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Maruja

es una detective aficionada con el despacho en el salón de su


casa. Cuando una vecina entrometida le advierte de que hay una
asesina en su edificio, se pone manos a la obra para resolver el misterio.

Este relato corto forma parte de la serie «Relatos para antes de dormir»,
lecturas ligeras y divertidas para arrancarte una sonrisa después de una
dura jornada de trabajo.

No recomendada su lectura para menores de 16 años.


Juan Díaz

El coño asesino
Edición 14.09.17
Título original: El coño asesino
Relatos para antes de dormir 01
Juan Díaz, 2017
Diseño e ilustraciones: Jerzy Górecki (C.C.)
Retoque de cubierta: runs
Editor digital: runs

© Todos los derechos reservados.


Dedicado a Lourdes, Belén, Adelina, M.J. Gaute y su «Bichita».
«Tu amigo es la persona quien conoce todo acerca de ti, y de todas
maneras te quiere».

Elbert Hubbard

«El mal nunca queda sin castigo, pero a veces el castigo es secreto».
Agatha Christie
Índice
El coño asesino
Epílogo
Autor
El coño asesino.
Ese día estaban echando algo interesante por la tele, porque Maruja no
despegaba la vista de la pantalla. Una tarde cualquiera de un día de otoño
cualquiera. A veces se le daba por calcetar, o esparcía cientos de piezas de un
puzle sobre la mesa del comedor de la sala de estar y se ponía a construir la torre
Eiffel a sabiendas de que nunca la acabaría; hoy quería simplemente descansar la
cabeza. Estaban echando uno de esos programas de cotilleo rosa que tanto le
gustaban. Le reconfortaba descubrir cómo de miserable era vida de los demás,
porque ello le hacía sentir la suya propia mejor de lo que era. Sonó el timbre de
la puerta.
No le hacía gracia tener que abrir. ¿Acaso la gente desconocía que la gente
duerme la siesta después de comer?
«Maleducados».
Se acercó sigilosamente para mirar por la mirilla. Era su vecina del tercero,
Olga, como no podía ser de otra forma. La quería y odiaba a partes iguales. Toda
la vida juntas, compartiendo escalera y cotilleos varios. No la iba a abrir, ¿no te
jode?, por pesada. Se retiró de nuevo sigilosamente.
—Sé que estás ahí. Te oigo. ¡Abre la puerta!
La voz que traspasaba la puerta era entre reproche y sibilina.
«Zorra».
Maruja se ajustó la bata de guatiné y se atusó el pelo, pues quería aparecer
presentable ante su «adorable» vecina y amiga.
—¡Olga, querida! ¡Muac, muac!
—Déjate de tonterías. Tengo algo importante que contarte —la apartó a un
lado y se introdujo por el pasillo hacia la sala de estar como Perico por su casa.
Olga agarró el mando de la tele y bajó el volumen que estaba a todo meter.
—A punto estaba de preparar un café. ¿Te apetece una taza?
Olga hizo un gesto con la mano a modo de asentimiento repipi.
Maruja estuvo un buen rato buscando el matarratas por los recovecos de la
cocina. Sabía que lo había escondido en alguna parte.
—Aquí tienes, calentito y recién hecho —dijo aun a sabiendas de que mentía
como una bellaca.
—Ya sabes que no me gusta ese café hecho... el de cápsulas, me sienta como
un tiro al estomago. ¿Tú no tomas?
—Me gusta mojando unas magdalenas caseras, pero no las encuentro. A Toni
tuve que escondérselas, y los donuts de chocolate. Se está poniendo redondo
últimamente —soltó un suspiro de resignación.
—Vaya. Bueno, a lo que venía. Tenemos a un asesino en el vecindario… —
dijo esto mientras levantaba el dedo pulgar del asa de la taza como suelen hacer
los pijos y sorbió un trago.
—¿Otro?
—Ya sé que me equivoqué con aquel pobre hombre, ¿cómo se llamaba? El
de las greñas tan raro. Pero esta vez es real. Te lo juro.
Maruja quiso hacerla callar, pero sabía que ello no iba a surtir efecto, así que
la dejó que se explayara.
—La vecina del segundo derecha. Que sí, mujer, la que se mudó aquí hace
dos meses. Joven y menudita —sintió una punzada en el corazón por no poder
ser ya como ella—. Pues resulta que la visitan hombres —y en este punto se
quedó callada, esperando la reacción de su amiga.
Maruja podía intuir a lo que se refería con lo de que «la visitan hombres».
—¿Es puta?
—Pudiera ser. Y si lo es, reunión de la comunidad al canto. Pero lo que de
verdad importa es que entran, pero nunca salen. Calla, ya sé lo que me vas a
decir, pero espera. El otro día, eran las nueve de la mañana y subió uno a su casa,
solo, muy arreglado, algo ya cascado por la edad, pero aún guapo de cara. Estaba
yo limpiando mi rellano con la fregona y lo vi pasar. ¿No te parece extraño? Que
no cogiera el ascensor. Eran las dos de la tarde y aún no bajó. Lo sé porque
estuve muy atenta a ver lo que pasaba.
—Ernesto.
—¿Qué?
—Así se llamaba el tipo raro. Me acaba de llegar a la punta de la lengua. Ese
del que decías que era un terrorista y que iba a hacer saltar el edificio por los
aires, ¿recuerdas?
—Sí —puso cara contrariada para decir esto.
—Me convenciste para que Toni se hiciese amigo de él y averiguara cosas.
Al final solo era un pajillero que solo salía de casa para comprar tabaco y
fascículos de figuritas de Dragon Ball. Ays, señor, creo que mi niño quedó
traumatizado desde entonces.
—Esto es distinto, te lo prometo —Olga se excitaba más y más por
momentos—. Hay algo extraño en esa chica que no sé yo, algo siniestro. Ya son
tres los hombres distintos que vi entrar en su casa y no salir nunca.
—Olga de mi vida, ¿te has parado a pensar en que se vayan de madrugada?
Cuando tú duermes a pierna suelta.
—La verdad que duermo bien, sí. ¿Pero tantas horas? Si es puta, con una
sola le llegaría, más o menos —calculó cuánto tardaba con su marido—.
¡Maruja! ¿Y si los mata? ¿Y si es una mantis religiosa de esas, una bicha mala
que los folla y luego les corta la cabeza?
—Creo que tienes demasiada imaginación, ja, ja, ja. O eso o es que ves
demasiados telefilmes de sobremesa.
—Pudiera ser, ¿pero qué pierdes por investigar un poco? Eres detective,
¿verdad?
Maruja echó la vista a la pared para observar su título enmarcado de
«Ayudante de detective privado» por la academia CCC que tanto orgullo le daba.
Estaba junto al cuadro artesano de ganchillo de la gallina turulata y sus pollitos
que su suegra les había regalado por Navidad y que aún no se había atrevido a
retirar por miedo a represalias.
—Algo haré, pero no te prometo nada. No la vayamos a liar otra vez.
Recuerda cuando entraron los GEOS en casa de Ernesto y se lo llevaron
esposado en calzoncillos a las tres de la mañana. Total para nada.
Olga se partió de la risa y Maruja le hizo la seguidilla.
—Por cierto, este café sabe raro —sorbió el último trago de manera
repugnante.
—Qué va, ya sabes que yo soy súper fiel a la cafetera italiana, para mí no
hay otra igual —se volvió a reír, pero esta vez para sus adentros.

