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2.

La Literatura

Introducción

¡Muy buenos días! ¡Un cordial saludo y bendiciones abundantes para ti y tu


familia! Soy el diácono Orlando Fernández Guerra, del Arzobispado de la
Habana, en Cuba. Y esto es: “Hablemos del libro”

Desarrollo

Hoy vamos a considerar la Biblia como: “literatura”. En el episodio anterior te


comenté que la Biblia era un libro. ¡Ciertamente, no un libro cualquiera!, sino
uno muy importante, porque los creyentes lo consideramos la Palabra de Dios
escrita. Pero, aun así…, sigue siendo un libro. Mejor decir… ¡una biblioteca!
¿verdad? Porque sabemos que tiene muchos y variados libros en un solo
volumen.

Y las bibliotecas tienen abundante literatura. ¿Y qué se entiende por literatura?


Sino el uso de la palabra, tanto escrita como oral, que una cultura utiliza como
medio de expresión. A través de la literatura los seres humanos narramos todo
lo que nos acontece de forma real o imaginaria. Así que la Biblia podemos
incluirla entre las obras que forman parte de la literatura universal.

De ella puede afirmarse que es a la vez: Palabra de Dios y Palabra de


hombres. Es decir, Palabra de Dios en palabras humanas.

Otra cosa importante para avalar esto de que, la Biblia sea una obra literaria,
tiene que ver con su origen. La Biblia no fue un libro oculto y encontrado
misteriosamente por un vidente o una civilización antigua. Tampoco fue
entregada por ángeles a algún místico en éxtasis. Ni la trajeron extraterrestres
que visitaron la tierra en un pasado remoto. Muchísimo menos cayó
encuadernada del cielo. La Biblia, tal como hoy la tenemos, fue escrita en un
período de miles de años, en distintos lugares, en distintas lenguas, y por
infinidad de personas que no conocemos.

Aterrizando más esta idea, la Biblia la escribieron muchos creyentes en


diversos momentos de la historia de Israel, o de la Iglesia. Es la obra de una
comunidad que hacia memoria de los acontecimientos que habían vivido. Lo
que en ella cuentan sus escritores es su experiencia personal. O la de sus
ancestros que habían sido testigos presenciales de tales acontecimientos. Y por
eso, se sentían responsables de custodiar ese saber y esa experiencia, para
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legarla a los futuros creyentes con la misma convicción que San Lucas le dice a
su amigo Teófilo: “para darle solidez a las enseñanzas que hemos recibido” (Lc
1,4)

Por otra parte, ninguno de los escritores sagrados se planteó el asunto de la


autoría del libro. No podía reclamar derechos de autor por ser el portavoz de un
mensaje que venía de Dios y era patrimonio de la comunidad. Por eso, se
quedaron en el anonimato, no firmaron sus obras, ni siquiera le pusieron un
título. Los nombres con que nosotros hoy las conocemos: “evangelio según San
Mateo”, “evangelio según San Lucas”, “Carta del apóstol San Pablo a los
Romanos” y así sucesivamente, fueron puestos por la Iglesia hacia finales del
siglo II de nuestra era. El propósito era poder distinguir estos libros, que tenían
diversa procedencia apostólica, según la tradición que estaba en su origen.

Dicho de otra manera, los apóstoles -como los escritores modernos-, no


estaban al final de la obra autenticándola, porque sabemos que ellos no
escribieron nada. Sino que se situaban al principio de una tradición que se
transmitió de manera oral durante mucho tiempo y que mucho más tarde sus
discípulos la pusieron por escrito.

Ese procedimiento era normal en aquella cultura. La comunidad que los gestó
estaba más preocupada por transmitir el mensaje salvífico que por facilitarnos
la curiosidad sobre sus autores. Literalmente los escritores se escondieron tras
sus obras. Este criterio puede aplicarse por igual a los libros de ambos
testamentos.

