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Amante de los buenos momentos y la buena música, estudiante no tan consagrado, mal-
pensante e importaculista... lo demás viene por añadidura.
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Allí, sentado en una gran silla de madera húmeda por la lluvia, en un reconocido –
pero desolado- parque de la ciudad de Bogotá, Rodeado por una extensa capa de
neblina densa, de esas en donde el alma se sale por los poros y en donde el
mundo se despierta después de las 6 de la mañana, me encontraba recordando
aquellos momentos inhóspitos de mi existencia, en donde la vida era tan solo
aquello que tocaba con mis manos, escuchaba con mis oídos, olfateaba con mi
nariz y veía con mis ojos. Desde hace algún tiempo, la vida se me pasaba con tal
precipitación, que mi preocupación giraba más entorno a intentar sobrevivir en
ella, que a tratar de disfrutarla. Cuando era pequeño solía esconderme en mi
habitación cada vez que llegaba alguien, no importaba si eran familiares,
conocidos o vecinos. Si llegaban mis amigos, los escondía conmigo en mi
habitación, en mi mundo, donde todo se manejaba con unos muñecos, una
grabadora, unos casettes grabados por mí, una guitarra acústica, un escritorio,
libros que no había leído, libros que estaba leyendo y libros que nunca leería pero
tenían bonitos dibujos. En donde no había más preocupación que resolver aquel
complicado acertijo de Einstein, que sólo el dos por ciento de la población mundial
podría solucionar en un tiempo menor a cinco minutos.
Crecí en una familia común y corriente, aparentemente cómo todas las demás,
pero que contaba con rasgos tan particulares, cómo el hecho de que la cantidad
de hermanos de mi padre, más la cantidad de hermanos de mi madre, en conjunto
sumaban 18 personas, qué a su vez tenían aproximadamente de 3 a 4 hijos y
daba un total de aproximadamente 60 primos y primas, de los cuales actualmente
conozco unos 15 porque el resto está distribuido por casi todas las regiones del
país. Acompañado por mis 3 hermanos, nunca estuve sólo, a pesar de que mis
padres trabajaban todo el día, y delegaban su responsabilidad a mi hermano
mayor, quien era el encargado de prepararnos la cena, llevarnos al colegio,
ayudarnos con las tareas, y en sus ratos libres, dedicarse al estudio. Durante
muchos años, veía a mis papás tan sólo unos minutos al día. Por la inmensa
necesidad económica que agobiaba a mi familia en ese entonces, quedarse en
casa cuidándonos a nosotros no era una opción; el arriendo, los servicios y la
alimentación no daban espera. Vivíamos en un barrio muy humilde al sur de la
ciudad, en dónde debíamos caminar aproximadamente 20 minutos para llegar a
una avenida principal en dónde salían los buses para toda la ciudad. Al nacer, mi
familia ya vivía en ese lugar, ya que era una casa de una conocida de mi mamá y
por tanto el arriendo era relativamente más barato. Mi mamá, nunca termino su
bachillerato, por lo que su única fuente de empleo, era la informalidad. Por otro
lado, mi padre, escasamente terminó la primaria y debido a la violencia en su
pueblo natal, migró a Bogotá, en donde trabajó aproximadamente 18 años cómo
vigilante. Los primeros recuerdos que tengo de mi infancia, eran de cuando nos
reuníamos los pocos domingos que pasábamos en familia, a compartir el almuerzo
en lo alto de la montaña, mientras jugaba con un balón desgastado por los años
junto a mis hermanos y algunos vecinos cuyas familias también subían allí a
disfrutar del sol remoto que se podía sentir. Por lo general, mi mamá llegaba a
casa antes que mi papá, y terminaba de preparar la cena –si mi hermano no había
alcanzado a hacerlo- para que mi papá no se molestara como lo hacía
habitualmente al llegar a casa. Mientras tanto, mis hermanos se ocupaban de los
demás que haceres de la casa, mientras yo miraba dibujos animados en un
televisor al cual se le debía acomodar la antena estratégicamente para que diera
imagen. Después de un tiempo, mi hermano mayor se convirtió para mí en aquella
representación de una figura paterna, la cual le estaba siendo arrebatada
lentamente a mi Padre, por la poca interacción que tenía con él; además de eso,
