Está en la página 1de 150

1

PIEDRAS EN EL AIRE

Héctor Moreno

CONCURSO PREMIO CLARÍN NOVELA 2020


2

I 24 de Junio
3

La mañana de un 24 de junio, de frío y de sol, fui padre por primera vez,

mientras caminaba, despacio y con ansiedad, por un largo y solitario pasillo de

un centro médico, a la espera que concluyera la cesárea que le realizaban a mi

mujer, con incertidumbre, por lo que desconocía, y con certeza, porque algo

comenzaba a ser diferente para siempre. La ausencia de conocidos, la asepsia y

el color de cal de las paredes del lugar, que predisponen a lo indiferente, en un

momento donde todo se convierte en espera, como en una estación terminal,

hizo que empezara a imaginar un viaje en el tren del Sur, yendo desde

Constitución a Banfield para llegar a una biblioteca, cercana a la estación, en

busca de un libro que trataba de encontrar desde hacía tiempo. La biblioteca la

ubiqué en una vieja casona estilo inglés, no muy bien conservada. Debajo del

nombre del edificio público, supuse inscripto el año de construcción: mil

ochocientos noventa y cinco (el mismo año en que nació el padre de mi padre).

Decidí que golpeaba la puerta y la abría una mujer un tanto mayor, que me

invitaba a pasar como si me conociera y supiera por qué yo estaba allí,

diciéndome: “Buenos días. Adelante. Pase. Fíjese en el tercer estante de la

biblioteca que está en la pared con ventana. Será el cuarto o quinto libro
4

contando desde la izquierda. El de lomo rojo, o el de lomo bordó. Son tan sólo

dos”. Seguí imaginando que dejaba mi abrigo y mi gorra (las mismas que llevaba

puestas en ese momento) en la silla más próxima al lugar indicado y como si

cumpliera una orden, tomaba el rojo sabiendo que antes de abrirlo, el libro

buscado era el de lomo bordó. Necesité conjeturar que mientras comenzaba a

hojearlo, la mujer revisaba el fichero con cierta obsesión y que lo haría todos los

días, de la misma manera, para corroborar que nada había cambiado durante la

noche.

“A las once y cincuenta nació su hija. Va a ser muy bonita, se lo aseguro. Su

mujer está bien”, me dijo una enfermera que salía de la sala de partos, mientras

seguía pensando en la biblioteca de Banfield, en comenzar a llamar a los más

allegados y en decidirme a ponerle el nombre que habíamos elegido para ella.

Desde el lado de afuera del vidrio del servicio de neonatología, nuestro obstetra

me señalaba con el dedo índice de su mano derecha, cuál de todos los recién

nacidos era mi hija.

“Es un hermoso nombre y además original para esta época. Pónganselo.

No duden” respondió el doctor a mi pregunta de si era conveniente un nombre

tan poco frecuente en ese momento.

Tan mía y tan ajena pensé al verla por primera vez. Creía que a partir de

ponerle un nombre la sensación de lo extraño que me resultaba convertirme en

padre, iba a desaparecer.

Al libro bordó lo seguí imaginando tres meses después en el mismo centro

médico, cuando tuvimos que internar a nuestra pequeña por una infección

urinaria, mientras caminaba, otra vez solo, por un pasillo, después de escuchar
5

el comentario de uno de los pediatras que realizaba el recorrido matinal por las

camas de los internados. Al verla el profesional dijo, como si los padres no

estuviésemos presentes o fuésemos parte del elenco médico, que habría que

hacerle estudios neurológicos dado que los movimientos de su cuerpo, cierta

tendencia a extender la cabeza hacia atrás, a poner la espalda en forma de arco y

a contraer los dedos de las manos y de los pies, no se correspondían con

parámetros de normalidad.

Decidí que el libro de lomo bordó, fuese de tapas duras y de espesor

promedio, sin título, sin datos de referencia, ni fecha de edición. Ni autor, ni

editorial, ni procedencia. Le adjudiqué dos dedicatorias, escritas con esmerada

caligrafía, una en castellano “estuviste cuando te necesité, estaré cuando me

necesites” y otra en inglés “just let it be, you are alone”, sin firma ninguna de

ellas. La primera página comenzaría haciendo mención a la creación del

Ferrocarril del Sud y a un tal Edward Lomingthon, un inglés que había

participado del trazado original de ese circuito ferroviario, trabajando

febrilmente a diario en el proyecto. Que se iría a Santiago de Chile con la esposa

de un ministro de la provincia de Buenos Aires, y que decidiría vivir el resto de

su vida en ese país.

-¿Va poder ir al colegio doctor?

-Buenoo. Veamos.

-¿Va poder caminar?

-Ya le voy a explicar.

-¿Va a poder hablar?


6

-Primero tendremos que ver si podrá sostener la cabeza, después la espalda y

recién después las piernas. En estos casos nunca se sabe con antelación, las

limitaciones con las que nos vamos a encontrar. Mi trabajo, por lo general,

consiste en no dar buenas noticias -nos dijo el neurólogo a mi esposa y a mí

luego de evaluar las tomografías y resonancias del cerebro de nuestra hija.

La información que había recibido era tan contundente e inabarcable como la

superficie de la Antártida.

El siguiente 24 de junio festejamos el primer cumpleaños. Habíamos

convocado a la familia y a la mayoría de nuestros amigos. Parecía la

continuación de la fiesta de casamiento. Como si la alegría y el entusiasmo se

hubiesen mantenido inalterables durante todo ese tiempo. Como si nuestra hija

hubiese sido concebida la noche de bodas y fuese lo que mi mujer y yo habíamos

imaginado. Como si lo inesperado no hubiese hecho irrupción en nuestras vidas.

Como si no se nos hubiese vuelto el mundo abajo. Como si siguiéramos siendo

los mismos. Si bien la homenajeada era mi hija, a pesar de todo lo que sentía

que me había sucedido, yo también me sentía objeto de esa celebración.

El primer año no había resultado nada sencillo. Realizarle análisis

metabólicos, para determinar la existencia de un déficit enzimático, y estudios

de capacidad visual y auditiva, sólo aportaron mayor incertidumbre acerca del

futuro de la vida de mi hija. También del mío.

Las mujeres parecen mejor predispuestas y preparadas para enfrentar una

desgracia. “Desgracia”, una palabra que nunca incorporé a mi vocabulario, tal

vez porque me resultó más amigable, más interesante, más protector el término
7

“azar”, que apareció por primera vez, en toda su dimensión, en la consulta con

una genetista.

“Lo de su hija para la ciencia no tiene hoy explicación. Tal vez dentro de

diez o quince años sepamos qué es lo que produce este tipo de alteraciones. Por

lo tanto y por ahora, lo llamamos azar”.

Azar fue la palabra que estaba necesitando incorporar, resultándome

amable, casi una caricia. Como si esa roca, que sentía en la cabeza, comenzara

a erosionarse de manera imperceptible por el viento y la convirtiera en arena.

Instalándose en mí, por consecuencia, una tensión posible de ser soportada a la

hora de aplacar las conjeturas acerca de la calidad de mis espermas.

La ciencia, por suerte, nunca tiene la última palabra, y esa sea quizás su

condición. Al fin y al cabo, nadie tiene la última palabra. Mi hija, sólo tres o

cuatro, a veces cinco, si es que se la pueden denominar palabras. Más bien, una

repetición de monosílabos, nunca más de dos para hacer y hacerme saber que es

mi hija, para decir que está presente, o que está contenta, o que algo del

funcionamiento de su cuerpo la incomoda, o que reclama cercanía, o solicita

alimento, o pide atención, o que se le disipe algún malestar. Es poco. Nunca

alcanza aunque cada una de sus sílabas me alcance una y otra vez. Esa

limitación semántica, imposibilita hablar con ella. Limitación que en vano, trato

de superar. A veces, y no son pocas esas veces, con una sonrisa suya resulta

suficiente. Una sonrisa que genera satisfacción y también la exigencia de que se

mantenga presente en cada instante para que desbarate, de una vez y para

siempre, el dolor y la ingratitud del mundo.


8

Edward Lomingthon formó parte del equipo que delineó el trazado y el

armado del Ferrocarril del Sud, que salía de Constitución a las nueve en punto

de la mañana, para llegar a la una y media de la tarde a Chascomús.

Lomingthon se fue de Inglaterra con una obsesión: poder atravesar lo que

llamaban pampa, semejante, según la descripción de algunas enciclopedias, a

las estepas rusas, para determinar un punto, trazar un segmento, un hito de

referencia. Medir lo que se le hacía un lugar sin límites. Ciento veinte kilómetros

no era, de por sí, una distancia que lo asombrara. Muchos de los recorridos

ferroviarios de su país superaban el largo de ese trayecto. Es otra la geografía, se

decía a sí mismo, para justificar un entusiasmo que se aceleraba a una velocidad

superior a la del tren más rápido que se deslizara en el orbe.

Lomingthon, había dejado a su mujer y a sus dos pequeños hijos, sin saber

que sería para siempre, o tal vez sin querer saberlo. Su matrimonio, si bien

había logrado sosegar cierto estado de ánimo que bordeaba la desesperación,

por haberle permitido formar una familia, le generó la paradoja de quedar

ubicado entre cierta sensación de encierro que se apoderaba de él una vez que

ingresaba a su casa para estar con los suyos, y la de vacío cuando, por razones de

trabajo, se ausentaba por algunos días del hogar.

La propuesta del trazado del ferrocarril de las pampas funcionó como

posibilidad de resolver ese contraentido. Donde nada había, podía generar un

punto, una referencia. Una ida que garantizaba la vuelta, en un recorrido

ponderado con exactitud en distancia y tiempo, que le resultaría propio y

tranquilizador. Por eso trabajó con tanto empeño desde su llegada a Buenos
9

Aires, supervisando una y otra vez, hasta altas horas de la noche cada detalle. La

pampa, la suya, comenzaba a tener límites.

La llegada de un segundo hijo cinco años después del nacimiento de

nuestra hija, en un día primaveral a principios de agosto me encontró en el

mismo centro médico. Esa vez no caminaba solo por el largo y blanco pasillo. Mi

madre, mi suegra y mis hermanos estaban junto a mí. Para ser preciso, debería

decir que ellos permanecían junto a mí, más que yo junto a ellos.

No veníamos atravesando con mi mujer nuestro mejor momento. Las

dificultades aparejadas por las características de nuestra hija habían favorecido

el ensimismamiento de ambos. Sobre todo del mío. La certeza de que no

tendríamos que realizar nuevamente un duelo con respecto a lo que

anhelábamos del futuro de nuestro hijo, hizo que comenzáramos a sentirnos

más juntos. Un poco más juntos. El hecho de que fuera varón, sano,

prometedoramente locuaz, inquieto y con tendencia a ser independiente, tal

vez producto más de nuestra expectativa, que de la genética, producía un

contraste entre mis dos hijos en demasía notorio. Al lado de quien de tanto

carecía vino a ubicarse quién llegó con tanta abundancia de recursos. Nunca

quise saber, aunque tuve que hacerlo, qué pensaba nuestro hijo de su hermana.

Tratábamos, en un principio de que la relación entre ambos se diera con

naturalidad, suponiendo como natural tener un hermano diferente, bastante

diferente. Sin querer aceptar que esa diferencia resultaba inevitable, extraña,

conflictiva.
10

El dolor había menguado, por lo menos en lo que a mí respecta, hasta que

nuestro hijo nos hizo saber que ambos padres éramos responsables de la

creación de un artificio. De una escenografía provisoria para cuatro actores,

montada a la intemperie, que debíamos construir una y otra vez por las

variables del tiempo con sus excesos de sol, de viento, de lluvia o de frío.

Todo duró hasta que uno de los actores se bajó de la escena, invitándonos

forzosamente a ver que los equilibrios no pueden fabricarse.

Cuando nuestra hija estaba a punto de cumplir quince años, nuestro hijo

comenzó con un estado febril, que nos hizo consultar a más de un médico sin

que ninguno de los profesionales lograra ni revertirlo, ni explicarlo. Mientras,

mi mujer y yo tratábamos de saber cómo ubicar en nuestras cabezas ese

cumpleaños, que comúnmente se festeja como un logro de los padres, a través

de una presentación ritual en sociedad. Una celebración compartida en la que

algunos padres quedan hipotecados por el costo de “ la fiesta de quince”. En

nuestro caso, la supuesta hipoteca era una deuda impagable. No podíamos

mostrar, por su imposibilidad de ser promesa y garantía de la continuidad de

la especie, a nuestra hija en sociedad.

A partir de esa fiebre de mi hijo, comenzó nuevamente la distancia con mi

mujer. Ella preocupada y ocupada, una vez más, en temas médicos. Yo

nuevamente sin saber qué hacer. Podía relativizar, no sin un gran esfuerzo, los

quince años de mi hija. Podía entender que esa fiebre de mi hijo, a la que sumó

un mutismo, primero parcial y luego total, implicaba, para mí replantear la

situación familiar. Pero no que hacer con mi mujer.


11

La separación se dio después que la enfermedad de nuestro hijo fue

cediendo y el festejo del cumpleaños de quince fue llevado a cabo, casi como uno

más. Intentando que fuese diferente, sutilmente diferente, para que fuera

apenas percibido por nosotros y por los demás, pero diferente al fin. Invitamos

una mayor cantidad de amigos y familiares. Le compramos regalos más

costosos. Contratamos un servicio de lunch más completo. Llevando implícito el

festejo, la contrariedad entre la alegría por la continuidad de la vida y la tristeza

por lo que nunca podría ser: la interrupción de nuestra perpetuidad a través de

ella.

¿Are you alone Mr. Lomington? fue la pregunta que le realizó la esposa

del Ministro de la Provincia de Buenos Aires y el comienzo de la historia entre

ellos dos, al ver que el ingeniero había colocado su abrigo en el lugar que podía

haber ocupado otro pasajero, en el viaje inaugural del Ferrocarril del Sud. Una

pregunta que a Lomingthon le resultó como una interrogación que excedía lo

protocolar, y una demostración de que en estas tierras, se sabía hablar la lengua

de los señores de los ferrocarriles.

A Lomingthon le habían comentado, no sólo, que la esposa del ministro era

hermosa y que le gustaba acompañarlo en todas las actividades que fueran

posible; que pasaba gran parte del día en su despacho, trabajando a la par de sus

colaboradores y que vestía acorde a la moda europea, sino también que sabía

hablar y escribir, correctamente, en inglés.

Si bien por los vagones no dejaban de circular autoridades del estado y de

la iglesia, prósperos comerciantes, y la delegación completa de ingenieros y


12

técnicos que habían trabajado en el diseño y la construcción del ferrocarril,

Lomingthon no prestó la atención esperable a la presencia de las personas más

célebres de la época en estas tierras. Su cabeza, hasta esa pregunta formulada,

por una mujer en su idioma natal, estaba ocupada por el pensamiento que, más

que otros, había concluido una obra perfecta y sentía, como si fuera sólo suya.

Pero el azar distrae sin intención toda rutina, todo plan. Para él fue como si de

repente se hubiese desplazado el trazado de las vías que con tanto esmero,

pasión y control había realizado. No quería que por razón alguna se modificara

esa trayectoria.

La esposa del ministro insistió con la pregunta ante la falta de respuesta

del ingeniero. Edward Lomingthon, más que no querer responderla, no sabía

cómo hacerlo. No tenía respuesta ni a esa pregunta, ni a esa mujer a la que

observaba con estupor y de manera inhibida, pero intensa. ¿Are you alone? lo

interrogaba a sí mismo, como si se la hubiese formulado él.

Hasta ese momento nunca se había sentido tan solo, ni se había

preguntado acerca de su soledad. Sintió un temor cercano al pánico. Una

desesperación que lo incitó a comenzar a hablar con esa mujer, que era de otro,

sin habérselo propuesto.

Al principio pensamos que la fiebre de mi hijo explicaba su retraimiento.

Dormía mucho y hablaba poco. A medida que transcurría el tiempo de ese

estado febril, su comunicación se fue reduciendo. Era un esfuerzo sacarle una

respuesta a la simple pregunta “¿cómo estás?”. El mismo día que la fiebre

desapareció, dejó de hablar. Las únicas palabras, mejor dicho sílabas, que
13

recibía como padre eran pa-pá, a-cá, le-te, pe-pe, de mi hija. Volvimos por las

circunstancias, a uno de los ámbitos donde lo que se dice o no se dice es

valorado con mayor interés, al de la psicología. Casi durante un año habíamos

deambulamos por instituciones especializadas en tratamientos de chicos con

discapacidad. Desde las que ponen el acento en el cuerpo, hasta las que lo ponen

en el juego y el lenguaje. En una de estas, a la que asistió nuestra hija durante

cinco años, aprendimos que un diagnóstico, por contundente que fuese, podía,

debía, ser relativizado. Que éramos padres de una hija con la que podíamos

jugar. Que se encontraba, aunque tardamos en entenderlo, dentro del lenguaje.

Que se podía exorcizar la creencia de que uno fue arrojado al infierno, para

expiar no se sabe qué culpa, para evitar arrojar a nuestra hija en la hoguera

siendo jueces y partes, para poder trascender la instancia de un pequeño cuerpo,

que podía quedar condenado a ser sólo eso. Un pedazo de carne con forma de

niño, en un presente eterno.

La situación era diferente en esa oportunidad. El varón, hasta ese

momento, era normal. Lo había demostrado con creces, sólo que había dejado

de hablar. Pero pensar que ese hecho, de por sí traumático, podía desconectarse

de la realidad vivida durante tantos años con nuestra hija y dejar de lado

cualquier asociación entre ambas situaciones, no permitiendo que cierta

hipótesis genética nos y me acompañara, era poco probable. El saber, a veces

suele engañarnos, tal vez más de lo que podamos suponer. Engañarnos y

llevarnos a encrucijadas que oscilan entre callejones sin salida y caminos que

conducen a desiertos. A lugares sin límites que también desesperan. Sabíamos

en que consistía que un hijo no nos pudiera hablar como se supone, espera y le

pasa a la generalidad de los padres. La particularidad de la condición de nuestra


14

hija, se nos convirtió en demasiado particular. Paradójicamente esa demasía nos

hacía correr el riesgo de perder a nuestra hija como hija. Como rezar no me

convencía, volví al lugar donde siempre creí que reina la posibilidad de la razón,

el de la psicología. La terapia familiar motivada por el mutismo de nuestro hijo,

nos llevó a replantear nuestra relación de pareja. Un esfuerzo adicional al de

tratar de entender, no sólo la angustia por la situación en general, sino además

el enojo hacia mi hijo que por momentos temía que me desbordase y me llevase

al camino de tan difícil retorno de la agresión. No podía dejar de pensar que él

era un “hijo de puta”. Que podía hablar, y que si no lo hacía, era para hacerme

sufrir, sabiendo que su hermana no podía pero él sí. El rencor no tardó en

volverse hacia mí. Ni siquiera podía pelearme con la que era mi esposa porque,

supuestamente, hacerlo empeoraría la situación familiar.

Nunca me sentí tan aferrado a mi hija. Me veía como si fuese una madre

con su bebé. Lo único de lo que hablaba con mi mujer y mis amigos después de

una breve introducción del estado de salud de mi hijo, que repetía como si fuese

un parte médico o el pronóstico del tiempo, era de mi chiquita, y lo hacía con

una emoción que llamaba la atención de todos lo que me conocían.

“Esa emoción, ese júbilo, es una reacción maníaca que encubre el dolor”-

me dijo el psicólogo, en una de las tantas entrevistas que tuvimos, para

preguntarme luego: “¿cómo una madre dice que se siente?”.

Un par de meses después, comencé a estar convencido de que si no me

separaba de mi mujer, ni mi hijo volvería hablar ni yo ocuparía el lugar de padre

como creía que debía ocuparlo. Cuando pude manifestar mi enojo hacia mi hijo
15

y también hacia el papel que yo venía desempeñando, sus monosílabos se fueron

convirtiendo de a poco en sílabas, luego en frases y finalmente en diálogos, pude

irme de mi casa. De esa casa y empecé a sentirme aliviado.

Hasta el momento de esa pregunta inaugural, aprender el castellano para

Lomingthon nunca había sido una preocupación. Sencillamente porque no le

interesaba. La mujer del ministro aprovechaba las ocasiones que se lo

permitían: reuniones de trabajo, celebraciones en el despacho de su esposo o en

su casa, donde estuvieran presentes los integrantes británicos del Ferrocarril del

Sud, a los que les gustaba llamar los iron–man de las pampas, expresión que

resultaba simpática a todos, a excepción de su marido y de Lomingthon, para

ayudarlos a hablar con la mayor propiedad posible el castellano. Era la

profesora ad honoren, a la que los ingleses trataban de seducir correspondiendo

a su predisposición, con atención y esmero, salvo Lomingthon, que percibía

para sí algo más que un juego de galanteo dentro de los límites que las

formalidades sociales permitían. Quedó tan sorprendido, por que la deseaba,

que ella comenzara a enojarse con él por su falta de interés en las clases de

castellano. Un reto, dos; una respuesta desatinada por parte del ingeniero al

manifestarle cierto rechazo por considerar una exigencia convertirlos en sus

alumnos sin haberlos consultado si querían serlo, llevó a que la relación entre

ambos se fuera intensificando y por lo tanto haciendo que fluyera un

intercambio de opiniones, generalmente dichas en inglés sobre distintos

tópicos hasta que llegó el momento en el que las palabras comenzaron a dejar de

ser la excusa necesaria.


16

Nunca se había sentido mejor, asombrado por ello, que esa tarde en la que

la besó, con la convicción de que no estaría más “alone”. La cachetada que le

estampó en la mejilla, como primera respuesta, fue el prolegómeno de lo que ya

estaba en juego también en ella. Una pasión, que cuando se puso de manifiesto,

fue consumada una y otra vez, sin que mediaran palabras, como consecuencia

de la intensidad que alcanzaban en sus encuentros amatorios. Quedando fuera

del habla, en el lenguaje de los cuerpos, que excede a todo intento de traducción.

Cuando la relación entre ambos llegó a oídos del ministro, que nunca

había dejado de sospecharla, los amantes ya habían dejado Buenos Aires. Hacía

Santiago de Chile se dirigieron.

Fue ella la que le propuso que se marcharan juntos a Chile. El argumento

de conocer el país, que había sido el primero en Latinoamérica en tener

ferrocarril, terminó de convencer al ingeniero. Él partió rumbo a Chascomús

un día antes que ella para evitar que los vieran irse juntos. El inglés conocía

pocas personas en el pueblo, pero esas pocas le resultaban lo bastante confiables

como para solicitarles que le alquilaran un vehículo, con un conductor lo

suficientemente discreto.

La noche de la espera, Lomingthon no pudo dormir. La ansiedad por una

decisión tan trascendente y el temor de atravesar las pampas hasta la cordillera,

lo llevó a preguntarse si su pasión por esa mujer disminuiría o, aun peor, si se

iría extinguiendo en el recorrido, que denominaba “diez viajes hasta Chascomús

sin ferrocarril”. Insomne, salió a caminar en dirección a la laguna del pueblo, a

la que fue bordeando hasta donde la espesura de la vegetación se lo permitió. Si


17

bien era una noche bastante fresca se despojó de su ropa y desnudo se echó al

agua tratando de sofocar cierta sensación de despersonalización que se iba

apoderando de él. Como los locos, que en los neuropsiquátricos vuelcan sobre

sus cabezas baldes de agua helada cuando no sienten sus cuerpos, para saber

que todo eso que siente frío es uno mismo. Al salir de la laguna, su cuerpo que

tiritaba y se mecía como acompañando el movimiento de los juncos de las orillas

producido por el viento, fue recobrando la calma. El sol ya comenzaba a brillar

en el horizonte. Sólo tenía que esperar la llegada del tren.

El primer tramo, lo hicieron en el coche alquilado hasta un pueblo que no

distaba a más de cincuenta kilómetros de la laguna. Noche tras noche la pasión

se consumía en las distintas posadas, con un frenesí que parecía admitir como

intervalo el reacomodamiento de los cuerpos al estadio previo al acto sexual.

Como si soportar las polvorientas y traquinadas travesías debía ser compensado

con el placer que obtenían cuando engarzaban sus cuerpos, el terreno más fértil

para que el deseo se desplegase con voracidad hasta saciar una sed que excedía

la que podía producir el desierto pampeano.

Fueron dos meses de viajes afiebrados, facilitados por el impedimento,

autoimpuesto, de viajar en ferrocarril para evitar ser descubiertos en condición

de prófugos.

¿Are you alone?, vino a mi mente cuando todavía no había terminado de

acomodar el contenido, de las pocas cajas, de la mudanza a mi nuevo domicilio,

de hombre recién separado.

¿Sólo de quién y de qué? Mis dos hijos estarían conmigo los fines de

semana. Las horas de trabajo ocuparían como siempre gran parte del día.
18

Algunas noches, podría ir a cenar con amigos o a la casa de uno de mis

hermanos. La espera recién comenzaba.

Había estado casado dieciséis años con una mujer a la que había querido.

Entregándole mis deseos, para no hacerme cargo de ellos. Logrando que me

fuesen devueltos a través de exigencias en un pacto tácito, desconocido por

ambos. Había designado una administradora de mi capital de la que esperaba

indicaciones de inversión. Cuando me las daba, las rechazaba. Mis deseos se

fueron convirtiendo en sus órdenes. Ahora todo ese dinero volvía a mis manos,

con el valor que tenía al momento de recuperarlo. Tendría que saber qué hacer

con él.

¿Are you alone? insistía. No tanto como interrogante sino como anhelo,

de que esa pregunta me fuera formulada por una mujer.

La primera que apareció en esa nueva etapa de mi vida, fue consecuencia

de un encuentro casual en una reunión de trabajo en las oficinas de un cliente.

La asistente del gerente comercial que, desde hacía meses, esperaba mi

iniciativa para acostarme con ella, se había ausentado ese día. En su reemplazo

apareció otra mujer joven, que no había visto antes, trayendo en sus manos una

serie de carpetas con la información que necesitábamos para evaluar el

resultado de las propuestas del último semestre de nuestra empresa. La reunión

se extendió más de lo acostumbrado. La asistente suplente, asentía y ampliaba

mis argumentos con pareceres que no se me hubiesen ocurrido, cuando

necesitaba refutar algún comentario del gerente, que ponía en duda lo

propuesto. La confianza se instaló casi de inmediato entre los dos. Esa misma

noche terminamos durmiendo juntos en mi departamento. El primer encuentro


19

fue apasionado, como todos los que mantuvimos durante casi un año.

Compartíamos gustos similares en cine, gastronomía y literatura. Pero lo que

me resultaba más atractivo era que me podía desenvolver con ella con una

soltura que no sentía desde hacía mucho tiempo. Todo se tornaba suave y

profundo, como si la sensación de acariciar la tersura de su piel se extendiera a

lo que compartíamos, como si la intensidad con que la penetraba se desplazara a

los pensamientos que ponía de manifiesto, despojándome de prejuicios al

comentar mis opiniones que abarcaban desde lo trivial hasta lo que creía

importante, implicándome, implicándonos.

La insistencia por parte de ella de conocer a mis hijos, que en principio no

pareció molestarme, comencé a sentirla como un obstáculo. De ellos sabía más

de lo que yo habría querido que supiese. Había deslizado la historia de mi vida ,

sin darme cuenta, hacia un oído siempre gustoso de escuchar. Como si lo que yo

dijese fuera la garantía de ser antesala de lo placentero.

No era tanto el hecho de presentárselos lo que me preocupaba, si bien que

conociera a Francesca podría poner de manifiesto mi dependencia de ella, sino

el temor a que lo suave y profundo dejasen de mantenerse en concordancia.

Podría predominar lo uno o lo otro. No estaba dispuesto a correr ese riesgo.

La única vez que pudo ver a mis dos hijos fue en mi auto. La forma en que los

presenté carecía de toda otra intención que no fuese la de obligatoriedad.

Comencé a sentir después de esa presentación que esa mujer era alguien menos

cercano de lo que creía. La dejé, aunque mantuvimos durante un tiempo

encuentros furtivos, que duraron hasta darnos cuenta de que lo furtivo, a veces

es una forma de ir reduciendo una relación hasta que la misma termine por
20

esfumarse. Pasaron casi dos años hasta que conocí a Gabriela, quien es hoy mi

mujer.

El cruce de la cordillera, resultó para Lomingthon tan largo como el del

mar en su viaje a Buenos Aires. Si bien el mar y los desfiladeros cordilleranos

son paisajes que se oponen, las escenografías para él resultaban, de alguna

manera, similares. La inmensidad de lo plano en un caso, y lo inalcanzable de la

altitud de lo estrecho en el otro, se equivalían por la sensación de angustia.

Lomingthon, para soportar atravesar el Atlántico había dibujado sobre un

papel los puntos de referencia de partida y de llegada. Una cartografía propia,

un mapa de navegación. El mismo recurso aplicó para el cruce de los Andes. La

línea que antes había trazado con formas rectas, la reemplazó por formas

curvas, sin poder determinar ni cuántas eran, ni qué alcance tenían las

pendientes, ni qué ancho los caminos, llegando a la conclusión de que la única

posibilidad era la de una vista aérea, como la que tienen los cóndores. “Sólo

siendo un cóndor se puede atravesar esta cordillera”, le comentaba a Helena.

Ella se preguntó si la palabra cóndor tenía traducción al inglés. Al responderse

que no la tenía, sintió que ya no se encontraba con un extranjero. Esta

deducción la llevó a dudar, por instantes, de la pasión que sentía por él.

La idea de cruzar la cordillera como si viera el paisaje desde el cielo, logró

tranquilizarlo de a ratos. Cuando la calma desaparecía, apuraba el andar de los

tres caballos y las dos mulas de carga que llevaban. El arriero contratado, le

insistía que si aceleraba el paso, alguno de los animales se podía desbarrancar.

Lo advertido terminó convirtiéndose en sentencia. Una de las mulas que

cargaba el equipaje cayó de rodillas, como si se hincara para rezar, haciendo


21

trastabillar, por la cercanía, al caballo que montaba Lomingthon. El inesperado

movimiento de animal hizo que el inglés perdiera el control de las riendas y el

de su propio cuerpo. Al caer, sobre un suelo cubierto de peñascos, se le

desplazaron algunas vértebras, sintió el impacto como si le hubiesen clavado un

cono de duro metal con punta filosa, en su cintura. El dolor de esa caída lo

acompañó por el resto de sus días. En un principio le generó cierta dificultad al

caminar, que no se manifestaba como notoria en tanto no apurara su andar.

Cuando divisaron la ciudad de Santiago de Chile, Lomingthon sintió que

ese país de montañas le resultaba más familiar que el de las pampas. Pensó en

sus hijos y en la mujer que había dejado en Inglaterra, pensó que tal vez lo

extrañaban. Pensó que podía tener otros hijos con la mujer que se encontraba a

su lado, pensó que podía estar para siempre junto a ella. Pensó que había

llegado al lugar donde encontraría la tranquilidad que nunca había tenido.

Pensó que podía llegar a ser feliz. Cuando se dio cuenta de que las lágrimas

comenzaban a deslizarse por su rostro, por vergüenza se apartó unos metros de

la escueta tropilla, y en particular de ella.“No te preocupes, mi amor, lo vamos a

poder hacer bien. Ya no hay vuelta atrás. Ya no somos los que éramos. Ahora

soy tu mujer y vos mi hombre”, le dijo Elena.

