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ÉL

NOVELA HISTÓRICA SOBRE EL ORIGEN JUDÍO DE LOS


ANTIOQUEÑOS EN COLOMBIA

GABRIEL MONTOYA M.

BOGOTÁ - COLOMBIA, 2014


Montoya Montoya, Gabriel
Él: novela histórica sobre el origen judío de los antioqueños en Colombia /
Gabriel Montoya Montoya. - Bogotá : Gabriel Montoya Montoya, 2014
212 p.

ISBN: 978-958-46-5053-5

1. Novela hebrea –Historia 2. Colombia-historia


I. Título
Dewey. 892.4 dc 21

© Gabriel Montoya Montoya


Primera edición, Bogotá D.C
Agosto de 2014
ISBN: 978-958-46-5053-5

Corrección y estilo
María José Díaz Granados

Diseño gráfico y diagramación


Daniel Valbuena O.

Impresión
Xpress Estudio Gráfico y Digital S.A
Bogotá D.C

Derechos reservados
Hecho el Depósito legal
Prólogo

“Gracias a Dios” yo soy otro para los otros.


Emmanuel Lévinas

Las novelas históricas suelen generar polémica, porque


si bien la ficción y la historia comparten el modo
expresivo de la narración, difícilmente han conseguido
establecer un consenso sobre qué es un hecho. Brindar
una respuesta a esta pregunta implica una elabo-
ración conceptual compleja. Sin embargo, cuando se
distingue entre la pretensión de verdad de la historia y
la pretensión de verosimilitud de la ficción, los sucesos
del pasado devienen inalterables para los historiadores
y mudables para los novelistas. Por lo anterior, quien
escribe novela histórica está facultado para combinar
sucesos reales o inventados, al margen de las impre-
cisiones que puedan detectar los historiadores.

En esta novela histórica de Gabriel Montoya, su opera


prima, se narran las hazañas que emprendieron los
judíos en Antioquia para no ser descubiertos. No
obstante, los atropellos cometidos contra ellos por
la Inquisición fueron asumidos como vejaciones, es
decir, como sacrificios que protegieron intereses más
laudatorios, como aquel de conservar la estirpe que
se prolongaría en el tiempo.

En el principio fueron las heridas, las cicatrices y


mutilaciones propinadas por el Santo Oficio por llevar
a Dios en el alma durante miles de años, por asumirse
descendientes de Adán, por ser judíos. Esto es, por
permanecer en la huella de “Él”, el innombrable, el
salvador, sin atender al “otro”, el nombrado, el redentor.

Los judíos aprendieron a errar. Reconocieron el nombre


del Señor como el Celoso, y no se dejaron convidar por
quienes comían animales sacrificados. Aseguraron ser
los primogénitos del Señor, y aceptaron que a Él le
pertenecen el séptimo día, los animales y los primeros
frutos de la tierra. Celebrando por miles de años las
fiestas que el Señor les indicó, no olvidaron que Él es
el salvador.

Prefirieron engañar a sus contradictores antes que


asesinarlos. Encontraron protección en las montañas
alejándose de las ciudades, y se exhibieron con el
sacrificio porcino. Adoraron con fervor a María, y
añadieron su nombre y el de Jesús al de sus descen­
dientes, obedeciendo, de ese modo, la ley del Señor que
les permitía salvarse, como lo hizo Antígona, aunque
murió, apelando a los dioses para que no prevalecieran
las leyes de los mortales.

Los años históricos elegidos para ambientar el proceso


de conversión y asimilación fueron 1675 y 1915,
representativos en la historia de Antioquia. Dichos años
corresponden, respectivamente, a la fundación de la
Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, y
al año en que Benedicto XV erigió la catedral de Nuestra
Señora de las Mercedes como Diócesis de Jericó.

Doscientos cuarenta años durante los cuales los arti-


lugios realizados por los judíos se fundieron en las
costumbres de la cultura popular. Pero no en esas que
en el habla cotidiana se asumen como semejantes a
la “tradición”, sino en aquellas costumbres que, como
nos las recuerda E. P. Thompson, “era[n] un campo de
cambio y de contienda, una palestra en la que intereses
opuestos hacían reclamaciones contrarias”.
Luego de doscientos cuarenta años no se recuerda
por qué el segundo nombre debe ser María o Jesús;
por qué en los sueños crepitan llamas que queman
el cuerpo; por qué la masa mora se convierte en una
bebida de consumo general; por qué la “fiesta de las
velitas” se institucionalizó.

Esta novela puede leerse como una respuesta a la


pregunta sobre qué ocurre cuando suceden el olvido,
la conversión, la asimilación.

El olvido que devora con sus fauces aquellas manos de


nueve dedos inventadas por los mutiladores, y que borra
por completo las cicatrices de la espalda y la quijada.
Olvido que, gracias a las letras de Gabriel Montoya,
entretejido con la desmemoria, anuncia el arraigo del
redentor, del nombrado, mientras Él, innombrable, fue
exiliado; y entretejido con la asi­milación y la conversión
permite contemplar cómo los judíos se fundieron entre
los habitantes de Antioquia.

Gabriel Montoya busca en esta novela, me parece,


ingresar al arte de las letras sin enjuiciar las acciones
que los judíos realizaron para defenderse de la perse-
cución. Presenta las estrategias emprendidas para
sobrevivir, las cuales desaparecieron siglos después
cuando la sociedad no los veía ya como seres extraños.
Los judíos en Antioquia lograron defenderse y, muchas
veces, salvarse, apelando a una justicia más allá de las
leyes de los mortales. Quizás las habilidades empleadas
hubiesen quedado sumidas en el olvido, pero, “Gracias
a Dios”, les permitieron convertirse, como miembros
de la sociedad antioqueña, en otros para los otros…

Mateo Navia Hoyos


Medellín, mayo de 2014
“Al olvido, hacedor de la historia y de la vida, construidas
más de olvidos que de memoria”.
Diana Luz Ceballos Gómez, “Hechicería, brujería e
inquisición en el Nuevo Reino de Granada” Un duelo
de imaginarios, Bogotá 1995
En memoria de Manuel Mejía Vallejo y Daniel Mesa
Bernal

Agradecimiento muy especial por todas las indicaciones,


consejos y apoyo dado para esta obra a mis amigos, los
historiadores Carlos A. Ospina, María Mercedes Molina H,
Dolores Pla Brugat, Salvador Rueda Smithers, Hernando
Rocha, Maria Mercedes Ladrón de G, Lyced Hernández,
Mateo Navia Hoyos y Harald Jaimes Medrano.
El Autor
“…en los cuales se representaban dibujos de diversos
santos, o vida religiosa, especialmente de Jesús y
Abraham…”

“Un amor de oro en épocas de oscuridad”, Gabriel


Montoya M, 1992.
“¿Vites la barba de tu vezino quemar?
Mete la tuya a remojar” decía el escrito.*

E l piso ya estaba lavado, manteles y sábanas


cambiadas, las cortinas blancas y limpias recién
colgadas, velas dispuestas para ser encendidas, toda
la ropa lavada y lista para ser usada ese día sagrado
y especial de la semana. Ningún detalle podía faltar,
solo algunos trastos estaban pendientes de ser lavados.
Una boda se realizaría en los próximos meses.

Samuel se quedó entredormido a causa del lento mecer


de la silla y la brisa que el río Cauca brindaba en
aquella hora de la tarde. Su hermano Ezequiel había
entablado una larga conversación con él antes de partir
en su caballo rumbo a las montañas del occidente.
Pronto regresaría.

*Algunos refranes y grafías han sido tomados de: M. Kayserling, Refranes


o proverbios españoles de los judíos españoles, Budapest, Imprenta de S.R.
C.L. Posner e hijo. A costa del autor, 1889.
Pascual Pascual Recuero, Diccionario básico ladino-español, vol. III, Barcelona,
Biblioteca Nueva Sefarad, Ameller Ediciones, 1977.

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La conversación entablada entre ambos dejaría inmerso


a Samuel en los recuerdos de un pasado no olvidado
aún. Ahora existía tranquilidad, atrás había quedado
el cucurucho y el sambenito, el potro y la pera, el
inquisidor Valmayor con su grupo de cautelas. Presentes
estaban las cicatrices y mutilaciones dejadas en varias
partes de su cuerpo.

Sin embargo, esto no importaba. Felisa se había acos-


tumbrado a sus caricias de nueve dedos, a besarlo
cerca de la cicatriz imperceptible cerca de sus labios.
Sí, Felisa conocía estas marcas, que para su padre no
eran ajenas tampoco. Lo quería, ella de 17. Él la quería,
se aproximaba a los 37 años. Un suave entresueño le
hacía pensar inconscientemente en ella y, a su vez, en
los recuerdos de la Nueva España: las ricas minas de
plata de Taxco y de Nuestra Señora de los Zacatecas,
la inmensidad de la capital del Virreinato; y allí el
dolor, el horror y la tristeza en las máquinas de tortura
dispuestas para él y su hermano Abel. El árbol de las
Manitas, en los patios de la Real Audiencia.

Los hermanos Montes de Oca, portugueses de Castelo


Branco, llevaban a Dios en el alma desde hace miles
de años. Es así como tratando de no perderlo llega-
ron a las tierras del Nuevo Mundo tras la apariencia
de cristianos nuevos españoles. Ezequiel, Samuel y
Abel emigraron a muy temprana edad huyendo de
la persecución del Santo Oficio; padres y abuelos se
encargaron de ocultar toda aquella huella que creara
duda sobre su sincera conversión. Ezequiel no logró
llegar al Virreinato, mientras que Abel y Samuel sí
contaron con suerte. Ambos hermanos, con su rápida
habilidad comercial, desarrollaron fuertes tratos de
platería entre Taxco y Zacatecas, con la noble y leal
capital de la Nueva España.

Ezequiel fue capturado por la Inquisición del Puerto


de Cartagena a causa del evidente judaísmo que no

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Gabriel Montoya

pudo ocultar. Los esfuerzos de los torturadores para


que confesara sobre los sábados guardados, las sába-
nas y manteles cambiados los viernes en la tarde y la
ropa que vestía en estos días fueron inútiles. Todos
los esfuerzos para su confesión quedaron plasmados
en la dislocación de su quijada, que a causa de los
gritos de dolor jamás podría volver a colocar en su
natural posición. Esta dificultad le impediría volver
a ingerir alimento alguno, y para solucionarlo, le fue
dada obligadamente la comunión que se negó a recibir.
Pensando que moriría allí mismo, en los calabozos le
fue dada la extremaunción.

Esta molestia, que con el correr de los días no le permitiría


volver a pronunciar palabra alguna, lo acompañaría en
su huida hacia las montañas del Nuevo Reino. El calor
infernal del medio día no daba tregua en las celdas
y así, con algunos otros prisioneros, convino lo que
debían callar y logró fingir de tal manera la locura, que
seriamente creyeron perdida su razón y fue tomada la
decisión de expulsarlo de allí a fin de que no fuera un
peligro para los demás reos.

—… En la boca tengo un grillo que me dice: ¡dezilo,


dezilo! —repetía una y otra vez.

Su anhelo por salir de allí de cualquier manera aumentó


cuando conoció un procesado holandés de apellido
Montesinos, al cual escuchó describir un lugar escon-
dido entre las montañas, a un lado del río Grande de
la Magdalena, en el cual se encontraban los de su
pueblo, escondidos entre las alturas, orando y pidiendo
protección ya que allí, en lo alto, Dios escuchaba el
clamor del pueblo que fuera el elegido.

Ezequiel logró su cometido. Su habilidad en la locura


le aseguró la libertad.

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Las ocupaciones en las minas de oro de la ciudad


de Antioquia le hicieron olvidar lo experimentado en
el puerto cartagenero. Sin embargo, el reflejo de sus
cicatrices en el agua de la quebrada que lo refrescaba
le recordaba la defensa de su creencia milenaria.

“Según va el Judío, ansí le ayuda el Dios” se hablaba


a sí mismo, mientras detallaba el reflejo de su cuerpo
sobre el agua.

No sería muy diferente la suerte de sus dos hermanos


cuando fueron capturados cerca del Colegio de San
Pedro y San Pablo de la capital virreinal. El mismo día
de la aprehensión habían recibido noticias de Ezequiel.
Un día para no borrar de la memoria.

Desde hace varias semanas ambos habían sido observa-


dos con el sombrero puesto tras el paso de una procesión
del Corpus por una de las calles del quemadero, y era
bien sabido, de acuerdo con la denuncia levantada,
que ambos al encontrarse de paso el día sábado en
la ciudad, no realizaban trato alguno relacionado con
la platería, ni montaban a caballo, prefiriendo andar
descalzos en muchos casos.

La parada final de los dos serían las cárceles de la


Inquisición. Fue la lucha contra la humedad, el olor del
miedo y la evasión de las ratas que pretendían devorar
algo que el grillete mantenía atado a una pared. El
pantalón abajo demostró en la piel un pacto milenario.

“El portugués nace de la grasa del judío” insultaba el


carcelero a todo aquel que veía llegar a las celdas por
condena de judaísmo.

“Vos das la fuerza, Oh Dios” oraban entre dientes los


sentenciados.

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“Nos proteges del enemigo, aunque en sus manos nos


encontremos” pensaban todos los condenados en voz
baja, al caer la tarde. Una vela esperaba ser encendida.
“Es necesario descender; cuando estamos en lo
profundo nos topamos con la verdadera esencia del
hombre” sintió el consuelo Abel, en el momento en que
logró descifrar el mensaje, gracias al código de golpes
sobre la pared que los separaba y que ambos habían
aprendido a interpretar hábilmente.

Abel pudo enfrentar por más tiempo la fuerza que los


brazos del verdugo impregnaban en la máquina de tortura
para lograr la confesión por falsa conversión. Las heridas
dejadas en cuerpo y alma no cicatrizarían. Moriría por
agotamiento antes de ser llevado a la hoguera.

El sambenito de lino dispuesto con imágenes de diablos


en colores rojo y amarillo, y el cucurucho rodeado en
llamas, dispuestos para ser lucidos por el fallecido
durante el auto de fe próximo a celebrarse, quedaron
sin estrenar. La vela verde nunca sería encendida.

Samuel no volvió a recibir de Abel los mensajes que,


entre la comida, algunos allegados con apariencia de
cristianos viejos dejaban. Un pan extraño estuvo a
punto de despertar las sospechas del alguacil.

“Kien fragua su casa sobre maderos de la gente, presto


se le derroca. Valmayor, kaerá”, escribió un integrante
de la familia que proveía en secreto el matzot para la
comunidad de la ciudad.

Samuel extrañó la comunicación con su hermano, ante


la falta de respuesta al código de señales en golpes que
ambos habían desarrollado entre un lado y otro de la
pared que los separaba. El sonido de comunicación
de los golpes brindaba ánimo a los dos. Ahora, al otro
lado no existía respuesta alguna. Un gato logró llevar
en su cola un mensaje de alerta a los de afuera.

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“¿Vites la barba de tu vezino quemar? Mete la tuya a


remojar” decía el escrito.

A pesar de su juventud, Abel murió sabiendo resistir


las sesiones de tortura que pretendían finalmente
convertirlo en un cristiano practicante. Siendo aún
muy niño se había autonombrado judío milenario.
Samuel, a diferencia, no tuvo tanta fortaleza. Durante
el juicio, aseguró creer en la madre de Cristo.

Alguien no confiaría en sus afirmaciones, y alguna


vez, por los corredores del palacio inquisitorial, se
escucharía el rumor de que al contrario de lo que
aseguraba el sentenciado, era de conocimiento cómo
los Montes de Oca azotaban imágenes y crucifijos,
calzaban zapatos que habían sido enviados a fabricar
directamente para que entre suela y tacón existiera
una cruz constantemente pisada. A la santa labor le
interesaba conocer por parte del denunciante cómo
ambos hombres acomodaban oraciones cristianas al
modo judaico eliminando los nombres de Jesús y María,
mencionándola a ella solo como medio para evadir la
presencia de los inquisidores cuando se negaban a
consumir la carne del animal trefo. El denunciante
juzgaría como ajenas sus propias acciones.

Todo esto llevó a los torturadores a manejar con más


fuerza las poleas del potro que estiraban lentamente
las extremidades de Samuel. Zurrón, ese era el nombre
con el cual fue distinguido durante los meses que
duró su proceso. Más que el dolor físico, al zurrón le
dolía asegurar la cristiandad de padres y abuelos. La
imagen de la Virgen María sería una constante en los
recuerdos de la infancia.

Sería condenado por perjurio. Se le hicieron dos nudos


en el lazo que pendía de su cuello, cada nudo cien
azotes. Sin embargo, su espalda no guardaría tantas
cicatrices, como sí lo haría la mano que vio desprender

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Gabriel Montoya

un dedo ante la falta de curación oportuna, al término


de una sesión en la cámara de tortura. De nuevo la
imagen del árbol de las manitas que había conocido,
con todas sus hojas completas.

Vistió sambenito y cucurucho de llamas con demonios


durante varias semanas, igual al que debió usar Abel;
y así fue exhibido montado sobre un asno por las calles
que conducían a la gran plaza mayor ante la mirada
temerosa de la gente que huía de su presencia, como
lo hacían de costumbre con todo penitenciado. En la
condena leída le fue prohibido a él y a su descendencia
el uso de vestidos de seda, apropiación de armas, el uso
del caballo y la posesión de piedras preciosas. El santo
tribunal subastó lo confiscado en propiedades de Taxco
y Zacatecas, cuya compra hicieron ellos mismos con
el dinero pagado por otros sentenciados que corrieron
mejor suerte a cambio del perdón otorgado. El manejo
de la platería en la Nueva España sería controlado
secretamente por ellos. El inquisidor Valmayor había
logrado el objetivo final.

Condenado a las galeras en España, sin paga y por


diez años, partiría para siempre del Virreinato.

La embarcación, cargada con tintes de cochinilla,


cacao, moños, guardainfantes y platería, zarparía el
día lunes del puerto de Veracruz. Antes de llegar a La
Habana la nave atracaría en la isla de Jamaica. Allí,
Samuel trataría de escapar, decidido a no llegar al
destino de condena.

Atrás quedaría el recuerdo de haber asistido a la quema


de un muñeco vestido con el sambenito, cucurucho
y vela verde dispuestos para su hermano antes del
fallecimiento.

El muñeco representaba a Abel. Las llamas del


quemadero degustarían un manojo de trapos que

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representarían la piel del muchacho. Samuel sintió


tranquilidad al saber que en realidad ese fuego no fue
padecido por aquel que fue el hermano menor.

“El Dios nos dé bien, y el lugar onde meter” oró mientras


se internaba en Jamaica, tras la escala realizada por
la embarcación española.

Auxiliado por unos hombres que al reconocer las heri-


das en su cuerpo entendieron la pertenencia al mismo
pueblo, fue alojado antes de la indicación final de la
ruta por seguir para internarse entre las montañas
del Nuevo Reino de Granada, evadiendo Cartagena.
Imaginaba aquel lugar de oro.

Meses después de su huida, un muñeco con su nombre


era consumido por las llamas, junto a unos huesos
ya dejados por el cadáver de su hermano. El muñeco
en efigie sería maldecido por varias generaciones. El
sambenito usado con su nombre fue colgado en unas
de las paredes de la Iglesia Catedral, al lado de muchos
otros más que se exhibían allí. Lateral al traje, un
extraño símbolo realizado por alguno de los indígenas
que erigieron el santo lugar demostraba la evidencia
del antiguo templo demoniaco que había antecedido a
este, antes de ser destruido por la invasión española
en tiempos de Cortés.

El sambenito de Samuel desaparecería cuando la capital


virreinal fue azotada por una terrible inundación. El arzo-
bispo oficiaría las misas desde un bote, y los feligreses
la escucharían desde los balcones que rodeaban la gran
plaza principal. Flotaban cientos de sambenitos por
la ciudad, tras la entonación del Ave María.

Samuel despertó sobresaltado. Observó los cuatro


dedos de su mano. El árbol de las manitas tendría
ahora todas sus hojas sobre el agua.

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Gabriel Montoya

“Pasado sea, no torne más” pensó en voz alta, mien-


tras regresaba la tranquilidad. La silla continuaba
meciéndolo.

Sin dudarlo, decidió ayunar al día siguiente para evitar


las pesadillas.

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¡Ave María! Para engañar a la santa inquisición,
¡Ave maría! Para evitar vestir de nuevo el sambenito
y encender la vela verde,
¡Ave maría! El temor a los verdugos, las heridas y la
hoguera,
¡Ave maría! Hoy y siempre en la descendencia que
llegaría.
¡Ave María!... el igual miedo de Bautista

D urante varios días Bruno no le dirigió palabra


alguna a Filomena. Su desconfianza hacia ella era
demasiada, aún más cuando estaba a punto de compro-
bar lo que para Damián eran sospechas profundas. Su
padre tenía razón. La relación estrecha entre Filomena
y Senovia no era conveniente para hijo y padre.

La negra carabalí sabía demasiadas cosas que en


manos de Filomena podrían llegar a ser desastrosas.
—Oliva y aceituna, todo es una —decía Damián de
las dos mujeres al verlas cruzar con apuro las calles.

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Se les veía cerca del río Tonusco buscando alimañas


aún no conocidas, en el mercado de la plaza principal
comprando hierbas de colores y olores aún extraños,
extraídas de una selva no explorada.

—Yerbas p’al buen kerer, amita —le decía la negra Seno-


via a Filomena. Sabía de sus deseos no correspondidos.
“Senovia es aliada del demonio. La negra es la madre
de mi esclava. Senovia tiene libertades que un negro
no puede tener. Lo que sabe, vale su precio” pensaba
Damián una noche en que no pudo conciliar el sueño
a causa de los hechizos que aseguraba le realizaban
ambas mujeres en ese momento.

Su hijo Bruno sufriría las consecuencias. Un padre


lejano se hacía presente ante un hijo que creía ajeno.
No quería perder otro de nuevo. La experiencia anterior
había sido poco agradable.

—Damián, de nuevo la fiebre. Damián, no he dormido...


Damián, de nuevo la flema negra. Damián… —
comentaba el hijo al padre.

Filomena tenía muchas cosas qué explicar. La viuda


no volvería a serlo de nuevo.

—Kien bien ata, bien desata… —rumoraban de ella


cuando aprendieron a admirar el color de su piel.

“Más vale un asno que me lleva, que un caballo que


me echa” había aprendido a pensar en voz baja la
esclava que recibió los beneficios al ser aliada de la
nuera de su amo.

—No me mirés la color, mirame la sabor —aprendió a


decirle la esclava a su hija con palabras prestadas de
los amos. La niña debería poner sus ojos sobre el amo.
Damián pensó en Samuel y Felisa, al enterarse de la
unión matrimonial que se realizaría en próximos meses.

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Gabriel Montoya

“Ezequiel me compite en negros y minas. Serán más


poderosos” pensó.

Eran muchas las preocupaciones y angustias que


aquejaban a Damián de la Ibarra, vecino de la ciudad
de Antioquia, tratante y dueño de minas de oro y del
comercio de perlas en la costa cartagenera. Ese fue su
primer oficio en las tierras de este Nuevo Mundo. Las
perlas que llevó a Granada, y con las cuales decoró
cuellos y muñecas de mujeres amantes.

Sus muchos pasos por los reinos de Angola, Portugal,


España y las islas del Caribe le traerían gran ventaja
como fuerte competidor en el negocio de esclavos.

—Kien más tiene, más kere —sabía que era verdad lo


que se decía de él.

Algo de esclavo también sentía en él. Por lo habitual, no


enfocaba su interés en ello, cuando se veía en sueños
al servicio de un antiguo faraón. Hierbas amargas.
Sonreía a carcajadas a causa de las imágenes sin
sentido.

—De su candela no se arelumbran gente —escuchaba


lo que comentaban de él cuando pasaba montado en
su caballo.

Su mundo giraba en torno al trato negrero, al oro


extraído de tierra y ríos. Su afición ocasional al pecado
nefando aprendido en la soledad de los largos viajes en
mar abierto, le permitía disfrutar la exoticidad en las
pieles de aquellos sin alma. A pesar de esto, sus hijos
eran muchos. Solo Bruno y Bartolomé, herederos del
carácter, serían los escogidos para la compañía en las
tierras del Nuevo Reino.

El matrimonio de Filomena y Bartolomé había tenido


fin en circunstancias extrañas, en las cuales Senovia
tuvo mucho que ver.
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—Más vale caer en río furiente ke en boca de la gente


—decía Filomena cuando escuchaba los rumores que
se hacían de su alegre viudez.

Al desconfiar por la temprana muerte de su hijo y de lo


que tenía que ver en ella la esposa de este, obligó a la
mujer a contraer matrimonio con Bruno, para no verla
única heredera de bienes. Sabía que de esta manera
le sería más fácil conocer la verdad sobre la muerte de
su hijo. El hijo de catorce años de edad no correría la
misma suerte de su hermano, esa fue la garantía. Se
daría una venganza lenta y dolorosa a la viuda.

—Se casó el guercho con la bruja —comentó la ciudad


al verlos salir después de la boda realizada en el templo
principal.

Con el fin de asegurar lo que en vida perteneció realmente


a Damián, y ante la amenaza de denunciarla ante el
alguacil por su antigua vida licenciosa, Filomena no tuvo
más opción que aceptar. Sospecha de envenenamiento
al esposo maltratador. De la Ibarra, demasiada carga
en su vida como para poder aspirar a estar más arriba
de lo que anhelaba.

—La balanza dize kuánto pesa, mas no kuánto vale


—contestó en forma irónica Filomena a los cuestio­
namientos de su suegro.

Ese día, al salir de la ciudad, Damián se había encon-


trado con el Padre Bautista y Fernaín cerca a la iglesia
de Santa Lucía. El religioso advertiría en ocasiones ante-
riores sobre las dos mujeres y sus extraños movimientos
en lugares escondidos. Algo dejaba descansar al fin
a Fernaín.

—¿Vos qué?, recordarás hombre Damián que tenemos


una conversación pendiente, ¿no? —saludó Bautista
de manera recriminatoria.

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Gabriel Montoya

—Claro que lo tengo presente. Acabo de llegar de


Cartagena… ¡eh!, resolviendo asuntos que no faltan.
En estos días os busco, reverencia —respondió Damián
en forma condescendiente.

Fernaín sintió deseos de participar en la conversación.


Quería comentarles en qué otros malos pasos había
hallado a Filomena. Sabía que su protector no le
daría espacio alguno para comentarios. Decidió callar.
Conocía el fuerte carácter del sacerdote.

Fernaín solo era un abandonado al amparo de un


hombre piadoso que decidió educarlo.

En ocasiones, ambos caracteres tenían muchas simili-


tudes. Explicación lógica de la crianza realizada por el
religioso. Palabras aún no pronunciadas en la confesión.

Estrechas eran las relaciones entre la mestiza y la


esclava; así las eran entre Bautista y Damián. El más
cercano a Dios había celebrado la unión matrimonial
de los hijos del tratante. Ambas uniones con la misma
mujer. Planes extraños tenía Damián con todo aquello.
A Fernaín no le debían incumbir estos asuntos, hubiera
querido ser él, uno de esos dos esposos.

Para el bien de Bautista, era una fortuna haberse


podido liberar de los rayos, truenos y relámpagos que
lo acosaban desde la ciudad de Anserma, lugar en el
cual ejerció su doctrina hasta que, por raras circun-
stancias y sin conocimiento de causa, estos fenómenos
naturales tan inherentes a esta región minera del reino,
lo buscaron con prontitud cuando se acercaba una
tempestad. No servía la advocación a Santa Bárbara.
Impensable salir del templo parroquial cuando llovía.
Él sabía muy bien a qué se debía esta persecución.
Conciencia intranquila en el hombre.

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—El demonio me busca en forma de rayo —hablaba


para sí.

—Por ello estos infieles lo han venerado en estas tierras


—replicó con ira cuando se refería a la resistencia de
algunos indios de la doctrina del tabuyo a asistir a la
catequización.

Se vio obligado a abandonar la ciudad insistiendo


previamente para su traslado, ante el temor de morir
por un impacto de relámpago, como ya antes había
sucedido con algunos otros vecinos buscadores de
oro de la ciudad. Al igual, uno más o uno menos, la
ciudad estaba siendo abandonada tras un lento proceso
de despoblación. Nadie se quería avecindar en aquel
lugar de Dios. Eran inútiles los autos enviados por
la Real Audiencia de Santa Fe; hombres y mujeres
comprobaban con sus testigos indios o negros cómo
aún se encontraban en calidad de soltería, y podían
evadir el auto oficial que obligaba a construir casa
en la ciudad. Bautista no encontraba quién llevara
los pendones, ni hombres que cargaran las pesadas
imágenes en andas durante las procesiones de Semana
Santa, por la estrecha y única calle del lugar.

La ciudad estaba siendo deshabitada lentamente por


sus vecinos más pudientes. Preferían permanecer
vigilantes en las minas cercanas al río supinga o en
las de la vega de supía. El miedo a los indios chocoes
se apoderaba de cada uno de los habitantes, en la
ciudad que antes fundara el mariscal Robledo, y que
tanto oro proporcionara a la España de los Austria.

“… ha de saber vuestra merced, como cuando todos


los blancos se hayan marchado, estos indios de nuevo
se establecerán allí para continuar venerando sus
demonios en los túneles de la colina construidos por
ellos mismos para sepultar a sus grandes señores…”
Alcanzó a leer Bautista parte del informe que los

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Gabriel Montoya

franciscanos del pueblo de indios del tabuyo enviarían


a Santa Fé. El convento franciscano de San Luis de
Tolosa. Allí, un recuerdo especial.

Fue un alivio para el religioso lograr salir de allí con


el pequeño que lo acompañaba. Fernaín había sido
dejado a las puertas de los franciscanos por una
mujer pecadora enviada a alguno de los conventos
de la capital del Nuevo Reino. Una petición, colocada
sobre la espalda del niño, pedía el cuidado especial y
la protección del piadoso y reverendo Bautista.

Eso era lo que se conocía de ellos en la ciudad de


Antioquia, cuando vieron ingresar a un nuevo religioso
nombrado allí, en compañía de un infante abandonado
por una madre atormentada, y una imagen de Nuestra
Señora de la Paz alzada por los brazos del pequeño.
Bautista, desconfiado de la falsa fe profesada por indios,
negros y aquellos que se decían ser fieles seguidores
de la ley de Jesucristo, sentía las miradas de aquellos
hombres y mujeres que paralizaron sus actividades
cotidianas para admirar el ingreso de la imagen a la
ciudad.

—¡Eh, el negro es el color del mal! —le aseguraba a


Damián. Conocía de la atracción del tratante por ese
color.

“¡Álzate oh Dios, y vuelve por tu causa!” oraba con


fervor.

“Ninguno sabe lo que hay en la olla, más que el cucharón


que lo menea” pensaba en silencio cuando observaba
a los feligreses cumplir la penitencia.

—¡Falsa Ave María! —respondió en el confesionario de


los Santos Mártires, a un hombre que la invocó ante
una pregunta inquisitorial en la confesión.

31
ÉL

“… Al casalico, medio cristianico” sabían de la frase


utilizada por él.

—Ajo dulce, no hay —comentaban en secreto del


sacerdote.

“Santa Madre de la Paz…” comenzaba sus oraciones


matutinas.

Conocía el origen de la quijada dislocada de Ezequiel,


las cicatrices ocultas y el dedo faltante en una de las
manos de Samuel. Enemistad y desencuentro entre
los tres. Sabía de las intenciones matrimoniales entre
Felisa y Samuel. Los Pereira y los Montes de Oca, tal
para cual.

Observaba a los dos hermanos caminar por el callejón


de la canea en compañía de Simona y Eloísa. Ellas,
en el rostro, el recuerdo de Eleázar.

—Cara alegre, dos candelas —decían del hijo mayor


de los Pereira.

Sabía de las lágrimas del padre cuando escuchaba a


la hija intentar leer con dificultad algunos apartes del
libro sagrado. Aquellas palabras que de niño escuchó
de sus padres. Sí. Bautista sabía mucho de los Pereira.
El padre de los Pereira escondía, al igual que los dos
hermanos, cicatrices dejadas por antiguas heridas, que
al ser exhibidas demostrarían el origen de las mismas.
Marcas imborrables en cuerpo y mente. Sí. El padre
y el abuelo también acostumbraron ocultarlas. Quién
lo iba a imaginar, Samuel había sido aceptado como
futuro esposo de la hija menor gracias al significado
distintivo de sus antiguas heridas. Sabía de la hermana
de Felisa, nacida a la par con ella y muerta en el
alum­bramiento. Dos hijos al mismo tiempo, cosas
del demonio. Pobres Simona y Eloísa, hijas de una
india. Pobre Eleázar, lejos de la familia en busca de lo

32
Gabriel Montoya

no perdido, subiendo y bajando montañas, hallando


lugares no conocidos. Bautista sabía.

Sabía del pendón con la imagen de la Virgen de la


Antigua, traído a la ciudad por los primeros Pereira,
hallado entre la selva que cubría las ruinas de la ciudad
de Santa María, la del Darién. Ellos acostumbraron
ingresar a la montaña utilizando la ruta por aquellas
selvas inhóspitas, evadiendo la entrada por Carta-
gena. Ya algunos ojos observaban con desconfianza
la llegada de aquellos forasteros. Sabían que bajo el
amparo de ella, los Montes de Oca, los Pereira y otros
tantos engañaban ante las miradas su devoción a la
fe mariana. Apariencia de cristiano viejo.

Detrás de ella escondían la verdadera fe. Ella había


proporcionado protección a aquellos hombres que
arribaron a estas tierras inhóspitas. Ella fue la primera
en llegar a tierra firme.

—Lo que el Dios guarda, es bien guardado —agra-


decían al sentir el amparo de aquella tierra lejana de
persecuciones.

—¡Virgen de la Antigua, protégenos! —fue la primera


frase que en otra lengua escucharon el mar, la playa, la
selva, el viento y la montaña, a medida que avanzaban
tierra adentro aquellos desterrados.

—¡Ea, Ave María!, ¡Ave María! —respondían acostum-


bradamente ante el desconfiado.

¡Ave María! Para engañar al Santa Inquisición. ¡Ave


María! Para evitar vestir de nuevo el sambenito y
encender la vela verde. ¡Ave María! El temor a los
verdugos, las heridas y la hoguera. ¡Ave María!, hoy y
siempre en la descendencia que llegaría. ¡Ave María!...
el igual miedo de Bautista.

33
ÉL

El religioso meditaba sobre sus propios temores. Un


antiguo pasado. Observaba la imagen ya desgastada
por el paso del tiempo, en una ermita levantada sobre
un lugar escondido, lejano de la ciudad. La puerta de
ingreso daba de frente al rayo de sol que la abrazaba
en el amanecer. Era la Ermita de las Luciérnagas. Con
la imagen alzada de ella habían ingresado los que eran
considerados los primeros portugueses en la capital de
la provincia. Buenos cristianos. De ellos estaba llena
la ciudad, los López, los Gómez, Rodríguez y Pérez; sí,
todos muy buenos y fieles cristianos de la península.
Los conocía muy bien.

—Tanto dicen Amén, que les calló el Thalet —opinaba


Bautista de todos ellos.

34
—Las manos hacen, el Dios ayuda —fue lo primero
que la mujer aprendió a pronunciar en la lengua de
los extranjeros

D e Sefarad a las montañas de Antioquia. Aquella


mujer venerada se encargó de proteger el camino
de ingreso, y el trayecto que conducía desde las selvas
del Darién hasta las montañas sobre las cuales se
abría a paso lento el río Cauca. Por allí ingresó Samuel,
proveniente de la isla de Jamaica.

Felisa constituía para el errante agua fresca recibida


después del cruce por el desierto.

—Vé viejo, pregúntame algún día… kuánto pienso


en vos —le dijo la mujer amada a Samuel cuando la
visitaba en la entrada de la gran casa, antes de dirigirse
con Ezequiel a buscar oro en un nuevo sitio rumorado
por poseerlo en cantidad.

35
ÉL

Felisa Pereira poseía una belleza particular que atraía


a Samuel. Tenía aún sonrisa de niña angelical; la nariz
respingada y cejas delgadas alzadas como punta de
montaña sobre unos ojos color café y grandes, que
acompañaban un rostro de facciones finas admirado
por otras mujeres de Antioquia. Cabello liso y muy
negro con olor de azaleia, era el hogar de las flores que
Samuel enredaba en él. Era linda. Su belleza recordaba
al padre la descrita de Rebeca. Hombros al aire bajo el
calor del medio día. Voz melodiosa que acompañaba
las tareas matutinas con versos y coplas.

