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El consentimiento a la verdad – Freudiana 3/6/20 18:12

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Inicio / Catálogo / Freudiana nº 85

Freudiana

El consentimiento a la
verdad
Jacques-Alain Miller

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Elegí la palabra consentimiento para que figure junto a la de


causa, dado que es el complemento de la posición subjetiva
que debe recibir en psicoanálisis. Creo que hoy llegaremos
a aproximarnos a lo que quiere decir, a aquello para lo que
sirve la tesis de Lacan que vincula de forma evidente y
patente la causa con el sujeto. Encontrarán esa proposición
en los Escritos, en La cosa freudiana, a pesar de que no
sea una proposición que forme parte del hilo de dicho texto,
ya que Lacan señala de forma expresa que se trata de un
añadido al original de 1955-1956 que realizó en el momento
de la publicación del volumen. Por otra parte no es cuestión
solo de ese añadido, sino que habría que realizar una
corrección de todo el escrito, línea por línea, aunque éste no

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es el lugar para hacerlo.

Dice la proposición: “toda causalidad viene a dar testimonio


de una implicación del sujeto” 1 . Ese “toda causalidad”
implica que no se refiere solamente a la causalidad en
psicoanálisis. Puede decirse que al formular dicha tesis
Lacan, a partir del análisis y justamente a partir de la teoría
de la represión que da cuenta del síntoma en el sentido
psicoanalítico, propone esa doctrina para toda causa.

Elegí este año pues la palabra consentimiento como


recordatorio de que para nosotros, en el psicoanálisis, a
diferencia de lo que ocurre en la ciencia, la causalidad que
perdura desde la etiología freudiana no suprime al sujeto.
Bien al contrario, lo acoge, debe darle un lugar en la teoría.

Cabe decir que esto implica ciertas contorsiones, dado que


la antinomia entre la causalidad y el sujeto apareció para
nosotros con la emergencia del discurso de la ciencia.
Hasta tal punto que Schopenhauer, radicalizando la
perspectiva kantiana, estableció que la causalidad es una
categoría que no puede de ninguna de las maneras valer
para el sujeto.

Sorprendió que evocara en clases anteriores a


Schopenhauer. Hay alguien sin embargo que comparte la
referencia conmigo. No se trata de Lacan, sino del Hombre
de los lobos, quién en las entrevistas que concedió en los
años 70 explica el gran caso que hizo de Schopenhauer.
Por otra parte, se lo aplica a sí mismo. Plantea, y quizás no
ande completamente desencaminado al hacerlo, que si la
causalidad científica valiera en psicoanálisis, quizás no
estaría donde se encuentra. Acaba concluyendo que por lo
que respecta al sujeto que él es en este caso, hay algo de
otro orden. Añade que Freud se lo hizo entender cuando le
preguntó en qué medida, bajo qué condiciones, el
psicoanálisis curaba. Freud habría respondido que al final
de un análisis uno tiene el billete del tren en el bolsillo, pero
que hace falta además que se quiera subir a él.

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Como apoyo del término consentimiento, en el sentido más


amplio posible, me he propuesto buscarles la cita en los
Escritos. No se trata de un término que aparezca en primer
plano. Pensé que resultaría divertido decirles que buscaran
el lugar en que Lacan lo usa, pero no me he atrevido. No lo
he encontrado más que una vez y escogí la cita como
entretenimiento al inicio de este curso a causa de
circunstancias que resultarán claras. Encontrarán la palabra
en la página 404 de los Escritos en el texto titulado La cosa
freudiana 2 . Es preciso que contextualice un poco la cita
antes de aportarla.

La paradoja del pupitre

La palabra “consentimiento” es empleada por Lacan en el


momento en que, de una forma más sarcástica que nunca,
presenta al yo tal como es puesto en escena y funciona en
la psicología del yo, esa empresa que recurrió a algunos
fragmentos y obras de Freud para construir un yo “supuesto
querer”. Ese es el término que Lacan destaca como noción
operacional y cuyo uso se propone ridiculizar. Se trata de
una sátira y por esta razón no se la lee con la atención que
se dedica a pasajes más solemnes o aparentemente más
serios.

Lacan se dedica no obstante a demostrar, en forma


sarcástica, que el uso operacional de la noción del yo no se
distingue del uso corriente que pueda hacerse de cualquier
cosa, no importa cual sea. Quizás algunos de ustedes lo
recordarán. Tiene ante sí, como conferenciante, un pupitre.
Este que tengo yo es tan moderno que no lo reconocerán
como lo que es: un pupitre. Lacan centra su esfuerzo en
demostrar que lo que puede decirse del yo puede también
ser dicho del pupitre. Se trata evidentemente de una
paradoja, de la paradoja del pupitre, pero Lacan la lleva muy
lejos, hasta hacer hablar al pupitre en su propio nombre.
Antes de hacer hablar a la verdad, hay que hacer que hable
el pupitre.

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Por otra parte el pupitre que tengo ante mí es tan moderno


que en el fondo podría decirse que apretando el botón que
está aquí podría hablar en mi lugar. Está dotado de un cierto
número de aparatos que no existían en aquel momento.
Bastaría reproducir la banda magnética de la última vez
para que pudiéramos escucharla juntos. No estamos sin
embargo en la época del pupitre magnetófono, sino en el de
1955.

La paradoja consiste en alinear al yo con cualquier objeto


del discurso para de esta manera acabar demostrando que,
si se omite al sujeto, a ese sujeto que no es objeto del
discurso, se puede llevar la paradoja tan lejos que no se vea
la diferencia entre el yo y los objetos del discurso.
Especialmente la diferencia que reside en el hecho de que
uno sería consciente, el yo, mientras que los objetos no lo
serían.

Lacan indica en primer lugar que desde el punto de vista del


significante, el pupitre también se articula con una palabra y
que por ello es ya tributario del significante. Por este mismo
hecho esa palabra generaliza a dicho objeto, dado que
permite emplazar en la misma clase muebles que son
eventualmente muy diferentes de acuerdo con los estilos y
las modas.

En segundo lugar y por lo que respecta a las significaciones


a las que remite, no se las cede al yo, y desde esta
perspectiva es capaz de animar la existencia humana con
intereses comparables a los que el yo suscita.