Los primeros años Lomingthon trabajó en la empresa del ferrocarril que

unía Santiago con Valparaíso, ciudad que cuando vio por primera vez tuvo la

intuición de que podría, en el futuro, ser su próximo destino, sin saber que los

navegantes ingleses la llamaban, desde hacía tiempo, “la pequeña Londres”.


22

Cada vez que llegaba a Valparaíso, contemplaba la bahía siempre

exuberante de barcos, que se pierde a la vista hacia el sur confundiéndose con el

mar y que se extiende hacia el norte hasta los médanos de Con Con, única

deficiencia a un paisaje que él definía como perfecto. Lomingthon apreciaba la

particularidad de que desde cualquier punto de la ciudad, se podía observar en

plenitud esa especie de semicírculo que se conforma sobre el Pacífico desde las

playas hasta la línea del horizonte. Un espacio de luz brillante y apenas espesa,

como compuesta por partículas de diminutas gotas de cristal y por caireles

facetados de caras transparentes, palpables a la yema de los dedos,

conformando, en su conjunto, para su percepción, una esfera que apoyaba su

convexidad sobre las laderas de las montañas subiendo su forma redondeada

hasta el cielo, descendiendo redondamente hasta el mar y sumergiéndose en las

aguas para completar su redondez final, que se podía observar, con mayor

precisión, desde el mes de octubre hasta el de marzo, a medida que el

ferrocarril se acercaba a la ciudad. Lomingthon, creía que dentro de esa esfera

existía una aura de protección. Bendecida, blindada de toda contingencia,

justificando, como le gustaba comentar, el nombre que se le había puesto no

sólo a la ciudad sino también al océano.

En Santiago empezó a sentirse cómodo. Elena, logró entablar, con

rapidez, amistad con varias de las familias más acaudaladas facilitando para él

la obtención de un puesto de jerarquía en los ferrocarriles, y para ella de

alumnos que querían aprender inglés. La excepción a esa comodidad se daba en

los momentos en que temía que las cualidades para socializarse de su mujer

excedieran a los intereses de la pareja. Nunca había sentido celos hasta ese

momento, y se contuvo de manifestarlo hasta donde pudo. Las discusiones que


23

comenzaron a darse, duraron hasta que supo que sería padre nuevamente. La

calma volvió a reinar en su interior. Tuvieron una hija. Lomingthon se asombró

al verse tan predispuesto y a gusto para ejercer la paternidad. Diferente de lo

que había sido su experiencia anterior.

Podía ahora, entrar y salir de su casa sin tener esa sensación de

extrañamiento, de extranjería. Elena, los primeros dos años se dedicó a cuidar

con entusiasmo a la hija de ambos con la ayuda de una mestiza, que recién

entraba en la pubertad.

Cuando veía a su mujer y a su hija jugar y sonreír, le parecía que la esfera

de luz de Valparaíso se había trasladado a Santiago, encontrándose su vida a

salvo de cualquier desventura, iluminada por la luz de esa esfera que anhelaba

inextinguible. Para estar más cerca de ellas, se esmeró en conseguir un trabajo

en las oficinas locales donde se comenzaba a planificar el trazado del ferrocarril

que uniría Santiago con Los Andes, que le garantizó compartir las primeras

horas de la mañana, los mediodías y las noches. Lo que le había anticipado su

mujer se había concretado: ya no eran los mismos, él era su hombre, ella su

mujer. Y lo habían hecho superando las expectativas, como si en su carácter de

constructor de trazados ferroviarios, hubiese podido unir las ciudades de

América del Sur, extendiendo el recorrido hacia el norte por la cordillera hasta

Colombia y descendiendo por la costa del Atlántico, atravesando Brasil, la

Banda Oriental hasta los confines de Argentina, para subir nuevamente por

Chile hasta llegar al punto de partida, en Santiago.


24

A medida que avanzaban los trabajos, la empresa que construía el

ferrocarril Santiago-Los Andes, fue requiriendo que se ausentara de su hogar,

primero de manera esporádica, luego cada vez con mayor frecuencia, haciendo

reaparecer esas sensaciones, que había creído dejar en Inglaterra, de vacuidad

cuando partía del hogar, y de encierro cuando volvía.

Elena, de a poco, comenzó a mostrarse distante de él. Los encuentros

maritales se concretaban de manera esporádica, más cerca de la rutina que de la

pasión. Lomingthon pensó en la posibilidad de renunciar a su trabajo si no le

garantizaban la posibilidad de estar a diario en su casa. Lo atormentaba la idea

de que pudiera engañarlo, como ya lo había hecho con el ministro. La amenaza

de que ella repitiera la historia, implicaba la posibilidad de que volviera a sentir

esa sensación de soledad que le había disparado la pregunta ¿Are you alone?

Las relaciones que ella había establecido, con parte de lo más distinguido

de la sociedad de Santiago, sumado a su belleza, a su procedencia argentina, y a

que hablara inglés con fluidez, mayor a la que tenía antes de partir, en gran

parte por conversar en inglés con Lomingthon a diario, facilitaba las

invitaciones a reuniones y celebraciones, a las que Elena aceptaba asistir sin

excepción. Él por su carácter reservado, y la correspondiente tendencia al

ensimismamiento, rehusaba por todos los medios, asistir a cualquiera de esos

eventos, y si lo hacía era sólo para estar cerca de ella. Para poder vigilarla,

esperando que la hora de partir llegara lo antes posible. Para que el tiempo

transcurriera con la rapidez que pretendía, lo aceleraba bebiendo gran cantidad

de whisky, que si bien por ser inglés no llamaba la atención de los demás, en un

comienzo, a los que lo conocían. Pero sí a su mujer.


25

Las pelea, por la cantidad de alcohol que Lominghton consumía en cada

reunión, se fueron sucediendo casi a diario. Los excesos se fueron convirtieron

en algo cotidiano cada noche. Después de la cena, luego de beber una botella de

whisky, ingresaba en una especie de trance en el que imaginaba estar viajando

en un tren que recorría el mundo sentado junto a su hija, en el que viajaban en

el asiento de atrás, sus otros dos hijos, los que había dejado en Inglaterra. En

ese recorrido el tren siempre se detenía en una estación distinta en la que subía

Elena. Ella, se hacía un lugar en medio de él y su hija, para abrazarlo. Al

acostarse, lograba dormirse tranquilo si lo hacía desnudo, encogiéndose

tratando de que la mayor parte de su cuerpo tomase contacto entre sí: juntando

la base de sus pantorrillas con la cara posterior de los muslos; los dedos de los

pies contraídos para intentar en vano alcanzar la superficie plantar; la cabeza

apretujada sobre su pecho; el vientre contra los muslos; los párpados apretados

para acercar hasta lo imposible los senos de la cara con las cejas; los brazos

entrecruzados en un abrazo, para poder acariciarse en un movimiento que

recorría todo el antebrazo, en un constante ida y vuelta, separando luego las

manos para que los dedos pudieran deslizarse, suavemente, sobre las palmas en

busca de una sensación de placer, sollozando pleno de satisfacción. Si el ritual

no resultaba, porque no conseguía conciliar el sueño, como si el exorcismo no

hubiese funcionado, se introducía en la bañera durante el tiempo necesario

hasta conseguir la sensación de frío suficiente para llevarlo a la cama, con la

certeza de poder dormirse. El ruido que producía a veces Lomingthon, cuando

ebrio ingresaba al cuarto de baño, al tropezarse con el marco de la puerta, con

alguna vajilla para lavado o con la bacinilla, despertaba a la mestiza que una

noche decidió levantarse para observar, sin ser vista, a ese ser desnudo al que no

podía definir con claridad si se trataba de una especie de animal, de un padre,


26

que por la edad podía ser el suyo, o de un hombre con sus genitales al

descubierto.

A Lomingthon, el tiempo dedicado al trabajo y a estar con su hija lograban

distraerlo de la inminente ida de su mujer. Ella lo había amenazado con dejarlo

llevándose a la pequeña, de casi cinco años. Finalmente la concretó, aceptando

un viaje a Lima, de un empresario naviero americano, con el que desde hacía un

tiempo venía teniendo relaciones. “Por un par de meses” le había dicho, sin

precisar cuántos, después de los cuales ella volvería para ver si él había

abandonado esas conductas que lo ponían al borde de la locura. La vuelta nunca

se produjo. Lomingthon le había suplicado que no lo dejase, le había dicho que

la amaba y que lamentaba no haber podido ser el hombre que ella esperaba. Le

manifestó que por primera vez había sentido que tenía una mujer, que había

sido feliz y que creía que ella también lo había sido a su lado. El día que lo

abandonó Lomingthon recordó las palabras que le había dicho Elena cuando

divisaban la ciudad de Santiago “ya no hay vuelta atrás, ya no somos lo que

éramos”.

Al quedar a cargo de sí mismo, con la presencia de la mestiza, que no sabía

si irse o quedarse, que resultaba para él, sólo en un inicio, una figura silenciosa y

apenas perceptible, el mundo se abrió bajo sus pies, sin poder ver el fondo de

esa grieta. Los dolores en la cintura se fueron agudizando obligándolo a

renguear. No podía dar un paso sin dejar de sentir una punzada que se extendía

desde la zona del sacro hasta las rodillas de ambas piernas. Aunque no quería,

tubo que comenzar a usar un bastón para facilitar su caminar, adquiriendo una

nueva forma de andar por la vida, en la que las pausas resultaban necesarias,
27

dándole también como efecto secundario y beneficioso a la vez, la posibilidad de

estar más atento a lo circundante y, por lo tanto, menos pendiente de sí mismo.

En Mendoza conocí a Gabriela, quien hoy es mi mujer y madre de Sofía,

mi segunda hija. Como en tantas ocasiones, mi trabajo de consultor de empresas

hizo que tuviera que viajar al interior del país. Cuando preguntaban quién podía

visitar a un potencial cliente del interior era yo el primero en anotarse. Los

viajes siempre me gustaron, en particular los que realizaba por trabajo, que en

general no tenían una duración de más tres o cuatro días. En esa oportunidad, la

empresa estaba ubicada en Chacras de Coria, muy cerca de la ciudad de

Mendoza. Fue ella quién me recibió. Manejaba en ese momento el área de

marketing, de relaciones institucionales y de comercio exterior. Me dijo que no

contaba con mucho tiempo, unas dos horas, cuando eran apenas pasadas las

diez de la mañana. Sobre su escritorio había una pila de papeles, una

computadora, un florero con gerberas, un portarretratos con la foto de un chico

pequeño y rubio, que supuse sería su hijo, y un libro de ciencia ficción en inglés.

Que leyera en inglés, me llevó a preguntarle si lo hacía para tener un mejor

manejo del idioma por razones de trabajo. Me respondió: “No solamente por

eso, también lo hago porque me resulta placentero. Leo mucho y me divierte

imaginar que siempre estoy leyendo una traducción. Del castellano al inglés

cuando está escrito en ese idioma, o del inglés al castellano cuando está escrito

en el nuestro”.

Después de escucharla, primero pensé en el libro de la vida de

Lomingthon del que alguna vez supuse escrito por otro en inglés, luego en

imaginar las formas que le gustaría que le hicieran el amor a esa mujer que

había hecho mención a lo placentero y lo divertido en un solo comentario. Su


28

breve explicación me había involucrado sin que ella se lo propusiera, abriendo

de par en par mi curiosidad.

Trabajamos, luego de esa introducción, de una manera más formal de la

que esperaba. A las doce en punto, ella dio por terminada la reunión.

Argumentó que tenía una agenda apretada hasta las dieciséis y treinta, hora en

la que tenía que retirarse para buscar a su hijo, el de la foto, para llevarlo al

médico.

Al ponerse de pié, para saludarme y despedirse hasta el día siguiente, me dí

cuenta de que esa mujer me gustaba. Antes de que se marchara le pregunté si le

contaba historias inventadas a su hijo. “ A algunos hombres también” me

respondió. Nos sonreímos en simultáneo, como si fuera el anticipo de un

encuentro fuera del ámbito laboral. Nos dijimos hasta mañana. No dejé de

pensar toda la noche en ella.

Su empresa no contrató nuestros servicios. La llamé desde Buenos Aires

en varias oportunidades para comentarle que teníamos una estrategia que

habíamos utilizado para otra empresa con características similares a la suya y

que, si le parecía, podía viajar a Mendoza para mostrársela y explicársela en

detalle. Me respondió, en mi último intento, que no haría falta que me

trasladase, dado que a principios del año siguiente comenzaría a trabajar en la

sede de Buenos Aires y que cuando lo hiciese podríamos encontrarnos.

La mestiza, con el tiempo, se fue acomodando en la casa. Ya que

Lomingthon, no era propenso a dar ni indicaciones, ni órdenes, ni siquiera

sugerencias, de a poco fue tomando iniciativas en la realización de tareas

domésticas, como si se tratara de su propio hogar. Cocinaba sobre todo los

martes y viernes para la cena, y los domingos para el almuerzo algún plato
29

especial: en general cebiches de acuerdo a lo que encontraba en el mercado, y

guisos de mariscos, carnes y legumbres al estilo del curanto como le había visto

hacer a su abuela y a su madre. Colocaba flores debajo de los canteros ubicados

debajo de cada ventana de la casa. Compraba algo de ropa para él y hasta había

creado una pequeña huerta en el espacio libre del jardín trasero en la que plantó

coles, tomates, cilantro, zanahorias, orégano, pimientos y frutillas. Lomingthon

se vio en la obligación de recompensarla proponiéndole enseñarle a leer y a

escribir, a pesar de sus dificultades con el castellano, con la ayuda de un

diccionario y textos escolares. La mestiza aceptó la propuesta, y al darse cuenta

de que aprendía con celeridad le solicitó si por favor le podía enseñar también

inglés.

Durante un año, el encuentro entre ambos quedó ceñido a la relación de

maestro alumna, a los que se sumaban esporádicamente comentarios sobre la

rutina hogareña o laboral. Una tarde, cuando Lomingthon volvió del trabajo y se

echó en su cama para dormir una pequeña siesta, dejando la puerta de su

habitación entreabierta, ella que ya era una adolescente avanzada, se descalzó

para ingresar al dormitorio y acercarse, en punta de pie, a la cama para verlo

dormitar y comenzar a preguntar, con la boca abierta, en forma silenciosa “¿va a

seguir durmiendo siempre solo, señor?” Lomingthon, que no estaba dormido, al

darse cuenta de la presencia de la mestiza, simuló estarlo y comenzó, con los

ojos entrecerrados, a observarla desde abajo. Los pies y los tobillos le

parecieron perfectos, como esculpidos; la cintura abarcable con uno sólo de sus

brazos; los pechos consistentes y perfectos, como dos medias esferas,

disponibles para sus manos; el pelo negro, largo, brilloso, firme como para

aferrarse; los labios carnosos y rojos en los que no se hacía necesario ni pintura,

ni aditivo alguno; los ojos con un brillo de vida que contagiaba. Lomingthon,
30

que leyó con claridad la frase que la mestiza quería que escuchara, abrió los ojos

para ella y a medida que se incorporaba sobre el respaldo de su cama, también

en forma silenciosa le respondió “esta tarde no”, desplegando sobre sí las

sábanas y la manta que cubrían el espacio que él no ocupaba. La mestiza, se fue

acercando con timidez y movimientos suaves respondiendo con un sí callado, a

la respuesta, y se acostó a su lado.

Comenzaron a acercarse sin llegar a que los cuerpos de ambos se tocasen.

Casi al mismo tiempo empezaron a recorrer con sus manos el cuerpo del otro.

Primero él sobre el vestido de ella, las partes libres de las piernas, los brazos y el

rostro. Luego ella respondió sobre la camiseta y los calzones de él, sobres sus

manos, su cara y su cabeza. Estuvieron acariciándose hasta que comenzó a

oscurecer, haciéndolo como si estuviese establecida la consigna de que ese

primer encuentro fuese sólo de reconocimiento, conteniendo la excitación que

apenas se manifestó al unir algunas pocas veces sus húmedos labios.

Una mujer virgen le era ofrecida, sin saber si ese bien era un regalo a ser

aceptado para disfrutar, o una tarea a realizar para abrirla al mundo del

intercambio sexual, como la que realizan los chamanes de algunas tribus que al

deflorar a las jóvenes se llevan para sí los malos augurios que la rotura del

himen trae aparejado, liberando al resto de los hombres de la comunidad del

peso de la responsabilidad de dicho acto.

La tarde siguiente, como si él también fuese virgen y adolescente, las

manos terminaron deslizándose por debajo de las ropas. Para ella fue la primera

vez que se ponía en contacto con los genitales de un hombre, para él como si

fueran los primeros pechos y vagina que acariciaba.


31

Dos tardes después, cuando la penetró, Lomingthon se quedó observando

con placer un hilo rojo deslizarse sobre la sábanas, como si fuera una tinta

vertida sobre una tela que va buscando su estética , una figura que se pretende

bella de antemano y queda entonces determinada como tal. Sin poder evitar la

sorpresa, el orgullo y el temor.

Fue un mail que le envié, comentándole sobre el libro que había imaginado

encontrar en la biblioteca de Banfield, acerca de un tal Lomingthon, que no

precisaba en el idioma original en el que fue escrito, lo que me acercó, y tal vez

para siempre, a Gabriela. Le comenté que quizás ese libro pudo haber sido

redactado por un solo autor, inglés o de lengua castellana, en los dos idiomas.

Que hasta sería posible que hubiese dos autores dominadores de ambas lenguas,

que generaron la historia en común, palabra a palabra en castellano y en inglés,

y que si de todas formas no le resultaba convincente esas hipótesis, podría haber

otras como la de que el autor fuese italiano o alemán y escribiera el texto en una

lengua y luego en otra. Ella no tardó en responder, también a través de un mail,

en menos de veinticuatro horas, que si por alguna razón de trabajo, o no, tenía

que pasar por la ciudad de Mendoza la visitara. El primer fin de semana

disponible hacia ella fui.

Durante casi un año, nos encontramos el primer fin de semana de cada

mes. Primero en su ciudad, luego en ciudades intermedias cada vez más

próximas a Buenos Aires. En un principio San Luis, luego Córdoba, después

Santa Rosa y Pergamino. Hasta que me dijo que estaba embarazada. Sentí que

lo que había sido un juego muy placentero, realizado como sólo lo hacen los
32

chicos, seriamente, había concluido, como si alguien de repente lo hubiese

clausurado.

Lo dos estábamos perplejos, no lo esperábamos, como si haber

mantenido relaciones sin cuidarnos no implicaba la posibilidad de embarazo.

Poco le había comentado acerca de mis hijos. Poco de mis particularidades

como padre, sobre todo en lo referente al apego por momentos casi maternal

con Francesca, menos de las exigencias para con Marco de que supliera todo lo

que mi hija no podía hacer. Nadie está obligado a contar su vida a las apuradas.

En caso de tener que hacerlo, tal vez convenga rehusarse a ello. Más vale a veces

encontrar una coartada para eludir lo que nos compromete, o parcializar la

verdad. Nada me obligaba a seguir adelante por el temor y la culpa. Temor de

que la historia de la discapacidad se repitiera. Culpa por sentirme en mejores

condiciones de ser padre de lo que había sido, y lo era para con mis dos hijos.

La distancia geográfica entre Mendoza y Buenos Aires permitió, otra vez,

que realizara un recorrido imaginario en tren, en un viaje constante de ida y

vuelta entre ambas ciudades, como un pasajero que no baja en ninguna de las

estaciones porque su lugar en el mundo está, de manera temporaria, arriba de

ese ferrocarril. Durante esos viajes podía suponer que lo abortara, que lo tuviera

sin implicarme, que lo tuviéramos, como si cada una de esas posibilidades me

fuera ajena. Como el escenario que se abre a los ojos de un viajero, que puede

mirar con asombro, desde la ventanilla, pero siempre a resguardo de la

contundencia que ofrece la realidad del paisaje.

Cuando pude darme cuenta de que quería vivir con ella, porque la quería,

porque me parecía la más adecuada para volver a intentar formar una familia,

porque podía seguir jugando, en serio, con ella, porque podía hablar sabiendo
33

que la verdad nunca en definitiva está en lado alguno, porque lo que estaba

escrito se podía volver a escribir o traducir como más nos gustase, decidí

bajarme de ese tren. Nunca sabré quién de los dos sintió más temor y angustia,

hasta que al nacer Sofía, pudimos comprobar que no deberíamos atravesar por

el dolor que yo ya conocía en demasía.

Cada uno de los dos sabía que era una nueva oportunidad y que despejado

el temor de que se repitiera la discapacidad, sólo quedaba transitar la culpa por

sentir que podíamos dejar menos expuesta a nuestra hija que a los hijos que ya

teníamos, porque más allá de toda voluntad, los límites de nuestro accionar

como padres parecían más claramente delimitados de lo que habían estado en

nuestros respectivos matrimonios. Por lo tanto, nuestra función como tales

mejor delineadas, teniendo como única garantía, ahora, el deseo de serlo y

sabiendo que ese deseo, es lo único a que aferrarse, aunque a veces, queda fuera

de nuestro alcance, como el sol escondido detrás de nubes o nubarrones.

La mestiza, hija de una mapuche y un criollo, quedó embarazada de

Lomingthon después de casi dos años de tener relaciones con él, a pesar de que

ambos respetaban con rigor las fechas de la fertilidad, para cuidarse.

Para Lomingthon sería la cuarta vez que tendría un hijo. Esta vez, con una

mujer distinta de las anteriores. Más que por el color amarronado de su piel, por

el grosor de su cabello, por la forma rasgada de sus ojos y por la redondez de sus

narinas, por pertenecer a otra raza. A otra raza de mujeres que excedía su

estirpe mapuche, que denominó para sí : “las que saben amar”. Y Lomingthon

se dejó saber amar, sin preguntarse ni cuánto, ni hasta cuándo.

Durante el embarazo, la mestiza puso de manifiesto, en su cuidado, lo

ancestral de su raza. Desde la ingesta de sólidos y líquidos, ni muy calientes ni


34

muy fríos, para no alterar el equilibrio interno de su cuerpo; pasando por el

abandono de las tareas domésticas que pudiesen implicar algún esfuerzo para

no perjudicar la salud de la güagüa; hasta el requerimiento de la presencia de

otro al salir del hogar, para evitar la posibilidad del encuentro con un espíritu

maligno que pudiera malograr el embarazo. Estas conductas, desconocidas para

Lomingthon, lo sumían en un desconcierto que intentó ahuyentar, tratando de

estar ni demasiado cerca ni demasiado lejos de ella, ni significar un peso para

ella, ni dejar de acompañarla cada vez que salía de la csa.

A medida que le iba creciendo el vientre, la mestiza comenzó a

pronunciarle algunas palabras en mapuche, casi como único modo de

comunicación. Lomingthon, se vio obligado a aprender la lengua materna de esa

mujer. Al poco tiempo, él comenzó a manifestar el mismo entusiasmo e interés

por el mapudungun, que ella por el inglés.

El parto se llevó a cabo acorde a la tradición mapuche. La mestiza asistida

por una matrona, se hincó a un costado de la cama y aferrada a una tela, que se

colgó para la ocasión de uno de los tirantes del techo de la habitación, jaló hasta

que la criatura salió de dentro de ella. En la sala contigua, Lomingthon

caminaba con impaciencia hasta que decidió también él pasar una tela por sobre

los tirantes del techo, para jalarla con todas sus fuerzas, como si esperara que

parte del techo cediera para hacer ingresar los haces de luz del sol de esa

mañana y cubrieran de energía a su fatigado cuerpo.

Luego del parto la mestiza llevó a su güagüa, un varón, acompañada por la

matrona, hasta las orillas del río Mapocho para realizar el baño purificador de

ambos. Lomingthon, que los seguía sin ser visto, se sumergió también en esas

aguas, como en una ceremonia de bautismo para que lo purificaran de sus


35

pecados y de su pasado, ingresando a un universo que había considerado ajeno y

amenazante.

El hijo de ambos, aprendió a percibir el mundo a través de una

combinación de tres lenguas, de tres culturas. Hasta su nacimiento, sus padres

hablaban en castellano, salvo excepciones en las que utilizaban algunas palabras

del mapuche o del inglés. Cuando nació, Lomingthon lo llamaba llusu (recién

nacido), luego mister pichiche (señor niño) y a medida que iba creciendo mister

weñi (muchacho) o mi young, de manera indiferente. El pequeño empezó a

decirle a Lomingthon father mío y a la mestiza madre, en presencia de ambos

padres, y moyo (mamá) cuando él no se encontraba en la casa o no podía

escucharlos. Las denominaciones, con que cada uno de los tres nombraba,

determinó una dinámica de mutación constante, acorde al tipo de situación en

que se encontrasen. Así, Lomingthon comenzó a llamar a la mestiza my ayewün

(amante) y ella hombre alka (macho) cuando se iban a la cama; ngenpeñeñ (la

madre del niño) y padre ngenfotem (el padre de hijo), respectivamente, cuando

ambos ejercían sus roles paternos; dona wife (mujer) y alka (trabajador) para

hacer referencia a las tareas en el hogar en un caso y afuera del mismo en el

otro. Con la palabra che (gente) se dirigía el niño cuando se encontraba con

ambos; father fotemwen (el padre con su hijo) cuando Lomingthon jugaba con

él o le contaba alguna historia que, por lo general, incluía a la ciudad de

Valparaíso. Relatos que la mestiza escuchaba, con ternura y atención, a cierta

distancia.

A Valparaíso, Lomingthon la describía, sin excepción, de una manera

diferente, conservando para sí una sola de todas las definiciones. A veces,


36

entonces, la pintaba bulliciosa como una plaza de toros y calma como una iglesia

fuera del horario de misa; singular como el palacio de San Petesburgo y común

como un arrabal; febril como el movimiento en la bolsa de comercio de Nueva

York y fría como el anochecer de un domingo en invierno; célebre como París y

corriente como un pueblo de la provincia de Buenos Aires; luminosa como una

playa soleada y apagada como las cenizas; importante como el puerto de

Londres e insignificante como una aldea de pescadores; destacada por sus

mansiones y chata por su caserío; colorida como las frutas tropicales y gris como

las redes gastadas de los pescadores; poblada por ingleses y norteamericanos y

por criollos y changos; como una ensenada sólo apreciable desde el más alto

cerro y como una caleta que se podía ver desde la costa sin que fuese necesario

girar demasiado la cabeza.

Cuando su hijo dejó de ser un niño, comenzó a insistirle a su padre en ir a

vivir a Valparaíso. A la pequeña Londres. Si bien, las dificultades de

Lomingthon, para caminar, aumentaban con los años y un corto trayecto se le

convertía en una travesía, y que su cuerpo comenzaba a ser como una

locomotora arrumbada con las ruedas cubiertas de óxido, que debía deslizarse

por rieles con durmientes ya sin fijaciones, y que vivir en Valparaíso, implicaba

duplicar el esfuerzo físico por las pendientes de la ciudad, la idea comenzó a

entusiasmarlo.

Lomingthon, averiguó si podía conseguir un puesto en la construcción de

los ascensores que comenzarían a instalarse en la ciudad. Por sus antecedentes

en los ferrocarriles y por su origen británico, fue contratado de manera

inmediata. Se trataba del ascensor que se levantaría en el Cerro Cordillera,

sobre una pendiente de unos setenta grados y un trayecto de casi treinta metros,

que trasladaría unos quince pasajeros todas las veces que fuera necesario
37

durante el día, para poder subir sin dificultad desde el puerto hasta las viviendas

extendidas sobre las laderas de la colina.

No se había equivocado en su apreciación de que en Valparaíso lo esperaba

una esfera de luz que pondría coto a sus males. Lo que su cuerpo no le permitía,

lo haría una máquina de la cual, en parte, sería su constructor.

Ahora había sido un hijo, y no un mujer, quien le ofrecía una nueva

posibilidad a su vida. Si bien este hecho le producía alegría, porque su hijo sabía

y compartía lo que él quería, también le producía a su vez vergüenza, porque al

saber lo que quería quedaba en evidencia ante el muchacho, y por extensión al

mundo, por ser su hijo su propia extensión, su deseo, al que consideraba

infantil, como a casi todos sus deseos.

Con el tiempo, el deterioro de su cintura impidió que pudiese caminar.

Tuvo que recurrir a una silla de ruedas. Al principio pudo trasladarse con la

silla por su propios medios. Cuando sus brazos se entumecieron, comenzó a

necesitar que la mestiza y su hijo lo trasladasen. Casi todos los días, les

solicitaba que lo llevasen hasta un lugar desde donde pudiera apreciar la bahía

en toda su amplitud . Al mirarla, con atención, sus ojos se llenaban de luz. Una

luz a través de la que observaba, sobre todo desde octubre hasta abril, varias

veces al día, los matices del azul, del ocre, del celeste, del verde y del gris, como

Monet en su jardín contemplando los nenúfares.


38

Sábado a la tarde.

La tarde de ayer en Chascomús era tibia, casi sin viento. El sol nos

alcanzaba cada vez que se insinuaba entre las nubes, y las aguas de la laguna,

como casi siempre, permanecían calmas. Entre Marco, Manuel, el hijo de mi

mujer, y yo, logramos atrapar casi una docena de pejerreyes, durante seis horas

de pesca, apenas interrumpidas para comer apurados, bocaditos de verdura,

trozos de pan con queso y tomar unas gaseosas, como si fuésemos jornaleros.

Por suerte, los peces no resultaron pequeños. Les había prometido, al llegar a la

laguna, que lo que pescáramos lo comeríamos a la noche, asándolo suavemente

a la parrilla. Marco y Manuel, parecían entusiasmados y yo, entusiasmado por

su entusiasmo, que si bien no es el mismo queda emparentado por cuestiones de

sangre y de amor.

Gabriela, tuvo que hacer sonar la bocina de nuestra camioneta de manera

insistente para que la escucháramos. No tanto por el bullicio que genera la

abundancia de pescadores y paseantes, los sábados a la tarde en el muelle, sobre

todo a principios de la primavera, sino porque de lo único de que estábamos

pendientes los tres, era de recoger las líneas de nuestras cañas con sus boyas

que flotaban sobre las aguas.

-¿Cómo anduvo esa pesca, señores?


39

-Bastante bien -respondimos al unísono, como si la respuesta estuviese

preparada.

-¿Cómo anduvo ese paseo, señoras?-pregunté yo.

-Bastante bien, también-respondió ella.

Sofía, abrió la puerta de la camioneta para venir al encuentro de los

pejerreyes y de nosotros. La abracé para después alzarla y mostrarle nuestra

cosecha. Se rió. La apoyé sobre el piso del muelle y me dirigí hacia la puerta

trasera de la camioneta para sacar la silla de ruedas con rapidez y colocar sobre

ella a Francesca, que, por el movimiento de agitación que hacía con los brazos,

parecía querer estar con sus hermanos.

-A las cuatro hay una visita guiada en la estación. Van a contar la historia de los

ingleses que construyeron el Ferrocarril del Sud. Tal vez mencionen a un tal

“Mister Lomingthon”.

-No sé si cuentan con tanta información, los de la “Academia de Historia de

Chascomús”.

