Es principio, no siempre mantenido en el desarrollo teológico, que en el
cristianismo lo que sabemos de Dios es lo que nos revela Jesús. En otras palabras que Jesús es Dios y no al contrario. En el desarrollo de la teología, sin embargo, se ha llegado a la teología negativa (no sabemos de Dios sino lo que no es) y a la teología positiva (podemos hacer afirmaciones axiomáticas de Dios). Técnicamente lo primero se llama teología apofática y lo segundo teología catafática. En realidad ninguna de las dos corresponde con la afirmación en Juan: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14:9) o a la afirmación cristiana de que el logos (palabra, verbo, razón) se hizo carne. Las cuatro preguntas fundamentales del pensar de todos los tiempos han sido sobre el bien, la verdad, la belleza y la eternidad y las cuatro creyó la teología que se respondían en Jesús. Cuatro ideas abstractas desarrolladas en múltiples formas hasta el cansancio. Pero Jesús responde a una pregunta más significativa y menos especulativa: «¿Dónde está tu hermano Abel?» (Gn 4:9), es decir, dónde está la víctima de nuestra violencia, de nuestras violencias múltiples. Buscando respuesta a las cuatro preguntas enunciadas, se llegó a un Dios aislado, solo, independiente, sumo bien, suma belleza, suma verdad, eterno que sería la añoranza del ser humano. Éste sería un ser nostálgico en la tierra, deseoso de escapar de ella cuanto antes para encontrarse con esos valores supremos. Hasta la Trinidad quedó encerrada en tales ambiciones y no se amaba sino a sí misma. En vez de ser relación, comunidad, compañía, preocupación mutua, era motor inmóvil que todo lo movía por añoranza. Tales son las pruebas (él las llama vías) de Tomás de Aquino sobre la existencia de Dios. Un Dios abstracto lejano a Jesús.
En los evangelios no es Jesús un solitario, pues desde el comienzo es comunidad
con unos pescadores en los sinópticos y con unos discípulos del Bautista en el evangelio de Juan. Hasta cuando se retira de la multitud está con un enfermo, con un publicano, con Abba que es como “el otro” siempre presente. En la cruz parece desesperado cuando siente la soledad. Citando el Salmo 22: «A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?, - que quiere decir - ¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15:34). Hoy sabemos que nuestro pensamiento solo parcialmente es nuestro. Pensamos con el lenguaje (propiedad común), con nuestro consciente pero igualmente con nuestro subconsciente e inconsciente construido en nosotros por los demás (medio natural, cultural, social, religioso, etc.). De la manera que lo nuestro es en buena parte ajeno. Tanto el judaísmo como el cristianismo son de un Dios que es diálogo, palabra, regaño, consuelo, pregunta, respuesta y también silencio. Es un Dios que habla como Jesús en los evangelios, sobre todo en Juan. A veces incluso es vencido en el diálogo como en el caso de la mujer Sirofenicia. Aún en el Antiguo Testamento, Abrahán regatea con Yahvéh, Moisés discute con él, los Salmos lo desafían en momentos de crisis, Yahvéh se retuerce y sufre como mujer dando a luz: «Por eso mis riñones se han llenado de espanto. En mí hacen presa dolores, como dolores de parturienta. Estoy pasmado sin poder oír, me estremezco sin ver» (Is 21:3). Yahvéh sufre por su pueblo como Jesús sufre por los demás. Es el misticismo ascético el que busca dominar las pasiones individuales, purificar el alma de la ganga terrenal, y alcanzar soledad y unión con Dios, en un amor poco diferente del amor a sí mismo. Un Dios, una Trinidad que solamente se ama a sí misma bien diferente de lo revelado en Jesús como abajamiento (kénosis), sufrimiento (hinchazón de entrañas) por el ser humano, muerte por los demás.
