al papel
de acompañamiento, favorece que una cierta nitidez aguda y
también unas mezclas solistas produzcan una desintegración
de la sonoridad; la segunda parte de esta obra, tan criticada
por la masa de sus efectivos, es pobre en efectos de masa
acumulados; no se puede decir que haya aquí un aumento
excesivo de los recursos externos. La razón del empleo de ta-
les efectivos es probablemente el deseo de Mahler de instru-

174
mentar a veces con un color homogéneo sonoridades polifóni-
cas, para lograr así efectos monumentales. Todo, tanto la
campante utopía como la recaída en el decorativismo gran-
dioso, está aquí en el filo de la navaja. El peligro de Mahler
es el peligro de quien quiere hacer de salvador.

175
VIII. La larga mirada

Las huellas de los recuerdos de la infancia, cuyo brillo es


tal que parece como si sólo por ellas mereciese la pena vivir,
son el lugar en donde la música mahleriana se aferra a la
utopía. Mas para Mahler no tiene menos autenticidad la cons-
ciencia de que esa felicidad es una felicidad perdida y de que
sólo en cuanto tal se convierte en lo que nunca fue. Las últi-
mas obras hacen justicia a esto mediante un salto brusco. No
se dejan deslumbrar por el poder y la gloria ante los que
claudicó el contexto de inmanencia compositivo de la Octava,
sino que quisieran librarse de lo que de falso hay en tal poder
y tal gloria.
Mahler abandona el abuso afirmativo. Y lo abandona no
sólo por el tono que tienen sus últimas obras, un tono de
despedida y de muerte; tampoco toma ya parte en el juego
el procedimiento musical, testimonio de una consciencia his-
tórica que, sin la menor esperanza, siente una inclinación ha-
cia lo vivo. Las situaciones extremas del alma, que en la fase
tardía de Mahler son expresadas con unos recursos musicales
que para los años posteriores a 1900 resultaban ya un tanto
tradicionales, hacen que tales recursos se distancien entera-
mente de sí mismos: hasta tal punto se satura lo general de
lo particular, que acaba reencontrando en esto una generali-
dad vinculante. Volviendo los ojos hacia atrás, la muchacha
de La canción de la tierra dirige «largas miradas de anhelo»
a aquel a quien ama en secreto. ~sa es también la mirada de
esta obra, una mirada succionante, llena de dudas, vuelta ha-
cia atrás con una ternura abismal: como sólo lo había sido,
en obras anteriores de Mahler, aquel ritardando que aparece
en la Cuarta sinfonía, pero también como la mirada de la Re­
cherche proustiana, surgida hacia la misma época; la unidad
de los años tiende un inestable arco entre dos artistas que
nada supieron el uno del otro y que se habrían entendido
apenas. Las jeunes filles en fleur de Balbec son las doncellas
chinas de Mahler que cortan flores. El final del canto cuarto
de La canción de la tierra, el que habla de la belleza, en con-
creto la entrada de los clarinetes en el posludio,1 un pasaje

177
de esos que le son otorgados a la música sólo cada cien años,
torna a encontrar el tiempo como tiempo irrecuperable. En
los dos, en Mahler y en Proust, la felicidad sin frenos y la
melancolía sin frenos proponen su charada; la esperanza tie-
ne su última morada en la prohibición de trazar imágenes de
la esperanza. Pero en ambos es la esperanza la fuerza de dar
nombre a esos olvidos que en la experiencia yacen ocultos.
Al igual que Proust, de la infancia es también de donde ha
salvado su idea Mahler. Su música aventaja a cualquiera otra
de su época porque aquello que es, en razón de su propia
idiosincrasia, incambiable, inpermutable, se convirtió para
Mahler, sin embargo, en lo universal, en el secreto de todos;
entre los compositores, seguramente sólo Schubert igualó a
Mahler en esto.
El niño que cree estar componiendo música cuando ju·
guetea con las teclas del piano otorga una relevancia infinita
a cualquier acorde, a cualquier disonancia, a cualquier giro
sorprendente. Oye esos sonidos con el frescor de lo que ocu-
rre «por primera vez»: es como si tales sonoridades, que en
la mayoría de los casos son meras fórmulas, nunca antes hu-
bieran existido; como si esas fórmulas estuvieran cargadas
con todo aquello que el niño se representa al oírlas. Es impo-
sible mantener esa creencia, y quien intenta recuperar ese
frescor se convierte en víctima de la ilusión que ya aquel
mismo frescor era.2
Mahler no se dejó disuadir de eso, sin embargo, y por ello
intenta sustraerlo al engaño. Los movimientos de sus sinfo-
nías, tomados en su integridad, quisieran suministrar a su
contenido musical esa cualidad de «Por vez primera», que se
evapora de cada elemento individual. Mahler dedica a lo que
no es arbitrario toda la arbitrariedad propia de la dominación
del material; su música sinfónica adquirió la capacidad de
hacer eso gracias a que fue envejeciendo, a que se fue empa-
pando poco a poco de experiencia, que es el medium de las
obras de arte épico. Algunos pasajes aislados muestran esto
ya tempranamente; resulta imposible dejar de oírlo, tanto
menos cuanto que tales pasajes se destacan por su calidad
específica de todo aquello que los rodea. En el Lied titulado
Liebst du um Schiinheit [Si me amas por mi belleza], que
cierra el ciclo de las denominadas Siete canciones de la últi-
ma época -ciclo que sin duda fue compuesto a la vez que la
Quinta sinfonía­, la parte de canto termina en un la, que es
la sexta de la tónica y que resulta disonante con respecto a

178
la tríada tónica; es como si el sentimiento no encontrase el
camino que lleva hacia fuera y quedara asfixiado por su pro-
pia demasía. Lo expresado prevalece hasta tal punto que con-
vierte en indiferente al fenómeno, al lenguaje mismo de la
música. Ese lenguaje no se dice a sí mismo hasta el final, la
expresión se transforma en sollozo. Eso que aquí le ocurre al
lenguaje en detalles aislados, en las últimas piezas. se apodera
de él en su totalidad.
Muy por encima de su significado funcional, la experiencia
colorea con su tinte todas las palabras y todas las configura-
ciones de la música del Mahler tardío, y lo hace de un modo
que sólo se da, por lo demás, en el estilo tardío de la gran
poesía. La originalidad de La canción de la tierra tiene poco
que ver con el concepto tradicional de originalidad. Los giros
familiares tomados del repertorio del lenguaje musical ad-
quieren fulgor; quien pronuncia algo habitual detrás de lo
cual se encuentra su vida entera dice más de lo que dice y
dice otras cosas que las que dice. La música se convierte en
papel secante, en algo cotidiano que se impregna de lo signi-
ficativo y lo hace aparecer sin someterse a ello. Siempre ha-
bía estado en el sentir de Mahler el propósito de dar a lo
trivial, mediante la experiencia, una función nueva, la de lo
abstracto; en su estilo tardío la experiencia hace que ya ni
siquiera nos venga a la mente la idea de que lo trivial es
trivial.
Fórmulas como las que aparecen en la última pieza de La
canción de la tierra, así las palabras: «0 sieh! wie eine Silber­
barke schwebt der Mond» [Oh, mira cómo se balancea cual
una barca de plata la luna! ],3 o su paralelo: «Du, mein
Freund, mir war in dieser Welt das Glück nicht hold» [Oh
amigo mío, la dicha no me ha sido propicia en este mundo],4
fórmulas que al mismo tiempo son cotidianas y únicas, ante-
riormente las había habido tan sólo en el último Beethoven,
y acaso en el Otelo de Verdi, cuando la esencia extractada de
enteros desarrollos ariosos queda acumulada en un único mo-
tivo: haciéndose pequeño, lo inesencial se vuelve esencial,
como ocurre en el cofrecillo de La nueva Melusina de Goethe.
A lo general de una vida y a la concreción casi material del
instante se los obliga a empatar; a la rota felicidad sensible
se la fuerza a que se convierta en algo suprasensible.
Lo que es casi una nada, en el comienzo mismo de la Na­
vena sinfonía, posee una relevancia semejante. Allí, en un re
mayor no enturbiado por ninguna nota, una parte de acom-

179
pañamiento de los violoncelos y de la trompa introduce, en
la cadencia, un si bemol.5 El polo menor de la vieja polaridad
está representado por una única nota. Come por efecto del
ácido, en ella se ha reconcentrado el sufrlmíento; es como si
éste ya no fuera expresado, sino que se hubiera sedimentado
en el lenguaje mismo. De igual manera, el sufrimiento es para
el hombre maduro el presupuesto inexpreso de todo lo que
dice. La música contrae la comisura de los labios. En sí sola,
aislada, aquella sexta menor sería banal, demasiado inane
para lo que se quiere decir. Pero la densidad de la experíen-
cia cura de su fragilidad a esa sexta menor, como a todos los
convencionalismos que también el Mahler tardío tolera: los
recursos musicales enajenados se entregan sin resistencia a
lo que denotan. Con ello tiende Mahler a lo documental, al
igual que la novela de Proust tiende a la autobiografía; esto
es algo que brota, a la postre, de la voluntad del arte de so-
brepujarse a sí mismo. Lo que es comunicado de modo ína-
parente hace que el contexto de sentido, que se asimila cual-
quier elemento, se junte con la desintegración, con el afloja·
miento del sortilegio estético.
Para «desaparecer ante lo que aparece», como dice Goethe,
y para impregnar simultáneamente a su música del dolo-
roso aroma del recuerdo, el último Mahler tiende hacia el
exotismo propio de su época. China se convierte en principio
de estilización. De los decorativos textos de Hans Bethge uti-
lizados en La canción de la tierra, textos que ciertamente no
estaban predestinados por nacimiento a ser inmortales, ex-
trajo Mahler aquel destello que sin duda le estaba en los vie-
jos originales aguardando. Pero la Novena, de la que no sin
razón se ha dicho que comienza allí donde termina La can·
cián de la tierra, mantiene el mismo escenario. También ella
sigue utilizando la escala de tonos enteros para construir las
melodías y, consecuentemente, para la armonía, sobre todo
en los movimientos segundo y tercero. Mahler trabajó con el
pentatonismo y con una sonoridad procedente del Lejano
Oriente en un momento en que, dentro del movimiento gene-
ral del arte europeo, todo eso estaba ya ligeramente anticua-
do y la escala de tonos enteros se hallaba superada. Sin em-
bargo, Mahler sabe sacarle a esa escala algo de aquella cuali-
dad chocante que ya había perdido tras ser cultivada por
Debussy. Allí donde un acorde de tonos enteros sirve de acom-
pañamiento a las palabras que hablan, en el «Brindis de las

180
miserias de la tierras, de las «podridas fruslerías», la música,
por así decirlo, se reduce a migajas.6
Tales elementos apenas quieren ya que se los goce de ma-
nera impresionista. Por lo demás, también en Debussy y en
el Strauss de Salomé el exotismo iba ligado a la evolución
del material; eso que se traía desde fuera, como algo impor-
tado, a la tonalidad occidental, eso socavaba el predominio
de esa tonalidad y sobre todo el de la cadencia. En el Mahler
tardío ese acento musical tiene como misión ayudar a expre-
sar con giros que eran ya corrientes algo enteramente indivi-
dualizado. La China inauténtica, apenas esbozada con díscre-
ción extrema, desempeña un papel similar al que desempeñó
en el Mahler temprano la canción popular: pseudomorfosis
que no se toma a sí misma a la letra, sino que se hace elo-
cuente gracias a su inautenticidad. Mahler, sin embargo, al
sustituir la canción popular austríaca por algo venido de le.
jos, por un Oriente admitido como recurso estilístico, se des-
poja de la esperanza de encontrar una cobertura colectiva
para lo suyo propio. También en este aspecto son sus obras
tardías romanticismo de la desilusión como no lo había sido
ninguna otra obra desde El viaje de invierno de Schubert. El
exotismo de Mahler fue el preludio de la emigración. Tras
haber dimitido de la dirección de la ópera Imperial de Viena,
Mahler se marchó realmente a Norteamérica; allí sucumbió.
También en los años veinte Berg jugaba con la idea de emí-
grar; y cuando alguien le preguntó cómo pensaba acomodar-
se a la civilización técnica, respondió que, al menos, ésta era
allí, en Norteamérica, consecuente, y funcionaba. El compor-
tamiento de Mahler con respecto a los recursos técnicos era
semejante.
La canción de la tierra está asentada en aquella mancha
blanca del atlas espiritual en donde, bajo un cielo mineral, la
China de porcelana confina con las rocas, de un rojo artificial,
de las Dolomitas. Ese Oriente es pseudomorfosis también
como cobertura del elemento judío de Mahler. Resulta impo-
sible, desde luego, señalar exactamente con el dedo dónde se
encuentra en la música de Mahler ese elemento, como resulta
imposible hacerlo en las obras de arte; ese elemento se sus-
trae a la identificación, y, sin embargo, está, indeleble, en el
conjunto. El intento de negarlo, con el fin de secuestrar a
Mahler para integrarlo en una concepción de la música ale-
mana contaminada de nacionalsocialismo, es tan absurdo
como el secuestrarlo para la lista de los compositores nacío-

181
nales judíos. Sin duda son escasas en la música mahleriana
las melodías procedentes de la música de las sinagogas o de
la música judía profana; lo que más podría apuntar en esa
dirección sería un pasaje del Scherzo de la Cuarta sinfonia.i
Lo que en Mahler es judío no participa directamente de lo
popular, sino que se expresa, a través de todas las mediacio-
nes, como algo espiritual, no sensible, pero que se dejan sentir
en la totalidad. Con ello desaparece desde luego la diferencia
entre el conocimiento de ese aspecto de Mahler y la interpre-
tación filosófica de la música en general. Esta interpretación
se halla remitida a la inmediatez musical y a sus formas téc-
nicas de organización; y la inmediatez está remitida también,
a su vez, al espíritu de la música. No es posible aprehender
ese espíritu de manera abstracta, como con un golpe de vari-
ta mágica, ni aprehenderlo tampoco en los datos sensibles que
no han pasado por la reflexión. Comprender la música no es
sino ejecutar la interacción de ambas cosas: la musicalidad
del sujeto y la filosofía de la música convergen.
Lo que en el estilo tardío de Mahler no viene aportado ya
por la manera compositiva, sino por el material mismo, a sa-
ber, las estridencias, las ocasionales nasalidades, las gesticula-
ciones, la confusión de las voces que hablan, todo eso hace
suya sin atenuación la causa de aquel elemento judío que es-
timula al sadismo. Los efectos de distanciamiento que apare-
cen en La canción de la tierra están tomados con fiel oído de
aquel elemento crispante que la música del Extremo Oriente
ineludiblemente conserva para el oído europeo. La expresión
«muralla china» la encontramos en Karl Kraus y en Kafka. De
éste podría estar tomada la historia del golpe de tam-tam
dado en Norteamérica por un bombero y del que se dice que
produjo en Mahler un choque traumático, y que sin duda re-
torna al final del fragmento llamado «Purgatorio» de la Déci­
ma sinfonia. Bien podría, en Mahler, ser una banda de bom-
beros la que tocase la música para el Juicio Final. La utopía
de Mahler es una utopía desgastada, como el Teatro de la Na-
turaleza de Oklahoma. A los judíos asimilados -lo mismo
que a los sionistas- el suelo se les hunde bajo los pies; me-
diante el eufemismo de lo extraño quisiera el extranjero apla-
car la sombra del horror. Esto, y no solamente la expresión
de la angustia individual de un enfermo ante la muerte, es lo
que otorga a las últimas obras de Mahler su seriedad de do-
cumento.
La imaginería china de La canción de la tierra procede di-