En tercer lugar, en lo que concierne a hablar, Lacan propone


intentar, tras el significante y el significado, una
prosopopeya: la prosopopeya del pupitre. Si el pupitre
sostuviera un discurso sobre su existencia bien podría
parecerse totalmente al del yo; pues un pupitre también deja
huellas de su existencia, huellas escritas, documentos sobre
su destino, su compra, su reventa. También ha sido
engendrado por un trabajo. Y si finalmente desaparece no

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sabe, después de todo, más que nosotros sobre este fin.


Lacan no llega a decir que el pupitre sabe que es un ser
para ser quemado, pero está cerca de ello en la paradoja.
Lleva las cosas aún más lejos y evoca el sueño del pupitre.
No se trata de que el pupitre sueñe, pero podría darse el
caso de que alguien sueñe ser un pupitre. En este caso,
podría quizás al menos imputarse al pupitre un
preconsciente.

Llegados a este punto Lacan da la palabra a los


protestatarios que manifiestan que resulta abusivo. Aunque
se admita el pupitre como objeto de discurso, aun si se
concede que se lo convierta en una personita y se preste a
historias infantiles, o se dedique a ellas… La protesta insiste
en que si bien el pupitre es objeto de discurso, el
preconsciente y lo consciente son nuestros, no suyos.

Ante dicha “protesta” Lacan redobla su provocación y se


encomienda, para dicho ejercicio, a la autoridad de Freud,
que habría dicho que para trasladar algo a la consciencia
universal se precisa la provocación; incluso que esa
provocación acude espontáneamente para despertar a la
verdad en la conciencia común. Quizás, en efecto, la verdad
no se acoge por consentimiento.

Así pues, de manera provocativa, Lacan llega a dotar al


pupitre de consciencia o al menos de un “semblante” de
consciencia -usa la palabra semblante- y propone instalar el
pupitre “entre dos espejos paralelos”, considerando que el
fenómeno de reduplicación que se produce resulta
estrictamente equivalente en su inanidad al espejismo de la
consciencia. Ya saben que en su Seminario Lacan introduce
siempre una anécdota, un truco, para remitir la objeción de
consciencia a su espejismo; y en este caso trata a la
consciencia explícitamente como un fenómeno topológico
que puede ser escenificado por la producción elemental de
esa reduplicación indefinida de las percepciones.

Lo único que puede objetarse, en efecto, y lo hace

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constar 3 , es que el pupitre no es la sede de las


percepciones. El pupitre no es, como el yo, el lugar de las
percepciones, es decir, que aunque allí se produzca la
reduplicación, él no puede verse.

Sin embargo, tras conceder ese punto, Lacan se decide de


una vez a hacer hablar al pupitre. Hasta aquí tan solo había
amenazado con hacerlo, pero ahora el pupitre toma la
palabra y se dirige en el fondo a los psicoanalistas,
especialmente a los de la psicología del yo; se sitúa como
yo hablante. Si lo que se espera del yo es la adaptación a la
realidad, el pupitre puede postularse para ello tan bien como
cualquiera. Desde esta perspectiva, puede pretender
también ser el paciente ideal, es decir, el que está curado
con antelación. Está afectado de un pequeño defecto
consistente en que solo tiene el discurso que se le presta,
pero en todo caso eso es exactamente lo que se espera en
la psicología del yo, del propio yo cuando se formula como
salida del análisis la identificación al analista. El pupitre
puede pretender en su discurso no haber tenido nunca otro
más que aquel que se pronuncia en su nombre. Mediante lo
cual, una vez más, resulta irreprochable a título de yo.

Les queda el placer de releer la paradoja del pupitre cuya


referencia a forma de divertimento les he dado. Es
justamente en el capítulo de las significaciones, al que el
pupitre remite, donde aparece el término “consentimiento”
en el escrito de Lacan.

El hombre pupitre. El consentimiento al significante amo

De hecho el hombre puede convertirse en pupitre. No hay


más que evocar el recuerdo del “Pequeño jorobado de la
calle Quincampoix” que ofreció su deforme espalda para
que se redactaran escritos sin importar cuales. He aquí al
hombre pupitre, es decir, si puedo plantearlo, al hombre que
se comporta como es debido, al que no le hace falta
cambiar, que se mantiene en la buena dirección. Se
comporta como es debido, es decir, realiza la función

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esencial del yo de Hartmann. Está perfectamente adaptado


a la “función operacional” que le ha asignado quien lo
emplea, pues dicha función nunca remite más que al amo
que la pone en funcionamiento. Es con ese amo en el
horizonte que el término consentimiento es invocado. Lacan
lo apunta: “mantener una posición adecuada al
consentimiento que pone en ello” 4 . Es preciso que
consienta a mantener la pose. Si la palabra
“consentimiento” aparece aquí es porque se la invoca en el
lugar en el que hay que formular un sí al significante amo.

Si he considerado que la referencia era adecuada es porque


Lacan apunta al pasar que de ese pequeño jorobado uno se
acuerda más que “de la primera gran crisis especulativa de
los tiempos modernos”. Por otra parte antaño se nos
hablaba de él en clase, en los cursos de historia. No sé si
esto seguirá siendo así, dado que se ha cuestionado el
estudio de la historia y se han eliminado en gran medida
muchas de esas imágenes, tan memorables por otra parte.
Quizás se recuerde tan bien a ese pequeño jorobado por
ser algo emotivo, el recuerdo encubridor de ese primer
pánico financiero que fue en efecto la bancarrota de
aquellos años.

En la actualidad podemos decir que nos encontramos en la


tercera de esas grandes crisis. Nos hallamos aún en la
continuidad de una reciente a la que tuvimos el placer de
asistir.

Quizás haya que señalar al respecto que evidentemente el


hombre pupitre, aquel sobre el que se escribe, no es el
sujeto. No es el sujeto, quién es también, dado el caso,
aquel sobre el que se escribe. Así lo evoca Lacan en otro
lugar, al tomar como imagen del sujeto la figura del esclavo
que lleva tatuada en su cráneo la orden de su propio
sacrificio. En el fondo, lo que marca la diferencia con el
pequeño jorobado es que haya una hoja de papel que se
interponga en este segundo caso, y que se trate de una
hoja que ustedes mismos aportan. No sería útil tatuar al

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pequeño jorobado para dar instrucciones urgentes a la


bolsa.