El patio abarcaba toda la parte trasera de la urbanización «El Pelagato». Allí los
niños acudían todas las tardes a jugar a las canicas o al fútbol los que eran más
deportistas; las niñas, por el contrario, se entretenían con la rayuela y, las que no,
intercambiaban fotos de futbolistas de élite buenorros. Nuestro querido Toni
estaba jugando en el patio cual niño pequeño, y eso que a sus trece años ya le
habían salido pelos en los cojones. Maruja lo llamó a grito pelado desde la
ventana.
—¡¡¡Toni!!! ¡Toni! ¡Sube a por el bocata!
—¡¡¡Maaa…!!! ¡Que sea de Nocilla!
«Como no pare de comer porquerías, este desgraciado cualquier día sube al
cielo como un globo».
—Y ni se te ocurra sacarle un ojo a un niño con una piedra. Ya te he dicho
muchas veces que no hay trasplante de ojos. La última vez me tocó tirar de la
chequera.
La vecina del segundo derecha salió por el portal trasero justo en ese
momento. Fue la primera oportunidad de Maruja para escrutar atentamente a la
(más que probable) mantis humana. La odió al instante, era muy guapa. Lucía un
pelo largo que le caía formando bucles dorados sobre los hombros a lo Verónica
Lake en sus tiempos de gloria. Un traje de flores de vuelo corto que solo
pretendía ser rústico se le ajustaba al cuerpo como un guante, moldeando de
arriba abajo sus pechotes, estrecha cintura y caderas de violonchelo. Las piernas
eran pálidas y sostenidas por unos zapatos con tacones de vértigo la verdad que
poco apropiados para la faena de andar por el terreno estéril del patio pues se
clavaban a él como picas. Iba tirando de una maleta con ruedas casi tan grande
como ella, cosa que no era difícil puesto que no era muy talluda para satisfacción
de Maruja. Ya le había encontrado un defecto.
—¡Vecina! ¿Qué? ¿De viaje? —Maruja puso su mejor sonrisa, o mejor
dicho, su mejor sonrisa fingida.
—Ah, pues… sí —respondió la otra cuando por fin atinó a vislumbrar la
cabeza y medio cuerpo de señora que sobresalía por una ventana—. Pero no de
placer, por trabajo, ya sabe...
—Tenía entendido que trabajabas en una farmacia —ya había hecho algunas
averiguaciones por su cuenta en el barrio.
«Será cotilla la tía...».
—Precisamente, ejem, soy marchante de medicamentos, voy a comisión.
Llevo aquí la mercancía para meter en el maletero del coche. En estos tiempos
que corren hay que hacer de todo —le devolvió una sonrisa también fingida.
—Ya. Pues a ver cuando te pasas un día por mi casa, a tomar un café y
charlamos, como buenas vecinas. Hago una magdalenas caseras que te mueres.
También puedo hacer un pastel de chocolate si te gusta.
—¡Claa-ro! —su nivel de fingimiento subió un escalafón—. Cuando vuelva
del viaje ya hablamos.
—¡Toni! Ayuda a la señorita con la maleta, ¿no ves que está agotada?
El niño que ya iba a subir a su casa a por el (poco probable) bocata de
Nocilla, se plantó al lado de la linda vecinita y empezó a babear no se sabe si por
la comida o porque aquella tía le ponía.
—No, gracias, no hace falta, señora…
—Maruja, para servirla. No te preocupes, el niño no me salió muy
espabilado que digamos, lo tuve ya con cuarenta años, y es sabido que es una
mala edad según para qué cosas, pero es fuerte como una mula, te lo aseguro.
Toni quiso hacerse el macho alfa y le arrebató la maleta de las manos. A la
rubia no le quedó otra que dejarse ser ayudada.