-Es probable que no cuenten con “tanta información”, los de la “Academia”. La

única forma de corroborarlo, es escuchar el relato. Sin pruebas no es válido

hacer veredictos.

-Es cierto. Yo no pretendo acusar a nadie. Es sólo un comentario. Me parece

bárbaro que haya gente que se interese en contar nuestra historia. Seguro que lo

hacen con el mismo entusiasmo con que “Mister Lomingthon” proyectaba el

recorrido del Ferrocarril del Sud.

-Podríamos hacer la visita guiada con el mismo entusiasmo de los pescadores,

que lanzan sus líneas, sin garantía de los resultados de su tarea.

-Con el entusiasmo de pescadores de una docena de “peces reyes”, la haremos.


40

-Son las cuatro menos cuarto, si nos apuramos llegamos-nos dijo, me dijo

Gabriela, con una sonrisa y los ojos bien abiertos, reafirmando su interés.

La mención de “los ingleses”, en particular de Lomingthon, me trajo el

recuerdo de cuando mi padre, en mi adolescencia, al verme llegar a mi casa, le

decía a mi madre “al fin llegó el mister”.

II Algo como el viento


41

Durante la primera entrevista en el centro de rehabilitación, para chicos

con discapacidad, que terminamos por elegir, la responsable del área de

estimulación temprana, luego de un largo interrogatorio, se puso a jugar con

nuestra hija, para mi asombro, como si fuese un bebe normal. La sentó en el

piso, le tomó las manos para ponerse los dedos en su boca, haciendo que se los
42

comía y, como si fuera poco para terminar de sorprenderme, comenzó a hablarle

cantando. La escena me resultó un tanto exagerada. Pensé que me querían

vender “el gran método terapéutico”. Lo deseché a pesar de la insistencia de mi

ex mujer. “Es lo mejor que hay y vos lo descartás. Ya intentamos con métodos

conductistas, con terapias corporales. Ninguno nos convenció. Probemos con

este, me lo recomendó mi analista ,¿qué te cuesta?” me decía, una y otra vez sin

lograr convencerme.

Meses después, luego de noches sin dormir en las que pensaba qué hacer

con mi hija, angustiado por no encontrar respuesta, y dándome cuenta de que

me alejaba cada vez más de ella, decidí volver a esa institución. Tal vez en ese

“circo” encontrara la solución.

Cada una de las sesiones, tres por semana, durante los primeros meses

exigía la presencia de ambos padres. Lo que en un principio me había parecido

estéril, comenzó a resultarme fructífero.

Al poco tiempo de empezar el tratamiento, también nosotros comenzamos

a musicalizar cada frase con la que nos dirigíamos a nuestra pequeña. La

música, en verdad, nunca me resultó indiferente. A mi padre, que ni cantaba , ni

tocaba ningún instrumento musical, le gustaba despertarme los domingos muy

temprano, con una variedad de discos, en particular de tangos, acoplados con

algunos de folklore, canciones napolitanas y zarzuelas. Cuando comencé la

adolescencia él intercalaba los discos de rock que yo escuchaba, como una

manera de comunicarse conmigo. Sin darme cuenta, fue la forma de

relacionarme con mi hija una continuidad de la que mi padre había tenido para

conmigo. Francesca, comenzó a entusiasmarse con ese envoltorio que recubre a

las palabras que le dirigíamos: la voz de su madre y la mía en forma de canto.

Una alternativa de comunicación posible con ella, que se mantiene en el tiempo.


43

Es un silbido con el que anuncio mi llegada antes de abrir la puerta de donde

ella se encuentre, para nombrarla y nombrarme; o una melodía que anticipa y

pone en acción lo cotidiano: lavarle la cara, cepillarle los dientes, llevarla hasta

su cama, subirla al auto para ir de paseo. Una melodía que determina un espacio

común para los dos. Es una canción que me gusta, cantada para ella y para mí,

que va conformando lo compartido.

La música fue circunscribiendo una de las particularidades de nuestra

relación. Como un cristal candente, que en su estado líquido, recibe el aire

soplado a través de un tubo y se va consolidando en busca de una forma. Si no

resulta lo esperado, existe, siempre que haya oxígeno en nuestros pulmones,

otra posibilidad de intentarlo. El elemento producido tendrá el sello de lo frágil,

al igual que la comunicación con Francesca. Fragilidad que pone de manifiesto

tanto sus limitaciones, como las mías, por ser padre de esa fragilidad. A veces,

siquiera logro alcanzar la condición más frágil del estado sólido, como sucede

con las pompas de jabón, de líquido recubierto por gas que inevitablemente se

diluye de inmediato por su carácter de efímero.

Por su condición neurológica mi hija tuvo que ser internada en muchas

ocasiones: por convulsiones, por fracturas, por problemas respiratorios, por

estudios diversos y por intervenciones quirúrgicas. En una de esas tantas

internaciones, en esa ocasión por una neumonía, su vida corrió peligro. Una de

las noches, en la fecha de de mi cumpleaños, que me había quedado a cuidarla,

un enfermero que controlaba la saturación de oxígeno en su sangre, en medio de

la madrugada, me dijo “no está saturando nada bien, se va hacer necesario

derivarla a terapia intensiva”. El impacto de esa información me dejó en un

estado de pasmosa resignación. A la hora, dos médicas de terapia solicitaron


44

hablar conmigo. Una de ellas, me explicaba la complejidad del cuadro clínico

“un pulmón está colapsado, no funciona. El otro lo está haciendo parcialmente.

Se hizo necesario colocarle un respirador artificial y por lo tanto que

permanezca en terapia intensiva el tiempo que requiera hasta que los pulmones

funcionen nuevamente por sí solos. Si me va a preguntar si hay riesgo de vida, le

tengo decir que sí”. La otra profesional, que oficiaba de acompañante, asentía

con gestos las explicaciones dadas por su colega. Sentí, en ese momento, la

necesidad de traducirlos, intentando más que darle racionalidad a lo que no

terminaba de entender, a tratar de anular la angustia que comenzaba a

desbordarme, como si pensar en lo que le podía pasar a los médicos pudiera

transferir mi a angustia otro, o al menos hacerla desaparecer por un rato “Lo

siento, sé lo preocupado que debe estar. El cuadro es realmente grave. La vida

de su hija corre peligro. Es doloroso para usted porque es el padre y dificultoso

para nosotros, los médicos, tener que explicar este tipo de situaciones. Haremos

todo lo que podamos hacer. Es una situación penosa, muy penosa. Ella es

chiquita. Tiene problemas neurológicos. Muchos de estos pacientes no logran

superar estas instancias. No queremos decirle que se va a morir, pero la verdad

es que no lo sabemos. Es una posibilidad. Lo acompañaremos. Hable con su

mujer. Si está separado, como creemos, con la madre de su hija. Esto es todo lo

que podemos decirle, mejor dicho expresarle con gestos. Se trata, entiéndalo

bien, de que usted lo deduzca, porque si nosotros, los profesionales, le decimos

todo lo que pensamos, nos angustiamos. No es nuestra hija, es la suya. Es la vida

o la frase que más se ajuste a su parecer. Si bien nada es adecuado en

momentos como este, rece, llore o compártalo con alguien. Hable con un cura si

es creyente, con su psicólogo si es que hace terapia, con un amigo o un familiar.

Pero lo más importante es que en este momento está viva”.


45

-Creo que entiende lo que le queremos decir.

-Gracias por la explicación. Comprendo perfectamente lo que me están

diciendo.

Antes de terminar de agradecer, no sé qué cosa, comencé a sentir que el dolor

me atravesaba. Como si dos espadas se clavaran en mi cuerpo, una desde el

centro de la cabeza hasta las entrañas, y la otra de lado a lado mis costillas. No

pude siquiera ponerme a llorar. Manifesté, frente al personal médico, cierto

temple frente a la situación, no tanto debido a mi entereza como a mi parálisis.

-¿Le podemos poner un grabador con las canciones que escucha, y traerle la

muñeca con la que duerme para que no se sienta tan sola, en un lugar tan

extraño? Dicen que puede servir para la recuperación.

-Por supuesto. A veces sirve. Hágalo.

Para mí, las canciones que creía que le podían servir y servirme eran las

que le cantaba. Nunca había grabado una canción para nadie. Así fue como

sentado frente a un grabador canté para ella algunas temas de María Elena

Walsh, pedazos de canzonettas napolitanas, un par de tangos, y algún tarareo

improvisado. Una manera de estar presente en un lugar donde las visitas, dado

que la condición de acompañante está vedada, sólo pueden hacerlo durante dos

horas al día. Mi música, mi voz, intentaba hacer presencia en mi hija sin estar yo

presente, teniendo que soportar verla intubada, inconsciente, con vías que

ingresaban a su cuerpo con suero, sedantes y antibióticos. Cuando su vida

estuvo en riesgo y todo era espera y esperanza, en ese momento de paréntesis

entre dos posibilidades, la de que siguiera viviendo y la de que no, y no

encontraba palabras, fue la música.


46

En esos días de vigilia, en los que compartíamos horas, en el centro

médico, con familiares y amigos, mi hermano mayor me trajo un libro de

relatos. Una antología, de esas que publican pequeñas editoriales, con textos de

autores noveles. Cuando comencé a hojearlo, me detuve en uno que llamó mi

atención por su título “Yumba”. Una historia con tres protagonistas (un abuelo,

un padre y un hijo), de la cual podría decir también “fue la música”. No sé si

hubo alguna intención en mi hermano al darme ese libro que contenía ese

relato, dado la situación que atravesaba; si fue el azar, o mi necesidad de una

historia, como la que imaginé encontrar en una biblioteca de Banfield, en otro

momento tan fuerte de mi vida.

El nieto llamaba Yumba a su abuelo, apodo que compartía con su

hermana, sus primos y chicos de la cuadra, en el barrio de Villa del Parque. Si

bien Yumba no estaba exento de cierta connotación burlesca, su nieto se lo

había puesto por la afición y "devoción sagrada", según su padre, por ese tango.

El abuelo denominaba “el maestro” al autor de la “Yumba”, en un sentido que

excedía el de la música, abarcando también el de las ideas políticas, en este caso

el comunismo, con un compromiso absoluto, del autor, hasta convertirlo en una

filosofía de vida. El apelativo se le ocurrió al nieto, cuando su abuelo dejó de

sentarlo sobre su muslo derecho para hacerlo cabalgar al ritmo de la “Yumba”

en el patio de su casa. El abuelo golpeaba con fuerza el talón derecho para luego

levantarlo unos pocos centímetros del suelo, acompañando el movimiento con

la elevación del brazo izquierdo en forma de letra “ve”, con el puño apretado

cuando se dirigía hacia arriba y adelante, aflojándolo cuando volvía a la posición

inicial. Repitiendo una y otra vez “yum-ba, yum-ba", "el primer movimiento
47

fuerte, el segundo débil”, arrastrando en la pronunciación la “erre” de "fuerte" y

la “e” de "débil", haciendo casi desaparecer la “ele” final como si bajara el

volumen. La seriedad y convicción con la que su abuelo realizaba esta actividad,

le hacía imaginar al nieto, por momentos, la presencia de una orquesta, con

músicos de que iban saliendo de las distintas habitaciones que daban al patio,

hasta ubicarse delante de ellos. El nieto quedaba, de alguna manera, por ser su

cuerpo el destinatario de ese movimiento, convertido en la “Yumba” misma.

-Los que saben de música, no sólo de tango, mi pequeño, dicen que el maestro

tiene que tocar en el Colón. Si estuvieron Strauss, Toscanini y Stravinsky

¿porqué no va estar él?, lo pide el pueblo, se lo pedimos a las autoridades. “El

maestro” está grande y yo también.

-Me gustaría, ¿sabés cuánto me gustaría?. Basta de música por ahora a ver si te

empiezo a aburrir con esta cantinela.

-Abuelo, nunca me aburre escucharte.

El abuelo comentaba haber estado preso por comunista. Cuatro veces, por

unas semanas, en el gobierno de Perón, y una, de casi diez días, en la Revolución

Libertadora. Nunca hacía referencia a cómo lo había pasado, ni dónde había

estado preso. “Eso no es importante” decía para concluir con una larga frase,

que ya todos en la familia conocían, casi de memoria “el hombre fue medio hijo

de puta, pero los de la Libertadora hijos de puta enteros, de pies a cabeza. No

era necesario derrocarlo, el hombre se venía cayendo sólo. Esos milicos

inventaron el mito de Perón porque él también era un milico. No hay nada que

agradecerles. Nada. Otra hubiese sido nuestra historia. Si se caía, se habría

terminado el peronismo para siempre. Quien te dice, no digo un verdadero

comunismo, pero tal vez un socialismo democrático con un país en serio, no de


48

macanas, como este. Sin el personalismo de los populismos, que siempre

terminan sometiendo al pueblo. Lo muestra la historia. Se tientan con el poder,

de derecha a izquierda: Franco, Stroessner, Hitler, Stalin, Tito. Con un milico al

fin y al cabo”.

El nieto no dejaba le preguntarle a su padre acerca de lo que el abuelo

callaba, "¿qué le pasó en la cárcel", "¿ por ser comunista, Yumba estuvo preso?".

El padre solía responderle: “en nuestro país, como en muchos otros, siempre

hubo y habrá gente que irá presa no por robar, no por matar, no por estafar,

sino por las ideas que tiene. En algunos casos hasta los han llegado a fusilar, o

peor, hacerlos desaparecer. El mundo ni es bueno, ni es malo. Es así. El abuelo

no quiere contar que estuvo preso en un barco. A ese barco subieron a la fuerza

a gente que pensaba como él. Comunistas, entre los que se encontraba “el

maestro” como él lo llama. Estuvieron a punto de matarlos a todos. Yo tenía

once años. Sólo recuerdo que la abuela estaba muy preocupada por que no sabía

adonde se lo habían llevado preso. A los dos días, cuando regresó a casa, ni ella

ni él nos comentaron nada. Una vez escuché que algo hablaba con unos amigos

pero en forma de clave. Nada más. Por eso, para el abuelo, para Yumba como

vos lo llamás, “el maestro” es algo más que el mejor músico, es más que un

hombre justo. Tal vez el abuelo exagere un poco, tal vez no haya sido tan así.

Pero una cosa es exagerar y otra mentir. El abuelo no miente. Yo tampoco.

Espero que vos hagas lo mismo. Aunque no sea partidario de exagerar, exagerar

a veces no est{a mal. Pero tenemos que diferenciar siempre una cosa de la otra.

¿Entendés?”

-¿Cuándo fue que lo iban a fusilar?


49

-Solo sé que fue durante la Revolución Libertadora.

-¿Y por qué no lo quiere contar?

-La verdad es que no lo sé. Quizás porque no quiere que piensen que exagera,

que miente. Quizás por que lo ponga triste.

-¿Y vos papá?

-¿Yo qué? A mí no me interesa tanto la política, y la música un poco. Cada uno

con sus gustos. Cada uno con sus cosas.

-Papá, la “Yumba” me está empezando a gustar, no se lo digas a nadie, me van a

ver como a un boludo. Al abuelo no se lo digas.

-¿Como un boludo, o como un chico raro? No importa, es lo mismo. El abuelo y

vos se llevan mucho mejor que lo que nos llevábamos el abuelo y yo.

-¿Qué carajo tenés que contarle lo del barco al nene?, sabés que no quiero que

se sepa ¡la puta madre que lo parió! Eso es algo mío, me pasó a mí. Vos no

disponés de mis recuerdos. Mientras viva no quiero que se cuente esa historia.

Yo sé por qué, y creo que vos también. Contale una historia tuya, alguna debés

tener y si no hay ninguna se la podés inventar que no sería mala idea. Cuando

voy a tu casa no entro a tu habitación y te reviso el placard. No te pregunto si te

acostás con otras mujeres, ni qué mierda hacés con la plata que ganás. Hacé tu

vida. El abuelo de tu hijo soy yo, no vos. Ocupate de ser padre, de ser un buen

padre que con eso ya tenés bastante.

-Disculpame viejo. Pensé que… como tenés una relación tan especial con él se lo

podía contar. Calmate , ¿por qué te pones así? Yo también me puedo enojar.

Puede ser, que si le interesa esa historia cuando sea más grande la investigue. Yo
50

tampoco lo tengo tan claro. ¿Qué te pasó a vos? Nunca quisiste contarnos,

mamá tampoco.

-Vos también podés averiguar qué pasó si te interesa. No creo que mi nombre

haya quedado registrado en alguna crónica de la época, ni siquiera en la sede del

Partido Comunista que a esta altura de la vida poco me importa ese partido. Con

volver a estar en democracia me alcanza.

-A mí no me interesa tanto que estemos en democracia. Sólo que a veces quiero

saber algo más de vos. Es cierto que ya no soy un pendejo. Soy padre y con eso

tengo bastante, como bien decís. Evidentemente no seguí tu forma de ser.

Somos diferentes. Vemos la vida de manera distinta. Tenemos gustos distintos.

Ni siquiera soy fanático de los “millonarios” como vos, sólo soy simpatizante ¡Te

fuiste a elegir justo al equipo que lo llaman de ese manera! Algún pecado,

aunque no creas en los pecados, tenías que tener. De los míos, mejor hablamos

en otra ocasión. No sé porqué te digo esto. Para finalizar esta conversación te

digo que no entiendo cuál es la razón para no querer contárselo.

No seas jodido con tu padre. Ya soy un hombre bastante grande. Me estoy

poniendo viejo para ser preciso. Dejame disfrutar de ser abuelo. No te metás con

eso. Correte, que si no te corrés es peor para vos. Y para terminar te digo que no

trates de quedarte con la última palabra ¡Estoy mucho más cerca de decir la

última palabra que vos!

-Papá, quiero aprender a tocar el piano. Me gustaría ser pianista.

-Me dejás sorprendido, hijo. ¿Estás seguro?

-Estoy seguro. Quiero ser pianista.

-Vayamos por partes. ¿A vos te gustaría aprender a tocar el piano, o fue algo que

te metió el abuelo en la cabeza?


51

-No, papá, Yumba no me dijo nada.

-Sigamos. Te dije que vayamos por partes. Si estás seguro o creés estarlo te

mandamos a lo de algún profesor para que aprendas. Después veremos. Si te

gusta, si tenés paciencia, si aprendés, si sos bueno tocando y querés seguir, tal

vez algún día puedas ser pianista ¿Seguro que el abuelo no Tiene que ver nada

con esto?

-No, nada de nada.

-Entonces hagamos un trato. Vos, no le decís nada al abuelo hasta que empieces.

Si se lo decís antes no te mando a estudiar piano.

-Me va a costar ¿Por qué no se lo puedo decir?

-Le vamos a dar una sorpresa. Cuando sepa que estás estudiando piano se va

poner contento. Pero cuando le digas que te gustaría ser pianista, se va a poner

tan contento como si le dijeran que “el maestro” va a tocar en el Colón.

- ¿Así que querés tocar el piano? Qué bien. Yo estudié piano algunos años y creía

que podía entrar en una orquesta. Pero dejé, sin dejar de pensar en el piano. El

piano manda. Es como el elefante en la selva. Cuando se tiene que hacer oír, se

oye. El piano le da calidad, intensidad y diversidad a la música. “El maestro” es

uno de los mejores pianistas argentinos, además de ser un extraordinario

arreglador y compositor. El piano tardó muchos años en aparecer como

instrumento musical. Primero empezó un italiano con la idea, pero lo que logró

no fue verdaderamente un piano. Luego vino un francés, Marius, que tampoco

consiguió que el instrumento fuera lo que es hoy. Hasta que como en tantas

otras cosas, muy buenas y muy malas, aparecieron los alemanes, Schoeter y

Silbermam ¡y ahí sí!, el piano termino siendo lo que es hoy. Te hablo como si

fuera tu profesor. Me entusiasmo. Ojalá te guste. La música te abre la mente y el


52

espíritu. Te da libertad. La música hasta te puede hacer feliz. Fijate lo que son

las coincidencias. Porque me gusta, porque es como un himno para mí, te

tarareaba “La “Yumba”. Te acordás “uno fuerte y otro suave” ¿Sabés de donde

viene la palabra piano?, del italiano, de "pianoforte". Así llamaron al

instrumento “los tanos” en un principio, que quiere decir “piano” despacio y

“forte” fuerte. Fuerte y suave yum-ba, yum-ba. ¿Te das

cuenta?

-Abuelo, voy aprender a tocar la “Yumba”. No lo vayas a decir porque me da

vergüenza. La voy a tocar primero para vos. Después para papá, mamá y mi

hermana. No se lo digas a nadie.

-Pasá, seguime. Este zaguán está siempre oscuro, espero que no pongas cara de

susto, como todos los que ingresan a esta casa. La bombita está quemada desde

hace no sé cuanto tiempo. No sé por qué, no termino de decidirme a cambiarla.

Pero en la casa hay mucha luz.

-Ya vi que hay luz, maestro.

-En la habitación del fondo está el piano ¿Es la primera vez que te vas a sentar a

un piano?

-Sí. No hay un piano en mi casa.

-Con el que vas aprender es un instrumento muy antiguo. Lo compró mi abuelo.

Es un piano alemán de cola, que empeñó una familia de Entre Ríos, que había

tenido mucho dinero. En esa época la gente dejaba objetos de valor en un banco

para que les dieran plata. Si devolvía lo prestado, más los intereses convenidos,

recuperaba lo empeñado. Si la persona no podía devolver ese dinero, o no le

importaba el objeto entregado, el banco lo ponía a remate y se lo llevaba quien

más ofertaba. El valor que se pagaba siempre terminaba siendo inferior al del
53

mercado. Mi abuelo que era alemán lo trajo para alegrar la casa. Para él la

música era alegría. Tenía la esperanza de que alguna de sus tres hijas

aprendieran a tocarlo. Ninguna quiso. Había quedado como un elemento

decorativo. Mi abuelo había comprado también un instructivo, un pequeño

manual de iniciación al piano. Todos los domingos, alguna de sus hijas le

prometía empezar con los estudios durante la semana. El tiempo pasaba y

pasaba. Se casaron, tuvieron hijos, hasta que un día decidí agarrar ese

manualcito y empecé a tocar el piano. Tenía casi la misma edad que vos. Me

gustaba escuchar música. En casa se escuchaban valses, tangos y de vez en

cuando música clásica. A mí, lo que más me atraía era la idea de mi abuelo: que

el piano tenía que ver con la alegría. Ahora pienso que quizás yo no era un chico

alegre, o no tan alegre como me hubiera gustado ser. Al principio trataba de que

no me escuchara nadie. No pensaba en tocar para los demás, para que dijeran

“mirá qué bien que toca este pibe”. Quería tocar para mí. Saber que tenía la

capacidad de hacerlo, en una familia en la que nadie, antes que yo, había podido

tocar el piano. Al principio, siempre tocaba cuando no había nadie en casa. Si

no estaba solo lo hacía casi acariciando las teclas para que apenas sonara,

aunque en mi cabeza el sonido era fuerte, como el que emiten los elefantes. Me

gustaba imaginar el recorrido mecánico que produce como resultado el sonido.

Cómo la pulsación de la tecla va haciendo subir la vibración por la cuerda de

metal cubierta de paño, golpeando unos martillitos para que el sonido empiece a

rugir dentro de la caja de resonancia para salir y llegar a cada rincón de la

habitación. Cuando toco, todavía creo que cada nota se cuela hasta meterse por

las rajaduras de las paredes de esta vieja casona, escapándose entusiasmada por

las hendijas de los marcos de las puertas y ventanas, pasando de habitación en

habitación, llegando hasta el fondo del jardín trasero para treparse a los árboles
54

hasta difundirse por las casas vecinas. Siempre alguno de los que escucha

sentirá una emoción, no importa cuál, si es alegría o tristeza, si es regocijo o

displacer, si es sosiego o intranquilidad. Imaginemos que ya estás tocando,

supongamos que en este momento hay unas veinte personas entre las que están

caminando por esta cuadra y las que están en sus casas. Algunas te van a

escuchar, pero a una, te lo aseguro, le va a pasar algo con eso que escucha.

-¿Cuándo empiezo maestro?

-Me parece que ya empezaste.

-¿Le parece?

-¿Te sentís cómodo sentado en el taburete?, ¿te da un poco de vergüenza

empezar a tocar un piano? Conocelo, hacete amigo. Hoy es la primera clase,

quiero que este piano también te conozca a vos. Acariciale las teclas, abrile la

tapa, si querés te ayudo a hacerlo. Fijate que tiene dentro. Apretale los pedales.

Sentile el olor a la madera. Andá probando con las dos manos. Subite y bajate

del taburete todas las veces que quieras. Durante esta hora y media el piano es

todo tuyo.

-¿Qué voy a empezar a tocar?

-Lo que quieras aprender a tocar está bien: Bach, Los Beatles, Sui Géneris, una

chacarera, un tango, un vals, Led Zepelin, Queens o Mozart. Cuando me digas,

me siento a lado tuyo y empezamos. En diez minutos vuelvo voy a prepararme

un té. Supongo que el té no te gusta.

-Más o menos. No tomo té, pero esta vez sí. Por favor póngale mucha azúcar

maestro.

Cuando Marco empezó a crecer, hubo un momento en el que se hacía


55

necesario explicarle que su hermana era diferente. Que no era como él. Que

nunca iba a poder caminar por sus propios medios, que asistiría siempre a otra

clase de escuela, que nunca hablaría como él, que su forma de manifestar alguna

incomodidad era el grito y que cuando estaba contenta también. Nuestra

esperanza y alternativa era que se acercara a su hermana mayor como si fuera él

su hermano mayor. Una inversión de lugares.

Explicarle para ayudarlo a intentar paliar el dolor y la vergüenza que

comenzaba a sentir por tener una hermana tan distinta a los demás. Poniendo

de manifiesto en ese intento, mi propio dolor y mi propia vergüenza por tener

una hija discapacitada, severamente discapacitada. Hablando con él sobre su

hermana, la diferencia aparecía de manera contundente. ¿Cómo explicarle a

alguien acerca de lo que resulta extraño, para que no le resulte tan extraño, sin

que termine resultando extraño a uno mismo? Una discapacidad explicada de

manera supuestamente objetiva, ponía en riesgo el lábil equilibrio de mi

relación con Francesca, que tanto me costaba construir y sostener. Al verla de

afuera, la distanciaba de mí. Sentía la explicación como una obligación de padre,

llena de contradicciones. Al fin y al cabo los hijos no se explican. Con el tiempo

supe que con los hijos las cosas funcionan más allá de lo que nos propongamos

con ellos, quizás sea esto lo más tranquilizador. Pero a veces esa tranquilidad se

desbarata por el peso mismo de la realidad. Y la realidad que menos podíamos

explicar era la de las convulsiones. Cuando Francesca sufría algún ataque

tratábamos de que Marco no presenciara la escena. La idea de protegerlo de ver

a su hermana temblando, con la mirada perdida y fuera de sí, como si estuviese

embrujada, era en vano. Cuando convulsivaba, corríamos mi ex esposa o yo

hasta el lugar donde él se encontraba para decirle “quedate tranquilo, tu

hermana tiene un pequeño malestar, es pasajero”, logrando sólo cargarlo de la


56

angustia que nuestros rostros y tono de voz expresaban. No nos dábamos cuenta

de que lo dicho como una mentira era verdad, al dejar de lado que toda

convulsión, por lo general, es pasajera. Pero quedábamos a merced de ese

embrujo por extenderse cada convulsión hasta los cimientos mismos de nuestra

estructura familiar. Por momentos me tentaba decirle que todo sucedía como en

los cuentos infantiles, en los cuales los personajes atraviesan situaciones

fantásticas donde un ser extraño los devora, o los transforma en algo no

deseado y que luego, mágicamente, se recomponen volviendo al estado previo,

con un final feliz. Tal vez, no habría sido una mala idea contarle que cuando

Francesca tenía una convulsión se convertía en la protagonista de un cuento que

siempre terminaba bien.

Marco, por suerte, fue asumiendo las convulsiones como algo que

acontece a unas pocas personas, con un comienzo y un final, casi dejando de

lado el carácter de espectacularidad que tienen, sabiendo que no es necesario

detenerse a mirar para impresionarse quedando atrapado en una escena

fascinante, como la gente que se detiene a contemplar un accidente de tránsito.

La música era y es lo que mejor comparten. Por momentos, me parecía que

gustaban de las mismas canciones al verlos más unidos que en otro tipo de

actividades. La música permitió, creo, que él se diese y nos diese una alternativa

cuando ocurrían los episodios. “Papá, ahora ella está bailando una canción que

no le gusta nada. Ojala que la escuche bajito esta vez y que sea corta. Es una

canción para ella sola. Si yo la tuviera que escuchar me taparía los oídos. Saldría

corriendo. Ella no puede taparse los oídos, ni salir corriendo. La escucha hasta

que termine ¿qué otra cosa puede hacer? Después se va a reír de nuevo. Mi

hermana tiene un disco en la cabeza que sólo ella puede oír y la hace bailar
57

como a una loca. Debe quedar mareada y con ganas de vomitar después de

bailar así. Pobrecita, me da pena que le pase eso. Pero es original”.

Lo que decía Marco me calmaba. Sus ocurrencias me hacían pensar en la

música de Bela Bartok, desagradable a mis oídos, sin que por ello me resultase

ajena. Es una música de fuerza, de energía, de ritmos asimétricos y disonantes,

como las convulsiones de mi hija. Bartok, investigó el folklore de procedencia

gitana de su país. ¿Qué podría haber leído en la palma de mi mano una gitana

ese 24 de junio cuando nació Francesca?

-Va muy bien tu hijo con el piano. El otro día, me crucé en la calle con el

profesor y nos quedamos charlando un largo rato. Hace años que nos

conocemos. Te podrás imaginar que hablamos bastante de política, de fútbol, de

música y de cómo va la vida de cada uno. No quería preguntarle por el nene.

Esperé que saque el tema, y por suerte lo hizo. Me dijo “no estoy todavía

totalmente seguro de que tenga talento, pero sí que tiene oído y un entusiasmo

que todavía no sabe que se llama pasión. Me llamó la atención su interés por

saber cómo tocaban los clásicos. Me preguntó a qué edad empezó a componer

Mozart. Enseguida pudo hacer muy bien un tema de los Beatles. Lo seguro es

que será un muy buen pianista”. ¿Sabés que fue lo que más me asombró? Que

cuando le preguntó, si yo, que soy un fana del tango y pondero la orquesta del

“maestro”, lo había inducido al piano, el nene se quedó callado. Me dijo “Se le

puso la cara roja como la cresta de un gallo, como si lo sorprendieran en un acto

íntimo, infraganti”. Como te podrás imaginar, me quedé callado la boca.

También comentó que “Algo le pasa con el tango. Es lo que más curiosidad le

produce. No digo que se hará tanguero, pero la curiosidad, por decirlo de alguna

manera, te va llevando. La curiosidad es una virtud, una de las mejores que se


58

pueda tener” me dijo. Por supuesto que no le dije que el nene quiere tocar la

“Yumba” para mí. La verdad, es que quedé sorprendido por lo que dijo. Me

gustaría que sea pianista. Me sentiría orgulloso de él. Supongo que vos también.

-Papá, que haga lo que a él le guste. Coincida o no con mis expectativas o

valores, como prefieras llamarlo. Creo que tenés demasiada influencia sobre él.