—Todo lo que luze no es oro —decía Filomena a Seno-


via cuando observaba la muchacha pasearse con su
canasto sobre el brazo por el mercado de la plaza
principal.

Gustaba de arreglarse bien, le agradaba ser atractiva


para Samuel cuando utilizaba los collares y aretes
de diferentes formas, y al pintarse los labios y las
mejillas con algún extraño ungüento de color rojo que
la abuela enseñó a la madre en uno de los caminos
selva adentro. Nieta de portugués e india. Saldo de dos
mundos distantes fusionados para la contemplación
de su belleza en el caminar.

Nacida al mismo tiempo de su hermana, tanta delicadeza


no pudo sostenerse al haberse repetido. Su hermana
no alcanzó a durar más de un día. Pocas veces la
ciudad de Antioquia había rumorado tanto sobre el
extraño fenómeno; algunos, antes de morir la niña, en
el fondo agradecían a Dios por tan grandioso privilegio
de ambos nacimientos. Dos, como los Hijos de Isaac.
Se hacía necesario aparentar por aquellos días una
disimulada tristeza por la muerte de un descendiente
Pereira; un alguien, extraño y ajeno en la ciudad podría
sospechar lo ocultado e informar a los de Cartagena.
La montaña era el lugar de protección. Felisa era una
muestra de esa belleza en la mujer milenaria. Montañas

36
Gabriel Montoya

que encerraban el pueblo perseguido y lo protegían de


las persecuciones.

Antes, el Faraón; ahora, el Santo Tribunal. Era deber


de todos protegerse y confundirse entre los verdaderos
cristianos de la ciudad para ahuyentar falsos testimonios.

Esa era la situación de aquellos hombres y mujeres


de Antioquia, en tiempos de la niña Felisa.

—Viejo, Kereme kuando oigás el korrer del río. Viejo,


keréme kuando intentés dejar de kererme —decía Felisa
a Samuel, al momento de despedirlo, antes de verlo
partir hacia algún lugar con evidencias de guardar
algo del metal precioso.

Samuel no encontraba palabra alguna para compensar


las conferidas hacia él por la joven. Estromelios rojos
eran enredados en su cabello como respuesta a las
palabras de la muchacha.

—¡Oíste!… boca dulce abre puertas de hierro —decía


de ella Samuel a Ezequiel cuando montados en sus
caballos se dirigían al mazamorreo.

Algo llamado posteriormente amor hacía presencia en


un tiempo no correspondiente. Ese mal al que temían
tantos en aquellos mil seiscientos, generaba delicias y
tristezas en hombres y mujeres cerca a los aluviones,
en el alto de las alegrías, cerca al tonusco, en los
árboles que acompañaban al Cauca con sus hojas en
forma de canoa. El dulce maleficio en caso de lograr
ser capturado, merecería también la tortura.

De tanto trasegar y andar de aquí y allá, comenzaba


a sentirse avanzado en edad, para encontrar mujer
alguna con quien unirse y con la cual honrar el nombre
de Dios. Sin embargo, no desconfiaba de la voluntad
de él. Ya antes había demostrado lo imposible a una

37
ÉL

mujer que sonrío ante su palabra, no creyendo lo


escuchado. La semilla de los Montes de Oca daría
fruto en aquellas tierras escogidas para convertirse
en refugio de los de su pueblo.

La niña de los Pereira solo lograba extraer pocas palabras


de Samuel. Conocía la causa de ese silencio. Desde niño
había sido educado para callar ante el temor de la palabra
escuchada, en el oído de un alguien delator. Para ella, el
silencio no importaba. Entre los dos existía un lenguaje
no hablado; sabían que Dios los había destinado para
estar juntos. Reconocían esa santa voluntad, por ello la
unión matrimonial no fue decisión de los padres como
acostumbradamente ocurría al momento de escoger
esposo para las hijas. Para el padre de Felisa fue una
fácil decisión. Samuel era portugués como él. Era de
su pueblo, y también compartía cicatrices en la piel.
Marcas distintivas se hacían presentes en la montaña.
Felisa no necesitaría de ningún otro hombre a su lado
diferente al escogido.

El errante había hallado la mujer destinada a cada


varón de su pueblo. Bendiciones a los que serían sus
hijos, y los hijos de sus hijos.

Con ella todo estaba compensado. Los recuerdos de


infancia en los campos de Castelo Branco, Abel entre la
capital virreinal y las riquezas de Taxco y Zacatecas…
Abel. Allá la plata, aquí el oro. Luna y sol, uno solo.
Ella y él, padres de una futura generación sin recuerdo
alguno de lo acontecido.

Samuel Montes de Oca gozaba de una mediana fortuna


conseguida y compartida con su hermano a causa de
una exitosa labor en las minas de oro de Antioquia.

—Al reino hacerle creer que se es converso de corazón,


al amigo, demostrar que el enemigo es el reino —afirmó
Ezequiel una noche estrellada a Samuel.

38
Gabriel Montoya

El hermano mayor era más experto en las labores


de negocios. Poseía más experiencia y habilidad que
Samuel. En poco tiempo, fuertes eran los dominios en
tierras y minas de ambos hombres.

—Ya lo dice el apellido: Montes de Oca… nacidos para


el dominio del monte —se dijeron algunas mujeres que
los observaron, desde las ventanas de madera, pasar
montados en sus caballos.

Talit al hombro para el viaje y los tratos; sobre la


cabeza, para sus oraciones. El distintivo. Así fue el
dominio familiar en los montes de Castelo Branco
antes de las persecuciones, así era el dominio ahora
en las montañas de Antioquia. Ellos dos y los Pereira
estaban unidos en el abastecimiento de ropa a otros
forasteros y españoles esparcidos entre Zaragoza de
las Palmas y Nuestra Señora de los Remedios. Ambas
familias eran reconocidas por ser proveedores de
prendas y vituallas en varios lugares de la montaña.

Unos ojos celadores se encargaban de traer los carga-


mentos en forma secreta desde Cartagena. Silencio
y habilidad eran bien recompensados por el más
antiguo de los Pereira. Era necesaria la presencia de
Eleázar en todos los asuntos de la familia; pero él, el
andariego y esperanza de su padre, se la pasaba allá
y acá, montaña arriba, montaña abajo, cruce del río
pequeño y grande, selva y monte, llano y valle.

Simona lo extrañaba, permanentemente pensaba en su


hijo. Una que otra lágrima se le escapaba con la mirada
perdida en un lugar no ubicado. Eloísa esperaba con
anhelo al sobrino errante que prometió conseguir el
hombre adecuado para ella. El tiempo había corrido
en su cuerpo, y deseaba no morir sin antes conocer
tal afecto.

39
ÉL

—¡Conseguímelo pues, y no te tardés! —había dicho


antes de despedirlo.

Simona y Eloísa fueron hijas de una india catía. Según


un relato escuchado, la primera natural de la tierra
que conoció y fue formada en los conocimientos del
pueblo de Dios por aquellos primeros errantes recién
llegados.

—Las manos hacen, el Dios ayuda —fue lo primero


que la mujer aprendió a pronunciar en la lengua de
los extranjeros.

Así enseñaron los primeros Pereira a la mujer que


acompañó y enseñó los caminos escondidos del monte
y la selva; la mujer que señaló y nombró la alimaña
enemiga al forastero, la nativa que mencionó los lugares
para ser pisados por el hombre y los que no debían
serlo.

La mujer catía era aliada de las luciérnagas del monte.


Ella las utilizaba para iluminarse en medio de la oscu-
ridad de la noche, y en el arreglo de manillas y collares
en su cuerpo para las festividades nocturnas de los
suyos. Algo que Felisa decidió imitar de su abuela,
sin éxito, cuando comenzó a reconocer la belleza de
la que era dueña.

En la noche, perdidos, una figura humana iluminada en


las extremidades se acercaba a ellos. Temor y descon-
fianza en un principio, seguridad y agradecimiento al
final. Así la conocieron los forasteros cuando fueron
salvados por ella. La silueta, moldeada por un juego
de luciérnagas.

Allí quedó sepultada la mujer que mostró el camino a


los primeros Pereira que huían de la santa persecución;
cerca a la tumba, los restos del forajido que sembró
en su vientre las primeras semillas de la raza deicida

40
Gabriel Montoya

en las nuevas tierras. Sobre tierra virgen, ambos


descansaban.

Cerca, la Ermita de los Forasteros de las Luciérna-


gas, el pequeño templo que miraba al oriente de la
montaña. Construida como símbolo de conversión
por los recién llegados, ante la mirada inquisidora de
los que desconfiaban de su fe. En el altar, la imagen
de la Virgen de la Antigua, desgastada por el clima
selvático y hallada tras el ingreso a tierra firme. Dibujos
de estrellas y candelabros ocultos se confundían con
cruces y coronas en el marco de madera fabricado
para cubrirla.

Allí ascendían cotidianamente Simona y Eloísa con


su pasado, esperando escuchar algún día el silbido
de Eleázar, el hijo, el sobrino. El esperado. Aquel que
prometió regresar. Ojos claros, cejas y barba poblada
heredados del padre.

—Quien de casa huye, a casa torna —decía de manera


consoladora el padre a las mujeres cuando regresaban
a la casa tras la caía de otra tarde de espera.

41
—El gamelyo ve solo la corcova de otros, y no la suya
propia —habló para sí mismo un sastre de apellido
Rodríguez quien creyó descubrir un terrible secreto en
el religioso, tras la confesión

L os chillidos de unos cerdos sentenciados a muerte


y vestidos con cucurucho amarillo atrajeron la
presencia de los niños en la calle del medio. Senovia y
su hija se unieron a la algarabía y seguimiento de los
animales condenados. El mono Jaramillo resplandecía
aquella mañana con un brillo inusual.

—¡Mi amita, bajate pue de ahí… a vusté le guta eto...!


—gritó desde la calle Senovia a Filomena.

Ella observaba curiosa desde la ventana el paso de


aquella procesión. Recordaba en burla hacia quiénes
iba dirigida esta costumbre disfrutada siempre que
tenía oportunidad.

Hoy, sin embargo, no salía de la casa. Amanecía


sonriente, Bruno el ligado aún dormía sobre el lecho
marital. Las hierbas para el buen querer lograban el

43
ÉL

efecto esperado. Ya no recibiría maltrato alguno gracias


a las bebidas que su nuevo esposo ingería. Damián
no se hallaba en la ciudad.

—Kon paciencia y de la yerba se hace la seda —se dijo a


sí misma con una sonrisa disimulada desde la ventana.

Ese día el ambiente en la Calle de la Amargura no


hacía alusión al nombre. Fernaín escuchó la algarabía,
sabía de qué se trataba. Se sintió tentado en salir a
observar. Para él no existía problema alguno en el
momento, Bautista no se hallaba. Ceño fruncido bajo
cejas que se poblaban lentamente. Mirada cada vez
más tentada a conocer, desear e imaginar.

El tratante, el cura y el alguacil no presenciarían el


auto de fe de los animales; por esta razón se pudo
realizar la algarabía.

—Cuando el gato se va de casa, ballan los ratones —se


burlaban los más jóvenes en las calles, acerca de lo
que diría Bautista si sorpresivamente hubiera llegado
en aquel instante.

Los tres hombres fueron los causantes de la presen­cia


del Santo Tribunal de la Fé en la ciudad, años atrás. Los
inquisidores deseaban disimuladamente comprobar lo
que en Cartagena eran solo rumores: escondida entre
las montañas de Antioquia, una comunidad de falsos
conversos llegados de los reinos ibéricos crecía en
número desde hacía algunas décadas atrás. Incluso, en
algunos otros reinos de Europa, ya se hablaba del tema
ampliamente. Solo el Santo Tibunal decidía cuándo
se hablaba del tema y cómo se tomaban medidas al
respecto. Todo dependía de la información suministrada
por los tres hombres de la ciudad de Antioquia. Amistad
y tratos comerciales entre los tres informantes y los
inquisidores cartageneros sometidos a la voluntad de
callar y hablar ocasionalmente.

44
Gabriel Montoya

—El gamelyo ve solo la corcova de otros, y no la suya


propia —habló para sí mismo un sastre de apellido
Rodríguez quien creyó descubrir un terrible secreto
en el religioso, tras la confesión.

—Lo que pasa por dos dientes, lo saben toda la gente


—se decían los López, ante la presencia de ellos tres.

Fernaín, entre las ranuras de una puerta, escuchó


leer la sentencia a los cerdos condenados. Pudo sentir
en medio de su curiosidad el silencio de los animales
ante el ingreso del puñal, y luego olfateó el olor a carne
quemada que se desprendía de la hoguera dispuesta
en la plaza. Al salir, observó la mirada curiosa de los
vecinos por su presencia. Entendieron con tranquilidad
la ausencia del religioso.

Se repartió carne a todo aquel que presenció el sacri-


ficio animal. Todos se acostumbraron a consumirla
a pesar de conocer la prohibición; sin embargo, el
hecho de haber sido hallados consumiéndola tiempo
atrás durante la sorpresiva visita inquisitorial, había
salvado a los consumidores de correr la misma suerte
de los cerdos.

“No existe duda alguna. Hombres convertidos de


corazón... Si no lo estuvieran, jamás hubieran consu-
mido en tal cantidad la carne del animal prohibido”
escribió el notario en el informe dirigido a los de
Cartagena.

Recorriendo las calles de la ciudad y algunos otros


caminos principales, la santa observación inquisitorial
detallaba miles de chorizos colgados en ventanas y
puertas, listos para ser consumidos. Gente que inclinaba
su cabeza ante el paso de los visitadores, sosteniendo
en sus manos la carne para consumir y saludando con
un “Ave María Purísima”. Las luces de las velas en los
altares de las casas iluminaban la imagen de la mujer

45
ÉL

que ayudaba con la pronunciación de su nombre a la


evasión desconfiada del enemigo.

Los vecinos de Antioquia solían consumir la carne de


cerdo solo cuando presentían la llegada de alguien
venido de Cartagena. Los hombres temidos no se
encontraban en la ciudad; era seguro que se halla-
ban informando algo en el puerto caribeño. Se hacía
necesario prepararse desde ahora y aparentar de la
mejor manera aquella Ley de Jesucristo.

El acto burlesco se convertía con el paso generacional


en una respuesta al nombre con el cual fueron llama-
dos todos aquellos hombres falsos de fe cristiana: los
marranos.

La ciudad era en aquel entonces una mezcla extraña


entre calor tropical y olores de algarrobo, tamarindo
y mamoncillos; con un silencio apabullante en medio
de un aire de religiosidad. Esa extrañeza generaba en
Fernaín el hábito de espiar a Filomena cuando ella se
dirigía a su habitual baño, Tonusco arriba.

Solo de lejos podía deleitar la observación morbosa del


hermoso cuerpo desnudo en medio del agua.

Aquel con el cual el suyo aprendió los poderes surgidos


a causa de la unión de pieles dando rienda suelta a
deseos y fantasías reprimidas que lo acompañaban
desde muchas otras noches atrás. Sus manos en el
miembro, los pensamientos en la imagen del cuerpo
desnudo. Filomena fue la iniciadora en los asuntos de
la carne; por ello Fernaín celaba al esposo que aprendía
a conocer lo que él ya conoció. Ella debió escogerlo a él,
hubiera sabido rebelarse a la voluntad de su protector.
Si Bautista tuviera la oportunidad de conocer lo que
la mujer pudo permitir a su protegido no la miraría
con tanto recelo. Sin embargo, esa no sería la actitud
esperada. Confiaba y celaba la castidad de cuerpo del

46
Gabriel Montoya

muchacho. Sería como él, en el momento del comienzo


del oficio religioso. Otras eran las intenciones del
muchacho que esperaba el momento del contoneo de
las caderas morenas por la plaza en el día de mercado.

Fernaín deseaba que algún día la mujer tuviera la


oportunidad de asesinar al nuevo marido para que
al final ella pudiera devolver la mirada en el cuerpo
que la deseaba nuevamente. No podía creer lo que el
anhelo por poseerla una vez más lo llevaba a pensar.
¿A quién poder confesar estos pecados, sin el riesgo
de que fueran a parar a oídos de Bautista? Noches
tormentosas en medio de pensamientos que enredaban
la mente.

Si Bautista supiera todo, si Fernaín conociera todo


de este...

Al salir del río, Filomena era esperada por Senovia cerca


al árbol del pan, ubicado a la entrada de la ciudad. En
el camino de regreso cruzaron el paso con Samuel y
Ezequiel, quienes regresaban de una veta de oro que
estaba a punto de extinguirse. Fernaín observaba con
detalle la parada para el saludo. Halló en la mirada
de la mujer un pensamiento indecente hacia Samuel.
La conocía muy bien en el asunto de las miradas. Él
mismo se consideraba una víctima a causa de estas.
Deseó en ese instante ser Samuel, montado sobre su
caballo, rostro hebreo bajo el sombrero alzado para el
saludo. Envidió la barba poblada, la tez blanca y los
ojos color miel que las mujeres admiraban del hombre.
Filomena conocía la desconfianza de Damián hacia ella;
temía volver a mirar de esa manera hombre alguno
diferente a Bruno. Tenía al padre del esposo detrás de
ella, vigilante, respirándole sobre el cuello. Podía estar
detrás de algún árbol, espiándola en esos momentos;
quizás desde antes, enviando un alguien para vigilar
su baño en el río. Tomaría medidas a futuro para no
alimentar sospechas, tenía que ser más precavida. La
sagacidad de la negra no sería suficiente.
47
ÉL

El roble amarillo, el piñón de oreja, la cañafístula, la


uña de gato, la vara santa y otras cuantas ramas, flores
y esencias aún sin nombre significaban la felicidad para
ella al poder doblegar por medio de estas la voluntad
difícil del hombre que deseaba que la amara. Con este,
a diferencia del hermano, ella no anhelaba la muerte,
como pensaba Damián.

Necesitaba del mal del amor, ella sabría cómo conver-


tirlo en un bien. La naturaleza conjuraba para lograr
esto.

Aquel día ambas mujeres desviaron el camino. Llevaban


afán por llegar al sitio ubicado por Senovia; otra pócima
se encontraba lista para ser ingerida por Bruno. Sería
el día de acuerdo a lo calculado. Los días de felicidad
aumentaban, Bruno se comportaba cariñoso con ella
últimamente.

Para las mujeres todo estaba bien, mientras que Damián


estuviera entretenido con su esclava, la hija de Senovia;
aquella que despertaba pasiones descontroladas en el
amo. Con aquella niña, Damián daba rienda suelta
a cientos de placeres aprendidos en aquel mundo de
los seres sin alma. Las cuestiones placenteras de la
carne eran la prioridad en la vida íntima del tratante.

La última ocasión en la que retozó con ella fue una


noche de tambores y ajenos licores en una extraña orgía
de la cual solo recordaba un joven esclavo que aún
yacía a sus pies, en un lecho derruido por la intensa
actividad nocturna.

De la Ibarra no debía temer. Esta vez la intención


con su otro hijo, el menor, no era la de ocasionarle la
muerte; al contrario, era contribuir a despertar en él
los más dulces sentimientos de los que, a diferencia,
careció Bartolomé, el hijo mayor.

48
Gabriel Montoya

Cuando Damián se entretenía con la hija de Senovia,


ambas mujeres tenían la oportunidad en dedicarse a
sus asuntos sin temor a la vigilancia secreta. Además,
el trato se hacía menos severo para sus esclavos por
aquellos días de pasión desbordante. Muchas ventajas
traía para todos lo que sabía hacer la joven esclava.
Era muy conveniente asegurar la continuidad de esta
relación.

Cuando la niña descubrió aquella curiosa cicatriz en


su espalda, él recordó a su vez el pacto hecho con los
inquisidores cartageneros, causantes de aquella herida
producto de las torturas. La mirada curiosa de ella le
hizo tener presente a él una vez más el trato pactado
para beneficiar algunos muchos de ellos en oro y
esclavos, a cambio del perdón y el ocultamiento de
un proceso. Aquella identidad no conveniente para
el Imperio.

De la Ibarra no tenía otra salida. El cierre de este trato


le aseguró poder en minas y esclavos, poder que tuvo
que compartir ocultamente con algunos de aquellos
torturantes.

La otra parte del trato consistiría en denunciar ante


ellos todo aquel que renegara de la Ley de Jesucristo.
El tribunal se encontraba en crisis, era necesario salir
de ella a costa de los que podían solucionarlo.

—¡Mundo, mundo redondo, el ke no sabe gearlo, cae


al ondo! —dijo a la niña cuando le ordenó que se
marchara. Ella notó en aquella orden una forma en
el hablar pocas veces utilizado.

En esta parte del trato contaba con el apoyo de Bautista.

49
—Comites, no comites, en la mesa estuvites —decía
al prometido de su hija cuando este se alistaba a
pasear con ella por el corredor de la casa, después
de finalizada la cena

A l regresar a la casa cural, Fernaín halló a Bautista


cerca a la entrada del templo parroquial en con­ver­
sación con algunas señoras de la ciudad. Escuchó cómo
ellas describían a su protector lo ocurrido hacía ya
varias semanas con la condena burlesca a los cerdos
y la discusión que presenciaron entre los hermanos
Montes de Oca, una tarde, por los lados de la Calle del
Medio. El hermano mayor, comprador de esclavos; el
menor, discutiéndole esa absurda costumbre.

Era el único punto de discordia en las buenas relaciones


que tenían ambos. Samuel demostraba de muchas
razones las similares condiciones de esclavitud del
pueblo errante y milenario del cual ambos provenían,
y las de aquellos desdichados desterrados de África.
Fernaín no sentía antipatía alguna por los dos hombres
a los que Bautista observaba con desconfianza. Para el
muchacho, Samuel poseía un gran don de gentes, del
cual carecía Ezequiel. Quizás, el concepto en el cual

51
ÉL

eran tenidos por Bautista contribuyó a los escasos


tratos entre estos y Fernaín. Un protegido del religioso
jamás se acercaría a ninguno de los hijos de Sem que
vivían en la ciudad.

Vigilante desde puertas, ventanas y árboles, Fernaín


era testigo del acontecer en la capital que bordeaba
el Cauca.

De nuevo Eloísa tuvo otra crisis de melancolía. Esta vez,


el exceso de flema negra fue más fuerte de lo común.
Felisa y Simona debieron combatir con más rapidez
las secreciones. Eloísa aún deliraba con la llegada de
Eleázar, y ese hombre que él había prometido hallar.
Aquel anhelo que no veía cumplir, condicionaba aún
más la fuerte presencia de la enfermedad incurable.

—Es el mismo Lucifer en forma de enfermedad, por


ello el color negro —comentaban los que envidiaban
la suerte de la familia en la ciudad.

—Luego, él mismo se convierte en aguas de bienmesabe


caliente, y la calma… —asustaban los contadores de
historias a los niños aterrorizados de la ciudad, cuando
se expandió el rumor de la terrible enfermedad en la
mujer.

Felisa manifestó a Samuel con preocupación el asunto


de la enfermedad de su tía cuando él arribó a la casa
una noche para comprobar lo que se rumo­raba de la
mujer en la ciudad.

Por aquellos días de recuperación y visitas a la tía


Eloisa, Samuel degustaba de la mejor carne de gallina
que con esmero preparaban las mujeres. Ojos a oriente,
cuchillo afilado y oración tradicional.

—Bendito sea aquel que te crió para sustento mío, y a


mí, para la tierra —oraban aquellas, mientras la sangre

52
Gabriel Montoya

del animal fluía con lentitud en la vasija de agua sobre


la cual reposaba el cuchillo degollador.

—Por un poco de sal se va la comida a mal —acostum-


braba a decir Simona a la hija y la hermana para que
colocaran la suficiente atención en la preparación de
los alimentos sagrados.

Entre carne de gallina, pan ácimo de maíz, fríjoles,


pucha de chocolate y buñuelos con miel, Samuel
observaba a las mujeres internas en la limpia cocina de
la casa, convirtiendo aquellos alimentos en exquisitos
manjares, ante los cuales su apetito no podía resistir.

—Agradecémelo vezina, que hize bien con mi gallina


—enviaba con Felisa a compartir a casa de las vecinas
los platos que preparaba con esmero.

—Comites, no comites, en la mesa estuvites —decía


al prometido de su hija, cuando este se alistaba a
pasear con ella por el corredor de la casa, después de
finalizada la cena.

Existían ocasiones en las cuales el mismo pan ácimo


era depositado y colocado sobre la cabeza de Eloísa,
con el objetivo de aplacar sus dolores. Para la mujer
adolorida, aquello representaba el ángel de Dios en
forma de alimento sagrado, quien contribuía a calmar
las intensas dolencias.

En aquellas oportunidades Samuel observaba a los


miembros de la familia cubrir sus cabezas con el talit, y
dejar libre los pies de toda atadura para dar gracias al
cielo por los beneficios y la protección brindada durante
el tiempo llevado en la montaña. Oraban también por
la suerte de Eleázar y su pronto regreso.

—Mis hijos casados, mis males doblados —pedía el


padre, al pensar en el futuro matrimonio de Felisa.

53
ÉL

—Mirá la madre, tomá la hija —dijo esa noche a Samuel.

—De buena persona, buena palabra —respondió agra-


decido Samuel.

“Bendita sea la luz del día


y el señor que nos la envía.
Alabad al señor todas las gentes
Alabad al señor todos los pueblos
porque ha confirmado sobre nosotros,
y la verdad del Señor permanecerá para siempre”.

Terminaba sus oraciones el patriarca, en medio de las


lágrimas de los presentes y sirvientes que lo escuchaban
en las afueras de las paredes de la casa.

Samuel la observaba meldar con curiosidad. Era extraño


que siendo tan joven ya leyera apartes del libro sagrado
ante el padre que había esperado por ese momento.

Con los ojos húmedos recibía aquellas palabras emitidas


en la dulce voz de la hija.

—Ama lo aborrecido, para que en vos viva lo amado


—aconsejaba, agradecido, el Padre a su hija.

“Ahora nos acostamos


a Dios nos encomendamos.
Que no hay otro mejor,
ni lo hubo, ni lo habrá”.

Se cerraba la noche con la oración mencionada por


Felisa y la fecha fijada para la celebración de la boda.

Cada vez eran más frecuentes los enfrentamientos entre


ambos hermanos a causa de la trata negrera. Samuel
anhelaba ver pronto el rompimiento de tratos entre
Ezequiel y Damián. Desconfiaba mucho del tratante
que le vendía los esclavos a su hermano.

54
Gabriel Montoya

—Kien con perros se acuesta, con pulgas se levanta


—pronosticó a Ezequiel en una de las discusiones. Él
era indiferente a sus palabras.

“El Dios da barba al que no tiene quejada”. Ezequiel


confiaba en las pocas facultades del tratante para
sostener tanto poder, producto de la riqueza generada
por el oro, las perlas y el trato de esclavos.

Samuel deseaba observar correr los días y meses con


prontitud para ver realizada su unión matrimonial con
Felisa. Le preocupaba la soledad en la que quedaría el
hermano mayor; sería más propenso a los tratos con
Damián. Pensar en ello lo inquietaba. Tarde o temprano
el hombre revelaría las verdaderas intenciones, y su
hermano sería el principal afectado.

“Salga de mi mano, vaya onde mi hermano” oraba


por Ezequiel, mientras imaginaba el dedo faltante en
su mano. No deseaba perder al único pariente que le
quedaba.

Un mulero halló una noche a Samuel, solitario, mirando


al cielo tratando de encontrar la estrella de seis puntas.
Aquella que al ser observada alabaría a Dios por haberle
permitido llegar a la montaña y conocer a la mujer
destinada para él.

Al hallarla, agradecido, leyó mentalmente la misma


oración de la mezuza que se encontraba colocada sobre
la puerta principal de su casa. Oración al amanecer y
al atardecer, velas escondidas en el fondo de un porrón;
se acercaba de nuevo la noche del día Viernes.

Para la celebración del Día Grande, Samuel pudo usar


el traje que Felisa había confeccionado especialmente
para el hombre en quien pensaba. El viejo, como solía
llamarlo. Como de costumbre entre las mujeres de su
familia, Felisa era ya muy hábil en el arte de coser.

55
ÉL

Madre y tía fueron instructoras desde los primeros


años de vida.

En las manos de las mujeres se concentraba el abas-


tecimiento de ropas en todos los reales de minas de
la montaña. Hilos, agujas y telas atraían a muchos,
entre ellos a Damián; quien deseaba apropiarse del
buen negocio que representaba el abastecimiento de
prendas de vestir en la región.

Así lucía Samuel su traje por la ciudad, generando


las miradas de las mujeres que envidiaban la suerte
de Felisa.

—Lo que cosí, no descosí —bromeó Felisa cuando


entregó el regalo al prometido.

Por instrucción de Bautista y don Mateo de Castrillón,
Fernaín se hallaba laborando en la construcción de una
nueva iglesia para la ciudad, esta vez, la construcción
religiosa estaría bajo la advocación de Santa Bárbara.
Para Bautista fue una gran tranquilidad que aquella
tuviera su propio templo; ella misma fue la encar-
gada en el pasado de protegerlo de aquellos rayos y
relámpagos acusadores; incluso, hasta después de su
salida de Anserma. Nadie conocería la verdad sobre
el incendio del templo parroquial en aquella noche
de agosto cuando una centella lo destruyó, después
de la terminación de la misa, y precisamente cuando
se encontraba recién llegado a la nueva ciudad
destinada para él y el pequeño acompañante.

Fue a causa de la culpa que sintió por tan terrible hecho,


que él mismo ayudó en la consecuente reconstrucción.
Nada había quedado del que fue el principal templo,
originalmente construido por los primeros colonos
españoles.

56
Gabriel Montoya

Ni el clérigo Lorenzo Cortés, ni don Juan Gómez cono-


cieron jamás la causa real de la terrible desaparición
de la edificación y del edicto delator de los falsos
conversos, que se hallaba pegado a la puerta principal.
Las llamas destruyeron cualquier indicio que conllevara
denunciarlos; esta vez, ellas se volvie­ron aliadas de los
perseguidos al borrar cualquier prueba que pudiera
delatarlos.

Fue precisamente en tiempos del gobernador Gómez


de Salazar que llegaron aquellos enemigos de la Ley de
Jesucristo huyendo del Santo Tribunal. Por haberles
facilitado la entrada, Bautista, también recién llegado
con el niño, se acostumbró a manejar una muy mala
relación con el gobernador, acusándolo también de falso
cristiano. Buscando comprobar lo contrario, el ilustre
hombre se encargaría de convertirse en el principal
financiador de la reconstrucción del templo, que un
rayo perdido en búsqueda de alguien había consumido.

—La boca hace, la boca deshace —refutaba el gober-


nador a las acusaciones de Bautista.

Para Bautista, aquella extraña forma de ayudar con


la propia voluntad e incluso con las propias manos en
la construcción de una edificación religiosa era una
forma de contribuir a lavar los propios pecados.

Ahora le correspondería al joven limpiar los suyos


también. Santa Bárbara lo agradecería.

Cada vez se hacía más escaso hallar oro en las minas


de Buriticá. De la Ibarra andaría preocupado por
aquellos días. Por los lados de la loma de la fragua,
Samuel observaba cómo cada vez era menos frecuente
el tránsito de las cuadrillas de esclavos con dirección
a las minas.

57
ÉL

Recién había llegado Ezequiel del real de minas de


Zaragoza, y ya había tenido que darle la cara a la
situación por la que atravesaban sus negocios en
la ciudad. Situación delicada para él y Damián, dos
grandes de la minería en la Gobernación de Antioquia.
La tierra y el río se habían aliado para no proporcionar
más del deseado metal precioso; aquel por el cual el
país del oro fue saqueado en búsqueda de los secretos
que guardaban aquellos hombres vestidos en su polvo
precioso.

Varios esclavos aprovecharían la situación de descuido


para huir de sus amos y ganar su condición de
cimarrones.

Para Samuel, su hermano se constituía en el propio


inquisidor de ellos. Ezequiel no debía molestarse por
la huida de sus esclavos; ambos supieron escapar de
la Inquisición hace algunos años.

Él no lo pudo haber olvidado. Las cicatrices y muti-


laciones abundaban en los tonos de piel del amo y el
nuevo cimarrón.

“¡Kómo olvida un Adam los pasos dados, por los kami-


nos andados!” oró Samuel por su hermano una tarde
cuando el mono Jaramillo se ocultaba tras la montaña.

58
—Kien anda, el Dios li manda —supo saludar
Eleázar, al que fuera el futuro esposo de su
hermana

L a Ermita de los Santos Mártires fue testigo del


arribo de Eleázar. Samuel lo observó ingresar, y
bajo el sombrero del esperado, reconoció facciones
en su rostro similares a las de Felisa. Eleázar supo
reconocer algo familiar en Samuel. Cálido saludo en
una tarde de un mes a punto de finalizar.

—Santa imagen de la Virgen de Chiquinquirá, protége-


los… —pidió por ellos una mujer que ingresaba al
templo, y que supo reconocer la importancia del
encuentro.
—Kien anda, el Dios li manda —supo saludar Eleázar,
al que fuera el futuro esposo de su hermana.

59
ÉL

El hijo mayor del padre había llegado con otro hombre


al que presentó. La piel canela, la barba abundante y
la nariz aguileña dieron a entender inmediatamente a
Samuel que se trataba de otro de los tantos fugitivos
dispuesto a encontrar refugio en el encierro de la
montaña. Eleázar explicó la manera como lo había
conocido en un lugar cercano, al sur de aquel valle
que recorría el río Aburrá.

El hombre se hacía conocer como el Zarco Sosa. Pron-


tamente Samuel recordó la palabra “Zurrón”, nombre
con el cual fue distinguido durante el tiempo que duró
preso en las cárceles del Tribunal de la Fe en la Nueva
España. Al observarse, ambos hombres hallaron una
historia común para contar.

Eleázar deseaba saludar afanosamente a los suyos. En


el camino que comunicaba la Casa Pereira, Samuel lo
informó sobre la fecha convenida para la celebración
del matrimonio. El esperado bendijo el nombre de su
hermana y el del prometido.

Un silbido escuchado a lo lejos fue reconocido por la


familia como sello distintivo de aquel hombre que era
capaz de alegrar con su llegada. Con lágrimas que no
paraban de rodar sobre los rostros fue recibido el hijo
esperado. Aquel que siendo aún muy niño demostró la
sangre andariega de la que provenía, y había partido
del hogar en compañía de otros errantes que decidieron
emigrar con el objetivo de colonizar la montaña. Padre
y madre no paraban de besarlo y abrazarlo. Era Dios,
por medio de su ángel mensajero, quien se había
encargado de hacerlo regresar al hogar. La mirada
puesta hacia el oriente supo agradecer lo pedido. Felisa,
sorprendida y sin poder pronunciar palabra, ignoró la
presencia de Samuel.

A la llegada del muchacho Eloísa ya se encontraba


muy recuperada de su crisis de salud. Al parecer,

60
Gabriel Montoya

nunca más volvería a padecer de melancolía. La cura


esperada, acababa de llegar.

El Zarco Sosa era otro de los hombres que había huido


de la Inquisición cartagenera, y supo encontrar también
refugio desde hacía algunos años en la montaña. A causa
de la familiaridad en las situaciones, fue bien recibido
después de la presentación que hiciera Eleázar de él.
Las mujeres prepararon un plato de gallina para el
recibimiento y cambiaron las sábanas en los aposentos
que aún no esperaban descansantes.

Cicatrices en piernas y brazos demostraban a los


presentes cómo todos eran sobrevivientes de un enemigo
común, y también la manera como habían podido
recorrer el mismo camino trazado para la salvación.
En medio de la luz que reflejaban las velas dispuestas
para una noche carente de luna, Samuel enseñó al
forastero su mano con el dedo faltante, y le habló sobre
la quijada dislocada de Ezequiel. El padre, a su vez,
enseñó cicatrices no borradas aún por su edad, en la
espalda y los brazos, producto del látigo del verdugo.
Sosa, en lo que le correspondía, mostraba cuello
y manos que tras una lenta recuperación lograron
adquirir poco a poco la movilidad, tras los largos días
en el cepo.

Aquella noche las lágrimas continuaban rodando sobre


los rostros, en un ambiente extraño de amargura y
alegría. Las generaciones que les seguirían guardarían
con el transcurrir de los años aquellas cicatrices y
defectos que abandonarían las pieles para incoarse
en las almas.

La noche se cerró y fue demasiado corta para honrar


la llegada del que era el esperado.

San Fabián y San Sebastián fueron testigos del olor
y el sonido de la pólvora en la fiesta patronal. Aquel

61
ÉL

día, Senovia se enteraba del estado de cinta en el cual


se encontraba su hija. Sabía muy bien quién era el
padre de la criatura; su confianza en la sequedad de
vientre de la hija fue errónea.
Ese niño no nacería. Así lo decidió la abuela.

