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Idea central: Jesús nos hace una propuesta, nos invita a vivir de una manera
nueva, “la civilización de amor”.
Hecho de vida:
Nos disponemos a escuchar un cuento:
Quizás el joven no era “nadie” para el mundo, pero para las estrellas, él era el
mundo, y que a su vez, influyó en Andrés el accionar de aquel joven.
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Nexo Escuchemos a través de la Palabra de Dios la invitación que nos hace
Jesús
Contexto histórico:
Contexto doctrinal:
"Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos". Nuestro Señor expuso esta alegoría
a sus apóstoles la noche de la Ultima Cena, y con ella nos introduce a todos los
cristianos en el seno de su intimidad divina. Nos está diciendo que estamos
unidos a Él con un vínculo tan profundo y tan vital como los sarmientos están
unidos a la vid. El sarmiento es una parte de la vid, una especie de
-emanación- de la misma. Y por ambos corre la misma savia. Los sarmientos y
la vid no son la misma e idéntica realidad -como no lo son la raíz y el tallo,
aunque forman un único árbol-; son, más bien, la prolongación de la vid. De
esta manera, nuestra unión con Cristo es un bello reflejo -pero muy lejano- de
la misma vida trinitaria. Dios nos ha amado tanto que quiso hacernos partícipes
de su naturaleza divina, como nos dice san Pedro en su segunda carta (II Pe
1,4) y nos creó para gozar de la comunión de vida con Él (Gaudium et Spes,
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¡No podía ser más íntima nuestra inserción a la persona de Cristo! La criatura
recibe todo de la madre: sangre, alimento, calor, respiración, pero el niño tiene
que separarse de la madre en un momento dado para seguir viviendo y poder
crecer y desarrollarse. Los sarmientos, al revés: tienen que estar siempre
unidos a la vid para seguir viviendo y para poder dar fruto. ¡Así de total y
definitiva es nuestra unión y dependencia de Cristo!
Pero, por supuesto que no se trata de una unión física, sino espiritual y mística
–que no significa por ello menos real, como si sólo fuera real lo que se ve o se
toca–. La unión del amor que nos une a nuestro Señor Jesucristo es
infinitamente más fuerte y poderosa que la cadena más gruesa e irrompible del
universo. ¡Tan fuertes son las cadenas del amor! Pero todo ha sido por mérito y
benevolencia de Cristo hacia nosotros. Ha sido su amor gratuito y
misericordioso el que nos ha comprado y redimido, a través de su sangre
preciosa -como nos recuerda también el apóstol Pedro (I Pe 1, 18-20)- y nos ha
unido indisolublemente a su persona y a su misma vida. ¡Qué regalo tan
incomparable!
Pero esta unión se puede llegar a romper por culpa nuestra, por negligencia,
por ingratitud, por soberbia o por los caprichos de nuestro egoísmo y
sensualidad. Sí. Y en esto consiste el pecado: en rechazar la amistad de Dios y
la unión con Cristo a la que hemos sido llamados por amor, por vocación,
desde toda la eternidad, desde el día de nuestra creación y del propio
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bautismo. Y es que nuestro Señor no obliga a nadie a permanecer unido a Él.
Respeta nuestra libertad y capacidad de elección, también porque nos ama. Un
amor por coacción no es amor. Nadie, ni siquiera el mismo Dios, puede
obligarnos a amar a alguien contra nuestra voluntad. Ni siquiera a Él. Nos deja
en libertad para optar por Él o para darle la espalda e ir contra Él, si queremos.
¡Qué misterio!
Si queremos tener vida en nosotros y llevar frutos de vida eterna,
necesariamente tenemos que permanecer siempre unidos a Cristo: "Como el
sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco
vosotros, si no permanecéis en mí". Las palabras de Cristo son clarísimas. Y
con la imagen agrícola que emplea el Señor adquieren aún más fuerza plástica.
Es imposible que un sarmiento apartado de la vid dé uvas, como tampoco
puede dar manzanas una rama seca, separada del árbol. Un sarmiento así no
sirve ya para nada, más que para tirarlo fuera y para hacer una hoguera. Le
pasa lo mismo que a la sal que pierde su sabor (Mt 5,13); y la higuera estéril,
sin frutos, es cortada y echada al fuego para que arda (Lc 13,7).
"Yo soy la Vid -nos dice nuestro Señor-. Ustedes los sarmientos. El que
permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis
hacer nada". Nada. ¡Cuánta necesidad tenemos de Él para poder vivir! Mucha
más de la que el bebé tiene de su propia madre. Sólo si permanecemos unidos
a Cristo, podemos hacer algo de provecho para los demás y para nosotros.