182
rectamente, con nexos motívicos palpables, de la Palestina
bíblica evocada en la música para el Fausto del segundo mo-
vimiento de la Octava; esto ocurre sobre todo en el canto que
más alegre es hacia fuera, el titulado «Sobre la juventud». El
exotismo no se da por satisfecho con el pentatonismo y la es-
cala de tonos enteros, sino que modela en su integridad la
textura; la vieja ausencia del bajo continuo en Mahler encuen-
tra su hogar en tierra extraña. Lo que del remoto sistema
musical es imposible reproducir enteramente, eso se convier-
te en un ingrediente del sentido, como si al sujeto la tierra
de la vida pasada se le hubiese quedado tan lejos como tales
idiomas. En gran medida contribuye a ello el agudo registro
del tenor, a menudo desnaturalizado a la manera china; ese
registro ha dificultado hasta hoy, de un modo casi insupera-
ble, la interpretación de esta obra. Esto, y no el miedo a su
propia obra, fue sin duda lo que movió a Mahler a no ejecu-
tarla.
El unísono impreciso, un unísono en el cual voces que son
idénticas entre sí divergen un poco en el ritmo y que desde
las Canciones de los niños muertos representa un correctivo
impuesto por la improvisación a los Lieder artísticos dema-
siado pulidos, ese procedimiento está utilizado de un modo
enteramente consecuente en La canción de la tierra. Por lo
demás, también aparece en la Octava; en ésta brota sin duda
del sentimiento de la divergencia, asentada en el material
mismo, entre la invención vocal y la instrumental. Pero lo
que el exotismo aporta en La canción de la tierra es, sobre
todo, el principio temático de la construcción. De la escala
pentatónica elige Mahler el grupo de las notas críticas, la su-
cesión melódica de la segunda y la tercera, es decir, la desvia-
ción de la escala diatónica, que procede por segundas. Esa
sucesión forma un motivo primordial [Urmotiv] latente. De
modo análogo había procedido Wagner en el Tristán, incita-
do a ello por la penuria del pancromatismo. Aquel motivo,
formado por las notas la­sol­si, con sus innúmeras modifica-
ciones y trasposiciones, entre las que están también la inver-
sión, el movimiento retrógrado y la rotación en torno al pro-
pio eje, es algo que se halla a medio camino entre un compo-
nente temático y un vocablo del lenguaje musical y represen-
ta con ello, sin duda, el más tardío y el más incisivo modelo
de las «figuras básicas» de la técnica dodecafónica de Schén-
berg. Al igual que en ésta, también en La canción de la tierra

183
el motivo está plegado en la simultaneidad; por ejemplo, en el
acorde no resuelto con que la obra concluye.
La canción de la tierra es una sucesión de seis cantos con
orquesta, el último de ellos de unas dimensiones notables. En
todas estas piezas, sobre todo en la primera, la presentación
sinfónica hace saltar las fronteras del Lied. Sin embargo, los
más de esos cantos están claramente concebidos de manera
estrófica, al igual que los Lieder mahlerianos anteriores. Sin
embargo, las variantes llegan extraordinariamente lejos. Se
extienden también al plan de las tonalidades. A menudo las
repeticiones estróficas acontecen en un plano tonal nuevo y
sólo al final vuelven a alcanzar el plano original; la estratifi-
cación perspectivista de superficies armónicas, derivada de las
sinfonías, va unida con lo estrófico. Sólo ocasionalmente, así
en «Sobre la juventud» y en «El borracho en primavera», re-
sultan evidentes como tales de modo inmediato los finales y
los comienzos de las estrofas; a Mahler le gusta ocultarlos, y
el recurso que emplea para lograrlo consiste en modificar el
montaje del material motívico. En el movimiento primero y
en el último los tipos del desarrollo y del campo de suspen-
sión quedan fusionados en interludios orquestales previos a
las estrofas conclusivas, que hacen, por así decirlo, las veces
de la reexposición; la forma de La canción de la tierra conoce
también, sin embargo, el instante de la autorreflexión, como
ocurre en «El borracho en primavera».8
El primer movimiento es un Bar; sólo hacia el final,9 poco
antes del estribillo, retorna el Abgesang al Stollen. El último
movimiento, la larga parte conclusiva, oscura combinación de
dos poemas, interpreta la forma estrófica como alternancia
de campos ampliamente proyectados que se corresponden en-
tre sí. Como si la correlación de estos campos no bastara por
sí sola para organizar musicalmente obras en prosa, se enfren-
tan entre sí partes recitativas, «Carentes·de expresión», y par-
tes de mayor firmeza melódica, sumamente expresivas. Lo que
Wagner había puesto fuera de circulación en la ópera, eso, re-
descubierto, modela aquí la prosa musical. Schonberg aplicó
igual procedimiento, más o menos por la misma época, en el
último movimiento de su Cuarteto de cuerda n» 2, y a partir
de entonces escribió una y otra vez recitativos; en las obras
escénicas extensas de la nueva música, en De hoy para maña­
na, en Moisés y Aarón, en Wozzeck y en Lulú los recitativos
se han impuesto. Sin duda su resurrección en el Mahler tar-
dío se debe a la condición hablante de su música, que en oca-

184
sienes se siente harta de la mediación de la música absoluta;
es decir, se debe a su tendencia a lo documental. La canción
de la tierra se rebela contra las formas puras. Es un tipo hí-
brido. A ese tipo le dio Alexander Zemlinsky más tarde, en
una obra suya, el nombre de «Sinfonía lírica»; y su influjo se
prolongó hasta la Suite lírica de Berg, que consta asimismo
de seis movimientos.
Ya las Canciones de los niños muertos tienen una disposi-
ción arquitectónica; la última es un Finale rudimentario. La
concepción de la sinfonía de Lieder es enormemente adecua-
da a la idea mahleriana: un todo que, sin respetar esquemas
impuestos a priori, va brotando de acontecimientos individua-
les que se siguen unos a otros con sentido. A partir de la
Cuarta sinfonía las Canciones de los niños muertos expanden
sus rayos sobre la entera obra de Mahler, cual si fueran un
centro latente de fuerzas. Una cita de esas Canciones está es-
condida 10 incluso en la Octava sinfonía, de cuyo paisaje es del
que más alejadas se encuentran, a pesar de las voces de los
niños prematuramente muertos. La relación específica de las
Canciones de los niños muertos con La canción de la tierra
hay que buscarla, sin duda, en la experiencia de que en la ju-
ventud son percibidas como promesa de la vida, como felici-
dad anticipada, infinitas cosas de las que, luego, el hombre
que va envejeciendo se da cuenta, a través del recuerdo, que
en verdad los instantes de tal promesa fueron la vida misma.
El último Mahler salva la posibilidad desatendida y perdida
contemplando, como con unos gemelos de teatro invertidos,
la niñez en la que eso aún habría sido posible. :e.sos son los
instantes a que se refieren los poemas elegidos para los can-
tos tercero, cuarto y quinto. /
El color de «El solitario en otoño», apoteosis de la orques-
ta de las Canciones de los niños muertos, es el mismo color
de la expresión «oro viejo». Lo orgánico que se va pudriendo
brilla con un color metálico, como en los poemas sobre el
otoño de El año del alma de George.
El canto que habla del pabellón, y que acaba como un es-
pejismo transparente, trae a la mente el relato chino de aquel
pintor que desaparece en su cuadro, garantía insignificante e
indeleble," El empequeñecerse, el desaparecer, es la manifes-
tación de la muerte, manifestación en la cual la música con-
serva asimismo lo que desaparece. «Unos amigos, vestidos con
hermosos ropajes, beben, charlan»: en la realidad jamás han
sido tal como son en la miniatura del recuerdo, que pro-

185
mete eso a los aún no nacidos. En semejante rejuvenecimien-
to los muertos son nuestros hijos. En la época en que se
compuso La canción de la tierra no era posible solucionar mu-
sicalmente la pointe literaria del poema que habla del pabe-
llón, a saber, el reflejo que aparece en el agua. Mahler reac-
ciona a esto con su recurso nativo, el menor, un episodio me-
lancólico.
La insólita pieza de «El borracho en primavera» pone de
manifiesto, sin embargo, hasta qué punto aquella pointe era
la pointe propia de la concepción mahleriana. Tras la másca-
ra de un tono objetivo de balada, la situación de esta pieza es
ya la situación expresionista. El espacio interior está aislado,
carece de puentes que lleven a la vida, de la cual pende, sin
embargo, con cada una de sus fibras la música de Mahler.
Con un realismo paradójico la obra piensa la situación hasta
el final, y lo hace con una franqueza total: la afinidad de Mah-
ler con Proust es la afinidad del monologue intérieur. La aflic-
ción del estanque que actúa de espejo se debe a que al dolor
del siglo -que es el que a la postre corta los hilos- la atracti-
va vida real se le aparece como el sueño invocado en la prime-
ra línea del poema, mientras que la interioridad desprovista
de objetos se transmuta en realidad. Cuando, en un pasaje ine-
fablemente conmovedor, el borracho oye la voz del pájaro
-la naturaleza como confortamiento de la tierra-, le parece
«como si estuviera soñando». En vano querría el borracho
volver atrás. Su soledad se exacerba en la embriaguez, mezcla
de desesperación y del placer de la libertad absoluta, en una
zona que es ya la de la muerte. El espíritu de esta música
converge con Nietzsche, al que Mahler fue adicto en su ju-
ventud.P Pero allí donde el Dioniso del interior desprovisto
de objetos enarbola, despótico e impotente, sus tablas, la mú-
sica de Mahler escapa a la hybris reflexionando sobre su pro-
pio grito, riéndose de su propia falsedad e introduciendo esa
risa en la composición. La embriaguez de la autodestrucción,
el corazón incapaz de contenerse se dona a aquello de que
está apartado. Su propio hundimiento quiere la reconcilia-
ción. El último movimiento, adagio, de la Novena sinfonía,
por ejemplo el último período de la primera estrofa en re
bemol mayor, tiene el mismo tono exuberante propio del auto-
sacrlfícío.P Pero el tambaleo del borracho, imitado por la mú-
sica, deja entrar a la muerte por los espacios vacíos que hay
entre las notas y los acordes. En Mahler la música recupera
el escalofrío de terror que hay en Poe y en Baudelaire, el

186
gout du néant, como si ese escalofrío se hubiera trocado en
un distanciamiento del propio cuerpo: La canción de la tierra
está traída de la región de aquella locura que hace temblar a
las interjecciones que aparecen en el autógrafo de la Décima
sinfonía.
En «El adiós», en fin, la apariencia de la felicidad, que ha-
bía sido hasta ese momento el elemento vital de toda música,
se volatiliza. Puesto que la felicidad es sagrada, la música deja
de fingir que la felicidad existe ya. Lo único que de ella queda
es el delicioso adormecerse de quien ya nada tiene que per-
der; los afirmativos llaman a esto carencia de ethos. Tampoco
el tono de este movimiento es el de la desesperación. Prosa
sacudida por sollozos en medio de la tonalidad, este movi-
miento llora sin razón, como alguien embargado por el re-
cuerdo; ningún llanto tendría más razones. Los campos com-
positivos que aquí aparecen son hojas de un diario; cada cam-
po tiene su tensión propia, algunos una tensión extrema, pero
ninguno está arriostrado con el otro; son como páginas que
se van pasando en el mero tiempo, cuya aflicción es imitada
por la música.
Es difícil que en ningún otro lugar alcance la música de
Mahler una disociación tan sin reparos; los sonidos naturales
se entremezclan en grupos anárquicos, potenciando la vieja
indicación mahleriana: «sin prestar atención al tempo».14 Con
frecuencia la música se cansa de sí misma y se descoyunta: 15
en esos momentos el flujo interior se impone al agotamiento
del flujo exterior y el vacío mismo se convierte en música.
Sólo mucho más tarde la nueva música volvió a componer así
el silencio. También en la dimensión vertical hay disociación:
los acordes se dispersan en voces aisladas. El recurso contras-
tante del recitativo contagia al todo, cuyo tejido es muy te-
nue; los instrumentos marchan cada uno por su lado, como
si quisieran musitar sus palabras para sí solos, sin ser oídos.
El balbuciente Ewig [eternamente] del final, repetido como
si la composición hubiera resignado el bastón de mando, no
es, sin embargo, un panteísmo que alce la mirada hacia bien-
aventuradas lontananzas. No se finge, como consuelo, ningún
«Uno y Todo».
El título «La canción de la tierra» podría resultar sospe-
choso de complicidad con títulos, procedentes de la esfera
neoalemana, como «Sinfonía de la Naturaleza» o «El cantar
de los cantares del vivir y del morir»; pero eso no ocurre.
Y no ocurre porque el contenido de la obra, al igual que jus-

187
tifica las extraordinarias pretensiones contenidas en el título,
borra asimismo, por su verdad llena de aflicción, toda pompo-
sidad. También la atmósfera que la música otorga a la palabra
«tierra» capacita al contenido para lograr eso. De la tierra se
dice, en el primer canto, que perdurará largamente -no eter-
namente-; y, en el último, el hombre que se despide la llama
«querida tierra», como si la abrazase mientras va desapare-
ciendo. Para esta obra la tierra no es el Universo, sino aquello
que, cincuenta años más tarde, le fue dado recuperar a la ex-
periencia de quien vuela hasta grandes alturas: una estrella.
Para la mirada de la música, para esa mirada que abandona
la tierra, ésta se convierte en una esfera abarcable con la mi-
rada, tal como entretanto se la ha conseguido fotografiar des-
de el espacio cósmico; no es el centro de la creación, sino
algo diminuto y efímero. A tal experiencia se agrega la melan-
cólica esperanza puesta en otros astros que estarían habita-
dos por seres más felices que los humanos. Pero la tierra ale-
jada de sí misma carece de la esperanza prometida en otro
tiempo por las estrellas. La tierra se sumerge en galaxias va-
cías. En ella hay belleza como reflejo de una esperanza pre-
térita que llena el ojo moribundo, hasta que éste se hiela bajo
los copos del espacio desprovisto de límites. El instante del
arrobo ante semejante belleza tiene la osadía de plantar cara
al sometimiento a la naturaleza desencantada. Ninguna meta-
física es posible, y esa imposibilidad se convierte en la última
metafísica.

