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El flâneur

en las prácticas culturales,


el costumbrismo y el modernismo
Dorde Cuvardic García

El flâneur
en las prácticas culturales,
el costumbrismo y el modernismo

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3. La flanerie en la teoría estética de Baudelaire
Contribución clave para la comprensión de la flanerie como categoría es-
tética es el ensayo El pintor de la vida moderna, 1863, dedicada a mostrar
los intereses que el artista debe asumir en la sociedad contemporánea (la
francesa, alrededor de 1860). En primer lugar, debe discriminarse qué en-
tiende Baudelaire por modernidad. Es un término que aparece en diversas
oportunidades en su escritura. Es el caso de la famosa descripción que Bau-
delaire nos ofrece del flâneur en el capítulo “La modernidad”, al referirse a
su amigo Constantin Guys: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo
contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable.”
(Baudelaire, 1996: 361). El arte contiene una parte transitoria, la moderni-
dad, y una eterna. Una formulación similar aparece en el primer capítulo de
El pintor de la vida moderna, titulado “Lo bello, la moda y la felicidad”:
“Lo bello está hecho de un elemento eterno, invariable, cuya cantidad es
excesivamente difícil de determinar, y de un elemento relativo, circunstan-
cial, que será, si se quiere, por alternativa o simultáneamente, la época, la
moda, la moral, la pasión.” (Baudelaire, 1996: 351). Aquí el término arte ha
sido sustituido por lo bello: la belleza tiene un elemento eterno.
Ahora bien, ¿qué entiende Baudelaire por transitorio y qué por eterno?
Se ha destacado, por una parte, el carácter irónico de estos ensayos. Por otra
parte, Raser (2001: 61-71) habla del carácter elusivo del tema principal de
El pintor de la vida moderna, sobre el que los críticos no se han puesto de
acuerdo: la modernidad, la belleza, la velocidad y la acción de la sociedad
contemporánea, la escritura… En particular, Brix (2001: 1-14) considera
que su concepto de belleza, en un proceso que comienza a darse en la estéti-
ca en el siglo XIX, se aleja del paradigma platónico, donde cuenta con
atributos inmutables, y adquiere atributos más contingentes, basado en la
experiencia subjetiva; el objeto bello no es aquel que contenga las marcas de
alguna idea trascendental de belleza, sino aquel que despierte sensaciones y
sentimientos en el espectador, y que pueda proceder de sus experiencias
cotidianas. Bajo este presupuesto, lo transitorio puede ser la sociedad urba-
na. ¿Qué espacios o tipos sociales representa el pintor de la vida moderna,
según Baudelaire? Debe ocuparse del militar, el dandi, la mujer y la prosti-
tuta, a los que dedica algunos capítulos en la parte final de su ensayo. Son
los tipos sociales que transitan en los espacios públicos: los bulevares, los
parques, los teatros, los cafés… Como bien ha resaltado Tester (1994: 16-
17), París es, para Baudelaire, la modernidad, lo transitorio, lo efímero. Esto
sería lo transitorio de la modernidad, el objeto de representación artística.

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¿Y qué es el elemento eterno de la belleza de la modernidad? Para Stierle
(1980: 345-361), está otorgado por la obra de arte terminada, por la forma
expresiva (en términos semióticos) resultante del proceso creativo del artis-
ta: “Lo eterno es la unidad o gestalt de una obra de arte, una unidad que,
para Baudelaire, ha sido sacada de la temporalidad. Es el producto de la más
profunda subjetividad del artista.” En los textos clásicos de estética se aso-
cian la belleza -el fin último de la obra de arte- y la eternidad. Un ejemplo lo
ofrece el Laocoonte, de Lessing, quien, en el capítulo III de esta obra, decla-
ra que el arte otorga una perpetuidad invariable al instante único que
muestran las representaciones visuales (Lessing, 2002: 59). Y en Baudelaire,
la ciudad es lo efímero, que el artista convierte en forma expresiva artística,
en belleza eterna. El flâneur es quien extrae la cualidad estética o eterna de
la diversidad de fenómenos transitorios que la ciudad ofrece (Neumeyer,
1999: 73) para ofrecerla en sus cuadros o escenas. Cabe destacar que lo
transitorio no se refiere exclusivamente a la modernidad parisina urbana.
También se puede extraer belleza eterna de otras épocas históricas, es decir,
de otras épocas transitorias, como se declara en el capítulo “La moderni-
dad”:

“Ha habido una modernidad para cada pintor antiguo; la mayor parte de los
hermosos retratos que nos quedan de tiempos anteriores están vestidos con
trajes de su época. […] cada época tiene su porte, su mirada y su sonrisa
[…]. Este elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan fre-
cuentes, no tiene el derecho de despreciarlo o de prescindir de él. […] En
una palabra, para que toda modernidad sea digna de convertirse en antigüe-
dad, es necesario que se haya extraído la belleza misteriosa que la vida
humana introduce involuntariamente.” (Baudelaire, 1996: 362).

Es decir, cada época histórica contiene la belleza suficiente (sus costum-


bres, sus objetos, su vestimenta, sus edificios) como para ser objeto de
representación artística. Además, aquí Baudelaire se enfrenta a las posicio-
nes nostálgicas en la historia del arte que reniegan de la modernidad
decimonónica (urbe, industrias) como tema artístico y que se circunscriben a
un falso historicismo.
La pertinencia de representar la modernidad urbana (y ya no un pasado
mitológico o bíblico falso o acartonado), ingresa al ámbito de la crítica de
arte en el siglo XIX. La representación de la ciudad debe ser emprendida por
un artista que se sumerja en sus espacios públicos. Si este último quiere re-
presentar la modernidad cultural, el artista debe ser un flâneur. En un
artículo poco conocido, el Salón de 1845, en la sección “Esculturas”, Baude-

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laire (1996: 85) defiende implícitamente la presencia de lo urbano – lo nue-
vo – en la pintura al declarar que ‘nos’ apremia y rodea el heroísmo de la
vida moderna, lo nuevo, y que será el verdadero pintor el que sabrá arrancar
a esta vida su lado épico, el que sabrá hacer ver y comprender al público lo
grande y poético que es el individuo con corbata y botines de charol. Este
último es el dandy, tipo social que será representado por todo aquel artista
interesado en lo contemporáneo.
Este aprecio por la novedad surge en la historia de la estética con la apa-
rición del discurso de lo pintoresco. Joseph Addison, en Los placeres de la
imaginación, en uno de los más importantes ensayos de estética del siglo
XVIII, argumenta sobre los valores de la diversidad y de la novedad en la
naturaleza, que en el siglo XIX serán desplazados hacia la ciudad por el cos-
tumbrismo. Este discurso de lo pintoresco, aplicado en el XVIII al espacio
rural humanizado (domesticado, civilizado), y que tiene a la novedad como
principal valor, encontrará su traducción en el XIX en el discurso literario
con la ‘pintura’ de costumbres de las escenas de ciudades. Lo pintoresco
rural pasa a convertirse, en el movimiento costumbrista, en pintoresco ur-
bano. El pensamiento encuentra agitación ante la transitoriedad urbana
(podríamos decir también excitación o atracción) y el agente encargado de
representarla es el artista flâneur. En el capítulo “El artista, hombre de mun-
do, hombre de la multitud y niño”, declara Baudelaire que, en la mañana, al
despertar, el artista moderno siente una necesidad irresistible de salir a la
calle y apreciar, no la totalidad de los estratos sociales, sino más bien el gran
mundo, el que pasea para exhibirse:

“Admira la eterna belleza y la sorprendente armonía de la vida en las capita-


les, armonía tan providencialmente mantenida en el tumulto de la libertad
humana. […] Disfruta de los bellos carruajes, de los fieros caballos, de la
limpieza deslumbrante de los botones, de la destreza de los lacayos, de los
andares de las mujeres ondulantes, de los niños guapos, felices de vivir y de
estar bien vestidos; en una palabra, de la vida universal” (Baudelaire, 1996:
359).