Por la noche telefoneó a Olga para informarla.


—Ya la he visto.
—¿A la puta?
—No es puta, es farmacéutica. En la otra punta de la ciudad.
—Ah, por eso no sabíamos dónde trabajaba hasta ahora. ¿Y qué te pareció?
—Muy guapa.
—Eso ya lo sé, ¿pero la crees capaz de asesinar a sangre fría? Tiene acceso a
drogas. Puede echarles un polvos en la bebida antes de los prolegómenos y luego
¡zasca!, saca un picahielos de debajo de la cama y los mata.
—Eso es de «Instinto Básico». ¡Agh!, lo dicho, ves demasiadas películas.
—Vale, ¿y ahora cuál va a ser el siguiente paso?
—Ninguno. El único peligro que tiene esa chica es que es el sueño erótico de
todos los tíos con los que se cruza. Vigila a tu marido, no vaya a ser que un día
de estos en el ascensor se le escape una mano hacia su culo y de verdad que la
arma.
—¡Eres tonta! El día que aparezca mi marido o el tuyo degollados dentro del
ascensor dirás: «Mira, la Olga al final tenía razón y todo». Pero ya no me valdrá
tu arrepentimiento ni disculpas, que lo sepas.
Maruja pensó en cuánto le quedaría de pensión llegado ese caso y si le
compensaría tal error.
—Vale, vamos a hacer una cosa. Tú la sigues vigilando y si ves algo raro o
fuera de lugar, llamas a mi puerta, o me telefoneas, y así me avisas. Entonces ya
veremos cómo actuar.
Olga en un principio no quedó muy convencida, pero como que tenía que
freír las croquetas para la cena de su marido y se le hacía tarde, acabó por ceder.
Las dos pues, sellaron ese pacto un poco de necias.
Aquella misma noche, antes de irse a la cama con su marido, Maruja buscó en
los altillos de los armarios aquel salto de cama rojo formado por encaje de flores
que había estrenado en su noche de bodas y nunca más. Quizá hacía ya años que
no disfrutaba de la misma cintura de avispa que su vecina sexy, ni de sus
turgentes ni húmedos labios prestos para abrirse ante el deseo, o peor aun, ya no
cabría dentro del salto de cama, daba igual, sea como fuese aquella noche se
lanzarían fuegos artificiales dentro de su dormitorio, se lo prometió a si misma,
como que se llamaba Maruja García de la Hera.

Como éste es un relato corto, no una novela, y ya para rematar esta historia, a los
dos días llamaron a la puerta de la casa de Maruja. Fueros muchos toc-toc
repetidos, lo que auguraba urgencia extrema. Nada más abrir la puerta, a Maruja
no le dejaron decir ni pío ya que le taparon la boca.
—Shhh, entra y cállate —Olga dio unos pasos para meterse dentro y cerró la
puerta, sigilosa como una ninja—. Acaba de entrar otro tío, en casa de Samanta.
—¿Samanta?
—Sí, así se llama nuestra «entrañable» nueva vecina, la asesina.
—Oh, no sabía cómo se llamaba. Muy bien, veo que eres la mejor ayudante
de ayudante de detective que una pueda tener.
—Para tu información, querida, existe una cosa llamada buzón, donde la
gente suele poner su nombre… Vayamos al grano, venía yo de la compra y me
acompañó en el ascensor; nunca lo había visto antes por aquí, así que cuando vi
que se quedaba en el segundo, dejé las bolsas sobre mi felpudo y bajé las
escaleras. Estoy casi segura que entró en la casa de la tipa esa. Esperé un rato y
pegué la oreja. Se les escuchaba charlar amigablemente, y luego me pareció oír
como un chinchín de copas y muchas risas. ¿Qué te parece?
—Que Samanta tiene una vida sexual mucho más intensa que la mía. Qué
envidia. ¿Te conté que el otro día le preparé una cena romántica a mi Antonio
para sorprenderlo cuando llegase del trabajo? Pues resulta que llegó a las tantas
de estar con los amigos, medio alcoholizado y dando tumbos. Cuando nos
metimos en la cama, ¡no va y se queda dormido, el muy cabrón! Me dejó con su
barriga encima y su cosita dentro. Menudo marrón. Ahora se va a quedar a dos
velas una semana por lo menos, ea.
—Pues haz como yo, al mío sin que se entere le mezclo una Viagra molida
con la tortilla francesa las noches que quiero mandanga, ja, ja, ja. Es mano de
santo, oiga.
—¡¿Estás loca?! Y luego hablas de la vecina que va echando polvos de no se
qué a la gente. ¡Si tú eres peor que ella! Imagina que un día le sienta mal y la
palma.
—Sería una muerte dulce, juas. ¿Qué mejor muerte para un hombre que
morir empalmado?
—También es verdad…
—Ay, Maruja, nosotras hablando aquí de chorradas cuando se puede estar
cometiendo un crimen en este mismo instante y aquí al lado. ¿Qué podemos
hacer?
—Baja hasta el portal y vigila que no salga ninguno de los dos, que todo este
embrollo no pudiera ser más que pájaros en tu cabeza. Ella, Samanta, vive en el
segundo derecha, ¿no? Y yo en el tercero izquierda. Tengo una visión perfecta de
los ventanales de su casa a través del patio de luces. Voy a echar una ojeada.
Dentro de un cuarto de hora o así, sube de nuevo y nos contamos.