La joven se enfrentaba a las hierbas que su madre


hallaría para interrumpir aquella gestación, mientras
que esta se lamentaba por haber confiado tanto en
la aparente resequedad de vientre. Senovia decidió
callar ante Filomena; a ella tampoco le caería en gracia
la noticia. Un nuevo hijo no reconocido del que era
su suegro y enemigo. El hijo de una esclava, aquella
distractora para el beneficio en los asuntos del querer
de Filomena. Un mal por nacer, eso sería para la abuela
aquel que sería sangre del enemigo.

En los días de los Santos Patronos ya Bautista tenía


información de la llegada de dos forasteros más a la
ciudad. Muy pronto se daría cuenta que uno de ellos no
sería otro más. Se hacía necesario averiguar el origen
de ese otro hombre llegado con el esperado.

Eleázar había informado a la familia que un hijo por


nacer lo esperaba por los lados del valle de Aburrá;
solo podría estar una corta temporada con los suyos,
ya que pronto retornaría al lugar para establecerse
definitivamente allí, el sitio en el cual se vio forzado a
cambiar su nombre original por el de Pedro, a causa de
un rumor erróneo sobre la temible presencia inquisito-
rial. Fue enorme la sorpresa de la familia en aquellos
días. Desconocían a la mujer que en su vientre llevaba
la sangre de los Pereira, aquella sangre milenaria que
alguna vez las persecuciones intentaron eliminar.

—Hijos de mis hijos, dos vezes mis hijos —dijo Simona


a Eleázar, mientras acariciaba la barba pulida. La
caricia recordó los años de infancia lejos de ella.

62
Gabriel Montoya

“El Dios ke te guarde del señalado” oró el padre mientras


dirigía la mirada al cielo por el que sería su descendencia
en la montaña. El infante sería el primero de aquella
generación libre de persecución.

Eleázar habló sobre la mujer progenitora. Aquella


escogida por provenir del mismo pueblo protegido en
la montaña. Ella lo esperaba, mientras bordaba las
primeras prendas que usaría el hijo.

Eran muchas las cosas de Eleázar que deseaba conocer


la familia, durante el tiempo que anduvo recorriendo
aquella provincia de Antioquia. Se notaba feliz y opti-
mista con la nueva vida que le esperaba en el valle.
El lugar que últimamente se poblaba con hombres
refugiados provenientes de los reinos ibéricos. Todos
aquellos que tenían confianza en la pronta orden real
para la fundación de un nuevo poblado. Aquel lugar
en el cual estarían protegidos definitivamente bajo la
advocación mariana. Ella, protección y amparo en un
siglo escuchado por gritos de dolor y piedad.

63
—Dejá tu casa, vení a la mia... ¡verás un buen día!...
—dijeron ambos hermanos al hombre, al momento de
abrir las puertas de la casa

L as sorpresas continuarían en la familia. Entre la


capacidad para narrar hechos fabulosos y comenzar
sus oraciones, una tarde al bajar el candente sol en
la ciudad, el zarco Sosa les enseñó unos granos que
producía un árbol cultivado en un lugar oculto sobre
las alturas medias de la montaña. La mano a medio
empuñar los dejó a la vista.

—Escrito está en la palma, lo ke tiene de pasar en


el alma —les dijo a los presentes, mientras dejaba
entrever su origen.

El lugar secreto solo era conocido por él y Eleázar.


Les habló del olor agradable que se desprendía de los
granos cuando eran procesados para producir aquella
bebida de color negro oscuro.

65
ÉL

Al llegar la noche lluviosa, a la luz de las velas habi­


tuales, les habló de las cabras desobedientes al llamado
de su pastor en el momento en que cayó la tarde. Ellas
habían degustado unas cerezas pequeñas que pendían
de un árbol, lo que ocasionó que estas corrieran y
saltaran sin control alguno, y fueran indiferentes al
llamado de aquel hombre que, ante la ausencia de
ellas, tuvo que verse obligado a buscarlas.

Allí el pastor encontró el alimento que les había


producido tal efecto, ingiriéndolo él mismo, y compro-
bando la efusividad de los animales. Asombrado había
decidido llevar algunos frutos y ramas ante el abad de
un monasterio, quien deseoso de conocer el extraño
efecto producido decidió cocinar ramas y cerezas
obteniendo una bebida amarga que arrojaría inme­
diatamente al fuego. Fue este elemento de la naturaleza,
temido por los que se encontraban escuchando aquel
relato, el que al devorar en sus brasas, ramas y cerezas;
proporcionaría el más delicioso aroma jamás sentido
por olfato alguno; olor ante el cual, el abad decidió
preparar una bebida hecha con el grano tostado. Bebida
desconocida hasta ese momento y sagrada ahora para
el zarco Sosa.

En esa ocasión, al contrario de lo vivido, el fuego aterra­


dor se convertía en proporcionador de aroma y sabor.

Sosa sabía mantener oculto el secreto sobre la planta


comerciada por los amigos holandeses en el mar del
Caribe. Esto a futuro podría ocasionarle terribles
inconvenientes si alguien ajeno a los que lo escucharon
se enteraba. Problemas como los que comenzaría a
tener Eleázar con el padre a causa de las pretensiones
descubiertas en el Zarco. El padre no estaba dispuesto
a permitir la ampliación de aquel cultivo por los lugares
aptos de la montaña, mucho menos la colaboración
de Eleázar en los planes del Zarco.

66
Gabriel Montoya

—León ke está dormiente, no lo espiertes —dijo su padre


a Eleázar, temiendo de nuevo el peligro inquisitorial sobre
sus cabezas, después de entender el riesgo inminente
planteado por las ideas del visitante.

Los seguidores de la Ley de Moisés, que aparentaban la


Ley de Jesucristo, crecían en número en los alrededores
del valle desde el cual partió Eleázar. Era menester no
dar indicios de búsqueda del pueblo en la montaña.

Él debía saber manejar de ahora en adelante las


diferencias que surgían entre amigo y padre.

El Zarco se enteró de la incómoda situación generada


en casa de los Pereira. Samuel trataba de ser neutral
ante la tensa situación surgida. Alguna vez, estando
preso en la Nueva España, conoció algunos hombres
procesados por el consumo de la bebida que planeaba
comercializar el Zarco en la montaña. La afiliación al
consumo demostraba un origen por ocultar.

Ezequiel alcanzó a comentar la situación de un holandés


que murió condenado a la hoguera en Cartagena, y
que llevaba extrañamente adherido al cuerpo que
cubría el sambenito varias cerezas ya procesadas que
al ser consumidas por las llamas dejaron un olor tan
agradable y atrayente, que ni siquiera los inquisidores
pudieron apartarse de las ventanas del palacio, en
búsqueda de aquel aroma desconocido que había
durado varios días por todos los rincones del puerto
caribeño.

Era verdad. En aquellos tiempos el demonio acostum-


braba tomar apariencia de aroma agradable para llevar
al hombre a ingerirlo en forma de bebida negra. El negro
se constituía en el color del mal. Llegaba la bebida a
las tierras del Nuevo Reino de Granada. Samuel sabía
que esta información en manos de Bautista pondría
en riesgo la tranquilidad de los Pereira y los Montes

67
ÉL

de Oca. Conocía al religioso, y este conocía muchos


secretos sobre la llegada de estos a la montaña.

—No hablés mal del día, hasta ke no anochece —le


había dicho Samuel a Bautista, en el último encuentro
entre ambos.

Comentó a Felisa su temor por las presencia del Zarco


en la ciudad. Felisa también andaba intranquila por
aquellos días. El padre ya los había advertido sobre
algunos riesgos.

—Dejame entrar, yo me haré un lugar —se habló


al mismo tiempo la pareja, cuando adivinaron la
respuesta del hombre ante la situación que se le venía
por enfrentar.

El padre rechazaba la presencia del Zarco en la casa,


este ya entendía la delicada situación, y Eloísa comen-
zaba a comprender la razón por la cual este hombre
llegaba a su vida en compañía de su sobrino. Aquel
que Eleázar consideraba como ideal para la cura de
los males que padecía ella.

El buen olfato para saber de los asuntos de los Pereira


y los Montes de Oca llevaba a Bautista a pensar que
algo extraño rondaba los días de las dos familias.
Antioquia le daba la bienvenida a más problemas.

Ante el deterioro de la salud del padre, Eleázar decidió


aplazar su regreso al valle de Aburrá.

—Si los anios calleron, los dedos kedaron —acos-


tumbraba a decirles el patriarca para apaciguar la
intranquilidad que se apoderaba de ellos desde que
observaron el avance en el deterioro de su salud.

Esta situación generó la salida del Zarco de la casa


Pereira. Fue su decisión, retornaría solo al valle, y de

68
Gabriel Montoya

allí, a la internación en la montaña en la cual guar­daba


con celo el pequeño cultivo causante de sus problemas
en la ciudad de Antioquia. Eloísa detallaba con tristeza
cómo su esperanza en el cariño de aquel hombre se
desvanecía. Con su partida perdía la única oportunidad
de conformar el hogar que deseaba. El temor al lento
marchitar de su cuerpo y la imposibilidad para la
generación de vida de este contribuían al deterioro de
su salud. De nuevo, la melancolía aprovechaba para
invadir un cuerpo deteriorado.

Samuel y Felisa se vieron obligados a intervenir. Sosa


estaba decidido a marcharse. Aquel no era su lugar.

—La ida está en mi mano, la venida no sé cuando —


supo despedirse de Eloísa cuando ella decidió darle a
entender lo que sentía por él.

—¡Regresá, ke tengo ansya en el korasón! —le dijo


Eloísa cuando lo observó preparar el equipaje. Una
lágrima con intento de ser ocultada rodó por el rostro
de la mujer.

Felisa pidió a Samuel alojar al Zarco en su casa mientras


mejoraba la deteriorada salud del padre y cambiaba su
actitud contra él. De esta manera, Eloísa y él tendrían
la oportunidad de tratarse más, al tanto que Eleázar
encontraba el momento oportuno para subir al valle, y
no tener que verse obligado a regresar solo. Felisa temía
por su tía. El padre nunca aceptaría al hombre que
había enseñado deliciosa y hábilmente a las mujeres
a preparar la masa mora.

—Dejá tú casa, vení a la mía… ¡verás un buen día!...


—dijeron ambos hermanos al hombre, al momento de
abrir las puertas de la casa.

Sin embargo, Eloísa no se consideraba como tal del


pueblo al cual pertenecía el cuñado; ella consideraba

69
ÉL

también su ancestro de la tierra. No olvidaba el origen


indio de su madre. En su pensamiento poseía la
tranquilidad de no ofender al que era más que solo el
esposo de su hermana.

—El Dios nos guarde de ora mala —oró por la salud


deteriorada del patriarca.

—No venga la ora mala, ke todo pasa —pidió Simona


en las oraciones, cuando se enteró del interés de su
hermana por el Zarco Sosa.

La fecha para la realización de la boda de Samuel y


Felisa se aproximaba. No era preciso conocer cómo,
siendo el segundo de los hijos de los Montes de Oca de
Castelo Branco, Samuel siempre pudo tener un punto
medio en todo lo referente a su proceder. Muchos de
sus pensamientos eran adelantados para la época cruel
en la que le correspondió vivir. Algo de su prudencia
y el silencio característico lo llevaba a pensar en Abel.
Lo imaginaba en su compañía, recorriendo sobre los
caballos todas las formas de la montaña. Quizás por
ello, al haber recordado algo de su hermano muerto
en las actitudes del Zarco, decidía acceder acogerlo
en su casa. No encontró negativa alguna en Ezequiel,
quien recordó en el nuevo habitante de la casa el
agradable aroma de una bebida desconocida, durante
el tiempo en que fingió la locura en una de las celdas
de Cartagena.

El Zarco aún no hablaba del lugar oculto de la montaña


sobre el cual se hallaba el cultivo; allí, donde se había
conocido con Eleázar, y desde donde supo partir con él
en dirección al famoso valle de Aburrá. Solo comentaba
del ingreso de la planta al interior del Nuevo Reino
desde alguna isla del Caribe. La bebida se constituiría
en la principal razón para los mayores problemas que
vivirían aquellas familias en la ciudad de Antioquia.

70
Gabriel Montoya

—Del amanecer se veye el buen día —dijo Ezequiel


al Zarco cuando le manifestó su confianza en la idea
de extender su cultivo por todos los rincones medios
entre la montaña.

Sosa supo agradecer las palabras del hombre mientras


se admiraba con los fabulosos colores del atardecer
divisados únicamente desde el gran balcón de la casa
Montes de Oca. Desde allí, y con la ayuda de Felisa,
Eloísa pudo encontrarse con él algunas veces por
semana desde la instalación en la casa. Él aprendía a
conocer a la mujer que no tuvo reparos en manifestarle
sus sentimientos.

—No hay mejor espejo ke un amigo viejo —manifestó


Samuel al Zarco, un día en que recibieron noticias,
por medio de un esclavo, sobre la mejoría en la salud
del padre.

Confiaba que con estas palabras Sosa se permitiera


un tiempo para conocer al verdadero hombre, que
más que ser el padre de la mujer que amaba, se había
convertido en gran apoyo para él cuando estaba recién
llegado a la ciudad, proveniente de Jamaica.

El padre lo había sido para todos aquellos que se


acostumbraron a llamarlo así.

71
—He sido derramado komo agua
—debió contestar el Padre desde el lugar en que se
encontraba, mientras las aguas corrían por el patio
central de la casa

E l último pensamiento de aquel que llevaba por


nombre Adón fue un sueño en el que observó
llegar a Baltasar Araújo, Luis Franco y Pedro López
montados a caballo con dirección al rancho en el cual
se encontraban él y su padre. Padre e hijo subieron a
los caballos antes prohibidos de montar, retirándose
para siempre del rancho en compañía de aquellos que
fueron considerados los tres mejores amigos de los
viejos Pereira en estas tierras.

Con estas últimas imágenes en su conciencia partió


del mundo el padre.

Eloísa fue la primera que supo de su muerte cuando


pudo escuchar a lo lejos el canto lastimero de algún
pájaro anunciador de la noticia.

73
ÉL

—¡Se fue… se fue!… —se escuchaba decir en el canto


del ave.

Simona observó con pánico el ingreso de un escarabajo


a la casa. Ambas mujeres, sin comprobarlo aún, ya
sabían lo que acontecía en la habitación donde se
encontraba el padre.

Samuel y Felisa se hallaban cerca al callejón de la


canea, la cual se encontraba iluminada con miles
de velas que le daban la bienvenida a la algarabía.
Máscaras y trajes de colores daban inicio a la festividad
anual llegada de la vieja Toledo. Entre el ruido de la
pólvora Samuel observó cómo a causa de una chispa
fue quemado accidentalmente un muñeco hecho de
trapos, generando el bullicio y el acercamiento de los
niños que rodearon inmediatamente al que debía ser
quemado en próximas semanas. La escena trajo el
recuerdo de Abel y lo ocurrido con él tiempo atrás
en la capital virreinal de la Nueva España. La ciudad
rebozaba de alegría y bullicio, en días acostumbrados
para iluminar las calles nocturnas con miles de velas
de variados tamaños y colores.

El llamado de uno de los esclavos de la casa ocasionó


el pronto regreso de la pareja que ligeramente perdió
su interés habitual en la observación de las celebra-
ciones. Felisa anhelaba el despertar del padre ante
una enfermedad silenciosa de la cual no se escuchó
lamento alguno. Su corazón palpitaba con rapidez en
espera de prontos signos de recuperación, mientras
ascendía con prontitud la ladera sobre la cual se
hallaba la casa.

Al ingresar a ella, el silencio sepulcral con el cual


fueron recibidos demostró todo lo contrario a lo que
pensaba la joven prometida. Fue un golpe demasiado
fuerte para ella y el resto de la familia.

74
Gabriel Montoya

Samuel observó a una mujer incapaz de llorar y abrazar


un cadáver. Eleázar, con la mirada perdida, lamentaba
no haber alcanzado a sentir la mano bendecidora
sobre su cabeza. De nuevo, como en otros encuentros
familiares, las lágrimas rodaban por millares sobre los
rostros de los presentes.

Después de aquel fuerte golpe, el mismo silencio


encontrado por los dos al ingresar a la casa se ubicaría
en el fino y delicado rostro que no perdía la belleza
característica ante la fatalidad. Samuel no observó
derramar una lágrima a Felisa. Ella olvidaría por
completo que uniría próximamente su vida a Samuel.
El dolor de ella era también su propio dolor. El brillo
habitual de sus ojos color café había desaparecido.

Él comenzaría extrañar este brillo en el momento en


que un egoísmo inconsciente lo invadió ante el miedo
y el peligro de ver la negativa de ella por casarse. Al
día siguiente del fallecimiento el silencio adquirido por
la mujer amada le diría mucho.

Samuel y Ezequiel tenían mucho que agradecer a


la primera mano de la que recibieron ayuda cuando
llegaron a la montaña. La historia de ambos hermanos
pudo haber sido muy diferente de no haber contado
con la ayuda y protección brindada por aquel hombre
fallecido a muy alta edad.

Los espejos fueron cubiertos, los cirios encendidos. El


agua guardada en las tinajas de la casa fue derramada.
Las lloronas llegaron y entonaron los alabaos.

—Enciendo esta vela en memoria de mi señor padre


para ke su alma repose en el gran Edén —escucharon
los presentes orar a Eleázar mientras se disponía a
encender los velones.

75
ÉL

—He sido derramado komo agua —debió contestar el


padre desde el lugar en que se encontraba mientras
las aguas corrían por el patio central de la casa.

—En la mitad de la casa vuestro cuerpo ya están


velando, unos estarán con gusto y otros estarán llorando
—se escuchaba el triste canto de las lloronas.

Las mujeres de la casa bañaron el cuerpo y afeitaron


barba y axilas. Simona supo esparcir con cuidado el
agua de laurel antes de vestir el cuerpo con la mejor
ropa que fue tejida por ella meses atrás. Eloísa recortó
pedazos de cabello, y uñas de manos y pies que guardó
con celo en una pequeña caja. Felisa depositó con
delicadeza la moneda entre la boca. Una sábana blanca
en completa limpieza amortajó el cadáver.

—El ke establece la paz en las alturas celestiales


establecerá con su misericordia la paz para nosotros y
todo Yisrael. Amén —repitieron esa noche en cuarenta
ocasiones todos los presentes.

Samuel observó en silencio a la familia consumir los


huevos hervidos, duros y fríos sin sal, en señal del
ciclo que se abre y cierra en el mismo punto de origen
humano. Como de costumbre, alguien llevó los fríjoles
para dar inicio a los días de duelo.

El día del funeral del padre Bautista conoció al que


ya era referenciado como el Zarco; aquel que vivía
bajo el techo de Samuel. El hombre al que señalaban
de poseer sobre las tierras medias de la montaña un
cultivo que producía unas cerezas de las que sacaban
una bebida negra, de aroma exquisito y atrayente,
igual a la descripción que se hacía del demonio por
esos días, de aquellos que tuvieron la poca fortuna de
haberlo visto cruzar por los cielos de la ciudad dejando
su habitual olor a azufre.

76
Gabriel Montoya

Filomena y Senovia, con la mantilla negra que ocultaba


los rostros, también observaban desde lejos el funeral.
Damián y Bruno no se hallaban en la ciudad; era
menester atender la crisis en la baja de oro del real
de Zaragoza.

Filomena sentía curiosidad por conocer aquel


enigmático hombre que era capaz de contar las más
increíbles historias jamás escuchadas en la montaña.
La mujer, al conocerlo desde lejos, fijó su atracción en
él; Bautista, su atención.

El padre fue sepultado cerca a la Ermita de las Luciér-


nagas, junto a otros antiguos Pereira y la madre india
de Simona y Eloísa. Uno más de la familia quedaba
bajo el amparo de la Virgen de la Antigua. El pequeño
lugar, promesa cumplida por la protección brindada
en el trayecto por la selva infernal.

—¡Dios te Salve María, mi esposa y mi luz, ke sola te


hallaste al pie de la cruz! —oró un zapatero agrade-
cido con el padre. Las manos sostenían el sombrero.
Observaba a Simona mientras pensaba en los secretos
de fe de la familia.

El hecho de encontrarse sepultado bajo el amparo de


la imagen de aquella virgen hallada entre las ruinas
de lo que en otros tiempos fue la ciudad de Santa
María generó fervor y un culto tímido hacia ella en
algunos hombres que en principio la habían tomado
como escudo para demostrar un cristianismo que era
falso y evitar así las posibles consecuencias. Desde
ese día y hasta el final de los suyos, Felisa prometió
en secreto llevarla en su corazón. Enseñaría a sus
hijos a guardarla también en los suyos.

Bautista se hallaba oculto entre la maleza en compañía


de Fernaín. Deseaba comprobar un culto secreto entre
los perseguidos que habitaban la montaña.

77
ÉL

—Tanto escarba la gallina, fin ke se quita la vista


—pensó Fernaín notando un extraño interés en los
asuntos de las dos familias por parte de su protector,
mientras lo observaba detallar todos los movimientos
de los presentes.

El Zarco Sosa no despegó la mirada en el dolor expre-


sado por Eloísa. Al igual, ella no la despegó de Simona
y sus sobrinos. Felisa, con la mantilla, ocultaba un
rostro que aún era incapaz de soltar una sola lágrima.
Samuel, a la espera de su desahogo.

Un fabuloso atardecer entre las montañas despedía


un día tremendamente caluroso.

El padre murió en una época terrible de crisis minera


en toda la provincia de Antioquia. Damián de la
Ibarra regresaba de Zaragoza con preocupación. Lo
acompañaban su hijo, y un tratante recién llegado
de Cartagena de nombre Aníbal. El hombre se había
dirigido inmediatamente a la región, al ser enterado
sobre la fuerte baja en la extracción de oro en Antioquia.
Tratos ya acordados con anticipación se veían en grave
peligro de no poder ser cumplidos.

—Kien no sabe de mar, no sabe de mal —se burlaba


Damián del hombre.

—Andás azarado, ¿no cierto? —abordaban con miles


de preguntas a Damián, sus conocidos.

Al arribar a la ciudad, Damián se enteró del fallecimiento


del padre. Recordó aquel hombre que en alguna ocasión
le negó cualquier pretensión sobre la hija. El fuerte
competidor en tierras y minas.

Por aquellos días, Filomena tuvo un fuerte enfren-


tamiento con Damián. Ante tanta ebriedad en ambas
partes encontradas, ella hábilmente supo escupirle

78
Gabriel Montoya

el rostro y él, como respuesta, supo propinarle una


paliza que le ocasionó a la mujer varios días de cama.

—¡La cabeza me cortás, el placer no me rompás! —


respondía ella de forma altanera en momentos en los
cuales el consumo de la fuerte bebida de anís la tenían
hecha un despojo humano.

Por igual situación atravesó Bruno cuando se atrevió a


reclamarle a su progenitor sobre lo acontecido con su
mujer. Para Damián, las hierbas que le proporcionaba
Filomena en complicidad con Senovia estaban logrando
lo esperado por las dos mujeres sobre su hijo.

Bruno, “el ligado”. Así comenzaba a ser burlado por los


vecinos de la ciudad. Una ira inexplicable se apoderaba
paulatinamente del hombre; el propio hijo se convertía
en su enemigo. Por ello, mientras tuvo oportunidad,
ante los reclamos de este hacia él, procuró propinarle
tales cantidades de golpes con el único objetivo de
hacerle entender la situación que atravesaba a causa
de los engaños de su mujer. La partida en este juego la
llevaba ganada hasta el momento la mujer dominante
de la voluntad del esposo.

—¡Para vos mentiras, para mí verdad! —alzaba con ira


la voz una y otra vez a su hijo, en medio de la golpiza.

Bautista evadía las ocasiones en las cuales Damián


lo solicitaba. Fernaín era el encargado de negar la
presencia del religioso. Lo planeado por el hombre
que se resistía a recibir cualquier visita por esos días
podía afectar también al tratante español.

—Una mano lava la otra, y dos lavan la cara —se


dijo seguro, ante las decisiones que se encontraba
silenciosamente tomando.

79
ÉL

Fernaín lo conocía y deseaba saber los tipos de planes


que cruzaban por su mente. Lo observaba pensativo y
silencioso, sin ánimo de querer saber sobre la suerte de
los Pereira y los Montes de Oca. Su silencio generaba
temor en el joven quien debía muchos cuidados al
religioso, desde una infancia carente de padres.

Aníbal, que por aquel entonces no desamparaba a


Damián en los detalles de la aguda crisis, solo se
encargaba de atormentarlo con la advertencia de los
problemas que se avecinaban. El mazamorreo al lado
de los ríos se hizo poco efectivo. Las arcas de la Inqui-
sición se hallaban vacías. La suerte corrió despavorida
abandonando ambos hombres. Igualmente, así lo hizo
la hija de Senovia en el momento en que el escorbuto
que padecía Aníbal la había espantado a tal punto de
intentar arrancarle un pedazo de oreja con los dientes
blancos y grandes para no verse obligada a la orden
del amo de yacer con el recién llegado una noche para
calmar sus preocupaciones. Las delicias de carne de
la esclava fueron bien descritas por la Ibarra.

Aníbal quiso tener su oportunidad con la mujer, y ante


el deseo absurdo de poseerla a la fuerza, lo único que
logró fue agregar otro negro cimarrón a la lista de los
que fueran los antiguos esclavos de Damián. La hija de
Senovia decidía huir por temor a las consecuencias que
ocasionaría para ella el descubrimiento de un estado de
gestación en un vientre apretado por vendas.

Las heridas ocasionadas en la oreja del amigo de su


amo serían cobradas con la vida de la mujer, más que
por el mismo hecho de haber huido. Senovia estaría
presente en la ejecución de su propia hija. Solo eshú,
y el collar de cuentas apretado en la mano, podrían
lograr que la niña con el hijo que ya pedía espacio en su
cuerpo pudiera salvarse y encontrar el lugar protector
ante la búsqueda que se haría de ella.

80
Gabriel Montoya

De nuevo la montaña y la selva, ocultando y protegiendo


en su inmensidad inagotable.

Ahora el hijo podría nacer lejos de la maldad de la


abuela y el estupro del padre y amo. Bebidas para
lograr que no naciera hacían efecto en la travesía
de la madre que se internaba en lo profundo de la
naturaleza abrumante.

Hierbas que no alcanzaron a ser preparadas se pudrían


sobre las manos de Senovia tomando un aspecto
nauseabundo que ni ella misma alcanzaba a tolerar. La
conciencia de la esclava mayor comenzaba a tomar el
mismo aspecto de aquellas hierbas que no alcanzaron
a ser preparadas para cumplir el objetivo esperado.

La búsqueda de la esclava no era efectiva con el trans-


currir de los días, mientras que la sangre de Damián
se estremecía en el vientre enfermo de la niña madre.

81
—El Dios da la llaga, y él da la melecina —confirmó
Samuel la protección divina en la que confiaba
durante los momentos de intranquilidad 

F ernaín estaba enterado de la comunicación lograda


entre su protector y los de Cartagena, y con habili-
dad estaba decidido a alertar sobre lo ocurrido a causa
de la presencia de nuevos hombres perseguidos. Un
grave peligro se cernía sobre las gentes de la montaña.

El muchacho presentía que tan solo ante el rumor


de la presencia de los de Cartagena en la ciudad,
como en otras ocasiones, de nuevo volvería a observar
miles de chorizos colgados en puertas y ventanas, y
el tránsito de cerdos por las calles a la espera de su
sacrificio. Los templos estarían a reventar ante el
llamado continuo que harían las campanas, los altares
adornados con flores, y nuevamente velas de todos los
tamaños acogerían las imágenes de la Sagrada Familia.

83
ÉL

—¡Ea! Jesús, José y María… ¡sé la salvación mía! —oró una


mujer que ocultaba tras la puerta su candelabro de siete
brazos ante un mal presentimiento que la atormentaba.

De nuevo los nombres y apellidos falsos se escucharían


saludarse unos a otros. Como en otras ocasiones, las
extensas tierras de los Montes de Oca cambiarían
su nombre de Betel a Belém, y las de los Pereira,
de Canaán a Nazaret. Crucifijos, señales de la cruz,
frases expresivas que invocaban a María, imágenes
pesadas sobre hombros de nazarenos; todo de nuevo.
Escuchar la entonación matutina del Santo Rosario
y el Magníficat, de nuevo oír manifestar a los hijos de
confiteros y guanteros su deseo al sacerdocio. Todo de
nuevo. La habitual limpieza de calles, trajes y casas
daría paso a la reina suciedad.

Una fe que dejaría sin duda alguna al más osado de los


incrédulos. En ningún lugar del Nuevo Reino existiría
una fe cristiana tan marcada como la vivida en tierras
de Antioquia.

Aquellos del tribunal que escuchaban los rumores sobre


la instalación de la raza fratricida en la montaña, cuando
arribaban a aquellas tierras para comprobar la falsedad
de fe, pronto se daban cuenta de todo lo contrario.
Todos convertidos de corazón. A algunos enviados
de Cartagena no les convenía reforzar los rumores
vigentes sobre la presencia del pueblo perseguido en
la montaña; existían buenas cantidades en ducados
y polvo de oro destinados a parar sobre sus bolsillos,
dispuestos a comprar su silencio. Convenía no saber
nada ni estar enterado de lo que se rumoraba. El
silencio era la ficha clave con la cual se jugaba en lo
alusivo al origen de aquellos montañeros y el resto de
sus paisanos. Como siempre, era necesario guardar
silencio en el momento conveniente. Los marranos
eran otros; otros pagaban por el silencio inquisitorial.
Pero ahora era diferente. En esta ocasión no convenía

84
Gabriel Montoya

callar. Una visita aún no presentida rompería la normal


y tropical tranquilidad de la ciudad. Fernaín observaría
la suciedad dejada tras el paso de los cerdos por las
calles. Conocía de los pactos entre ambas partes. La
amenaza sobre una nueva visita inquisitorial, esta
vez más vigilante y dudosa que nunca, traería como
consecuencia el rebose de las arcas con el oro pagado
para evitar las molestias y los interrogatorios. El único
problema en comparación de otros años consistía en
la escasez del metal precioso generado tiempo atrás
por toda la región de Antioquia. Era el punto en contra
que tenían aquellas personas habituadas a pagar por
un silencio asegurador de tranquilidad y vida.

Dolía conocer las verdaderas intenciones de un protector


acompañante y guía desde los primeros años de vida.
Surgía la decepción. Dolía conocerlo a profundidad;
crecía la sensación de internarse en la contemplación
de la oscuridad de un pozo sin fondo. Aquel sabio
protector tan enemigo de las profundidades y el color
oscuro. El protegido pudo aprender a conocerlo mejor.

—Mucho hablar, mucho yerrar —se dijo a sí mismo


Fernaín cuando lo observó desde una ventana dirigirse
con el paso lento a cumplir su cometido.

Ahora entendía por qué una gran característica de


Samuel Montes de Oca era el silencio prudente que lo
acompañaba por doquier. Sabía que ese siglo había sido
diseñado para hacer silencio a causa de los terribles
problemas que conllevaba el ser escuchado y darse a
conocer como cada quien era. No convenía la verdad
ante un tiempo creado para ocultarla. La apariencia
de lo que se deseaba ver se convertía en una constante
reforzada por el paso de los años.

—Asno callado, por sabio callado —concluía su reflexión


acerca de Samuel.

85
ÉL

Ese día Fernaín aprendió el secreto ideal para la


supervivencia en el siglo apabullante. Nunca olvidaría
la clave, a pesar de su edad inmadura. Comprendió
la validez de lo que supo ese día y estaba decidido
a actuar, tras una extraña y rebelde sensación de
querer ir en contra de lo que sabía estaba por venir
sobre los habitantes de la ciudad. Aquellos hombres y
mujeres que conocía y que lo conocían, aquellos a los
cuales distinguía en prácticas de costumbres ocultas.
Fernaín había tomado la decisión de enterar a Samuel
sobre lo que iba a acontecer en próximas semanas.
El matrimonio de este debía esperar ante la amenaza
urgente que se debía evitar.

La presencia del Zarco Sosa en la ciudad despertaba


un león que se encontraba apaciguado. Pobre hombre
y sus cerezas, pobre capital provincial. Pobre Eloísa,
tan ilusionada a su lado. Pobre melancolía, cada vez
menos apoderada de aquel cuerpo ilusionado. Pobres
todos, por lo que se veía venir en contra de ellos.

Felisa había olvidado por completo en aquellos días


de duelo que se acercaba la fecha convenida muchas
noches atrás para su matrimonio con Samuel. Fue
precisamente Eloísa la encargada de abstraerla de
un mundo silencioso al cual decidió emigrar desde la
muerte de su padre.

—La hermana de tú madre, dos vezes tú madre —dijo la


mujer ante las lágrimas de agradecimiento de la sobrina.

Gracias a aquel olvido, Felisa logró derramar gran


cantidad de lágrimas durante varios días, represadas
por algo para lo cual nunca estuvo preparada. En esta
ocasión las lágrimas se caracterizaron por ser gruesas
y abundantes a causa de la sensación de abandono
en la que sin intención alguna logró hundir también
a Samuel, quien ante la ausencia de la amada tomó

86
Gabriel Montoya

la decisión de alejarse por aquellos tiempos, y poder


dejar que aquel ser viviera su duelo sin presiones.

—La rosa en su tiempo se abri —confirmaba Eloísa a


Samuel, cuando en el momento de alejamiento de ella
fue invadido por una terrible sensación de inseguridad
al ver perdido su amor.

Noches terribles alejado del reino del sueño acom-


pañaban los últimos instantes de Samuel a la luz
de la vela. Ideas aterradoras volvían a posarse sobre
una mente que tenía presente la misma sensación de
encierro en las cárceles del Santo tribunal.

Con el paso de los días hablaron largamente. Lograron


reencontrarse después de pasada la pena por la partida
del padre. Reafirmación de un sentimiento para el cual
no existía espacio en el transcurso lento de un siglo.
La fecha convenida de nuevo lista para ser cumplida.
Un rosal marchitado por la ausencia del padre y la
pena de ambos, parecía de nuevo florecer a pesar del
inclemente sol.

—La hija en la faja, la ajugar en la caja —decían las


mujeres cuando observaban alejar los días de duelo
y llegar los de la boda.

Fernaín buscó a Samuel y Ezequiel entre el bosque


selvático que aún cubría la montaña. La extrañeza
por la búsqueda realizada por el muchacho generó en
los hermanos la duda ante la treta de un hombre que
los consideraba enemigos de la fe esperada. Fernaín
comentó lo descubierto en las intenciones de su protec-
tor. Una mirada atenta y preocupante se posó sobre
el muchacho que no paraba de describir con detalles
todo lo escuchado días atrás.

—Perro ladrador, nunca mordedor —aún pensaba con


duda Ezequiel, ante las afirmaciones del muchacho.

87
ÉL

—Del loco y el niño, se sabe la verdad —se decía Samuel


menos desconfiado.

Samuel supo comprender el riesgo al que se acercaba


Fernaín, con lo que se encontraba realizando. Las
consecuencias para él serían desastrosas ante el
conocimiento de los hechos por parte de Bautista.

Samuel sintió el llamado a tomar decisiones drásticas


para evitar la terrible situación que se venía encima
de ellos. Su sensatez no dejó culpar al Zarco, como
causante de haber despertado una situación que se
encontraba controlada. Desconocía temeroso si su
nombre, el de Ezequiel, o el del Zarco, aún reposaban
en la lista de fugados de los procesos inquisitoriales.
Este desconocimiento lo llevaba a dudar si este silencio
en su nombre y el de su hermano por tanto tiempo se
debía solo a la espera de la situación indicada para el
ataque final. De nuevo, su matrimonio en riesgo con
Felisa.

—En pleito no se esparten confites —lo previno Ezequiel,


esperando el aplazamiento de la boda, y la prioridad
en la atención del nuevo asunto surgido.

Alguien anhelaba ganar la partida, y ya tenía bastante


ventaja. Ese día en el que se enteró de lo ocurrido se
prometió no volver a perder más dedos de sus manos.
Ezequiel sintió de nuevo dolor en su quijada dislocada
como años atrás no lo sentía. También temió ante la
búsqueda que como antiguos fugitivos harían de ellos.
Ambos imaginaron la terrible sensación de la coroza
color amarillo puesta de nuevo sobre sus cabezas. Una
mirada sin palabras entre los dos lo dijo todo.