En otra crítica poco conocida, Baudelaire también promueve la necesidad


de representar el paisaje urbano, de donde se extraerá la belleza artística,
eterna. En el Salón de 1859, sección “El paisaje”, echa en falta “un género
que llamaría con gusto el paisaje de las grandes ciudades, es decir, la colec-
ción de las grandezas y de las bellezas que resultan de una poderosa
aglomeración de hombres y monumentos” (Baudelaire, 1996: 278). Del se-
ñor Merino, que años antes había pintado aguafuertes de París, declara la

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solemnidad con la que representa una ciudad inmensa, a la que llama el de-
corado de la civilización, con los campanarios, los obeliscos de la industria
(las chimeneas), los monumentos en reparación o la profundidad de sus pes-
pectivas (Baudelaire, 1996: 278).
Las transformaciones urbanísticas, la industria, y la ciudad como espec-
táculo (drama) de las paradojas, es lo efímero que será expresado por la obra
de arte, lo eterno. Ideas similares se encuentran en “Del heroísmo de la vida
moderna”, del Salón de 1846. La prensa de sucesos y el espectáculo de la
vida elegante y de las miles de existencias criminales de los subterráneos de
la gran ciudad “nos demuestran que nos basta con abrir los ojos para cono-
cer nuestro heroísmo.[…]¡Hay por lo tanto una belleza y un heroísmo
modernos![…]La vida parisiense es fecunda en temas poéticos y maravillo-
sos.” (Baudelaire, 1996: 187).
Es decir, en la crítica de arte de Baudelaire, la épica de las transforma-
ciones urbanas es valorada positivamente como tema de representación
pictórica. ¿Qué valores son pregonados? La industrialización, la acumula-
ción de formas de pensar diferentes, la diversidad, la mezcla de lo viejo y de
lo nuevo, la constante transformación del paisaje urbano, la multiplicación,
hasta el infinito, de los deseos e ideales de cada uno de los habitantes de la
ciudad. Queda por responder a la pregunta: ¿Qué es el heroísmo de la vida
moderna? No sólo aparece este término en su crítica de arte (lo acabamos de
ver en la cita precedente), sino también en sus poemas, como es el caso de
“Los siete viejos”. ¿Por qué el artista flâneur es el héroe de la modernidad?
Neumeyer (1999: 113-4) ofrece una respuesta: es quien se expone a los pro-
cesos modernizadores, poniendo en peligro muchas veces su identidad en
encuentros que le conmocionan, que le provocan un shock; es quien, a pesar
de todo, logra extraer de estas percepciones, interpretadas como deficitarias,
su lado eterno, estético.
El pensamiento de Baudelaire es polivalente: mientras en El pintor de la
vida moderna exalta la modernidad, en Las flores del mal y El spleen de
París se detiene en sus consecuencias negativas, tanto para la subjetividad
del urbanita como para los grupos sociales marginados.

3.1. Los atributos del artista moderno en Baudelaire: la percepción


caleidoscópica, la curiosidad, la convalecencia, la embriaguez y la niñez
El pintor de la vida moderna pertenece a aquella larga tradición cultural
que, desde las fisiologías y las colecciones de tipos sociales costumbristas,
asocia la flanerie con la escritura literaria y la producción artística. El artis-

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ta, frente a la modernidad decimonónica (o frente a la modernidad de cual-
quier otra época histórica), cumple el papel activo de representarla. Su
función es distinguir y extraer los valores eternos (estéticos), de los espa-
cios, relaciones sociales o experiencias efímeras, posibles temas para la
representación artística:

“Sin duda, este hombre, tal como lo he pintado, este solitario dotado de una
imaginación activa, viajando siempre a través del gran desierto de hombres,
tiene un fin más elevado que el de un simple paseante, un fin más general,
otro que el placer fugitivo de la circunstancia. Busca algo que se nos permiti-
rá llamar la modernidad; […] Se trata, para él, de separar de la moda lo que
puede contener de poético en lo histórico, de extraer lo eterno de lo transito-
rio” (en cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 361).

Es decir, el artista extrae la belleza (valor eterno) de lo transitorio, de lo


novedoso, del espacio público de la ciudad, tipificada como desierto, metá-
fora común en el siglo XIX. Este papel activo asignado al artista también
aparece al final de “Los carruajes”, capítulo con el que concluye El pintor
de la vida moderna. El Sr. G. “ha buscado por todas partes la belleza pasaje-
ra, fugaz, de la vida presente, el carácter de lo que el lector nos ha permitido
llamar la modernidad.” (en cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 392).
Pero más que extracción de la belleza artística de las experiencias históricas,
debemos hablar, más propiamente, de construcción subjetiva y asignación
de belleza artística a estas últimas, perfilada gracias al empleo de la imagi-
nación poética. La modernidad es un constructo elaborado por el artista
flâneur (Neumeyer, 1999: 76), aunque el propio Baudelaire no lo nombra
con este término21. En “El artista, hombre de mundo, hombre de la multitud
21
Baudelaire no designa al Sr. Guy con el nombre flâneur. Frente a los conceptos dandy y
filósofo, prefiere llamarle moralista pintoresco: “Yo le llamaría gustosamente dandy, y
tendría para ello algunas buenas razones; pues la palabra dandy implica una quintaesencia
de carácter y una inteligencia sutil de todo el mecanismo moral de este mundo; pero, por
otra parte, el dandi aspira a la insensibilidad, y en ese aspecto el Sr. G., que está dominado
por una pasión insaciable, la de ver y sentir, se aparta violentamente del dandismo.” (en
cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 358). La comunión universal con la multitud es la
disposición del flâneur, de la que carece el dandy, cuyo interés es, más bien, la de ser visto
y la de ser admirado. Asimismo, tampoco lo puede definir como filósofo: “Lo adornaría
con el nombre de filósofo, al que tiene derecho por más de una razón, si su amor excesivo a
las cosas visibles, tangibles, condensadas en su estado plástico, no le inspirara cierta repu-
gnancia hacia aquellas ue forman el reino impalpable del metafísico.” (Baudelaire, 1996:
358). Lo define como moralista pintoresco, aunque se limita a equipararlo con un famoso
escritor de caracteres, a un fisionomista: “Reduzcámole pues a la condición de puro mora-
lista pintoresco, como La Bruyére.” (Baudelaire, 1996: 358). Es una lástima que pierda la

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y niño”, se refiere, con iniciales, C.G., a un artista de esta clase, el pintor y
dibujante Constantin Guys, al que tipifica como “[g]ran enamorado de la
multitud y del incógnito” (Baudelaire, 1996: 355). Baudelaire ofrece una
definición del flâneur, más que todo, a partir de sus actividades. Al describir
al Sr. G., explica que la multitud es su dominio:

“Su pasión y su profesión es adherirse a la multitud. Para el perfecto pa-


seante, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir
domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y
lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas par-
tes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo
[…] El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógni-
to. […] el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en un
inmenso depósito de electricidad. También se le puede comparar, a él, a un
espejo tan inmenso como la multitud; a un caleidoscopio dotado de cons-
ciencia, que, a cada uno de sus movimientos, representa la vida múltiple y la
gracia moviente de todos los elementos de la vida. Es un yo insaciable del no
yo, que a cada instante, lo restituye y lo expresa en imágenes más vivas que
la vida misma, siempre inestable y fugitiva.” (en cursiva en el original)
(Baudelaire, 1996: 359).