Para nosotros, al hablar de la Biblia, son muy importantes la inspiración y la


canonicidad de los libros. Pero esto no interesó para nada a los primeros
cristianos. Estos conceptos nacieron más tarde cuando se iba multiplicando la
literatura religiosa de la época y algunos escritos tuvieron la pretensión de
mezclarse entre los nuestros. Entonces se crearon estos términos para poder
discernir, ¡cuales libros provenían de las enseñanzas apostólicas -usadas por
las primitivas comunidades en su liturgia y la catequesis-, y cuáles eran parte
de algunas religiones mistéricas o sectas gnósticas! Que, por supuesto, nada
tenían que ver ni con la recta fe judía, ni con la fe cristiana. De eso hablaremos
en otro momento.

Lo que ahora mismo nos debe importar a nosotros, es que cada libro de la
Biblia, fue escrito para beneficio de la comunidad creyente. Y con dos
propósitos fundamentales: el primero, narrarnos las relaciones que esa
comunidad tenía con Dios. Y el segundo, ayudarnos a vivir la fe en cada
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situación concreta de nuestra vida, tal como ellos hicieron en su tiempo, con la
suya.

Esta es la razón por la que la Iglesia nos enseña que la Biblia es también
literatura. Y que no tener en cuenta esto nos haría errar en su correcta
interpretación. La Constitución Dei Verbum, del Concilio Vaticano II, nos dice
que: “Para descubrir la intención del autor hay que tener en cuenta, entre otras
cosas, los géneros literarios. Pues la verdad se presenta y enuncia de modo
diverso, en obras de diversa índole histórica: en libros proféticos o poéticos o
en otros géneros literarios…»

Las obras literarias se presentan con un conjunto de rasgos diferentes que nos


permiten diferenciarlos. Eso es lo que son los géneros literarios. La Biblia es tan
rica -literariamente hablando-, que en ella podemos encontrar los 4 grandes
géneros literarios clásicos: el Épico, el Narrativo, el Lírico y el Poético, con
todas y cada una de sus expresiones propias.

Así como muchos otros propios de su cultura, y tradición, que a nosotros nos
resultan totalmente extraños y ajenos. También podemos encontrar, todas las
figuras literarias que usamos en la comunicación diaria: las Prosopopeyas, las
Metáforas, los Símiles, las Alegorías, la Hipérbole, las Paradojas, la Antítesis,
los símbolos y las fábulas. Por eso, a la hora de leer un libro cualquiera hay que
situarse ante el texto y tenerlo en cuenta.

Escuchemos un ejemplo de fábula que se cuenta en el libro de los Jueces 9, 8-


15: “Una vez fueron los árboles a elegirse rey, y dijeron al olivo: Sé nuestro rey.
Pero el olivo dijo: ¿Y voy a dejar mi aceite, con el que se honra a dioses y
hombres, para ir a mecerme sobre los árboles? Entonces dijeron a la higuera:
Ven a ser nuestro rey. Pero la higuera dijo: ¿Y voy a dejar mi dulce fruto
sabroso para ir a mecerme sobre los árboles? Entonces dijeron a la vid: Ven a
ser nuestro rey. Pero la vid dijo: ¿Y voy a dejar mi mosto, que alegra a dioses y
hombres, para ir a mecerme sobre los árboles? Entonces dijeron todos a la
zarza: Ven a ser nuestro rey. Y les dijo la zarza: Si de veras quieren ungirme
como su rey, vengan a cobijarse bajo mi sombra, y si no, salga fuego de la
zarza y devore a los cedros del Líbano”.

¡A menos que entonces los árboles hablaran, y tuvieran capacidad para


reunirse y tomar decisiones!, estoy seguro que no tomaría usted este relato al
pie de la letra. Hay en él una gran enseñanza sobre el buen uso de la autoridad
y sobre el peligro de la dictadura. Este es un relato sapiencial con claras
motivaciones didácticas. Otro ejemplo interesante es el del libro del profeta
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Jonás. Si lo tomamos como un relato histórico es, no sólo impreciso sino hasta
equivocado geográficamente. Pero si lo leemos como un “relato de ficción”,
teniendo en cuenta los mismos códigos que el anterior, entonces comenzamos
a entender su gran enseñanza.

