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Riquete el del Copete

Cuento clásico de Charles Perrault

© Adaptación de Paola Artmann

Audio de texto a voz para una lectura asistida

Érase una vez, hace mucho tiempo atrás, un rey y una reina que vivían muy
felices, pero anhelaban ser padres. Después de años de espera, la reina dio a
luz a un niño. Pero el niño era muy poco agraciado y la reina siendo vanidosa y
superficial se sintió decepcionada por la apariencia de su hijo. Sin embargo, un
hada que estaba presente en el nacimiento le otorgó al pequeño el regalo de la
sabiduría, además lo dotó con el don de impartirle a la persona a quien más
quisiera, la sabiduría que él mismo poseía. Esto consoló un tanto a la reina.
Con el transcurrir del tiempo el consuelo se convirtió en orgullo, pues tan pronto
como el niño comenzó a hablar, cautivó a todos con sus actos de nobleza y
palabras de sabiduría. Por cierto, olvidé mencionar que cuando el pequeño
príncipe nació tenía un mechón de pelo en la cabeza. Por esta razón todos lo
llamaban Riquete el del Copete, pues Riquete era el apellido de la familia.
Al cabo de siete u ocho años, la reina de un país vecino dio a luz a dos niñas.
La primera hija poseía una hermosura sin comparación. La reina se sintió muy
feliz, pero el hada que había asistido al nacimiento de Riquete el del Copete le
advirtió que la niña no sería inteligente. Aquello afligió mucho a la reina; pero
unos instantes después sintió una pena mucho mayor, pues resultó que la
segunda hija que dio a luz carecía de toda belleza.
Conmovida, el hada concedió a las niñas dos dones: a la mayor, el don de
transmitir toda su belleza a quien la ame; a la menor, inteligencia y talento.
Pronto, las princesas crecieron. Cuanto más crecían, más brillaban sus virtudes
y defectos. Mientras que la mayor se hacía más hermosa, también era más
torpe e ignorante. Tenía muchos pretendientes, pero su torpeza e ignorancia
los hacía huir. Por otro lado, la menor se hizo inteligente y talentosa. Las
conversaciones sobre su inteligencia y talento se extendieron por todas partes.
Muy pronto, la hija menor tuvo muchos amigos y pretendientes. La mayor no
tenía a nadie a pesar de su belleza.
Acongojada por su soledad, la hija mayor decidió ir al bosque. Riquete el del
Copete paseaba por el mismo lugar donde se encontraba la bella princesa y al
notar que lloraba se acercó para preguntarle:
— ¿Cómo es posible que, siendo tan hermosa, tengas algo de qué lamentarte?
A esto la princesa respondió:
— Prefiero ser tan simple como tú y tener un poco de inteligencia, que ser tan
hermosa y al mismo tiempo ignorante y torpe.
— ¡Creo tener la solución para tu problema! —exclamó Riquete el del Copete
—. Poseo el don de impartir mi sabiduría a quien yo más quiera y sé que tú
eres esa persona. Por lo tanto, depende de ti recibir mi sabiduría. La única
condición es que aceptes casarte conmigo.
—Me casaré contigo en un año —dijo la princesa sin pensarlo, como de
costumbre.
Al día siguiente, la princesa había olvidado su promesa.

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