Los espacios que representa el artista son familiares. Son conocidos por-
que los transita todos los días: ‘sentirse en casa en todas partes’. No ‘exhibe’
ante los demás su actitud reflexiva, necesaria para su creación artística: se
hace pasar por un transeúnte o consumidor cualquiera. Mantiene su reflexi-
vidad en secreto (incógnito). Es el caso opuesto del dandy, que exhibe su
singularidad.
Es un caleidoscopio (metáfora ‘óptica’ que comienza a proliferar en el
siglo XIX): es decir, está abierto, potencialmente, a la percepción de la di-
versidad y fragmentación de las relaciones sociales urbanas. De hecho, el
caleidoscopio, patentado en 1817 por David Brewster, se convirtió en el
siglo XIX en un modelo metafórico para describir las condiciones percepti-
vas fluctuantes de la urbe. Louis Enault, en Los bulevares, 1856, incluso
deja de utilizar este término para tipificar al flâneur y lo traslada a los pro-
pios espacios que transita, los bulevares: “[E]sta marcha incesantemente
nueva, este desfile sin fin, este caleidoscopio de incansables fantasías, este
espectáculo de miles de representaciones, este vaivén perpetuo, esta mezcla
de todo, esta cosa ondulante y bizarra…” (en Severin, 1988: 35). Esta metá-

oportunidad para definir con un término concluyente al artista moderno. Según esta última
comparación, parece ubicarlo en aquellos artistas que construyen fisiologías, caracteres.

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fora óptica también es utilizada en “Omnibuses”, de la colección Sketches
by Boz, de Dickens: “Los pasajeros cambian tan a menudo en el curso de un
día como las figuras de un caleidoscopio, y aunque no es tan brillante, es de
lejos más entretenido.” (Dickens 1957: 139). Gunning (1997: 32-33) explica
su principio estético y su pertinencia como término de comparación en la
descripción de las cambiantes condiciones perceptivas urbanas, que alternan
orden y cambio: “La ciudad como espectáculo desplegaba los mismos pa-
trones fluctuantes de color y composición que el caleidoscopio”. Considero
que Gunning (1997: 32), en todo caso, se equivoca cuando considera al ca-
leidoscopio como el equivalente mecánico del badaud, el mirón ocioso,
irrelevante para la penetrante mirada del clásico flâneur. Considero que am-
bos tipos sociales materializan la percepción caleidoscópica de la urbe, pero
mientras el flâneur procura comprender el sentido de estos estímulos en
constante transformación y el trasfondo ideológico de esta experiencia, el
badaud sólo se divierte, abierto al placer de la estimulación sensorial22.
La flanerie y su disposición perceptiva receptiva (‘espejo tan inmenso
como la multitud’, ‘insaciable’) conlleva la recolección de la diversidad so-
cial de la modernidad – materia prima o sustancia del contenido (en
términos semióticos) – que debe adquirir la forma expresiva final de una
pintura o de un escrito (la obra de arte acabada). La flanerie es la condición
y la posibilidad del arte, ya que sin flanerie, sin la disposición perceptiva del
artista, que registra sus observaciones, no se podría dar la obra artística
(Neumeyer, 1999: 71). Por último, de la misma forma que el escritor sale a
la calle con el propósito de encontrar temas para su escritura, una vez reco-
lectados estos materiales – gracias a su gran capacidad receptiva – debe
regresar a su escritorio para conferirles forma expresiva final, como expresa
Baudelaire en “El artista, hombre de mundo, hombre de la multitud y niño”:

“Ahora, a la hora en que los otros duermen, éste está inclinado sobre su me-
sa, asestando sobre una hoja de papel la misma mirada que dedicaba
anteriormente a las cosas […] Y las cosas renacen sobre el papel […]. La
fantasmagoría se ha extraído de la naturaleza. Todos los materiales de los
que se ha atestado la memoria se clasifican, se alinean, se armonizan y expe-
rimentan esa idealización forzada que es el resultado de esa percepción
infantil, es decir, de una percepción aguda, ¡mágica a fuerza de ingenuidad!”
(en cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 360).

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Crary (2008a: 154) se ocupa de describir su funcionamiento cuando analiza las implica-
ciones de los dispositivos ópticos para la subjetividad en el siglo XIX.

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El proceso creativo es posterior a la recolección de las percepciones vi-
suales, antes de que intervenga la técnica. La imaginación creativa, en el
momento de la escritura, hace uso de la memoria como principal materia
prima. Así, los recuerdos sobre el mundo objetivo quedan sometidos al pro-
ceso de la creación artística, altamente subjetivo. Debe pasar cierto tiempo
entre el momento de la experiencia y su representación artística, como ya
señaló William Wordsworth al referirse al proceso creativo. El escritor no
puede componer en estado de excitación, de exaltación. Baudelaire sigue la
tradición romántica en este aspecto.
La disposición perceptiva del flâneur es de apertura (Neumeyer, 1999:
99), típica del niño. La curiosidad es otra manera de nombrar este éxtasis
ante la novedad. Baudelaire, en “El artista, hombre de mundo, hombre de la
multitud y niño”, destaca que el Sr. G. (el artista de la vida moderna) es un
cosmopolita que se interesa por todo: “la curiosidad puede ser considerada
el punto de partida de su genio.” (en cursiva en el original) (Baudelaire,
1996: 357). Se puede comparar con la disposición típica de un convaleciente
que se acerca a un espacio atestado de gente después de encontrarse muchos
meses recluido por culpa de una enfermedad, y con la pretensión de superar
su aislamiento, ejemplificada a partir de la apertura perceptiva del narrador
al inicio del cuento El hombre de la multitud, de Edgar Allan Poe (Baude-
laire, 1996: 357). Se establece la analogía entre la disposición convaleciente
del flâneur y la mirada infantil hacia la realidad. Ambos, impulsados por la
curiosidad, quieren quedar saciados de novedades:

“El convaleciente disfruta en el más alto grado, como el niño, de la facultad


de interesarse vivamente por las cosas, incluso las más triviales en aparien-
cia. Remontémonos […] hacia nuestras impresiones más jóvenes, primeras,
y reconoceremos que tenían un singular parentesco con las impresiones, tan
vivamente coloreadas, que recibimos más tarde tras de una enfermedad físi-
ca, siempre que esta enfermedad haya dejado puras e intactas nuestras
facultades espirituales.” (Baudelaire 1996: 356).

Un poco más adelante equipara estas dos disposiciones a la del artista


(Baudelaire, 1996: 357). Según Gleber (1999: 160), evocar la experiencia
mágica infantil le permite al artista suspender en su conciencia la compren-
sión del mundo del adulto. Antes de la elaboración consciente de las
percepciones recolectadas, tanto el niño como el artista asumen una mirada
libre de prejuicios. Señala Keidel (2006: 19) que la capacidad para empren-
der una mirada ingenua libre de estereotipos (una primera mirada) hacia la
ciudad, que se encuentra en Baudelaire, se convertirá casi en canónica para

94
la perspectiva del flâneur, como es el caso de Franz Hessel y Walter Benja-
min. Sólo Sartre discrepa de la mirada infantil como libre de estereotipos:
“Todo es novedad, en efecto, para el niño, pero lo nuevo ya ha sido nom-
brado, clasificado por otros: cada objeto se le presenta con un rótulo. […]
Lejos de explorar regiones desconocidas, el niño hojea un álbum, recuenta
un herbario, hace inspección de propietario.” (Sartre, 1968: 45). A su vez, el
genio debe quedar domesticado por la habilidad aprendida, por el aprendi-
zaje, por la técnica. En todo caso, la apertura a los estímulos, aunque esté
estructurada cognitivamente, es la actitud que comparten el niño y el flâ-
neur, según Baudelaire:

“El niño lo ve todo como novedad; está siempre embriagado. Nada se parece
más a lo que se llama inspiración que la alegría con que el niño absorbe la
forma y el color. […] el genio no es más que la infancia recuperada a volun-
tad, la infancia dotada ahora, para expresarse, de órganos viriles y del
espíritu analítico que le permite ordenar la suma de materiales acumulada
involuntariamente” (en cursiva en el original) (Baudelaire, 1996: 357).