Por momentos pienso que querés ser vos el padre ¡Sos el abuelo, papá! Me enojo

mucho cuando lo pienso. Conmigo no te comportaste de la misma manera.

Fuiste duro, exigente y un tanto distante. Me pusiste cara de orto cuando te

comenté que iba a estudiar ingeniería; llegaste cuando terminaba la ceremonia

el día en que me recibí, no tengo una sola foto con vos cuando me dieron el

diploma. De eso no me olvido. Cuando te presenté a la que sería mi mujer vi en

tu cara una expresión de “¿con esta mina te pusiste de novio?”. Me llenaste la

biblioteca de autores rusos cuando recién comenzaba la escuela, nunca le diste

bola a mis pedidos de libros sobre aviones y sobre máquinas. Pero todo cambió

cuando nació el nene. Cuando nació la nena casi ni pelota le diste. Con el nene

te transformaste. Tenías un entusiasmo que nunca te había visto, venías a casa

casi todos los días. Si va a ser pianista que lo sea, sino será otra cosa. Lo que

quiera o lo que pueda. Como todos. Yo te respeto aunque no comparta tus

opiniones sobre la mayoría de las cosas de la vida. Respetame vos a mí,

entonces. No me desdibujes ante mi hijo. Si querés reparar con él lo que hiciste

conmigo, o mejor dicho lo que no hiciste, lo entiendo. Pero no lo acepto.

-Disculpame, hijo. A esta altura es difícil cambiar. Puedo entender, que tengo

una buena relación con el nene que vos no tenés. Es más fácil ser abuelo que

padre. Reconozco los errores que cometí con vos, y me banco que los pongas

sobre la mesa. De esos errores, que te aseguro fueron involuntarios, podrías

aprender vos. Todos somos libres. Ya sé que me vas a decir “hasta un punto”. Es
59

cierto que siempre algo nos condiciona. La idea es intentarlo. Tu hijo será lo que

será, más allá de lo que a mí me guste para él. Más allá de mis propias

frustraciones. Le tocó este abuelo y este padre. Peleándote conmigo no vas a

ganar nada, o sí. Podés ganar rencor, una de las palabras más putas que existe.

Aunque tal vez sea como dice el tango “rencor, mi viejo rencor, tengo miedo de

que seas amor”.

-Hijo de puta. ¡Sos un hijo de puta!. No sé si me voy a poner a reír o a llorar. O

las dos cosas al mismo tiempo.

Siempre les digo a las personas que cuidan a mi hija, que si van a intentar

jugar con ella , lo hagan porque tienen ganas. Siempre les pido, les exijo, que

sean espontáneas. Como si yo no buscara, muchas veces, forzar los encuentros

con ella. Ya sea por una exigencia de hacer todo lo posible, sin saber hasta

dónde llega todo lo posible, ya sea para mitigar mi angustia cuando la percibo

colgada en su mundo. Pero donde más hago hincapié es con la música. “Cantale

lo que te plazca, no importa qué, pero que te guste a vos. Ponele un CD que te

agrade. Elegí entre todos los que hay en esta casa, el que te parezca”. Francesca,

casi con seguridad, inclinará su tronco hacia adelante sentada sobre su silla de

ruedas, como si intentara acercarse a lo que está sonando, balanceándose, como

si lo hiciera al compás de la música, que por lo general termina por tener un

efecto sedativo. La receta puede que resulte, pero no es infalible.

No siempre tenemos ganas de escuchar música o de compartirla. Además

la música puede tener magia pero no es mágica, lo que sí podemos decir es que

acompaña, a veces más, a veces menos. A veces no queremos o no podemos

percibir su presencia pero allí está, hasta que una combinación de notas nos

sorprende y empezamos a escucharla.


60

En los paseos que hacemos en auto, en familia, muchas veces cantamos

para ella. Ese es el punto de partida, luego la música nos va haciendo olvidar por

qué cantamos. El placer por hacerlo va dominando la escena.

Al poco tiempo de conocernos jugábamos con mi ex mujer, en el viaje de

regreso de una salida de domingo, o de un día feriado, a que en el asiento

trasero estaban los tres hijos que pensábamos tener. Los suponíamos a veces

cansados a punto de dormirse, a veces excitados por la intensidad con la que

habían vivido el paseo, a veces aburridos por la duración del viaje de vuelta.

Siempre aparecía una canción para cada una de las alternativas. El canto se nos

había perdido, a partir del diagnóstico dado por el neurólogo. Por suerte,

pudimos recuperarlo. Se mantiene como resabio de mi primer acercamiento a la

paternidad y lo mantengo cuando salimos en familia, sin que mi actual mujer

sospeche lo que significa para mí. Tal vez sí lo sepa.

Que le canten, que le cantemos. Cantamos para ella y terminamos

cantando para todos y para cada uno. Como en los juegos con hilo que

realizábamos con mi mamá y mis hermanos en mi infancia. Colocábamos las

manos puestas hacia arriba, enfrentando las palmas, dentro de un cordel atado

previamente en sus extremos, sumergiendo primero los dedos por debajo de la

cuerda, a excepción de los pulgares, para que cada mano quedase enlazada, a

una distancia no mayor a los veinte centímetros. Luego de tensar

suficientemente la piola, introducíamos el dedo anular de cada mano por debajo

del lazo de la palma opuesta para configurar, como resultado del movimiento,

visto de frente, un cruzamiento que conformaba una letra equis. Recién

entonces, dábamos paso al siguiente participante quien debía tomar con la

punta del índice y el pulgar el punto de intersección para extenderlo con

cuidado hacia los costados e introducirlo, desde arriba, dentro del rectángulo.
61

Quien tenía el cordel, debía soltarlo con sumo cuidado para dar paso a la figura

que generaría el segundo participante con sus índices y pulgares, extendidos y

hacia abajo. Nuevamente se conformaría una letra equis, ahora, vista desde

arriba. Cada figura obtenida daba pie a otro jugador. En la búsqueda, alguno se

quedaba con una madeja imposible de ser conformada de manera alguna. El

juego, que requería de la mayor atención, estaba más centrado en el disfrute, y

por lo tanto en la repetición impredecible, que en la búsqueda de un ganador.

-¡No lo puedo creer! Lo acabo de escuchar en la radio. Se va a dar ¡Lo voy a

poder ver!

-¿Qué pasa, papá?

-El “maestro” va a tocar en el Colón. Voy a empezar a gritar por el barrio “al

Colón, al Colón”, casa por casa. Voy a golpear las puertas y decírselo a todos. Se

va hacer justicia. Hay cosas que pensás que nunca van a pasar y pasan. Es así

nomás.

-Me alegra por vos.

-¿Por mí sólo? Alegrate por todos a los que les gusta la música. Alegrate por la

gente que esperó más de cuarenta años que esto sucediera. Alegrate de que

nuestro país decidió, de una vez por todas, homenajear al “maestro”. Me siento

orgulloso. Será porque estamos en democracia, en una verdadera democracia. Y

qué cosa más democrática que la orquesta del “maestro”. Ya sé que te lo dije una

y mil veces, el “maestro” es el único que reparte de manera igualitaria lo que

cobra la orquesta. ¿Entendés lo que eso significa? Él, que es el mejor cobra lo

mismo que los otros. Ni los rusos, ni los cubanos, ni siquiera los chinos hacen

algo así.

-¿Cúando va a tocar?
62

-El 26 de diciembre.

-No vas a empezar desde ahora a hincharle al nene con el tema. Faltan casi seis

meses. Si empezás así no sé cómo vas a estar un par de días antes del Colón.

-Puedo controlar mis emociones. Tan sólo estoy manifestando mi alegría y mi

sorpresa.

-Puede ser que sea como decís.

-Sos jodido. No pido ni que compartas lo que siento porque es algo personal, ni

que pongas en el balcón de tu casa un cartel que diga “el 26 de diciembre toca el

“maestro” en el Colón, si no vas sos un gorila, tenés una piedra en el alma y

corchos en los oídos, y además sos facho, los milicos te hicieron mierda la

cabeza”.

-No me pedís nada. Lo que decís con sarcasmo es lo que pensás. Yo no estoy en

ninguno de los dos bandos.

-¿De qué lado estás entonces?

-Del lado de los que reconocen que “el maestro” es un gran músico, que es un

ejemplo de coherencia, casi una excepción de conducta pública, lo que no es

poco. Estoy del bando de los que creen que el fanatismo es la tragedia de este

país. Yo no soy fanático de nada, ni de los “millonarios”.

-Un poco de pasión no te vendría mal. ¿De dónde sacás que la pasión conduce al

desastre? Es una posibilidad, una de tantas, pero nunca en el arte. La pasión en

el arte da libertad a las personas. La pasividad, la falta de pasión por este país

fue generando el campo propicio para la violencia. “Algo habrán hecho”, fue la

frase que le metieron los milicos en la cabeza a los pelotudos de la clase media,

para justificar que asesinaban a pendejos. Los de la “alta” no se la creían, en el

fondo estaban de acuerdo, porque les convenía a sus intereses económicos.


63

-No quiero discutir de política con vos. ¿Tanto te cuesta entender que me

parezca bueno que algo tan anhelado, tan importante para vos, se haga

realidad? No le des una vuelta más, no la tiene. Para un ingeniero una pieza de

menos puede ser un gran problema, pero una demás lo puede estropear todo. Lo

preciso no es ni bueno ni malo. Así entiendo las cosas. Y lo preciso es que el 26

de diciembre de este año “el maestro” tocará en el Colón. Es un acontecimiento

objetivo. Tu entusiasmo que raya casi en la exageración, es una cuestión

subjetiva. Lo acabás de confirmar.

-¿Cómo va la fábrica hijo?

-Bien. Me iría mejor si fueran un poco más serios los que nos gobiernan. Perdón

por hacer este tipo de comentarios. Soy un boludo. Si sigo haciendo este tipo de

comentarios no la terminamos más.

-Tranquilizate. Ya te entendí. Me alegra que te vaya bien con la fábrica que es lo

que más querés en el mundo. Y no es una crítica.

-Venite la semana que viene. Hace mucho que no te pegás una vuelta por la

fábrica. Llegá cerca del mediodía, te muestro la máquina que acabamos de

comprar, y nos vamos a almorzar.

-Yumba ¿querés que vaya a sacar las entradas?

-No. Dejá. Voy yo.

-Dejame ir a sacar las entradas, abuelo. ¿Cuántas veces fui solo, a comprar

plateas para ver a los “millonarios” este año?

-Una cosa es sacar entradas para ver un partido de fútbol, y otra muy distinta. es

ir a sacar entradas para ir a ver al “maestro” al Colón. La verdad es que quiero ir

yo a sacar esas entradas.

-¿Por papá?
64

-No sólo por tu padre.

-¿Por qué entonces?

-Tu papá cree que quiero convertirte en un concertista de piano, y en un

vanguardista del tango. Realmente es un verdadero disparate ¿Quién soy yo, un

dios del Olimpo que va a decidir tu destino? La verdad es que se ha generado un

tironeo. Eso no es bueno. Yo soy el padre de tu padre. Los padres tenemos

responsabilidades sobre nuestros hijos muy distinta a la de los abuelos. No

quiero que se enoje ni que se mortifique, por una pavada. Además esto del

Colón, es algo muy mío.

-¿Y si vamos los dos? ¿No querés que te acompañe?

-Vos ya me acompañás bastante. Esto es distinto. Yo voy a ir con un amigo y

saco cuatro entradas. Si tu papá quiere venir que venga. Si quiere que vayas con

él mucho mejor, si quiere que vengas con nosotros también. Preguntale a tu

padre. Yo saco cuatro entradas y si sobran veré que hago.

-Yumba, yo quiero ir. Voy a ir. No vas a sacar ni una entrada demás. Papá va a

ir. El te quiere aunque se peleen. Si no te quisiera no discutiría tanto con vos. Te

vuelvo a decir, si puedo sacar entradas para ir al Monumental, puedo sacarlas

para ir al Colón. Me gustaría ir el Colón.

-Pará mocoso. Pará. Para el Colón, si es que llegás, te falta mucho, muchísimo.

Recién estás aprendiendo a tocar. Por lo que sé, te va bastante bien, mejor de lo

esperado. No te apures, que vas a desafinar. A veces creo que el fútbol y la

música tienen más en común de lo que se cree. Un buen jugador, uno realmente

bueno, juega para el equipo, sabe sorprender, parece que va para la izquierda y

va a la derecha, coloca la pelota donde los contrarios o el arquero no la esperan.

Trata el balón con suavidad, con precisión o potencia de acuerdo a la jugada. No

hace una de más. Con los buenos músicos pasa lo mismo. Saben cuándo estirar
65

una nota, cuándo acortarla o superponerla con otra. Crean melodías que

sorprenden al oído, nunca son monocordes. Unos y otros, buscan una estética.

El “maestro” lo es por su maestría musical. Sus versiones de “La Mariposa”;

“Canaro en París”, “El Marne”, “Desde el Alma”, “Mala Junta”, “Chiqué” son

distintas, porque él es un jugador distinto. Es como si te sacara un tiro de gol

desde cuarenta metros cuando todos esperaban el pase, o hace un pase justo,

con suavidad, por entre las piernas de los contrarios. Practica siempre un fútbol

que busca la belleza y la encuentra. Es creador de jugadas memorables como “La

Yumba”, “Negracha” o “Recuerdo”. “El maestro” anticipó el futuro del tango, ese

que interpreta Piazzola. Te digo más, en “el maestro” se puede sintetizar todo el

tango. Viniendo más hacia acá tenemos a los Beatles, otros genios. Escuchás

diez temas de esos tipos y todos son distintos, no se repiten y siempre suenan a

los Beatles. Nunca exageran una melodía, siempre va la que tiene que ir. Cuando

llegaron al máximo de lo que podían dar se retiraron como equipo. De seguir

hubiesen sido cuatro tipos haciendo cada uno la suya. Fijate en Mozart. Hasta

en Sui Géneris los temas no se parecen y siempre tienen lo justo.

-Me hacés acordar al profesor. Él me habla de que para empezar da lo mismo

Mozart, Los Beatles o Sui Génesis ¿Vamos a ir juntos a buscar las entradas?

-Vamos. Si después viene tu padre, mejor.

-¿Te parece salir tan temprano papá? ¿Por qué a las tres y media de la tarde? Va

a hacer mucho calor, son días con el sol a pleno. Tenemos las entradas.

Llegando una hora antes de las ocho está bien.

-Tal vez, el camino que recorra hasta el teatro sea más largo que el tuyo, aunque

vivamos casi a la misma distancia del Colón. Me voy a ir caminando con mi

amigo, son unos ocho kilómetros, ya hice el cálculo. En dos horas y media, a lo
66

sumo tres, llegamos, las piernas todavía me responden. Salimos desde avenida

Triunvirato y Congreso, seguimos hasta El Cano, doblamos en avenida Álvarez

Thomas, y vamos derecho hasta Lacroze, ahí hacemos la primera parada.

Tomamos algo fresco y descansamos un poco las piernas. Después por Aniceto

Vega, continuando por Paragüay. Siempre derecho. Cruzamos Callao y ya

estamos. Volvemos a parar en un barcito cerca del teatro para ver llegar a la

gente, mirar las expresiones de sus caras, y escuchar los comentarios previos.

De chico cuando se jugaba un partido importante siempre salía temprano. No

tanto para mirar la reserva, que de verdad valía la pena verla jugar, sino para

apreciar cómo el estadio se iba llenando de gente, no te digo que las iba

contando de a una, pero casi. Ya cuando me acercaba al estadio comenzaba a

disfrutar del espectáculo. Pensaba como cada quien imaginaba que sería el

partido. Que hacíamos tres goles, que nos hacían dos. Que empatábamos sobre

la hora, o los pasábamos por arriba. Ingresaba con todas esos partidos

imaginados, aunque a veces me aturdía un poco la cabeza. Imaginate, tener

metidos en el bocho cuarenta, cincuentas encuentros diferentes. Te puede

parecer un poco loco que hubiese en mí medio centenar de hinchas, cada uno

con su jugada preferida o temida, cada uno con su cántico, cada uno con su

ilusión, sus frustraciones y sus broncas.

-Tenías un concepto bastante comunista del fútbol, pero no en el sentido de que

todos piensen lo mismo. Sino de cómo se conforma lo común. La confluencia de

lo individual con lo colectivo. Es raro cómo funcionan las sociedades. No digo ni

bien, ni mal, simplemente extraño. En el fútbol, tenés razón en eso, se puede

apreciar quizás uno de los mejores ejemplos. Te vas perdiendo en el todo

cuando vas a una cancha a alentar a tu equipo. Te vas disolviendo en esa masa
67

sin llegar a darte cuenta de que ya no sos vos mismo. Me parece que es así,

aunque yo nunca llegué a pederme en ese todo.

-Es algo así. La música tiene algo de lo que decís. No es lo mismo escucharla

sólo, que en un recital masivo.

-Dejámelo pensar. Podríamos hacer esa caminata juntos, que yo la llamaría

“peregrinación”.

-No. Ya te lo dí a entender. Es asunto mío. Las peregrinaciones son para los

peregrinos y vos no sos peregrino en esta oportunidad. Para acompañante ya

tengo a mi amigo. Y si tuviera que hacerla solo la haría igual. Ni siquiera espero

que venga el nene. Nos encontramos en el Colón, en la entrada de Tucumán a

las siete y media.

-El abuelo está raro, papá. Creía que lo iba a ver contento. Faltan cuatro días

para el Colón, y está metido para adentro. Me habla poco. Está distante.

-Se le deben mover muchas cosas con esta presentación del “maestro”. El abuelo

habrá sentido en algún momento de su vida que estaba para el “Colón”. Todos lo

creemos, por las razones que fuesen, más allá de si se justifiquen o no. ¿Sabés lo

que debe ser estar arriba de ese escenario? ¡Hay que bancársela! Es el lugar de

mayor reconocimiento y de exigencia. Tenés puesta la mirada de todo el país

sobre vos, la mirada de los que saben. No tenés posibilidad de equivocarte.

-No te entiendo.

-Quiero decir que es como si el abuelo subiera él también al escenario. Como si

tuviese que justificar ante todos sus convicciones. Como si se juzgara su

trayectoria, la de su vida, lo que hizo bien, lo que hizo mal, lo que no pudo o no

supo hacer.
68

-¿No estamos llegando tarde, papá?

-No hay casi tránsito. No me hagas apurar. No hace falta.

-Te estás pareciendo cada vez más al abuelo.

-Puede ser. Puede ser.

-¿Ya habrá llegado el abuelo con su amigo?

-No lo sé. Supongo que sí.

-Me habría gustado ir caminando con ellos pero el abuelo no quiso. Me habría

gustado haber venido los cuatro juntos. Como cuando vamos a la cancha.

-No vamos a la cancha. Calmate que ya falta muy poco, en diez minutos

estamos.

-No lo veo al abuelo. ¿No dijo que nos encontrábamos en la entrada de

Tucumán?

-A tu abuelo no lo veo pero sí a su amigo.

-¿Dónde está mi viejo?

-Me dijo que iba a dar una vuelta por los alrededores. Acá están las entradas.

Son para la quinta fila. Nosotros lo vamos a ver un poco más de atrás.

-¿Cómo que no vamos a estar los cuatro juntos? Tiene esa forma tan particular

mi viejo, que no puedo evitar empezar a enojarme.

-Quedate tranquilo. Estás con tu hijo que por lo que dicen, parece tener un

sentimiento para la música casi comparable con los que van a subir al escenario.

Disfruten del espectáculo. No se va a repetir algo así.

-El abuelo está loco ¿Qué le pasa a Yumba?

-Andá con tu viejo. Tu abuelo no está loco. Yumba es así. En veinte comienza, es

para no perderse ver cómo se termina de llenar el teatro, sobre todo desde

abajo. Hay una vibración especial en este templo. Una de las mejores acústicas
69

para la música y para las emociones de la gente, que también son música.

Poniéndose un poco perceptivo, y el lugar invita, se pueden sentir las

vibraciones del público que terminan por llegar a los músicos. Acá todos están

atentos a disfrutar. Nadie espera un fracaso, una desafinación, alguna

decepción. Todo suma. Las notas se van esparciendo por la sala y se van

amalgamando con las agitaciones de la gente. Se produce algo único. Mágico.

-Vamos, papá. Será como el abuelo quiso. Por algo nos mandó adelante.

-Sí. Por alguna razón. Prefiero pensar que es un regalo que nos hace y me dejo

de joder.

-Ya está saliendo el “maestro”.

-Nunca lo había visto, papá. Es un viejito.

-A este viejito primero lo escuchamos y después hablamos de él.

-¿Estará en el teatro el abuelo?

-¡Callate, carajo! Quiero empezar a disfrutar.

-¡A la mierda! Tenía razón tu abuelo. Este hombre que parece un monje japonés,

con una calma que contagia, toca y hace tocar a su orquesta, convencido de que

se puede llegar a la belleza, con humildad.

-Hace más de quince minutos que terminaron de tocar y seguís emocionado. No

pensé que te podías poner así, papá.

-Lo que hace con el vals “Desde el Alma”. Parece que las notas a medida que van

saliendo las estira, les da la oportunidad a cada una de que vuele libre, bella, de

que penetren buscando los intersticios de lo material por la prepotencia de su

sonoridad. Capaces de atravesar cualquier coraza. ¿Quién me dijo que lo

popular no puede ser excelso? En “La Mariposa” la música parece empezar en


70

un barrio de Buenos Aires para recorrer el mundo y con su aleteo hacer sonar a

una orquesta sinfónica en Berlín. “Chiqué” lo hace como si nos tratara de

describir una vida bien vivida, disfrutando de cada rayo de sol, de las noches

tibias, saboreando con intensidad y suavidad lo que se nos ofrece, diciéndonos

que lo duro puede tornarse blando sin dejar de ser consistente, que el dolor

puede dar paso a la alegría, que en la vida tememos la posibilidad de

transformar lo rutinario en algo distinto. Se da de traste, el “maestro”, con los

que dicen que el tango es un “sentimiento triste”, que tiene “olor a muerte”, en

que sea la melancolía por lo perdido. Se “recontra da de traste”.

-No sabía que conocías tanto las versiones del “maestro”.

-Estoy hecho un boludo. Fue la música. Me capturó. Tengo las palmas de las

manos rojas como la banda de la camiseta de “los millonarios”.

-A mí también me gustó y me emocionó mucho. Por momentos no podía dejar

de mirarte. Me dejaste asombrado. Estabas tan compenetrado, con tanta alegría

como la que me imaginaba que podía estar el abuelo.

-¿Los ves a esos dos viejos entre tanta gente?

-Al amigo del abuelo sí ¿Habrá entrado el abuelo?

-Cómo no va a entrar.

-No sé. No lo veo ahora. No lo vi antes.

-¿Fue fantástico, verdad?. Antes que me pregunten les comentó que tu papá,

que Yumba, nos espera en el “Cuartito” para comer unas pizzas. Salió hace unos

quince minutos. El lugar se llena rápido, y más hoy que no es el público habitué

del Colón que no va a lugares como ese.

-¡El abuelo no entró! ¡Se quedó afuera!


71

-No hijo, no entró. Había sacado sólo tres entradas. Yo lo disfruté mucho. Él

también. Lo venía disfrutando desde hace tanto tiempo.

-Acabo de pedir una “tutti cuantti” y dos imperiales.

-Viejo, no entiendo qué hiciste.

-No veo porqué tenés que tratar de entenderme. Y sentate antes de empezar a

hablar. Esta es una noche de festejos, no de reproches.

-Festejemos entonces. Sigamos festejando aunque no te entienda. No me parece

que sea momento para entenderte.

-Gracias, Yumba. No voy a olvidarme de esta noche. Verlo al “maestro”, al

“monje japonés” como lo llamó papá, con esa orquesta que tiene fuerza, calidad,

un ensamble increíble, y algo de la música clásica. Verlo a papá tan sensible, que

me sorprendió. Me gustaría algún día llegar a tocar en una orquesta así ¡Suena a

la perfección! ¡Lo que aprendería!

-Parece que somos todos del mismo palo. Te comento que se dio todo casi como

dijiste. El orden de los temas no fue muy distinto al que suponías. El “maestro”

hizo mención de que la primera persona que le dijo “al Colón” fue su vieja

cuando lo escuchaba tocar “Recuerdo”. De los diez que iban a estar en las

primeras filas, había ocho, los otros dos, o no vinieron, o habrán cambiado de

ubicación para llevarte la contra. Estuvieron todos los bandoneonistas que

ennumeraste para cerrar con “La Yumba”.

-Me alegra mucho, que todo haya salido como imaginé. Ojala hubiera podido

anticipar así los hechos de mi vida. Pero me conformo con este. Les quería decir

que, como deben saber, hoy es un día muy particular para mí. Le dije siempre a

mi familia que no iba a contar nada de las veces que estuve preso. Fue un

acuerdo con mi mujer que fielmente guardó silencio. Pero como sucedió algo
72

que nunca creí que iba a suceder como lo del Colón, o porque el homenaje al

“maestro” me ha hecho dar cuenta de que soy un viejo, voy a contarles una de

las razones por la que siento tanta admiración por ese hombre. Cuando

asumieron los milicos de la Libertadora, los comunistas, de los que yo formaba

parte, creíamos, con ingenuidad, que estarían tranquilos con nosotros por todas

las discrepancias que habíamos tenido con el “General”. Desde ya que no fue así.

Allá por el 57, en el mes de abril, lanzaron una razzia a la que llamaron

“Operación Cardenal”. Los cardenales tienen el copete de color rojo que los

distingue, el color de los comunistas. Yo estaba en una reunión de camaradas y

los de la Marina nos levantaron a todos. Nos llevaron hasta una base en

Ensenada y nos subieron a un viejo barco de vapor el “París”. Entre esa pequeña

multitud vi al “maestro” entre tantos otros notables y famosos, pero me hice el

distraído. Nadie sabía lo que nos podía pasar. El barco, que había usado en su

tiempo la oligarquía para pasear, se fue internando en el Río de la Plata hasta

unos cuantos kilómetros de la costa. Llegó la noche y no nos dijeron ni una

palabra. A la mañana siguiente, comenzaron a bajar unos cuantos marineritos a

unos botes y nos dicen que van a bombardear el barco con nosotros adentro.

Nunca sentí tanto miedo. Me puse a llorar. Por vergüenza, me escondí en un

camarote vacío. En ese momento sentí además de temor, odio a esos hijos de

mil putas y arrepentimiento por andar haciendo alarde de mis ideales. De

repente comienzo a escuchar el himno nacional. Pensé que eran los marinos

dándose valor antes de matarnos a todos, como lo hicieron tantos ejércitos en

las guerras. Salí a cubierta y lo veo al “maestro” sentado a un piano. No hacía ni

frío, ni calor, el sol entibiaba. No corría ni una brisa. De manera contundente y

con esa calma que lo caracteriza, el tipo tocaba el himno nacional. Comenzó a

recorrerme una especie de escalofrío, algo como el viento, que no provenía del
73

exterior, me cubría. Lo raro fue que en ese momento dejé de pensar en la

política, en que nos iban a matar, en mi mis hijos, en mi mujer. Sólo me quedé

mirando a ese hombre concentrado en sí mismo haciendo lo que más le gustaba

en vida, tocar el piano. Sin esperar aplausos, ni reconocimiento, ni futuro, dada

las particulares circunstancias. Ese hombre parecía estar en comunión con el

universo, y creo que lo estaba. Me sentí tan cerca y tan lejos al mismo tiempo de

ese hombre como nunca me había sentido de persona alguna.

-Hola, viejo ¿cómo están? Disculpá a la hora que llamo. Acá en Tokio es

mediodía, recién paramos de ensayar, retomamos en una hora, nos falta ajustar

un poco. Todavía no llegamos al punto de ensamble que esperamos. Nos falta

muy poquito, creo que vamos a llegar bien. Con lo justo pero bien. No te

preocupés por el costo de la llamada, con lo que nos pagan puedo hablar tres

horas sin que tenga necesidad de andar contando monedas. Tocamos a las siete

de la tarde, para ellos es horario nocturno aunque estemos en verano. Hace

mucho calor. Estoy muy nervioso y emocionado. El cuarteto de cuerdas de estos

chicos: dos franceses, uno belga y otro argelino, que por momentos parecen

porteños, suena ¡de puta madre! No sé qué hago al lado de ellos que tienen un

recorrido increíble, ya tocaron en la Operá, en la Scala, en Viena, en Zurich, en

Berlín y es la tercera vez que vienen a Japón. Me tiemblan las piernas. Los

extraño a todos. Mañana los voy a extrañar más ¿Mamá bien, la flaca, bien? ¿Y

vos? ¿Y el abuelo? ¿Cómo está el abuelo? Eso es lo que más me preocupa.

-Todos estamos bien. Contentos y orgullosos de vos. Mamá se la pasa

rastreando los diarios, y cambiando de dial a cada rato para ver si lee o escucha

alguna referencia de tus presentaciones. Hoy me decía, que mañana desde

temprano comenzará a arreglarse como si fuese a asistir a tu concierto. Al


74

principio me pareció un poco exagerado, pero después me di cuenta de que

tenía razón. Tu hermana tiene otro novio, parece buen chico, un tanto

pollerudo. Mañana no va a ser un día cualquiera. Para nosotros es como si

tocaras en el Colón. Estamos con vos. Cuando subas, sabé que te vamos a estar

acompañando, como si estuviésemos en la primera fila. La energía va a viajar

vía satélite.

-¿Y el abuelo? ¿No está bien? Decime la verdad.

-La verdad que no. Está en su mundo. Ensimismado. Como una tortuga que

esconde la cabeza para invernar. Pero una tortuga que está perdiendo el

caparazón. A veces creo que escucha lo que quiere, a veces que no puede o no

quiere escuchar nada. Cuando le dije que habías formado un grupo llamado “La

Yumbera”, con los ojos llenos de lágrimas me respondió “Y qué otro nombre le

podía poner. El tipo sabe: una fuerte y otra suave, como la vida misma”. Me

emocioné yo también. Y terminó diciendo “Andate, me quiero ir mi cuarto. Yo

ya se lo dije: el piano manda, cuando tiene que hacerse oír, se oye, él va a ser el

elefante de la selva, nosotros somos los monos”, y se retiró cabizbajo hacia su

habitación del geriátrico.

-¿De salud como está?

-Débil, con pocos glóbulos rojos por decirlo de alguna manera. Se cansa y se

fatiga con facilidad. Come poco, casi nada. A veces no duerme. Y toma la

medicación cuando se le antoja, por más que le estén encima las enfermeras. Se

hace el distraído. Les dice cualquiera; labia nunca le va a faltar a tu abuelo. Yo

me cansé de insistirle de que si no le da bolilla al médico es peor. Es al divino

botón. La terquedad no la perdió. Lo que sí, se hidrata, de eso no se olvida,

líquido toma y eso es bueno, ganas de vivir parece que tiene. Hace unos días

estuve hablando un rato largo con el médico que lo atiende y me dijo que
75

todavía tiene para tirar un tiempo más. Seguro, a esa edad, no es nada. No se

sabe. Pero vos no te preocupes. Vas a tener tiempo de verlo. En treinta, treinta y

cinco días estás en Buenos Aires. No creo que vaya a pasar nada malo en lo

inmediato. Quedate tranquilo en ese sentido.