El hombre pupitre solo es sujeto en el momento en que se


hace pupitre. No se puede suponer que se haya decidido a
ser jorobado. Aunque ya saben que en la época clásica
semejante deformidad podía reportar grandes beneficios, y
que dado el caso la familia podía dedicarse a producir
monstruos de feria para obtener algún dinero. Eso fue antes
de que se inventara la especulación de los tiempos
modernos. Pero él no se hizo jorobado, sino pupitre. Es
decir, que a su joroba natural le dio sentido y uso. Obtenía
una pequeña fortuna a propósito de los especuladores que
gastaban un dineral en escribir sobre su espalda.

A este respecto, es en el “hacerse pupitre” donde podemos


encontrar el indicio sobre la implicación subjetiva. Yo diría,
dando un salto, que es en el “hacerse” propio de la pulsión,
aunque ésta se articule a un sujeto acéfalo. Es incluso,
quizás, en la pulsión dónde hay que reconocer la instancia
del consentimiento. Finalmente, lo que merece ser llamado
pulsión de muerte en Freud está también articulado como
demanda, demanda de muerte, lo que implica que en el
movimiento de la pulsión, antibiológica, desconocida por la
biología, es preciso que la posición subjetiva de la demanda
se halle insertada. Y para ir aún un poco más lejos en el
salto, el consentimiento encuentra su lugar en la propia
relación con el goce.

Ya saben de sobras que es ahí donde Lacan se diferencia


de Kant, quién precisamente para demostrar que no hay
goce irresistible pone de manifiesto que si el sujeto está
seguro de que un goce implica pagar con la muerte,
acabará renunciando. Ahí funciona pues para Kant el
espíritu de supervivencia, es decir, el continuar gozando de
la vida como barrera a una causalidad irresistible.

Lacan evocará, para manifestar su discordancia, al sujeto


en tanto que perverso, aquel para el que cierto goce vale

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más que gozar de la vida. Es decir, aquel para quien la


pulsión de muerte es parte de su forma de goce, por
oposición al goce incuestionable de la vida.

Al fin y al cabo esta posición es sin duda el fundamento de


una ética que se articula con la causa del deseo. En todo
caso es así como lo quiero destacar. De todas formas no he
tomado más que una forma de abordarlo y quizás se podría
dar un salto al fenómeno de la crisis. Se trata de un
fenómeno propio de los tiempos modernos, que supone esa
generalización y abstracción de los intercambios a la que
llamamos mercado, al que estamos cada vez más sujetos y
en el que, debe decirse, se encarnan para nosotros los
límites de la libertad. En dicho mercado, a pesar de los
manuales de economía y de los economistas mantenidos a
expensas de los estados y las empresas, estamos siempre
esperando que se manifieste de forma sorprendente la
bestia, aún cuando se podría empezar a tener ya una idea
de su lógica.

Es un hecho que el mercado no funciona más que por


decisiones, elecciones, órdenes, operadores… y que sin
embargo lo que aparece como opacidad surge de lo que es
para cada uno transparencia. Es a partir de que las órdenes
se integran, es decir, de que hay, para tomar el término de
Lacan, “inmixión subjetiva”, que se constituye el Otro del
mercado al que cada uno está sujeto. Esa es la paradoja
que presenta la actividad financiera. Cada quién da órdenes
– de venta, de compra… – pero sin embargo nadie es el
amo, todos estamos sujetos al mercado.

Esa es la razón por la que puede reemplazarse la orden del


sujeto por el ordenador. Ordenador es la palabra correcta en
este caso, pues el término va más a fondo que el inglés
computer. No hay solo cálculo sino también órdenes; y la
novedad de la crisis a la que acabamos de asistir consiste
en que sus principales actores fueron ordenadores
programados para vender cuando ciertas equiparaciones de
acciones alcanzaban un cierto nivel. En este sentido es,

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hablando con propiedad, la primera crisis de los


ordenadores en la historia. Se hace manifiesto ahí lo que
Lacan llamaba el carácter perfectamente calculable de un
sujeto reducido a la fórmula de una matriz de
combinaciones significantes.

Como ya saben no se encontró ninguna otra solución para


parar su furia programada que desconectarlos. La orden se
dio desde New York, y ello al menos pone de manifiesto de
forma clara que el argumento según el cual el ordenador
programado está al servicio del hombre no se aguanta. Su
nulidad quedó al alcance de todos. El ordenador está
también al servicio de la destrucción del hombre y de su
bienestar. Es decir, que hemos puesto en marcha una
escena de la pulsión de muerte.

Basta tan solo un poco de imaginación para pensar que lo


que vela por nuestra seguridad militar está precisamente
dirigido por ordenadores programados. Y no veo objeción
lógica alguna a que en el curso de los tiempos modernos –
lo que, llegado el caso, quizás signifique su final – los
ordenadores manifiesten una furia semejante no ya en las
órdenes de venta, sino en las de tiro.

Pensemos también en por qué se entra en el mercado. Se


hace para obtener una plusvalía. Es sobre este término,
plusvalía, que Lacan construyó de forma simétrica su plus
de goce. No lo habría sin duda construido así si no hubiera
habido, como fenómeno de los tiempos modernos, el
mercado especulativo.

Hay ciertamente que saber situar esa plusvalía en relación


al mercado, porque cuando se trata del mercado, no se
posee más que papel. Se trata de un comentario muy sabio
del hombre más rico de los Estados Unidos. Lo hizo tras
haber perdido tres millares de francos nuevos por haberse
distraído el día en que los ordenadores hicieron lo que se
les había dicho que hicieran. Lo que dijo es que después de
todo no se trataba más que de papeles.

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No les expongo más que un pequeño panorama del interés


que me tomé en compulsar esas declaraciones y el
extraordinario desbarajuste de tal acontecimiento. Lo que se
pone de manifiesto de forma clara es que se juega, como se
dice en la bolsa, y que no se entra en el juego más que a
condición de que la apuesta esté ya perdida. La plusvalía no
emerge más que en el momento en que uno se separa del
Otro. Es en el momento en que uno se separa del circuito
del valor de cambio que puede sacar algo susceptible de
tener valor de uso.

Si me he entretenido en esta ficción de circunstancias es


porque nos indica que si se buscan las condiciones de
posibilidad del psicoanálisis no hay más que una. No hay
más que un campo, solo uno, donde ir a buscarlas.