Debe recordarse que Schiller, en Sobre poesía ingenua y sentimental, ya


vinculó previamente ingenuidad y genio. El flâneur es infantil por la capaci-
dad de absorción de los estímulos exteriores, así como por su uso de la
imaginación, por su capacidad creativa, ya que es capaz de reconstruir,
desde su subjetividad, la realidad percibida, las impresiones y sensaciones
(es decir, los materiales acumulados involuntariamente). El reino de lo ima-
ginario, desde la terminología lacaniana, no sólo es el reino del niño, sino
también del flâneur. El niño, el escritor y el artista manejan los materiales
percibidos con la creatividad y libertad que les proporciona la imaginación.
Severin (1988: 44) plantea que ‘la infancia recuperada a voluntad’ significa
la posibilidad de “manejar voluntaria y conscientemente (‘à volonté’) la
masa de estímulos percibidos involuntariamente.”
La similitud entre la actividad cognitiva del poeta y el niño también fue
formulada por Sigmund Freud en El creador literario y el fantaseo, confe-
rencia de 1907 publicada en 1908: “¿No deberíamos buscar ya en el niño las
primeras huellas del quehacer poético? La ocupación preferida y más inten-
sa del niño es el juego. […] todo niño que juega se comporta como un poeta,
pues se crea un mundo propio o, mejor dicho, inserta las cosas de su mundo
en un nuevo orden que le agrada.” (Freud, 1986, IX: 127). Ahora bien, el
adulto puede emprender una actividad similar. El adulto también fantasea,
construye sueños diurnos (Freud, 1986, IX: 128). Esta actividad es propia
del flâneur artista o escritor. Hablamos de la actividad reorganizadora del

95
niño y del artista (la Retótica se refiere a esta táctica como dispositio de ma-
teriales ya existentes).
La mirada del convaleciente y la infantil han sido consideradas como
prototípicas por diversos teóricos de la modernidad. El ojo inocente del niño
ingenuo fue muy valorado durante la Ilustración y el Romanticismo (Jay,
2007: 298). John Ruskin, en la crítica de arte, se refiere a la inocencia del
ojo que utiliza el pintor moderno en su proceso artístico: “Toda la fuerza
técnica de la pintura depende de que podamos recuperar lo que podría lla-
marse la inocencia del ojo, es decir, una suerte de percepción infantil de
estas manchas lisas de color, tal como son, sin conciencia de lo que signifi-
can, como las vería un hombre ciego que de pronto recobrara la vista.” (en
cursiva en el original) (en Crary, 2008a: 130). Y Paul de Man, en su ensayo
“Historia literaria y modernidad literaria”, de Visión y ceguera, resume esta
modalidad de comprensión de la modernidad:

“Las figuras humanas que personifican la modernidad aparecen definidas en


términos de vivencias como la niñez o la convalecencia, como la percepción
de frescura que surge de una pizarra recién lavada, de la ausencia de un pa-
sado que aún no ha tenido tiempo de empañar la inmediatez de la percepción
(aunque lo recién descubierto prefigura al instante el final de esta frescura)”
(De Man, 1991: 175).

La apertura perceptiva libre de prejuicios del literato y del artista no es


sino otra manera de nombrar la desfamiliarización y desautomatización des-
de el que, según los formalistas rusos, plantean su proceso creativo23.
En todo caso, como fase posterior a la inocencia infantil, el flâneur adop-
ta una actitud analítica, después de la disposición receptiva. En estas
ocasiones, asume una actitud muchas veces desengañada, melancólica, otra
imagen prototípica del artista en la modernidad.

4. El flâneur en la prosa y en la poesía de Baudelaire


En la poesía y los poemas en prosa de Baudelaire, frente a El pintor de la
vida moderna, pasamos a comprender al flâneur como un artista en relación
problemática con la urbe. Es un bohemio en los márgenes del sistema eco-

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Por ultimo, también Frisby (1992: 44) comenta las afinidades entre la novedad, la conva-
lescencia y la infancia, específicamente en El pintor de la vida moderna.

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nómico burgués que considera a los tipos sociales marginales de la sociedad
urbana como alegorías de su propia subjetividad problemática. En la misma
línea, según Prendergast, para Baudelaire “la exploración de la ciudad es un
pretexto para la exploración de sí mismo.” (1992: 94).

4.1. El flâneur en Las flores del mal: la transformación estética del espacio
urbano y la proyección del alma del artista en la Otredad urbana
Un importante hito en las representaciones de la flanerie es la sección
“Cuadros Parisinos”, que apareció en la segunda edición de Las flores del
mal, de 1861. Está compuesto por ocho poemas que en la primera edición,
de 1857, formaban parte de la sección Spleen e ideal, y por 10 poemas que
habían aparecido entre 1857 y 1861 en diversos periódicos. Entre ellos, el
yo-lírico flâneur se representa en “El sol”, “A una mendiga pelirroja”, “El
cisne”, “Los siete viejos”, “Las viejecitas”, “Los ciegos” y “A Una tran-
seúnte”.
Stierle (1980: 62) habla de la relevancia de la teoría de la modernidad de
Baudelaire, ofrecida en el grupo de ensayos El pintor de la vida moderna, a
la hora de comprender la lírica de este autor. Hay que añadir también el Sa-
lón de 1846 y el Salón de 1859, que complementan esta teoría24.
El título de la sección “ Cuadros Parisinos” de Las flores del mal rese-
mantiza el género costumbrista francés del tableau, cuadro o escena.
Baudelaire traduce, adaptándolos a la lírica, este género, sus temas y su fi-
gura prototípica, el flâneur (Neumeyer, 1999: 97-8). Para Stierle (1980:
345), “los Cuadros Parisinos” de Baudelaire constituyen un ejemplo de in-
novación en la ‘alta literatura’ mediante la adaptación y la transformación
de formas no literarias o paraliterarias de comunicación”, en referencia di-
recta a los cuadros o escenas [tableaux] costumbristas de las colecciones de
tipos sociales y de las fisiologías. Se opera una transposición de un género
de la prosa paraliteraria a la lírica. La urbe se había utilizado hasta entonces,
sobre todo, en la poesía satírica (Stierle, 1980: 358), y con Baudelaire ingre-
sa en la modalidad lírica. Keidel (2006: 17-8), asimismo, señala que
Baudelaire traduce el género del tableau a la lírica, con una reducción de su
diversidad temática y desde una modalidad ya no satírica, sino seria.
Se opera una reducción temática porque se reducen los tipos sociales y
los espacios urbanos representados. Baudelaire “[c]onsidera la conocida y
brillante vida pública de los bulevares de manera crecientemente crítica y

24
Neumeyer (1999: 97-125) sigue este mismo programa y analiza los poemas de la sección
Cuadros parisinos a partir de los ensayos mencionados