En el primer movimiento de la Novena sinfonía, que es


una pieza puramente instrumental, el reflejo de la vida inme-
diata en el médium del recuerdo es tan palpable como en La
canción de la tierra, que todavía comenta el recuerdo con tex-
tos. Pero la música absoluta, que va sonando de presente en
presente, es siempre incapaz de ser puro recuerdo. El primer
movimiento de la Novena, que es la obra maestra de Mahler,
se deja inspirar por esa imposibilidad.
Winfried Zillig ha llamado la atención sobre la circuns-
tancia de que los cuatrocientos cincuenta compases de ese
primer movimiento constan, desde el principio hasta el final,
de una única melodía. La totalidad del movimiento está me-
lodizada en su integridad. Todas las fronteras separadoras de
los períodos están difuminadas: el lenguaje musical pasa a
ser enteramente un lenguaje que habla. Pero allí donde se su-
perponen y entrecruzan, las voces melodizantes susurran

188
como en sueños. La colectividad anhela así ingresar en la sin-
fonía del que ha dicho adiós; la colectividad sirve de trasfon-
do a la voz que narra.
Este primer movimiento de la Novena sinfonía, que es en-
teramente épico, comienza contando cosas del pasado; co-
mienza desde muy lejos, como si ahora se fuera a narrar algo
y, sin embargo, se hubiera de mantener oculto lo narrado, de
igual manera que también al inicio del último movimiento de
la Sexta sinfonía se levanta el telón sobre algo que es inefa-
ble e invisible. Todo este movimiento siente inclinación por
comienzos de frase constituidos por un solo compás; en ellos
se atasca un poco el discurso, que va acompañado por la pe-
sada respiración del narrador. Los pasos casi fatigosos de la
narración, que constan de un solo compás, llevan el gravoso
peso de la andadura sinfónica, al inicio de la marcha fúne-
bre," como si llevasen un ataúd en un pesado cortejo fúnebre.
Las campanas de acompañamiento no son las campanas cris-
tianas; a un mandarín es a quien se lleva a la tumba con una
pompa tan pérfida. El hecho, sin embargo, de que este mo-
vimiento haya trabado antes relaciones con el tiempo hace
que quede enredado en los lazos de la inmediatez, en los
lazos de una segunda vida que es tan florida como la pri-
mera: «A menudo soy apenas consciente de que la alegría
salvaje se estremece.» La música se va desplegando en la me-
dida en que va perdiendo la distancia con que comienza. Re-
torna al mundo y, con el tercer tema de la exposición, pasa
manifiestamente a la pasión. El recuerdo se olvida de refle-
xionar sobre sí mismo, hasta que la engañosa inmediatez re-
cibe en su punto culminante un golpe horrendo, el memento
de la caducidad. Sólo escombros le quedan en las manos, y
una dudosa confortación lisonjera: la música se repliega de
forma mortal sobre sí misma. De aquí que aparezca la reex-
posición en este movimiento cuya relación con la sonata es,
por lo demás, una relación torcida, como ha demostrado Er-
win Ratz. El consuelo sensible del último Mahler es un con-
suelo ambiguo porque ese consuelo no se da al presente, sino
únicamente a aquellos instantes en que la mirada se vuelve
hacia atrás: sólo en cuanto recuerdo es dulce la vida, y justo
eso es el dolor. El ritmo de la catástrofe es, sin embargo, el
mismo que el leve, casi inaudible, de las primeras notas, cual
si ese ritmo se limitase a reejecutar algo que era ya, de ma-
nera oculta, previo al todo, a saber: la sentencia dictada sobre
la vida inmediata. Allí donde ésta se halla enteramente pre-

189
sente, allí donde es algo para sí, se revela destinada a la
muerte.
Los procedimientos técnicos le sientan como de molde al
contenido. El conflicto con los esquemas queda decidido en
contra de éstos. A esta pieza no le resultan adecuadas ni la
idea de la sonata ni tampoco la idea de las varíacíones," Sin
embargo, el tema alternante en menor, cuyo contraste con la
región del mayor no se abandona a lo largo de todo el movi-
miento, produce la impresión de ser una variación del tema
principal; esto se debe a la similitud métrica de sus cortas
frases con las cortas frases de éste, pese a que el contenido
de los intervalos sea distinto. También esto es algo que va
contra los esquemas; en lugar de hacer que el tema contras-
tante se destaque estructuralmente del tema precedente, Mah-
ler confiere una mutua similitud a las estructuras y desplaza
el contraste al modo únicamente. De acuerdo con el principio
radicalizado de la variante, en ninguno de los dos temas están
fijados los intervalos como tales; lo único que está fijado es
su andadura general y ciertas notas del principio y del final.
La similitud y el contraste son sustraídos a las pequeñas cé-
lulas y cedidos a la totalidad temática.
Tal vez sea el concepto de «diálogo sinfónico» el que me-
jor acierte a expresar la forma de. este primer movimiento de
la Novena. :esa era la expresión que empleaba Wagner al re-
ferirse a las obras orquestales, que eran las únicas que se pro-
ponía todavía escribir tras terminar el Parsifal. Y no es inve-
rosímil que el muy leído Mahler supiese esto y reconociese en
el proyecto wagneriano algo afín a su propia música, tras ha-
berse emancipado ésta del canon formal: Alfredo Casella te-
nía razón contra Guido Adler cuando afirmaba que con La
canción de la tierra comenzó una nueva fase de Mahler. úni-
camente de manera forzada, por analogía con el drama, se le
podía atribuir al sinfonismo premahleriano el tan invocado
dualismo de los temas; en cambio, el compositor épico es el
primero en hacer realidad ese dualismo; el gran andante de
la Novena sinfonía está construido según la proporción de lo
primero y lo segundo. Las frases breves mismas son ya po-
tencialmente dialógicas. Dan respuestas y, para completarse,
necesitan respuestas. La tendencia al diálogo se transmite al
conjunto, tanto en la escritura basada en el entrecruzamiento
permanente de las voces como en la antítesis entre el mayor
y el menor: por doquier hay intercambios entre una y dos vo-
ces principales. La omnipresente antítesis vuelve superfluo un

190
desarrollo concebido como esfera reservada para que los con-
trastes choquen entre sí: la liquidación de la sonata, llevada
a cabo por la nueva música, se inicia así en la Novena de Mah-
ler. Después de la Octava no volvió éste a escribir verdaderos
movimientos de sonata, de igual manera que tampoco los vol-
vió a escribir el Alban Berg maduro.
El segundo tema produce el efecto de ser el primero en
menor, y apenas el de ser un tema secundario, mientras que
el tercero densifica sin lugar a dudas el carácter del grupo
conclusivo. La repetición de la exposición está tan elaborada
en variantes continuas que espontáneamente se la percibe
corno si fuera un primer desarrollo; sólo a la retroaudición
se le esclarece qué es lo que a lo sumo cabría calificar de des-
arrollo. La coherencia del sentido mahleriano de la forma en
esta nueva fase queda demostrado por detalles como el si-
guiente: en la desintegrada reexposición de este primer movi-
miento de la Novena, después de la catástrofe, se forma un
dueto solfstico bastante largo, parecido a una cadencia, entre
la flauta y la trompa, tratada aquí con una audacia sin prece-
dentes, un dueto cuyo acompañamiento lo constituyen las
cuerdas en el registro grave. El dualismo que originariamen-
te se extraía del contraste entre el mayor y el menor es lleva-
do por fin a su tipo ideal: la indisimulada escritura a dos
partes. En aquellos compases Mahler reduce los campos de
resolución a la cadencia modelada con todo detalle; de este
modo se vuelven elocuentes aquéllos y acaban regresando a
su origen histórico. Al actuar así Mahler desprecia magistral-
mente la regla de escritura según la cual es preciso conceder
constantes silencios a la trompa, para que quien la toca pue-
da recobrar el aliento. Mahler desarrolla sin interrupción la
melodía de la trompa. Esa melodía se mantiene fluctuante a
medio camino entre el recitativo y el tema, lo mismo que la
primera pieza de La canción de la tierra. El melodizar acaba
convirtiéndose en una categoría formal sui generis, en una
síntesis de trabajo temático y elocuencia. La riqueza de con-
tenido de este movimiento se pone de manifiesto en su dispo-
sición dialógica. Las voces se quitan la palabra unas a otras,
como si quisieran mutuamente taparse y sobrepujarse: de
ahí brota la expresión insaciable de esta pieza y su semejanza
con el lenguaje hablado; ella es la sinfonía-novela absoluta.
Los temas, ni están implantados de modo activo, incisivo, ni
tampoco son una ocurrencia pasiva, sino que surgen a borbo-

191
tones, como si sólo mientras hablara recibiera la música el
impulso para seguir haciéndolo.
Los ritmos temáticos, que son los que establecen la uni-
dad, se convirtieron en el modelo de los ritmos que aparecen
en el Wozzeck de Berg y en su Concierto de cámara y, final-
mente, en el modelo de la monorrítmica de Lulú: la inserción
serial del ritmo en la construcción tiene su origen en este mo-
vimiento. También la estructura del tema principal se halla
en el tiempo gramatical del futurum exactum. Partiendo de
unos inicios irrelevantes, recitativos, sin carácter, se conduce
a ese tema hasta un poderoso punto culminante; es un tema
que lo es como resultado de sí mismo y que sólo en la retro-
audición resulta evidente del todo. Tal es también la disposi-
ción utilizada por Schñnberg en el primer movimiento de su
Concierto para violin, y tales innovaciones del lenguaje formal
se muestran hoy más relevantes que el repertorio acumulado
del material sonoro.
Es cierto que los grupos temáticos están compuestos como
antítesis netas, pero son afines entre sí por su contenido mo-
tívico, lo cual representa una transgresión genial de las re-
glas: uno de los ritmos principales 18 aparece tanto en los
sectores en mayor como en los sectores en menor, y en con-
junto ambos producen el efecto de ser variantes de un pen-
samiento fundamental silenciado; esto se debe también a la
articulación que les es común y que consiste en breves co-
mienzos de frases. Los perfiles están bien marcados y a la vez
hay ligaduras entre ellos, como si el prosista musical abrigase
la sospecha de que la univocidad de los campos musicales
-univocidad que él, sin embargo, necesita-, encerrara una
arbitrariedad.
Este movimiento opera constantemente con compases de
los denominados «excesivos», que se mueven en el vacío no
sólo en los preludios, sino también en los posludios; tales
compases reblandecen el todo, sin llegar a actuar como tran-
sícíones.v En los complejos principales que van alternando se
hallan insertos componentes motívicos que más tarde se inde-
pendizan. El pensamiento secundario de los víoloncelos.v que
en un primer momento es una variante de un miembro par-
cial del tema principal, sirve luego, muy modificado, como
una especie de puente entre los campos.21
Independiente de toda localización fija en el esquema, un
motivo que resulta muy fácil de retener en la memoria tanto
por su cromatismo como por la alternancia de tresillos y un

192
ritmo punteado, consigue hacerse ubicuo. Ese motivo, cuya
invención procede del espíritu propio de los metales, recorre
luego la orquesta entera. El hecho de que, pese a su incisíví-
dad, en ningún lugar esté formulado de una manera fija, de-
finitiva, es algo que se halla en correspondencia con su carác-
ter errante. Ese motivo no es colocado sencillamente, como
tal, en el primer plano, sino que comienza siendo el miembro
conclusivo de un contrapunto que durante cuatro compases
hacen las trompas al tema en menor, antes de irrumpir en la
trompeta y preparar aquel punto culminante fortissimo del
tema príncipal.P
La entera exposición concluye con un tema de máxima in-
tensidad. Su sentido formal es aproximadamente el de un gru-
po conclusívo.s Aunque también ese tema está derivado del
ritmo,24 produce el mismo efecto que produce el nuevo perso-
naje novelesco que aparece en el segundo movimiento de la
Quinta: es la figura crítica del movimiento. Lleva un acom-
pañamiento casi siempre suntuoso y provoca la catástrofe
como negación de sí mismo, por así decirlo. La primera vez
no logra quebrantar la fuerza del movimiento; 25 esa fuerza
vuelve luego a encabritarse «apasionadamente». El acorde re­
fa­la­do sostenido, que es realmente la base del complejo en
menor, se convirtió en la sonoridad directriz de la primera
pieza orquestal del op. 16 de Schñnberg, las Cinco piezas para
orquesta. La segunda vez el ritmo principal, encomendado a
los metales en registro grave, y con acompañamiento del bom-
bo y del tam-tam," irrumpe definitivo, con mayor reciedum-
bre que lo hizo en la Sexta el martillo. Ya la armonía, alzada
sobre el mi bemol grave, que precede a la primera cumbre
del menor, penetra 27 con violencia en el cuerpo musical, lo
perfora desde demasiado cerca, por así decirlo. Del brillo ce-
gador del tema del grupo conclusivo brota al final del movi-
miento, una vez apaciguado, el iridiscente consuelo. A alguien
de quien se sabe que va necesariamente a morir se le asegu-
ra, como si fuera un niño, que todo irá bien.
Todo este movimiento es el desarrollo épico de la frase de
La canción de la tierra que dice: «La dicha no me ha sido
propicia en este mundo», que suena levemente dos compases
antes de la primera entrada del menor. También el campo
que sigue inmediatamente a la exposición, y que se inicia con
el ritmo de la catástrofe encomendado a las trompas." se
halla anticipado en pensamiento en La canción de la tierra, en
los atomizados pasajes de «El adiós»; manchas de colores

193
yuxtapuestos con la espátula, superposiciones de piano y for-
tissimo intensifican esa parte hasta un extremo amenazador,
sin la pesadez del tutti orquestal.29 A ese campo desgarrado
le sigue una fausse reprise; ésta va transcurriendo hasta el
final mientras utiliza el pensamiento secundario, y sólo en la
entrada «Mit Wut» [con rabia] 30 libera un desarrollo, hasta
llegar a la primera catástrote. Tras ésta se repite el menor
en una variante en si bemol menor,31 que hacia su final se ase-
meja a un desarrollo; sigue luego un desmaterializado campo
resolutivo, y después, una vez más en la tonalidad principal,
una reexposición que en la última sección del desarrollo se
intensifica hasta la catástrofe. El episodio de la marcha fúne-
bre conduce a la reexposición definitiva, que se aparta mucho
de la forma original.
Las fórmulas del estilo tardío de Mahler son válidas, no
en cuanto fórmulas heredadas, que lo son, pese a todo, sino
porque quien las mete en danza es la voluntad compositiva.
Quien hace posible esto es la instrumentación, la cual es aho-
ra, en su totalidad, medio de presentación de la música. El
ritmo punteado del comienzo lo tocan suavemente los violon-
celos. A éstos les da respuesta, sincopado, el mismo la en el
registro grave de la trompa; además del ritmo, lo único que
cambia es el timbre: es una rudimentaria melodía de timbres.
En el tercer compás el arpa agrega, en movimiento retrógra-
do, el motivo primordial de La canción de la tierra; el forte
del arpa, sobre el trasfondo de un piano poco claro, no es en-
teramente real. La dinámica es divergente y, sin embargo, li-
gada; tiene una resonancia vacía, cuyo espacio ha de produ-
cirlo la interpretación.
Mientras el diseño rítmico de los violoncelos y de la cuar-
ta trompa continúa, una trompa tapada -una vez más, por
tanto, con. un timbre diferente y a la vez similar- entona en
el cuarto compás un nuevo ritmo, el cual se deriva del ritmo
sincopado; el motivo que llena ese ritmo es aquel motivo
esencial común a los dos grupos temáticos principales que
vendrán luego. En el compás quinto se agrega, también aquí
desligada, una figura en sextillos de las violas, cuya función
es evidentemente la de acompañamiento; esa figura dura has-
ta que se llega al segundo grupo temático principal. Tras la
primera entrada de esa figura la segunda trompa, ahora des-
tapada, hace una variación de la conclusión de su motivo esen-
cial.32 Luego pasa a un segundo plano, en el acompañamiento
duetista; la entrada misma del tema principal, en los segun-

194
dos violines, está vinculada con el motivo esencial por un mo-
vimiento contrario. Todos los instrumentos tienen miedo al
paralelismo, prescrito por las reglas, con los demás. De ma-
nera paradójica, esta introducción extrae su rotunda unidad
de la coherente diversidad en todas las direcciones. En Mah-
ler la antítesis de desintegración e integración implica a la
vez la identidad de ambas: los elementos centrífugos de la
música, que ninguna abrazadera es ya capaz de domeñar, se
asemejan y se articulan para formar una segunda totalidad.
Lo que de desintegrado hay en la introducción sigue ope-
rando en el comienzo del tema principal, comienzo situado
sobre la tónica y en un claro re mayor. Mientras el tema pa-
rece consoladoramente próximo, cual si la música hubiera
pisado suelo patrio, el trasfondo sonoro continúa siendo som-
brío; eso se consigue mediante recursos instrumentales tan
sencillísimos como el siguiente: los pizzicati de acompaña·
miento están reservados únicamente a los contrabajos, que
tocan en registro grave, y los pizzicati de los violoncelos no
consiguen darles luminosidad. Este primer movimiento no
vuelve a desembarazarse de ese aspecto angustiante y amena-
zador; es como un sueño kafkiano, atormentado y, sin embar-
go, harto real; la catástrofe confirma ese tono, como si ya
desde siempre se hubiera sabido esto en secreto y no se aguar-
dase otra cosa.
La tendencia a la desintegración sigue produciendo el co-
lor instrumental básico de todo el movimiento, que es, por así
decirlo, un estrangulado forte con sordina: al quedar hecha
trizas la música, también la sonoridad corre la misma suerte.
Su paradigma es el crepitante acorde de re menor, al comíen-
zo del tema en menor, acorde que tocan los metales en regis-
tro grave, los fagotes, el contrafagot y los tímbales.P Infieles
a ese color son únicamente los pasajes que se prodigan lan-
zándose hacia la catástrofe. Hacia el final del movimiento,
aproximadamente desde el pasaje solista posterior a la última
insinuación del tema en menor+ el color reejecuta el sentido
formal de lo que ha sucedido: como si hubiera ya finalizado,
el movimiento pierde todo volumen, la música se mantiene
cual un cuerpo astral, y al final, como dice la indicación mis·
ma de Mahler, está «flotante».
Por doquier es perceptible que el avance del movimiento
se realiza en respiraciones discontinuas; esto ocurre incluso
allí donde las líneas melódicas han tenido un desarrollo pro-
longado. De modo similar, también en el primer movimiento