siempre que llegaba a casa gritaba fuertemente a mi madre, lo que me generaba
cierta sensación de malestar, pero que sin embargo después de un tiempo llegué
a naturalizar y dar como normales (o por lo menos cotidianas). Creía –y ahora
intento creerlo- que mi Padre a pesar de las difíciles circunstancias de su vida, era
una buena persona. Trabajaba largas horas en un trabajo (valga la redundancia)
que odiaba, para que mi familia no tuviera dificultades y para poder pagar la mejor
vivienda, el mejor colegio, comprar la mejor ropa, pagar la mejor salud, y por si
fuera poco, el mejor mercado para cinco personas, que un salario mínimo nos
permitiera. Por otro lado, mi madre, a quien tengo mi más profunda admiración, en
él día intentaba generar algún dinero haciendo labores domésticas en casas de
conocidos de la familia, y en la noche vendía refrigerios a las afueras de una
empresa. Cuando llegaba a casa, no se quejaba de absolutamente nada, y así
como era la primera en despertarse por las mañanas, siempre era la última en
acostarse a dormir. Fueron pocas las veces que le ví llorar. Por lo general cuando
algo malo sucedía, tan solo aguardaba en silencio pacientemente, mientras
procuraba buscar una pronta solución a ello, sin dejar que su pánico y su miedo
fuera evidente, ya que ella era quien nos daba la seguridad de que probablemente
todo sería mejor al día siguiente. La sociedad moderna ha relegado a la mujer el
papel de madre-esposa, y le ha restado el protagonismo trascendental que tuvo en
sociedades matrísticas, que en perspectiva de las relaciones sociales, estaba
mucho más avanzada que la sociedad actual. Y es que justamente al interior del
hogar nunca se pone en cuestión el papel de la madre, y por el contrario se
naturaliza que sea la mujer quien esté a cargo de las labores del servicio y del
cuidado, y somos nosotros quienes por lo general legitimamos este tipo de
prácticas. A pesar de todo ello, mi madre siempre se mantenía fuerte, aunque
probablemente rota por dentro, sin embargo, si no lo hacía ¿cómo podría
proveernos de la fortaleza que necesitábamos para seguir adelante? Quizá
rendirse nunca fue una opción.
Estuve toda la mañana, toda la tarde, y casi toda la noche sentado en aquella
banca, absorto en mis pensamientos y recordando cada cosa que había sucedido
en mi vida, y trataba de encontrar respuestas a todas aquellas situaciones, cómo
por ejemplo saber por qué mi padre decidió irse sin siquiera despedirse, o por qué
mi madre se dejó golpear tantas veces de él sin hacer el más mínimo esfuerzo por
defenderse. Por mi mente no pasaba preocupación alguna, ni pretensiones de
ningún tipo. El tiempo transcurría quizá tan rápido, como aquellos Automóviles que
a lo lejos se veían pasar con afanosa precipitación, mientras fijaba la mirada en la
autopista y ponía toda mi atención en cuál sería el primero de esos autos en
chocar. Pensar lo que ha sido mi vida –hasta el momento- me hace creer que he
vivido de una manera tan apresurada, que no he tenido tiempo para apreciar
aquellos pequeños momentos que me hacen sentir vivo, cómo andar en bici
mientras el sol golpea en un costado de mi rostro, y el viento choca contra todo mi
ser, cómo sentarme frente a la ventana de mi cuarto a tomar café mientras llueve,
observando lo fuerte del sonido de las gotas al caer al suelo y al chocar
fuertemente con mi ventana, como jugar con mi perro en el parque, que quizá se
ha convertido en una de las compañías más fieles que he tenido durante toda mi
vida, entre otras cosas que llenan mi vida de sentido. Ahora que lo recuerdo, en
una de las clases con La profesora María Antonia, conversábamos un poco acerca
de lo que era la felicidad para cada uno de nosotros. Algunos, comentaban que la
felicidad era ayudar a los que más lo necesitan, otros tantos, entre murmullos
indeseados, decían que la felicidad era ver feliz a los seres queridos, y para
alguien en particular, la felicidad era algo por lo cual luchamos a lo largo de
nuestras vidas. Cuando la Maestra fijó su atención en mí, recordé que mi felicidad
estaba presente en cada momento de mi vida; cuando mi mamá terminó el
bachillerato, al graduarme del colegio, al ver crecer a los nuevos miembros de la