97
reduce su mirada hacia lo desconocido, hacia los fenómenos y figuras peri-
féricos de la sociedad parisina.” (Keidel, 2006: 18). El espacio en el que se
desenvuelve este encuentro entre el flâneur se circunscribe a los degradados,
donde tendrá encuentros fugaces con figuras marginales: “El ambiente de
estas figuras son los deteriorados barrios ruinosos del viejo París.” (Keidel,
2006: 18). La Otredad marginal con la que se encuentra el yo-lírico remite,
finalmente, a ‘las miles de existencias flotantes que circulan por los subter-
ráneos de una gran ciudad’ a las que se refiere en “El heroísmo de la vida
moderna”, del Salón de 1846. Pero en lugar de emprenderse la crítica social
contra las consecuencias perniciosas de la industrialización, al estilo de En-
gels o de Flora Tristán, se procede a una identificación alegórica entre el yo-
lírico y las figuras callejeras: “Los poemas no se preocupan ni por la crítica
social ni por la interpelación moral. Las figuras individuales se encuentran
en una estrecha relación recíproca con el yo-narrador del flâneur, sobre los
que refleja su propia existencia.” (Keidel, 2006: 18). Son figuras sobre las
que el yo-lírico proyectará una relación imaginaria, en la que ambas partes
quedan equiparadas en su papel de víctimas de los procesos de exclusión
propugnados por la modernidad.
Asimismo, el flâneur costumbrista queda resignificado en Baudelaire, al
aparecer dotado de subjetividad (Neumeyer, 1999: 98). En las colecciones
de tipos sociales, los capítulos que le caracterizan le definen por las acciones
que protagoniza, mientras que en los tableaux o escenas urbanas predomina
la descripción de la realidad urbana desde su puesto de observador-testigo
de los acontecimientos. Stierle (1980: 359-360) también señala que en el
tableau o cuadro costumbrista, el flâneur se mueve en un espacio urbano
familiar, mientras que en Baudelaire, su subjetividad se expone a las expe-
riencias alienadas de la urbe, a su vez emblema del autoextrañamiento que
el yo-lírico vive en este entorno: “El sujeto de la experiencia es tan excéntri-
co, en relación con su mundo, como las apariciones que percibe.” (Stierle,
1980: 360). Este es un legado de la estética romántica, en la que la subjeti-
vidad del yo-lírico queda proyectada en el mundo objetivo: el objeto (el
mundo, la naturaleza, los seres que la habitan) se convierte también en suje-
to, asume los valores del enunciador. Esta experiencia, que surgió primero
en relación con la naturaleza, aparece posteriormente en relación con la
urbe.
En algunos de los poemas de Las flores del mal se produce el shock o la
conmoción del yo-lírico ante la Otredad urbana, que ‘asalta’ su percepción.
Esta es la perspectiva asumida por Sharpe (1990: 40), quien considera que
los poemas “Los siete viejos”, “Las viejecitas”, “Los ciegos” y “A una tran-
seúnte” constituyen el clímax “de la confrontación con las fuerzas

98
desintegradoras de la vida urbana. En la multitud en constante movimiento,
el poeta, que objetivaría a los demás, es en sí mismo el objeto de atención;
buscando fijar al transeúnte o passant(e) con su mirada [gaze], se convierte
en el passant al que asaltan.” (en cursiva en el original). Será esta conmo-
ción el tema de la escritura, de los poemas. El yo-lírico convierte sus
vivencias (Erlebnis), las impresiones que le asaltan, en experiencias (Erfa-
hrung): las racionaliza en su discurso.
Entendida como una unidad, los primeros poemas de los “Cuadros pari-
sinos” nos enfrentan al recorrido de un artista flâneur. En el primer poema,
Paisaje, el yo-lírico todavía no ha iniciado su trayectoria urbana. Se encuen-
tra en una buhardilla, espacio asociado a la vivienda de los escritores pobres
en el siglo XIX. Se encuentra en disposición melancólica, con las manos en
ambas mejillas. Aunque, por lo general, se ha representado al artista melan-
cólico con una mano en la mejilla, el uso de ambas manos en “Paisaje” no
contradice esta iconografía. Observa a través de la ventanilla los tejados y
torres de la ciudad, metamorfoseados metafóricamente gracias al uso de su
imaginación poética. Se utiliza, por primera vez en la sección “Cuadros pa-
risinos”, el término ‘eternidad’ (éternité), que aparecerá en otros poemas: es
el caso, también, de “A una transeúnte” y de “Los siete viejos”. Adopta una
disposición receptiva tanto hacia el mundo de la naturaleza como hacia el
urbano industrial: es el momento de la recogida de material – los estímulos
perceptivos – que emprende el artista. Posteriormente llegará el momento de
la producción artística. Si la mitad del arte es la modernidad transitoria de la
urbe, en “Paisaje” la imaginación del artista la ha transmutado en valores
estéticos, eternos, en escritura artística, su otra mitad.
El yo-lírico, después de observar panorámicamente los techos de la ciu-
dad desde su buhardilla, comienza a deambular por la ciudad. Inicia su
callejeo en “El sol”. En este poema se equipara la flanerie con la escritura;
el yo-lírico tropieza con experiencias en las que, automáticamente, reconoce
valores estéticos. El proceso creativo artístico es posible porque el poeta
callejea. De la flanerie se obtiene el producto estético: “oliendo en los rin-
cones el azar de la rima,/tropezando en palabras como en el
pavimento,/topándome con versos largamente soñados.” (Baudelaire, 2009:
333) En horas de la mañana, el poeta callejea por la ciudad para ejercer su
principal capacidad artística, su imaginación, a partir de la que extraerá va-
lores estéticos, lo eterno (el Arte), el poema.
Señala Neumeyer (1999: 101) que los dos primeros poemas presentan la
tesis de Baudelaire: “[P]ara encontrarse el artista en la ciudad, se debe fla-
near a través de las calles, estar en el medio; la mirada desde la ventana ya
no es suficiente.” En la calle, el yo-lírico explica el poder transformativo del

99
sol, una alegoría de la imaginación, preámbulo para equiparar al poeta y al
sol (recordemos la asociación de Apolo con este astro), ya que ambos me-
tamorfosean la ciudad: “Cuando, igual que un poeta, él baja a las ciudades,
ennoblece la suerte de las cosas más viles” (Baudelaire, 2009: 333).
“A una mendiga pelirroja” es el primer poema en el que el flâneur se en-
cuentra con un tipo social callejero. Se aprecia la intención del yo-lírico de
convertir en objeto de apreciación estética, de imprimir valores artísticos,
eternos, a una individualidad identificada en un encuentro efímero. Tomará
a la mendiga pelirroja como materia prima que transformará en obra de arte:
la estilizará. La convierte en alegoría de la belleza gracias a la imaginación,
táctica posible al evitar la realidad social en la que vive la mendiga (Neu-
meyer, 1999: 102-3). No se trata de una descripción realista u objetiva de la
mendiga, sino subjetiva. Demuestra Neumeyer (1999: 105) que el tema del
poema no es tanto la mendiga como, más bien, el poeta flâneur y su proceso
creativo (al poner en marcha el poder de su imaginación). Ahora bien, la
detallada idealización de la mendiga termina con un regreso al ‘mundo real’.
El único rastro de belleza que permanece es su corporalidad femenina.
El poema “El cisne”, uno de los que ha recibido mayor atención herme-
néutica, junto con “A una transeúnte”, alegoriza el exilio del flâneur en el
París de las transformaciones arquitectónicas del Barón de Haussmann. Se
tematiza, mediante una experiencia visionaria, una de las pérdidas para el
flâneur, la del viejo París, mientras se desencadena su memoria al transitar
por la nueva plaza del Carrusel, situada frente al palacio del Louvre. A dife-
rencia de lo que ocurre en otros poemas, como bien ha destacado Neumeyer
(1999: 117), el flâneur no promueve en este caso su imaginación, sino su
memoria. El yo-lírico que callejea confronta el nuevo y el viejo París, el
presente y el pasado.
El cisne desorientado es una alegoría de propio exilio del poeta (este
animal se asocia a Apolo), entre otras aparecidas en el poema, como son
Andrómaca, que llora ante la destrucción de Troya, y la esclava alejada de
África. Seguidamente, el yo-lírico manifiesta su disposición afectiva. Es un
flâneur melancólico que se considera un exiliado en su propia ciudad. Como
ha demostrado Neumeyer (1999: 122), a partir del análisis de esta última
estrofa, la melancolía del flâneur no está motivada por las transformaciones
urbanísticas. Más bien este spleen ya se encontraba presente antes de estos
cambios. Se trata de una disposición permanente, que el yo-lírico pretende
elevar a valor eterno, es decir, estético, artístico: “Lo que se articula final-
mente en la articulación entre la melancolía y la alegoría es […] el deseo
hacia lo eterno.” (Neumeyer, 1998: 122). No es la fealdad de la urbe, sino la
disposición melancólica hacia esta última la que se representa artística-

