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Las bacanales jiquilpenses

Ante lo sucedido aquella tarde, yo, como un Poncio Pilatos michoacano, me lavé
las manos con mezcal. "Me dice mi abuela y tengo que creerle ", comenzó mi
padre una historia que involucraba a su abuela que lleva 23 años muerta. Adelante
un retén policial, después un bellísimo Impala estacionado. Tres elementos
probativos de que en Michoacán el tejido narrativo incorpora a los muertos en el
presente. No por nada es célebre el Día de Muertos en Pátzcuaro.
Con los años he descubierto que, si bien todos los caminos conducen a Roma, de
alguna manera también pasan por Jiquilpan. No me pertenece el término, pero es
adecuado llamar "Bacanales jiquilpenses" a las celebraciones que allí -y en otros
tantos pueblos- ocurren. En un lugar de poco más de 70 mil habitantes, la
mexicanidad se manifiesta en lo gregario. El temor a la angustiante soledad de los
mayores ha derivado en frecuentes reuniones; la última de 50 personas, el límite
del contagio. En tiempos de la pandemia, mi familia se expone al coronavirus a
cambio del contagio de la alegría.
Saludar en Jiquilpan es un arte que se ha vuelto especialmente complejo en estos
días. Algunos a distancia, otros con los puños, alguno con el codo y otros de
mano, ya uno no sabe cómo saludar. El temor a contraer la enfermedad es poco
comparado con el miedo de ofender a alguien rechazando un apretón de manos.
Las bienvenidas son puestas en escena. Es más fácil llegar primero y ser
saludado que llegar después y saludar: ser personaje secundario que principal.
Cuando se abre el telón michoacano, Anfitrión ocupa el lugar de Hércules. Las
doce tareas que ejerciera el héroe no son nada comparadas con las magnánimas
atenciones que mostró el organizador del festín. Insistió y persistió con los tacos
de frijol y manchamantel. Recorrió la larga mesa ofreciendo un mezcal que, por
más que ofreciera, no pude beberlo.
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Fue como un rayo: "Luego les entra el coronavirus por falta de vino", en ese
instante recordé que el maguey es multiusos. Planta de los dioses, bien
aprovechada por los indígenas para las telas y el pulque (y algunos dicen que
también mezcal) y por los españoles para el tequila. Yo añadí un uso más: el de
desinfectante. Los 45 grados de alcohol del mezcal no compiten con los 70 del gel
antibacterial, pero ante la premura sumergí dos dedos de cada mano en el jarrito.
La necesidad es madre de la invención, según dicen.
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No se celebraba nada, fue simplemente cumplir una promesa hecha en otra
reunión, quince días antes. El lugar: un bello rancho en pleno cerro, junto a un
risco. Los caballos, la especialidad de la casa. Cerca de ahí se dedican a los
lácteos: nos fueron ofrecidos sus quesos y cremas. El paisaje de aquella tarde fue
una premonición de José María Velasco: El valle de México visto desde el cerro
de Santa Isabel en 1875. Velasco pintó Michoacán en el Valle de México casi 150
años antes de que ocurriese. Hay pintores que tienen el don de la ubicuidad.
Una presa a lo lejos, más allá una nube besando la punta de un cerro, después
otra presa. Es lo que pude ver, pues me senté dándole la espalda al paisaje.
Nadie nunca debería darle la espalda a un cuadro de José María Velasco. El
constructor de la finca plasmó en ladrillos el arte de techar: intercalados en
diagonal o línea recta, formando un techo ecléctico. Una cascada quedó en
veremos: “cuando llueve cae El Chorrito, por eso así se llama”. Nunca llovió.
Y sobre el risco, otro tanto:
Canta, oh musa, la cólera de aquél que no lo pudo ver, aquél cuyo talón de
Aquiles es la reducida movilidad. Lo imagino como un ventana a la eternidad.
Abismo verde, con ríos y pájaros. Edén del occidente mexicano. Allí donde la
Tierra aún no es Caliente, pero ya se siente tibia. De haberlo visto, tal vez no me
gustara tanto.
No siempre hay espacio para la imaginación, de vuelta a la mesa abundaron, por
unos minutos, las fotos con iPads o cámaras Canon. Se vuelve esencial plasmar
los recuerdos en una sociedad que venera a sus ancianos. De pronto surgió en la
escena un sarape amarillo y negro, alguien vistió la indumentaria y fue celebrado
por la concurrencia con sendas fotografías. Por ahí una niña pequeña tomó una
cámara para fotografiarle los senos a su ruborizada madre.
Las voces se confunden, las conversaciones arrojan muestras gratuitas: “¿Tus
hijas, Beto?” “Un poema de un guerrerense, egresado de la Normal de Ayotzinapa
a don Lázaro”, agregarle el “don” a esa figura omnipresente de Cárdenas en su
pueblo. Alguien habla del "BOSQUE", para referirse a un bosque que el prócer
cultivó. “Oye, ya te salieron primos”, el santo Guízar y Valencia nació en Cotija.
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Se fueron los tacos de manchamantel, pero llegó la verdura en escabeche, y otras
botanas. Después la birria con todo y el hígado fileteado. De la birria "yo quiero las
costillas" dicen un par de chicas, ¿qué tan usual es ese diálogo? Unos jóvenes,
familiares del anfitrión me ofrecieron comida y luego pastel y pastel y pastel y dos
galletas y gelatina. Y adiós dieta.
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Las anécdotas llueven en el Jiquilpan cosmopolita. Como el taxista de Arjona me
pregunté ¿qué hace un jiquilpense seduciendo Australia? ¿sentirán las camas de
Nueva York como llenas de pingüinos? "Mi papá es español", escuché en algún
momento. Es un lugar donde la heráldica y la genealogía se cantan con singular
alegría.
Traen de vuelta a personajes que se fueron al otro lado o al más allá. Alguien se
cortaba el cabello con “El Fino”. Otros ejercen una tóxica masculinidad contando
las proezas sexuales de algunos miembros de la comunidad o haciendo burla de
la homosexualidad.
“El Peligroso” pudo haber muerto de SIDA hace algunos años: la condena al
ostracismo se lleva en el apodo. “La Acuática” fue un hombre que luchó contra las
aguas desbordadas “el día que Jiquilpan se inundó”. La inclusión se encuentra
solamente en relatarlo.
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El alcohol hace estragos: mi tía, hermana de mi ya fallecida abuela, soportó
estoica los embates de la bebida. A sus 87 años, varios mezcales después,
solamente le dolía la cabeza y le pesaban los párpados. Bajó con dignidad los
angostos escalones de piedra, apoyada en un brazo ajeno. Otro, beodo, y más
joven se había ya orinado.
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“El DÍA que Jiquilpan se inundó”, dicen, como relatando el Diluvio de Noé. Muchos
viven ya en otras en otros paralelos, otros meridianos, pero Jiquilpan les puebla la
conciencia. Durante la infancia “vivimos intensamente Jiquilpan” confiesa alguien.
Ya Reinhart Koselleck descubrió que el tiempo no existe, que vivimos un eterno
presente que surge de la tensión entre las experiencias y las expectativas, pero
parece que sólo en Jiquilpan se han dado cuenta de ello.

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