Dicho y hecho, Maruja hizo como que se disponía a colgar la colada en el tendal.
Desde aquel ángulo superior podía observar con todo detalle las ventanas de la
casa de Samanta. Gracias que a que la luz del día empezaba a escasear debido al
anochecer, su vecina había encendido las luces; se podían intuir a través de las
cortinas de su salón como unas sombras se movían. Parecía una pareja, el más
alto debería ser el hombre, estaban abrazados. Al cabo de un par minutos la
sombra del hombre echó a correr, la sombra femenina lo siguió y se enzarzaron
en ¿una pelea? No paraban de agitar los brazos los dos, ella encima de él sobre
lo que parecía ser una mesa. No estaba clara la secuencia, podía ser eso o que
estaban haciendo el amor de una manera animal. Maruja inclinó su cuerpo más
hacia adelante como queriendo ver mejor, levantó los dos pies del suelo sin
pretenderlo y perdió el equilibrio para precipitarse al vacío. Gracias a Dios que
logró engancharse de malas maneras a las cuerdas del tendal, pero quedó con
más de medio cuerpo afuera. Empezó a gritar como una posesa; presa del pánico
no se atrevía a mover un solo pelo por miedo a que fuese peor y caerse. Toni,
que estaba jugando a la Play en su habitación, acudió raudo y veloz a socorrer a
su madre. La agarró por las dos piernas y tiró de ella hacia adentro. A partir de
ese día, como recompensa a su valor y determinación, Toni siempre merendaría
bocata de Nocilla.
Maruja se recompuso como pudo del susto y situación. Muchos vecinos se
habían asomado al oír los gritos. Samanta también. No había rastro del hombre.
Ella llevaba una blusa blanca mal puesta y rasgada, tanto, que hasta se le veía el
sujetador.
—¡No ha sido nada, no ha sido nada! —atestiguó Maruja para tranquilizar a
sus alertados vecinos, más avergonzada que otra cosa.
Al poco rato apareció Olga y dijo casi sin resuello:
—He subido en cuanto he podido. ¡He oído gritos de mujer! ¡Maruja!, que
nos hemos equivocado de cabo a rabo, ¡él era el asesino!
—Me temo que no.
Olga puso cara de no comprender. Maruja se sentó en una banqueta de la
cocina, abatida.
—Nos hemos equivocado con Samanta. Creo que es una buena chica. Un
poco pilingui quizás, pero eso no es un delito, no por lo menos en este país.
—Ya te lo decía yo —soltó Olga, segura de si misma—. Menos mal que no
metimos más la pata. Todavía puedo recordar cuando fuimos a pedirle disculpas
a aquel pobre hombre, ¿Ernesto se llamaba?, a su casa. Nos recibió de mala gana
y con todo dispuesto para la mudanza. No va, el capullo, y nos suelta que si no
fuese porque iba perder un buen trabajo, se cambiaría también de ciudad con tal
de no vernos más la jeta. ¿Qué sería de una comunidad sin vecinas cotillas como
nosotras, que tanto alertamos de la presencia de okupas en el edificio, como
denunciamos a posibles terroristas suicidas ante la policía? Hay que ver la gente
lo desagradecida que es...
Maruja pensó en dónde puñetas había guardado el matarratas.
—¿Quieres que te prepare un café?
—No, monina, tengo que hacerle la cena a mi marido. Hoy toca tortilla
francesa, je, je.
Y se fue por donde había venido.
—Mami, ¿estás bien? —dijo Toni mientras le acariciaba con delicadeza la
cabellera.
—Claro, cariño.
—No me gusta Olga. Es una metomentodo, el otro día me echó la bronca por
tirar pipas en el portal. Y no había sido yo, te lo juro.
Maruja le sonrió con ternura.
—A ti la que te gusta es la nueva vecina. Que lo sabré yo. Me he fijado cómo
la miras —Toni se puso colorado como un tomate—. Anda, vete a jugar a la
Play, ya has hecho bastante por hoy.
Maruja se sintió bastante culpable. ¿Cómo había podido pensar que su vecina
era una despiadada asesina? Olga, por supuesto, pero ella sola se había dejado
arrastrar como una estúpida. Era hora de cambiar de aires, de expandir nuevos
horizontes, de ampliar amistades. Posó la vista sobre el horno y se le ocurrió una
idea. Abrió todas las alacenas y se puso a sacar cosas. También recordó por fin
dónde estaba escondido el matarratas; se metió una bolsita individual de veneno
en el bolsillo, nunca se sabe cuándo sería la próxima vez que iba a invitar a café
a Olga, pensó maliciosamente.

