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La nueva alimentación traería consigo vino, dulces y pan.

El trigo y la caña formarían parte de los


nuevos cultivos, que a su vez propiciaron la creación de panes de dulce y azúcar. Mientras tanto, el
cacao coexistía en los nuevos sembradíos dando lugar al chocolate, bebida que protagonizaría
tardes y noches novohispanas de comilona.

La gran dulzura novohispana apareció en Nueva España con los primeros banquetes
protagonizados por Cortés y el primer virrey don Antonio de Mendoza, como el organizado con
motivo de la paz entre Francia y España en 1538. Dulces, frutas, chocolate y panes serían las
estrellas de estos festines, por lo que la presencia del azúcar en las mesas cortesanas era rotunda.

La tradición de las golosinas en los banquetes de manteles largos prevaleció durante los casi
trescientos años del virreinato. En la conjugación de las tradiciones alimentarias españolas, criollas
e indígenas no solo encontramos guisados, caldos, sopas y salsas, sino también un mosaico
colorido y dulce que se expandió gracias a las quince fundaciones religiosas que acunaron a la
dulcería en sus espacios.

El dulce nacional ha sido identificado como un producto femenino donde se reúne la imaginación y
creatividad barrocas, consumadas en expresiones caprichosas de una variedad de sabores.
Durante su estancia conventual, Sor Juana Inés de la Cruz hablaba del fenómeno del dulce como la
“inversión del azúcar”, que consistía en la descomposición de la sacarosa en azúcares en un medio
ácido, lo que la hacía fluida (como jarabe). Y de igual forma que las demás monjas, ella elaboraba
algunos de estos platillos, como el postre de nuez

De los conventos más antiguos surgen postres inigualables, como en el de la Concepción, fundado
en 1540 en Ciudad de México. Aquí se crearon los huevos megidos y los hilados, así como las
yemitas de dulce. Mientras tanto, las clarisas fermentaban frutas como duraznos prensados o
elaboraban pastillas de olor con tersas pastas dulces como las bolas de viento. Por su parte, las
monjas de Regina Coeli eran conocidas por su exquisito chocolate, mientras que las de Santa Inés
elaboraban bocadillos de leche esperiqueta y huevos moles. Las carmelitas descalzas de San José
de Gracia cocinaban pico dorado o leche costrada, chilacayotes, acitrón, calabazates, pechugas de
ángel, espera y calla; las dominicas de Santa Catalina eran famosas por sus bartolillos, pan de vida,
quesadillas de regalo y frutas cubiertas; las monjas de San Jerónimo elaboraban también estas
últimas, además de mermeladas, leche de obispo, mazapanes, uvate y yemitas acarameladas, así
como todo tipo de cajetas. En suma, los espacios conventuales eran exclusivos en crear
tentaciones para el paladar.

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