Foucault y el psicoanálisis lacaniano

Esta es una reflexión que debía hacer porque no he


rehusado ir a participar en un coloquio de homenaje a
Michel Foucault. He accedido con mucho gusto, a partir
simplemente del sentimiento de deuda a la memoria de
alguien que, a pesar de las reservas que pudo mantener
con respecto al psicoanálisis, protegió al Departamento de
psicoanálisis de París VIII; es decir, aceptó figurar en su
comité de patronazgo hasta su muerte. Es algo del todo
natural sentirme en deuda con él y no rehusar hablar de él,
aunque no sea más que por eso y por razones personales
también.

Hablar de él me dirigirá hacia algo aun no elaborado, la


noción de lo que puede ser una “arqueología del
psicoanálisis”, dado que al menos una vez y de forma
discreta empleó dicho término. Se podría, por ejemplo,
hacer una arqueología financiera del psicoanálisis. Cuando
Foucault quiso hacer una arqueología del psicoanálisis, se
dirigió más bien hacia la religión. Se inclinó por hacer una
arqueología religiosa del psicoanálisis. Tomó de esta
manera el hablar sobre sexo como lo fundamental del

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psicoanálisis. Evidentemente, tras haber establecido esa


definición para el psicoanálisis, se dirigió sobre todo a
buscar las raíces del consentimiento que el psicoanálisis ha
podido recibir en nuestros días, en nuestra época. Se vio
llevado así a buscar los orígenes en una forma antigua de
hablar sobre sexo, la confesión religiosa; incluso en esa
forma de inquisición sexual que fue en un momento dado la
de la Iglesia, que estableció manuales de interrogatorio
sexual para los confesores. Al fin y al cabo, si se toma esa
definición de psicoanálisis, está bien visto retroceder hasta
ahí.

Quisiera, quizás, decir algo más sobre eso, dado que he


estado reflexionando. En el fondo resulta claro que Lacan
también propone una arqueología del psicoanálisis, pero se
trata de una arqueología científica. Es decir, que considera
que los orígenes del psicoanálisis hay que ir a buscarlos en
el discurso de la ciencia. Sin duda alguna, dado que no solo
habla uno de sexo, sino también sobre sí mismo. Foucault
se dio cuenta de ello en un segundo momento: se habla de
sí mismo, se producen cambios en uno mismo, y eso va
más allá de la confesión religiosa. Cualesquiera que sean
las raíces, inmemoriales, numerosas, eventualmente
incontables del psicoanálisis, fueron todas reestructuradas.
A partir del momento de la emergencia del discurso de la
ciencia se produjo una discontinuidad. Esta es quizás la
razón por la que no estoy convencido de la arqueología del
psicoanálisis que Foucault esbozó y que disimuló a un
mismo tiempo, por otra parte.

No se trata en todo caso de estar o no convencido, sino de


que lo que tenemos que mostrar es el punto en que
tropieza. En el fondo la experiencia realizada por Foucault
resulta, a pesar de todo, asombrosa, por ser quizás la
primera vez en que algo resiste a su máquina arqueológica.
Es muy sorprendente. Las dos obras publicadas justamente
en el momento de su muerte no tuvieron el mismo efecto
que la mayoría de sus obras precedentes. Para encontrar

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ese efecto de moda repentino y rápido, hay que remontar


más de diez años, hasta 1976.

En el fondo, con su Historia de la sexualidad 5 no anunció


una arqueología del psicoanálisis, sino de una historia de la
sexualidad que, debe señalarse, está en su lugar. No se
trata de una interpretación por mi parte, fue él quien dijo que
era “en lugar de”.

Creo que cabe leer a Foucault. Verán que nunca cita a


Lacan. Resulta sorprendente. No lo cita nunca a pesar de
que siguió los primeros años de su Seminario y de que
seguramente recordaba cuando escribió la Historia de la
sexualidad que Lacan, ya en Acerca de la causalidad
psíquica 6 , destacó el momento de las Meditaciones
metafísicas 7 de Descartes en que éste rechaza y descarta
la locura. Es algo que Lacan señaló ya quince años antes.
Foucault no solo no cita jamás a Lacan, sino que hay que
decir que incluso proclamó que no lo entendía. Me lo dijo un
día en que le acompañe a consultar los archivos de Charcot
en la Salpétrière. Habíamos pasado la tarde más bien
divirtiéndonos con lo que escribíamos sobre Charcot, y
finalmente me dijo “de todas maneras será necesario que
algún día me expliques a Lacan”.

Todo ello no impide, sin embargo, que no haya en el fondo


hablado del psicoanálisis más que en términos de Lacan.
Creo que eso es lo sorprendente, que Foucault fue
lacaniano en psicoanálisis e incluso que lo fue un poco
demasiado. No parece, al leerlo, que tuviese la más mínima
idea de que no tuviese más versión del psicoanálisis que la
lacaniana, de que hay otras y especialmente una que es la
psicología del yo y sus sucesores con respecto a la cual se
libra un combate, una lucha puede decirse, por la
apropiación del descubrimiento freudiano.

Cada vez que Foucault, a lo largo de quince años, habló de


psicoanálisis, lo hizo siempre en los términos de Lacan. Lo

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encuentro extraordinario. Adoptó de entrada dichos


términos y en ese mismo momento reconoció que el
psicoanálisis tenía un lugar decisivo en el saber de nuestro
tiempo. Eso fue en el momento de Las palabras y las
cosas 8 , en 1966. Posteriormente impugnó los términos de
Lacan, no para apartarlos del psicoanálisis y proponer una
versión más exacta de este, sino para impugnar al
psicoanálisis mismo. Hay que analizar, a este respecto, cual
fue su operación. Creo que eso nos ilustra también sobre el
momento en que nos encontramos en lo que respecta a la
posición del psicoanálisis en el campo de los saberes, o en
todo caso en relación al consenso general que puede
reclamarse para el psicoanálisis. Fue asimismo en 1966
cuando realizó la más magistral arqueología de las ciencias
humanas que poseemos, aunque cabe decir que no está
claro en qué se apoya. Quizás no resulte claro de forma
inmediata dado que no lo apunta, pero el único punto de
apoyo que tiene es el psicoanálisis. Acabo de afirmar que el
punto de Arquímedes de Las palabras y las cosas es el
psicoanálisis, pero hay que decir que es sobre todo Lacan.
Evidentemente enlaza este psicoanálisis con la etnología de
Lévi-Strauss, conforme a lo que Lacan ya había hecho en
1953.