«Toc-toc»
Maruja picó en la puerta del segundo derecha. Pero nadie le abría. Puso la
oreja para escuchar, hay costumbres que son difíciles de evitar aunque uno
quiera. Escuchó algo, como si fuese un zumbido lejano; definitivamente había
alguien dentro. Cuando ya se retiraba hacia el ascensor para abandonar su
intentona de buena vecindad, Samanta entornó la puerta para ver quién era.
—¡Hola, vecina! —Maruja alegró la expresión de su cara—. Ya sé que es un
poco tarde, pero pensé: «¿Por qué no pasar a saludar a mi nueva vecina y ya de
paso obsequiarle con un pastel de chocolate para darle la bienvenida al
Pelagato?». Está recién horneado, le he puesto papel aluminio por encima para
que no se enfríe —se lo enseñó.
—Gra-cias —dijo Samanta, tímidamente. Llevaba puesta una bata de casa de
fibra de poliéster, debajo un pijama de felpa, y en los pies unas zapatillas peludas
y azules en forma de Coco, el monstruo de las galletas de Barrio Sésamo.
«Tan guapa y con tan poco glamour... ¡Eureka!, segundo defecto
encontrado».
—¿Es san-gre...?
—¿Cómo? —Samanta fue sinónimo de ojiplática.
— Eso… —Maruja le señaló una mancha roja en el cuello del pijama,
apenas perceptible, pero que nunca se le escaparía a un ama de casa con marido
e hijo un tanto guarrindongos.
—¡Oh! —dudó, pero solo lo que duró el suspiro—. Debe ser vino, hace un
rato tomé un sorbo directamente de la botella. Dicen que es bueno para dormir a
gusto —rio nada convencida.
—¿¡Qué, me dejas pasar?! —Maruja empujó la puerta, pero Samanta
antepuso el pie.
Fueron unos segundos muy tensos, en los que Samanta entrecerró los ojos
como la madrastra de Blancanieves, cuando el espejo le dice que ya no es la más
guapa del reino. Pero de repente mudó el rictus a otro más amable.
—Sí, claro, pasa —Maruja entró toda ufana.
Fue dirigida hasta el salón. Maruja se maldijo a si misma por no haber
comprado un piso derecha, eran más soleados y un pelín más grandes. La
decoración era moderna y descuidada, como podría esperarse de alguien joven,
una mezcla entre muebles de Ikea y adornos adquiridos en los puestos
ambulantes de gitanos del mercadillo del barrio.
—Me encanta como tienes la casa —no dejó sin escrutar ni un palmo.
—Pon el pastel encima de la mesa. ¿Quieres algo de beber?
—Mira, pues sí, algo sin gas. Llega una edad en la vida de una mujer que no
es que estés gorda, es que hinchas por cualquier cosa.
—Voy a ver lo que tengo —se fue supuestamente a la cocina.
Acomodó el culo en el sillón y pasó la yema del dedo sobre la mesa para
revisar el polvo, como debe hacer cualquier suegra o vecina fisgona que se
precie. Samanta reapareció con un Aquarius.
—Veo que has tenido visita…
Samanta se volvió a sorprender con la nueva salida de Maruja, pero pronto se
dio cuenta de que había dejado sin recoger una botella de vino medio llena y dos
copas vacías.
«Esta vieja va de mosquita muerta, pero es más lista que perra cuca».
Samanta sacó un cuchillo del bolsillo de su bata. Era grande y afilado, muy
apropiado para desgarrar carne.
—Probemos el pastel —cortó dos trozos de igual tamaño.
—Por Dios, no, chiquilla, todo para ti. No quiero que mi línea se vaya a
tomar por saco —se arrepintió al instante de su vocabulario—. Disculpa, a veces
pierdo la compostura, es lo que tiene tener un hijo adolescente, que a veces se te
pegan sus malos modales por contagio.
Samanta sonrió. Las migajas de chocolate se fundían en su lengua y unas
pocas quedaron adheridas a sus labios color fresa. Y luego explicó.
—Sí, he tenido visita esta tarde, de un amigo. Algo excepcional, mi vida
diaria se limita a ir de casa al trabajo y del trabajo a casa.
—¡Oh!, una chica tan joven y guapa como tú... Deberías salir más, si me
permites decírtelo. Echarte un novio. En esta urbanización no creo que haya
muchos candidatos, están todos pillados o no son potables. Si no es que ya lo
tengas…
—No —le costó lo suyo arrancar la segunda parte de esta frase—, no tengo
novio.
—A mi marido lo conocí en la verbena de mi pueblo, ¿sabes? Tenía yo
dieciséis y él acababa de licenciarse de la mili con muchas ganas de juerga. Me
sacó a bailar. Me agarró por la cintura y fue bajando la altura del agarre
conforme avanzaba la noche. Debí de haberle parado los pies entonces, pero solo
me di cuenta de mi error nueve meses más tarde.
—Los tíos son todos unos hijos de puta —Samanta se sinceró abiertamente
—. Te usan como un clínex y luego te tiran a la papelera. A veces tengo la