195
de la Sexta sinfonia se siente de continuo el ritmo de marcha,
aunque durante complejos enteros no suena; es como si el
compositor se hubiera apartado periódicamente de su propia
pieza. Justo por ello es preciso evitar, en el modo de presen-
tar este primer movimiento de la Novena, el peligro de una
lentitud pesada, y eso se ha de conseguir mediante una cons-
tante predisposición a marcar las anacrusas en lugar de los
tiempos fuertes del compás; así lo sugieren, al comienzo del
desarrollo, los propios signos dinámicos de Mahler, tan pron-
to como los intervalos de segunda del motivo principal llegan
a los trombones."
El segundo movimiento de la Novena, igual que los de la
Quinta y la Séptima, es un Scherzo que hace las veces de
desarrollo; consta de tres grupos principales, entre los que
también el tempo introduce esta vez una neta diferenciación.
Esos tres grupos principales son un Liindler en do mayor; un
vals, mucho más rápido, en mi mayor; 36 y un tema de Liindler
en fa mayor. Este último tema es casi superaustríaco y pare-
ce estar proyectado a cámara lenta," Los componentes motí-
vicos de esos grupos son luego incansablemente combinados.
Sin embargo, el espíritu de este Scherzo carece de precedente
incluso en Mahler. El grupo principal del Landler es, sin duda,
el primer caso ejemplar de montaje musical; anticipa a Stra-
vinsky tanto por los temas, que son como citas, cuanto por la
descomposición de los temas y su torcida reunificación. El
tono de ese montaje no es, sin embargo, un tono de parodia,
sino que es, antes bien, una vez más, el tono de una danza
macabra, un tono que ya se había dejado oír, más tranquilo,
en la Cuarta. Los escombros de los temas se congregan para
llevar una supervivencia mutilada; comienzan a pulular. Hay
una lejana semejanza con el Scherzo del op. 135 de Beethoven.
A esto se agrega, en las rápidas partes de vals, la expresión
desesperada de aquella humillación que se le hizo al trío de
la Séptima. La negatividad implacable y bien audible de este
movimiento hace que se adelante milagrosamente a su época,
a pesar de los tradicionales tipos de baile. Igual que Karl
Kraus, también este movimiento establece diferenciaciones
incluso dentro del infierno. Sólo el grupo principal es un colla­
ge compuesto con fórmulas deformadas: ese grupo pone des-
nudo en la picota lo que la cosificación ha endurecido. La
intención compositiva penetra en el grupo valsístico. '.este
transcurre de modo mucho más directo, tiene menos fisuras
en los motivos; pero inspira miedo, sin embargo, tanto por

196
su frenética sobrecarga de energía armónica -que es la mis-
ma que la de «El borracho en primavera»- como por sus
hirsutos vulgarismos." Finalmente, el tercer tema es un con-
trapunto de algunos componentes del primero. El Scherzo
mantiene el dinamismo que le es propio, pero no se complace
en el mero montaje de elementos endurecidos y carentes de
sentido, de elementos desprovistos de movilidad, sino que
también a ellos los hace ir fluyendo en el tiempo sinfónico, y
de este modo los vuelve a hacer, pese a todo, conmensurables
al sujeto. El Stravinsky surrealista reprimió el estremecimien-
to de horror que hay en esa concepción de la música: el es-
panto de aquello que ha perdido el tiempo, igual que Peter
Schlemihl perdió su sombra, resulta legible tan sólo en el
tiempo sinfónico.
A la Burlesca-Rondó, cuyo nombre anuncia que quiere reír-
se del curso del mundo, se le quitan las ganas de reír. Esa
Burlesca-Rondó es la única pieza virtuosista de Mahler; lo es
para la orquesta, y lo es también, y no menos, en el aspecto
compositivo; incluso en las partes propiamente fugadas está
exenta de cualquier reminiscencia de lo bien logrado. En con-
traste con las partes fugadas del último movimiento de la
Quinta y del primero de la Octava, aquí esas partes no llaman
la atención, sino que quedan refinadamente ocultas por el
principio rector de la doble fuga: se limitan a dar mayor den-
sidad a este movimiento, que ya está de por sí harto integra-
do. Es claro que, tras el Himno de la Octava, a Mahler se le
habían vuelto repulsivas las pretensiones de solemnidad de la
manera fugada palpable. El contrapuntista maduro tropieza
con el hecho de que ya no resulta posible escribir fugas. Este
movimiento, que a pesar de su longitud pasa por delante de
nosotros a toda velocidad, no nos presenta el curso del mundo
como algo doloroso y ajeno al yo, sino como si el curso del
mundo hubiera sido atraído al interior del sujeto, como si
éste hubiera sucumbido a él, y por ello el curso del mundo
le importase tan poco como le importa al borracho la pri-
mavera. Bajo la mirada de un yo musical que se imagina ser
mejor que los demás, éstos han dejado de ajetrearse. A quien
está enredado en los lazos del curso del mundo el yo no le
garantiza ya la posibilidad de mantenerse fuera: el curso del
mundo le devasta su propio corazón. Sólo a la música le está
concedido mezclar en un mismo torbellino la vida terrena y
la forzosidad de morir. Allí donde la notación, aun guardando
de manera estricta y real el tempo, pasa del alla breve al com-

197
pás de dos por cuatro, uno de los motivos principales del ron-
dó se revela, quitándose la máscara, como tema independien-
te.39 Este tema se bambolea con el ritmo de la «chanson de la
mujer» de La viuda alegre, chanson que en aquella época
croaba desde los embudos de latón de los gramófonos. Así es
como se comporta también Proust en aquellas fotografías que
nos lo muestran cual un bonvivant cubierto con un chapeau­
claque y balanceando con insolencia el bastoncillo: incógnito
del genio, que se autodestruye por el hecho de entremezclarse
en la insípida vida de los demás. Sólo el allegro misterioso
de la Suite lírica de Berg vuelve a ser una pieza virtuosista de
la desesperación. El virtuosismo y la desesperación se atraen,
sin embargo. Pues el virtuosismo se balancea siempre al bor-
de del fracaso, de la caída desde la cúpula del circo, por así
decirlo; a cada instante puede el virtuoso cometer un error,
caer fuera de aquel espacio cerrado que este movimiento nos
pone delante de los ojos. Al menor fallo el todo fracasa: tan
estrechamente entrelazados se hallan el procedimiento técni-
co y la expresión. A la pregunta: «¿Cuánto cuesta el mundo?»,
con la que, según se dice, explicó Mahler el último movimien-
to de la Séptima sinfonía, la Burlesca de la Novena da esta
respuesta: nada. Pero esa pregunta es la misma que la del
jugador que, a la longue, es forzoso que pierda frente a la
banca. Comprar el mundo es arruinarse. El virtuosismo, el
dominio absoluto como juego, condena a la vez a total impo-
tencia a quien tiene ese dominio. En todo virtuosismo, tam-
bién en el compositivo, el sujeto se autodefine como simple
medio, y con ello se somete, cegado, a aquello que él se jacta
de sojuzgar.
El episodio del rompimiento se ha vuelto en la Burlesca
tan vano como la esperanza de la ventana que se abre en la
muerte de Joseph K. en El proceso, y que ya no es más que
el aleteo de una vida justa que sería posible y no es: «Del
mismo modo que se enciende de súbito una luz se abrieron de
golpe las hojas de una ventana, y un ser humano, débil y me-
nudo por la distancia y la altura, se inclinó mucho hacia ade-
lante con un brusco movimiento y tendió los brazos aún
más.» 40 Tampoco al borracho en primavera lo despierta la
llamada del pájaro, llamada que tiene su eco en la sonoridad
e incluso en la temática del episodio de la Burlesca,41 el suje-
to se ha distanciado tanto de sí mismo que ya no encuentra
el camino de vuelta hacia sí: experimenta la verdad como
fantasmagoría. Precisamente porque el tema del episodio es

198
un contrapunto del último fugato," ese tema confiesa ser un
reflejo de la inmanencia que alimenta, y con ello envenena, a
todas las imágenes trascendentes. En la imaginería de Mahler
la esperanza se había empobrecido del todo; su condición pe-
riférica con respecto a la obra se había convertido en una
huella evanescente en las profundidades de la caverna que la
obra es.
La Burlesca tiene su precedente en el segundo movimiento
de la Quinta, y ello incluso por lo que respecta a los motivos.
En Mahler no es raro que de materiales idénticos se originen
caracteres muy modificados; esto ocurre ya en el Scherzo de
la Quinta, en donde el tema patético· y sombrío del segundo
trío adquiere una luminosidad idílica al pasar al ta bemol
mayor.s La Burlesca es de una alegría temeraria, como si en
cualquier instante pudiera precipitarse en un abismo sin fon-
do. En la segunda aparición del tema alternativo llama la
atención un pasaje verdaderamente horroroso de las trom-
pas," un pasaje que tararea igual que la cancioncilla, ya pa-
sada de moda, titulada In der Nacht wenn die Liebe erwacht
[En la noche, cuando se despierta el amor], y que resulta
enigmático en razón de que son instrumentos de sonido pesa-
do los que ejecutan esa melodía de una alegría vulgar. La
desproporción entre esos instrumentos y el contenido motívi-
co los hace jadear, cual si padecieran de apoplejía. En gene-
ral, el tratameinto virtuosista de los metales en la Novena
sinfonía despoja completamente de su sortilegio a esta familia
instrumental: un pathos exacerbado es ya un gemido de an-
gustia. En el episodio de la Burlesca se solapan una vez más
todavía el consuelo y la desesperación; pero no se mezclan
turbiamente, sino que mantienen su neta diferencia, como lo
hacen los timbres sobrepuestos de la orquesta de la Novena.
Sólo esas partes recuperan la caleidoscópica fantasía sonora
que el primer romanticismo alemán esperaba de la música.
El desconcierto del borracho es uno con el contexto de ofus-
cación propio de una inmanencia sin fisuras. En esa inmanen-
cia está integrado incluso aquel tambaleo de la armonía, como
ingrediente del engaño y como elemento del lenguaje. La No­
vena sinfonía acoge este tambaleo no sólo en la Burlesca, sino
igualmente en el tema de vals del segundo movimiento; tam-
bién en Mahler lo que era carácter expresivo se transforma
en material. De modo análogo a lo que ocurre en el Schén-
berg joven, los encadenamientos de los grados fundamentales
se refuerzan, englobando también, por así decirlo, al croma-

199
tismo. La tonalidad se juega la vida. Los . grados que se han
vuelto autónomos se disocian en su sucesión inmediata; para
poder analizarlos con medios riemannianos habría que hacer-
les violencia. También en esto se hallan recíprocamente me-
diadas la disociación y la construcción. La enérgica progre-
sión de este movimiento, cuya conexión es más unitaria que
la de ningún otro de Mahler, la hacen posible los vigorosos
encadenamientos de los grados fundamentales, que, a su vez,
son inestables en sí mismos. Son dos aspectos contradictorios
de la misma realidad; es como si un irreflexivo avanzar fue-
ra de antemano la ruta que conduce al desastre.
El último movimiento, adagio, no se decide a concluir; en
esto se parece a él la Suite lírica de Berg, ese fragmento re-
bosante de arte. Y, con todo, permanece dentro de la forma
que le es propia; esto se debe a su relación con el primer
movimiento, el cual es asimismo lento, a pesar de su constan-
te inclinación hacia el allegro. Aparte del tempo, ambos mo-
vimientos tienen una correspondencia estructural; ésta con-
siste en que, en el transcurso de las reexposiciones, los dos
despojan a los temas de su determinación establecida y, final-
mente, sólo presentan ya fragmentos de ellos. Esto refuerza
el carácter de retrospección, el carácter de un recuerdo que
ya no está domeñado y que se presenta de manera disconti-
nua. Esa semejanza meramente estructural de los campos
musicales, unos campos en los que ningún compás es ya com-
pacto y en los que el aire se cuela por todas partes, crea una
simetría arquitectónica también allí donde no se dan relacio-
nes motívicas. El sentimiento de algo monstruoso, que en su
conclusión deja al oyente con el aliento en suspenso, es pro-
ducido más bien por la consciencia del «después», no es que
tenga su lugar en la presencia musical inmediata.
Como a través de eones retorna en el comienzo el «In Him­
mel sein» [Estar en el cielo] del cuarto movimiento, el titu-
lado Urllcht [Luz original], de la Segunda sinfonía.45 Pero este
movimiento mira hacia atrás cual si fuera alguien que ha lle-
gado a una edad avanzada, alguien que está empapado de ex-
periencia y que ya va alejándose de ella; es música de la
reminiscencia que ha dicho adiós. Como si estuviera medio
olvidado, el melos del «weiter Gang» [largo paseo] de las Can­
ciones de los niños muertos se reparte entre dos voces de
violín;46 en un primer momento el tema del episodio de la
Burlesca se halla oculto, en el adagio, en una voz Intermedia."
La mahleriana trascendencia del anhelo habla por sí misma,