-Es lo que me imaginaba. Cuando me fui hace casi un año lo vi “para abajo”. Me

despidió con una sonrisa diciéndome “qué le vamos hacer, yo hice lo que pude,

vos aprovechá, tenés todo por delante. Tu camino recién empieza, el mío está

llegando a su fin”. Los orientales son muy respetuosos de sus mayores me dicen

acá, y se nota hasta en la calle. Decidí que no vamos a tocar “La Yumba”, me

banqué toda una discusión con el grupo y encima en francés, pero “La Yumba”

no va a forma parte del repertorio.

-¿Qué van a tocar?

-Empezamos con “El Marne” de Arolas porque ese músico comenzó, con la

evolución del tango y además porque es un homenaje a los franceses, una forma

de reconocimiento a los músicos del grupo; seguimos con “Mala Junta” de De

Caro, creador de una línea que con el “maestro” alcanzó la mejor forma.

Seguimos con cuatro temas enganchados, tomando los arreglos de la orquesta

del “maestro” a los que les sumamos los nuestros para que suene como una

pequeña sinfonía. Van “Inspiración”, “Zorro Gris”, “Por una Cabeza”, que no

puede faltar nunca y “Canaro en París”. Después seguimos con “Libertango”,

“Negracha” del “maestro” pero en línea con Piazzolla, “Recuerdo”, por supuesto

que tiene que ir, con arreglos nuestros. Todo un atrevimiento. Después un tema,

muy pedido a mío: “Milonga para Mabel y Peluca”, de Eduardo Rovira, un

músico que al abuelo le hubiese gustado escuchar ¡Un animal!, tocaba el

bandoneón, el piano, el oboe. A los once años debutó en una orquesta. En esa

milonga que te digo hace confluir lo criollo con lo clásico, sin perder la esencia
76

tanguera. Transmite una ternura que me emociona. Hay algo de oriental en esa

maravilla musical, por lo melancólico y bello. A los japoneses, creo que les va

gustar.

-¡Hacé una pausa hijo! Vas muy rápido. Así no te puedo seguir Se nota lo

ansioso que estás. Yo también lo estoy. Desde que empezaste a tocar el piano

esperé un momento como este. Si nunca te lo dije fue para no generarte ninguna

exigencia, o tal vez por no confiar en mis instintos.

-Lo que me decís, viejo ¡Lo valoro tanto! Tengo la cabeza tan acelerada, que se

me atropellan las ideas.

-¿Co cuál tema cierran?

- “Oblivion” de Piazzolla. Casi va a ser en un solo de piano, me inspiré en la

versión de Marta Agerich. Es raro pero el piano me acercó a Piazzolla, con el

que me vivo peleando. Ese carácter irascible, denso, con un fondo de tristeza

que corre por debajo del vértigo de su música parece opuesto al mío. A veces

pienso que el abuelo tiene un carácter piazzolliano y que por eso amaba el estilo

del “maestro” que sería más afín a mi personalidad. A vos papá te veo más del

lado de esas sinfónicas que acompañan a grandes tenores cuando interpretan un

tango. Suenan bien, correctamente. Pero todo muy limpito. Muchos de la

música clásica, encuentran en el tango algo de barro, y tratan de no ensuciarse.

Pero ese barro es lo que engancha a los europeos. Por eso estos chicos quieren

tocar conmigo. Es extraño viejo, yo queriendo aprender de ellos y ellos aprender

de mí. No deja de asombrarme. Por algo pega el tango en Europa y en Japón.

Son demasiado pulcros.

-¿Qué dice tu profesor francés?

-Que me banque el quilombo que hay en mi cabeza. Que siga por el lado de

Piazzolla y de Rovira, para después poder volver a las fuentes. Que continúe
77

trabajando en la búsqueda de estilo con Chopin, Schuman y Bramhs, que con

eso, según él, tengo bastante, porque en mi forma de tocar, hay algo que está

presente en todos ellos. Aunque sean, para mí, de alguna manera,

contradictorios, por más que “el profe” me diga “complementarios”, aunque en

música lo complementario sea tan particular. Pero en lo que más me insiste es

en que no pierda ese barro, que le da un toque argentino, mi ser argentino.

-Hijo, comparto, sin saber de música, la opinión de tu profesor. Ese músico, del

que tan bien me hablás, Rovira, lo voy a escuchar, esa combinación de lo clásico,

y lo criollo en el tango, debe ser interesante. Seguí peleándote con Piazzolla, ya

te vas a amigar cuando termines tu recorrido. Y no pierdas ese barro. No lo laves

como hice yo. El abuelo y tu padre te estaremos agradecidos. Ese camino es el

tuyo, de nadie más. El abuelo, como bien te dijo, hizo el suyo. Yo bien o mal

hago el mío. Aunque quise no pude evitar el barro que forma parte de la vida.

Como dice en la Biblia, “ con el barro Dios creó al hombre”.


78

Sábado a la noche II.

Tal como lo había prometido, la casi, no tan docena, de pejerreyes, como

me parecían en el muelle, se asaron con lentitud, gracias a las pocas brazas que

coloqué debajo de la parrilla. Gabriela, me acercó una copa de vino tinto.

-Probalo, es muy rico, no tan frutado como lo que estamos tomando

últimamente. Es de una bodega de Mendoza, de Chacras de Coria, que no

conocía. Ayer, cuando fui al supermercado, hicieron una degustación de este

vino ¡No me la iba a perder!, sobre todo por el lugar de origen -me dijo como

para comenzar a generar, casi espontáneamente, el clima de encuentro que los

dos esperamos los sábados a la noche.

-Es muy rico, logra presencia en el paladar, agudiza los sentidos y estimula. Al

igual que vos. No necesita de descripciones en la etiqueta, acerca de

combinaciones de “exóticos” frutos rojos, con vainillas extraídas de “selva

virgen”, con un leve toque de café de las “Antillas Francesas”, elaborado con

uvas seleccionadas de la ladera de la cordillera, donde el clima, la latitud y el sol,

logran representar la esencia de nuestra “Patria Malbec” –le respondí, luego de

sorber el primer trago, levantando luego un pulgar para reafirmar mi

comentario.
79

Ella, me sonrió, se dio vuelta y se dirigió hacia la cocina para ir a buscar los

pocos vasos y cubiertos, que faltaban, para terminar de poner la mesa. Luego

que Gabriela, se retiró del quincho, me dirigí hacia el equipo de música, ubicado

cerca de la parrilla. Casi como si fuese fluorescente vi, sobre la bandeja de discos

compactos, al primer golpe de vista, el del “maestro” que buscaba, como si no

hubiese otro en esa centena de variedades musicales, nunca clasificada.

Inmediatamente lo puse

-¿Otra vez con esa música, que no nos gusta papá? -me Marco, un poco en

broma y un poco en serio.

-El asador tiene el derecho de acompañarse con la música que más le apetezca –

le respondí, risueñamente.

-Dejame a mí a asar a estos pejerreyes, así puedo poner lo que tengamos ganas

de escuchar.

-Ya te voy a dejar hacerlo. El pescado a la parrilla parece fácil de asar. Pero si le

ponés mucho fuego abajo, lo quemás.

-Ya lo sé, papá. Me lo dijiste tantas veces que puedo asarlos sin que se me

quemen. Hasta sé cuántos carbones hacen falta para un fuego lento. Los conté

cuando te veía asar dorados y los salmones.

Manuel, parecía querer participar de la conversación. Amagó con

comenzar a hablar, y noté que se frenó en su intención. Casi con seguridad,

sabía que yo no iba a cambiar de parecer.

-¿Espero que vos no vengas a insistirme con lo mismo que Marco? -le pregunté,

como desafiándolo de manera lúdica a que expresara algún comentario que se

contrapusiera a mi posición.

-Vayamos para otro lado -le dijo a Marco, desbaratando mi débil estrategia.

-Sí, vayámonos hasta que termine de escuchar su tema preferido del “maestro”.
80

Después, seguro que, como siempre, baja el volumen y nosotros podemos volver

al quincho.

Fui escuchando “Puente Alsina”, “Emancipación”, “Pasional”, “La

Mariposa”, “El Encopao”, “Mala Junta”, “Gallo Ciego”, “Desde el Alma”, “San

José de Flores”, “Viejo Reloj de Cobre”, pero cuando empezó a sonar “La

Yumba” fui subiendo, muy lentamente, el sonido del equipo. Me contuve,

porque me tenté, de no seguir aumentando el volumen hasta lograr la máxima

intensidad, la necesaria, aunque resultase imposible, para lograr que ese tango

se escuchara, no sólo en las casa de mis vecinos, sino en las manzanas linderas,

en todo el barrio, y en todo el mundo, recordando a mi padre decir “al Colón

maestro, al Colón” apenas sonaban los primeros acordes de “La Yumba”,

interpretada por el “maestro”, en el Winconfon.


81

III LAS MANOS


82

Cuando me separé de mi ex mujer, llevé, a mi nuevo domicilio, pocas

objetos de la casa que habíamos compartido. Mis libros, mi ropa, algunos CD, y

contados enseres. Menos de los que necesitaba y consideraba justo, tratando de

evitar discusiones, en función de sostener el deseo de irme, dejando que las

cavilaciones, ante una partida, que marcaría un antes y después en mi vida,


83

terminaran de esfumarse. Si bien ella se quedó con la mayor cantidad de

pequeños elementos hogareños, con la razón y la excusa de que mis dos hijos se

quedarían a vivir allí, me regaló un costurero de madera, un estuche para poner

saquitos de té, también de madera, y una cajita musical, que habíamos

comprado en nuestra luna de miel. Todos, previamente decorados por las

manos de mi ex. Esta oposición entre retener la mayor cantidad posible de

objetos compartidos, y de hacerme regalos, me hizo pensar en las

contradicciones de las parejas que se separan. Pero lo que sí me llamó la

atención, fue un cuadro que me dio, hecho con las palmas de las manos de

Francesca, haciéndoselas estampar sobre una superficie de cartón, que me

entregó ya enmarcado. “Para papá”, fue la frase que mi ex mujer utilizó cuando

me lo entregó delante de mis dos hijos, un viernes por la tarde cuando pasé a

buscarlos, como lo hago habitualmente, para estar con ellos los fines de semana.

Ese cuadro, de amplia variedad cromática, parece una explosión de flores

azules, blancas, rojas, verdes y amarillas, vistas desde arriba que se podrían

asemejar a “san vicentes”, entremezclados con algunos helechos. El cuadro lo

colgué en el living del departamento que había alquilado.

Cuando armé mi nueva familia, decidí colocar el cuadro en la habitación

destinada a “mi pequeña”. Un regalo que tiene, de particular para mí, la

ambigüedad de su autoría. Si bien fue “pintado” por las manos de mi hija, ella

no tuvo intención de hacerlo. Sí su madre. Más allá del placer que le pudo haber

producido a mi pequeña enchastrarse las manos con pinturas y ver el resultado

de ese impacto manual. El cuadro lleva la presencia de mi ex mujer , a través de

mi hija. Una presencia que, de alguna manera, me veo obligado a ver como un

rezago de nuestra relación, como un objeto transicional de una separación que,


84

podría considerarse, no terminó de concretarse, como también una muestra de

la amalgama entre madre e hija, que no parece poder disolverse. Como sea, el

cuadro fue hecho para mí, desde un lugar de donde me resulta difícil la

separación de la que fue mi mujer y de la que es mi hija mayor.

Los cuadros siempre me interesaron. En el living comedor de mi casa

natal, colgaba el paisaje de un bosque pintado por mi madre. Sobresalían, por la

intensidad de los colores, unas florcitas al pie de un monte de árboles, que

siempre vi correspondiente a un lugar distante a mi geografía, no sólo por

suponerlo europeo, si no, y sobre todo, porque lo sentía ajeno a mi madre, a la

cotidianeidad de una mujer dedicada al hogar, a su esposo, a sus hijos y en

particular a mí. También los cuadros de pintores argentinos que adquirí, por

sugerencia de mi ex mujer, de los que me sentí orgulloso, en cierta época de

bonanza económica, y sobre todo, de los cuadros que se encontraban en la casa

de mis abuelos paternos, pintados por un tío de mi abuela del que

desconocíamos el valor artístico, por lo tanto económico, de su obra. Se trataba

de seis o siete piezas, ubicadas en el amplio living comedor de la casa, a la vista

de todos, más por no defraudar al autor, que los había obsequiado, que por el

orgullo de ser familiares de Pío Collivadino, considerado maestro de la pintura

de comienzos del siglo veinte en nuestro país, que obtuvo una medalla de oro en

en Italia, país que le otorgó una Orden de Honor, y que fue director de la

Academia Nacional de Bellas Artes, y de escenografía del Teatro Colón. Ese

curriculum era tan distante a mi familia, como desconocido. Tal vez, porque al

tener Pío parentesco con mi abuela y vivir en la misma zona humilde del barrio

de Barracas, no se suponía, o no se podía aceptar, que algún integrante de la


85

cofradía familiar, pudiera transponer las fronteras del suburbio, de lo esperado,

y obtener reconocimiento nacional e internacional.

De no ser por las hermanas de mi padre, tanto la menor, quien tuvo

mejores posibilidades educativas, e intuyó que esos cuadros podrían tener cierto

valor, como por la mayor, mi madrina, quien dejó testimonio escrito de su

relación con los cuadros y con Pío Collivadino, nunca nos hubiésemos enterado

ni de la importancia de su obra, ni del parentesco con un artista de tanto

prestigio.

Después de que fallecieran mis abuelos, se puso en venta la casa familiar.

Las demoras en llegar a un acuerdo por el valor de la propiedad, hizo que la

vivienda se fuese deteriorando durante los cuatro años que duraron los trámites

sucesorios y las disputas familiares. Uno de los objetos más valorados era la

mesa del living comedor, comprada por mi padre y su hermano menor,

alrededor de la que se reunía toda la familia. Dado que los cuadros no tenían

importancia para ellos, decidieron privilegiar lo que le habían regalado a sus

padres (la mesa), más que lo que sus padres les habían dejado (los cuadros).

La falta de mantenimiento de la casa, durante cuatro años, facilitó que se

produjera una filtración en la terraza, que no fue reparada, provocando que una

constante gotera, de agua, cayera sobre la mesa del comedor. Para protegerla,

los seis o siete cuadros fueron puestos sobre ella. Las interminables sucesiones

de gotas fueron deteriorando las pinturas, lenta e irremediablemente. Cuando

mi tía menor consultó a un marchand, para despejar sus dudas acerca del valor

de los cuadros, el especialista al ver el estado de las obras no podía creer lo que
86

el efecto de la ignorancia puede llegar a producir. Los cuadros tenían un daño

imposible de reparar. Ya no tenían valor alguno. No sólo el arte había sido

derrocado, si no también la trascendencia. El orgullo del no saber había

triunfado. Como si ese no saber hubiese realizado un doble complot, el de

aniquilar bienes, muy bien cotizados, que se concretó, y el de clausurar una

parte del pasado familiar, logrado por suerte de manera parcial.

Parece una paradoja, hacer referencia a los cuadros realizados por uno de

los maestros nacionales de la pintura, a continuación del que hizo mi ex mujer, a

través de las palmas de las manos de mi hija carente de toda intención y

trascendencia. Como si el destino me hubiese impuesto una retaliación

destinada a todos los hombre de mi familia paterna, la de recibir un cuadro

hecho por manos carentes de motricidad fina, por destruir los realizados, por

unas manos que pusieron en juego su fina, y reconocida sensibilidad. En ambos

casos quedé, de manera inexorable, enfrentado a lo perdido. A lo que no pudo

ser. Al oro que tuvieron en manos mis mayores, que se licuó hasta convertirse

en agua con aceite, y a la no trascendencia de mi hija mayor, que nunca

producirá fruto alguno.

Luego de la muerte de mi madrina, la hermana mayor de mi padre,

pudimos saber que a ella también le interesaban los cuadros, no por lo artístico,

no por lo económico o lo prestigioso, sino por un sentimiento casi visceral que le

producían esas pinturas. Mi madrina, que dedicó la vida a sus padres, a sus

hermanos, sobrinos, amigos, tareas del hogar, y que permaneció soltera, había

dejado escrito en tres cuadernos de tapas dura, los hechos significativos de su

vida.
87

Esos cuadernos, se podrían comenzar a leer una vez que ella no estuviese

más entre nosotros. La solicitud fue cumplida y el interés por lo que había

escrito, estuvo centrado, en principio, en las mujeres de la familia. Los hombres

suponíamos que se trataba de historias de amor, más o menos frustradas; de

relatos de casamientos; de fiestas de fin de año; de bailes de carnaval; de

vacaciones en Mar de Ajó; de los vaivenes del negocio familiar de venta de

artículos de mimbre y de limpieza; de nacimientos de sobrinos y ahijados; de

enfermedades de familiares; de la muerte de sus padres, tal vez lo más doloroso

e importante que le tocó vivir, y de los triunfos y derrotas de “los Rojos de

Avellaneda”.

Si bien, como suponíamos, sobre esos hechos escribió, nos sorprendió, en

particular a mí, que también lo hiciera acerca de los cuadros del primo de su

madre. Las descripciones de los acontecimientos familiares, las había redactado,

con una caligrafía prolija, poniendo de manifiesto su esmero por hacer buena

letra, como si intentara suplir, con esta intención, sus limitaciones de lenguaje,

producto de haber asistido sólo a los dos primeros años de la escuela primaria.

Las emociones descriptas de cada suceso eran previsibles: alegría, tristeza, y

enojo. Era una historización de hechos, respetando, más o menos, cierta

cronología, con calificaciones binarias de bueno o malo, de gusto o disgusto, de

lindo o de feo. La excepción estaba, no sólo por la caligrafía, un tanto

descuidada, sino, también, por la manifestación de ambigüedades que rompían

el ritmo cronológico y binario de un encuadre casi escolar, cuando hacía

referencia al Pío Collivadino, el pintor de la familia, a través de lo que parecían

borradores de cartas dirigidas a él.


88

No ertiendo porqe uste es conosido. Lo cuadro no me gusta. Son triste. Lo

puente de Barraca no es de asul es de gris. yo pase mucha vece con papá,

mamá y mis ermano. E mentira. El piso de los puente no esta yeno de puntito

es de adoqine. No save pintar bien lo cabayo. no me diga a mi de cabayo. En

casa tenemo 4. 1 paracada carrro de mis ermano. uste no ama cabayo, yo si.

tenemo a el Manchado, blanqo y marrrón. a Pulga que se vive rascando. A el

Brilloso de color negro ermoso. y el Vigilante qe se para en toda la esqina. Yo

lo frioto fuerte con sepiyo le gusta me qonosen. Me qieren. le doi de comer lo

acarisio le canto le cuerto mi cosa. Pa uste un cabayo e gual a una perdis

como esa qe casa mi ermano menor. Mamá la cosina como niuna ¿Porqe

nunca vino a comerla?¡ A mamá le urbiera agustado tanto! Usté estava o

qupado pirtando en La Boca, arriba de su carrro con cabayo triste y aurrido.

en ese carrro qe parese lo qe yevan a lo muerto.

¿era un dia de yuvia cuando pinto eso cuadro? Pa mi qe abia sol ¿no le engusta

el sol? Poco lo veo en su cuadro ¿porqé? Yo lo se. Uste es famoso y no tiene la

alegria, yo la tengo. Endisculpe no qiero ofende. Nunca ay qe estar triste.

cuando no ay sol se qe va a ensalir. Uste no.

Y cuando pinta cuadro endonde ay sol, parese qe ay nieblina de sol. como

en la playa, si mira a el sol, tiene qe serrar lo ojo o ayicar lo ojo como lo yinito

entonse no se ve vien. Pinta uste a el sol como si le enlastima lo ojo. No lo

puede ver vien. Yo le digo a uste qe se puede ver. Yo lo veo vien todo lo dia.

Anoye qede persando el cuadro de auto negro y enseleste. Pinto la caye

de gris y asul. Paresia qe abia aua en el piso, pero no yovia. Me emparese qe

pa uste la jente no importa, son uno mamarrayo de negro. las casa esta

torsida. Arrribas de una casa ay un cartel medio vorrado, qe no lo termino de


89

pintar ¿se le acavo la pintura? ¿se le cayo el pinsel?¿qe le costava pintar bien?

Yo, qe conosco Barraca, veo la casa, lo auto y la jente ditinta Si nasio ai, iual

qe mamá, qe yo y uno de mis ermano. si vivio ai si anda pasiando con el

carrro ese por ai ¿Porqe pinta Barraca endistinta como e? ¿porqe?. una casa e

una casa, no un dibugitos. Un auto, el que tiene lo cuida. no e con rrueda que

parese de qarton. La parede de la casa no tiene ese color la jente usan otra

pintura pa pintar su casa. el sielo no eta ensusio en Barraca. el sielo e limpio,

como mi casa. Como yo ¿Porqe uste lo ensusia? La linea la veo dereya, naidie

ase una pare torsida. no tiene qe andar tomando vino cuando pinta. Nunca me

gustaron lo vorrayo. Tenia yo un preterdiente qe era muy yurrro. De ojo

seleste alto pelo enrubio y con rulo vien vestido vien feitado ¡Qe porte!, mi

amiga me evidiavan. Pero lo endeje cuando lo vi , en el bar de la esqina de mi

casa, tomando. Yore esa noche y mucha ma. Yore tanto. mi viejita me desía qe

me olvidara de el qe no era pa mí. No me dejava dormi ese yurro qe se fijo en

mi y me pro puso casamiento. Ese ni loca me iva a tocar. Ese cuadro, aunqes

lo pinto de colore claro, e triste. E triste a cordarme ese amor.

Uste, como yo, tampoco tuvo ijo. Uste tiene cuadro. Yo tengo sobrino,

aijado, ermano, cuniada y en todavia, preterdiente. eso ombre que pinto qe

van a trabajar a las favrica con yimenea y umos, estan con la cabesa gacha

sin la gana ¿Porqe van a ir sin la gana? ¿no tienen orguyo? Yo me enlevanto a

la 6 en verano y ivierno, ensiempre contenta. Uste pinta jente sin alegria. yo

ago todo con felisidades. Ma cosa tengo qe aser, ma contenta etoi. Me engusta

lipiar la cosina, valdear lo patio y lo estavlo. No me importa la vosta de lo

cavayo, porqe lo qiero. Ya se lo dije. Nunca pirtaria yo una mujer entriste

trabajeando en una casa. Si esta entriste una mujer e por pena de amor. si me
90

ubiera pintado a mi fregando, a mi ermana pirtando las unias, o mamá

masando lo raviole de seso y verdura, o a siendo el estofado, seerian cuadro

lindo. Cuadro con la lus de la vida. Podia aber pirtado los piso qe reluse de el

comedor o la cosina. Pirtado el color de el briyo enrojo de el esmalte de la

mano suabe de mi ermana, o el pelo de endorado de reina, que eya tiene.

pirtado el tuco que ase mamá que da un olor que yega a la casa de los vesino.

Todo se endan cuenta por el olor qe eya esta a siendo el tuco. Uste save porqe

no lo pirto. Anda pirtando jente qe no la conose naides y no a nosotra. la

verda, si asia eso cuadro qe davamo todas pa siempre conosida. No por mi, no

me inporta fama no lo se por mi ermana o lo ense qe le gusta la fama. Se lo

digo por mamá. Lo uviera echo por mamá, no porqe sea su sobrina. Si, pa

cuando eya no este. Porqe mamá e diferente. Sino uste no le enregalava ni uno

cuadros.

El savado fuimo con mi ermana a Gatiyave. Eya siempre qiere ir. Yo la

acompanio. Comimo terprano y poqito. Salimo a enmedio dias. Tomamo el

trole. Me gusta mucho emviajar en trole sentada tranqila y ablar con mi

ermana de cualqier cosa. el trole paso el puente y entro en Barraca. Despue

paso por la Boca ensiempre pobresita y de encolore como le gusta al pirtor, y

por el parqe de Lesama, donde ai enpiesa el Centro. Uno se da cuenta qe

cuando yega a parqe de Lesama esta yendo pal Centro Se enprincipian a ver

lo edifisio alto las jente vien envestida los auto de lo qe tiene plata, la puerta

con manija dorada y lo portero ¿Qe e un portero?¿es el qe tiene qe cuidar esa

puerta?¡lo qe envale esa puerta! Ecuhe qe despue de el parqe de Lesama, la

avienida de el Paseo de el Colon se parese a Pari. todo e ditinto en mi barrrio

de Aveyaneda. ¿No pirto ni uno cuadro de Aveyaneda?¿No crusa el Riayuelo?


91

asta los puente yegó uste porqe le engusta el Centro. si pirta Barraca y La

Boca es pa desir qe ai entermina la Capital. Yo se qe ai entermina, yo vivo a

donde empiesa otra cosa, qe no voi a cambiar nunca. Uste e como de otro pais

de Pari, dela Itallia y pinta a lo pobre pa qedar vien. Despue pasamo por la

Casa Del Govierno, vien pirtada, de color dela enauas. Cuando paso ago lo

cuernito ¿a ver si esta La Evita? esa qe es la putita, y la virgensita de el

Jeneral, qe se enviste de rica porqe es envidosa de los rico ¿Qe enqiere ser la

santa de lo pobre?

Vajamo en Corrriente y empesamo a caminar pa Floridas yo esperava qe

me mirara un muyacho mucho muyacho. Pa eso me envisto de savado a la

tarde no pa darle boliya. Qiero qe me miren y se qeden con la gana. Cuando

yegamo a Florida, aí me pierdo. Tanto negosio con esa vidrrieras junto. Tanta

ropa fina. Tanta joya. Tanto sapato y cartera qe no me voi a conprar. Miro

miro y miro. Mi ermana me abla y yo no la escuyo. se qe vamo al Palasio de

Gatiyave. Me gusta ir, me enoja ir. Mi ermana empiesa a caminar como si

eya fuera de la Capital cuando vamo pal Centro. Yo la miro eya e otra.

enlevanta la cabesa no se fija a lo costado. Se debe encrer qe e de ai. como el

pirtor.

Cada ve qe enyego a la puerta de Gatiyave, nesisito qedarme parada un

rato, pa pre pararme. Nunca fui a el Colon ni viaje a Uropa. pa mi e como si

tengo qe aser un viaje ay qe endescansar ante. mi ermana siempre me

rempuja. dale dentrá ¿qe te qedas parada? me endise. Paresco una tonta. No e

lo mismo qe ir a comprar a Aveyaneda yo no soy la misma. E como dentrar a

la Iglesia de la virgen de el Lujan cuando est yena o ir a la canya de Boca.

Parese un lugar donde va a envenir el Papa el rey de la Itallia o Gardel. Ese

techo de fierrro con vidrrio. mas grande que el de la estasion de Cotitusion. p


92

pa aserlo ¿cuanta jente entrabajo qe no dentro nunca a comprar ai? a vese lo

miro pa rriba y me enmareo no qiero qe me ve an mariada. eso valcone de

oro, qe nunca puedo enterminar de contalo, no son pa qe vendan ni ropa ni

mueble, ni cuvierto ni jugete ni piele ni perfume. No puedo ver nada de la qe

ay no puedo ver lo qe le importa a mi ermana. Si compro algo una media una

pintura de unia son pavadita pa no escuyar a mi ermana resonjar. El pirtor

que vino aca estuvo mucho anios pa pirtar este Palasio.

Suvino y vajamo las escalera de el Gatiyave tanta vese qe no me

enrecuerdo. me dolia los pie la cabesa. ay muyo olor a perfume de la jente,

muyaa luse, muyo tapado de piele, muyo vriyo. encuando no sentamo a tomar

el te me puse tranquila pero no tanto me da un trabajo qe no sepan qe soy de

Aveyaneda ¿Porqe comer nerbiosa un pedaso de pudin una masita? Con la

boca serrada a cordate qe estamo en Gatiyave me dise mi ermana. Me en

canso tanto. en casa trabajo de dia de noche y no me cans estoi igual qe

encuando me lebanto. en Gatiyave no puedo.

Cuando volvimo en el trole estava sin los nervio. conosía el camino a

casa. enprimero la luse los edifisio alto la jente pituca caminando. despue la

casa baja la jente sensiya los auto viejito. enpienso en mamá qe esta a

masando la pisa y a siendo el tuco en papá resonjando. me rio solita y empieso

a ser una ensiestita el viaje e largo. estranio mi casa. me emparese qe fui a el

sine a ver una pelicula de Mirta Lalegran. mi ermana no lo save. cuando

enyege le endije a mamá y papá qe me gusto muyo ir a lo Gatiyave. Voy pal

comedor miro los cuadro de el pintor. Ni uno de lo Gatiyave.

Ninguno de los hombres de la familia, sabía si los cuadros a los que hacía
93

mención mi madrina, eran los que estaban en la casa de mis abuelos, si los

conocía por alguna razón que ignoramos, o si los había imaginado cuando los

describía. Tampoco a ninguno parecía importarle, como tampoco les importó

haber adoptado una conducta de profanos. Mis tíos, excepto mis dos tías, se

reían de los cuadros, al igual que mis primos, mis hermanos y yo. Ahora creo

que era una risa nerviosa, en tanto intentaba cubrir lo que no queríamos que se

expusiera nuestra ignorancia. Porque una vez puesta de manifiesto duele, da

vergüenza, y es pasible, casi con seguridad, de ser reprobada. La sanción, no

sólo fue la de perder la oportunidad de hacerse de dinero, equivalente al valor

de varios inmuebles, sino también la de diluir un vínculo del que sentirse

orgulloso, para mantener otro orgullo, el de la misma ignorancia, que lleva

implícito el desconocimiento del otro por ser diferente, diferente a pesar, o tal

vez, en nuestro caso, por porvenir del mismo origen familiar, y humilde.

Diferente, como mi hija mayor.

Si el pintor hubiese sido pariente de la familia de mi ex mujer, los cuadros

no habrían quedado expuestos a una gotera durante años, hasta convertirse por

el accionar del tiempo en restos, como los cuerpos descompuestos de los

muertos. Si bien esa familia, dilapidó otra herencia, de varias propiedades y

campos del padre de mi ex suegra, de igual o mayor valor económico que el que

tendrían los cuadros de Pío Collivadino. Algo en común, en este caso, entre

otras características, nos unía con mi ex mujer, más allá de que ellos

conservaran el orgullo de un prestigio perdido, que se desvanece ante el primer

requerimiento económico. Orgullo que pusieron de manifiesto cuando ingresé a

su familia a través de cierto rechazo, por provenir, yo, de un barrio del sur del

Gran Buenos Aires, que se contradecía con cierta admiración, parcialmente


94

encubierta, por encontrarme, en ese momento de mi vida, atravesando una

situación de prosperidad económica.

Que mi ex suegra haya tenido una institutriz “inglesa”, aunque vistiese con

ropas desgastadas, no dejaba de producirme tanta fascinación, como desagrado

le producía a ella lo referente a mi familia. Un desagrado que no trataba de

disimular, poniendo también de manifiesto su amargura, ante la imposibilidad

de sostener esa diferencia en “los números”.

