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Cuando era más joven, dijo, nada me gustaba como leer novelas.

Dios
sabe qué placer me causaba pasar el domingo entero en un rincón
solitario, participando de la dicha o de las desgracias de una miss
Jenny. No niego que este género no tenga todavía para mí algunos
atractivos; pero como en el día son muy escasos los momentos libres
que me quedan para coger un libro, es preciso por lo menos que sea de
mi agrado. El autor que prefiero es aquel que me pone en contacto con
los de mi clase y sabe animar todo lo que me rodea; aquel cuyas
historias son tan caras a mi corazón como a mi vida interior, que sin
ser un paraíso, es para mí un manantial de inexpresable felicidad.

Hice esfuerzos para ocultar la emoción que me producían sus palabras;


pero no mucho tiempo, porque al oírla hablar del Vicario de Wakefield y
de X, con precisión y verdad conmovedoras, no me pude contener y me
empecé a disertar entusiasta, como transportado y fuera de mí.

Hasta que Carlota se dirigió a sus dos compañeras, me percaté de que


estaban ahí, con los ojos abiertos al extremo, pero como si no
estuvieran. La prima me miró con aire malicioso y socarrón, pero fingí
no verla. Enseguida se habló del placer del baile.

-¿Será un defecto esa pasión? -dijo Carlota-. He de decir que no conozco


nada superior al baile. Cuando alguna pena me embarga y quiero
mitigarla, me siento al clave, toco una contradanza y de inmediato todo
se me pasa.

¡Con avidez miraba sus bellos ojos negros! ¡Con qué ardor contemplaba
sus labios rosados, sus frescas mejillas tan animadas, sintiéndome
como encantado mientras hablaba! Sumido como en un éxtasis de
admiración por lo sublime y exquisito que ella decía, me sucedía con
frecuencia no oír las palabras que pronunciaba, ni concentrarme en los
términos que utilizaba. ¡Ah! Tú que me conoces entenderás lo que me
pasaba. En una palabra, bajé del carruaje como sonámbulo y seguí
caminando como un hombre perdido, inmerso en un mar de ensueños,
y cuando llegamos a la puerta de la casa donde era la reunión, no sabía
dónde me encontraba.

Tan absorta estaba mi imaginación, que no sentí el ruido de la música


que oía en la sala de baile, con iluminación brillante. Los dos
caballeros, Audrán y un tal N. N. (¿cómo es posible retener en la
memoria todos esos nombres?), que eran las parejas de baile de la
prima y de Carlota, nos recibieron al bajarnos del coche y se
apoderaron de sus damas, yo conduje a la mía a la sala de baile. Se
empezó a bailar un minué, en el que entrelazábamos unos con otros; yo
saqué a bailar a una señorita, luego a otra y me impacientaba ver que
eran justo las más feas las que no podían decidirse a darme la mano
para terminar. Carlota y su acompañante empezaron a bailar una
contradanza. ¡Qué grande fue mi gozo, como debes imaginar, cuando le
tocó venir a hacer figura delante de mí! ¡Verla bailar es admirarla! Su

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