Ante este ambiente de preocupación comenzaron los


preparativos para una boda que se realizaría en medio
de la espera del caos total. Ambos hombres tomaban
la decisión de callar a la espera del momento oportuno

88
Gabriel Montoya

para prevenir a los Pereira y no interferir de esta manera


en los preparativos previos a la boda que realizaban las
mujeres. De nuevo regresaba sobre Felisa la tradicional
sonrisa de niña angelical que encantaba a Samuel.

Eleázar recibió la noticia del nacimiento de su primo-


génito en el poblado de San Lorenzo. Tan pronto fue
informado de este acontecimiento, lamentó no haber
estado presente en el recibimiento de su primer hijo
varón. Un nuevo Pereira garantizaría la descendencia
del apellido en la montaña; era el primero de una
generación nacida en tierras del valle de Aburrá. Decidió
marchar y así lo hizo saber a la familia.

Un día antes de partir y alejado de la presencia familiar,


Samuel supo alertarlo sobre lo que se veía venir de
acuerdo a lo comentado por Fernaín. La impresión
por la información recibida lo dejó sin saber qué decir
durante algunos minutos. Samuel insistió en su pronto
regreso para que dispusiera como cabeza de la familia
todo lo posible para sortear la situación.

—Kuando el Dios está contigo, no te espantes de tu


enemigo —respondió Eleázar a Samuel.

—El Dios da la llaga, y él da la melecina —confirmó


Samuel la protección divina en la que confiaba durante
los momentos de intranquilidad.

El Zarco lo acompañaría en aquel viaje inesperado.


La mirada coqueta y anhelante de una mujer por el
pronto regreso despediría al hombre desde la ventana.

El mismo día de la partida de los hombres las mujeres


fueron advertidas sobre la situación; Eleázar había
convencido a Samuel de hacerlo. El Zarco sería infor-
mado durante el ascenso a la montaña. Con lágrimas
despidieron a los viajantes esperando su pronto regreso.
Eleázar fue encargado de ubicar en el valle aquel hombre

89
ÉL

indicado por Dios para bendecir la unión matrimonial,


en la Ermita de las Luciérnagas de los Forasteros.

Samuel buscó de nuevo a doña Ana de Castrillón. Solo


lo hacía en ocasiones muy especiales. Sabía que ella
ahora residía en el Sitio de Aná, el lugar destinado a
ser el centro de la futura Villa de Nuestra Señora de
La Candelaria. Su esposo don Francisco, el que fuera
gobernador y amigo de ambas familias, fue antes de
morir gran contribuyente en la creación de esta villa
escogida inicialmente para dar amparo definitivo a
errantes y forasteros recién llegados a la montaña.
Según los que iban y volvían de allí a la ciudad, varios
hombres bajo esta condición lograron encontrar amparo
en este sitio. La Virgen de la Candelaria sería la escogida
para esta protección final. La esperanza en el fin de
las persecuciones se daría bajo su presencia.

Doña Ana, ahora viuda y heredera de su esposo, era


dueña de un poder incomparable con cualquier otra
mujer de la provincia de Antioquia. Concentraba toda
su atención en cumplir la última voluntad de su esposo,
y por ello utilizaba su autoridad para lograr la creación
definitiva de esta villa. Para fortuna de Samuel, la mujer
fue fácil de ubicar por aquellos días, mientras atendía
algunos asuntos de sus negocios en la ciudad. Hacía
bastante tiempo no veía a Samuel, y dedujo que algo
serio y delicado lo había llevado a ubicarla.

Pronto, ante unas pocas palabras de Samuel, se pudo


dar cuenta de la gravedad de la situación ante la
evidente llegada de la visita inquisitorial a la ciudad.
Encubridora de herejes; el Santo Tribunal podía levantar
una grave denuncia contra la mujer si ella era hallada
culpable en las muestras de ayuda que proporcionaba
a hombres procesados. Se cernía también sobre la
mujer un grave peligro.

90
Gabriel Montoya

Aquella conversación no solo quedó en la tarde radiante,


fueron necesarios varios encuentros ocultos entre los
dos para concertar los planes que debían seguir ante
la situación venidera, mientras que las mujeres Pereira
agilizaban los preparativos de la boda.

La solución indicada también incluiría a la familia de


la prometida; de allí la urgencia por el pronto regreso
de Eleázar. Él representaba las ricas tierras de Canaán;
Samuel y Ezequiel, las de Betel.

La mujer ofreció extensas y ricas tierras y ganado en el


valle a cambio de las tierras que regaba el Cauca. Las
propiedades en los reales de minas serían negociadas
posteriormente, ante la crisis vigente de la extracción.

No era conveniente correr riesgos. Fácilmente la confis-


cación y el secuestro de bienes podían caer con toda
fuerza sobre lo ya conseguido durante años de trabajo
por Castrillones, Pereiras y Montes de Oca.

Propiedades tan ricas y productivas debían estar bajo el


poder de alguien que nunca hubiera generado motivos
de duda de su viejo cristianismo. Así lo habían podido
hacer por años los integrantes de la familia de doña Ana.
Pactos y negocios ocultos se pudieron desarrollar sin
problema alguno entre las tres familias. La habilidad
en la poca sospecha despertada ante los informantes
les proporcionó el progreso que muchos envidiaban
en los alrededores.

Los tratos entre cristianos viejos y nuevos no constituían


cosa nueva en tierras de Antioquia. Ambas partes se
beneficiaban de igual manera; solo los segundos se
beneficiaban un poco, de acuerdo con la apariencia
fiel que realizaban de los primeros. Hábiles represen­
tantes de la fe cristiana, siempre fueron en la ciudad
aquellos que mejor supieron aparentar ante el rumor
de persecución.

91
ÉL

Tan pronto se dio el retorno, Eleázar fue presentado


ante doña Ana, quien estuvo enterada de su vida en el
valle. Aquel joven, ahora al mando de la familia Pereira.

—Digno sucesor de su padre —dijo Ana al conocerlo.

Tras enterarse del nivel de acuerdo al que habían


llegado Samuel y Ezequiel con la mujer, Eleázar no
tuvo otra alternativa que apoyar estas decisiones.
Ella sería la encargada de brindarles protección ante
cualquier amenaza inquisitorial. Lo acordado consistía
en la cesión de las propiedades más ricas en ganadería
y frutos de la tierra cercanas al sitio de Aná. Ninguno
de los recién llegados por aquellos años al valle había
obtenido tal poder sobre tierras, como lo lograban los
Pereira y Montes de Oca en ese día del cierre del trato.
Sería la primera familia en obtener tal poder en lo que
se tenía proyectado sería la Villa de la Candelaria. El
lugar en el cual lo esperaba su futuro con Felisa.

Después de casi un siglo del arribo a Antioquia del


primer Pereira, y los siguientes casi treinta años de la
llegada de Ezequiel tras su fuga de Cartagena, aquella
misma capital provincial los vería partir en una lenta
caravana con dirección a la tierra destinada para
convertirse en destino de amparo y protección. Como
antes, las carpas serían levantadas y guardadas para
ser llevadas a otro lugar.

—De buena casa, buena brasa —diría Simona con un


tono de nostalgia por la tierra que iban a dejar, cuando
fue informada por su hijo de las decisiones tomadas.
Pereiras y Montes de Oca harían por aquellos días un
pacto ante la imagen de la Ermita, antes de comenzar a
levantar las huellas dejadas por sus pasos en la ciudad
de Antioquia. Todos aquellos hombres y mujeres inte-
grantes de la emigración en el día escogido brindarían
protección eterna de la persecución a los hijos e hijas

92
Gabriel Montoya

nacidos, con los nombres de Jesús y María. Todo varón,


nacido de acuerdo con la tradición familiar pactada,
llevaría como segundo nombre la advocación a María, y
toda aquella mujer, su correspondiente a la advocación
de Jesús. De esta manera, verían garantizado el fin de
la persecución de la cual ellos fueron víctimas desde
tiempo atrás.

Estos dos nombres fueron los encargados de prote-


gerlos siglos antes. Tras el nombre falso, la verdadera
identidad. Solo de esta manera garantizarían la super-
vivencia en la montaña de aquella sangre perseguida.
Cicatrices y mutilaciones no se repetirían en aquellos
hijos venideros.

José María, el primogénito de Eleázar, ahora con el


pacto hecho sobre su piel, vería crecer su numerosa
descendencia, como aquellos frutos rojos sobre el árbol
que deseaba ver cultivado el Zarco alrededor de toda
la montaña.

En los días previos a la boda, el Zarco Sosa subiría a


un alto y apartado cerro para orar.

“Mis ojos se alzan a lo alto de las montañas… allí


donde estás.

Alejaste de mí el veneno, tras las batallas y la gloria


de tierras conquistadas.

Padre entendedor de la agonía en la apariencia de la


creencia, te clamo suplicante desde la ciudad media, la
ke se halla entre vos y lo terrenal, ke enviés a tu áncel
entre estas montañas kon aquella bebida ke despierta
y mantiene atento ante la llegada del mal y el enemigo.
Evita derramarla en las mañanas, y permite disfrutarla
al lado de mi hermano en las tardes, al momento del
regreso de las cabras ante el llamado de su pastor”.

93
ÉL

El hombre sentía también el acercamiento lento y casi


imperceptible del peligro y la amenaza.

94
—De Dios viene el bien, de las abejas la miel —los
abrazó Simona, mientras recibían el manjar de la boda 

S enovia tuvo conocimiento del nacimiento de su nieto


el mismo día en que observó a Filomena vomitar las
propias hierbas preparadas para Bruno en las bebidas.
Ese mismo día se dio cuenta que en el vientre de la
mujer se gestaba la vida de un nuevo Ibarra. El hijo
que esperaba Filomena sería el sobrino de aquel niño
recién nacido de piel oscura. Solo Senovia fue capaz
de desentrañar los lazos de sangre que unían a los
futuros amo y esclavo.

Felisa se hallaba en compañía de Eloísa realizando


su aseo ritual en el baño de inmersión ubicado en la
alberca del patio interior de la casa.

—Kasa mía, nido mío —se despedía Felisa en la última


noche que pasaría en la casa que supo acogerla desde
su nacimiento.

95
ÉL

El agua del baño se encargaba de enjuagar el hermoso


cuerpo virginal. El día de mañana Simona se dispondría
a viajar al valle para conocer a José María, y vería
casar a la que siempre fue su niña anhelada. Latía
un corazón acelerado.

—Amor de madre, lo demás es ayre —diría algún


hombre al servicio de la familia, cuando la observó
pasar apresuradamente con los preparativos finales
al lado de la felicidad.

Una mujer negra con un pequeño niño en brazos se


acercó a la casa pidiendo ayuda en aquella noche.
Ellas reconocieron en el rostro la esclava buscada por
Damián. La fugitiva guardó el nombre del padre de ese
hijo de piel morena. El color marrón claro de los ojos
dejó saber a las mujeres la paternidad del niño. Ellas
también guardaron silencio.

Ellas y el resto de sirvientes y esclavos alistaban


apresuradamente todo para la boda y la partida de
la ciudad. Durante las semanas anteriores la casa
estuvo llena de un continuo murmullo y movimiento
nunca antes visto desde la llegada de los primeros de
la familia a la ciudad.

El Zarco observó la sombra de un hombre que entrada


la noche y a la luz de una vela oraría hasta el amane­cer.
Detrás de la puerta pudo sentir el sudor en el rostro y
las manos del hombre. El Zarco esperaba la llegada de
aquellos que arribarían a la ciudad en su búsqueda.
Partiría también hacia el valle en la caravana dispuesta.

—Cierra tu puerta y alaba a tu vezino —dijo el hombre


al Zarco en medio de su encierro, mientras la vela se
consumía ante la llegada del día anhelado.

Una mañana calurosa acogió el fuerte repicar de


campanas en las iglesias de la ciudad. El correr ha­bitual
del Cauca pareció ser más lento en aquel día.
96
Gabriel Montoya

Una procesión integrada por hombres y mujeres con la


imagen de la Virgen de la Candelaria llevada en andas
invadía las calles de arriba a abajo, y un rezo continuo
del Ave María se escuchaba por doquier. Este fue el
panorama encontrado por los visitadores de la Santa
Inquisición enviados desde Cartagena. Como en el
puerto, la Virgen hallaba su espacio entre las montañas.
Las casas se encontraban totalmente deshabitadas.
Todas las voces en una sola pronunciaban sus oraciones
dirigidas a Jesús, María y José una y otra vez, sin mella
en el ánimo. Alguien había informado que en todos los
lugares poblados de la montaña aquel día ocurría el
mismo hecho que acontecía en la ciudad.

La fe de aquellos orantes no se debía poner en duda.


Era toda la ciudad en una continua y seguida voz. La
llama, una esperanza. Aquel episodio lograba olvidar
a los visitantes recién llegados el objetivo de la visita.
¿Acaso alguien se pudiera atrever a romper aquella
magnífica escena de devoción mariana? Los sentidos
quedaron inmunes ante su deleite.

Doña Ana de Castrillón se encontraba a la cabeza de


aquella muchedumbre que oraba una y otra vez evadi-
endo la fuerte temperatura de la mañana cálida y el
consecuente cansancio. Llevaba en una de sus manos
una canasta que contenía dos tórtolas y dos canarios,
y en su otra mano una vela encendida. Detrás de ella,
el gobernador don Miguel de Aguinaga, cumpliendo con
una ordenanza real. La imagen de yeso de la Virgen
lucía esplendorosa.

Damián y Aníbal se acercaban temerosos ante el


llamado que realizaban los visitantes por medio del
alguacil. Damián, preocupado, apretó sus puños con
fuerza y los escondió entre sus bolsillos vacíos.

Samuel esperaba la llegada de Felisa en la puerta de la


Ermita. Ezequiel lo acompañaba mientras trataba de

97
ÉL

organizar algunos flecos en desorden que se desprendían


del talit que llevaba su hermano sobre su hombro. La
novia llegó en compañía de la familia y lo tomó de su
brazo derecho.

Dos rostros de frente; surgía una sola mirada después


de ser impartidas las bendiciones. Samuel rompió
fuertemente la copa con su pie. Las estrellas ocultas
en la Ermita serían testigos de la unión matrimonial.
Hoy más que nunca debían estar ocultas ellas y los
pedazos de cristal prontamente recogidos.

Felisa volvió a tomar el brazo de Samuel para salir de


allí. Entre labios ella seguía la oración a la Virgen que
se escuchaba a lo lejos, mientras su mirada despedía
la tumba de su padre. La Ermita fue cerrada para
siempre. Otros serían los encargados de volver a abrir
sus puertas de nuevo. Las velas encendidas entre las
manos de los esposos se dirigieron camino a la casa,
despidiendo un lugar que se abandonaba y que se
alojaba a la vez para siempre en el alma.

Alguien los observó alejarse y oró por sus hijos, aquellos


Marías y aquellas Jesuses con su descendencia por
todos los rincones de la montaña. Al llegar a la casa
los esperaban los buñuelos con miel preparados por
Simona y Eloísa.

—De Dios viene el bien, de las abejas la miel —los abrazó


Simona, mientras recibían el manjar de la boda.

El Zarco entendía con alegría que en aquella hora


del día su caso ya había sido olvidado por aquellos
visitantes. Otros intereses más urgentes centraban la
atención de aquellos hombres venidos de Cartagena.
Sobre otros caía todo el peso de los interrogatorios.
Eloísa entendió lo que pensaba el hombre y se contagió
de su tranquilidad. Las manos de ambos se tomaron
con fuerza.

98
Gabriel Montoya

Una mujer negra había tomado la apariencia de varón


mientras recogía el cabello cortado y fajaba el pecho
con prontitud en el patio de la casa, inmediatamente
después de haber alimentado al hijo. Escondía el niño
que dormía plácidamente después de recibir su leche,
en uno de los baúles destinados al viaje. Entre el mismo
baúl la compañía de la pequeña caja que contenía el
cabello y las uñas recortadas al cuerpo del padre.

Vigilante de la búsqueda que se hacía de ella se


confundía con su apariencia varonil entre los demás
esclavos que le ayudarían a evitar ser reconocida antes
de salir de la ciudad. Desconocía que en esos mismos
instantes el padre de su hijo atendía otros asuntos
que le obligaron a olvidar finalmente su búsqueda. La
suerte la acompañaba para el escape definitivo.
Padre e hijo nunca se conocerían.

Aquellos esclavos alistaban el innumerable equipaje y


esperaban la orden de sus amos para partir por siempre
hacia la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de
Medellín en el valle de Aburrá.

Ese día, más que ningún otro en la existencia de


Bautista, él deseó conocer su verdadero nombre. Ante
lo ocurrido con la sorpresiva procesión por las calles,
Fernaín se vio en la obligación de confesarle que había
sido él quien advirtió a los Montes de Oca sobre la
sorpresiva visita del Santo Tribunal y sus intenciones.

Algo de la sangre que brotó de la boca y la nariz de


Fernaín alcanzó a salpicar la pared contigua. Esa
misma mano que lo había abofeteado se preparaba
para empuñar el látigo. El protegido aprendería con
dolor la lección.

Dos lazos ataban y estiraban en ambas direcciones los


brazos de Fernaín, dejando entrever la espalda ancha
recién formada. La sangre no dejaba de fluir por nariz

99
ÉL

y boca. La resistencia no estaba presente en Fernaín,


sin embargo, sí lo haría la ira que invadía a Bautista.

Al observar la espalda del muchacho Bautista detalló


aquel lunar que él también tenía en su espalda flagelada.
La madre del religioso en vida también lo había tenido
en aquel mismo lugar. Herencia familiar. Aquella
madre que lo entregó al seminario a temprana edad;
allí donde fue borrado su nombre inconveniente para
las persecuciones que la Santa Labor realizaba. El
nombre colocado en reemplazo del anterior, sería el
escudo protector. Nadie dudaría de un niño llamado
Bautista con deseos del sacerdocio. La madre, con el
mismo lunar de su nieto Fernaín, había despedido al
hijo entre lágrimas a las puertas del seminario. Allí
se salvaría de morir, al lado de los clérigos que harían
todo lo posible por ocultar su origen hebreo.

Por eso aquel día Bautista, recordando algo de su origen


olvidado, deseó como nunca conocer su verdadero
nombre.

Soltó el látigo y luego los lazos que ataban las muñecas


de aquel que era su propio hijo. Sin mirarlo a los ojos
instó al muchacho con rabia para que lo abandonara y
se marchara inmediatamente. Sin lograr cubrirse aún
con la camisa que recogió del suelo, Fernaín corrió de
prisa entre una multitud que aún seguía invocando
la protección de la Madre de Jesús, en una continua
y coordinada oración que jamás olvidaría memoria
alguna de los allí presentes.

Desde una ventana un padre observaba alejar para


siempre a un hijo que dejaba de recuerdo un camino
formado con gotas de sangre, sobre un suelo a punto
de hervir por aquel calor insoportable.

Entre esas mismas oraciones que los esclavos y peones


de las familias Pereira y Montes de Oca escuchaban

100
Gabriel Montoya

de lejos entre el atardecer, y las oraciones que ellos


mismos seguían en voz baja a la luz de las velas que
portaban y que iluminarían de nuevo el camino hacia
una nueva tierra; Fernaín, con el flujo de sangre ya
controlado, logró alcanzar la caravana cuando esta se
disponía a realizar el camino de ascenso hacia el valle,
aquel dos de noviembre de mil seiscientos setenta y
cinco años.
***

101
Miguel María, agradecido, pensaba en Ana Cristina
y en la bruja que supo devolver el sueño al míster,
en los tiempos en que aún acostumbraban llamarlo
niño Miguel

P ensando aún en la vieja creencia, la cual enseñaba


con varios ejemplos probados que leer demasiado
enloquecía, Ana Cristina cerró el libro ante el llamado
de su esposo. Una lectura tenía concentrada toda su
atención desde hacía algunos meses; no deseaba perder
detalle alguno de la interesante lectura. Era 1913.

Días antes había sentido algunas molestias que para


el grado de avance en el cual se hallaba su embarazo
consideró naturales y no merecieron su atención.
Manos artesanales y pies andariegos se hinchaban
paulatinamente.

103
ÉL

Dos situaciones habían sido las causantes de generar


en Miguel María el hábito de la lectura a tan temprana
edad. La Biblia que encontró abierta en un pasaje espe-
cial para espantar a una bruja traviesa que asecha­ba
la habitación del míster y misiá Gertrudis, y las cartas
que escribía Ana Cristina desde la ciudad de los pala-
cios para su familia en Jericó. Dos experiencias que
marcarían una pasión desbordada por las letras, en
unos años temidos por la locura encontrada en la
lectura exhaustiva de todo aquel papel que contuviera
un juego de palabras de diversas formas y estilos. El
deseo de Miguel María por querer entender los conteni-
dos del libro sagrado que todos veneraban y respetaban,
y las cartas que la señora Ana Débora dejaba por ahí, y
que atraían la atención del muchacho ante el estilo de
aquella caligrafía bellísima y el olor del perfume con el
cual Ana Cristina dejó impregnado el ambiente cuando
partió de la casa para no regresar jamás motivaron un
deseo temprano por querer aprender a leer.

Ana Cristina fue la impulsora de un hábito al cual el


muchacho tomaría mucha afición.

—Escríbame, Miguel María —había dicho la recién


casada al momento de partir al extranjero.

Recordaba de ella esa petición cuando la observó salir


del brazo de aquel que era su primo, y ahora también
su esposo. Andrés David era un militar que supo
llegar al corazón de su prima con bonitas palabras
que hábilmente pudo plasmar en el papel, y que acos-
tumbraba enviar desde la academia militar en la cual
se formaba en la capital. En cualquier oportunidad
de vacaciones lograba llegar a Medellín, y desde allí a
Jericó para visitar a la que era la hija mayor de su tío
Fidel Santa Cruz.

Así los conoció y recordó por siempre Miguel María al


lado de la vela dispuesta en la sala familiar, entonando

104
Gabriel Montoya

el Santo Rosario, por los días en que deseaba conocer


cómo un libro abierto al lado de una cama matrimonial
lograba ahuyentar a una bruja que perturbaba el sueño
y la tranquilidad del míster.

—¿Cuál sería aquel extraño poder? —se preguntaba


a temprana edad.

La joven esposa de aquel militar dejaba con su despe-


dida un reto que él no sabía cómo superar cuando
ella partió al día siguiente de celebrada su boda, con
dirección a Medellín, y de allí al puerto de Remolino
Grande que se encontraba a orillas del río Magdalena,
para continuar desde allí a Barranquilla, hasta llegar
a un puerto llamado Veracruz, situado en un lejano
país cuya ubicación deseó conocer posteriormente en
uno de los libros de la biblioteca de los Santa Cruz.
La pareja tenía como destino final un lugar que ella
nombraría en aquellas cartas como la ciudad de los
palacios.

Andrés David fue invitado a una misión especial paralela


a estudios de ascenso militar después de haberse
graduado con honores de la Academia, para prestar
sus servicios ante el gobierno de don Porfirio. Tratos
entre ambos generales al mando de dos naciones
fracturadas por las guerras civiles y la miseria bene-
ficiaron la carrera inicial del joven Santa Cruz en el
año en que Jericó fue elevado a la categoría de capital
departamental por decreto del general Reyes. En ese
mismo año de 1908 se casaron los primos que partieron
inmediatamente rumbo a aquel lugar de palacios que
Miguel María comenzaba a imaginar habitado por
reyes, príncipes, princesas y hadas encantadas. De
ahí su atracción por lo descrito con palabras en las
cartas recibidas con anhelo.

Los recordaría observándolos subirse a los caballos


dispuestos a llevarlos hasta Medellín. Así la recordaría a

105
ÉL

ella, organizando con delicadeza el largo vestido color


azul, después de haberse subido al caballo, dejando
una difícil e interesante misión en el que era el hijo
de María Jesús.

Ahora que ya poseía una gran habilidad en el arte que


ella dejó como reto practicar, la extrañaba; y además
lo hacía con aquellas cartas que eran dirigidas a él, y
que llegaban de costumbre a la casa Santa Cruz por
intermedio del correo de Juan de Dios Paredes.

Ana Cristina había fallecido hacía ya dos años, en el


intento por dar a luz a su segundo hijo. El mismo año
en el que fue asesinado en la ciudad de los palacios
aquel presidente. Las manos dispuestas sobre su vientre
guardaban una estampa de la Virgen de Guadalupe, a
la cual se acostumbró a orar desde su llegada al país,
y varias cartas escritas y depositadas por su esposo
en el féretro.

Ella, hoyuelos en las mejillas al sonreír.

Andrés David se encontraba fuera de la ciudad,


conteniendo el embate de los revolucionarios, cuando
fue recibido con la noticia. A un hombre viudo, y padre
de dos pequeños hijos le era difícil regresar al seno
familiar a causa de la tensa situación que vivía el país
desde el año en que un cometa supo con habilidad
dar la vuelta al planeta entero, anunciado algo que
muchos no lograron entender.

Miguel María, agradecido, pensaba en Ana Cristina


y en la bruja que supo devolver el sueño al míster,
en los tiempos en que aún acostumbraban llamarlo
niño Miguel.

106
... “Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su
misericordia […] como lo había prometido a nuestros
padres en favor de Abraham y su descendencia
para siempre. Gloria al padre”…terminaban de orar
el Magníficat a una sola voz, cuando se disponían a
regresar a sus hogares 

L os Santa Cruz no desearon celebrar la llegada de los


quince años de Anabel aquel viernes, por respeto
al mes destinado en el que se escucharía desde Roma
el nombre Jericó. Una curiosa sensación de privilegio
se había apoderado de todos en aquellos días.

Anabel posó a modo victoriano para la fotografía. Se


notaban los rizos hechos en su cabellera, y la delica-
deza con la que sabía debía sostener las margaritas
en su mano izquierda; la falda larga y rosa daría color
oscuro en la fotografía. Para su sencillez, el hecho de
tener un producto de aquella máquina extraña roba
almas que causaba temor y curiosidad entre algunos
pobladores, fue tomado como suficiente regalo para
sus quince años.

107
ÉL

—¡Mirá! …¿lo podés si quiera creer?... ¡soy yo pegada


a un papel!... —mostraba su imagen impregnada al
papel, frente una madre atónita ante lo observado.

José Fidel se encargó de sorprenderla al haber llegado de


Medellín con el hombre que sabía manejar la máquina.
El regalo de los Santa Cruz no interfería con el respeto
destinado para aquel comienzo del año 1915.

No eran convenientes por aquel entonces las expre-


siones de alegría y efusividad. Un ambiente de silencio
conventual se había apoderado del pueblo con la llegada
del nuevo año. El templo de Nuestra Señora de las
Mercedes se alistaba a mostrar su mejor imagen para
el magno evento religioso. Allí reposaba, magnífica, la
escultura llegada desde Barcelona en 1910. Todos se
dirigieron en completo silencio aquel día de febrero a
la misa que se celebraría por la creación de la diócesis.
Ante la multitud, el recinto religioso brindó espacio a
niños y mujeres, mientras los hombres y otros tantos
se ubicaron como pudieron en el parque principal.
Las casas se hallaron totalmente deshabitadas, solo
algunos animales expectantes esperaban el regreso
de sus amos vestidos de negro y gris.

Miguel María observó desde lejos a Anabel. Quiso evitar


a como diera lugar la atracción que le generaba el
disfrute del rostro bajo la mantilla. Aún no se decidía
a manifestarle lo que sentía por ella; no era un día
adecuado para pensar en ello. La idea del sacerdocio
volvía a rondar por su cabeza.

Los Abad y los Santamaría tuvieron el privilegio de ser


los organizadores de la celebración eucarística; la señora
Ana Débora aún evidenciaba el dolor por la pérdida
de Ana Cristina, y a causa de aquel duelo no se sintió
con la disponibilidad suficiente para participar en los
preparativos dispuestos para la celebración religiosa.

108
Gabriel Montoya

Oró por sus hijas y los hijos estudiantes en Medellín


e Italia. Pidió a Dios por el pronto regreso de Andrés
David y los nietos que aún no conocía por culpa de
una revolución ajena. Matilde se aferró a ella cuando
la observó llorar.

—¡Ahí va Rosanita Vallejo! —intentó distraer a su


madre, para no verla entregada al recuerdo de la
hermana fallecida.

— Ahí va, la que era amiga de Ana Cristina —pensó


Ana Débora, mientras intentaba alejar la tristeza.

Míster Anthony decidió asistir a la celebración eucarís­


tica ante la insistencia de su esposa, quien sabía del
diferente credo profesado por el hombre. María Jesús
observó en medio de su oración el aceite de higuerilla
que hacía arder los velones del templo. En esta ocasión
no quiso recibir pago alguno por el aceite que acos-
tumbraba preparar para vender al cura párroco. Fue
su obsequio para aquel evento que nunca olvidarían
los que tuvieron el privilegio de presenciar las celebra-
ciones. La luz de los velones dispuestos para la misa
generaba en la mujer una sensación de agradecimiento
que deseaba compartieran de igual manera Victoria,
Elías y Saúl, quienes se encontraban presen­ciando
la misa en una de las esquinas del parque principal.
Victoria acababa de salir nuevamente del calabozo,
después de haber sido la protagonista de la última riña
callejera. Cosme aún no entendía la decisión de ella, al
negarse a ingresar al templo, y la actitud de sus tíos a
diferencia de la de Miguel María. Narciso, Aldemar y
la madre seguían de rodillas la oración con la mirada
dirigida hacia el firmamento. Papá Benjamín trataba
de convencer a Elías y Saúl para que ingresaran al
templo, pero comprendió en silencio la negativa de
ambos hermanos. Algunos que alcanzaron a evidenciar
la situación entendieron la causa de aquella negativa.

109
ÉL

—estaba de pie la madre dolorosa…—se escu­chaban


todas las voces en una sola.

La entonación del Ave María acompañaba las peticiones


finales de aquella multitud en una tarde que comen­
zaba a teñirse de gris. La noche llegaba, algunas velas
comenzaban a apagarse y otras a encenderse; el ayuno
al que se habían sometido algunos generaba estragos
en los más pequeños e inexpertos. Jericó convertida
en capital diocesana.

“…Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su miseri­


cordia […] como lo había prometido a nuestros padres
en favor de Abraham y su descendencia para siempre.
Gloria al padre…” terminaban de orar el Magníficat
a una sola voz, cuando se disponían a regresar a sus
hogares.

—La madre Laura… ella, lejos de su tierra, llevando


la palabra de Dios Nuestro Señor a aquellos que no
alcanzan a escucharla —dijo una mujer que extrañó
la presencia de ella, en este día tan especial para el
pueblo en el que la religiosa supo formar su temprana
vocación al servicio de los demás.

Por aquellos días de febrero llovía fuertemente. Todos


aprovechaban la inutilidad a la que los conducía el
fuerte temporal para estar al tanto de las noticias que
podían llegar sobre lo acontecido alrededor del mundo.
La guerra al otro lado del globo, la revolución en un
país con una ciudad de palacios, y hasta la lucha entre
los colores rojo y azul… todo parecía llegar a su fin
por aquellos tiempos, con tanto derrame de sangre por
todo lugar. El color rojo de la sangre era el invicto en
todos los sitios donde se acostumbraba derramarla.

La descendencia de los que integraron la primer cara-


vana que llegó a Nuestra Señora de la Candelaria de
Medellín en tiempos ya inmemorables logró repartirse

110
Gabriel Montoya

por todos y cada uno de los rincones de la montaña.


Los Marías y las Jesuses abundaban por miles entre los
hijos, producto de la colonización. Solo Jericó estaba
destinado a ser el último refugio de aquellos hijos a los
que se prometió la protección ante las persecuciones.

Miguel María había nacido el último día de la anterior


centuria, Anabel de Jesús, el primer día del nuevo siglo.
En el estado de cinta en que se hallaban Evangelista y
María Jesús, cualquier impresión fuerte en los días de
la guerra podía ser contraproducente para las criaturas.
Así fue que, efectivamente, al hallar en el camino de
regreso un cadáver despedazado por los efectos del
machete en medio de la guerra entre el color rojo y el
azul, la impresión surgida entre las primas ocasionó
que ambas adelantaran el parto dispuesto para unos
meses más.

Evangelista tuvo algunas complicaciones más que


su prima, ya que el temor que sentía por el fin del
mundo pronosticado por el cambio de siglo no la dejaba
concentrarse en las indicaciones dadas por la partera.
Ambos niños nacieron en medio del sonido del Santo
Rosario que se escuchaba en el pueblo, ante el temor
de lo venidero. Dios tendría piedad de la humanidad,
y los miles de Santos Rosarios escuchados serían
tomados en cuenta para la salvación.

Miguel María y Anabel de Jesús fueron el último testi-


monio de la promesa hecha por los que aseguraron
protegerlos de las maldiciones generacionales hechas
por aquellos antiguos enemigos de la fe milenaria.

—Jesús, José y María… sed la salvación mía —se


les escuchó orar por los hijos de sus hijos, desde los
primeros tiempos de la ciudad de Medellín.

Un conflicto terrible destinado a durar mil días era el


escenario que acogería la llegada de los dos descen­

111
ÉL

dientes de una generación llamada a ser numerosa como


las estrellas del firmamento y las arenas del desierto.

—Vámonos a Medellín. En San Pedro está enterrado…


él también sufrió el amor de una prima —sugirió José
Fidel a Miguel María, semanas después de enterarse
de los sentimientos de este hacia la hermana media.

—María y Efraín se enamoraron. Se dice que si alguien


le pide con fe por alguna pena de amor a la tumba de
Isaacs, ¡él ahí mismito arregla la situación! —continuó
sugiriéndole a su amigo.

—Oíste… ¿qué se siente enamorarse de una prima?


—preguntó a Miguel María, quien se sintió intimidado
e intentó evadir la respuesta.

—¡Ehhh, que tan raro hombre…! El autor de María,


¿enterrado en Antioquia?... y eso qué pasaría pues…
—preguntó Miguel María aspirando evitar la insis­
tencia en la incómoda pregunta. Años antes había
leído la novela tomada de la biblioteca del míster, tras
la sugerencia hecha por Ana Cristina en una de las
cartas enviadas.

—Pues hombre, yo una vez escuché decir en Medellín


que cuando él estuvo por primera vez aquí en Antioquia,
algo que vio le recordó la tierra de su padre, y por
eso su última voluntad fue ser sepultado en tie­­rras
antioqueñas… y aquí está —contestó José Fidel.

—Pero contáme pues… ¿cómo es enamorarse de una


prima? —insistió de nuevo el muchacho.

Miguel María intentó insinuar el caso de Andrés David


y Ana Cristina, pero descartó la idea para no generar
tristeza por el recuerdo de ella en el hermano, durante
la amena conversación.

112
Gabriel Montoya

—Ahhh pero es que Anabel… prima totalmente prima


mía, no es… la mamá de ella y la mía, sí lo son; eso no
nos hace totalmente parientes… —respondió sonro-
jándose bajo el sombrero.

—Hombre Miguel… ¡atrevete pues a decirle algo!... o


es que ¿cuándo te vas a decidir?... no te vayás a dejar
llevar por lo que dicen de los hijos nacidos de dos
primos —insinuó José Fidel.

—¡Ve este otro, pues ya arreglándome matrimonio!,


¿no? —contestó sorprendido y con risa.

El muchacho prefería seguir pensando en que Anabel


siguiera tomando aquellas expresiones de cariño como
manifestación de afecto entre primos. Deseaba volver
a sentir de nuevo la sensación agradable por haberla
visto desnuda en aquellos sueños por los cuales había
ya pagado la penitencia después de la confesión.

La lluvia caía, las tardes acostumbraban volverse grises


después de cierta hora. La neblina cubrió la montaña
mientras Manuelito dejaba descansar el tiple y la
guitarra, tras la última canción de la tarde. A causa de
las lluvias de los últimos días, sentía la voz agotada.
Fueron el color gris y la neblina de la tarde los que
trajeron de nuevo el recuerdo de Ana Cristina. Su
hermano, el estudiante de medicina en Medellín, dio a
conocer su impotencia tardía por no haberle escrito a
la hermana que siempre esperó que lo hiciera. Nunca
supo enfrentarse a una hoja en blanco; lamentó no
haberlo intentado. Poseería al menos una carta como
recuerdo de aquella bonita letra.

Miguel María, al contrario, tenía la fortuna de conservar


varias de ellas, guardadas con celo en unos de los
bolsos de su carriel de cuero. Algunas veces, en días

113
ÉL

como aquellos, deseaba leerlas de nuevo para tenerla


presente en el hábito legado por ella. Allí permanecían
intactas para ser leídas de nuevo en cualquier situación

Veracruz, 9 de junio de 1908.