impresión de ser solo un coño con patas para ellos. Y no quiero ni oír hablar de
novios, que luego se creen con derecho a tirarse pedos en la cama a partir de la
segunda noche, solo amigos con derecho a roce.
—Amén.
Las dos rieron al unísono.
—Oye, creo que he goteado ahí abajo —informó Maruja, con cara de
circunstancias.
—¿Qué?
—Es lo que tiene descojonarse de risa a mis edades. Necesito hacer pipí, y a
lo mejor popó. Pero bueno, en principio solo pipí.
—Ah, pues al fondo y a la derecha, como todos los baños del mundo.
Maruja ya había decidido que Samanta le caía bien. Había ascendido al
puesto número dos en su ranking de nuevas mejores amistades. Solo por detrás
del nuevo panadero del barrio, pues elaboraba unas ensaimadas de puta madre y
a ella, y solo a ella, le hacía rebaja de veinte céntimos.
Pasó por al lado del dormitorio principal y algo llamó su atención. La puerta
estaba entornada, le dio un empujoncito para abrirla y se coló dentro.
La cama estaba desecha y con prendas de ropa encima, y eso que la
habitación disponía de un estupendo armario empotrado. Un precioso tocador de
madera blanca, que también hacía la función de coqueta, estaba repleto de
cosméticos y potingues varios. Para Maruja era como el escaparate de una
juguetería para un niño de corta edad. Se sentó allí y empezó a abrir botes y
toquetearlo todo.
Se miró en el espejo y la imagen que le devolvió no le gusto nada.
Recapacitó sobre su vida. Le aburrían esas tardes infinitas de nubes blancas
sobre un extenso cielo azul, hojas que bailan al son del viento, gente que pasea y
gorriones que vuelan. Desde la ventana de su hogar contemplaba iconos
melancólicos que la atormentaban.
«¿Qué fue de ti, Maruja? —se preguntaba a si misma a veces— Te has vuelto
muy burguesa, palabras comedidas y trajes limpios, siempre orgullosa de tu
estirpe».
Vivía en el tiempo acomodaticio, un tiempo en que los segundos pasan
lentamente y te haces viejo, todo se hace viejo a tu alrededor, sin apenas darte
cuenta. Delante de la puta tele, observando como viven los demás, soñando ser
algún día como ellos, siempre sonrientes y felices, sin saber si de verdad existe
la felicidad o si alguna vez ha existido. Se aburría, le aburría hasta el hastío. A
veces pensaba que había vuelta atrás, que podía romper con lo establecido: No
tirar la basura a diario, no acudir a misa el domingo, tener esa aventura con el
vecino de al lado... Pero sólo era un instante, luego volvía a la puta realidad.
Se dispuso a aplicarse una fina capa de polvos sobre su rostro con una brocha
para maquillaje. Cuando alzó la vista al espejo, se pegó un susto de muerte.
Samanta estaba allí detrás, de pie. Una figura siniestra. Los ojos desencajados y
hundidos bailaban dentro de sus cuencas.
—¡Oh, lo siento, querida! No encontraba el baño y como tu habitación tiene
uno... —se excusó Maruja, aunque interiormente hubiera querido decir tierra
trágame.
—Este baño es MI baño —la voz se tornó grave. Se dirigió hacia la puerta
del baño anexo, que estaba entreabierta, y la cerró de golpe.
—Por supuesto.
Si Maruja no se hubiera entretenido con tonterías y hubiese ido a ese baño,
se hubiera pegado un susto mayor si cabe. En la bañera yacía un cuerpo de un
hombre parcialmente desmembrado y descabezado. Por el desagüe desembocaba
un torrente de sangre. Prácticamente todo el blanco alicatado estaba coloreado
con salpicaduras de sangre. En el suelo una pequeña sierra eléctrica para cortar
setos. Una escena en verdad dantesca.
Las dos abandonaron la habitación. En el momento de cerrar la puerta, la
mirada de Samanta apuntó conscientemente hacia debajo de la cama: Un
picahielos.
Maruja se dirigió al baño apropiado. Samanta no apartó la vista de ella, con
semblante muy serio y plantada en medio del pasillo. A lo mejor no se oyó en el
interior del baño, pero lo cierto es que la puerta de la casa fue cerrada con
pestillo y llave. Maruja permaneció dentro unos escasos cuatro minutos, y
cuando salió, Samanta ya no la esperaba. Así pues, regresó al salón.
—¿Samanta? —tampoco parecía estar allí.
El pastel reposaba en el mismo lugar, pero el cuchillo de carnicero había
desaparecido. Se volvió a sentar como si nada. Se fijó en unas gotas rojas y unos
arañazos en la madera de la mesa. Probó una de las gotas en la punta de la
lengua, tenía sabor entre salado y dulce, no podía ser vino. Después miró hacia