100
mente. Su melancolía queda expresada artística, estética o eternamente por
medio de alegorías, de personajes que, por distintas razones, han experimen-
tado alguna vez esta disposición de ánimo.
“Los siete viejos” es otro poema visionario. Junto con “A una tran-
seúnte”, se vincula a la experiencia de lo eterno que el poeta pueda extraer
de lo transitorio (Neumeyer, 1999: 114), con la construcción de valores esté-
ticos a partir de la vivencia que le ha conmocionado. En el contexto de la
fealdad de los arrabales, el heroísmo del poeta callejero radica en tener que
luchar contra la sobreexcitación sensorial, de la que hablaba Simmel. En
todos los poemas donde el yo lírico enfrenta a la Otredad, primero describe
el espacio urbano y, seguidamente, se da la visión. Es propio del discurso
fantástico, tanto en la prosa como en la poesía, predisponer al personaje y al
lector a la experiencia visionaria mediante la descripción de las coordenadas
espacio-temporales en las que tendrá lugar.
Es importante centrar el análisis, por el momento, en el atributo que el
yo-lírico se otorga a sí mismo, el de héroe. En un entorno hostil, se propone
la tarea heroica de extraer valores estéticos, eternos, de superar el shock per-
ceptivo, de transformarlo en experiencia racionalizada. Al inicio del poema
“Los siete viejos”, el yo-lírico se presenta como un transeúnte dotado de
autocontrol, seguro de sí mismo, firme (Neumeyer, 1999: 112). De pronto,
aparece un mendigo y, tras él, otros seis más. Es una visión altamente esteti-
zada, de ahí que utilice de nuevo el término ‘eterno’ para referirse al ‘aire’
de estos mendigos. La vivencia se traduce como experiencia visionaria poé-
tica.
El poema “Las viejecitas” tematiza la misma experiencia que el poema
en prosa “Las viudas”. Este tipo social, la viuda, recuerda al personaje pro-
tagonista callejero de la película Nada más que las horas, de Alberto
Cavalcanti. Es un nuevo caso de encuentro fugaz del yo-lírico con la Otre-
dad urbana, de proyección alegórica de su propia identidad, la del artista que
metamorfosea la realidad en Ideal, gracias a la imaginación, sobre los tipos
sociales urbanos. Mientras el flâneur costumbrista seguía desde el placer
visual erótico a jóvenes damas, en Baudelaire observa a una anciana conver-
tida en Otredad marginal. El heroísmo, importante término en la estética de
Baudelaire, procede del concierto militar en el jardín. Es la capacidad de
producir arte. Los militares “vierten cierto heroísmo al pecho de las gentes.”
(Baudelaire, 2009: 357). La construcción de la viejecita como alegoría del
artista es evidente, sobre todo, en la última estrofa. La viejecita, al igual que
el flâneur, ha obtenido una experiencia estética, eterna (la sublimidad de la
música), en una ocasión transitoria como es un concierto popular. Heroísmo
significa capacidad de producir arte, de ahí que el artista quede atraído por

101
figuras que estetizan la vida cotidiana, por lo que de alguna manera también
son artistas (cortesanas, militares, dandies).
También ha sido propuesta una lectura alegórica de “Los ciegos”, que re-
presenta a los poetas que buscan valores eternos. La ceguera implica la
incapacidad del flâneur de extraer, en ocasiones, valores estéticos del espa-
cio urbano. En este caso se tematiza el fracaso de la experiencia artística.
Los ciegos se encuentran “por la chispa divina abandonados” (Baudelaire,
2009: 261).
En “A una transeúnte” el yo-lírico también protagoniza un shock, una
conmoción. Es conocido el análisis de Benjamin desde esta teoría, que
Neumeyer (1999: 106-111) ha estudiado detenidamente. Relata el encuentro
visual erótico del flâneur con una transeúnte a la que finalmente pierde de
vista. Neumeyer analiza detenidamente el inicio del primer terceto. Conside-
ra que se da, nuevamente, la extracción de la belleza a partir de lo
contingente. ‘Una mujer’ de ‘fugitiva beldad’ se convierte en eternidad, en
valor estético, como aprecia Neumeyer (1999: 110). El yo-lírico, al final del
poema, no ha perdido de vista a una mujer, sino a un Ideal, alegoría de la
Belleza inalcanzable: “[E]l ‘tú’ no se refiere a la mujer como potencial
amante, sino como su Ideal de Belleza […] la pérdida es la que produce,
principalmente, esta belleza.” (Neumeyer, 1999: 111). La fugacidad del en-
cuentro se ha convertido en un ‘inmortal’ poema lírico.
Baudelaire le propuso a Arsenio Houssaye, en el prólogo de El Spleen de
París, una prosa poética que se adaptara a ‘los sobresaltos de la conciencia’
que el sujeto experimenta en la urbe (ver el siguiente apartado). La misma
fórmula se puede proponer para los poemas de los “Cuadros parisinos” que
tematizan la experiencia del shock. El arte, la escritura, se convierte en el
instrumento para procesar cognitiva o artísticamente la conmoción percepti-
va: “La conciencia no ha detenido el shock ; más bien el arte, mientras se
muestre capaz de hacerlo, traslada el shock experimentado a una forma poé-
tica.” (Neumeyer, 1999: 109). No sólo en el contenido se perfila lo eterno,
sino también en la forma expresiva utilizada. Como destaca Neumeyer
(1999: 125), algunos de los poemas de los “Cuadros parisinos” utilizan el
soneto, modalidad genérica tradicional y, por tal motivo, ‘eterna’.

4.2. El flâneur en Los pequeños poemas en Prosa: las alegorías urbanas de


la relación problemática del escritor con la sociedad burguesa
Un hito de la flanerie ocurre con la publicación de los poemas en prosa
de Baudelaire en la prensa periódica, medio de comunicación que incorporó,

102
décadas antes, al enunciador de los tableaux, cuadros o escenas. Hablamos
de El Spleen de París o Los pequeños poemas en prosa, de Charles Baude-
laire, textos aparecidos, en su mayoría, entre 1855 y 1864 en revistas
literarias, y publicados en compilación en 1869. El sujeto enunciador sitúa
la ciudad moderna como origen de su proyecto comunicativo, al igual que
en los “Cuadros parisinos” de Las flores del mal y en El pintor de la vida
moderna. En la dedicatoria, que dirige a Arsenio Houssaye, establece las
características formales del poema en prosa, que podemos vincular a su di-
fusión en la prensa, un órgano propio de la modernidad urbana. En esta
obra,

“[p]odemos cortar donde queramos; yo, mi ensueño, usted, el manuscrito; el


lector, su lectura […]. Quite usted una vértebra y los dos fragmentos de esta
tortuosa fantasía volverán a unirse sin esfuerzo. Desmenúcela en numerosos
fragmentos y verá que cada uno puede existir aisladamente” (Baudelaire,
2000: 45-6).

En esta oportunidad, Baudelaire establece la estructura formal del poema


en prosa y sus condiciones de recepción. Escritura fragmentaria en el pasti-
che del periódico, orientada a su vez a la representación de las experiencias
efímeras y fragmentarias de la urbe, la brevedad del texto periodístico (en
este caso, el poema en prosa) se adapta a las condiciones de lectura en la
ciudad moderna, caracterizadas por la escasez de tiempo. Quisiera destacar,
así, la afirmación de Baudelaire: el lector podrá interrumpir la lectura de su
periódico cuando quiera. Se adaptará a las condiciones del usuario del trans-
porte urbano: el texto (noticia, escena, crónica) podrá ser leído en su
totalidad durante el transcurso de un viaje en ómnibus o autobús.
Seguidamente, Baudelaire relaciona el origen de estos textos con la vida
urbana. Los breves poemas en prosa son los más pertinentes para reconstruir
artísticamente estas condiciones de vida:

“¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días ambiciosos, con el milagro de


una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo suficientemente flexible y
dura como para adaptarse a los movimientos rítmicos del alma, a las ondula-
ciones del ensueño y a los sobresaltos de la conciencia?
Este ideal obsesivo nace, principalmente, de la frecuente visita a las ciudades
enormes, del cruce de sus innumerables relaciones. ¿No ha intentado usted
mismo, mi querido amigo, traducir en una canción el grito estridente del vi-
driero, y expresar en una prosa lírica todas las desoladoras sugerencias que
ese grito envía hasta las buhardillas, a través de las más altas brumas de la
calle?” (en cursiva en el original). (Baudelaire, 2000: 46).