200
irrepetible, un compás antes, en la melodía de los primeros
violines, que se extiende sobre dos octavas.
La idea formal rinde homenaje a Bruckner; lo hace en el
regreso, revestido de un atuendo cada vez más rico, del mis-
mo complejo principal tras partes contrastantes. Ese regreso,
sin embargo, está del todo exento de la mecanicidad propia
de una intensificación meramente externa, que es lo que per-
judica este tipo de adagio de Bruckner, incluso en la última
época de éste. En un movimiento como éste, que opera con
un material motívico relativamente limitado, el arte mahle-
riano de la variante no sólo se preocupa doblemente de que
los acontecimientos musicales transcurran de modo siempre
diferente -tal vez donde con mayor intensidad ocurra esto
sea en la continuación de la última reexposición del tema
principal-,48 sino que la estructura bruckneriana, que es a ve-
ces la que determina incluso el tratamiento del contrapunto,"
queda modificada por una ocurrencia formal harto novedosa.
Tras el primer período, constituido por ocho compases, del
tema principal aparece una interpolación, de dos compases,
del fagot solo en re bemol menor. Esa interpolación retorna
dos veces, en do sostenido menor; se dilata cual si fuera un
complejo temático independiente; es algo que tiene un deve-
nir, frente al primer tema, que es estático y cuyas inflexiones
provienen únicamente de variantes. Con ello esta pieza harto
lenta queda incorporada a la consciencia dinámica que del
tiempo tenía Mahler. En su tercera aparición, que es la deci-
siva,50 este complejo en do sostenido menor confiesa que su
sonoridad y sus motivos -con las terceras unísono de los cla-
rinetes y el arpa, con las maderas solistas, con la evitación
del tutti de las cuerdas- poseen el mismo sentido que «El
adiós» de La canción de la tierra.
La nueva entrada del grupo de las cuerdas, en la segunda
estrofa del tema principal, Mahler la describe con estas pala-
bras: heftig ausbrechend [como una violenta erupcíénk "
es un recuerdo irresistible. La entera reexposición obedece a
este giro retrospectivo. El tiempo revocado carece ya de meta,
no lleva a ninguna parte; la conclusión se pierde del todo. En
ello también este movimiento da entrada a lo pedestre, en los
pasajes a cuatro partes de los trombones, que son una apo-
teosis del coro masculino. El adiós se despoja, sin embargo,
de la pompa del tema principal; sólo subsisten grupos sono-
ros sueltos, entre ellos también el motivo procedente de las
Canciones de los niños muertos= La música que dice adiós
201
no acaba de irse. Pero no porque quisiera apropiarse de algo
ni implantarse a sí misma. El sujeto se siente incapaz de apar-
tar de aquello que es irrecuperable su amor contemplativo.
La larga mirada se aferra a aquello que está condenado. Des-
de la torpe composición juvenil, con acompañamiento de
piano, de la canción popular En Estrasburgo, en la ciudade­
la, la música de Mahler simpatiza con los asociales, que en
vano extienden sus manos hacia la colectividad. «!ch soll dich
bitten um Pardon, und ich bekomm' doch meinen Lohnl Das
weiss ich schon» [¡Debo pedirte perdón, y recibo, sin embar-
go, mi galardón! Lo sé de antemano]. Si la música de Mahler
es subjetiva, no lo es porque sea expresión de Mahler mismo,
sino que lo es en la medida en que éste la pone en boca del
desertor. Todo son últimas palabras. El que va a ser ahorcado
lanza a grito pelado lo que tendría que decir, sin que nadie lo
oiga. Sólo para que quede dicho. La música admite que el
destino del mundo no depende ya del individuo, pero sabe
también que este individuo es incapaz de tener contenido nin-
guno que no sea el suyo propio, por muy escindido e impo-
tente que sea. Por ello sus fisuras son la escritura de la ver-
dad. En esas fisuras el movimiento social aparece -igual que
aparece en sus víctimas- de manera negativa. En estas sin-
fonías, incluso aquel que es arrastrado por las marchas las
percibe y reflexiona sobre ellas. Los que han perdido su turno,
los que han sido pisoteados, el centinela perdido, el que es
enterrado al son de hermosas trompetas, el pobre chico del
tambor, los que carecen de toda libertad, éstos, únicamente
éstos encarnan para Mahler la libertad. Sin hacer promesas,
sus sinfonías son baladas de la derrota, pues «pronto llegará
la noche».

202
Notas

Todas las obras de Mahler con orquesta se citan por las partituras
de bolsillo de carácter más asequible.
Las sinfonías Primera, Segunda, Tercera, Cuarta, Octava y Novena,
lo mismo que La canción de la tierra, están publicadas por Universal
Edition, Viena.
Las Canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del mucha-
cho», las Canciones de los niños muertos y las denominadas Siete can-
ciones de la última época han aparecido en la serie de partituras de
bolsillo Philarmonia.
La editorial en que está publicada la Quinta sinfonfa es Peters,
Leipzig.
La editorial de la Sexta es C. F. Kahnt Nachfolger, Leipzig.
La de la Séptima, Bote und Bock, Berlín. En 1960, Erwin Ratz pu-
blicó en esta misma editorial una nueva edición revisada de esta
sinfonía.
Tres cuadernos de Lieder tempranos con piano se encuentran publi-
cados en Schott's SOhne, Mainz.

l. Cortina y fanfarria
l. Primera sinfonia, p. 4, último compás.
2. Ibldem, p. 35.
3. Cuarta sinfonía, p. 102.
4. HF.GEL, Phiinomenologie des Geistes [Fenomenología del espíritu],
ed. de Lasson (Leipzíg, 1921), p. 250.
5. Segunda sinfonfa, pp. 116 y ss.
6. lbidem, p. 94.
7. lbidem, p. 95, tercer compás.
8. Natalie BAUER-LECHNER, Brinnerungen an Gustav Mahler [Recuer-
dos de Gustav Mahler] (Leípzig, Viena, Zurich, 1923), p. 15.
9. Tercera sinfonía, p. 156, en el número 16; p. 158, en el número 17.
10. Ibidem, pp. 156 y 157.
11. Ibidem, pp. 176 y ss., números 31-32.
12. Séptima sinfonía, p. 121, a partir del número 116; p. 122, a partir
del número 118; después, p. 142, dos compases después del núme-
ro 154, y p. 143, un compás después del número 156.
13. Cuarta sinfonía, p. 67, en el número 11.
14. Véase Paul BEKKER, Gustav Mahlers Sinfonien [Las sinfonías de Gus-
tav Mahler] (Berlín, 1921), p. 181.
15. Quinta sinfonía, p. 47.
16. Primera sinfonía, p. 18, el segundo compás, y los compases cuarto
y siguiente.
17. Ibidem, p. 20, un compás después del número 15, y siguientes.
18. Ibldem, p. 36, en el número 26.

203
19. HEGEL, Siimtliche Werke [Obras completas], tomo IV, ed. de Glock-
ner, Wissenschaft der Logik I [Ciencia de la lógica I] (Stuttgart,
1928), p. 572.
20. lbidem, pp. 510 y ss.
21. Richard WAGNER, Gesammelte Schriften und Dichtungen [Escritos
y poemas reunidos], tomo VI (Leipzig, 1888); Der Ring des Nibe­
lungen [El anillo del Nibelungo], p. 128.
22. BAUER-LBcHNER, ob. cit., p. 152.
23. lbidem, p. 151; el pasaje de las violas: Primera sinfonia, p. 147.
24. Ibldem, p. 119.

11. Tono
l. Quinta sinfonia, p. 16, a partir de la anacrusa previa al quinto com-
pás después del número S.
2. Séptima sinfonía, por ejemplo en la p. 132, compases quinto y sexto
después del número 134, con la anacrusa; o p. 133, dos campa.
ses después del número 137.
3. Quinta sinfonía, p. 39, compases segundo y tercero.
4. Guido ADLER, Gustav Mahler (Viena, 1916), p. 50.
S. Columbia Long Playing Record 33 V3 CX 1250.
6. Véase Des Knaben Wunderhorn [El cuerno maravilloso del mucha-
cho] (Leipzig, 1906), p. 702.
7. Tercera sinfonía, p. 198.
8. Amold SCHOENBERG, Style and Idea [Estilo e idea] (Nueva York,
1950), p. 34.
9. Véase Th. W. ADoRNO, Noten :zur Literatur [Notas sobre literatura]
(Francfort, 1958), pp. 144 y ss.
10. Véase Th. W. ADoRNO, Dissonanzen, 2a. ed. (Gottinga, 1958), p. 44.
11. Amold SCHOENBERG, ob. cit., p. 23.
12. Véase Amold ScHtlNBERG, Briefe [Cartas], ed. de Erwin Stein (Mainz,
1958), pp. 271 y ss.
13. Véase Th. W. ADoRNO, Klangfiguren [Figuras sonoras] (Francfort,
1959), p. 297.
14. BAUER-LBcHNER, ob. cit., p. 159.
15. Tercera sinfonía, p. 154, la anacrusa previa al último compás.
16. lbidem, p. 173, en el número 28.

111. Caracteres
l. Cuarta sinfonia, p. 12, a partir del número 7, con la anacrusa de
los violoncelos; véanse también pp, 44 y ss., «ruhig und immer
ruhiger werdend» [tranquilo, cada vez más tranquilo].
2. Ibidem, p. 78, abajo, segundo compás, con la anacrusa.
3. Erwin RATZ, Zum Formproblem bei Gustav Mahler. Bine Analyse
des ersten Satzes der Neunten Symphonie [Sobre el problema de
la forma en Gustav Mahler. Análisis del primer movimiento de la
Novena sinfonía], en «Die Musikforschung,. (Kassel y Basilea),
afta VIII, número 2, p. 176.
4. Segunda sinfonía, p. 25, compases cuarto y siguientes.
S. Quinta sinfonia, p. 43, a partir del número 18 hasta el retorno del
do sostenido menor en la p. 45.

204
6. Véase Th. W. AooRNO, Schonbergs Bliiserquintett [El quinteto de
viento de Schünberg], en cPult und Taktstock», año v, 1928, núme-
ro de mayo-junio, pp. 46 y ss.
7. Quinta sinfonia, p. 176, cinco compases después del número 1 (wie-
der dusserst langsam [de nuevo muy lentamente]), y p. 179, un
compás después del número 4.
8. Segunda sinfonia, por vez primera en la p. 13, en el número 6 y ss.
9. Novena sinfonía, p. 68, a partir del número 19.
10. Quinta sinfonla, pp. 30 y ss.
11. lbidem, p. 10, segundo compás.
12. Sexta sinfonía, p. 164, dos compases después del número 111.
13. Ibidem, p. 228, a partir del último compás, con la anacrusa.
14. Richard WAGNER, Gesammelte Schriften und Dichtungen [Escritos
y poemas reunidos], tomo VII (Leipzig, 1888): Tristan und ]solde,
p. 30.
15. Véase Guido Am..ER, ob, cit., p. 46.
16. Primera sinfonia, p. 81, en el número 6.
17. Ibldem, p. 91, último compás (viel sohnetler [mucho más rápido]).
18. Cuarta sinfonia, p. 12, un compás después del número 10 y ss.
19. Ibidem, p. 79, comenzando dos compases antes del número 3.
20. Ibidem, p. 30, segundo compás y ss.
21. Ibidem, p. 5, cuarto compás.
22. Ibldem, p. 12, cuarto compás, violoncelos.
23. lbidem, pp, 27 y ss., a partir del número 16.
24. Ibidem, p. 34, a partir del número 19.
25. lbidem, pp. 6 y ss., a partir del número 2.
26. Ibidem, p. 32, en el número 18.
27. Véase ibidem, p. 4, segundo compás.
28. Canciones sobre poemas de «El muchacho del cuerno maravilloso•,
partitura de bolsillo 1, pp. 13 y ss.
29. Cuarta sinfonía, p. 4, sexto compás, con la anacrusa.
30. Ibidem, p. 118.
31. Ibidem, p. 45.

TV. Novela
1. Quinta sinfonía, p. 181, compases quinto y ss.
2. Paul BEKKER, ob. cit., p. 16.
3. Ibidem, pp. 17 y ss.
4. Véase BAUBR·LEcHNER, ob. cit., p. 138.
5. Ernst BLOCH, Geist der Utopie [Espíritu de la utopía] (Berlín, 1923),
p. 83.
6. Novena sinfonía, p. 18.
7. Cuarta sinfonia, p. 12, antes del número 8.
8. Véase Guido ADLBR, ob cit., p. 43.
9. Por ejemplo, en Ja Quinta sinfonía, p. 68, en el número 11.
10. Véase Séptima sinfonia, p. 119, y Novena sinfonfa, p. 37.
11. Quinta sinionia, p. 52, a partir del número 3 y ss., primera trompeta.
12. lbidem, p. 77, a partir del la bemol mayor.
13. Canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del muchacho»,
partitura de bolsillo l.
14. lbidem.
15. Paul BBKKER, ob. cit., pp. 23 y SS.

205
16. Gol!THI!, Siimtliche Werke [Obras completas] (Stuttgart y Berlín),
cJubilliumsausgabe», vol. 36, p. 247.
17. Quinta sinfonia, p. 63, cuatro compases antes del número 9.
18. Véase Max HoRKHl!IMER y Th. W. AooRNO, Díalektík der Aufklii.rung
[Dialéctica de la ilustración] (Amsterdam, 1947), p. 97.
19. Tercera sinfonía, p. 17, desde el tercer compás hasta el número 13.
20. Ibidem, p. 77, a partir de los números 54-55.
21. Ibidem, pp. 83 y ss., a partir del número 62.
22. Ibidem, por vez primera en la p. 15, cuatro compases después del
número 11; pero véase sobre todo en la forma de los cuatro últimos
compases de la p. 23.
23. Ibidem, p. 59, número 43.
24. Ibídem, por ejemplo en la p. 35, a partir del número 26.
25. Ibídem, p. 37, en el número 27.
26. Ibidem, p. 40, en el número 28.
27. Ibidem, p. 42, tercer compás.
28. Ibídem, p. 77 y antes.
29. Ibídem, p. 44, en el número 29.
30. Ibídem, pp. 50 y ss., a partir del número 34.
31. Ibídem, p. 51, desde aproximadamente rtsteso tempo hasta la pá-
gina 55, número 39.
32. Ibídem, p. 55, número 39, hasta la p. 58 inclusive.
33. Ibídem, a partir de la p. 59.

V. La variante como forma

l. Véase BAUER-LECHNER, ob. cit., p. 19.


2. Véase Séptima sinfonia, p. 50; p. 53; p. 55, último compás.
3. Tercera sinfonía, p. 5, cuatro compases después del número 2, y
Sexta sinfonía, p. 151, tres compases después del número 104.
4. Segunda sinfonia, p. 82, último compás.
5. Cuarta sinfonía, p. 4, primer compás.
6. Ibídem, p. 4, quinto compás, semicorcheas de la viola.
7. Ibídem, p. 4, abajo, tercer compás.
8. Ibidem, p. 6, primer compás.
9. Ibídem, p. 6, tercer compás.
10. Ibídem, p. 33, abajo, primer compás.
11. Ibidem, p. 44, tercer compás; véase p. 43, en el número 23 y un
compás después.
12. Novena sinfonía, p. 5, cuarto compás.
13. Véase Erwin RATZ, ob. cit., pp. 172 y ss.
14. Novena sinjonla, por primera vez en la p. 7, compases tercero y
siguiente.
15. Véase ibidem, p. 58, último compás, y p. 59, primer compás (pri-
mera trompa).
16. Sexta sinfonía, ya a partir de la p. 226, quinto compás; y con toda
claridad en la p. 228, dos compases antes del número 147.
17. Ibidem, p. 238, a partir del número 153.
18. lbidem, p. 155, a partir del número 106.
19. lbidem; compárese p. 160, número 109 y ss., con pp. 204 y ss., a
partir de la anacrusa anterior al número 134.
20. Ibídem, p. 163, a partir del número 110.
21. Ibídem, p. 167, dos compases después del número 113.

206
22. Ibídem, p. 174, en el número 117.
23. Ibídem, p. 181, a partir del número 120.
24. Véase J. P. JACOBSEN, Gesammelte Werke [Obras completas], tomo I:
Novellen, Brieie, Gedichte [Cuentos, cartas, poesías], carta a Ed.
Brandes del 6 de febrero de 1878 (Jena y Leipzig, 1905), p. 247.
25. Sexta sinfonía, p. 185, a partir del número 123.
26. Ibídem, p. 187, a partir del número 124.
27. Ibídem, p. 194, número 129.
28. Ibídem, pp. 202 y ss.
29. Ibídem, p. 172.
30. Ibídem, p. 204, segundo compás.
31. Ibídem, p. 171, en el número 116.
32. Ibídem, p. 205, a partir del número 134.
33. Ibídem, p. 216, en el número 140.
34. Ibídem, p. 259, números 164 y ss.
35. Séptima sinfonía, p. 4, arriba.
36. Anton BRUCKNER, Novena sinfonía, partitura de bolsillo (Eulenburg),
p. 155, en el A.
37. Séptima sinfonía, p. 5.
38. Ibídem, por ejemplo, en las pp. 12-13, o en la p. 25, en el nú-
mero 20.
39. Ibídem, p. 40, a partir del sol mayor.
40. Primera sinfonía, p. 66, entre los números 18 y 19, y p 68, después
del número 22.
41. Ibídem, p. 67, antes del número 20.
42. Ibídem, p. 55, dos compases antes del número 9, y p. 56, compases
sexto y séptimo.
43. Véase BAUER-LECHNER, ob. cit., pp. 164 y ss.
44. Quinta sinfonía, pp. 172 y ss., a partir del penúltimo compás (noch
rascher [más rápido todavía]).
45. Ibídem, p. 117, a partir del número 1, con la anacrusa.
46. Ibídem, p. 124, a partir del número 5.
47. Ibídem, p. 135, número 11.
48. Ibídem, p. 136.
49. Sexta sinfonía, p. 83, a partir del número 51.
50. Séptima sinfonía, p. 149, con la anacrusa.
51. Ibídem, p. 150, a partir de la anacrusa del número 165.