la ventana, estaba segura que aquella era la mesa que había observado desde el
otro lado del patio de luces justo antes de casi caerse.
El temario del «Ayudante de detective», en su tomo segundo, capítulo sexto,
explica: «Hay que observar y registrar todas y cada una las pruebas que nos
proporcione el escenario del delito, y será que, a través de ellas, el investigador
obtendrá su propias conclusiones por medio del análisis y la deducción». Lo que
desconocemos es si Maruja al estudiar, se habría saltado ese capítulo en
particular, ya que las labores de la casa apenas le dejaban tiempo para otras cosas
que no fuesen ver la telenovela de la sobremesa, poner a parir a gente diversa o
leer el «¡Hola!».
Entretanto, a cinco de metros de allí, en la cocina, una mujer estaba
empezando a perder los nervios y la razón.
—Cantidubi, cantidubi dubi du, cantidubi dubi da, ¡ya!... —repetía Samanta
incansablemente mientras daba vueltas en forma de círculos. Aunque lo
verdaderamente perturbador del asunto es que cuando soltaba lo de «ya», se
detenía y asestaba una cuchillada a todo lo que se le pusiese por delante, ya
fuesen los muebles de formica, la panera o un ficus medio apachurrado.
Maruja se estaba empezando a impacientar. Para calmarse se metió un
lingotazo de vino a morro de la botella. Samanta entró de nuevo en escena.
—Marujaaa, tenemos que hablar… —las manos en la espalda, ocultando
algo.
—¡Samanta! ¿Dónde te habías metido?
—Déjate de gilipolleces, anda. Tú y yo sabemos lo que hay.
—No… te… entiendo…
—¿Ves esto? —enseñó el cuchillo—. Es mi arma de la venganza contra los
hombres y contra la injusticia que ellos provocan.
—Samanta, cariño, no te lo tomes a mal, pero creo que esta noche te has
pasado con el vino, je, je.
—¡Cállate de una puta vez! —las paredes retumbaron y Maruja por fin se
tentó los machos—. Tú no entiendes nada. Crecí en un hogar de mierda. Mi
padre murió cuando yo tenía cuatro años y mi madre se emparejó al poco tiempo
con un capullo borracho. Por las noches se colaba en mi habitación para abusar
de mí. Era un puto guarro y un malnacido. Cuando reuní el suficiente coraje, se
lo conté a mi madre, ¿y sabes qué paso? Me llamó mentirosa, me dio un bofetón
y me amenazó conque si se lo contaba a alguien, me iba a arrepentir. Aprendí a
sobrevivir, no me quedó otra. Cuando cumplí los dieciséis, los rajé de parte a
parte, a los dos, mientras dormían, y me escapé de casa. Desde entonces juré que
ningún tío nunca más me haría daño, jamás.
—Gracias por el resumen de tu vida. Terrible. Pero tienes que comprender
que se me hace tarde —miró su reloj de pulsera—. ¡Uy!, si son las tantas, a estas
horas ya debería estar planchando almohada. Me levanto todos los días a eso de
las seis y media para prepararle el desayuno a mi marido y luego…
—¡¡¡Te he dicho que te calles de una puta vez!!! —blandió el cuchillo,
moviéndolo nerviosamente en el aire para cortarle el paso—. Las mujeres como
tú sois de lo peor, avergonzáis al género femenino, tan serviles y siempre
dispuestas a tragar con todo. Me dais asco.
—Y supongo que tú eres diferente... —Maruja se estaba empezando a
cabrear. Samanta ya se había caído de su lista de mejores nuevas amistades.
—Yo por lo menos limpio el mundo de malas bestias. Y no me mires así, no,
no estoy loca. Los locos son ellos, o demasiado listos, no les importa familia ni
hijos a la hora de follar conmigo. Lo que ellos no saben es que, juas, será la
última vez que lo hagan. Merecen MORIR. Todos.
—¿Y... yo? ¿Me vas a matar también?
—Claro, ja, ja, ja —le salió su mejor risa de malévola, y sin ensayo previo
—. No te puedo dejar ir. Debo proseguir con mi cometido y finalidad en esta
vida. No tengo otra. Hasta que la palme o me pillen, lo que va a ser difícil,
porque tengo una mente privilegiada, ji, ji, ji.
A Maruja no le preocupaba morir, siempre había pensado que la vida era
como un cinta métrica, la cual tiene cien centímetros y hasta allí llega, no se
puede extender mucho más. La suya había sido un tanto miserable, la verdad sea
dicha, pero no se arrepentía de nada; acaso de no haberse tirado al butanero
cuando se le presentó la ocasión; ése que le servía las bombonas con una
camiseta de tirantes y sudada; es que estaba tan requetebueno… Y en cuanto a su
hijo, también le daba pena, cómo no, pero ya se las apañaría, se quedaría con su
padre, o sea, la pasta.
—Lo único que me jode de tener que matarte es que haces unos pasteles