Algunos estudiosos de la conformación de las sociedades hicieron

hincapié, en que la combinación de integrantes de familias de distinto origen

cultural mejora la sociabilidad, por lo que se podría esperar un resultado mejor

que de la media, cuando este mestizaje se produce. Al enterarnos de los

trastornos neurológicos de Francesca, esas teorías dieron por tierra. No habría

para ella, tampoco para mí, ni colegios bilingües, ni la posibilidad de que

estableciera relaciones con otros chicos, con otras familias de un origen

diferente al mío. Todo quedó remitido a la iglesia donde decidí bautizarla,

ubicada en el barrio de Belgrano, al igual que las instituciones a las que ha

asistido. Todo se diluyó, como lo óleos del tío de mi abuela por el efecto del

agua. Mi hijo, nunca asumió esa pretensión por cierta rebeldía, mantenida con

firmeza por él, desde muy chico, a las pretensiones sociales de mi ex mujer, y de

las mías. Marco, pudo dejar de lado la tensión entre sur y norte, que siempre

hubo para mí, aunque con el transcurrir de los años logré, a fuerza del trabajo

en análisis, que fuera declinando. O por sentir que ese lugar estaba destinado a

su hermana, o porque esa posición le permitió y le permite sostener sólidos

vínculos, sin que parezca que se esfuerce, con sus tíos y primos que viven de uno

y otro lado del Riachuelo. Puede jugar tanto en el terreno del rugby, como en el
95

del fútbol, llevando la marca imborrable, que porta todo hijo, que luego

transmitirá al suyo cuando sea padre, la del equipo de fútbol de mi familia

paterna, que heredé a través de mi padre, la de lo “Rojos de Avellaneda”. Su

plasticidad, tal vez, se deba, no sólo por ser segundo hijo, sino también, por la

atención que su hermana, por su realidad, demandaba de nosotros. Nunca le

quise contar a él la historia de los cuadros, pero el azar hizo que inevitablemente

se pusiera al tanto. Y no fue por haberlo llevado, con su madre, al Museo

Nacional de Bellas Artes, donde se encuentra más de una obra de nuestro lejano

pariente. Ni por haber intentado mi ex mujer inclinarlo hacia el dibujo y la

pintura, por los que ella siente una deuda pendiente, aunque se dedique a la

restauración de muebles, y se la pase de exposición en exposición de cuanta

manifestación de artes plásticas exista en la Ciudad de Buenos Aires, y haya

realizado casi dos tercios de la carrera de Historia del Arte.

Entre los supuestos borradores de las cartas para el pintor, que ya había

fallecido cuando mi madrina comenzó a escribírselos, aparece el relato de un

sueño, que tubo una noche de carnaval, según detalla:

Anoye baile toda la noye ¿como no me ivan a sacar a la pista si estava

pres siosa? todos me mirava. si tenia ese vestidito qe me enmcompre en el Yic

de Aveyaneda de color enblanco con lunare asul vien ecotado vien agustado. si

me enpuse el relo de oro qe me regalo mamá si me pinte la unia y lo lavio bien

de enrojo si me apriete lo pie con eso sapato ennegro de punta auja. desde la

entardesita maqiyándome peitnandome dale qe dale. estava mas linda qe mi

ermana. la lastima fue ese ijo de el duenio de la farmasia qe no se en fija en mi

¡me gusta tanto! se enparese a papá. con un onbre asi me casaria terdria ijos.

qe nunca sepa lo qe enpienso de el me da vervuensa me pongo colorada de la


96

calor qe me suve a la cara. lo mirava y me endava la cosqiyita en la epalda en

la barriga y en lo traste. Iual con los qe baile eran mui lindo 3 me empidieron

sita. no se la doi ni a 1 me rndivertiaa cuando le desa no no y no estava

cortenta cuando yegamo a casa.

No se enporq sonie entonse qe estava acostada en una mesa sin la ropa

puesta ni el camison tenia y no me daba vervuensa. el pirtor estava parado a

ell lado mio con uno uardapolvo de el colegio manyado de pintura sin

pantalone con media y sapato. con una mano garrava la paleta con la otra un

pinsel grrande como el de pirtar la puerta yo estava dura no podía ablar ni

mover lo ojo como muerta pero no enmuerta el me mirava fijo no qeria mi

cuerpo eso me tranqilisaba. endepronto mi pierna se enpesavan a avrir y el

me desia dale ase fuersa qe sale y empesó a salir algo de adientro de mi cuerpo

de todo lo colore el pirtor lo ponia a dentro de una lata de pintura y pasaba el

pinsel por lo qe era mi ijo pero no era mi ijo yo solo qeria mirar qeria y no

qeria mirar0.a prinsiprio paresia qe iva a pirtar una playa como Mar Ajo

endonde ivamo toda la familia. asia lineas asule en la parte de arrriva de el

cuadro y muya linea amariya avajo despue empeso con el rrojo a dibujar a

persona yiqitita toda juntita una a el l lado de la otra alguna en el amariyo y

alguna en lo asul. yo qeria yorar pero no podia me qeria ir pero no podia¡qe te

parió pirtor!¿qien so vo pa ensacarme lo qe estava a dentro mi entrania pa a

ser uno cuadro? naide se metió a dentro mio ¡ijo de puta!

me endesperte yorando mi ermana qe duerme en la piesa qe duermo yo,

me preguntoqe te pasa no queria endecirle de el suenio pero no podia parar de

yorar. eya se abra encreido qe algun muyacho me abia eyo sufrir en el baile de

ell clu. no puedo dejar de yorar no qiero qe la lagrima enmanchen esta oja me

da miedo que ese cuadrro ande por ai no lo puede enver naidie no no no ¡e


97

mio! ¡Eso e mio! No lo puede enver ni mamá ¡diosito por fabor ayudame!

¿porqe me ensacaron lo que no entuve? diositoo, ayudame yo nunca te pido

por mi oy si.

“¿Por qué me sacaron lo que no tuve?” me lo podría haber preguntado yo,

se lo podría haber preguntado mi ex mujer, por esa hija que no fue la que

soñabamos que fuera. Podría corresponderme también, como a mi ex mujer, un

“Diosito ayudame”, coincidiendo, además con mi madrina, en que nunca le pedí

por mí a Dios. Mi hija en su silla de ruedas, con su discapacidad a cuesta, es

como el cuadro que soñó mi madrina, también tan mío, que circula por el

mundo. Apacible a veces con la sonrisa suave y contagiosa, que puedo asemejar

a la felicidad. Tensa otras, con las manos hacia arriba, moviendo los dedos para

poner de manifiesto su incomodidad. Una incomodidad que porto como padre,

neutralizada por el amor, para convertirla, por momentos, en un inestable

sosiego.

La posibilidad de heredar los cuadros quedó trunca. Esa herencia fue

destruida, sin intención, a excepción de mi madrina, al dejar por escrito, de

alguna manera, una constancia. En el caso de mi tía, la que consultó al

marchand, y en el mío, los heredamos en nuestra memoria, que no posibilita

ningún valor de intercambio. Los recuerdos no tienen precio, aunque se pague

por ellos, cuando remiten a lo que podría haber sido y no fue.

Poco antes de nacer Sofía, decidimos con Gabriela comprar una casa que

se adaptara a las nuevas necesidades de espacio, teniendo en cuenta que

seríamos cuatro de lunes a viernes y seis casi todos los fines de semana.

Pensamos, en dos localidades del Gran Buenos Aires. Adrogué, por los cálidos
98

recuerdos de las vacaciones de la infancia de Gabriela, con sus primos, en la

casa de su abuela materna, y en Banfield, por ser para mí, el único lugar del sur,

que miré desde mi adolescencia con cierto interés. Por evaluarla más cercana, o

menos lejana, de nuestros trabajos, y de mis amigos, optamos por Banfield.

No tardamos en ponernos de acuerdo en cuál de los chalet comprar, entre

los tres o cuatro, que nos habían gustado, acordes a nuestras posibilidades

económicas. Nunca pensé, después de tantos años de vivir en diferentes barrios

de Capital Federal, que volvería al sur. Al único lugar que nunca definí como

perteneciente al sur. Pensar en volver a recorrer la zona norte del Gran Buenos

Aires, como lo había hecho como mi ex mujer en búsqueda del que sería nuestro

hogar, tenía la pregnancia del pasado y del fracaso.

Al poco tiempo de habernos mudado a Banfield, en uno de los paseos de

familiarización con la zona, que me parecía nueva, como era el momento de mi

vida en que me encontraba, mi mujer me preguntó:

-¿Existirá la biblioteca donde encontraste el libro sobre la vida de Lomingthon?

-Por supuesto que existe, yo fui preciso respecto a su ubicación. Cerca de la

estación, había dicho.

-¿Cuántas cuadras considerás que corresponden a la cercanía de la estación?

-No menos de cinco, ni más de quince.

-Si hago bien la cuenta unas doscientas veinticinco manzanas. Novecientas

cuadras por recorrer, en el peor de los casos.

-No son tantas, en el peor de los casos.

-¿Empezamos el próximo sábado?

-¿En auto, o a pie?

-Con los chicos en auto. Los dos solos a pie.


99

-Preferiría que el recorrido lo hiciéramos a pie. A pie te dije que había llegado

hasta esa biblioteca.

-A pie, entonces, la encontraremos.

Lo que parecía un juego, que llevamos a cabo los sábados por la mañana,

durante más de un mes, finalmente con los chicos, por lo tanto en auto, no

dejaba de producirme el temor a que la biblioteca realmente existiera. Por lo

que, ante el primer atisbo de tedio, comencé a poner excusas para no continuar

lo que consideraba una búsqueda infructuosa. En el que esperaba que fuese el

último sábado de rastreo, mi mujer me sorprendió y se sorprendió, cuando

pasamos por una casa ubicada en Banfield Este, no muy lejana a la estación.

-¡Pará, pará! ¡Frená acá!

-¿Qué pasa?

-Da un poquito marcha atrás, hasta el chalecito blanco que está enfrente.

-¿Qué viste?-pregunté preocupado.

-Me parece que está escrito en la pared el nombre del pintor de tu familia.

Parece un Museo ¡Puede ser el museo del pintor!.

Ese nombre que me había parecido familiar, durante tantos años, me

resultó, en ese momento, lejano y un tanto extraño, como tal vez le parecieron a

mi padre y a mis tíos. Hubiese preferido que mi mujer descubriera “la

biblioteca”, que aunque tuviese las mismas características que como la describí,

siempre, sería otra por la diferencia insalvable de concordancia entre lo

imaginado y lo real.

Yo no estaba preparado para ese encuentro. Por suerte, ese día el museo

estaba cerrado. Lo sigue estando en la actualidad, a la espera de la restauración

de muchos de sus óleos, acuarelas, grabados, esculturas, como así también el

edificio por sus rajaduras en los techos, que permitieron que los cuadros
100

sufrieran un deterioro, esta vez, posible de ser subsanado a tiempo. La esposa de

un sobrino de Pío Collivadino donó esa propiedad, con más de cien obras, a la

Universidad de Lomas de Zamora, a comienzos de la recuperación de la

democracia, para garantizar, no sólo de que quedasen, para siempre, al alcance

de la gente, sino también para garantizar que cuidasen de las mismas.

Poco faltó en esa casa de Banfield, para que aconteciera lo que sucedió en

la de mis abuelos paternos. De haber sido así, podría haberme adjudicado cierta

complicidad con los hombres de mi familia, al permitirme poner en juego la

parte de maldad infantil de mis instintos, con la satisfacción que produce lograr

hacer desparecer algo preciado por los adultos, sin qué alguno de ellos se dé

cuenta y sin dejar huella de esa travesura. Una verdadera hazaña.

A veces cuando paso por la puerta del museo, imagino que podría haber

una pared donde estuvieran dibujados los marcos de los cuadros destruidos por

el agua, la ignorancia y la desidia, para testimoniar la presencia de esa ausencia.

A veces, creo que se cometió un crimen perfecto. Nadie va a reclamar por esos

cuadros que tuvo mi familia. Nadie supo, ni sabe, ni sabrá que faltan. El tiempo

hizo que no exista un inventario donde listar lo que ya no está. A veces desearía,

no sin vergüenza, que figuren en el museo las cartas, no enviadas, por mi

madrina al pintor. Como una manera de dar cuenta de esos cuadros, o al menos

de la percepción de una mirada carente de conocimientos de las artes plásticas

que, sin proponérselo, puso de manifiesto la pasión urbanística por una Buenos

Aires que se iba modificando a principio del siglo veinte, desde el centro hacia

los arrabales. De un maestro de la historia pictórica nacional que junto a Fader,

entre otros, creo el grupo Nexus, para enfrentar a los que pretendían detener el
101

avance de los nuevos artistas plásticos. Que pintó con colores blandos y le dio la

posibilidad de realizar su primera exposición a Quinquela Martín.

Sábado a la noche II.

Gabriela, no había terminado de poner la mesa y ya estábamos todos

sentados. Impacientes por comenzar a comer los pejerreyes, a los que, con

obsesión, les había sacado las espinas, para que también los pudieran disfrutar

mis dos hijas. La conversación comenzó a fluir suavemente, de la misma forma

que se fueron asando los pejerreyes, como una continuidad del tibio calor de la

parrilla a la mesa familiar. Los comentarios sobre la música del “maestro”

quedaron en un espacio del pasado, que ya parecía bastante lejano. Otros eran

los temas que nos interesaban en ese momento: evaluar la posibilidades que

tendrán de ganar mañana los “Rojos de Avellaneda” y los “Millonarios”, a

merced del deseo de mi hijo Marco y el del mío, distintas al de Manuel; y

calcular la cantidad de pejerreyes capturados por los pescadores en la laguna

durante la tarde de ayer, que oscilaban entre cientos y miles. Cifras que por

provenir de lo arbitrario, eran tan válidas como divertidas. Los muchachos

quedaron sorprendidos por el pequeño tamaño de los peces una vez puestos

sobre los platos (los imaginaban del mismo tamaño que cuando los sacamos de
102

la laguna, por lo que supondrían que sobresaldrían de los límites de las

superficies de los platos, por su largo y ancho, una vez abiertos al medio).

Sofía, la última en sentarse, agitó una hoja de cuaderno para llamar

nuestra atención.

-A ver. A ver, ¿qué nos querés mostrarnos? –le dije.

-Acá dibujé los pescaditos, papá. No los terminé de pintar -me dijo, nos dijo,

apoyando la hoja sobre la mesa, alisándola con cuidado con sus manos, para que

pudiésemos observarla en todos sus detalles.

-Son más lindos que los que pescamos esta tarde. No había ninguno de colores,

eran todos iguales ¡Ojalá hubiese pescaditos de colores en la laguna!-comentó

Mauel, mirándola con ternura.

-Son más lindos, y deben ser también mucho más ricos-agregó Manuel,

buscando la complicidad de todos nosotros.

-¡Cuantos colores. Hay uno de color rojo, otro verde, otro amarillo, otro rosa y

otro azul. Como los que están en las peceras -añadí.

-Parecen hechos por Picasso o por Miró-le Gabriela, mirándome con una

sonrisa, mientras le acariciaba tiernamente la cabeza a nuestra hija.

Sofía, se rió de manera tímida, encogiéndose de hombros y entrecerrando los

ojos, como si con ello evitara el peso de ser el centro de nuestras miradas. Se

podía observar que la cara comenzaba a ponérsele colorada, por sentir

vergüenza ante esa combinación de una comparación , que sentía como

excesiva, con la alegría que la misma le producía y con la manifestación masiva

del cariño familiar. Dando muestra además, de que si bien no tenía idea de

quienes fueron ni Picasso, ni Miró, intuía que habían sido pintores muy

importantes, por el hecho de que su madre había hecho referencia a ellos.


103

-Guardá la hoja con los pescaditos para que no se ensucie con la comida, ni se

moje con la Coca Cola- agregué, tierna e imperativamente.

-Sí, guardala. Si querés te la guardo yo. Hay que cuidar las cosas que uno hace.

Nunca se sabe el valor que puedan tener el día de mañana-comentó Gabriela,

como si lo hubiera dicho a todos en general y a mí en particular.

-Es como dice mamá. Nunca se sabe. A veces, con el tiempo nos damos cuenta

que tienen un valor que no imaginábamos-terminé por decir, dirigiéndome,

también, a todos. Incluyéndome.

-¿No están exagerando un poco? -preguntó Marco, poniendo en juego sus celos

por su hermana menor y el cuestionamiento a cierta tendencia a expresarnos

con elocuencia, que tenemos mi mujer y yo.

-¿No habrán tirado los dibujitos que hacía, cuando era chiquito, no?-de manera

burlona, y en consonancia con mi hijo, preguntó Manuel.

No pude evitar imaginar a mi padre y a sus hermanos, escuchando lo que

conversábamos con vergüenza. Una vergüenza familiar, que espero se diluya

para las próximas generaciones.


104

IV PINOCHO
105

Durante la luna de miel Europa, con mi ex mujer, camino a Florencia,

compramos en el pueblo de Collodi tres Pinochos de madera Uno para cada hijo

de los que pensábamos tener. Ese pueblo, del mismo nombre que el autor de

Pinocho, no estaba en nuestros planes. La vista de una villa de casas de estilo

medieval que parecían caer como en cascada sobre la colina, llamó nuestra

atención, haciéndonos desviar del recorrido. No sabíamos que Collodi, fue el

apellido que utilizó el creador de Pinocho en honor al lugar donde había nacido

su madre, en reemplazo del paterno, Lorenzini. Tampoco que sólo hizo uso de

uno de sus nombres Carlo, cuando en realidad tenía tres más: Lorenzo, Filipo y
106

Giovanni. Menos aún, que le pondríamos nombres italianos a nuestros dos

hijos.

La belleza del lugar, la sensación de entusiasmo por el descubrimiento, el

día tibio pleno de sol, el aroma y el color de los árboles y las flores, parecían la

representación misma de la primavera, del estado de ánimo en que nos

encontrábamos en ese momento de nuestras vidas.

Cuando subíamos al vehículo, de alquiler, para seguir rumbo a Florencia,

decidimos poner a los tres Pinochos, diferentes entre sí, en el asiento trasero,

como si los tres hijos que pensábamos tener, estuviesen allí. A cada uno le

dábamos de manera arbitraria uno. Imaginábamos, que ninguno quedaba

conforme con el Pinocho otorgado. Por momentos, los tres querían el que tenía

alguno de sus dos hermanos; por momentos, apoderarse cada uno de los que

tenían los otros dos; por momentos no querían ninguno. Las hipótesis

imaginadas se fueron convirtiendo en un juego de cálculo de probabilidades,

entreteniéndonos durante el trayecto, por el sinuoso camino entre montañas

que nos conducía a Florencia.

Cuando llegamos a Florencia, decidimos poner a los tres muñecos de

madera juntos sobre un sillón del hotel donde nos alojamos. Uno era un muñeco

de una sola pieza de color rojo; otro, de color verde y rojo, articulado por un

cordel que permitía el movimiento de las extremidades; y un tercero de color

blanco con flores rojas y verdes, cuyas piernas y brazos estaban realizados en

tres piezas articuladas también por un cordel. La operación de colocarlos juntos

la realizamos durante el resto de viaje, por las distintas ciudades de Europa que

visitamos, en cada una de las habitaciones de los hoteles que nos tocaron en

suerte. Nuestros futuros hijos deberían estar unidos. Unidos como creíamos que

estaríamos para siempre, mi ex mujer y yo.


107

Carlo Collodi era adicto al juego. Los trabajos que realizaba como escritor,

generalmente a pedido, permitieron en muchas ocasiones solucionar el pago de

deudas contraídas. Cuando escribió Pinocho, cuyo título original era “Historia

de un Títere”, no pudo imaginar la trascendencia que tendría esa historia. Según

algunas versiones, Pinocho es el libro más vendido después de La Biblia y El

Corán. Collodi cuando escribió ese texto había pasado largamente los treinta

años, al igual que yo cuando me convertí en padre por primera vez.

Al nacer Francesca, elegimos el Pinocho blanco con flores para su cuarto,

sin saber que era el más ajustado a la versión original de la novela. No fueron

pocas la cantidad de figuras que cubrieron las paredes y rincones de su cuarto, y

los pies de su cama. Muñecos de distinto tamaño, color y textura: osos, delfines,

monos, muñecas, hasta un tigre de bengala. Cada uno de ellos, a medida que

ingresaban, fueron teniendo su momento de protagonismo. De todos, sólo tres

mantienen vigencia para ella. Una muñeca de flores naranja con la que duerme

en casa de su madre, una de flores rojas que le compré, poco antes de

separarme, con la que duerme cuando está conmigo y Pinocho. Su primer

Pinocho sigue colgado al costado de la cabecera de su cama siendo el que

precede la larga fila de muñecos y objetos infantiles. Mi mujer, al poco tiempo

de conocer a mi hija, le regaló otro Pinocho, comprado a través de una amiga

que había viajado a Italia. La chaqueta de este Pinocho es verde, rojas son sus

calzas y su gorro. El regalo me sorprendió, no tanto porque se lo hacía a mi hija,

sino porque sentí que me lo hacía también a mí.

Desde un principio decidí modificar para mi pequeña, una de las

características de Pinocho, la de que mentía. “No miente”, comencé a decirle.


108

“Pinocho dice siempre la verdad. La gente no sabe que él recorrió el mundo

entero, durante años y años, permitiéndole conocer cada lugar del planeta. Cada

animal, cada planta y cada flor. Cada idioma. Las canciones que se cantan en

cada pueblo. Las historias de los habitantes de cada lugar. Todos los remedios

para cada una de las enfermedades. La gente, no sabe o no quiere saber de sus

conocimientos. Puede ser que a veces exagere un poco, un poco nada más.”.

O porque la forma de contarle acerca del títere siempre estuvo

determinada por mi entusiasmo, o porque el cordel que lo articula permite

realizar movimientos con sus brazos y piernas, resultó que Francesca sintiera

una empatía mayor que con los demás juguetes. Por lo tanto, Pinocho le solicita

que duerma cuando no lo logra, que se le vaya la fiebre o las convulsiones

cuando aparecen, le anticipa que tendrá un lindo día o la pondrá al tanto de

novedades que considero de importancia. Pinocho es tranquilizador para

ambos.

La historia de Pinocho en un principio no terminaba con un final feliz. El

títere era ahorcado. Colgado de una enorme encina, por dos asesinos que lo

perseguían para quitarle cuatro monedas de oro, regaladas por el dueño de una

sala de un teatro de títeres.

Fue el público infantil, destinatario del relato, que seguía capítulo a

capítulo las andanzas del títere en un periódico para chicos, que en desacuerdo

con la muerte del personaje solicitó que Pinocho siguiera vivo. Collodi, pudo

haber especulado con el final, al suponer que los chicos demandarían la

continuidad de la historia o bien verse obligado a seguirla, más allá de que para

él estuviese concluida. Nunca se sabrá. Quizás de haber terminado con la

muerte del títere, Pinocho no hubiese trascendido la época en que fue escrito.
109

Hay algo en ese muñeco de madera, construido por un carpintero a quien

considera su padre, sin que lo fuera, que muere y resucita, similar a la historia

de Jesucristo. Hijo también de un carpintero que, al igual que Gepetto, revestía

la característica de ser tenido por padre no siéndolo biológicamente. Tanto

Pinocho como Jesús, sostienen un amor a sus padres cercano a la devoción.

Antes de morir colgado de la soga Pinocho hace referencia a su padre, como lo

hizo Jesucristo en la cruz a su verdadero padre Ambos lo invocan en ese

momento final, “si estuvieras aquí”, dice Pinocho y “padre por qué me

abandonas” dice Jesús, manifestando la importancia vital para ellos de la

presencia de sus padres.

Pareciera, por haberle atribuido un saber que abarca el de todos los

hombres, que Pinocho reviste, de alguna manera para mí, características

religiosas.

No puedo de dejar de acordarme del zapatero del barrio en que nací,

cuando pienso en el primer final de la historia de Pinocho. Ese hombre, bien

podría haber estado de acuerdo con ese final en la soga. Ese mismo acuerdo

podría suponerlo en otras personas que conozco y conocí. Pero, por lo que me

dejó conocer de sus pensamientos y creencias religiosas, el zapatero, de haber

sido Collodi, no hubiese permitido que Pinocho sobreviviera y se humanizase.

El zapatero llegó de Italia, después de la Segunda Guerra Mundial. Había

estado en el frente de batalla, del que le quedó una cicatriz sobre la mejilla

derecha, que cruzaba, de manera horizontal, desde la base de la nariz hasta casi

el lóbulo de la oreja, producto de una esquirla de granada. La primera vez que lo

vi, imaginé, o mejor dicho me hubiese gustado, que esa marca fuese

consecuencia de una pelea a cuchillo.


110

Supe de él, más que la mayoría de sus clientes, por el sólo hecho de haberle

prestado atención a lo que contaba.

Me gustaba escucharlo a ese italiano, de estatura baja; nacido en Salerno:

de pelo crespo y renegrido por la tintura, con entradas pronunciadas; de lento

andar, como si no tuviera apuro o nadie quien lo espere; delgado, de cara aguda,

nariz afilada y pequeña; ojos oscuros, mirada un tanto extraviada, como si no le

importase lo que lo rodeaba; de hablar pausado con fuerte acento italiano y un

tanto lampiño. Siempre lo vi con su mameluco de cuero, su trinchetta, ese

cuhillito de trabajo, afilado como un bisturí de cirujano; los anteojos un tanto

caídos y siempre sucios; las manos pequeñas manchadas de betún, con los

dedos índice y anular de la derecha, además, de nicotina. Fumaba cada cigarrillo

con celeridad como esperando que se consumiera para poder encender el

siguiente. Nunca supe su nombre, ni tampoco él nunca supo el mío.

Los calzados arreglados, los identificaba con la dirección de quien lo había

solicitado escrita en un papel, que pegaba en la suela. A pesar de ser yo un

adolescente, me trataba de usted. Desde la primera vez que fui a retirar un

trabajo, lustraba el calzado, antes de entregármelo, despaciosa y rutinariamente,

como excusa para prolongar la conversación, sabiendo que a mí me podía

hablar. No sé, si sentía alguna incomodidad en ese extenso cepillado que

comenzó durando unos diez minutos hasta prolongarse hasta a más de veinte.

Quizás para ese hombre, interrumpir su soledad, por un rato, tenía el costo del

dolor físico, o tal vez su soledad le dolía más que la consecuencia de ese esfuerzo

muscular producto del cepillado.

El zapatero, vivía en una pequeña y vieja casa que alquilaba. La mitad del

frente, estaba ocupado por un espacio verde que nunca fue jardín. La otra

mitad, por el local de composturas de calzado, de paredes descascaradas que


111

permitían ver los distintos colores pintados por los anteriores moradores.

Nunca supe, si se trataba de su desinterés por el aspecto, o de su interés por

conservar el pasado. La acumulación sobre el piso de gotones de pegamento,

manchas de betún y tintura, cordones y cierres de destino incierto, restos de

recortes de suela, pedazos de cartón de cajas para calzado, retazos de tela de

bolsos, hebillas a las que les faltaba alguna pieza, no permitían precisar si

debajo de esos trastos de trabajo había baldosas, cemento alisado o tablas de

madera. El local de compostura de calzado, tenía la forma de un cubo, con una

ventana que daba al espacio verde; una puerta de hierro en la entrada, con

vidrio repartido de colores ocre, verde y rosado, de distinta textura cada uno, y

otra puerta de madera maciza, reparada con tablones desparejos, que siempre

permanecía entreabierta permitiendo ver, si se agudizaba la mirada, el interior

de la casa que permanecía casi siempre en penumbras: una mesa cubierta de

cacharros y tres sillas desacomodadas, dando la sensación de que era una

continuidad del local.

Todo el barrio reconocía que “el tano” era el mejor zapatero. Recuperaba

calzados, carteras, portafolios y valijas que cualquiera de sus colegas hubiese

desistido de intentarlo. Cobraba poco, y a mí, casi con seguridad, menos que a

todos. La mayoría de los clientes, apenas ingresaban al local no se desprendían

de la manija de la puerta de entrada, simulando con esa maniobra un apuro,

para evitar cualquier posibilidad de diálogo con él. Se decía que era huraño, casi

un ermitaño y un poco loco. Peligroso, sobre todo, para los chicos y mujeres

jóvenes.

La primera vez que le llevé a reparar un par de zapatos, cuando mediaba el

colegio secundario, me produjo cierta conmoción al verlo. Me miró

manteniendo la cabeza gacha, levantando los ojos sobre sus anteojos, y me


112

habló con un fuerte acento italiano, en un tono monocorde, sin ninguna

pretensión de amabilidad, con una voz un tanto cavernosa y empastada, como si

tuviese un exceso de saliva en la boca que parecía intentar mitigar con un

movimiento de masticación y deglución, invitándome a sentar en una silla de

paja, igual de baja e inestable como la que él usaba para trabajar. Nadie invita a

sentarse a otra persona, si no está dispuesta a hablar. Nadie se sienta si lo

invitan, si no está dispuesto a escuchar.

Las primeras conversaciones que tuvimos, más bien monólogos, se

centraron en la calidad del calzado que le entregaba para reparar. Luego de

revisar de manera exhaustiva cada pieza, como un médico clínico con un

paciente de primera vez, emitía su diagnóstico: La suola e buona, la capellata

también e buona. Esdtá cossido a mano, pero lo ilo no e buono, por eso se ha

cortatto. Usté no apooya bene lo pie para caminare. Ve ecomo esta más

gasttado de lo lado diestro.

Con el correr del tiempo, el zapatero me fue tomando confianza. Comenzó

a contarme las razones por las que se había ido de Italia. Como tantos otros

europeos que terminaron haciendo su vida en nuestro país, la guerra fue el

motivo. En este caso, con el sentimiento de una doble derrota. La primera

producto de la caída del fascismo, del que era un fervoroso adherente. Uno

póbolo unito e difííchile de doblegare, e ma difíchile cuando eso pobolo tiene un

lidere que lo condusce reconociénddole la dinidá , o mejore, ddándossela. Decía

haber visto colgado en la plaza pública a Mussolini, y que esa imagen, la más

dolorosa que había presenciado en su vida, después de la de su madre en el

lecho de muerte, lo acompañaba. Paressía uno muñeqo di maddera,

bamboleándose a lo viendto. Él, que tuvo tutto lo podere, colgato como uno
113

bandido por no rendirsse, por no cedere a su ideale. Una injussticia tan

grande como la crusificione de Yesucristo.

Cuando realizaba esta clase de comentarios, el ritmo con que lustraba el

calzado, que estaba por entregarme, se iba haciendo cada vez más lento hasta

quedarse, algunos segundos, con el cepillo suspendido en el aire. Permitiéndose

una pausa para encender un cigarrillo y darle una profunda, y larga, pitada,

logrando una importante braza, que parecía iluminar la escena tan nera, según

describía, como las camisas de los fascistas. La segunda derrota se debía a no

poder evitar, para no ser muerto por los partisanos, ser enviado al frente de

batalla para combatir a los Tedeschi (como siguen llamando aun muchos

italianos a los alemanes), por los que sentía una profunda admiración. Ni uno

sólo de los disparos que se vio obligado a realizar fue dirigido al enemigo. Para

él los verdaderos enemigos estaban en su misma trinchera, quedando, para sí,

convertido en un extranjero entre los suyos. En un enemigo. Se había quedado

solo y por eso decidió venir a la Argentina. No fueron razones económicas, como

la gran mayoría de sus compatriotas, las que lo motivaron. Vino solo por que se

había quedado solo, para seguir estando en soledad. Acompañado de

fantasmas, en un estado de duelo, de melancolía permanente. No sé qué vio en

mí para contarme con tanta sinceridad su pensamiento y su dolor, que parecían

ser la misma cosa.