103
Para Baudelaire, las relaciones sociales creadas por la ciudad moderna
constituyen un referente digno de representación artística (experiencias no
sólo observadas, sino también escuchadas – el grito del vidriero nos permite
destacar que el flâneur no sólo ve, sino que también oye-), frente al acade-
micismo mitológico e historicista imperante en las artes de su tiempo. El
poema en prosa será su vehículo. De nuevo aparece la conocida teoría de la
modernidad de Baudelaire: de lo transitorio se obtiene lo eterno, lo estético,
lo artístico (el poema en prosa).
También otros géneros de pequeño formato, muchos de ellos típicamente
periodísticos, son los textos más idóneos para representar la modernidad
urbana. Tan idónea es la noticia (donde se eliminan los deícticos directos,
espacio-temporales, ‘aparentando’ la ausencia de enunciador), como la cró-
nica, la escena o el poema en prosa urbano (donde se muestran los deícticos,
marcas textuales donde el lector podrá identificar a la instancia enunciativa).
La prosa poética de Baudelaire representa la metrópoli desde el mundo
interior de sus habitantes; se ofrecen diálogos, encuentros e historias sin
coordenadas referenciales fijas, ya sean temporales o espaciales (Neumeyer,
1999: 126). Pero no todos los poemas en prosa nos permiten identificar la
retórica de la flanerie. Wright y Scott (1984: 80-89), los han agrupado a
partir de los espacios representados, como se ofrece en el siguiente cuadro.
Sólo en algunos aparece el enunciador flâneur.

Cuadro N. 1
Confrontación
Mundo exterior urbano Parques, jardines, paisajes,
entre exterior e interior
(Calle, carretera, suburbio) feria, cementerio
(ventana, café, balcón)

El mal vidriero, Un patoso, El loco y la Venus,


El crepúsculo, El perro y el frasco, Las viudas,
Los ojos de los pobres, Las multitudes, El viejo saltimbanqui,
Las ventanas y El juguete del pobre, El pastel,
La sopa y las nubes. La moneda falsa, Los proyectos,
El tirador galante, Las vocaciones,
A los pobres, ¿Cuál es la verdadera? y
¡matémoslos a palos! y El tiro y el cementerio
Los perros buenos

Fuente: Elaboración propia a partir de Wright y Scott (1984: 80-89)

104
“Pérdida de aureola” es uno de los poemas en prosa más analizados y
uno de los más importantes para conocer la situación económica y social del
periodista flâneur. Alegoriza las condiciones sociales y económicas de aque-
llos escritores que experimentan como asalariados la precaria situación
laboral de su práctica intelectual: presión para la entrega de los textos asig-
nados, bajos salarios, vida efímera de los periódicos… Por una parte, frente
al Renacimiento y el Barroco, disponen de mayor libertad intelectual. Ya no
dependen de mecenas. Por otro lado, sin embargo, sufren una situación eco-
nómica inestable, obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado
editorial. Los intelectuales se sentirán al margen, social y políticamente, de
una sociedad de la que pretenden convertirse, en todo caso, en guías espiri-
tuales. “Pérdida de aureola” alegoriza muy bien esta situación. Un caballero
se sorprende de encontrar a un conocido en un ‘lugar de perdición’. Este
último explica su conducta:

“Hace unos instantes, conforme atravesaba la calle, a toda prisa, y brincaba


entre el barro, a través de ese caos movedizo en el que la muerte llega al ga-
lope por todas partes a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, ha
resbalado de mi cabeza y caído al fango del macadán. No he tenido el valor
para recogerla. He considerado que es menos desagradable perder mis insig-
nias que romperme los huesos. Y luego me he dicho que no hay mal que por
bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, llevar a cabo bajas ac-
ciones y hacer el crápula, como los simples mortales. Heme, pues, aquí, tal
como veis, enteramente igual a vos.” (Baudelaire, 2000: 130).

Si bien el intelectual pierde parte de la aureola social que tuvo hasta en-
tonces en Occidente, adquiere, sin embargo, mayor libertad de pensamiento
(en “Pérdida de aureola”, desde la alegoría de la mayor libertad de movi-
miento), ya que, a pesar de su condición de asalariado, puede optar por
diversas fuentes de trabajo (no depende a largo plazo de un único mecenas).
Además, ya no está limitado a representar desde la mímesis del clasicismo,
desde la naturaleza humana o paisajística idealizada, sino que puede am-
pliar, con la urbe, el abanico de los espacios y las prácticas sociales. El
personaje del poema en prosa, como destaca Berman (1988: 160),

“descubre que el aura de la pureza y la sacralidad artística es solamente inci-


dental, no esencial, para el arte, y que la poesía puede darse igual de bien, y
quizá mejor, al otro lado del bulevar, en esos lugares bajos, « poco poéti-
cos » […] Si el poeta se lanza al caos en movimiento de la vida cotidiana en
el mundo moderno […] puede apropiarse de esta vida para el arte.”

105
Este poema en prosa no habla, en todo caso, sobre el precio a pagar por
disfrutar de esta prerrogativa, que en realidad es una libertad a medias:
cuando es asalariado, sufrirá, muchas veces, una férrea dependencia econó-
mica e ideológica del periódico para el que escriba, la utilización de
esquemas estilísticos limitados, las restricciones de las rutinas productivas…
El poema en prosa “Las multitudes” debe verse como uno de los pro-
gramas estéticos del flâneur en Baudelaire. Condensa en pocas líneas
temáticas lo que había tratado extensamente en El pintor de la vida moder-
na. Es conocida la atracción que ejerce la multitud sobre el flâneur: “No
todos pueden darse un baño de multitudes: gozar de la muchedumbre es un
arte; y sólo puede darse un festín de vitalidad, a expensas del género huma-
no, aquel a quien un hada insufló en su cuna el gusto por el disfraz y la
máscara, el odio al domicilio, y la pasión del viaje.” (Baudelaire, 2000: 66)
Interesa reflexionar sobre el concepto de máscara ‘en’ la multitud. Se
aplica no sólo al flâneur, sino también a todas aquellas flaneuses (mujeres
que caminan solas por la ciudad) que han debido usar una ‘fachada’ vesti-
mentaria para disfrutar libremente del espacio público. En “Las multitudes”
se describe, más bien, una máscara actitudinal. El flâneur se encuentra en la
multitud, pero su condición reflexiva, analítica, frente a su disposición exte-
rior visualmente indolente, es desconocida por esta entidad colectiva. Esta
dialéctica entre el distanciamiento reflexivo y la cercanía física hacia los
transeúntes también queda retratada: “Multitud y soledad, términos iguales y
convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su sole-
dad, tampoco sabe estar solo en medio de una atareada muchedumbre.”
(Baudelaire, 2000: 66) No se comunica con ningún transeúnte.
Bajo la fachada exterior de indiferencia o indolencia, como podría tener
cualquier transeúnte que no se encuentre demasiado ocupado, el flâneur
privilegia la empatía, la identificación (o más bien proyección de su imagi-
nación o fantasía) hacia los transeúntes: “El poeta goza del incomparable
privilegio de poder ser, a su guisa, él mismo y otro.” (Baudelaire, 2000: 66).
Para Ferguson (1994b: 139), más allá de las distintas encarnaciones que
pueda tener el flâneur en Baudelaire (príncipe, dandy, detective, connois-
seur), frecuentemente se representa en términos de encuentro amoroso, en
particular con la multitud. Esta disposición psíquica de apertura amorosa
hacia la urbe en el poema en prosa se retrata seguidamente:

“El pensativo y silencioso paseante obtiene una singular embriaguez de esta


comunión universal. Quien se desposa fácilmente con la multitud, conoce
gozos febriles, de los que quedarán eternamente privados, el egoísta, cerrado
como un cofre, y el perezoso, metido en su interior como un molusco. Abra-

106
za como suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias
que la circunstancia le presenta.” (Baudelaire, 2000: 66).

