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He conocido a mucha gente

Martín Casariego

Conocí a un tipo de Trigueros, Huelva. Dedicaba la mayor parte de su tiempo a salvar


puercoespines en los caminos y carreteras. Por la noche se hacía con una potente linterna y
recorría treinta kilómetros buscando puercoespines en el asfalto o en el polvo. Cuando venía uno,
lo cogía y lo depositaba más allá de los caminos, sano y salvo. Sabía cómo hacerlo, con ambas
manos, como si fueran pelotas de baloncesto, y jamás se clavaba las púas, ni gruçían como
cerdos. Me explicó que de ahí venía su nombre, me explicó muchas otras cosas que
desgraciadamente he olvidado. Decía que eran más valiosos que los hombres. Durante una
semana estuve con él, ayudandole. Salvamos lo menos ocho o nueve, y en una ocasión vimos
uno aplastado y con el hocico manchado de sangre. Sacabamos dinero haciendo pequeños
trabajos, y alguna vez robamos algo de fruta. A él se le daban especialmente bien las señoras
mayores, daba lástima o despertaba su afecto, así que tampoco tuvimos que robar demasiado.
Recuerdo que en esa semana, entre los pinos y el polvo, sobre los faros de los coches y las púas
de los puercoespines, la luna fue desapareciendo noche a noche. Volví por allí años más tarde.
Alguien me contó que al muchacho le había pillado un coche, mientras recogía un puercoespín
en una curva. Pregunté por su tumba, pero nadie supo decirme dónde se encontraba. No sé, tengo
la esperanza de que ese muchacho siga salvando puercoespines por las noches, en alguna
carretera perdida, o que haya encontrado alguna otra cosa que le valga la pena.
Conocí a una chica de Sahuarita, Arizona. Era la chica más guapa que nunca había visto,
era tan guapa que yo me preguntaba qué hacía perdiendo el tiempo conmigo, tomando unas
cervezas y hablando del dinero, de los corazones y de una cabaña en el bosque. Para que os
hagáis una idea, siquiera aproximada, os diré que podría salir en las portadas de revistas de
categoría, y ganar una pasta. Tenía veintidos años, era morena de pelo y de piel, los ojos color
verde oscuro, las cejas gruesas y pobladas. Su madre era mejicana y me dijo que odiaba gustar
tanto por lo físico, y que hubiera preferido no ser tan guapa. No le hice demasiado caso, os lo
podéis figurar, a pesar de la convicción con que lo decía, había leído en alguna revista las
declaraciones de una famosa modelo que aseguraba que la belleza era “un estado mental”, y he
oído decir sobre ese asunto muchas otras tonterías precisamente a chicas que están muy bien.
Quedamos en vernos el año siguiente en ese mismo bar, alguna noche de agosto, y debéis
creerme si os digo que volví a Sahuarita simplemente para reencontrarme con ella. La verdad es
que no tenía demasiadas esperanzas de que apareciera, y sin embargo, la tercera noche la
encontré. Estaba de espaldas, pero la reconocí inmediatamente. Pronuncié su nombre, y cuando
ella se giró ví que tenía deformada la nariz, depiladas las cejas y algun que otro disparate más.
Nos abrazamos y ella me explicó que se había hecho la cirugía antiestética con el dinero que
había ganado posando como modelo. Nos tomamos algunas cervezas y comprendí que aquella
loca era la mujer de mi vida. Hablé otra vez de una cabaña en un bosque, de un río, de un lugar
que yo conocía cerca de Rossland, Canadá. Supongo que algo la conmovió mi propuesta, pero
por lo visto yo no era un hombre de su vida. Cuando nos despedimos, juré no regresar jamás a
Sahuarita, Arizona, y no me pude contener: rompí a llorar como un niño, pues supe que jamás
volvería a toparme con una mujer así.
Pasé tres días en México D.F. con un alemán que se metía en el cuerpo cualquier mierda
que le ofrecieran. No llegaba a los treinta y sin embargo podría pasar por mi padre. Estaba
obsesionado con la idea de morirse y de que se lo comieran los gusanos y las moscas. No sé,
supongo que ése es nuestro destino y que mejor no pensar en ello, pero él no podía evitarlo.
Llevaba a todas partes un saco lleno de moscas muertas. Ése era su equipaje. Dedicaba varias
horas.diarias a cazar moscas para aumentar sus reservas. Al menos no olían mal. Pero era terrible
saber que en ese saco había millares de cadáveres repugnantes. Por eso no pude aguantar su
compañía más de tres días. Usaba el saco como almohada. Estaba convencido de que si moría y
ponían esas moscas en su tumba, su cuerpo no se pudriría. Las moscas muertas ahuyentarían las
larvas, los huevos o lo que fuera. Me hizo jurar que si moría estando yo en su compañía, me
ocuparía de enterarlo con su saco. Cuando cambiaba de tema, contaba historias muy divertidas.
No sé, creo que hubiéramos podido ser buenos amigos, pero los cadáveres de miles de moscas se
interponían entre nosotros. Una de esas tres noches organizó una pelea en un bar como yo nunca
había ni soñado. A la mañana siguiente me dolían todos los huesos. Por lo visto, alguien había
hecho un comentario despectivo sobre el cargamento de moscas.
Conocí a una chica en el Ponte Vecchio, en Florencia. En cuanto la ví, supe que
encendería mi corazón y que después solamente quedaría el olor de la pólvora y de la carne