“Como un muñeco colgado”, me hizo pensar en Pinocho, en el primer

final de Collodi como quizás, supongo, le hubiese gustado terminar la historia.

El zapatero, siquiera encontró en el peronismo un recupero, aunque fuera

parcial, de lo que había perdido. No e lo missmo, me decía cuando le insinuaba,

para seguir escuchándolo, que tal vez había en Perón algo o mucho de
114

Mussolini. Peróne era uno bravo attore. Cuando se va a il teatrro o a il

cinematógrafo, se ssave que el attore fache como si fuesse reale. Perón no e

reale. Figuese uste ¿cuanto dieron la vitta por Perón?, poco veritá. Dicheno

que lo estraniaban, pero no e lo missmo. No dico que no pudierano sere amichi

Perón y Mussolini, pero amico como podriano ser el attore que represenda

algun personagio con ese personagio. Nunga ssera una verdadera amistá. Me

comprende. E un decir. Ese final de su frase, como el de hacer referencia a que

se trataba de un chiste, o de una broma, lo usaba quizás por vergüenza o como

una estrategia para dejar pendiente al otro de su pensamiento. Después de unos

segundos, esbozaba de inmediato una sonrisa, como si intentara desbaratar lo

dicho, logrando darle, sin embargo, mayor veracidad a lo que decía. Esa sonrisa,

le quedaba congelada por unos instantes, como si esperara que se la

fotografiaran, perdiendo por su duración sentido, convirtiéndose en una especie

de mueca impresa, como la que se pintan los payasos. Daban ganas de

preguntarle ¿de qué te reís?, al notarse que no se trataba de una risa

espontánea, de una risa que le era propia.

Por sus trastornos neurológicos Francesca queda ajena a toda posibilidad

de impostura. No existen en ella risas forzadas, ni llantos fingidos, ni

aceptaciones condicionadas, ni dolores simulados. Tampoco capacidad para

generar una estrategia en pos de cierto objetivo, a excepción de las prensiles en

búsqueda de alimentos, o de personas. Todo parece darse en el terreno de lo

auténtico, pero lo auténtico es pensable en tanto la existencia de lo falso. Es

difícil de concebir ese estado de ella para mí, imposible también de modificarlo.

Tan sólo están mis interpretaciones de sus actos, siempre arbitrarias. Una

manifestación suya de hambre, es hambre, una de dolor, es dolor. Se puede


115

buscar su sonrisa, forzarla a veces, pero siempre a condición de aceptar que se

producirá si le resulta graciosa la oferta. Nunca fingirá. Nunca tratará de quedar

bien, o de satisfacer la expectativa de otro. A veces, se despierta por las noches

por alguna razón que atribuyo a lo que pueda estar soñando, o a que tiene algún

malestar físico. Interpretaciones antojadizas sin la ventaja de tener la certeza de

las madres cuando interpretan las acciones de sus hijos pequeños. En

oportunidades, surge por parte de ella un llamado reclamando mi presencia,

quizás por el sólo motivo de requerirla. Pero a veces ese sonido, una especie de

grito atenuado, apenas modulado de su voz, no tiene destinatario alguno. A

nadie llama, y si bien esto puede suceder en otros chicos sin sus características,

me resulta insoportable Como si al percibir que no me está demandando, que no

está demandando a nadie, no fuera ni ella mi hija, ni yo su padre. Dos nadie. Un

vacío que me urge ser llenado, sabiendo que este tipo de urgencias sólo

aumentan su dimensión de intolerable.

Cierto anochecer frío de otoño, antes de entregarme el par de calzados

reparado, el zapatero me invitó a compartir un pedazo de queso sardo, con pan

y vino. La propuesta me sorprendió, pero más aún cuando explicitó que sería

dentro de su casa. Siempre había sentido curiosidad por saber cómo vivía ese

hombre. Se había presentado la oportunidad y, a pesar de cierta sensación de

asco y temor que se iba apoderando de mí, acepté la invitación. El zapatero

percibió mi contradicción. Para intentar neutralizarla o apaciguarla, me explicó

que la cocina estaba ni bien traspusiéramos el marco de la puerta interna del

local. No podía desprenderme de la idea de que cortaría el queso y el pan con la

trinchetta que usaba para trabajar.


116

Fui ingresando a su cocina con lentitud, tímidamente, con pudor, sin

pensar en ese momento que el zapatero quedaba expuesto no sólo a la

precariedad en la que vivía, bien distinta al confort de clase media en el que yo

habitaba, sino también a su soledad. Era un gesto de confianza, una ecepcione.

No me parecía que algún otro cliente hubiese traspuesto el espacio de ese local,

hacia el interior de su casa. Supuse que la invitación, la idea de proponerme

compartir algo más que las conversaciones que manteníamos, fue pensada con

bastante anticipación, con cavilaciones, temores, debiendo por lo tanto realizar

un enorme esfuerzo para concretarla.

El espacio de la cocina comedor, estaba iluminada a media luz por una

lamparita de poco voltios ubicada en el centro del techo. A penas, se llegaba a

divisar los rincones. Me sorprendió el olor a limpio, con un dejo a lavandina

proveniente del piso de baldosas, que por los restos de humedad, había sido

recién lavado. La mesada era de un mármol grisáceo, áspero y desgastado. Nada

había sobre ella. La cocina era pequeña, con tres hornallas que estaban

apagadas; las llaves de encendido mantenían restos de grasa solidificada por el

tiempo. Una humilde pava de aluminio, apoyada en el medio de dos de las

hornallas, con un par de abolladuras en la base, parecía un objeto más funcional

por su carácter de esperado, que por su uso. Al lado de la cocina, había una

pequeña mesada de mármol gris áspero y gastado. No tenía alacenas. Las tres

puertas del bajo mesada estaban descascaradas, dejando ver unos pequeños

agujeros donde estuvieron alguna vez los tornillos que sostenían las manijas, ya

ausentes. La pileta de cemento, no dejaba de recibir el goteo de la canilla. No

podía terminar de identificar el tono de las paredes, que oscilaba del verde al

azul, del azul a un amarillo verdoso, según mi ubicación en el lugar. Casi en el


117

centro de la cocina, sobre la mesa de patas astilladas y de color marrón oscuro,

cubierta de un gastado hule celeste cruzado por rayas rojas, había una botella de

vino, sin abrir y sin etiqueta; dos vasos altos, de vidrio opaco; un plato de

madera con ciertas muescas oscuras, que parecían haber sido impactas por

algunas brazas, sobre el que estaba apoyada media horma de queso y una

panera de mimbre, parcialmente barnizada, con un pan redondo y cascarudo

con aspecto y aroma de recién horneado. Tres sillas de paja, que a primera vista

daban la apariencia de limpias, la rodeaban, dos ubicadas en cada una de las

cabeceras y otra en la mitad de la mesa, de espaldas a la cocina. Cierta prolijidad

parecía haberse puesto en escena para la ocasión.

El zapatero, me invitó a sentarme, señalando con una de sus manos la silla

que estaba en el medio, luego se sentó él, ubicándose a mi la derecha, quedando

a una distancia un poco incómoda para acceder al centro de la mesa, teniendo

en cuenta la corta extensión de sus brazos. Casi de inmediato se puso de pié

para tomar un cuchillo por el mango, que no era el de trabajo y no había visto, y

dejarlo al alcance de su mano. Me ofreció una de las dos servilletas de hilo

blanco bordadas, que tampoco había visto antes. Una estufa a kerosene, apenas

encendida con velas de cerámica, ubicada en uno de los rincones, emitía

pequeñas llamas de color azul.

-¿Sse siendte cómoddo –me preguntó.

Antes de que le respondiera, se levantó para dirigirse a la pileta. Tomó un jabón

ocre, un tanto reseco, y un cepillito de uñas, para lavarse con esmero las manos,

y volvió a sentarse a la mesa.

-¿Usté viene di una famiglia italiana verdá?, creo que le gusstará el quesso

sardo.
118

-Sí. Mis abuelos maternos son italianos. A mi abuelo paterno, que nació en

Brasil, mi bisabuelo que era un navegante napolitano, en un viaje a Italia lo

anotó como italiano.

-Cossa de italliani brutto ¿Save porque lo inviddé?

-No, la verdad que no.

-Perque li quiero mostrare algo que esstoy fachendo. No quiero que se messcle

con lo arreglo de lo calssado.

- Lo entiendo. Una cosa es el trabajo y otra una invitación.

El zapatero, se puso de pié, nuevamente, para descorchar la botella de vino y

cortar dos importantes pedazos de queso y de pan.

-Tome iste pedasso di sardo, e muy buono, estuvo estasionado mucho tempo, y

este pedasso di pane, que lo a echo io a la tardessita. El vino e casero, lo fache

un amichi en la Cossta de Sarandíe.

Después de compartir, en silencio, unos trozos de sardo con pan y un vaso

de vino espeso, áspero y un tanto dulzón, cuando pensaba en cómo decirle que

me tenía que ir, se levantó nuevamente, sin decir palabra, y se dirigió a una

habitación que, por ser la única, supuse que sería su dormitorio. Volvió casi de

inmediato trayendo, abrazado a su pecho, un objeto envuelto en una manta

bordó de más de medio metro de altura, y de un ancho importante, y lo apoyó

con cuidado sobre un costado de la mesa, sin quitarle la manta.

-¿Qué es?

-Lo que voy a mosstrarle e un sandto, pero no uno sandto comune, e

espessiale. No se tratta de discutiré de la religióne. No quiero esso. De toda

forma tutto lo sandto sono espessiale, sino no seriano sandto. Este es

espessiale pero no en uno sentito reliyiosso. Cuando llegué a essta casa, asse
119

casi treinta anni, abía en lo yardín, uno pedasso de trongo de pino, anyo e

molto secco. No sse per que, deciddí guardarlo. Algo que no sabbia en eso

momendto iba a fachere con el. Tiene que estare estacionada la maddera para

que sea buona para el laboro. Como lo buono quesso, o lo buono vinno. Primo

pensé que podia fachere una viryen, como la que abía en la iglessia de mi

póbolo. Pero tuttas las viryenes sono parecida, perque viryen ubo una ssola.

Riéndose al decir la última frase, en busca de mi complicidad, levantando los

ojos por arriba de sus anteojos, rematándola, como ya suponía.

-E un chiste. Sandto hay mucho. Con lo tiempo la iglessia canonizzará a uno

cuanto máss. Me senddi ma libere de fachere uno sandto. No vaya a creyere

que me a resultato fachile, no ssolo facherlo sino eleyire a que sandto, assdta

que un dia me vino la ispirassión.

Y volvió a sonreírse.

-Perdone, e como un chisste. Io no tiene inspirasión . El sandto qui se a

despocado de tutto fue San Franchesco el más sandto per lei italliani. No posso

dejare de ser un italiaanno. Voy a ser morto como un italianni. No posso

parlare sin este assento de italiaanni. A vesse credo que no e que me cuesta

parlar bene en castellano, sino que no quiero parlare bien en castellano. ¿Me

entiendde?

-Creo que sí. Es claro lo que usted dice.

-Esto cocoliche que parlamo, tanti italiani e para no perdere el passado. ¿E

una zzoncera? Depende a lo que llamammo zzoncera.

Comenzando a reírse sin poder parar, tapándose la boca con las dos manos. Esa

risa empezaba a inquietarme.


120

-Perdonemme, este chiste no e chiste. Si he perditto tutto allá. No me e

quedaddo nadda. Ssólo este assendo de italianni. ¿Quiere que le siga

contanndo?.

-Por supuesto. Me interesa lo que me está contando.

-Una manianna me levande con ganas de ir a misa. A vesse me suchede. No

soy de lo que pidenno mucha cossa a Dío, en realita no le ando pidenndo

niente. Lo respetto, Cuando era picolino me gustaban la iglessia para vere la

imagene de los sandto, yo pensaba que podía ser uno sandto.

Y de vuelta esa risa, esta vez de manera contenida, interrumpiendo lo que venía

diciendo como si fuese una pausa necesaria, para poder seguir contando.

-Mia mamma me dechía que para ser uno sandto no ssolo había que fachere

obrra de biene y tener mucha fe en Dío, adema abía que sufrire molto, como

pocos onmini sufrenno. Essa palabras de mia mamma, me an queddato

grabadda per sempre en la testa. Me la pasaba vienddo imayenes, e pensabba

cuándto abía sufrito cada uno de esos sandto. Pero este que va a vere, en

parte, que me perdono mia mamma y Dío, este que a echo io, en parte, e

distinto.

Algo le habré transmitido con mi expresión al zapatero, porque se empezó a

mostrar distendido, contento y un tanto emocionado.

-Uste me entiennde. No me eguivoqué en querer mostrarle esto a uste. Sua

mamma e italianna, o ssolo sus abuolo?

-Mi mamá también es italiana, de Calabria.

-La mia erano de Firenze y le gustabano las iglessias commo a mé. Pero no no

vayamo de temma. Oy, y esspero que vuelva , le quería mostrare este sandto,

que e un solo sandto y todavía no terminné de laborarlo. Cuando empecé a

fhacerlo, penssaba, como le e ditto, en San Franchesco de Asís. Asse cuatrro


121

anni que lo vengo laborando. San Franchesco se asserco a lo póvere. Este no

credo que puetta facherlo. No prettenndo que lo póvere esteano meyore. Ssólo

quiero que este sandto, que no e un verdadero sandto perque lo ha fachedo io,

viaque per la Italia. E un sueño, e una zzoncera, e pretenciosso, una locura

mía. Usté e yoven, io ya sono un ombre maduro. Maduro e una forma de

decire. Usté esstudia. Uno día puede viayare y se le paresse se lo yeva. No

quiero crearle uno compromisso. No le dé importancia a lo que he ditto. Sono

uno tonto, parlo e parlo y no finnito de contarle sobre este sandto.

Dejó de hablar y con una mirada expectante puesta en mí, como si invocara

piedad, con las manos temblorosas, retiró con cuidado la mitad de la manta

bordó. Levantó la imagen y la apoyó, con cuidado, en el centro de la mesa para

que yo pudiera apreciarla con la mayor nitidez posible.

Lo que vi no parecía un santo. Vi un hombre joven, fuerte, con el cuerpo

inclinado hacia delante, que empuñaba firme un cetro dorado en la mano

derecha. Sin ninguna expresión que transmitiera angustia. Los ojos parecían

mirar más al futuro que al cielo. Se asemejaba más bien a un príncipe, que se iba

abriendo paso con alegría. El trabajo, sin ser yo ni experto ni conocedor, parecía

muy bueno, como hecho por un escultor de experiencia. El rostro, bien tallado,

lograba un efecto de belleza; el pelo ensortijado y largo; la barba, pareja, tupida

y cuidada. Los músculos de las piernas y brazos bien contorneados. Al joven, lo

vistió con una chaqueta de fino cuero que lo cubría hasta casi las rodillas, ceñida

por un ancho cinto, también de cuero, con hebilla dorada y con brazaletes

también dorados. Lo había calzado con unas sandalias doradas, de un cuero un

poco más grueso que el de la chaqueta, que permitía observar el trabajo hecho

en cada uno de los dedos de los pies que parecían, por haberlo visto en una foto

que llamó mi atención, los que Miguel Ángel le otorgó a su Moisés.


122

-¿No le paresce un sandto verda?

-La verdad que no parece un santo. Pero por algo usted dice que es un santo.

-Spere, y doppo me diche. E como lo ve, un onmini yovene, alegre, enéryico,

securo de si mismo. No hay angusstia en ese rosstro. Pero si se fica, tienne una

marca que le rodea lo cogote.

Hasta ese momento no la había percibido, por la sutileza con que la había

marcado.

-Apena se notta. Él todavía no lo sabeno, pero va a terminar aorcatto per su

Fé en Dío. E un antichipo. Dicamos que nació con esa marca. Con la marca de

los sandto.

No sabía si seguir allí, o levantarme para irme con la excusa de que me

esperaban en mi casa para cenar. Más allá de cuales fueran las expectativas del

zapatero, decidí quedarme.

-A este hommo yovene, para que sea un sandto, un San Franchesco, Dío lo va a

despojare, y él lo va acetare, non ssolo de sua riquezas sino de lo más

importannte que tiene, la vita misma. E como un San Franchesco. En realitá e

un San Franchesco, que aceptó por su fe, su destinno.

Hasta ese momento, no había pensado qué había debajo de la otra mitad

de la manta. Por eso me sorprendió cuando giró la imagen ciento ochenta

grados.

-Aora va a vere uste perque le dessía que era, en parte, un solo sandto. No e

que, perdonne si no lo penso, io credo que sí, este zapatero sei passo.

La risa esta vez no pudo ser contenida por él. Se lo notaba bastante nervioso. Yo

también lo estaba.

-Perdonneme, no me río de uste. Le pido que achete mia dissculpa.


123

-No hace falta que me pida disculpas. Sé que no se ríe de mí.

Se levantó nuevamente de la silla para llenar con vino primero mi vaso y

luego el suyo. Cortó después un pedazo grande de pan que partió en dos mitades

y dos trozos importantes de queso. Con un gesto, levantando su cabeza que tenía

pegada al pecho, me indicó, más imperativa que amablemente, seguir

comiendo y bebiendo.

Acepté la indicación no porque tuviera ganas de comer más queso ni más

pan, y menos porque quisiera seguir tomando ese vino, sino por temor a cómo

reaccionaría si le decía que me quería ir. Nos quedamos un rato en silencio, y

como si se arrepintiera del gesto que me había hecho, me dijo: Vea, uste no esta

obligatto a nada, si quiere comer come, si no no. Esto es sólo una invitasione.

Andte de que se vaya me gustaría que terminara de vere mi laboro.

Levantó la otra mitad de la manta, y lo que vi me sorprendió como si

recibiera un puñetazo en el rostro sin esperarlo. Era la imagen de un verdadero

santo. La misma figura replicada había sufrido una transformación, que si no se

miraba con atención parecía corresponder a otra. El santo tenía la cabeza

inclinada, como si llevara un peso en la espalda, el rostro bastante adelgazado y

la boca abierta. Los ojos ya no miraban al frente sino hacia el cielo. El cabello lo

había tallado revuelto y más largo, al igual que la barba. El ceño estaba

fruncido. Los brazos, extendidos al costado del cuerpo, como si no tuviesen

fuerza para ser levantados, casi carentes de musculaturas al igual que las

piernas. Las manos, puestas hacia arriba, delgadas como las de un enfermo

terminal, al igual que los dedos de los pies, que calzaban la mismas sandalias,

ahora holgadas, desgastadas y grises, debajo de las cuales se encontraba el cetro,

que parecía más pequeño y ya sin brillo. La chaqueta de cuero, mucho más fina

que la de su contraparte, estaba raída, como si la hubiese gastado contra una


124

piedra hasta casi hacerla desaparecer, permitía observar algunas heridas

sangrantes en el torso y los muslos. Ya no vestía con cinturón, ni llevaba

brazaletes El color de la madera ya no era el de un verde dorado que simulaba al

bronce, sino de un blanco grisáceo. El abatimiento se extendía sobre toda la

figura. La marca en el cuello ya no era sutil.

Construida en una sola pieza de madera, no parecía que esa imagen

pudiera sostenerse en pie, a pesar de estar unida por la cintura a la del

“gladiador” como si fuesen siameses. El santo se sostenía en su contraparte, que

era a su vez el mismo. Esto más que un recurso, para respetar las leyes de la

física, era el centro mismo de su idea, la médula de su pensamiento.

-¿No lo essperaba verdá?, io tampocco cuando comenche a tayarla.

Antes de esperar algún comentario de mi parte inclinó la imagen, para

mostrarme que en el centro de la base circular de apoyo, había un agujero.

-Chi se colocca una madera, un perno dentro de lo aguyero, la imagen yira.

Vea usté.

Y comenzó primero a girarla con lentitud, para luego hacerlo de una manera

cada vez más rápida, con una habilidad, tal vez fruto de horas de práctica.

Resultaba difícil distinguir cuándo se veía al gladiador y cuándo al santo.

-Le e ditto que tenía una marca, que lo aorcaríanno. E la messma personna,

doppo de aorcadda, alora converdida en sandto.

Un escalofrío comenzó a recorrerme la espalda. Por un momento creí, por

la angustia que comencé a sentir, que nunca podría salir de esa casa, como si el

tiempo si hubiese detenido.

Después de haber asistido a esa invitación, mi actitud hacia el zapatero

cambió. Comencé a mostrarme distante. Mi objetivo se había cumplido: saber


125

acerca de él, no sin cierta culpa. De alguna manera, había forzado que me

contara sus pensamientos. Mi actitud no había sido ni ingenua, ni pasiva. A

veces pienso que todos tenemos estrategias más sólidas de lo que creemos. Con

el tiempo entendí que el zapatero también había desplegado la suya. Cada uno

de los dos había ganado y cada uno de los dos había perdido. No hay ganancias

sin pérdidas, una vez que ponemos en juego nuestra forma de jugar.

Contar su creación, fue de alguna manera, como pretendía el zapatero,

intentar que la imagen viajara, sin ninguna garantía, como no la tiene ninguna

creación.

Los hijos, casi nunca resultan como los hemos imaginado. Terminan por

elegir sus propios caminos. A veces el azar determina, como con los trastornos

neurológicos de mi hija mayor, poner de manifiesto su condición de manera

tajante e irrefutable.

Pinocho pasó de ser un títere de madera a ser un humano. Esta conversión

le dio la posibilidad independizarse de su creador.

El segundo final de su historia, el definitivo de Collodi, nos dice a los

padres, tal vez sin habérselo propuesto, que nuestros hijos terminan por

trascendernos. Ese es nuestro verdadero deseo y nuestra liberación. Es con lo

que tendremos que batallar, como lo vienen haciendo todos los padres desde el

principio mismo de la historia. Adán y Eva no pretenderían tanta bondad en

Abel, ni tanta maldad en Caín. A veces pienso que Collodi quiso terminar su

“Historia de un Títere”, con el ahorcamiento de Pinocho, para dejarlo para

siempre en condición de títere; en ese estado confirmaría que su creación le

pertenecería sólo a él. Por suerte decidió continuarla, con o sin intención de

hacerlo, para liberarlo y liberarse de Pinocho.


126

Pinocho hizo todo lo posible para volver a encontrar al hada que

finalmente le dio su condición de humano. Convertirse en un niño de verdad le

permitió transcender a su padre. Mi hija mayor, si bien nunca será un hijo como

casi todos, de cualquier manera tiene su propia vida. Imposible de ser

manejada, como se lo puede hacer con un títere, aunque nunca deje de

manipularse su cuerpo: para levantarla o acostarla en su cama, para subirla o

bajarla de su silla de ruedas, para bañarla, para vestirla o desvestirla. Nunca

podré llegar a arbitrar sus emociones. Nunca podré escudriñar su mundo.

Nunca podré mantener un diálogo con ella. Esta imposibilidad mía es su forma,

sin proponérselo, de excederme. Sólo seguiré haciendo suposiciones, como

hacemos todos los padres con nuestros hijos. Mi hijo parece ser bastante

independiente, hice todo lo posible junto a mi ex mujer para que lo fuera, pero

sé que no hay certeza acerca de mi intención. Mi hija menor, criada con mayor

libertad que sus hermanos, parece más libre de mis pecados. Parece, ¿quién

sabe si así será? “La Biblia” se muestra implacable ante tal pretensión al

sentenciar que, inevitablemente, todos heredan los pecados de los padres. Los

míos y los de mi mujer.

Todos los hijos son los dos Pinocho, el condenado a vivir a nuestra

disposición como un títere, y el que se independiza. Los chicos celebran, con

razón, la liberación de Pinocho.

Llega un momento en que es necesario desanudar los hilos que los atan a

sus padres, sin olvidar esa primitiva sujeción.

“¿Y dónde está escondido ese Pinocho de madera?” pregunta el nuevo

Pinocho, ahora humano, en las últimas líneas de la novela. “Allí está”, responde

Yeppeto, y “señaló”, nos dice Collodi, “a un gran títere, apoyado en una silla, con
127

la cabeza Inclinada hacia un costado, los brazos colgados y las piernas cruzadas

por la mitad, de modo que parecía un milagro que se mantuviera en pie”.

Pinocho finaliza diciendo “¡que cómico era cuando era un títere, y que contento

estoy de haberme convertido en un muchacho de bien!”. El mayor bien

adquirido por Pinocho es su humanidad. Según el zapatero nunca se convertiría

en santo por no haber sido finalmente ahorcado. Si embargo Collodi dejó, para

que no nos quede en el olvido, al menos para mí, a ese títere arrumbado sobre

una silla, construido de una madera tan resistente a cualquier intento de

destrucción, ya sea con los cuchillos de los asesinos, cuando quisieron

infructuosamente abrirle la boca para robarle las monedas de oro, ya sea con el

más implacable de los destructores: el tiempo. Es ese Pinocho que colgué en la

habitación de mi hija mayor, es el otro que cuelga en su dormitorio de la casa de

mi nueva familia y es el que pusimos con mi primer mujer en el cuarto de

nuestro segundo hijo. Es ese Pinocho presente en tantos cuartos de tantos niños

en el pasado, como lo estará en el de tantos niños más en el futuro.


128

Sábado a la medianoche.

-¿No te parece de que es hora de que nos vayamos a acostar, mi amor? La

cocina está ordenada, ya puse los platos y los cubiertos en el lavavajillas. Vos ya

acomodaste las cosas en el quincho. Apagaste las brazas. Ya te escuchaste tu CD

preferido y los chicos hace un rato largo que están durmiendo-me dijo anoche

mi mujer, con un brillo de alegría en sus ojos.

-Está linda la noche, el cielo está despejado, se pueden ver las estrellas casi

como si estuviésemos en el campo, o en la Costa, y corre una suave brisa acá en

el jardín. Quiero seguir disfrutando un poco más-le respondí.

-Tenés razón, la noche está muy disfrutable, muy acogedora. Traigo café, con

dos copitas de lemonchello y la seguimos un ratito más-me dijo con una sonrisa

pícara y tierna.

Cuando venía caminando de la cocina con la bandeja en las que traía las

dos tazas de café, junto a las dos copitas de licor, la miré intentando disimular

que la observaba. A medida que se acercaba iba haciendo cada vez más lento su

andar. Con suma tranquilidad, se sentó a mi lado totalmente relajada; apoyó,

con suavidad, la fuente sobre la mesa del jardín y mientras comenzaba a


129

revolver, muy despacio, el edulcorante colocado dentro de cada uno de los

pocillos, me miró con cierta intensidad y me dijo:

-Estaban muy ricos los pejerreyes, siempre te sale bien el pescado a la parrilla.

Los chicos estaban entusiasmados desde temprano, pudieron disfrutar desde la

mañana hasta la noche. El vino que elegí no estaba nada mal, no podía ser de

otra manera si es de una bodega de Chacras de Coria. Hay dos cosas que tengo

ganas que hagamos antes de irnos a dormir. La primera, que inventemos una

historia corta cada uno, con lo que nos venga en mente, que no se extienda más

que el tiempo que nos lleve terminar el lemonchello.

Empezá vos.

-De acuerdo, empiezo yo. Lo primero que me viene a la cabeza es un recuerdo.

El de mi madre contándonos historias, las tardes-noches de invierno en la

cocina, al calor de las hornallas. Cuando lo hacía, yo no podía dejar de

fascinarme-le dije. Continuando con: “había una vez en cierto lugar del norte de

Italia, un hombre con una barba que le llegaba hasta el cinturón; tan alto como

un árbol; capaz de comerse tres cabritos en un almuerzo y una bañera repleta de

fideos con estofado de jabalí, en una cena; que con una mano, podía reventar

una sandía, y con un pié, hacer tropezar a un elefante. Cuando estornudaba, y lo

hacía cada vez que se ponía nervioso, volaban por los aires jarrones, sillas y

candelabros. Un gigante malvado, un verdadero ogro. Dueño de un teatro de

marionetas, que siempre se llenaba de chicos y grandes. Entre los muñecos, que

tenía a mal traer, por la arbitrariedad con la que disponía cuando y cuanto se

comía, cuando y cuanto se trabajaba, cuando y cuanto se dormía, se

encontraban, entre otros, Polichinella y el Arlequín. Por la calle deambulaba un

chico, con un libro de colegio bajo el brazo que le había comprado su padre con

gran esfuerzo, mal vendiendo la única chaqueta que tenía para abrigarse en
130

invierno, que se paró fascinado frente a la puerta del teatro de títeres del ogro,

como si hubiese encontrado el lugar más maravilloso del mundo. Ese chico, en

realidad, no podría decirse que era un chico.

-No me sigas contando. Ya escuche bastante.¡No vale¡ No estás inventando

nada. Es la historia de Pinocho.

-Puede ser, mi amor ¿Importa?

V En el agua
131

Por la recomendación médica de realizar algún deporte, para bajar un

poco de peso y el colesterol, retomé a mediados de los años noventa la natación,

dejada de lado en mitad de mi adolescencia. La pileta del club de mi barrio, me

había permitido desde la niñez, no sólo disfrutar del agua, sino y sobre todo, de

mis amigos. La pileta era una prolongación de la calle donde jugábamos a la

pelota, y de los umbrales de nuestras casas, donde las revistas de aventuras, las
132

figuritas de futbolistas, las payanas, las bolitas y las cartas eran las herramientas

para conformar nuestra comunidad lúdica, durante los fines de semana, los

feriados y los recesos escolares de verano e invierno. Primero se trataba de

aprender a nadar, más precisamente de no hundirse, apenas el agua superaba

nuestros cuellos apenas ingresábamos en la zona de peligro, luego de sobrevivir

al ser arrojado al agua por muchachos con cierta experiencia en la natación.

Esas zambullidas de iniciación, tan temidas como deseadas posibilitaban tanto

poner de manifiesto nuestro coraje, como acercarnos a las chicas del barrio, con

esa sensación de inestabilidad al no estar pisando sobre suelo firme y, sobre

todo, por la presencia del otro sexo, tan al alcance de la mano en el agua.

Tratábamos a los chapuzones, de mantenernos a flote, sabiendo que un roce

sobre el cuerpo de alguna de las chicas, podía quedar encubierto por un

movimiento involuntario. Intentábamos nadar a la par de alguna de ellas en

búsqueda de un nuevo juego. El juego que cada uno pudiera llevar a cabo con su

sexualidad.

En esa vuelta a la natación después de tantos años, ya no se trataba ni de

compartir con amigos, ni de acercarse a mujeres, sino de sostener una rutina

de cuatro veces por semana, durante una hora, en pos de lo saludable.

Haciéndolo de manera obsesiva, para camuflar con la obligación el placer

producido de avanzar sobre el agua.

