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Del dicho al hecho

Mateo 21:28-32

Es común el lenguaje contrastante, dualista, alternativo, o lo uno o lo otro,


bifurcante en los escritos religiosos. Es tremendamente económico para referirse a
la realidad y aunque por un lado puede enriquecer enormemente las decisiones
humanas, por otro lado también, a veces, puede oscurecerlas. Es el caso de la
“parábola” de hoy sobre los dos hijos: el que afirma y no hace y el que niega y
hace. Quizás nos sentimos tentados a identificarnos con alguno de los dos,
especialmente con el segundo que es alabado por cumplir el mandato del padre.
Pero la vida tiene sus matices. Es el caso, en el mismo evangelio, de Pedro quien
afirma en momentos de entusiasmo que está dispuesto a seguir a Jesús hasta la
muerte y luego huye y lo niega tres veces. La parábola está enmarcada en una
respuesta a los ancianos y jefes judíos. «Llegado al Templo, mientras enseñaba
se le acercaron los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo diciendo: “¿Con
qué autoridad haces esto? ¿Y quién te ha dado tal autoridad?”» (Mt 21:23). Éstos
habrían sido sordos a la predicación de la conversión por parte del Bautista
mientras que rameras y publicanos habrían atendido su llamado; algo que no
consta en el Nuevo Testamento pero sirve como ilustración. Lo que Yahvéh
esperaba de todo el pueblo era la misericordia y tenían mayor responsabilidad las
autoridades civiles –como los reyes– y religiosas –como sumos sacerdotes,
rabinos, escribas, maestros de la ley y ancianos–. Serían una buena ilustración del
dicho “el cura predica pero no aplica”. La conversión de rameras y publicanos
sería potencial (en el futuro) pues partirían del reconocimiento de ser pecadores
necesitados de cambio mientras los dirigentes religiosos se creían justos sin
necesidad de él. En realidad en el cristianismo la conversión es para todos y
un programa de vida hasta la muerte. El padre fácilmente puede identificarse
con el propietario de la viña de Israel (Jesús nunca se proclama como tal) y los
obreros serían los judíos y quizás los cristianos.

Esta parábola es exclusiva de Mateo, el más judaizante de los cuatro


evangelios. Juan Crisóstomo, en su tono polémico, interpreta los dos hijos como
judíos (que no hacen) y gentiles (que obedecen). Mientras los judíos habrían
respondido a la alianza del Sinaí: “escucharemos y cumpliremos” pero luego
desobedecieron, los gentiles no habiendo escuchado la ley, mostraron la
obediencia con sus obras. Pablo hace un balance muy diferente pues dice que
no fueron mejores los judíos con la ley que los gentiles sin ella. No respondía
más que a la “ley natural” que ambos cumplieron y desobedecieron igualmente.
Por esto ambos serían salvos por gracia, no por la ley. Jesús, en varias ocasiones,
habla de su nueva familia como aquellos que escuchan la palabra y la guardan o
ponen en práctica. Los judíos quedarían así en la peor de las opiniones pues no
harían lo que prometieron como el que dice sí y no hace, sino que habrían
rechazado imitar al que dice que no y luego hace. Solamente las rameras y
publicanos lo habrían imitado. Hay tres parábolas seguidas, siendo la de los dos
hijos la primera, para rechazar a los líderes religiosos. Ya había unos contrastes
similares a los de los dos hijos en parábolas rabínicas basadas en el Éxodo y el
Deuteronomio. El ser humano estará siempre sometido a esta lucha interior
entre lo que expresa y hace, entre el bien que confiesa y el mal que hace o
entre el mal que no quiere hacer y hace, como lo expresa Pablo. Un ser en
agonía, en lucha. «Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que
quiero, sino que hago lo que aborrezco… en efecto, querer el bien lo tengo a mi
alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que
obro el mal que no quiero» (Rm 7:15-19). Pero es precisamente esta lucha interna
e inevitable la que permite al hombre a abrirse a la gracia, la inspiración, el
Espíritu, la ágape (amor sacrificial), la misericordia para obrar a la manera de
Jesús. El hombre si por la razón tuviera el control total de todas sus actuaciones
(así lo soñaban muchos padres platónicos de la iglesia) no pasaría de ser un
excelente ser humano pero no un cristiano. Éste es quien entra en el proceso de
deificación (ser semejante al Dios que es Jesús). Aunque la parábola no utiliza el
término técnico de conversión (metanoia) dice del primero que se arrepintió de
haber dicho “no” y finalmente fue a la viña. ¿Sintió la contradicción entre la palabra
expresada y el deseo profundo?, ¿tuvo un conflicto interior entre el decir y el
hacer? Como el apóstol Pablo llevamos un mensaje valioso en vasijas de barro.
La iglesia misma es una comunidad de personas en proceso de conversión que
debe crear espacios para la conversión a sabiendas de que ella misma a veces no
es consecuente con su predicación. Es la agonía de todo lo humano. Las palabras
evangélicas, así como las más profundas de nuestro ser, a menudo, más que
decirlas, nos claman desde el interior como voces proféticas. Es lo que trata de
expresar el concepto de voz de la conciencia como voz de Dios. Hoy sabemos
que la conciencia no es tan cristalina, pues también hay voces del
inconsciente y del subconsciente. En el caso de Jonás, le toca predicar en
contra de su propio parecer, de su propia opinión sobre los ninivitas. Jeremías
sufre con la palabra que tiene que tragarse aunque le sepa amarga. Isaías siente
que sus labios impuros no pueden proclamar la palabra. Hasta el día de hoy
seguimos en debate continuo sobre la palabra, incluida la palabra de la
Biblia. Para el judío solamente Yahvéh era palabra creativa capaz de producir
lo pronunciado: “Hágase la luz y la luz fue hecha”. En el hombre el paso de lo
uno a lo otro es más complejo, pues su palabra no tiene poder mágico de producir
el resultado que pueda desear.