VI. Dimensiones de la técnica

l. Cuarta sinfonía, p. 63, a partir del número 8.


2. Tercera sinfonía, p. 106, tercer compás.
3. Ibídem, p. 8, segundo compás.
4. Ibldem, por ejemplo, en la p. 9, abajo, tercer compás; y especial-
mente en la p. 11, en los números 7 y ss.
5. Canciones sobre poemas de «El cuerno maravilloso del muchacho»,
1, p. 6, abajo, compás 21 (compás de 4/4).
6. Ibídem, p. 27, compás 107.
7. Séptima sinfonía, p. 21, último compás, y p. 22, primer compás.
8. Ibídem, p. 181, último compás, hasta p. 182, número 218.
9. Quinta sinfonía, p. 134, después del número 10.
10. Ibídem, pp. 166 y ss.

207
11. BAUER-Ll!cHNER, ob. cit., p. 154.
12. lbidem, p. 138.
13. lbidem, p. 147.
14. Primera sinfonía, p. 78, números 3 y ss.
15. Véase Th. W. AooRNO, Klangfiguren [Figuras sonoras] (Francfort,
1959): «Die Funktion des Kontrapunkts in der Neuen Musib [La
función del contrapunto en la Nueva Música], pp. 210 y ss.
16. Véase Novena sinfonia, p. 64, primer compás con su anacrusa, se-
gundos violines; y a partir del número 18, violoncelos.
17. Primera sinfonía, por ejemplo, en la p. 68, a partir del número 23.
18. Paul BEKKER, ob. cit., p. 28.
19. Tercera sinfonia, p. 20.
20. lbidem, p. 21, a partir del número 16.
21. Primera sinfonía, p. 115, los dos primeros compases; también los
dos siguientes.
22. Octava sinfonía, pp. 24 y ss. (aproximadamente desde el núme-
ro 23 hasta el 30).
23. lbidem, especialmente, pp. 26 y ss., números 26-27.
24. Cuarta sinfonfa, p. 78, desde el primer compás hasta el número 2.
25. Quinta sinfonía, p. 134, un compás después del número 10 y ss.
26. Véase Egon WEIJ.ESZ, Mahlers lnstrumentation [La instrumentación
de Mahler], en cAnbruch», año XII, 1930, número 3, p. 109.

VII. Desintegración y afirmación

1. Por ejemplo, en la Sexta sinfonía, p. 40, en el número 25.


2. Por ejemplo, en La canción de la tierra, p. 119, en el número 40.
3. Erwin RATZ, ob. cit., p. 166.
4. Sexta sinfonfa, p. 61, en el número 37.
5. Erwin Rarz, ob. cit., pp. 169 y ss,
6. Véase Gustav Mahler. Im eigenen Wort ­ Im Wort der Freunde
[Gustav Mahler. En su propia voz - en la voz de sus amigos],
ed. de Willi Reich (Zurich, 1958), p. 73. La cita está tomada de «Die
Fackel», Viena, número 324-325, de 2 de junio de 1911.
7. Véase BAUER-LEcHNER. ob. cit., p. 165.
8. Richard WAGNER, Parsifal. Partitura de bolsillo (Mainz, Viena, Leip-
zig, s.a.), pp. 27 y ss.
9. Max HoRKHEIMER y Th. W. AooRNO, ob, cit., pp. 214 y ss.
10. Quinta sinfonfa, p. 176, quinto compás después del número 1.
11. HEGEL, ed. de Glockner, tomo VII, Rechtsphilosophie [Filosofía del
derecho], p. 35.
12. Véase Hans F. REDucH, Mahlers Wirkung in Zeit und Raum [La in-
fluencia de Mahler en el espacio y en el tiempo], en «Anbruch,.,
año XII, marzo de 1930, p. 95.
13. Véase Arnold ScH6NBERG, Briefe [Cartas], ed. cit., p. 274.
14. Octava sinfonfa, p. 4, dos compases antes del número 2.
15. Ibldem, p. 105, en el número 56.
16. lbidem, por ejemplo, en la p. 111, desde el «scherzandos hasta la
p. 118 inclusive, y en la p. 148, desde el número 117 hasta la p. 166,
aproximadamente.
17. Véase Th. W. AooRNo, Zur Schlussszene des Faust [Sobre la escena
final del Fausto], en •Akzente», año 6, 1959, número 6, p. 570.

208
VIII. La larga mirada
l. La canción de la tierra, p. 80, anacrusa anterior al cuarto compás.
2. Véase Emst KRBNmc y Th. W. AooRNO, Kontroverse über Fortschriit
und Reaktion [Controversia sobre el progreso y la reacción], en
cAnbruch», año XII, 1930, número 6, pp. 191 y ss.
3. La canción de la tierra, p. 100, compases segundo y siguientes.
4. Ibidem, p. 130, segundo compás, hasta p. 131, en el número 52.
S. Novena sinfonía, p. 3, cinco compases después del núniero 1.
6. Ibldem, p. 31, compases primero y segundo.
7. Cuarta sinfonla, p. 48, compases cuarto y siguientes.
8. La canción de la tierra, p. 90, comenzando un compás antes del nú-
mero 9.
9. Ibidem, p. 31, en el número 39.
10. Octava sinfonía, p. 150, dos compases antes del número 120.
11. Véase Emst BLOCH, Spuren [Huellas] (Francfort, 1959), pp. 191 y ss.
12. Véase Guido Al>LBR, ob, cit., p. 43.
13. Novena sinfonia, p. 167.
14. La canción de la tierra, p. 108, y pp. 116 y ss., a partir del nú-
mero 36.
15. Ibídem, por ejemplo, en la p. 117, alrededor del número 37.
16. Novena sinfonía, p. 49, compases cuarto y siguientes.
17. Véase Erwin RArz, ob, cit., p. 177.
18. Novena sinfonía, p. 4, cuarto compás; p. 8, tercer compás; p. 13,
primer compás.
19. Ibidem, por primera vez en la p. 4, los dos últimos compases.
20. Ibidem, por primera vez en la p. 9, tres compases antes del nú-
mero 4.
21. lbidem, p. 21, compases segundo y siguientes; p. 23, un compás
antes de allmiihlich fliessender [paulatinamente más fluido].
22. lbidem, p. 7, segundo compás (trompas primera y tercera), y com-
pases tercero y siguiente (primera trompeta).
23. Ibídem, p. 15, compases primero y siguientes.
24. lbidem, p. 6, compases tercero y cuarto.
25. Ibídem, p. 30 hasta p. 31, en el número 11.
26. lbidem, pp. 46 y 47.
27. Ibídem, p. 6, segundo compás.
28. Ibídem, p. 18, después de la doble barra.
29. Ibidem, especialmente en la p. 18, compases quinto y sexto después
de la doble barra; p. 19, los tres primeros compases, y p. 20, el
pasaje de las trompas y de los trombones, a partir del número 7.
30. Ibidem, p. 25.
31. Ibídem, p. 32.
32. Ibídem, p. 3, compases quinto y sexto.
33. Ibidem, p. 5, tercer compás,
34. Ibídem, p. 56.
35. Ibídem, p. 20, compases penúltimo y último.
36. lbidem, p. 66.
37. Ibidem, p. 75, «Tempo lib.
38. Ibldem, por ejemplo, en la p. 70, a partir del tercer compás.
39. Ibidem, p. 114, «l'isteso tempo».
40. Franz KAFKA, Der Prozess [El proceso] (Berlín, 1925), p. 401.
41. Novena sinfonía, pp. 134 y ss.; donde más claramente se ve es sin
duda en la p. 136, comenzando cuatro compases antes del número 37.

209
42. Ibídem, p. 132, en el inicio del la bemol mayor, primer violfn.
43. Quinta sinfonía, p. 136, abajo, clarinete.
44. Novena sinfonía, p. 129, primer compás, hasta p. 130, número 35.
45. Ibídem, p. 166, en el centro, tercer compás.
46. Ibídem, p. 166, último compás.
47. Ibídem, p. 167, en el centro, tercer compás.
48. Ibídem, especialmente en la p. 178, compases tercero y siguientes.
49. Ibídem, p. 170, abajo, compás segundo y siguiente.
50. Ibídem, p. 173, sehr gehalten [muy retenido]. ·
51. Ibídem, p. 174, abajo, compases segundo y siguientes.
52. Ibídem, p. 182, arriba, a partir del quinto compás.

210
Posfacio a la segunda edición

Esta segunda edición ofrece sin cambios el texto de la pri-


mera; únicamente se han corregido las erratas.
Acaso resulte sorprendente que el libro titulado Quasi una
[antasia, que es el tomo segundo de los Escritos musicales del
autor, contenga dos textos sobre Mahler.
El primero es el discurso conmemorativo pronunciado en
junio de 1960 en Viena, por invitación de la «Sociedad Gustav
Mahler». Fue redactado una vez terminado este libro. Tal vez
eso le haya otorgado una cierta cualidad de visión de conjun-
to, una cierta libertad frente a su tema. Esto justifica mante-
ner ese discurso al margen de este libro, cuya ambición se
cifra en lograr Ja cercanía máxima a lo que trata, dentro de
la constelación de los análisis de detalle. Tanto antes como
ahora, únicamente el libro es capaz de hacer efectivo lo que
el autor quería decir.
El artículo Epilegámenos ha de leerse como un conjunto
de apéndices y complementos al libro. Muchos de ellos están
dedicados al complejo, central, de la Sexta sinfonía. Conviene
recordar que entre esa obra y el Lied titulado Revelge impe-
ran unas relaciones profundísimas, que van mucho más allá
de los meros ecos temáticos.
Intencionadamente no es tratado en este libro el fragmen-
to de la Décima sinfonía. Los problemas filológicos que ese
fragmento plantea están aún muy poco aclarados, y por ello
el autor no se permite emitir juicio ninguno. Antes de que
hayan quedado decididas las cuestiones crítico-textuales, an-
tes de que se hayan sopesado los intentos de reconstrucción,
cualquier disquisición sobre el asunto mismo sería arbitraria.
Pero hay una cosa que al autor le parece segura: aunque el
decurso formal de los movimientos de esa sinfonía estuviera
fijado en su totalidad, y aunque se hubieran salvado todos los
esbozos, todo ello sería fragmentario en la dimensión vertical.
Incluso en el adagio inicial, que es evidentemente lo más ade-
lantado, a veces lo único que allí está anotado es el «Coral»
armónico y una o dos de las voces principales; en cambio, el
tejido contrapuntístico se halla insinuado tan sólo. Sin embar-

211
go, ni la disposición de conjunto de esta obro' ni en general el
estilo tardío mahleriano permiten dudar de que sólo la poli-
fonía armónica, sólo el entretejimiento de )as voces dentro
del marco de aquel coral habría producido la forma concre-
ta, la música compuesta. Si se respeta rigurosamente lo que
procede de Mahler, entonces se da algo que es incompleto y
que contradice a su intención. Pero si se completa el contra-
punto, entonces el arreglo se entromete precisamente en lo
que constituye el verdadero escenario de la propia productivi-
dad mahleriana. Por ello el autor se inclina a pensar que jus-
to quien se da cuenta del extraordinario alcance de la con-
cepción de la Décima debe renunciar a los arreglos y a las
ejecuciones. También quien comprende los esbozos diseñados
por maestros para cuadros luego no ejecutados, y se imagina
el aspecto que tendrían si acaso estuvieran acabados, prefe-
rirá guardar esos esbozos en una carpeta y contemplarlos en
soledad, que no colgarlos en la pared.
El hecho de que haya sido necesaria tan pronto una se-
gunda edición de este libro indica que comienza a imponerse
la consciencia plena de la importancia de Mahler.

Octubre de 1963

212
fNDICES*

* Los Indices siguientes, que no figuran en la edición original ale-


mana, han sido añadidos a esta versión por el traductor de la obra.
Indice de conceptos

Abgesang, 65-66, 74, 81, 109, 134, 184. Concepto, 19, 22-23, 46, 104, 155, 161,
cAcordes asimiladas», 48. 163.
Afirmación, afirmativo (ver tam- Congruencia, 30, 33, 89, 148.
bién Positividad, positivo), 74, 150, Consciencia desgraciada, 35.
167, 170 172-173, 177, 187. Construcción, 42, 55, 581 60-6001 64,
Alegría, 4S.,1 77, 85, 169, 170. 93, 108, 129, 131,., 145, 150, 2 .
Amorfo, 9.i:. Consuelo~ 26k.29, :>0-52, 74, 170, 187,
Análisis temáticos, 19 170. 189, ¡9.,, 1~.
Anhelo, 24, 36; 47, 64, 69, 71, 85, 177, Contenido, 18, 35, 56~ 65, 67, 71, 87,
200. 90, 102, 104, 115, m, 144, 155-156,
- trascendencia del, 162, 200. 159-160, 163, 165-166, 169, 171, 178,
Antiartística, experiencia, 22, 30. 188, 191.
Antisemitismo, 39. -expresivo, 46-47.
Apariencia, 21, 23, 29-30, 40, 58, 62, -y estilo, 87.
91, 114, 153,., 167, 174. -y forma, 35, 44Í 71, 90, 102, 105,
Arte, 22, 23, :>3, 5~... 62­64) 68, 159. 131, 156, 163, 19 .
- y realidad, 29, ou-62, lol. -y técnica, 143.
-y religión, 171. Contrapunto (ver también Polifo-
Atomista, audición, 91. nía), 69, 80-81,_)27, 133-134, 139-
Austríaco, 44, 77, 91, 9, 118, 181, 196. 146, 193, 197, 1~.
Autenticidad, auténtico (ver tam- Contraste, 41, 47, 76, 78, 151, 154-
bién Inautenticidad), 31, 135, 147, 155, 190.
167, 177. Coral, 29-30, 122, 126, 130, 149, 152,
Autoconservación, 26, 36, 97. 157.
Azar, 35, 107, 119, 149. Corporeidad musical, 21, 62, 134,
140.
Bajo continuo, 49, 66, 115, 146, 173, Cosificación, cosificado, 43, 44, 54-
183. 55, 60, 64, 86, 88, 94, 105, 117, 118,
Balada, 104, 106, 117, 133, 186, 202. 153, 166, 196.
Banalidad, banal, 39, 60, 93-94, 137- Cromatismo, 39-40, 66, 161, 192,
138, 155. 199.
Bandas de música, 77, 82. Cultura, 26, 54, 59-60, 62, 64, 83, 91,
Barform, 65, 184. 102, 111, 166.
Barroco musical, 167. - fetichismo de la, 40.
Belleza natural, 34-35. - inmanencia de la, 63.
Burguesía, burgués, 24, 61, 124, 158. - como bien, 82, 171.
- como privilegio, 55, 62.
Cantus firmus, 21, 107. Cumplimiento (ver también Prome-
Carácter, 53, 59, 67, 70-71. 73-79, 81, sa), 65-70, 97, 99, 117, 137, 161, 169-
85, 101, 123, 129, 133-134, 138, 141, 170, 174.
144, 148-149, 151, 156, 191, 199. Curso del mundo, ver Mundo.
Caosó caótico, 29, 102, 106-107, 142,
15 . Derrumbamiento, 70-71.
Claridad (ver también Plastici- Desarrollo (ver también Scherzo),
dad), 73, 78, 138-139, 144, 148, 151, 120, 123-124, 126, 128, 184, 191.
154. Desencantamiento, 29, 52, 72. 188.
Clasicismo, 23, 35, 44, 59, 61, 76, 78, Desesperación (ver también Espe-
89-90, 92, 100-101, 145. ranza), 22, 24, 25, 36, 57, 62, 78,
- vienés, 32, 75-76, 84, 109, 145. 157, 186-187, 196, 198-199.
Color, timbre, 72, 79. 82, 103, 106, Desi~te~ración, 144-154, 1741-180, 195.
148-152, 154, 175, 203. Desvlacíón, 34, 43, 47-48, se. 55-56,
«Compases excesivos», 95, 192. 94, 117-118.