Fue también por otra recomendación médica, que volví nuevamente a la

natación, en este caso, indicada a mi hija mayor, por sus trastornos

neurológicos. A ella siempre le resultó placentero estar en el agua desde la

primera vez que fue puesta en un bañador. Un pequeño flotador fue el soporte

para hacerle ejercitar los brazos y las piernas en una pileta. Por las
133

características del estado líquido, parecía poder realizar los movimientos de sus

extremidades con una ductilidad de la que carecía fuera del agua. Al principio,

yo la acompañaba caminando sobre el piso del natatorio para deslizarla sobre la

superficie. Lo hacía para ella. Luego me di cuenta de que yo también podía

disfrutar. Con mis piernas y una de mis manos, realizaba los movimientos de la

rana, correspondientes al estilo denominado pecho, y con la otra llevaba a mi

hija sosteniendo su cabeza, logrando así poder compartir mi disfrute. De esa

manera, ella comenzó a acompañarme.

Las últimas páginas del libro de tapa bordo, lo supuse con una historia del

hijo de Lomington. El muchacho, con el tiempo, fue construyendo la hipótesis

de que la mejor forma de apreciar la ciudad de Valparaíso, la bahía misma, en

realidad la “esfera” a la que hacía alusión su padre, era desde el mar. Creía que

esa luminosidad, de la que hacía referencia su padre , era producto de la

confluencia de los rayos de sol con las partículas de agua evaporada, tenía como

origen una fuente de luz ubicada en el fondo del mar. A partir de tal concepción,

tan antojadiza como la de su padre o la de cualquier hombre en la construcción

de su realidad, comenzó a tratar de subir a todos los navíos que se internaban en

las aguas, con la excusa que su raciocinio le permitía argumentar. Ya fuera para

compartir una jornada de pesca, para acompañar al capitán de un barco que

trasportara carga y/ o pasajeros hasta Viña del Mar, Con-Con o Reñaca, o ir

junto a buceadores hasta alta mar para verlos sumergirse en las profundidades.

De tanto insistir, logró que sus padres le compraran una pequeña canoa de

madera. Para un hombre como Lomingthon, acostumbrado al suelo firme, a la

traza de vías para máquinas inexorablemente obligadas a trasladarse sobre ellas

y sin que ningún viento pueda mover de su lugar, el acceder al pedido de un


134

objeto que implicaba el espacio de lo inestable, de lo impredecible, lo ponía al

borde de su concepción del mundo. A un límite que su hijo estaba dispuesto a

trascender.

El joven se convirtió rápidamente no sólo en un experto canoero, sino

también en un nadador y buceador tan apto como un profesional. Disfrutaba

zambullirse en las frías aguas del Pacífico, en las que, de a poco, se fue sintiendo

más a gusto y seguro que sobre la tierra. Una seguridad dada por lo que se va

percibiendo como propio. Nada ni nadie podía ni invadir, ni arrebatar ese

espacio que iba construyendo, brazada a brazada, inmersión tras inmersión. Por

lo tanto, permanecía cada vez más tiempo en la canoa que en la tierra, y en el

agua que en la canoa. Había pasado días enteros escuchando a navegantes y

buceadores hablar sobre tormentas, corrientes marinas, barcos hundidos,

formas de pescar, variedades de flora y fauna en las profundidades, oleajes,

cambios de clima, temperaturas de las aguas, mapas de estrellas y fluctuaciones

de corrientes. Ese aprendizaje le permitió a no sentir temor ni cuando el mar se

encontraba revuelto, ni cuando nadaba lejos de la costa sobre superficies donde

era imposible hacer pie, que su padre consideraba propia de los abismos.

Resultaba fácil perderlo de vista desde la orilla para Lomingthon y la

mestiza. Por momentos su madre temía que su hijo fuese capturado por el mar,

cumpliéndose la leyenda del Chumpall. Un personaje de la mitología mapuche

que ofrecía cada vez más presas a un hombre que salió a pescar, obligándolo

para ello a internarse cada vez más en el mar, hasta hacerlo apoyar, cuando el

agua comenzaba a llegarle al pecho, un pie sobre una pequeña roca. En el

instante en que el pescador pisa el peñasco, la base de su pierna queda pegada a


135

la piedra. Cuando el hombre intenta con una de sus manos despegarla, lo único

que logra es que también quede pegada su mano. El pedrusco comenzó a crecer,

transformándose en una gran roca, que se fue perdiendo con el mapuche en el

horizonte.

Si bien Lomingthon estaba acostumbrado a medir distancias, siempre lo

había hecho sobre suelos firmes. Su única experiencia a bordo de un navío había

sido sobre el Atlántico para llegar a Buenos Aires, que le resultó tolerable por

conocer de antemano el recorrido, con los puntos exactos de partida y de

llegada. Con su hijo era diferente, no podía ubicar marcas de referencia. Hacia

cualquier lugar del horizonte podía partir su muchacho. Desde cualquiera lugar

podía regresar, sin distancias ni tiempos calculables, al menos para

Lomingthon.

Para intentar tranquilizarse, comenzó a calcular sobre un mapa la longitud

entre Valparaíso y el archipiélago más cercano. Trazó la línea entre esos dos

destinos, imaginando que su hijo podría recorrerla, pensando en cuánto podría

tardar en atravesarla. A pesar de lo poco probable de tal emprendimiento, con

un recorrido de casi setecientos kilómetros, Lomingthon imaginaba que su hijo

realizaba el viaje intercalando tramos de remo, con tramos de nado. Casi seis

idas en tren a Chascomús desde Constitución, más de tres a Valparaíso desde

Santiago. Un día entero, al menos, le llevaría a un tren realizar ese trayecto.

Cuando reflexionaba que el recorrido por agua podía durar entre sesenta y

setenta días, si las condiciones del mar le eran favorables, comenzaba a

angustiarse. En primer lugar porque sabía que suponer un período, entre

cincuenta y sesenta días, más que el resultado de un cálculo de un viaje,

resultaba una imposición numérica, arbitraria. En segundo lugar, porque


136

recurrir a un cálculo arbitrario, daba cuenta de que la realidad de su hijo lo

excedía. En tercer lugar, porque para Lomingthon el mar estaba asociado a

pérdidas: su mujer e hijos ingleses, que perdió cuando se embarcó hacia estas

tierras; su segunda mujer y la hija que tubo con ella que partieron de Santiago a

Lima, también en barco, para nunca más volver. El único consuelo fue suponer

que su muchacho podría sobrevivir en el mar, ante cualquier adversidad, por

tener pulmones de un animal acuático, como si perteneciera a otra especie Por

eso comenzó a llamarlo para sí Aqualung. Ese nuevo nombre que era un intento

de aplacar su angustia, no se lo mencionó a la mestiza, si bien por sus

antecedentes culturales ella podría haberlo convalidado, por aproximación a la

cosmogonía mapuche.

En oportunidades, observando algún animal doméstico, lo comparé con mi

hija mayor por su manera de estar en el mundo, pendiente de la comida, de que

la saquen a pasear, de permanecer a mi lado de forma inmutable, de estar en el

hogar sin esperar otra cosa que ese espacio que le es otorgado, sin deseos de

irse, ni de quedarse, ni de realizar alguna acción que modifique ese estado. Por

sentir vergüenza de ser considerado un mal padre, tampoco como Lomingthon,

hice referencia de esa comparación a la madre de mi hija, ni a mis seres

queridos, a pesar de considerarla, en ocasiones, pertinente, como parte de mi

propia cosmogonía. Un mal padre en un doble sentido: el relacionado a los

demás, por lo que estos pudieran pensar de mí, al compararla con un animal, y

el vinculado con mis ilusiones por no poder dejar rastro en la persona de mi

hija, sabiéndolo, de manera lamentable, como destino final. Creo que de todas

formas el sentimiento de vergüenza, aunque resulte incómodo, al fin y al cabo,

es más tranquilizador que el de angustia ante lo irreversible.


137

Nuevamente un hijo comenzaba a perderse para Lomingthon. Los dos

primeros, por su partida de Inglaterra; después su otra hija, por decisión de la

que fuera su segunda mujer, la ex esposa del Ministro de la Provincia de Buenos

Aires; ahora por elección de su cuarto hijo, menos tolerable en este caso por

sentirse culpable del destino de su muchacho. Se sumó a esa nueva potencial

pérdida, la de la “esfera” misma. De a poco comenzó a dejar de percibirla. La

bahía se había convertido para él en tan sólo una bahía, como si se hubiese

desencantado. Lomingthon comenzaba a desmoronarse. Algunos días se

levantaba muy temprano con ganas de salir a buscarlo, pero sentía de manera

simultánea cierta imposibilidad, que excedía la de sus limitaciones físicas. No

odía dejar de reprocharse la insistencia y entusiasmo con el que le había hecho

mención, tantas veces, de la “esfera” de luz, por el efecto, que creía, producía en

su muchacho.

Hasta que el hijo comenzó a tomar cada vez más distancia del mundo, tal

como se lo concibe en general, la relación con la mestiza no había resultado

conflictiva. Algo comenzó a emerger lentamente y sin pausa, algo que hizo

aparecer los desencuentros omitidos y o disimulados. Cierto tedio adormilado,

la molestia y el cansancio de cargar con un hombre enfermo en un caso, y la de

estar con una mujer más cercana a lo primitivo que a lo civilizado en el otro. La

mestiza empezó a percibir a Lomingthon como un huinca, un extranjero.

Cuando este pensamiento tomaba fuerza deseaba que al inglés se lo llevara el

mar, como lo anhelaban sus antepasados al esperar un diluvio ante la llegada de

los conquistadores, para que los arrastrara hacia las profundidades de las aguas.

Este sentimiento, que no podía soslayar, llevaba implícito para ella lo que más

temía. Al ponerse en evidencia el enojo que sentía por su esposo, más se le hacía
138

presente la posibilidad de que a su único hijo se lo tragara el mar. En los

momentos en los que llegaba a odiar a Lomingthon, lo insoportable cobraba una

claridad imposible de ocultar para ella.

El inglés le había dado un hijo, que de no volver del mar, formaría, según

las creencias mapuches, parte de los destinados a no sobrevivir para purificar

los desequilibrios del mundo.

Cuando leía lo que pensaba la mestiza con respecto a Lomingthon, no pude

dejar de relacionarlo con cierto sentimiento de hostilidad que tiene mi ex mujer

por mí. Sospecho, cierto resentimiento hacia mi persona por haberle dado una

hija discapacitada. Al igual que Lomingthon, no sé porqué razones no lo hice

recíproco. Quizás por que esa reciprocidad permanece aun bajo la superficie.

Aqualung se despertaba cada mañana con la idea que en determinado

lugar de la bahía de Valparaíso, en las partes más profundas, encontraría el

centro de luz de la esfera. De tanto zambullirse, cada vez a mayor profundidad,

al muchacho le fue cambiando la percepción de los objetos, y por lo tanto del

mundo. La turbulencia, así como la salinidad de las aguas, modifican la noción

de distancia. La luz viaja más lenta que en el aire, por lo que lo lejano parece

verse más cercano, y lo cercano más lejano de lo que está. Los rayos de luz, al ser

difundidos y dispersados por las moléculas del agua, producen el efecto de

reducir el contraste entre objeto y fondo a la visión humana. Cuando llegaba a

tierra, acción que realizaba cada vez con menor frecuencia, y se dirigía a la casa

de sus padres, podía tropezarse con facilidad con cualquier mobiliario del hogar,

por haberse modificado la percepción de la distancia, como también ubicar en

un mismo plano visual, elementos que se encontraban en distintos lugares del


139

espacio. Un cuadro podía, para él, estar apoyado sobre el borde de un mueble, y

no colgado sobre la pared, o un florero en el contorno de una mesa y no en el

centro. Era común que intentara asir un vaso sin poder hacerlo, o querer

abrazar a su padre quedando sus brazos entrelazados en el aire a poca distancia

del cuerpo paterno, o aproximarse a su madre para besarla en la mejilla, y sólo

logar un movimiento fallido, inclinando cada vez más su cabeza y su tronco sin

poder llegar al rostro materno. También por el mismo efecto de permanecer

tanto tiempo sumergido fue perdiendo la posibilidad de distinguir los colores.

Primero el rojo, luego el naranja, el amarillo y el verde después , quedando a su

disposición sólo el azul, como si la paleta restringida de colores del fondo del

mar al ojo del hombre, se mantuviesen indemnes cuando emergía a la

superficie. El azul, color que adoraban los mapuches. El color del cielo y el del

agua.

Su lenguaje también se fue modificando. A Lomingthon lo comenzó a

llamar lonco, jefe, y a la mestiza mather. Esas dos palabras eran prácticamente

las únicas inteligibles, el resto era una mezcla de castellano, mapuche e inglés.

Una palabra podía estar compuesta por sílabas correspondientes a cada uno de

los idiomas, sin que fuese garantía de una transcripción literal, más bien podría

decirse, que en eran arbitrarias. Como si conviviesen en él tres personas que

hablasen cada una de esas lenguas y lo hiciesen silabeando de manera

simultánea, y arbitrariamente, resultando desconcertante para el interlocutor

que quisiese descifrarlo.

Lomingthon sugirió que se debería consultar a un médico. La mestiza a

una machi. A pesar de creerse un hombre racional, el inglés asistió al encuentro

con una machi, con la misma expectativa que hubiese tenido por la visita a un
140

especialista de Oxford. Quien podía explicar la conducta tan extraña del hijo de

ambos y poder curarlo, vivía cerca de la cima de uno de los cerros más

despoblados de Valparaíso, en el claro de un pequeño bosque. En una cabaña de

troncos de árboles de canela con una abertura para entrar, sin puerta, y otras

cinco, sin ventanas, dos en cada uno de los costados y otra en la parte posterior,

permitiendo el ingreso de la luz, del viento y del agua según lo dispusiese la

naturaleza Con un jardín cuidado, que la circundaba, entremezclado con un

huerto también cuidado. En el interior de la vivienda, con piso de tierra, había

un par de vasijas de barro de mediano tamaño, un catre con una manta, un

brasero siempre encendido, un candil, una pequeña mesa con manojos de

hierbas secas y, colgado en una de las paredes de tronco, un cultrún (un tambor

mapuche). La mujer de rostro oscuro y alegre, cabello negro y lacio hasta la

cintura, vestía una prenda enteriza de lana hasta los tobillos de color azul, y un

pequeño poncho color blanco sobre sus hombros No era baja, ni obesa, ni vieja,

ni estaba mal entrazada, ni tenía un aspecto descuidado, ni era mayor a la

mestiza. La machi, escuchó con atención el relato de la mestiza y de

Lomingthon, que a veces se diferenciaba como si hiciesen referencia a hijos

distintos, y otras se entrelazaban, como si fuese un libreto, en el cual cada

descripción daba paso a la siguiente, formando un relato concatenado, sin

fisuras. Luego de más de una hora de completas y parciales descripciones, la

machi tomó el cultrún, se sentó en el piso y lo colocó entre sus piernas. Como si

recibiera una orden impartida por alguien imperceptible a la vista, cerró sus

ojos y comenzó a sacudirse como si tuviera una convulsión. Cuando dejó de

temblar, siempre sentada y con los ojos cerrados, levantó los brazos, arqueó su

cabeza hacia atrás, y después de un largo rato en esa posición, empezó a

inclinar el tronco hacia adelante, hasta que su mentón quedó apoyado sobre su
141

pecho y su cabeza sobre el suelo. Con los dedos de sus manos golpeó el cultrún,

repetidas veces, haciendo percusión con un ritmo que parecía buscar algún

sonido particular, o transmitir un mensaje a otros de su linaje que se

encontraban en algún lejano lugar .

Manteniendo los ojos cerrados, la machi comenzó a hablar, como quien lo

hace en sueños durante una pesadilla, con una voz que no parecía corresponder

a su persona. “Es la Kai Kai, la serpiente de los mares que se enamoró de él y

por eso se separó de la Ten Ten, la serpiente de la tierra. El hijo de ustedes

distanció lo que por siempre debe de ir junto. Hay que sacarlo del mar para

evitar que esa separación haga temblar la tierra y se retiren las aguas, para

después volver con toda sus fuerzas y arrasen a nuestra gente”. Lomingthon,

hizo referencia a la machi de la visión de la esfera, por considerarla una

información importante. Ella le respondió “Lonco eres huinca, por eso viste lo

que nuestros ojos no pueden ver. Viniste del Norte, de las tierras de la mala

suerte, al sur en busca de la buena suerte. Pero también viniste del este, donde

están los espíritus benignos, al oeste, donde habitan los espíritus malignos. Va

contigo lo bueno y lo malo. Hasta que tu hijo partió al mar no apareció lo malo

que hay en vos. Estás enfermo. No soy yo quien te pueda curar. Debes

permanecer en una canoa atada, a la orilla del mar, durante siete días y siete

noches. Si el hijo no regresa a tierra, cuando sea la salida del sol del día ocho, se

tiene que cortar la soga, y te perderás hacia donde se pone el sol, a donde van las

almas de los muertos. De una u otra forma, porque ya no eres sólo un huinca,

seguirás el destino que te fue dado”

Ambos aceptaron la orden dada por la machi. La mestiza con convicción,

sentida como certeza, y Lomingthon con resignación, sentida como culpa.


142

La mestiza, con la ayuda de algunos vecinos, trasladó la silla de ruedas que

llevaba a su marido hasta un amarradero. Tomó una de las canoas del muelle, la

fijó a un poste, la llenó de alimentos y de agua, y colocó a Lomingthon como si

fuese parte del cargamento. Una vez que se fue su mujer, el cuerpo del inglés

comenzó a mecerse al ritmo suave del oleaje, como un bebé en su cuna al

compás del movimiento del brazo materno.

La única actividad que desarrolló el ingeniero, además de alimentarse y

llevar a cabo sus necesidades fisiológicas, de la manera más decorosa posible,

dadas las limitaciones de sus movimientos, fue la de tratar de percibir

nuevamente la “esfera”, en la creencia de que si la lograba ver, su hijo

aparecería. Durante la noche no descansaba de tal propósito. La “esfera”

comenzaba a bosquejarse en sus sueños, pero nunca se terminaba de conformar.

En vano, esperaba que oscureciera con la ilusión de que en el próximo sueño, la

esfera se presentara.

En los bajos de la ciudad comenzó a decirse, durante los primeros días de

esa semana, que el muchacho había sido visto en distintos parajes de pescadores

de la zona. Comentarios carentes de precisiones. Nadie podía informar ni

cuándo, ni dónde, ni quién lo había visto. Su madre también escuchó decir que

lo acompañaba una mujer joven, de pelo muy largo y claro, que no usaba ropas,

ni sabía hablar y que pernoctaban en precarias e improvisadas chozas

construidas en las orillas, pasando más tiempo en el agua que en la tierra. En un

principio, ella intentó buscarlo sin conseguir dar con su paradero. Al quinto día,

de esa semana perentoria, le pareció verlo cuando ingresaba a la playa de una

caleta cerca de Con Con. Era un joven de cuerpo esbelto y piel dorada, de cabello
143

renegrido, largo y al viento, muy parecido a su hijo, que avistaba el mar con la

cabeza inclinada hacia delante, con la mano derecha apoyada sobre sus cejas,

haciendo de visera, como a la espera de algún indicio, de una señal. Decidió no

verificar si se trataba de su hijo. No quiso correr el riesgo de decepcionarse.

Esa misma noche visitó por primera vez a Lomingthon desde que lo había

dejado en la canoa. No sabía si lo hacía para comentarle que creía haber visto a

su hijo, lo que implicaba, de ser cierto, una esperanza para ella de que estuviese

vivo, y en consecuencia también para Lominghton, dado que de ser así sería

indultado por el destino, salvando su vida, según la machi o para averiguar si él

también había percibido lo que ella consideró si no una verdad a medias, al

menos un indicio. Luego de escuchar el relato de la playa, Lomingthon sólo

atinó a mirarla, sin decir palabra, tampoco sin querer hacerlo. Ante la

indiferencia de su marido, ella le dijo que si su hijo no aparecía, volvería al

anochecer del séptimo día.

Durante la noche del sexto día, el inglés se despertó en medio del sueño al

moverse bruscamente la canoa. Lo primero que pensó fue que era la Kai Kai,

llegando para ponerle fin, de una vez por todas, a tanto desasosiego. Por la proa

del bote vio asomarse una mano moviéndose de un lado al otro. Lomingthon no

podía precisar si se trataba de la señal de alguien que se estaba ahogando, o de

un saludo, o de un movimiento ocasional sin intención, al menos inteligible

para él. De a poco, el inglés, se fue incorporando como pudo. Mientras lo

intentaba, con un esfuerzo un tanto desganado, observó además la aparición de

un segundo brazo, que se iba aferrando a la canoa. La cabeza correspondiente a

ese cuerpo que comenzaba a emerger, era la de su muchacho.


144

El encuentro duró unos segundos. Aferrado a la pequeña embarcación, con

el torso fuera del agua, Aqualung ladeó la cabeza, dos o tres veces, para luego

sumergirse nuevamente en las heladas aguas e irse nadando en dirección a un

bote cercano, en el que parecía encontrarse una persona. Por la distancia y la

oscuridad de la noche, Lomingthon no pudo percibir con claridad ese otro

cuerpo, que parecía una sombra. Pasado el momento de la sorpresa creyó

entender lo que habría querido decirle su hijo: que no había encontrado aun el

origen de la “esfera” y lo seguiría buscando. Una mezcla de felicidad y culpa

comenzó a invadirlo. Felicidad por volver a verlo, constatando que seguía vivo, y

culpa por darse cuenta del estado de Aqualung. Su muchacho, pensó

Lomingthon, había quedado cautivo de su propia fascinación, convirtiendo su

destino en tratar de convalidar la visión de la “esfera” de su padre. De

convalidarlo como padre, sin él poder hacer nada para revertirlo.

Una muestra de amor filial, que por su magnitud le resultaba intolerable.

Sólo una resignación vergonzante por no poder haber hecho algo mejor, era lo

que podía ofrecer al mundo y ofrecerse a sí mismo.

Una resignación vergonzante de no poder haber hecho algo mejor, sentí y

siento en ocasiones por mi hija mayor.. El paliativo, mis otros dos hijos,

funciona siempre parcialmente, sin dejar de sentir, a veces más, a veces menos,

un estado de deuda y de dolor.

En el anochecer del séptimo día, la mestiza volvió al muelle. Esta vez no

estaba sola, un grupo de vecinos de la calle en que vivían, habitantes de la zona


145

baja de Valparaíso, curiosos de la ciudad, y la misma machi la esperaban en el

acceso de la rampa del amarradero donde estaba atada la canoa en la que

permanecía Lomingthon. La pregunta no se hizo esperar, dicha a gritos y casi a

modo de súplica, desde una distancia que parecía mayor al del ancho de la

playa, formulada ni bien piso la arena “¿lo has visto?”, que se expandía como un

eco por el coro de voces de la gente que la replicaba, como si todos fueran la

madre de ese hijo. Con la voz baja, producto del agotamiento, Lomingthon

respondió: “lo vi como veía a la esfera”.

Sólo la mestiza y la machi comprendieron el significado de esa frase, que

dejó más expectantes a los curiosos espectadores.

Lomingthon permaneció inmóvil con la cabeza hacia un costado, pasmado,

con la mirada perdida hacia el horizonte, repitiendo su respuesta en tono

monocorde, como si fuese la continua reproducción de una grabación de la que

no se podía precisar a quién estaba destinada. Una respuesta, que por reiterada,

se convirtió, para él, en una pregunta. “¿Lo vi como veía a la esfera?”.

Aqualung, creyó cierta vez encontrar la fuente de luz de la esfera. Una

mañana, de las tantas en que la que había partido a navegar solo, con los rayos

del sol desparramándose contundentes y displicentes sobre el mar, observó un

brillo que conformaba un círculo, que por su intensidad, se distinguía del resto

de la superficie. Aqualung fue acercando el bote a ese espacio, particularmente

luminoso, y se zambulló. Ni bien entró en contacto con el agua, pudo darse

cuenta de que esa luz formaba una especie de túnel que llegaba hasta lo más

profundo del mar. A medida que iba descendiendo comprobó, en un principio,

que no se producía la habitual degradación de los colores: podía percibir los

rojos, los naranjas, los amarillos, los verdes, los rosas, además del azul, nunca
146

tan pleno. Su cuerpo no sentía la presión de las profundidades. Aqualung, trató

de asir el agua con sus manos para intentar determinar si tenía una densidad

menor a la del mar. Por cierta sensación en la yema de sus dedos le pareció

menos espesa. Siguió descendiendo hacia la plataforma marina, donde la

luminosidad tenía una intensidad que lastimaba a los ojos. Observó, con

asombro, que en el fondo del mar las plantas, rocas y peces eran transparentes.

Por temor a verse transparente cerró sus ojos y comenzó a subir haciendo un

gran esfuerzo.

Tembloroso y aturdido, no sentía tener las fuerzas suficientes para llegar a

la superficie. Pensó en ese momento en su padre, en el estado de su cuerpo, en

las limitaciones de sus movimientos. Recordó después la primera vez que le

había hecho mención de la “esfera”. Fue sumando recuerdos, el combustible que

parecía necesitar para terminar de ascender: los diferentes nombres con que lo

llamaba a medida que iba creciendo, los viajes de Santiago a Valparaíso, la

construcción del ascensor del cerro, los relatos de los trayectos en tren desde

Buenos Aires a Chascomús, la descripción del pueblo de Inglaterra donde nació.

Se fue preguntando, mientras seguía subiendo, con la capacidad que le permitía

la oxigenación de su cerebro, si su padre había llegado a ser un Pillán, un

hombre que por alcanzar las cuatro formas del conocimiento, puede apropiarse

de su destino. Había sido creativo con ferrocarriles y ascensores; imaginativo

con la esfera; intuitivo al darse cuenta que Valparaíso era el lugar que siempre

buscó; comprensivo con la cultura mapuche que le era extraña.

Al llegar a la superficie divisó a lo lejos la canoa. Aqualung sabía que no

debía dormirse y no se durmió.


147

Domingo a la mañana.

La mañana amanece lluviosa, el cielo despejado de la noche anterior no me

hizo suponer que tendríamos un domingo pasado por agua. En la cama, mi

mujer me ofrece su espalda desnuda. Sé que está despierta, sus piernas no

permanecen encogidas como lo hace, habitualmente, cuando duerme. Un

comentario suyo me lo confirma y detiene mi intención de acariciarla.

-Hace rato que llueve, a eso de las seis y media me despertó la voz de “la nena”,

de tu hija, y el ruido de las gotas al golpear las canaletas. Por suerte no tardé en

volver a conciliar el sueño. Te miré para saber si también te habías despertado,

pero no ¡Vos dormías profundamente! ¡Parece que no escuchaste nada!

Antes de que termine de hablarme y darse vuelta para mirarme, el sonido

de mi celular, indica que acabo de recibir un mensaje de texto. Aprieto la tecla

para su lectura, y leo lo que temía: “disculpe señor. No se enoje, pero está todo

inundado por acá, no puedo salir de mi casa. Hoy no voy a poder ir a cuidar a su

hija. Que tengan un buen domingo. Un beso para los chicos y para la señora”.

Cuando se dan estas situaciones, no puedo evitar la sensación de incomodidad

que me produce comunicárselo a mi mujer.


148

Me levanto de la cama, me acerco a una de las ventanas del dormitorio, subo

lentamente, un poco, la correa de la persiana; lo suficiente para poder ver el

exterior y para que ingrese la menor cantidad posible de luz a la habitación.

Observo cómo las gotas de lluvia, que caen con intensidad, van formando una

semiesfera al golpear contra el piso del solar del jardín.

-Llueve con “sapitos”. No creo que pare hasta la tarde. Por la lluvia, Noemí no va

a venir. Se inunda donde vive.

Mi mujer termina de darse vuelta mirándome con un gesto entremezclado

de fastidio y resignación, que me enoja más conmigo que con ella

-No sé por qué tengo que dar explicaciones. No tiene sentido pedir disculpas por

lo que sucede más allá de uno. No tiene ningún sentido -le digo, y al decírselo,

me escucho.

-Es verdad. No tiene ningún sentido. Pero a veces las pedís. En este momento lo

estás haciendo.

-Aunque lo intente, no puedo evitarlo-respondo, con cierta amargura,

inclinando un poco la cabeza.

-Yo tampoco puedo evitar, en un día de domingo como el de hoy, que llueve,

querer que “la nena” se quede calladita, sin demandarnos hasta el mediodía.

Que mi hijo y el tuyo se levanten y decidan preparar el desayuno para ellos y sus

hermanas. Que los cuatro se olviden de nosotros para poder quedarnos en

nuestra habitación. Que se las arreglen solos una mañana de domingo. Que nos

ignoren hasta que decidamos lo contrario. En esta cama pasaron y pueden pasar

muchas cosas. No me dan ganas de cambiarme apurada para bajar a la cocina.

Quisiera no tener ninguna obligación. Ya sé que es una estupidez. Es imposible.

Disculpame que lo diga de esta manera, pero es lo que pienso.


149

-Ya sé que lo pensás, además lo comparto.

No le comento, aunque ella lo sepa, la molestia que siento por su frase

“que se arreglen solos”. ¿Cómo se va arreglar sola mi hija mayor? Nunca podrá.

Siempre será chiquita. Muy chiquita.

Me quedo parado en el borde de la cama dudando si comenzar a vestirme

o zambullirme en el colchón, sin saber en esa alternativa si es para estar al lado

de ella, que permanece con la cabeza apoyada entre la almohada y el respaldo,

en una posición que adopta cuando tiene ganas de hablar y de que la charla se

extienda hasta donde se tenga que extender, sin poder anticiparse si culminará

en un planteo, o en un encuentro amoroso.

A pesar de mi indefinición acerca de que acción pondré en juego, no dejo

de mirar su pelo negro, largo y un tanto revuelto, sus hombros redondos que

permanecen desnudos, sus brazos extendidos sobre la sábana, que marca el

límite de lo observable hasta donde comienzan sus pechos, a los que abracé

durante gran parte de la noche. Las sensaciones se van superponiendo: la del

deseo por mi mujer, la del fastidio por sentir que queda expuesta mi debilidad

por mi hija mayor y la de salir corriendo de esa escena. Todo fluye en mi cabeza

a una velocidad que necesito detener.

Primero la música y luego la letra de una canción infantil italiana, que nos

cantaba mi madre, empieza a hacerse presente en mi cabeza, quizás como una

forma de intentar lograr la calma, de aceptarme. Comienzo a cantarla primero

en voz baja, casi susurrándola, dudando si quiero que la escuche. Cuando me

doy cuenta que mi mujer me estaba prestando atención, con un poco de

vergüenza y entusiasmo, ya no dudo:

Sai che i papaveri sono alti, alti alti.

Che sei piccolina.


150

Che sei piccolina.

Sai che i papaveri sono alti, alt, alti.

Sei nata poverina

Cosa si può fare?

-Esa canción suena dulce y triste. No te la había oído cantar nunca.

-No creo que no. Hacía años que no la recordaba. Estaba guardada en mi

memoria y de golpe apareció. Nos la cantaba mi mamá cuando éramos chicos.

sonaba. Alguna vez la tenías que escuchar.

-¿Qué quiere decir Papaveri ?

-Amapola.

-¿Y poverina?

-Poverina, quiere decir pobrecita. No me preguntes nada más. Soy yo el que se

pregunta y se responde a la vez con el final de esta canción ¿Cosa si può fare?

¿Qué cosa puedo hacer?

También podría gustarte