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3.5.

Teología
Al inicio de sus Recuerdos, Jenofonte manifiesta su perplejidad de que
hubiese muerto, acusado de impiedad, el más piadoso de los atenienses:

Me sorprende que los atenienses se dejaran convencer de que


Sócrates no tenía una opinión sensata sobre los dioses, a
pesar de que nunca dijo o hizo nada impío, sino que más bien
decía y hacía respecto a los dioses lo que diría y haría una
persona que fuera considerada piadosísima [Recuerdos I, 1,
20].

Esta acusación, que no era nueva (en Las Nubes ya aparece Sócrates


enseñando a Fidípides a negar la existencia de Zeus, e introduciendo
nuevas divinidades), parece ser el núcleo central de la acusación oficial. En
ella se dice que Sócrates delinque «corrompiendo a los jóvenes y no
creyendo en los dioses en los que la ciudad cree, sino en otras divinidades
nuevas» [Apología 24b]. Pero su modo de corromper a los jóvenes sería
principalmente, como ya había dicho Aristófanes, enseñarles sus nuevas
ideas religiosas [Apología 26b].

Sócrates evidentemente no era acusado de ateísmo, pues no puede ser


ateo quien “introduce nuevas divinidades”; lo que irritaba a algunos era más
bien sus originales ideas acerca de Dios y la religión, que consideraban
peligrosas en la educación de los jóvenes. En efecto, había tratado en
muchas ocasiones de purificar la noción de Dios propia de la religión
tradicional, criticando concepciones de Dios demasiado naturalistas. Así lo
recoge Platón, cuando presenta el diálogo entre Sócrates y Meleto delante
del tribunal:

SÓCRATES: ¿Luego tampoco creo, como los demás hombres,


que el sol y la luna son dioses?
MELETO: No, por Zeus, jueces, puesto que afirmas que el sol es
una piedra y la luna, tierra.
SÓCRATES: ¿Crees que estás acusando a Anaxágoras, querido
Meleto? ¿Y desprecias a éstos y consideras que son
desconocedores de las letras hasta el punto de no saber que
los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de estos
temas? [Apología 26d].
Criticó también las concepciones antropomórficas de la divinidad,
negando sobre todo que los dioses pudiesen cometer acciones que serían
impropias hasta de los hombres: guerras y enemistades entre ellos,
desacuerdos y discusiones sobre qué es el cometer injusticias, y toda clase
de acciones inmorales [Eutifrón 5-7]. El dios de Sócrates, por el contrario,
«es invariablemente bueno, incapaz de causar ningún mal a ninguno, de
ningún modo y en ningún momento» [Vlastos 1991: 173].

En este caso, el testimonio más completo de las doctrinas socráticas nos


lo presenta Jenofonte. En sus Recuerdos, recoge dos conversaciones
acerca de la divinidad, que tienen como interlocutores Aristodemo (I, 4) y
Eutidemo (IV, 3). En ellas, aparece una Inteligencia Ordenadora, que ha
creado el mundo del modo más perfecto. Se ha preocupado de un modo
especial del hombre, pues ha dotado al cuerpo humano de todo lo que
necesitaba: los diversos órganos de nuestro conocimiento sensible,
oportunamente protegidos para que puedan cumplir bien su función, la
posición erguida de su cuerpo, las manos, una boca que puede articular los
sonidos del lenguaje. Asimismo, ha preparado el mundo para que en él
pudiese vivir del modo más adecuado, instaurando el día y la noche, que
rigen el trabajo y el descanso, las estrellas y la luna, que le guían en la
noche, los productos agrícolas para que se alimente, las animales
domésticos para que le ayuden, las estaciones anuales, el agua y el fuego.

Otorgó también al hombre «un alma perfectísima», «capaz de reconocer


la existencia de los dioses», que usa de los sentidos, como los demás
animales, pero que fue también dotada de razón y lenguaje. Todo ello es
para Sócrates manifestación de «un gran amor a la humanidad» y de su
Providencia [Recuerdos IV, 3, 5-6].

A pesar de la cercanía que se manifiesta en este modo de dotar al


hombre de todo lo necesario, Sócrates sostiene también la divinidad es
máximamente perfecta: «es de tal grandeza y tal categoría que puede verlo
todo al mismo tiempo, oírlo todo, estar presente en todas partes y
preocuparse de todo al mismo tiempo» [Recuerdos I, 4, 18].

Sócrates afirma también que ha quedado un reflejo de su grandeza en las


cosas visibles, y que por tanto a través de éstas podemos tener un cierto
conocimiento de la Inteligencia que las ha ordenado, aunque no podamos
conocerla directamente:
El dios que ordena y abarca todo el universo, en quien reside
toda bondad y toda belleza y las mantiene continuamente para
nuestro uso intactas, sanas y sin vejez, sirviéndonos sin fallo
más rápidamente que el pensamiento, este dios se deja ver
como realizador de las más grandiosas obras, pero como
regente de todo es para nosotros invisible. Reflexiona que
hasta el sol, que parece que todos lo ven, no permite a los
hombres mirarlo con fijeza, y si alguien intenta mirarlo
desvergonzadamente, le quita la visión [Recuerdos IV, 3, 13-
14].