Contexto actual:
Los viñadores saben, por ejemplo, que la viña es una de las plantaciones más
apreciadas, y lo argumentan diciendo que es la única planta que tiene un
nombre especial para el tronco y para sus ramas (cepa y sarmientos).
La imagen de la viña y su fruto, por tanto, no es solo la de un cultivo cualquiera;
se trata del origen del vino, símbolo de la alegría y la fiesta en aquella cultura, y
también todavía en la nuestra.
Jesús nos dice que él es la vid verdadera, que nuestra unión con el favorecerá
nuestro fruto. Hay muchas otras vides que no son verdaderas, que nos
prometen mil y un frutos, pero solo son engaños estériles. En nuestra vida
podemos perdernos buscando estas vides, persiguiendo las promesas de
felicidad que se multiplican en la sociedad. Solo encontrado a Jesús,
uniéndonos a él, la auténtica savia del amor de Dios correrá dentro de nuestra
alma y se manifestará en frutos de fraternidad y solidaridad.
La misión del Padre es presentada como la del viñador, que corta los
sarmientos que han decidido no dar fruto y poda y limpia los que pueden dar
más. Ya nos gustaría a nosotros dar el fruto mínimo, el que nos hace cumplir el
expediente, el necesario para que el viñador no se fije demasiado en nosotros y
nos deje tranquilos. Pero Jesús no ha venido a traernos tranquilidad, sino a
impulsarnos para que lleguemos a la plenitud de nosotros mismos. Ningú padre
se conforma con la mediocritat de sus hijos, más bien desea que se desarrollen
al máximo. Igualmente, Dios nos da los talentos para que los hagamos
fructificar, para convertirlos en regalos para los demás.
Por eso, el Padre nos poda, nos limpia del pecado, del conformismo, de la
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mediocridad, y nos posibilita una vida profunda y auténtica que, sin él, no
podríamos ni soñar.
La clave del fruto, sin embargo, está en la unión con Jesús, en «estar en él». Y,
¿qué quiere decir eso? ¿Qué significa estar en Jesús? En primer lugar,
necesitamos tomar conciencia de ser amados por él. Jesús ha venido solo para
amarnos, y todo lo que ha hecho y ha dicho es expresión de su amor total por
nosotros, por cada uno y cada una. Si nos ponemos a trabajar por el Reino sin
sabernos queridos por Dios, llegarán pronto las dificultades, los cansancios, las
limitaciones, y no tendremos ningún lugar donde agarrarnos, ningún punto
firme, ninguna vid de la que llenarnos de la savia de su amor.
Es Jesús quien nos llama a estar con él y nos envía a difundir el evangelio y
construir el Reino. Por ese orden. La unión con Jesús es afectiva y efectiva, es
decir, implica un afecto, un sentimiento, y unas obras, una eficacia. Cada uno
puede hacer revisión de su vida y ver cómo vive y cómo demuestra su
comunión con Jesús. Desde siempre, los cristianos hemos considerado
imprescindibles la oración personal y comunitaria, la acción por los más
necesitados, la fraternidad, la lucha por la justicia… Todos, de una manera u
otra, con unas acciones u otras, vivimos y colaboramos para hacer realidad el
sueño de Dios en el mundo. Esta es la gloria de Dios Padre que cantamos
cada domingo: dar mucho fruto y ser buenos discípulos de Jesús.
Oración
Bibliografía:
Catecismo de la Iglesia Católica
Gaudium et Spes
http://www.es.catholic.net/aprendeaorar/103/477/articulo.php?id=9767
http://www.bibliayvida.com/2012/04/yo-soy-la-vid-y-vosotros-los-sarmientos-
juan-151-8/
Encuentro nº 8
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Habiendo descubierto que somos imagen de Dios y nos regaló la libertad para
vivirla responsablemente. Jesús nos invita a permanecer en su amor, estar
siempre unidas a él, tomadas de la mano y así caminar hacia el Padre Dios.
La vid, es el mismo Dios que nos entrega su amor. Los sarmientos (ramitas)
somos nosotros que debemos permanecer junto a él para dar mucho fruto
(paz- amor – alegría).
¿Qué frutos damos hoy como familia de la mano de Dios? Colocarlos en cada
uva, en las ramas los nombres de los integrantes de la familia y en el tronco a
Dios.