familia, e indudablemente cuando ingresé a la UPN. Levantando la mirada,
respondí que para mí la felicidad se encontraba en aquellas pequeñas cosas que
me hacían sentir vivo, que me hacían sentir posicionado en un lugar, en un
espacio, en un tiempo, con unas personas que el destino sabrá por qué puso en
mi camino, pero de las cuales he aprendido cosas invaluables. Pienso que toda mi
vida la he gastado intentado encontrar la felicidad, como una utopía que se levanta
en el horizonte y que resulta inalcanzable para aquellos que –como yo- buscaban
la felicidad en aquellas cosas banales que resultan más un capricho propio del ser
humano ignorando que la felicidad debe ser compartida, de lo contrario sólo sería
un placer instantáneo. De eso se trata el co-cuidado, ¿no? O bueno… por lo
menos en mi caso concreto, siento profunda felicidad al cuidar de los míos. Como
quizá ya lo había mencionado en algún texto anterior, aveces no es tan fácil cuidar
de nosotros mismos, y todos pasamos la vida cuidando nuestros intereses sin
percatarnos de que también necesitamos del cuidado de los otros, y que los
demás también necesitan de nuestro cuidado. Es muy egoísta pasar la vida
pensando que somos los únicos entes en este planeta que necesitamos del
cuidado. Quizá las personas que han tenido hijos, o que tienen mascotas saben
que el ser humano es inherente al cuidado, sencillamente no podemos vivir sin él.
Desde que somos pequeños, es nuestra madre quien está velando siempre por
nuestro bienestar, de hecho durante el primer mes de vida, si el niño es arrancado
del seno de su madre y de los cuidados que ella le brinda, es probable que no
sobreviva ya que ninguno de nosotros somos totalmente independientes al
cuidado. Por otro lado, comprender el papel del cuidado en la transformación de
las relaciones humanas, es un tema complejo de tratar si no atraviesa mi
subjetividad.
Decidí parar de caminar y sentarme en una de los pocos lugares en los que podría
sentarme y sentirme tranquilo, mientras miraba las luces de las estrellas y la de los
faroles que se encontraban al alcance de mi vista, me quede viendo aquellas luces
como si tuviera alguna especie de trastorno mental, mientras mi mente se alejaba
suavemente de ese lugar y se ubicaba en otro lado de mi ser, en mi imaginación,
aquel lugar tan común para mí. Pasaban ideas, situaciones imaginarias tratando
de ajustarlas a sucesos previos a los instantes que estaba viviendo en esos
momentos, si, básicamente estaba inventando soluciones y respuestas a mis
dudas, otro absurdo intento fallido, tengo esa maldita costumbre de engañarme
con falsas posibilidades, pero felices posibilidades al fin y al cabo, y es justamente
eso es lo que me encanta; la felicidad… Y aparentemente el engaño, masoquismo
quizás. Después de un tiempo me di cuenta que estaba sumido en un estado poco
apto para mi salud mental, retome mi sentido de la vista para notar que ya estaba
amaneciendo, me pare y seguí con mi camino.
Veía los buses pasar por mi lado, no había notado lo temprano que empiezan a
pasar, parece ser que los conductores de buses se acuestan tarde y madrugan, no
me sorprende que a veces sean tan agresivos o apresurados. Mis manos
empezaron a buscar las llaves de mi casa desde antes de llegar, después de
caminar unos tantos minutos más, llegue a mi destino, entre a mi casa, a mi hogar,
en donde me esperaban dormidos mi madre y mi hermano mayor. Intente leer un
poco y no pude por más que lo intente, me quede dormido pero me levante a las 3
horas con el sonido de la alarma de un carro cercano, prendí el televisor
esperando ver algo que me calmara, no habían buenas películas, los programas
eran solo repeticiones y ni el porno me interesaba desde hace algún tiempo,
finalmente caí en un lapso de esos en los que no es posible dormir pero tampoco
estar despierto.
Y finalmente me encuentro aquí, Sin respuestas a mis preguntas, sin entender aún
el porqué de todas las particularidades de mi vida, y sin saber a ciencia cierta, cual
es mi finalidad en éste mundo. Me encuentro aquí, en la misma posición de
siempre, como un estudiante desconcertado que intenta encontrar su lugar en un
mundo que no entiende, o que bueno… prefiere no entender.