El evangelio de hoy presenta la necesaria responsabilidad libremente asumida
respecto a los demás. Es la corrección de la respuesta de Caín: «No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gn 4:9). Naturalmente que el mecanismo concreto de “corrección fraterna” que propone Mateo tiene sus bemoles: a) a solas (dos personas); b) con dos testigos (tres personas); y, c) la comunidad. Solamente el evangelio de Mateo utiliza la palabra iglesia y ésta solamente dos veces: en el evangelio de hoy y en la confesión de Pedro (sobre esta roca edificaré mi iglesia). Solamente a finales del siglo I la comunidad cristiana empieza a llamarse “iglesia”, antes, era traducción de “sinagoga”. Para la teología ortodoxa oriental la Eucaristía es la iglesia misma. Ser tenido, si falla la corrección, como gentil o publicano se entendió en el pasado como la excomunión, mecanismo doloroso de exclusión. Jesús dice haber venido precisamente para los pecadores y no los justos, para los enfermos y no los aliviados. Algo se ha planteado mal si la solución es la exclusión, cuando Jesús muestra mejor la inclusión, incluso de los no judíos. Lucas, por el contrario, habla de perdonar sin medida. Quizás no sea fácil armonizar, en la vida diaria, el perdón de Lucas y la corrección de Mateo. La sociedad civil ha optado preferentemente por el castigo (cárcel, multa, penas) sin que su efecto sea tan evidente. Tendremos que admitir, mejor, que no hemos encontrado la forma adecuado de tratar la “cizaña” sin arrancar a menudo el trigo igualmente. Como decía Henry Newman, el error de los herejes era haber nacido la víspera o como expresaba Reginaldo Larrigou- Lagrande: “Me castigan hoy por escribir las cosas que enseñarán mañana”. Determinar en qué yerra el prójimo es fácil si adoptamos el pensamiento judío de los fariseos: quien no guarde todas y cada una de las prescripciones de la ley. Teresa de Lisieux expresaba: “La caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades”. Caridad es la palabra que acuña Agustín para la ágape o amor sacrificial, pero no resulta muy feliz la traducción. En Agustín cáritas es amor a Dios en todos los casos y la persona queda oscurecida.
La corrección fraterna fue introducida en los monasterios de espiritualidad
agustiniana que buscaban superar la discriminación entre pobres y ricos y fomentar la custodia reciproca. La corrección, especialmente cuando el criterio no es la ágape o amor sacrificial, tiende a confundirse con la crítica personal, con la condena, con la imposición de una pena sea en presencia de uno, dos o la iglesia. Buscaría precisamente evitar el marginar, excluir, el juicio moral, el condenar y más bien ofrecer la ayuda de la comunidad para superar crisis y dificultades. Cuando el Concilio de Trento define el papel del confesor, le asigna la doble función de juez y médico, diagnóstico y curación. Algo nos dice Francisco cuando ha expresado su imagen de la iglesia como un “hospital de campaña tras una batalla”. Quizás al modo de la Cruz Roja que asiste al herido sin preocuparse de las razones bélicas por las cuales esté herido. El profeta Mahoma pedía a los musulmanes: “El que de vosotros vea una cosa reprobable, la corrija con su mano; si no puede, con su lengua; si no puede, con su corazón: es lo mínimo que puede exigir la fe”. Quizás el corazón llega demasiado tarde. El mismo Mateo consigna la dificultad de la corrección cuando habla de la crítica: «Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano» (Mt 7:5). La corrección fraterna, para escapar de la subjetivad siempre cuestionada como autoridad moral, exige no tanto un corregidor y un corregido, cuanto una visión común de los dos. En el caso del evangelio tal visión es el reinado de Dios, de manera que el discernimiento, siempre necesario en ambas partes, sea con arreglo a lo que sea más conducente para la construcción del reinado de Dios. Con tal visión, seguramente la corrección será mutua y más enriquecedora y esperanzada, será diálogo, como lo es el Yahvéh judío y el Dios cristiano.