Si releen Las palabras y las cosas verán que psicoanálisis y


etnología se hayan ubicados al final de la obra, justo un
poco antes de la pequeña conclusión que ocupa diez líneas.
Psicoanálisis y etnología se sitúan en el punto extremo de la
obra y en ese momento no pensaba en absoluto en hacer
una arqueología del psicoanálisis. Puede incluso decirse
que de ninguna de las maneras incluía al psicoanálisis en la
arqueología de las ciencias humanas. Más bien al contrario,
consideraba que era a partir del psicoanálisis, del
psicoanálisis en compañía de la etnología y la lingüística,
que podía realizar aquella arqueología. Foucault no afirma
que esté en relación con el sujeto, pero es justamente a
partir del hecho de que en el psicoanálisis ya no hay el
hombre, que el hombre ha sido disuelto pero que sí se

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encuentra la instancia del sujeto, instancia vacía, que se


puede tener una visión, una perspectiva de las ciencias
humanas.

En este sentido trató al psicoanálisis, como a la etnología y


a la lingüística, no como ciencias humanas, sino como
contra-ciencias que a un mismo tiempo limitan y desbordan
el campo de las ciencias humanas. Puede decirse que se
trata de Lacan y de Levi Strauss, pero es más Lacan que
Levi Strauss puesto que el enlace a tres de psicoanálisis,
lingüística y etnología es lacaniano. Ello nos indica hasta
qué punto lo que aquí desmenuzamos formaba parte a
mediados de los sesenta del consenso común.

Hay que señalar – y Foucault a este respecto puede


servirnos de índice, de barómetro – que diez años más
tarde, a mediados de los setenta, más exactamente en 1976
cuando publica el primer volumen de su Historia de la
sexualidad, se ha producido una ruptura, una
discontinuidad. Maurice Blanchot lo apreció: se trata de un
combate contra el psicoanálisis.

Blanchot afirmó que este combate de Foucault contra el


psicoanálisis no era irrisorio. Pero precisamente porque no
lo es, resulta ser un combate. Foucault lo conduce por la vía
de querer mostrar que el psicoanálisis no es más que la
culminación de un proceso que se inició y permanece ligado
a la historia del cristianismo, que en el fondo habría una
contigüidad. Lejos de que el psicoanálisis desborde a las
ciencias humanas de la actualidad para apuntar a un nuevo
futuro, lindaría con el antiguo confesionario. Resulta curioso
constatar que el psicoanálisis, que había sido para Foucault
un estilete con el que despedazar a las ciencias humanas,
se convirtiera con posterioridad en una plaga.

Tengo la impresión de que se encuentran lejos de estas


cuestiones. Evidentemente los que están aquí son los que
no le hacen ascos al psicoanálisis. Resulta sin embargo
interesante ver cómo procede Foucault. En Las palabras y

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las cosas expulsa la idea del hombre de las ciencias


humanas y por el contrario en su Historia de la sexualidad
hace un poco lo opuesto, apunta al psicoanálisis. Ahora
puede decirse; en su momento no quise echar leña al fuego,
por eso no lo formulé y pasó desapercibido. Alcanzamos a
discutir largamente con Foucault en Ornicar?, durante tres o
cuatro horas, y ni una sola vez le dije que en el fondo no se
trataba sino de un combate contra el psicoanálisis. Él mismo
tampoco lo dijo, y la cuestión quedó un poco encubierta.

Su método en esa ocasión no consistió en extraer algo


como en las ciencias humanas, sino por el contrario en
tomar al psicoanálisis y después insertarlo en algo mucho
más amplio. Es decir que tanto el psicoanálisis como los
que lo rechazan, los que lo cuestionan, forman parte de un
mismo conjunto, incluidos los que propugnan la liberación
del deseo como Deleuze en El Anti Edipo 9 . Conforman
una configuración mucho más amplia a la que Foucault
denomina el dispositivo de la sexualidad. Llega a decir que
si se consigue elaborar dicho dispositivo de la sexualidad,
tendrá el valor de una arqueología del psicoanálisis. Lo dice
en el tomo I 10 .

Lo que ocurrió, como ya saben, es que dicho tomo I quedó


durante mucho tiempo sin continuidad, topó con una
dificultad que voy exponerles brevemente porque nos
enseña algo. En el fondo Foucault quería hacer con el
psicoanálisis lo que había hecho con las ciencias humanas.
Quería mostrar que ese dispositivo de la sexualidad fue algo
que surgió a finales del siglo XVIII y principios del XIX, es
decir en el momento en que efectivamente la división social
se torna más precisa, en el que de alguna manera el
discurso de la ciencia empieza a penetrar en aquellas zonas
en que no estaba presente. Pueden vislumbrarse indicios ya
en la época clásica, en los siglos XVII y XVIII, cuando
podemos decir que se establece una cierta disciplina
cristiana sobre el sexo.

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He aquí su proyecto: en el fondo no lo llevó a buen puerto.


En el momento en que lo reemprendió lo había
transformado completamente y cabe preguntarse qué es lo
que lo que lo obstaculizaba. Puedo indicarlo rápidamente.
Se trata de que la operación que tuvo éxito con las ciencias
humanas en 1966 no la pudo hacer más que gracias a su
punto de apoyo en Lacan, incluso en el psicoanálisis. ¿Qué
punto de apoyo cuenta para lo que el mismo denomina un
contraataque contra el dispositivo de sexualidad?
“Contraataque” y “punto de apoyo” son sus propios
términos. El punto de apoyo que posee contra el
psicoanálisis y el dispositivo de sexualidad que lo engloba
es, cabe decirlo, extraordinariamente poco explícito. Su
punto de apoyo, tal como lo llama, consiste en los cuerpos y
los placeres. Resulta tan insuficiente que puede verse por
qué su proyecto, desde su primer tomo, está destinado a
hundirse. Una arqueología tal no puede llevarse a cabo más
que desde un punto de apoyo firme, y el que tenía para las
ciencias humanas eran disciplinas concretas y en desarrollo
que le permitieron dirigir su perspectiva. Es sorprendente
ver a uno de los espíritus más libres de su tiempo, el filósofo
e historiador genial, brillante, no tener otro punto de apoyo
para dirigirse al psicoanálisis que el cuerpo y sus placeres –
el cuerpo y los placeres como algo distinto de la sexualidad,
es decir lo múltiple del cuerpo-.