215
Detalle y totalidad (ver también Fanfarria, 21, 29, 31, 33, 41, 60, 7S,
Totalidad), 39, SO 60, 71, 74-76, 80, 81, 144, 149.
94, íos, 111. 1s2. 159. 163, 119. Felicidad (ver también Sufrimien-
Dialecto, 44, 118. to, Tribulación), 21, 44, 45, 60, 72,
cDiálo~o sinfónicos, 180-190. 77, 82, 92, 97, 128, 1:>7, 177-179, 18S,
Diatomsmo, 39, 48, 67, 112, 131, 161, 187-188.
169, 183. «Flotante», 44, 146, 155, 195.
Diferencia, diferent~ ver Otro, 14. Flujo exterior/interior, 9S, 106, 140,
Dinamismo, 28, 76, 110, 174. 162, 187.
Disociación, 1SS, 187 195, 200. Forma, 22, 28-30, 33, 41, 46, S2-53, S8-
Disonancia, 41, 48, 77, 139-141, 147, 59, 62, 671. 75.1~ 81, 85í 87, 89, 94,
150, 178-179. 107, 117, izr-izz.
129, 371.140, 145,
Distanciamiento, efectos de, 34, 40, 147, 151, 153, 163, 165, 1611.
182. - doctrina material/abstracta de
Documento, documental, 41, 180, la, 69-70.
182, 18S. - inmanencia de la, 31.1. 131, 155.
Dodecafonismo, 116, 183. - sentimiento de la, "· 27, 69, 78,
Drama, 66-68, 89-90, 99-100, 127, 157, 122-123.
190. - libre, 92, 174.
Duración (ver también Tiempo), 70, Formalismo, 76, 123, 142, 145.
92, 101-102, 116, 167. «Forte con sordinas, 151, 195.
Fragmento, 93, 200.
Fuga, 108, 143, 14S, 197.
Esperanza (ver también Desespera-
ción), 23-24, 30, 33, Sl, 89, 118,
188, 199. Gesto en la música, 19, 27, 42-43,
Economía en la música, 80, 135, 139, 52, 74d 87, 105, 132, 163, 171, 174.
172. «Gout u néant», 187.
- principio de, 32, 66, 99-100, 116, Gusto, 35, 39, 59, 61-62, 68, 77, 158,
134.
166.
Empequeñecimiento, 79, 161, 179,
191. Homoestasis (ver también Equili-
Enarmonía, 40, SS, 85. brio), 50, 122, 170.
Episodio, 65, 69, 77, 109.i 168..1 198. Humor, 23, 28, 118, 145, 169.
Epopeya, épico, 3S, 87, 119, 9.t-96, 98, -negro, 44.
101, 105-106, llS-117, 127, 132, 1S9,
173, 178, 189-190, 193. Idea, 19-20, S41 56, 58, 62, 66, 86, 90,
Equilibrio (ver también Hornoesta- 107, 111, 12... 131, 159, 167, 178.
sis), 22, 50, 78, 81, 85, 122, 170. - poética, 19, 42.
Escala de tonos enteros, 180, 183. Idealismo, 32, 91.
Esperanza, 23-24, 30, 33, Sl, 89, 178, - sistemas idealistas, 124.
188, 199. Identidad, idéntico (ver también
Especialista, 40, 58. Mismo, 14, 32, 39, 60, 661 79, 81,
Espiritualidad, 20, 87, 152. 90, 100, 115, 117, 124, 154, 168.
Espiritualización, 44, 101, 126,153. Ideología, 23, 36, 46, 64, 72, 114,
Esquema, 58, 78 106-107, 111, 124, 158, 161.
126, 129, 132-133, 172, 185, 190,
192. Imaginería, 63, 71-12, 79, 118, 131,
144, 182, 199.
Estilización, principio de, 60 145 Impetu sinfónico, orquestal, 71
162, 180. • .
75, 112-113, 116, 122-123, 152:
«Estilo tardío», 131, 165, 179, 182, 175.
194. Impresionismo, 40, 106 108 164-165
Exotismo, 151, 180-181, 183. 181. • • •
Experiencia, 21-22, 29, 41, 44, 56, 89, Improvisación, 60, 108, 115, 149
96, 178-179, 200. 183. •
Expresión, 20, 40-44. 47-48, si, 86 Inautenticidad (ver también Au-
. 128, 155, 159, 179-180, 184, 198. ' tenticidad), 52-53, 56, 72 84 117
Expresionismo, 41, 46, 96, 186. 181. • • •
Exterioridad, exterior (ver también Infancia.1. infantil, 39, 48, 64, 79, 82-
Interioridad), 45, 47, 98, 103, 111 83, 17 t-178, 185.
165. • Inferior, superior, 36, 62-63, 88.

216
Ingenuidad, 30, 55, 73, 84, 87, 165, Mediación, 25, 29, 33-34, 40i 47, S3,
172. 59, 68,¡ 70, 78, 79, 87-88.1. 02, 1()6:.
Inmanencia, 32, 66, 142, 144, 199. 1071,1.tl, 127, 142, 182, iss,
- contexto de, 30, 67, 90, 163, 177, Meloaía melódica, melos, 25, 27,
18S. 41, 54, 74, 119, 139-140, 143, 149,
- de la cultura musical, 63. 154, 161-162, 184, 188, 200.
- de la forma, 23, 31, 68, 131. - de timbres, 150, 194.
- del sentido, 30. Melodización, 160-164, 188, 191.
Inmediatez, 33, 41, 56, 63, 67, 71, Metales, instrumentos, 31, 33, 79·
87, 98, 138i 1S3, 1S7, 16S, 182, 189. 80, 151, 192, 195, 199.
- segunda, 14. Métrica, SO, 137-139.
Insaciabilidad, 131, 163, 191. Mismo, 14, 23-24, 32, 105-106, 118.
Instante, 20-21, 31, 70.t.79.c 102, 1S8. Mito, mítico, 34, 62, 64, 124.
Instrumentación, 20, .Y+, 131 84, 112- Modelo, módulo, 31, 76, 81, 90, 108,
113, 134, 139, 147-1S2 19'1. 116, 122, 160.
Integración, 30, 58, 79, 139, 1S1, Modernidad, 141, 1S3, 16S.
19S. Modulación, 49, 113, 120, 128.
Integral, composición, 29, 91, 148. «Monólogointerior», 186.
- forma, 18S. Montaje, 1041 194, 196-197.
- música, 100. Monumentahdad, 79, 103, 166-167.
- obra de arte, 137. «Motivo comodín», 119-120.
- unidad, 27. Muerte (ver también Vida), Sl, 83,
Intención, 20, 30, 3S, 40.1. S3, S7, 70, 177, 18S-186, 197.
7S, 86..r. 88~ 99i 111-11.t, 132, 144, Mundo, 22, 25,.. 46, 52, 64,. 97-98, 104,
147, tss, iss, 6S. 111, 114, 1.t3, 142, lSJ, 170, 186,
Interioridad, interior (ver tam- 189, 197, 202.
bién Exterioridad), 3S, 47, 97- - curso del, 23-25, 28, 33, 36, 47, 79,
98, 113, 186. 144, 157, 168~ 197.
Ironía, S2-S3, 63. - dolor del, 2j, 126, 186.
Irracionalidad, 58, 104. Música, artística, 27, 37, S4, 59.
- inmanencia de la, 23, 90.
-de cámara, 27, 57, 80, 105, 152,
Jazz, 83. 154.
Judía, música, S7, 181-182. - de director de orquesta, S2-S3.
- mística, 78. - popular, S4.
Justicia, 25, 67. - programática, 19-20, 24, 29, 8S-
86, 1S6-1S7.
Lenguaje musical, 33, 34, S7, S9, 74, - pura, absoluta, 20, 86, 99, lSS,
117-118, 156, 163 179, 183. 18S, 189.
Libertad, 24.c 60, 66, 83, 93, 124, 129, - superior/inferior, SS, S9, 68, 77.
1S3, 186, .t02. - vulgar, 24, 25, 27, 54, S8, 77, 172.
Lied, 43, 60, 76, 11S, 117, 125, 183.
Lirismo, 41, S7, 7S, 102. Narración.!.relato, 46, S2, 72, 88,
- épico, 103. 96-97, lu3, 104-106, 116, 125.i 187.
- de la naturalez_a1 1S3.
- subjetivo, 103-lU't, Naturaleza, 26-27, 33-35, ei-sa,
78,
107, 124, 1S3, 158, 186.
Lógica, musical, 24, 67, 90, 117, Negación, negatividad, negativo
119, 143, 146, 160, 168. (ver también Afirmación Posi-
- dialéctica/discursiva, 32, 102. tividad), 34, 46, 76, 114, 131, lSS-
- hegeliana, 24. 156, 172, 196.
Ne0-aleman'.1.Escuela, 31, 76, 144,
Maestría, 29, 111-202, 127, 134, 147, 147-148, lou, 172.
165. Neoclasicismo, S7.
«Manera», 42-43, 47, 182. Neoobjetivismo, 20.
Material musical, 19, 3J.c SS, 60-61, Niveau, 40, 60, 166.
87, 89, 116, lSS, 160, 10.t. Nominalismo, 88, 127, 132, 1S9.
- dominio del, 27, 37, 42, 62, 161, Novela, música como (ver tam-
164, 178, 183. bién Draml!},, 87-88, 91, 96-97, 99-
Mayor/menor, modos, 42-44 47-48, 100, 102, luo, 108 111, 123-124,
50, 115, 146, 1S7' 180, 186, i90-191. 121-128, 138, 1s4, is1, 191, 193.

217
Nueva Música, 39, 43, 73A. 77-78, Reflexión, 25, 41, 55, 63, 68, 73, 93-
113, 124, 140, 161, 172, fo't, 187, 94, 105, 114, 182.
191. Regresión del oír, 83.
Nuevo, 14, 23, 31-33, 35, 48, 53, 73, Relato, ver Narración.
100, 106, 109. Resolución, campos de, 70, 76, 128-
129, 191, 194.
Objetivación, 41, 46, 53, 58, 77, 107. Ritmo, rítmica, 26, 107, 119, 137,
Objetividad, 4647, 52, 76, 88, 103- 143, 149, 192.
106, 161. Romanticismo, 33-34, 43, 63, 72, '11
«Obra maestra», 170-174. 114, 161, 164, 173, 199.
Ocurrencia musical, 131, 140, 158, - antirromanticismo, 22.
161, 163, 191, 201. - posbeethoveniano, 118.
ópera, 99, 169. - tardío, 20, 58-59, 75, 77.
Otro, 14, 21, 30, 32-33, 36, 40, 47-48, Rompimiento, 21-31, 39, 65, 68, UW,
66, 68, 73, 76, 901 105, 112, 114- 130, 151, 167, 173, 198.
115, 118, 132, 41, 146, 162,
168. Salvación, 64, 175.
Scherzo como desarrollo, 133-135,
Paciencia/impaciencia, 88, 96, 102. 196.
Pancromatismo, 113, 183. Segunda descendente, 74, 107.
Panteísmo 78, 187. Sensualidad en la música, 27, 131,
Parodia, 5~. 85, 87, 154, 196. 152-153.
Particular/general, 43-48, 53, 56, Sentido, 30, 33, 35, 56-58, 62, 69, 74,
159, 177. 76, 87, 90, 94, 104, 124, 132, 140,
Pentatonismo, 180, 183. 148, 153-154, 159, 170, 180, 183.
Periférico, 29, 65, 132.: 142. - contexto de, 69, 104, 153, 180.
Perpetuum mobile, 2.>, 143. Significar, 47, 86-87, 91.
Piano, instrumento, 103-106, 156, Simetría, 79, 90, 94, 122-123.
178. Síntesis, 32, 44, 46, 54, 83, 87, 93, 159.
Plasticidad (ver también Clari- Sistema, 33, 42, 91-92, 100, 159, 183.
dad), 28, 31, 46, 76, 114, 151. Sonata, 22, 28-29, 31, 74, 78, 107, 122-
Polifonía (ver también Contra- 127, 130, 132, 135, 158, 173, 174,
punto)A 80, 108, 127, 133, 139, 141- 189, 191.
145, 16!!. 172, 175. Sonidos naturales, 33-35, 107, 168,
Popurrí, 58-59, 79. 187.
Positividad, positivo (ver también Sonoridad orquestal, 21, 27, 31, 34-
Afirmación, afirmativo), 53, 57, 35, 53, 59, 78-79, 106, 108, 112, 140,
132, 155, 169. 144, 147, 154, 174, 180.
«Prima musica», 155. Sorpresa, 105, 162.
Progreso/regresión, 37, 39. Stollen, 184.
Promesa. prometer (ver también Subjetividad, 25, 46, 47, 76, 89, 94,
Cumplimiento), 21, 29, 59, 61, 68, 105, 161-162.
70, 85, 137, 185. Subjetivismo, 55, 161, 167.
Prosa, 34, 128, 137, 149, 154, 184, Sublimación. 30.
187 192. «Sublime», 34, 88, 142.
Pseudomorfosis, 55, 57, 83, 181. Sufrimiento (ver también Felici-
dad), 28, 33, 44, 47, 72, 77, l56,
Racionalismo, 93. 180.
Realidad (ver también Arte), 44, Sujeto, 24-25. 44-46, 52-53, 55-56, 64,
61, 98, 123, 186. 75. 86, 92, 94, 97-98, 103, 107-108,
«Realismo socialista», 71-72. 117, 161, 198.
Rebelión, protesta, 24, 27, 32, 42, Surrealismo, 197.
61, 72, 156. Suspensión, 65, 67, 69, 141, 145, 168,
Recitativo, 140, 149, 184, 187, 191- 184.
192.
Reconciliación, 24, 26, 42, 44, 47, 61, Técnica, 19-20, 53, 67, 93, 111-112,
81, 159, 186. 114-115, 132, 137-138, 144, 156, 165-
Recuerdo, 26, 28, 64. 83. 103. 116, 166.
163, 180, 185, 187-188, 200-201. Tema, 115-116, 144.
Redención, 26, 24, 160. - dualismo de los, 22, 128, 157, 190-
Reexposicién, 22, 31, 122-124 191.

218
- nuevo, 31, 99. Transcendencia, transcendente (ver
Teología gnóstica, 85. también Anhelo)1ft24, 530067, 69,
Tiempo (ver también Duración), 28, 85, 162-163, 165, iss, 199-2 .
59, 79, 91-92 96 100-102, 105-106, Tribulación, aflicción, 27, 31, 47, 50-
108, 118, 1ií, 1~. 132, 148b 158, 51, 72, 74, 79, 92" 186-187.
164, 178, 187, 189, 193-197, 2 1. Tutti orquestal, 18, 139, 147, 15',
Timbre, ver Color. 154.
Tonalidad, 40-42, 46, 67, 121-122, 131-
132, 147, 154, 161, 181, 184,1 187, 200. tlberschlag, 14!)-146.
Tono, 351_39-40, 44, 47-'18, 5J, 94, 121, Unísono impreciso, 183.
1371 144, 161, 177. Utopía, 23, 29, 32, 36, 157, 175, 177,
Topoi, 90. 182.
Totalidad, Todo, 29, 31" 39, 45.( 47,
50, 54, 64, 7t, 74-76, 78-19, 86, 811, 94, Variante/variación, 114-122, 12~..1129,
100, 102, lOJ, 111-112, 115-116 118, 131, 137, 146, 182, 184, bu-191,
121, 125, 127, 130, 132, 137, 14ó-141, 201.
143, 147, 152, 159, 161, 171-172, 182, Verdad..1 19, 23, 30, 32, 47, 58, 63, 72,
199. 87, 91, 112, 160, 167 188, 198, 202.
Trabajo motívico/temático, 91, 100, Vida (ver también Muerte), 24, 91,
115-116, 126-127, 130, 164, 191. 165, 186, 11l8.
Tragedia, trágico, 45, 92, 126, 132, Virtuosismo, 197-198.
158. Voces de relleno, 59, 144, 152.

