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Declaración Aranjuez

El auge de los fundamentalismos políticos y religiosos en esta década acredita que no hemos
llegado al “fin de la historia”. La historia sigue siendo un “espectáculo de desgracias”, como la
describió Hegel.
Prolifera más que nunca un santo miedo a recuperar la maltrecha Ilustración, y el coraje de la
razón se asocia interesadamente con los monstruos del totalitarismo doctrinario.
Incluso las sociedades llamadas “democráticas” recuperan su compromiso con la fe revelada.
Se habla, por ejemplo, de “políticas basadas en la fe” o de una “laicidad positiva” que desvirtúa
el verdadero laicismo. Pero las creencias escritas en los libros sagrados son demasiado
diversas para sanar un mundo dividido.
Líderes de la opinión pública, gobernantes e intelectuales llaman constantemente a prodigar un
“respeto” por lo sagrado que a veces oculta miedo y servidumbre ante al terror.
El miedo a la razón inquieta a las iglesias, los gobiernos y los organismos internacionales. Bajo
la bandera del relativismo cultural, la Conferencia Mundial sobre Racismo de Durban (2001)
silenció la discriminación y la violencia contra las mujeres, o la persecución de los
homosexuales, pero no los alaridos contra Occidente, América e Israel.
Una “Triple Alianza” formada por la Organización de la Conferencia Islámica, representada por
Pakistán, el Movimiento de No Alineados (Cuba, Venezuela, Irán…), China y Rusia, trabaja a
favor de una nueva revolución “multicultural” que evoca la fracasada generación de Bandung.
El Consejo de Derechos Humanos de la ONU decidió prohibir la crítica en su seno a las
prácticas religiosas islámicas contrarias a la declaración que le da nombre. ¿Está la ONU
declarando la guerra contra sus propios principios? Los grandes crímenes siempre necesitaron
de grandes justificaciones.
Auspiciados por líderes supuestamente “progresistas”, El Vaticano y Riad aúnan fuerzas en
una nueva “Santa Alianza” contra el terrorismo, pero también contra el secularismo y los
valores clásicos de la Ilustración. El Rey Abdulá estrecha la mano de los obispos cristianos y
afirma que el “diálogo” supondrá “un éxito de la fe contra el ateísmo, de la virtud contra el vicio,
de la justicia contra la injusticia, contra la paz de los conflictos y las guerras, y de la fraternidad
humana contra el racismo”.
Necesitamos cuestionar los nuevos colectivismos formados en el nombre de la “cultura”, la
política o la religión que exigen nuevos sacrificios o disculpan los existentes.
Necesitamos rescatar la razón de su autodesprecio posmoderno.
Necesitamos liberar el proyecto de la Ilustración de la humillación teocrática.
Necesitamos amotinarnos contra la justificación de los crímenes sagrados, afirmando la libertad
de crítica y la libertad “de cambiar de religión o de creencia” (artículo 18 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos) e incluso el derecho a no profesar religión alguna.

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