Eso habría sido un punto de apoyo consistente si hubiera


escrito una utopía perversa y es precisamente lo que no
hizo. Sin dicha utopía, le faltó ese punto de Arquímedes. El
resultado fue que, de forma completamente sorprendente, y
a causa de la falta de ese punto de apoyo para constituir el
conjunto, su investigación arqueológica se puso a
retroceder indefinidamente. Todos los esquemas reiterados
de su investigación consistían, tanto en la Historia de la
locura 11 como en El nacimiento de la clínica 12 , en fiarse
de la periodización bastante bien establecida de la época
clásica y la moderna. Ocho años más tarde, en el momento
de su muerte, saca dos obras sobre la Grecia antigua, es

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decir, desmantela completamente los esquemas de su


arqueología. Eso es lo que encuentro abrumador y muy
instructivo para nosotros. Digno de respeto también por otra
parte, puesto que cuando hay una dificultad se la siente en
Foucault, a quien todo le había resultado fácil
anteriormente.

En el momento en que esa máquina arqueológica tan


potente, que había funcionado de forma admirable para
todo el mundo durante quince o veinte años, intenta
ocuparse del psicoanálisis, Foucault no cuenta como punto
de apoyo más que con el esbozo de un fantasma perverso.
Inmediatamente los esquemas de esa arqueología
empiezan a expandirse y, hay que decirlo, a perderse en
arenas movedizas. Es como si al buscar los orígenes del
psicoanálisis uno se encontrara de alguna manera con que
debe movilizar una enorme masa de materiales
innumerables, y acaba por perderse. Desde esta
perspectiva todo puede parecer que converge.

Epistemología histórica de Lacan

Se trata sin duda de lo contrario, de verificar la sabiduría y


la correcta adecuación de lo que no constituye quizás una
arqueología del psicoanálisis, pero sí al menos una
epistemología histórica de Lacan, que desde luego toma
sus referencias de todas las tradiciones y orígenes, pero
que considera que la condición de posibilidad del
psicoanálisis es el discurso de la ciencia. La tesis según la
cual el sujeto del psicoanálisis es el de la ciencia es también
válida para todo lo que excluye, para todo ese exterior al
que debe decirse que Foucault fue a parar.

Por supuesto es una simplificación, pero lo que se quiere


decir es que todos los elementos de las tradiciones más
antiguas que pueden aportarse como orígenes del
psicoanálisis y los encontramos en todas partes, en las
tribus primitivas, en el islam, también en la China, todos
esas raíces y premoniciones no tienen valor más que a

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partir del momento de la ruptura de la era científica. En el


momento en que surge el discurso de la ciencia, todos esos
elementos de la tradición sufren una profunda revisión y
deben ser repensados a partir de la nueva situación.

Lacan ya fue sensible a lo que puso las bases del


psicoanálisis a finales del siglo XVIII, de acuerdo después
de todo con el primer diagnóstico de Foucault cuando lo
anunció en su proyecto. Es justamente ahí donde el Kant
con Sade de Lacan adquiere su valor. Fue a buscar esa
referencia allí donde aparece condensada en la ética
kantiana. Desde esta perspectiva, nuestra epistemología
tiene dos faros: Descartes y Kant. Es hacia ellos que Lacan
nos dirige.

Tras lo que ha sido un excursus voy a volver al


consentimiento aunque sin abandonar el siglo XVIII.

Consentimiento y verdad. La implicación del sujeto

Evoqué con anterioridad el sí al significante amo. Tomaré


una cita de Voltaire de su Diccionario filosófico 13 donde
indica que en Inglaterra no se dice “yo soy newtoniano, soy
lockiano, o halleyano” y se pregunta ¿por qué? “Porque
quien quiera que haya leído no puede rehusar su
consentimiento a las verdades enseñadas por estos tres
grandes hombres”.

A partir de la cita que acabo de exponer, se hace presente


ante nosotros el tema de que no se puede rehusar el propio
consentimiento a la verdad. Se trata quizás ya ahí de darle
un lugar, entre causa y consentimiento, a la verdad, de la
que Lacan dirá que corresponde tomarla como causa en el
psicoanálisis. Sin embargo, decir que no se puede rehusar
el propio consentimiento a la verdad es quizás un obstáculo
epistemológico para el psicoanálisis. Es justamente en este
punto donde Voltaire, que se cree newtoniano, es aún
cartesiano. Resulta también evidente que empareja a la
verdad tal como lo encontramos en Spinoza bajo la fórmula

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“verum index sui”, a saber, que donde la verdad aparece se


la sabe con seguridad, con certeza. Es intrínseco a la
verdad que cuando aparece, se muestra.

Voltaire nos dice que no puede rehusarse el consentimiento


a la verdad, pero precisamente él debe saber – y lo hace
valer – que existe lo que él llama sectas, y que éstas se
distinguen justamente por no otorgarse el consentimiento
recíproco entre ellas. Esa es la razón por la que toma como
referencia a la geometría, para formular que no hay sectas
en ella.

Además, al mismo tiempo que imagina que todos los que


han leído a Newton son newtonianos, debe constatar, por la
misma razón, que hay muchos que siguen siendo
cartesianos. En esa época las imaginaciones de Descartes
acerca de la física fueron susceptibles de ocultar, impedir,
retener el consentimiento a la verdad.

Al respecto, me divierte siempre leerles el viejo discurso


sobre “su fanático”, tal como lo llama. Dice incluso “del
insensato”. El insensato es un término que proviene
directamente de San Anselmo, que denomina así a quien
dice que Dios no existe, es decir, a quien se niega a dar su
consentimiento a la Verdad como tal, con mayúscula. El
“discurso del fanático” me divierte porque debe decirse con
claridad que en el psicoanálisis hay sectas. Lo que Voltaire
dice es lo que finalmente podríamos decir: “Lo que mi secta
enseña es oscuro, lo confieso – dice un fanático – pero es
en virtud de dicha oscuridad que hay que darle credibilidad,
dado que ella misma afirma que está llena de oscuridad”.