Los dos hijos quizás no expresan tanto una disyuntiva (o el primero o el segundo)
sino las situaciones reales y cambiantes a las que nos vemos sometidos. Ir o no ir
a la viña apenas roza la experiencia diaria. Pero quien dice: “te amaré toda la
vida”, ¿cómo evaluar su cumplimiento? El ánimo que nos da para el futuro es
innegable y la palabra tiene capacidad para cambiar el futuro. “Yo te absuelvo”
libera del pasado (algo quizás sicológico) pero ¿cómo impulsa o dinamiza o
garantiza la conversión hacia el futuro?

La parábola no se resuelve en un dilema tan simple como que lo importante es


hacer y no decir. Lo religioso se “hace” también con la palabra. La palabra nuestra
puede ser tan creativa como la palabra divina: el consuelo, el consejo, la expresión
misericordiosa, las palabras sacramentales, la bendición, la oración, el ánimo.
También, infortunadamente, pueden ser armas destructivas. Jesús quizás podía
hablar desde su propia experiencia en la cual habría coincidencia entre lo que
decía y hacía. En el ser humano no coinciden ambos hechos siempre. Los buenos
propósitos se quedan en palabras y nos sentimos humillados. Amar a los
enemigos es fácil de decir y complejo de cumplir. Las bienaventuranzas a menudo
nos quedan grandes, pero no por esto podemos borrarlas en Mateo y Lucas.
Admiramos a quien hace el bien callada o anónimamente, incluso cuando se
confiesa no creyente. Sabemos de la traición frecuente del político que promete
una cosa y hace la contraria. Añoramos la palabra empeñada de antepasados que
le daba valor de escritura pública. Deseamos unión total entre el decir y hacer,
sin lograr ser consecuentes pero a la vez sin dejar de desearlo. Volviendo a
los dirigentes religiosos, los escribas hablan constantemente de la ley: el nombre
de Yahvéh está siempre en sus labios. Los sacerdotes del templo alaban a
Yahvéh sin descanso; su boca está llena de salmos. Todos pensarían que estaban
haciendo la voluntad del Yahvéh. Pero Jesús introduce la sospecha. La perfección
que pone Mateo como ideal del Padre queda mejor expresada en Lucas: “Sed
misericordioso como vuestro Padre es misericordioso”, ojalá con palabas, pero
también sin ellas y contra ellas.

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