Durante su ministerio público, Jesús utiliza la manera de narrar de su tiempo,


para comunicar de manera eficiente su enseñanza sobre el Reino de Dios. Así
es muy común encontrar en los evangelios expresiones propias de su entorno
cultural que todos sin excepción podían comprender: “Un hombre tenía dos
hijos y uno le dijo…”. O, “Un hombre dio una gran cena y envió a su criado…”,
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó cuando fue asaltado…”. Otras veces
usaba la interrogación retórica: “¿A qué compararé el Reino de Dios? Es
como…”, o “¿Qué mujer que pierde una moneda no barre toda la casa…?”.

Como la mayoría de sus oyentes eran personas sencillas y poco instruidas;


Amas de casa, campesinos, pescadores, artesanos, vendedores ambulantes,
podían entender inmediatamente su discurso. Jesús les hablaba desde su
realidad cotidiana. Y así abundan los relatos sobre “el trigo y la cizaña… la
higuera que da buen fruto… la tierra buena…, las semillas que caen fuera del
surco… la viña no cuidada… la red que un pescador tira al agua”. O habla de
labores domésticas realizadas por las mujeres: “aquella que amasa el pan y
pone 3 medidas de levadura…, “o las que olvidan poner aceite en sus
lámparas, la víspera de una boda”. Ni que decir que esto le facilitaba mucho la
enseñanza.

Pero la originalidad de Jesús no está en utilizar estos recursos narrativos,


porque eran comunes en la cultura semita. Cualquier rabino del judaísmo
hubiera hecho lo mismo. Y, de hecho, en el Talmud hay parábolas e historias
muy similares a las evangélicas. La originalidad del Maestro, estaba en las
interpretaciones que hacía de la Torá, y en las conclusiones a las que hacía
llegar a sus oyentes.

Esto fue lo que motivó tanta admiración en el pueblo al punto que decían
asombrados: “–¿De dónde saca éste su saber y sus milagros? ¿No es éste el
hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago,
José, Simón y Judas? Sus hermanas, ¿no viven entre nosotros? ¿De dónde
saca todo eso?” (Mt 13,55-56)

Nosotros hoy también usamos diversas formas narrativas para contar un hecho
cualquiera. La enfermedad de un ser querido no se cuenta igual al médico que
lo atiende que a una persona cualquiera que nos pregunta. Para cada caso
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tenemos un lenguaje propio, una manera de contar que puede esconder o
revelar parte de la historia. Esas diferentes maneras de hablar y escribir son
nuestros “géneros literarios”.

Al ser la Biblia una biblioteca es muy importante tener siempre presente esto.
Ya que en ella podemos encontrar de todo. Y podemos errar muy fácilmente, ya
que los autores sagrados pueden utilizar expresiones distintas de las nuestras,
porque su mentalidad y su situación vital, también son muy distintas.

En general, es bueno situarnos siempre ante una obra cualquiera,


especialmente las de la antigüedad para evitar hacernos juicios errados sobre
sus historias. Es muy mala cosa usar los criterios del presente para evaluar los
acontecimientos del pasado. Cada época es distinta, cada cultura es distinta y
cada lengua tiene sus propios códigos. Sin embargo, cuando leemos esta
maravillosa biblioteca teniendo en cuenta sus géneros literarios, descubrimos
que Dios nos habla desde el cuento, desde la historia de una familia, desde la
situación de un justo perseguido, o desde la fe de un pecador arrepentido.
Porque Dios está siempre presente en cada situación humana. Y en todo
tiempo y lugar.

Final

Con esto cierro este capítulo, y nos volvemos a encontrar el próximo domingo,
para seguir hablando de la Biblia. Este maravilloso libro que fundamenta
nuestra esperanza y que nos enamora al leerlo con fe.

“Hablemos del libro”, es un espacio para hablar sobre la Biblia. Podrá


encontrarlo cada Domingo en mi página de Facebook. Así como a través del
grupo de Whatapp “Amigos de la Biblia”. Si todavía no eres miembro, ¿qué
esperas para unirte? Estoy esperando por ti, ayúdame a servirte mejor.

¡Y que Dios te bendiga a ti y a tu familia!

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