Querido y recordado Miguel María:

Aquí te escribo esta primer cartica, para que vos te decidas a


responderme e intentés si quiera escribir algunas letras. Te escribo
en medio de un calor sofocante que no he dejado de sentir desde
la salida de Medellín; ya empiezo a extrañar la frescura de clima
en Jericó.

Aprovecho este espacio del viaje para contarte cómo ha sido todo
desde la salida de la casa. Al partir en el barco desde remolino grande,
no he dejado de asombrarme con el paisaje abrumador… vieras lo
inmenso que es el Magdalena!, algún día tenés que conocerlo. Todo
el trayecto en el río me la pasé temiendo por la subida al barco de uno
de esos animales temibles que vi, y que llaman caimanes; aunque
eso no ocurrió, no tuve previsión en la crema que mamá me sugirió
llevar para evitar la picadura de mosquitos, que se encargaron de
atacar brazos y piernas de Andrés y yo, bueno, sin contar algunas
noches en que el sueño nos abandonó por el ataque de ellos. Sin
embargo, y a pesar de estas incomodidades tan naturales para un
viaje tan largo, vieras cómo son las noches río abajo, la luna!!!
Jesús mío, la manera de reflejarse ella sobre el agua!!...

Lo más curioso antes de llegar a Barranquilla fue haber conocido tres


hermanos turcos, que en calidad de pasajeros, no desaprovecharon
la oportunidad de ofrecernos a todos los viajantes cantidad de
cachivaches que llevaban en algunas maletas. Alcancé a comprar
algunas cosas como cepi­llos y lociones para Andrés David y
yo, que por la premura del tiempo en la organización de la boda
no alcancé a conseguir. Estos hermanos me llamaron mucho la
atención, ya que poco hablaban castellano; pero sin embargo,
logramos entenderlos. Tienen una particular forma de ser, que
sobresale ante las demás personas.

114
Gabriel Montoya

Bueno niño, no sé por qué te cuento todo esto, a la edad que tienes.
Creo que la necesidad de contar todas estas experiencias a alguien
diferente a mamá Ana hace que me sienta inclinada a compartirlas
con vos. Sé que estas historias que has leído hoy te ayudarán
para elevar la imaginación, que al final de todo es aliada para la
producción de letras que posteriormente convertirás en palabras.

Sin más por el momento, me despido de este puerto de Vera­cruz.


Gracias a Dios hemos logrado llegar bien, después de haber cruzado
este lindo mar, que no hizo si no recordarme todo el tiempo el color
de los ojos de papá Fidel.
Decíle a Anabel que te lea esta carta y que te vaya enseñando a
leer y escribir, ya que ella va un poco adelantada en esto, y como
ustedes dos tienen casi la misma edad, se pueden entender en todo
esto. No sé en verdad qué le gusta más a ella, si haber aprendido a
leer con las monjas de la presentación, o haber aprendido a coser.
Lueguito le escribo a ella unas palabritas.

Bueno, me despido, Dios te cuide. Saludame a toda tú familia, y


en especial a María Jesús… la extraño mucho.

Un abrazo,

Ana Cristina

Por esta inquietud de aprender a leer y escribir Anabel


se convertía en la maestra de Miguel María. Él seguía los
pasos que la esposa del militar le indicaba para lograr
su objetivo. De los labios de Anabel se acostumbró a
escuchar lo que decían las cartas enviadas, hasta que
él mismo aprendió a hacerlo por sus propios medios.
Sin embargo, era otra sensación diferente el que la
niña realizara la lectura por él.

Quizá por eso fingió por algún tiempo la inhabilidad


en este asunto para seguirla escuchando a ella. Sin
tener aún conciencia de ello, algo empezaba a emerger
en él hacia la niña.

115
ÉL

Anabel, por haber sido hija de don Fidel Santa Cruz,


era media hermana de los hijos que tuvo él con su
esposa Ana Débora. Evangelista de Jesús, la madre
de la niña, fue la criada de la casa Santa Cruz desde
muy joven. Don Fidel, como fue conocido en vida, era
respetado en su voluntad de macho procreador.

En la misma casa que daba de frente a la Iglesia de las


Mercedes se habían sabido educar sus hijos legítimos
con la hija natural. Ana Débora nunca supo recriminar
aquella voluntad del esposo dominador, y noblemente
aceptó la decisión de dejar a hija y madre bajo el mismo
techo. Consideró que aquella pequeña, al tener la
misma sangre de su esposo y de sus propios hijos, no
merecía ser despojada del derecho que le correspondía.

Compartieron todos un mismo techo, en un tiempo


en el que un colonizador tenía el don del patriarcado,
y su voluntad de poblador era respetada y acatada
ante lo que no podía ser tolerable. Anabel se educaba
en el Colegio de las Madres de la Presentación, desde
la llegada de ellas a Jericó. Matilde, la niña menor de
los Santa Cruz, cumplía paralelamente con ella los
deberes de la educación. La hija natural se educaba
gracias a una disposición económica dejada por el
padre antes de morir, en compensación por el apellido
negado. Aprendería a tejer, leer y escribir al lado de
aquellas religiosas.

Los primeros Santa Cruz que llegaron en tiempos de


la fundación de Jericó lo hicieron por iniciativa de
don Santiago, el fundador. Siempre los Santa Cruz y
Santamaría se caracterizaron por cordiales relaciones.
Una santa advocación les aseguró la protección con
el pasar del tiempo.

Se decía que para permitirles poseer tierras en el futuro


poblado los Santa Cruz recibieron como penitencia del

116
Gabriel Montoya

cura a su confesión la labor de sembrar una planta


de café por cada pecado confesado.

El resultado en el cumplimiento de la penitencia fue la


finca cafetera más extensa que tierra virgen del futuro
poblado haya visto emerger. Nacía el Edén.

No existía vista humana que alcanzara a divisar entre la


montaña los límites de los cafetales. Algunos rumoraron
sobre lo hecho por los Santa Cruz para la obtención de
estas tierras, tomando pecados ya pasados y perdona-
dos, en cumplimiento de la penitencia interpuesta por
el cura confesor. Algunos otros creyeron fervientemente
en lo que representaba cada planta cultivada que se
trabajaba en tiempo de recolección. Siempre, en épocas
de buena cosecha, al mirar los cafetos, se pensaba con
curiosidad en la clase de pecado perdonado años atrás.
Ellos iniciaron el negocio en la región que rápidamente
emergía, en tiempos en que los colores azul y rojo
acostumbraban disputarse el cielo y el infierno.

“Santa Madre de las Mercedes, bendice este negocio y


perdoná nuestras culpas, vos misericordiosa… ¡fijate
Madre en nuestra devoción!” oraban las mujeres de
la familia, mientras la enseñaban a sus hijos cuando
realizaban el trabajo de recolección en medio del olor
a tabaco que impregnaba los cafetales e impedía la
picadura de mosquitos y bichos.

—Don Fidel murió de un temprano problema en los


pulmones. Fumó tabaco desde los nueve años de edad.
Su madre le había enseñado a hacerlo —dijeron los
hijos de los primeros colonos que lo conocieron desde
la niñez.

De nuevo se escuchó entre las montañas en la época


de recolección familiar la historia del pastor que,
buscando sus ovejas, las halló comiendo del árbol de
frutos rojizos.

117
—¡Victoria, Victoria! —solía gritar cuando la tomaba en
el acto nocturno, generando en la tropa la falsa creen-
cia en el fin de la guerra, y la salida invicta del conflicto

A l morir el patriarca Santa Cruz, el Edén había


quedado bajo el manejo del míster y la tía Gertrudis.
En la casa del pueblo quedaría la viuda con Matilde y
José Fidel, quienes se encontraban aún muy pequeños
en el momento que ocurrió el fallecimiento de su padre.
Evangelista y Anabel acompañarían a la familia de
acuerdo a la voluntad escrita en el testamento. En la
casa cafetera, María Jesús y sus cuatro hijos acom-
pañarían al míster y su esposa. Papá Benjamín, abuelo
de Miguel María, era el más antiguo de los recolectores
del Edén y, ahora, el único testigo viviente de aquel
crecimiento cafetero.

119
ÉL

Ocasionalmente, y en especial para tiempo de cosecha­,


acogían a Cosme y Victoria, quienes venían a parti­
cipar en la recolección del mes de octubre. La vida
desordenada de la mujer la había formado desde muy
joven con carácter independiente. Existían ocasiones
en las que acostumbraba desaparecer, obligando a su
familia a compartir el cuidado de Cosme. María Jesús
sabía sufrir en silencio la vida que llevaba su hija.
Alguien por los lados de Quebrada Larga encontró al
nieto, borracho y golpeado meses atrás, cuando en un
arranque de curiosidad le dio por saber de los pasos
de su madre. Victoria debía callar ante los reclamos
de su hijo.

Ese alguien, testigo silencioso de la pelea entre madre


e hijo, la recordaría en sus tiempos de amante y
cuidadora de un soldado liberal durante la guerra de
los Mil Días. El padre del muchacho había muerto a
machete por un enemigo del bando contrario, el cual
no pudo atentar contra la mujer cuando observó que
el hijo de aquel hombre que acababa de asesinar se
encontraba a pocos días de nacer. El padre de Cosme
notó, cuando conoció a la mujer, un amuleto de buena
suerte en su nombre, para el vencimiento del enemigo
conservador, y por eso decidió, convencido, convertirla
en acompañante de las campañas.

—¡Victoria, Victoria! —solía gritar cuando la tomaba


en el acto nocturno, generando en la tropa la falsa
creencia en el fin de la guerra, y la salida invicta del
conflicto.

Su actitud dio lugar al término mujer libertina con el


cual la habían nombrado durante algún tiempo, mien-
tras duró el terrible recuerdo de la guerra. En adelante,
cuando se embriagaba con tapetusa, ningún hombre
osaba alabar la belleza de su tez blanca y delicada
ante el temor del machete que guardaba celosamente
debajo de larga falda.

120
Gabriel Montoya

La cama propia que esperaba por ella en el calabozo la


acogía cuando era llevada en medio de la embriaguez
generadora de heridas en el agresor y escándalo en
las damas de clase alta.
Miguel María y Cosme se acostumbraron desde muy
niños a interceder por su liberación. El resto de la
familia sobrevivía aquella etapa.

Cosme sería el primero de aquellos descendientes de


la caravana llegada al valle de Aburrá condenado a
formar parte de la desmemoria. El día de su bautizo,
la madre olvidaría indicarle al padre a causa de licor
consumido el día anterior, el segundo nombre, María,
que debería llevar el pequeño por alguna extraña y
desconocida costumbre familiar. La negativa inicial
del bautizo por parte de la madre cedería gracias a la
efectiva intervención de don Fidel.

Evangelista había terminado de pilar el maíz cuando la


mañana no aclaraba. Anabel se alistaba para otro día
de clases con las Madres de la Presentación. Esperaba
por ella el Santo Rosario de las seis. Desconocía que
mientras se arreglaba, una mente la había tenido
desveladamente presente toda la noche.

Miguel María sentía temor ante la reacción de Anabel.


Quería olvidarse de todo y evitar tener presentes los
consejos de José Fidel. Ser hija de un Santa Cruz
traería para ella otras pretensiones. Seguramente podría
conocer a futuro otros muchachos que se interesarían
en ella; quizás, el día de la celebración de sus quince
años conocería a muchos de ellos, algunos incluso
compañeros y amigos de estudio de José Fidel. De
qué servía darle vueltas en la cabeza a una situación
que no tenía problema por ningún lado. Lo mejor sería
dejar todo de ese modo; lo óptimo consistía en ocupar
la mente en las labores que le indicaba su hermano
Saúl. Otras mujeres amadas disfrutarían las palabras
que en realidad debían ir dirigidas a Anabel.

121
ÉL

Saúl fue el iniciador en el hábito de escribir las cartas


de amor que por encargo le eran pedidas en Jericó y
desde pueblos cercanos. Últimamente había tenido que
felicitar al joven hermano por la efectividad que sus
escritos románticos estaban teniendo en la consoli­
dación de varios matrimonios que tuvieron su garantía
en las palabras plasmadas en el papel. Hábilmente el
muchacho aprendió la técnica que el hermano mayor
sabía manejar y que, a su vez, este había aprendido
de un hombre mayor que supo llevar sus años sin
unión matrimonial. Para su edad, a Miguel María le
parecía contradictorio imaginar que un hombre con la
habilidad para conquistar y concretar mil matrimonios
hubiera sido capaz de vivir en completa soltería durante
gran parte de su vida. Temía verse reflejado en aquel
hombre que enseñó la técnica de enamoramiento
efectivo a Saúl por medio del ejercicio de las cartas de
amor por encargo. Quería y deseaba que Anabel fuera
para siempre su primer y único amor.

Abordaría al míster para que le enseñara a pronunciar


palabras dirigidas a ella en el bonito idioma que él
sabía pronunciar.

—¡I love you! —enseñaba el míster a todos los mucha-


chos recolectores para que le dijeran a las muchachas
en los tiempos de enamoramiento.

—¡I love you, Anabel! —deseaba poder decirle algún


día Miguel María.

Ella, sin presentir lo que ocurría en aquel que consi­


deraba casi un hermano, pensaba en la próxima
celebración de sus quince años.

Míster Anthony y misiá Gertrudis nunca pudieron


concebir hijo alguno. Las lenguas chismosas del pueblo
afirmaban que el problema era del míster, a causa de
los efectos generados por sus continuos y extensos

122
Gabriel Montoya

viajes a caballo en su época de buscador de oro en las


minas de Marmato, cuando estaba aún joven y recién
llegado de Inglaterra. Un cepillo de dientes depositado
como ofrenda a la imagen de la Virgen del Carmen en la
Iglesia del poblado minero fue hallado por el extranjero,
junto con otros elementos de viaje, días después de
haber sido hurtados por alguien que encontraba en la
maleta objetos nunca visto por aquellos lados, y que
merecían estar de regalo al pie de la imagen, como
muestra de agradecimiento por los favores recibidos.

El míster sabía muy bien cómo entretener y amenizar


las jornadas de trabajo de los jornaleros del edén con
historias de sus años de juventud en la época de las
extracciones del metal precioso. Sabía entretenerlos y
dejarlos asombrados, con palabras que solo Gertrudis
entendía. Ella sonreía al observar la manera como
lograba impresionarlos a todos.

—¡Hey!, guys ¿how you doing? —escuchaban que decía


a los hijos de María Jesús.

—¡Its a truly wonderful day! —acostumbraba decir


cuando se levantaba muy temprano a respirar el aire
fresco.

—¡Fast, the coffee! —obedecían los recolectores al


entender solo la palabra que sabían pronunciaba
cuando se refería al café.

Su loro de colores aprendió a repetir algunas malas


palabras que él acostumbraba pronunciar en momentos
de cólera. La hamaca dispuesta sobre el corredor le
permitía disfrutar de un placer desco­nocido durante su
vida en el país natal. Pájaros de innumerables colores
y mariposas exóticas hacían parte de la colección que
poseía. Juró nunca regresar a su tierra, ya que había
encontrado el paraíso prometido en la religión que
profesaba.

123
ÉL

Alguna mujer que practicaba la hechicería y la adivi­


nación colocó algún día una fotografía suya, robada
del álbum familiar, y puesta boca abajo para recibir el
humo del tabaco durante algunos años, hasta que la
presencia constante de una Biblia abierta cerca a su
cama, y colocada por Gertrudis, logró alejar a la mala
mujer del pecho aprisionado del esposo extranjero.

Algún día la mujer fue hallada con la hostia que acos-


tumbró guardar en su boca después de la comunión,
y llevar hasta su casa para hacer algo que muchos
de los pobladores de Jericó nunca quisieron conocer
a profundidad con detalles a causa de lo espantoso
del caso. Ante las miradas de rechazo y miedo que
recibió de las mujeres y hombres que sabían lo que
ella sabía hacer decidió abandonar para siempre el
pueblo y devolver el sueño y la tranquilidad al míster
y su esposa.

El míster caminaba ahora tranquilo y con buen


semblante entre los cafetales, y ya sabía varias de las
historias nacidas entre los cultivos del Edén, y que
solía nombrar en sus cartas a parientes en la lejana
Londres, para amenizar las tardes grises de la ciudad.

José Fidel, el menor de los hombres, era el que más


aspectos había heredado de su padre. El viejo Fidel
se vería reflejado en su hijo menor. El muchacho
as­pirante a convertirse en médico. Los otros hermanos,
el abogado y el sacerdote, buscarían la preparación en
Italia. Cartas escritas por una hermana a los hermanos
ausentes. Regresaba a Medellín, después de las largas
vacaciones de Navidad, en un aire de nostalgia y
lágrimas de una madre que deseaba de nuevo tener a
todos sus hijos juntos.

En el instante en que la madre lo despedía para cumplir


una nueva etapa de estudio, lo observaba alejarse,
montado en el caballo dispuesto para el viaje de tres

124
Gabriel Montoya

días, generando una extraña sensación de ver que era


la efigie de su esposo la que se alejaba.

Las cicatrices características en la piel de algunos


antepasados las había borrado ya el tiempo. La última
generación sería bendecida con la advocación a María
y Jesús. Las antiguas marcas en la piel, serían aban-
deradas de incoarse por siempre en el alma, dando
señales de presencia por medio de sueños inexplicables
y autoencierros repentinos.

La imagen de Santa Teresa de Jesús, que pendía de


una las paredes de la habitación que compartían madre
e hija en la casa Santa Cruz permitía a Anabel encer-
rarse en su hábito de lectura, en el que acostumbraba
refugiarse durante las crisis por los fuertes dolores de
cabeza que padecía, originados al parecer por sueños
constantes en los cuales solía observarse abrazada
por las llamas. El espanto con el que se despertaba
era terrible; le costaba grandemente recuperar la
tranquilidad habitual.

A la par con la aparición de los sueños en llamas


regresaban los dolores de cabeza que se alargaban por
varios días y la condicionaban a pasar largas jornadas
en cama, las cuales lograba superar por medio de la
lectura exhaustiva de libros y escritos que alcanzaban a
pasar por sus manos. Ni lo que alcanzaba a saber Saúl
de lo inexplicable podía dar con el origen de aquellas
extrañas dolencias que la afectaban grandemente.
Al parecer, era un mal de familia, ya que en ciertos
momentos de la niñez Miguel María y Elías alcanzaron
a sufrir de ello.

Los arranques de encierro característicos de algunos


miembros de la familia serían bien conocidos por
algunos que distinguían los rostros llegados en los
tiempos de la fundación. El extraño interés por el
enclaustramiento en las lecturas generaba miles de

125
ÉL

mitos alrededor de aquellos hombres y mujeres en los


cuales inició la costumbre.

Antes de estar completamente recuperada, Anabel


alcanzó a leer algunas cartas enviadas por Ana Cristina.
Una de sus preferidas era la que ella envío cuando
Anabel, de once años de edad, en medio de los cuentos
de príncipes y castillos que ya empe­zaba a disfrutar,
pidió a la hermana media le enviara un recuerdo de
alguna reina famosa que viviera aún o lo hubiera hecho
en aquella ciudad que solo ella podía describir con
tanto detalle. Ana Cristina solo pensó en los retratos
que conoció de los emperadores dispuestos por los
franceses, y decidió plasmar en un dibujo el retrato de
la emperatriz Carlota para Anabel, y a Miguel María el
correspondiente del emperador Maximiliano. La triste
historia de amor de ambos personajes fue aprendida
por los dos niños, y siempre a Anabel le generaba gran
pesar la locura generada en la emperatriz a causa
del asesinato de su esposo, el emperador. Nadie que
hubiera tenido el privilegio de haber leído una carta
escrita por la esposa del militar podía resistirse a solo
haberla leído una sola vez; la caligrafía delicada, unida
a los dibujos que acostumbraba plasmar, y el olor de
su perfume hacían de sus escritos verda­deras fuentes
de conocimiento y aprendizaje en todos aquellos a los
que les fue escrita y dirigida una de las tantas creadas
por las manos artesanales, ahora desaparecidas.

Una en especial dirigida a Miguel María por los años


de infancia llegó por error a manos de Anabel.

Ciudad de los Palacios, 8 de septiembre de 1908.

Querido y recordado Miguel María:

La casa que nos ha sido asignada por el gobierno es linda y acogedora.


Tiene un jardincito pequeño a la entrada, que pienso cultivar,

126
Gabriel Montoya

y unas grandes ventanas por las que ingresa mucha luz, y que
me gustan mucho. La casa queda contigua a otras habitadas por
militares de más alto rango y sus familias, sobre un sector conocido
aquí como la Colonia Condesa, de la cual logro divisar el antiguo
Palacio Imperial.

Mirá, esperando que estés intentando, con ayuda de Anabel,


escribirme la primer cartica, te envío este dibujo que hice del volcán
que conocí, tan pronto llegué a esta ciudad despampanante…
disculpa que no te diga el nombre de esta maravilla natural que
sedujo mi visión, pero es que es tan difícil escribir como pronunciar
su extraño nombre, jamás escuchado por mí.

Hoy me levanté tempranito a dibujarlo; la vista es espectacular!,


es el vigilante de toda esta gente que ve por acá… el aire es muy
claro y transparente, y obviamente la panorámica no puede quedar
más acorde que en el manejo hábil de la plumilla de un pintor. Una
bonita historia de amor se cierne sobre estos volcanes a los cuales
llaman popo e izta… algo asi... que está a su lado. Alguna vez vas
a poder sentir lo que es estar enamorado, y entenderás por qué
uno de los mejores deseos de los enamorados es permanecer para
siempre juntos como los están en la leyenda estos dos volcanes…
Son tantas las impresiones que tengo con la ciudad en la cual
vamos a vivir, que siento no tener las palabras suficientes para
poder expresar lo poco que he alcanzado a ver hasta el momento…
trataré de comentártelas con el pasar de los días para no exten­
derme demasiado.

Ya sabés amigo mío, la esposa de un militar está obligada a cumplir


con los compromisos sociales que demanda el cargo de su marido; sin
embargo, siempre existirá el tiempo disponible para escribirte a vos

Hemos llegado bien, gracias a la voluntad de Dios. No te afanés a


comentarle a mamá, pues para ella iba otra carta.

Un abrazo,

Ana Cristina

127
ÉL

La plumilla del extraño volcán con nombre de difícil


pronunciación fue guardada durante algún tiempo en
el carriel donde solían reposar todas las cartas. Desde
la muerte de Ana Cristina este pendía al lado de la
cama de Miguel María.

Con el paso de los días Anabel se recuperaba de una


crisis reaparecida desde hacía algunos años. Volvería de
nuevo la intranquilidad en las noches de Evangelista.
Los preparativos para la celebración de los quince
años de la niña, a cargo de los Santa Cruz, desviaría la
atención de todos en lo referente a su estado de salud.

Miguel María acostumbraba subir al morro de esplén-


dida divisa en compañía de Narciso. Disfrutaba de
la panorámica de Jericó desde aquel lugar. En esta
ocasión deseaba ubicar el punto exacto del Colegio
en el cual Anabel se encontraba recibiendo las clases
matutinas. Saúl también acostumbraba ascender al
morro buscando en la grandiosa vista y con la ayuda
del silencio premiador, la inspiración para las cartas
por encargo de algunos hombres a los cuales les era
difícil por cualquier circunstancia dar a conocer los
sentimientos a mujeres pretendidas. Desde que había
logrado conseguir algunos libros de Vargas Vila por
encargo a un hombre que conocía el lugar secreto
donde se adquirian estos en Medellín, se vería obli-
gado a leerlos en un lugar ausente de miradas que le
prohibieran deleitarse con el lento pasar de las páginas.

Saúl-baúl, le llamaban ciertos jovencitos de Jericó y


pueblos de los alrededores, quienes apostaban con el
objetivo de conocer el contenido del baúl que se sabía
era guardado celosamente por él debajo de su cama.
Muchos aspiraban obtener los envidiados dados reza-
dos con los cuales obtenía la ganancia de los juegos
dispuestos en los lugares de ocio y licor en pueblos
aledaños y veredas a los que llegaba por algún encargo
en particular.

128
Gabriel Montoya

La especulación permitía adivinar toda cantidad de


elementos dirigidos a la práctica de la magia adivi-
natoria, con la cual era altamente reconocido por los
que escuchaban pronunciar su nombre. Los pequeños
huesos de gato que coleccionaba, se decía, lo hacían
sabio en las cuestiones del pasado y el futuro. Los
más cercanos eran conocedores de su habilidad para
afirmar la fecha exacta de su fallecimiento, y la forma
como llegaría a ella. A causa de esto, una de sus
mayores habilidades fue haberse convertido en desta­
cado adivinador de tesoros y entierros ocultos que aún
se hallaban debajo de la tierra y entre las tapias de
las viejas casonas, en la fase final de la colonización
por la montaña.

—Ahí va el tahúr; juró no volver a casarse después


de su temprana viudez —hablaban de él cuando lo
observaban pasar apresurado con dirección a cumplir
alguna misión adivinatoria.

—¡…tengo mis razones! —solía responder a los que


lo cuestionaban por su costumbre de andar siempre
descalzo.

Por ello el cerro del cual se divisaba Jericó era el


productor de palabras más efectivo que podían encon-
trar ambos hermanos a la hora de entregarse al dulce
placer de la lectura y la escritura. Aún recordaba Miguel
María el interés generado por uno de los cuentos de
las mil y una noches que aprendió a leer gracias a
las indicaciones de Anabel, y la guerra con el nombre
mil, en la que su padre falleció años atrás. En el cerro
surgió su interés por esta cantidad. Había escuchado
contar en la niñez a papá Benjamín María sobre el
encadenamiento del diablo por los males causados a
la humanidad. Cuando él decidió preguntar sobre el
tiempo de liberación del condenado, el abuelo respon­
dería con una clave convertida en la primera suma que
él aprendería a desarrollar a corta edad.

129
ÉL

—Entre mil y mil… —sería la respuesta del abuelo, ante


el interés y la inquietud del nieto por el tema tratado.
Dos mil era la cantidad resultante en el muchacho
que aprendió a relacionar con el año en el que serían
quitadas las cadenas al condenado por causar tantos
males a la mayor creación de Dios. Cien años de edad
tendría un niño que agradecía a la Virgen Santísima
por el hecho de no estar vivo en aquella fecha futura.

El cerro de Jericó era el refugio ideal para un joven


escritor de cartas y su hermano adivinador.

130
—¡Tiple y guitarra del alma, afinen que la noche es
larga! —él sabía dar la orden a sus instrumentos
después del primer trago de tapetusa

A ndrés David logró escribir para informar sobre su


pronto regreso. Las nuevas condiciones del conflicto
y su estado de viudez habían proporcionado su retiro
total al mando de tropas federales, y desde algunas
semanas se esperaba la tranquilidad en la ruta por
seguir para la salida total del país. Se encontraba en la
capital desde la muerte de Ana Cristina, al cuidado de
sus hijos, con la siempre colaboración y ayuda de una
incondicional nana. La leche materna proporcionada
por una mujer campesina que por aquellas mismas
semanas del parto de Ana Cristina había dado a luz a un
hijo muerto fueron las condiciones que contribuyeron
a la supervivencia del pequeño.

131
ÉL

Apreciada Anita:

…me encuentro a la espera de la orden de salida del país. Los niños


se encuentran bien; Lupe logra mantenerlos a tal grado de cuidados
y cariños, que se comporta como si fuera su propia madre. Aún
se encuentra indecisa sobre la sugerencia de abandonar el país, y
acompañarnos en el regreso ya que nunca en su vida ha subido a
un barco, y como consecuencia, no sabe lo que es un viaje a mar
abierto. Es muy temerosa en muchos aspectos, lo que es entendible
al provenir de un hogar humilde, que ha visto distintas generaciones
de mujeres de la familia obligadas a trabajar desde muy niñas en
labores domésticas de las familias acomodadas de esta ciudad; con
hermanos y sobrinos de edad aún inmadura que han perdido la vida
en este terrible caos vivido. En toda esta guerra inútil han sido esta
clase de personas las que más han sufrido las tristes consecuencias.

No deseo especificar en los detalles de todo lo que he vivido para


no poner un tono triste a esta carta que tiene como único propósito
alegrarla a usted ante el pronto regreso de los niños y yo.

Sin más por el momento, me despido deseando que todos mis primos
se encuentren bien, y sin anhelar otra cosa más en este año que
verme en mi país al lado de mis padres y de su cuidado.
Anita hoy recordé cuando ella me decía que me quería…

Hasta pronto. Dios cuide de usted y los suyos.

Andrés David.

La noticia sobre el pronto regreso de su yerno y los


nietos que no conocía aún alegró los días tristes por
los que atravesaba Ana Débora, al ver aún no superada
la ausencia de su hija mayor. Vecinos y allegados a
la familia dieron cuenta de las alegres noticias que
de nuevo iluminaban el rostro de la mujer que era

132
Gabriel Montoya

considerada ejemplo de dedicación al hogar conformado


con don Fidel. El retrato familiar de la sala principal
con balcón mirador hacia la nueva iglesia diocesana
mostraba dos parientes que vivían ahora presentes en
el recuerdo de hermanos y madre.

Evangelista fue la primera en enterarse de las buenas


nuevas, e inmediatamente fueron compartidas con
Anabel, quien se encargó de comentarle a María Jesús
en el momento del encuentro casual el día de mercado
de la plaza principal. Papá Benjamín agradeció por el
pronto reencuentro a la imagen de la Sagrada Familia
dispuesta a la entrada de la casa en el Edén.

Una fe sagrada en la familia de Nuestro Señor fue


heredada a él por sus padres a edad temprana. El
carriel y el tabaco en la boca eran los distintivos de
uno de los pocos hombres sobrevivientes, que fueron
testigos de los días de la fundación de Jericó.

Su salud por aquellos días no era la mejor. Los nietos


y la hija se encontraban al pendiente del hombre que
entendía como nadie la situación de viudez del yerno
de Ana Débora, y que como ninguna otra persona en
comparación con la señora Santa Cruz y con los padres
del joven supo manifestar la alegría por lo contenido
en la carta recibida.

—¡Jesús, María y José, acompáñalos…! —supo decir


con la mirada puesta sobre la imagen.

El hombre respetado, que solo comía fríjoles con arepa


y carne de cerdo preparados por María Jesús cada
sábado, pocas veces se veía obligado a pedir perdón
por los días de Semana Santa gracias a la buena
convivencia que supo llevar en sus años. Recordaba
aún el nombre de un antiguo y lejano bisabuelo de
apellido Montes de Oca, que enseñó todo lo referente
al buen vivir en paz con Dios.

133
ÉL

Debido a ello su presencia era más notoria cuando


realizaba su ayuno riguroso para los días del Señor,
las velas que encendía, y la ropa y el sombrero que
solía estrenar en todo Jueves Santo. Los nietos lo
observaban orar como nadie más sabía hacerlo, en
compañía el poncho que cubría la cabeza piadosa.

—Jesús, José y María… es Victoria y Cosme... —decía


cuando colocaba a la nieta y el bisnieto bajo la protección.

—Jesús, José y María… es Elías María y Saúl María…


—clamaba al cielo por los nietos que le preocupaban.

El padre de María Jesús sabia la manera de intervenir


ante la voluntad divina cuando se trataba de los asuntos
de su familia. Victoria y Elías fueron convertidos en
su preocupación desde que dieron muestras de tomar
un camino no correspondiente a la formación con la
cual se les educó.

—¡Pero... vé, mirá… reflexioná…! —expresiones acos-


tumbradas a decir por él, que ya no tenían cabida en
la sensatez de dos nietos.

Oraciones y olor a tabaco en medio de los cafetales


del Edén rodeaban a un hombre sobreviviente a las
guerras del siglo que lo vieron nacer.

…el sábado santo pasado ocurrió algo muy particular que me


recordó un 31 de diciembre en Jericó. Varios niños de la ciudad
corrieron desde temprano con algo que hacía demasiado ruido, y
que luego supe llamaban matraca. En horas de la noche obser­
vamos los mismos chicos con otros más, esta vez, llevando unos
muñecos feísimos que llevan barba, cuernos y colas como las del
toro, colocándoles nombres. Alcancé a leer el nombre de algunos
de ellos que en su mayoría llaman Judas Iscariote hechos de trapo,
mucho más pequeños a comparación de los que hacemos en navidad
en Antioquia… también los queman como hacemos nosotros, solo

134
Gabriel Montoya

que a diferencia, estos, amarran los muñecos a algo que llaman


cohetes tronadores, que es el reemplazo de nuestra pólvora, y salen
despedidos abrazados por las llamas… en fin, no sé por qué relacioné
esta celebración particular de esta llamativa Semana Santa de 1909;
quizá hoy extrañé mi casa, con la vajilla especialmente dispuesta
para esta festividad religiosa… ¿lo recordás?

Ana Cristina.

Miguel María, por aquellos días sagrados, leía de nuevo


las cartas que Ana Cristina escribió.

José Fidel supo de las intenciones de Luis Felipe con


Anabel cuando recordó las miradas que ambos se
dirigieron la noche en la cual los Santa Cruz celebraron
los quince años de la muchacha. Esta situación no
le sería de agrado a Miguel María, quien días antes
había decidido dar el paso definitivo tantas ocasiones
postergado.

Anabel… para vos, que sos la persona que me enseñó a hacer esto
que en este momento estoy haciendo: escribir… te expreso por medio
de estos garabatos que he intentado mejorar, el profundo amor que
ha comenzado a germinar en mi, hacia vos. Espero lo entendás y
que algún día sintás lo mismo que hoy te estoy expresando desde
lo más profundo, de eso que llaman el corazón.

Miguel María

Las margaritas escogidas para halagar a la muchacha


fueron acompañadas de una corta nota que anexó a
ellas. Antes de la celebración en la casa de los Santa
Cruz, Miguel María decidió hacerle saber a Anabel sus
sentimientos. Ella, asombrada por la belleza de las
flores obsequiadas por él, desconocía con agrado los
motivos que lo llevaron a tener ese detalle.

En el momento de empezar a leer la nota escrita por el


que consideraba su hermano, su expresión comenzó

135
ÉL

a cambiar radicalmente. Una mirada nunca antes


observada por Miguel María se apoderaba de la niña
que hasta hace solo segundos sabía agradecer el detalle
con los mejores gestos.

—¿Qué es esto, Miguel María? —preguntó Anabel con


la nota en la mano. Los nervios invadían un cuerpo no
preparado para la situación. Se sentía incapacitado
para responder.

—Pues… lo que leés, Anabel… es lo que siento…


—respondió, tratando de demostrar una fuerza no
presente en las decisiones.

—¿Cómo así que lo que sentís?... ¡si es que para mí


vos sos como mi hermano!... ¡eh! ¡vos te enloqueciste…
definitivamente te enloqueciste, hombre de Dios! —ella
dio la respuesta para la cual él estaba preparado.

—De todas maneras yo necesitaba que lo supieras


Anabel, uno en estas cosas como que no tiene el control,
¿cierto? —supo decirle mientras inclinaba la cabeza
presintiendo la respuesta.

—… Ahh… olvidate de eso Miguel; mirá, cuando uno


no se ha llegado a enamorar, como vos, uno cree que la
primera mujer que tiene al lado, esa es la ideal, y que
no hay más en el mundo… pero eso no es así… —dijo
ella adivinando los gestos de él.

Miguel María no deseaba seguir escuchándola. El rubor


en las mejillas con el cual soñó verla en el instante de
la declaración no apareció. La indiferencia con la cual
recibió su declaración no la pudo haber imaginado ni
en los peores momentos en los que previó su rechazo.

—Miguel María… Miguel María… —alcanzó a escuchar


que lo llamaba.

136
Gabriel Montoya

—Vos… ¿fue que te embobaste? … ahh, ya olvidate de


eso, ¿si?...dijo ella —… de todas maneras, ya lo sabés...
—escu­chaba ella una respuesta fría, proveniente de
un rostro inmutable.

Las margaritas reposaron en un florero dispuesto para


la imagen de la Virgen de las Mercedes que poseía
Evangelista. Ella había preguntado por el origen de
aquellas y Anabel sabría responder que eran el sobrante
de las dispuestas por las Hermanas de la Presentación
para el altar del Colegio.

Anabel detallaba pétalos y tallo mientras pensaba en el


cambio de trato del que aún consideraba su hermano.

—Pobrecito… ojalá le pase pronto el capricho y regrese…


—se decía a sí misma en voz baja, mientras abril
enviaba las primeras lluvias anunciando su llegada.

La celebración de los quince años de la media hermana


fue el motivo perfecto que Matilde y José Fidel encon-
traron para alegrar un poco el ambiente melancólico
que invadía la casa desde la muerte de Ana Cristina.
El luto supo prolongarse más de lo debido en la casa
y todo lo que rodeaba a Ana Débora.