quemada. Nos largamos a algún punto del Adriático. Vendíamos pendientes y pulseras,
dormíamos en la playa y a veces en algún hotel, y sobrellevamos aquel verano con cierta
dignidad. Esta chica era argentina y tenía los ojos marrones y el pelo rojizo, porque usaba un
champú con camomila, las piernas hermosas, rápida la risa y facil el llanto. Cuando discutíamos,
cosa que sucedía con frequencia, nos reconciliábamos bebiendo una botella de vino y contando
historias. Su cuerpo sabía a sal, a cerveza, a mar. Ganábamos bastate dinero, pero lo gastábamos
inmediatamente. Pasamos alguna noche en vela, escuchando el silbido del viento o la monotonía
de las olas, haciendo planes para el futuro. Si algún día se daba mal, nos acercábamos a los
negros o sudamericanos que nos hacían la competencia, y si no nos ofrecían nada, nos
conformábamos con nuestras caricias o con nuestro sueño, a ella jamás se le habría ocurrido
esconder algún billete para casos de urgencia. Según fue pasando el verano, se nos fueron
acabando nuestras baratijas, y antes de que tuviera la ocasión de proponerle pasar el invierno en
Polop, Alicante, ella me dijo que había un hombre esperándola en Lobos, Argentina. Aquella
chica encendió mi corazón, y después solamente quedó el olor de la pólvora y de la carne
quemada.
En Allingsas, Suecia, un tipo derramó una cerveza en mi coronilla. Estaba sentado a la
barra de un bar, pensando en mis hermanas, cuando sin mediar palabra se acercó un pavo entre
rubio y pelirrojo, mal afeitado, con la cara marcada por dos cicatrices y el cuerpo demasiado
pequeño para su cabeza, y vació su jarra de cerveza sobre mi coronilla. Aún no me explico
cómo, pero nos hicimos amigos. Trató de disculparse y me explicó que si veía a un tío con un
pendiente en una oreja y un tatuaje en el brazo contrario, se volvía loco y perdía el control. La
explicación no era como para tranquilizar a nadie, y sin embargo recorrí con él el sur de Suecia y
el norte de Alemania durante casi un mes. Calzaba unos zapatos forrados con tarjetas de crédito
y me dijo que su familia tenía el veinticinco por ciento de no sé qué empresa farmacéutica. Me
dió lástima cuando contó aquello, pues no le creí. Pero un día, completamente borracho, se quitó
el zapato y abrió la suela. Después, cogió una tarjeta, sacó cinco mil marcos y los tiró al Ems.
Rescaté algunos billetes que el aire devolvió, y nos fuimos a comer a un buen restaurante. En los
postres, derramé vino del Rhin en su cabeza, y le expliqué que cuando alguien tiraba marcos al
río Ems, perdía el control y me volvía loco. Al despedirnos, tres días más tarde, deseé que nunca
tuviera que recurrir a sus tarjetas de crédito.
Me encontré a una chica en las afueras de Lisboa, Portugal., cerca de la vía del
ferrocarril, y me gusta pensar que le salvé la vida al pasar por allí. Tenía la piel ardiendo, la
frente y el cuerpo empapados de sudor, sangre entre las piernas. Decía frases sin sentido, así que
la limpié lo mejor que pude y la llevé a un médico. Yo tenía algún dinero ahorrado, y le dije que
podía recuperarse en mi casa. Pasamos unas semanas muy tranquilas, leyendo, paseando,
durmiendo, incluso alquilamos un televisor un fin de semana. Creo que ella se enamoró de mí.
Nunca me lo dijo, jamás intentó meterse en mi cama, pero esas cosas se notan sin necesidad de
gestos tan ovidentes, lo sabéis mejor que yo. Nunca me contó qué demonios hacía en el borde de
la vía, quizá esperaba a que yo se la preguntase. No lo hice, y tal vez fue mejor, pero cuando
pienso en esos días tan calmados y en esos paseos tan bonitos, quisiera volver a ellos.
Conocí a un chaval en Barcelona que había perdido muy joven a sus padres. Le recuerdo
con la mirada extraviada, en la mano una cerveza y en los labios un cigarillo. Decía que venía
del infierno y que se dirigía al infierno, no sé, apostaría a que lo había sacado de alguna película
de vaqueros. Se le daban bien los juegos de marcianos, echamos muchas partidas y no le gané ni
una sola vez. Un día me propuso asaltar un banco, quería el dinero para que su abuela pudiera
vivir decentemente. Creí que bromeaba, pero no me reí. Me enseñó una pistola. Pensé que era de
juguete. Su plan era muy sencillo. Entrar en un banco, sacar la pipa, pedir la pasta y salir
tranquilamente, sin prisas. Pero se puso nervioso. Le pegaron dos tiros en la tripa y una mujer
resultó herida en un brazo. Lo sacaron del banco con las piernas por delante, como a los
pistoleros de las películas que a él le gustaban, entre un círculo de curiosos y las sirenas de una
ambulancia. Ya sabéis, no se puede hacer nada por un tipo con dos tiros en la tripa, y es una
muerte lenta y dolorosa. Después de aquello, me dí cuenta de que ya no tenía ganas ni fuerza
para continuar llevando esta vida. Me miro en el espejo, guiño un ojo y parece que tengo
cuarenta años.
No sé, he conocido a mucha gente, a muchísimos hombres y mujeres. Es una verdadera
lástima que después de haber vagabundeado por tantos lugares y de haber conocido a tantas
personas, esta relación sea tan corta. Pero, francamente, de ninguna de las otras con las que me
crucé vale la pena contar nada.

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