Incluso cuando Voltaire dice que nadie puede rehusar su


consentimiento a la verdad, en ese acoplamiento entre la
verdad y el consentimiento, se pone de manifiesto que la
verdad precisa del consentimiento. Con una finalidad
exactamente opuesta a la de Voltaire, es lo mismo que
examina ese cardenal que Lacan cita, el cardenal Newman,
en su Gramática del asentimiento 14 , cuando se pregunta

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por qué un sujeto puede rehusar su asentimiento a la


verdad de la religión católica. Se da cuenta de que hasta
para decir ‘2 + 2 = 4’ hace falta un consentimiento del
sujeto, a lo que llama asentimiento. No es cierto,
contrariamente a lo que Voltaire dice, que no se pueda
rehusar el asentimiento. Hace falta al respecto una
incidencia que corresponde al sujeto, incluso en la
demostración más ajustada.

Al fin y al cabo quizás Newman, que pertenece al siglo XIX,


tenía la idea que a Voltaire no se le había ocurrido aún que
puede haber sectas en geometría. Así, por ejemplo,
dependiendo del partido que se tome sobre un determinado
axioma de las paralelas, de que se consienta o no a él, se
hace una geometría u otra. Finalmente, se trata de esta
problemática sobre el consentimiento que tenemos, o
creemos tener, apaciguada, temperada, domesticada, al
construir sistemas axiomáticos. Pero ¿qué es un sistema
axiomático, sino formalizar lo que son completamente
consentimientos posibles?

De todas maneras, tal como Lacan dice, aunque el cardenal


Newman forjó su Gramática del asentimiento con la peor de
las finalidades, es decir, con el fin de situar en el mismo
plano la verdad de la religión y la de las matemáticas, nos
indica pese a todo una “implicación del sujeto”.

Un consentimiento no general

Quisiera comentar una tercera cita. Será la última y la


pueden encontrar en los Escritos 15 , en la página 423,
donde verán precisamente a Lacan poner en cuestión en el
propio psicoanálisis la fuerza de adhesión de un
consentimiento general. Hay que decir que por esas fechas
Lacan, en plena soledad, es una secta en sí mismo, dado
que propone para el psicoanálisis justamente una verdad
que va en contra del consentimiento general entre los
psicoanalistas.

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Pues bien, hay un estatuto moderno de la verdad que


insiste por serlo para el rebelde. Está del lado de quien
rechaza el consentimiento general. Evidentemente, si se
quiere, se trata de un tema romántico. Pero ¿no forma parte
también de lo que se adentra en las profundidades del
gusto? ¿No es acaso lo que hizo posible el psicoanálisis?
Ya comenté largamente la fórmula de Lacan “caminar por
las profundidades del gusto” que aparece en Kant con
Sade 16 . La noción de que la verdad es para el rebelde al
consentimiento general, está de acuerdo con la noción
psicoanalítica según la cual la verdad se halla oculta, que
no va aparejada a la evidencia. El concepto de represión
pone ahí todo su énfasis, hace hincapié en la cesura. Por
eso mismo el concepto de represión era impensable en la
época clásica, cuando la verdad, de una forma u otra,
aparece ligada a la evidencia.

La doble causalidad: fijación, represión. La retroacción.

Reencuentro en este contexto esa etiología freudiana que


he retraducido como teoría de la causalidad. Es decir, que
en lo que Freud denomina su etiología se trata siempre de
la causa del síntoma. Dicha etiología, si la percibimos como
una teoría de la causalidad, si constatamos que el concepto
de represión es en sí mismo un elemento de la teoría de la
causalidad freudiana, se organiza de acuerdo con la lógica
que he llamado de la doble causa. Si falta esa doble causa
no puede darse un lugar a la represión.

El primer resorte de la causalidad que Freud distinguió fue


el que denominó el incidente sexual. Ciertamente empezó
situándolo como determinante, tanto para la neurosis como
para la psicosis, la paranoia. Sin embargo, esa relación
entre causa y efecto, que cumple su función en la medida
en que Freud parte de las ciencias de la naturaleza, resulta
ser, a causa de la propia experiencia con la que está
relacionada, una relación dilatada. Puede verse a la causa y
el efecto alejarse la una del otro en el momento en que
Freud busca precisamente ese resorte de la causa, es decir,

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aquello que produjo un mal al sujeto en el orden sexual y


que determinó sus síntomas.

La incidencia, la implicación del concepto de represión entre


la causa y el efecto, traduce, si puedo decirlo así, la
antinomia entre la causa y el efecto en el psicoanálisis.
Lejos de estar en continuidad, se encuentran como
separados por una discontinuidad. Lacan va en esa
dirección cuando afirma que toda causalidad propiamente
dicha comporta una implicación subjetiva.

Esa antinomia la puso de manifiesto en su Seminario, libro


11 de forma concluyente. Dice: “Los efectos solo andan bien
en ausencia de la causa” 17 . Aclara ahí que en el
psicoanálisis el efecto sintomático supone que ha habido
represión. Cuando se levanta la represión en tanto causa,
cuando aparece la verdad que implica, los efectos
desaparecen.

Tenemos pues un funcionamiento completamente


perturbado de la relación directa entre causa y efecto, ya
que dicha relación directa implica que el efecto persiste
porque la causa está ahí y continúa introduciendo el efecto.
Sin embargo, en la causalidad en que el sujeto se halla
implicado ocurre lo contrario. El efecto persiste a condición
de que la causa esté velada, perdida.

La consecuencia clínica de ello es que debe admitirse que


los síntomas, si son los efectos, lo son siempre indirectos.
Son efectos por la vía de la represión, es decir, vía la verdad
y el sujeto; y esto significa que el psicoanálisis es diferente
a un consentimiento general, como bien sabemos. Es pues
diferente a todo tratamiento directo de los síntomas, tal
como lo intenta el conductismo: tratando de amaestrar al
sujeto respecto de su síntoma, persiguiendo un aprendizaje
progresivo para desplazar las fronteras y las inhibiciones de
dicho síntoma.

Lo que es propio al psicoanálisis es estar evidentemente en

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total contradicción con la noción de tratamiento directo del


síntoma. El tratamiento directo supone que haya
continuidad entre la causa y el efecto, mientras que la
discontinuidad resulta ser central en la causalidad del
síntoma en el psicoanálisis: la represión se interpone entre
ellos. La causa sexual, lo encontrarán en Freud, se
constituye como tal a partir del momento en que hay
represión.