—A ella no le hubiera gustado que la recordáramos con


tanta tristeza… —fue su respuesta cuando accedió a
la petición de sus hijos para celebrar el cumpleaños
de Anabel.

Evangelista no pudo evitar su asombro con el detalle


que los Santa Cruz deseaban tener con la hija conside­
rada un miembro más de la familia. Entendió el aire de
vida que se deseaba dar a la casa, al bonito corredor
interior y a la fuente que producía el agradable sonido
de la caída de agua después de tantos meses de duelo.

137
ÉL

—¡Tocá, tocá pues otra, Manuelito!... —le decían al


muchacho que sabía de bambucos y pasillos.

—¡Tiple y guitarra del alma, afinen que la noche es


larga! —él sabía dar la orden a sus instrumentos
después del primer trago de tapetusa.

Luis Felipe había llegado desde Medellín la noche


anterior por invitación hecha de su amigo José Fidel.
El invitado supo observar con atención a Anabel, y
esa misma noche se acercó a ella para felicitarla. Se
enteraba mediante el trato con ella de su deseo de
aprender la técnica de la fotografía. Él era el sobrino
de un fotógrafo reconocido en Medellín.

Ella fijó tímidamente su interés en él; temía la reacción


de Evangelista.

El pueblo comentaba sobre la hija natural a la que no


quiso dar el apellido el finado patriarca, y la madre
que se negó a dejar de servir a los invitados toda la
noche, como agradecimiento con la familia a la que
debía tan honroso detalle para con su hija.

La dignidad de Ana Débora se paseaba por las lenguas de


algunas mujeres envidiosas de su posición económica,
que criticaban la situación a la cual se vio obligada
por aceptar la voluntad del marido.

—Pobrecita Anita, alma de Dios… yo hubiera echado


de mi casa criada e hija, opóngase el que se oponga
—decían cuando elevaban la mirada al balcón de la
casa de la viuda, sobre la plaza principal.

—Que en paz descanse… pero el finado Fidel… hay…


sí que visitó pueblos de los que no supo su señora…
—expresó una mujer que recordó sus años de juventud,
cuando deseaba que el pretendiente y rico Fidel fijara
su atención en ella, y no en la que fuera su mejor

138
Gabriel Montoya

amiga y futura esposa del más joven de los colonos


Santa Cruz.

—¿Cómo que no sabía?... ¡Claro que lo sabía!… Pero ni


ella que era la mujer de él se atrevía a reclamarle algo
a semejante don de mando que tenía él… —concluía
el chismorreo femenino, antes del ingreso al atrio del
templo para la confesión semanal.

Las dolencias a causa del aceite de higuerilla que sabía


preparar María Jesús ya hacían mella en sus manos
por el tiempo dispuesto en el oficio. Miguel María no
deseó asistir a la fiesta preparada para Anabel, y prefirió
quedarse acompañando a su madre en el cuidado de las
manos adoloridas. Una mirada nostálgica comenzaba
a notar la mujer en su hijo.

“Ya le llegó el mal del amor” pensó para sí misma,


mientras recibía sobre sus manos el ungüento a base
de sábila preparado por su hijo menor.

139
—Las murallas de Jericó —pensó, mientras un
sentimiento de honra lo invadía, al conocer la historia
de la ciudad que por alguna razón extraña prestó
su propio nombre al pueblo de la montaña donde él
había nacido.

—Las murallas en aquel Jericó de Dios; aquellas


mismas aquí: las existentes entre Anabel y yo —
escribió sobre la tierra con ayuda de una astilla.

“Renuncio a Satanás,
conmigo no contarás.
Porque el día de la Santa Cruz
digo mil veces:
Jesús, Jesús de mi vida.
Jesús, Jesús de mi amor.
Jesús, Jesús en mi muerte.
Jesús, mi Jesús por siempre.
Dulce Jesús, sed mi Jesús y sálvanos”.

141
ÉL

Como cada año, la oración dispuesta para ese día se


escuchaba de nuevo en casa de los Santa Cruz. En un
día como ese, 3 de mayo, nació el apellido fundador. La
tradición familiar seguía vigente en aquellos tiempos
por los cuales se escuchaba sobre el derrame de sangre
alrededor del mundo a causa de la guerra terrible que
se vivía.

En esta ocasión, para la oración anual, se hallaba


mucha más gente que en años anteriores; era necesario
agradecer por lo recibido, y pedir por lo aún pen­­
dien­te por conceder. Las puertas de la nueva catedral
de Jericó acogieron a los pobladores, que de nuevo
dejaron las viviendas solitarias para cumplir con la
oración sagrada que impedía la llegada del demonio
a la población. El resto de los que no asis­tieron a la
catedral de las Mercedes cumplieron como siempre en
casa de la señora Ana Débora. Esta vez el encuentro
se llevaría a cabo en la casa del Edén.

Gertrudis y el míster dispusieron todo. Los peones del


Edén detuvieron sus labores; la gran cruz elaborada
con hojas de café dio la bienvenida a otro nuevo día
en el cual Jericó paralizaba las actividades coti­dianas
durante el tiempo que duraba la entonación de los
mil jesuses.

De nuevo, Miguel María tenía presente su atracción por


el sentido del número mil, y las historias que lograba
aprender de papá Benjamín. Otra vez refle­xionaba sobre
la tradición de las mujeres de la familia bautizadas en
su segundo nombre, Jesús.

“Anabel de Jesús…”, pensó en ella, en cuclillas, debajo


de un árbol de café que le servía de escampadero ante
la inclemente lluvia.

142
Gabriel Montoya

María Jesús comenzaba a notar el extraño cambio en el


comportamiento de su hijo. Papá Benjamín confirmaba
las mismas impresiones que tenía la hija. El muchacho
se estaba haciendo hombre. La lectura habitual que
realizaba de la Biblia, desde que había tenido la ventaja
de aprender a leer y escribir, honraba a aquellos de
la familia que difícilmente aprendieron a hacerlo, y
para lo cual recurrían a los parientes que sí lo sabían.
Esa costumbre de Miguel María desaparecía con el
correr de los años. Benjamín extrañaba la sensación
de escuchar de los labios de su nieto el relato sobre
el pueblo de Dios en su fuga desde Egipto. Algo muy
profundo se conmovía en él cuando escuchaba aquella
historia sagrada. Las lágrimas no paraban de rodar
por el privilegio de lo narrado por el nieto.

Anabel notó la ausencia de Miguel María en la oración.


Era la primera vez que faltaba al evento religioso por
el que profesaba una profunda fe. Entendió que algo
comenzaba a cambiar entre los dos. María Jesús no
encontró la forma de explicar su ausencia ante las
preguntas de Ana Débora. Anabel conocía la verdadera
razón, y callaba. Luis Felipe comenzaba a enviarle
cartas y postales a ella con bonitos parajes de la capital
de Antioquia.

“… para que me pensés, y no dejés de hacerlo nunca…”


escribió en la última tarjeta enviada, con la imagen
de una pareja abrazada bajo la sombrilla abierta, al
lado de la recién inaugurada estación del ferrocarril.

Palabras y frases que comenzaban a despertar emociones


en su interior. Una oración desconcentrada salía de
sus labios. Su pensamiento se dirigía a las palabras
que enviaba el compañero de estudio de José Fidel;
aquel que prometió encontrar la fórmula para que el
tío fotógrafo le enseñara la técnica de ese arte que le
fascinaba.

143
ÉL

El corazón le saltaba de emoción cuando imaginaba


la aceptación de Luis Felipe ante la petición realizada
por ella para que le ayudara a cumplir este deseo. Ya
le había prometido al muchacho que él sería el primero
en posar ante el gran invento cuando ella aprendiera
la técnica en el manejo de la máquina roba almas.
Sería el secreto de los dos; el escándalo generado por
el aprendizaje que adquiriría sería terrible para ella,
y su madre no estaría preparada para tal indecencia.
Una mujer capacitada para desentrañar el manejo del
aparato. Ideas del demonio acolitadas por el preten­
diente que lograría conseguir su cariño cumpliendo
un deseo prohibido a una niña de su edad.

Luis Felipe prometería regresar pronto a Jericó con el


tío Salinas que ya se encontraba deseoso de conocer el
pueblo y realizar durante alguna temporada el trabajo
fotográfico de aquel lugar. El hombre se vería obligado
a cerrar durante algún tiempo su casa de fotografía
llamada Lusitania, la cual tendría por aquellos días
del quince gran fama en nombre a causa de la noticia
recibida sobre el transatlántico hundido por el bando
enemigo, en aquella guerra terrible que se tornaba
más fuerte con el pasar de los meses.

—Pobres pasajeros de ese barco… ¡toditicos ahoga­


ditos! —era el comentario, después de la salida de misa
de doce de la catedral de Medellín, tras la lectura del
periódico matutino en la plaza principal.

Monseñor había pedido a los presentes un Credo por


aquellos desdichados que murieron abrazados por las
temibles aguas del mar. Salinas sabía que el nombre
con el cual era reconocido su estudio fotográfico en
Medellín coincidía exactamente con el de aquel barco
desdichado del cual se hablaba en aquellas semanas
de mayo. La guerra era intolerante ante la tranquilidad
esperada en los plácidos viajes de ultramar.

144
Gabriel Montoya

—Ahora esa guerra se va a poner peor… los gringos


no perdonan esas ofensas… ¡Dios nos libre del fin del
mundo…! Dios te Salve María… —corrían los rumores
sobre la calle del palacio de los Amador, sobre la cual
se hallaba el estudio fotográfico de aquel hombre
dispuesto a cumplir un deseo escandaloso a una
muchacha pueblerina impactada por observarse a sí
misma plasmada en el papel.

—Ehh… oíste Luisfe… ¡pero qué muchacha tan osada


esa niña de Jericó!... vea pues, una mujer colocándome
competencia en este oficio… definitivamente, el partido
liberal sí crea unos efectos muy modernos en la gente,
¿no creés, vos? —le expresó el tío fotógrafo al sobrino
aspirante a médico.

—Es que ella es así… con eso la conquisto… me caso


con ella y me la traigo a vivir a Medellín… ¿no te parece
tío? —intervino Luis Felipe.

—Pues hombre… esperá a ver… no te afanés… no tratés


de cabalgar antes de ensillar el caballo… dejame y la
conozco —respondió el tío Salinas.

Fueron los días en los cuales los habitantes de Medellín


tuvieron la oportunidad de verse fotografiados en la
proa de un barco diseñado hábilmente sobre un telón
de fondo en el estudio que permitió obsequiar y guardar
de recuerdo la fotografía de un barco famoso que logró
llegar hasta la montaña.

Late por vos mi corazón de fuego,


Te necesito como el alma a Dios.
Sos aquella que idolatro, ciego,
Sos la gloria con que sueño yo.

Medellín, 30 de mayo de 1915

145
ÉL

Abundaban las tarjetas con dedicatorias, de pa­re-


jas que se decidían a fotografiarse en el Lusitania.
Luis Felipe escogería las palabras indicadas para la
conquista de la niña que lo esperaba en Jericó. José
Fidel se enteraba de las intenciones de su amigo con
su pronto e inesperado regreso a Jericó, cuando él le
comentó de su interés por Anabel durante la exhibi­
ción de unos globos gigantes nunca antes vistos en la
ciudad, que se elevaban bajo el manejo realizado por
dos hombres pertenecientes a una gira de extranjeros
que presentaban espectáculos por estos lados del
sur del continente. A pesar del entretenimiento que
disfrutaba, José Fidel no dejaba de pensar en su amigo
Miguel María, no enterado aún de las intenciones con
Anabel, de aquel que ya era el rival de este.

Miguel María comenzaba a sufrir de aquella extraña


enfermedad familiar que afectaba los ánimos y condi-
cionaba a un encierro que para él consistía en días
en que parecía perderse para no regresar, entre los
inmensos cafetales del Edén. El míster se vería obli-
gado a salir a buscarlo con la caperuza iluminante en
medio de la oscuridad, a causa de las lágrimas de una
madre que perdía la mirada en la inmensa oscuridad
que reflejaba el cafetal. El mismo lugar que servía
de refugio a otros de sus hijos, que exacta­mente no
buscaban el silencio y la lejanía del lugar para leer
como acostumbraba hacerlo Miguel María después
del rechazo de Anabel. Cada quien le daba un uso
diferente al retiro entre los cafetales.

“Jericó se edificó a orillas del río Jordán, hace aproxi­


madamente diez mil años. Ningún lugar poblado en
el mundo es tan antiguo como Jericó. La ciudad es
conocida como el lugar donde los israelitas retor­naron
de la esclavitud en Egipto, dirigidos por Josué, el
sucesor de Moisés.

146
Gabriel Montoya

La ciudad de las Palmas bíblica fue famosa en la antigüe-


dad por sus imponentes murallas que cayeron ante la
indicación divina para el toque de las trompetas…” leía
el libro tomado de la biblioteca del míster.
“Las murallas de Jericó”, pensó mientras un sentimiento
de honra lo invadía al conocer la historia de la ciudad
que por alguna razón extraña prestó su propio nombre
al pueblo de la montaña donde él había nacido.

“Las murallas en aquel Jericó de Dios; aque­llas mismas


aquí: las existentes entre Anabel y yo” escribió sobre
la tierra con una astilla.

—¿Cuándo caerán estas? —preguntó—. Se inyectaba


de la locura que acostumbraban a llevar consigo los
libros de los Santa Cruz.

Miguel María entendería aquel día la razón por la cual


Jericó estaba destinado a ser el escenario esco­gido para
ser refugio de la des-memoria y el olvido de antepasados
que fueron los encargados de poblar la montaña.

María Jesús se encontraba dispuesta a conocer la


causa del mal de su hijo. Eran los días de regaño, en
los cuales el castellano pronunciado por el míster se
escucha­ba con una nitidez inigualable comparado con
el pronunciado por los hombres de la montaña.

Narciso llegó a visitar a Miguel María después de varios


días de ausencia en sus labores agrícolas por diversas
haciendas y fincas, mientras esperaba el comienzo de
la recolección cafetera en el Edén, prevista para finales
del mes de septiembre y comienzos de octubre. Ante la
presencia del amigo de infancia Miguel María no pudo
más que alegrarse, al grado de abandonar el encierro
en el Edén y las horas de lectura que dedicó a un
tiempo que pasaba inadvertido para él. Desde varios

147
ÉL

meses atrás ambos muchachos no habían intercam-


biado palabra alguna. Narciso lo notaba más delgado
y pensativo de lo normal; sabía que en su mirada se
instalaba el mal del amor.

—A este fijo lo rechazaron… —se dijo a sí mismo al


observarlo.

María Jesús confiaba en la presencia efectiva del


muchacho para sacar la verdadera causa que acon-
gojaba a su hijo, llevándolo a despertar de nuevo la
enfermedad que se creía desaparecida.

A la luz de la vela María Jesús sirvió los habituales


fríjoles con arepa y carne de cerdo que sabía preparar
con habilidad. Notó la mano de Narciso algo ajada
y dedujo de inmediato el fuerte trabajo con hacha y
machete realizado en algún lugar de la montaña; quizás
detrás de la voluntad de algún otro colonizador decidido
a volver monte habitable la selva virgen e inexplorada.
Todos escucharon aquella noche los relatos sobre
extraños seres nunca vistos que corrían despavoridos
ante la caída de alguna ceiba, y las brujas infértiles que
querían retener a la fuerza a los hombres forasteros.
Escuchó llorar más que nunca a la llorona, y dar el
único paso de la patasola a media noche bajo la luz de
la luna, y también al mohán, más travieso y enredador
que nunca, creador de matorrales que hacían perder
para siempre entre la selva espesa a los hombres no
creyentes en él.

A pesar del accidente sufrido a la edad de catorce años


en un trapiche cercano al Cauca, en el que perdió la
mitad de su brazo derecho a causa de una máquina
cortadora de caña que decidió no soltarlo, Narciso había
aprendido a persignarse con el tiempo con este medio
brazo, ya que siempre tuvo miedo de utilizar el izquierdo
y atraer la atención del diablo ante su llamado. Todos
los que conocieron su loable recuperación después del

148
Gabriel Montoya

accidente admiraban su habilidad con el único brazo


disponible para dominar el hacha y el machete, amigos
del trabajo que sabía realizar en las labores cotidianas
en el campo. Miguel María nunca pudo arraigar en su
amigo el hábito de la lectura, ante la poca atención
que siempre demostró en este oficio que consideraba
como puerta de ingreso a la locura. En Miguel María
comprobaba aquel temor arraigado.

Durante esa noche se negó a fumar el tabaco habi­


tual y hablar con efervescencia del partido liberal, al
cual defendía con apasionamiento hasta llegar a las
lágrimas y los golpes.

—Solo los locos y los imbéciles pelean por un color...


—expresó irónicamente Elías, desde el apartado catre
sobre el cual reposaba, cuando escuchó defender el
partido rojo que lo había marcado para siempre después
de terminada la guerra.

Todos conocían las razones del hermano mayor para


asegurar lo que decía. Cosme deseaba no seguir acom-
pañando las labores del míster, y al escuchar al amigo
de su tío deseó como nadie aventurarse a explorar la
montaña para mirar frente a frente a los espantos
que lentamente veían su espacio milenario a punto
de desaparecer por culpa de sus enemigos: el hacha
y el machete.

Victoria reconocía en su hijo el espíritu andariego y


aventurero que ella tuvo también en su juventud, pero
igualmente temía a la chusma cercana esperando por
el hijo y la espera de convertirlo en lo que fue su padre
fallecido. En silencio terminaba de pilar el maíz para
las arepas del día siguiente. Papá Benjamín acababa
de traer de nuevo la higuerilla para la preparación
del aceite.

149
Decidido, el visitante comenzaba un largo inte­rrogatorio
a un amigo al cual una pena de amor le arrebataba la
tranquilidad, llevándolo a buscar entre los cafetales
el refugio y el sosiego perdidos.
—Solo los locos y los imbéciles…—repetía una y otra
vez por los días en los
que se perdía en el triste delirio

… Cuando un hermano asesina a otro… Esa fue siempre


la duda que quedó en Elías en los tiempos en que fue
soldado liberal de la guerra que duró mil días, y en la
cual mató de un disparo de carabina a un enemigo
del bando contrario, que curiosamente llevaba, como
él, el segundo nombre, María. Varios reconocimientos
recibiría después como consecuencia del asesinato de
este hombre, enemigo clave de los liberales por aquellos
días de la lucha entre colores. Terribles pesadillas
lo atormentaban desde lo sucedido; ni siquiera su
hermano Saúl lograba dar con la cura efectiva para
el padecimiento y las fiebres delirantes que lograban
rememorar el rostro del enemigo eliminado.

Por ello, el Edén se había convertido para todos los hijos


de María Jesús en un lugar de expiación de culpas y
lamentos arrastrados desde mucho tiempo atrás de la
guerra que los destruyó por dentro a todos.

151
ÉL

Solo a Victoria se le ocurriría recoger en los canastos


el café aún verde, por su temor eterno al color rojo
de la sangre que observó salir a cantidades sobre el
cuerpo del amado, y de una bandera del mismo tono
que ondeaba a los pies del cadáver.

Solo a Saúl le eran efectivas las salidas nocturnas


cafetales adentro para pedir a aquellos que sabían
darle los poderes adivinatorios que aprendió a dominar.

—¿Este?… ¿este?… ¿este?… —preguntaba de espalda


en medio del reflejo de la luna llena, a la voz que debía
escoger cuál de los huesos de gatos arrojados por él
hacia atrás era el elegido para la realización de la
magia adivinatoria.

—… Ese es… —se escuchaba escoger silenciosamente


a la extraña voz.

Solo María Jesús era capaz de comprender por los


tiempos de recolección las agonías, los sufrimientos,
las destrezas y lecturas realizadas bajo la compañía
de cada árbol, hojas y frutos que sabían de lo ocurrido
en sus hijos, por los días en que solían pasar horas
enteras en medio de las tierras cafeteras de los Santa
Cruz.

—Esta canasta demuestra que por estos lados estuvo


Victoria… el árbol solo produjo frutos verdes… ninguno
rojo —afirmaba María Jesús cuando recogía los canas-
tos dispuestos para el lavado.

Misiá Gertrudis y el míster evidenciaban asombrados lo


que era el sexto sentido de una madre. Ella deseó desa­
rrollar también ese instinto, pero el galope producido
por los continuos viajes a caballo de su marido inglés
no le permitieron nunca que este la lograra embarazar.

152
Gabriel Montoya

—En esta se ve clarito que hay unas pepas muy rojas


y otras de color azuloso… igual están muy húmedos y
débiles los frutos… no sirven para una buena bebida…
por esos lados estuvo llorando Elías —afirmaba con
seguridad la madre.

—Estos están muy negros… por allá estuvo Saúl —los


arrojaba inmediatamente fuera del canasto, con temor
por lo que sabía hacer su hijo con las artes adivinatorias.

Los árboles de café sobre los que acostumbraba refu-


giarse últimamente el hijo menor aún no lo delataban
dado el poco tiempo que llevaba frecuentando el interior
de la tierra cultivada con el fruto. Si la voluntad de
Miguel María lo condicionaba a seguir buscando aquel
lugar de refugio, seguramente podría encontrar el lugar
exacto de su enclaustramiento en la próxima cosecha
que se avecinaba.

Gertrudis sabía eliminar de su esposo los temores que


tenía él por los trágicos efectos producidos sobre los
cafetales por los hijos de María Jesús. Papá Benjamín
sabía secretamente que para lograr una buena produc-
ción en el Edén los cultivos necesitaban alimentarse
de las pasiones y los sufrimientos de aquellos que
habían crecido cultivando y recogiendo los frutos, y de
los cuales luego sabían reconocer las propiedades de
aquella bebida destinada a mantener despierto y atento
contra la llegada del enemigo a aquel que frecuentaba
consumirla. Cuestiones inexplicables entre el hombre
y la naturaleza.

Por aquella causa, y mientras existieran pasiones


humanas, el Edén jamás estaría destinado a desaparecer.

Los consejos dados por Narciso a Miguel María fueron


bien entendidos y dispuestos a ser llevados a la práctica
para lograr el amor de Anabel.

153
ÉL

—¡Verraco Miguel!, no te apartés, que ella vea que estás


ahí… no hay una mujer que se pueda resistir —fue el
principal consejo de su amigo.

—¡Verriondo muchacho!, dejá eso que hacés en el


papel, y hablale de frente —terminó de aconsejarle.

No existía ser humano que pudiera ganarle la partida


en el juego de cartas a Saúl. Estaba comprobado que
para salir invicto del juego no necesitaba sus famosos
dados rezados. Narciso comprobaba la habilidad del
hermano de su amigo, y no encontraba las palabras
para describir lo que significaba para él compartir una
partida con el que era considerado el mejor tahúr de
Jericó.

—No te asustés Narciso, es que él mira así; tiene la


mirada penetrante… —informaron Cosme y Miguel
María, en medio de la partida al notar la intranqui­lidad
del trigueño, mientras seguía siendo observado con
curiosidad por el hombre adivinador.

Saúl sabía con preocupación que pronto se vería


obligado a pedir la ayuda que no deseaba solicitar.
Evadía la llegada del momento.

María Jesús se enteró, por medio de alguien que faltó


a la promesa de no contar la situación que atravesaba
su hijo, de los sentimientos de Miguel María hacia la
que era la hija de su prima hermana. Anabel era la
causante de que su hijo menor se habituara a tomar
la misma costumbre de internarse en los in­me­nsos
cafetales del Edén, y perderse por días como lo hacían el
resto de sus hermanos. La mujer sabía por experiencia
de su género que la niña pretendida supo rechazarlo
de tal manera que lo había condicionado a alejarse de
la madre. Ahora entendía la decisión del muchacho
de negarse a asistir a la fiesta de quince años, y a
la ausencia del rezo de los mil Jesuses que ese año

154
Gabriel Montoya

precisamente se pudo realizar en las tierras cafeteras.


Benjamín también fue enterado de la situa­ción por
su hija. Por insinuación de ella, la madre de Anabel
debía ser también enterada de la situación por la
que atravesaban ambos muchachos. Benjamín pidió
prudencia a la hija, ya que Miguel María aún no sabía
que ellos ya se encontraban enterados de su cuestión
amatoria. El abuelo supo entender al nieto, y las largas
noches de insomnio que se es capaz de vivir cuando una
mujer logra interponerse entre el sueño y el hombre.
Recordó la ocasión en la que a él le ocurrió lo mismo
cuando la mujer que estaba destinada a ser su esposa,
aquella que sabía hablar de la belleza característica
de una bisabuela de nombre Felisa, supo rechazar
tajantemente sus intenciones de noviazgo.

Para fortuna de Benjamín, él fue el hombre escogido


por los padres de ella para convertirse en su esposo.

Deseaba aconsejar al nieto que en esos momentos


atravesaba por lo que él ya había vivenciado. Sabía
de la técnica aplicada en los casos de rechazo de la
mujer que se amaba. En estos asuntos fue un hombre
muy experto durante las épocas de juventud. Ante
la falta del padre de los que eran sus nietos él, como
abuelo, trataba de ocupar el lugar dejado por el yerno
asesinado en la última guerra.

—No le digamos nada al muchacho. Dejemos que él


mismo se defienda en sus asuntos. Cuando uno se cae,
no se puede quedar sobre el suelo toda la vida —fue
la orden impartida por él a su hija.

La madre obedeció la voluntad de su padre. Para


ambos era insignificante el asunto de Miguel María
comparado con la situación por la que atravesaba
Elías, y los extraños sueños que regresaban de nuevo
a atormentarlo. Hijos no reconocidos en mujeres con
nombres olvidados eran rememorados por un padre

155
ÉL

que pedía al cielo que el desconocimiento de la sangre


no llevara a los que eran sus hijos a eliminarse entre
ellos mismos. Un dolor irreparable, difícil de curar,
se apoderaría de aquel que fue capaz de matar a
su propio hermano; una amargura aún sufrida. Un
hombre desconocido llamado María en su segundo
nombre, como él, había sido asesinado con un arma
empuñada por sus manos. Algo que el cielo no podría
perdonar jamás.

—Solo los locos y los imbéciles… —repetía una y otra


vez por los días en los que se perdía en el triste delirio.

“Dios te salve María…” oraba al amanecer y al caer la


tarde, mientras pretendía lograr la absolución por el
terrible hecho de haber asesinado un posible hermano
lejano en el lazo de sangre.

Benjamín callaba para sí mismo la tradición de los


hombres y mujeres esparcidos por toda la montaña,
bautizados con la advocación a María y Jesús; idea
de unos antiguos antepasados que buscaban proteger
la descendencia de un enemigo silencioso que los
rastreaba entre el paso de los siglos. El hombre era
el único sobreviviente, testigo de la tradición familiar.
Sabía que el cielo hacía justicia por la sangre derramada
del hermano asesinado. Infortunadamente, Elías María
era la víctima de una guerra que otros desearon jugar.

Desde el fin de la guerra el abuelo siempre intentó borrar


de la mente del muchacho el terrible hecho ocurrido
explicando que aquel muerto no era su hermano
directo. Algo que Elías siempre se negó a creer, y que
su abuelo sabía ocultar con mentiras para lograr
que la cordura y lucidez tomaran de nuevo el cuerpo
atormentado de su nieto.

La guerra de los Mil Días aún no finalizaba en Elías y


Victoria. María Jesús se disponía a elevar la producción

156
Gabriel Montoya

del aceite de higuerilla para que la luz generada sobre


los velones dispuestos en la catedral recordara a Dios
Nuestro Señor la petición que a diario realizaba una
madre afanada por la situación de sus hijos.

Anabel terminaba de leer a Evangelista el pasaje bíblico


escogido para ser escuchado en la noche del viernes,
como habitualmente solía hacerlo cuando su madre
lo requería. La madre la notaba intranquila desde
hacía algunos días, en especial a partir de aquel en
que llegó la carta enviada desde Medellín, en la cual
se anunciaba la visita de Luis Felipe y su tío fotógrafo,
aquel hombre amigo de Melitón Rodríguez y Benjamín
de la Calle de quienes aprendió la técnica que Anabel
pretendía imitar.

Anabel se hallaba inquieta ante las insinuaciones de


Luis Felipe de pedir su mano con la llegada del tío.
Desconocía la reacción de una madre escandalizada por
una hija que deseaba ser fotógrafa, antes de cumplir
con su deber de esposa y madre. El matrimonio con
Luis Felipe le aseguraría vivir en Medellín, y colaborar
con el negocio familiar. A nadie le extrañaría ver a la
esposa del sobrino de uno de los fotógrafos más re­co­
nocido de la ciudad, en el hábil manejo de la máquina
captura-imágenes. Ella sabía que este sería el precio
pagado para lograr su deseo de ser la primera mujer
de Jericó experta en la fotografía.

Alguien la esperaría con ansiedad a la salida de la


misa dominical, en la catedral.

La tambora de bordar era acogida por unas manos


suaves y delicadas que tejían, mientras sudaban ante
el conteo de los días que faltaban para la llegada del
pretendiente y su tío. Algo en ella también pedía tener
entre sus preocupaciones y pensamientos a Miguel
María. Él también merecía estar entre las cosas que
la inquietaban por aquellos días. Él deseaba más que

157
ÉL

nada dejarla intranquila en el nuevo intento por lograr


su querer.

Miguel María trató de ubicarse en la esquina contigua


a la catedral para no ser reconocido con el sombrero
que ocultaba el rostro.

El efecto no fue el esperado ya que varios que pasaban


se acercaron inmediatamente a saludar al que no veían
por el pueblo desde hacía varios días.

—Hombre Miguel María… ¡hace días que no te veía!


…¿qué te habías hecho? —preguntaron algunos
ancianos que reconocían el amable saludo que siempre
tenía para con ellos.

—Cosas que hacer en el Edén —respondió el muchacho


tímidamente, bajo el sombrero.

Las campanas de la misa de doce ya anunciaban la


terminación del acto religioso. Miguel María se encon-
traba atento a la salida de Anabel, sabía que esa era la
misa dominical a la que acostumbraba asistir con su
madre, la señora Ana Débora, y Matilde. La abordaría
sin que ellas se dieran cuenta de su presencia. Deseó
más que nunca hallarse en San Pedro, al frente de la
tumba del escritor, para pedir por la necesidad de su
corazón.

Al verla salir, de nuevo detalló la gracia con la cual la


mantilla resaltaba el rostro. Un niño que jugaba en la
plaza principal fue el encargado de llamarla en nombre
de una compañera de la Presentación que requería de
ella en la esquina de la Alcaldía.

Al dirigirse al lugar indicado ella intentó ubicar rápi­


damente a la muchacha. Observó con gran sorpresa a
Miguel María que la esperaba, y pronto se dio cuenta
de la treta armada por él.

158
Gabriel Montoya

Notó lo rápido que le latió el corazón, por pri­mera vez,


ante la presencia del que consideraba su hermano. Se
consoló pensando en que la causa de esta sensación
nunca antes sentida hacia él se debía al largo tiempo que
dejó de verlo. Los sentimientos tendían a confundirse
con su presencia.

—Miguel María… ¿vos qué hacés aquí?… —preguntó,


tratando de disimular el rubor en las mejillas producido
por la alegría de verlo.

—No me voy con rodeos Anabel. Me alejé esperando


olvidarte, ¿entendés? —le dijo esperando estremecerla.

—¿Vos todavía seguís con eso? —respondió ella


intentando ocultar el estremecimiento—. Mirá, Miguel
María, no sigás con eso... mi amá anda por aquí, y se
podría dar cuenta. No sé ella y María Jesús cómo no
se han dado cuenta de esto. ¿Dónde te habías metido,
hombre? Andabas perdido en el Edén… al míster le
sacaste unos libros de la biblioteca; yo pensé que solo
llevabas las cartas de Ana Cristina… —deseaba no
dejarlo hablar por el nerviosismo producido, y evitar
escuchar lo que sabía debía escucharle.

—Yo quiero que de verdad me aceptés, Ana… no te


quiero indisponer —le dijo mientras se le acercaba
intentando tomarla de la mano. Dos corazones latían
fuertemente.

Anabel había logrado apartarlo antes de ser sorprendi-


dos por Matilde. Las mujeres se acercaban asombradas
por la tardanza de la joven. Las tres se alegraron de ver
de nuevo al muchacho. Matilde le expresó su cariño
con una sonrisa sorpresiva. Evangelista sabía que
él seguía con la misma costumbre adquirida por los
hermanos mayores.

159
ÉL

—Miguel María… días sin verte —saludó Ana Débora.

—Mi señora Ana… gusto de verla —respondió él alzando


su sombrero, impresionado con las muestras de afecto.

—Andás delgado, Miguel… ¡eh, esa María Jesús te está


descuidando! —expresó Evangelista.

Anabel indicaba la coincidencia del encuentro con él


en el momento en que se disponía a regresar al atrio.
Evangelista detallaba un rubor extraño en las meji­llas
de su hija.

—Qué bueno que hayás podido hablar de nuevo con


la niña… ella ya te andaba extrañando, mijo —dijo
Ana Débora.

Miguel María se alegraba al escuchar aquello de que


Anabel lo extrañaba. Ella palideció al escuchar esas
palabras y guardó silencio con la cabeza baja.

—Mijo, ¿y sabés que a la niña ya vienen de Medellín a


pedirle la mano?… ¡Se nos casa la Anabel! —dijo Ana
Débora, mientras lentamente introducía un puñal
fabricado de palabras en el corazón del muchacho.

Anabel alzó rápidamente la cabeza baja, observando


la imprudencia de la señora de la casa. Deseaba que
ella retirara inmediatamente lo dicho.

—Sí, se casa Anita; ¡ya no voy a tener con quién jugar!


—confirmó en tono triste Matilde.

—Bueno, eso todavía no se sabe. El joven Luis Felipe


hasta el momento solo viene a visitarla como es lo
correcto, nada más. Yo no conozco aún el famoso
tío… —dijo Evangelista a Matilde y su madre.

160
Gabriel Montoya

Las miradas lo dijeron todo. Un silencio de sepulcro se


fijó entre ambos muchachos. Ella no supo qué decirle.
Las facciones en el rostro de Miguel María cambiaron
radicalmente, sin que las dos mujeres y la niña se
dieran cuenta de lo acontecido en aquel instante.

—Las blancas margaritas —pensó ella en la marchitez


de las flores que él le obsequió semanas atrás. Se culpó
por no haberlas regado con más frecuencia.

Alzándose el sombrero Miguel María pidió el permiso a


las mujeres para retirarse. Anabel lo observó adentrarse
por la calle del orfelinato de San José, solo, como otro
más de los huérfanos recién llegados allí; y a la vez, lo
vio perderse para siempre en los caminos ocultos que
tenía el Edén. Caminos que solo él y sus hermanos
sabían recorrer.

161
—¡Beautiful! —escuchó decirle a la artista, mientras
él se incorporaba de la silla dispuesta en el corredor
para aplaudirla con efusividad

L a vitrola fue el objeto que más llamó la atención a


los habitantes de Jericó que aún no conocían del
maravilloso invento, cuando vieron llegar al menor de
los Santa Cruz acompañando una caravana de artistas
extranjeros provenientes de una serie de presentaciones
realizadas en Medellín.

El patio de la casa Consistorial no fue facilitado para


la presentación del espectáculo a causa de la decisión
de don Osorio alusiva a la perturbación que este tipo
de obras llegadas del extranjero pudiera generar a los
muchachos que recibían las clases matutinas en la
edificación.

La casa Santa Cruz era suficientemente grande como


para acoger los hombres y mujeres llegados desde el
país que tenía una ciudad de palacios. Fue la refe­rencia
principal por la cual José Fidel deseó invitar al pueblo

163
ÉL

a aquel grupo de artistas provenientes del lugar donde


se hallaba sepultada su hermana. Fue la razón por la
que su madre aceptó alojar los espectáculos en el patio
principal de la casa, a pesar de la negativa inicial del
párroco de Jericó, quien también compartió la misma
opinión del señor alcalde sobre los recién llegados y la
incitación de aquellos actos al pecado y al mal.

—¡Jesús, María y José... protéjenos del demonio llegado


con apariencia de artista! —oró el padre Álvaro Obdulio,
quien con las lágrimas de una madre que recordaba
ante la presencia de los forasteros las descripciones
hechas en las cartas de una hija fallecida en la tierra
de la que provenían aquellos, accedió a permitir las
presentaciones artísticas. La casa Santa Cruz era lo
suficientemente amplia como para dar alojamiento
a maletas y baúles que contenían objetos grandes,
pequeños y curiosos poco vistos por los pobladores.
Espejos, maquillaje, pelucas, zapatos en cantidad,
máscaras y sombreros contenían el punto de atracción
para los espectadores.