deliciosos —cortó un trozo y se lo llevó a la boca—. Lo que me voy a perder…
Está de vicio. Mmm…
—Come, hija, que estás en los huesos. No sé qué perra os entra a las jóvenes
con las dietas; que si la de la alcachofa, que si la de baja en carbohidratos... ¡Si a
los hombres les gusta tener donde agarrar! Las algo rellenitas como yo
triunfamos.
—¿Te estás riendo de mí? —fulminó a Maruja con la mirada.
—Me temo que no, voy en serio. ¿Ves esto? —sacó la bolsita de veneno de
su bolsillo y se la mostró, en el plástico estaba serigrafiada una calavera con dos
tibias cruzadas —. Es un raticida muy potente. No tenía suficiente azúcar y me
pregunté si esto no le daría más sabor al pastel —Samanta escupió violentamente
lo poco que le quedaba en el paladar—. Tranquila, es de efecto rápido, sufrirás
sí, pero no mucho rato. En un minuto o así empezarás a sentir ardor en el
estomago, luego dolor, luego más intenso y al final rebosarán las tripas —
Samanta se llevó la mano a la barriga en un gesto instintivo—. Lo que ya no sé
es si también soltarás espumarajos por la boca, eso ya no lo tengo tan claro.
Maruja siempre había querido ser como Hercules Poirot al final de sus libros,
enfrentarse al asesino y desmontarlo en todas sus coartadas. Sí, entre esto y
sentir un multiorgasmo, no sabría que escoger, la verdad.
—Has sido una niña mala, muy mala —Maruja se subió a la parra, estaba
desatada—. Deberías saber que los delitos se pagan y si vas soltando pistas por
ahí como quien no quiere la cosa, pues mucho peor. Desde el primer día que te
conocí, te calé…
—Ahórrate el discurso, zorra —aflojó el cuchillo en su mano—. No eres
Hercules Poirot, tan solo una simple ama de casa que me ha ganado la partida.
Jo, quién me lo iba a decir a mí cuando se me ocurrió instalarme en este barrio
de mala muerte, nunca mejor dicho.
—Ahora debes confesar.
—¿Qué?
—En las novelas de misterio, y en las pelis, el asesino al final lo confiesa
todo, explica sus traumas, da sus razones para hacer lo que hizo y al final muere
a manos del protagonista. Te toca.
Samanta no se podía creer lo que estaba oyendo.
—Tía, ¡estás más loca que yo!
—Pues si no quieres hablar más, menos te vas a creer lo que voy a hacer
ahora.
Le arrebató el cuchillo de la mano, le dio la vuelta y se lo clavó en el
estomago.
No iba a consentir de ninguna de las maneras que Olga en el tanatorio dijera:
“Pobre Maruja, ya se lo había dicho yo...”.
Epílogo.
Le gustaba que se disolviera bien el azucarillo antes de probar el café, lo ayudó
con la cucharilla.
—¿Y a qué viene esto, invitarme a una cafetería? Hace veinte años que nos
conocemos y ésta es la primera vez, tacaña —señaló Olga a su amiga.
—Sé que no te gusta el café que hago en casa, tampoco es que intentes
disimularlo mucho. Además, los periodistas aún no se han largado, siguen
apostados en el portal como si esto fuese la caza al pato. Ya he concedido una
entrevista a Ana Rosa Quintana, ¿qué más quieren?
—Pues podrías escribir un libro, hay otros que lo hacen y se forran. Y ahora
que eres famosa y sales en la tele, a lo mejor también deberías hacerte un lifting
de esos, y yo una lipo, en la clínica «La Cara Feliz» sé que tienen una oferta 2x1
que merece mucho la pena.
—Creo que mejor me voy a meter en un agujero y no salir. Hasta a mi hijo le
piden autógrafos en el instituto. No puedo andar ni dos metros por la calle sin
que alguien me pare para preguntarme.
—Es lo que tiene haber acabado con la carrera criminal de una peligrosa
psicópata… Lo que no me explico es cómo tuviste las agallas para hacer lo que
hiciste. Eres una heroína. El alcalde debería ponerte una estatua en el barrio,
como a aquel que salvó a un perro en un incendio, y eso que tan solo era un
chihuahua, ¡tú has hecho más!
—¿Y que me caguen las palomas encima? Nooo, paso. Y en cuanto a lo otro,
no me quedó otra, era eso o acababa como carne picada para restaurantes chinos.
La engañé con lo de que había envenenado el pastel. Las rubias de bote mira que
son tontas… ja, ja, ja.
—Sí, tontas del culo, ja, ja, ja. Oye, piénsate bien lo del lifting, desde aquí y
con esta luz te veo unas patas de gallo que pa' qué.
Maruja le regaló una sonrisa asesina y se palpó el bolsillo para ver si todavía
no se había deshecho del matarratas.
—No te creas que esto va a ser así siempre, venga, alegría y gasto. La
próxima vez el café será en mi casa.

FIN
Juan Díaz (Ferrol, 1976).
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