219
fndice de nombres propios

Adler, Guido, 43, 78, 87, 190. Suite lfrica, 185, 200.
Adorno, Th. W., S6, 6S, 82, 102. Concierto para violín, 14S, 192.
Dialektik der Aufkliirun~ 106, lVozzeck, 72, lSO, lSl, 184, 192.
163, 206, 208. Lulú, 1Sl, 184, 192.
Dissonanzen, 57 204. Bergson, Henrí, 16S.
Klansiiruren, 6Ó, 144, 204..i 208. Berlíoz, Héctor, S8, 103, 13S, 1S6,
Noten zur Literatur, 54, .i:04. 162.
Schiinbergs Bliiserquintett, 13, Sinfonia fantdstica, 13S.
204. Bethge, Hans, 180.
Zur Schlusszene des Faust, 174, Bloch, Ernst, 94.
208. Blücher, mariscal, 108.
Aristóteles, 99. Brahms, Johannes, 40, 48, 66, 8S,
Poética, 99. 89, 114, 116.
Primera sinfonía, 89.
Bach, Juan Sebastián, 101, 111, Cuarteto con piano en sol me­
166. nor, 66.
Balzac, Honoré de, 9]1 99, 101. Bruckner, Anton.i 20, 29i 30, SO, SS,
Baudelaire, Charles, D't, 186. 70, 74, 8S, 9.i:-95, 10 ' 112, 130,
Bauer-Lechner, Natalie, 2S, 34, 93, 131, 133, 146, 147, 156, 201.
142. Quinta sinfonía, 29.
Recuerdos de Mahler, 25, 203. Séptima sinfonía, 69.
Beethoven, Ludwig van, 21, 23-24, Novena sinfonía, 131.
28, 32, 41, 4S, SO, 61, 63, 69, 7S, Busoni, Ferruccio, 68.
79, 89-92, 9S, 99, 101, 109, 114-
116, 119, 123-12S, 127, 132, 1S7, Casella, Alfredo, 190.
160, 162, 16S-166, 179, 196. cCollin, Jacgues» (personaje de
Tercera sinfonta ( «Heroíca»), SO, Balzac), 97.
89, 90, 99, 124, 1S7.
Quinta sinfonía, 89. 90. Chaikovski, Peter, 28, S8.
Sexta sinfonía, 63, 90, 92. Chamisso, Adalbert von, 197.
Séptima sinfonla, 21, 89-90. Peter Schlemihl 197.
Octava sinfonía, 12S. Chopin, Federico, i04. 166.
Novena sinfonia, SO, 79, 90. Balada en sol menor, 104.
Sonata uAppassionata», 1S6.
Sonata upara piano de marti­ Debussy, Claude, 40, 49, 108, 111,
ttos», 89. 16S-166, 180-181.
Sonata a Kreutzer, 119, 1S7, 160. Feux d'artifice, 108.
Sonata para violfn, oo, 96, 92. Descartes, 100.
Cuarteto, op. S9, núm. 1, 92. Discurso del método, 100.
Trío en si bemol mayor, op. 97, Dostoievski, Fedor, 96, 101.
92. El idiota, 91.
Cuarteto de cuerda, op. 13S, 91, Durkheim, Emile, 171.
196. Dvorák, Anton, S8.
Fidello, 21.
Bekker, Pauli 28, 92, 103, 107, 113, «Ester» (personaje de Balzac), 97.
ll7Á 137, Sl, 170. Eurfdice, 83.
Berg, Iban, 63, 72-73, 112-113, 129,
138, 140-141, 14Sf lSO-lSl, 162, «Fausto» (personaje de Goethe), 61.
164, 181, 18S, 19 -192, 196, 200. Federico 11, 2S.
Siete canciones tempranas, lSl. Fielding, Henry, 101.
Concierto de cdmara, 192. Flaubert, Gustave, 87.

220
Madame BovaryJ~87. Pfitzner, Hans,,, 171.
Freud, Sigmund, o.:-63. Palestrina, 111.
Platón, 89.
George, Stefan, 185. Poe, Bdgard Allan, 186.
El año del turna, 185. Proust, Marce!, 99, 177-178, 180, 186,
Goethe, Johann Wolfgang von, 198.
104, 179-180. Puccíní, Giacomo, 49.
Fausto, 29, 172-173, 183. Puvis de Chavannes, Pierre, 171.
La nueva Melusina, 179.
«Grupo de los Seis», 22. Ratz, Erwin, 7~ 121.
Hanslick Eduard 85. Redlich, Hans Ferdinand, 166.
Haydn, Joseph, 2J, 61, 82, 84, 132. Reger, Max, 113, 144, 146, 162.
Sinfonia infantil 82. Riegl, Alois 163.
Hegel, Georg, G. F., 23-25, 32, 34, Riemann, Hugo, 171.
97, 124, 172. Rilke, Rainer María, 72.
Fenomenologia del espíritu, 24, Libro de las imágenes, 72.
97, 123. Rosé, Arnold, 142.
Filosofia del derecho, 166, 208. Rousseau, Henri1 40.
Ciencia de la lógica, 32, 124. cRubempré, Luciens (personaje de
Heine, Heinrích, 54. Balzac), 97.
Hindemith, Paul, 96. Rückert, Fríedrich, 152.
Hitler, Adolph, 19.
Schénberg, Arnold, 30, 41, 48, 52,
Ionesco, Eugene, 57. 56, 58, 59, 67, 73, 96, 100, 103,
106, 113, 116, 131-132, 141, 146,
Jacobson, Jens Peter, 128-129. 150-154, 158, 169, 171-172, 182-184,
Janácek, Leo, 103. 192-193, 199.
José 11, 91. Primera sinfonia de cámara para
Jung, Car! Gustav, 63. 15 instrumentos solistas, op.
Kafka, Franz, 26, 35, 57, 80, 85, 93, 9, 131.
182, 195, 198. Cuarteto de cuerda n.º 2, op, 10,
El proceso, 198. 184.
Kant, Immanuel, 32, 34, 91. Cinco piezas para orquesta, op,
Kleist, Henrinch ven, 35. 16, 141, 150, 153-154, 193.
Kemperer, Otto, 102. Espera, op. 17, 41.
Kletzki, P., 45. La mano feliz, op, 18, 171-172.
Himno a la resurrección, 50. Cuatro canciones para canto y
Kraus, Karl, 58, 158, 182, 196. orquesta, op. 22, 152.
Krenek, Ernst, 209. Quintento para instrumentos de
viento, op, 26, 73.
Lehar, Franz, 198. Concierto para violín, op, 36, 192.
La viuda alegre, 198. De hoy para mañana, 184.
«Leverkühn, Adrián» (personaje de? La escala de Jacob, 171.
Th. Mann), 73. Moisés y Aarón, 184.
Liszt, Franz, 156-157, 172. El superviviente de Varsovia, 41.
Schopenhauer, Arthur, 98.
Mendelssohn, Felix, 43, 108, 132. Schreker, Franz, 148.
El sueño de una noche de ve­ Schubert, Franz, 50, 84, 92-93, 101·
rano, 108. 103, 108, 116, 140, 142, 160, 169,
Canciones sin palabras, 43. 178, 181. 1
Moller van den Bruck, Arthur, 96. Sinfonía en si menor, 92.
Mozart, Wolfgang Amadeus, 84, 93, Sinfonía en do mayor, 169.
118, 166. Sonata para piano en si bemol
Moussorgski, Modesto P., 103. mayor, op, 112, 84.
Viaje de invierno, 181.
«Natacha» '"ersonaje de Dostoiev- Sonatas para piano, 92.
ski), 97. Schumann, Robert, 80, 166, 171,
Nietzsche, Friedrich, 89, 91, 93, 173.
170, 186. Scott, Walter, 99.
Asi habló Zaratustra, 89. Simmel, Georg, 165.

221
Spechti Richard, 102-103. Wagner, Richard, 30, 3940, 46, 52,
Speide;i. Ludwig, 53. 55, 63, 66, 71, 77-78í 97, 102-103, 112,
Stein, Brwín, 96. 114, 147-148, 150, 52, 161-162, 183-
Strauss, Richard, 85-86, 94, 111-113, 184, 190.
134, 144, 147, 157, 162, 164-165, Lohengrin, 53, 150.
181. Tristdn e Isolda, 39, 46, 77 183.
Salomé, op. 54, 147, 164, 181. Los maestros cantores, 65, il, 79,
Electra, op, 58, 86, 113, 147, 181. 145, 171-172.
El caballero de la rosa, op. 59, El anillo del Nibelungo, 63.
134. Sigfrido, 33.
La leyenda de José, op, 63, 165. La Valkiria 97.
Sinfonla de los Alpes, op. 64, 165. Parsifal, 162, 171, 190.
Capriccio, op. 85, 165. Cantos de Wesendonck, 102.
Stravinsk.i, lgor, 20, 63, 118, 149, Walser, Robert, 93.
196, 197. Weber, Car! Maria vo~J 44, 133.
La consagración de la primavera, El cazador furtivo, 'I'+, 133.
149. Webern, Anton von, 55, 92, 96, 103,
Stríndberg, August, 96. 150, 173.
Wellesz, Egon, 150.
Tolstoi, León, 160. Werfel, Franz, 163.
Wilder, Thronton, 57.
Wolf, Hugo, 103.
Van Gogh, Vicent, 165.
Verdi/ Giuseppe, 179. Zemlinsk,Y,Alexander, 185.
Oteo, 179. Zillig, Wmfried, 188.

222
Composiciones de Mahler citadas

Primera sinfonfa, 59, 79, 112, 174. Sexta sinionia, 42, 49-50, 77, 113,
Primer movimiento, 20-23, 31, 33- • 132, 146-147.
34, 65, 99, 124-125. Primer movimiento, 57, 65, 108,
Segundo movimiento, 93, 132-133, 122, 124, 126, 131, 140, 155, 159,
146. 170, 195-196.
Tercer movimiento, 79-80, 144, Scherzo, 23, 70, 113, 134-135, 162.
154, 166. Andante, 117, 137.
Cuarto movimiento, 35, 78-79, Oltimo movimiento, 65-66, 77, 97,
106, 149, 162. 114, 122-123, 126-131, 155, 157, 167,
170, 189, 193.
Segunda sinfonía, 40, 112, 114, 158,
168, 172. Séptima sinfonía, 49-50, 112-113, 124,
Primer movimiento, 70, 74. 140-141.
Segundo movimiento, 77 146, 163. Primer movimiento, 49, 65, 113,
Tercer movimiento, 23-25, 27, nr. 124, 131-132, 140.
133. Primera música nocturna, 49-50,
Cuarto movimiento, 162, 200. 73, 78, 112.
Quinto movimiento, 65, 170. Scherzo, 27, 40, 43, 49, 78, 98, 135,
196-197.
Tercera sinfonía, 19, 112, 139. Segunda música nocturna, 49,
Primer movimiento, 65, 77-78, 72, 133, 141, 169.
106-108, 114, 116, 124-125, 127, 129, Rondo-Fmale, 49, 93, 169, 172, 198.
149, 153, 158.
Segundo movimiento 139. Octava sinfonía, 49, 111-112, 170-175,
Tercer movimiento, l5, TI, 60-61, 183, 191.
133. Himno «Veni creator spiritus»,
Quinto movimiento, 50-51. 51, 66, 144, 150, 168, 171-173, 197.
Música para textos del Fausto,
Cuarta sinfonía, 23, 28, 511 69-70, 79- 29, 63, 173-174, 183, 185.
85, 96, 106, 113, 124, 120, 141, 185,
196. Novena sinfonía, 19, 45, 50, 52, 125,
Primer movimiento, 80-81, 83, 85, 148, 170, 180, 188-201.
94, 99, 119-121, 123-126, 152, 177. Primer movimiento, 42, 66, 70, 95,
Segundo movimiento, 27-28, 72, 98, 121, 154-155, 179, 188, 196.
79, 83, 132, 137-138, 182 196. Segundo movimiento, 45, 75, 196-
Tercer movimiento, 69, lt41 150. 197.
Cuarto movimiento, 79, 8+85. Rondó-Burlesca, 65-66, 145, 168,
197-198 200.
Quinta sinfonía, 43, 67, 100, 113, 126- Adagio-Finale, 93, 114-115, 186,
127, 139, 141, 14.,, 1691178. 200-202.
Primer movimiento, 4 , 43, 70, 75,
77-78, 80, 39, 149. Décima sinfonía. 187.
Segundo movimiento 28-30, 59, Adagio, 42, 93, 163.
65, 93, 99-100, 104, 132, 141, 151, «Purgatorio», 182.
155, 193, 196, 199.
Scherzo, 43, 133-134, 141, 144, 149- La canción de la tierra, 50, 103,
150, 196, 199. 125, 133, 146, 148, 151, 167-168,
Adagietto, 43, 74-75, 77, 151, 163, 170, 174, 177-188, 190-191, 194.
169. «Brindis de las miserias de la tie-
Rondo-Finale, 89, 144, 169, 197. rra», 65, 157, 180-181.

223
•El sclítarlo en otoño», 152, 18~. «El cuerno maravilloso»,
•Sobre la juvetud», 112, 183, 184. para voz y orquesta, 84, 112.
cSobre la bellezas, 177. 1. Canción nocturna del centi-
cEI borracho en primavera», 65, nela, 84, 115, 140.
77, 184-187, 197-198. 4. A quién se le ha ocurrido,
•El adiós», 33, 51, 149, 154, 160, puee, esta cancioncita, 51.
179, 187, 191, 193, 201. 6. El sermón de San .ADtonio
de Padua a los peces, 24, 25.
Catorce canciones y cantos de la 9. Allí donde suenan las bellas
4{'oca juvenil, para canto y trompetas, 43, 202.
piano, 41, 151. 10. Elogio del intelecto superior,
7. Caminaba yo alegre por un 43, 145.
verde bosque, 83. Canciones de los niños muertos,
8. En Estrasburgo en Ja ciuda- para voz y orquesta 43, 51, 80,
dela, 202. 137-138, 151-152, 183, lsS, 200·201.
9. Separación en el verano, 25.
Siete canciones de la última época,
Canciones de un aprendiz errante, para voz y orquesta 152.
para canto y orquesta, 70-71. 1. Despertar, 40, 105, 123.
3. Tengo un cuchillo que que- 5. Me he perdido para el mundo,
ma, 70..71. 43.
7. Si me amas por mi belleza,
Doce canciones sobre poemas de 178.
Sumario

Prólogo de Josep Soler . 9


l. Cortina y fanfarria 19
II. Tono 39
III. Caracteres . 65
IV. Novela. 87
v. La variante como forma . 111
VI. Dimensiones de la técnica 137
VII. Desintegración y afirmación . 153
VIII. La larga mirada 177
Notas 203
Posfacio a la segunda edición 211
1ndices. 213
1ndice de conceptos 215
1ndice de nombres propios . . 220
Composiciones de Mahler citadas 223

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