—Santo es el padrecito Alvarito… él nos trajo a las


hermanas de la Presentación, y a los hermanos La­sa­
llistas… Santa es la imprenta que logró traer a lomo
de mula desde Medellín —decían agradecidos por el
permiso otorgado a los artistas, unos jóvenes que
recién descubrían su vocación al sacerdocio, ávidos
por presenciar aquellos espectáculos en un pueblo que
el año pasado había quedado inquieto por las repre-
sentaciones dejadas por los juegos florales celebrados.

Ciudad de los palacios, 1 de 0ctubre de 1909…

… son tantos los espectáculos y cosas maravillosas que alcanzan


a ver mis ojos en esta ciudad de artistas, que mi mente no alcanza
a recordarlas con facilidad; zarzuela y obras de teatro que no
conocía deleitan mis sentidos al punto de querer estar siempre allí
detallando las maneras de actuar y vestir de aquellos privilegiados

164
Gabriel Montoya

por las musas… prefiero este tipo de actividades que asistir a las
aburridas y tediosas reuniones para tomar el té que ofrecen las
esposas de otros militares amigos de Andrés; no sabés cómo logro
divertirme …

Ana Cristina.

Recordaba Ana Débora unos de los apartes de cierta


carta enviada por su hija años atrás, antes de conocer
la noticia de la llegada de la que sería la primera nieta
nacida en tierras extranjeras. Solo por esta situación de
una de las mujeres más devotas de Jericó, el presbítero
había permitido la presentación de espectáculos con la
condición de que estos no atentaran contra la moral y
las buenas costumbres ya instauradas desde el tiempo
de la fundación, bajo un estricto y severo seguimiento.

El religioso accedió a la petición de una madre aún


dolida, que deseaba ver por unos días lo que su hija
en esa ciudad lejana observó también. Dios sabría
entender la situación generada por José Fidel. Los
artistas eran abordados con preguntas referentes al
conocimiento que pudieran tener de un militar viudo
con dos hijos pequeños que residían en la ciudad
lejana, y que intentaban de algún modo regresar en
búsqueda del núcleo familiar.

El espectáculo del globo, tan famoso por las giras


realizadas, tuvo que ser cancelado a causa del daño
en el material, originado por el difícil trayecto desde
Medellín. La reparación solo era posible realizarla en la
ciudad; por tanto, Jericó perdería la única oportunidad
de observar al hombre cumplir el viejo deseo de volar.
Para algunos habitantes fue la señal sagrada enviada
por Dios en la que demostraba que solo el demonio era
capaz de permitirle al hombre la oportunidad de elevarse
por los aires. Se conformarían con los espectáculos
de canto y actuación que se exhibirían en próximos

165
ÉL

días. La muestra de baile fue cancelada de manera


tajante por atentar tremendamente contra la moral y
las buenas costumbres inculcadas en los habitantes.

—¡Un cristiano por los aires!... ¡Jesús, María y José…


líbranos de que nuestros ojos lo tengan que ver…!
—oraban algunos escandalizados por la presencia de
los visitantes.

Algunos que alcanzaron a escuchar los sonidos emitidos


por la vitrola salieron despavoridos al imaginar hombres
pequeñísimos que sabían cantar dentro del aparato.
El míster fue el único que supo comprender y tolerar
los sonidos emitidos por alguien llamado Carusso, y
cuya voz salía del instrumento musical que poseía,
con el cual disfrutaba el tabaco fumado en la hamaca
dispuesta sobre el corredor azul de la casa.

Luis Felipe y su tío eran capaces de reír a carcajadas


al momento de sacar el extraño aparato que emitía
el sonido, desde uno de los balcones que daban a la
plaza principal, y observar la mirada de espanto de
algunas señoras, con sus pequeños hijos asombrados
por la innovación. Ambos llegaban también en medio
de la caravana.

—El pueblo se está llenando con cosas del demonio…


¡que se vayan aquellos forasteros! —decían los más
temerosos, ante la presencia de los artistas.

—Que se queden… solo nos muestran lo que es común


y cotidiano en las grandes ciudades del mundo —
respondían los intelectuales dejados por los juegos
florales del año catorce. El pueblo comenzaba a dividirse
ante los anuncios del Crisálidas sobre la visita de los
artistas recién llegados.

Solo Miguel María pudo reconocer en aquel aparato


las palabras adornadas con música que sabían expre-

166
Gabriel Montoya

sar lo que sus sentimientos atravesaban en aquellos


momentos.

—Es un corrido —contestó uno de los visitantes, ante


la pregunta realizada por Miguel María en el momento
en que observaba el lento girar del disco dispuesto.
Sería el primer corrido escuchado en la montaña, de
los que le seguirían tras el recuerdo dejado por aquella
gira inolvidable.

Sabía que esa misma música la habría podido escuchar


también Ana Cristina en la ciudad de los palacios
donde murió. Reconoció a los lejos de la plaza y ante la
algarabía, al hombre llegado con la intención de pedir
la mano de Anabel. Ella saldría a recibirlo con alegría.

El encuentro ocasional entre José Fidel y su amigo


fue precedido de un amargo sin sabor para el cual el
hermano medio de Anabel y estudiante de medicina
no tuvo explicación. La mirada baja delató el pesar del
que sería futuro médico de Jericó.

—Perdoname Miguel María, todo sucedió tan rápido


que no tuve oportunidad de avisarte. Yo no sabía que
al invitarlo a la fiesta de Anabel, pues se fuera a fijar en
ella este condenado Luis, además… —dijo José Fidel.

—¿Sabés? ya no quiero nada de ese asunto… ¡vos te


podés perder también de mi vista!… ¿oíste? —respondió
con furia y celos Miguel María, como nunca lo había
hecho hasta el momento con su amigo de infancia —.
Ese es el que ella se merece para esposo, la sangre
que lleva de tu padre la hizo escoger a un hombre
de ciudad, no un pobre campesino como yo —decía
mientras fruncía el ceño.

—No digás eso Miguel, mirá que… —fue lo único que


alcanzó a decir José Fidel antes de observar su retiro.

167
ÉL

Desde lejos, Anabel lograba observar hablar a los dos


muchachos. Miguel María supo despedirse de una
manera digna de ambos hermanos.

Una cena se prepararía especialmente para recibir a los


invitados llegados de Medellín. Un anillo de compromiso
estaba dispuesto a ser entregado sorpresivamente a
Anabel, aquella misma noche, después del rezo habitual
del Santo Rosario, mientras se alistaba el montaje
para la primera presentación en Jericó de los artistas
obligados a abandonar un país de palacios por culpa
de una revolución.

Evangelista vería con buenos ojos la petición de mano


de su hija por parte de un aspirante a médico, sobrino
de un fotógrafo que enseñaría a la futura esposa la
técnica de la fotografía.

“¡Aquí van con su amores,


gozando dos calaveras.
La que en vida fue Dolores,
y él, de apellido Contreras!...”

Cantaba la artista bajo la sombrilla que cubría la


máscara mortuoria y el elegante vestido.

“¡No quiero más amistad,


mi amor no ha sido una quimera.
Dejadme en la soledad,
y en paz, torpe calavera!”

Los espectadores, dispuestos sobre los corredores de


la casa, reían ante su interpretación musical. Anabel
observaba con atención la interpretación del actor
ataviado con un antifaz de calavera en sus intenciones
amatorias con la cantante. Los aplausos no paraban.
Los Lupitos fueron ampliamente reconocidos por los
asistentes a la zarzuela y las entretenidas obras de
teatro que se mostraron bajo el amparo de la esce-

168
Gabriel Montoya

nografía montada en el patio central de la casa. La


fuente central permitió recrear un adecuado parque al
modo victoriano. Los trajes de luces, las pelucas y el
maquillaje dispuesto para la interpretación que ellos
realizaron encantaron por varios días a los asistentes
que no pararon de asistir y alabar las cómicas y trágicas
actuaciones de los actores y cantantes. El piano de
los Santamaría reposaba con gran cuidado sobre el
corredor.

La música entonada por los pequeños hombres desde


el fondo del temido aparato ambientó una época que
lograba hacer pasar del llanto a la risa con gran facili-
dad. Fueron días de tregua en medio del entretenimiento
y compromiso nupcial, que dieron la posibilidad de
olvidar las terribles noticias de la guerra que llegaban
desde los rincones del mundo.

El tío Salinas fue el encargado de tomar el registro


fotográfico de las actuaciones, mientras comentaba a
algunos curiosos que observaban trabajar al hombre
inmerso bajo la capa lo ocurrido con su casa de foto-
grafía Lusitania y el barco homónimo naufragado en
la guerra.

A su estilo, uno a uno de los Lupitos supo posar ante


la cámara. Los niños observaban atónitos el rostro
empolvado de aquellos hombres y mujeres que el
pueblo nombró así a causa de compartir todos ellos
el nombre Guadalupe, cuya imagen llevaban consigo
en las giras, y cuyo recuerdo rememoraría Ana Débora
cuando le fue enviada por Ana Cristina una estampa
de la Virgen en una de las cartas recibidas.

Jorge, Santiago, Aarón, Sara y María de los Ángeles


ya eran bien conocidos por los habitantes cuando
por la plaza intentaban pasar inadvertidos sin los
trajes coloridos, máscaras ni polvos de arroz sobre
los rostros, ante las miradas curiosas de aquellos que

169
ÉL

ya los habían visto actuar y cantar, o simplemente


escucharon hablar de su presencia en el pueblo, y
del daño ocasionado por el viaje al principal montaje
con el que contaban y con el que lograban paralizar
toda actividad humana en el lugar donde arribaban.
Algunas miradas de rechazo demostraron el desprecio
por el oficio ejercido. Anabel sabía que Miguel María
hubiera podido disfrutar mucho de lo que se presen­
taba en casa de los Santa Cruz, si no se sintiera tan
dolido y molesto con ella. Ya lo imaginaba inmerso en
el Edén, devorando la lectura de las cartas enviadas
por Ana Cristina, y algunos libros del míster que fueron
retirados de nuevo de la biblioteca de la casa.

Gertrudis comenzaría a notar ciertas miradas que la


inquietarían en medio de las presentaciones, dirigidas
por su esposo hacia María de los Ángeles.

—¡Beautiful! —escuchó decirle a la artista, mientras


él se incorporaba de la silla dispuesta en el corredor
para aplaudirla con efusividad.

Celosa, la esposa intentaba recordar con rapidez el


significado de la palabra que le escuchó pronunciar
en anteriores ocasiones.

—Los recién llegados de Modín —así los llamó Benjamín


cuando se enteró de lo acontecido en casa de los Santa
Cruz.

—No, no, apá… se dice Medellín… ¿qué es modín?


—corrigió y preguntó María Jesús.

—La tierra de la cual provenimos nosotros —respondió


sabiamente.

—Modín —decía de nuevo, mientras dirigía la mirada


hacia la ciudad ubicada en el valle de Aburrá.

170
Gabriel Montoya

María Jesús optó por callar ante las palabras incom-


prensibles que en ocasiones escuchaba decir a su padre.
Sabía que Miguel María sí lograba entender la sabiduría
de sus años. El muchacho decidió optar esta vez por
no internarse en el Edén a causa de la preocupación
que le generó a su madre la anterior ocasión en que
decidió hacerlo. Esta vez, el muchacho se sentía tentado
a la internación a causa de la tremenda decepción que
sufrió ante el frío rechazo de Anabel.

Aunque la noticia sobre el compromiso de ella fue más


fuerte, los consejos proporcionados por Narciso sirvieron
para afrontar con entereza la situación adversa de su
amor por ella. Todo lo que debió leer interno en los
cafetales lo realizó en casa, colaborando a la par con
las tareas familiares.

—El pueblo se ha volcado a casa de los Santa Cruz


para ver todo lo que allí se está presentando —comentó
Saúl, quien vio afectadas sus actividades a causa de
la presencia de los artistas que concentraron toda
la atención, el dinero que debió ser destinado a la
búsqueda de entierros indígenas sería dirigido al pago
de entrada al espectáculo más no el encargo de cartas
para conquistar muchachas que pasaban el tiempo
sobre los balcones de colores en las calles de Jericó.

Miguel María se sintió tentado a curiosear como lo


hicieron los demás del pueblo que asistieron a los
diferentes espectáculos ofrecidos por los Lupitos. Sin
embargo, pudo más su temor de ver a Anabel tomada
del brazo de aquel hombre llegado de Modín. La madre
y el abuelo notaban en la mirada del muchacho alguna
novedad con el asunto de la muchacha pretendida
por él.

La suerte estaba echada. Por el pueblo corría el rumor


del compromiso nupcial de la hija que tuvo por fuera
de su matrimonio don Fidel Santa Cruz. Miguel María

171
ÉL

deseaba ser indiferente a los rumores y tener por


siempre la cabeza escondida entre la tierra.

Narciso fue en aquellos días de anhelo por la indife­rencia


quien se encargó de distraerlo con su presencia. Ante
la enfermedad de su madre, su hermano Aldemar
debió abandonar las labores en el Edén para cuidarla.
De nuevo Narciso se vio en la necesidad de alejarse
del grupo de colonizadores con los que andaba Jericó
abajo, descuajando selva para levantar pueblos en los
que las mujeres de estos darían a luz, los hijos que
se encargarían de perpetuar los apellidos sobre las
nuevas fundaciones.

Los días con cielo azul que disfrutaban los pobladores


llevaron a que los muchachos del pueblo se refrescaran
en las aguas del río Piedras. Narciso y Miguel María
planearon con anterioridad el día de chapuzón al que
se lograron unir Cosme y Manuelito.

Manuelito comentó imprudentemente en casa de José


Fidel el paseo planeado por ellos para el día siguiente.
De inmediato, José Fidel decidió coordinar un encuen-
tro casual con Miguel María, con quien deseaba ver
recuperada la amistad deteriorada por el asunto del
compromiso nupcial de Anabel.

Alguien deseoso de volver a ver de nuevo a Miguel


María escuchaba detrás de la puerta la conversación
entablada entre los dos muchachos. Un medio hermano
aprovecharía la ocasión de ocupación en la que se
encontraba Luis Felipe con su tío, referente a la adec-
uación de la casa de fotografía que estaría terminada tan
pronto finalizaran los espectáculos que se presentaban
con éxito y lleno total en la casa Santa Cruz.

Manuelito sería cómplice en la decisión de José Fidel


de recuperar la amistad con su amigo entrañable.

172
Gabriel Montoya

Una mañana cálida, como las anteriores de la semana,


se disponía a permitir que el sol del día contribuyera
a surgir un sentimiento inicialmente negado a nacer.
Cosme, Narciso, Manuelito y Miguel María desde muy
temprano se encontraban disfrutando del agua que
fluía por el chorro de quebradona, en medio de un
paisaje que no era ajeno desde la época de la niñez.

Por extraña coincidencia llegaba José Fidel en compañía


de Jorge, Aarón y Santiago, quienes deci­dieron tomarse
un descanso, dejando a Sara y María de los Ángeles
en total reposo en la casa. María de los Ángeles en
especial recibiría una visita inesperada del míster,
quien acostumbraba a salir de la casa del Edén en
muy pocas ocasiones.

Sería el día de las visitas y llegadas inesperadas. Anabel


y Matilde abandonaron la casa antes del medio día
con dirección a casa de María Jesús.

En medio de la preparación del sancocho a medio


día, José Fidel lograba entablar la conversación con
Miguel María, quien inicialmente supo recibirlo con
un saludo frío.

—Oíste, ¿y cuándo se casan estos dos, hombre Fidel?


—preguntó Miguel María en tono desinteresado.

—En unos cuantos meses… —dudó en responder


José Fidel—. No sé qué decirte, migue… —continuó
dicien­do—. Manuelito observaba con cautela el encuen-
tro, mientras jugueteaba con los demás entre el agua.

—Ah, olvidate de eso; ya qué importa. Igual, si ella


lo escogió, es porque debe ser un buen hombre para
ella… ojalá sepa hacerla feliz —deseaba concluir con
esto el tema de conversación, antes que fuera evidente
el tono de voz cortado.

173
ÉL

—Ella se irá a vivir a Medellín después del matrimo-


nio… —continuó diciendo José Fidel.

Un llamado del resto del grupo al agua terminó por


reconciliar la amistad deteriorada entre ambos. Los
muchachos, desnudos, desconocían la presencia de
Anabel y Matilde ocultas entre los matorrales. Manuelito
fue abordado con preguntas acerca del extraño corte
realizado en una parte de su miembro, que los allí
presentes no tenían. Él les habló sobre cómo todos
los hombres de su familia lo tenían también desde el
tiempo de los bisabuelos.

—Pareces judío —expresó Aarón en medio de risas


al observar al muchacho. Había escuchado de esta
costumbre en aquellos que vivían en su país.

Anabel entendería tiempo después cómo la imagen de


ver salir desnudo del agua a Miguel María le ocasionaría
una sensación indescriptible para su edad, al punto de
no poder lograr por mucho tiempo describir lo sentido.
Ya no podría volver a verlo bajo el título de niño y
hermano con el cual solía tomarlo hasta ese momento.

El cuerpo en formación, mojado y en completa desnu-


dez, logró hacer contener su respiración a un grado
hasta el momento no experimentado. La imagen fue
similar a los cuerpos que solía ver en los sueños y
que eran causantes de las penitencias impuestas por
el padre Álvaro Obdulio en la catedral, después de la
confesión de los viernes en la tarde.

Matilde aún continuaba con la pañoleta de Anabel


puesta como venda sobre los ojos, especulando sobre
lo que observaba su media hermana con tanto interés.
El susto por el encuentro con el armadillo en medio
del camino ya había pasado.

174
—¡El inglesito catrín, jajaja!! —respondió entre risas,
María de los Ángeles

V ictoria llegaba ebria de nuevo. En esta ocasión


procuró no ocasionar escándalos y peleas como de
costumbre en la plaza principal, tratando de abandonar
para siempre la celda que habitualmente esperaba
por ella.

Los tres artistas lograron admirar la belleza que la


caracterizaba, cuando la conocieron un día en el cual
Cosme tuvo que dirigirse a recogerla en medio de las
botellas consumidas. Al conocer su historia, por medio
de lo narrado por su hijo, los artistas concluyeron
que podía ser una digna representante de los papeles
para interpretar en la continuación de la gira por los
lugares que iban a conocer.

—Es una guapa mujer —opinaron los tres hombres


al conocerla.

Narciso invitó a Miguel María a un lugar cercano a


Quebrada Larga que le haría olvidar la pena sentida
por el compromiso de Anabel. Miguel María aún no
deseaba ir al pueblo a verla pasear del brazo de su

175
ÉL

prometido. Deseaba evitar la contemplación del incó-


modo episodio.

No se sentía preparado para lo que tarde o temprano


se vería obligado a presenciar. Narciso sabía que si
no lograba sacarlo de la casa del Edén terminaría por
internarse en los cafetales hasta desaparecer defini-
tivamente bajo el amparo de estos.

Narciso no deseaba dar indicaciones sobre el lugar


que visitarían. Cosme pidió acompañarlos.

—¡Hombre Miguel, no preguntés tanto!… arreglate


mejor que están listos los caballos del míster —indicó
Narciso.

Al pasar por la plaza en el día de mercado observó la


manera en que se anunciaba el lugar que fue acondi-
cionado en el primer piso de la casa Santa Cruz para
servir por algún tiempo como estudio fotográfico del
tío del prometido de Anabel. Luis Felipe partió junto
a José Fidel hacia Medellín para retomar las clases de
medicina. Al prometido le faltaba poco para obtener el
título, y el matrimonio con Anabel se convertiría en el
mejor aliciente para finalizar los estudios.

Anabel los observó pasar de lejos montados sobre los


caballos. Bajo el sombrero que ocultaba los rostros,
pudo reconocerlos. Las mariposas en el estómago, de
las que solía hablar con las compañeras de estudio de
la Presentación, y que algún día soñó revolotearan por
sus entrañas ante la presencia de algún joven venido
de Medellín que la pretendiera para enamorarla, las
sentía ahora cuando pensaba en el instante en que
observó correr el agua por el cuerpo de Miguel María.
El rubor sobre las mejillas la inquietaba al punto de
intranquilizarla ante el pensamiento sobre los prepara-
tivos para la boda con Luis Felipe que se veían venir
en las próximas semanas.

176
Gabriel Montoya

—Virgen Santísima, sálvame de los pensamientos de la


carne… —oraba con preocupación, después del Santo
Rosario en la noche.

La gira llegada desde Medellín estaba a punto de


finalizar las presentaciones en Jericó. Otros lugares
del país esperaban por ellos. En la casa Santa Cruz
se lograron habituar todos al consumo de los fríjoles
con la distinta variedad de picante y salsas que ellos
solían llevar consigo. El maíz dispuesto por Evangelista
para las arepas solía confundirse para la preparación
de tortillas.

—Así también debió aprender a consumir tortillas y


picante mi Anita querida —pensaba Ana Débora en
el comedor, mientras degustaba los manjares con los
ojos húmedos a causa de la mezcla entre tristeza y
picante, pero deseosa de probar con anhelo lo que su
hija también consumió; y a la vez, esperando sentir un
poco de su presencia por medio de la comida de aquel
lugar que la vio morir. Agradeció por la presencia de
aquellos artistas en su casa.

—El amor es como el chile: lo disfrutas al principio,


y luego te hace llorar —afirmó María de los Ángeles,
explicando el sentido humano que tenían sus comidas.

El extraño comportamiento tomado por el míster desde


hacía unas semanas empezó a crear sospechas en
Gertrudis. Casi no permanecía en el Edén, y esta era
la principal razón para creer que algo pasaba en él.

“María de los Ángeles” pensó la esposa.

Ana Débora empezó a notar con más frecuencia la


presencia del esposo de su hermana en la casa desde
la llegada de los artistas. María de los Ángeles era
quien más tenía tratos con él. Jamás alcanzó a notar
el interés desaforado que comenzaba a tener el inglés
en la muchacha.
177
ÉL

Las conversaciones alrededor de la fuente del patio


central parecían no tener un tinte diferente al que
tendrían dos personas llegadas de otros países sobre
temas alusivos a su situación en aspectos de la nación
que los supo acoger. Al contrario, Evangelista notaba
en la mirada del míster la misma mirada interesada
con la que el señor de la casa la logró llevar a rendirse
bajo su voluntad.

Aquel que fue el patriarca de la familia, hijo de aque­llos


que hicieron Jericó. La mujer, en medio de su silencio
prudencial y el ejercicio cotidiano de sus oficios, bajó
la mirada ante lo que predijo ocurriría entre el hombre
y la artista.

“Pobrecita misiá Gertrudis… tan buena señora que


es” pensó para sí misma mientras observaba la pareja
reír pícaramente cerca de la bonita fuente del patio,
con su caer de agua transparente.

“Razón tiene el padrecito en decir que los artistas


llevan el pecado pegado a la piel” pensó entre lágri-
mas y soledad Gertrudis, mientras pasaba entre sus
manos el relicario, una noche en que su esposo tardó
en llegar a casa.

Estaba decidida a poner un punto final, con la llegada


del nuevo día, a la situación que estaba viviendo.
Todo lo dispuesto para las presentaciones en casa
de los Santa Cruz fue recogido ante el final de la gira
por Jericó. El rumbo que iban a seguir aún no estaba
definido.

María de los Ángeles informó a los compañeros que en


las afueras del pueblo sería rentada una casa por un
espectador a quien la zarzuela y las obras presentadas
lograron encantar, al punto de haber aprendido a llorar
y reír al mismo tiempo.

178
Gabriel Montoya

—¿Quién es? —preguntaron los muchachos—. Sara


guardaba silencio. Sabía de quién se trataba.

—¡El inglesito catrín, ¡jajaja! —respondió entre risas


María de los Ángeles.

Los muchachos advirtieron a la mejor actriz que tenían


sobre el cuidado que debía tener a la hora de involu-
crarse con personas del pueblo.

—Pueblo chico, infierno grande. Ten cuidado, mujer


—advirtió Jorge, el mayor del grupo, y quien se encar-
gaba de los contactos para las presentaciones por los
países que visitaban.

Conocían de la atracción que generaba la mujer, nacida


en unos altos, en los hombres que tenían el placer de
verla actuar y cantar. Allí radicaba su encanto. En
especial aquellos hombres de pueblo que se sentían
atraídos por ella y que veían pasar la monotonía de la
vida en los cuerpos desgastados de esposas que elegían
las oraciones en el templo, y desechaban las ideas que
proponían estos en las artes amatorias nocturnas.

La artista se sabía cuidar muy bien del rol de querida,


con la que eran calificadas algunas mujeres contem-
poráneas a ella, que conscientes de la belleza poseida,
abandonaban el hogar a temprana edad, ilusionadas
por el mundo de lujo y fantasía que ofrecían aquellos
que prometían volverlas auténticas obras de arte por
voluntad divina de las musas inspiradoras.

Para ella, solo el hombre que verdaderamente le inte-


resaba merecía toda su atención. A los demás les
rechazaba las joyas y abrigos que le eran obsequiados.
Para esta ocasión, el míster con sus halagos y las
palabras en el idioma extranjero que logró enseñarle
a pronunciar, merecía toda su atención.

179
ÉL

—Aunque mayor para mí, no sé que tiene… ese acen-


tito medio inglés, la manera de reírse; en fin… este
sí se lava la boca y no huele mal… ¿recuerdas aquel
inglés del café Parisién? —rompía entre carcajadas, en
compañía de Sara, al recordar una mala experiencia
con un inglés recién llegado.

—¿Qué va a pensar la familia Santa Cruz de todo esto,


Ángeles? —dijo su compañera mientras colocaba de
nuevo el maquillaje que ocultaba el paso del tiempo
en su piel.

—Sara, no se tienen por qué enterar. Nos vamos a


ubicar en aquella casa, y esperamos a ver qué pasa con
las promesas del inglesito —respondió la muchacha,
mientras trataba de ubicar en el cuerpo el apretado
corsé.

Gertrudis se sentía confundida en el paso que debía dar


para solucionar el inconveniente por el que atravesaba
su matrimonio. Para ella, la esposa fue creada para
aceptar la voluntad del esposo. Esa era la lección
enseñada por su madre. Ana Débora había salido
invicta de la prueba vivida con el nacimiento de Anabel;
su hermana sí sabía demostrar lo que era aceptar
con resignación la voluntad imponente de un esposo.
Fue la orden de este que hijos legítimos y naturales
convivieran bajo el mismo techo del padre. Al final,
todos constituían una misma sangre que era necesario
mantener unida.

—La sangre no se debe ir dejando regada por ahí; si


ocurre, es menester recogerla por aquel que la esparció
—acostumbraba decir el señor Santa cruz. La ruana
y el carriel fueron testigos del reconocimiento en la
paternidad de Anabel.

180
Gabriel Montoya

La madre de ambas logró un buen trabajo al haber


dado respuesta ella misma a las cartas pretensiosas
que eran enviadas por don Fidel, cuando este decidió
escoger por esposa a la hija mayor de la familia. Mal
o bien, de acuerdo o no, Ana Débora supo aceptar la
voluntad divina depositada en los padres del diecinueve.

No existía decisión alguna de la mujer ante la palabra


del hombre. Callar con resignación se constituía en la
gran solución ante cualquier dificultad en el matrimonio.

Sentía temor de ir en contra de lo enseñado por la


madre y aplicar lo que no se debía aplicar. No deseaba
cambiar su amor por odio hacia el esposo.

—El demonio y los hombres andan juntos. Ese les


encien­de la llama de eso que llaman lujuria, y...
—pensaba Gertrudis en medio de su confusión.

Al llegar temprano a la casa Santa Cruz, Ana Débora


y Evangelista se dieron cuenta de que se trataba de
Gertrudis, por su particular forma de tocar la campa-
nilla dispuesta en la puerta de ingreso. María de los
Ángeles y Sara se encontraban en el corredor sobre
las sillas mecedoras. Los muchachos marcharon en
compañía de Manuelito, quien los invitó a un lugar
diseñado para escuchar las canciones que solo él sabía
interpretar.

Al cruzarse con ambas mujeres por el corredor deseó


colocar su mano sobre el rostro maquillado de la
muchacha, como lo planeó la noche anterior en la que
no logró conciliar el sueño por causa de la ausencia
de su esposo. Fueron solo deseos reprimidos que su
dignidad de señora no permitieron dejar fluir.

Saludó de manera fría, y las mujeres guardaron silencio


ante el olor a gran señora que la acompañaba, y que

181
ÉL

ellas jamás lograrían copiar en sus tiempos de gira.


Evangelista notó la angustia en el rostro de la señora y
guardó silencio. Ana Débora no entendió la situación.

Gertrudis solo tuvo tiempo para encerrarse a llorar


amargamente durante largas horas en la cocina, como
nunca antes en su vida lo había hecho.

182
Gabriel Montoya

“Llora, llora corazón.


Llora si tienes porqué…
que no es delito en el hombre,
llorar por una mujer” —se le
escuchaba cantar con nostalgia


“¿Quién tiene tu amor?” escuchó Miguel María pregun-
tar en la canción al pequeño hombre insertado en la
caja que llamaban vitrola y que emitía sonidos.

Dos hombres abrazados bailaban al ritmo del tango


que salía del aparato, mientras esperaban el turno
respectivo en el prostíbulo ubicado Quebrada Larga
abajo.

Un mundo hasta ahora desconocido por él se abría


paso en un espacio de desinhibiciones totales, en medio
de la noche fresca que acompañaba el recorrido del
Cauca. Lo más curioso para él fue escuchar preguntar
a una de las mujeres por José Fidel. El muchacho
se encargaba de enviar los saludos a la mujer que lo
preguntó, y anunciarle a la vez su visita en próximas

183
ÉL

oportunidades. Ella ya lo extrañaba. Llevaba días sin


verlo.

—La mejor manera de olvidar una mujer es no mencio­


narla —había afirmado Narciso, por aquellos días
de despecho en medio de los tragos de aguar­diente
ingeridos. Para Miguel María este era un lugar ideal
para llevar a cabo aquello que deseaba hacer. De nuevo
existía necesidad de olvido.

El olor a prohibición y pecado no tenían espacio en


aquel lugar destinado para hombres y muchachos
jóvenes como Miguel María y Cosme, para quienes
hasta el momento solo era posible observar a una
mujer desnuda en los sueños que desearon convertir
en realidad. Varios hombres de clase alta, con sus
hijos varones en edad de merecer, se encontraban en
el lugar acompañando el paso de niño a hombre de
aquellos que esperaban nerviosos por el turno indicado.
Miguel María y Cosme pudieron reconocer algunos de
ellos por los tratos de negocios en café con el míster.

La canción continuaba sonando en el aparato que


conmocionó a Jericó. Los hombres que esperaban
mediante el baile que pudieron realizar en medio del
pequeño lugar desaparecieron. El licor lograba su
cometido y facilitaba el nacimiento de las pasiones.
Cosme, abrumado y deseoso, anhelaba el momento
esperado.

—¡Viva Zapata! —escuchó decir Miguel María a Jorge


mientras todos los presentes se preguntaban quién era
aquel hombre que mencionó el artista ebrio, incansable
en la bebida. Sus dos compañeros de gira se encontra-
ban también en el lugar, y pronto pudieron reconocer
a Miguel María y el resto de acompañantes.

—¡Salud, Miguel María, salud por tú hermana… la

184
Gabriel Montoya

mujer más guapa que he conocido! —saludó Jorge,


quien desconoció la presencia del hijo de la mujer
que deseaba.

—¡De mi mamá no habla este artistucho hijo de puta!


—respondió Cosme, quien se acercaba decidido a
cobrar con una golpiza el piropo dirigido a su madre.

—¡Esperá, vos no podés venir aquí a armar escándalo…


esto no es la plaza…! —lo tomó fuertemente del brazo
Narciso. El hijo se observó reflejado en las mismas
acciones acostumbradas por la madre. Licor, peleas
y golpes.

Las canciones que Manuelito comenzó a entonar logra-


ron calmar los ánimos exaltados de Cosme. Manuelito
era cliente habitual del lugar, y por lo tanto le eran
permitidos ciertos derechos a comparación de otros
hombres.

—¡Cantá… cantá como solo vos lo sabés hacer… hoy


necesito sacarme esta pena del alma! —gritó un hombre
cuando observó al muchacho tomar la guitarra.

“¡Llora, llora corazón.


Llora si tienes por qué…
Que no es delito en el hombre,
llorar por una mujer!” —se le escuchaba cantar con
nostalgia.

La música llegada de la tierra de aquellos zorzales


que admiraba lo hacía estremecer al punto de lograr
describir con canciones la razón por la cual muchos
hombres acostumbraban visitar aquellas mujeres sabias
en los secretos amatorios. Ellas sabían distinguir en la
mirada de sus clientes aquellas mujeres que hábilmente
supieron rechazarlos, enviándolos al desahogo de las
penas en este tipo de lugares.

—¡Canta hombre de rostro hebreo! —gritó Santiago


185
ÉL

a Manuelito, al recordar en su rostro el mismo de


un joven que conoció en su niñez, en la época de las
ventas puerta a puerta en la ciudad de los palacios.
Jorge intentó tocar la guitarra interpretando algo que
ellos volvieron a llamar corrido, y que causó gran risa
entre todos los presentes en el lugar, tras el intento
errado de tratar de bailar al ritmo de la música.

“¡La cucaracha, la cucaracha,


ya no puede caminar…
porque le falta, porque le falta,
una pata para andar…!” —intentaba cantar torpemente
en medio de la ebriedad, mientras caía con fuerza de
la silla.

—¡Pinche globo de los demonios que no quiso funcio-


nar! —expresó posado sobre el suelo.

Miguel María esperaba que el dolor sentido sirvie­ra


para olvidar de una vez por todas a Anabel. La mujer
con la que supo yacer pudo hacer muy bien su trabajo.

— ¡Volvé por aquí cuando querás, amor…! —lo despidió


la mujer con una marca de labial sobre la blanca
camisa, al momento de guardar el dinero recibido
entre su blusa.

—¡Ya sos todo un varón! … los varones no lloramos


por mujeres, Migue… —dijo Narciso al felicitarlo por
la proeza realizada.

Aún esperaban la salida de Cosme de la habitación


dispuesta para el turno que guardó impaciente. Miguel
María confiaba en la predicción de su amigo, y esperó el
momento oportuno en el que la pena que lo acongojaba
lo abandonara definitivamente.

Una mujer que lo pensaba, lejos de aquel lugar, oraba

186
Gabriel Montoya

al cielo antes de dormir para que no él no la olvidara.

María Jesús tenía todas las razones del mundo para


haberse sentido tan triste como lo estaba por los
días en que Miguel María informó a la familia sobre
su decisión de partir de Jericó con dirección a otros
pueblos de la montaña en los cuales Narciso asegu­
raba lograrían hallar trabajo en alguna finca cafetera
necesitada de recolectores.

La madre conocía la verdadera razón de la partida. El


matrimonio de Anabel con el estudiante de medicina
llegado de Medellín se acercaba y esto lo torturaba.
No era justa la presencia del muchacho en aquella
unión matrimonial. Ella sabía que jamás se recogerían
los frutos que indicaran la presencia de su hijo lector
por los cafetales en la cosecha que se acercaba en el
Edén. Saúl deseaba también emigrar de su tierra en
búsqueda de la tranquilidad que no le permitían tener
aquellas voces extrañas que lo atormentaban y que
no le proporcionaban espacio para el sueño plácido.

—¡Cállense pues, ya les pregunté cuáles eran los huesos


convenientes! —lo escuchaban gritar los recolectores
por los caminos internos del Edén. Un hombre al borde
de la locura caminaba manoteando, solitario.

—¡Con curas no me confieso! —respondía a los que le


sugerían confesarse por lo que sabía hacer. Pensaba
en la sugerencia hecha meses atrás por los hermanos
claretianos y lasallistas. Por esta razón deseaba aban-
donar la casa y alejarse del Edén.

De igual manera, Cosme también manifestaba su


decisión de alejare en compañía de sus tíos. Era la edad
que Victoria reconoció en ella misma cuando decidió
alejarse del hogar para saber cómo era el mundo en
verdad. Cosme ya era un hombre y debía buscar su
propio espacio. Su padre fallecido también salió a

187
ÉL

temprana edad del hogar antes de haberse convertido


en soldado liberal.