A la percepción infantil, o propia del convaleciente, hay que añadir un


nuevo término equivalente: embriaguez (ya empleada previamente por Bal-
zac) o ebriedad. También es muy común la utilización del concepto
intoxicación, sobre todo por parte de la crítica que analiza la flanerie, no
sólo en Baudelaire, sino también en otras épocas. Benjamin (2007: 422)
explica este sentimiento:

“La embriaguez se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles
sin ninguna meta. Su marcha gana con cada paso una violencia creciente; la
tentación que suponen tiendas, bares y mujeres sonrientes disminuye cada
vez más, volviéndose irresistible el magnetismo de la próxima esquina, de
una masa de follaje a lo lejos, del nombre de una calle. [M 1,3]”

La flanerie es, además, “una santa prostitución del alma” (Baudelaire,


2000: 66) y es “poesía y caridad, a lo que aparece de improviso, a lo desco-
nocido que pasa.” (Baudelaire, 2000: 66). El sintagma santa prostitución del
alma puede referirse, por una parte, a la mercantilización de la actividad del
escritor, al hecho de vender su pensamiento a la industria cultural. Deja de
ser intelectual independiente que pierde el distanciamiento crítico y se con-
vierte en periodista de bulevar que ensalza el carácter redentor de las
mercancías comercializadas por la sociedad capitalista. En este sentido po-
demos comprender el argumento de Benjamin en el que indica que, mientras
la mercancía se deja llevar por los compradores, el flâneur se deja llevar por
la multitud y deviene en badaud. Al quedar abandonado en la multitud,
“comparte la situación de las mercancías. De esa singularidad no es cons-
ciente. Pero no por ello influye menos en él. Le penetra venturosamente
como un estupefaciente que le compensa de muchas humillaciones.” (Ben-
jamin, 1972: 71).
Wilson (1992: 107) considera que “Baudelaire anticipó a Kracauer y
Benjamin en interpretar la sociedad en la que vivió en términos de un arro-
llador proceso de mercantilización. Toda la sociedad estaba comprometida
en una suerte de gigantesca prostitución; todo estaba a la venta, y el escritor
era uno de los más prostituidos de todos, ya que prostituía su arte.” Sin em-
bargo, Ferguson (1994b: 140) presenta una interpretación alternativa al
sintagma ‘santa prostitución del alma’, desde una connotación opuesta a la
de transacción venal, en el sentido antiguo, sacro, de entregarse libre y pro-
miscuamente, de destruir las barreras identitarias. La explicación de Keidel

107
(2006: 21) se encuentra en sintonía con la de Parkhurst Ferguson, al señalar
que se refiere al desprendimiento de las reglas morales de su época. La res-
puesta a este dilema la podría ofrecer el mismo Baudelaire. En el poema en
prosa “La soledad” (Baudelaire, 2000: 91) designa como prostitución fra-
ternal al comportamiento de todos aquellos que, frente al recogimiento y el
retiro, buscan el movimiento de la vida. En este caso la prostitución parece
utilizarse en el sentido de la eliminación de las barreras identitarias, a la
que se refiere Ferguson.
“A la una de la madrugada” se puede considerar, en cierta medida, como
antítesis de “Las multitudes”, pues si en este último poema en prosa se pro-
pone el deseo de la comunión universal con la Humanidad, en el primero el
enunciador expresa la intención de aislarse de esta última entidad, cuya es-
tupidez el artista, ser superior, no puede soportar (Baudelaire, 2000: 62-3).
La banalidad, la ignorancia y el egoísmo de la sociedad utilitaria llevan al
artista a aislarse en su torre de marfil, en un poema en prosa que no busca la
alegorización del sujeto creador en el Otro urbano.
En cambio, al igual que en los casos analizados de los “Cuadros Parisi-
nos”, en algunos de los poemas en prosa se produce la proyección alegórica
del enunciador en algunos seres marginales de la ciudad. Son diversas las
figuras melancólicas que se convierten en alegoría del poeta-flâneur (Neu-
meyer, 1999: 132-133). Un caso es “El viejo saltimbanqui”. En medio de la
diversión de la multitud de una feria, el flâneur observa esta última figura:

“Al final, completamente al final de la fila de barracas, como si por vergüen-


za él mismo se hubiese exiliado de todos estos esplendores, vi a un pobre
saltimbanqui, encorvado, caduco, decrépito, una ruina de hombre […] Per-
manecía mudo e inmóvil. Había renunciado, había abdicado.” (Baudelaire,
2000: 72).

En analogía con el creador improductivo, al final del poema en prosa se


declara explícitamente la lectura alegórica que establece la identidad entre el
flâneur y la figura marginal: “[A]cabo de ver la imagen del anciano hombre
de letras que ha sobrevivido a la generación de la que fue el brillante diver-
timento; del anciano poeta sin amigos, sin familia, sin hijos, degradado por
su miseria y por la ingratitud pública, en cuya barraca el mundo olvidadizo
no quiere ya entrar. (Baudelaire, 2000: 72). Resume Neumeyer (1999: 134)
esta interpretación alegórica al señalar que el flâneur determina, a través de
la lectura de otro individuo, su propia posición de soledad y aislamiento en
la ciudad y en la sociedad.

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La identificación con la Otredad urbana también se da en “Las ventanas”.
Baudelaire resignifica, de nuevo, un tema costumbrista, el de las casas por
dentro, el de ‘eliminar’ imaginariamente la fachada de un edificio – obstácu-
lo para la comunicación humana – con el objetivo de acceder a la intimidad
de los seres que se encuentran dentro. El flâneur establece una imaginaria
relación empática con una imaginaria mujer situada en el espacio privado
del hogar. Neumeyer (1999: 60) explica que tanto en este último como en
otros poemas en prosa, la utilidad de la flanerie permite que el yo enunciati-
vo confiera contenido a su identidad en crisis. Este poema en prosa ha sido
‘imitado’ por algunos escritores modernistas latinoamericanos, entre ellos
por Julián del Casal en “Croquis femenino (Fragmentos)”.
El propósito de proyectar la propia subjetividad en la Otredad también se
detalla en “Las viudas”. En las alamedas retiradas de los parques públicos se
encuentran los lisiados de la vida, hacia los que prefieren dirigir su mirada el
poeta y el filósofo (Baudelaire, 2000: 68). La incomprensión, el esfuerzo no
recompensado, el hambre y el frío son soportados, asimismo, por el escritor
y el artista que tiene una relación problemática con el circuito mercantil.

5. El retiro del flâneur a mediados del siglo XIX como expresión de los
cambios en la sociedad francesa
Las colecciones costumbristas de tipos sociales, redactadas por escritores
en gran medida peripatéticos, pierden vigencia en la década de 1850. El
mercado llega a un punto de saturación. Asimismo, la creciente racionaliza-
ción y mercantilización de las relaciones sociales provoca el retiro del
flâneur histórico. El burgués comienza a replegarse hacia el hogar25. Asi-
mismo, la flanerie, en Francia, a mediados del siglo XIX, deja de quedar
asociada exclusivamente al artista y pasa a quedar vinculada, ya sea con la
actividad trivial del paseo (familiar, dominguero), ya sea con el deambular
peligroso de los agitadores políticos. El diccionario de la Academia France-
sa recoge esta ausencia de disposición intelectualmente crítica por primera
vez en 1879: “[L]a flanerie se convierte más o menos en lo que se ha con-
servado en el día de hoy en el lenguaje común, una indolencia, una
suspensión placentera de las presiones sociales, un estado temporal de au-
sencia de responsabilidades.” (en cursiva en el original) (Ferguson, 1994a:
32).

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En este trasfondo socio-político de represión de las fuerzas progresistas en Francia y
Alemania a mediados del siglo XIX se dan fenómenos como el Romanticismo Biedermeier.

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