Al leer estos pasajes de Jenofonte, y compararlos con las escasas


informaciones que proporciona el Platón de los primeros diálogos, muchos
se han preguntado cuál es la razón por la que Platón no presenta en modo
desarrollado la teología de Sócrates. Algunos han creído ver en ello una
prueba de que tales doctrinas eran del propio Jenofonte, o de que las había
tomado de otros autores (algunas, en efecto, estaban ya presentes en
pensadores anteriores a Sócrates). Pero algunos testimonios de Platón y
Aristóteles nos permiten suponer que, al menos en sus rasgos
fundamentales, eran de Sócrates. Por ello, la respuesta más convincente
para explicar las ausencias en las obras platónicas me parece que la da
Reale: el tipo de argumentación que Sócrates presentaba acerca de los
dioses no era metafísico, sino más bien intuitivo; un razonamiento por tanto
que podía parecer convincente a un hombre como Jenofonte, pero que
dejaba insatisfecho a Platón, que creyó conveniente fundar de un modo
nuevo estas doctrinas [Reale 2001: 267-8].

No hay que olvidar, de todos modos, que el propio Platón presenta ya


algunos de los elementos de esta teología: el mandato divino del que habla
en la Apología presupone un dios inteligente y atento a las necesidades de
la ciudad; y afirma además que los dioses no se desentienden de las
dificultades del hombre bueno [Apología 41d].

En cualquier caso, es evidente no sólo que la piedad era compatible con


esta concepción de la divinidad, sino que Sócrates le daba un contenido al
mismo tiempo más racional y más religioso. Quedan ciertamente rastros del
politeísmo, pues se sigue hablado de una pluralidad de fuerzas de carácter
divino (que algunos intérpretes han visto como
diferentes manifestaciones del único espíritu supremo, matizando entonces
la admisión socrática del politeísmo). De todos modos, se da ya la tendencia
a hablar de un Dios uno, y, sobre todo, se interpreta de un modo nuevo la
relación entre el hombre y la divinidad.

A este respecto, es paradigmático el diálogo que Platón presenta entre


Sócrates y Eutifrón, acerca de qué es la piedad. Al inicio del diálogo que
lleva su nombre, Eutifrón se dirige hacia el tribunal, para acusar de impiedad
a su propio padre. Si se atreve a hacer tal cosa, tendrá que estar muy
seguro de lo que es la piedad; mucho más seguro que cualquier otro, por
ejemplo, que los que acusaban a Sócrates mismo. Pero a lo largo
del Eutifrón Platón muestra que ese hombre no sabe qué es la piedad, y
con ello nos ofrece un ejemplo concreto de la confusión que acerca de esta
cuestión había en la ciudad.

El diálogo no concluye (pues Eutifrón tiene prisa por escapar de Sócrates,


que le hace ver su propia ignorancia), pero en él aparecen claras algunas
ideas interesantes acerca de la piedad: que no tiene sentido hablar
del cuidado de los dioses [Eutifrón 12a], como si pudiésemos hacer mejores
a los dioses con nuestros cuidados, y que la piedad tampoco es el saber
«decir y hacer lo que complace a los dioses, orando y haciendo sacrificios»
[Eutifrón 14b], como si fuera una especie de comercio entre los dioses y los
hombres. Como ha visto bien Vlastos, a lo largo del diálogo Sócrates estaba
defendiendo una precisa definición de piedad: «hacer una obra divina para
beneficiar a los hombres»; y la oración que se corresponde con este tipo de
piedad, no sería un egoísta «que Tú hagas mi voluntad», sino un «que yo
haga tu voluntad» [Vlastos 1991: 176].

Desde esta perspectiva, la Apología escrita por Platón es una gran


prueba de la piedad de Sócrates, pues en ella muestra constantemente el
deseo que ha acompañado gran parte de la vida de Sócrates: poner en
práctica su vocación divina en servicio de la ciudad. Toda su actividad
pública no es más que obediencia a lo que le «ha sido encomendado por el
dios por medio de oráculos, de sueños y de todos los demás medios con los
que alguna vez alguien, de condición divina, ordenó a un hombre hacer
algo» [Apología 33c].

El modo en que Sócrates trata de cumplir los mandatos divinos se


concreta en la obediencia a lo que llama el daimonion: una voz o señal
divina que, según el testimonio de Platón, le indica lo que no debe hacer, de
modo que el hecho de no escucharla cuando está a punto de emprender
una acción es para Sócrates un indicio suficiente de que está haciendo lo
que debería. En la Apología, por ejemplo, cuando Sócrates explica la causa
de que no se hubiese ocupado de cuestiones políticas, afirma:

La causa de esto es lo que vosotros me habéis oído decir


muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí
algo divino y demónico [...] Está conmigo desde niño, toma
forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de
lo que voy a hacer, jamás me incita. Es esto lo que se opone a
que yo ejerza la política [Apología 31c-d].