—Pronto amanecerá… —dijo Anabel en una noche


intranquila que no le permitió conciliar el sueño.
Aquella mañana, desde el jardincito que rodeaba la
elegante pila de la plaza principal, vería partir de Jericó
a Miguel María. Las miradas entre ambos dieron la
despedida. Ella supo adivinar que en el carriel él pudo
guardar con habilidad la Biblia y las cartas escritas
por Ana Cristina.

De nuevo vería llegar los días de encierro a los que ya


estaba habituada desde la niñez. Días en los cuales
ya no importaba lo aprendido con el señor Salinas,
a pesar de la duda y temor de su madre por el oficio
enseñado. Solo de esta manera, con la cámara dispuesta
al trabajo, podía evitar pensar en los días de boda que
se aproximaban.

“Luis Felipe…” pensaba en los sentimientos encontrados.

“Miguel María” pensaba en el hombre con rostro de


niño que había muerto para darle espacio al hombre
al cual extrañaba.

—Miguel María se fue para nunca volver —oyó decir


a una mujer que escuchó de las aventuras nocturnas
de unos muchachos por los lados de Quebrada Larga.
Pensó en aquellos hombres y mujeres que la criticaron
por querer aprender oficios exclusivos de hombres.

—Qué se podía esperar… alma bendita de don Fidel,


que con su voluntad llevó a su casa las mujeres que
humillaron la dignidad de Anita —se dijeron dos mujeres
al ver salir del templo a madre e hija.

—Dios te Salve María Purísima, que se olvide del oficio,

188
Gabriel Montoya

y se case pronto —pidió la madre temerosa, mientras


alzaba la mirada hacia la imagen llegada de España.
“Dios te Salve María Purísima, que me olvide de él, y
piense el doble en Luis Felipe” oró la niña, en medio
del rostro oculto ante la presencia de las lágrimas.

—Ella ya está acostumbrada a esos ataques… le da


dizque por encerrarse a leer, y no sale en días —le
comentaban al tío Salinas los que conocían de la extraña
costumbre familiar. Advertían sobre los efectos en los
hijos llegados con la unión matrimonial.

Se había tomado un tiempo para abandonar el encierro


en la lectura, ya que su madre accedió al fin a posar
para ella regando las plantas del patio central de la
casa. Sería la primera fotografía tomada por la hija a
la madre. Fue una estrategia de la madre para verla
de nuevo tomar el sol matutino sobre la silla mecedora
del corredor, que también utilizaban agradablemente
el míster y José Fidel.

El cuerpo estático de Evangelista, y la sonrisa inamo­


vible que enseñó a utilizar Salinas en el momento del
disparo de la luz de la cámara, acogieron la satisfacción
de una madre que supo encarar hábilmente la locura
que esperaba por su hija con el disfraz de la palabra.

—¿Ya? …¿ya? —preguntaba la madre con la sonrisa


dispuesta para la pose en la fotografía y el temor al
aparato roba-almas.

El ejercicio de la fotografía la relajaba al punto de


tener que ser una costumbre aceptada por la madre
para tenerla de nuevo presente. Faltaba poco para la
boda y debía aprovechar la presencia de la hija que
partiría a vivir en Medellín, al lado del esposo próximo
a obtener el título de médico.

189
ÉL

“… cuento los lentos pasos de los días para poder verte


de nuevo, mi amor…” sabía escribirle cartas Luis Felipe,
a la prometida que no vería correspondidas aquellas
palabras.

“...cuento los lentos pasos de los días para poder


verte de nuevo, mi amor...” deseaba enviar ella estas
mismas palabras a Miguel María al lugar en el que él
se encontrara.

Los encuentros secretos del míster con María de los


Ángeles continuaban en los lugares remotos y ocultos
que tenía el Edén. Algún día la cosecha revelaría
aquell­os encuentros furtivos, y solo María Jesús tendría
la capacidad de describir lo ocurrido de acuerdo al
color y el tono de los frutos recién recogidos.

—Pasión, mucha pasión…— pensaba el míster para


sí cuando imaginaba a la mujer tratar de leer la infor-
mación de los frutos recolectados.

Miguel María pensaba en las cartas respondidas por


él a Ana Cristina. Deseaba saber si el esposo viudo,
en un arranque de tristeza por su ausencia, decidió
enterrar también todo aquello que se la hiciera recordar
a él también.

—¿Que sería de los cuadros con paisajes coloridos


tejidos por sus hábiles manos?... ¿Qué sería de aquel
cuadro tejido de una paloma reflejada sobre el agua
de una laguna, e iluminada por la luz de la luna? —se
preguntaba una noche mientras descansaba en la
posada sobre el camino que conducía de Salamina a
Palestina.

El recuerdo de la esposa del militar se hacía presente


en aquellos caminos que cruzaban la montaña. Su
anhelo por volver a escribirle, como lo acostumbró
a hacer antes de que ella falleciera, se hizo presente
desde el primer día de estadía en tierras de Salamina.
190
Gabriel Montoya

En medio de la negociación que realizaba Narciso


con los dueños de la finca, y la atención que centró
esta conversación en los demás que lo acompañaban,
Miguel María logró encontrar el papel adecuado para
la pluma que pudo hurtar de la casa del míster, y
que hábilmente supo esconder en uno de los tantos
bolsillos del carriel que portaba.

Salamina, 11 de octubre de 1915.

Anita, recordada y querida. Usted me va a perdonar por escribirle


esta carta en el momento preciso a cumplirse dos años de su partida.
Creo, y confío, que en el lugar en que se encuentre, Dios va a
permitir que le lleguen estas palabritas. Al fin y al cabo fue usted
quien me enseñó a hacer esto ¿no?... en fin, no sé…

Gracias a usted, aprendí a valorar lo que de lejos alcancé a deleitar


con mis ojos y mis oídos el año pasado. Pienso, si no estoy mal, que
aquel evento del 14 fue un regalo de usted para nosotros y a toda
esta tierra inspiradora que la vio nacer, y que no tuvo el honor de
alojar su sueño eterno. ¿Sabe usted? recuerdo su partida, ya que
yo también he partido de allí… no sé si para volver. Muchas cosas
han cambiado desde que nos dejó, Anita. He aprendido que el amor
más verdadero es aquel en el que se da la vida para garantizar la
vida de otra persona… usted lo supo demostrar.

Siendo breve, solo deseaba hacerle una última pregunta... ¿Cómo


lograba usted generar el interés en los libros que le vi leer y que
luego leí yo, con su particular estilo de mencionar solo los dos
últimos renglones del capítulo final de estos ?...

Recuerdo, hoy y siempre, la recuerdo…

Miguel María.

Se abstuvo de mencionar a Anabel en la carta a causa


del profundo dolor que le generaba pensar en ella. Su
mente se habituaba al rechazo de su pensamiento.
Muchos edenes esperaban por él y sus palabras, más
allá de las tierras del sur de Armenia.
191
—¡Oh Adonaí potente...! —repetía una mujer que
limpiaba con fervor su casa, cambiando cortinas,
sábanas y manteles. Esperaba con ansia el día de
inicio de las novenas navideñas que traían a su
memoria el recuerdo de aquellas vividas en la niñez

—Desde siempre fuimos muy católicos —fue lo primero


que escuchó decir María Jesús a su padre antes del
amanecer, mientras alistaban los canastos para el
primer día de recolección. La totuma de café en la
mano y la mirada dirigida a la salida tímida del sol
entre las montañas.

—Alguna vez tuvimos que aparentar serlo... corría el


peligro en nuestras vidas —imaginó la mujer contes­tar
a Saúl, el hombre conocedor del pasado y el futuro,
sintiéndolo presente con la palabra dispuesta ante la
afirmación del abuelo de cara a la labor del día.

193
ÉL

Para la época de recolección, Miguel María se hallaba


en una finca de nombre Samaria, cercana a Palestina.
María de los Ángeles y los demás artistas ya habían
partido de Jericó con rumbo a otro pueblo, dejando
en el poblado el rumor de su embarazo y la evidencia
de la sequedad de vientre de Gertrudis. El míster se
paseaba en silencio por medio del corredor de la casa.
Temía que los frutos recolectados por María Jesús
demostraran la prueba de infidelidad esperada por
su esposa.

La casa aledaña al poblado, y tomada en arriendo


por el extranjero, prontamente fue abandonada por
aquellos hombres y mujeres que dejarían por siempre
el recuerdo de canciones y actuaciones nunca vistas en
talento alguno de ser humano conocido. El nomadismo
habitual del grupo no le permitió a María de los Ángeles
atarse a hombre alguno.

—María Jesús, fijate bien —decía Gertrudis entre


ansiedad, temor y nerviosismo, a la mujer que se
preparaba para la recolección.

Nunca se pudo comprobar la validez del rumor, ante


el comentario de los encuentros furtivos de María de
los Ángeles con otros hombres y en otros lugares de la
gira. Aquel color delator de los frutos al que temía el
míster no se evidenció en el momento en que llegaron
los canastos llenos a reventar. Las lágrimas de una
muchacha quinceañera enjuagaron los frutos y borraron
toda evidencia anterior en el mismo lugar sobre el cual
el míster retozó en algunas ocasiones con la artista.

—Muchas lágrimas de una mujer se derramaron aquí


—dijo María Jesús al observar los frutos dispuestos
en los canastos, y comprobando un color de lágrimas
muy diferente a los de su hija Victoria.

194
Gabriel Montoya

Un color no alcanzado a describir por María Jesús


demostró que alguien con una profunda tristeza se
adentró en las profundidades del Edén para llorar
sobre los árboles aún inmaduros.

Gertrudis estaba segura de no poder perdonar ofensa


alguna del hombre que aún amaba, cometida sobre
la tierra que sabía fue tomada tiempo atrás como
penitencia para el perdón de los pecados de toda una
generación familiar.

La tierra significó penitencia desde los primeros tiempos


de Jericó. Los celos de Gertrudis imaginando al míster
tomando la artista la atormentaban. Prontamente
desechó las imágenes de su mente a causa del profundo
dolor que le causaban

—Usté tranquila misiá... aquí no pasó lo que usted


pensaba; puede estar tranquila... aquí no ha pasado
nada —dijo María Jesús, mientras imaginaba el nombre
de la mujer que extrañamente supo internarse por los
caminos de los cafetales para lamentar con desahogo
la pena que vivía. Aquella mujer salvadora del pecado
cometido por el míster con la artista. Las lágrimas
ocultaron registros anteriores.

Gertrudis sintió tranquilidad total como nunca creyó


sentirla desde que María de los Ángeles se cruzó en
el camino de ambos. El míster esperaba ahora la
reconciliación y el perdón de su esposa, como lo había
recibido ya Ana Débora por haber permitido la entrada
a su casa de la mujer que ocasionó tantos pesares.

Miguel María pensaba en la madre y en todos los secre-


tos que en estos momentos se encontraba conociendo
de acuerdo al conjunto de colores hallados en el fondo
de los canastos.

195
ÉL

Manuelito amenizaba las jornadas con las canciones


que sabía entonar, mientras Narciso relataba las
historias increíbles nunca contadas y que los jornaleros
escuchaban con atención bajo la luna en la tierra de
Samaria. El dominio y la destreza de Cosme en su
habilidad en el oficio recolector impresionaban a los
dueños de las fincas cafeteras. Nadie como el hijo de
Victoria en el dominio de los cafetales. Saúl prometería
pasar a las llamas el baúl con el contenido secreto que
desvelaba a algunos jóvenes curiosos de Jericó y pueblos
aledaños en el aprendizaje de las artes adivinatorias.
La confesión tan anhelada por María Jesús y Benjamín
se haría realidad, gracias a los consejos de los padres
Lasallistas antes de la entrada del nuevo año de 1916.
Saúl sabía que con las decisiones tomadas desde
Samaria le sería revelada la fecha exacta de su día y
hora final por la extraña voz que lo atormentaba.

Esperaría por ellos una nueva tierra necesitada de


recolectores hábiles en el oficio. La mirada se encon-
traba dirigida ahora hacia las tierras de Armenia.

Alguien en sueños esperaría por un pronto regreso,


mientras observaba las manos de una madre terminar
de coser el traje blanco de novia, en los instantes
en que continuaban llegando cartas semanales con
promesas de amor eterno.

—Luis Felipe... —pensaba Anabel tratando de ganarle


la partida al egoísmo.

Pronto el prometido llegaría a Jericó para retornar y


salir con ella convertida en su esposa. Evangelista los
acompañaría. Solo faltarían algunas semanas para que
la madre abandonara para siempre la casa a la que
sirvió desde muy niña por voluntad de sus padres y
del patriarca colonizador.

196
Gabriel Montoya

Una nueva vida a la que temía esperaba por Evan-


gelista en Medellín. Jericó había sido su lugar desde
la primera luz sentida en sus ojos. Su instinto de
madre tenía la confianza en que jamás saldría de allí.
Temía manifestar su presentimiento a una hija con
aspecto angustiado, carente del esplendor facial por el
momento llegado de la celebración matrimonial. Anabel
no hallaba la calma tras las palabras recibidas de la
hermana Teresa de Jesús.

—El amor llega después, no antes. Irás aprendiendo


a quererlo con el pasar del tiempo y con la llegada de
los hijos que envía Dios Nuestro Señor —supo acon-
sejar la maestra a la alumna consentida que estaba a
punto de convertirse en esposa de un hombre que en
realidad no amaba.

Anabel sabía que no encontraría la respuesta que


esperaba escuchar. Lentamente trataría de hacerse a
la idea de su matrimonio con el sobrino del hombre del
que aprendió agradecida la magia de pasar personas y
cosas al papel con el uso de una máquina. La pasión
por este arte le ayudaría a sobrellevar el matrimonio
ya establecido. En la balanza pesaba más el agradec-
imiento hacia ambos hombres que las sensaciones y
cosas extrañas que Miguel María logró despertar en ella.

La prometida logró entender durante el tiempo que


duró su lamento en el Edén, que para Miguel María
ella y la escritura plasmada en cartas y escritos eran
una sola. Eso lo pudo entender en aquel lugar que
solo contribuyó a reforzar su tristeza, y que sirvió
igualmente de refugio a la pena de amor del muchacho
en meses anteriores. Ella y las letras lo eran todo para
Miguel María.

Abril de 1911
...cada vez la situación se pone más complicada. Andrés me dice
que aquel caos que se vive en el interior del país jamás llegará a la

197
ÉL

capital. Este es un país tremendamente extenso. Eso me tranquiliza,


Migue. Mi niña aún está demasiado pequeñita... vos sabés que
antes de que naciéramos ya existía la guerra en nuestra tierra y
mirá, ya tengo yo una hija y aún siguen estas sin resolverse aún,
pero con igual cantidad de sangre derramada que sigue presente.
No quiero que mi hija crezca con la misma angustia que yo viví...
se dice que si el general Díaz se retira del poder, ahora si será este
el caos total...

Leía Miguel María apartes de las cartas recién extraídas


de su carriel durante el descanso en las tierras cafeteras
de Betania, cercanas de Armenia.

Febrero de 1912.
…desobedeciendo las indicaciones de Andrés hoy quise salir con
la bebé a darle un paseo por un parquecito cercano a la estatua
del ángel altísimo y dorado. El día estaba tan bonito y radiante,
que no aguanté las ganas de desobedecer las indicaciones y tirar
a la basura todos los rumores que el miedo y el temor que genera
esta revolución crean en la gente de esta inmensa ciudad. Hoy
me olvidé de todo y al regresar a casa no aguanté la gana, Migue
querido, de sacar la pluma y el papel. Vieras qué linda y grande
está mi niña, ya trata de pronunciar algunas palabritas, y siento
que ya comienzan a salir sus primeros dientecitos... no sabés cuánto
bien le hace esta pequeña personita a mi vida... cuando tengás tus
propios hijos me entenderás. Mi vida la ha cambiado por completo
este rol de mamá.
Te recuerdo y deseo lo mejor para vos y toda tu familia en la que
pienso con gran cariño...

Había interrumpido la jornada de lectura ante el


aguacero acabado de desatar, y que no pararía hasta
bien entrada la noche.

Marzo de 1913
...hubiéramos querido salir del país antes de que se presentaran tan
lamentables hechos, Migue querido. Por el hecho de ser extranjeros,
dan prioridad a nuestra seguridad, pero igual, al final, todo tiende

198
Gabriel Montoya

a devorarse a sí mismo. Mi estado de salud con la espera de este


segundo bebé no es el más óptimo, así que esperaremos a que nazca
la creatura, y amparados en la voluntad de Dios Nuestro Señor,
oraremos para que la situación mejore y nos sea permitido regresar
pronto al pueblito con mis dos pequeños, y así contarte a vos con
más detalle todo lo acontecido en esta ciudad, que también, como
en los mejores cuentos de reyes y príncipes que acostumbraba a
dibujar a vos y a Anabel cuando eran más niños, tiene su parte
cruel, gris y triste... solo pido a Dios y a Nuestra Madre lleguen
pronto los días en que pueda volver a verlos.

Dios guarde de mí y de todos ustedes.

Un abrazo fraternal,

Ana Cristina.

Completaba así Miguel María la lectura incansable


de las cartas que el cuero de su carriel supo guardar
con celo después del fallecimiento de Ana Cristina.
Fue la última carta recibida de aquellas que ya jamás
volverían a llegar.

Una rosa sobre una tumba del panteón de Dolores era


dejada por un par de pequeños que desconocían la
razón de la acción que realizaban. Un padre militar y
una nana que lo perdió todo a causa de la revolución
se acercaban al carruaje, mientras alistaban los para-
guas a causa de la lluvia que se avecinaba. Un barco
que zarparía con dirección a Barranquilla esperaba
por ellos en pocos días. La primera gota de agua cayó
sobre la rosa dejada en el sepulcro.

Saúl les daba a conocer su presentimiento bien funda-


mentado sobre el estado de salud de María Jesús. Nadie
podía siquiera poner en duda las visiones de Saúl.
Era necesario regresar al Edén. Victoria estaría sola
para atender a la madre, mientras Benjamín y Elías

199
ÉL

estarían ocupados en las labores propias del lugar.

—Regresen ustedes. Yo estaré atento aquí de la situa­


ción. Den los saludos a mi madre. Yo oraré por ella
—respondió Miguel María con frialdad ante la decisión
prematura de regresar por parte de Saúl.

Narciso y Manuelito también regresarían a la población,


sus familias esperaban por ellos para los días de
Navidad que se acercaban. La cosecha estaba siendo
productiva. Unos cuantos pesos ganados de más no
estarían mal.

Eran esos días cercanos los que le recordaban a Miguel


María lo que él deseaba olvidar.
Anabel y Luis Felipe se casarían en diciembre.

Fue Narciso el encargado de enfrentar a Miguel María


con la situación a la cual deseaba dar la espalda. El
antiguo camino real que cruzaba Ansermaviejo fue
testigo del paso de los hombres afanados con direc-
ción a Jericó. Crueles y altas fiebres torturaban las
noches de una madre que en medio del delirio pedía
a gritos la presencia de sus hijos antes de agravar el
padecimiento. Dolían con más intensidad las manos.
Victoria, angustiada, aún pensaba en la manera de
enterar a Miguel María y Cosme de la situación.

—Tranquila, Saúl ya los debió enterar y pronto estarán


de regreso —dijo confiado Benjamín a la nieta que se
bañaba en lágrimas ante la agonía de la madre.

El míster y Gertrudis trataron de ubicar a José Fidel.


El galeno del pueblo no se encontraba en Jericó. Ambos
hombres se hallaban en Medellín. María Jesús ardía
en llamas durante sus sueños, mientras oraba por
aquellos antiguos condenados al fuego por la práctica
de su verdadera fe. Fiebre y llamas eran uno solo en
el delirio.

200
Gabriel Montoya

“Santa María ruega por nosotros... Santa María líbranos


de las llamas del Infierno... Santa María...” oraba la
mujer en medio de la alta fiebre.

Miles de velas de color blanco adornaban las calles y


ventanales de Jericó en la noche del siete de diciem-
bre. Una acostumbrada estrella de seis puntas solía
adornar como siempre las casas de las familias más
prestantes, siendo exhibida de manera luminosa sobre
la pared contigua al balcón de la sala principal. Una
algarabía infantil invadía las calles con efusi­vidad al
momento de observar la manera como era colocada
de nuevo cada año.

Los buñuelos y la natilla comenzaban a ser enviados


a las casas de los vecinos. De nuevo el musgo invadía
los corredores de las casas, y el pesebre tradicional ya
era desempacado. Se extraían de las cajas las imágenes
habituales que recrearían, una vez más, el nacimiento
del Niño Jesús.

—¡Oh Adonaí potente...! —repetía una mujer que


limpiaba con fervor su casa, cambiando cortinas,
sábanas y manteles. Esperaba con ansia el día de inicio
de las novenas navideñas que traían a su memoria el
recuerdo de aquellas vividas en la niñez.

El olor a cal invadía algunas calles, cuyas casas de


nuevo eran pintadas de blanco.

—¡Bienvenido, monseñor Maximiliano! —fue lo primero


que alcanzó a escuchar Miguel María al ingresar de
nuevo a Jericó, después de haber estado por primera vez
lejos de su pueblo por algunos meses que fueron contados
como años. Con el inicio del nuevo año llegaría el primer
obispo nombra­do para la nueva Diócesis. La Navidad
se confundía con los preparativos para el recibimiento.

201
ÉL

—Maximiliano... —se dijo, mientras pensaba en la


imagen del emperador en el castillo cercano a la casa
de Ana Cristina. La emperatriz que perdió la cordura
tras su asesinato.

—Maximiliano, el nombre para uno de los de mi


descendencia... —dijo a Cosme, mientras ingresaban
montados a caballo y observaban a la calle principal
dar la bienvenida a una época querida y anhelada por
todos sus habitantes.

—Fueron las velas que con tanta fe colocamos a la


Sagrada Virgen María... —dijo Victoria con alegría a
los hombres que observaba descender de los caballos.

—Ella fue quien la curó —finalizó diciéndoles mientras


les repartía la habitual agua de panela. Supo agradecer
al cielo por tener a Cosme de nuevo a su lado.

Miguel María había ascendido al Edén con el miedo


de encontrar la noticia a la que temió durante todo
el camino de regreso. María Jesús tenía un aspecto
diferente después de aquella noche de velitas, y parecía
tenerlo aún más con la llegada de los hijos y el nieto.

—Mijo, Anabel se casa en próximos días... ¿vos ya


no sentís nada por la muchacha, verdad? —le dijo la
madre mientras terminaba de besarlo y bendecirlo —.

¿Cierto que ya no te vas a volver a ir de mi lado ?...


¡Decime, decime que ya nada te importa de ella...!
—reiteró la mujer.

—Sí Madre, es cierto. Ya no siento nada por ella, y


ya nunca más me volveré a ir, si vos no vas conmigo
—respondió Miguel María para tranquilizarla y verla
recuperada totalmente. Un abrazo selló la promesa.

202
Gabriel Montoya

Saúl dirigió la mirada hacia el baúl que aún se hallaba


con el candado intocable. El destino final de aquel
elemento estaba asegurado. Libros, solo libros y más
libros que se encargaron de enloquecerlo pagarían
el precio por haberle enseñado lo aprendido. Las
dolencias que lo aquejaban tenían su explicación en
lo contenido allí. Las incoherencias mencionadas en
sueños y pesadillas finalizarían también. Benjamín y
Elías adivinaron lo que el hombre haría con el baúl
celosamente guardado.

—Era necesario que lo hiciera —dijo Elías María a


Benjamín.

—El viajero ha descargado al fin el gran peso de su


equipaje. Es más de lo que podía soportar sobre su
alma —respondió el abuelo Benjamín.

Saúl temía sobre el conocimiento de la fecha exacta


de su muerte. La voz se despediría para siempre, de
esta manera.

Así como logró despedirse Luis Felipe de Anabel, antes


de partir hacia Medellín y ante su regreso para aquel
treinta de diciembre en compañía del tío Salinas, para
la celebración del matrimonio. Igualmente, Saúl María
sabría despedirse del contenido de aquel baúl en el
que aprendió las artes adivinatorias conocidas. Sería
el mes de las despedidas.

—Ella se casará el día en que... —dijo a Narciso con


tristeza, mientras observaba la fecha en el calendario.

—¡Ese día nos apartamos de Jericó!... ¡vos no vas a


estar aquí, te lo aseguro Miguel! —dijo Narciso en
tono reconciliador. Planearían andar a caballo, junto
a Cosme, cerca de la hoya del Cauca, el mismo día
de la boda.

203
ÉL

Anabel miraba despreocupada la misma fecha en el


calendario. Cumpliría la misma edad de Miguel María
después de haberse casado y estaría dispuesta a iniciar
una nueva vida en otra ciudad lejos de él. A alguien
escuchó comentar sobre el arribo de los hijos de María
Jesús, venidos desde las lejanas tierras de Armenia.

Anabel se despediría de él una noche en un sueño en


el que pudo observarlo de frente, antes de partir con el
vestido blanco con dirección a la capital de Antioquia.

204
—Marranos, solo marranos...—se dijo a sí mismo,
tratando de encontrar la relación entre hombre y
animal

E l baúl con todo su contenido fue arrojado al fuego


sobre un lugar retirado del Edén. Las llamas de
los libros y documentos celosamente guardados en
el interior de la caja de madera iluminaron la noche.

Las voces escritas de lo que antiguamente acostumbró


leer se despedían del hombre que supo entender el
valor real de todo lo aprendido en los papeles y libros.

La voz fue escuchada por última vez indicando la fecha


exacta de la muerte de Saúl. Esta se cumpliría el día
en el cual el partido liberal retomara el control del
poder político en la nación desangrada. Saúl entendió
que aún contaba con algunos años de vida y tomó la
decisión inmediata de aprovecharlos.

Un hombre de la comunidad lasallista esperaba su


confesión en próximos días. El único requisito para
brindar la absolución definitiva se habia cumplido.

205
ÉL

Alguien escucharía su historia tiempo después, y


trataría de recrear la vida del hombre que intentó
buscar su paz espiritual antes de que aquellas voces
le arrebataran la lucidez en las ideas.

La vela verde encargada de expandir el fuego fue


apagada casi al mismo instante en el que Saúl comenzó
a escuchar los chillidos de unos cerdos a punto del
sacrificio. Un olor a carne recién quemada impregnaba
el ambiente que se mezclaba con las cenizas del baúl
y el contenido de los libros que el viento de la noche
esparció por el Edén.

Saúl vería algunos antepasados reflejados en la triste


espera de aquellos animales condenados a muerte.

—Marranos, solo marranos... —se dijo a sí mismo,


tratando de encontrar la relación entre hombre y animal.

El brazo del padre Naranjo se alzó, y ante la bendición


propia dada a marido y mujer, los recién casados se
miraron y acercaron los rostros para darse el beso.
Un matrimonio planeado meses atrás.

Anabel y Miguel María asistieron a la unión matrimonial


de la pareja que ambos conocían y que precisamente
se casaba aquel último día del año. El traje de novia
perfectamente blanco no utilizado por Anabel para
aquella ocasión fue obsequiado a la mujer que pudo
lucirlo con alegría, como ella jamás hubiera podido
hacerlo con el joven estudiante de medicina de Medellín.

Mientras los recién casados se retiraban de la catedral


en compañía de las felicidades deseadas por familiares
y amigos, ella recordaba las palabras enviadas por Luis
Felipe en una carta llegada días antes, en la cual el
joven explicaba los motivos que lo llevaron a cancelar
la boda con su prometida.

206
Gabriel Montoya

Medellín, 16 de diciembre de 1915.

Recordada por siempre Anabel,

Fue tristemente sorprendente para mi el haber hallado en el día


de ayer cuando me encontraba llevando flores a la tumba de mis
padres en San Pedro como símbolo de despedida antes de partir
hacia Jericó, un par de ramos con flores organizadas a manera
de trenza que llamaron mi atención y que estaban posadas sobre
la tumba del escritor Isaacs, acompañadas de una carta con un
texto corto y preciso, y cuyo contenido no pude evitar leer, dada
la inmensa curiosidad que sentí en esos momentos. Para mi
impresión, el contenido de la carta te mencionaba a vos, y la pena
que te aquejaba, y que yo desconocía por completo. Después de
leerla, entendí tus repentinos silencios hacia mí.

¡Qué jugada la que el destino supo hacerme!... No sé si pensabas


hacer el sacrificio de casarte conmigo sin desearlo de verdad, o si
al contrario, esperabas confesarme esto antes de llegar al altar.

Mirá cómo la voluntad divina lo sabe y maneja todo… Sorprendete


de la manera en la que me enteré de todo esto… sé que no hubieras
sido feliz a mi lado, mientras continuaras con esta pena

Alguien vino a esta tumba a interceder por vos y tu pena de amor,


y también por la de aquel pariente tuyo que te pretendió meses
antes. Ese visitante dejó estos ramos sobre la tumba del escritor
a quien se le pedía en la nota que el amor que se tenían él y vos
se concretara de manera definitiva antes de que lograras llegar al
altar tomada de mi brazo.

Es así como al leer esta carta deseo, más que nada, le encendás una
vela en agradecimiento a la memoria de este escritor que hoy, como
regalo de Noche buena por medio de esta carta que recibís, está
cumpliendo esta petición a la persona que supo dejar las hermosas
trenzas de flores sobre esta tumba visitada y venerada solo por
aquellos hombres que dedican su vida entera a algo nombrado en
la vida, como lo es el arte de las letras.

207
ÉL

No te afanés por lo que pueda estar sintiendo en estos momentos,


la petición dejada allí lo dejó todo claro en mí…

Dale mis disculpas a tu madre y tratá de explicarle esta situación


a ella, de la mejor manera que vos considerés. Cancelá todo lo que
podás allá, que yo igualmente lo haré aquí, con la ayuda de mi tío.

Espero que Isaacs haya cumplido a cabalidad la petición hecha a él.


No dejés de practicar lo de la fotografía, sé y me consta que este
arte te apasiona mucho.

Desde hoy, tratando de olvidarte,

Luis Felipe.

Anabel, aún inquieta por conocer el nombre de la osada


persona que ocasionó el rompimiento de su matrimonio,
miraba con sospecha a su medio hermano José Fidel,
que se hallaba en ese momento al lado de Juan de Dios
Paredes cerca de la Oficina de Correos preparando
con él la exposición de todas las fotografías tomadas
por el tío Salinas durante su estancia en Jericó, como
parte del recibimiento que se realizaría el próximo mes
a monseñor Maximiliano Crespo Rivera como primer
obispo nombrado para el pueblo.

Por el lente del fotógrafo alcanzaron a posar durante


su estancia en Jericó los niños del orfelinato de San
José al lado del padre Naranjo, y también los hombres
que conformaban las órdenes religiosas claretianas y
lasallistas, salvadores de las angustias de Saúl María.
Las madres de la Presentación con sus alumnas, y las
madres de la Visitación y Santa Clara recién llegadas
al pueblo; todas ellas demostrando la facilidad para
posar ante el invento en compañía de todo el alumnado.

208
Gabriel Montoya

Los parques, las escuelas con sus niños y profesores,


el Hospital de las Hermanas de la Caridad, los guarni-
leros y su arte en la fabricación del carriel, la familia
Alzate y la preparación del postre, carni­ceros, peones,
cafeteros, locos, mendigos y arrieros dispuestos a
continuar su ruta hacia el sur, y la gira de extranjeros;
todos supieron posar y quedar de la mejor manera
plasmados sobre el papel. Anabel sentía orgullo por
haber tenido la oportunidad de ser gran partícipe en el
trabajo desarrollado. El tiempo se sentiría impotente
ante el registro artístico logrado.

Extrañaría en el paquete llegado la primera fotografía


tomada de ella y Luis Felipe con el telón de fondo del
Lusitania. Tuvo claro que seguramente el exprometido
tomó la decisión de quedarse con este recuerdo suyo.

A la par del envío de todo el material fotográfico por


parte de Luis Felipe a José Fidel, el antiguo prometido
de Anabel se encargó de hacer llegar igualmente la carta
del rompimiento matrimonial, sin sospechar que aquel
encargo lo cumplía el mismo hombre que tomó como
propia la pena de amor que vivía su media hermana y
su mejor amigo. José Fidel recibió la carta entregada
por su compañero de estudios, sin sospechar sobre el
contenido de la misma.

—Ya no habrá boda —informó Anabel a su madre.


José Fidel inmediatamente entendió que el alma del
escritor de “María” supo cumplir con la petición dejada
por él sobre la tumba de este.

Casi de inmediato comenzó a planear una próxima


petición al escritor, que tenía que ver con su pretensión
de amor a la mujer que acostumbraba visitar en el
prostíbulo cercano a Quebrada Larga, y que le servía
de compañía en sus continuos viajes entre Medellín
y Jericó.

209
ÉL

Luis Felipe pudo reconocer con el paso de los días y de


su pena, en la petición dejada sobre la tumba de San
Pedro, la letra típica de un joven médico afanado por
la situación amorosa de una pareja muy allegada a él.

Al salir de la celebración religiosa Anabel y Miguel María


desde el atrio de la catedral, y Ana Débora asomada
desde el balcón de la casa que daba vista a la boda
celebrada, observaron descender de los caballos a un
hombre de apariencia joven ataviado con sombrero y
ruana, acompañado de una mujer de rasgos mestizos
que traían consigo un par de niños agotados por un
largo trayecto de regreso al país.

Ana Débora sintió su corazón salir por la boca en el


momento de reconocer bajo el sombrero del hombre
el rostro de Andrés David, quien sin poder expresar lo
que sentía comenzaba a bajar los niños lentamente del
caballo que los traía de Medellín para que conocieran a
la que fuera la madre de la mujer que les dio la vida. El
joven militar aún se sorprendía por el agradable viaje
en tren, desde el puerto de Remolino Grande hasta la
recién inaugurada estación de Medellín.

A lo lejos se acercaban Anabel y Miguel María, a paso


lento y tomados de la mano, tratando de entender la
situación que evidenciaban al observar a la señora de
la casa abrazar sin parar a un hombre recién llegado
que acababa de arribar a la puerta de la casa Santa
Cruz con dos niños en brazos. Prontamente José
Fidel, que se acercaba también para entender lo que
ocurría, comprendía de quiénes se trataba. Gertrudis,
Evangelista y Matilde salieron con gritos a cubrir de
abrazos y lágrimas a aquellos que no anunciaron la
fecha exacta de su llegada.

Todos parecieron confundirse en uno solo, tras el


abrazo del que por mucho tiempo se hablaría en Jericó
entre aquellos testigos del feliz encuentro familiar en el

210
Gabriel Montoya

último día del año. El Crisálidas registraría la noticia


sobre la llegada del militar acompañado de sus hijos,
y una nana traída desde un lejano país de palacios
en guerra.

El míster comenzaba a entretener a los pequeños hijos


de Ana Cristina con la enseñanza de algunas palabras
en su idioma natal.

El primer día del nuevo año se acercaba, y las campanas


de la catedral resonaban despidiendo aquel 1915 que
supo elevar a la categoría de Diócesis un poblado con
nombre antiguo que pudo alojar la última generación de
aquellos que prometieron jamás volver a ser perseguidos
a causa de su fe milenaria.

Jericó, la primera ciudad. Jericó, el lugar final esco­gido


para el olvido total de las persecuciones. Los hijos de
aquellos hijos, y sus hijos, darían la bienvenida a la
desmemoria.

El sonido de los tronadores y de la pólvora que esparcía


su olor particular por todas las calles del pueblo traía
a la mente de Anabel y Miguel María la noche en la que
se encontraron ambos cerca al Colegio de San José,
después de haberle sido entregado a ella por parte de
José Fidel el paquete de fotografías y la carta.

—Hubo algo, no sé si es eso que llaman el destino, que


los condenó a estar siempre juntos —dijo una mujer
que los observaba secretamente desde una pequeña
ventana, y que supo de su amor antes que muchos
otros.

Fue una noche larga para hablar y aclarar lo que era


necesario poner en claro. Las manos y labios temblorosos
se acercaron en aquella ocasión por primera vez.

211
ÉL

Con la mirada puesta sobre el abuelo Benjamín


observaron cómo este se dirigía con una gran vela
de color verde en dirección a una pareja de muñecos
viejos creados por él dispuestos a ser quemados con la
llegada del nuevo año. Una algarabía de niños rodeaba
la pareja de muñecos esperando con ansiedad la hora
de la quema.

—Samuel y Felisa —mencionó Benjamín el nombre


de los dos muñecos a Anabel y Miguel María quienes
observaban cómo, con la llegada de la media noche, las
llamas consumían lentamente un manojo de trapos.

Bogotá, 31 de marzo de 2012.

A 520 años del decreto de expulsión de los judíos de


España, el 31 de marzo de 1492.

212
Los que fuimos,

Los que somos,

Los que seremos…

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