Es por eso por lo que tenemos el par freudiano de fijación y


represión. No hay una teoría aislada de la represión, sino
una de la fijación y la represión, lo que implica que los
efectos sintomáticos nunca son, en Freud, efectos puros de
la fijación. Los síntomas tienen el valor de retorno de lo
reprimido.

De entrada Freud articuló una doble causalidad. Mantuvo en


primer lugar la noción de que la causa primera sexual
resultaba en el fondo incompleta. Si la causa sexual
estuviera sola, habría entonces una causalidad de orden
mecánico: a tal causa, tal efecto. El psicoanálisis no tendría
razón de ser. Fue la primera conclusión de la investigación
de Freud. No habría lugar más que para la profilaxis, para el
control del entorno de forma suficientemente estricta como
para que no se produjera el incidente sexual.

El primer Freud, el de la correspondencia, es aquél que


plantea que la causa primera es determinante y que la
represión, a título de causa segunda, resulta secundaria.
Pero Freud no se convierte en Freud hasta el momento en
que da a la fijación, en tanto que causa primera, el estatuto
precursor de la represión, es decir, de condición necesaria
pero no suficiente. Freud expone entonces que no es sino a
partir de la represión, tanto de la causa primera como de la
causa segunda, que la causalidad de la que se trata queda
propiamente constituida.

Esta necesidad recorre la obra de Freud hasta el momento


en que la cuestión encuentra la forma relativamente

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canónica de las fases de la represión en Schreber. Esta


necesidad de articular la doble causa es lo que en Lacan
toma la forma de su esquema de retroacción, que no
desarrolla sino lo que podemos llamar una retrocausa. Se
trata de una retrocausa que actúa sobre la causa primera:
solo entonces se produce lo que podemos llamar el efecto
del síntoma.

No tendré tiempo hoy para abordar lo que constituye la


cuestión decisiva de esa construcción, ni la forma en que
Lacan la revisó para llegar a equilibrarla. Si se traduce en
los términos del significante la doble causa, por ser el
segundo término un significante, resulta necesario que el
primero también lo sea. ¿Qué es entonces, hablando con
propiedad, lo reprimido?

La primera tesis de Lacan fue que lo reprimido era el


significado. Ahora bien: cuando articula esa teoría de la
causalidad como metáfora, es preciso constatar que ésta
implica, si seguimos a Jakobson, una emergencia del
significado. ¿Cómo resultaría entonces compatible decir que
el síntoma como tal es una metáfora? ¿Cómo es posible
afirmarlo, cuando esa emergencia del significado parece
contrariar la concepción según la cual el significado estaría
allí reprimido?

Si se dice que el síntoma es una metáfora, y que ésta es


correlativa al advenimiento de una significación ¿cómo
resulta compatible que el significado esté reprimido en el
síntoma, y que haya a un mismo tiempo advenimiento de
significación? Esta dificultad, que todavía figura en La
instancia de la letra 18 , es la que obliga a Lacan a formular
que el advenimiento de significación se produce en
exterioridad a la consciencia. Hay advenimiento de
significación pero, como tal, es inaccesible al sujeto
consciente. Ello nos conduce a una doble teoría de la
fijación: se da una primera fijación en el síntoma, y una
segunda en el fantasma. Las lógicas de dichas fijaciones
están en desacuerdo.

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Bien pues, será ahí donde la próxima vez intentaré inscribir


lo que apunté en el texto de Freud al respecto del
excedente de sexualidad.

6 de enero de 1988

Traducción y establecimiento del texto de Eduard Gadea.

Revisión de edición de Héctor García de Frutos.

* Jacques-Alain Miller es miembro de la ECF y miembro de


honor de la ELP.

** Séptima clase del curso de Orientación lacaniana de


Jacques-Alain Miller Cause et consentement, impartida el 6
de enero de 1988 en el Departamento de Psicoanálisis de la
Universidad de París 8. Texto publicado con la amable
autorización de su autor.

Notas
1 Lacan, Jacques. “La cosa freudiana o sentido
del retorno a Freud en psicoanálisis”. Escritos 1,
Siglo XXI, México, 1988, pág. 398.
2 Ibid., pág. 404.
3 Ibid., pág. 407.
4 Ibid., pág. 404.
5 Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. 1.
La voluntad de saber. Siglo XXI, México, 1977.
6 Lacan, Jacques. ”Acerca de la causalidad
psíquica”. Escritos 1, Siglo XXI, México, 1988, pág.
153-4.
7 Descartes, René. Meditaciones metafísicas.
Alianza editorial, Madrid, 2011.
8 Foucault, Michel. Las palabras y las cosas.

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El consentimiento a la verdad – Freudiana 3/6/20 18:12

Siglo XXI, México, 1968.


9 Deleuze, Gilles; Guattari, Félix. El Anti Edipo.
Capitalismo y esquizofrenia. Paidós Ibérica,
Barcelona, 1985.
10 “La historia del dispositivo de sexualidad, tal
como se desarrolló desde la edad clásica, puede
valer como arqueología del psicoanálisis”.
Foucault, Michel. Historia de la sexualidad. 1.La
voluntad de saber. Op. cit., pág. 139.
11 Foucault, Michel. Historia de la locura en la
época clásica. F.C.E., México, 2015.
12 Foucault, Michel. El nacimiento de la clínica.
Siglo XXI, Madrid, 2007.
13 Voltaire. Diccionario filosófico. Akal, Madrid,
2007, págs. 473-474.
14 Newman, John Henry. Ensayo para contribuir a
una gramática del asentimiento. Ed. Encuentro,
2010.
15 Lacan, Jacques. “El psicoanálisis y su
enseñanza”. Escritos 1. Op., cit., pág.423.
16 Lacan, Jacques. “Kant con Sade”. Escritos 2.
Siglo XXI, México, 1988, pág. 744.
17 Lacan, Jacques. El Seminario, libro11, Los
cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis.
Paidós, Buenos Aires, 1995, pág. 134.
18 Lacan, Jacques, “La instancia de la letra en el
inconsciente o la razón desde Freud”, Escritos 1.
Op., cit., pág 498.

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