Cuando Jenofonte habla de esa voz [Recuerdos I, 1, 4], afirma que no


tiene sólo un carácter negativo (señalar lo que Sócrates no debe hacer),
sino también positivo: es una especie de don profético, que le ayudaba a
aconsejar bien a sus amigos. En cualquier caso, es también un ejemplo
concreto de su servicio a los dioses, obedeciendo a todo lo que le piden.
Pero Jenofonte añade también que éste sería precisamente el verdadero
motivo de la acusación: «Se había divulgado que Sócrates afirmaba que la
divinidad le daba señales, que es la razón fundamental por la que yo creo
que le acusaron de introducir divinidades nuevas» [Recuerdos I, 1, 2].

En realidad, la acusación de impiedad, que no había sido suficientemente


fundada durante el proceso, no debió de pesar de un modo especial en el
momento de la decisión de los miembros del tribunal. Y menos todavía
el daimonion: cuando los atenienses oían hablar de él, pensarían sólo que
Sócrates era una persona un poco excéntrica; pero estaban demasiado
habituados a los casos de “posesión” para acusar por ello a Sócrates de
impiedad [Burnet 1981: 149].

La causa de la condena tampoco podía ser el introducir nuevas


divinidades, puesto que no parece que nadie haya explicado con un mínimo
de detalle cuáles eran tales divinidades introducidas por Sócrates. Además
hay que tener en cuenta que en Atenas no había una religión oficial, con
una serie de dogmas comúnmente admitidos por todos. No existía por tanto
la figura del hereje, y había una gran libertad para introducir divinidades.
Tampoco sus críticas a las mitologías que transmitían los poetas eran
motivo suficiente para su condena, pues en realidad pocos creían en ellas:
las personas educadas las tomarían como una creación de los poetas; los
incultos en buena parte las desconocían [Burnet 1981: 148].
De todos modos, aunque el motivo de fondo de la condena fuese otro, no
se puede dudar que la impiedad era la excusa. Y ciertamente no era difícil
presentar la actividad educativa de Sócrates como peligrosa para la ciudad.

Hay que reconocer que muchas de las especulaciones de los filósofos


precedentes habían demolido las antiguas ideas religiosas tradicionales;
pero la gran capacidad crítica de ellos no había ido acompañado de nuevas
propuestas, más racionales. Va surgiendo por tanto un generalizado
pensamiento pragmático, que justifica la búsqueda exclusiva del placer y los
honores personales. Todo ello, como es lógico, minaba en lo más profundo
los fundamentos de la polis ateniense, totalmente incompatibles con la
nueva actitud individualista que se estaba difundiendo.

Por ello, los más conservadores veían también con malos ojos la nueva
situación de confusión religiosa, y consideraban que ésa era una de las
causas del declive de la ciudad, acusando a los sofistas de haber hecho
caer sobre la ciudad la cólera de los dioses, por culpa de la impiedad que
enseñaban y practicaban, y de ser por tanto la causa de la decadencia del
estado.

Asimismo, las investigaciones de las cosas del cielo y de la tierra, propias


de los físicos, eran vistas por muchos como manifestaciones de ateísmo:

Estudiar “las cosas subterráneas y celestes” [...] debe


entenderse como el intento de construir explicaciones
naturalistas de fenómenos geológicos, como terremotos y
erupciones volcánicas, por un lado, y de fenómenos
meteorológicos (concebidos muy ampliamente) como la lluvia,
el trueno o los eclipses, por otro. Esta forma de especificar el
ámbito de la filosofía natural es muy significativa, porque
abarca precisamente los fenómenos que la tradición suponía
que revelaban la voluntad de los dioses. Adivinos y profetas,
quienes debían interpretar tales sucesos de forma religiosa
para los miembros de la comunidad, no miraban con buenos
ojos la nueva física, que suponía una amenaza a su oficio y, si
se adoptaba en gran escala, una amenaza a la religión del
estado [Gómez-Lobo 1999: 46-47].

A este respecto es claro un pasaje de Las Nubes, en el que el Sócrates


deformado por la comedia muestra que Zeus no existe. Estrepsíades le
pregunta entonces extrañado: «¿Y entonces quién hace que llueva?». A lo
cual Sócrates responde, señalando las nubes: «¿Quién sino éstas?» [Las
Nubes 366-69]. Y después explica del mismo modo el origen del trueno.
Como ya hemos visto, Sócrates había abandonado las investigaciones
naturales a las que se había dedicado en la juventud. Pero no hay que
olvidar que la mayor parte de los atenienses no distinguían entre la filosofía
de Sócrates y la de los sofistas o los físicos jónicos. Podemos comprender,
por tanto, que muchos miembros del tribunal pudiesen creer que las
doctrinas teológicas de Sócrates eran también una amenaza para el estado.

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